Azaña y la reforma militar

Azaña y la reforma militar

Historia

Azaña y la reforma militar Eduardo Montagut Las reformas militares emprendidas por Manuel Azaña, como ministro de la Guerra, fueron las más importantes de la Historia contemporánea española hasta ese momento. Y, aunque generaron polémica, fueron las que menos se intentaron rectificar, curiosamente, por el centro y la derecha cuando estuvo en el poder en el siguiente bienio de la República.

 

Al llegar la República el Ejército español había decrecido en efectivos de reemplazo, tendencia que venía produciéndose desde los últimos años veinte, una vez que se había terminado la Guerra de Marruecos. Pero esta lógica disminución al encontrarse el país en paz no se acompañó de la consiguiente disminución del número de oficiales. Se estaba ante un Ejército con una extraña relación entre oficialidad y tropa, ya que era, al parecer, el segundo europeo con menos soldados por oficial. Pero, además, el nivel de instrucción y profesionalidad de los oficiales era, como media, muy bajo, con lógicas excepciones. Había tantos oficiales por razones políticas. Las guerras del 98 y la de Marruecos habían promovido a muchos mandos, pero luego no se había establecido ninguna política para prescindir de su exceso a través de retiros bien remunerados. Tenemos que tener en cuenta que para los hijos de las clases medias el ingreso en el Ejército, accediendo a la oficialidad, era una salida profesional cuando no se tenían muchos medios económicos propios. Esto generó un creciente gasto militar, pero no para la modernización de las Fuerzas Armadas sino para pagar las nóminas. Además, como no había casi tropa que mandar, muchos oficiales estaban dedicados a tareas burocráticas como simples funcionarios.

Las unidades militares españolas no estaban muy bien preparadas ni organizadas, salvo las que estaban destinadas en África donde se habían curtido en complejos y durísimos combates. El Ejército peninsular se había dedicado a tareas de represión del movimiento obrero y no estaba preparado para las funciones de la guerra moderna, precisamente en momentos en los que la estrategia y la táctica militares comenzaban a cambiar de forma radical. El armamento estaba obsoleto y era de principios de siglo, sin aportaciones modernas sustanciales. A pesar del esfuerzo de algunos pioneros sobresalientes la Aviación española se encontraba casi en su infancia.

Por fin, el Ejército había incrementado su presencia en la vida política española desde el Desastre del 98, habiendo culminado esta intervención con el golpe de 1923 y la consiguiente Dictadura.

Azaña era consciente que el Ejército español necesitaba un cambio profundo, buscando dos objetivos. En primer lugar, había que crear un Ejército al servicio de la República, del Estado, sin intervenciones en la política. En segundo lugar, debía racionalizarse y reorganizarse su funcionamiento y estructura.

No era el primero que había intentado emprender reformas militares de envergadura. Ya en la transición del siglo XIX al XX hubo personajes como el general Cassola y Canalejas que intentaron cambios importantes con poco éxito. Pero Azaña estaba en otro régimen político con férrea voluntad de emprender transformaciones profundas. Para ello, contó con buenos colaboradores como los generales Ruiz-Fornells, Goded y el comandante Hernández Saravia. El equipo se puso a trabajar casi frenéticamente para sacar una serie de decretos en la primavera y verano de 1931, como hemos apuntado anteriormente.

El primero de ellos, ya de una fecha tan temprana como el 22 de abril, exigía la promesa de la fidelidad a la República, forzando a los muy monárquicos a abandonar. Muy pocos renunciaron, realmente, y eso no supuso, ni mucho menos, que la mayoría de la oficialidad fuera sincera en la lealtad al nuevo régimen; simplemente primó el continuar en su puesto y oficio. Tres días después se publicó el Decreto de retiros extraordinarios. Se pretendía aligerar la abultada plantilla de oficiales. Los que se acogieran a lo dispuesto mantendrían sus haberes. En este caso se acogieron más oficiales, especialmente los menos capacitados, por lo que mejoró bastante la calidad profesional media. Otras consecuencias favorables fueron que permitió reorganizar mejor las unidades y ofreció más posibilidades de promoción a los que se quedaron. Desde el punto de vista estrictamente militar fue un éxito pero el objetivo político no se cumplió, porque entre los retirados no sólo hubo monárquicos sino también muchos militares más progresistas y republicanos que vieron en esta disposición una salida vital a una situación profesional difícil dentro del Ejército, al estar rodeados de militares muy reaccionarios.

En los meses de mayo y junio se dio un conjunto de Decretos que reformaron intensamente la organización militar. Se mantuvo la unidad de división, aunque se redujeron las existentes y la Aviación pasó a ser un cuerpo militar independiente del ejército. También se reformaron las Regiones Militares, ya que pasaron a ser divisiones orgánicas y comandancias. También desparecieron las Capitanías Generales. El Ministerio de la Guerra experimentó profundos cambios internos, por su parte. El Ejército de África también fue reformado en el mes de julio.

