Restauraci�n - Regencia de Mar�a Cristina

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Restauraci�n - Regencia de Mar�a Cristina

(comp.) Justo Fern�ndez L�pez

Espa�a - Historia e instituciones

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La Restauraci�n borb�nica (1875)

LA REGENCIA DE MAR�A CRISTINA DE HABSBURGO (1885-1902)

Cuando muri� el Alfonso XII en 1885 v�ctima de la tuberculosis, la reina estaba embarazada y no hab�a un heredero var�n �Alfonso y Mar�a Cristina, casados el 29 de noviembre de 1879, hab�an tenido dos hijas�. As� la muerte de Alfonso XII cre� un cierto vac�o de poder, que algunos tem�an que fuera aprovechado por los carlistas o por los republicanos para acabar con el r�gimen de la Restauraci�n. De hecho, en septiembre de 1886, se produjo una sublevaci�n republicana liderada por el general Manuel Villacampa del Castillo y organizada desde el exilio por Manuel Ruiz Zorrilla. Fue la �ltima intentona militar del republicanismo y su fracaso lo dividi� profundamente. Pero la muerte del rey no desestabiliz� el sistema bipartidista pactado entre C�novas y Sagasta.

A Alfonso XII la sucedi� en el trono su hijo p�stumo, Alfonso XIII, cuya minor�a de edad estuvo encabezada por la regencia de su madre, la reina viuda, Mar�a Cristina de Habsburgo-Lorena.

Mar�a Cristina de Habsburgo-Lorena (1858-1929), reina consorte (1879-1885) y regente de Espa�a (1885-1902), naci� en Gross-Seelowitz (Moravia), hija de los archiduques Carlos Fernando de Austria e Isabel de Austria-Este-M�dena. El 29 de noviembre de 1879 se convirti� en la segunda esposa del rey espa�ol Alfonso XII.

La Regencia de Mar�a Cristina de Habsburgo es el periodo del reinado de Alfonso XIII de Espa�a en el que debido a la minor�a de edad del rey Alfonso XIII la jefatura del Estado fue desempe�ada por su madre Mar�a Cristina de Habsburgo-Lorena. La regencia empieza en noviembre de 1885 cuando fallece el rey Alfonso XII, meses antes de que naciera Alfonso XIII, y termina en mayo de 1902 cuando Alfonso XIII cumple los diecis�is a�os y jura la Constituci�n de 1876, inici�ndose as� su reinado personal.

El periodo de regencia de Mar�a Cristina fue tranquilo gracias a la firma del Pacto de El Pardo entre Antonio C�novas y Pr�xedes Mateo Sagasta, jefes respectivamente de los dos partidos din�sticos principales, el Conservador y el Liberal: el pacto fijaba un pac�fico �turnismo� (alternancia en el poder) de ambos partidos. El 17 de mayo de 1902, su hijo Alfonso XIII subi� al trono. A partir de ese momento la reina madre se dedic� a obras de beneficencia, quedando en un segundo plano en cuestiones pol�ticas. Muri� en 1929 en Madrid.

La regente no fue bien recibida al principio por ser extranjera, pero mantuvo un exquisito respeto a la Constituci�n y al sistema bipartidista de alternancia en el gobierno. Durante su regencia, el sistema se estabiliz� y conoci� el desarrollo de pol�ticas liberales.

En el exterior, la regencia tuvo que enfrentarse con la guerra colonial, que llev� a la p�rdida de las �ltimas colonias de ultramar tras el Tratado de Par�s de 1898.

En el interior, emergen los regionalismos y nacionalismos perif�ricos y se fortalece el movimiento obrero de doble filiaci�n, socialista y anarquista, y la persistencia decreciente de las oposiciones republicana y carlista.

EL PACTO DE EL PARDO de 1885

Para hacer frente a la situaci�n de incertidumbre creada por la muerte del rey, se reunieron los l�deres de los dos partidos del turno, Antonio C�novas del Castillo por el Partido Conservador y Pr�xedes Mateo Sagasta por el Partido Liberal-Fusionista, para acordar la sustituci�n C�novas por Sagasta al frente del gobierno.

El 24 de noviembre de 1885, en el Pacto de El Pardo los l�deres de los dos partidos de turno acordaron la alternancia en el gobierno sin sobresaltos entre ambas formaciones pol�ticas. Los dos l�deres acordaron la necesidad de cierta voluntad de consenso en un per�odo cr�tico para el devenir pol�tico del pa�s. La reuni�n entre C�novas y Sagasta fue acordada con la mediaci�n del general Mart�nez-Campos. Los dos partidos acordaron turnarse en el Gobierno a cambio de acatar la Constituci�n de 1876. El turno instaurado en el Pacto del Pardo se prolong� hasta 1909. El pacto ya exist�a de forma impl�cita desde 1881, fecha en la que Sagasta asumi� el poder por primera vez en el periodo de la Restauraci�n.

En el Pacto del Pardo los conservadores mostraron cierta �benevolencia� respecto del nuevo gobierno liberal de Sagasta. Pero la facci�n del Partido Conservador, encabezada por Francisco Romero Robledo, no acept� la cesi�n del poder a los liberales y abandon� el partido para formar uno propio, denominado Partido Liberal-Reformista, al que se sum� la Izquierda Din�stica de Jos� L�pez Dom�nguez, en un intento de crear una alternativa al bipartidismo, un espacio pol�tico intermedio entre los dos partidos del turno.

Las facciones liberales hab�an alcanzado un acuerdo, que permiti� restablecer la unidad del partido y consist�a en desarrollar las libertades y los derechos reconocidos en el Sexenio Democr�tico (1868-1874), entre ellos el sufragio universal. A cambio aceptaban la soberan�a compartida entre el rey y las Cortes, en que se basaba la Constituci�n de 1876. Qued� fuera del partido liberal-fusionista la facci�n liderada por el general L�pez Dom�nguez.

EL �PARLAMENTO LARGO� DE SAGASTA (1885-1890)

Canovas dimite y Mar�a Cristina de Habsburgo-Lorena, viuda de Alfonso y regente constitucional, nombr� primer ministro al liberal Sagasta. Los l�deres de los dos grandes partidos vieron que en este momento lo mejor era un Gabinete liberal.

En abril de 1886, cinco meses despu�s de formar el gobierno y un mes antes del nacimiento del futuro Alfonso XIII, los liberales convocaron elecciones para dotarse de una mayor�a s�lida en las Cortes y poder desarrollar as� su programa de gobierno, aunque ya hab�an podido comenzar a aplicarlo gracias a la benevolencia de los conservadores.

A este per�odo se le llam� el Gobierno Largo de Sagasta o tambi�n el Parlamento Largo, ya que fueron las Cortes de m�s larga duraci�n de la Restauraci�n y las �nicas que estuvieron a punto de agotar su vida legal, pero no le fue f�cil a Sagasta mantener su partido y su gobierno unidos, ya que durante esos cinco a�os tuvo que superar varias crisis. Sin embargo, durante este periodo se llevaron a cabo reformas de perfil social y pol�tico, por lo que algunos consideran este el �per�odo m�s fecundo� de la Restauraci�n.

C�novas y Sagasta reafirmaron en el denominado Pacto del Pardo (1885) el funcionamiento del sistema de turno. Durante el "gobierno largo" de Sagasta (1885-1890) aprob� diversas medidas de reforma pol�tica con la intenci�n de liberalizar oficialmente la monarqu�a. En 1887 se aprueban las libertades de c�tedra, asociaci�n y prensa, suprimiendo la censura. En 1890 se restaura el sufragio universal masculino, lo que debilit� las tendencias republicanas. Las primeras elecciones con el nuevo sistema de sufragio las hizo un gobierno conservador.

Sin embargo, el sistema de turno sigui� bas�ndose en la adulteraci�n sistem�tica de las elecciones, aunque el sufragio universal permiti� que los republicanos obtuvieran un pu�ado de diputados en las ciudades, donde no ten�an influencia los caciques. Los m�todos de falsear el sufragio y confeccionar previamente el Parlamento por medio del encasillado fueran diferentes con el nuevo sufragio. El caciquismo sigui� funcionando, los m�todos de falseamiento evolucionaron lleg�ndose a la compra directa de votos.

La posibilidad de falsear las elecciones y de fabricar diputados se fue haciendo cada vez m�s dif�cil, sobre todo en las grandes ciudades. En 1893 obtienen la mayor�a por Madrid. Frente a una Espa�a oficial o legal iba tomando fuerza cada vez m�s la Espa�a real.

