El hombre alegría | Cultura | EL PAÍS
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Obituario
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El hombre alegría

El escritor francés Christian Bobin ha fallecido a los 71 años. En España era un autor desconocido. Y, sin embargo, era uno de los más importantes de su generación, comparable a Pascal Quignard o Pierre Michon

Christian Bobin, en octubre de 2005.
Christian Bobin, en octubre de 2005.BERTRAND GUAY (AFP)

La vida es de altanería: abres la jaula, naces, nacemos, como pájaros, como si fuéramos gorriones, halcones, mirlos, canarios, lo que sea, y saltamos, fuera de los nidos, nos esparcimos por los cielos, hacia lo alto. A eso le llamamos los años, con suerte las décadas, volar, crecer, vivir, dando volteretas, coleando, atrapando lo que sea, la cabeza del aire, los labios del cielo. Y luego está la otra, la que se lo lleva todo, la que cierra la jaula, la que da un portazo, borra el cielo, apaga el día, lo hace con hambre, con desgarro, con rabia, porque es voraz, porque nunca da tregua. Ella, de golpe, con el puño, esparce todo ese jilguero, acalla toda esa pajarería, basta ya de risas, de infancias, que venga la carne blanca, y nos estruja como estropajos.

Y lo hace, verás, de mala manera, sin avisar, siempre, hunde las manos en la carne, y, recto, va hasta el fondo, arranca el corazón, y se lo lleva, bien rápido, chorreando, como si nada. Y, además, para colmo, no lo hace una sola vez, sino miles de veces a lo largo de una vida que, con suerte, se alarga, se estira hacia el centenario. Es un sin cesar, y por muchas jaulas que se abran, por muchas vidas que nazcan, vuelen, se esparzan, ahí están esas manos que siempre nos alcanzan, estemos donde estemos. No importan los cielos, ellas, esas manos, van recto al corazón y lo estrujan, aprietan, se lo llevan, un corazón bien vivo, que apenas unas horas antes era todo latir, saltaba, daba brincos, amaba. Y así, te despiertas, un día, de golpe, acabas de llegar del fin del mundo, y la noticia te pilla de repente, en medio de una comida, todavía te quedaba el postre, y entonces llega la mano, de un tirón seco, brusco, te revienta, te quedas aturdido, como un estornino, baleado: Christian Bobin ha muerto. Se acabó su vuelo.

Ocurrió este mismo 24 de noviembre de 2022, apenas un mes después del también inmenso, también francés, también fallecido, pintor Pierre Soulages, al que Bobin, su amigo, dedicó dos libros magníficos, imparables, infinitos: La noche del corazón (publicado y traducido por La Cama Sol, en España, en 2020) y Pierre, (que también publicará La Cama Sol en 2023). Christian Bobin es, en España, un desconocido, y, sin embargo, es, era, hasta hace unos días, sin duda uno de los escritores vivos más importantes de su generación, comparable a Pascal Quignard o Pierre Michon. En España, sin embargo, apenas un renglón, aquí, allí, apenas una reseña. El motivo de crear La Cama Sol ha sido en parte darlo a conocer a este lado de los Pirineos, uno de los primeros libros publicados por la editorial fue suyo, Un asesino blanco como la nieve (2017). Seguirán muchos más. El magnífico, irrepetible, El hombre alegría, con las obras de José María Sicilia; Soberanía del vacío (2019), con las obras de Diego Benéitez; El encanto sencillo (2020), con las obras de Cristina Almodóvar; El otro rostro (2021), con las ilustraciones de Jaume Plensa; Un ruido de columpio (2021), con las obras de Jerónimo Elespe; y el último, una novela, Una mujer en ciernes (2022), con las obras de la pintora Anka Moldovan.

Vida de ermitaño

Él vivía como un ermitaño, en un pueblo de la Francia profunda, ese país también de pueblos vacíos, achicados, pegados a un río o atrapados, encajados entre dos montes. Le Creusot era el nombre de ese lugar, el suyo, dónde nació y vivió prácticamente toda su vida. Difícilmente lo encontrarás en los mapas, pero allí nació, hace 71 años, y allí también ha muerto. Y luego están también otros pueblos que él adoró, en particular Conques, donde se quedó unos días, que fueron meses, que fueron años, deslumbrado por los vitrales, negros y blancos, casi un centenar, de Pierre Soulages. En esa abadía, cerca de Rodez, en un pueblo medieval bello como los que tenemos por aquí, va a nacer uno de los libros más bellos de Bobin, La noche del corazón, que acompañamos en su traducción en español con las obras del pintor Juan Uslé, convertido para la ocasión en uno de sus lectores más vibrantes (él me llamaría, para decirme que era el libro más bello que había hecho, al igual que Bobin me llamaría para decirme que El hombre alegría, con la obra de José María Sicilia, creada para la ocasión, era como volar en lo alto, como lo hace un águila).