La justicia militar fue completamente reformada porque debía estar en consonancia con la unidad de jurisdicción que la Constitución terminaría por establecer. El gobierno abolió la Ley de Jurisdicciones, que había puesto bajo la justicia militar los delitos cometidos por civiles contra la Patria y el Ejército, y que había generado tanta polémica cuando se promulgó en tiempos de Alfonso XIII. Además, la jurisdicción militar se supeditó a la civil porque pasó a depender del Ministerio de Justicia, en línea con la idea de unas Fuerzas Armadas al servicio del Estado. El Tribunal Supremo asumió las funciones del suprimido Consejo Supremo de Guerra y Marina. Hasta los fiscales militares pasaron a depender del fiscal de la República.

Aunque las reformas emprendidas en los meses de la primavera y el verano de 1931 fueron muy importantes y de gran calado, Azaña pretendía cambios más profundos para transformar completamente las Fuerzas Armadas.

En primer lugar, había que reformar el sistema de reclutamiento aunque ya había hecho algo en este sentido Canalejas. Ahora se pretendía que los soldados de reemplazo permaneciesen un año, aunque los universitarios y bachilleres solamente prestarían un período de instrucción de un mes. Aún así se mantuvo el sistema de redención del servicio mediante dinero aunque solamente se aplicaría a los seis meses de servicio activo.

La política de los destinos y ascensos, que tanta polémica había generado en su momento cuando surgieron las Juntas de Defensa, debía cambiar. La reforma inmediata que había aligerado la sobrecarga de oficiales permitía ahora abordar una nueva reglamentación de las escalas eliminando el clasismo que imperaba. Había que primar la antigüedad en relación con los destinos aunque el del más alto mando, es decir, el de los generales debía depender de las decisiones del poder civil, del ministro de la Guerra. Las Cortes aprobarían una Ley que determinó el pase a la reserva de los generales que no hubieran tenido destino en seis meses, un mecanismo legal que permitía retirar algunos militares de dudosa lealtad. En relación con los ascensos se optó por la anulación de los que se habían producido en tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera, afectando a unos trescientos militares. La Ley de Reclutamiento y Ascensos de la Oficialidad, del mes de septiembre de 1932 confirmó todo lo establecido en esta materia en los primeros meses de existencia del régimen republicano, pero, sobre todo, estableció un baremo para determinar los ascensos, y que pivotaba sobre los criterios de antigüedad y capacitación profesional. Además, en la línea con la lucha contra el clasismo, que planteamos anteriormente, se estableció una única escala en la que se incluían a los oficiales de carrera y a los de tropa.

La reforma de la enseñanza militar fue otro objetivo de la República, habida cuenta de la preocupación para formar oficiales capaces. Azaña cerró la Academia General de Zaragoza, que dirigía el general Franco. En julio de 1931 se creó el Centro de Estudios Superiores Militares, para atender a la formación de coroneles y generales. Se mantuvieron las Academias de Toledo y Segovia.

La República creó el Cuerpo de suboficiales y refuerzo de la escala de complemento. Se convirtió en un recurso para Azaña porque así podía disponer de efectivos para el mando sin volver a sobredimensionar las plantillas de profesionales. Pero, además, convertir en suboficiales a determinadas clases de tropa permitía mejorar la situación de amplios sectores del Ejército, muy castigados o menospreciados en el pasado, y que por sus orígenes y condición eran potencialmente más proclives al nuevo régimen que los oficiales de siempre.

Azaña fue consciente de las gravísimas carencias materiales del Ejército español. La República quería modernizar las armas pero el presupuesto no daba para mucho. Comprar armas y material en el extranjero era una opción muy poco viable, por lo que se optó por fomentar la producción nacional. En febrero de 1932 se aprobó una Ley que creaba el Consorcio de Industrias Militares, que pretendía agrupar y coordinar la producción de las fábricas existentes en España para estimular la producción. Pero en este campo no se avanzó mucho por los evidentes problemas económicos del momento.

La derecha española y la oficialidad más reaccionarias criticaron con extrema dureza algunos de los aspectos de estas reformas, especialmente la reducción de personal porque veían que se pretendía terminar con los militares monárquicos. El propio Azaña tuvo una parte de responsabilidad en la polémica porque aunque siempre pretendió la modernidad y un sincero interés en convertir a las Fuerzas Armadas en efectivas y al servicio del Estado, no se caracterizó por la diplomacia verbal y por buscar entendimientos. Azaña, como casi todos los políticos republicanos, no confiaba en gran parte de la oficialidad, aunque tenía poderosos motivos para no hacerlo. Azaña sufrió una intensísima campaña difamatoria en los medios más reaccionarios y conservadores. El malestar de un sector de la oficialidad se canalizaría a través de la Sanjurjada de 1932 y alimentaría la conspiración militar contra la República.

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