La primera gran reforma del Gobierno Largo de Sagasta (1885-1890) fue la Ley de Asociaciones (1887), que permiti� que las organizaciones obreras pudieran actuar legalmente, ya que inclu�a la libertad sindical, lo que dio un gran impulso al movimiento obrero en Espa�a. As� se extendi� la anarcosindicalista FTRE, fundada en 1881 como sucesora de la FRE-AIT del Sexenio Democr�tico, y naci� el sindicato socialista Uni�n General de Trabajadores (UGT), fundado 1888.

El 30 de junio de 1890 Sagasta introduce por ley el sufragio universal (masculino), con el objetivo de asegurar la unidad del partido y del gobierno satisfaciendo una reivindicaci�n hist�rica del liberalismo democr�tico. Otro objetivo era incorporar al partido liberal los republicanos �posibilistas� de Emilio Castelar. El sufragio universal masculino (cinco millones en 1890), con independencia de sus ingresos (como ocurr�a en el sufragio censitario), no supuso la democratizaci�n del sistema pol�tico. El fraude electoral se mantuvo gracias al caciquismo. La inmensa mayor�a masculina con derecho al voto estaba compuesta por unas masas rurales, extremadamente pobres y analfabetas, completamente ajenas al proyecto pol�tico, con la esperanza de una revoluci�n social en la mitad sur del pa�s, y del triunfo del carlismo en parte del norte; unas masas, que adem�s, hab�an sufrido una fuerte represi�n policial o la derrota en una guerra civil. As� pues, en t�rminos pr�cticos nada cambi�. Los diputados siguieron siendo, m�s o menos, los mismos; ning�n grupo social, salvo contadas excepciones, accedi� al poder legislativo.

El gobierno fracas� en su intento de reforma del Ej�rcito. La causa �ltima del fracaso fue la autonom�a de que gozaba el Ej�rcito, que fue el precio que hubo que pagar para que aceptara el sometimiento al poder civil. El proyecto de ley de junio de 1887 no fue aprobado por las Cortes debido a la fuerte oposici�n que encontr� entre los conservadores, empezando por el propio C�novas, y entre los militares tanto conservadores como liberales que eran parlamentarios.

GOBIERNO CONSERVADOR DE C�NOVAS DEL CASTILLO (1890-1892)

El gobierno de C�novas lleva a Espa�a del librecambismo del gobierno liberal anterior a una pol�tica proteccionista con el arancel de 1891, que favorec�a a los agricultores del Centro y a la industria catalana y vasca. Esto fomentar�a el desarrollo industrial espa�ol.

Culminado su programa de reformas con la aprobaci�n del sufragio universal (masculino), Sagasta dio paso a C�novas del Castillo que form� gobierno en julio de 1890. El nuevo gobierno no modific� las reformas introducidas por los liberales. �Quedaba as� sellada una nota b�sica del sistema canovista: los avances liberales eran respetados por el conservadurismo, de modo que el r�gimen se consolidaba a partir de un equilibrio entre la conservaci�n y el progreso� (Su�rez Cortina).

El gobierno de C�novas presidi� las primeras elecciones por sufragio universal celebradas en febrero de 1891, en las que la maquinaria del fraude volvi� a funcionar y los conservadores obtuvieron una amplia mayor�a en el Congreso de los Diputados (253 esca�os, frente a los 74 de los liberales, y los 31 de los republicanos).

El Arancel C�novas de 1891 derog� el librecambista Arancel Figuerola de 1869 y estableci� fuertes medidas proteccionistas para la econom�a espa�ola, que fueron complementadas con la aprobaci�n al a�o siguiente de la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas. Con este arancel el gobierno satisfac�a las demandas de la agricultura cerealista castellana y del sector textil catal�n, sum�ndose as� a la tendencia internacional de favorecer el proteccionismo en detrimento del librecambismo.

GOBIERNO LIBERAL DE PR�XEDES MATEO SAGASTA (1893-1895)

En el gobierno conservador de C�novas convivieron dos tendencias opuestas del conservadurismo: la representada por Francisco Romero Robledo, que encarnaba el dominio de las pr�cticas clientelares, de la manipulaci�n electoral y del triunfo del pragmatismo m�s crudo; y la de Francisco Silvela, que representaba el reformismo conservador, que pretend�a restablecer el prestigio de la ley y cortar todo abuso.

El presidente C�novas del Castillo se inclin� hacia el �pragmatismo� de Romero Robledo ante la implantaci�n del sufragio universa (1890), por lo que Silvela sali� del gobierno en noviembre de 1891 y su marcha provoc� la mayor crisis interna de la historia del Partido Conservador.

En diciembre de 1892 un caso de corrupci�n en el ayuntamiento de Madrid provoc� la crisis del gobierno de C�novas, que la regente solvent� llamando de nuevo a Sagasta.

En las elecciones que se celebraron en marzo de 1893 los liberales obtuvieron 281 diputados, frente a 61 de conservadores (divididos entre canovistas, 44, y silvelistas, 17), m�s 7 carlistas, 14 republicanos posibilistas y 33 republicanos unionistas.

El gobierno tuvo que hacer frente al terrorismo anarquista de la �propaganda por el hecho� justificado por sus partidarios como una respuesta a la violencia de la sociedad y del Estado burgueses, que hac�a desesperada la vida de muchos trabajadores. Su escenario principal fue la ciudad de Barcelona. El 24 de septiembre de 1893 tuvo lugar un atentado contra el general Arsenio Mart�nez Campos, capit�n general de Catalu�a y uno de los personajes claves de la Restauraci�n. Mart�nez Campos s�lo result� herido levemente. El autor del atentado, el joven anarquista Paulino Pall�s fue fusilado dos semanas m�s tarde.

El 7 de noviembre de 1873, el anarquista Santiago Salvador lanz� dos bombas al patio de butacas del Teatro del Liceo de Barcelona y mat� a 22 personas.

El gobierno de Sagasta intenta la soluci�n del problema de Cuba con el fracaso del proyecto Maura de introducir una Diputaci�n General para toda la isla.

La primera mitad de la �ltima d�cada del siglo XIX, constituye el periodo de �plenitud� del r�gimen pol�tico de la Restauraci�n instaurado por Antonio C�novas del Castillo. En estos cinco a�os de relativa estabilidad, se produjo la normalizaci�n del turno entre conservadores y liberales.

Pasado este per�odo, el r�gimen tendr� que hacer frente a nuevos problemas: el problema obrero, la cristalizaci�n de un nacionalismo perif�rico y, finalmente, la propia cuesti�n colonial que llev� a la guerra de emancipaci�n cubana, cuya derrota marca la crisis final de siglo, m�s tarde.

El gobierno cay� en marzo de 1895 porque Sagasta dimiti� al no aceptar las exigencias del general Mart�nez Campos de que fueran juzgados por tribunales militares los periodistas de dos diarios cuyas redacciones hab�an sido asaltadas por un grupo de oficiales descontentos con las noticias que hab�an publicado que consideraban injuriosas.

C�novas volvi� a ocupar la presidencia del gobierno. Un mes antes hab�a comenzado la guerra de Cuba.

GOBIERNO CONSERVADOR DE C�NOVAS DEL CASTILLO (1895-1897)

C�novas vuelve a gobernar de 1895 a 1897, a�o en que fue asesinado por un anarquista.

El 7 de junio de 1896 tuvo lugar un atentado anarquista en Barcelona durante el paso de la procesi�n del Corpus en el que seis personas murieron en el acto, y otras cuarenta y dos resultaron heridas. La represi�n policial fue brutal e indiscriminada y dio lugar al famoso proceso de Montjuic, durante el cual 400 �sospechosos� fueron encarcelados en el castillo de Montjuic, donde fueron brutalmente torturados. A continuaci�n, varios consejos de guerra condenaron a muerte a 28 personas. El proceso de Montjuic tuvo una gran repercusi�n internacional, dadas las dudas que hab�a sobre las pruebas en que se hab�an basado las condenas. En la prensa espa�ola se desat� una campa�a contra los �verdugos�, en la que destac� el joven periodista Alejandro Lerroux.

En ese ambiente exaltado de protestas por los procesos de Montjuic se produjo el asesinato del presidente del gobierno Antonio C�novas del Castillo por el anarquista italiano Michele Angiolillo el 8 de agosto de 1897, en el balneario de santa �gueda, municipio de Mondrag�n (Guip�zcoa). El anarquista estaba inscrito en el establecimiento como corresponsal del peri�dico italiano Il Popolo. El motivo fue la venganza por las muertes de los anarquistas detenidos en Barcelona a ra�z del atentado contra la procesi�n del Corpus en junio de 1896.

Pr�xedes Mateo Sagasta se tuvo que hacer cargo del gobierno.

�Despu�s de la muerte de Don Antonio, todos los pol�ticos podemos llamarnos de t�� (Pr�xedes Mateo Sagasta). En 1901, Alfonso XIII concedi� a su viuda el t�tulo de duquesa de C�novas del Castillo. En 1975 el Ayuntamiento de M�laga erigi� un monumento en homenaje a este pol�tico malague�o y en 2009 se instal� una placa en su honor en el sal�n de plenos de la Casa consistorial de M�laga.

