Luis XIV de Francia. Su reinado

Luis XIV de Francia

Luces y sombras de un reinado

Traspasado de glorias y cat�strofes, los excesos del reinado de Luis XIV de Francia, sobre todo en lo que a la guerra se refiere, fueron terribles. Sin embargo, a pesar de las dificultades y de los errores y del �xito relativo de la pol�tica de prestigio, Francia consigui� ponerse a la cabeza de las naciones europeas. El resultado m�s duradero del reinado fue el desarrollo del absolutismo administrativo. El estado obtuvo un poder de intervenci�n, de decisi�n y de iniciativa que somet�a con progresiva eficacia a todos los s�bditos a una autoridad ejercida en nombre del rey, pero que part�a en realidad del Consejo y de sus ministerios y que los intendentes aplicaban en las provincias. Las instituciones provinciales y municipales perdieron gran parte de su autonom�a en beneficio del centralismo mon�rquico.


Luis XIV de Francia

Luis XIV asimil� de los ide�logos de la monarqu�a absoluta, como Jacques Bossuet, la concepci�n divina del poder regio. El rey se consideraba el ejecutor de la voluntad de Dios en la tierra. Profundamente empapado de estas convicciones y habiendo asumido los deberes que implicaban, Luis XIV se esforz� con denuedo por extender su poder a todos los confines de su reino y de dotarse de un halo de gloria que elevase su majestad hasta el cielo. Fue un trabajador incansable, lo que le permiti� imponer un control hasta entonces inusitado sobre la vida pol�tica y administrativa del reino, sobre la sociedad, la cultura y la religi�n. En lo exterior aprovech� sagazmente la debilidad de la Casa de Austria, en franco declive a fines del siglo XVII. Ello le permiti� difundir con �xito por Europa la idea de que Francia era la nueva gran potencia mundial, guiada por una dinast�a que �l hac�a remontar falazmente hasta Carlomagno. Su audacia al proclamarse el monarca m�s poderoso con una ostentaci�n ofensiva para el resto de monarqu�as, y la alarma que sus ambiciones despertaban en el resto de las potencias, acabar�an desbaratando los sue�os de gloria del Rey Sol.

S�mbolos de la monarqu�a absolutista de Luis XIV son el inusitado esplendor de la vida cortesana y la magnificencia de Versalles. El rey organiz� un culto cortesano a su persona como m�todo de proclamaci�n p�blica de su grandeza. Para Luis XIV las fiestas y ceremoniales eran parte central de los asuntos de Estado y escribi�: "al pueblo le gusta el espect�culo. Por �l conservamos su esp�ritu y su coraz�n". En el ritual de la corte, a menudo el rey aparec�a disfrazado de sus personajes favoritos: Marte, Apolo, el Sol... Esta ostentaci�n era, m�s all� del derroche, un sistema eficaz de domesticaci�n de la nobleza. El rey invitaba a los nobles a vivir en la corte, seduci�ndolos con la posibilidad de obtener mercedes y de disfrutar de los placeres cortesanos, empuj�ndoles a malgastar sus herencias en gastos suntuarios, lo que hac�a que dependieran cada vez m�s de la privanza regia. Fue necesario ampliar los �rganos dom�sticos de la corte para dar cabida a los arist�cratas que buscaban mantenerse en el c�rculo cortesano. Los nobles fueron despose�dos del poder pol�tico a cambio de las a�agazas del culto mon�rquico.

Bajo su f�rula, Francia alcanz� cotas desconocidas hasta entonces. Sustituy� a Italia en la vanguardia de la creaci�n art�stica gracias al impulso dado a las artes desde la �poca de Luis XIII y Richelieu. Luis XIV llev� el arte franc�s a su cenit: Corneille, Racine y Moli�re en el drama, Charles Le Brun y Pierre Mignard en la pintura, Louis Le Vau y Hardouin-Mansart en la arquitectura. A semejanza de la Academia francesa, que velaba por la pureza de la lengua, fueron creadas otras academias: la de las Inscripciones o Peque�a Academia (1663), dedicada a las medallas y a las inscripciones epigr�ficas; la de Pintura y Escultura (1664), la de Ciencias (1666) y la de Arquitectura (1671). La gloria personal del monarca fue fuente inagotable de inspiraci�n para los artistas. Luis XIV se convirti� en Apolo o en Alejandro Magno en las obras de Le Brun, como encarnaci�n de la majestad legendaria. Fue esta la �poca de la creaci�n de un estilo verdaderamente franc�s, el clasicismo, surgido de la transformaci�n del arte italiano penetrado de los ideales del despotismo mon�rquico.


