CVC. Carolus. Un modelo de princesa de la Contrarreforma: María Ana de Baviera, Archiduquesa de Austria-Estiria. Su relación con la Compañía de Jesús, por Julián J. Lozano.
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Literatura

Carolus

Un modelo de princesa de la contrarreforma: María Ana de Baviera, archiduquesa de Austria-Estiria. Su relación con la Compañía de Jesús1

Julián J. Lozano Navarro
Universidad de Granada

María Ana de Wittelsbach (1551-1608) era hija del duque Alberto V de Baviera y de Ana de Austria, nieta del emperador Fernando I y esposa del archiduque Carlos II de Habsburgo—Estiria. En mi opinión, su estudio tiene el interés de poder ilustrar —tanto a nivel espiritual como político— el tránsito entre dos épocas: la de Carlos V y la de Fernando II. Respectivamente, tío abuelo e hijo de la protagonista del presente trabajo. O, lo que es lo mismo, los años de creciente polarización religiosa que derivaron del Concilio de Trento. Un período, complejo en extremo, durante el que las posiciones católicas y reformadas se hicieron cada vez más irreconciliables; caracterizado por un feroz proselitismo; constelado de tensiones religiosas y políticas; y que, finalmente, culminará en 1618 con el estallido de un terrible conflicto armado que arrasará Centroeuropa durante tres décadas. En las páginas que siguen, me propongo abordar cómo la forma en la que la archiduquesa María Ana entendía la religiosidad —sustentada en las maneras de la Compañía de Jesús— y su decidida apuesta política por un catolicismo absolutamente intolerante con la herejía, transformaron a la princesa bávara en un verdadero paradigma. En un arquetipo de soberana católica de la Contrarreforma, podríamos decir.

La vida de la archiduquesa María Ana, precisamente, coincidió casi a la perfección con esta época de transición. Cuando nació en 1551, en el Sacro Imperio Romano aún reinaba Carlos V; y muchos príncipes católicos alemanes —bien por convencimiento propio, bien por las exigencias políticas del momento— se mostraban flexibles con el luteranismo. Muy especialmente, después de la paz de Augsburgo de 15552; y no sólo a nivel personal, sino plasmando en leyes dicha tolerancia. Esta dinámica se hizo perfectamente visible, incluso, en el seno de la rama germánica de la casa de Austria. Fue el caso, sin ir más lejos, del emperador Maximiliano II —tío y a la vez cuñado de María Ana— quien permitió en sus estados de Austria el libre ejercicio de su religión a los luteranos, actitud desaprobada por Roma y por Felipe II de España3. De modo similar actuó Carlos II de Estiria —hermano del anterior y futuro esposo de María Ana— queconcedió en 1572 la paz religiosa de Bruck, que otorgaba libertad de culto a los luteranos en Estiria, Carintia y Carniola4.

Un modo de actuar frente a los protestantes que el catolicismo que se estaba consolidando después del Concilio Trento sólo podía condenar sin ambages. Incluso antes de 1563, la nueva forma de entender la religión —y la política, inextricablemente unidas— tenía, entre sus principales defensores, a una orden religiosa casi recién nacida y fundada para proteger a la Iglesia Católica Romana: la Compañía de Jesús. Pronto, san Ignacio de Loyola fue percibido en la Europa que se mantenía obediente al papa como el anti—Lutero por antonomasia5; y sus hijos, los jesuitas, como las huestes a la vanguardia en la lucha contra la religión falsamente reformada. Los pensadores de la Compañía, por si fuera poco, estaban gestando un programa político que exigía a los soberanos que extirparan de una vez por todas cualquier manifestación de pluralismo religioso. Para ellos, un monarca católico estaba obligado a luchar contra la herejía con todas sus fuerzas, lo que incluía el recuso a los medios más expeditivos6. Incluso a la guerra, si era necesario7. Desde este punto de vista, los príncipes tibios ante la herejía se convertían en tiranos maquiavélicos, más preocupados de mantener sus estados que de defender la verdadera religión. Y se transformaban, en consecuencia, en pecadores políticos de primera magnitud. No podía ser de otro modo: su actitud tolerante no suponía otra cosa que un crimen de lesa Majestad Divina, lo que les convertía automáticamente en enemigos de la religión y de la Iglesia8.

Si había un lugar en el que el catolicismo aparecía más amenazado —no ya sólo por el luteranismo, sino por el auge del calvinismo y por la proliferación de sectas heterodoxas de toda índole—, éste era Centroeuropa. Allí, los jesuitas, mediante el éxito de sus colegios y de su labor en los confesionarios nobiliarios y reales, estaban contribuyendo decisivamente a la aparición de un nuevo tipo de príncipe de la Contrarreforma. Uno de los más notorios fue Alberto V de Baviera. Estrictamente católico, persiguió en su ducado a todo el que se apartara de la ortodoxia romana; y confió, a la hora de llevar a cabo sus propósitos, precisamente, en la Compañía de Jesús. Su heredero, Guillermo V el Pío — educado por los jesuitas— fue un soberano que, durante su reinado, estuvo estrechamente vinculado a su confesor y consejero político, el jesuita Maximilian Contzen; que fundó para la Compañía el colegio y la Universidad de Ratisbona9; y que se convirtió en el principal adalid del catolicismo germano como artífice y cabeza de la Liga Católica10.

