Más allá del principio de placer

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  CAPÍTULO I

En palabras de J.Laplanche, procedentes de su obra Vida y muerte en psicoanálisis (cf. p.144), aquí estamos ante «el texto más fascinante y más desconcertante de toda la obra freudiana». Y es que, si bien –por un lado- Freud con este trabajo nos abre a la perspectiva (capital para la teoría y la práctica psicoanalíticas) de que la sexualidad con la que nos topamos en el quehacer psicoanalítico no es una sexualidad que funciona según el principio de placer, sino por fuera o más allá de ese principio; -por otro lado- ese más allá (genialmente intuido y captado por el pensamiento freudiano) va a ser planteado y conceptualizado de forma más que ambigua e imprecisa.

Pero vayamos “paso a paso”, tal y como corresponde por lo demás a la investigación psicoanalítica, según el parecer del propio Freud que ya tuvimos ocasión de recoger a la hora de analizar el cap. III del Seminario sobre El yo y el ello, en el que nos precisaba que: «la investigación psicoanalítica no podía emerger como un sistema filosófico con un edificio doctrinal completo y acabado, sino que debía abrirse el camino… paso a paso, mediante la descomposición analítica de los fenómenos» (v.XIX, p.37, segundo párrafo).

Pues bien, nada más iniciar esta obra de 1920 Freud nos va a recordar que “el principio de placer” ha sido postulado teóricamente como el supuesto o la hipótesis de base para el funcionamiento psíquico: «En la teoría psicoanalítica adoptamos sin reservas el supuesto de que el decurso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio de placer» (cf. O.C., Amorrortu, v.XVIII, p.7, primer párrafo). Supuesto sustentado en la idea de que, «según los hechos de observación cotidiana en nuestro campo» (p.7, segundo párrafo), en “la vida anímica” opera “una tensión displacentera”1 que hay que disminuir, tratando de evitar el displacer o de producir placer, que son las sensaciones con las que nos encontramos de entrada y que están descritas como “imperativas” e insobrepasables.

Y ante ese hecho, establecido como imperativo, Freud señala que no hay que hacer filosofía y que lo mejor es adoptar «la hipótesis más laxa», consistente en definir “placer y displacer” como «la cantidad de excitación presente en la vida anímica» (p.7 al final), correspondiendo el displacer «a un incremento de esa cantidad, y el placer a una reducción de ella» (p.8 al inicio), sin precisar qué tipo de excitación es la que está en juego, aunque el texto deja caer una matización que, en la medida en que no es retomada por Freud, está indicando que no tiene para él el valor que parece comportar esa matización. Me refiero a la frase: «y no ligada de ningún modo» (p.7 al final), que remite a la cantidad de excitación presente de entrada en la vida anímica. Lo que podría ponerse en relación con esa idea (tan repetida en el discurrir psicoanalítico) de que el odio es más antiguo que el amor, y que podría entenderse en el sentido de que, antes de que se establezca la represión originaria, lo pulsional procedente del otro adulto deja al sujeto infantil sometido a esa dinámica pulsional sin poder ligarla, de tal modo que, al no disponer de una integración suficiente de la misma, ésta se impone en su modo de funcionamiento anárquico y desligado, lo que da la impresión de que el odio está operando antes que nada (cuando en realidad odio y amor son afectos que operan sólo cuando están establecidos el yo y el reconocimiento del objeto).

Pero Freud no está aquí en esa onda y con lo “no ligado” parece referirse a que está operando en el psiquismo una excitación interna que, cuando se reduce, da sensación de placer y, cuando aumenta, proporciona sensación de displacer. Y es que la onda o el horizonte en el que se mueve Freud, a pesar de hablar de “la vida anímica”, es el de la equivalencia entre la vida anímica y el organismo psicofisiológico, pues se va a referir tanto a «las experiencias de la psicofisiología» (p.8, primer párrafo), como al principio de G.T.Fechner, quien plantea la tendencia del organismo a la estabilidad. Consideración que le conduce a Freud a establecer la articulación entre el principio de placer y el principio de constancia: «Los hechos que nos movieron a creer que el principio de placer rige la vida anímica encuentran  su expresión también en la hipótesis de que el aparato anímico se afana por mantener lo más baja posible, o al menos constante, la cantidad de excitación presente en él» (p.8-9). Pero esa articulación entre los dos principios, el de placer y el de constancia, no despeja de manera clara la relación a establecer entre ellos, ya que si  -por un lado- el principio de constancia parece ser planteado como el fundamento del principio de placer («El principio de placer se deriva del principio de constancia», p.9, primer párrafo), -por otro lado- el principio de constancia aparece como una consecuencia: «en realidad, el principio de constancia se discernió a partir de los hechos que nos impusieron la hipótesis del principio de placer» (p.9, primer párrafo).

¿A qué puede ser debida esta doble línea de planteamiento, la una al lado de la otra sin contraponerse? Según lo señalado por J.Laplanche en la obra antes citada, Freud hizo a lo largo de su obra diversas formulaciones sobre el principio de constancia, dando la impresión de que el término de “constancia” recubre un abanico relativamente heterogéneo, como aparece a través de las dos formulaciones presentes en este texto de Más allá del principio de placer, la una en p. 8-9: «el aparato anímico se afana por mantener lo más baja posible, o al menos constante, la cantidad de excitación presente en él», y la otra en p.54 «hemos discernido como la tendencia dominante de la vida anímica, y quizá de la vida nerviosa en general, la de rebajar, mantener constante, suprimir la tensión interna de estímulo». Unas formulaciones en las que aparece una contradicción fundamental y es que la reducción de la tensión a cero es concebida como sinónimo del mantenimiento de la constancia o, si se prefiere, la constancia está presentada como el remedio de la reducción absoluta de las tensiones.

Ahora bien, el problema está o procede de que el principio de constancia tiene su comienzo o se plantea por parte de Freud en El proyecto sobre la base o en relación con el “principio de inercia neuronal”, que es pensado como «un principio fundamental de la actividad neuronal» y según el cual  «las neuronas procuran aliviarse de la cantidad» (v. I, p.340) o, dicho más claramente, da cuenta de «la originaria tendencia a la inercia, es decir, al nivel cero» (ibid., p.341).

Esa relación entre los dos principios (ya planteada por Freud en términos muy semejantes en Pulsiones y destinos de pulsión, v. XIV, p.115) no sólo aparece confirmada por las formulaciones anteriormente citadas de Más allá del principio de placer y que establecen una equivalencia entre ellos, sino que así es recogida una y otra vez en los comentarios de J.Strachey, a cuyo respecto puede consultarse tanto lo señalado por él en este texto: «El principio de constancia se remonta a los comienzos mismos de los estudios psicológicos de Freud… También lo examinó en detalle en el “Proyecto”, titulándolo allí “principio de inercia neuronal”» (v. XVIII, nota 5 de la p.9); así como también lo indicado en la Parte I del Proyecto de psicología con estos términos: «En la forma ampliada en que se lo [se está refiriendo al “principio de la inercia neuronal”] describe luego, esto es lo que más adelante se denominó “principio de constancia”, atribuido por Freud a G.T.Fechner… En un “Apéndice” que agregué a su primer trabajo sobre la neuropsicosis de defensa hago algunas consideraciones acerca de la importancia de dicho principio… Se ha sugerido que este concepto puede ser equiparado con el de homeostasis» (v. I, p.340, nota 5). Y si acudimos a ese “Apéndice” de J.Strachey encontramos lo siguiente: «Estas consideraciones incumben al concepto de “investidura”… También incumben a una hipótesis ulterior, que apela al concepto de investidura y que dio en llamarse “principio de constancia”… En el “Proyecto” se lo llama “el principio de la inercia neuronal”… Veinticinco años más tarde el principio es enunciado en términos psicológicos en Más allá del principio de placer… donde lo bautiza por primera vez como “principio de Nirvana”» (v. III, p.64-65).

Pero creo que es importante señalar aquí que el principio de constancia no es un equivalente del principio de inercia neuronal sino el efecto de su alteración, una alteración impuesta por un cierto tipo de estímulo que hará variar el destino de la descarga oponiéndose al principio de inercia neuronal: «Sin embargo, el principio de inercia es quebrantado desde el comienzo por otra constelación. Con la complejidad de lo interno, el sistema de neuronas recibe estímulos desde el elemento corporal mismo, estímulos endógenos que de igual modo deben ser descargados… De estos estímulos el organismo no se puede sustraer como de los estímulos exteriores, no puede aplicar su Q para huir del estímulo» (v. I, p.341).

Así que es el hecho de que hay ciertos estímulos endógenos, de los cuales la fuga motriz está impedida, lo que define o lo que impone que el principio de inercia se vea perturbado y lo que producen las variaciones que llevan de la inercia (o tendencia a la descarga absoluta, al cero) a la constancia. Pero ¿qué ocurre realmente cuando se presenta ese aumento de cantidad?, pues que es necesario lo que Freud llama ya desde las primeras páginas del Proyecto una “acción específica” («Para consumar esta acción, que merece ser llamada “específica”», ibid., p.341). Acción que es imposible de ser realizada por el viviente en sus comienzos: «El organismo humano es al comienzo incapaz de llevar a cabo la acción específica. Esta sobreviene mediante auxilio ajeno: por la descarga sobre el camino de la alteración interior, un individuo experimentado advierte el estado del niño. Esta vía de descarga cobra así la función secundaria, importante en extremo, del entendimiento {o comunicación2}, y el inicial desvalimiento del ser humano es la fuente primordial de todos los motivos morales» (ibid., p.362-363).

Pues bien –para poder recoger lo aportado por Freud más allá de unas formulaciones, lastradas por un discurso cientificista del que no podía desprenderse para poder continuar su labor de descubrimiento de un nuevo paradigma científico-, aquí es fundamental poner de relieve que es en esa fisura o en esa “incapacidad de llevar a cabo la acción específica, que sobreviene mediante auxilio ajeno”, por donde el otro humano se introduce y por medio de la cual se inaugura el pasaje que produce la transformación del sujeto incipiente, que es en realidad un mero organismo psicobiológico, en un ser pulsional. Porque ¿qué es lo que hace que los estímulos endógenos no sean evacuables al igual que los estímulos exógenos?, o, dicho de otro modo, ¿qué es lo que hace que un estímulo (Reiz), por endógeno que sea, se convierta en realidad en una excitación (Erregung) de la cual no es posible huir?, ¿es acaso el cuerpo o el investimiento del recuerdo (o, mejor, de las reminiscencias) por medio del cuerpo?, ¿o es más bien lo que Freud ha denominado con los términos de “cuerpo extraño” y que, una vez entrometido desde el exterior, se ha convertido en algo interno, que no se deja evacuar como un simple estímulo?.

De acuerdo con las matizaciones aportadas por S.Bleichmar (cf. La fundación de lo inconciente, p.37 y anteriores), una energía somática deviene energía psíquica y pulsional por efecto de la intervención de un conmutador, que no existe en el organismo infantil como tal, sino en el encuentro con el objeto sexual ofrecido por el otro adulto. Conmutador cuya base o fundamento está en el hecho de que, al ir a la búsqueda de lo nutricio y de lo autoconservativo en general, el bebé se va a encontrar con un objeto (sea éste el pecho o lo que el otro da) que es de orden pulsional, porque es ofrecido por un otro humano provisto de sexualidad inconsciente y cuyos actos no se reducen a lo meramente autoconservativo.

Por consiguiente, el principio de inercia neuronal o la tendencia a la descarga a cero es perturbado a partir de algo que tiene que ver con las transformaciones, mediante las cuales el organismo psicobiológico infantil o el aparato insipiente queda librado a unas inscripciones que son efecto de la sexualidad del otro. Sexualidad del otro que hay que hacer intervenir igual y necesariamente en la llamada por Freud “vivencia de satisfacción”, ya que ésta no se constituye por la mera aportación de elementos nutricios, sino por el hecho de que ese elemento nutricio es introducido por el otro humano sexuado y provisto de inconsciente, de tal modo que en la “vivencia de satisfacción” no puede menos de quedar inscrito ese otro o –como precisa S.Bleichmar (ibid., p.35)- los  «restos desgajados de la sexualidad del otro».

Consideración que se puede articular de algún modo con la descripción que hace Freud en el Proyecto acerca de esa vivencia: «Si el individuo auxiliador ha operado el trabajo de la acción específica en el mundo exterior en lugar del individuo desvalido, éste es capaz de conservar sin más en el interior de su cuerpo la operación requerida para cancelar el estímulo endógeno. El todo constituye entonces una vivencia de satisfacción, que tiene las más hondas consecuencias para el desarrollo de las funciones en el individuo» (v. I, p.363, primer párrafo).

Luego lo que se inscribe psíquicamente como vivencia de satisfacción no es meramente la disminución de la tensión de necesidad sino lo que Freud denomina “el todo”, en lo cual opera el otro y el objeto que ese otro ofrece, sobreentendiéndose (por coherencia lógica, por más que en Freud no aparezca planteado desde esa perspectiva, puesto que él lo contempla desde el ángulo de lo que sucede y se está produciendo en el sujeto infantil, en un plano además meramente autoconservativo) que ese ofrecimiento se hace bajo las características que ese otro o ese “individuo auxiliador” tiene o le pertenecen.

Por otro lado, a partir de esa vivencia de satisfacción se van a generar o producir conexiones entre “imágenes-recuerdo”, que serán activadas a partir de la aparición del “estado de deseo”: «Entonces, por la vivencia de satisfacción se genera una facilitación entre dos imágenes-recuerdo y las neuronas del núcleo que son investidas en el estado del esfuerzo {Drang}… o de deseo» (ibid., p.364, segundo párrafo). Estado de deseo que da cuenta de un movimiento que tiende a conectar la energía sobrante o el exceso a una representación o conjunto de representaciones: «Uno puede fácilmente explicarse la atracción de deseo mediante el supuesto de que en el estado de apetito la investidura de la imagen-recuerdo amistosa excede mucho en Qη3 a la producida a raíz de una mera percepción» (ibid., p.367, segundo párrafo).

Ahora bien, como Freud relaciona el estado de deseo con la alucinación («Yo no dudo de que esta animación del deseo ha de producir inicialmente el mismo efecto que la percepción, a saber, una alucinación», p.364, tercer párrafo), más aún, como afirma que «la investidura-deseo primaria fue también de naturaleza alucinatoria» (p.386, primer párrafo), se ha pasado desde ahí, habiendo sido Freud el primero en hacerlo, a la famosa “teoría de la satisfacción alucinatoria del deseo”, según la cual la propia acción del sujeto, al reproducir la satisfacción real primaria, transformaría la satisfacción de la necesidad alimenticia o autoconservativa en una satisfacción representacional o fantasmática y, de ese modo, la energía somática deviene o se convierte en energía psíquica, hasta el punto de que, en palabras de D.Widlöcher, la sexualidad infantil sería la reproducción alucinatoria de una experiencia física y relacional de satisfacción de una necesidad fisiológica (cf. Daniel Widlöcher et al. Sexualité infantile et attachement, p.32-33).

Pero en ese planteamiento (por cierto, muy generalizado en el discurrir del pensamiento psicoanalítico), se produce – como indica J.Laplanche en su comentario (ibid. p.78-79) a ese trabajo de D.Widlöcher- una jugarreta o un auténtico juego malabar, ya que si no se ha metido lo sexual en la experiencia real originaria nunca se lo puede encontrar en su reproducción fantasmática o en su elaboración simbólica. Y es que, del mismo modo que la satisfacción real primaria es una satisfacción de la necesidad alimenticia, también su reproducción (bien sea en la memoria, en el fantasma o en la alucinación) tiene que ser y no puede ser otra que la mera reproducción de una satisfacción alimenticia. Para que aparezca lo sexual, se requiere que eso sea introducido desde la primera experiencia intersubjetiva y evidentemente quien lo introduce es el adulto y no el sujeto infantil. De lo contrario hay que optar por una concepción “ilusionista” y “creacionista” de la psicosexualidad, que es la concepción defendida por D.Widlöcher, para quien el autoerotismo surge siempre de modo más espontáneo que interpersonal.

Y, a este propósito, se puede además añadir (siguiendo el pensamiento de J.Laplanche) que, para que el mensaje del otro adulto pueda implantarse, es necesario ciertamente contar con una receptividad somática o que preexista una excitabilidad orgánica (no pulsional) general, pero para que se produzca una pulsión o el orden pulsional se necesita como “conditio sine qua non” otra cosa, que proviene de los mensajes del otro adulto, en la medida en que esos mensajes (lingüísticos y también simplemente semiológicos: pre o para-lingüísticos) están atravesados por lo sexual inconsciente y frente a los cuales tiene que ejercerse la actividad y la creatividad del sujeto infantil. Así, pues, hay que contar sin duda con la función activa del infante, en cuanto simbolización y fantasmatización, pero se trata siempre de una actividad que se ejerce en el “après-coup” y en el trabajo por hacerse cargo de esa intromisión sexualizante del otro, que se introduce y se vehicula a través de los cuidados autoconservativos.

En definitiva, el principio de inercia neuronal es quebrantado por la presencia de otro humano, ya que, en el momento en que opera para disminuir a cero las cantidades de tensión originadas por la necesidad (ofreciendo el alimento, limpiando las heces, etc.), simultáneamente introduce una excitación, que no tiene resolución o salida en el plano de la autoconservación y que no es evacuable a cero. En palabras de S.Bleichmar: «ésa es la gran paradoja de la función materna, porque en el momento en que satisface necesidades incluye excitaciones, produciendo así una profunda alteración de los modos automáticos de descarga y quebrando de entrada la inercia neuronal. A partir de ello ya no podrá haber descenso de la función a cero, y cada vez que se pretenda evacuar esa cantidad, el aparato se recargará con tensiones de carácter interno… una tensión de hambre puede producir un deseo muy intenso de cierto alimento que por supuesto no tiene nada que ver con las necesidades fisiológicas… La acción específica ha quedado totalmente subordinada a los modos de recomposición representacional excitante, que ya no son atravesados sino por líneas de investimiento relacionadas con el deseo» (cf. Clínica psicoanalítica y neogénesis, p.304).

