Una leyenda guanacasteca en los comentarios.
No se si alguien se lo ha dicho OP, pero gracias por compartir estas cosas.
Cada vez que pone algo aprendo cosas que no sabía. Con esta leyenda en especial tengo una conexión porque yo escuché esos gritos una vez.
Estábamos en la finca de mi abuelo y unas chanchas acababan de parir como a la media noche. En la madrugada estábamos todos mis primos y yo en colchones en la sala, cuando empezamos a escuchar unos gritos que simplemente sabíamos que no eran de una persona, esa noche mi tía salió del cuarto y nos dijo que no nos asustáramos, que el dueño del monte (ella no le dice “el viejo”) estaba cuidando a los animales y que solo debíamos temer si le hacíamos daño por maldad a un animal.
No se si lo que ella cuenta será una variación de esta leyenda, pero sin duda algo que nunca voy a olvidar.
En San Carlos nos decían que no se lastimaba porque sí a un animal. Creo que por ahí va.
Ilustración por ¿? Bolaños
Por Bagaces pasó una vez el Viejo del Monte
Parte II para ir al grano
EL VIEJO DEL MONTE
Serían las tres de la tarde. Nos encontrábamos en los más profundo de los potreros de la Hacienda Catalina asando algunas palomas que habíamos cazado con mi rifle, y lo más satisfechos por el buen éxito de nuestra faena, cuando escuchamos a unos cientos de metros, detrás de la "socolla", el grito conocido de los campesinos de esta tierra: ¡Hey... toro... heey! y como si al grito el ganado se hubiera despertado de un sueño, la estampida de los animales que sesteaban debajo de unos guapinoles y unos guanacastes, no se hizo esperar.
Aquello era insólito. Nunca antes habíamos asistido en ninguna hacienda a un espectáculo así, y después de la sorpresa sentimos miedo. Al principio, Toñito Recio y Vicente Santamaría creyeron que era un terremoto; pero más concentrado y menos miedoso que los demás, los saqué del error y comenzamos a correr hacia la tranquera. Ahí nos subimos al portón y con sentido observador miramos a todas partes para descubrir el motivo de aquel fenómeno. ¡Pero hermano! ¡Nuestras carreras no habían terminado!
Poco rato después volvimos a escuchar el grito de aquel sabanero que no se dejaba ver y el estruendo de una estampida que por segundos parecía venir hacia nosotros con gran velocidad. Volvimos a sentir miedo y Fidelito Caravaca, aterrorizado, empezó a llamar a la mamá y, Víctor Aragón, al papá. Todos me miraban como pidiéndome resolución y en la congoja bajamos del portón, y después de una carrera de cerca de mil metros que nos permitió llegar al otro portón con el hígado en la boca, caímos todos asustados al pie de un frondoso tamarindo.
No sé de dónde sacamos valor y fuerzas para subirnos al árbol, y desde esa atalaya miramos, con el espanto más grande, que la estampida del ganado no se había detenido en la alambrada y que continuaba su desenfrenada carrera hacia nosotros.
Aquel tamarindo era fuerte y un sentido de seguridad nos hizo entender que era mejor quedarnos arriba, pero ¡mi hermano! ¡lo que vimos!: como a unos cincuenta metros pasaron las reses, tal vez unas doscientas y, lo más insólito, detrás de ese ganado iba un sabanero con su soga al aire ahuyentándolos con gritos: iHey... Arree... Hey! iArree... ee... ganado!
Pero aquel sabanero no era un sabanero normal, a pesar de que usaba las polainas y el sombrero de palma de los campesinos de esta tierra. Nunca habíamos visto un sabanero con barbas tan grandes y con el pelo al hombro, lo que lo hacía estrambótico. Ocupado atrás del ganado, ni nos volvió a ver, pero instintivamente todos pensamos en cadena que era El Viejo del Monte. Su figura estrafalaria y sus modales no podían engañarnos.
No sé cómo lo hicimos, pero la cosa es que pegamos otra carrera, y con gran esfuerzo logramos franquear no sé cuántos portones más y salir a una callejuela donde caímos agotados y llorando a lágrima viva. Comenzábamos a sentirnos aliviados cuando volvimos a escuchar el grito del Viejo del Monte, y sacando fuerzas de flaqueza, nos levantamos inmediatamente y logramos llegar a la última tranquera de la Hacienda. Nos subimos al portón todos cansados y, sin dejar de llorar y gritar desesperadamente, esperamos un poco. Y allí fue la última visión de aquel espanto que pasó como a cincuenta metros de nosotros, corriendo en su caballo melado vertiginosamente hasta perderse entre la espesa arboleda que llegaba al río.
Después de ese instante no volví a saber de mí. Cuando desperté me encontraba todo arropado en la cama, y tenía unos cuarenta grados de fiebre. Mi madre lloraba a mi lado como si me estuviera muriendo y papá, todo desalentado, no cesaba de caminar dentro del aposento, hablando solo.
Felizmente me recuperé pronto. Igual todos mis compañeros de aquel entonces. Pero a los potreros no volví nunca y desde ese episodio se operó un cambio notable en mi persona.
Con el correr de los años, y ya hombre, me compré de una pequeña finca, pero cómo no me dio resultado, acepté en una hacienda el cargo de caporal; a pesar de que en mi cargo me veía obligado a recorrer grandes distancias, solo, entre los potreros de la hacienda, nunca más volví a ver el Viejo del Monte.