La Corte de Munich, en consecuencia, se fue configurando como una formidable fortaleza del catolicismo dentro del Sacro Imperio. En principio incluso más, según creo, que la Corte vienesa. Siempre aconsejados por los jesuitas, los soberanos bávaros eliminaron cualquier atisbo de tolerancia religiosa en sus dominios; y gestaron a su alrededor un culto dinástico —inspirado por el padre Contzen— que aunaba elementos morales, píos y católicos, dando origen a una verdadera Pietas Bavarica11.

Fue este el ambiente en el que nació y vivió sus primeros años María Ana de Baviera, objeto principal del presente estudio. Una mujer educada, desde su niñez, no sólo en «…el camino de la virtud, y piedad, sino también el de las buenas letras, no aviendo libro latino que su Alteza con mucha facilidad no entendiese»12. En su juventud, parece ser que la princesa bávara, incluso «…deseó entrar en religión, pero por muy justos y graves respetos, pareció ser más servicio de Dios tomar otro estado…»13. En 1571, finalmente, María Ana casó con su tío, el archiduque Carlos de Estiria, siendo durante su matrimonio «…cierto un perfeto dechado de casadas…»14.

La vida típica de una princesa de la época, por tanto. Ahora bien, ¿cómo y por qué la archiduquesa María Ana se convirtió en un retrato de soberana católica ideal del estilo que tanto propugnaban los teóricos católicos de la época inmediatamente posterior al Concilio de Trento y, muy especialmente, los miembros de la Compañía de Jesús Según creo, por su actitud modélica en lo que a tres cuestiones se refiere: su vida espiritual, su defensa del catolicismo desde una perspectiva política y, por último, su labor como educadora de una abundante prole de príncipes tan militantemente católicos como ella misma. Las veremos a continuación detenidamente, utilizando para ello los testimonios que dejaron de la vida de la princesa y de sus vástagos dos autores que vivieron en la España del siglo xvii: el padre jesuita Juan Eusebio Nieremberg y, en particular, Diego de Guzmán, patriarca de las Indias, personaje muy cercano a la reina Margarita de Austria y a la Compañía de Jesús.

1. La religiosidad de una princesa tridentina

Ser buena cristiana era, nadie lo dudaba, el primero y principal deber de toda soberana católica durante la Edad Moderna. Emperatrices, reinas y princesas debían hacer gala, por tanto, de todas las virtudes teologales —fe, esperanza y caridad— y cardinales — prudencia, justicia, fortaleza y templanza—, a las que debían unirse otras como bondad, recato, piedad, humildad y generosidad15. Virtudes todas ellas que parecía atesorar en su persona María Ana de Baviera. Es importante señalar que sus inquietudes religiosas, en sentido estricto, estaban fundamentadas en los Ejercicios Espirituales ignacianos y en los encendidos cultos eucarístico y mariano en los que tanto había insistido la doctrina emanada de Trento. En este sentido, de la archiduquesa se destacaba que era:

«…devotisima y aficionadisima a todas las cosas divinas y espirituales, y al trato y comunicación con Dios Nuestro Señor […] Oía cada día dos misas […] Cada sábado en la tarde se confesava, para hallarse más dispuesta a recebir el santísimo Sacramento el Domingo por la mañana, y aviéndole recebido en su oratorio, oía otra Misa para dar las gracias a N. Señor y luego yva a la Iglesia de Palacio a oir la Misa mayor, y el sermón […] Las procesiones públicas de las rogaciones, y del Santísimo Sacramento, y las de los jubileos, de ordinario las acompañava a pie y con grande devoción y edificación de todos […] era estremada devoción que tenía en visitar lugares sagrados, como lo mostró bien en la romería de Nuestra Señora de Cell […] y en la de Nuestra Señora de Montserrat, y en la del Oretto [sic.], en las quales su corazón se derretía en ternura de devoción […] sus damas, dueñas y criadas avían de comulgar delante della en su oratorio y no sufría que ninguna faltase […] Ponía todo su cuidado y empleo en las cosas tocantes al culto divino, y al adorno de las Yglesias, y de las reliquias, y principalmente del Santísimo Sacramento»16.

A esta exhibición de piedad contrarreformista, la archiduquesa añadía una rectitud moral que, en primer lugar, se traducía en ayunos, penitencias, mortificaciones y ayuda a los pobres y enfermos. Escogía:

«… confesores doctos, zelosos, y antes severos que blandos, tratando con ellos con toda claridad las cosas de su alma y vida, y davales toda la libertad del mundo para que le dixesen lo que le estaba bien o mal […] Era abstinentísima, y grande ayunadora, y para disimular esto, mandava que una dama le pusiese delante un plato, que no fuese de cosas de Quaresma, para que no se entendiese entre los que la servían el rigor de su ayuno y abstinencia […] Gustava de pobres, tratava con pobres, remediavalos, curavalos algunas veces con sus propias manos. Consolavalos con palabras y obras, llamándolos hijos y ellos a ella madre…»17.