LA ESPA�A RURAL

A pesar de la industrializaci�n, 70 % de la poblaci�n continu� siendo campesina. La Espa�a campesina no era homog�nea, hab�a grandes diferencias en los reg�menes de propiedad y en la producci�n:

En la zona cant�brica, con tierras ricas y h�medas, la propiedad estaba muy dividida en minifundios: hab�a muchos peque�os propietarios y muy pocos jornaleros.

En Levante y Catalu�a la propiedad estaba tambi�n dividida, pero los cultivos eran muy rentables: vid, productor de huerta, cr�tricos. Las propiedades familiares pod�a alimentar a la poblaci�n.

En el interior de la mitad norte, las propiedades tampoco eran muy grandes, pero el rendimiento econ�mico era menor (terreno secano) y los productos agr�colas eran menos valiosos: cereales, legumbre, ganader�a lanar y de cerda.

En el resto del pa�s, la mitad meridional, predominaba el latifundio, cuyos due�os no resid�a en el campo y no cultivaban directamente las tierras. Las tierras ten�an un rendimiento econ�mico muy bajo. Los peque�os propietarios y jornaleros viv�an de forma m�sera y no exist�an apenas clases medias campesinas.

Solo un 9 % de la poblaci�n habitaba en las ciudades, lo que predomina de forma aplastante es la Espa�a rural y agraria en las que las desamortizaciones de las d�cadas anteriores a la Restauraci�n fueron b�sicamente una transferencia de propiedades de las manos de la Iglesia y los municipios a la clase adinerada que las pudo comprar en subasta p�blica. Esto agrav� el latifundismo, la concentraci�n de tierras en unas pocas manos en el centro y sobre todo en el sur de la Pen�nsula. La Restauraci�n no llev� a cabo una reforma agraria, m�s bien consagr� la acumulaci�n de tierras en manos de unos pocos, fortaleciendo a los terratenientes. La modernizaci�n de la agricultura no se produjo hasta finales de siglo.

Los grandes propietarios tradicionales y la alta burgues�a agraria segu�an constituyendo el grupo dominante. Pero pronto se fue produciendo una estrecha alianza entre la alta burgues�a agraria y uno nuevo emergente, las grandes familias del mundo de los negocios y de la industria. Esta alta burgues�a se fue haciendo con t�tulos de nobleza y sus patrones de vida se asemejaron pronto a los del viejo orden. Tambi�n se integraron en este grupo los profesionales, abogados, pol�ticos, intelectuales, que formaban parte de los entresijos del poder.

Un escal�n inferior lo formaba la burgues�a media: propietarios intermedios, alg�n peque�o industrial, y la denominada clase media: comerciantes, funcionarios, artesanos, labradores, los protagonistas de las novelas de Benito P�rez Gald�s.

Los escalones inferiores de esta sociedad los ocupaban los trabajadores del campo, de las f�bricas y de las minas, las denominadas clases populares, que marcan la frontera con la miseria.

�Nada m�s enga�oso que el lento avance de la econom�a espa�ola abrumadoramente atrasada, con la gran mayor�a de la poblaci�n dedicada a la agricultura. Todav�a a finales del siglo del motor y la f�brica, la Edad Media quedaba a escasas horas de tren de las capitales de provincia. El r�gimen canovista no hizo nada por romper el contraste entre la Espa�a moderna y capitalista de la periferia y la Espa�a interior, campesina y profunda, cautiva de su estructura caciquil y la tiran�a de los latifundistas, que gracias a sus alianzas con el gobierno controlaban gran parte de la superficie cultivable de Castilla, Extremadura y Andaluc�a. A muchos espa�oles no les qued� otro recurso que la protesta, el desenga�o o la huida. Para muchos braceros y proletarios agr�colas la emigraci�n habr�a de ser la �nica forma posible de escapar de una vida bru�ida de sudor y carne de cementerio. Espa�a volv�a a hacer las Am�ricas cuatro siglos despu�s de su descubrimiento, pero ahora los conquistadores eran hombre desarmados, sin imperios que descubrir ni Dorados que alcanzar, hombres desterrados por la pobreza de los caser�os espa�oles y los r�os familiares que murmuraban en las huertas. En los primeros veinte a�os del siglo XX alrededor de dos millones de espa�oles recalar�an en las tierras de Argentina, Uruguay, Chile, Brasil o Cuba.� [Garc�a de Cort�zar 2004: 221-222]

EL DESARROLLO INDUSTRIAL

Se fomenta la explotaci�n minera impulsada por el aumento de la demanda de minerales en bruto en Europa. La explotaci�n correr� a cargo de grandes empresas extranjeras: brit�nicos, franco-belgas, que convirtieron en pocos a�os a Espa�a en el primer productor de hierro, cobre y plomo de Europa, aunque con una repercusi�n muy limitada para la econom�a nacional.

El sector industrial asisti� al despegue de la siderurgia en el Pa�s Vasco. La andaluza sucumb�a ante las dificultades de acceso al carb�n y la asturiana languidec�a limitada por la escasa calidad de su mineral. Las relaciones entre Bilbao e Inglaterra, basadas en el tr�fico de hierro vasco y de carb�n brit�nico, convirtieron a la ciudad en una urbe de casi 100.000 habitantes, sede tambi�n de una pr�spera banca.

Catalu�a continu� potenciando su desarrollo durante estos a�os. Al algod�n se sumar� ahora la lana. Poblaciones como Tarrasa y Sabadell se convirtieron en grandes centros fabriles dedicados a la lana. Este per�odo se ha denominado la fiebre del oro para la burgues�a catalana. A partir de los a�os 80 la industria catalana se orienta hacia sectores como el papelero o el qu�mico. Barcelona duplic� su poblaci�n, pasando del medio mill�n de habitantes, y se convirti� en un magn�fico y bello ejemplo del desarrollo urbano de la �poca. El Pa�s Vasco y Catalu�a se industrializan, dejando atr�s a otras regiones. El desarrollo de las v�as ferroviarias posibilit� el tr�fico e intercambio de bienes y personas.

�Todo este hervidero de iniciativas engrandecer� el papel de Catalu�a en la econom�a peninsular hasta hacer de ella la �f�brica de Espa�a�. No todo fueron avances; atrapada por el alto coste de las materias primas y por un mercado consumidor mortecino, la industria espa�ola creci� a la sombra protectora del Estado, resguardada de las embestidas de la competencia europea. Un recurso excepcional, que todos los pa�ses consideraron imprescindible en las primeras etapas de la industrializaci�n, terminar� en Espa�a por convertirse en la salida f�cil de un empresariado timorato acostumbrado a un mercado interior sin riesgos. Al promover la prosperidad del norte y noreste espa�ol, la industria aceler� la tendencia al despoblamiento del centro en favor de la periferia, donde la llegada masiva de proletarios transformaci�n vertiginosamente las ciudades con la construcci�n de miserables barrios. Para mayor complejidad, el asentamiento de los reci�n legados trajo consigo un elemento cultural convulsivo al predominar el componente castellano frente a las renacidas conciencias del Pa�s Vasco y Catalu�a. Por contra, el centro y el sur permanecer�n cautivos de su estructura agraria y caciquil, responsable de graves conmociones, y con una industria colonizada por extranjeros o por empresarios del norte. La imagen de las dos Espa�as, los supuestos agravios del nacionalismo perif�rico o el llanto estetizante del 98 por Castilla ser�n hijos del desdoblamiento industrial.� [Garc�a de Cort�zar 2003: 314]

MOVIMIENTOS OBREROS DE FINAL DE SIGLO XIX

Al comp�s del auge econ�mico e industrial va tomando fuerza la burgues�a. Los grupos pol�ticos estaban formados por conservadores, liberales, republicanos, divididos en unionistas y federales, los primeros socialistas y los primeros anarquistas. Pero la mayor�a de ellos, a parte de los de acci�n directa, hab�an dejado la pol�tica a los pol�ticos y se preocupaban solo de la vida diaria. Solo hab�a un grupo violentamente opuesto a la estabilidad, el anarquista, que pasa a ser el objeto de persecuci�n por parte de la polic�a. Era �el hombre de la bomba, cuyo objetivo era �limpiar, a fuerza de dinamita, la sociedad corrompida y burguesa. El Estado se defiende con la misma violencia. Este desaf�o anarquista a la burgues�a era desaprobado por los socialistas, que buscaban resolver las reivindicaciones sociales por medios pac�ficos como la huelga general, que para el Gobierno era vista como una forma m�s de violencia destructiva.