Junto a Colbert en la Academia de Ciencias

Medio siglo despu�s de la muerte de Luis XIV, Voltaire se confesaba fascinado por la voluntad de poder y el sentido de la majestad de este soberano. Al fil�sofo ilustrado se debe la famosa locuci�n "el Siglo de Luis XIV", utilizada de forma recurrente para denominar la �poca del absolutismo mon�rquico. Para la historiograf�a heredera de la Revoluci�n Francesa, sin embargo, Luis XIV se convirti� en el s�mbolo del despotismo salvaje y militarista.

El absolutismo mon�rquico

La muerte de Mazarino en marzo de 1661 llev� a Luis XIV a asumir personalmente las riendas del poder. Contaba por entonces veintid�s a�os y su voluntad de ejercer de forma directa el gobierno del Estado dej� a la corte asombrada. El rey escribi� en sus Memorias para la instrucci�n del Delf�n que su oficio era el m�s "noble, grande y delicioso", y se resolvi� a desempe�arlo sin la mediaci�n de los ya tradicionales validos.

La reforma de la administraci�n central emprendida por Luis XIV obedeci� a su voluntad personal de concentrar en torno a s� y a sus escasos colaboradores de confianza las funciones supremas de gobierno. El rey hered� de Mazarino a sus principales ministros: Michel Le Tellier, Jean Baptiste Colbert, Hugues de Lionne y Nicol�s Fouquet, que en su mayor�a se mantuvieron en sus cargos durante muchos a�os. En el transcurso de su largo reinado, Luis XIV nunca nombr� un primer ministro.

Las decisiones del rey ten�an fuerza de ley; eran la ley misma, en virtud de un absolutismo regio que se convirti� en paradigm�tico, elaborado a un tiempo a partir de la tradici�n feudal y del derecho romano. Luis XIV recort� el poder de los cargos tradicionales de la monarqu�a, como el de canciller o el de condestable; mantuvo alejada del poder a la nobleza de sangre y favoreci� el ascenso de los funcionarios plebeyos y de la nobleza nueva salida de las filas de la burgues�a, gan�ndose, de este modo, su fidelidad. Al final de su vida, el propio rey explicaba as� esta pol�tica a su nieto y heredero: "no me interesaba tomar a hombres de posici�n m�s eminente. Ante todo, era preciso establecer mi propia reputaci�n y dar a conocer al pueblo que, precisamente por el rango que pose�an, no era mi intenci�n compartir mi autoridad con ellos. Lo que me importaba era que no concibiesen mayores esperanzas que las que yo quisiera darles, lo que resulta dif�cil para personas de alta cuna". Los funcionarios fieles al rey crearon aut�nticas dinast�as de bur�cratas que se perpetuaron en los puestos de las secretar�as de estado.


El palacio de Versalles

Durante los primeros veinte a�os del reinado la corte fue itinerante, ya que el rey conservaba su temor juvenil a los tumultos de Par�s. La mayor parte del a�o el monarca viv�a alejado de la capital, entre los palacios de Fontainebleau, Saint-Germain o Chambord. Finalmente orden� la construcci�n de un gigantesco palacio en Versalles, junto a Par�s, que habr�a de convertirse en el s�mbolo por antonomasia de su grandeza y en el m�s acabado ejemplo del nuevo lenguaje est�tico vinculado ideol�gicamente al absolutismo mon�rquico.

En Versalles se instalaron los servicios ministeriales y la casa del rey. La corte se traslad� al nuevo palacio en 1682, aunque las obras no se dieron por concluidas hasta el final del reinado. El primer proyecto arquitect�nico correspondi� a Louis Le Vau y fue completado posteriormente por Jules Hardouin-Mansart, autor de los c�lebres jardines. El rey supervis� personalmente la construcci�n del palacio, dejando su huella personal en las soluciones arquitect�nicas de la obra m�s importante del clasicismo franc�s. Luis XIV estableci� as� un verdadero despotismo est�tico en el que plasm�, junto a su afici�n al arte italiano, las concepciones ideol�gicas de la monarqu�a de derecho divino.

Luis XIV convirti� a los consejos en verdaderos ministerios administrativos. El Conseil d'en Haut o Consejo Supremo fue el principal �rgano de gobierno. De �l quedaron excluidos los pr�ncipes de sangre e incluso la propia reina madre. Cre� organismos nuevos para una monarqu�a que cada vez m�s era una m�quina burocr�tica: el Conseil de D�p�ches para las relaciones con las provincias, el Conseil des Finances, el Conseil de Justice o la inspecci�n general de hacienda. Para garantizar el orden interno y el cumplimiento de la voluntad regia, Luis XIV fortaleci� un eficac�simo cuerpo de intendentes, verdadero instrumento de represi�n de la monarqu�a. Conseguir la obediencia a la autoridad mon�rquica en el interior y asegurar la hegemon�a y reputaci�n francesas en el exterior fueron las reglas esenciales de la pol�tica del Rey Sol.