Y que, en segundo, se extendía, prácticamente, a todos los ámbitos de la vida cotidiana, marcando los tiempos, devociones y aun las diversiones de la Corte archiducal de Graz. Así:

«A la oración y trato con Dios, juntaba la lección de libros Espirituales. A los profanos y de cavallerías aborrecía por extremo, y desterrava de su palacio. Lo mismo hazía de todo juego de naipes, y a los demás, que llaman de fortuna, y solía decir que más quería ver a sus hijos enterrados en gracia de Dios que dados a tales juegos […] Si hubo princesa enemiga de mentiras, embustes, y engaños, lo fue ella y al contrario sobre manera amiga de verdad, rectitud y llaneza […] Era tan zeladora de la castidad, y recato, que aun la menor sobra del vicio contrario no sufría […] fue siempre enemiga de la ociosidad, nunca estava ociosa ni lo dexava estar a las mujeres de su Palacio, y todo nuevo género de labor que viese en qualquier parte del mundo, por donde pasava, la procurava de aprender, y toda la que labrava era para las Iglesias, y con la labor juntava algunas vezes el oir alguna lección espiritual, y otras el dictar cartas, y otras tratar negocios del govierno de sus estados, o del servicio de Dios, o provecho particular o público de pobres y necesitados»18.

Así pues, María Ana de Baviera ofrecía la imagen deseada de soberana católica a imitar en lo que a vida espiritual se refiere. Devota ferviente del Santísimo Sacramento —o, lo que es lo mismo, de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, negada por los protestantes—; del papel de la Virgen María como intercesora —igualmente rechazado por los diferentes credos reformados—; ayunadora, limosnera y caritativa. La religiosidad de la archiduquesa de Estiria se ajustaba a la perfección, por todo lo dicho, al contenido doctrinal sobre el que incidía el renovado catolicismo surgido del Concilio de Trento. Como si de una santa en vida se tratara, María Ana aparecía, asimismo, como una intermediaria perfecta con la Divinidad; y, como correlato, como una soberana incontestable desde los parámetros de la llamada religión de la obediencia19. Se transfiguraba, de este modo, en una figura altamente simbólica susceptible de humanizar, ante las gentes del común, la distante grandeza que se atribuía a los monarcas merced a su benevolencia, rectitud, piedad, caridad y a sus denodados esfuerzos por proteger a la religión20.

2. María Ana de Baviera, adalid de la Contrarreforma

Resulta evidente que, en la Europa de la segunda mitad del siglo xvi —sumida en un profundo proceso de confesionalización— la visión de una princesa virtuosa e intachablemente católica podía constituirse en un modelo de enorme utilidad. Pero no era suficiente. Se hacía necesario, como ya señalé anteriormente, que los monarcas defendieran el catolicismo desde una posición activa orientada a borrar de sus estados cualquier sombra de herejía. Algo bastante difícil para una soberana consorte, como María Ana, a la que en principio sólo se le reconocía un papel político supeditado. La ocasión sin embargo, se presentó para la archiduquesa tras la muerte de su esposo en1590, momento en el que tuvo que hacerse cargo de la regencia de Estiria, Carintia y Carniola en nombre de su hijo Fernando, de tan sólo 12 años de edad. A partir de este momento, la archiduquesa se transformó nada menos que en la princesa que velaba «...en las fronteras de Austria haziendo cuerpo de guardia de la Christiandad de toda Alemania...»21. Como regente, se consagró a combatir el protestantismo, revocando la paz religiosa que su difunto esposo había concedido a los reformados en 1572. No debió ser, desde luego, tarea fácil, ya que en los estados que gobernaba había:

«…gran multitud de hereges. Dávale esto mucha pena a la Archiduquesa, y así se determinó poner el pecho a esta empresa, y con su valor y prudencia comenzó […] a ir reprimiendo la libertad de los hereges, hasta venir a desterrar la heregía pública de todos sus estados, y quemar sus libros, derribar sus templos, volando algunos con pólbora, o consagrándolos en Iglesias, con harto peligro de perder el estado […] pero decía que antes perdería el estado y los vasallos […] que consentir la libertad de conciencia en detrimento tan grande de la Fe […] A los que de la heregía se convertían a la Fe Católica, favorecía grandemente Su Alteza, honrándolos, haciéndolos criados de su hijo, y casándolos a ellos o a sus hijos aventajadamente…»22.

Con una actitud como la que acabamos de ver, es comprensible que la regente María Ana se convirtiera en un gran referente internacional para el catolicismo. Causando la admiración, sin ir más lejos, del gran arquetipo de monarca católico de la época: su pariente Felipe II de España. Alguien que, en sus muchos reinos, no permitía la menor mancha de herejía en la sangre de sus súbditos, que debía purificarse con el fuego de los autos de Fe; y que afirmaba que «…si la mía propia se manchase en mi hijo, yo sería el primero que le arrojase en él»23. Que fue capaz de decir al conde de Egmont, que pretendía «…concediese su Magestad libertad de conciencia en Flandes, que quería antes no ser rey que permitir heregías dentro de sus reynos»24. Un soberano que, en la escena internacional, aparecía como la única protección contra los progresos de la herejía en todo el mundo. Pues bien: el rey Felipe, «…siendo tan prudente y considerado en todas sus cosas […] nunca quiso otra muger para su único y muy querido hijo sino alguna de las hijas desta señora…»25. Esta admiración era absolutamente recíproca: María Ana idolatraba a su pariente español. Hasta tal punto que, según escribía el embajador don Guillén de San Clemente a Felipe II, estaba «…tan apasionada porque vayan a España todos sus hijos e hijas que si V.M. los quiere todos, todos se los dará»26.

