Portada
Sinopsis
Portadilla
Episodios de una guerra interminable
Dedicatoria y cita
Citas
I. El asombro (1954)
II. La compañía (1955)
III. La soledad (1956)
IV. La madre de Frankenstein
La historia de Germán. Nota de la autora
Los personajes
Créditos
Índice
SINOPSIS
En 1954, el joven psiquiatra Germán Velázquez vuelve a España para trabajar en el manicomio de mujeres de
Ciempozuelos, al sur de Madrid. Tras salir al exilio en 1939, ha vivido quince años en Suiza, acogido por la familia del
doctor Goldstein. En Ciempozuelos, Germán se reencuentra con Aurora Rodríguez Carballeira, una parricida paranoica,
inteligentísima, que le fascinó a los trece años, y conoce a una auxiliar de enfermería, María Castejón, a la que doña
Aurora enseñó a leer y a escribir cuando era una niña. Germán, atraído por María, no entiende el rechazo de ésta, y
sospecha que su vida esconde muchos secretos. El lector descubrirá su origen modesto como nieta del jardinero del
manicomio, sus años de criada en Madrid, su desdichada historia de amor, a la par que los motivos por los que Germán
ha regresado a España. Almas gemelas que quieren huir de sus respectivos pasados, Germán y María quieren darse
una oportunidad, pero viven en un país humillado, donde los pecados se convierten en delitos, y el puritanismo, la
moral oficial, encubre todo tipo de abusos y atropellos.
ALMUDENA GRANDES
LA MADRE DE FRANKENSTEIN
Agonía y muerte de Aurora Rodríguez Carballeira
en el apogeo de la España nacionalcatólica,
Manicomio de mujeres de Ciempozuelos,
Madrid, 1954-1956
EPISODIOS DE UNA GUERRA INTERMINABLE
PLAN DE LA OBRA
I
Inés y la alegría
El ejército de la Unión Nacional Española y la invasión del valle de Arán,
Pirineo de Lérida, 19-27 de octubre de 1944
II
El lector de Julio Verne
La guerrilla de Cencerro y el Trienio del Terror,
Jaén, Sierra Sur, 1947-1949
III
Las tres bodas de Manolita
El cura de Porlier, el Patronato de Redención de
Penas y el nacimiento de la resistencia clandestina contra el franquismo,
Madrid, 1940-1950
IV
Los pacientes del doctor García
El fin de la esperanza y la red de evasión de criminales de guerra y jerarcas nazis dirigida por Clara Stauffer,
Madrid - Buenos Aires, 1945-1955
V
La madre de Frankenstein
Agonía y muerte de Aurora Rodríguez Carballeira
en el apogeo de la España nacionalcatólica, Manicomio de Ciempozuelos (Madrid), 1954-1956
VI
Mariano en el Bidasoa
Los topos de larga duración, la emigración económica interior y los 25 años de paz,
Castuera (Badajoz) - Eibar (Guipúzcoa), 1939-1964
A Luis.
Otra vez, y nunca serán bastantes
Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas,
Aún en estos libros te es querida y necesaria,
Más real y entresoñada que la otra;
No esa, mas aquella es hoy tu tierra.
La que Galdós a conocer te diese,
Como él tolerante de lealtad contraria,
Según la tradición generosa de Cervantes,
Heroica viviendo, heroica luchando
Por el futuro que era el suyo,
No el siniestro pasado donde a la otra han vuelto.
La real para ti no es esa España obscena y deprimente
En la que regentea hoy la canalla,
Sino esta España viva y siempre noble
Que Galdós en sus libros ha creado.
De aquella nos consuela y cura esta.
Luis Cernuda, «Díptico español»,
Desolación de la quimera (1956-1962)
El sueño de la razón produce monstruos.
Título del grabado
número 43 de los Caprichos
de Francisco de Goya (1797-1799)
INVENTARIO DE LUGARES PROPICIOS AL AM OR
Son pocos.
(...)
Por todas partes ojos bizcos,
córneas torturadas,
implacables pupilas,
retinas reticentes,
vigilan, desconfían, amenazan.
Queda quizá el recurso de andar solo,
de vaciar el alma de ternura
y llenarla de hastío e indiferencia,
en este tiempo hostil, propicio al odio.
Ángel González,
«Inventario de lugares propicios al amor»,
Tratado de urbanismo (1967)
Por las mañanas, alguien tocaba el piano.
En el pabellón del Sagrado Corazón, donde se alojaban las señoras pensionistas de primera
clase, los pasillos eran de tarima, madera de roble barnizada que brillaba bajo la luz del sol como
un estanque de caramelo. Cuando la pisé por primera vez, apreciando la flotante naturaleza de las
tablas que cedían bajo mi peso para crujir antes de recuperar la firmeza, no me di cuenta de que
acababa de recuperar una sensación infantil. El suelo de la casa de mi madre, astillado, negruzco,
ya no parecía de caramelo. Había pasado mucho tiempo, más del que yo había vivido fuera de
España, desde que lo barnizaron por última vez.
Durante quince años me había esforzado por recordar los colores, las texturas, las
sensaciones que había perdido, pero cuando regresé, todo me sorprendía. La rotundidad del sol de
enero sobre los campos encogidos por la escarcha, la vastedad de las llanuras secas, la aridez de
la tierra, la forma de las nubes, la silueta de las mujeres a las que veía cada mañana recogiendo
agua en la fuente de la plaza, sus cabezas humilladas, cubiertas con un pañuelo, pero aquel piano
no. Absorto en otro ritmo, el que producían mis pisadas sobre la madera, ni siquiera le presté
atención hasta que la música cesó bruscamente cuando pasé por delante de una puerta. Sólo
entonces recordé dónde vivía. España no era Suiza, las emisoras de radio españolas no emitían
conciertos de piano a las doce de la mañana. Un segundo después, como si quisieran acompasarse
con mi extrañeza, todas las campanas de Ciempozuelos repicaron al unísono para señalar la hora
del Ángelus.
Todavía no me había acostumbrado a aquel ritual, el doctor Robles y sus discípulos
abandonando cualquier tarea a las doce del mediodía para congregarse en el vestíbulo y rezar con
fulminante devoción una oración fragmentada, en la que una hermana pronunciaba unos versículos
a los que parecían responder los demás. La primera mañana no entendí lo que pasaba, y seguí
hablando hasta que un compañero me cogió del brazo mientras apoyaba sobre sus labios el dedo
índice de la otra mano. Él no se arrodilló, tampoco rezaba, pero se quedó quieto, las piernas
juntas y las manos cruzadas en el regazo, hasta que los demás terminaron. Dos días después,
comprobé que no era el único. Otro psiquiatra del equipo de Robles hacía lo mismo y eso, dejar
lo que estuviera haciendo, acudir al vestíbulo, juntar las piernas, cruzar las manos, cerrar los
labios, hice yo a partir de entonces. Pero en el pasillo del Sagrado Corazón estaba solo y me
limité a escuchar el silencio un instante antes de seguir andando. Cuando llegué al final del
pasillo, el piano había vuelto a sonar. Me quité los zapatos, deshice el camino muy despacio y la
música no cesó.
Desde aquella mañana, siempre que podía, me refugiaba del Ángelus en el Sagrado Corazón,
un edificio de aspecto señorial que parecía menos un sanatorio que un hotel, un antiguo balneario
bien conservado, encerrado en un jardín antiguo, frondoso, de árboles altos, podados con
sabiduría. Los otros pabellones también tenían jardines, también hermosos pero menos
exuberantes, con menos flores en primavera y menos sombra en verano, como si la clasificación
de las internas en cuatro clases, según el dinero que pudieran o no pagar, alcanzara incluso a la
variedad de tonos del color verde que contemplaban desde las ventanas de sus dormitorios. En
estos, la diferencia se marcaba aún más.
El alojamiento de la pianista era de los más caros, no tanto una habitación como una vivienda
propia. Un pequeño salón comunicaba con el dormitorio, al que se abría también un cuarto de
baño privado que no pude ver desde el pasillo. A ella la vi sólo de espaldas, sentada ante un
piano de pared colocado frente a una ventana, a un lado de la cama. Había abierto la puerta
lentamente, con todo el sigilo del que fui capaz, pero tuve la impresión de que aunque hubiera
hecho ruido, no se habría vuelto a mirarme.
Era una mujer mayor, con el pelo blanco, muy corto. A la distancia desde la que la
observaba, sin traspasar nunca el umbral, aprecié la buena calidad de su ropa, cada día distinta
pero siempre negra, tan pulcra como si la hubiera cepillado antes de ponérsela. La limpieza era un
atributo raro en una enferma mental, la dignidad, una condición insólita, pero nada resultaba tan
extraordinario como el movimiento de sus dedos sobre el teclado. Yo no era un gran melómano,
pero había escuchado muchos conciertos en mi vida. Mi madre, que se había ganado la vida como
profesora de piano antes de casarse y volvería a hacerlo después de la guerra, nunca había dejado
pasar un día entero sin sentarse a tocar. Además, en Neuchâtel y sobre todo en Berna, había
tratado a varios músicos y a muchos pacientes que no lo eran antes de cultivar el arte como
terapia. Por eso comprendí enseguida que aquella mujer era diferente.
La pianista del Sagrado Corazón no sólo interpretaba como una virtuosa, sino como una
virtuosa perfectamente cuerda. La música que brotaba de sus dedos no sólo era exacta, tan fluida y
melodiosa como la que producía el piano de mi madre, sino que más allá de su regularidad, la
ausencia de pausas y errores, poseía una condición misteriosamente elástica. La pianista del
Sagrado Corazón reinaba sobre las notas, gobernaba los acordes como si fueran seres vivos que
subieran, y bajaran, y se acoplaran, y se separaran por su propia voluntad. Más que sonidos,
creaba un bucle de armonía infinita que parecía haber existido siempre, porque no se detenía,
apenas descansaba, cuando daba por terminada una obra y comenzaba otra. La paciente de la
habitación 19 del pabellón de primera clase no sólo tocaba admirablemente un piano en cuya
bandeja no reposaba partitura alguna. El teclado y su cuerpo se habían integrado para producir un
único instrumento, tan poderoso que sabía reflejar todas las emociones humanas, desde la piedad
hasta la ira. Pero aquella anciana vestida de negro aún guardaba más sorpresas para mí.
Por las tardes, alguien leía para ella en voz alta.
Desde que llegué a Ciempozuelos había destinado las mañanas a analizar las historias
clínicas de las pacientes que el doctor Robles había sugerido para mi programa. Por las tardes me
dediqué a entrevistar a las candidatas, hasta que descubrí que mi criterio no coincidía siempre con
el del director del manicomio. Estudié otras historias con la esperanza de completar una lista
idónea, y aquel propósito me llevó al Sagrado Corazón un día de mediados de febrero, a media
tarde. Pretendía visitar a una interna para explicarle el programa y proponerle que se reuniera
conmigo al día siguiente, pero al llegar no oí el piano. El silencio torció mis planes.
Me quité los zapatos y avancé muy despacio hasta la habitación 19. A medio camino distinguí
un sonido inesperado, la voz de una mujer joven que cambiaba de entonación rítmicamente,
formulando preguntas a las que ella misma respondía a continuación, como si interpretara a dos
personajes distintos. Al escucharla fruncí el ceño, pero cuando apenas había tenido tiempo para
procesar esa polifonía, otra voz ronca, cansada, deshizo mi confusión.
—Léeme eso otra vez.
La pianista emitió la orden en el tono seco, autoritario, de una mujer acostumbrada a mandar.
—¡Ay, qué pesada se pone usted! —su lectora poseía a cambio una voz bonita de timbre casi
infantil, aguda como un cascabel—. Pero sólo un ratito, que es muy tarde, y si me retraso me va a
caer una bronca que no vea...
Y repitió un diálogo de lo que supuse que era un tratado filosófico, porque se tropezaba de
vez en cuando con la pronunciación de términos griegos cuyo significado seguramente desconocía.
—¡Hala, ya está! —dijo al terminar—. Mañana más.
—No —la dama autoritaria se opuso con energía—. Quédate otro rato, hoy has leído muy
poco.
—Que no puedo, doña Aurora, de verdad —escuché el ruido de una silla que se movía, el
roce del libro al posarlo sobre una mesa—. Tengo que irme ya.
Intuí que iba a abrir la puerta y retrocedí hasta el centro del pasillo con mis zapatos todavía
en la mano. Eso fue lo primero que la lectora vio al descubrirme, pero la anciana la reclamó antes
de que pudiera reunirse conmigo.
—¿Vas a venir mañana? —su voz había cambiado para dar paso a la urgencia de una niña
pequeña, caprichosa—. Prométemelo, prométeme que mañana vas a volver.
—Pues claro —la joven sonrió, no para mí, y volvió sobre sus pasos para despedirse de la
pianista—. ¡Qué cosas se le ocurren! Mañana a las cinco me tiene usted aquí otra vez.
Se inclinó sobre la paciente de la habitación número 19 y ella la rodeó con sus brazos, la
apretó tan fuerte como si no estuviera dispuesta a dejarla marchar, apoyó la cabeza en su
estómago, el rostro vuelto hacia mí, los ojos cerrados.
En ese instante la reconocí.
I
El asombro (1954)
Cuando el taxi se detuvo ante el portal de Gaztambide 21, sentí que me faltaba el aire. El resto de
los síntomas se manifestó muy deprisa, antes de que tuviera tiempo para autodiagnosticarme una
dolencia que habría reconocido a tiempo en cualquier otro paciente.
—¿Le pasa algo, señor? —el taxista se volvió a mirarme con el ceño fruncido—. Se ha
puesto usted muy blanco. ¿Quiere que le lleve a la Casa de Socorro?
—No, gracias —me esforcé por ralentizar el ritmo de mi respiración aunque sabía que la
opresión en el pecho aumentaría—. ¿Cuánto le debo? —así aprendí que al controlar la
hiperventilación también se disparaba la frecuencia de las palpitaciones cardíacas.
Nunca antes había tenido un episodio de ansiedad. Miedo sí, mucho miedo y muchas veces,
durante los bombardeos, en el coche que me llevó a Alicante, en el muelle del que nunca acababa
de zarpar mi barco, en la celda de una comisaría de Orán, en el puerto de Marsella y después, en
un interminable viaje en coche entre Francia y Suiza. Había tenido miedos grandes y pequeños, de
mí mismo y de otras personas, miedo a morir, a que me mataran, a perder el control, mucho miedo,
pero nunca ansiedad. Hasta el 21 de diciembre de 1953. Hasta que aquel taxista al que le dejé una
propina desorbitada para poder salir a toda prisa de su coche, se paró delante de la casa donde
había vivido yo, donde seguía viviendo mi madre, donde ya no vivía mi padre.
Tardé un buen rato en subir. Antes me paré a un lado del portal, dando la espalda a la calle, y
abrí la bolsa de viaje para meter la cabeza dentro hasta que logré respirar normalmente. Mi
corazón se fue tranquilizando poco a poco, pero la sensación de opresión bajó desde el pecho
hasta el estómago y no se movió de ahí. Tenía ganas de fumar, pero el temblor de mis manos me
advirtió que no me convenía. Comprendí que sólo tenía dos opciones, entrar de una vez en aquel
portal o volverme a Suiza. Como mis piernas querían quedarse, salvaron sin esfuerzo los tres
escalones que daban acceso al interior.
En el chiscón de Margarita, aquella anciana destemplada que olía mal pero a mí me caía
bien, porque me daba un caramelo cada tarde al verme volver del colegio, un desconocido me
miró de través y se levantó de su silla a toda prisa para preguntarme adónde iba. Desde que pisé
el andén de la estación del Norte, me había enfrentado a Madrid como a un animal raro, un
monstruo sujeto a una metódica, fantástica metamorfosis. Bajo la piel nueva, en algunos lugares
aún transparente, de aquella que siempre había considerado mi ciudad, descubrí vestigios de un
mundo conocido, aromas, detalles, sonidos familiares que se mezclaban en un paisaje ajeno,
indiferente a mi regreso, con otros que nunca habría acertado a imaginar. No sólo habían
cambiado las banderas. También el color de los tranvías, los escudos pintados en las puertas de
los taxis, los uniformes de los municipales, las chaquetas de los barrenderos, los nombres de los
cines, de las tiendas, de las calles, el modelo de las placas donde estaban escritos. Pero mientras
explicaba al sucesor de Margarita quién era yo y por qué iba al primero derecha B, me di cuenta
de que algunas cosas no cambiarían nunca. La arrogancia que enmascaraba la curiosidad de los
porteros madrileños, por ejemplo. La hostilidad con la que se dirigían a los desconocidos. La
facilidad con la que su antipatía se trocaba en una sonrisa obsequiosa al identificar a cualquier
recién llegado susceptible de darles propina. Muy pronto descubrí que si algunas cosas no
cambiaban fuera, otras permanecían inmutables dentro de mí. Mientras subía las escaleras, el
corazón se me salía por la boca y sin embargo, en el sexto peldaño la realidad se dio la vuelta
sobre sí misma, como si los infinitos engranajes de una máquina compleja, delicadísima,
encajaran entre sí en un instante para proclamar que, aunque yo no lo creyera, Germán Velázquez
Martín acababa de volver a casa.
Podía recordar al menos seis pares distintos. Mis favoritas eran unas chinelas de piel de
color rosa muy claro, que dejaban sus talones al aire y enmarcaban los empeines en dos nubes de
plumas pequeñas, finísimas, que daba gusto acariciar. Pero hubo más, unas verdes de pana en
invierno, en verano unas babuchas de cuero amarillo que mi padre le había traído de Marruecos.
Cuando hacía mucho frío usaba otras rojas, forradas por dentro de piel de borrego. Las últimas
que se habían grabado en mi memoria eran de color azul marino, como las que estaba viendo en
aquel momento, porque antes de que llegara a su lado, ella ya estaba allí.
Las zapatillas de mi madre, un infalible reloj viviente que tenía la costumbre de esperarnos
en el descansillo con la puerta entreabierta a sus espaldas, anunciaban su presencia como un
amoroso heraldo. Durante la niñez, cuando me había salido mal un examen o me había pegado en
el recreo con algún compañero, nada me consolaba tanto como distinguirlas al fondo de la
escalera, ni me desanimaba más que su ausencia. Pero ninguna emoción podía compararse con la
que sentí en aquel momento. Quizás porque, a seis peldaños de distancia, distinguí ya el trabajo
del tiempo en unos tobillos insospechadamente frágiles, la piel reseca y pálida de unos pies hacia
los que corrí con una ansiedad repentina, distinta, que no me oprimía en el pecho pero dolía más.
—Mamá.
La piel de su rostro, tan fina y arrugada como la de mis zapatillas favoritas, me impresionó
menos que su melena desaparecida, el pelo ralo y canoso, corto, que transparentaba ahora el
contorno de su cráneo. Pero nada me preocupó más que el volumen que había perdido su cuerpo,
la desconocida, huesuda delicadeza de los brazos que me rodeaban, la crueldad del aire que
rellenaba el contorno de su cintura, el grito de sus costillas, visibles sobre la ausente redondez de
sus caderas. Y sin embargo era ella, seguía siendo ella y estaba allí. Era mi madre y la llamé
muchas veces, mamá, mamá, mamá, sólo por escucharme decir esa palabra, por pronunciar dos
sílabas idénticas que muchas veces había temido no volver a pronunciar jamás.
—¡Ay, Germán! —musitó mi nombre mientras me abrazaba, y separó su cabeza de la mía
para mirarme con una sonrisa abierta, las mejillas empapadas en llanto—. Germán, hijo mío, no
sabes cómo me alegro... Ahora ya no me importaría morirme, de verdad te lo digo —y me besó
muchas veces en los mofletes, haciendo ruido, como cuando era pequeño—. ¡Ay, cariño! Pero qué
bien estás, y qué mayor, si eras un crío cuando... —me tocaba la cara, el cuello, los hombros,
como si no pudiera verlos, y se echó a reír, y dejó de llorar—. No me puedo creer que estés aquí,
aunque la verdad es que no entiendo... —tiró suavemente de mí para meterme en el recibidor y,
aunque cerró la puerta, su voz descendió en un segundo, como un animal bien domesticado, hasta
el volumen de un susurro—. Con lo bien que estabas en Suiza, sigo pensando que no deberías
haber vuelto.
En la primavera de 1952, la Clínica Waldau fue seleccionada por un laboratorio
farmacéutico que trabajaba en el desarrollo de la clorpromazina, un medicamento descubierto
hacía sólo unos meses. El primer neuroléptico de la Historia fue recibido con desconfianza por
los psiquiatras más prestigiosos de mi hospital, que no acertaron a intuir la magnitud de la
revolución que estaba a punto de desatar. Su conservadurismo me dio la oportunidad de dirigir un
ensayo clínico que cambiaría la vida de algunos de mis pacientes, y mi propia vida.