La administraci�n

Jean-Baptiste Colbert, antiguo intendente de Mazarino y hombre de gran inteligencia pol�tica, fue su principal consejero durante buena parte del reinado. Nombrado controlador general de finanzas, se encarg� de la reorganizaci�n del Consejo de Hacienda y recibi� las secretar�as de estado de la Marina y de la Casa del Rey. De �l depend�an los intendentes de provincias, el comercio, la navegaci�n, las aguas y bosques y las colonias ultramarinas. Para evitar la concentraci�n de poder en manos de Colbert, Luis XIV entreg� los ministerios del ej�rcito de tierra y de pol�tica exterior a otros consejeros.


Jean-Baptiste Colbert

La reforma fiscal impulsada por Colbert en los primeros a�os del reinado result� infructuosa, al negarse el rey a sacrificar su pol�tica de prestigio con el fin de sanear la hacienda. El ministro quiso emprender una modernizaci�n de las estructuras econ�micas de Francia aplicando novedosos principios mercantilistas: cre� las manufacturas del Estado, entreg� privilegios a las empresas privadas, mejor� la administraci�n de los bosques, impuls� la construcci�n de nav�os de guerra para la protecci�n de la flota mercante y de las costas y foment� la creaci�n de compa��as comerciales para las Antillas, el golfo de Guinea y el B�ltico. La mayor parte de estas medidas fracasaron por aplicarse en un contexto econ�mico internacional poco propicio y por chocar con la concepci�n tradicional que de las prioridades del estado profesaba el soberano franc�s. Francia, sin embargo, era la potencia m�s rica de Europa.

La pol�tica colbertista tuvo mayores �xitos en el �mbito interno. La preservaci�n de la obediencia a la monarqu�a significaba la presencia continua de agentes del poder central (oficiales e intendentes) en todas las regiones del reino. Gracias al eficaz funcionamiento del sistema de intendencias, se impuso un inusitado control del orden p�blico ejercido por el estado central, lo que conllev� un retroceso importante de la libertad privada y de las corporaciones p�blicas tradicionales. Ello se tradujo en un reforzamiento del car�cter administrativo de la monarqu�a.

Pol�tica religiosa

La suntuosidad de la corte enmascaraba las graves dificultades del gobierno interior, particularmente en materia religiosa. La unidad de la fe en torno a la iglesia cat�lica representaba un papel esencial en la pol�tica centralizadora del reino, como garant�a de orden y de estabilidad social, seg�n la concepci�n de Luis XIV. Aunque cercano a la Santa Sede, el rey deseaba consolidar la independencia tradicional del galicanismo mon�rquico.

La extensi�n a todos los obispados de un derecho que reservaba a la monarqu�a la provisi�n de beneficios en ciertas di�cesis suscit� un grave conflicto con el papado, al tiempo que levantaba la resistencia de los obispos de tendencia jansenista. El rey exigi� a la asamblea extraordinaria del clero convocada para tal fin que recogiera sistematizada y ampliada la doctrina galicana para hacer frente a las pretensiones papales. De dicha asamblea surgi� la llamada Declaraci�n de los Cuatro Art�culos de 1682, condenada por Inocencio XI y sus sucesores y que Luis XIV hizo ense�ar en los seminarios.

La unidad religiosa significaba adem�s un nuevo conflicto con los protestantes. En los primeros a�os de su gobierno, Luis XIV mantuvo en vigor el Edicto de Nantes que regulaba desde 1598 la situaci�n de los protestantes en el interior del reino. Pero desde 1669 se dictaron sucesivas medidas que restring�an la libertad religiosa y se cumplieron a rajatabla las cl�usulas del Edicto de Nantes en cuanto a la limitaci�n de las actividades culturales de los protestantes. Al parecer, tras este repentino celo religioso del rey se encontraba su pol�tica de prestigio, que le impulsaba a convertirse en adalid del cristianismo europeo, en competencia con el emperador alem�n, vencedor reciente de los turcos.

Entre 1679 y 1685 se hizo p�blica una serie de edictos que liquidaron las garant�as legales del Edicto de Nantes y desencadenaron la represi�n militar contra los hugonotes. En 1685, por el Edicto de Fontainebleau, quedaron definitivamente revocadas las disposiciones de Nantes. Las consecuencias de esta decisi�n fueron desastrosas: la elite social de los protestantes emprendi� el camino del exilio, llevando consigo sus fortunas y sus conocimientos t�cnicos a sus pa�ses de acogida, Brandeburgo y las Provincias Unidas, mientras que los pa�ses protestantes denunciaban violentamente la tiran�a de Luis XIV.