Así pues, para muchos, la gran misión de María Ana consistía en que «…como otra Iudit, cortase la cabeza a esta fiera bestia de la heregía…»27. No era baladí la identificación con el personaje bíblico28. Viuda como la heroína hebrea, a María Ana igualmente se la consideraba hermosa, educada, pía, celosa de la religión y patriótica. Por si fuera poco, su decidida apuesta por combatir a los reformados a cualquier precio —pérdida del estado incluida— la transformaba de un plumazo, no ya en un paradigma de princesa, sino aun de soberano. Y hablo en masculino, precisamente, porque su valentía a la hora de abordar la defensa activa del catolicismo desbordaba su naturaleza femenina, reconociéndosele que «…intentó mayores cosas de las que parece pudiera acavar una mujer…»29. De este modo, y para muchos, la archiduquesa superaba las supuestas limitaciones que se atribuían a su sexo, arrostrando sin ambages las consecuencias que pudieran derivar del inevitable enfrentamiento con sus súbditos protestantes, directamente amenazados por el nuevo clima de intolerancia que se había instalado en Graz.

3. María Ana, madre educadora de soberanos jesuíticos

Es de sobra conocido que, durante el Antiguo Régimen, la principal función que se reconocía a una soberana era la de asegurar la sucesión al trono. María Ana la cumplió con creces, pues tuvo nada menos que quince hijos, de los cuales muchos llegaron a la edad adulta. Ahora bien: se consideraba, igualmente, que el menester de la maternidad no había de ser pasivo. Para cumplir a conciencia con su deber, una princesa debía transmitir a su prole los atributos y cualidades propios de su dignidad y su dinastía30; y, por descontando, su piedad y defensa de la religión. Así lo hizo María Ana, quien «… como el león que enseña a sus cachorrillos a caçar, o la cigueña a bolar a sus polluelos […] enseñava Su Alteza sus hijos a poner los ojos en esta excelente virtud…»31. Hasta el punto de ser presentada como una nueva Blanca de Castilla —madre de San Luis de Francia—, que decía a su hijo: más te quiero muerto a mis pies que con un pecado mortal32.

Y, ¿qué mayor pecado podía haber a finales del siglo xvi que la tolerancia con la herejía? Para evitarlo, María Ana transformará a su numerosa prole en fervientes seguidores de los postulados más duros de la Contrarreforma. Y, como no podía ser menos, en defensores a ultranza de la Compañía de Jesús. Me aventuro a pensar, incluso, que la archiduquesa de Estiria difícilmente podría haberse transformado en un modelo de la piedad en boga en esta época sin el amor que manifestó durante toda su vida por los jesuitas33. Porque la dama:

«Estimava y amava mucho a todas las sagradas religiones generalmente, pero en particular a las religiosas descalzas, y a los padres de la Compañía de Jesús, a los pechos de cuya religión crió a todos sus hijos […] También deseó mucho dedicar a Dios algunos de sus hijos en la Religión de la Compañía de Jesús. Pero como esto no estava en su mano, y las vocaciones de las religiones son del Cielo, lo que pudo hazer fue que todos ellos se aficionasen y aprovechasen de las enseñanzas de la Compañía, de que tanto provecho avía sentido Su Alteza…». Edificó a los jesuitas nada menos que tres colegios, «…cuya fundación se deve atribuir no menos a Su Alteza, que a su marido, e hijo….»34.

De entre todos sus vástagos, destacó el futuro emperador Fernando II. Quien, precisamente, fue ensalzado como gran ejemplo de monarca por los principales teóricos jesuitas. Un soberano que, como digno hijo de su madre, fundaba su prudencia:

«…en altísimos y casi divinos principios […] Ponía el cuidado en la exaltación y aumento de la Fe Católica, que es el fundamento de la verdadera prudencia y la verdadera política. Lo primero que cautelaba Ferdinando era que no padeciese perjuicio la gloria de Dios, luego pasaba sobre esto a la disposición de las demás cosas»35.

Fernando se dedicó con tanto ahínco al exterminio del protestantismo en sus dominios que, «…de justicia se le puede y deve dar el título de Apóstol destas provincias, o engrandecerle con el nombre de Apostólico…»36. Incluso fue capaz de afirmar:

«…de palabra y por escrito, que renunciaría voluntariamente a sus reynos y provincias antes que dexar a sabiendas cualquier ocasión de ensanchar la Fe, escogiendo primero vivir con solo pan, peregrinar arrimado a un bordón, con su mujer y sus hijos, mendigar la limosna de puerta en puerta y ser dividido en pedaços miembro a miembro que consentir más tiempo en sus estados las injurias y ofensas que hasta allí avían cometido los herejes contra Dios y contra su Iglesia»37.

Del mismo modo, el césar Fernando, «En la deliberación de cosas grandes […] consultaba a Dios fervorosamente, y tomava personas religiosas por intercesores38». Nada mejor para la Compañía de Jesús, pues estos mediadores solían ser sus confesores, todos de la Orden, que le eran «…tan agradables como el ángel de la Guarda»39 y a los que estaba tan sujeto como para sudar de pavor si sabía que no podían atenderle por alguna razón. No es por ello de extrañar que el nuncio en Viena comunicara al Papa que:

«…los jesuitas han conseguido, con el patrocinio del emperador, tan grande que no podría imaginarse más, una situación de poder […] Tienen la supremacía sobre todos, incluso sobre los ministros más significados, y los reprenden con aspereza si no se someten a su voluntad»40.