A veces pienso y me imagino que todo aquello pudo ser un sueño. Pero no, señores, por Bagaces pasó una vez el Viejo del Monte, y ¡qué lección me dejó...!
Parte I con el contexto
Sentado en un hermoso butacón de espaldar de cuero, don Melchor Bejarano era una hermosa estampa de patricio griego con sus luengas barbas en las que el tiempo había impreso un matiz de antigüedad. Agréguese a esto su cabellera entrecana alrededor de una amplia calvicie sonrosada, y ya tendréis el cuadro.
Esa tarde había ido a visitarlo. En la pensión me habían enterado de que don Melchor solía recordar bonitos pasajes de su vida, y yo quería escucharlo. Sabiendo de sus gustos por anticipado, de paso por una pulpería le compré unos puritos y se los llevé.
Hizo las presentaciones la esposa de su sobrino, en cuya casa en Bagaces tenía un aposento a la calle. Padecía de un fuerte reumatismo que no le dejaba en paz, y vivía a expensas de una modesta pensioncita que le daba una hacienda, donde había sido caporal por más de cuarenta años, y como nunca se casó, vivía bajo la protección de su sobrino que tenía una finquita y unos animalitos un poco adentro de la región.
Instado por su sobrina política para que me contara algo, don Melchor da comienzo a su relato diciéndonos a todos que si sabíamos que una vez el Viejo del Monte había pasado por Bagaces. Asombrado le contesté que no y así, mientras paladea un buchito de café negro, nos hace a los presentes el siguiente relato: "Tendría yo unos nueve años a lo sumo; creo que fue como a principios de siglo; cuando Bagaces todavía no había perdido su brillo y fastuosidad de pueblo importante, en la ruta de la carretera nacional a Nicaragua.
Ocupado mi padre en los serios menesteres de su elevado cargo judicial, y sin el cuidado de mi madre, que se encontraba en la capital de la república, asistiendo a mis dos hermanos mayores que verificaban sus estudios en el Liceo de Costa Rica, me encontraba en la más entera libertad a que pudiera aspirar un niño bajo el cuidado de una anciana cocinera. Salido de las clases, que eran por la mañana, mis quehaceres escolares me dejaban sin ninguna ocupación y así era corriente que no hubiera suceso de importancia en la calle en el que yo no estuviera presente. De esta manera no había río o Hacienda en toda la circunscripción bagaceña que yo no conociera bien. Formando barra con otros chiquillos de mi edad y vagos como yo, solíamos meternos en las profundidades de los potreros a montar y lidiar los terneros de las haciendas. Mi huelga la componíamos siete rapazuelos, a cuál más listo y valiente y de la cual yo era el líder en todo. Los ríos yo sabía cómo atravesarlos. A nadar nadie me ganaba, así fuera el propio Bebedero que era un nido de caimanes. Cerca del puente que construyó don Cleto en el puertecito de Bebedero en 1905, donde el lagartero era una peste, maté muchísimos animales abriéndoles el vientre con mi cuchillo de montear. Mis compañeritos se asustaban de mi audacia.
Y eso que hacía con los lagartos solía hacerlo en la tierra con las culebras.
Una vez un grupo de agentes viajeros a quienes yo les llevaba las bestias al potrero, fueron testigo de mi valor y osadía, al verme dentro de la depresión de una hondonada, "toreando" una enorme terciopelo, a la cual maté después. La gente decía que yo llevaba el diablo metido en el cuerpo, pues hasta para "los golpes" era un poco maldito, los más grandes me temían.
En otra ocasión recuerdo que tiré una piedra al tamarindo que había en la plaza frente a la oficina de la Agencia de Policía, donde estaba mi padre, con el objeto de botar un enorme panal que se balanceaba con la brisa como nido de oropéndola.
¡El revuelo que se armó en un instante! Unas viejecitas que tenían su venta de refrescos y rompope, debajo del palo, a pesar de su avanzada edad, salieron corriendo como alma que lleva el diablo. Unos carreteros que fresqueaban bajo la sombra de unos tupidos higuerones dando de comer caña a sus bueyes, al sentir el piquete de las avispas en la nuca y en los brazos, tiraron todo y salieron huyendo, no sin darme de paso coscorrones; el chinito de la pulpería en la esquina cerró las puertas de su negocio y cuando lo abrió tenía las orejas y el rostro lleno de chichotones; dos ebrios que al calor de las copas discutían acaloradamente frente a la vieja casona de don Tomás Guardia, aunque haciendo eses tomaron las de villa diego. Fue un episodio risible, pero que al final para mí terminó en tragedia pues mi tata casi me mata a palos a pesar de los cardenales que me desfiguraban la cara y los brazos.
¿Pero creen ustedes que me curé... ?, pues no, porque varios días después volví a mis diabluras de siempre. Pero esta vez fue en los viejos potreros de la Junta castigando una rebeldía a un compañero de aventuras en que sometido a juicio toda la huelga lo condenó a "Horqueta." Casi lo dejamos inútil. De no haber sido sus gritos espantosos que posiblemente se escucharon en el pueblo, lo hubiéramos matado. Tuvo que ser llevado al hospital dé Puntarenas.
Todo esto se los cuentos para que vean ustedes hasta donde era yo de malo, y puedan entender después, como de una manera tan de repente me vino la curación.
Fuente:
Rodríguez-Gutiérrez, R. A. (1960). Cuentos y leyendas costarricenses, página 89. San José, C.R: Empresa Editora Centroamericana.