Pero volviendo a nuestro texto y dentro todavía del apartado I, tenemos que Freud alude en dos ocasiones (v. XVIII, p.8 y p.9) a G.T.Fechner y es que a ese autor hay que remitir tanto el enunciado del principio de placer como el enunciado del principio de constancia o de estabilidad. Ahora bien, en Fechner para nada se trata de un hedonismo en el sentido tradicional, pues la representación del placer o del displacer futuro no sirve. Es decir, el principio de placer es un principio regulador que exige una sensación actual para poner todo en marcha, es un principio que interviene a nivel de las representaciones mismas y no a nivel de lo representado o de lo pretendido. Y  como el movimiento es siempre algo que va del displacer al placer, hay que pensar que, en esa serie placer-displacer, es el término actual, o sea el displacer, el que es motivante. Freud, por su parte y en varias ocasiones, habla de una regulación automática del curso de los procesos anímicos por medio de este principio, lo que muestra que retoma la tesis de Fechner.

Y, entonces, ¿qué sentido tiene hablar de placer y de displacer como cualidades psíquicas, cuando la experiencia clínica muestra que el placer, por ejemplo en el sueño, puede aparecer bajo otra forma u otra cualidad, como es la de los sueños de angustia; o cuando un placer inconsciente puede enmarcarse en un síntoma displacentero; y no digamos si acudimos a un fenómeno clínico aún más paradójico, como es el famoso placer que el masoquista encuentra en el propio dolor?

Del mismo modo, ¿cuál es el sentido de esa extraña deducción del principio de realidad a partir del principio de placer? El principio de realidad es presentado como una modificación del principio de placer y como regulador de éste, como que introduce la capacidad de aplazar la satisfacción y de facilitar las conductas de rodeo: «Bajo el influjo de las pulsiones de autoconservación del yo, es relevado por el principio de realidad, que, sin resignar el propósito de una ganancia final de placer, exige y consigue posponer la satisfacción, renunciar a diversas posibilidades de lograrla y tolerar provisionalmente el displacer en el largo rodeo hacia el placer» (ibid., p.10, primer párrafo).

¿En virtud de qué Freud denomina principio de realidad a lo que implica una teoría del aprendizaje o de la doma de la pulsión en contacto con la realidad? Aquí nos señala que es “bajo el influjo de las pulsiones de autoconservación del yo” como se produce el relevo del principio de placer por el principio de realidad, pero en ese mismo párrafo poco antes afirmaba que «el principio de placer es propio de un modo de trabajo primario del aparato anímico, desde el comienzo mismo inutilizable, y aun peligroso en alto grado» (ibid., p.9-10). Y es que ¿cómo lo que de entrada es “inutilizable” y “aún peligroso en alto grado” puede ser a la vez el funcionamiento primario de un aparato psíquico? El acceso directo o al menos la capacidad de acceder al orden de la realidad tiene que estar desde un principio a disposición de ese aparato, es lo que la psicología cognitiva ha venido a subrayar cuando habla de que las capacidades de percepción y de comunicación cognitiva en el ser humano son mayores de lo que se había pensado. Lo cual no impide que el infante sea más torpe o esté menos dotado que otros seres animales para autopreservarse, pero eso tiene que ver con que la naturaleza instintiva del ser humano está menos desarrollada por razones del orden cultural o simbólico que lo caracteriza.

Freud, como es sabido, introdujo a este respecto la expresión “prueba de realidad”, que habla de ensayos y de errores, pero el pensamiento psicoanalítico se ha deslizado rápidamente hacia la noción de “prueba de la realidad”, que comporta la puesta a prueba de las pulsiones en contacto con la realidad, más aún, la puesta a prueba de la alucinación al confrontarse con la decepción que no puede menos de suscitar. Pero, por más que la teoría freudiana de la alucinación primitiva implicaba la posibilidad de una reducción del error que comporta, la experiencia clínica de la alucinación (por cierto, imposible de reformar por más que se confronte con la realidad) lo invalidaba definitivamente, pues en aquellos casos (como el sueño o la alucinación), en los que la prueba de realidad era necesaria o tenía que jugar un papel, resultaba totalmente ineficaz o de entrada era puesta fuera de juego. Y es que, cuando se mantiene la idea de una continuidad entre lo autoconservativo y lo pulsional, se cae una y otra vez en múltiples trampas y múltiples callejones sin salida. En ese sentido, me parece más acertado reservar la serie principio de placer-displacer y principio de realidad para el ámbito de lo autoconservativo, por más que esas cualidades vayan a ser retomadas por el yo, en cuanto que esta instancia intrapsíquica y de orden pulsional se va a hacer cargo de las funciones autoconservativas, tal y como Freud lo da a entender en su nota agregada en 1925 al afirmar: «Lo esencial es, sin duda, que placer y displacer están ligados al yo como sensaciones concientes» (ibid., p.11, nota 7), por más que no especifique ni haga distinción entre el plano autoconservativo y el plano pulsional, dado que para él los dos planos son pulsionales, puesto que a la autoconservación también le da el nombre de pulsión (recuérdese su expresión ya antes mencionada de «Bajo el influjo de las pulsiones de autoconservación del yo», de la p.10, primer párrafo) y, en definitiva, pasa de un plano al otro o del “organismo” al “aparato anímico” sin discriminación diferenciadora entre ellos: «En su mayor parte, el displacer que sentimos es un displacer de percepción. Puede tratarse de la percepción del esfuerzo de pulsiones insatisfechas, o de una percepción exterior penosa en sí misma o que excite expectativas displacenteras en el aparato anímico» (ibid., p.11).

 

CAPÍTULO II

Este apartado o capítulo segundo se inicia con la referencia a la “neurosis traumática”, también llamada neurosis de accidente, porque se trata de «un estado que sobreviene tras conmociones mecánicas, choques ferroviarios y otros accidentes que aparejaron riesgo de muerte» (v.XVIII, p.12 al inicio). Y para dar cuenta del problema que plantea ese tipo de neurosis va a elaborar el famoso modelo de la vesícula, que será descrito en el apartado IV, en el cual retoma el problema fundamental suscitado por la neurosis traumática como es el problema de la repetición, que cuestiona por entero el principio de placer (el cual –según la hipótesis general de base- rige el modo de funcionamiento de los fenómenos psíquicos) y que viene a desmentir la tesis central de que los sueños son siempre cumplimiento de deseo, ya que en la neurosis traumática los sueños estereotipados no repiten lo agradable, sino lo desagradable.

Pero antes de llevar a cabo ese paso, o sea, antes de establecer esa conexión entre neurosis traumática y repetición, Freud aborda la cuestión definiendo a la neurosis traumática como un cuadro general próximo o parecido a lo que se observa en la histeria («El cuadro de la neurosis traumática se aproxima al de la histeria por presentar en abundancia síntomas motores similares», p.12), pero con unas características bien particulares que la hacen muy distinta de ésta, porque aquí interviene un “padecimiento subjetivo” que desemboca en un estado cercano a la melancolía o a las preocupaciones hipocondríacas, así como «un debilitamiento y una destrucción generales mucho más vastos de las operaciones anímicas» (p.12).

Eso por lo que se refiere a la constelación clínica, pero por lo que se refiere más bien a la etiología Freud hace referencia a dos rasgos bien característicos   “que podrían tomarse como punto de partida de la reflexión” y que son –por un lado- el factor de la sorpresa o, más precisamente, el del terror, puesto que se trata de una grave situación física real que pone la vida en peligro; y –por otro lado- el que no tiene que haber un traumatismo físico, porque si hay daño físico o herida corporal no se produce la neurosis. Y, a ese respecto, Freud va a discriminar entre “terror”, “miedo” y “angustia”, en la medida en que son unos términos que suelen ser utilizados equivocadamente como sinónimos cuando no lo son: «La angustia designa cierto estado como de expectativa y preparación… en la angustia hay algo que protege contra el terror y por tanto también contra la neurosis de terror» (p.12-13).

En sus Problemáticas I  J.Laplanche abordó esta distinción con todo detalle, estableciendo que la idea del terror o del espanto aparece en Freud ya desde los Estudios sobre la histeria (1893-1895) y que el término en sí de terror es constante en el pensamiento freudiano, si bien se va a difuminar un tanto a raíz de la distinción entre angustia señal y angustia automática, desarrollada en el texto de 1925-26 Inhibición, síntoma y angustia. Por otra parte, el terror o espanto incluye el factor sorpresa, la impreparación y el desbordamiento, pues al verse uno sorprendido por donde no se lo esperaba uno se encuentra desbordado. En ese sentido, el espanto da cuenta del triunfo del factor cuantitativo sobre la capacidad de contención, de simbolización por parte del sujeto, de tal modo que este se ha visto desbordado por no haber podido4 simbolizar y prevenirse aunque sea con una mera señal. Señal que es al menos lo que proporciona la angustia, pues ésta, por poco simbólica que sea, está ya marcando con su presencia un algo, un límite. La angustia, entonces, da cuenta de una cierta preparación no tanto en relación o frente al objeto, en cuyo caso hay que hablar de miedo, cuanto en relación hacia el peligro. De este modo, queda también diferenciado el miedo (que implica relación con el objeto y con los peligros que este hace correr y, por tanto, se puede hablar en ese caso de una reacción adaptada al peligro) de la angustia (que implica indeterminación del peligro y que abre el camino a las representaciones reprimidas e inconscientes, que suscitan angustia dada su peligrosidad indeterminada, lo que acarrea el problema de saber cuál es ese peligro).

Tema que Freud aborda más directamente en Inhibición, síntoma y angustia colocando el peligro por excelencia en la castración y distinguiendo la “angustia-señal”, que supondría una preparación y una prevención ante el peligro, de la “angustia automática”, que conlleva  desarrollo de angustia y  desbordamiento, que finalmente termina en el espanto, lo que comporta –si se sigue el modelo de la vesícula que Freud va a desplegar en el apartado IV de nuestro texto- una efracción o una brecha provocada por una energía externa considerable, que ataca a una vesícula no preparada. De tal modo que, si hubiera habido angustia5, se habría producido una movilización de energía en la frontera o en el límite de la vesícula y, entonces, al aparecer el ataque o la efracción habría habido una especie de contrainvestidura que hubiera limitado la brecha. Mientras que, al no haber existido angustia o preparación, se produce el terror o espanto que desborda y pone en peligro la vesícula y que, al ser una reacción tan anárquica, va a provocar paradójicamente una compulsión a producir ese espanto.

Pero sobre esa última idea habrá que volver al trabajar el mencionado apartado IV, ya que por el momento Freud se va a circunscribir a la relación de la neurosis traumática con el sueño, pues “la vida onírica de la neurosis traumática” lo que muestra es que: «reconduce al enfermo, una y otra vez, a la situación de su accidente, de la cual despierta con renovado terror» (p.13, segundo párrafo).

Lo cual va a ser resaltado o subrayado por Freud en el sentido de que tendría que provocarnos un gran asombro, dada “la naturaleza del sueño”, pues «Más propio de éste sería presentar al enfermo imágenes del tiempo en que estaba sano, o de una esperada curación» (p.13, tercer párrafo). Y, en esa misma línea, Freud va a poner de relieve la diferencia que ha encontrado, en los enfermos aquejados de neurosis traumática, entre la vida despierta o vigil y la vida onírica, pues mientras en el sueño son trasladados “de nuevo a la situación patógena”, sin embargo «no he sabido que los enfermos de neurosis traumática frecuenten mucho en su vida de vigilia el recuerdo de su accidente» (p.13, inicio del tercer párrafo), añadiendo seguidamente una matización que resulta capital, porque permite establecer una diferencia fundamental entre la vida despierta y la vida onírica y, en ese sentido, no se puede establecer sin más una comparación entre esos dos estados.

La matización es la siguiente: «Quizá se esfuerce más bien por no pensar en él [accidente]». Decía que se trata de una precisión capital, porque da cuenta de que en la vida despierta el sujeto puede intervenir esforzándose u obligándose a no pensar en la situación del accidente, es decir, puede llevar a cabo una contrainvestimiento yoico tratando de no pensar en ello, pero esa operación no se puede producir durante la vida onírica, porque ahí o en ese momento el yo está todo entregado a dormir y, por consiguiente, no está en disposición de realizar contrainvestimientos, sino que sólo está en disposición de angustiarse o de despertarse, si el trabajo del sueño se satisface pulsionalmente de modo inadmisible para el yo.

Luego no es tan contradictorio que en el sueño el enfermo se vea reconducido una y otra vez a la situación de su accidente, si tenemos en cuenta algo fundamental y es que se trata aquí de enfermos «fijados psíquicamente al trauma» (p.13, segundo párrafo). Lo cual habla –por más que Freud, por un lado, no precise mucho el término de “fijación”, al que da por supuesto o conocido, ya que remite a que «tales fijaciones a la vivencia que desencadenó la enfermedad nos son conocidas desde hace tiempo en la histeria» (p.13, segundo párrafo); si bien, por otro lado, no va a dejar de connotarlo por medio de la idea de “sufrir de reminiscencias”6– de personas sujetas o sometidas a lo traumático, en la medida en que no lo han podido metabolizar o darle una vía de salida suficientemente traductora o simbolizante, viéndose entonces obligadas a tener que volver insistentemente sobre ello, mostrando así tanto su intento de dominio metabolizador como su fracaso o incapacidad para conseguirlo.

Fallo o fracaso que da cuenta de un exceso de irrupción pulsional, frente al cual el aparato psíquico de esa persona no ha podido encontrar vías de ligazón o de contención. Y para que eso se produzca se puede sospechar e hipotetizar que ese exceso a consecuencia de un accidente exterior debe estar en relación con el exceso de realidad sexualizante, que en otro tiempo también provino del exterior porque procedía de la pareja parental; y que produce el que la libido no encuentre caminos o vías de sublimación, ni el psiquismo de esa persona encuentre reposo. De ahí que quede perturbada, véase «afectada y desviada de sus propósitos la función del sueño» (p.13-14), pues lo inmetabolizable o inevacuable o bien encuentra vías de “retrascripción” (según la expresión freudiana en su famosa Carta 52, v.I, p.274) o bien va a quedar librado a la repetición por fuera del principio de placer, principio que rige necesariamente para la función o para lo adaptativo o autoconservativo, en la medida en que lo autoconservativo va a ser asumido por el yo con sus funciones de representación de la autoconservación y de la autopreservación narcisista.

Y en ese contexto, en el que se está dando cuenta de lo que funciona como punto de fijación a causa de un exceso provocado por lo pulsional no ligado, Freud va a exponer un ejemplo de todo lo contrario, esto es, un ejemplo de lo que él denomina «el modo de trabajo del aparato anímico en una de sus prácticas normales más tempranas. Me refiero al juego infantil» (p.14, segundo párrafo), es decir, un ejemplo del trabajo exitoso de sublimación y de ligazón de lo pulsional. Ante lo cual lo que corresponde es interrogarse sobre las razones de ese discurso tan paradójico. Veamos.

Ciertamente puede recurrirse a la idea clásica y conocida, filosóficamente hablando, de que la lógica de un discurso se sirve a veces de lo contrapuesto a lo que se está exponiendo o defendiendo para, de ese modo, resaltar mejor la idea defendida, que en este caso es la existencia de fuerzas psíquicas no gobernadas por “el imperio del principio de placer”. Sin embargo –a mi juicio es más acertado y pertinente echar mano de la metodología psicoanalítica y tomar toda esta segunda parte del apartado II como una asociación, al estilo de la que nos ofrecen los pacientes quienes con frecuencia, además, añaden la coletilla o la cuña siguiente: “se me ocurre algo que no tiene nada que ver con lo anterior” o “paso ahora a otro tema distinto”, expresiones algo parecidas a la empleada por Freud al iniciar la segunda parte de este apartado: «Ahora propongo abandonar el oscuro y árido tema de la neurosis traumática y estudiar el modo de trabajo del aparato anímico en una de sus prácticas normales más temprana. Me refiero al juego infantil» (p.14, segundo párrafo).

Y ¿qué pista nos da esa asociación?, ¿qué mensaje se trasmite con ella? Para responder a esas interrogaciones me parece pertinente la idea planteada por J.Laplanche en su artículo titulado «La soi-disant pulsión de mort: une pulsión sexuelle» (en Entre séduction et inspiration: l`homme, Puf, 1999, p.189-218), idea según la cual lo que le ha impuesto a Freud la remodelación que trata de llevar a cabo con su trabajo de 1920 Más allá del principio de placer no es -tal y como puede aparecer a primera vista- la agresividad sino el gran descubrimiento del narcisismo, en la medida en que la tesis del narcisimo obliga a admitir que al lado de la sexualidad anárquica, autoerótica y no-ligada, existe también otra sexualidad, sólidamente ligada en el amor de objeto. Una sexualidad ligada que conduce al pensamiento de Freud a presentar, en el apartado VI de este texto, el mito de Aristófanes desarrollado por Platón en su obra El banquete de manera contraria a como lo había presentado en su obra de 1905 Los tres ensayos de teoría sexual, pues allí aparecía como la expresión de la opinión popular que había que cuestionar por entero ante la concepción psicoanalítica sobre la vida sexual, que Freud exponía de manera más precisa en ese trabajo de 1905. Mientras que ahora en 1920 este mito es presentado como el modelo originario, prototipo del Eros «Eros que cohesiona todo lo viviente» (v.XVIII, p.49); Eros que es síntesis y aspiración a la síntesis, totalmente orientado hacia el objeto total a fin de mantenerle, mejorarle y agrandarle; un Eros narcisista hegemónico que todo se lo incorpora y no permite tomar en consideración los aspectos destructores y desestabilizadores de lo pulsional propiamente dicho. De ahí, por tanto, la necesidad imperiosa para Freud  (puesto que él no ha cambiado de opinión respecto de la sexualidad en su conjunto, en el sentido de guiarse ahora por la opinión popular y de adoptar las vías instintivistas propuestas por el mito de Aristófanes, que hablan del anhelo de fusión en un solo ser) de reafirmar la pulsión bajo su forma más radical, o sea, bajo su forma “demoníaca”, que no obedece sino al proceso primario y a la compulsión de repetición.