No es por ello de extrañar que el confesor imperial, el padre Lamormaini, escribiera exultante al papa que «…grandes hazañas pueden ser realizadas por este emperador […] tal vez, incluso toda Alemania [pueda] ser reintegrada a la vieja fe»41. Fernando II, finalmente, introdujo en su testamento una cláusula que obligaba a sus sucesores en el trono imperial a defender a la Compañía de Jesús42.

Otra de las hijas de María Ana de Baviera fue Margarita de Austria, reina consorte de España desde 1598. Siguiendo la estela de su madre y su hermano mayor:

«Todo el mundo sabe, que fue siempre grande el amor y estima que Su Magestad tuvo a la religión de la Compañía de Jesús, como quien se avia criado a sus pechos, y con su doctrina, y avia heredado este amor de sus padres y abuelos, que tanto amaron y honraron y con singulares mercedes acrecentaron esta religión…»43.

Siempre fiel, Margarita se opuso con fuerza a ser apartada de su confesor jesuita, el padre Ricardo Haller, contrariando con ello al todopoderoso duque de Lerma. De hecho, una vez llegó a pedir a su director espiritual que le dijera «…lo que estoy obligada a hacer en conciencia, que yo lo haré aunque me cueste la vida…»44. Es de destacar que esta dependencia no fue nunca óbice, sino más bien todo lo contrario, para que la reina utilizara al padre Haller en asuntos políticos que tenían que ver con la incendiaria situación religiosa del Sacro Imperio. Una actitud lógica, ya que los intereses de los jesuitas y de los Habsburgo coincidían claramente en Alemania, donde un debilitamiento de la dinastía podía comprometer seriamente el porvenir del catolicismo centroeuropeo. Algo que, debido a su carácter de milicia expresamente creada para defender a la Iglesia de Roma, la Compañía no estaba dispuesta a permitir45.

A consecuencia de todo esto —y de favores materiales como la fundación del imponente colegio de Salamanca, claro está— Margarita de Austria fue siempre presentada por los hombres de la Compañía como un dechado de catolicismo, modelo de buena cristiana y capaz de combinar la majestad de una soberana con el comportamiento de una religiosa46. Así lo hacía el padre jesuita Jerónimo Florencia cuando afirmaba de ella que «...tenía en su persona la púrpura de una reina pero en su alma la inclinación y el amor por el virginal estado de las monjas...»47. Diversos generales de la Compañía de Jesús insistían en hacer de la madre de Felipe IV un paradigma a imitar. Como Claudio Acquaviva, que en su correspondencia con el padre Haller daba a la reina el nombre bíblico de Esther, prototipo de prudencia, consejera de su esposo el rey Asuero y salvadora de su pueblo48. O el vicario general Florencio de Montmorency y el general Francisco Piccolomini, que la consideraban el prototipo de lo que debía ser una reina en sus cartas a Mariana de Austria años después49.

Los casos de Fernando II y Margarita de Austria son, sin lugar a dudas, los más conocidos de entre los hijos de María Ana. Pero hay muchos más. Destacó igualmente, tanto por su lucha contra el protestantismo como por su amistad con la Compañía de Jesús, Leopoldo, obispo de Passau y Estrasburgo. Un príncipe que, en connivencia con los jesuitas, participó activamente en la fallida intentona de Praga de 1611, que pretendía provocar una Noche de San Bartolomé a lo bohemio y descabezar a la nobleza calvinista del reino de Bohemia50; que en 1621 ayudó con sus tropas a la ocupación de la Valtelina católica por los españoles para liberarla del yugo de los Grisones protestantes51; y que construyó a su costa los magníficos colegios e iglesias jesuitas de Molsheim e Innsbruck.

Idéntico fervor que sus hermanos encontramos en otros hijos de María Ana de Baviera. En primer lugar, en María Magdalena, gran duquesa de Toscana, que se convirtió probablemente en una de las princesas europeas que mantuvo relaciones epistolares más frecuentes y estrechas con los diferentes generales de la Compañía en las décadas de 1610 y 1620; y que, en su Corte florentina, siempre tuvo presente su educación con los jesuitas y cómo éstos se servían del arte, el teatro y la música como herramientas para propagar el catolicismo52. En segundo, Constanza, reina consorte de Polonia que, como su madre, asistía a Misa al menos dos veces al día; y cuyo hijo, Juan Casimiro, fue jesuita y cardenal antes de subir al trono polaco en 164853. Por último, Carlos el póstumo — obispo de Breslau y Bressanone y gran maestre de la Orden Teutónica—, quien tuvo como confesor al célebre matemático y astrónomo jesuita Cristoph Scheiner y fundó para la Compañía el colegio de Neisse, en Silesia54.