La aprobaci�n de la ley de asociaciones fortaleci� a las organizaciones obreras que se hab�an formado al amparo de la liberalizaci�n pol�tica puesta en marcha por el primer gobierno de Sagasta de 1881-1883 y que les hab�a permitido actuar en la legalidad. Fue el caso de la anarcosindicalista Federaci�n de Trabajadores de la Regi�n Espa�ola (FTRE) fundada en Barcelona en septiembre 1881 y que lleg� casi a alcanzar los 60.000 afiliados agrupados en 218 federaciones, en su mayor�a jornaleros andaluces y obreros industriales catalanes.

Sin embargo la FTRE se disolvi� en 1888 al imponerse el sector del anarquismo que se opon�a a una organizaci�n p�blica, legal y con una dimensi�n sindical que anulaba todo �espontane�smo�. Todo tipo de organizaci�n limitaba la autonom�a individual y adem�s propiciaba su �aburguesamiento�.

La postura contraria era la �sindicalista�, que propugnaba el fortalecimiento de la organizaci�n para mediante huelgas y otras formas de lucha arrancar a los patronos mejoras salariales y de las condiciones de trabajo. Al triunfo de la tendencia �espontane�sta� e �insurreccionalista� contribuy� la brutal represi�n que desat� el gobierno sobre los anarquistas andaluces a ra�z de los asesinatos y robos atribuidos a la "Mano Negra" en 1883, una misteriosa y supuesta organizaci�n anarquista clandestina que no ten�a nada que ver con la FTRE. El movimiento anarquista sigui� presente en publicaciones e iniciativas educativas, pero la disoluci�n de la FTRE abr�o el camino para las acciones individuales de car�cter terrorista, para la propaganda por el hecho que habr�a de proliferar en la d�cada siguiente.

En mayo de 1879 los socialistas hab�an fundado el Partido Socialista Obrero Espa�ol (PSOE) con el objetivo de �procurar la organizaci�n de la clase trabajadora en un partido pol�tico, distinto y opuesto a todos los de la burgues�a�. En agosto de 1888, los socialistas convocaron un Congreso Obrero en Barcelona del que naci� el sindicato Uni�n General de Trabajadores (UGT). D�ez d�as despu�s, se celebr� en Barcelona el I Congreso del PSOE, que ratific� a Pablo Iglesias como su presidente. El PSOE se integr� en la Segunda Internacional.

Frente al r�pido crecimiento de las organizaciones anarquistas, el crecimiento del PSOE y de su sindicato UGT fue muy lento y nunca consigui� arraigar ni en Andaluc�a ni en Catalu�a. En las elecciones de 1891, los socialistas obtuvieron poco m�s de 1.000 votos en Madrid y 5.000 en toda Espa�a. Hasta 1910, present�ndose en solitario, el PSOE no pas� nunca de los 30.000 votos en todo el pa�s; y no consigui� ning�n diputado.

Una de las causas del lento crecimiento de las organizaciones obreras fue el papel del republicanismo, que se hab�a constituido en referencia pol�tica para los sectores obreros y populares. A diferencia del anarquismo y del socialismo, el republicanismo no formaba organizaciones exclusivamente obreras, sino partidos interclasistas; no cuestionaba los fundamentos de la sociedad capitalista. Luchaba por conseguir reformas: el fomento del cooperativismo, la constituci�n de jurados mixtos entre patronos y obreros, la concesi�n de cr�ditos baratos a los campesinos o el reparto de algunas tierras.

A ra�z de la publicaci�n de la enc�clica papal "Rerum novarum" (1891), que alentaba a que se tomaran iniciativas en el campo social, el mundo cat�lico intent� crear un movimiento obrero con esa significaci�n confesional. En Espa�a surgieron los C�rculos Cat�licos de Obreros, promovidos por el jesuita Antonio Vicent, as� como las asociaciones profesionales de car�cter mixto, obrero y patronal.

P�RDIDA DE LAS �LTIMAS COLONIAS DE UTRAMAR (1898)

Cuba era, junto con Puerto Rico y Filipinas, el �nico resto del Imperio que le quedaba a Espa�a despu�s de los movimientos de independencia de principios de siglo en el continente americano. Cuba era la aut�ntica joya de la corona, con cuyo aprovechamiento intensivo se intent� compensar las p�rdidas suscitadas por la desaparici�n del Imperio. A lo largo del siglo se fueron estrechando los lazos econ�micos y sociales entre la isla y la metr�poli, alcanzando Cuba su per�odo de m�xima prosperidad en los a�os de la Restauraci�n, auge no empa�ado por el estallido de los conflictos a que se ha hecho menci�n en l�neas anteriores.

La Paz de Zanj�n no hab�a solucionado los problemas cubanos, pero entre su firma y el estallido de la guerra del 95, la isla pas� por una de las etapas m�s fecundas de su historia colonial, con una transformaci�n social y econ�mica, unida a un creciente desarrollo de una clase intelectual y a la reactivaci�n de la vida pol�tica.  Pero, ante la creciente influencia de los EE UU en la vida econ�mica cubana, el gobierno de la Restauraci�n fue incapaz de hacer las reformas necesarias que permitiesen afianzar la presencia espa�ola en Cuba, lo que terminar�a llevando a un divorcio cada vez mayor entre la isla y la metr�poli y finalmente al desastre.

En 1898, dentro de un sistema pol�tico bastante estable, irrumpe el Desastre colonial del 98. Espa�a pierde las �ltimas colonias de ultramar: Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en una guerra con Estados Unidos que result� humillante para toda la sociedad espa�ola. Este periodo es conocido como el del "desastre" y conmocion� todo el sistema social espa�ol.

C�novas hab�a hecho una pol�tica de contenci�n frente a las potencias emergente, como Estados Unidos y Alemania. No estaba lejos el desastre espa�ol en la Batalla de Trafalgar. C�novas era consciente de que Espa�a no ten�a capacidad militar ni la energ�a necesaria para mantener sus colonias ultramarinas.

La situaci�n cubana estaba enquistada: los grandes hacendados se opon�an a las cortapisas que les iba poniendo el gobierno y no deseaban ninguna modificaci�n de la situaci�n, pero la burgues�a criolla, que se hab�a enriquecido gracias a la emigraci�n y al incremento del mercado azucarero con EE UU, defend�a las posiciones independentistas.

El inspirador del movimiento emancipador cubano fue Jos� Mart�, nacido en La Habana de padres espa�oles. Su Partido Revolucionario proporcion� la base ideol�gica al movimiento y Antonio Maceo se convirti� en el cabecilla militar de un movimiento que tuvo su base principal entre el campesinado de la parte oriental de la isla. Ante la imposibilidad de introducir reformas, el 24 de febrero de 1895, el grito de Baire marc� el inicio de la segunda y definitiva guerra de la independencia cubana. Pero la muerte del l�der e ide�logo independentista, Jos� Mart�, dej� descabezado el movimiento.

Mart�nez Campos, el vencedor de la anterior contienda, fue enviado de nuevo a Cuba, pero se encontr� con un movimiento independentista fuerte y organizado. Fracasados los intentos de negociaci�n y ante la imposibilidad e una soluci�n militar, Mart�nez Campos fue sustituido en 1896 por Valeriano Weyler. La metr�poli no escatim� esfuerzos en la contienda: "Hasta el �ltimo hombre y la �ltima peseta" (C�novas).

El asesinato de C�novas en 1897 provoc� un cambio pol�tico que tuvo su repercusi�n en el conflicto cubano. Sagasta sustituy� a Weyler y promulg� la vieja ley de autonom�a, pero esta era ya insuficiente. La independencia era el objetivo final e irrenunciable de los nacionalistas cubanos.

El conflicto se agrav� con la intervenci�n abierta de los EE UU tras la voladura del crucero norteamericano Main el 15 de febrero, debida, seg�n algunos, a los propios norteamericanos que buscaban una excusa para intervenir en la isla. En abril, Washington presenta un ultim�tum en el que exig�a la retirada de las tropas espa�olas en tres d�a. As� el conflicto con Cuba se convirti� en una guerra con EE UU. Cuba estaba dentro de su zona de influencia comercial y militar.

La prensa jaleaba y atizaba el patriotismo: el le�n espa�ol liquidar�a sin problema al cerdo yanqui. Los toros mansos se les llamaba �yanquiformes�. El novelista Vicente Blasco Ib��ez protestaba contra tanta parafernalia: �Por el honor de Espa�a tenemos que guardar fusil en mano los millones de los negreros jubilados; debemos conservar la isla para que no se interrumpan las remesas de ladrones.� (El Pueblo, 08.03.1895). Los pol�ticos empujan a la guerra hinchados de patrioterismo, mientras que los militares advierten que �la armada de los EE UU es tres o cuatro veces m�s fuerte que la nuestra. La guerra nos conducir� a un desastre, seguido de una paz humillante y de la ruina m�s espantosa.� (almirante Pascual Cervera).