Me gustaba ser psiquiatra, pero mi trabajo nunca había llegado a emocionarme. Casi todos
los días me sentía igual que un entomólogo que clavara insectos en un corcho, para observar
durante cuánto tiempo eran capaces de seguir moviendo las patas y anotar cuidadosamente los
resultados, pero aquella experiencia me convirtió en un médico de verdad. La nueva medicación
no sólo funcionaba mucho mejor que los electrochoques, los comas insulínicos, los baños en agua
helada y otras torturas terapéuticas. La clorpromazina curaba o, al menos, suprimía los síntomas
de enfermedades que habíamos creído no poder derrotar jamás. Por eso, para contarlo, fui a Viena
en septiembre de 1953.
El día que firmé la primera autorización para que pasara una semana con su familia, Walter
Friedli estaba a punto de cumplir cuarenta y ocho años. Había ingresado en la Clínica Waldau a
los diecinueve. Cuando lo conocí, a media mañana de un día de enero de 1947, apenas me miró.
Levantó un instante hacia mí sus ojos claros, aguados, hundidos en las cuencas, y volvió a fijarlos
en sus manos. No le interesaba yo, no le interesaba nada, no le interesaba nadie. Dormía muchas
horas. No le dirigía la palabra al personal de la clínica ni al resto de los internos. Pasaba la
mayor parte del día sumido en una apatía casi absoluta, sólo interrumpida por la energía con la
que negaba de vez en cuando con la cabeza, pero por las tardes sufría enormemente.
A la hora de la merienda, se sentaba en el alféizar de una ventana de la galería. Siempre la
misma ventana, a la misma hora, en la misma postura. Entonces sí hablaba, al principio en un
murmullo, aunque el volumen de su voz se iba incrementando en proporción al tormento que le
causaban las voces que escuchaba. Walter Friedli era esquizofrénico y tenía alucinaciones
acústicas. Todas las tardes se peleaba con su madre, que había fallecido de un ataque cardíaco
antes de que él cumpliera tres años, pero le culpaba de haberla asesinado. Recibía otras visitas,
de personas a las que había conocido, de otras que jamás habían existido, y todas le perseguían
con la misma saña, todas le acosaban, le insultaban, le exigían que hiciese cosas que no podía
hacer. No puedo, gritaba, no puedo hacer eso, no puedo salir de aquí, sabes que no puedo...
Durante un par de horas argumentaba, gritaba, desafiaba a sus enemigos, luchaba con ellos y, al
fin, se rendía. Luego se echaba a llorar, cubriéndose la cabeza con los brazos para protegerse de
los ataques del aire, que le dolían más que los golpes auténticos.
En la hora más triste de cada día, el señor Friedli se deshacía en sollozos como un animalillo
inerme acosado por una manada de fieras. Así era exactamente como se sentía. Si el cielo estaba
nublado, era difícil distinguir el color de las nubes del color de su rostro. Si llovía, el llanto
manso, impotente, de su rendición parecía una prolongación natural del agua que empapaba los
cristales. El crepúsculo y él se convertían entonces en una sola cosa, siempre la lluvia, la
oscuridad, un cielo de nubes negras con forma humana. Ni siquiera los intensos contrastes de las
puestas de sol del verano impedían que él siguiera lloviendo por dentro, porque el infierno donde
vivía era insensible al clima, a las estaciones, a la luz. Sólo respetaba, con una puntualidad
escrupulosa, la hora de su cita con los monstruos. Así vivía el ser más desamparado que yo había
conocido, un hombre que estaba sano, que era fuerte, que tenía una hermana mayor que le quería.
Cada domingo, Marie Augustine Bauer, nacida Friedli, se arreglaba el pelo, se pintaba los
labios, se ponía su mejor ropa para venir a visitar a Walter. Era una mujer encantadora, siempre
amable, sonriente incluso en el instante en el que se sentaba en el alféizar, a su lado, e intentaba
cogerle de la mano. Él a veces se dejaba. Otras no. A veces, Marie Augustine le hablaba de la
madre de ambos. Le contaba que había sido una mujer muy buena, cariñosa, que le había querido
mucho antes de morir durmiendo, sin la intervención de nadie. Walter hablaba con sus propias
voces, como si no escuchara la de su hermana, aunque algunos domingos, después de un rato,
guardaba silencio y parecía interesarse en lo que oía. Entonces era peor. Entonces la pegaba, la
empujaba, la tiraba al suelo, pero Marie Augustine jamás se enfadaba con él. Se levantaba, se
arreglaba la ropa, iba un momento al baño y volvía a su lado. Cuando se despedía de nosotros,
sonreía una vez más y nos daba las gracias por cuidar de su hermano.
Por ella, más que por él, elegí a Walter. Cuando la clorpromazina empezó a dar resultados en
los pacientes agudos, los que habían ingresado con brotes psicóticos o estados de ansiedad
profunda, cuando empezaron a mejorar tan deprisa que ellos mismos me contaban cómo habían
evolucionado sus síntomas, y comprendían lo mal que habían estado, y decidían que ya estaban en
condiciones de volver a casa y hacer una vida normal, empecé a medicar al señor Friedli. Era un
caso previsto en el protocolo. Aunque, en principio, lo que se esperaba de la clorpromazina era
que mejorara las condiciones de vida de los agudos, el ensayo contemplaba la valoración de su
efecto en los enfermos crónicos. Antes de explicar cómo había cambiado la vida de Walter, hice
una pausa y miré hacia los asientos centrales de la octava fila.
En septiembre de 1953, en el simposio de neuropsiquiatría de Viena, intervine en una sesión
dedicada íntegramente a los ensayos clínicos de la clorpromazina, junto con cinco psiquiatras de
otras tantas clínicas europeas con los que había estado en contacto a lo largo del proceso. No
teníamos límite de tiempo. La organización había reservado para nosotros una mañana entera, y ya
habían transcurrido casi tres horas cuando tomé la palabra en penúltimo lugar. Sólo en ese
momento, una señora rubia y muy alta, como una giganta de formas más obesas que opulentas,
empezó a cuchichear en el oído del individuo sentado a su lado. Él era moreno de piel, más
menudo, con la frente estrecha tan común en los europeos meridionales y el pelo fuerte, ondulado,
muy oscuro aún pese a las canas, más amarillentas que blancas, que lo salpicaban. Al principio,
pensé que sería italiano, pero me di cuenta a tiempo de que durante la intervención de mi colega
milanés, la segunda de la mañana, había estado callada. Aquella valquiria madura sólo se interesó
por Walter, sólo me molestó a mí. Así me di cuenta de que el destinatario de su traducción era
español.
La Asociación Europea de Psiquiatría no había invitado a ningún psiquiatra del que jamás
dejaría de ser mi país. Su exclusión no sólo representaba una toma de postura contra la dictadura
de Franco. Era también una denuncia expresa de las doctrinas eugenésicas patrocinadas por el
Estado franquista, y de la férrea aplicación de la moral ultracatólica que, al interferir
continuamente con la práctica psiquiátrica, había provocado un dramático retroceso a épocas muy
oscuras. Sin embargo, aquella mañana, dos especialistas muy célebres, uno belga, otro alemán,
estaban sentados entre el público, pese a que la organización les había invitado a marcharse antes
de que empezara el simposio en el que pretendían inscribirse. Aunque todo el mundo sabía que,
antes de la derrota de Hitler, ambos habían pedido a los directores de algunos campos de
concentración nazis que les enviaran cerebros de personas gaseadas para su estudio, las sesiones
de Viena eran públicas y nadie les había impedido entrar a escucharnos. Pero si seguí hablando de
Walter Friedli, si traté de transmitir al auditorio la euforia que me invadió cuando empezó a hablar
conmigo, cuando me dijo que hacía algunos días que no escuchaba la voz de su madre, que había
estado pensando que Marie Augustine tenía razón, que ella no podía acusarle de haberla
asesinado, no fue por eso, ni porque la mujer rubia no se diera por aludida cuando dejé de hablar
y la miré. Si seguí hablando fue porque el hombre sentado a su lado aprovechó mi pausa para
sonreírme, y movió la mano en el aire como si estuviera seguro de que yo le devolvería el saludo.
Al terminar la sesión, me esperaba en el vestíbulo con una sonrisa aún más radiante. Avanzó
hacia mí, abrió los brazos y me llamó por un nombre que sólo recordaba haber escuchado antes en
otra voz.
—¡Piloto! —era mi padre quien me llamaba así, porque de pequeño quería ser aviador—.
¡Qué alegría volver a verte! Dame un abrazo.
Me dejé abrazar por él sin saber quién era, pero cuando sus brazos me soltaron, la expresión
de su rostro, en especial la leve ironía que la curva de sus cejas imprimía sobre un gesto
sorprendido y risueño a partes iguales, me resultó dolorosamente familiar.
—Claro —y le hablé en español, sin pararme a calcular cuánto tiempo hacía que no hablaba
en mi lengua salvo conmigo mismo—. Claro, usted era... —hice una pausa para volver a mirarle y
estuve ya seguro—. Usted era alumno de mi padre, ¿verdad?
—¡Justo! Pero no me llames de usted, hombre. Cuando levantabas esto del suelo —extendió
el brazo con la mano en posición horizontal, para marcar la estatura de un niño de cinco o seis
años— me llamabas Pepe Luis, así que...
Aquel diminutivo hizo todo el trabajo. Gracias a él, recuperé la imagen de un chico muy
joven, delgado pero atlético, con cierto atractivo agitanado. Tenía los brazos largos, fuertes, y el
pecho imberbe en contraste con la sombra perpetua de una barba negra, que se resistía al afeitado
con tanta tenacidad como si no adivinara que su espesura sucumbiría al paso del tiempo. Todo eso
rescaté de mi memoria pero, antes que nada, recordé que me caía mal.
Entre todos los discípulos de mi padre que solían venir a casa a cenar o a tomar una copa, él
era el único que se comía a mi madre, su melena clara, sus costillas mullidas, sus caderas
redondas, con los ojos. Volví a verle mirándola, siguiendo sus pasos por el salón con la misma
devota fascinación con la que un niño habría mirado el mar por primera vez. Recordé la velocidad
a la que se levantaba para ayudarla a recoger los vasos, las risas de ambos resonando desde la
cocina, la mueca burlona de mi padre mientras negaba con la cabeza y los celos salvajes,
terribles, que me inspiraba su inofensivo galanteo. Cuando se marchaba, mi madre se sentaba al
lado de su marido y se quejaba sin dejar de sonreír, joder, qué pesado es Pepe Luis, deberías
dejar de invitarle. Él respondía tomándole el pelo, anda, tonta, no te quejes, que en el fondo te
gusta... Eso debería haber bastado para serenarme, y sin embargo, nunca desperdicié la ocasión de
ser desagradable con él. Deja en paz a mi mamá, le decía. Te odio. Le voy a decir a papá que te
suspenda. Mamá ha dicho que no quiere que vuelvas por aquí nunca más... Él se echaba a reír y
levantaba los puños en el aire como si me invitara a boxear, o me cogía por la cintura para
ponerme boca abajo. Entonces le odiaba todavía más. A punto de cumplir treinta y tres años, en el
vestíbulo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena, aquella hostilidad me inspiró
tanta vergüenza que acepté sin titubeos su invitación a cenar.
Estábamos alojados en el mismo hotel. Cuando entré en el restaurante, esperaba una larga
noche de evocaciones y nostalgia, pero me equivoqué. Su mujer, a la que me había presentado
como Ángela pese al fuerte acento alemán con el que me saludó, no nos acompañó. Él no perdió el
tiempo en excusar su ausencia, y ni siquiera me dio la oportunidad de disculparme por mi vieja
enemistad.
—He venido hasta aquí por ti, Germán —anunció antes incluso de que el maître se acercara
a nuestra mesa—. La clorpromazina me interesa muchísimo, por supuesto, como a todo el mundo,
pero cuando vi tu nombre en el programa, no me lo pensé.
En junio de 1953, José Luis Robles era el director del manicomio de mujeres de
Ciempozuelos, un puesto sorprendentemente ventajoso para un discípulo del catedrático de
Psiquiatría de la Universidad Central de Madrid, que había sido condenado a muerte después de
la guerra y se había suicidado en una celda de la cárcel de Porlier antes de que se cumpliera su
sentencia. Pero eso tampoco me lo explicó antes de tiempo.
—Yo entendería perfectamente que me dijeras que no. Después de la muerte de tu padre,
ejercer como psiquiatra en España... ¡Joder! No te creas que no lo comprendo. Pero compréndeme
tú a mí. Eres un mirlo blanco, Germán, una oportunidad única. Entendería que me dijeras que no,
pero mi obligación es intentar convencerte.
A esas alturas, yo ya había empezado a pesar y a medir, a calibrar factores con los que
Robles no podía contar cuando tuvo la descabellada, aunque muy generosa idea de ofrecerme no
ya un ensayo clínico, sino todo un programa de actuación en el manicomio que dirigía. Algunas de
esas razones las desarrollaría después en voz alta, para explicarle mi decisión a mi madre, a mi
hermana Rita, al profesor Goldstein, al propio Robles. Otras, las más profundas, me las guardé
para mí, aunque resultaron más decisivas. Porque, a esas alturas, yo sabía que tenía que decir que
no. Sabía que al principio diría que no. Pero presentía que al final acabaría diciendo que sí.
—Te conozco desde que eras un crío y tu padre me enseñó casi todo lo que sé, así que no te
voy a engañar. Vivir en España no es un premio de la lotería, precisamente. Y te estarás diciendo
que a mí no me ha ido tan mal, que estoy dirigiendo un hospital, ¿no?
—Sí —un camarero trajo el vino, lo sirvió y vacié media copa de un sorbo—. Estaba a punto
de preguntártelo, de hecho.
—Ya, y lo entiendo, pero es que... —él también bebió antes de proseguir—. Nuestra
profesión, en España... —y siguió bebiendo—. No sólo murió tu padre, Germán. Entre los
fusilados, los exiliados y los depurados, la mayoría de los psiquiatras que yo conocí antes de la
guerra han desaparecido. Los alumnos de Kraepelin, los discípulos de Freud, los becarios de la
Junta de Ampliación de Estudios... Aunque sea difícil de creer, la verdad es que no queda ni uno
solo en ejercicio. Muchos lograron marcharse al extranjero, y los que no pudieron están en su
casa, malográndose como maestros, malográndonos a todos como discípulos. Nunca podremos
aprender de ellos porque no van a perdonarles, a esos no, pero hace unos años llegó un momento
en el que tuvieron que levantar la mano, habilitar a psiquiatras a quienes ellos mismos habían
expulsado de la carrera, porque no tenían bastante gente para cubrir todos los puestos vacantes —
levantó la cabeza para mirarme, se dio cuenta de que no le creía y volvió a beber—. Yo tuve
suerte, eso es verdad. El hermano de mi mujer me ayudó mucho. Son alemanes, supongo que te
habrás dado cuenta. A Ángela no le interesa la política. Está muy escarmentada, porque después
de la derrota de Hitler, en su casa pasaron hambre. Todos los hombres de su familia eran del
Partido Nazi y sólo uno logró escapar. Hermann había venido a España en 1936, como voluntario
de la Legión Cóndor. Hizo toda la guerra con Franco, conoció a mucha gente, y justo después del
armisticio, alguien le ayudó a cruzar la frontera con documentación falsa. Después se aclimató
muy deprisa. Se casó con una aristócrata, hizo amigos poderosos, y en el 46 convenció a su
hermana pequeña de que en Madrid estaría mejor que en Núremberg. La conocí al poco tiempo de
llegar, nos hicimos novios enseguida y nos casamos sin demasiadas preguntas. En aquel momento,
yo no sabía que mi cuñado estaba tan bien relacionado, pero cuando se presentó la ocasión...
Digamos que lo único que tuve que hacer fue aparecer en el momento justo, en el lugar donde tenía
que estar.
—Vallejo Nájera, supongo.
—Sí —y por fin dijo la verdad—. Vallejo.
Después de pronunciar ese apellido siguió hablando, no paró de hablar en toda la cena.
Porque España seguía existiendo. Porque los españoles tenían que vivir. Porque, como yo
comprendería, allí seguía habiendo enfermos mentales, ahora más incluso que antes de nuestra
guerra. Porque alguien tenía que encargarse de ellos. Porque no estaba orgulloso de haber
agachado la cabeza, pero tampoco podía permitirse el lujo de arrepentirse. Porque él no era rico,
no había tenido la suerte de exiliarse, y tenía que comer, dar de comer a sus hijos. Porque la
dirección del manicomio de mujeres de Ciempozuelos no era un cargo codiciado. Porque el
importante, el prestigioso, era el de hombres, que dirigía el propio Vallejo. Porque el puesto que
ocupaba no despertaba envidias. Porque el trabajo, a cambio, era más interesante. Porque España
no desaparecería cuando Franco desapareciera. Porque mi país no podía seguir prescindiendo de
gente como yo. Porque el exilio había representado una descomunal sangría de conocimiento.
Porque no le costaba trabajo reconocer que la ciencia española había quedado en manos de los
segundones. Porque los segundones, ignorantes, mediocres en su mayoría, eran hasta peores que
los fascistas. Porque en España nadie estaba familiarizado con la clorpromazina. Porque eso me
situaba en una posición inmejorable en el caso de que quisiera volver a casa. Porque él se
comprometía a arreglar todos los trámites, a librarme del servicio militar, a allanar los obstáculos
burocráticos que pudieran surgir. Porque la psiquiatría de mi país me necesitaba. Porque podría
hacer grandes cosas por ella y por muchas mujeres que sufrían atrozmente. Porque si volvía a
España, no tendría competencia. Porque mi carrera se impulsaría hasta alcanzar una cota a la que
no sería fácil que pudiera acceder en Suiza. Porque, incluso así, podría planteármelo como una
estancia temporal. Porque si quisiera volver a marcharme, él se comprometía a conseguirme un
pasaporte sin restricciones. Porque ya había comentado el asunto en la Dirección General de
Sanidad. Porque tal vez me gustaría volver a ver a mi madre, que ya debía de tener casi sesenta
años. Porque me garantizaba que, si me incorporaba a su equipo en Ciempozuelos, nadie a quien
yo no se la contara sabría nada de mi vida. Porque no iba a trabajar para Franco, sino para varios
cientos de mujeres abandonadas a su suerte. Porque de todas formas, ni yo ni mi familia teníamos
nada que reprocharnos.
—Al contrario —remachó—. Tu padre fue un hombre admirable. Desde el principio hasta el
final.
Antes del café ya había descubierto varias cosas acerca de José Luis Robles. La más
importante fue que no era un traidor, ni un chaquetero, ni un converso. Era algo mejor y peor, un
hombre pragmático, con su poco de oportunista, su poco de cínico, al que no le importaba exhibir
su triple condición. También era un hombre inteligente, ambicioso, que jugaba con las cartas boca
arriba, pero sólo hasta cierto punto. Su oferta era una apuesta profesional basada en sus propios
intereses, el prestigio que obtendría si su hospital fuera el primer manicomio de España en aplicar
la nueva medicación. Eso también era malo y bueno a la vez. Si la aceptaba, yo sólo sería un peón,
con suerte un alfil, en un tablero donde jugaba otro. Pero si no me lo hubiera dejado entrever, si se
hubiera presentado ante mí como un represaliado honesto y virtuoso, jamás habría depositado en
él ni un ápice de la escasa confianza que me inspiraba. Entonces no habríamos llegado ni al
postre, y tuve la sensación de que lo sabía.
Le dije que necesitaba meditar mi respuesta y nos despedimos con un abrazo. Luego, durante
el resto del simposio y en mi largo viaje de regreso a Berna, seguí pesando y midiendo,
calibrando el tamaño, el volumen de mis propios porqués, las razones que no pensaba compartir
con nadie. Cuando llegué a una conclusión, escribí a mi madre y ella se asustó tanto que me llamó
por teléfono el mismo día que recibió mi carta.
—Piénsatelo bien, hijo mío. España ya no es el país que tú recuerdas y no se parece a Suiza,
eso desde luego. Ahora todo es distinto...
Pero yo había cumplido treinta y tres años. Ya no era un muchacho que pudiera cultivar la
vaga ilusión de volver cualquier día. Aquella podría ser mi última oportunidad de seguir siendo
español, de romper la cadena de días iguales que muy pronto me habría convertido en un suizo
más.
—Estoy segura de que allí vives mucho mejor. Aquí hay mucha miseria, Germán, miseria
material y de la otra, de esa más todavía. Tú tienes la vida hecha allí, hijo, y ¿qué vas a hacer con
tu mujer? Tienes que pensar también en ella...
Aunque echaba de menos muchas cosas, tan importantes como mi familia, tan nimias como la
comida o la rotundidad de la luz, aquel sol salvaje, casi sólido, que no había vuelto a iluminarme,
no me habría importado morir de viejo en Suiza si mi vida hubiera sido distinta. Pero el único
vínculo que me retenía allí era mi maestro, un psiquiatra judío alemán que había escapado por los
pelos de las cámaras de gas gracias a la ciudadanía que yo estaba a punto de rechazar. Samuel
Goldstein siempre se había comportado conmigo como un segundo padre. Me había salvado la
vida, me había acogido en su casa, me había introducido en su familia, me había alimentado,
cuidado, guiado, patrocinado, sin más obligación que la lealtad que guardaba a mi padre muerto, a
la amistad que ambos habían forjado durante sus años de estudiantes en Leipzig. Pero desde hacía
tres años, para nuestra común desgracia, Samuel Goldstein era, además, mi suegro.