Como ya sabemos, ninguno de los hijos varones de María Ana de Baviera ingresó en la Compañía Jesús. Pero algunas de sus hijas sí que mantuvieron una peculiar dependencia disciplinar con la Orden ignaciana, hasta el punto de poder ser definidas, incluso, como jesuitesas de excepción. Porque las archiduquesas María Cristierna —ex esposa del príncipe de Transilvania— y Leonor, ingresaron como religiosas en el Haller Damenstift, «...en el condado de Tirol, que edificaron para sí y para su recogimiento...». Allí las acompañaron «...las tres hijas del emperador Ferdinando, doña Elena, doña Margarita y doña Madalena...». La sujeción de todas ellas a los postulados jesuíticos era tal, que el cenobio se encontraba «...a cargo de la religión de la Compañía de Jesús, cosa bien singular, y que no se aya [otro] sujeto a ella en toda la Christiandad...»55.

A modo de conclusión

Piedad extrema, lucha activa contra el protestantismo, amor a la Compañía de Jesús, educación de una extensa prole de príncipes católicos… Con méritos como éstos, no es de extrañar que María Ana de Baviera se convirtiera en un formidable ejemplo de princesa de la Contrarreforma. Sólo superada como modelo por sus propios hijos Fernando II y Margarita de España, la princesa bávara fue utilizada en la tratadística como un paradigma de soberana devota y anti maquiavélica, capaz de arriesgarlo todo —incluso su corona— en defensa del amenazado catolicismo germano. Como dije al principio de estas páginas, el comportamiento de la archiduquesa podría simbolizar, por sí mismo, un momento de transición que se había iniciado en torno a 1555; que tomó carta de naturaleza tras el fin de las sesiones del Concilio de Trento en 1563; y que, en lo político, se mantuvo vigente en el Sacro Imperio al menos hasta 1648. Cuando María Ana murió en 1608, su hijo Fernando aún no era emperador. Cuando fue elegido rey de Bohemia en 1617, hizo honor a la educación recibida infringiendo, de forma casi automática, la libertad religiosa que sus antecesores habían concedido en el territorio de la Corona de San Wenceslao. Una actitud de la que, con toda seguridad, su madre se hubiera sentido orgullosa. Pero que fue responsable directa de la revuelta de Bohemia de 1618, con la que se inició la guerra de Treinta Años. Sin lugar a dudas, el conflicto más devastador que había vivido Europa hasta la fecha.