La guerra hispano-norteamericana tuvo un r�pido desenlace debido a la desigualdad de las fuerzas en conflicto y a la incre�ble ceguera de los pol�ticos. Winston Churchill, que fue reportero en la guerra del 98 (donde se aficion� a los puros habanos), escribi� asombrado, seg�n cuenta el profesor Dard�, �que los espa�oles ten�an el mismo concepto y usaban el mismo lenguaje para su patria y para sus colonias�. La prensa espa�ola sac� a relucir de nuevo lo que el historiador padre Ribadeneyra sosten�a en el siglo XVI:

�... que la armada no pod�a fallar, porque ten�a a su lado un gran n�mero de santos y santas, y el arzobispo de Madrid-Alcal� no se queda atr�s: �Dios tiene en sus manos el triunfo y lo dar� a quien le plazca. Se lo dio a Espa�a en Covadonga, en las Navas, en el Salado, en el r�o de Sevilla, en la vega de Granada, en mis combates... Dios, d�nosla ahora. Y si la Iglesia sue�a, la pol�tica delira. En la incre�ble alucinaci�n colectiva que muestran los pol�ticos y periodistas antes del desastre, solo hay unos pocos con sentido com�n y son los militares profesionales, que hacen patente que van a una cat�strofe.� [D�az Plaja 1973: 519-521]

Y se cumpli� aquello que contaba quejoso el romance medieval: Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son m�s que los buenos. El 15 de julio de 1898 capitul� Santiago de Cuba; el 25 de julio, Puerto Rico; el 14 de agosto capitula Manila, capital de Filipinas. La Paz de Par�s se firma el 10 de diciembre; por ella Espa�a cede todas sus posesiones a Estados Unidos. Las �ltimas colonias en el Pac�fico se venden a Alemania en 1899, por medio del tratado Germano-Espa�ol, debido a la imposibilidad del gobierno de mantenerlas.

Un pa�s que hab�a tenido el mayor imperio conocido durante m�s de tres siglos, un imperio �en el que no se pon�a el sol�, perd�a sus �ltimas colonias de ultramar tras una humillante derrota militar y en el momento en que los todos dem�s pa�ses estaban en expansi�n colonial.

El conjunto de valores que sustentaba el entramado ideol�gico de la Restauraci�n sufri� un importante golpe. En la revisi�n cr�tica que se estaba produciendo en diversos sectores minoritarios, el desastre colonial actu� como catalizador. Estos hechos se produjeron, por otra parte, en el marco m�s amplio de otra serie de noventa y ochos que afectaron a diversos pa�ses del suroeste de Europa. La crisis italiana en Abisinia, el Ultim�tum brit�nico a Portugal, el Fachoda franc�s, son otros tantos ejemplos de crisis coloniales acompa�adas de repercusiones pol�ticas, sociales, morales en la Europa latina del fin de siglo.

�Aquella tarde del domingo 3 de julio de 1898 hab�a corrida de toros en Madrid y los madrile�os pasaban distra�dos las horas, ignorantes de que la flota espa�ola hab�a sido hundida por los norteamericanos a la salida de la bah�a de Santiago de Cuba, cerrando el ciclo hist�rico de la proyecci�n de Espa�a en el mundo. Entre un mar ah�to de naufragios y los ca�onazos de los buques yanquis, el 98 se llevaba un relicario de glorias y h�roes nacionales sin que los espa�oles desprendieran una l�grima. Luego la historia, contada por ensayistas y poetas, transmitir� una imagen de Espa�a sumergida en el llanto y obsesionada por ajustar sus cuentas con el presente desde la nostalgia del pasado. [...] �Lo m�s sensato era negociar la paz que se pueda, am�n�, confes� Maura, pero en la primavera de 1898 fueron pocas las voces que se aventuraron a aconsejarlo en medio de la algarab�a patri�tica de unas clases dirigentes henchidas de orgullo militar y una poblaci�n que consideraba Cuba una porci�n de tierra andaluza.� [Grac�a de Cort�zar 2002: 223-224]

El desastre colonial fue un mazazo que dio alas a un grupo de intelectuales que ya hab�a advertido que el camino de Espa�a estaba en Europa y no en la Historia, no en el recuerdo del pasado, sino en la promesa de un futuro; no en la espada, s� en el arado y la f�brica, como ped�a �ngel Ganivet:

Sean la escuela, el taller y el surco

los solos campos de batalla, en donde

tu raz�n y tus fuerzas ejercites.

El desastre dar� oportunidad a una nueva generaci�n literaria de preguntarse qu� era realmente Espa�a, cu�l era la Espa�a �real� y qu� quedaba de la Espa�a �gloriosa�.

TRATADO DE PAR�S DEL 10 DE DICIEMBRE 1898

Mediante el Tratado de Par�s de 1898, firmado el 10 de diciembre de 1898, termin� la Guerra hispano-estadounidense. Espa�a abandon� sus demandas sobre Cuba, que declar� su independencia. Filipinas, Guam y Puerto Rico fueron oficialmente entregadas a los Estados Unidos por 20 millones de d�lares. El Tratado de Par�s de 1898 fue el punto final del Imperio espa�ol de ultramar y el principio del per�odo de poder colonial de los Estados Unidos.

Espa�a no pudo introducir ninguna enmienda y no tuvo m�s remedio que aceptar todas y cada una de las imposiciones estadounidenses, puesto que hab�a perdido la guerra y el superior poder�o militar estadounidense podr�a poner en peligro otras posesiones espa�olas en Europa (Islas Canarias) y en el norte de �frica o en Guinea Ecuatorial.

En Madrid, las Cortes rechazaron el tratado, pero la Reina Regente se decidi� a firmarlo, habilitada para ello por una cl�usula en la Constituci�n espa�ola.

En el Senado de Estados Unidos tambi�n hubo discusi�n, porque el tratado oficializaba la sustituci�n de un imperio por otro y violaba los principios m�s b�sicos de la Constituci�n de los Estados Unidos: ni el Congreso ni el Presidente tienen el derecho de aprobar leyes que rigen a pueblos colonizados, si los ciudadanos de esos pueblos no estaban representados y participaban en la redacci�n de esas leyes. Al final, el tratado fue aprobado el 6 de febrero de 1899 por solo un voto m�s de la mayor�a de dos tercios necesaria.

El tratado se firm� sin la presencia de los representantes de los territorios invadidos por Estados Unidos, lo que provoc� un gran descontento entre la poblaci�n de esas excolonias, especialmente en el caso de Filipinas, que acabar�a enfrent�ndose contra los Estados Unidos en la guerra Filipino-Americana.

EL REGENERACIONISMO

El Tratado de Par�s, firmado el 10 de diciembre de 1898, sella la decadencia espa�ola como potencia colonial. La convulsi�n es total. Las naciones europeas encasillan a Espa�a entre las naciones en v�as de extinci�n. En Espa�a surge un movimiento de reacci�n a la depresi�n nacional: el Regeneracionismo como f�rmula m�gica y revulsivo para sanear la corrupta y equivocada pol�tica y modernizar el pa�s acerc�ndolo a Europa. El duque de Alba culpa del desastre del 98 al �desastroso, infame y ya insufrible caciquismo que ten�a a los espa�oles divididos, no en regiones ni en provincias, sino en feudos.� Joaqu�n Costa llegar�a a decir que Espa�a �era un estado social propio de una tribu de eunucos sojuzgada por una cuadrilla de salteadores.�

Joaqu�n Costa (1846-1911) fue una de las m�s relevantes figuras del regeneracionismo. Republicano federalista y formado en el krausismo, ya iniciada la Restauraci�n y el reinado de Alfonso XII, imparti� clases de derecho y de historia en la Instituci�n Libre de Ense�anza al no conseguir acceder al desempe�o de la ense�anza universitaria por motivos pol�ticos. Desde 1898 hasta 1902, durante la regencia de Mar�a Cristina de Habsburgo-Lorena, public� tres obras clave de su pensamiento: Colectivismo agrario en Espa�a (1898), El problema de la ignorancia del derecho (1901) y la fundamental Oligarqu�a y caciquismo como la forma actual de gobierno en Espa�a (1902). En 1903, tras acceder al trono Alfonso XIII, se acerc� al republicanismo y fue elegido en la candidatura de Uni�n Republicana, pero rechaz� acudir al Congreso de los Diputados. Costa fue el principal pensador del regeneracionismo, movimiento de lucha contra el caciquismo, la verdadera lacra del sistema pol�tico de la Restauraci�n como encubridor del car�cter falsamente representativo del r�gimen mon�rquico. Costa intent� movilizar a los que estaban hartos del del bipartidismo pactado, del �turnismo� pol�tico entre conservadores y liberales. Fracas� al intentar �formar un partido que no tiene m�s pol�tica que la de no ser pol�ticos�, como le reprochar�a Leopoldo Alas Clar�n. El partido solo dur� unos meses y sus dirigentes se pasaron pronto a los partidos de turno. Sin embargo, Joaqu�n Costa ejercer�a un enorme influjo en la llamada Generaci�n del 98.