Jacques Bénigne Bossuet

En otro frente de acci�n, el rey emprendi� la persecuci�n del jansenismo. La moral austera y la pr�ctica de rigor religioso preconizadas por Jansenio hab�an alcanzado gran difusi�n en el reino gracias a las obras de los escritores piadosos, como Pasquier Quesnel, que criticaban duramente el absolutismo regio. A su subida al trono, Luis XIV asumi� la bula papal de 1653 que declaraba her�tica la doctrina jansenista. A fines del reinado la persecuci�n se recrudeci� y el rey pidi� al Papa la promulgaci�n de la bula Unigenitus, que condenaba las doctrinas del padre Quesnel. Las monjas de los conventos jansenistas parisienses se resistieron enconadamente a la disoluci�n de sus comunidades, hasta que en 1709 se eliminaron violentamente los �ltimos rescoldos jansenistas de la capital. La ofensiva contra la moral jansenista estuvo dirigida por obispos muy pr�ximos a la monarqu�a: Jacques Bossuet y François F�nelon, quien tambi�n erigió en sus escritos una doctrina de car�cter m�stico, el quietismo, que pronto perdió el apoyo regio.

La pol�tica exterior

Ha sido materia de controversia historiogr�fica la cuesti�n de si Luis XIV sigui� desde el inicio de su reinado un programa preestablecido en su pol�tica exterior. Seg�n algunos autores, �sta estar�a marcada por dos objetivos precisos: el establecimiento definitivo de las fronteras del reino y la sucesi�n al trono espa�ol tras la muerte de Carlos II. Ambos objetivos apuntar�an a la consecuci�n de la hegemon�a europea para Francia.

En el caso de la sucesi�n al trono espa�ol, Luis XIV comenz� reclamando los derechos de su esposa, la infanta espa�ola Mar�a Teresa de Austria, cuya dote matrimonial nunca fue pagada. Las capitulaciones matrimoniales establec�an que, a cambio de dicha dote, la infanta renunciar�a a todos sus derechos sobre el imperio espa�ol. Desde la muerte de Felipe IV de España en 1665, Luis XIV buscar�a compensaciones territoriales pretextando estos derechos. El enfrentamiento con Espa�a se hizo inevitable dadas las continuas violaciones territoriales cometidas contra los dominios hisp�nicos.


Luis XIV y Felipe V sellan el
tratado de los Pirineos (1659)

En lo que respecta a las fronteras, su configuraci�n era muy vaga, incluso despu�s de los acuerdos territoriales de las paces de Westfalia y los Pirineos. Luis XIV ambicionaba extender su reino hasta lo que consideraba sus "fronteras naturales", es decir, a lo largo de todo el cauce del Rin por el este y hasta las costas flamencas por el norte; se trataba de devolver a Francia los l�mites de la antigua Galia. Aunque el rey persigui� ambas metas durante su reinado, no cabe afirmar que su pol�tica exterior siguiera l�neas de actuaci�n precisas. Su mayor preocupaci�n era sin duda su propia gloria, que identificaba con la de Francia, de acuerdo con la c�lebre sentencia que com�nmente se le atribuye: "el Estado soy yo". Aunque Luis XIV nunca dijera tal cosa, la frase resume fielmente sus ideario.

La pol�tica de prestigio exterior implicaba el fortalecimiento del ej�rcito. La guerra fue el recurso predilecto de Luis XIV para imponer sus pretensiones de hegemon�a y el ej�rcito un instrumento imprescindible de su pol�tica. El rey encomend� su administraci�n y reforma a uno de sus m�s leales colaboradores, Michel Le Tellier, al que m�s tarde sustituir�a su hijo Louvois. Le Tellier introdujo mejoras en el armamento de infanter�a y caballer�a, en el empleo de la artiller�a y en el aprovisionamiento de las fortalezas. El ej�rcito se convirti� en un arma al servicio de la monarqu�a y se eliminaron en parte los lastres feudales que lo entorpec�an. A su cabeza, Luis XIV mantuvo a los generales del final del reinado de su padre, Turenne y Cond�, hombres de probada pericia militar.


Michel Le Tellier

Hacia 1667 el ej�rcito franc�s, con unos 72.000 hombres, era, tanto en n�mero de efectivos como en capacidad ofensiva, superior al resto de los ej�rcitos europeos. Las sucesivas contiendas sirvieron para poner a prueba las reformas introducidas y para emprender otras nuevas. Al tiempo que se perfeccionaba el ej�rcito de tierra, Colbert y posteriormente su hijo, Seignelay, dotaron a Francia de una poderosa marina, con la construcci�n sistem�tica de nav�os de calidad en los arsenales de Brest y de Toulon. El ingeniero Vauban introdujo en las villas fronterizas y en los puertos un nuevo sistema de fortificaciones que convirtieron a Francia en un territorio casi inexpugnable. El permanente estado de guerra oblig� a incrementar continuamente los efectivos militares, recurriendo a las levas forzosas, muy impopulares entre la poblaci�n. Aunque subsistieron muchos de sus antiguos vicios, el ej�rcito de Luis XIV fue el m�s eficaz de su tiempo.