—Ya, ya me contaste que te habías separado, pero los matrimonios se separan, se arreglan,
se reconcilian, yo qué sé... Si vuelves, ya no tendrá remedio. Perderás a Rebecca para siempre.
Yo quería muchísimo a aquel hombre, pero sabía que si me marchaba, aligeraría sus hombros
y los míos de un peso equivalente. Mi matrimonio había resultado una ratonera en la que ambos
estábamos condenados a hacernos compañía en una sociedad mutuamente amarga. No hemos
tenido suerte, solía decir, sin llegar más lejos. No hacía falta. Pero aquella noche de Viena,
mientras Robles hablaba por los codos, yo tampoco cené. Estaba demasiado concentrado en la
promesa de una puerta que se abría lentamente, en el punto de luz que se divisaba más allá.
—¿Y el trabajo? Te voy a decir una cosa, José Luis no es de los peores. Ese por lo menos me
cogía el teléfono cuando tu padre estaba en la cárcel, y vino a casa cuando murió, que fue como ir
a su entierro, porque como no nos dejaron enterrarlo ni nos dijeron adónde se lo habían llevado,
pues... Pero me imagino que se habrá vuelto como los demás, porque tú no sabes lo que es vivir
aquí, Germán. La dictadura convierte en mierda todo lo que toca, créeme. Además, trabajar en un
manicomio, fuera de Madrid, ahora mismo... Y con el puesto que tienes en esa clínica tan buena,
creo que te equivocarías, en serio.
José Luis Robles vivía en España, donde no había de nada, donde faltaba de todo, pero sabía
mucho de la profesión, y conocía muy bien el funcionamiento de los sanatorios psiquiátricos.
Estaba seguro de que había hecho las averiguaciones precisas para descubrir que en la Clínica
Waldau yo tenía un buen contrato, pero un contrato corriente. Por eso, porque mis jefes se sentían
demasiado importantes como para ocuparse de una medicación nueva en cuyos resultados no
confiaban, me habían invitado a dirigir aquel ensayo clínico que me convirtió en un psiquiatra
mejor, pero también adicto a la mejoría de sus pacientes. Cuando volviera a Berna, mi margen
para investigar con la clorpromazina se estrecharía mucho. Gracias a mi trabajo, su uso básico se
había institucionalizado, y los desarrollos más complejos no iban a encargármelos a mí. Antes o
después, volvería a sentirme como un entomólogo, un poco más sabio, sí, más poderoso, pero
aproximadamente igual de frustrado. En España, sin embargo, todo estaba por hacer. Y el único
que sabía cómo hacerlo era yo.
—Pero, sobre todo, Germán, prométeme que no vuelves por mí. Porque yo te agradezco en el
alma todo el dinero que me has mandado durante estos años, pero ya te he dicho muchas veces que
no lo necesito. Me las arreglo muy bien sola, de verdad. Tu hermana vive en un piso que está
enfrente, al otro lado del jardín, viene a verme con los niños todas las tardes, Rafa gana un buen
sueldo en una agencia de transportes... No me malinterpretes, hijo. Me muero de ganas de volver a
verte, esa es la verdad, pero nunca podría perdonarme que arruinaras tu vida por mí.
Durante quince años seguidos, me había sentido culpable todos los días por no haber
arruinado mi vida. Durante quince años seguidos, todas las mañanas me asqueaba el olor del café
y todas las noches me torturaba la culpa de haberme acostado sin hambre. Casi todos los meses
recibía carta de Madrid, una cuartilla de mi madre y otra de Rita, en la que se disculpaban por no
escribir más a menudo porque los sellos eran muy caros. Al principio me daban noticias de mi
padre encarcelado. Después ya no, aunque seguían contándome su vida. A mí me daba vergüenza
contarles la mía. Por la mañana voy a la universidad, escribía, vuelvo a casa a comer, estudio un
poco y a las ocho entro a trabajar en el restaurante... Nunca les confesé que en esa rutina plácida,
fecunda, las dos estaban siempre presentes. Porque yo no hacía cola en la puerta de ninguna
cárcel. Porque pagaba el sello que habían visto en el sobre con cualquier moneda de las que
llevara en el bolsillo. Porque no cenaba sobras. Porque cuando necesitaba una pluma, un libro, un
cuaderno, no tenía que hacer nada más que entrar en una tienda y comprarlo. Porque me sobraba
todo lo que habían perdido, porque vivía la vida que les habían arrebatado, porque me había
salvado mientras ellas se hundían en un agujero que también me pertenecía, un destino que debería
haber sido el mío, una desgracia que compartían juntas y yo desconocía solo, sin ellas.
Nunca le conté eso a mi madre. Tampoco el 21 de diciembre de 1953, cuando nos cansamos
de besarnos, de tocarnos, de mirarnos, de estar contentos y tristes a la vez. Pero no pude evitar
fijarme en las ausencias. Con la única excepción del piano, todos los objetos que tenían algún
valor habían desaparecido. Los huecos de las paredes, de las estanterías, de las repisas, me
dieron otra clase de bienvenida antes de que sonara el timbre de la puerta. Después, todo fue más
fácil.
—¿Qué, te ha echado mucho la bronca?
El tiempo parecía haber depositado en mi hermana todo lo que le había robado a nuestra
madre. Jamás habría adivinado la clase de mujer en la que se había convertido, más delgada y más
gorda de lo que recordaba, con la grasa justa, admirablemente bien repartida en la que, a pesar de
dos partos, seguía siendo su esbelta silueta de siempre. Rita no sólo estaba muy guapa.
Derrochaba esa clase de belleza reservada a las personas felices. Su piel, su pelo, sus dientes,
brillaban con una luz secreta que parecía irradiar desde su interior para alcanzar hasta el último
extremo de su cuerpo, pero no pude abrazarla hasta que mamá vino a hacerse cargo del bebé que
llevaba en los brazos. Después sí. Después nos abrazamos durante mucho tiempo y, aunque las
lágrimas llegaron hasta el borde de sus párpados, de los míos, ninguno de los dos lloró.
—Pues yo me alegro mucho de que hayas vuelto, Germán. Pero muchísimo —cuando ya nos
habíamos soltado, me abrazó otra vez—. Muchísimo muchísimo, de verdad. Y ella también,
aunque diga que no, porque... —se colgó de mi brazo para entrar en el salón y levantó la cabeza
de pronto—. ¿Qué te estaba diciendo? Adivina lo que ha hecho para cenar, con lo mal que le
sientan.
Cuando los probé, creí que los pimientos rellenos de carne de mi madre, el plato favorito de
todas las etapas de mi vida, eran la última razón que necesitaba para estar satisfecho de haber
vuelto, pero me equivoqué.
Tenía otro motivo para vivir en España, aunque tardaría algún tiempo en descubrirlo.
El 9 de junio de 1933, el timbre de la consulta de mi padre sonó a las nueve y media de la
mañana.
Aquel día él no había ido a la universidad, ni yo al instituto. Nuestras clases habían
terminado casi a la vez, pero mis vacaciones todavía estaban lejos. Tenía que preparar el examen
final de francés, la asignatura que había atormentado mi infancia y se disponía a atormentar mi
adolescencia. Las úes agudas estaban muy por encima de mis capacidades fonéticas, no era capaz
de comprender el caprichoso uso de determinadas partículas que en mi opinión no servían para
nada, y eso no era lo peor. Lo peor era que mi madre jamás se daba por vencida. Su cabeza sobre
mi hombro, esto lo has puesto mal, aquí te has vuelto a equivocar, ¿pero todavía no sabes cómo se
forma el pasado perfecto?, me daba más pereza que el libro y me asustaba más que un suspenso.
Sólo conocía una manera de escapar a aquel asfixiante escrutinio. Cuando mi padre tenía que
preparar clases, corregir exámenes o recibir a algún paciente al que no podía ver en otro sitio,
cambiaba su despacho de la universidad por el pequeño piso que había alquilado en el bajo y yo
salía corriendo detrás de él. En la consulta me concentro mejor, mamá. Abajo no hay ruido y hace
menos calor, decía en verano, y está más calentito, aseguraba en invierno. Ella no se creía ni una
cosa ni la otra, pero a su marido le gustaba pasar tiempo conmigo, aunque se metiera en su
despacho mientras yo hacía como que estudiaba francés en la mesa de una cocina que no se usaba
para otra cosa. Allí acababa de montar mi decorado, los libros, los cuadernos, los lápices, el
tintero y la pluma, cuando aquella mañana sonó el timbre. ¡Germán, ve a abrir, que serán Eloy y el
fontanero!, gritó mi padre sin levantarse de la silla, están mirando no sé qué de las tuberías... Pero
no era el marido de Margarita. Y nadie venía a mirar las tuberías.
Mi memoria partiría para siempre esa mañana en dos mitades opuestas a partir del sonido de
aquel timbre. Hasta aquel momento, evocaría una escena luminosa, el reflejo de un sol todavía
joven, pero ya ambicioso, inundando el recibidor a través de las vidrieras del despacho, el
presentimiento del calor sobre la piel. Entonces abrí la puerta y no pude sentir frío, pero eso es lo
que recuerdo. Y recuerdo una bruma imposible, un resplandor grisáceo atravesando unos cristales
fantasmagóricamente privados de color. No pudo ser así, pero algo de eso debió de pasar cuando
descubrí a aquella extraña pareja.
No hacía mucho que el marido de Lucila, la carnicera del mercado de Vallehermoso, se había
fugado con su dependienta. Una mañana, al volver de la compra, mi madre comentó que la pobre
estaba despachando con los ojos rojos y la cara desencajada. Aquella frase me intrigó mucho.
Pregunté cómo podía desencajársele la cara a alguien y nadie se molestó en responderme. El 9 de
junio de 1933 lo aprendí en el rostro de un hombre algo mayor que mi padre, su mandíbula
inferior caída, desconectada del resto de la boca, los ojos tan dilatados como si hubieran visto un
fantasma. Eso no fue lo único que me enseñó. Nunca había visto a nadie tan pálido como la cera,
ni gotas de sudor tan gordas, tan perfectamente redondas como las que se limpió antes de darme
los buenos días. Al disolverlas, el pañuelo convirtió su cara en una máscara blancuzca y húmeda,
semejante a la que ofrecen las estatuas de las fachadas de las iglesias bajo la lluvia. Parecía un
ser de ultratumba, el fantasma de alguien que hubiera sufrido mucho, pero daba menos miedo que
la mujer que le acompañaba.
A primera vista parecía una señora corriente. No mostraba ninguna señal de alarma o de
dolor, nada fuera de lo normal excepto ella misma. Tenía cara de general romano, un aspecto en el
que la altivez de una barbilla que tiraba de su cabeza hacia arriba no pesaba tanto como la nariz
larga, picuda, igual que las de las brujas que dibujaba yo de pequeño. Sus labios eran tan finos
que apenas se veían, pero sus ojos oscuros, levemente desenfocados, me miraron como si tuvieran
el poder de taladrarme. Iba bien vestida, la cabeza cubierta con un casquete de tela oscura que le
daría un calor terrible al cabo de un par de horas, y llevaba un collar de perlas, pendientes de oro,
demasiadas joyas para consultar a un psiquiatra por la mañana temprano. Su serenidad contrastaba
con el nerviosismo de su acompañante pero su voz, niño, ¿qué haces ahí parado?, vete a avisar al
doctor, anda, era dura, tan áspera que hizo reaccionar al hombre que me pidió, con mucha más
educación, que les hiciera el favor de ir a avisar a mi padre.
¡Papá, papá! Fui corriendo hasta el despacho y abrí la puerta sin llamar. No es Eloy, papá,
tienes visita. Son un señor normal y una señora muy rara... Unas horas después, cuando ya
habíamos recobrado la serenidad, él me felicitó por esa definición. Tienes ojo clínico, Germán,
me dijo, la verdad es que nadie habría podido describirlos mejor. Después de lo que había visto y
escuchado aquella mañana, recibí aquel elogio con orgullo. Siempre había querido ser aviador,
pero acababa de decidir que estudiaría lo mismo que mi padre aunque él no se hubiera asustado
menos que yo al recibir a sus visitantes.
Juan, doña Aurora, ¡qué sorpresa tan agradable! Al llegar hasta ellos comprendió que había
escogido una fórmula de bienvenida equivocada y su sonrisa se esfumó. ¿Qué puedo hacer por
ustedes? El señor me señaló con la cabeza, no tenemos mucho tiempo, Andrés, vamos a tu
despacho, mejor. Mi padre ni siquiera me miró mientras los guiaba por el pasillo, pero al empuñar
el picaporte volvió la cabeza, comprobó que les había seguido, me dijo que me fuera a estudiar.
No lo hice. Su despacho comunicaba con otra habitación exterior por una puerta doble que estaba
entreabierta. Me quité las zapatillas para no hacer ruido, me aposté detrás de la hoja fija y desde
allí vi perfectamente las dos sillas situadas frente a la mesa de despacho de mi padre. Ni él ni sus
visitantes me descubrieron mientras asistía en silencio a una escena que parecía arrancada de una
pesadilla.
Verás, Andrés, el hombre hablaba con una hebra de voz ronca, ahogada, hemos venido
porque esta mañana, hace poco más de una hora, doña Aurora ha matado a su hija. Así empezó
todo. No podía ver la cara de mi padre, pero escuché su voz, el eco de un temblor apenas
perceptible. ¿Cómo? No entiendo... El señor que se llamaba Juan sacó un bulto envuelto en un
pañuelo de uno de los bolsillos de su americana, lo destapó para que su interlocutor pudiera
verlo, se aflojó el nudo de la corbata y carraspeó, sin mucho éxito, para aclararse la voz. Le ha
pegado a Hildegart cuatro tiros en la cabeza con este revólver. Luego ha venido a mi despacho y
me ha entregado el arma. ¿Cómo?, volvió a preguntar mi padre, sin obtener otra respuesta que un
chasquido de los labios de una mujer que se estaba impacientando. ¿Ha hecho usted eso, doña
Aurora? Claro que lo he hecho, después de tomar la palabra cruzó las piernas. Verdaderamente, no
sé por qué se asombran tanto, no tiene nada de particular... Yo escuchaba fascinado aquella voz
firme, potente, segura de lo que decía, el mismo tono con el que cualquier amiga de mi madre, ella
misma, habría comentado cómo habían subido los precios de los alquileres o a qué partido iba a
votar. Hildegart era mi obra, explicó doña Aurora, y no me salió bien. Tardé demasiado en darme
cuenta, pero ahora estoy segura. Todos mis esfuerzos han sido vanos, y después... Lo que he hecho
es lo mismo que hace un artista que comprende que se ha equivocado y destruye su obra para
empezar de nuevo. Al llegar a ese punto, mi padre ya se había recuperado lo suficiente como para
avanzar algunas preguntas cautelosas. ¿No cree usted que Hildegart fuera un ser independiente?
¿No era una persona completa, en su opinión? Era una persona, reconoció ella, lo fue porque yo lo
quise así, pero completa no. No podía serlo puesto que yo la plasmé, le insuflé mi propio espíritu.
¿Espíritu? Mi padre volvió a intervenir con suavidad. Perdóneme, doña Aurora, pero no sé muy
bien qué quiere decir con esa palabra. ¿Alma le gusta más?, propuso ella, haciendo con la boca un
ruido impreciso, a medio camino entre la risa y el bufido. Pues alma, entonces. Y no crea que no
lo he notado. Esta mañana, en el momento de su muerte... Entonces se inclinó hacia delante, abrió
las manos en el aire, se abandonó por primera vez a algo parecido a una emoción. En el segundo
exacto en que dejó de existir, el alma que yo le había dado salió de su cuerpo y regresó al mío.
Volvió a dejar sobre la falda la mano que acababa de apoyarse en el pecho y recuperó la
indiferente compostura que había guardado hasta entonces. Ahora vuelvo a estar en posesión de mi
alma completa. ¿Y por eso la ha matado?, no veía a mi padre pero oía el rasguido veloz,
incesante, de su pluma sobre el papel. ¿La ha matado para recuperar el alma que le prestó? No. La
he matado porque mi hija era buena, era espiritual, y merecía elevarse, volar. En este mundo
cochino, mis enemigos habrían acabado por prostituirla y yo eso no lo podía consentir. ¿Sus
enemigos? ¿Quiénes son sus...? Perdóname, Andrés.
El hombre que tuteaba a mi padre levantó una mano en el aire e interrumpió un diálogo en el
que apenas había intervenido. Yo comprendo que esto es muy interesante para ti, percibí que ya
había recuperado la voz, el color volvía poco a poco a su rostro, pero como te he dicho antes, no
tenemos mucho tiempo. Doña Aurora me ha pedido que la asesore, que sea su defensor. Yo he
aceptado, pero lo primero que tiene que hacer es entregarse. Por eso hemos venido a verte, para
pedir tu opinión profesional antes de ir al juzgado. En principio, yo le he aconsejado que declare
que obró por un arrebato, un impulso incontrolable, pero después me he quedado pensando, y... La
acusación va a pedir un peritaje, por descontado. Nosotros pediremos otro y por eso prefiero
saber qué opinas tú, que serás mi perito si te parece bien, antes de decidir lo que vamos a hacer.
Mi padre guardó silencio durante unos segundos. ¿Fue así, doña Aurora?, preguntó por fin, ¿sintió
usted de pronto la irrefrenable necesidad de matar a su hija? No, respondió ella con el mismo
asombroso aplomo con el que había confesado su crimen. Lo tenía ya decidido desde hacía unos
días. No podía hacer otra cosa, la situación era insostenible, ¿comprende?, porque ellos la habían
convencido, mis enemigos le habían ordenado que se alejara de mí... Hasta aquel momento me
había parecido una señora rara y una asesina corriente. A partir de entonces, me di cuenta de que
había algo más. Ellos son muy poderosos, se agitó de pronto, su voz crispándose hasta el punto de
que me costaba trabajo entender lo que decía, ellos, los agentes de las potencias internacionales,
habían alejado a Hilde de mí. Se balanceaba en la silla de una manera extraña, moviendo los
puños apretados, muy juntos, al mismo ritmo irregular con el que su cuerpo se inclinaba hacia la
izquierda, se enderezaba, volvía a inclinarse siempre hacia el mismo lado. Su cuerpo no les
interesaba, claro está, ellos querían apoderarse de su alma, prostituir su espíritu, yo lo veía venir.
Hilde me había dicho que me dejaba, que se iba a vivir con una vecina, pero yo sabía la verdad,
sabía que se marchaba para estar con ellos, para conspirar con ellos contra mí, ¿es que no lo
entienden? Sí, doña Aurora, sí, yo la entiendo... La voz de mi padre la tranquilizó. La culpa fue de
ellos, insistió con suavidad. Justo, la asesina asintió con la cabeza varias veces, por fin un hombre
culto, y dirigió una mirada de reproche, muy fea, a su acompañante, un hombre inteligente. Creo
que es un error, Juan, opinó mi padre mientras aquella mujer se arreglaba las tablas de la falda
hasta dejarlas perfectamente rectas, le conviene contar la verdad. Pero entonces alegarán
premeditación, objetó el abogado, y eso endurecerá mucho la pena. Ya lo sé, pero... Tú lo has
dicho, habrá peritajes. Si mantiene esta misma versión, saldrá mejor librada, hazme caso. No
estará usted sugiriendo que estoy loca, ¿verdad? Hasta ese momento no había entendido bien en
qué discrepaban los dos amigos, pero la suspicacia de doña Aurora me lo explicó. No, volví a
detectar la cautela en la voz de mi padre, yo no digo que usted esté loca. Sólo digo que tal vez le
convenga que el tribunal crea que sí lo está. De ninguna manera, ¿me oye? Se levantó de la silla y
empezó a moverse por la habitación a zancadas para parecer un general romano más que nunca.
Eso sí que no se lo voy a consentir, se detuvo, se volvió hacia mi padre, le señaló con el dedo, de
ninguna manera, ni a usted, ni a nadie. ¿Es que no lo entienden? Salió de mi ángulo de visión por
la izquierda y regresó enseguida. ¿Alguien puede creer que no estoy en mis cabales?, gritó,
mirando hacia la puerta tras la que me ocultaba. He hecho lo que tenía que hacer, me he portado
como lo que soy, una madre, increpó a su abogado. ¿Qué se creen, que yo no quería a mi hija? La
he matado para salvarla, por fin apoyó las manos en la mesa de mi padre, levantó la cabeza hacia
él, entérense de una vez. Yo la hice y yo la he destruido, era mi prerrogativa, mi derecho... ¡Uy!
Esa exclamación inauguró una nueva etapa, una transformación inesperada, tan radical como el
giro más absurdo del mal sueño que nos había atrapado. ¿Y tú? ¿De dónde has salido tú?