Notas

  • (1) Este trabajo se ha desarrollado en el marco del Proyecto de Investigación I+D del Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España Una élite cosmopolita. Familias y redes de poder internacional en la España de los siglos xvi y xvii (HAR2012-38780). Volver
  • (2) Que había estabilizado, momentáneamente al menos, las fronteras confesionales dentro del Sacro Imperio, Ronnie Po—Chia Hsia, La Controriforma. Il mondo del rinovamento católico (1540-1700), Il Mulino, Bolonia, 2001, p. 101. Volver
  • (3) Las evidentes simpatías del emperador hacia los protestantes motivaron que se llegara a pensar que él mismo era un luterano encubierto. Lo cierto es que, en determinados momentos, su actitud fue de fría reserva en sus relaciones tanto con Roma como con su primo el rey de España, cfr. Robert J.W. Evans, Felix Austria. L'accesa della monarchia absburgica, 1550-1700, Il Mulino, Bolonia, 1999, p.. 46. Volver
  • (4) El archiduque, sin embargo, hubiera preferido expulsar a los luteranos de sus estados. Pero, obligado por las circunstancias, se vio forzado a tolerarlos. Los términos de la paz no obligaban, en principio, a sus sucesores. Pero sí terminaron haciéndolo mediante una cláusula que se añadió en 1581, cfr. August Dimitz, History of Carniola from ancient times to the year 1813, Kathleen Dillon Editor, 2013, vol. III, p. 208. Volver
  • (5) «El mito contrarreformista de San Ignacio anti-Lutero», en, J. Caro Baroja (dir.), Ignacio de Loyola, Magister Artium en París, 1528-1535, Kutxa, San Sebastián, 1991, pp. 87-93. Volver
  • (6) El propio Ignacio de Loyola insistía en que se procurara que los gobernantes católicos abordaran un proyecto político abiertamente confesional, expulsando del gobierno, las instituciones educativas y las parroquias a cualquier individuo sospechoso de herejía, «Y si se hiciesen algunos escarmientos, castigando a algunos con pena de la vida, o con pérdida de bienes y destierro, de modo que se viese que el negocio de la religión se tomaba de veras…», Carta de Ignacio de Loyola a Pedro Canisio, Roma, 13 de agosto de 1554, en Obras Completas de San Ignacio de Loyola, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1963, p. 924. Volver
  • (7) Muchos pensadores jesuitas preferían la guerra contra los protestantes antes que una falsa paz permisiva con los herejes. En consecuencia, y desde fechas tempranas, la posibilidad de un estallido bélico en el Imperio no se mostraba como un hecho indeseable para la Compañía, sino como una Cruzada llena de presagios y acontecimientos milagrosos. Una posición que cada vez se hacía más evidente para sus adversarios. Como muestra, en 1585 los jesuitas de la capital checa publicaron el llamado Cuadro de Praga, en el que la viña del Señor aparecía protegida de las fieras salvajes por el emperador y el rey de España. Dedicaron la obra a quienes defendían la Iglesia contra turcos y herejes; pero, para los no católicos, el mensaje quedaba claro: los jesuitas estaban alentando a ojos vista una gran ofensiva armada contra los evangélicos, Francesco Gui, I Gesuiti e la rivoluzione boema. Alle origine della Guerra dei Trent'Anni, FrancoAngelli Storia, Milán, 1989, pp. 18-22. Hacia 1612, entre los protestantes del Imperio se tenía claro que la única forma de evitar una guerra en Alemania era expulsar del Imperio a los jesuitas y a los españoles. En la Antiphilippica de Michel Loefenius, de 1608, se decía que el objetivo de la Compañía de Jesús era convencer al emperador y al duque de Baviera para que atacaran a todos los estados considerados herejes por el Papa, ibídem, pp. 104 y 129-132. Volver
  • (8) Véase Julián J. Lozano Navarro, «La disidencia religiosa y el deber del príncipe según la Compañía de Jesús», en Julián J. Lozano Navarro y Juan Luis Castellano, Violencia y conflictividad en el universo Barroco, Granada, Comares, 2010, pp. 13-38. Puede encontrarse una buena síntesis del pensamiento político jesuítico de la época en la obra de J.M. Iñurritegui Rodríguez, La Gracia y la República. El lenguaje político de la teología católica y el «Príncipe Cristiano» de Pedro de Ribadeneyra, UNED, Madrid, 1998. Volver
  • (9) Diego de Guzmán, Reina Católica. Vida y muerte de Doña Margarita de Austria, reina de España, Madrid, Imprenta de Luis Sánchez, 1617,p. 12r. Volver
  • (10) Consúltese al respecto Robert Bireley. S.I, «Antimachiavelism, the Baroque, and Maximilian of Bavaria», Archivum Historicum Societatis Iesu, 103 (1984). Volver
  • (11) Alberto V suprimió las libertades aristocráticas en 1564, imponiendo un programa radical de obediencia católica y centralización política. Un consejo de eclesiásticos instituido en 1570 controlaba y disciplinaba al clero. Los jesuitas, abundantemente subvencionados por los Wittelsbach, fundaron colegios y asumieron la gestión de las universidades. Ser católico se hizo imprescindible para ascender socialmente en Baviera, siendo necesarios certificados de confesión y comunión para conseguir puestos en el gobierno, Ronnie Po—Chia Hsia, op. cit., pp. 102-103. Volver
  • (12) Diego de Guzmán, op. cit., pp. 14v-15r. Volver
  • (13) Ibídem, p. 20r.. Volver
  • (14) Ibídem, p. 15v. Hasta el punto de que «Siempre acompañava a su marido en sus recreaciones y caças, aunque preñada, y algunas vezes cercana al parto (y así no sin mucha pena y dolor que sus achaques le causavan) solamente para bien suyo, y para que no huviese ocasión de alguna desorden (como por gracia de Dios jamás la huvo en aquel santo matrimonio)…», ibídem, p. 24r. Volver
  • (15) María Ángeles Pérez Samper, «La figura de la reina en la Monarquía Española de la Edad Moderna: poder, símbolo y ceremonia», en María Victoria López-Cordón Cortezo y Gloria Ángeles Franco Rubio (coords.), Actas de la VIII Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna, Madrid, Fundación Española de Historia Moderna, 2005. vol. 1, p.295. Volver
  • (16) Diego de Guzmán, op. cit., pp. 16r-20v. Volver
  • (17) Ibídem, p. 19r-22r. Volver
  • (18) Ibídem, pp. 17r-17v. Volver