El mejor aval de esta interesante hipótesis de J.Laplanche es ofrecido por el propio Freud cuando en ese capítulo VI, tras la referencia al mito de Aristófanes y por medio de una “reflexión crítica” (véase el inicio del segundo párrafo de la p.57), articula este paso que está dando –paso que denomina “el tercer paso de la doctrina de las pulsiones” y que lo justifica diciendo que «es plenamente lícito entregarse a una argumentación, perseguirla hasta donde lleve, sólo por curiosidad científica» (p.57, centro del segundo párrafo)- con los dos pasos dados anteriormente, consistentes según sus propias palabras en «la ampliación del concepto de sexualidad y la tesis del narcisismo» (p.57), tesis que conlleva -como aclara en la nota al pie de la p.59- el que «la pulsión sexual se nos convirtió en Eros, que procura esforzar las partes de la sustancia viva unas hacia otras y cohesionarlas», o sea y dicho de otro modo, la pulsión sexual dejó de ser la sexualidad pulsional descubierta por la observación psicoanalítica.

Pero ya con anterioridad a lo que aparece en el apartado VI tenemos la referencia al juego infantil en el apartado II, que da cuenta justamente de cómo opera en el aparato intrapsíquico o “anímico” el amor narcisista, cuando el narcisismo se ha podido establecer intrapsíquicamente. En efecto, si tomamos en consideración no sólo el desarrollo central del discurso de Freud acerca del famoso juego de la bobina o del carretel, sino también la nota a pie de página, que aparece en el centro de ese mismo desarrollo y que se inicia así: «Esta interpretación fue certificada plenamente después por otra observación…» (p.15, nota 6),  tenemos que junto con el juego de la bobina está el juego del espejo «durante esa larga soledad el niño había encontrado un medio para hacerse desaparecer a sí mismo. Descubrió su imagen en el espejo del vestuario… y luego le hurtó el cuerpo de manera tal que la imagen del espejo se fue» (p.15, nota 6).

Un juego gracias al cual el objeto externo va a ser sustituido por el doble especular (a diferenciar del doble tomado como idéntico, del que Freud da cuenta en su texto de 1919 Lo ominoso), sustitución que abre el camino o que va a permitir el pasaje del objeto externo al objeto interno a través del propio sujeto (véase: de la imagen especular) como intermediario de ese pasaje. Pasaje u operación en la que, a la vez que se constituye o, mejor, se va constituyendo un yo identificándose con el otro, se lleva a cabo una “renuncia a la satisfacción pulsional en la medida en que, siguiendo la descripción de Freud, el niño va a «admitir sin protestar la partida de la madre» (p.15, segundo párrafo). Claro que para que eso sea posible o para que eso se pueda admitir por parte del niño (aún con ciertas protestas, se podría añadir, ya que sin protesta alguna es difícil de concebir), el otro adulto ha tenido que proporcionar al sujeto infantil, invistiéndole como otro distinto y totalizado, la posibilidad de que la imagen del espejo le devuelva la imagen de un todo amado-conjuntado y pueda ser realmente un doble en cuanto otro de sí mismo, lo cual permite que se establezca y se admita la alternancia entre un “yo no está aquí” o “bebé se fue” y  un “bebé esta aquí” o “bebé es (otro) yo”.

De lo contrario –y, tal y como nos enseña la clínica psicoanalítica, ese contrario es muy variado, dado que ni en la mejor de las situaciones el otro conjunta plenamente al sujeto infantil, ya que siempre le toma de alguna manera (es decir,  desde su deseo inconsciente) como una parte de sí mismo- se va a producir una clara dificultad en la constitución de un yo totalizado y, por consiguiente, en la posibilidad de «admitir sin protestas la partida de la madre» (p.15, segundo párrafo), o sea, de tolerar la “renuncia a la satisfacción pulsional” o al ejercicio pulsional directo.

Una satisfacción pulsional que es correspondiente al modo del funcionamiento autoerótico o parcial (del que en esa misma exposición sobre el juego de la bobina  Freud nos hace una descripción en los términos siguientes: «El acto de arrojar el objeto para que “se vaya” acaso era la satisfacción de un impulso… a vengarse de la madre por su partida», p.16, primer párrafo) y que hay que diferenciar del modo de funcionamiento narcisista o conjuntado, en el cual ya está a la vez que la satisfacción pulsional (ya que no dejan de estar al lado) cierta “renuncia pulsional”7, porque -según o siguiendo los términos de la descripción que Freud realiza- «Se resarcía, digamos, escenificando por sí mismo, con los objetos a su alcance [y, entre ellos, uno fundamental era el “hacerse desaparecer a sí mismo” a través de ese hurtarse la imagen de sí mismo en el espejo, algo que les encanta a los niños, porque les hace sentir que el ausentarse y el presentarse depende de ellos en lugar de estar sometidos], ese desaparecer y regresar» (p.15, segundo párrafo).

Una operación que además de lo señalado por Freud en ese final del apartado II, en el sentido de convertir «la pasividad del vivenciar por la actividad del jugar» (p.17, primer párrafo), también nos enseña el modo de operar la identificación, gracias a la cual el yo se constituye siendo a la vez el otro y no siéndolo, o sea, se establece en ese espacio intermediario entre el sujeto y el objeto, que es el espacio del narcisismo, espacio en el que gracias a ser objeto de amor por parte del otro se va a poder convertir o transformar en un sujeto psíquico propiamente dicho.

 

CAPÍTULO  III

Freud comienza este capítulo partiendo de la experiencia clínica psicoanalítica, pero paradójicamente lo termina saliéndose de ese marco para dar cuenta de lo que llama una  «compulsión de destino» (p.23 al inicio), que si bien –por un lado- es descrita como un caso más entre otros del fenómeno más general de “la compulsión de repetición”, sin embargo –por otro lado- esa repetición, presente en el “destino fatal” (p.22) de algunas situaciones humanas (como las de los matrimonios siempre fallidos o de los proyectos siempre fracasados), no toma la forma de una expresión sintomática o bajo el signo de un conflicto neurótico, sino que corresponde más bien a una experiencia relacional que no pertenece a la subjetivad o la desborda por entero, en la medida en que  entran en juego acontecimientos exteriores que imponen al sujeto un vivenciar puramente pasivo sin posibilidad de una participación activa, que permita hablar de un conflicto que pueda ser transitado-afrontado a través de un síntoma.

Para dar un ejemplo de un destino fatal semejante Freud va a recurrir al espacio de la literatura (lo que indica –por un lado- que se ha salido del marco de la cura o de la situación psicoanalítica y –por otro lado- plantea tanto el tema de la extrapolación como las interrogaciones acerca de por qué tiene que recurrir a lo extrapsicoanalítico y qué significación podemos dar a ese paso) y más concretamente al destino sufrido por Tancredo en la Jerusalén liberada de Torcuato Tasso. Con ese ejemplo Freud pretende dar cuenta de lo que llama el       «eterno retorno de lo igual» (p.22, primer párrafo), que –según el Vocabulaire de la Psychanalyse de J.Laplanche y de J.B.Pontalis (p.279)- «designa una forma de existencia caracterizada por la vuelta periódica de encadenamientos idénticos de sucesos, generalmente desgraciados, encadenamientos a los cuales el sujeto parece estar sometido como a una fatalidad exterior». Designación que tiene un valor más descriptivo que nosográfico, nos precisa también el Vocabulaire, para cuyos autores los ejemplos ofrecidos por Freud a este respecto tratan de dar cuenta de unas experiencias a) que se repiten a pesar de su carácter displacentero; b) que se desarrollan de acuerdo con un escenario inamovible y c) que aparecen como una fatalidad externa de la que el sujeto se siente por entero la víctima o, dicho con las palabras empleadas por Freud, «la persona parece vivenciar pasivamente algo sustraído a su poder, a despecho de lo cual vivencia una y otra vez la repetición del mismo destino» (p.22, primer párrafo).

Ahora bien, este destino fatal e inamovible por parte del sujeto ¿entra dentro del marco de la compulsión de repetición o bien es algo que hay que teorizar por fuera de ella? Freud parece moverse en la ambigüedad a este respecto, al igual que parece tener una idea ambigua acerca de la cuestión del destino en cuanto tal, ya que si bien –por un lado- el destino forma parte del fenómeno más general de la compulsión de repetición, por otro lado Freud se topa frente a un resto que se sale de la teorización de la compulsión, de su lado irreductible y eso le empuja a pensar en un factor autónomo, en una especie de “a priori”, que le conduce a volver a lo inanimado –tal y como se expresará en los capítulos VI y VII de este trabajo-, lo que en definitiva lleva a situar la cuestión del destino como un dominio aparte o por fuera del psicoanálisis y completamente exterior, que termina efectivamente por ser una dimensión cercana a lo biológico y a una estructura que no tiene más que una sola salida y que, se trasluce en Freud, a través de ese “eterno retorno de lo igual” y de la vuelta a lo inanimado. Cuando desde el psicoanálisis estamos siempre convocados a hablar de la tentativa de significación psíquica o de simbolización que, allá donde no se logra, lleva a la repetición de lo idéntico, pero es porque está interviniendo algo que fue impuesto en el sujeto como inmetabolizable. Por consiguiente  no es algo que en sí mismo exista por fuera de toda posibilidad de historización o que exista como algo inanimado, como algo inorgánico.

Y, en este último sentido, hay que decir que una cosa es lo que retorna para ser simbolizado, porque falló el proceso de simbolización (lo que remite a la vuelta de lo reprimido que había sido expulsado del sistema consciente-preconsciente, dado que no pudo ser integrado dentro de ese sistema y trata de entrar en él, dando así cuenta de una dinámica conflictiva y de un fenómeno psíquico vinculado a la actividad de elaboración del sujeto y a su funcionamiento psíquico bajo el dominio del principio de placer); y otra cosa bien distinta es la vuelta de lo mismo o lo llamado por Freud el “eterno retorno de lo igual”, que si bien –por una parte- Freud trata de conectar con lo más pulsional de la pulsión, en cuanto dinámica psíquica que no está a la búsqueda de una finalidad, de una descarga, de conocer algo, de reencontrar al objeto en el exterior, sino que se sustenta y se satisface en la propia tensión; por otra parte y por lo que será planteado más adelante en el texto, Freud lo va a conectar con una vuelta irresistible a lo inanimado, a lo inorgánico, vuelta irresistible que además es presentada a modo de un “a priori”, del que se parte como un supuesto que ordena el campo que se está investigando.

Pero tratemos ahora de seguir paso a paso lo expuesto por Freud en este capítulo III. En primer lugar hace una breve reseña histórica-conceptual sobre la técnica psicoanalítica, que se inició como “arte de interpretación” (que pone la importancia en la labor-poder del analista) y luego pasó a poner el acento en descubrir las resistencias del paciente, a fin de que éste las superase por medio del recuerdo, que es otra manera de decir que se apropie de ellas y no siga sometida a las mismas. Ahora bien, como resulta que el paciente         «puede no recordar todo lo que hay en él de reprimido, acaso justamente lo esencial… Más bien se ve forzado a repetir lo reprimido como vivencia presente, en vez de recordarlo… en calidad de fragmento del pasado» (p.18, segundo párrafo), la técnica psicoanalítica impone el «dejarle revivenciar  cierto fragmento de su vida olvidada, cuidando que al par que lo hace conserve cierto grado de reflexión en virtud del cual esa realidad aparente pueda individualizarse cada vez como reflejo de un pasado olvidado» (p.19, primer párrafo).  De este modo o interviniendo así –señala Freud a continuación- se obtiene “el éxito terapeútico”.

Y, tras esa reseña sobre la técnica psicoanalítica, Freud pasa a dar cuenta de la «compulsión de repetición que se exterioriza en el curso del tratamiento psicoanalítico de los  neuróticos» (p.19 al inicio del segundo párrafo), es decir, de lo que se repite compulsivamente, pero en cuanto «exteriorización forzosa de lo reprimido» (p.20, segundo párrafo) y por tanto funciona u opera dentro del marco de la represión. De ahí que Freud remita esta repetición compulsiva a la resistencia por parte del yo, si bien conceptualizado éste como en gran parte inconsciente. Y aquí Freud entra en algunas contradicciones, porque –por un lado- afirma que esta resistencia, que se expresa a través de la repetición, no procede de lo inconsciente reprimido sino del yo del analizado, y sin embargo –por otro lado- está a la vez afirmando que «hemos de adscribir la compulsión de repetición a lo reprimido inconciente» (p.19-20), así como poco más adelante hace equivalente a la compulsión de repetición con “la exteriorización forzosa de lo reprimido”.

Por otra parte, asoma en el texto freudiano algo muy significativo de su manera de proceder y es el traspasar lo que constata en la situación clínica8 (que en este caso es lo siguiente: «los motivos de la resistencias, y aún estas mismas, son al comienzo inconcientes en la cura», p.19 al centro del segundo párrafo)  a la constitución del sujeto, pues va a considerar al yo en su “núcleo” como inconsciente («sin duda también en el interior del yo es mucho lo inconciente: justamente lo que puede llamarse el “núcleo del yo”», p.19, casi al final), siendo “sólo una pequeña parte” de ese núcleo la que es preconsciente. De ahí que en El y el ello Freud plantea al yo –tal y como constatamos en el seminario dedicado a ese texto- originándose en el ello, que no es considerado como algo reprimido, sino como algo inconsciente de entrada y por tanto con lo que se nace. De este modo, ya aquí, en este párrafo segundo de la p.19, tenemos anticipada la separación entre inconsciente y reprimido, que se hará más que patente con la introducción del ello.

Ahora bien, ¿es que esta disociación o separación entre lo inconsciente y lo reprimido no podría estar apuntando a otra perspectiva, que justamente Freud no ciñe conceptualmente y se le escapa una y otra vez? La interrogación es pertinente, en primer lugar, porque nada más establecer esa separación Freud lo corrige y lo recompone diciendo: «hecho esto, enseguida advertimos que hemos de adscribir la compulsión de repetición a lo reprimido inconciente» (p.19-20), con lo cual de nuevo lo reprimido y lo inconsciente aparecen articulados y sin separación alguna; y, en segundo lugar, porque tras haber planteado un yo inconsciente, Freud vuelve a «la resistencia del yo conciente y preconciente» (p.20)  ante la compulsión de repetición de orden inconsciente, resistencia yoica que necesariamente está al servicio del principio de placer, puesto que esa compulsión de repetición «saca a la luz operaciones de mociones pulsionales reprimidas» (p.20, segundo párrafo) que, si bien provocan “displacer al yo”, al mismo tiempo produce satisfacción para el sistema inconsciente y, de ese modo, «esta clase de displacer: no contradice al principio de placer» (p.20).

Es decir, Freud vuelve a echar mano o a resituarse con lo conocido y planteado ya como ejes de su edificio para dar cuenta de algo que no entra dentro del edificio teórico que él construye, puesto que parte siempre del sujeto y del deseo sexual por parte del sujeto, cuando aquí está intentando dar cuenta de lo que funciona por fuera del sujeto y por fuera de su deseo. Lo que, por lo demás, queda apuntado a través de  algunas expresiones, como la de  «esta reproducción, que emerge con fidelidad no deseada [sin duda Freud se refiere explícitamente a lo no deseado por el psicoanalista en la situación clínica, pero implícitamente está hablándose de algo que no pertenece al orden del deseo]» (p.18, segundo párrafo); o como la de «los neuróticos repiten en la trasferencia todas estas ocasiones indeseadas» (p.21  al inicio del segundo párrafo); así como cuando se refiere al  destino que persigue a personas no neuróticas, considerado como «destino fatal… determinado por influjos de la temprana infancia» (p.21, tercer párrafo).

Claro que como Freud no concibe la posibilidad o la idea de unas representaciones sin sujeto, procedentes de la alteridad del otro significativo o de lo inconsciente del otro adulto, que van a ser implantadas en el infante, eso Freud lo tiene que categorizar dentro del sujeto a modo de «vivencias pasadas que no contienen posibilidad alguna de placer, que tampoco en aquel momento pudieron ser satisfacciones, ni siquiera de las mociones pulsionales reprimidas desde entonces» (p.20 al final del segundo párrafo). Formulación que habla y presupone la participación de un sujeto con capacidad para reprimir o la intervención de la represión. Pero ¿es que se puede concebir dentro del marco de la neurosis y de la represión lo que se repite de modo “indeseado”, “conllevando únicamente displacer” “ reanimando con gran habilidad situaciones afectivas dolorosas”, “procurándose el desaire”, etc., que son las expresiones que Freud utiliza en el segundo párrafo de la p.21 para describir esto? Ciertamente Freud lo sitúa en el marco de la neurosis y de la represión, ya que lo concibe como algo necesario o como consecuencia del destino de la sexualidad infantil, llamada a venirse abajo o «a pique a raíz de las más penosos ocasiones y en medio de sensaciones hondamente dolorosas» (p.20, tercer párrafo). Pero si de eso, planteado como regular y necesario, procede la compulsión ¿por qué Freud tiene que recurrir a hablar de “personas no neuróticas”, en las cuales encuentra un destino a modo de «un sesgo demoníaco en su vivenciar» (p.21, tercer párrafo)?, ¿por qué Freud tiene que o se ve empujado en su discurso a echar mano de situaciones por fuera de lo que le muestra la práctica psicoanalítica?, ¿es que acaso ese colocarse fuera de la repetición en la transferencia no es un indicio, que puede ser leído a modo de metáfora, de lo que sucede en el psiquismo por fuera de la represión y de la neurosis?

Parece evidente que, al hablar aquí Freud de “personas no neuróticas”, no se está refiriendo a la posibilidad de una ausencia de neurosis, en el sentido de una normalidad absoluta o completa, puesto que precisamente caracteriza a esas personas con “un sesgo demoníaco en su vivenciar”. Lo que indica que se trata más bien de la falta de haber podido tomar a su cargo por parte del sujeto lo que es descrito como algo demoníaco y que tiene que ver con «los casos en que la persona parece vivenciar pasivamente algo sustraído a su poder» (p.22, primer párrafo). Se trata, entonces, de una situación que sobrepasa por entero al sujeto, de una situación que éste no puede gobernar, bien porque es algo inmetabolizable como tal lo depositado o implantado en el sujeto (Freud habla en su discurso de “influjos de la primera infancia”, porque no recoge en su teorización la sexualidad inconsciente del otro adulto y, por tanto, no puede articular con el otro ese “destino fatal” o ese traumatismo), o bien porque el sujeto no se ha podido constituir, al menos de manera predominante, en cuanto organización yoica.