Tras la p�rdida de las �ltimas colonias de ultramar, en Espa�a se producen movimientos que tratan de superar una crisis que es tambi�n de identidad. La reacci�n al desastre colonial llega a muchos intelectuales y pol�ticos a preguntarse por las causas del desastre y a proponer nuevas pol�ticas para encontrar un camino nuevo en todos los �rdenes.

Tras el gobierno de Sagasta y su protagonismo en el Desastre, se impuso un cambio de gobierno, encargado a los conservadores, presidido por Francisco Silvela. Tras la pertinente disoluci�n de las Cortes, se convocan elecciones el 16 de abril de 1899, con la intervenci�n del Ministerio de Gobernaci�n, regentado por Dato. El partido del gobierno consigue la mayor�a holgada con 222 esca�os, aunque no result� tan espectacular como de costumbre. Los liberales, con 93 actas, cosechaban el mejor resultado para el partido al que no le correspond�a el turno de gobierno.

En este gabinete, los problemas de la Hacienda P�blica caracterizaron el tr�nsito de siglo, y dieron al traste con el gobierno en octubre de 1900. Tras un gobierno puente del General Azc�rraga, Sagasta accedi�, por �ltima vez, a la presidencia del ejecutivo. De la manera habitual, disolv�a las Cortes, y convoc� elecciones para mayo de 1901. Obtuvo una atomizaci�n muy fuerte de la C�mara y los liberales consiguieron un c�modo resultado con 233 actas. Los republicanos iniciaban una lenta recuperaci�n, con intentos de renovaci�n marcados por la alianza de Alejandro Lerroux con los hist�ricos de Nicol�s Salmer�n.

La cultura tradicionalista de la Restauraci�n estuvo marcada por el escritor, pol�tico y erudito espa�ol Marcelino Men�ndez Pelayo (1856�19121), que se consagr� fundamentalmente a la historia de las ideas (heterodoxas), la cr�tica e historia de la literatura y la filolog�a hisp�nica.

Pero a finales del siglo XIX irrumpe un grupo de intelectuales que postulan la necesidad de regenerar la pol�tica y la sociedad espa�olas, son los regeneracionistas:

V. Almirall

Espa�a, tal como es.

�ngel Ganivet

Idearium espa�ol.

R. Mac�a Picavea

El problema nacional

Lucas Mallada

Los males de la Patria.

Joaqu�n Costa

Oligarqu�a y caciquismo como la actual forma de gobierno en Espa�a:

memoria y resumen de la informaci�n.

Este grupo de intelectuales, viejos y j�venes krausistas, republicanos o federalistas, analizaron con vehemencia y mordacidad el estado de postraci�n en el que se encontraba el pa�s, denunciando la corrupci�n pol�tica reinante en el r�gimen olig�rquico de la Restauraci�n.

�La Restauraci�n no era un para�so pol�tico, ni Espa�a el centro de la cultura y de la ciencia internacionales, sino m�s bien un pa�s con un alt�simo �ndice de analfabetismo, escasas escuelas p�blicas, maestros mal pagados y poqu�simas bibliotecas; un pa�s con una estructura social tradicional y una econom�a principalmente agraria, aunque empezaban a despuntar algunas industrias. Esas carencias ser�n denunciadas por los regeneracionistas, por algunos de los integrantes de la Generaci�n del 98, con el Unamuno de antes de 1900 a la cabeza, y por el propio Ortega y Gasset. Mas al mismo tiempo, Espa�a disfrutaba de un r�gimen pol�tico liberal y la sociedad empezaba a modernizarse y liberalizarse, aunque un r�gimen pol�tico democr�tico no estuviese en el horizonte pr�ximo. En este sentido se expresa Santos Juli� cuando habla de �Liberalismo temprano, democracia tard�a: el caso espa�ol�.� [Zamora Bonilla, Javier: Ortega y Gasset. Barcelona: Plaza Jan�s, 2002, p. 25-30]

El desastre del 98 provoc� una crisis de conciencia y un pesimismo angustiado entre la clase intelectual espa�ola, aunque los principales problemas los ten�a en el interior del pa�s: el regeneracionismo y el regionalismo. Espa�a era un pa�s empobrecido y atrasado, en el que el sector agrario era mayoritario. Con un alto �ndice de analfabetismo y con la ense�anza en manos de la Iglesia y con una ense�anza universitaria m�s que mediocre. Ante el atraso cultural de Espa�a y tras el desastre del 98, Joaqu�n Costa propuso la completa regeneraci�n de Espa�a bajo el lema: "Escuela, despensa y siete llaves al sepulcro del Cid".

El regeneracionismo pretend�a conseguir la transformaci�n interna de la persona para proyectarse luego sobre el resto de las actividades humanas. El eslogan de Costa era: �Escuela, despensa y siete llaves al sepulcro de El Cid�. La escuela se entend�a como el instrumento b�sico de transformaci�n de la persona, todo ello acompa�ado de un pragmatismo en lo econ�mico y de un giro radical en la tradicional pol�tica �quijotesca� espa�ola hacia terrenos e intereses m�s cercanos y directos.

En el campo cultural se consiguieron logros notables en casi todos los aspectos, hasta el punto de que se puede hablar de una �edad de plata�: distintas generaciones creativas, como la del 98, la del 13 o la del 27, contribuyeron a ello desde una perspectiva cercana al an�lisis de lo que se dio en llamar el �problema de Espa�a�.

En el terreno econ�mico, las iniciativas regeneracionistas fueron interesantes, desde la pol�tica hidr�ulica a la forestal, pasando por otra serie de actividades que sirvieron para impulsar la econom�a, favorecida a su vez por la neutralidad espa�ola durante la I Guerra Mundial.

En lo pol�tico, el acierto no result� tan evidente. El acceso en 1902 a la mayor�a de edad del rey Alfonso XIII coincidi� pr�cticamente con el inicio de la crisis de los partidos din�sticos (el Conservador y el Liberal), incapaces de conectar los problemas reales del pa�s y demasiado ocupados con los problemas internos de sus propias estructuras partidistas. Aunque en ambas formaciones pol�ticas hab�a significadas figuras defensoras del regeneracionismo (Maura y Canalejas), su propia inestabilidad no permiti� que los gobiernos enfrentaran convenientemente la crisis de 1917, lo cual produjo la definitiva descomposici�n del sistema de la Restauraci�n, y desemboc� en 1923 en la dictadura de Primo de Rivera, que trajo consigo el final de la vigencia de la Constituci�n de 1876, eje legal de un r�gimen que desapareci� definitivamente en 1931, con la proclamaci�n de la II Rep�blica.

El bipartidismo dejaba fuera del gobierno a los elementos republicanos y no daba entrada a nuevas ideas ni movimientos de renovaci�n pol�tica. El desarrollo de la industria provoc� la aparici�n de un fuerte proletariado que viv�a en p�simas condiciones, que fueron mejoran ya en el siglo XX gracias al movimiento obrero, dominado por el anarquismo.

LOS GOBIERNOS �REGENERACIONISTAS� (1898-1902)

En marzo 1899 el nuevo l�der conservador, Francisco Silvela, se hizo cargo del gobierno, lo que supuso un gran alivio para Sagasta a quien le hab�a tocado estar al frente del Estado durante los d�as del desastre del 98. Francisco Silvela se hizo eco de las demandas de "regeneraci�n" de la sociedad y del sistema, lo que se tradujo en una serie de medidas reformistas. El proyecto de Silvela consist�a en una f�rmula de regeneraci�n conservadora que trataba de salvaguardar los valores patrios en un momento de crisis nacional.

Las corrientes revisionistas o reformistas que criticaban diversos aspectos del sistema pol�tico de la Restauraci�n mon�rquica 1874 eran anteriores al desastre del 98. Dentro del sistema ya hab�an ido surgiendo proyectos de �ndole reformista: reorganizaci�n de la administraci�n local de Silvela (1891), revisi�n de la administraci�n colonial cubana de Maura (1893).

En el sector educativo, la Instituci�n Libre de Ense�anza, surgida del conflicto universitario en los or�genes de la Restauraci�n, fue reuniendo a muchos intelectuales cr�ticos con el sistema. El desastre de 1898 contribuy� a poner de manifiesto lo necesario de las reformas desde tantos �mbitos exigidas y convirti� en un clamor las cr�ticas al sistema.