Mi gata se había despertado. Después de salir de casa y bajar las escaleras detrás de mí, me
había seguido a la cocina y se había quedado dormida en su sitio favorito, encima de una
almohada vieja que yo había colocado en una esquina, sobre el viejo fogón de la cocina inútil. Me
gustaba mirarla dormir mientras estudiaba o aparentaba estudiar, pero hacía un rato que me había
olvidado de ella. Al despertarse vino a buscarme, se rozó un par de veces contra mis tobillos y lo
que estaba pasando en el despacho le pareció más interesante. Aunque se coló por la puerta
entreabierta sin hacer ningún ruido, su aparición resultó espectacular, no tanto por su voluntad
como por la respuesta de una mujer que se olvidó de que había matado a su hija para cogerla en
brazos y dejarse lamer el cuello, la garganta, el escote, mientras le dirigía palabras calientes,
dulcísimas. Eres muy guapo tú, ¿a que sí?, eres precioso, hasta que estiró las dos manos para
separar al animal de su cuerpo y mirar su sexo. Preciosa, perdona, eres preciosa, ¿sabes?, y se
volvió hacia mi padre con una expresión risueña, el rostro de otra mujer, distinta de la que le
había chillado un rato antes. ¿Es suya la gata? Es de mi hijo Germán, el niño que les ha abierto la
puerta. ¿Y cómo se llama? Greti, se llama Greti. ¿Como la Garbo? No, no es por eso. Escogimos
ese nombre porque es tigre al revés, y como tiene la piel atigrada... ¡Ah!, muy bien. Pues tienes un
nombre muy bonito, Greti, le acariciaba el lomo, pero muy bonito, le rascaba en la mandíbula
como si ya supiera que eso era lo que más le gustaba, vamos a ver qué hay por aquí, y se la llevó
en brazos hasta el balcón, a lo mejor encontramos algún pajarillo... Ya te gustaría, ¿eh, ladrona?
Su abogado la miraba con los ojos muy abiertos, un gesto abrumado, una consternación tan
completa como si ya hubiera renunciado a procesar todo lo que le había pasado en dos horas
escasas. ¿Lo ves?, mi padre le interpeló en un tono casi risueño, hazme caso, Juan. Esta tarde nos
vemos y te lo explico mejor. Pero tiene que prometerme una cosa, doctor, la súbita enamorada de
mi gata se dirigió a él como si hubiera recordado algo importantísimo. Prométame que va a
esterilizar a este animal. Todavía es muy joven para eso, pero en dos o tres meses... En ese
instante, Greti saltó de sus brazos y salió corriendo como si hubiera entendido lo que decía, tiene
que esterilizarla, pobrecita, los gatos en las ciudades... Nos tenemos que ir, doña Aurora. Su
abogado se levantó, se acercó a ella. Si no la esteriliza, cuando le llegue el celo se escapará, no
sabrá volver, la atropellará un coche, un tranvía, y si no, estará preñada de cualquier macho
callejero... Doña Aurora, se nos está haciendo muy tarde. A saber qué enfermedades tendrían los
gatitos, por eso le digo que... Se quedó callada. Miró a don Juan. Miró a mi padre. Miró a su
alrededor como si no supiera qué hacía en aquel despacho. Luego se acercó a la silla donde había
estado sentada, cogió su bolso, se lo colgó del brazo. Vamos, sí, le dijo a su abogado, y salieron
en silencio del despacho. Mi padre les acompañó a la puerta y aproveché para volver a la cocina
tan sigilosamente como pude, pero él vino a buscarme enseguida. Se apoyó en la pared, cruzó los
brazos y se quedó quieto, mirándome. Cuando levanté la vista del cuaderno, sus labios insinuaban
una sonrisa que no llegó a madurar del todo. ¿Y a ti no te había dicho yo que te vinieras aquí a
estudiar?
La visita de Aurora Rodríguez Carballeira a la consulta del doctor Velázquez se convertiría
en uno de los momentos más transcendentales de mi vida, aunque aquella mañana no fui capaz de
calibrar sus efectos. Ya, ya sé que me has dicho lo de estudiar, reconocí, pero desde que he
abierto la puerta, era todo tan raro que no he podido resistir la tentación de enterarme... Le miré,
busqué señales de enfado en su rostro, no las encontré y terminé de decir la verdad, creía que no
me habías pillado. Y no te he pillado a ti, por fin sonrió, se acercó a la mesa, se sentó en la silla
que estaba frente a la mía, asintió con la cabeza, he pillado a Greti. La he visto asomar el hocico,
retroceder, moverse en círculos antes de entrar... Los gatos no se frotan con el aire.
Aquel día, pese a que acababa de cumplir trece años, mi padre dejó de tratarme como a un
niño. Oye, papá, ¿puedo hacerte una pregunta?, como esa señora habla tan bien y parece tan
normal... No tanto, me interrumpió, cuando la has visto te ha parecido muy rara. Sí, admití, eso es
verdad, pero luego, al oírla hablar... No es que no sea rara, pero no todos los raros están locos.
Muchos años después, cuando ya sabía que nunca podría preguntárselo, comprendí que a Andrés
Velázquez le había gustado mi iniciativa, el interés que me había impulsado a desobedecerle, la
osadía de esconderme detrás de una puerta. Aquella mañana no sólo no se enfadó, sino que habló
conmigo como con un adulto. No censuró ninguna de mis preguntas, no me escamoteó una sola
respuesta. Así descubrí que era cierto lo que sus alumnos decían, y al excelente profesor que era
el catedrático de Psiquiatría de la Universidad Central de Madrid, mi padre.
Aquella mañana, en una cocina que no se usaba para guisar, me inició en la especialidad que
algún día compartiríamos. Empezó por el principio, no les llames locos porque son enfermos.
Aunque puedan impulsarles a cometer crímenes tan horribles como este, las enfermedades
mentales son dolencias físicas, igual que las del cuerpo. Pero las del cuerpo se pueden curar,
objeté, y en cambio, a los locos, o sea, a los enfermos de la cabeza... Esos no se curan. O sí,
replicó él, yo espero que algún día podamos curarlos, y siguió hablando, alternando lo que sabía
con lo que apenas podía intuir, ya hemos descubierto que muchas veces la causa de lo que
llamamos locura es física, aunque todavía no entendemos qué es lo que falta, o qué es lo que
sobra, en los organismos de esas personas... Se fue muy lejos, me contó por qué había elegido
aquella especialidad, me habló de sus maestros españoles y de los alemanes, de las cosas que
ahora sabía él y ellos no habían podido enseñarle cuando asistía a sus clases, de la evolución
permanente del conocimiento sobre la mente humana, del presentimiento de que el avance
decisivo estaba cerca. Entonces merece la pena que me haga psiquiatra, ¿no?, le pregunté, si falta
tan poco... Mi cálculo le hizo gracia, pero recobró la seriedad enseguida. Sólo merecerá la pena si
te apetece, si te interesa de verdad. Nunca lograrás hacer bien nada que no te apetezca hacer.
Eso fue lo más importante que me enseñó mi padre el día que decidí que sería psiquiatra. Sin
embargo, cuando subimos juntos a casa y encontramos a mamá pegada a la radio, me había
impresionado mucho más su diagnóstico de doña Aurora. He hablado muy poco con ella, me había
dicho, todavía no estoy completamente seguro, pero yo diría que es una paranoica pura. La
paranoia es una enfermedad muy misteriosa, porque no afecta a las facultades intelectuales. Los
paranoicos se mueven, hablan y hasta razonan como las personas sanas, aunque no sobre las
mismas premisas, porque su dolencia distorsiona gravemente la realidad... En ese instante recordó
mi edad y comprendió que se había elevado demasiado. Lo que quiero decir es que llevan un
ritmo de vida aparentemente normal. Pueden vivir solos, cuidar de ellos mismos, administrar su
dinero, relacionarse con otras personas, casarse, tener hijos... En las actividades de todos los días
no se distinguen de las personas sanas, ¿me entiendes? No sólo le entendía. Mientras le escuchaba,
iba comparando cada una de sus afirmaciones con el recuerdo de la señora que acababa de
marcharse, y su misterio me parecía cada vez más fascinante. Pero además, concluyó, doña Aurora
no es una mujer corriente. Es muy inteligente, muy culta, se expresa muy bien. Está acostumbrada a
hablar en público, tiene un vocabulario rico y maneja perfectamente las abstracciones, volvió a
rebajar el tono, las ideas complejas, difíciles de captar. Por eso te ha hecho dudar.
No puede ser, mi madre ni siquiera bajó el volumen de la radio al vernos entrar, es que no me
lo creo, una mujer como ella, que escribe artículos, que da conferencias, que sabe tanto de tantas
cosas... Nos miraba como si no supiera qué estábamos haciendo en nuestra propia casa, un
desconcierto absoluto paralizando su rostro, si es que no puede ser, no me lo creo... Cuando me
senté a su lado, yo ya me lo creía todo. Había aprendido que existen paranoicos tontos y listos,
brillantes y del montón, pero que todos tienen delirios persecutorios. Mi padre me había
explicado sus síntomas con palabras más sencillas, pero le había entendido tan bien que, después
de enterarme de que la megalomanía era otra característica de su enfermedad, dije algo que le
impresionó. ¿Y cómo sabéis que los delirios de grandeza van por delante de los persecutorios?, le
pregunté. A lo mejor, primero sienten que les persiguen y luego se les ocurre que, si les persiguen
tanto, será porque son muy importantes. Quiero decir que no es que se crean que son Napoleón y
que por eso les persiguen, sino que... Ya, ya, si te he entendido, me respondió él. Y tienes razón,
asintió con la cabeza para concedérmela, yo también me lo he preguntado muchas veces, pero la
verdad es que no lo sabemos. Mi madre tampoco sabía que Aurora Rodríguez Carballeira había
venido a la consulta una hora y media después de asesinar a su hija. Al enterarse, se asustó tanto
como si papá y yo hubiéramos corrido peligro.
No me digas que vas a defenderla... ¿Yo?, mi padre se echó a reír con pocas ganas, como si
presintiera que no lograría ponerla de su parte, ¿cómo voy a defenderla yo, si no soy abogado?
¿No te he dicho que ha venido con Juan Botella? Él es quien va a defenderla. Me la ha traído
porque quiere que sea su perito en el juicio, y le he dicho que sí, claro, porque... ¿Que le has
dicho que sí?, mi madre saltó de la butaca en el mismo instante en el que su marido levantaba las
dos manos en el aire para apaciguarla. Vamos a ver, Caridad, la sujetó por los brazos con
suavidad, vivimos en un país civilizado, ¿no?, todos los criminales tienen derecho a la defensa...
Ella volvió a sentarse y él continuó hablando con toda la convicción que pudo reunir, Juan es
abogado, son amigos desde hace años, ¿qué quieres que haga el pobre? Y para mí es un caso
interesantísimo, la verdad, no se tropieza uno con algo así todos los días... Sí, interesantísimo, su
mujer le dedicó una mueca burlona, pues vaya... Pero luego se quedó pensando. Bueno, mira, haz
lo que quieras, pero no me cuentes nada, ¿eh?, que te conozco. Lo único que falta es que te
encariñes con ella, que anda que no te gustan a ti los asesinos... Mi padre se puso la mano derecha
sobre el corazón, te prometo que me resistiré con todas mis fuerzas. Ella también intentó
resistirse, pero acabó sonriendo a la cómica solemnidad de su marido. Me voy a la facultad, tengo
que ver a gente, consultar un par de cosas... No me esperéis a comer.
Mi madre tampoco comió en casa ese día. Después de un rato, se levantó y me dijo que se
iba a ver a su amiga Matilde. Estará destrozada, la pobre, aventuró, era íntima de las dos, de la
madre y de la hija... ¡Qué barbaridad!, y siguió hablando conmigo, o con su reflejo, mientras se
ponía el sombrero ante el espejo del recibidor, una muchacha tan valiosa, tan inteligentísima, un
prodigio, con lo orgullosa que estaba su madre de ella... Cuando se marchó, volví a encender la
radio y escuché noticias sobre el crimen hasta que Herminia me llamó para comer. Después, le
dije que no quería postre, me levanté y seguí hablando desde la puerta de la cocina. Me voy al
instituto, tengo que estudiar francés y en la biblioteca me concentro... ¡Mentira!, mi hermana Rita
me desmintió con la boca llena de natillas, odias el francés, me voy a chivar. ¿Tú qué sabes,
mona?, valoré durante un instante la posibilidad de enredarme en una bronca y la descarté porque
no me convenía. Hasta luego, Herminia. Y tú, chívate si quieres, aquel era el único método eficaz
para desactivar a mi hermana, no me importa.
Yo había visto a Hildegart una vez, aunque sólo la reconocí cuando mi madre me recordó que
nos la habíamos encontrado una tarde, en la puerta del Ateneo. Fue en diciembre del año pasado,
habíamos ido al centro a comprar turrón, no me digas que no te acuerdas... Entonces recuperé una
imagen difusa de una chica a la que en aquel momento no presté demasiada atención, pero que
tampoco encajaba con las descripciones que publicarían todos los periódicos al día siguiente.
Hildegart Rodríguez no era tan fea como su madre pero, en mi opinión, tampoco era guapa. Tenía
cara de torta, una sombra de papada sobre el escote, las cejas gruesas y un cuerpo macizo, de
matrona, que contrastaba con los tirabuzones sujetos con lazos de raso que enmarcaban su rostro.
En eso fue en lo que más me fijé, porque me pareció un peinado impropio de una señora tan
pedante.
Cuando la conocí, no sabía que tenía dieciséis años, y cuando lo supe, no me lo creí. No me
interesó nada de lo que decía, pero tampoco pude ahorrarme la discusión que sostuvo con mi
madre mientras yo tiraba discretamente de su manga sin resultado alguno. El día de su muerte,
mamá me contó que Hildegart pretendía que convenciera a su marido para que se uniera a la Liga
por la Reforma Sexual, una organización eugenesista internacional cuya sección española habían
fundado, entre otros, doña Aurora y ella misma, y a la que mi padre nunca quiso sumarse aunque
recibió muchas presiones de distintas personas para que lo hiciera. ¿Y quién soy yo para decidir
quién tiene derecho a vivir y quién debe morir? Él mismo me explicó por qué aquel verano. ¿Qué
derecho tiene nadie a prohibir que un ser humano se case y tenga hijos porque sea bajo, o feo, o
tenga una enfermedad hereditaria, o la piel negra? Yo sé que hay muchos eugenesistas
bienintencionados, que sólo aspiran a mejorar el futuro de la humanidad, lo sé, tengo algunos
amigos entre ellos, pero hay muchos que opinan lo mismo que yo. El fin nunca justifica los
medios, y quien se cree capaz de decidir sobre la vida de los demás, puede acabar creyéndose con
derecho a decidir cualquier cosa.
Aquella tarde, en la puerta del Ateneo, mi madre no invocó estos argumentos. Se limitó a
responder con evasivas a la insistencia de aquella señora que manejaba conceptos
incomprensibles para mí, un discurso del que apenas logré entender las conjunciones y las
preposiciones, porque ni siquiera conocía la mitad de los sustantivos a los que recurrió. Luego me
contó que aquella chica era un ser extraordinario, una niña prodigio que había aprendido a leer y a
escribir siendo casi un bebé, que obtuvo un diploma de mecanografía a los cuatro años, que a mi
edad ya daba discursos, escribía artículos y hasta libros, que estudiaba en la universidad, y daba
conferencias y era una líder para muchos jóvenes. Todo eso, y más, había hecho cuando su madre
la mató. Y sin embargo, en su ataúd, Hildegart Rodríguez Carballeira parecía exactamente lo que
era. Una adolescente, casi una niña.
El 9 de junio de 1933, cuando salí de casa después de comer con la cartera en la que llevaba
un libro de francés que tampoco abriría aquella tarde, tuve miedo de que no me dejaran entrar en
el Círculo Federal. No había ido nunca hasta allí, no conocía a nadie de aquel partido, pero en la
Puerta del Sol me engulló una variopinta multitud que avanzaba en la misma dirección que yo
había previsto tomar. Había personas de todas las edades, muchas mujeres, muchos jóvenes,
incluso niños pequeños, pero muy poco dolor. Pensé que los madrileños que acudían al velatorio
de su vecina más precoz se movían por motivos semejantes a la morbosa curiosidad que me
empujaba, por más que intentara justificarme ante mí mismo arguyendo que yo había asistido a la
confesión de su asesina y ellos no. Pero después de esperar casi una hora, cuando logré avanzar
hasta el féretro, tampoco vi la menor huella de llanto en los ojos, los semblantes de los jóvenes
federales que hacían guardia al fondo. Hacía muy poco tiempo que Hildegart Rodríguez se había
pasado a su partido, pero en el PSOE, donde había militado durante cuatro años, tampoco la
llorarían mucho. El periódico que había estado leyendo mientras hacía cola contaba que, después
de su expulsión, había escrito un libro, ¿Se equivocó Marx?, que los socialistas no le habían
perdonado.
Si la hubieran visto con mis ojos, se lo habrían perdonado todo. Su imagen en el ataúd, el
cuerpo cubierto de flores rojas y blancas, los colores del Partido Federal, los ojos cerrados, los
agujeros de las balas en su rostro muy abiertos, pese a la pasta oscura con la que los habían
rellenado sin pretender disimularlos, era tan conmovedora que hasta me arrepentí de haberla
recordado gorda y sabihonda, repelente y sin gracia mientras estaba viva. Me habría gustado
mirarla más tiempo, aprenderme mejor su rostro, pero la gente que estaba detrás de mí me metió
prisa, y los compañeros de la difunta no me permitieron unirme a ellos. Quizás por eso, decidí que
al día siguiente iría a su entierro, y para lograrlo ni siquiera tuve que mentir. Mi padre había
salido de casa muy temprano. Cuando llamó a media mañana para anunciar que no vendría a
comer, mi madre le preguntó si quería ir con ella por la tarde al Círculo Federal para despedir a
Hildegart. Él le dijo que no podía, yo me ofrecí en su lugar y fui sorprendentemente aceptado en
una pequeña comitiva de señoras asustadas que no pararon de hablar en todo el camino. Mientras
repasaban las rarezas de doña Aurora, las actitudes que deberían haberlas alertado de lo que era
capaz de hacer, el horror intrínseco en aquel crimen incomparable, yo miraba a mi alrededor e
intentaba pensar por mi cuenta. Así reparé en algo muy importante. A pesar de la pena que me
había paralizado ante el cadáver de su víctima, a pesar de la emoción que me había inspirado el
desamparo de aquella muchacha muerta, a pesar de que comprendía perfectamente la repugnante
magnitud de aquel crimen, no conseguí odiar a su asesina. No la odié entonces, mientras las
amigas de mi madre se entretenían en enumerar los apabullantes méritos de Hildegart, y no la
odiaría nunca, tan bien había aprendido la primera lección del profesor Velázquez.
Un merecidísimo suspenso en francés me regaló un verano madrileño en el que ni siquiera me
quejé del calor. Mi única obligación era aguantar por las mañanas dos horas de clase con una
profesora particular que mi familia había contratado como último recurso. Mi mayor placer eran
las conversaciones íntimas con el psiquiatra que visitaba a la criminal todas las semanas en la
cárcel de Quiñones, como perito de su defensa. Entre la obligación y el placer, dedicaba todo mi
tiempo libre a devorar periódicos, sobre todo los reportajes que La Tierra empezó a publicar en
la segunda mitad de julio. Su autor, Eduardo de Guzmán, se alternaba con mi padre en sus visitas a
la cárcel de mujeres. Yo cotejaba las impresiones de ambos y consultaba mis conclusiones con el
único de los dos que se sentaba a charlar conmigo al menos una vez al día, mientras
desayunábamos juntos en algún café.
Mi padre y yo nunca habíamos estado tan unidos. Esa fue la principal deuda que contraje en
el verano de 1933 con la parricida más famosa de la historia de España, pero no la única. Aurora
Rodríguez Carballeira no sólo me descubrió una vocación. También me inspiró cierta confianza en
mis aptitudes para desarrollarla. Me demostró hasta qué punto era capaz de apasionarme por los
inextricables resortes del comportamiento humano y, más allá de mi profesión, trazó una línea
decisiva en mi vida.
Cuando llegó septiembre y aprobé el francés con una facilidad inconcebible hasta para mí
mismo, no sabía que estaría abocado a hablar en esa lengua durante muchos años. Tampoco podía
imaginar que jamás lograría conversar con mi padre de igual a igual, de psiquiatra a psiquiatra.
Pero nada resultó tan asombroso como lo que ocurrió al cabo de veinte años, cuando ya creía que
no me quedaba nada por aprender.
En febrero de 1954, descubrí que Aurora Rodríguez Carballeira tocaba el piano todas las
mañanas en la habitación número 19 del pabellón del Sagrado Corazón, en el manicomio de
mujeres de Ciempozuelos.
Su historia clínica llevaba el número 6.966.
En el encabezamiento constaba que la paciente había ingresado en la institución el 24 de
diciembre de 1935, a petición de su tutor y en virtud de una orden de la Audiencia. El diagnóstico
tenía una fecha muy posterior, 30 de abril de 1942. La demora resultaba irrelevante puesto que no
existía dictamen en sí, sólo dos preguntas sin tentativa de respuesta, comentario o anotación
alguna. ¿Paranoia? ¿Esquizofrenia paranoica? Eso era todo lo que la mujer que me había
fascinado a los trece años había llegado a inspirar a los psiquiatras que la trataron durante casi
dos décadas.