Las contiendas europeas

La primera fase del reinado, entre 1661 y 1679, se caracteriz� por los �xitos en la pol�tica exterior, desarrollada en el sentido de la tradicional rivalidad hispano-francesa. Cuando en 1661 Luis XIV se hizo cargo del gobierno, Francia contaba con la alianza exterior de Suecia, Inglaterra y las Provincias Unidas. Como soberano franc�s se hab�a convertido en el garante de los tratados de Westfalia y en protector de la Liga del Rin, alianza interna de varios pr�ncipes imperiales. Dispon�a por ello de una poderosa clientela en Alemania. Esta situaci�n le permiti� emprender su ofensiva contra el imperio espa�ol.

A la muerte de Felipe IV de España, Luis XIV reclam� los Pa�ses Bajos espa�oles como parte de la herencia de su esposa Mar�a Teresa de Austria, iniciando en 1667 una guerra en la que se invoc� el "derecho de devoluci�n", por lo que se conoce al conflicto como Guerra de Devoluci�n. Luis XIV tom� posesi�n de once villas fronterizas del norte, entre ellas Lille. El rey pretend�a aislar a Espa�a con la formaci�n de una triple alianza con Suecia, las Provincias Unidas e Inglaterra, asegur�ndose la neutralidad del Imperio. Pero por razones religiosas, pol�ticas y, sobre todo, econ�micas, la rivalidad con las Provincias Unidas era dif�cil de superar. La guerra concluy� con la paz de Aquisgr�n de 1668. La paz fue fruto de las presiones de Inglaterra y Holanda, alarmadas por los triunfos franceses a pesar del aislamiento internacional en que Luis XIV hab�a conseguido colocar a Espa�a. Los acuerdos entregaron a Francia parte de Flandes y devolvieron moment�neamente a Espa�a el Franco Condado, conquistado durante la guerra.

Tras cuatro a�os de preparaci�n diplom�tica, en 1672 Luis XIV abri� finalmente una ofensiva armada contra las Provincias Unidas. En pocas semanas el avance del ej�rcito franc�s oblig� a los flamencos a pedir la paz. Las condiciones impuestas por Francia eran tan duras que provocaron una revuelta en La Haya, la ca�da del gobierno republicano de Jan de Witt y la llegada al poder del stat�der Guillermo de Orange, que habr�a de convertirse en uno de los m�s acendrados enemigos de Luis XIV: adem�s de interesarle sobremanera eliminar la hegemon�a francesa, Guillermo encarnar�a en su persona una monarqu�a parlamentaria en lo pol�tico y de ideas tolerantes en lo cultural-religioso, diametralmente antag�nicas con el absolutismo e intransigencia de Luis XIV.


Luis XIV ante Maastricht (Pierre Mignard, 1673)

Se form� entonces una coalici�n entre las Provincias Unidas, Espa�a, el Emperador y el duque de Lorena. El teatro de operaciones se traslad� desde las Provincias Unidas a los Pa�ses Bajos espa�oles, el Franco Condado y Alsacia. La novedad fue el desarrollo de la marina francesa, con la guerra de escuadras y la de corso. Las flotas espa�ola y flamenca sufrieron graves reveses en el Mediterr�neo, junto a Sicilia, ocupada por tropas francesas.

La guerra concluy� con la paz de Nimega, que garantiz� a Francia grandes ventajas territoriales. Luis XIV obtuvo el Franco Condado, numerosas plazas en Hainaut, en Flandes mar�timo y en Artois, lo que dio un trazo continuo a la frontera noreste de Francia. En Lorena, Nancy fue entregada a dominio franc�s y la regi�n de Alsacia qued� sometida a su administraci�n directa. Se estableci� un tratado comercial con las Provincias Unidas que favorec�a la competencia del mercado franc�s. Sin embargo, a la paz siguieron las anexiones violentas de territorios por parte de Francia, que invocaba los derechos proclamados por las c�maras de reuni�n creadas con este fin, y se aconsejaba la anexi�n de Estrasburgo y Alsacia, as� como numerosas plazas espa�olas. Aislada de nuevo, Espa�a se lanz� a la guerra (1683-1684), que terminar�a con la p�rdida de parte de Luxemburgo y otras plazas fronterizas, como Casal, en la tregua de Ratisbona.