Surgi� el regeneracionismo, movimiento que englobaba diversas corrientes dentro de una burgues�a media que no aceptaba el sistema pol�tico de la Restauraci�n y que propugnaba una modernizaci�n pol�tica y econ�mica que el r�gimen parec�a incapaz de llevar adelante.

El representante principal de este grupo es Joaqu�n Costa, autor de Oligarqu�a y Caciquismo (1901-1902), y activista en defensa de sus ideas a trav�s de las C�maras Agrarias. El movimiento regeneracionista, la literatura regeneracionista, ten�a un terreno abonado en la sociedad espa�ola conmocionada por el desastre colonial del 98. Estos movimientos, catalizados por el desastre colonial del 98, avivaron un sentimiento renovador de la vida pol�tica espa�ola.

Los primeros a�os del siglo XX traer�an a escena a una nueva generaci�n de pol�ticos de clara raigambre reformista. Desaparecidos los grandes l�deres, C�novas y Sagasta, ser�n Maura, Dato o Canalejas, j�venes revisionistas nacidos en los a�os cincuenta, los encargados de emprender la dif�cil tarea de modernizar el sistema dise�ado por C�novas en la d�cada de los setenta. Junto a ellos, figuras como Pablo Iglesias, Lerroux, V�zquez de Mella, tomar�n el relevo en los grandes debates que se avecinan.

La reforma m�s importante fue la tributaria, dise�ada para hacer frente a la dif�cil situaci�n financiera del Estado como consecuencia del aumento del gasto p�blico provocado por la guerra. Esta reforma estuvo acompa�ada de la aprobaci�n en 1900 de las dos primeras leyes sociales de la historia espa�ola, impulsadas por el ministro Eduardo Dato: una sobre accidentes laborales y otra sobre el trabajo de mujeres y ni�os.

Silvela intent� integrar en su gobierno al nacionalismo catal�n representado de la Lliga Regionalista que acababa de irrumpir en la vida p�blica.

El �nico movimiento de oposici�n importante con el que tuvo que enfrentarse el gobierno conservador de Silvela fue la huelga de contribuyentes, promovida entre abril y julio de 1900 por la Liga Nacional de Productores, organizaci�n creada por el regeneracionista Joaqu�n Costa y por las C�maras de Comercio. Pero este movimiento acab� fracasando cuando la abandonaron las burgues�as vasca y catalana que pasaron a apoyar al gobierno de Silvela. Joaqu�n Costa se orient� entonces hacia el republicanismo.

El general Polavieja se opuso a una reducci�n del gasto p�blico, cuyo objetivo era alcanzar el equilibrio presupuestario, el general exig�a mayores dotaciones econ�micas para modernizar al Ej�rcito. Estas tensiones acabaron provocando la ca�da del gobierno de Silvela en octubre de 1900.

Le sucedi� el general Marcelo Azc�rraga Palmero, con un gobierno que s�lo dur� cinco meses. En marzo de 1901 el liberal Sagasta volv�a a presidir el gobierno que ser�a el �ltimo de la Regencia de Mar�a Cristina de Habsburgo-Lorena y el primero del reinado efectivo de Alfonso XIII.

Los primeros a�os del siglo XX traer�an a escena a una nueva generaci�n de pol�ticos de raigambre reformista. Desaparecidos los grandes l�deres, C�novas y Sagasta, y sus delfines m�s destacados como Romero Robledo o el propio Silvela, ser�n Maura, Dato o Canalejas, j�venes revisionistas nacidos en los a�os cincuenta los encargados de emprender la dif�cil tarea de modernizar el sistema dise�ado por C�novas. Junto a ellos, figuras como Pablo Iglesias, Lerroux, V�zquez de Mella, tomar�n el relevo en los grandes debates que se avecinan.

LOS REGIONALISMOS A FINALES DEL SIGLO XIX

Los problemas con las colonias de ultramar tuvieron graves consecuencias econ�micas para Espa�a, pues agudizaron los problemas sociales. Con la p�rdida de las colonias, la industria textil catalana, que dominaba el mercado nacional y colonial y se manten�a gracias al fuerte proteccionismo estatal, sufri� grandes p�rdidas, lo que suscit� un sentimiento regionalista contra el poder central. Esto llev� a plantear el problema de la autonom�a frente al resto del pa�s, lo que posteriormente se endureci� con exigencias nacionalistas e independentistas.

En Espa�a siempre ha habido una gran tensi�n entre las tendencias centralistas y las tendencias autonomistas de la periferia geogr�fica del Estado. En el per�odo anterior a la Restauraci�n, los republicanos federalistas hab�an adquirido gran importancia. El movimiento cantonalista acab� la el intento de la Primera Rep�blica. El poder central no acced�a a una serie de peticiones econ�micas.

Pero a las reivindicaciones econ�micas se fueron sumando las motivaciones culturales (Reinaxen�a catalana) y ling��sticas en un contexto europeo de nacionalismo liberal que defend�a la idea de una Naci�n un Estado. El carlismo tambi�n se un�a a este planteamiento, aunque por otras causas.

A fines del siglo XIX, nacen en Catalu�a y el Pa�s Vasco movimientos que cuestionan la existencia de una �nica naci�n espa�ola. Su argumento fundamental es que Catalu�a y el Pa�s Vasco son naciones con derecho al autogobierno que poseen realidades diferenciales: lengua, derechos hist�ricos (fueros), cultura y costumbres propias. Estos movimientos tendr�n planteamientos m�s o menos radicales: desde el autonomismo al independentismo o separatismo.

El primer movimiento importante de despertar de la conciencia regional con manifestaciones culturales fue la Renaixen�a catalana. Literatos como Verdaguer, Guimer� o Maragall relanzaron con fuerza la literatura catalana, sobre todo su poes�a. En Galicia hubo un peque�o renacimiento con la l�rica de Rosal�a de Castro como representante principal, y algunas manifestaciones en Valencia. Pero el paso importante en estos movimientos se dar� en el �ltimo cuarto de siglo, cuando en algunas regiones, b�sicamente Catalu�a, Euskadi y Galicia, este esp�ritu adquiera manifestaciones pol�ticas.

En 1885 la presentaci�n del Memorial de Greuges supuso el inicio de la incorporaci�n de la burgues�a industrial al catalanismo.  En 1887 algunos de los miembros m�s pragm�ticos y conservadores del Centre Catal�, creado por Almirall en 1882, se separaron para formar la Lliga de Catalunya, de la que salieron las Bases de Manresa (1892), que han sido consideradas como los fundamentos del autonomismo catal�n. En el manifiesto, redactado por el joven Prat de la Riba, intelectuales y profesionales regionalistas ped�an la autonom�a administrativa y pol�tica, as� como un mayor apoyo a la econom�a catalana. Este manifiesto era a�n socialmente moderado y no separatista. Habr� que esperar al fin de siglo para que este regionalismo de la burgues�a catalana se haga nacionalista.

En Galicia entre 1885-1890 y en paralelo con lo que suced�a en Catalu�a, el provincialismo, nacido en la d�cada de los a�os cuarenta en las filas del progresismo, basaba el particularismo de Galicia en el supuesto origen celta de su poblaci�n, a lo que se un�an su lengua y su cultura propias (Rexurdimento), se transforma en regionalismo.

Existen tres tendencias de este incipiente galleguismo: una liberal, heredera directa del provincialismo progresista, y cuyo principal ide�logo es Manuel Murgu�a; otra federalista, de menor peso; y una tercera tradicionalista encabezada por Alfredo Bra�as. Estas tres tendencias confluir�n en la creaci�n de la primera organizaci�n del galleguismo, la Asociaci�n Regionalista Gallega, que dur� poco (1890-1893), debido a la tensi�n existente entre tradicionalistas y liberales, especialmente aguda en Santiago de Compostela.

LA APARICI�N DE LOS NACIONALISMOS PERIF�RICOS

Producto de esta situaci�n es el desarrollo de iniciativas que fomentar�n los nacionalismos perif�ricos: Prat de la Riba en Catalu�a; Sabino Arana en el Pa�s Vasco; Murgu�a y Bra�as en Galicia; Blas Infante en Andaluc�a y Secundino Mart�nez en las Islas Canarias.

El nacionalismo o regionalismo gallego y valenciano, finalmente, fueron fen�menos muy minoritarios.

Como reacci�n se desarrolla el llamado nacionalismo espa�olista, propagado por Ramiro de Maeztu con su idea de la �Hispanidad�, que afirma la existencia de una �nica naci�n espa�ola.

Los nacionalismos seguir�n siendo en el siglo XX-XXI uno de los problemas que no ha encontrado una soluci�n definitiva.

En el Pa�s Vasco, el pensamiento nacionalista comenz� a configurarse durante estos a�os de la Regencia. La supresi�n de los Fueros en 1876 fue considerada como un ataque por determinados sectores vascos, que se organizaron en torno a l�deres como Sagarm�naga, fundador de la Sociedad Euskalerr�a.