Estamos, pues, ante un más allá de la neurosis y, en ese sentido, ante un más allá de la vuelta de lo reprimido, que nos remite a la situación psicótica, sin que eso tenga que conllevar el hacer equivalentes psicosis y destino fatal. Claro que cuando el sujeto se ve accionado por un destino ante el cual no se rebela o no hace nada, tal y como vemos en las situaciones clínicas de determinados pacientes, eso exige hablar de una fuerte alienación y de un claro sometimiento a la imposición del otro, imposición que cortocircuita todo intento de historización y de apropiación por parte del sujeto quien, en lugar de poder estar abierto a los distintos destinos posibles de la dinámica pulsional, se ve encerrado en una sola dirección que termina por parecerse al determinismo biológico cuya estructura sólo admite una única evolución.

Señalemos también, en relación con este capítulo III, que si bien Freud plantea y establece que «en la vida anímica existe realmente una compulsión de repetición que se instaura más allá del principio de placer» (p.22, segundo párrafo), como resulta que a esa compulsión refiere tanto “los sueños de los enfermos de neurosis traumática”, como el “juego en el niño”, se ve obligado entonces a admitir «que sólo en raros casos podemos aprehender puros, sin la injerencia de otros motivos, los efectos de la compulsión de repetición» (p.22 al inicio del tercer párrafo), pues está claro que tanto los sueños señalados como el juego del niño dan cuenta de unos fenómenos psíquicos ligados a la actividad de elaboración del sujeto y, por tanto, a un funcionamiento vinculado al principio de placer. En ese sentido, se puede decir que a la vez que Freud saca a la luz un fenómeno psíquico como el de la compulsión de repetición9, por otra parte su objetivo de trabajo y de pensamiento se dirige a intentar conciliar tanto lo que se mueve según el principio de placer, claramente conectado con lo que Freud llama “el bando del yo”, como lo que escapa a ese principio.

Y en ese intento de conciliación (véase aquí cierta coexistencia de los contrarios, tan característica del planteamiento freudiano, en cuanto impregnado y contaminado por su objeto de estudio, que es la realidad psíquica inconsciente, en la que precisamente coexisten los contrarios) hasta se confunden las posiciones, pues, a la hora de hablar del “juego infantil” Freud coloca –de un lado- la «satisfacción pulsional placentera directa» (p.22, tercer párrafo) o el llamado ejercicio pulsional directo, del que tendría que proceder esa compulsión de repetición, descrita luego (p.23, segundo párrafo) como «más originaria, más elemental, más pulsional que el principio de placer que ella destrona» y –de otro lado- coloca a la propia compulsión de repetición en tanto que da cuenta del aspecto más de actividad por parte del sujeto para ligar o contener ese ejercicio pulsional directo, dado que el juego como tal es un trabajo de simbolización.

Igualmente se confunden las posiciones tanto al hablar de “la transferencia”, porque sólo es contemplada de manera negativa, debido a que Freud la reduce una vez más a un plano meramente repetitivo de las relaciones o de los vínculos con tal o cual objeto de tipo infantil, es decir, a una transferencia obturada y bloqueada por aquello mismo que repite10; como al hablar del yo, que –en un primer momento o por una parte- es contemplado en su aspecto resistencial y represor, que es justamente algo que define estructuralmente al yo, en cuanto que se constituye contra el ejercicio pulsional, mientras que –en un segundo momento o a continuación- Freud, al indicar que el yo «quiere aferrarse al principio de placer» (p.22-23), lo coloca del lado del ejercicio pulsional, ya que no establece allí ni discrimina que el principio de placer sólo rige cuando está constituida la barrera de la represión. Con lo cual o de ese modo, el yo aparece enfrentado a la labor de la cura y, por tanto, esta puesto del lado de la compulsión de repetición.

Por último, Freud va a terminar este capítulo poniendo de relieve (en el segundo párrafo de la p.23) que lo que le interesa o le “gustaría saber” es la articulación de esa compulsión de repetición con el principio de placer, junto con “la función que le corresponde” y “las condiciones bajo las cuales puede aflorar”, o sea, sus condiciones de producción, que es lo que realmente no va a ceñir de manera rigurosa por no contar con los fundamentos conceptuales que se lo permitan, viéndose entonces obligado a recurrir al determinismo de lo biológico, como veremos en los capítulos sucesivos. Un determinismo al que está necesariamente abocado a recurrir al no haber cimentado el origen de la pulsión en la sexualidad inconsciente del otro, cuando por otra parte está muy claro para Freud que esa compulsión de repetición, cuyo imperio se discierne en lo inconsciente anímico, «depende, a su vez, de la naturaleza más íntima de las pulsiones» según afirmaba en Lo ominoso (v.XVII, p.238), un texto que precede en unos meses al que estamos trabajando.

CAPÍTULO IV

El párrafo inicial de este capítulo nos muestra a un Freud entusiasmado por esta nueva aventura conceptual y eso sin duda es seductor a los ojos de un estudioso en general de su obra, sin embargo la resultante o lo que se puede constatar es que esa “especulación de largo vuelo” le va a reconducir a Freud a lugares ya muy visitados o transitados a lo largo y ancho de su obra, al estilo de ese volver una y otra vez al viejo lugar más que conocido, porque de él se partió y que, en este caso, es la tierra madre de lo biológico.

No obstante y una vez más el texto freudiano se recupera en sus preguntas y cuestiones, a pesar del entrampamiento de sus formulaciones discursivas. Y la pregunta que aquí le está guiando es si los sueños estereotipados, que se presentan en las neurosis traumáticas, están gobernados por o están bajo el imperio del principio de placer o si, por el contrario, lo que repiten es lo desagradable y funcionan entonces por fuera e independientemente del principio de placer. Veámoslo más de cerca.

Tras un primer párrafo dedicado a establecer el marco en el que se va a mover o dedicado a una cuestión de ordenamiento, señala y matiza seguidamente que su especulación, por curiosa que pueda ser, no deja de conectarse con el campo psicoanalítico, en la medida en que arranca y se enraíza en “la indagación de procesos inconcientes”, dado que «la conciencia no puede ser el carácter más universal de los procesos anímicos, sino sólo una función particular de ellos» (p.24 casi al inicio del segundo párrafo). Con lo cual aparece o se plantea que el hecho de la existencia de unos procesos psíquicos inconscientes lleva a considerar a la consciencia únicamente como una parte o una función de los procesos psíquicos, si bien es una parte que proporciona tanto “percepciones de excitaciones que vienen del mundo exterior”, como “sensaciones de placer y displacer que sólo pueden originarse en el interior del aparato anímico”, lo que permite colocar al sistema llamado P-Cc de un modo “espacial” y, en ese sentido, “en la frontera entre lo exterior y lo interior”.

Ahora bien, Freud añade a continuación (siempre dentro de ese largo segundo párrafo de la p.24) que se trata de un planteamiento o de una hipótesis que no añade nada nuevo, sino que además eso es situar “la sede de la conciencia en la corteza del cerebro, en el estrato más exterior, envolvente, del órgano central”. Pero mientras que la anatomía no se ocupa de las razones por las cuales “la conciencia está colocada justamente en la superficie del encéfalo”, nosotros (véase: la especulación psicoanalítica) sí podemos “llegar más lejos en cuanto a deducir esa ubicación”.

Y para poder hacerlo Freud da un paso, que no aparece bien explicitado en su discurso, más aún, se podría decir que sólo se muestra de un modo implícito a través de lo que va exponiendo y que es necesario engarzar con elementos que son aportados más adelante y que a la vez están en el trasfondo de todo este texto que trata de dar cuenta del traumatismo, es decir, de elementos representativos que se presentan en el sistema P-Cc o en la consciencia, pero que no pertenecen estrictamente a ese sistema y por eso mismo se repiten o insisten. Esto es, aquí tenemos que intervenir como hacemos con los pacientes cuando articulamos elementos que van soltando y que para nada están conectados entre sí.

Me refiero al paso que Freud lleva a cabo por medio del también extenso párrafo tercero de este capítulo, en el que conducido por la clínica psicoanalítica («No hacemos sino apoyarnos en las impresiones que nos brinda nuestra experiencia psicoanalítica si adoptamos la hipótesis…», p.24-25) da cuenta o habla de unas huellas mnémicas que si bien “son la base de la memoria”, no obstante “nada tienen que ver con el devenir-conciente” (p.25). Y es que resulta muy útil y pertinente diferenciar –como ha hecho S.Bleichmar en sus múltiples trabajos- entre lo inscripto y lo memorizado o entre huella mnémica y memoria. El sujeto puede no recordar, porque lo inscripto no forma parte del patrimonio de su memoria en la medida en que no ha sido significado ni engarzado, es decir, esas huellas inscriptas no han sido ensambladas o no han sido retranscriptas. Y eso sucede tanto más cuanto menos se haya establecido en el sujeto la tópica intrapsíquica, o sea, el clivaje o la separación entre los sistemas psíquicos.

Tenemos, entonces, que mientras que la memoria es una función ligada al yo y a la consciencia, la huella mnémica es del orden de lo inscripto. Con lo cual puede haber huellas mnémicas no recordables, ya que lo recordable o la memoria es aquello que el sujeto reconoce como parte de su experiencia y no es solamente del orden de lo vivencial. De hecho, no forma parte de la memoria precisamente lo que se repite o lo que insiste, pues se repite porque no ha podido ser significado o ensamblado, por más que se trate de algo excesivamente “investido” (que no es lo mismo que “significado”).

En ese sentido, la frase con que concluye Freud el mencionado tercer párrafo y que dice así: «La conciencia surge en remplazo de la huella mnémica» (p.25) puede ser entendida bajo la idea de que la consciencia y la memoria se constituyen en la medida en que son reemplazadas las huellas mnémicas, es decir, en la medida en que éstas se significan y se retranscriben. De esa manera, puede decirse que la armonía de la vida psíquica está posibilitada cuando hay un cierto equilibrio entre lo inscripto y lo retranscripto, cuando se da una continuidad entre lo uno y lo otro sin excesos de investiduras que obliguen a masivas contrainvestiduras o a compulsiones.

Y esa idea parece concordar o al menos no es discordante con el párrafo que sigue a continuación y que es un preámbulo del posterior, en el que Freud echa mano del famoso modelo de la vesícula para tratar de dar cuenta cómo se gesta o cómo se establece el aparato psíquico. Digo que concuerda, porque Freud lo que plantea ahí es que el sistema Cc se constituye (“se singularizaría”, dice su texto) por medio de  «la particularidad de que en él… el proceso de excitación no deja tras de sí una alteración permanente de sus elementos, sino que se agota en el fenómeno de devenir-conciente» (p.25 al final). Esto es, el sistema Cc-Pr se establece en la medida en que lo que se inscribe en el psiquismo va siendo retranscripto o significado y eso va permitiendo un engarzamiento o las conexiones entre las representaciones, lo que a su vez comporta el que ciertas representaciones queden excluidas de ese engarzamiento y por tanto reprimidas, dado que todo no se deja traducir o retranscribir. Lo cual va configurando la separación o el clivaje entre los sistemas psíquicos y, por tanto, el establecimiento asentado de la tópica intrapsíquica.

No obstante, lo que llama la atención es que Freud clasifique ese procesamiento (consistente en ligar la excitación, en significarla y retranscribirla, algo que permite que quede engarzada y contenida en la red de las representaciones que forman el sistema Cc) como “desviación de la regla general” (en el último renglón de la p.25). A mi juicio, sólo se puede entender en la línea de que la regla general de la que él está partiendo es la de “la alteración permanente” o la de los procesos psíquicos inconscientes, respecto de los cuales la consciencia o el devenir consciente «no puede ser el carácter más universal de los procesos anímicos, sino sólo una función particular de ellos» (tal y como afirmaba al inicio de este capítulo IV).

Por otra parte, parece que Freud se plantea la representación (“representémonos”) de lo que él comienza llamando el “organismo vivo” (y, por tanto, todo ser viviente) a partir de haber puesto de relieve que el sistema Cc está caracterizado por un factor exclusivo y único de ese sistema, que es  «su choque directo con el mundo exterior» (p.26, primer párrafo). Es decir que la representación que va a llevar a cabo se conecta directamente con lo que él llama “la ubicación del sistema Cc”, lo cual permite comprender mejor ese modelo de una vesícula “de sustancia estimulable”, cuya «superficie vuelta hacia el mundo exterior está diferenciada por su ubicación misma y sirve como órgano receptor de estímulos» (p.26 al inicio del segundo párrafo). Precisamente este último término, el de “estímulos”, es el que parece más utilizado en esta descripción, lo que indica que estamos situados en el plano de lo adaptativo o del organismo psicobiológico frente a su medio ambiente o ante los estímulos procedentes de lo exterior, tal y como se describe al organismo en la Psicología académica.

Dicho de otro modo, recogido de la precisión aportada por J.Laplanche en sus Problemáticas I. La angustia (p.203-204), «el primer orden de realidad de este modelo es, evidentemente, el cuerpo. Es así como empieza el capítulo 4: es una vesícula viva, una bola de sustancia excitable, de protoplasma que tiene una capa cuticular o cutánea [véase en Freud p.26 en el centro del segundo párrafo: “por el incesante embate de los estímulos externos sobre la superficie de la vesícula … se había formado una corteza” y p.27 al inicio del segundo párrafo “Esta partícula de sustancia viva flota en medio de un mundo exterior cargado con las energías más potentes, y sería aniquilada por la acción de los estímulos que parten de él sin no estuviera provista de una protección antiestímulo”]: es la famosa protección antiestímulo, cuya función receptora se especializa poco a poco en órganos. Esto se representa así, puesto que Freud describe la relación de este organismo con el mundo exterior como la de dos órdenes de energía, biológica y física. Se podría decir también que, por su utilización en el ejemplo del dolor, es en efecto un cuerpo en el sentido de un cuerpo viviente. Es que en este modelo el asunto es sin duda el dolor físico; no hay razón para no entender que la brecha limitada, de la que habla Freud, sea una brecha en el revestimiento cutáneo; la contrainvestidura invocada es la de un órgano sufriente: todo esto se refiere a un esquema puramente biológico».

Las últimas frases de esta cita de J.Laplanche aluden a lo que Freud describe al final de la p.29, en donde afirma lo siguiente: «Es probable que el displacer específico del dolor corporal se deba a que la protección antiestímulo fue perforada en una área circunscrita… se produce una enorme “contrainvestidura” en favor de la cual se empobrecen todos los otros sistemas psíquicos».

Ahora bien, ¿cómo es que Freud se sirve de este modelo del dolor corporal o de la imagen de un cuerpo viviente para dar cuenta del traumatismo, cuando él mismo ha puesto de relieve (en p.12) y vuelve a insistir en ello (en p.32 casi al final) que una herida física o una brecha cutánea impide el traumatismo psíquico o “reduce las posibilidades de contraer neurosis”?

A primera vista se podría plantear que la oposición dolor-traumatismo es una oposición de tipo meramente cuantitativa, en el sentido de que en el caso del dolor la efracción está limitada a esa zona del cuerpo dolorida, mientras que en el traumatismo estamos ante una efracción extendida a todo el organismo. Pero la diferencia terminológica empleada por Freud, si bien generalmente pasa como desapercibida, nos pone ya sobre la pista de estar frente a dos órdenes de realidad distintos, aunque sin duda él insiste todo el tiempo en establecer entre ellos una relación comparativa o de analogía, que ciertamente hay que tomar en consideración, pero voy a comenzar por dar cuenta de la diferencia terminológica, que se presenta abiertamente entre el último párrafo de la p.27, que concluye en el primero de la p.28, y el tercer párrafo de esta misma p.28.

Me refiero al empleo sistemático de “estímulo” (Reiz) en un caso y de “excitación” (Erregung) en el otro. Con “estímulo” hace referencia a la relación con el mundo exterior o a las cantidades de afuera que devienen estímulos frente a los cuales se puede huir; y con “excitación” se hace referencia a lo que ingresa en el aparato psíquico y deviene excitación pulsional ante la cual la fuga está impedida. Es una diferenciación que ya aparecía en El Proyecto de 1895 bajo los términos: Q para la cantidad procedente del exterior y  para la cantidad procedente del interior del aparato o, si se prefiere mejor, Q para la cantidad que está afuera y opera a modo de estímulo y  para la cantidad que ingresa en el aparato y deviene movimiento libidinal o excitación pulsional. Y también es una diferenciación en la que Freud va a insistir en su texto metapsicológico de 1915 Pulsiones y destinos de pulsión a la hora de diferenciar la pulsión del instinto. Y es que mientras la cuestión del estímulo está en relación con la realidad externa o el mundo exterior, la cuestión de la excitación remite a la realidad psíquica, en la que lo que está en juego u operando no es un organismo vivo frente a su medio ambiente, sino un yo frente a lo inconsciente.

Pero ¿cómo pasa Freud concretamente en su texto de un orden de realidad a otro tan distinto?, ¿hace alguna advertencia para que nos percatemos de ello o bien no la hace y habrá que preguntarse por qué no la hace?.

Lo que se puede constatar en su discurso es que entre el párrafo final de la p.27 junto con el primero de la p.28, en los que habla todo el tiempo de “estímulos”, y el párrafo tercero de la p.28, en el que pasa a hablar todo el tiempo de “excitaciones”, hay un párrafo intermedio, introducido por la conocida y usual expresión inglesa “by the way” («En este punto me permito rozar de pasada…»), en el que –tras hacer referencia en que las formas de tiempo y espacio, necesarias en nuestro discurrir consciente, no rigen en el inconsciente, dado que «los procesos anímicos inconcientes son en sí atemporales»- establece una comparación entre el sistema P-Cc y el sistema inconsciente: «He ahí unos caracteres negativos que sólo podemos concebir por comparación con los procesos anímicos concientes». Con lo cual Freud, después de haber presentado la imagen de la vesícula, ahora la traspone por analogía a lo que pasa en el mundo interno o a nivel intrapsíquico, que no es lo mismo (y ahí es donde se produce el salto o la extrapolación) que comparar y establecer una analogía entre el procesamiento del sistema P-Cc y el sistema Icc.