La guerra de la Liga de Augsburgo

Tras el primer per�odo de �xitos internacionales, suele se�alarse en el reinado de Luis XIV una larga �poca de declive que se prolong� hasta la muerte del rey en 1715. En este per�odo se desarrollaron las dos grandes guerras de coalici�n que habr�an de poner en cuesti�n la hegemon�a francesa en el continente: la de la Liga de Augsburgo o de los Nueve A�os (1688-1697) y la de Sucesi�n al trono de Espa�a (1700-1713). Dos conflictos de larga duraci�n que coincidieron con momentos de crisis econ�mica (las hambrunas de 1693 y 1709) y produjeron reveses militares ins�litos hasta entonces.

Despu�s de 1684, el triunfo de Francia alarm� al resto de la potencias y particularmente a los pr�ncipes alemanes, decididos a mantener los acuerdos de Westfalia. Comenzaron a trazarse alianzas defensivas. El prestigio franc�s hab�a sufrido un duro rev�s cuando el emperador alem�n Leopoldo I de Habsburgo venci� a los turcos que amenazaban Viena, convirti�ndose as� en el nuevo salvador de la cristiandad occidental. El papa Inocencio XI hab�a lanzado un llamamiento al soberano franc�s para que se uniera a la gran alianza de polacos, alemanes e italianos y dirigiera, como pr�ncipe m�s poderoso de Europa, los ej�rcitos de esta nueva cruzada. Luis XIV rechaz� el ofrecimiento, calculando una sonada derrota de las fuerzas aliadas que servir�a para debilitar el prestigio militar del Imperio. Sin embargo, las tropas aliadas derrotaron a los turcos y la gloria de Luis XIV qued� moment�neamente empa�ada por este asunto.

La impaciencia de Luis XIV por transformar en acuerdos territoriales definitivos lo pactado en las treguas de Ratisbona y su temor a que el Imperio se volviera contra Francia despu�s de concluida la guerra contra los turcos provocaron el estallido de una guerra generalizada en el continente en 1688. Al tiempo que aumentaba la hostilidad con los principados alemanes, se deterioraban las relaciones con Inglaterra. La rivalidad econ�mica y colonial de ambas naciones hac�a imposible una alianza efectiva. El progreso de la colonizaci�n francesa en Am�rica y especialmente en Canad�, la competencia del comercio en las islas y los nuevos establecimientos comerciales franceses en la India hicieron apartarse a Inglaterra de la tradicional alianza con Francia, mantenida durante el per�odo de los Estuardo.


El ejército de Luis XIV cruzando el Rin,
de Joseph Parrocel

El 25 de septiembre de 1688, Luis XIV lanz� una manifiesto exigiendo la transformaci�n de las treguas en un tratado definitivo en el plazo de dos meses, al tiempo que ordenaba la invasi�n y devastaci�n del Palatinado. Ello provoc� la uni�n de Europa contra Francia. El promotor de la alianza fue el stat�der flamenco Guillermo de Orange, quien hab�a suscitado contra su suegro, Jacobo II de Inglaterra, la revoluci�n inglesa de 1688 y se hab�a hecho reconocer rey asociado a su esposa Mar�a II. Junto a Inglaterra y las Provincias Unidas, se unieron a la coalici�n el emperador, Espa�a y Saboya.

La guerra fue larga, y obtuvieron los mayores triunfos los franceses (Fleurus, 1690; Steinkerque, 1692; Neerwinden, 1693), aunque no faltaron derrotas como las de Boyne en 1690 y la batalla naval de la Hogue en 1692, que arruin� la flota francesa. Bruselas fue terriblemente bombardeada en 1695. La paz de Tur�n (1696) con el duque de Saboya permiti� a Luis XIV la ofensiva contra los dominios espa�oles; amenaz� Bruselas y tom� Barcelona en 1697. Con anterioridad el ej�rcito franc�s, dirigido por Vand�me, hab�a conquistado Ripoll, Rosas y Palam�s. En 1697 Cartagena de Indias fue conquistada por Pointis.

El agotamiento de Francia pese a sus victorias, la imposibilidad de infligir una derrota definitiva de los aliados y el problema de la sucesi�n espa�ola forzaron a Luis XIV a firmar una paz desventajosa en Ryswick (1697). Francia entreg� las conquistas obtenidas durante la guerra, pero conserv� Estrasburgo, plaza clave para la defensa de los Pa�ses Bajos espa�oles, y obtuvo el rico valle del Sarre. Reconoci� a Guillermo de Orange como rey de Inglaterra y evacu� las fortalezas tomadas en los Pa�ses Bajos.