—Bueno, pues... —José Luis Robles se quedó mirándome con la boca abierta—. Si crees
que tienes tiempo para ocuparte de una más... Pero la verdad es que no entiendo por qué te
interesa tanto.
En alguna parte leí que había escapado. Tuve que leerlo, porque durante quince años mi
contacto con España se había limitado a la correspondencia que sostenía con mi familia. En
Neuchâtel no vivían exiliados republicanos o, al menos, yo no encontré a ninguno. Suiza no había
sido un país acogedor para mis compatriotas. El doctor Goldstein había escuchado que en Ginebra
había un grupo organizado que se reunía para comer paella los domingos, pero aunque me animó a
asistir a sus reuniones, nunca me decidí. Ginebra estaba lejos, yo estaba solo, en aquel país ni
siquiera sabían lo que era el azafrán, no tenía ninguna historia heroica que contar e iba a echarme
a llorar en el instante en que escuchara alguna. Ya estaba cansado de llorar, así que tuve que
leerlo, o tal vez lo escuché en el barco que me alejó de España, o en la cuarentena que me vi
obligado a pasar en su interior antes de obtener permiso para desembarcar en el puerto de
Mazalquivir, o en otro barco que me llevó a Marsella. No me acordaba. Sólo sabía que durante
quince años había estado convencido de que doña Aurora había huido. Cuando volví a
encontrarla, mis prioridades profesionales se duplicaron. La clorpromazina no me interesaba más
que llegar a convertirme en su psiquiatra.
—Yo la conocí, ¿sabes? El día del crimen, vino con su abogado a la consulta de mi padre y
la vi, yo estaba allí.
La historia clínica número 6.966 era muy breve, menos de cincuenta páginas para contar
veinte años de la vida de una señora muy rara, una asesina extraordinaria. Su extensión era
engañosa, porque más de cuatro quintas partes del documento estaban fechadas en los años
inmediatamente posteriores a su ingreso. Durante la guerra, mientras la República siguió
existiendo, aunque estuviera lejos, aunque perdiera más territorio del que ganaba en cada
ofensiva, aunque su derrota pareciera cada día más irremediable, mis colegas habían hecho su
trabajo. La novela familiar de Aurora, su amor por su padre, su desprecio hacia su madre, su odio
por su hermana, había sido descrita con solvencia profesional, pero sin demasiada pasión. Mucho
más interés habían merecido los delirios de una enferma que se había autoasignado la prometeica
tarea de reformar la sociedad para crear un mundo mejor. La crónica de sus primeros años como
interna reflejaba el empeño de la paciente por elaborar un relato propio sobre la vida y la muerte
de su hija. La madre de Hildegart había narrado su absoluta seguridad de haber concebido una
hembra, el minucioso proceso de elección del hombre que la engendraría, la decepción que más
tarde le inspiró su conducta, sus vanos intentos por cambiar el sexo del feto con el poder de su
mente y, sobre todo, la derrota que supuso el descubrimiento de que la mala semilla de aquel
sujeto había sido más fuerte que su amorosa determinación de concebir a una nueva mujer,
redentora de los vicios y sufrimientos de la Humanidad. Hasta el final de la guerra, Aurora
Rodríguez Carballeira habló por los codos, y quienes la escuchaban se interesaron por lo que
decía. Hasta el 22 de diciembre de 1939.
—No te hagas ilusiones, Germán —a Robles no le hizo gracia mi petición, pero ya contaba
con eso—. No vas a sacar nada de ella. Hace muchos años que vive encerrada en sí misma, en una
apatía total.
En 1940 no se añadió a su expediente ni una sola palabra. A partir de 1941, las entradas se
limitaban a informar, a menudo en una línea, de que la paciente se negaba a mantener contacto con
los psiquiatras. No quiere nada de nosotros, se niega a venir al despacho, no quiere hablar. Cada
una de estas frases resumía un año entero. En otros, pese a que se consignaban hechos tan
relevantes como su obsesión por fabricar grandes muñecos de trapo con los que parecía intentar
relacionarse, o el enorme sufrimiento que le produjo que el jardinero y unos cuantos mozos
entraran en su cuarto para destruirlos, no existía la menor voluntad de analizar o interpretar una
conducta que ni siquiera se narraba con detalle. A partir de 1941, los médicos que deberían
haberla cuidado se olvidaron de pesarla, de tomarle la tensión, de describir su estado físico. Sin
embargo, ella no se olvidó del día en que vivía. En diciembre de 1948 reclamó la libertad
alegando que estaba privada de ella desde 1933, que su condena era a quince años de reclusión y
que ya los había cumplido. Sabía que vivía en un Año Santo Compostelano y propuso que desde
Ciempozuelos se solicitara su indulto. Este alarde de consciencia en una paciente que parecía
haberse rendido, aparentemente sumida en la desorientación más completa, no llamó la atención
de quien redactó su historia clínica. Tampoco despertó su interés.
—Yo no estoy muy seguro de que su apatía sea total —respondí con suavidad—. Toca el
piano todas las mañanas, de memoria, sin partituras —estuve a punto de añadir que lo hacía
también con emoción pero me mordí la lengua a tiempo—. Así fue como la descubrí. Aunque la
música pueda representar un vehículo para encerrarse en sí misma, sentarse a tocar es un acto de
voluntad, ¿no te parece?
—Bueno, pero toca mecánicamente, como si se rascara —no objeté nada a aquella estupidez,
mi jefe se dio cuenta de que no tenía ganas de discutir y decidió que imitarme era lo mejor para
los dos—. Pero de acuerdo, como quieras. A partir de hoy, puedes considerarla tu paciente.
El 1 de marzo de 1954 me convertí oficialmente en el psiquiatra de Aurora Rodríguez
Carballeira. Una semana después, tal vez no lo habría conseguido.
Sólo llevaba dos meses trabajando con el equipo de Robles, pero me había sobrado tiempo
para reconocer que mi madre tenía razón. España se había convertido en un país remoto,
desconocido para mí. Siete años antes, cuando obtuve una plaza en la Clínica Waldau, mi
experiencia como psiquiatra residente en la Maison de Santé de Préfargier me había ayudado a
dominar en poco tiempo la mecánica del hospital, pero aquí todo era distinto. En Neuchâtel, casi
la mitad de la plantilla de enfermería estaba integrada por monjas. Nunca había tenido problemas
con ellas, pero no eran más que enfermeras con hábito, a veces más abnegadas, más sacrificadas
que las demás, ni siquiera siempre. Sin embargo, todo el manicomio de mujeres de Ciempozuelos,
los pabellones, el terreno que los albergaba y la institución en sí, eran propiedad de la Orden
Hospitalaria de San Juan de Dios, aunque las llamadas enfermas pobres, las que no podían pagar
su plaza, ingresaban por un convenio con la Diputación de Madrid, que subvencionaba su
tratamiento. El hospital funcionaba con una dirección colegiada, el doctor Robles por una parte y
la hermana Belén, superiora de la comunidad, por otra. Él me había asegurado que nunca habían
tenido la menor fricción pero, de todas formas, yo andaba con pies de plomo. Por lo poco que nos
habíamos conocido, y dejando al margen que ella era monja y yo no era creyente, aquella señora
me había causado mejor impresión que mi jefe. Pero me resultaba muy extraño trabajar en un
hospital donde apenas había mujeres que no llevaran la cabeza cubierta con una toca blanca con
dos grandes alas terminadas en pico, como pájaros vestidos de negro que estuvieran a punto de
echarse a volar.
La lectora de Aurora era una de las pocas seglares que trabajaban en el complejo. Era tan
joven que conservaba en las mejillas el rubor sonrosado de la infancia. Menuda, de piel blanca, el
pelo castaño claro, casi rubio, se distinguía de las demás auxiliares no religiosas por la espesa
trenza que asomaba debajo de la cofia, bailando sobre su espalda a cada paso. Se llamaba María,
y parecía la única persona de todo el manicomio capaz de relacionarse con la paciente de la
habitación número 19 del Sagrado Corazón, pero no me resultó fácil hablar con ella. La primera
vez, a pesar del susto que se había llevado al verme en el pasillo con los zapatos en la mano, se
escabulló después de darme las buenas tardes, como si todos los días se tropezara con médicos
descalzos que fisgaban detrás de aquella puerta. Luego me la encontré un par de veces en el
pabellón de San José, el de las pobres, donde trabajaba. Una mañana nos cruzamos en un pasillo.
Transportaba entre las manos una pila enorme de toallas limpias y me saludó con una inclinación
de la cabeza, pero ni siquiera me dio los buenos días. Poco después la vi de refilón, sirviendo la
comida a las internas sentadas en un banco larguísimo, ante una mesa adosada a la pared frente a
la que comían como niñas castigadas. Me quedé un rato en la puerta, mirándola, y ni siquiera
movió la cabeza hacia mí. Tuve la impresión de que había descubierto que estaba allí y no había
querido verme.
—Es un caso especial —me contó Eduardo Méndez, el primer amigo que hice en
Ciempozuelos—. Cuando vino a trabajar aquí, doña Aurora llevaba mucho tiempo pidiendo que
alguien leyera para ella. Tiene la vista muy fatigada, sólo ve bultos, y nosotros lo sabíamos, claro,
pero Robles nunca quiso enviarle a nadie. María la conoce desde que era pequeña porque siempre
ha vivido aquí, su abuelo era el jardinero del sanatorio. Total, que pidió permiso para ir a leer a
la habitación de doña Aurora en su rato libre, media hora que tienen para merendar, y lo juntó con
el de las mañanas para poder estar allí una hora entera cada tarde. Por eso va siempre corriendo,
la pobre, porque no se atreve a llegar con retraso a la lavandería, o a la cocina, lo que le toque. Y
por eso no quiere hablar contigo. Sabe que lo que hace es irregular, y tiene miedo de que le
prohíban volver. Aunque nadie lo entienda, la verdad es que quiere mucho a esa mujer.
—Ya, pero... Yo tampoco lo entiendo. ¿Robles sabe lo que hace? —Eduardo asintió con la
cabeza—. Entonces, lo que no quiere es que lea en su horario laboral, ¿es eso? —volvió a asentir
—. ¿Y por qué?
—Porque esa paciente no les gusta, porque les pone muy nerviosos —no especificó a quiénes
se refería con aquel plural, y antes de que pudiera volver a preguntar, lo hizo él—. ¿Tú has leído
su historia clínica?
La había pedido dos veces con el mismo resultado. La primera vez, la hermana que me
atendió me dijo que tenía mucho trabajo atrasado, que volviera en otro momento. Cuando lo hice,
otra me recomendó que hablara con el doctor Robles, porque ella no estaba autorizada a facilitar
documentos de las enfermas. Sin embargo, Eduardo me la trajo al día siguiente, aunque Aurora
Rodríguez Carballeira no se contaba entre sus pacientes.
—A mí me conocen —me explicó—. Yo siempre he vivido en España, no vengo del
extranjero, no les doy miedo. Tienes que comprenderlo, Germán. Tú, aquí, entre tu historia, la de
tu padre y la clorpromazina... Eres muy exótico, yo diría que hasta demasiado. Y el exotismo no es
un valor que se aprecie en este país, ya te irás dando cuenta.
Después de pasar la Navidad de 1953 con mi familia, telefoneé a José Luis Robles para
informarle de que ya estaba en Madrid, instalado provisionalmente en casa de mi madre. Se
ofreció a hacernos una visita, pero ella me dijo que no le apetecía verle, no todavía, precisó, y
quedamos en un café. Aquella entrevista solucionó todas las cuestiones prácticas con una sola
excepción. Cuando le pregunté cuál era el mejor medio de transporte para ir y volver de
Ciempozuelos a diario, me preguntó si conducía, y le respondí que sí, aunque no tenía coche. Me
recomendó que consiguiera uno tan pronto como pudiera y me ofreció tres opciones. Descarté
alquilar una casa en el pueblo y elegí el tren, porque pagar dos taxis todos los días me parecía un
despilfarro, pero enseguida comprobé que no había escogido la mejor solución. La estación estaba
muy lejos del manicomio, en el pueblo sólo había un taxi y el primer día llegué con retraso porque
no encontré a nadie que me acercara. Por la tarde, mientras preguntaba en el mostrador de
recepción qué podría hacer para ahorrarme otra caminata y llegar a tiempo al tren, el doctor
Fernández me ofreció una plaza en su coche.
Roque Fernández, siempre Fernández a secas aunque su padre hubiera firmado siempre con
dos apellidos, Fernández Reinés, era el psiquiatra más joven del equipo, pero no lo aparentaba.
También parecía gordo, aunque no lo era. Su cuerpo grande y ancho, compacto, habría necesitado
estirarse al menos diez centímetros más para conquistar la armonía que le faltaba, pero eso no era
lo que más llamaba la atención en él. Cuando me pidió que le siguiera, me di cuenta de que hasta
aquel momento no había llegado a escuchar su voz. Por la mañana, al saludarme, me había
estrechado la mano sin hablar y así era como solía hacerlo todo. Taciturno, más que callado, su
gesto grave, imperturbable, parecía revelar algún problema importante incluso cuando no existía
el menor contratiempo, y no solía celebrar las bromas, ni siquiera los chistes de Robles. Su
aversión a gastar saliva solía producir malentendidos como el de aquella tarde, porque el coche
hasta el que me guio no era suyo, sino un taxi de Madrid ante el que ya nos esperaba el doctor
Méndez.
Eduardo, el compañero que me había cogido del brazo y había atravesado el índice sobre sus
labios mientras los demás rezaban el Ángelus, era un año mayor que yo y el complemento perfecto
para el carácter de su amigo Roque. Esbelto y elegante, buen conversador, encarnaba al
compañero ideal, divertido y muy simpático. Pronto descubriría que su capacidad de seducción
mundana, traviesa, con un punto incluso frívolo, le había consagrado como el favorito de las
pacientes tranquilas y de no pocas de las monjas que las cuidaban. Eduardo Méndez, que no era
feo pero tampoco exactamente guapo, conquistaba la belleza con una facilidad pasmosa cuando
sonreía. Su sonrisa era cautivadora, y la practicaba tanto que resultaba difícil averiguar de qué
color tenía los ojos, porque se incendiaban de chispas doradas, como minúsculas partículas de
miel, cada vez que sus labios se curvaban.
—Te has animado a venir con nosotros, qué bien.
Roque abrió la puerta del copiloto para sentarse al lado del conductor sin consultárnoslo y
Eduardo se acomodó conmigo en el asiento trasero. Si uno apenas despegó los labios, el otro no
paró de hablar en todo el viaje.
Los dos habían hecho un trato con un taxista de Madrid que era cuñado del hombre que había
venido a recogerlos. Como la mayoría de los días teníamos el mismo horario, Eduardo me invitó a
unirme a ellos, una oferta ventajosa para todos, porque dividiría entre tres el precio que habían
acordado pagar cada mes. Cuando acepté, agradeciendo mucho su propuesta, ya me había dado
cuenta de que Méndez me miraba con un interés que sobrepasaba la curiosidad corriente entre dos
compañeros de trabajo que acaban de conocerse, aunque se limitó a hacerme preguntas sobre mi
experiencia profesional. Mientras tanto, Fernández escuchaba en silencio o quizás dormía, porque
no volvió la cabeza hacia nosotros ni una sola vez. Sólo al llegar a Carabanchel, se despidió hasta
el día siguiente. Después, Eduardo me preguntó dónde vivía y descubrió que éramos casi vecinos.
Esa casualidad nos hizo amigos. Todas las tardes, a partir de aquel día, Arsenio, o su cuñado
Marcelino, nos dejaba en la glorieta de San Bernardo, a medio camino entre la calle Gaztambide,
donde vivía yo con mi madre, y la plaza de San Ildefonso, donde vivía él con la suya. Todas las
tardes íbamos a la misma cervecería y nos tomábamos un par de cañas, o tres, antes de volver a
casa. Con un vaso de cerveza por medio, Eduardo Méndez me contó muchas cosas. Que Roque no
usaba su primer nombre propio ni la segunda mitad de su apellido, aunque fuera compuesto. Que
no le gustaba hablar porque a su padre, Vicente Fernández Reinés, lo habían fusilado sin juicio en
su ciudad, Valencia, en el otoño de 1939. Que nadie movió un dedo para ayudarle porque, pese a
su excelente reputación como cardiólogo, era masón. Que su viuda habría preferido que su único
hijo varón escogiera cualquier otro oficio, que no hubiera estudiado Medicina, que no hubiera
pisado siquiera la universidad, lo que fuese con tal de evitarle el peligro de ser reconocido como
hijo de su padre. Que Roque había respirado el terror de su madre durante tantos años que se
había acostumbrado a vivir sin hablar. Que era una postura inteligente, porque lo mejor, en
España, en 1954, era no abrir la boca. Que cuando no quedaba más remedio, también se podía
hablar del tiempo, parece que mañana refresca, hoy sí que hace frío, como vuelva a llover, se van
a perder las cerezas de mi suegro. Que el silencio era el único valor seguro, el único remedio
eficaz contra el infortunio probable, hipotético y hasta inexistente, la infalible receta que se
aplicaban por igual los ricos y los pobres, los más humildes y muchos poderosos. Que el doctor
Robles, con todo su poder, no tenía menos miedo que la viuda de Fernández Reinés, ni hablaba del
pasado más que su hijo. Que en los pueblos era más difícil camuflarse, pero en Madrid, en muchas
oficinas, la gente no sabía por dónde respiraba el compañero que llevaba diez años trabajando al
otro lado de la mesa a la que se sentaba cada mañana. Que muchas personas jóvenes se casaban
sin conocer las ideas del novio, de la novia a la que se unían hasta que la muerte los separase.
Que otros tantos españoles que ni siquiera habían sido bautizados comulgaban religiosamente
todos los domingos. Que por las mañanas, cuando los abrigaban para ir al colegio, las madres
recordaban a sus hijos pequeños que no tenían que contar a sus amigos ni una palabra de lo que
hubieran oído en casa. Que por las noches, aunque las persianas estuvieran bajadas, pedían a sus
hijos, y especialmente a sus hijas, mayores que apagaran la luz, no fuera a verla alguien desde la
calle y descubriera que les gustaba leer en la cama. Que hablar, leer libros, sobre todo traducidos,
comprar La Codorniz o besarse en la boca a la luz del día incluso en el seno del matrimonio eran
actividades muy sospechosas, que podían llamar la atención de alguien que tuviera un conocido en
la policía. Que la frase que se escuchaba más a menudo en todas las casas era: «Pase lo que pase,
tú no te signifiques, por lo que más quieras». Que si nuestro país fuera un ser humano, cualquiera
de los dos lo habríamos ingresado en Ciempozuelos hace muchos años y lo tendríamos
achicharrado a electrochoques.
—Total que, ya ves —sonreía para dulcificar sus conclusiones—, en el fondo somos
afortunados por trabajar en un manicomio. Así no cambiamos de aires al entrar y salir del trabajo.
Eduardo Méndez era sobrino de un caído por Dios y por España, hijo de un notario de
derechas de toda la vida y de una dama de Acción Católica, pero aunque su desparpajo sugiriera
lo contrario, ni siquiera él se sentía a salvo. Al entrar en la cervecería donde me explicaba en qué
país vivíamos, cómo vivían los españoles en 1954, miraba a su alrededor para estudiar el
panorama y siempre escogía la mesa que estuviera más aislada, aquella que tuviera menos oídos
disponibles alrededor. Luego pedía una cerveza, se recostaba en la silla con aire indolente y se
desabrochaba la americana para estar más cómodo pero nunca, jamás, propulsaba su voz por
encima del volumen de un murmullo. Hasta que llegaba el momento de pronunciar determinadas
palabras o algún nombre propio. Entonces se inclinaba hacia delante, apoyaba los codos en la
mesa, acercaba su cabeza a la mía y, con gesto de conspirador, hablaba más bajo todavía.
Nuestras conversaciones sólo tenían una zona de sombra, porque jamás hablaba de sí mismo, de
las razones que sustentaban su disidencia. Yo nunca se lo pregunté, y él me pagó con la misma
moneda mientras ambos pudimos permitírnoslo.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Germán? —yo siempre le daba permiso con un gesto de la
cabeza y él siempre se embalaba para frenar en seco casi inmediatamente—. Es que llevo tiempo
dándole vueltas... No, nada, déjalo. No es asunto mío.
También hablamos de Aurora. Sin embargo, aunque me consiguió extraoficialmente su
historia clínica y me advirtió a tiempo de que a Robles no le entusiasmaría mi propuesta, la madre
de Hildegart no le interesaba demasiado. Recordaba el crimen, lo que habían publicado los
periódicos, pero en los siete años que llevaba trabajando en Ciempozuelos, nunca se había
acercado a ella. Eso no impidió que me hiciera otro favor.
—Buenas tardes, María. Me gustaría hablar un momento con usted, si puede ser.