Por eso hay que poner bien claramente de relieve que el problema está en que Freud no se contenta con establecer sólo una trasposición comparativa, sino que pretende mantener entre ambos órdenes de realidad (el exterior y el intrapsíquico) una continuidad, tal y como ha sido señalado por J.Laplanche:   «La vesícula, el cuerpo, no es solamente una imagen; es también el punto de partida de una evolución. Freud se aferra a describir una génesis del aparato psíquico a partir de este organismo. El aparato psíquico no es solamente “a imagen de” (de un cuerpo); es una “diferenciación de”, “a partir de”… es decir que hay trasposición de lo semejante a otro dominio, pero, al mismo tiempo, continuidad, génesis del uno al otro» (Problemáticas I. La angustia, p.205).

De ahí que haga pasar –sin advertirlo y sin establecer las diferencias- el modelo de la vesícula, que abarca a la totalidad del viviente o al ser vivo como tal en su relación con el mundo exterior, al modo del funcionamiento del yo que se tiene que enfrentar a las excitaciones procedentes del interior del aparato anímico, o sea, a las excitaciones pulsionales. Pero ese yo ni siquiera es nombrado, pues se habla sólo de que «el sistema Cc recibe también excitaciones desde adentro… Hacia afuera hay una protección antiestímulo… hacia dentro, aquella es imposible, y las excitaciones de los estratos más profundos se propagan hasta el sistema de manera directa y en medida no reducida, al par que ciertos caracteres de su decurso producen la serie de las sensaciones de placer y displacer» (p.28 casi al final). Es más, Freud se entretiene en describir ese plano de las sensaciones de placer y displacer, que, por más que sean sensaciones internas, pertenecen al orden de lo meramente psicológico o subjetivo, aunque él no nos haga aquí para nada esa matización, que permite diferenciar esas sensaciones subjetivas de lo que corresponde al plano de lo pre y parasubjetivo, o sea, al plano de la realidad psíquica inconsciente.

Pues bien, sobre las sensaciones de placer y displacer Freud nos habla de “su prevalencia sobre todos los estímulos externos” y de que, cuando se produce “una multiplicación de displacer demasiado grande”, se tiende a tratar esa excitación siguiendo el modelo de la defensa frente a los estímulos del mundo exterior, esto es, «como si esas excitaciones no obrasen desde adentro, sino desde afuera, a fin de poder aplicarles el medio defensivo de la protección antiestímulo. Este es el origen de la proyección11, a la que le está reservado un papel tan importante en la causación de procesos patológicos» (p.29 al final del primer párrafo).

Claro que como esa descripción de las sensaciones de placer y displacer, por internas que sean, no hacen sino dar cuenta del “imperio del principio de placer”12, Freud se va a ver obligado a atender a los casos que contrarían ese principio, ya que precisamente lo que caracteriza a las excitaciones traumáticas es  «que poseen fuerzas suficientes para perforar la protección antiestímulo» (p.29, segundo párrafo), de tal modo que «en un primer momento el principio de placer quedará abolido. Ya no podrá impedirse que el aparato anímico resulte anegado por grandes volúmenes de estímulo; entonces, la tarea planteada es más bien esta otra: dominar el estímulo, ligar psíquicamente los volúmenes de estímulo que penetraron violentamente a fin de conducirlos, después, a su tramitación» (p.29 al final del segundo párrafo).

Así, pues, con el traumatismo estamos ante lo que Freud denomina más adelante (al inicio del segundo párrafo de la p.31) «una vasta ruptura de la protección antiestímulo» y ante “las tareas que ello plantea”. Ahora bien, lo primero que habría que especificar es que la expresión “antiestímulo” está referida o tiene que ver con el orden de la realidad externa, o sea, con los estímulos procedentes del mundo exterior, cuando resulta que el propio Freud lo que nos va a poner de relieve más y más, al describir la neurosis traumática, es que la «acción traumática es debida a la falta de apronte angustiado» (p.33) o el que las neurosis traumáticas están «facilitadas por un conflicto en el yo» (p.32 al centro del último párrafo).

Esta contradicción puede ser salvada por el hecho de que la concepción del traumatismo en Freud, aunque haya abdicado oficialmente de la teoría de la seducción, mantiene la idea de que el traumatismo se juega entre el exterior y el interior del psiquismo, de que todo es al mismo tiempo exógeno y endógeno, de tal modo que «su eficacia no queda subordinada a la magnitud del estímulo exterior, sino a las complejas relaciones que se establecen entre estas cantidades externas que invaden el psiquismo y lo que internamente es disparado: activamiento excitante de sistemas de representaciones inscritas –tiempos previos del traumatismo a constituirse en el momento de este après-coup» (S.Bleichmar, La fundación de lo inconciente, p.241).

Por otra parte, es pertinente tener en cuenta que todo el desarrollo que Freud despliega sobre el concepto de “protección antiestímulo” (y, por analogía, de “la membrana paraexcitación”) está planteado no como efecto de un intercambio entre el sujeto y el objeto que estimula, sino como algo que se produce a consecuencia de la necesidad de la cría humana de producir desde sí misma una membrana que permita el pasaje de estímulos y, al mismo tiempo, no la deje inerme frente a la realidad exterior. Es decir, está planteado como algo que proviene de la cría misma y como una primera función de la cría que consiste en protegerse de los estímulos y evitarlos no entrando en contacto con ellos. En ese sentido, está investida la idea, con frecuencia presente en la obra de Freud, de una mónada que va entrando en contacto con el mundo desde un solipsismo originario y se parte de una especie de caos inicial que hay que ordenar produciendo uno mismo algún tipo de membrana protectora.

Ahora bien, de ese modo el sujeto infantil y, más concretamente, el aparato psíquico es concebido no sólo de manera totalmente endogenista, sino también de forma muy omnipotente, en la medida en que tiene que llevar a cabo unas “tareas” («buscamos comprender su efecto por la ruptura de la protección antiestímulo del órgano anímico y las tareas que ello plantea», p.31, segundo párrafo) ingentes, que no se sabe bien cómo puede realizar, por más que Freud habla de ello y lo describe como si se hiciera de una forma muy mecanicista:  «el terror conserva para nosotros su valor. Tiene por condición la falta del apronte angustiado; esto último conlleva la sobreinvestidura de los sistemas que reciben primero el estímulo. A raíz de esta investidura más baja, pues, los sistemas no están en buena situación para ligar los volúmenes de excitación sobrevinientes…» (p.31 hacia el centro de la página).

Las cosas, sin embargo, o el planteamiento de las cosas toma otro cariz muy distinto si concebimos la producción de la membrana paraexcitación como un efecto residual del narcisismo materno, en cuanto aportación del otro que cuida, una aportación de tipo protector y cuidador continente frente a la implantación-efracción pulsional que impone desde su sexualidad inconsciente. Lo que, además, nos proporciona de manera bien fundamentada lo que Freud no deja de entrever y hasta plantear en algunos momentos más preclaros de su texto, como el que nos brinda casi al final de este capítulo IV cuando afirma lo siguiente: «Entonces, la violencia mecánica del trauma liberaría el quantum de excitación sexual, cuya acción traumática es debida a la falta de apronte angustiado; y, por otra parte, la herida física simultánea ligaría el exceso de excitación al reclamar una sobreinvestidura narcisista del órgano doliente» (p.33).

Por lo demás y ya para ir finalizando este capítulo, tenemos ciertas precisiones sobre “la neurosis traumática” (en p.31) y “la compulsión de repetición” (en p.32). Acerca de la neurosis traumática Freud señala que es «el resultado de una vasta ruptura de la protección antiestímulo» y poco más adelante dice que «buscamos comprender su efecto por la ruptura de la protección antiestímulo del órgano anímico y las tareas que ello plantea» (p.31). Así que la llamada “protección antiestímulo” es la del “órgano anímico”, lo que parece indicar que de lo que está hablando es del yo, pues la protección antiestímulo está referida no frente a los estímulos del mundo circundante en general, sino frente a los estímulos que, al ingresar en el aparato anímico, se convierten en elementos excitantes que atacan a ese aparato, cuyo órgano no puede ser otro sino el yo, que está en la frontera entre lo exterior y lo interior.

A mi juicio, esta consideración viene corroborada por la matización que Freud añade seguidamente, cuando afirma que «Tiene por condición la falta del apronte angustiado», pues quien se angustia es el yo, ya que es ahí o en ese lugar de la tópica psíquica donde la angustia se siente y se produce realmente. Y ese lugar «constituye la última trinchera de la protección antiestímulo» (p.31), según la gráfica descripción que Freud indica poco después. Y es que la angustia opera a modo de un extremo o “último” baluarte que el yo puede oponer ante el ataque pulsional, en la medida en que se ve en “peligro de muerte”, es decir para que haya neurosis traumática tiene que haber en el yo una angustia de aniquilamiento que puede ser –siguiendo las precisiones aportadas por S.Bleichmar-  tanto por el lado de la representación de la autoconservación, como por el lado de la representación de la autopreservación narcisista.

Por todo ello, hay que pensar que la neurosis traumática es la forma con la que el yo reacciona frente a ese peligro de aniquilamiento autoconservativo o autopreservativo, es lo que se produce “a posteriori” o en el “après-coup”. De ahí que Freud hable de que “buscamos comprender su efecto”, o sea, la reacción que en psiquismo va a producir el acontecimiento traumático. En ese sentido, añade a continuación que «el terror conserva para nosotros su valor» (p.31), pues ciertamente el terror es ya una simbolización del “shock”, del mismo modo que entrar en pánico es un segundo tiempo frente al acontecimiento vivenciado, sea por ejemplo éste un terremoto o una caída haciendo montañismo, sobre la cual, al volver a casa y rememorar el suceso, uno se aterroriza al pensar que la caída podía haber sido mortal de necesidad.

Así que toda neurosis, incluso la traumática, se constituye sobre un tiempo previo o sobre un primer tiempo factual y, por tanto, siempre en “après-coup”, siendo el segundo tiempo el que permite algún tipo de engarce en una serie psíquica, engarce que es el que da la cualidad y el destino al afecto.

Por otra parte, es lógico plantear que no todo traumatismo desata u origina una neurosis traumática, de tal modo que hay que reservar esta denominación para cuando esté en juego el aniquilamiento del yo (bien sea del lado de la autoconservación o bien sea del lado de la autopreservación narcisista). De ahí que todo el planteamiento, que Freud va a desplegar a continuación sobre los sueños recurrentes en la situación de neurosis traumática, esté en relación con la búsqueda de “recuperar el dominio sobre el estímulo”, que es «una función del aparato anímico que, sin contradecir al principio de placer, es empero independiente de él y parece más originaria que el propósito de ganar placer y evitar displacer» (p.31, en las líneas finales). Y es que establecer el yo o la protección antiestímulo, véase encauzar lo pulsional o la excitación, es realmente más originario que ganar placer y evitar displacer, en la medida en que es la primera tarea que se le impone a un psiquismo que no viene de entrada con la protección antiexcitación pulsional, o que no tiene a su disposición desde el comienzo la barrera protectora frente a lo pulsional implantado en él.

Es cierto que el traumatismo, al que Freud se está refiriendo directa y concretamente, es un traumatismo que se origina por aparición de un suceso real que desborda las defensas yoicas del aparato anímico y van a exigir de éste lo que él llama una “sobreinvestidura de los sistemas recipientes”, pero precisamente esa situación desbordante en un aparato ya constituido, y que tiene que recurrir a lo más originario, que es establecer una contención que se ha roto (véase “la ruptura de la protección antiestímulo”), es o resulta una metáfora de la situación originaria en la que no se disponía de esa contención o de esa barrera ante unos estímulos, que se convierten en excitación atacante para un organismo psicobiológico que viene desprovisto de barrera psíquicas. Y ante esa situación no es de extrañar que el camino de salida sea de tipo compulsivo-repetitivo, que no está regido por la satisfacción de lo pulsional o para producir placer sino para contener de algún modo lo excesivamente excitante, por más que esa búsqueda de contención lleve aparejado el tener que revivir en lo manifiesto lo que no se ha dejado ligar o integrar en el sistema consciente-preconsciente, sistema que al tener que realizar una “sobreinvestidura” parece que se recrea en investir lo pulsional, cuando en realidad resulta que lo pulsional insiste y se repite porque anda suelto y no ha podido ser fijado ni al sistema inconsciente ni al sistema consciente-preconsciente.

En ese sentido, puede afirmarse que la compulsión de repetición no es una formación del inconsciente (como lo son los lapsus, los chistes, los síntomas y los sueños en general), sino un fenómeno o una formación del psiquismo, que está determinado precisamente por la imposibilidad del ejercicio de la represión respecto de aquello que tendría que contener. De ese modo, en la compulsión de repetición uno no está movido por su deseo, sino por una compulsión que no le permite ser sujeto deseante. Con lo cual en ese momento uno no es sujeto de dominio de su propia acción, puesto que está uno pasivamente movido por algo inscripto en el psiquismo que no se ha dejado encauzar o integrar en los sistemas psíquicos, que son siempre de retranscripción o de metabolización simbólica.

Pienso que todas estas consideraciones se mueven en una línea que parece confluyente y congruente con las expresiones expresadas por Freud en toda esta parte final del cap.IV, como por ejemplo cuando afirma: «los mencionados sueños de los neuróticos traumáticos ya no pueden verse como cumplimiento de deseo; tampoco los sueños que se presentan en los psicoanálisis, y que nos devuelven al recuerdo de los traumas psíquicos de la infancia» (p.32, primer párrafo); o cuando se pregunta: «¿No son posibles aún fuera del análisis sueños de esta índole, que en interés de la ligazón psíquica de impresiones traumáticas obedecen a la compulsión de repetición?» (p.32 al final del primer párrafo).

De todos modos hay que reconocer y señalar que tanto en esta última cita  -como en una afirmación anterior, en la que Freud señala que «la compulsión de repetición en el análisis se apoya en el deseo (promovido ciertamente por la “sugestión”) de convocar lo olvidado y reprimido» (p.32)- la compulsión de repetición aparece relacionada directamente con el trabajo de ligazón que trata de llevar a cabo la labor psicoanalítica. Lo que no deja de resultar bien chocante, porque en la compulsión de repetición lo que sucede es que el sujeto se encuentra fijado a una forma de resolución de la tensión que es imposible de convertirse en placentera y, en ese sentido, no es capaz de establecer una ligazón.

Ahora bien, quizá resulte menos chocante si atendemos al planteamiento que Freud despliega sobre la cuestión del deseo en la p.32, en el que parece que el cumplimiento del deseo (en el sentido de satisfacer lo pulsional siguiendo el imperio del principio de placer) está puesto como una función que no sería originaria, sino posterior a un más allá del principio de placer, que tendría por objetivo la ligazón de modo compulsivo (véase de modo masivo impositivo, o sea, por contrainvestidura). Pero la contrainvestidura es ya un momento segundo frente al autoerotismo. Parece, pues, que con “compulsión de repetición Freud alude a diversos aspectos del psiquismo, que no delimita bien. Es posible que el embrollo pueda aclararse algo en el capítulo siguiente, en el que Freud establece una articulación entre “lo pulsional” y “la compulsión de repetición”. Capítulo que pasamos ya a trabajar, si bien me parece relevante anotar previamente que en el párrafo final del cap.IV Freud desarrolla una vieja idea suya, ya apuntada en el cap.II (concretamente en la p.12), según la cual si el acontecimiento traumático es acompañado por una herida física la gravedad psíquica se reduce. Y digo que desarrolla, porque aquí puntualiza algo muy interesante al plantear una distinción, que me parece fundamental y que permite salir al paso del deslizamiento teórico-clínico que sitúa siempre al narcisismo del lado de lo pulsional desligado, pues diferencia entre la excitación sexual (que libera el quantum o el exceso y, por tanto, es del orden de lo pulsional desligado) originada por el acontecimiento traumático y la ligazón del exceso,  que la herida física conlleva al recibir ésta una investidura narcisista sobre el órgano o la parte del cuerpo que duele. Con lo cual lo narcisista aparece en el lado de lo ligado o de lo que liga frente a lo sexual desligado, que produce un exceso de excitación.

 

CAPÍTULO V

Tomando en consideración a este capítulo en su conjunto podría decirse que el propio texto freudiano es un paradigma de esa “paradoja”, que él mismo señala (en p.39) como lo que define en última instancia a las llamadas “pulsiones de autoconservación”, en la medida en que “la autoconservación” está al servicio del mantenimiento en vida del organismo, mientras que “las pulsiones”  -de acuerdo con el planteamiento que está defendiendo Freud en el primer párrafo de la p.39 y en párrafos anteriores- están al servicio de volver a lo inorgánico:   «todo lo vivo muere, regresa a lo inorgánico, por razones internas» (p.38, primer párrafo) o, en otras palabras del propio Freud, «la vida pulsional en su conjunto sirve a la provocación de la muerte» (p.39, primer párrafo). Se trata, por otra parte, de una paradoja que Freud observa y coloca en el modo de funcionamiento o en el centro mismo del concepto de pulsión cuando afirma: «nos hemos habituado a ver en la pulsión el factor que esfuerza en el sentido del cambio y del desarrollo, y ahora nos vemos obligados a reconocer en ella justamente lo contrario, la expresión de la naturaleza conservadora del ser vivo» (p.36, tercer párrafo).

Pues bien, el texto de Freud es a la vez expresión de una gran paradoja o es profundamente paradójico, porque si bien –por un lado- con el tema de la compulsión nos está sacando a la luz y poniendo de relieve todo aquello que no se  deja ligar por la palabra y que insiste como una cantidad  que no se deja significar o que no se ha podido metabolizar; -por otro lado- nos habla de que ese aspecto funcional indomeñable y hasta “demoníaco”, en clara “oposición al principio de placer” (p.35) y con el que se exterioriza la compulsión de repetición, procede del “ser vivo elemental” (p.38 al inicio) o de la propia vida orgánica. Es decir, lo pulsional, que es lo más específico del ser humano y lo que le define por excelencia, está en contigüidad directa con el organismo. Con lo cual tenemos en Freud coexistiendo un pensamiento y una epistemología de la discontinuidad entre el organismo vivo o lo natural y lo pulsional psíquico y el pensamiento de una contigüidad entre lo psíquico (véase más específicamente: el yo) y lo orgánico.