La guerra de Sucesi�n

En 1668, Luis XIV hab�a sellado un acuerdo secreto con el emperador Leopoldo I que preve�a el futuro reparto de la monarqu�a espa�ola en el caso probable de que Carlos II de España muriera sin descendencia. El emperador recibir�a el conjunto de la monarqu�a; el Franco Condado, los Pa�ses Bajos, Navarra, Rosas, N�poles, Sicilia, las plazas de Marruecos y Filipinas ser�an entregadas a Francia.

A la muerte sin herederos del rey espa�ol en 1700, qued� abierta la sucesi�n de su trono. El acceso a la corona espa�ola resolver�a la cuesti�n de la hegemon�a sobre Europa, que pod�a recaer tanto en Francia como en el Imperio. Pocos estados europeos eran favorables al establecimiento de una nueva hegemon�a territorial, por lo que las monarqu�as candidatas a repartirse el bot�n espa�ol trazaron los acuerdos de 1698 y 1700 sobre la partici�n de la herencia de los Austrias espa�oles.

Finalmente, el Consejo de Estado espa�ol decidi� que Luis XIV era el �nico que pod�a garantizar la integridad territorial de la monarqu�a espa�ola y entreg� la sucesi�n a Felipe de Anjou (el futuro Felipe V, nieto del soberano franc�s), con la condici�n de que las coronas francesa y espa�ola no llegaran nunca unirse. El testamento de Carlos II fue impugnado por el emperador Leopoldo I de Habsburgo, que defend�a los derechos de sucesi�n de su hijo, el archiduque Carlos de Austria (el futuro emperador Carlos VI). Luis XIV pidi� opini�n a su Consejo y a Madame de Maintenon antes de decidir si aceptaba o no el testamento del difunto Carlos. Se corr�a el riesgo de una guerra con el emperador, fortalecido tras la firma de un acuerdo de paz con los turcos. Por otra parte, Inglaterra podr�a volver a la alianza francesa si Luis XIV renunciaba a cualquier ventaja territorial en Espa�a.

Sin embargo, la herencia de la monarqu�a espa�ola era un suculento bocado, principalmente por las posibilidades que ofrec�a al comercio en el Atl�ntico. La seguridad de que el imperio espa�ol quedar�a sometido a la influencia francesa con la entronizaci�n de los Borbones, lo que garantizar�a la hegemon�a francesa en el continente, desplaz� en la voluntad de Luis XIV la conveniencia de evitar una guerra que ser�a, sin duda, larga y costosa. El rey acept� la sucesi�n de Felipe de Anjou, violando las cl�usulas del testamento de Carlos II al declararle tambi�n heredero al trono de Francia, al tiempo que proced�a a ocupar los Pa�ses Bajos.


Guillermo III de Inglaterra

El resto de las potencias se alinearon para evitar la hegemon�a francesa. Guillermo III de Inglaterra concluy�, antes de su muerte, la Gran Alianza de La Haya con Anthonius Heinsius, gran pensionario de Holanda, y el emperador Leopoldo I. Posteriormente se adhirieron a ella Saboya y Portugal. Al frente de la coalici�n, jefes militares de gran experiencia: el propio Heinsius, el pr�ncipe Eugenio de Saboya, vencedor de los turcos, y el duque John Churchill de Marlborough, prestigioso general y h�bil diplom�tico. Sin embargo, Francia pod�a contar con el apoyo de Espa�a y de los pr�ncipes electores de Colonia y Baviera.

Luis XIV trat� de tomar Viena, atacando desde Italia y el valle del Danubio, sin �xito. Las tropas francesas vencieron a los aliados en H�chst�dt en 1703, pero al a�o siguiente y en el mismo lugar, el ej�rcito franco-b�varo sufri� una gran derrota de manos de Marlborough y del pr�ncipe de Saboya. Desde entonces se sucedieron los reveses para Francia: se perdieron B�lgica y muchas de las ciudades de la frontera norte, as� como el Milanesado, mientras N�poles ca�a en manos del archiduque Carlos, reconocido como rey de Espa�a por los aliados e instalado en Barcelona.

En primavera de 1709 Luis XIV se resign� a pedir la paz, ofreciendo la renuncia a Lille y a Estrasburgo. Pero las exigencias de los aliados resultaron demasiado deshonrosas para el Rey Sol, que decidi� continuar la guerra. La batalla de Malplaquet tuvo resultados indecisos. En 1710 volvieron a entablarse negociaciones de paz de las que no salieron acuerdos definitivos. La continuaci�n de la lucha fue ventajosa para Francia: en Espa�a Vend�me consigui� la victoria de Villaviciosa (1710) y Villars arrebat� al pr�ncipe de Saboya la ruta de Par�s en Denain (1712).