El mismo día que mi jefe me autorizó a tratar a Aurora Rodríguez Carballeira, esperé en el
pasillo, con los zapatos puestos, a que terminara de leer. Ella salió tan deprisa como un animal
enjaulado que encuentra la puerta abierta y apenas me miró, pero cuando le hablé, paró en seco y
se volvió hacia mí con el ceño fruncido, una expresión que no presagiaba nada bueno.
—Perdóneme —intenté anticiparme a su recelo—. Creía que el doctor Méndez la había
avisado ya de que...
—Sí, sí —me interrumpió—. Si he hablado con él, pero... Lo siento, es que me ha extrañado
mucho que me trate de usted.
—¿Le ha extrañado? —menos que a mí su objeción, pensé—. Pero si no la conozco... ¿Cómo
se supone que debería tratarla?
—Pues de tú —y se dirigió a mí con el acento risueño de un adulto que se dispone a explicar
lo más obvio a un niño pequeño—. Usted es médico y yo soy auxiliar. Los médicos no tratan a las
auxiliares de usted.
—Yo sí —esbocé una sonrisa cauta—. Siempre lo he hecho. Hasta cuando las conozco.
—Ya, pero porque usted... —y de repente se acordó de algo—. ¿Tiene hora, por favor?
Le dije que eran las seis y cinco y salió tan disparada como si acabara de contarle que su
vida corría peligro.
—Ahora no puedo hablar, de verdad —gritó mientras corría por el pasillo—. Tengo
muchísima prisa.
—¿Y entonces? —salí corriendo detrás de ella, pero no la alcancé.
Debería haberlo pensado antes. Llevaba el tiempo suficiente trabajando allí como para
adivinar que tratar a una auxiliar de usted era un rasgo más de mi indeseable exotismo, una manera
de significarme más inocua, pero igual de extravagante, que mi voluntad de tratar a Aurora
Rodríguez Carballeira.
El manicomio de mujeres de Ciempozuelos era un modelo a escala de la sociedad a la que
pertenecía, una miniatura patológica de un país enfermo. Las reglas que se aplicaban sin que nadie
las discutiera eran tan rígidas que las enfermas ricas no tenían ninguna clase de contacto con las
pobres, más allá de las consultas de los psiquiatras y la sala de espera del médico general que las
trataba a todas. No sólo no compartían personal, ni pabellones, ni patios, ni jardines, sino que
hasta comían una comida distinta, que se servía en comedores muy diferentes entre sí. Las
pacientes de pago de tercera clase se sentaban a una mesa tan larga como las de las pobres, pero
en su comedor sólo había una, cubierta con un mantel y dispuesta en el centro de la estancia, no
dos de madera desnuda, adosadas a las paredes como las de las cantinas. Tampoco se sentaban en
bancos corridos, sino en sillas de madera, semejantes a las del comedor de segunda clase. En este
último no había una sola mesa, sino varias, con estructura de madera y cubierta de mármol blanco.
El estilo de los muebles, el suelo de azulejos, los grandes ventanales enrejados y los pequeños
jarrones con flores que alegraban cada mesa, daban a aquella estancia un aspecto agradable e
inquietante a partes iguales, como si fuera un café en el que se podía entrar pero del que jamás se
lograría salir. Aquí, las pacientes podían comer solas o en compañía de hasta tres mujeres más,
según su voluntad, y lo mismo ocurría en el comedor de primera clase. Este, con mobiliario de
estilo castellano de madera maciza, aparadores y reposteros decorados con platos de cerámica
pintada, grandes espejos en la zona alta de las paredes, parecía más un restaurante que el comedor
de un hospital. Ni siquiera en una clínica privada, famosa, carísima, situada a las afueras de la
capital del país más rico de Europa, había visto yo una división semejante, salas con treinta camas
para las pobres, apartamentos con baño propio para las ricas. En un lugar así, que los médicos
tutearan a las auxiliares debía de ser casi una obligación y sin embargo, tuve la sensación de que a
la lectora le había hecho gracia mi extravagancia. Eso no me puso las cosas más fáciles.
Durante una semana entera la seguí sin descanso por los pasillos del Sagrado Corazón, por
los de San José, por los de Santa Isabel, por los jardines, por los patios, por las galerías.
—Por favor, deje de perseguirme, doctor Velázquez —me pidió un par de veces—. A este
paso, nos van a cantar coplas.
—Pero si yo no quiero perseguirla, María, si sólo quiero hablar con usted media hora. Lo
que pasa es que no hay manera.
—Si es que no tengo tiempo, de verdad —cada vez andaba más deprisa, terminaba
corriendo, y yo detrás de ella—. Tengo muchísimo trabajo...
Para mí era fundamental hablar con María antes de establecer contacto con Aurora.
Necesitaba saber qué grado de relación había entre ellas para decidir si merecía la pena
planificar una estrategia de acercamiento o establecer un periodo de observación previo.
Necesitaba saber si el evidente afecto que la auxiliar sentía hacia aquella paciente era
correspondido en algún grado y a qué se debía, cuál era su origen, de dónde venía la fortaleza del
vínculo que impulsaba a una chica con semejante sobrecarga de trabajo a sacrificar cada día una
hora libre, el único respiro del que disponía antes de terminar la jornada. Su resistencia me
resultaba tan misteriosa que le propuse hablar con el doctor Robles o con la hermana Belén,
lograr que la liberaran durante unos minutos para responder a unas cuantas preguntas.
—No, no, por favor, eso sí que no —el miedo que le inspiró mi oferta me resultó tan
indescifrable como lo que dijo a continuación—. Pues sí, no faltaba otra cosa, como si no
estuvieran hablando ya...
—¿Hablando? —le pregunté mientras huía una vez más—. Hablando, ¿de qué?
Eso también tuvo que explicármelo Eduardo Méndez.
—Vamos a ver, Germán, ¿tú de dónde vienes, de Suiza o de la estratosfera? —no supe qué
responder y él lo hizo por mí—. De lo que se está hablando ya es de tu obsesión por María.
—¿Obsesión? —ninguna respuesta me habría escandalizado más—. Pero si yo sólo quiero...
—Ya, ya sé lo que quieres, pero es imposible —y levantó una mano en el aire para
mandarme callar—. Sé que sólo quieres hablar con ella, sé que es una actitud justificada, sé que tu
pretensión es perfectamente inocente, pero lo que tú no sabes es el problema que le buscarías a
esa chica si la gente os viera juntos, un día sentados en un banco, otro día hablando en un pasillo...
Y no digamos ya si la citaras en tu despacho una mañana, después de haberlo arreglado con
Robles. Eso ya puedes ir quitándotelo de la cabeza, porque no puede ser, ahora no, aquí no.
Además, María tiene un pasado... —se detuvo un momento a escoger un adjetivo— difícil. Ha
tenido mala suerte, y no necesita que tú le busques problemas porque ya tiene ella de sobra. Yo lo
sé porque... Bueno, porque lo sé.
—Pues tú lo sabrás, pero yo no entiendo nada. ¿Tú puedes hablar con ella y yo no?
—Claro. Porque yo siempre he vivido en España, porque no vengo del extranjero, porque no
soy exótico... Ya te lo he explicado.
—Pero tú no eres el psiquiatra de Aurora y yo sí lo soy. María es la única persona que tiene
contacto con ella, así que es evidente lo que pretendo. Si estás pensando en eso, te juro que no me
entra en la cabeza que alguien pueda interpretar que lo que quiero es acostarme con ella.
—¿No? —Eduardo se echó a reír—. Mira, Germán, lo que no entiendo yo es cómo se te ha
ocurrido... Bah, déjalo —hizo una pausa y volvió a sonreír—. Cómo se nota que Calvino era
suizo. Ya no vives en un país protestante, a ver si te enteras de una vez.
—Bueno, en Neuchâtel hay muchos católicos...
—Seguro, pero serán católicos de chichinabo, no de calidad suprema, como los españoles y
el turrón de Jijona. En eso no nos gana nadie, ¿qué te has creído? —me pasó el brazo por el
hombro para obligarme a andar, a alejarme de allí, cuando una hermana que estaba regando las
plantas nos miró por segunda vez, aunque era imposible que nos hubiera oído desde la otra punta
del patio—. España es la reserva espiritual de Occidente, el país escogido por Dios, la más
católica de las naciones, la hija predilecta del Espíritu Santo, de la Virgen María y del Papa de
Roma. Y precisamente por eso, lo que está pensando todo el mundo es que, en efecto, estás loco
por acostarte con María. ¿Que es absurdo, que es injusto, que es ridículo? Pues no. Es España.
Aquí, las cosas son así.
—Pero es de locos —musité.
—Sí —me sonrió—, lo es. Pero eso también te lo advertí.
Al final, el propio Eduardo propuso una solución que no tenía ninguna virtud más allá de su
naturaleza, y no me quedó otro remedio que aceptarla. Fue él quien habló de nuevo con María, sin
que nadie sospechara propósitos ocultos tras su iniciativa, para comunicarle que, a partir del lunes
siguiente, yo asistiría a las sesiones de lectura para observar su relación con Aurora. Según él,
dentro de una habitación y con una paciente como testigo, nadie pensaría mal de mí. Intenté
explicarle que era todo lo contrario, que precisamente detrás de una puerta cerrada, con una
testigo que sólo veía bultos, podía pasar cualquier cosa, pero ni siquiera me dejó acabar. Tú
hazme caso a mí, que sé de lo que hablo, insistió. Y no se te ocurra llegar y salir con María, eso
nunca, por lo menos al principio. Luego, ya, cuando se acostumbren, igual llamáis menos la
atención...
Estaba impaciente por empezar, pero el lunes siguiente no pudo ser, porque era 8 de marzo,
fiesta de San Juan de Dios, y en el manicomio de los hombres se celebraba una fiesta a la que todo
el personal y las enfermas tranquilas teníamos la obligación de asistir. La celebración comenzó
con una misa de campaña, una elección absurda en un recinto donde había una capilla donde
habríamos podido estar todos mucho más cómodos, sin pasar frío. Pero después, al aire libre y a
la vista de todos, pude acercarme un instante a la lectora de doña Aurora. Y allí, a continuación,
sucedió algo que me demostró hasta qué punto Eduardo Méndez tenía siempre razón.
—Felicidades, María —cuando me acerqué a ella, estaba en un grupo con otras dos
auxiliares, ambas seglares, y me corregí de inmediato—. Felicidades a todas.
—¿Por qué? —y se echó a reír como una cría—. Si aquí no hay ninguna Juana.
—Pero hay tres mujeres trabajadoras, ¿no? En muchos países del mundo, el 8 de marzo es el
día de las mujeres trabajadoras.
—¡Anda! —replicó una, tan joven como ella—. Pues no tenía ni idea.
—Total, para lo que te va a servir... —apuntó la mayor de las tres.
—Gracias de todas formas, doctor Velázquez —María fue más amable.
Cuando estaba buscando una fórmula para decir en voz alta, delante de testigos, que le
agradecía mucho que me permitiera asistir a sus entrevistas con doña Aurora y que intentaría por
todos los medios no interferir en su lectura, alguien me tiró de un brazo.
—Germán, ven conmigo. Quiero presentarte...
En el verano de 1933, cuando nos quedamos solos en Madrid, yo estudiando francés, él
visitando a la clienta de su amigo Juan en la cárcel de Quiñones, mi padre dijo algo que nunca
podría olvidar. Si soy perito en el juicio por la muerte de Hildegart, testificaré que doña Aurora
es una paranoica pura. Ese es mi diagnóstico y, sin embargo, aunque no vaya a preguntármelo
nadie, estoy convencido de que su enfermedad no es más responsable del crimen que sus ideas,
porque la eugenesia es una ideología criminal. Hizo una pausa, me miró y, como de costumbre, me
lo explicó mejor. Quien se cree con derecho a suprimir a una parte de la población, matándola o
impidiendo su reproducción, ya se ha otorgado a sí mismo una indulgencia previa y completa, se
ha dado la absolución, como si dijéramos, antes de mover un dedo. El porvenir de la especie, la
salud pública, la felicidad de los seres humanos, son paraguas tan grandes que pueden cobijar
cualquier crimen. Y para una eugenesista como doña Aurora, o como Hildegart, aunque ella fuera
víctima de sus propias ideas, para cualquier persona que exija que el Estado asuma la tarea de
eliminar sistemáticamente a todos los deficientes, ¿qué más da una hija menos, una vida más? Lo
entiendes, ¿verdad? Y lo entendí.
—Tenía muchas ganas de saludarle —Antonio Vallejo Nájera, director del manicomio de
hombres de Ciempozuelos y coronel del Ejército Nacional, me estrechó la mano con una sonrisa
que pretendía ser cálida, pero sólo sirvió para tensar sus labios de sapo—. Yo conocí a su padre.
—Mucho gusto —dije al estrechar la mano del ideólogo de la eugenesia fascista española,
creador de la teoría de que el marxismo era un gen perverso, intrínsecamente asociado con la
inferioridad mental, que debía extirparse a toda costa, fusilando a sus portadores y arrebatándoles
a sus hijos recién nacidos para entregarlos a familias intachables, que sabrían neutralizar su
pésima herencia genética a través de la adecuada educación religiosa y patriótica—. Él me habló
mucho de usted.
—Yo también tenía muchas ganas de conocerle —el sacerdote que había celebrado la misa
metió una mano entre Vallejo y yo—. Soy el padre Armenteros, secretario particular de don
Leopoldo Eijo Garay, obispo de Madrid-Alcalá y patriarca de las Indias Occidentales —se
detuvo un momento a tomar aliento después de recitar de un tirón todas las dignidades de su jefe
—, que por desgracia no ha podido acompañarnos. Su Eminencia está muy interesado en el
programa que usted dirige. Su absurda idea de curar la locura... —hizo una pausa para dirigirme
una sonrisa conciliadora a la que no respondí—. Estas criaturas —y movió el brazo como si
pudiera estrechar con él a todos los enfermos que nos rodeaban— también son hijos de Dios,
seguramente los más amados. El Señor los ha hecho así, ha querido que formen parte de su obra.
Verdaderamente, es preocupante que estemos aspirando a corregir el plan divino.
—No lo creo —y me llegó el momento de sonreír—. Si Dios es el creador de todas las
cosas, habrá creado también la tabla periódica de los elementos. La clorpromazina es sólo
química y, por tanto, obra de Dios.
No creí haber dicho nada inapropiado. No había levantado la voz, no había empleado ningún
término ofensivo, me había limitado a expresar una opinión que me parecía cargada de sentido
común, pero Robles se puso blanco al oírme.
—Perdónele, padre —y humilló la cabeza al interceder a mi favor—. Él viene del extranjero,
no...
—Nada, nada —Armenteros levantó la mano derecha en el aire como si pretendiera
bendecirle y nos sonrió por turnos, primero a él, luego a mí—. Es usted muy insolente, joven, pero
ese es el defecto de todos los científicos, ¿no? De lo contrario, nadie habría inventado la
penicilina —aquel estúpido comentario cosechó un incomprensible coro de carcajadas al que no
me sumé, aunque sonreí como si me hubiera hecho gracia—. Téngame al tanto de sus progresos,
por favor —eso ya no me lo dijo a mí, sino a mi jefe.
Y sin embargo, a pesar de la tensión casi eléctrica que se acumuló sobre mi cabeza como si
estuviera a punto de estallar una tormenta destinada en exclusiva a generar un rayo capaz de
fulminarme, lo que más me conmovió de aquella tarde fue que, después de dos meses de silencio,
Vicente Roque Fernández Reinés habló conmigo por primera vez.
—Y a ti... —me dijo mientras íbamos al encuentro de nuestro taxi, atreviéndose a formular la
pregunta que había quemado la lengua de Eduardo Méndez tantas veces—. ¿Cómo coño se te ha
ocurrido volver, si lo que estamos deseando todos es largarnos de aquí?
Y este, ¿de dónde habrá salido? ¿Quién le ha mandado que venga a verme? ¿Por qué me mira, por
qué no habla? Yo no digo ni mu, por supuesto, pues sí, se ha debido creer que soy tonta. ¡Ya, tonta
yo! Como si no me hubiera dado cuenta de quién es, de quién le envía. Lo malo es que tenga la
vista tan débil, porque no le veo bien la cara, pero conservo mi cerebro privilegiado, superior, y
he activado todas mis potencias. Se lo expliqué muchas veces a los médicos al llegar aquí y no me
hicieron caso. Mi corazón, mis caderas, mis pechos, mis nalgas son de mujer, pero el cerebro, el
cuello, los brazos, las piernas y la clavícula son completamente viriles. Si no se lo creen, que me
hagan la autopsia cuando muera y ya lo verán. No conseguí transmitirle esta facultad a Hilde, ella
era mujer de los pies a la cabeza, por eso se perdió. Las mujeres se pierden por el sexo, pero a mí
ningún hombre me ha hecho sentir nada de la cintura para abajo. De ahí proviene mi fortaleza.
Cada vez que él entra por la puerta, mientras hago que escucho a la mosquita muerta, me pongo en
mi postura de pensar. Si mis piernas fueran femeninas, de tobillo redondo, no podría hacerlo, pero
me basta con colocar la pierna izquierda sobre la derecha, apoyar el codo en la rodilla, la barbilla
en el codo, girar un poco el cuerpo y así, gracias a mis partes masculinas en un cuerpo femenino,
puedo seguir perfectamente su pensamiento sin que se dé cuenta de nada. Por eso sé que es uno de
ellos y que está ahí, al acecho, esperando una oportunidad para atacarme. Claro que mientras
estoy en la postura de pensar no puede nada contra mí, en esta postura soy invencible, porque mi
cerebro es más fuerte que el suyo, yo soy más fuerte que él, más fuerte que nadie. Así fue como me
enteré de que había perdido a mi hija. La tarde que vino aquel muchacho a hablar con ella estaba
tan nerviosa, la muy tonta... ¿Y si viene a pedirme relaciones, mamá? Yo le dije que no se
preocupara, cerré la puerta del gabinete, y desde allí, en mi postura, seguí todo lo que decían
como si estuviera sentada entre los dos. Cuando aquel cabrón se marchó, le dije a Hilde que había
hablado estupendamente, porque entonces ella era inocente y yo no sabía, no había descubierto su
código. Mientras mi hija le decía que le agradaba mucho su compañía, que podían ser amigos, él
debía de estar haciendo señales, moviendo las manos, no sé, algo tuvo que hacer para provocar
una interferencia porque yo no me di cuenta, no comprendí... Pero luego se descuidaron.
Confiaban tanto en su triunfo que me fueron dejando muchas pistas, hasta que una mañana apareció
aquel vecino que pretendía vendernos una docena de huevos. ¡Una docena de huevos! Él, que era
profesor, que no iba vendiendo por las casas, que no tenía gallinas, una docena de huevos... Y la
criada le dijo que sí, pues claro, porque la tenían comprada a ella también, que se encerraba con
mi hija en su cuarto cada tarde para leer noveluchas, novelas románticas de esas que cuestan dos
perras y valen todavía menos, una mierda. Intenté impedirlo, pero Hilde se escondía para leer en
el mismo momento en que la dejaba sola, así empezó con la tontería del enamoramiento. Y mira
que lo expliqué todo en el juicio, que se lo conté al jurado con pelos y señales, pero no hubo
manera de que lo entendieran. Primero el pretendiente, luego las novelas, después aquellos
ingleses que la invitaron a su país, a dar unas conferencias, con la condición de que fuera ella
sola, y al final, los dichosos huevos... ¿Qué iba a pensar yo, qué pensaría cualquier persona
sensata? Menos mal que llegué a tiempo de echar a aquel sujeto. ¡Salga de mi casa ahora mismo!
No queremos huevos, no le necesitamos y no quiero volver a verle por aquí, ¿me oye? La cara de
susto que puso al escucharme, el muy cochino, pues porque le había descubierto, claro está,
porque los huevos eran una señal, seguramente la última, la definitiva. Y entonces, ya, pues no me
quedó más remedio que coger la pistola... ¿Y qué dice ahora esta pánfila? ¿Que si me estoy
enterando de lo que lee? Pues claro que me estoy enterando, mema, que pareces tonta, yo me
entero de todo y mejor que tú, que sólo juntas palabras sin entender lo que significan, anda que...
Pero espera, Aurora, piensa, concéntrate. ¿No compraron ellos a tu criada? ¿Habrá comprado este
a la mosquita muerta? Pero ¿qué van a querer de mí, si estoy vieja, medio ciega, si no me dejan
salir de aquí, si nadie me toma en serio? Claro, que a lo mejor él sí sabe quién soy. A lo mejor me
han mandado al más listo, porque como los tontos no pudieron destruirme... Si no es eso, ¿por qué
viene, por qué me mira, por qué no habla? La mosquita muerta es un pedazo de pan, las cosas
como son, será tonta del bote, pero es buena, no creo yo que... Aunque vete a saber, ellos son
poderosos, son ricos, las potencias extranjeras, son los amos del mundo, y esta no tiene donde
caerse muerta, así que... ¿No van a encontrar una manera de tentarla, de ofrecerle algo que quiera
tener? Tengo que estar alerta. Hoy está como siempre, desde luego, no la han hecho enfermera, ni
monja, ni nada, no lleva joyas, ha venido a trabajar, pero si no la ha comprado, ¿quién es este?