Claro que –para terminar ya esta introducción al cap.V- este recurrir de Freud al ser vivo elemental para dar cuenta de lo más específicamente humano podría entenderse (si bien trascendiendo radicalmente sus formulaciones) como una metáfora o un modo de decir que la vivencia no se deja capturar completamente por el símbolo y por tanto éste es siempre insuficiente respecto de la vivencia, dada la imposibilidad del símbolo de transcribir por entero la vivencia. Sólo que esa vivencia, de la que estamos hablando, no corresponde al ser vivo elemental o a la vida orgánica como tal, sino exclusivamente al ser humano, puesto que sólo en el ser humano interviene la tensión dolorosa entre las vivencias y la captura por parte del símbolo, lo que hace que el célebre y tanta veces señalado ”malestar en la cultura” no esté determinado solamente por la renuncia pulsional o “como resultado de la represión de las pulsiones” (según la expresión empleada aquí por Freud en la última línea de la p.41), sino fundamentalmente por el hecho de que la vivencia escapa o no se deja apresar enteramente por el lenguaje, que antes de ser comunicación es acción en el infante.

Pues bien y dejando ya de lado esa introducción general a este capítulo, hay que señalar que Freud inicia el cap.V aludiendo de nuevo a la “protección antiestímulo” y a las consecuencias de una ausencia de esa protección: «La falta de una protección antiestímulo… debe tener esta consecuencia: tales trasferencias de estímulo adquieren la mayor importancia económica y a menudo dan ocasión a perturbaciones económicas equiparables a las neurosis traumáticas» (p.34 al inicio del primer párrafo). Y una vez más este concepto de una membrana protectora, en la medida en que no es planteado como efecto del intercambio del sujeto infantil con el mundo (véase ante todo: el otro humano que le cuida), es dejado caer en el texto como algo que se produce debido a la necesidad de la cría humana de conseguirse una membrana protectora, que permita el pasaje de estímulos y a la vez no le deje inerme frente a esos estímulo, sobre todo frente a los que proceden “de adentro”, que reciben la denominación “excitaciones” y, en ese sentido Freud no se está refiriendo a cualquier estímulo, como se hace en la Psicología académica, si bien las fuentes de esas excitaciones están colocadas en el propio “organismo”, pues “provienen del interior del cuerpo” y desde ahí pasan o “se trasfieren al aparato anímico” (p.34 casi al final del primer párrafo).

Con lo cual -para Freud- lo anímico y lo pulsional proceden del cuerpo y, dentro de ese marco, es lógico y coherente plantear el concepto de “protección antiestímulo” como algo que proviene de la cría misma o del propio sujeto infantil, el cual tiene que tratar de ordenar el caos inicial a consecuencia de tantos estímulos, produciendo o consiguiéndose algún tipo de membrana protectora. Mientras que -aquí en nuestro seminario- lo que se plantea y defiende es que ese tegumento protector es a ser pensado como el efecto del modo con el cual el otro humano, a la vez que implanta lo pulsional, genera al mismo tiempo, gracias a su cuidado ligador narcisístico, una membrana protectora, pero no ante cualquier estímulo procedente del exterior, sino ante esos estímulos que se convierten en excitaciones.

En el segundo párrafo de la p.34, que es la página inicial de este capítulo, Freud habla de las mociones pulsionales en unos términos que nos son conocidos, como por ejemplo el que las pulsiones fuerzan constantemente una descarga no ligada: «las mociones que parten de las pulsiones no obedecen al tipo del proceso nervioso ligado, sino al del proceso libremente móvil que esfuerza en pos de la descarga»; o por ejemplo el que las pulsiones obedecen al proceso psíquico primario: «todas las mociones pulsionales… difícilmente sea una novedad decir que obedecen al proceso psíquico primario». También es conocido, aunque es bien importante el recordarlo, que «la tarea de los estratos superiores del aparato anímico [véase aquí más concretamente: la tarea del yo y de las instancias ideales] sería ligar la excitación de las pulsiones que entra en operación en el proceso primario» (p.34-35) y que «El fracaso de esta ligazón provocaría una perturbación análoga a la neurosis traumática» (p.35), lo cual es una manera de decir que las pulsiones, cuando no son ligadas o fracasa el trabajo yoico de la ligazón, pueden producir traumatismo, que es siempre auto-traumatismo, porque pone en relación o en confluencia las cantidades que llegan con lo que se procesa internamente.

Y Freud añade que el principio de placer sólo se establece a raíz de que se haya logrado la ligazón de lo pulsional, pues mientras tanto o «hasta ese momento, el aparato tendría la tarea previa de dominar o ligar la excitación, desde luego que no en oposición al principio de placer, pero independientemente de él y en parte sin tomarlo en cuenta» (p.35 al final del primer párrafo). Luego de entrada o en los comienzos de la vida psíquica no está presente el principio de placer y, por consiguiente, las representaciones que se inscriben (sin estar fijadas ni al consciente-preconsciente ni al inconsciente, ya que esa separación  no se establece sino a partir de la represión originaria) buscan la descarga necesariamente por fuera del principio de placer, en la medida en que éste no opera aún. Dicho de otro modo, esas representaciones inscritas, pero no fijadas ni al ics. ni al prcs., buscan la descarga de modo compulsivo o mediante la compulsión de repetición.

 Así parece ser vislumbrado por Freud, ya que al iniciar el siguiente párrafo echa mano de esa expresión afirmando lo siguiente: «Las exteriorizaciones de una compulsión de repetición que hemos descrito en las tempranas actividades de la vida anímica infantil… muestran en alto grado un carácter pulsional y, donde se encuentran en oposición al principio de placer, demoníaco» (p.35 al inicio del segundo párrafo). Una afirmación que articula directamente la compulsión de repetición con lo pulsional, que es una cuestión que Freud va a abordar abiertamente un poco más adelante, si bien –como ya veremos- vinculando la pulsión con lo orgánico vivo, o sea, a través de su mitología biológica que siempre establece una contigüidad entre lo orgánico y lo psíquico pulsional. Pero, antes de entrar de lleno en esa cuestión, digamos que “principio de placer” y “compulsión de repetición” –aunque puedan coincidir o confluir (si bien visto desde una perspectiva que confunde la repetición de lo idéntico en el juego infantil con la compulsión de repetición), como sucede en esa búsqueda, que Freud califica de “inflexible” por parte del sujeto infantil de “la identidad de la impresión” y en la que, para Freud, «nada de esto contradice al principio de placer; es palmario que la repetición, el reencuentro de la identidad, constituye por sí misma una fuente de placer» (p.35 al final)- no obstante se mueven en abierta oposición, tal y como el trabajo clínico psicoanalítico nos pone al descubierto: «En el analizado, en cambio, resulta claro que su compulsión a repetir en la trasferencia los episodios del período infantil de su vida se sitúa, en todos los sentidos, más allá del principio de placer» (p.36 al inicio del primer párrafo).

Y Freud precisa seguidamente que ese modo de actuar del enfermo es “completamente infantil”. Con lo cual Freud relaciona directamente la compulsión de repetición con el modo de funcionamiento en los tiempos iniciales del psiquismo (Freud habla “del tiempo primordial”), durante los cuales el llamado sujeto infantil no es aún sujeto de su propia acción, sino que está pasivamente movido por algo inscripto en él. Es decir, el sujeto infantil, antes de que se establezca en él la represión, está movido pasivamente por lo pulsional implantado en él a través de la sexualidad inconsciente del adulto que lo cuida. De ahí que la sexualidad infantil y pulsional (que es realmente de la que se ocupa el psicoanálisis en su teoría y en su práctica, tal y como ha precisado con todo rigor J.Laplanche en su artículo «Masochisme et sexualité», cf. L’énigme du masochisme, PUF, 2000, p.21) o esa sexualidad preliminar que es pre y para-genital no sea una sexualidad que funciona según el principio de placer y que tiene como objetivo el rebajamiento de la tensión y la descarga, sino por el contrario una sexualidad que funciona a la búsqueda de la excitación. Se trata, por tanto y en esos tiempos iniciales, de una situación en la que no está constituido como tal el deseo y el sujeto está movido solamente por una compulsión que no le permite ser sujeto deseante. Y eso es precisamente lo que sucede con la compulsión de repetición (en el sentido estricto del término), pues aparece como del orden del movimiento del sujeto a la búsqueda de un objeto, cuando en realidad se trata de un sujeto pasivizado por lo compulsivo, que Freud vuelve a caracterizar como “demoníaco”  (p.36 al final del primer párrafo), precisamente por estar en juego dentro del sujeto un “demonio”, que no le deja ser sujeto dueño de su acción.

De todos modos, puede también decirse que el texto de Freud se acerca y a la vez no se acerca claramente a esa precisión que acabo de hacer, porque está lastrado por la consideración insuficiente del proceso de represión, en la medida en que lo da por supuesto en todo sujeto y no establece bien la diferencia entre la instalación de la represión originaria y lo que la antecede junto con lo que viene después. Aquí parece aludir (p.36, primer párrafo) a la represión originaria cuando habla de «huellas mnémicas reprimidas… insusceptibles del proceso secundario», pero mete la cuña de “en cierta medida” y luego añade que esas huellas mnémicas “no ligadas” tienen la «capacidad de formar, adhiriéndose a los restos diurnos, una fantasía de deseo que halla figuración en el sueño», cuando está tratando de dar cuenta de una situación, como es la compulsiva, en la que el sujeto no es sujeto deseante, pues la compulsión de repetición no es una formación del inconsciente, sino un fenómeno del aparato psíquico, determinado precisamente por la imposibilidad del ejercicio de la represión (como sucede en esos “tiempos primordiales” del psiquismo en los que no se cuenta con la represión originaria y a los que aquí Freud hace referencia, pero sin la suficiente precisión).

En el siguiente párrafo, el segundo de la p.36, es en el que aparece abiertamente la ya mencionada articulación entre lo pulsional y la compulsión  de repetición, a propósito de la cual Freud, tras interrogarse sobre el modo de entramado entre lo uno y la otra, responde esto: «Aquí no puede menos que imponerse la idea de que estamos sobre la pista de un carácter universal de las pulsiones… y quizá de toda vida orgánica en general. Una pulsión sería entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducción de un estado anterior… sería… la exteriorización de la inercia en la vida orgánica».

Como puede observarse, al establecer Freud que la compulsión de repetición está estrechamente vinculada con lo pulsional, se le entromete su mitología biologicista y habla de una contigüidad entre el psiquismo pulsional y la vida orgánica, cuando su descubrimiento de lo inconsciente en cuanto reprimido y de la psicosexualidad infantil exige hablar de una discontinuidad entre lo orgánico-biológico y lo psíquico. Ahora bien, si nos despegamos de esa cosmología biologicista freudiana, podemos rescatar una idea capital, que va a ser formulada en la página siguiente (p.37, segundo párrafo) a modo de hipótesis bajo los siguientes términos: «todas las pulsiones quieren reproducir algo anterior». Es decir, que hay una inercia de la vida psíquica, que tiene que ver con que algo, que alguna vez se produjo, tiende a la reproducción  de su estado anterior. Una reproducción del estado anterior, que tiene como objetivo la disminución de las excitaciones internas hasta lograr una reducción que posibilite que el principio de placer se establezca o que éste vuelva a tomar a su cargo el funcionamiento general del psiquismo.

Pero esto, que tiene que ver con el modo de funcionamiento de lo pulsional, que no va a la búsqueda de un objeto exterior ni del conocimiento, sino a la búsqueda de lo idéntico o al reencuentro de lo ya existente, Freud -para darlo mayor consistencia y porque su pensamiento se encuentra fuertemente atraído (véase, en el tercer párrafo de la p.36, su expresión: “enseguida nos vienen a la mente”) por una visión cosmológica de tipo biológico- lo va a situar a través de una fundamentación basada en unos argumentos extrapoladores, por más que sean empleados de modo metafórico o simplemente para corroborar lo que aparece en el orden psíquico: «fenómenos de la vida animal que parecen corroborar el condicionamiento histórico de las pulsiones. Ciertos peces emprenden en la época del desove… muchos biólogos interpretan que no hacen sino buscar las moradas anteriores de su especie… Lo mismo es aplicable –se cree- a los vuelos migratorios de las aves de paso… en los fenómenos de la herencia y en los hechos de la embriología tenemos los máximos documentos de la compulsión de repetición en el mundo orgánico» (p.36-37).

De todos modos, el propio Freud –tanto antes de desplegar esta argumentación, como nada más terminarla- se extraña y se objeta la idea del siguiente modo: «Esta manera de concebir la pulsión nos suena extraña; en efecto, nos hemos habituado a ver en la pulsión el factor que esfuerza en el sentido del cambio y del desarrollo, y ahora nos vemos obligados a reconocer en ella justamente lo contrario» (p.36 al inicio del tercer párrafo) y de esta otra manera:  «No puede dejar de considerarse aquí, es verdad, una sugerente objeción basada en la idea de que junto a las pulsiones conservadoras, que compelen a la repetición, hay otras que esfuerzan en el sentido de la creación y del progreso» (p.37 al inicio del segundo párrafo). Una extrañeza y una objeción por parte de Freud que tendría que ir acompañada de una precisión fundamental, como es la de que esos dos aspectos (véase: la pulsión en cuanto motor del crecimiento psíquico y la pulsión en cuanto fuerza conservadora, que tiende o compele a la repetición de lo idéntico) son dos caras de la misma moneda o de la propia pulsión con su doble modo de funcionamiento. Pero Freud no repara en ello, sino que a lo máximo sugiere que se trata de pulsiones distintas (“junto a las pulsiones conservadoras… hay otras”) y contrapuestas. Y es que, como él mismo confiesa, no puede resistir  la tentación que se le ofrece al ver en la pulsión este movimiento a reproducir o repetir algo anterior, por más que pueda sonar a algo de tipo místico, dado el carácter globalizador y universal que Freud se empeña en dar a este movimiento de lo pulsional intrapsíquico, al colocarlo en el ser vivo en general:   «no resistimos la tentación de seguir hasta sus últimas consecuencias la hipótesis de que todas las pulsiones quieren reproducir algo anterior. No importa si lo que de esto saliere tiene aire de “profundo” o suena a algo místico» (p.37, segundo párrafo).

Llevado por esa tentación Freud se despeña por afirmaciones ante las cuales luego tiene que dar marcha atrás, bien reflexionando («Pero reflexionemos: ¡eso no puede ser así!», p.39 al inicio del segundo párrafo), bien haciendo un alto en el camino («Pero hagamos un primer alto aquí, y preguntémonos si todas estas especulaciones no carecen de fundamento», p.40-41). Afirmaciones como las que subrayan la naturaleza totalmente conservadora de las pulsiones: «No podemos llegar a otras conjeturas acerca del origen y  la meta de la vida si nos atenemos a la idea de la naturaleza exclusivamente conservadora de las pulsiones» (p.38 al final) y que proceden del hecho de que Freud se ha metido en el embrollo que corresponde a ese “conjeturar” sobre el origen y el objetivo de la vida misma, cuando su práctica sólo le permite o le da derecho a hablar con rigor del funcionamiento de lo intrapsíquico.

Efectivamente Freud, al no resistir la tentación, se nos ha colocado en un plano trascendentalista y místico o -lo que llama J.Laplanche (en su artículo «La soi-disant pulsión de mort: une pulsión sexuelle» en Entre séduction et inspiration: l’homme, PUF, 1999, p.195)- en el plano de “una especulación  metabiológica y metacosmológica”, ya que nos habla del “ser vivo elemental” y de «la historia evolutiva de nuestra Tierra y de sus relaciones con el Sol» (p.38 casi al inicio), en cuyo marco «todo lo vivo muere, regresa a lo inorgánico, por razones internas, no podemos decir otra cosa que esto: La meta de toda vida es la muerte; y, retrospectivamente: Lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo» (p.38 al final del primer párrafo).

Plano metabiológico y metacosmológico desde el cual va a plantear y establecer la oposición entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte: «Son las genuinas pulsiones de vida; dado que contrarían el propósito de las otras pulsiones (propósito que por medio de la función lleva a la muerte), se insinúa una oposición entre aquellas y estas, oposición cuya importancia fue tempranamente discernida por la doctrina de las neurosis» (p.40 al centro del segundo párrafo). Oposición que se desprende del planteamiento en el que le va colocando su consideración de tipo metabiológico, en la que de un lado está: «Bajo esta luz, la importancia teórica de las pulsiones de autoconservación… cae por tierra; son pulsiones parciales destinadas a asegurar el camino hacia la muerte» (p.39, primer párrafo); y de otro lado tenemos: «Bajo una luz totalmente diversa se sitúan las pulsiones sexuales, para las cuales la doctrina de las neurosis [atención a este mezclar por parte de Freud un plano con otro, porque “la doctrina de las neurosis” no tiene nada que ver con la consideración de tipo metabiológico, que está desarrollando en este momento de su texto] ha reclamado un estatuto particular. No todos los organismos… Algunos de ellos (las células germinales) conservan probablemente la estructura originaria de la sustancia viva… Así, estas células germinales laboran en contra del fenecimiento de la sustancia viva… Las pulsiones que vigilan los destinos de estos organismos elementales que sobreviven al individuo… constituyen el grupo de las pulsiones sexuales. Son conservadoras en el mismo sentido que las otras… pero lo son en medida mayor… pues conservan la vida por lapsos más largos» (p.39, segundo párrafo y p.40, primero y segundo párrafo).

