Los Cuarenta Días del Mussa Dagh, Franz Werfel

[Die vierzig Tage des Mussa Dagh]. Monumental novela del escritor austríaco, natural de Praga, Franz Werfel (1890-1945), publicada en 1933. Fue esbozada en Damas­co ante la triste visión de unos niños armenios, emigrados, que trabajaban en una fábrica de alfombras, y realizada en 1932- 33. Es un canto épico del trágico destino del pueblo armenio, minoría étnica odia­da y perseguida por su antiquísima civilización cristiana, inteligente, industriosa y nada belicosa, en eterno contraste con la raza guerrera de los turcos, con el gran imperio otomano, detentor del poder.

Enver Pachá, ministro de la guerra turco, Talaát Bey, ministro del Interior, precursores del racismo durante la primera guerra mundial, se propusieron aprovecharse de ella para suprimir definitivamente la cuestión arme­nia, condenando a la deportación, o sea, a la «nada», a toda la raza. Aflora bajo la cuestión armenia la cuestión judía, de la que el espíritu profético de Werfel (de origen hebreo) presenta sus futuros sucesos trágicos. «Si el gobierno de mi pueblo (di­ce el pastor alemán Juan Lepsius, esforzado defensor de los armenios, en su conversa­ción histórica con Enver, en un admirable capítulo del libro — elegido por el autor para una conferencia que pronunció en una ciudad alemana, en noviembre de 1932 — titulado «Intermedio de los dioses», que tra­ta del juego de los intereses políticos nacio­nales e internacionales en el conflicto de las razas, de las civilizaciones y de las re­ligiones) procediera contra mis coterrá­neos de raza diferente o de diferente opi­nión, de manera injusta, ilegal, inhumana, yo me alejaría al instante de alemania y marcharía a América».

La epopeya parte del episodio histórico anunciado por la prensa europea en un comunicado oficial francés del 22 de septiembre de 1915: «Perseguidos por los turcos, cerca de 5.000 armenios, en­tre ellos casi 3.000 mujeres, ancianos y ni­ños, se habían refugiado a fines de julio en el macizo del Mussa Dagh, al norte de la bahía de Antioquía, donde habían logrado contener a los agresores hasta primeros de septiembre; pero desde esta fecha los apro­visionamientos y las municiones comenza­ron a escasear y estaban a punto de sucum­bir, cuando lograron hacer saber a un cru­cero francés lo grave de su situación. Los cruceros de la escuadra francesa que hacían el bloqueo de la costa de Siria, acudieron rápidamente en su socorro y pudieron ase­gurar la evacuación de los 5.000 armenios, que fueron transportados a Port Said, don­de recibieron la mejor acogida y fueron instalados en un campamento provisional». Sobre este macizo que lleva el simbólico nombre de «Montaña de Moisés», donde vive durante cuarenta días en una improvi­sada comunidad la población de siete pue­blos de la costa mediterránea de Alejandreta, se repite en miniatura la historia de la humanidad y de la civilización, con sus grandezas heroicas y sus mezquinas mise­rias, con sus exigencias éticas y espiritua­les, y sus activos, incoercibles esfuerzos de elevación y bienestar material, con sus vic­torias y sus derrotas; pero, más que nada, con esa fe religiosa que permite la vida en el universo, dando a cada fenómeno te­rrenal un significado divino, justificando el mal con una previsora y suprema razón del bien.

La idea de refugiarse en el Mussa Dagh, y la organización de la vida social y de la resistencia armada allá arriba es debida al protagonista, Gabriel Bagradián, descendiente de ilustre familia armenia, que había sido educado y había vivido hasta poco antes en París, donde tomó mujer francesa, Juliette, y tuvo un hijo, Esteban, ahora de 13 años, y al que dio un preceptor armenio. Intelectual por naturaleza, filósofo y soñador, pero hombre de acción cuando es necesario, representa la fusión y, al mis­mo tiempo, el conflicto del espíritu orien­tal con el occidental, el drama de la Ar­menia europeizada, que siente dentro de sí, imborrable, ineludible, el fatal destino de su pueblo. «Ser armenio es imposible»; por eso cuando él ha llevado a cabo la ardua empresa de salvación coronada por un mi­lagroso acontecimiento, y su hijo, que es más armenio que él, ha muerto en la re­sistencia, su mujer, que vive el drama de francesa expatriada, le ha traicionado en una fugaz aventura con el ilusorio occidentalismo de un levantino, Gonzague Ma­ris, y ha enloquecido, y ha rozado el ama­ble soplo de amor de una joven armenia, Iskuhí, que ha encerrado en su ardiente es­píritu toda su pasión; desde este momento experimenta un decaimiento en la necesi­dad de acción de su potencialidad vital; cumplido el deber de defensa que ha sos­tenido sus generosas energías siente que ya no le queda ninguna razón ni capaci­dad de vida. Todo el dolor de su pueblo («sólo los pueblos perseguidos son buenos conductores de la corriente del dolor») ha alcanzado a su alma, alejándole toda vo­luntad de vivir.

Y mientras se alejan las naves llevando a los suyos a la salvación, él, sin que nadie le observe, sube de nuevo al monte y se encuentra solo en una lúcida inconsciencia junto al túmulo de su hijo. Una patrulla turca, al acecho, lanza una descarga: cae al suelo y la cruz de su hijo, arrancada en la caída, yace sobre su co­razón. Esto es la novela individual dentro de la narración del conjunto, en donde, en­tre hombre y mujeres, viejos y niños, sur­gen figuras inolvidables, como el austero y noble sacerdote armenio Ter Haigazún, el original farmacéutico, filósofo y bibliófilo Krikor, el cómico e insidioso maestro Oskanián, el siniestro e impertinente desertor ruso armenio Kilikián, la huérfana de Zeitún, Sato, víctima de una atroz deporta­ción, rara mezcla de naturaleza humana y de bestia, las pintorescas y grotescas pla­ñideras, brujas del cementerio. Cada per­sonaje tiene su historia, gracias a una in­agotable riqueza de inspiración, que crea narración tras narración, entre escenas de deportación y batallas, de incendios y muer­te, ya de grandiosidad impresionante, ya de una trágica sobriedad estatuaria, pero siem­pre de extraordinario poder representativo, y que hace de esta obra una piedra funda­mental de la épica moderna.

C. Baseggio