¿Qué hace aquí? Yo estaré casi ciega, pero no soy tonta. Mi cerebro es poderoso, y aunque mis
ojos no vean bien, aún soy capaz de discurrir, de atar cabos. El otro día, cuando vino por primera
vez, pensé que necesitaría que se acercara más para estar segura, pero no me ha hecho falta.
Desde el principio descubrí algo extraño en él. Son las formas, los colores, que no lleva traje,
como los demás, sino americanas y pantalones combinados, de sport, como si dijéramos. Y sobre
todo, la cabeza. No sólo el pelo, que es demasiado claro, sino la postura. Este hombre no puede
ser español, porque lleva la cabeza alta, los hombros erguidos, y aquí ya nadie anda así, los otros
no andan así. ¿Qué otra cosa podría ser? Es uno de ellos, ellos no me han olvidado, nunca han
dejado de perseguirme, y han vuelto. Es duro reconocerlo pero, por lo que se ve, sacrificar a mi
hija no sirvió de nada. ¿Y tú qué dices, que te vas? Pues vete. Déjame sola, que lo estás deseando
y yo estoy muy cansada. Tengo un cerebro viril en un cuerpo de mujer y seguramente por eso
pensar siempre me da sueño. Ahora necesito dormir para seguir pensando, pero no te confíes. Voy
a estar alerta, voy a pensar mucho, no vas a poder conmigo. A ti te lo digo, extranjero, con el
poder de mi mente. No podrás conmigo. Eso nunca, jamás, ni lo sueñes.
Yo la quiero, siempre la he querido, eso fue lo primero que le conté al doctor Velázquez, y que ya
sabía yo que no iba a entenderlo, porque nadie lo entiende. Pero él me dijo que me creía, fíjate, es
la primera vez que me pasa. Me dijo que no le extrañaba y me preguntó por qué. ¡Uf!, le dije, eso
es muy largo de contar. Inténtelo, por favor, para mí es muy importante saberlo...
¡Qué raro es ese hombre! Siempre tan suave, tan bien educado, con ese acento suyo tan
particular, que habla español como si hubiera nacido aquí, bueno, porque parece que nació aquí,
pero que dice las cosas como si las cantara, con una voz más ligera, más delgada que la nuestra.
Es el único que nos trata de usted, el único que lo pide todo por favor, que eso ni el doctor
Méndez, con lo bien que me cae, las cosas como son, pero al mismo tiempo... Dale que te pego,
remachando el mismo clavo como una mula que da vueltas a la noria, sin rendirse jamás. Ningún
psiquiatra de aquí es tan pesado, vamos, que yo no he conocido a ninguno tan maniático, ni
parecido, así que tuve que acabar contándole mi vida, a pedacitos, eso sí, hasta que me cansé. Es
que era un follón. Como sólo podíamos hablar un minuto al entrar y otro al salir del cuarto de
doña Aurora, pues se me olvidaba por dónde iba, perdía el hilo y me repetía todo el tiempo. Total,
que un día le dije, ¡hala!, se va a salir usted con la suya. El domingo que viene tengo la tarde libre,
déjeme arreglarlo, nos vemos en una cafetería y le cuento lo que usted quiera. Eso fue ya en abril,
porque antes no encontré a nadie que pudiera acercarme hasta el coche de línea. Si se lo hubiera
pedido a Juan Donato, el casero, me habría llevado de mil amores y hasta Madrid, si hubiera
querido, pero no tenía ganas de deberle un favor a ese. Al final me enteré de que el hijo de la
panadera había quedado en Valdemoro con los de su quinta, me inventé que iba a ver a mis amigas
de antes, de cuando trabajaba en el asilo de la calle Doctor Esquerdo, y él, que es muy buen chico,
me llevó gratis hasta la parada de la camioneta. El doctor Velázquez se había ofrecido a pagarme
dos taxis, me dijo que podría encargárselo a los conductores que le traen y le llevan todos los
días, pero yo contesté que nanay, pues anda, claro, no faltaba más. Y antes de que me preguntara
por qué, que es lo que hace siempre, preguntar el porqué de todas las cosas, que parece que no se
cansa, le dejé muy clarito que no me fío yo ni de mi sombra, que no quería que la gente hablara, y
que si en el pueblo se enteraban de que me pagaba taxis para ir a Madrid, pues ya se podía
imaginar lo que iban a pensar... Entonces se quedó callado y con esa inocencia que tiene, que
parece una criatura, a su edad, dijo unas cosas que me impresionaron.
—Porque van a pensar que vamos a Madrid a acostarnos, ¿no? —eso me impresionó porque
estaba tan claro que no podía creer que tuviera que preguntarlo—. Pero ¿por qué tendríamos que
ir a Madrid para eso? ¿Por qué no podríamos hacerlo aquí, en el cuarto de las escobas o en una
habitación desocupada, con cama y todo? —eso me impresionó todavía más, porque me di cuenta
de que llevaba razón, pero a mí nunca se me habría ocurrido pensarlo—. ¡Qué raro es este país! A
la gente no le interesa otra cosa. Espían, critican, piensan mal de los demás, se santiguan porque
es pecado, pero no saben hablar más que de sexo, no piensan nada más que en el sexo, es la
obsesión nacional...
Eso último fue lo que más me impresionó, que hasta miedo me dio oírle hablar así, decir esas
cosas como si hablara del tiempo. Hacía muchos, pero muchos años que no oía yo esa palabra,
sexo, pronunciada como si fuera algo corriente, sin importancia. Al escucharla sentí un repeluzno,
frío y calor a la vez, y miré a mi alrededor para comprobar que nadie le había oído, que nadie
podría ir contando por ahí lo que él y yo hablábamos en los pasillos, como si esa palabra tuviera
filo, como si pudiera atravesar mis oídos, instalarse en mis tripas, estallar como una bomba,
hacerme daño. Sin embargo, cuando era pequeña la oía casi todos los días y me parecía tan
natural. Aquel domingo en el que por fin conseguimos quedar en Madrid, podría haber empezado
por ahí, pero me pareció mejor empezar por el principio.
—Doña Aurora me enseñó a leer y a escribir. Tendría yo... Cinco o seis años, no me acuerdo
bien.
A cambio, recordaba perfectamente todo lo demás menos cuándo la conocí. Yo nací en
septiembre de 1932 y siempre, desde siempre, la recuerdo en el jardín del Sagrado Corazón, el
más bonito de todos. Mi abuelo Severiano, bueno, mi único abuelo, porque otro no he conocido,
era el jardinero del manicomio y solía llevarme con él por las mañanas, mientras mi abuela iba a
la compra y arreglaba la casa. En esa época, cuando yo era una niña, doña Aurora estaba
estupendamente, nada que ver con lo de ahora, no se parecía al resto de las pacientes, no se le
notaba nada la enfermedad. Yo ni siquiera sabía que era una interna. Creía que era una señora que
venía de visita, a cuidar de las plantas, a trabajar en el huerto, porque eso era a lo que se
dedicaba. Le gustaban mucho las plantas con flor. Plantó hortensias, geranios, rosales de muchas
clases, pero pasaba la mayor parte del tiempo en el invernadero, porque allí tenía un rincón donde
se ocupaba de sus propios semilleros. Cultivaba claveles enanos, gitanillas, begonias, plantas
aromáticas, y antes de regalárselas a las monjas, o a las otras internas, se las enseñaba a mi
abuelo, le preguntaba por el riego, por los abonos... Esta mujer del demonio sabe más que yo,
decía él a veces, y a mí me extrañaba que la llamara así, porque me parecía muy simpática. Si
llevaba algún caramelo en el bolsillo, me lo daba nada más verme, y siempre me explicaba lo que
estaba haciendo. Conmigo era muy paciente, muy cariñosa, y le gustaba cantar mientras trabajaba,
canciones gallegas que me traducía entre estrofa y estrofa, letras tristes, pero muy bonitas, de
hombres que se marchaban en barco para no volver y mujeres que se quedaban llorando en la
orilla. Aprendí algunas y a veces las cantábamos a coro mientras trasplantábamos las plantitas, y
ella me decía su nombre, de qué color serían sus flores, cuánto iban a crecer, cómo había que
cuidarlas... Cada vez que alguna echaba un brote nuevo, aplaudía y daba grititos, como una niña.
Aprendí muchas cosas de doña Aurora, porque me pegaba a ella todo lo que podía, la verdad.
Era, con mucha diferencia, la persona más interesante que había conocido. Tampoco es tan raro,
porque yo nací en un manicomio de mujeres y nunca había salido de allí.
Mi abuela me lo decía todos los días, mucho cuidado con las locas, tú no te arrimes a
ninguna, y no me costaba trabajo obedecerla. Las locas, como las llamábamos en casa, me daban
mucho miedo o mucha pena, así que me acostumbré a andar entre ellas sin mirarlas, y ni siquiera
volvía la cabeza cuando alguna me chistaba, o me llamaba por un nombre que no era el mío, o se
levantaba la falda para enseñarme lo que había debajo, pero doña Aurora era distinta. ¿Sí?, pues
esa es la peor de todas, me decían mis abuelos, una asesina, que tendría que estar en la cárcel y no
aquí... Yo no me lo creía. Debía de ser verdad que había matado a su hija, porque eso era lo que
decía todo el mundo, que le había pegado cuatro tiros mientras estaba dormida, pero esa doña
Aurora no podía ser la mía, la que yo conocía, tendría que haberle pasado algo, no sé, el caso es
que yo no le tenía miedo, estaba segura de que no me haría ningún daño, a mí no, nunca. Y
entonces, un día, en otoño, me preguntó por qué no iba al colegio. Yo ni siquiera había escuchado
esa palabra, y le prometí que lo preguntaría en casa. ¿Usted sabe por qué no voy al colegio,
abuela? Ella se echó a reír, eso no es para ti, me dijo, eso es para los que tienen perras. A la
mañana siguiente se lo repetí a doña Aurora y se llevó las manos a la cabeza. ¡Qué barbaridad!,
decía, eso no puede ser, voy a hablar con la madre superiora, esto lo arreglo yo... Y lo arregló,
aunque le costó lo suyo.
Mis abuelos no quisieron ni oír hablar de llevarme a la escuela del pueblo. Allí sólo iban a
enseñarme tonterías que no me iban a servir de nada, me dijeron, era mejor que me quedara en
casa para aprender a guisar, a coser, a limpiar, porque esa iba a ser mi vida y cuanto antes me
hiciera a la idea, mejor para mí. Doña Aurora se enfadó muchísimo pero se le pasó de repente. Yo
creía que lo había olvidado, pero una mañana, al llegar al invernadero, vi que había colocado allí
una mesa y dos sillas. Después trajo una caja muy grande de la que empezó a sacar cubos de
madera pintada, muy bonitos, cada uno de un color, con un signo y un dibujo en cada cara. Era
como un juego. A de abanico. B de bota. C de campana. Aprendí las letras muy deprisa, porque
ella se alegraba tanto, se ponía tan contenta cada vez que respondía bien a una pregunta... Era
como si me hubiera convertido en una plantita capaz de crecer, de florecer, bueno, lo que pasaba
era exactamente eso, lo comprendí con el tiempo, pero entonces me daba igual y ahora también. Lo
único que me importa es que nadie había valorado nunca de esa manera algo que yo hubiera
podido hacer, aunque a veces se enfadaba conmigo, me echaba del invernadero, me hacía llorar.
Eres la más torpe de los tres, me decía, la peor de los tres... Yo no sabía quiénes eran los otros
dos, pero sabía que tenía que competir con ellos y eso me ayudaba a superarme, a hacer las cosas
bien. Para mí era importante, porque cuando doña Aurora se enfadaba sí que parecía una loca.
Cuando estaba furiosa, daba manotazos al aire, se metía los dedos en el pelo y se despeinaba,
gritaba como las demás y luego no se acordaba de lo que había dicho. Y a mí no me gustaba verla
así, porque entonces no me quedaba más remedio que creer que había matado a su hija, y me daba
miedo que mi abuelo la oyera, y entrara en el invernadero, y me sacara a rastras, y no me dejara
volver.
—Yo sí sé quiénes eran los otros dos —me dijo el doctor Velázquez en una cafetería de la
Gran Vía, aquel domingo de abril—. Una, su hija Hildegart, desde luego. Y el otro, su sobrino
Pepe, Pepito Arriola. Los dos fueron niños superdotados, ella más brillante, porque sabía leer y
escribir a los tres años y empezó a ir a la universidad a los trece, eso lo sabe usted, ¿no? —asentí
con la cabeza, aunque sólo había oído habladurías, una historia tan rara que parecía mentira—. El
otro fue un concertista prodigio, un niño pianista que empezó a dar conciertos cuando era muy
pequeño, con cuatro años. Ella lo crio y le enseñó a tocar.
—¿A él también lo mató?
—No —sonrió al escucharme, fue la primera vez que le vi sonreír—. Se lo llevó su madre,
la hermana de Aurora, Josefa, cuando se hizo famoso. A ella le dolió mucho perderlo, y entonces
pensó en tener un hijo propio que nadie pudiera arrebatarle. Esa fue Hildegart. Pero lo que me ha
contado usted me interesa muchísimo. Parece evidente que la superdotación intelectual puede
tener un origen genético, la propia Aurora fue una niña superdotada que se educó prácticamente
sola, leyendo por su cuenta los libros de la biblioteca de su padre. Pero yo, que tampoco la odio,
siempre he pensado que, además, debía de ser una pedagoga... —me miró, como si sospechara que
yo pudiera no conocer esa palabra, pero sí la conocía, y asentí con la cabeza para invitarle a
seguir—, una pedagoga extraordinaria. Y lo que usted dice, lo confirma.
Yo tampoco la odio. Esa fue otra de las cosas que me impresionó del doctor Velázquez, y que
lo dijera así, como sin venir a cuento. Esa vez fui yo quien preguntó por qué y me contestó que él
también había conocido a doña Aurora cuando era niño, que ya me contaría cómo, pero que antes
quería saber más de lo que había pasado en el invernadero. Le extrañó que me dejaran a solas con
ella, y a mí, bien mirado, en aquel momento me extrañó también, pero el caso es que así fue.
La curiosidad de ese hombre me obligó a pensar en voz alta, a buscar respuestas a preguntas
que nunca se me había ocurrido hacerme. Lo que quería doña Aurora era que yo fuera al colegio,
lo de enseñarme en el invernadero fue el último recurso, y había insistido tanto en mandarme a la
escuela del pueblo que nadie podía desconfiar de sus intenciones. En aquella época, ella estaba
encantada de vivir en Ciempozuelos, porque quería cambiar el mundo, la forma de organizarse de
la gente, y que todos viviéramos en manicomios en vez de en pueblos o en ciudades. Ya sé que
suena muy raro, pero hablaba mucho de eso, de que los psiquiatras tendrían el poder, como los
sacerdotes de la Antigüedad, y no podrían casarse aunque tendrían harenes de mujeres exquisitas,
así las llamaba, exquisitas, sacerdotisas del amor con las que podrían practicar sexo. Luego
habría otros, los alienistas, que mandarían menos y a cambio podrían casarse si quisieran. Lo
tenía todo tan bien planeado que decía que si un psiquiatra se empeñaba en casarse, porque se
había enamorado como un bobo, pasaría a ser alienista, por muy inteligente que fuera. Ahora sé
que todo esto era un delirio producido por su enfermedad, pero en aquella época yo la escuchaba
y me sonaba muy bien lo que decía, y por eso... Las hermanas eran muy importantes para ella, las
únicas mujeres que tendrían algo que hacer en su nuevo mundo. Las otras no, porque no tienen
alma, eso decía, que las mujeres no tenemos alma, que somos incapaces de sentir de verdad, que
no tenemos sensibilidad, sólo sensiblería, y que algunos animales son espiritualmente muy
superiores a nosotras. Pero las hospitalarias eran la excepción, porque le parecían muy
abnegadas, muy sacrificadas, las admiraba mucho, fíjate, y les hacía la pelota todo lo que podía.
Aunque lo que es confesarse, nunca se confesó, iba a misa los domingos, y comulgaba y todo, sólo
por caerles bien, para reclutarlas cuando llegara el momento, y les escribía unos poemas así,
como beatos, sobre la Virgen santísima y Jesús sacramentado y todo eso, que no le pegaban nada,
la verdad. El caso es que estaban a partir un piñón, doña Aurora y las hospitalarias, e igual de
empeñadas en que yo me hiciera novicia para salvarme, porque las mujeres se pierden por el
sexo, parece mentira pero en eso estaban todas de acuerdo. Yo creo que lo que más le gustaba a
ella de las monjas era que fueran castas, que se comportaran como si no fueran mujeres, como si
no tuvieran sexo, y así debió de convencerlas, prometiéndoles que iba a convertirme en una
hermana en miniatura. A los médicos no les diría nada, porque le importaban un pimiento, decía
que eran unos burros ignorantes que no se la tomaban en serio. Además, mi abuelo sólo obedecía a
la superiora. Las monjas eran las que le pagaban el sueldo, las dueñas de la casa donde vivíamos,
del huerto que cultivábamos, de los animales que criábamos, y él nunca se habría atrevido a
llevarles la contraria. De todas formas, se las arreglaba para estar cerca mientras dábamos clase y
todas las mañanas pasaba alguna hermana por la puerta a echar un vistazo, aunque no nos
molestaban. La laborterapia era una de las bases de los tratamientos de Ciempozuelos, se insistía
mucho en que las internas trabajaran. En principio la tarea de doña Aurora era el jardín, pero tuve
la suerte de que las hermanas decidieran que enseñarme a leer y a escribir también era un trabajo,
bueno y útil para las dos. La verdad es que aprendí como si jugara, casi sin darme cuenta, y
empecé a escribir enseguida. Me había aprendido los cubos de memoria, y asociar los dibujos con
las letras me pareció muy fácil. Ella se inventaba versos, canciones, la B era una señora
embarazada, la R un señor con un bastón, la Q un gato muy gordo con un rabito, yo qué sé, pero
eso no fue todo. Cuando acabamos con las letras, empezamos con los números, y después doña
Aurora me enseñó muchísimas cosas más.
Al llegar a la cafetería, cuando él pidió un café con leche y yo un batido de chocolate, el
doctor Velázquez había sacado un cuaderno para apuntar lo que iba diciendo, pero la historia que
le conté le gustaba tanto que se olvidaba de escribir y de repente levantaba la mano, me pedía que
parara un momento, escribía un par de frases y volvía a dejarlo. Intentaba que recordara las
fechas, el año en el que había pasado cada cosa, pero en eso no podía complacerle. En 1942,
cuando cumplí diez años, pasó lo de los muñecos, eso lo recordaba bien, pero no supe decirle
más, sólo que antes, durante tres o cuatro, quizás cinco años, pasé mucho tiempo con doña Aurora,
al principio siempre en el invernadero, luego ya ni siquiera. Se habían acostumbrado a vernos
juntas, habían comprobado que no me hacía nada malo, y mis abuelos estaban asombrados por
todas las cosas que aprendía, sobre todo porque podía hacer las cuentas mentalmente cuando
íbamos a comprar algo a alguna tienda, y casi siempre encontraba la solución más deprisa que el
tendero que apuntaba los precios en un papel. ¿Lo veis?, les decía yo, esto no es una tontería, esto
sirve para pagar lo justo, para que no nos engañen, y se quedaban callados, no sabían qué decir.
Entonces, cuando acabamos con las tablas de multiplicar, empezó lo bueno.
Doña Aurora encargaba muchas cosas para mí. Nunca me las regalaba, las guardaba ella, en
su habitación, y me las enseñaba cuando le daba la gana. A veces me hacía rabiar semanas enteras,
a veces me las daba enseguida, eso dependía siempre de su humor, y con el tiempo se fue
volviendo cada vez más caprichosa, pero al principio me encantaba estar con ella en su cuarto.
Por las mañanas, si no la encontraba en el jardín, iba a buscarla. Por las tardes, en cuanto que
podía escabullirme, le hacía una visita. Solía alegrarse de verme menos cuando estaba tocando el
piano. Entonces ni siquiera volvía la cabeza, pero yo me quedaba muy quieta, sentada en el suelo,
y la escuchaba tocar mientras miraba a mi alrededor. Aquella habitación era como un bazar
maravilloso. Doña Aurora tenía muchos libros, entre ellos un atlas con mapas desplegables,
enormes, que me encantaba. También había enciclopedias repletas de dibujos de personas y
animales y países y ciudades, nombres rarísimos que no había escuchado nunca, yo qué sé, el
puerto de Sebastopol, por ejemplo, que nunca se me ha olvidado porque fue el primero de todos.
Ella me enseñó que sólo tenía que buscar esa palabra en la página correspondiente para saber que
Sebastopol era una ciudad portuaria situada en la península de Crimea, y luego buscaba península,
y al final Crimea, y lo miraba en un mapa, y era como magia, como tener una llave que abriera
todas las puertas del mundo... Así, sentada en el suelo de aquella habitación, aprendí muchísimas
cosas que luego no me han servido para nada en la vida, esa es la verdad, pero me encantaba
aprenderlas.