Esas pulsiones sexuales reciben a continuación, en el texto de Freud, el apelativo de “pulsiones de vida” en oposición a las otras pulsiones que tienen la función de llevar a la muerte. Ahora bien, en este texto de Freud y en concordancia con lo señalado (cf.p.199) por J.Laplanche en su artículo últimamente citado, no se trata exactamente de la pulsión de muerte, sino de la oposición entre unas pulsiones, denominadas ya ahora “pulsiones de vida” (aunque también llamadas una y otra vez “pulsiones sexuales”), y otras, es decir, entre dos tipos de pulsiones. Pero ¿es que estas fuerzas pulsionales son realmente pulsiones en el sentido estricto del término o se trata más bien de instintos, es decir, “de ciertos modos generales de comportamiento, que están predeterminados en relación con su pasado y con sus fines” -tal y como se desprende de la descripción de Freud al final de la p.39 y al inicio de la p.40-? ¿Acaso Freud al apoyarse en esas consideraciones (como son la de “materia inanimada” en p.38 y la del escenario mitológico de Aristófanes en p.56) no está estableciendo una vez más una contigüidad entre el orden de lo biológico y el orden de lo intrapsíquico? ¿Es que esa epistemología de la contigüidad es lo que define la obra freudiana  o lo que la define es más bien una epistemología de la discontinuidad?

A este respecto, hay que decir y es pertinente tener en cuenta que, si bien lo que da especificidad a la obra de Freud es su epistemología de la discontinuidad (que puede esquematizarse en “la idea del pensamiento inconsciente”, que nos plantea que el sujeto está determinado/movido por pensamientos que él no produjo, porque provienen de otro lado o de otras escena, es decir, del otro), sin embargo Freud y/o su texto está permanentemente tensionado con el problema del fisicalismo, que da una apoyatura biológica a todo lo que es del orden de la representación. Lo cual, por otra parte, tiene su razón epistémica, ya que lo que dominaba antes de Freud era el idealismo y él trataba de producir un salto o una ruptura en relación con ese idealismo preexistente en psicología y en el pensamiento filosófico. En ese sentido, el fisicalismo suponía un gran avance, pero esa propuesta fisicalista  (por más que esté rondando siempre a través, por ejemplo, de la psiquiatría biologicista o de la psicología empirista) hoy resulta muy insuficiente para dar cuenta de la materialidad psíquica. Materialidad cuya proveniencia, ya desde la aportación de J.Lacan, se hizo pasar desde lo biológico a lo lingüístico con el significante. Pero como la clínica psicoanalítica, a través especialmente de lo compulsivo, hace que nos topemos con aquello (véase: vivencias) que escapa al lenguaje y/o al significante, eso nos impone el tener que subrayar una y otra vez que el aparato psíquico, al procesar lo que ingresa en él, no necesariamente cuenta con un sujeto para significar eso, tanto más cuanto que de entrada no está presente ese sujeto y, por tanto, se van a producir pensamientos sin que haya un sujeto que lo registre. De ahí que se pueda hablar de “pensamientos no pensados” por un sujeto y de que en el psiquismo nos encontremos con elementos que no son del orden del sujeto y que, sin embargo, le son impuestos compulsivamente. Situación que clásicamente en el psicoanálisis se ha remitido al planteamiento del deseo inconsciente, llevado a la práctica o actuado por un sujeto opuesto al sujeto que uno es conscientemente, sin percatarse que de esa manera se estaba resubjetivando al inconsciente.

Pero volvamos a esa interrogación sobre si Freud se mueve sobre una epistemología de la contigüidad entre lo biológico y lo psíquico o, por el contrario, sobre una epistemología de la discontinuidad. Y, a ese propósito, se puede afirmar que -en relación con este texto y de modo especial con todo este pasaje del capítulo V- lo que impera es una clara contigüidad, a pesar de que hay un momento (que se inicia al final de la p.40, cuando Freud se impone el hacer un alto en el camino), en el que parece que Freud se va a resituar respecto de lo que estaba sosteniendo o defendiendo, como lo ha hecho otras veces en determinados momentos de su obra que se pueden considerar como auto-llamadas al orden.

Ciertamente ese “alto aquí” parece una llamada al orden, porque entra a establecer una diferenciación entre “el reino animal y vegetal” y “el ser humano”, ya que «Es seguro que en el reino animal y vegetal no se comprueba la existencia de una pulsión universal hacia el progreso evolutivo» (p.41, primer párrafo), mientras que «A muchos de nosotros quizá nos resulte difícil renunciar a la creencia de que en el ser humano habita una pulsión de perfeccionamiento que lo ha llevado hasta el actual nivel… de sublimación ética» (p.41, segundo párrafo). Diferenciación que sin duda podría llevar a Freud a resituarle en su terreno o en el campo específico de lo pulsional intrapsíquico, pero que no va a ser así, porque nada más enunciarlo contraargumenta con un tajante «yo no creo en una pulsión interior de esa índole y no veo ningún camino que permitiría preservar esa consoladora ilusión. Me parece que la evolución que ha tenido hasta hoy el ser humano no precisa de una explicación diversa que la de los animales» (p.41, segundo párrafo).

Es más, seguidamente va a exponer que ese perfeccionamiento sólo “se observa en una minoría de individuos humanos” y que es fruto o efecto de “la represión de las pulsiones” (p.41 al final), una idea que paradójicamente no va a ser considerada como algo que especifica y diferencia radicalmente al ser humano del mundo inorgánico y animal, por más que sobre esa represión «se edifica lo más valioso que hay en la cultura humana» (al inicio de la p.42), ya que se trata en realidad de algo necesario e impuesto en la propia dinámica de la pulsión, del mismo modo que en el reino animal y vegetal hay “una orientación… incuestionable” hacia el progreso evolutivo (p.41, primer párrafo).

Y hay que recogerlo del texto freudiano de ese modo, porque aunque en sus palabras no se afirme lo de “necesario o impuesto”, sin embargo su discurso se mueve por esos derroteros o en esa onda, puesto que aquí aparece abiertamente el Freud (que volverá a presentarse en su texto de 1930 El malestar en la cultura) que se queja de que no haya satisfacción pulsional plena, pues ese camino «es obstruido por las resistencias en virtud de las cuales las represiones se mantienen en pie» (p.42, primer párrafo) y eso es lo que «engendra el factor pulsionante, que no admite aferrarse a ninguna de las situaciones establecidas» (p.42), así como lo que nos impone el avanzar a la fuerza por ahí, pero sin poder dejar de marchar ni de conseguir el fin: «y entonces no queda más que avanzar… sin perspectivas de clausurar la marcha ni de alcanzar la meta» (p.42). Lo cual genera una «aparente pulsión de perfeccionamiento, que en modo alguno podemos atribuir a la totalidad de los individuos humanos» (p.42).

De ahí que Freud concluya este capítulo señalando que “no podemos admitir esa pulsión de perfeccionamiento”, por más que se nos presente de manera sustitutiva a través del «afán del Eros por conjugar lo orgánico en unidades cada vez mayores» (p.42, segundo párrafo). Idea (la del afán del Eros) que anticipa lo que va a desarrollar más adelante sobre ese Eros grandioso y mítico que, precisamente por vicariar o representar la presencia persistente de los mecanismos biológicos autoconservativos, va a ocultar o va a impedir tomar en consideración los aspectos destructores y desestabilizadores de lo pulsional en el yo o en el aparato psíquico, constituido desde y por la dinámica pulsional, que el otro implanta a través de los cuidados para la supervivencia.

CAPÍTULO  VI

Freud comienza este capítulo poniendo el acento en la “tajante oposición… entre pulsiones yoicas (de muerte) y pulsiones sexuales (de vida)”, lo que reitera la idea, señalada por J.Laplanche y anteriormente citada, de que este texto lo que plantea no es exactamente la pulsión de muerte sino la oposición de las pulsiones de vida y de muerte, es decir, la oposición de dos tipos de pulsiones.

Ahora bien, es cierto que Freud nada más enunciarlo lo somete a cuestionamiento, puesto que plantea que esa conclusión «resultará sin duda insatisfactoria en muchos aspectos», añadiendo al instante: «aun para nosotros mismos» (p.43 casi al inicio del primer párrafo), añadido que permite comprender mejor la frase que presenta casi al final de ese largo párrafo diciendo lo siguiente: «si todo nuestro edificio conceptual hubiera de revelarse erróneo, lo sentiríamos como un alivio». Afirmación que de alguna manera indica –a mi parecer- que Freud está construyendo su edificio, más empujado por el objeto de estudio que por lo que le pide el cuerpo (según la expresión que tanto se usa coloquialmente). Y es que -tal como aparecía al final del capítulo anterior y como también emerge en otros textos freudianos (véase: El malestar en la cultura, El porvenir de una ilusión, etc.)- hay un cierto Freud que se rebela contra la frustración de lo pulsional o contra la represión de las pulsiones13, cuando el malestar en la cultura no lo provoca realmente la represión sino la falta de contención de lo pulsional desligado, que se conecta estrechamente con lo subrayado con frecuencia por S.Bleichmar en el sentido de que el propio lenguaje o el orden simbólico deja siempre escapar lo que constituye la materialidad de la vivencia humana, ya que ésta no puede ser capturada enteramente por el lenguaje y, por tanto, no se deja reordenar o significar íntegramente en el “après-coup”.

De todos modos, ese cuestionamiento de Freud tampoco se presenta suficientemente esclarecido desde el momento en que, para una cuestión que procede directamente de lo que la clínica psicoanalítica le ha hecho observar, como es la compulsión de repetición (a la que no deja de hacer referencia al final de este primer párrafo: «la compulsión de repetición perdería el significado que se le atribuye» indicando así que esa es la cuestión o el tema de fondo que le guía y del que tiene que dar cuenta), tiene que recurrir a hablar del «curso evolutivo de la sustancia viva» (p.43 casi al centro) y a echar mano una vez más de “la ciencia biológica”, cuando él por otro lado plantea las cosas en unos términos, en los que lo que está en juego es nuestro modo habitual de pensar (“Estamos habituados a pensar así”, p.44), las consolaciones que nos damos (“Quizá nos indujo a esto la consolación implícita en esa creencia”, p.44) y las creencias con que nos movemos (“esta creencia en la legalidad interna del morir acaso no sea sino una de las ilusiones que hemos engendrado para soportar las penas de la existencia”, p.44), un terreno en el cual no parece muy factible que sea la ciencia biológica la que nos ilumine. No obstante, Freud no deja de recurrir a ella: «Por eso debemos acudir sin falta a la ciencia biológica para someter a examen esta creencia» (p.44 al final del primer párrafo).

Pues bien, ¿qué es lo que se deduce por parte de Freud de ese acudir suyo al campo de las experimentaciones biológicas? Lo que Freud concluye es que –a pesar de que la ciencia biológica parece probar que el ser vivo tiende a mantenerse en vida- el viviente viene después del no-viviente y, en consecuencia, el viviente no puede sino tender a la muerte, con lo cual se puede mantener lo que él presuponía o ese presupuesto del que partía, ya que: «Si abandonamos el punto de vista morfológico, a fin de adaptar el dinámico, puede resultarnos por completo indiferente que se demuestre o no la muerte natural de los protozoos… Las fuerzas pulsionales que quieren transportar la vida a la muerte podrían actuar también en ellos desde el comienzo [ahí está para Freud la clave de que, como al comienzo la materia era inanimada o sin vida, a ello se tiende originariamente], y no obstante, su efecto podría encontrarse tan oculto por las fuerzas de la conservación de la vida que su demostración directa se volviera muy difícil» (p.48 al centro del segundo párrafo.

Una argumentación que -por una parte- deja de lado enteramente ese haber acudido a la biología experimental, puesto que se recurre a unas fuerzas pulsionales más bien hipotéticas y puramente metafísicas, y –por otra- se trata de un argumento que (como señala J.Laplanche en su artículo ya mencionado, p.199, nota 9) Freud mismo había desechado en Introducción del narcisismo por ser puramente especulativo y por conducir “a ninguna parte”:  «También podría ser que la energía sexual, la libido –en su fundamento último y en su remoto origen-, no fuese sino un producto de la diferenciación de la energía que actúa en toda la psique. Pero una aseveración así es intrascendente. Se refiere a cosas ya tan alejadas de los problemas de nuestra observación… Con todas esas especulaciones no llegamos a ninguna parte» (v.XIV, p.76-77).

Ahora bien, en la medida en que Freud da ese paso, esto es, en la medida en que se va a servir ahora de un argumento puramente especulativo, que él ha podido y sabido desechar en otro momento, eso no se hace sin consecuencias o sin que conlleve ciertas modificaciones de tipo estructurales, que aquí se presentan bajo la modalidad de aplicar directamente el nuevo principio o la nueva división entre pulsiones de muerte y pulsiones de vida (sobre la que Freud afirma, en p.48 al final del tercer párrafo, que «queda en pie y recupera su valor») a todo el desarrollo anterior sobre la teoría de la libido. Y, cuando hablo de aplicar directamente, me estoy refiriendo de modo explícito al hecho de una aplicación sin más, o sea, sin las precisiones o discriminaciones capitales que están en juego, de tal modo que Freud hace recubrir su propia concepción de la vida sexual o pulsional por la concepción procedente del Eros de los poetas y filósofos: «De tal suerte, la libido de nuestras pulsiones sexuales coincidiría con el Eros de los poetas y filósofos, el Eros que cohesiona todo lo viviente… En este punto se nos ofrece la ocasión de abarcar panorámicamente el lento desarrollo de nuestra teoría de la libido» (p.49 casi al final).

De ese modo, Freud se entrega a una visión panorámica o global que, por principio, deja de lado lo preciso (concebido aquí por Freud bajo la idea de un “lento desarrollo”) y que va a hacer intercambiable o semejante con lo que sin embargo no es así para nada, pues resulta que entre la psicosexualidad descrita y conceptualizada en la primera edición de los Tres ensayos de teoría sexual y la pulsión de vida, entendida aquí como el Eros, las diferencias son tan significativas que la una se contrapone a la otra. En efecto, mientras que la planteada en los Tres ensayos de 1905 (a cuyo texto aquí hay que acudir necesariamente, porque Freud va a echar mano más adelante, en la p.56, del mismo mito de Aristófanes, que había empleado en los Tres ensayos, si bien allí para contraponer su propia concepción de la psicosexualidad a la perspectiva ofrecida por ese mito, al contrario de lo que sucede aquí, en donde el mito es traído a colación para apoyarse en él y plantearle como el modelo originario y el prototipo de Eros, a pesar de los argumentos epistemológicos que hay en contra y que Freud señala pero a la vez se los salta: «Es verdad que hallamos una hipótesis así en un sitio totalmente diverso, pero ella es de naturaleza tan fantástica –por cierto, más un mito que una explicación científica- que no me atrevería a mencionarla si no llenara justamente una condición cuyo cumplimiento anhelamos. Esa hipótesis deriva una pulsión de la necesidad de restablecer un estado anterior», p.56, primer párrafo) es autoerótica, está troceada, es fantasmática, su único objetivo es el de la llamada “satisfacción inmediata” y no tiene consideración alguna por el objeto; por su parte, el Eros es síntesis y aspiración a la síntesis, está totalmente orientado hacia el objeto total, su objetivo es el de mantenerle y expandirle, etc. Y es que la aspiración del Eros  -según el mito de Aristófanes, al que Freud aquí hace referencia para que su propio anhelo (el de Freud mismo: “cuyo cumplimiento anhelamos”) se cumpla-  es la de «fusionarse en un solo ser» (p.56 al final).

De todos modos, en ese recorrido panorámico Freud deja caer algunas consideraciones que quizá merezcan alguna atención, como –por ejemplo- su renovada insistencia (a pesar de lo conceptualizado en Introducción del narcisismo) en considerar al yo en cuanto «el reservorio genuino y originario de la libido» (p.50 al final), que comporta un pensar al yo como presente de entrada en el sujeto infantil y que le conduce a seguir manteniendo como válida «la vieja fórmula según la cual la psiconeurosis consiste en un conflicto entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales» (p.51, primer párrafo), una fórmula que sitúa el conflicto psíquico entre lo autoconservativo y lo sexual, como lo han seguido planteando Anna Freud, la “Ego-Psychology” y la “Self-Psychology”. No es de extrañar, entonces, que “la neurosis de transferencia” sea planteada como «el resultado de un conflicto entre el yo y la investidura libidinosa de objeto» (p.51 al final del primer párrafo). Con lo cual no sólo yo y objeto quedan necesariamente contrapuestos y separados (siendo así muy difícil el pensar al yo en cuanto objeto totalizado o en cuanto objeto de amor), sino que la neurosis de transferencia es pensada en cierta manera bajo la óptica de lo que se describe en Introducción del narcisismo como característico de las psicosis.

Ahora, si bien es cierto que la frase en cuestión (la de p.51 al final del primer párrafo) nada precisa, se podría entender en el sentido de que el yo se opone a la investidura de objeto, considerado éste como de tipo erótico-incestuoso, pero entonces ¿cómo cuadra ese yo, represor de la investidura libidinosa, con el yo que acaba de describirse (al inicio de la p.51) como el “más encumbrado de los objetos sexuales”? Y es que cuando las afirmaciones no son suficientemente precisas, éstas se prestan a cualquier interpretación, aunque Freud nos sale al paso de este argumento al hablar de «el atraso en que se encuentra el análisis del yo» (p.52, primer párrafo). Un atraso que pasa a ser “oscuridad” (p.52 al inicio del segundo párrafo) en el tema de “la doctrina de las pulsiones”, situación que permite entender algo las confusiones en las que Freud se mueve a continuación al hacer equivalentes “amor” y “ternura”, al igual que “odio” y “agresión”, así como “el apoderamiento” y “la aniquilación del objeto” (p.52, segundo párrafo).

Unas confusiones que le conducen a defender a la vez  (en p.53) tanto un “sadismo originario” y un “masoquismo originario”, si bien no son puestos en articulación el uno con el otro, sino que se les describe a cada uno por su lado, siendo considerado el masoquismo originario como algo más hipotético (tal y como se desprende de la formulación empleada por Freud: «podría haber también un masoquismo primario», p.53 al final, mientras que la tesis del sadismo originario sigue vigente e imperante, hasta el punto de imponer ciertas formulaciones que parecen tautológicas, como ésta: «una vuelta de la pulsión desde el objeto hacia el yo no es en principio otra cosa que la vuelta desde el yo hacia el objeto que aquí se nos plantea como algo nuevo» (p.53).