En el mundo rural el carlismo segu�a siendo una fuerza no desde�able y la alta burgues�a industrial y comercial se integraba sin problemas en la oligarqu�a del sistema. En las �ltimas d�cadas del siglo, la sociedad tradicional vasca, y sobre todo vizca�na, se transformaba con rapidez ante el avance de la industrializaci�n, el desarrollo urbano y la llegada de inmigrantes. En este contexto surgi� la figura de Sabino Arana, aut�ntico motor del movimiento nacionalista vasco.

En el caso gallego, el movimiento nacionalista est� relacionado con figuras como Manuel Murgu�a y Alfredo Bra�as. Este �ltimo, de ideolog�a pr�xima al carlismo, fue autor de una obra titulada El Regionalismo (1889) en la que resume los principios del nacionalismo gallego, obra muy le�da en los ambientes nacionalistas vascos y catalanes. Vinculada a Murgu�a desde 1890 se encuentra la Asociaci�n Regionalista Gallega, de gran importancia en la difusi�n del galleguismo pol�tico, que ya a finales de siglo manifestar� dos tendencias principales: una liberal centrada en La Coru�a y otra tradicionalista en Santiago.

En 1898, con la p�rdida de las �ltimas colonias de ultramar, Espa�a pierde el discurso nacional en favor de las tendencias y sensibilidades centr�fugas que hacen ineficaces las invocaciones oficiales a la grandeza de la patria para movilizar las masas.

�Envuelto en los efluvios y brumas del Romanticismo, el nacionalismo catal�n, que manera una imagen idealizada de la historia del Principado, saltaba a la arena pol�tica y atra�a a su redil conservador a la peque�a burgues�a, con recetas sacadas del renacimiento cultural de Catalu�a y del af�n regeneracionista de Espa�a. Por los mismos a�os y entre sectores de la ultraderecha cat�lica, prend�a el credo antiliberal de Sabino Arana, cuya invenci�n de la naci�n vasca con su carga de odio a Espa�a estaba destinada a romper, un siglo m�s tarde, la convivencia de los habitantes de Euskadi. Pronto sonri� la fortuna a los catalanistas. Y su habilidad maniobrera sorprendi� a los republicanos que les reprochaban sus �puerilidades rom�nticas� y m�s tarde les tildar�an de antiespa�oles. De espaldas a la gran burgues�a vizca�na, el nacionalismo vasco solo recibir�a un empuj�n, entrado el siglo XX, cuando el posibilismo empresarial lleg� a un ambiguo sincretismo mezcla de campanario y aldea y consejo de administraci�n. Por su lado, la Iglesia y la derecha militante inspiraban su patriotismo en la obra monumental de Men�ndez y Pelayo y monopolizaban la idea de Espa�a, traicionando el esp�ritu de 1812 a trav�s de la elaboraci�n del nacionalcatolicismo y abriendo un abismo insalvable entre el sentir nacional progresista y el conservador.� [Garc�a de Cort�zar 2004: 227]

El nacionalismo catal�n

Catalu�a y los dem�s reinos de la Corona de Arag�n hab�an perdido sus leyes y fueros particulares con los Decretos de Nueva Planta, tras la guerra de Sucesi�n. Durante el siglo XIX, con el resurgimiento del nacionalismo en toda Europa, el sentimiento nacionalista se reaviv� entre una burgues�a que estaba protagonizando la revoluci�n industrial. As� se fue construyendo el nacionalismo catal�n en varias etapas.

En pleno per�odo rom�ntico, d�cada de 1830, se inicia la Renaixen�a, movimiento intelectual, literario y apol�tico, basado en la recuperaci�n de la lengua catalana.

En 1879 Valent� Almirall cre� el primer peri�dico en catal�n y la multitud de asociaciones voluntarias que en estas d�cadas se crearon en Catalu�a contribuyeron tambi�n a popularizar la cultura catalana en sectores cada vez m�s amplios. En 1882, Almirall cre� el Centre Catal�, organizaci�n pol�tica que reivindicaba la autonom�a y denuncia el caciquismo de la Espa�a de la Restauraci�n.

Enric Prat de la Riba fund� la Uni� Catalanista (1891) de ideolog�a conservadora y cat�lica.

En 1892 esta organizaci�n aprueba las Bases de Manresa, programa que reclama el autogobierno y una divisi�n de competencias entre el estado espa�ol y la autonom�a catalana. Fuertemente nacionalista, la Uni� Catalanista no tuvo planteamientos separatistas.

En 1898, tras el desastre colonial, la fragilidad del pa�s y de sus ef�meros gobiernos era evidente. Sin los negocios de ultramar las tensiones autonomistas cobran nuevos br�os en Catalu�a, la regi�n m�s industrializada y pr�spera. Los comerciantes e industriales ten�an que abandonar los grandes intereses que ten�an en las Antillas. Ahora conf�an al catalanismo su desahogo contra los gobiernos de la monarqu�a que se hab�an mostrado incapaces de mantener el mercado colonial, en la pr�ctica, monopolio de Barcelona. El r�gimen pol�tico de la Restauraci�n era visto ahora como un estorbo para el desarrollo de Catalu�a.

En 1901 nace la Lliga Regionalista con Francesc Camb� con principal dirigente y Prat de la Riba como ide�logo. Es un partido conservador, cat�lico y burgu�s con dos objetivos principales: Autonom�a pol�tica para Catalu�a dentro de Espa�a. La Lliga nace alejada de cualquier independentismo. Camb� lleg� a participar en el gobierno de Madrid, pese a no conseguir ninguna reforma ante el cerrado centralismo de los gobiernos de la Restauraci�n.

Defensa de los intereses econ�micos de los industriales catalanes. Defensa de una pol�tica comercial proteccionista. El nacionalismo catal�n se extendi� esencialmente entre la burgues�a y el campesinado. Mientras tanto, la clase obrera abraz� mayoritariamente el anarquismo.

El nacionalismo vasco

Las tres Guerras Carlistas supusieron derrotas para el Pueblo Vasco, tras las cuales se fueron eliminando paulatinamente los Fueros, en un complicado proceso que, iniciado por la Ley de 25 de octubre de 1839 de Reforma de los Fueros Vascos, culmin� con la Ley de 21 de julio de 1876, que supuso la definitiva liquidaci�n del ordenamiento foral.

La defensa de los fueros vascos qued� asociada a la causa carlista durante todo el siglo XIX. La burgues�a vizca�na, enriquecida por la naciente revoluci�n industrial, fue el terreno social en el que naci� el nacionalismo vasco.

El Partido Nacionalista Vasco (PNV) fue fundado por Sabino Arana Goiri en 1895. Arana, que hab�a nacido en el seno de una familia carlista y ultracat�lica, formul� los fundamentos ideol�gicos del nacionalismo vasco:

 Independencia de Euskadi y creaci�n de un estado vasco independiente en el que se incluir�an siete territorios, cuatro espa�oles (Vizcaya, Guip�zcoa, �lava, Navarra) y tres franceses (Lapurdi, Benafarroa y Zuberoa).

Exaltaci�n de la etnia vasca y b�squeda del mantenimiento de la pureza racial, lo que implicaba la prohibici�n de matrimonios entre vascos y maketos (habitantes del Pa�s Vasco procedentes de otras zonas de Espa�a). Rechazo y desprecio de los espa�oles inmigrantes, en su mayor�a obreros industriales venidos de las regiones pobres del pa�s.

Integrismo religioso cat�lico: �Euskadi se establecer� sobre una completa e incondicional subordinaci�n de lo pol�tico a lo religioso, del Estado a la Iglesia� (Arana). El lema del PNV ser� �Dios y Leyes Viejas� Este aspecto es un claro elemento de continuidad con el carlismo.

Promoci�n del idioma y de las tradiciones culturales vascas. Euskaldunizaci�n de la sociedad vasca y rechazo de la influencia cultural espa�ola, calificada de extranjera y perniciosa.

Idealizaci�n y apolog�a de un m�tico mundo rural vasco, contrapuesto a la sociedad industrial "espa�olizada". Conservadurismo ideol�gico, tanto en el terreno social como en el pol�tico, que lleva al enfrentamiento con el PSOE, principal organizaci�n obrera en Vizcaya.

El nacionalismo vasco se extendi� sobre todo entre la peque�a y media burgues�a, y en el mundo rural. La gran burgues�a industrial y financiera se distanci� del nacionalismo, y el proletariado, procedente en su mayor parte de otras regiones espa�olas, abraz� mayoritariamente el socialismo o el anarquismo. Se extendi� en Vizcaya y Guip�zcoa. Su influencia en �lava y Navarra fue mucho menor.

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