A lo largo de su vida publicó más de setenta libros, algunos de ellos apenas unos folletos, pero el tamaño, como bien sabemos, no importa. Cada uno de ellos son pepitas de oro. Basta con abrirlos para quedar deslumbrados, pasmados, como si fuéramos, de pronto, reyes, inmortales. Ahí están ellos, rupestres, erguidos como dólmenes, libros de piedra, de roca caliza, que quedan, que quedarán. Y así ocurre con la muerte: ella nos arranca el corazón, se lo lleva como un ladrón, pero, a la vez, cada separación, cada robo, nos deja más vacíos, y más acribillados también, más deslumbrados, aturdidos por la vida misma. Y es la gran paradoja: la muerte nos arranca el corazón, así es, pero, a la vez, nos lava, nos quita la mugre, lo sucio, lo inútil, de pronto vamos al grano, solo importa lo esencial, la savia, solo importa esa pura locura del vivir. Todo se queda más limpio, en su sitio, cada segundo encaja, cada minuto, brilla como oro. Y eso hace la muerte, sin cesar, nos despierta, nos recuerda que cada día es una vida, que no demos nada por sentado, que todo es en balde, pero que nada, nadie, es diminuto.

La vida tiene así dos rostros, uno lleno de luz y otro lleno de oscuridad, uno que arranca y otro que ilumina. Tan pronto el rostro terrible de la noche nos cae encima, que entonces, como para salvarnos, aparece el otro rostro, el que irradia, de pronto el sol te cae también encima, te parte, te abre, como un relámpago, y te vuelve a levantar, en el mismo movimiento, en el mismo instante. Lo que nos queda de una persona es bien poco, es apenas un halo, un gesto, una manera muy suya, muy sutil, de ser ella. A eso le llamamos la presencia, una nota muy única de ser, de habitar el mundo, algo que no tiene parangón, que es incomparable, no se parece a ninguna otra partitura. Una manera de andar, de sentarse, de levantarse, de escribir, de pintar, de tocar, de lo que sea. Y así de Bobin, muchas risas atraviesan sus libros, los rajan, como si las páginas fueran vidrio, cada uno es un encuentro, un reencuentro. Y eso ocurre en muy pocas ocasiones, dar con un rostro, una voz, una luz, en tu vida. Cuando mis ojos se cierren, decía Bobin, serán una inmensa biblioteca, donde estarán en las estanterías todos esos rostros que me han atravesado, alcanzado, iluminado.

Su arte, su escritura, sus libros nos quedan ahora. Son, algo muy singular, único, más valiosos que pepitas de oro, porque se abren y se cierran, tienen alas, te hacen volar. Ahí están, ellos, y él también, el brillo de sus ojos, que eran de niño travieso, de infancia nunca perdida, un brillo de columpios, de canicas. Él tenía una risa muy suya, llena de carcajadas, una risa limpia, nada de postureo, de apalancarse por encima del hombre, de agacharse por detrás de una máscara. Eso era: un hombre alegría que celebró lo minúsculo, lo diminuto, lo muy alto, a la vez, en un mismo movimiento, un poema ryokan o un pensamiento de San Francisco de Asís, y, al siguiente paso, la eclosión, el reventón, de una flor, el rojo vivir de una amapola en un campo que estornuda. Muchos de sus libros llevan de hecho nombres de flores, El cristo de las amapolas, y, el último, El tordo rojo. Pero no nos equivoquemos: cada uno de sus libros revienta, acuchilla, no te deja ileso, cada uno de ellos te despierta, a tortas, a puñetazos, porque nos pasamos, a menudo, la vida olvidando, adormecidos por los oficios, por las agendas, por el sin parar, por todo esto que hace ruido y no sirve.

Libros más grandes que la vida

Entonces abres un libro. Uno de los suyos, cualquiera, por el principio, por el final, a medias, y lo atraviesas, de norte a sur, de este a oeste. Y entonces te pones a respirar más alto, de verdad, te acuerdas del destello de una mirada, piensas en esos labios, en lo que sea que te ha hecho más vivo. Y eso hacen los que mueren: no dejan, no paran de crecer, de hacerse cada vez más grandes en nuestras vidas. Ese crecer de los que ya no están, de los que se han ido, es algo muy singular, que no deja de sorprender. Como si la vida nunca acabara, como si incluso bajo tierra hubiese un cielo que sigue su rumbo. Y ese ser que se ha ido no deja de cambiar él también con el tiempo, como nosotros vamos cambiando. Nos acompaña, vayamos dónde vayamos, allí está él, ella, el que fuera, el que sigue con nosotros. Los que se han ido siguen en nuestro caminar, a cada paso que damos, ahí están ellos, en estas patas de gallo, en estas ojeras, que se te meten entre la carne, ellos mezclan sus rostros con los nuestros, y con el tiempo se apresuran con nosotros, nos llevan de calle en calle.

La muerte tiene muchas virtudes, una de ellas es que nos despierta, nos hace más vivos, nos recuerda lo esencial, lo que de verdad importa, la esencia. Y entonces vamos al grano. Dejamos de husmear, de correr de punta a punta, de subir, bajar, de un avión, de meternos en una reunión, otra más que no llevará a ningún sitio. Nos despertamos, y escuchamos entonces esa carcajada que nos limpia, abrimos los ojos con sorpresa, pasmados: el hombre alegría se ha ido, pero, en realidad, aquí está, en estos pliegues, en esta piel que se va ella también arrugando, achicando, aquí está él, en estos libros que nos deja, así que leamos, vayamos hacia ellos, nos los dejemos en la mesita, en la estantería, para otro día, porque otro día puede que nunca sea, porque cada día es toda una vida, eso nos dice Christian Bobin, a cada página que abres. Y ahora toca volver a leerlo, cerrar de una vez, esta hora, este día, que era inútil, y que de pronto se abre con la lectura, como un cielo, ahí está él, Bobin, volteando, con el sol de proa.

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