Sin embargo, la resoluci�n del conflicto se produjo m�s por la aparici�n de una nueva coyuntura pol�tica que por la fuerza de las armas. En 1711, la elecci�n del arquiduque Carlos VI como emperador despert� en Inglaterra el temor a una nueva hegemon�a de los Habsburgo si �stos obten�an el trono de Espa�a. La paz separada y la obtenci�n de acuerdos comerciales pareci� preferible. En Utrecht, en 1713, la monarqu�a espa�ola fue repartida: Felipe de Borb�n se sentar�a en el trono espa�ol como Felipe V y obtendr�a el dominio de las colonias, mientras que los ingleses consegu�an id�nticos privilegios comerciales a los acordados con Francia y el derecho a la ocupaci�n de Gibraltar. Luis XIV renunciaba a Terranova, Acadia y las fortificaciones de Dunkerque. La paz se concluy� de forma definitiva en Rastadt al a�o siguiente. Francia recuper� Estrasburgo y obtuvo Landau. A cambio, tuvo que renunciar a la uni�n din�stica de Francia y Espa�a.

La guerra de sucesi�n debilit� enormemente a Luis XIV. Los acuerdos de paz constituyeron una renuncia a la pol�tica preconizada por Luis XIV, consistente en alcanzar las fronteras naturales de Francia (el Rin, los Pirineos y los Alpes). S�lo en parte se consigui�, ya que los Pa�ses Bajos y Renania escaparon al dominio franc�s. La hegemon�a europea de Francia qued� as� frustrada por las guerras de coalici�n. La nueva alianza entre Francia e Inglaterra, la dos potencias europeas, pod�a garantizar una paz duradera y neutralizar el poder de las dos regiones en las que por tanto tiempo se hab�a hecho la guerra: el Imperio e Italia. A la muerte del rey en 1715, a la hegemon�a francesa sucedi� el equilibrio europeo iniciado ya en la paz de Westfalia.

La econom�a

Uno de los objetivos prioritarios de Luis XIV fue el saneamiento y enriquecimiento de la hacienda regia. Su ministro de finanzas, Jean Baptiste Colbert, tradujo este objetivo en un mercantilismo de corte imperialista que dejaba de lado el progreso agr�cola e incentivaba ante todo la producci�n manufacturera y el tr�fico mercantil. El propio rey no centraba sus intereses en la prosperidad econ�mica del pa�s sino en su propio engrandecimiento, por lo que muy a menudo los proyectos econ�micos del ministro fueron supeditados a los grandiosos sue�os del monarca. La pol�tica de prestigio desarrollada por �ste era enormemente gravosa para las arcas de la monarqu�a y, a pesar del programa colbertiano y de la aplicaci�n de numerosas ordenanzas arancelarias y monetarias, los ingresos de la hacienda se mostraron del todo insuficientes para sufragar las ambiciones del rey. Las compa��as mercantiles y las empresas manufactureras financiadas por el estado fueron desapareciendo progresivamente.

El gran esfuerzo econ�mico que requiri� el continuo estado de guerra oblig� a la monarqu�a a buscar nuevas fuentes de ingresos. Durante la guerra de la liga de Augsburgo, la falta de liquidez impuls� a uno de los sucesores de Colbert, el conde de Pontchartrain, a efectuar diversas manipulaciones monetarias y a solicitar contribuciones cada vez m�s importantes del clero y los estados provinciales. En 1695 se estableci� un nuevo impuesto de capitaci�n y se intent� distribuir a los contribuyentes en clases para asegurar un reparto m�s equitativo y rentable del impuesto. Sin embargo, esta medida result� arbitraria e inoperante. Las finanzas del rey a duras penas pudieron sostener la lucha por la Sucesi�n espa�ola, a pesar de una nueva capitaci�n impuesta en 1701 y algunas ingeniosas innovaciones, como el papel moneda. Se multiplic� la creaci�n de rentas y ventas de oficios, con cierto �xito al principio.

La econom�a sufri� las consecuencias de las crisis de subsistencia que se repitieron a lo largo del reinado, como la gran hambruna de 1693, que parece que afect� de forma importante a los ingresos de la hacienda regia. Una vez concluida la guerra, el resurgir del pa�s fue no obstante r�pido, animado por el crecimiento del comercio. Las encuestas fiscales ordenadas a los intendentes en 1697 para proveer las rentas del duque de Borgo�a, hijo mayor del Delf�n, permitieron al Consejo real preparar futuras reformas hacend�sticas. Estas encuestas revelan una gran desigualdad econ�mica regional. En los puertos atl�nticos se acus� durante el per�odo un gran crecimiento del comercio. Aunque el Tesoro estaba agotado por las exigencias de la pol�tica exterior del rey, puede percibirse un lento despegue de la econom�a desde principios del siglo XVIII, gracias a la asunci�n de las ideas mercantilistas por las grandes compa��as comerciales mar�timas.

C�mo citar este art�culo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].