El estilo de Federica de Grecia, la "reina diminuta" que amaba las joyas y la alta costura

Clienta de Jean Dessès, doña Letizia se casó con una de sus tiaras: la Prusiana.

Federica de Grecia en el hotel Claridge's, 11 de julio de 1963

Fox Photos/Hulton Archive/Getty Images

"Es la queenie –diminutivo de reina; reinita, o pequeña reina– más linda que he visto en mi vida". Esto es lo que exclamó un congresista estadounidense cuando vio a Federica de Grecia (Blankenburg, Alemania, 1917- Madrid, 1981) por primera vez. Lo hizo en su cara, sin disimular en absoluto sus impresiones sobre el encanto de la esposa del atractivo rey Pablo, una mujer tremendamente carismática a quien la revista Time describía en 1953 como "esbelta y con un rostro descarado coronado por una mata rebelde de rizos castaños".

Ese año la publicación publicó un amplio reportaje sobre los reyes de Grecia a propósito de su viaje oficial a los Estados Unidos. La reina Federica –en realidad, Federica Luisa Thyara Victoria Margarita Sofia Olga Cecilia Isabel Cristina de Hannover– debía mostrar una imagen impecable, moderna pero regia al mismo tiempo, de la monarquía helena. Para ello, recurrió a un viejo a amigo, a un modista que triunfaba en París y que, además, tenía raíces griegas: Jean Dessès. Con un presupuesto exiguo –5.700 dólares de la época– previamente aprobado por el Gobierno de Aléxandros Papagos, Dessès le confeccionó 15 conjuntos, le actualizó otros tantos de su guardarropa personal y le proporcionó una docena de zapatos y otra de sombreros. También le prestó un abrigo de piel.

A la reina Federica le gustaban especialmente este tipo de prendas, algo que llegó a inculcarle a su hija Sofía, quien en los años sesenta solía llevar estolas y abrigos de visón. Una costumbre que ella acabó desechando con el tiempo, cuando se hizo vegetariana. Pero volvamos a Federica: con el fondo de armario de Dessès y sus consejos –"compórtate como una americana más, sé sencilla", le dijo el diseñador– la joven reina se presentó en los Estados Unidos donde, además de recepciones y otros actos de índole político, también tuvo ocasión de conocer a las estrellas de Hollywood. Lo hizo durante la escala en Los Ángeles del periplo. Un viaje que, a pesar de las reservas de su Dessès, que llegó a manifestar de forma explícita sus dudas sobre cómo se iba a desenvolver en América, resultó un éxito. Un ejemplo: Federica hizo muy buenas migas con el congresista Adlai Stevenson, con quien tomó un tentempié muy americano: un batido doble de chocolate.

El rey Pablo de Grecia estrecha la mano del actor Humphrey Bogart ante la reina Federica.

Federica no solo se llevó a Washington sus pieles prestadas y su fondo de armario de Dessès: también incluyó en su equipaje alguna de las impresionantes joyas de familia que atesoraba. Por ejemplo, el rubí cabujón engarzado en dos filas de diamantes, una alhaja que acabaría heredando su hija Sofía y que Federica llevó en ocasiones tan señaladas, como el compromiso de la entonces princesa de Grecia con "Juanito el de los Barcelona", que era como llamaban al rey Juan Carlos en su juventud.

La reina Federica en Estados Unidos con su abrigo de piel prestado, vestido de Jean Dessès y, al cuello, el rubí cabujón.

Pieles, joyas y alta costura, Federica de Grecia nació para ser reina pero no fue educada como tal en sentido estricto, es más: tal y como haría ella con sus propias hijas, Sofía e Irene, a quienes envió al internado de Salem donde aprendieron a tocar el piano, pero también practicar deporte al aire libre, algo completamente inusual en aquella época, la reina helena supo lo que era ir al colegio. Y no a uno para princesas precisamente: con 17 años sus padres, Ernesto Augusto de Hannover, duque de Brunswick, y la princesa Victoria Luisa de Prusia, la enviaron a una escuela en Florencia donde tenía que hacerse la cama ella misma y, tal y como relató en su día la revista Time, "parecía tan estadounidense como el resto de sus compañeras".

La reina Federica de Grecia fotografiada en Nueva York en 1961.

Fue allí donde se ganó los apodos cariñosos de Freddie y de Fried Egg –huevo frito–, y donde se aficionó a tocar el acordeón. Sin demasiado éxito, por cierto. También donde pudo permitirse ir sin sombrero y descubrió las ventajas de vestir de forma cómoda e informal para, por ejemplo, poder montar en bicicleta por las calles de la ciudad. Algo que le resultaría especialmente útil durante los años de exilio, cuando se vio obligada a vivir en Ciudad de el Cabo, Sudáfrica, o El Cairo despojada del boato de la corte o del que se le requería en sus viajes oficiales al extranjero. O cuando, en 1974, después del referéndum por el que los griegos votaron definitivamente por la instauración de la república, se instaló a Madrás (India) con Irene. Allí, Federica se entregó a la espiritualidad y a las enseñanzas de los maharishis, que no contemplaban en principio grandes lujos. Una filosofía de vida que caló hondo en sus dos hijas, en especial en Irene.

La madre del último rey de Grecia, Constantino, también pasaba temporadas en España. En el Palacio de la Zarzuela, donde vivía con los reyes Juan Carlos y Sofía y sus nietos Elena, Cristina y Felipe. Coqueta hasta el final, en febrero de 1981 decidió operarse de los párpados en una clínica madrileña. Una intervención menor que, sin embargo, no superó. La noticia, totalmente inesperada, de su muerte, afectó profundamente a doña Sofía, que estaba esquiando en Baqueira Beret. Cuatro décadas después de su muerte, todavía luce su alhaja favorita, el rubí cabujón, en las ocasiones más especiales –como la proclamación de Felipe VI como rey, en junio de 2014–. Y cuentan que, en algún rincón de Zarzuela, conserva los abrigos de piel y los vestidos de Jean Dessès de la penúltima reina de Grecia.

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