  • (19) Que transformaba cualquier acto de rebeldía contra el poder del soberano en un pecado mortal. Se consideraba que quien mandaba no era, hablando en puridad, el rey, sino Dios a través del rey. Por tanto, desobedecer a éste era desobedecer a Aquél, cfr. Juan Luis Castellano, «La Monarchia spagnola come paradigma di una monarchia confessionale», Dimensioni e Problemi della Ricerca Storica, (1/2008), p. 169. Volver
  • (20) Cfr. María Victoria López—Cordón Cortezo, «La construcción de una reina en la Edad Moderna. Entre el paradigma y los modelos», en María Victoria López-Cordón Cortezo y Gloria Ángeles Franco Rubio (coords.), Actas de la VIII Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna, Madrid, Fundación Española de Historia Moderna, 2005. vol. 1, p. 322. Volver
  • (21) Diego de Guzmán, op. cit., p. 177v. Volver
  • (22) Ibídem, pp. 16r-17r. Volver
  • (23) Juan Eusebio Nieremberg, S.I, Corona virtuosa y virtud coronada. En que se proponen los frutos de la virtud de un príncipe, juntamente con los heroicos exemplos de virtudes de los Emperadores de la Casa de Austria y reyes de España, Madrid, Imprenta de Francisco Maroto, 1643,pp. 306-309 Volver
  • (24) Ibídem, pp. 308-309. Volver
  • (25) Diego de Guzmán, op. cit., p. 24r. Volver
  • (26) María José Pérez Martín, Margarita de Austria, reina de España, Espasa Calpe, Madrid, 1961, pp. 19-20. Volver
  • (27) Diego de Guzmán, op. cit., p. 16r. Volver
  • (28) Durante la Edad Moderna, a las soberanas se las comparaba con las mujeres fuertes de la Biblia, así como con las matronas célebres de la Antigüedad romana. Todas ellas, modelos de salvadoras del trono, del reino o del pueblo, cfr. María Ángeles Pérez Samper, art. cit., p. 291. Volver
  • (29) Diego de Guzmán, op. cit., p. 16r. Volver
  • (30) Cfr. María Victoria López—Cordón Cortezo, art. cit., p. 311. Volver
  • (31) Diego de Guzmán, op. cit.,p. 22r. Volver
  • (32) Ibídem, p. 29v. Volver
  • (33) Hasta el punto de que su palacio de Graz estaba comunicado con el colegio de los jesuitas por un pasadizo, María José Pérez Martín, op. cit.,p. 20. Volver
  • (34) Diego de Guzmán, op. cit., pp. 20r-20v. Volver
  • (35) Juan Eusebio Nieremberg, S.I, Corona virtuosa…, op. cit., pp. 234-235. Volver
  • (36) Ibídem, pp. 254-255. Volver
  • (37) Ibídem, p. 255. Volver
  • (38) Ibídem,p. 235. Volver
  • (39) Ibídem,p. 276. Volver
  • (40) Citado por R. Fülöp Miller, El poder y los secretos de los jesuitas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1963,p. 413. Volver
  • (41) R. Bireley, S.I, Religion and politics in the age of the counterreformation: Emperor Ferdinand II, William Lamormaini, S.J., and the formation of imperial policy, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1981,p. 21. Volver
  • (42) Lo recordaba Leopoldo I cuando manifestaba al papa que siempre había protegido a la Compañía «…por el testamento de nuestro augustísimo agüelo, por la continua recomendación de nuestros padres, y por la suma estimación y amor con que nos hemos criado de ella…», ARCHIVUM ROMANUM SOCIETATIS IESU [en adelante ARSI], EPP. EXT.36, EPP. PRINCIP., 1677-1692, f. 264ª. Carta del emperador a Alejandro VIII, Augusta, 3 de enero de 1690. Volver
  • (43) Diego de Guzmán, op. cit., p. 213r. Volver
  • (44) Diego de Guzmán, op. cit., p. 113r. Volver
  • (45) Un síntoma claro de esta alianza política con la Compañía es que Margarita utilizaba a su confesor, el padre Haller, para negociar con su tío el duque de Baviera y la Liga Católica evitando así hacerlo directamente y con ello implicarse peligrosamente, cfr. Magdalena Sánchez, The Empress, the Queen and the Nun. Women and Power at the Court of Philip III of Spain, Baltimore y Londres, 1998, pp. 50-51. Volver
  • (46) María de los Ángeles Pérez Samper, art. cit., p. 429. Volver
  • (47) Magdalena S. Sánchez, «Pious and Political Images of a Habsburg Woman at the Court of Philip III (1598-1621)», en Magdalena S. Sánchez y Alain Saint- Saëns (eds.), Spanish women in the Golden Age. Images and realities, Westport, Connecticut,1996, p. 94. Volver
  • (48) Esther Jiménez Pablo, «Los jesuitas en la Corte de Margarita de Austria: Ricardo Haller y Fernando de Mendoza», en José Martínez Millán y M.ª Paula Marçal Lourenço (coords.), Las relaciones discretas entre las Monarquías hispana y portuguesa. Las Casas de las reinas (siglos xv-xix), Madrid, 2008, vol. II, p. 1104. Volver
  • (49) El primero en una carta de 16 de junio de 1649, ARSI, HISP. 71 (I), EPIST. GENER., 1641-1680, ff. 140v-141. El segundo, en una de 28 de enero de 1650, ibídem, ff. 150r-150v. Volver
  • (50) Cfr. Francesco Gui, op. cit., pp. 195-199. Volver
  • (51) En 1621 Mucio Vitelleschi, general de la Compañía de Jesús, había representado a Felipe IV a través del padre Jerónimo de Florencia, que no ayudar con las armas a los católicos de la Valtelina, «juzgan los hombresdoctos y santos que ay obligación grave que obliga so pena de pecado mortal, a ampararlos y defenderlos», ARSI, HISP. 70, EPIST. GENER, 1594-1640, f.131v. Carta del general Mucio Vitelleschi al padre Jerónimo de Florencia, Roma, 29 de junio de 1621. Tan sólo unos meses después, las tropas españolas de Lombardía, engrosadas con las del archiduque—obispo Leopoldo ocuparon las tierras de las Ligas Grises y obligaron a su Dieta a otorgar la independencia a la Valtelina, que quedó bajo protección española, Geoffrey Parker, Europa en crisis, 1598-1648, Siglo xxi, Madrid, 1986, p. 241. Volver
  • (52) Kelley Harness, Echoes of women's voices. Music, art and female patronage in early modern Florence, Chicago, The Chicago University Press, 2006,p. 21. Volver
  • (53) El príncipe perteneció a la Compañía de Jesús entre 1643 y 1646, si bien no llegó a pasar de novicio, Ángel Santos Hernández, S.I, Jesuitas y obispados. La Compañía de Jesús y las dignidades eclesiásticas, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1998, t. I, p. 152. Volver
  • (54) Thomas Hockey (ed.), Biographical Encyclopedia of Astronomers, Springer, 2007, vol. I, p. 1.018. Volver
  • (55) Diego de Guzmán, op. cit., p. 27r. Volver
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