No obstante, en ese discurso freudiano aparece una distinción que, si bien no es puesta de relieve claramente, sin embargo es importante clínicamente hablando. Me refiero a la diferenciación entre el sadismo como perversión, descrito por Freud en estos términos: «un componente sádico en la pulsión sexual… puede volverse autónomo y gobernar, en calidad de perversión, la aspiración sexual íntegra de la persona» (p.52, segundo párrafo) y el sadismo «como pulsión parcial dominante, en una de las que he llamado organizaciones pregenitales» (p.52, segundo párrafo), en cuyo caso no hay que hablar de perversión, porque no se trata de un destino del sujeto14, en el que está operando “la aspiración sexual íntegra de la persona”.

Precisada esa diferenciación, retomamos el hilo del discurso de Freud y ahí nos encontramos con que, al constatar él mismo que se lía con lo del sadismo y del masoquismo, puesto que –por un lado- el masoquismo es pensado como   «un retroceso a una fase anterior… una regresión» (p.53) y –por otro lado- «podría haber también un masoquismo primario» (p.53 casi al final), entonces hace un giro argumental o, mejor, de contenidos diciendo: «Pero volvamos a las pulsiones sexuales conservadoras de la vida» (p.54 al inicio). Y ahí lo se le impone es la confusión entre “vida anímica” y “vida nerviosa en general” (p.54 casi al final del primer párrafo), así como entre “la reproducción genésica” y “las pulsiones sexuales” (p.55, segundo párrafo). Lo que le conduce a colocar al “principio de placer” como una “expresión” del “principio de Nirvana”, entendido éste como «la tendencia dominante… de rebajar, mantener constante, suprimir la tensión interna de estímulo» (p.54 casi al final del primer párrafo), una formulación un tanto chocante por no decir contradictoria, ya que se hace equivalente la búsqueda de la constancia con el suprimir por entero la tensión.

Pero lo más significativo es que ese planteamiento le conduce a pensar que la pulsión de muerte está regida por “el principio de Nirvana” o a pensar que ese principio es súbdito de la pulsión de muerte, lo que viene a ser lo mismo, porque en ambas circunstancias se trata de considerar que la meta de la pulsión de muerte es la de conducir la inquietud o la tarea de la vida a lo inorgánico. Lo cual comporta, dada esa «aspiración más universal de todo lo vivo a volver atrás, hasta el reposo del mundo inorgánico» (p.60, tercer párrafo), el colocar lo pulsional en el orden vital o en lo adaptativo.

Y ya, para terminar este capítulo VI, merece la pena poner en relación el hecho clínico de la compulsión de repetición con el hecho de la teorización compulsiva a la que Freud se entrega, ya que se ve empujado a ciertas afirmaciones como la siguiente: «cada cual está dominado por preferencias hondamente arraigadas en su interioridad, que, sin que se lo advierta, son las que se ponen por obra cuando se especula» (p.58 al centro del primer párrafo).

Ha sido una vez más J.Laplanche el primero en señalar esa relación cuando en su obra de 1970 Vida y muerte en psicoanálisis afirmaba a lo largo de las p.148-149 (cf. edición de 1973 en Amorrortu) lo siguiente: «Entre todas las grandes compulsiones del pensamiento que resurgen periódicamente en la creación freudiana, la pulsión de muerte es el derivado más esplendente y quizás el que los reúne a todos. ¿Cómo no notar, después de Jones, los rasgos manifiestos de este Zwang?… Esta hipótesis… formulada sin reticencias, con argumentos de todo orden, tomados a menudo de dominios ajenos a la clínica psicoanalítica, pidiendo socorro a la biología, la filosofía, la mitología… nos es presentada bajo el manto de una argumentación muy “liberal”: el derecho de cada uno de dar rienda suelta a su pensamiento, la soberana libertad de filosofar y soñar… Sin embargo, el Zwang no tardará en manifestarse, el ensueño metafísico se convierte en dogma, no sólo para el propio Freud sino también frente a sus discípulos:

“En un principio había presentado estas concepciones con el único propósito de ver a dónde me llevaban, pero con el correr de los años han adquirido tal dominio sobre mí que ya no puedo pensar de otra manera” (S.Freud, El malestar en la cultura, v.XXI, p.115)».

Una relación (la de la conexión entre el concepto desarrollado o el contenido y la teorización compulsiva o la forma) que aparece bien a las claras, no solamente en el párrafo citado anteriormente por mi parte (o sea, el de la p.58, sino en el párrafo tercero de esa misma página, cuando Freud afirma: «advirtamos bien que la incerteza de nuestra especulación se vio aumentada en alto grado por la necesidad de tomar préstamo a la ciencia biológica», así como en la nota 27 de la p.59, de la cual emergen diáfanamente o sin necesidad de interpretación alguna, estas dos ideas:

1) la salida a las aporías o callejones sin salida, en los que se va metiendo la teorización freudiana es encontrada a través, no de lo que la clínica psicoanalítica exige, sino de lo que la pura especulación plantea: «La especulación busca entonces resolver el enigma de la vida mediante la hipótesis de estas dos pulsiones que luchan entre sí desde los orígenes» (al centro de la nota) y «La especulación convirtió esta oposición en la que media entre pulsiones de vida (Eros) y pulsiones de muerte» (al final de la nota);

2) lo que está en debate es “el enigma de la vida” y no el conflicto intrapsíquico. Este conflicto lógicamente va a desaparecer a favor de una oposición de tipo ontológico-metafísico, puesto que se trata de algo o bien presente desde los orígenes de la especie humana o bien desde los comienzos de la vida individual por fuera de la historia singular. Es decir, estamos ante una cosmobiología en lugar del campo u orden intrapsíquico, que es al que únicamente da acceso la clínica psicoanalítica15.

 

CAPÍTULO  VII 

En este breve y último capítulo Freud comienza resaltando que sigue sin resolverse o sin quedar bien esclarecida «la relación de los procesos pulsionales de repetición con el imperio del principio de placer» (p.60 al final del primer párrafo).

Pero, a mi juicio, sigue “irresuelta” esa tarea para él, porque parte de unos presupuestos que le obligan a no poder resolverla, pues si bien –por un lado- parte de la idea de que «la ligazón es un acto preparatorio que introduce y asegura el imperio del principio de placer» (p.60 al final del segundo párrafo), -por otro lado- también sostiene que «al comienzo de la vida no hay otros [se refiere a los procesos primarios], y podemos inferir que si el principio de placer no actuase ya en ellos, nunca habría podido instaurarse para los posteriores» (p.61 al centro del primer párrafo).

Se trata, por tanto, de unos presupuestos que se mueven en dos órdenes distintos de conceptualización, pues si el primero procede de un planteamiento de orden metapsicológico, en la medida en que toma en consideración lo pulsional intrapsíquico y su destino de trasposición o transcripción; el segundo se mueve en un plano de tipo descriptivo-fenomenológico puesto que, utiliza un concepto psicoanalítico (“los procesos primarios”) pero lo coloca por fuera del campo psicoanalítico al darle un valor meramente cronológico y no metapsicológico, porque toma lo “primario” en el sentido fenoménico o descriptivo de primero en el orden del tiempo y no en el sentido de la dialéctica metapsicológica “primario-secundario”, que no remite al orden del tiempo cronológico sino al modo de funcionamiento intrapsíquico, el uno caracterizado de una manera y el otro de otra manera diferente.

Es más, el argumento que Freud emplea se vuelve en su contra, pues del mismo modo que -según él infiere- si el principio de placer no está en los procesos primarios no puede estar en los secundarios, se puede argumentar entonces que si no está lo secundario en relación con la primario ¿cómo se puede pasar de unos procesos primarios a unos secundarios? De acuerdo, por tanto, con ese argumento tampoco se podría dar el pasaje de lo primario a lo secundario, si esto último no estuviera de entrada. Lo cual invalida su afirmación de que “al comienzo de la vida anímicas no hay otros procesos que los primarios”.

Freud, pues, se mueve en una permanente contradicción, que le impide resolver las tareas que no obstante se impone, lo que hace que su camino de teorización y el nuestro, en continuidad con el suyo, puedan seguir hacia delante, a la vez que en nuestra situación eso nos permita ir descubriendo cómo las distintas interrogaciones de Freud, siempre tan valiosas y atrevidas, quedan a veces abortadas o boicoteadas por perder el suelo de su objeto de estudio o por pasar de un ámbito de estudio a otros ámbitos u objetos sin la delimitación correspondiente.

Algo que puede constatarse una vez más en este capítulo final, en el que Freud pasa (véase: primero y segundo párrafo de la p.60) de la vida intrapsíquica pulsional –en la que tiene que adquirirse o  establecerse la ligazón para que el imperio del principio de placer se introduzca- al plano de “todo lo vivo” y del “mundo inorgánico” (tercer párrafo de la p.60), que le hace deslizarse sutilmente y sin delimitación hacia “las sensaciones de placer y displacer” (primero y segundo párrafo de la p.61), que pertenecen al orden de lo meramente psicobiológico, que no es equivalente a lo intrapsíquico pulsional, en el cual o para el cual hablar de un principio de placer es hablar de un cierto ordenamiento que se ha establecido, pero que puede no establecerse y, por tanto, ya no es lo mismo “el principio de placer” que “las sensaciones de placer y displacer”, siempre presentes en todo organismo psicobiológico.

De ahí que pueda decirse por parte de Freud lo que afirma casi al final de la p.61: «el principio de placer parece estar directamente al servicio de las pulsiones de muerte», afirmación que si –por un lado- resulta algo bien contradictorio, porque principio de placer o ligazón se contrapone a pulsión de muerte o desligazón, -por otro lado y de alguna manera- se señala que la pulsión de muerte se puede imponer haciendo que el principio de placer, entregado o al servicio de la ligazón, quede sometido al trabajo de desligazón de la pulsión de muerte y, eso es así, porque el principio de placer no está de entrada ni necesariamente en juego en cada sujeto, como sí están operando sin embargo “las sensaciones de placer y displacer”. Y dado que esas sensaciones pertenecen a todo organismo psicobiológico o forman parte de su bagaje instintivo, como Freud tiende a confundir  “la vida anímica” o intrapsíquica con el organismo psicobiológico (puesto que no hace la diferenciación entre ellos), mete las sensaciones de por medio al hablar de “los procesos de la energía ligada y los de la no ligada” (segundo párrafo de la p.61). De ese modo, no hay medio de resolver lo que pertenece específicamente al orden intrapsíquico pulsional, ya que se entromete ahí un otro orden, como es el puramente psicobiológico.

Pero, como Freud no contempla o no presta atención a esa consideración discriminatoria, entonces tiene que recurrir a la idea de que hay que «ser pacientes y esperar que la investigación cuente con otros medios y tenga otras ocasiones» o de que hay que admitir «la lentitud con que progresa nuestro conocimiento científico» (p.62 para las dos citas).Y, de esa manera, tan genérica y aplicable en toda situación de dificultad, parecen disiparse los problemas específicos de su edificación.

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Seminario impartido y San Sebastián durante los años 2003 y 2004.

1 Conviene prestar atención al hecho de que Freud no va a precisar de dónde puede proceder esa tensión, ya que sólo la da por supuesta o por una realidad presente con la que hay que contar y que, en definitiva, remite al «ámbito más oscuro e inaccesible de la vida anímica» (casi al final del segundo párrafo de la p.7). Un “ámbito” tanto más oscuro para Freud cuanto que él no pudo conceptualizar con precisión la pulsionalidad, implantada por el otro adulto y que introduce necesariamente excesos de cantidades psíquicas (inmetabolizables o inevacuables de entrada), que es de donde procede el displacer anímico.

2 Jean Laplanche ha señalado (en Daniel Widlöcher et al. Sexualité infantile et attachement, Puf, 2000, p.74)  a este respecto que el apego está sostenido por una “comunicación” o intercambio de mensajes, que no son de entrada lenguajeros, sino en gran parte innatos. Lo que se opone a la idea de Freud de que es la vía mecánica de la descarga, o sea del llanto desordenado, lo que adquiere la función de una comprehensión mutua.

Qη significa la cantidad que circula dentro del aparato y que se diferencia de Q, que es la cantidad que circula por fuera del aparato. Diferenciación a través de la cual se está realizando por parte de Freud –tal y como es precisado por S.Bleichmar (cf. Clínica psicoanalítica y neogénesis, p.302)- un intento de señalar que aquello que está por fuera, al ingresar dentro del aparato psíquico, toma una cualidad diferente. Lo que no deja de comportar (puesto que introduce una discontinuidad entre el psiquismo y la realidad exterior) un cierto empeño de Freud por salir de una teoría mecanicista frente a todo su discurso manifiesto, que se mueve buscando y estableciendo una continuidad entre lo fisiológico o lo autoconservativo y lo pulsional.

4 Lo cual es a  relacionar con la situación de lo que no se deja traducir (a diferenciar de los fallos de la traducción, inherentes al trabajo traductivo), porque ha sido impuesto abusivamente desde el otro y, entonces, el sujeto sólo ha podido vivenciarlo pero no experimentarlo y, por tanto, no puede retranscribirlo en su sistema psíquico.

5 Pero eso es plantear las cosas desde una perspectiva como muy mecanicista, que no precisa que, para que haya angustia o se tenga esa capacidad de angustia, se necesita que el sujeto cuente con un yo o tenga la capacidad yoica de angustiarse, es decir, que se haya constituido intrapsíquicamente el yo, que es siempre el lugar de la angustia.

6 Esa conexión entre “fijación” y “sufrimiento por reminiscencias” permite plantear y precisar que el trabajo psicoanalítico de la cura –ante esas fijaciones del sujeto a ciertas inscripciones que, por ser un efecto de traumatismos no metabolizables, circulan por el psiquismo sin estar retranscriptas en el inconsciente y por tanto obligando al sujeto a la repetición insistente- en lugar de echar mano de una construcción, que va de la teoría general a lo particular,  o de una interpretación simbólica, que va de lo particular a lo general, tendría que llevarse a cabo término a término o de lo particular en lo particular, en la medida en que ciertas representaciones funcionan en el psiquismo no como detalles pertenecientes a un todo, sino como fragmentos (al modo de reminiscencias) que, desgajados del todo al que pertenecieron, no remiten al todo y circulan como algo independiente y en sí mismos, provocando sufrimiento psíquico.

7 Renuncia pulsional que, por cierto, aquí Freud de manera bien perspicaz y acertada nos sitúa muy unida y muy cercana a lo que él llama “satisfacción de un impulso”, como si fueran dos momentos necesariamente muy entrelazados, a la vez que distintos en «el modo de trabajo del aparato anímico», según decía al comienzo de toda esta descripción sobre el juego infantil (véase: p.14, segundo párrafo). Lo que da una cierta idea de cómo lo pulsional se implanta por parte del otro a la vez en cuanto que desligado (o entregado al ejercicio pulsional directo que opera en el inconsciente) y en cuanto que ligado por el amor narcisista del otro para con el sujeto infantil.

8 Situación que –como señala con gran precisión S.Bleichmar en Clínica psicoanalítica y neogénesis, p.293- «no es sino un recorte en el devenir del sujeto ya constituido».

9 Fenómeno que, por cierto, no acaba de ceñir bien, porque su planteamiento es de tipo más bien mecanicista, esto es, de afirmar y partir de un principio o de una causa, que hay que hipotetizar porque viene requerido por la fuerza de los hechos, pero que no cuenta con aquellos elementos conceptuales que le permitan fundamentar rigurosamente ese planteamiento, como sería en este caso el que lo pulsional proviene o está originado por el otro y eso comporta que el objeto de la pulsión no es un objeto subjetivo o que el sujeto lo produce desde sí mismo o en relación con su deseo, sino que tiene existencia independiente del sujeto, una existencia material independiente de que el sujeto se la apropie o no y, por tanto, es algo más “originario” y “elemental” en la medida en que precede al establecimiento del sujeto.

10 Denominada por J.Laplanche “la transferencia plena”, a la que él opone “la transferencia en vacío”, esto es, una transferencia que no ha sido llenada por tal o cual imago inexpulsable. Una oposición que permite reinstaurar la transferencia originaria, caracterizada por el desdoblamiento del otro o por la presencia de la alteridad inconsciente y ajena en el otro.

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11 Señalemos de pasada que esta defensa, la de la “proyección”, consiste en desplazar lo pulsional interno a lo externo o al exterior, cuyo ejemplo primordial es la fobia, en cuyo caso la pulsión es atribuida a un animal que puede ser encontrado en el mundo exterior y que por eso mismo se puede evitar o defenderse  ante él. Y en la medida en que es una defensa, que aparece en los inicios de la constitución del aparato psíquico, puede ser planteada como precursora y marca de la presencia de una defensa más estructurante, como es la represión. Pero a la vez también es la que puede impedir que se establezca la represión, como sucede cuando se recurre a esa defensa de manera predominante, lo que da cuenta de que no se ha constituido realmente la represión, ya que al defenderse así de manera permanente no se deja que ésta se constituya.

12 Si bien eso es según el planteamiento de Freud, quien está confundiendo así las sensaciones de orden psicobiológico, marcadas por la inmediatez de la sensación misma, con un principio de orden intrapsíquico  pulsional, marcado por la mediación de la ley, véase por la mediación del yo que pone orden y da sentido.

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Seminario impartido y San Sebastián durante los años 2003 y 2004.

13  Y de ahí, por cierto, su pesimismo que hay que denunciar, psicoanalíticamente hablando.

14  Lo que remite a la cuestión del “perverso polimorfo”, señalado en los Tres ensayos, que no hay que confundir con la perversión en cuanto destino del sujeto y, por tanto, no procede asignarla al sujeto infantil, en cuya situación sólo podría hablarse de perversión una vez constituido el sujeto psíquico.

15 En definitiva, Freud liquida la idea de sexualidad ampliada en/con el segundo dualismo pulsional, al plantear la pulsión de muerte de un modo metafísico, esto es, como instinto de retorno a lo inorgánico. Y no  hay que olvidar que en el primer dualismo pulsional se hace derivar lo pulsional de lo autoconservativo. Es decir, tanto hablar de “pulsiones de vida” (2º teoría) como de “pulsiones de autoconservación” (1º teoría) es una contradicción, porque lo pulsional es lo que viene a oponerse a la autoconservación o a la vida adaptativa. Y es que toda la sexualidad pulsional opera de manera disfuncional atacando precisamente los modos autoconservativos naturales.