Cuando estaba de buen humor, si tenía ganas de tocar el piano durante mucho tiempo, doña
Aurora me dejaba alguna cosa en el banquito que tenía a los pies de la cama. Lo que más me
gustaba era el globo terráqueo. Me tiraba las horas muertas mirándolo, buscando nombres,
haciéndolo girar, pensando en todos los sitios a los que podría viajar cuando fuera mayor, fíjate,
yo que no he ido más que de Ciempozuelos a Madrid y de Madrid a Ciempozuelos. También me
gustaba mucho un libro que tenía de plantas, porque había marcado con un papelito las páginas
donde aparecían las especies que teníamos en el invernadero y venía su nombre en latín, cómo
había que cuidarlas, dibujos de las hojas, de los pistilos, de las flores... En ese libro y en el
invernadero, doña Aurora me contó que había dos sexos, el masculino y el femenino, me mostró
los órganos sexuales de las plantas, me explicó cómo se reproducían, y cuando lo entendí, me
enseñó cómo era el sexo de los humanos en unas láminas de anatomía. Le daba mucha importancia
a eso, que algunos años más tarde nos costaría a las dos un disgusto, pero yo ya había aprendido
que no me convenía contar en casa lo que aprendía con ella, ni el sexo de las plantas, ni las
constelaciones de estrellas, ni las figuras geométricas, ni el solfeo, ni a saludar en inglés y en
francés, que eso también me lo enseñó. Yo todo me lo guardaba para mí, y a mis abuelos les decía
que iba a oírla tocar el piano, y como lo hacía tan bien y se escuchaba en todo el pabellón, pues...
—Perdóneme, María —el doctor Velázquez dejó de escribir y me miró—, pero lo cuenta
usted como si su relación con doña Aurora hubiera sido idílica. ¿Ella no hacía cosas que le
parecieran extrañas? ¿Nunca se enfadó con usted, nunca tuvo reacciones incomprensibles?
—Anda, claro —me eché a reír—, muchísimas, pues no faltaba más. Me echaba de su cuarto
cada dos por tres, me decía que me fuera, que era mala, que era una burra, que no quería volver a
verme... Nunca me pegó, eso no, y conmigo tampoco era rencorosa. Quiero decir que me echaba a
gritos y al rato, me veía en el jardín y me llamaba, ven, María, vamos a ver si ya han crecido los
pepinos... Yo me iba con ella y era como si no hubiera pasado nada.
—Y usted no la temía, nunca le tuvo miedo.
—¿Yo? —asintió con la cabeza, como si allí hubiera alguien más—. Ni pizca. Yo había
nacido en un manicomio de mujeres, doctor Velázquez, siempre había vivido allí, así que me
figuro que mis ideas sobre lo que era raro y lo que no, sobre lo que daba miedo y lo que no daba,
se parecían muy poco a las de las demás niñas. ¿Usted sabe cómo me enteré yo de la muerte de mi
madre?
Antes de terminar la pregunta, ya me había arrepentido de empezarla. No por Faustina, pobre
mujer, sino por las historias que aquella llevaba enganchadas, desgracias como cerezas que nunca
se pudieran sacar del frutero de una en una. Pero aunque intenté decirle que eso se lo contaría otro
día, que no tenía importancia, él insistió, como siempre, y al final no me arrepentí. Porque en el
fondo, aunque yo creyera que me daba igual, sí que me importaba saber la verdad.
Faustina era una enferma pobre, una pescadera del mercado de Legazpi que un buen día tenía
una familia, un marido joven, dos hijas muy pequeñas, y en menos de un mes se quedó sola en el
mundo. Una tuberculosis infecciosa se los llevó a los tres, uno detrás de otro, y su cabeza de
propina. Al decirlo me acordé de con quién estaba hablando y me corregí enseguida, bueno, que
tuvo un brote psicótico, que seguramente la enfermedad había empezado ya, y cuando se quedó
viuda... El doctor Velázquez asintió mientras movía la mano en el aire, como si en aquel momento
le parecieran superfluos mis esfuerzos por respetar la dignidad de una paciente. Claro que
dignidad, la pobre Faustina tenía bien poca, la verdad. ¡Julianita, ven aquí!, me decía cuando me
veía, ven, que te toca mamar, y se sacaba una teta vacía y blanda, un colgajo estampado de venas
azules, mientras me reclamaba con la otra mano. Que vengas, te estoy diciendo, hay que ver, ¡qué
condenada es esta niña!, tan pequeña y lo que sabe... Juliana, Julianita, era el nombre de su hija
menor, que se le había quedado muerta en el pecho, mientras ella intentaba que mamara.
Faustina sí que me daba miedo, un miedo horrible, porque en cuanto que me descuidaba, me
sujetaba por detrás, me daba la vuelta y me pegaba contra su cuerpo, y olía muy mal, siempre a
sucia, a veces incluso a mierda. No era raro que tuviera los dedos manchados, así que yo me
soltaba como podía y salía corriendo a buscar a una hermana mientras ella me seguía, gritando
como lo que era, pobrecita. Hasta que una tarde, cuando iba con doña Aurora al invernadero, me
agarró tan bien que no conseguí zafarme, pero me revolví y le solté una patada en la espinilla con
todas mis fuerzas. Le hice más daño del que hubiera querido y entonces, mientras se frotaba la
pierna con una mano, levantó la cabeza, me miró y durante un instante se acordó de todo, de quién
era ella, de quién era yo, y de que no era su hija Juliana. Tú eres una puta igual que la madre que
te parió, me dijo, que a tu madre la mataron los rojos por puta, reputa y requeteputa.
Yo apenas había conocido a mi madre. Sólo sabía que se llamaba igual que yo, María
Castejón Pomeda, que me había tenido en la casa de mis abuelos y que enseguida, después de
amamantarme unos meses, se había vuelto a trabajar a Madrid. Era dependienta en una confitería,
eso también lo sabía, el Viena Capellanes de la calle de la Montera. Mi abuela guardaba como oro
en paño una postal donde venía una foto del interior del local y me la había enseñado muchas
veces, a la derecha estaban las mesas, al fondo el mostrador de los fiambres, a su lado la caja, a
la izquierda la pastelería... Mi madre rotaba, pasaba un mes en cada puesto, pero siempre de
dependienta, decía la abuela, ella no limpiaba ni nada, ya ves, como si eso importara mucho.
Bueno, pues allí conoció a mi padre, que nunca he sabido quién era porque ella le llamaba por su
nombre artístico, Armando Nosequé, a mis abuelos se les había olvidado el apellido, o eso
decían. Por lo visto, era actor de teatro, tampoco muy bueno, un actor corriente, que hacía un
papelito en una obra que estaban poniendo en el teatro Príncipe. Como el Viena Capellanes
cerraba muy tarde, a la una de la mañana, la compañía solía ir a cenar allí después de la función,
así se conocieron. Mi abuela siempre me ha contado que era muy guapo, moreno, con un hoyito en
la barbilla y los ojos oscuros como carbones, del tipo de Valentino, según ella, pero está claro que
yo no he salido a él, porque soy igual que mi madre menos en la boca. Ella tenía los labios finos y
yo más gordos, como los de mi padre, me figuro, aunque no lo sé, porque nunca le he visto. Mi
madre trajo a casa una foto suya, pero mi abuelo la rompió cuando dejó embarazada a su hija.
Y sin embargo, hasta que empezó la guerra, los dos venían a buscarme algunos sábados. De
vez en cuando, ella llamaba por teléfono a las hermanas para decir que no hacía falta que mi
abuelo fuera a buscarla al tren, que ya la traía su novio. Por lo visto, casi siempre venían en una
camioneta muy cochambrosa, que debía de ser con la que iban los del teatro a hacer funciones por
los pueblos, pero de vez en cuando aparecían con un coche de verdad, uno bueno, quiero decir...
Me imagino que no sería suyo, se lo pediría prestado a alguien, pero el caso es que llegaban casi
hasta la puerta, él se quedaba dentro y ella venía a por mí. Mi abuela dice que cuando mi madre
me llevaba al coche en brazos, yo echaba las manos hacia delante, hacia él, y mi padre me metía
dentro a través de la ventanilla abierta. Eso lo tenía siempre presente, porque le daba mucha rabia
que yo le quisiera y a mí lo que me da rabia es no acordarme, porque era muy pequeña, claro... El
caso es que, si me empeño, parece que me acuerdo de haber sentido algunas cosas, una barba que
raspaba y que no podía ser de mi abuelo, porque su cara nunca me ha raspado, y una sensación de
calor, unos brazos que me achuchaban, unos pechos grandes, redondos, mullidos como cojines, no
sé, el calor sobre todo, y yo muy pequeña entre dos cuerpos muy grandes... Mi abuela nunca fue
cariñosa. No es que fuera mala, qué va, era seca pero buena a su manera, y a mí siempre me ha
querido mucho, desde luego, pero que no era de besar, de abrazar, eso no le salía. Y yo siempre he
tenido la sensación de que a mí me besaron mucho, de que me achucharon mucho, y mi abuela no
pudo ser, claro, y mi abuelo menos, y por eso... Aunque no sé, igual me lo he inventado y sólo son
las ganas que tengo de que sea verdad, no estoy segura de nada. Lo único que sé es que cuando
venían a por mí, no me traían de vuelta hasta el domingo por la noche. Mi madre doblaba turnos
entre semana para poder venir a verme un sábado sí y otro no, y cuando venía con mi padre
tampoco trabajaba los domingos, o a lo mejor sí, y yo me quedaba con él mientras tanto, no lo sé.
Pero debían de quererme, ¿no? No podían tenerme con ellos en Madrid, pero nunca se olvidaron
de mí, porque la última vez que ella vino a verme, vino él también y a mí me faltaba poco para
cumplir cuatro años. Ese día fue el primer sábado de julio de 1936, y a mi padre le habían
contratado para hacer un papel en una película. Se marchaba a Málaga el día 10 y mi madre le
acompañaba, había cuadrado las fechas con sus compañeras para irse una semana de vacaciones.
Estaba entusiasmada, orgullosísima de su novio y muy contenta. Les dijo a sus padres que como la
película tuviera éxito, luego le saldría otra, y otra, y empezaría a ganar dinero de verdad, y antes
de que se dieran cuenta, ya estarían casados. También les dijo que volvería muy pronto. Tenía
billete de vuelta para el 19 de julio, pero nunca volvimos a verla.
—¿Murió en la guerra?
El doctor Velázquez acababa de llegar del extranjero pero, por mucha naturalidad con la que
pronunciara la palabra sexo, ya había aprendido a bajar la voz cuando hacía falta.
—Sí —después de confirmarlo, le imité—. Bueno, en la guerra sí, pero que ella no estuvo en
ninguna batalla ni nada. Fue una cosa muy rara. En realidad, ni siquiera lo sé seguro, porque...
Algunos años después, una actriz de la misma película en la que habían contratado a mi padre
escribió una carta a mis abuelos. No sabía sus nombres, ni la dirección, en el sobre ponía
solamente «Jardinero del manicomio de mujeres de Ciempozuelos», eso lo sé porque el cartero
me la dio a mí y yo ya leía muy bien, mucho mejor que mi abuelo. Debió de ser poco antes de lo
de los muñecos, en el año 40 seguramente, o no, igual hasta en el 39, pero al final, porque la
chimenea estaba encendida, y con lo tacaña que era mi abuela para la leña, eso significa que debía
de hacer mucho frío...
Aquella mujer, que acababa de volver a Madrid después de pasar una temporada en la
cárcel, se había despedido de mi madre cuando el ejército de Franco estaba a punto de tomar
Málaga. Ella, Paquita se llamaba, había decidido quedarse allí, pero mi madre se había empeñado
en irse a Almería andando, porque mi padre se había alistado al principio de la guerra y pensaba
que en Málaga no podría volver a verlo, pero en Almería sí. Al despedirse, le había pedido que
escribiera a mis abuelos para contárselo, pero como la detuvieron enseguida, no había podido.
Luego no había vuelto a saber nada de María ni de Armando, pero como en la carretera de Málaga
a Almería pasó aquella desgracia... En la carta no ponía nada más que eso, que pasó aquella
desgracia, con unos puntos suspensivos detrás. Me acuerdo de cada palabra como si la estuviera
viendo ahora mismo, aunque mi abuelo la tiró a la chimenea, con sobre y todo, en cuanto que
terminé de leerla en voz alta. Yo pregunté qué había pasado en aquella carretera pero no me lo
contaron. Mi abuela puso la comida en la mesa sin parar de llorar y mi abuelo salió afuera, pero
cuando volvió estaba llorando también. Aquel día, ninguno de los dos comió, y después del
postre, que fue una manzana, de eso también me acuerdo, me mandaron al cuarto de doña Aurora.
Vete a hacerle una visita, anda, me dijeron, y me puse tan contenta que me olvidé de la carta.
Cuando volví a casa ya era de noche. Nadie había ido a buscarme y eso era raro, pero más raro
era que siguieran llorando los dos, después de tantas horas. ¿Qué le pasa, abuela?, pregunté, y ella
me contestó que nada, que estaba triste y no sabía por qué, pero entonces mi abuelo le gritó,
cuéntaselo, Maruja, ella tiene que saberlo, es su hija, ¿no? Y así me enteré de que a mi madre la
habían matado los rojos.
Antes de llegar al final, había levantado la cabeza para mirar al doctor Velázquez a la cara.
Al escucharme, se quedó como congelado, con la pluma en el aire y el ceño fruncido. Entonces me
miró, y descubrí en sus ojos que doña Aurora tenía razón, que era verdad lo que me había contado
aquella tarde. La pobre Faustina no debía de saber nada, claro, sólo lo que iba contando mi
abuela, que a mi madre la habían matado los rojos en Andalucía, nada más que eso, pero mis
abuelos sí lo sabían, ellos habían entendido el mensaje de Paquita porque si no, no habrían
llorado tanto. Claro, que a mí no me contaron nada, todo lo contrario. Escúchame, María, me dijo
mi abuela, muy seria, mientras desayunábamos al día siguiente de recibir aquella carta. A tu madre
la mataron los rojos antes de que Franco entrara en Málaga, ¿entendido? Eso es lo que voy a decir
yo y eso es lo que vas a decir tú, es muy importante que las dos digamos lo mismo... Luego me
preguntó seis veces por lo menos cómo había muerto mi madre y yo contesté bien a todas las
preguntas, y ni siquiera se me ocurrió preguntarle si lo que íbamos a decir era la verdad o no. Yo
tendría siete u ocho años y pensaba en mi madre mucho menos que ahora, fíjate, qué raro, pero la
verdad es que ni siquiera lloré cuando me contaron que había muerto, porque no me acordaba de
ella y mi vida siguió siendo igual, nada cambió, hasta aquel día que me agarró Faustina. Y aquel
día...
—Yo no sé lo que me pasó —seguí mirando a los ojos de aquel hombre que de repente se
había convertido en un testigo, un sabio, alguien muy importante para mí—. Que me dio mucha
rabia, o mucho miedo, vete a saber, que Faustina olía a mierda, que me había dado un susto
grandísimo, no lo sé, el caso es que aquella tarde, en ese momento, se me olvidó todo, lo que me
había dicho mi abuela, lo que yo le había prometido, lo que las dos habíamos contado hasta
entonces, todo menos lo que había leído en aquella carta que mi abuelo había echado al fuego. Mi
madre no era puta, chillé, era dependienta en una confitería, y la mataron los rojos mientras
andaba por una carretera entre Málaga y Almería, que era donde estaba mi padre. Doña Aurora,
que me llevaba cogida de la mano, me dio un tirón y me llevó a rastras al invernadero. Allí hizo
una de esas cosas raras que dice usted, porque yo estaba llorando pero no me consoló, no me
abrazó ni nada, al contrario, me echó una bronca tremenda. Así no podemos hacer nada, María, me
dijo. Llorar es una estupidez, así que te vas a quedar sentada en esta piedra, por tonta, hasta que te
tranquilices, y luego ya veremos. O si no, vete a tu casa, mejor, no quiero verte. No soporto a los
llorones, y a las lloronas todavía menos. Eso me dijo y luego se metió dentro, y yo me senté en la
piedra y no me moví de allí. Sabía que se le olvidaría que se había enfadado conmigo, que no
tenía más que esperar a que saliera a buscarme, y aquella vez salió enseguida. ¿Y dices que a tu
madre la mataron cuando iba andando desde Málaga hasta Almería?, me preguntó y le dije que sí.
Entonces no pudieron ser los rojos, calculó, y estaba muy tranquila, muy segura de lo que decía.
Tuvieron que ser los otros, porque Málaga fue leal durante un año, o casi, cayó más o menos al
mismo tiempo que Ciempozuelos, y Almería siguió siendo de la República. Me acuerdo porque lo
leí en los periódicos, primero en los republicanos y luego en los de Franco, cuando llegaron
aquí...
Mientras hablaba, no había apartado los ojos de los del doctor Velázquez ni un instante.
Necesitaba que me contara, que confirmara la versión de doña Aurora aunque, sin saberlo, yo ya
sabía que era verdad, lo había aprendido aquella misma tarde. ¿Usted sabe que a mi madre no la
mataron los rojos, abuela? Ella estaba delante del fogón, removiendo una cazuela con una cuchara
de madera, nunca supe lo que había dentro porque aquella noche me quedé sin cenar. Al
escucharme se quedó completamente quieta, como congelada, la cuchara tiesa dentro del guiso, los
ojos clavados en la pared que tenía delante, y no supe interpretarla, no fui capaz de adivinar lo
que iba a pasar y seguí hablando. Dice doña Aurora que tuvieron que ser los de Franco, porque...
Nunca llegué a terminar esa frase. En aquella época mi abuela estaba gorda y le dolían mucho las
piernas, era una mujer muy torpe, su marido se burlaba de ella por eso, pero en aquel momento se
dio la vuelta tan deprisa que ni siquiera la vi, no vi sus ojos, ni su brazo, ni su mano, sólo sentí el
golpe de la cuchara de madera que se estrelló contra mi mejilla con tanta fuerza que me tiró al
suelo. Fue la primera vez que me pegó de verdad, y la última. También fue la primera vez que me
abrazó de verdad, con todo el cuerpo, porque justo después de pegarme, soltó la cuchara y se
arrodilló a mi lado.
Yo no entendía nada, no sabía lo que había dicho, lo que había hecho mal, y tampoco supe
por qué me besaba tanto, por qué me acunaba de pronto como si hubiera vuelto a ser un bebé,
meciéndome adelante y atrás mientras repetía que a mi madre la habían matado los rojos, los
rojos, que los rojos eran los que mataban, que habían matado a mi madre igual que mataron a los
hermanos de Ciempozuelos, eso lo repitió muchas veces, sin dejar de llorar ni de abrazarme, hasta
que escuchó algo, lo presintió o lo olfateó con ese sentido de animal acorralado que acababa de
crecerle por dentro. Entonces me dijo, ay, que ya ha llegado, ay, que ya está aquí... Se limpió las
lágrimas, se levantó como si nunca le hubieran dolido las piernas, tiró de mí y volvió a abrazarme,
de pie, mientras me hablaba al oído, que no se entere tu abuelo, que no se entere. En ese momento,
él abrió la puerta y preguntó qué pasaba. Nada, dijo ella dándole la espalda, mientras me
empujaba hacia mi cuarto, la niña, que le duele la barriga, a saber qué habrá comido... ¿Y esta
cuchara?, preguntó él, al verla en el suelo. Nada, volvió a decir su mujer, voy a acostarla,
enseguida te pongo la cena, Severiano. Y así me quedé yo sin cenar. Mi abuela me desnudó, me
puso el camisón sin preguntarme si tenía hambre, y no dejó de hablar en un susurro, que no se
entere tu abuelo, a tu madre la mataron los rojos, doña Aurora es una loca, no la hagas caso, y
vuelta a empezar, que no se entere tu abuelo, a tu madre la mataron los rojos...
Estaba muerta de miedo, pero sólo me di cuenta de eso cuando se marchó, cuando me dejó
sola, despierta, con la luz apagada y tiempo para pensar en lo que había pasado. Al principio creí
que estaba enfadada, luego que estaba triste, pero cuando empezó a cuchichear al borde de mi
cama su voz temblaba tanto que ni siquiera pronunciaba bien. Entonces comprendí que lo que tenía
era miedo, aunque tampoco entendí por qué. Luego, con los años, se me ocurrió que igual no
quería que las monjas se enterasen, porque como todo era de ellas, nuestra casa, el huerto, los
animales, pues pensaría que igual despedirían a mi abuelo si se enteraban, aunque no creo que
hubieran hecho eso, ¿por qué?, si mi madre no tenía la culpa de que la hubieran matado. Pero
como en Ciempozuelos los rojos asesinaron tanto, pues ella pensaría que querrían vengarse. O no,
a lo mejor simplemente tenía miedo porque sí, porque pensaba que lo más seguro era no hablar,
que nadie supiera nunca nada de nosotros, no lo sé. Lo que sí sé es que a la mañana siguiente me
desayuné un huevo frito. Ella me lo hizo para que le perdonara por el golpe que me había dado
con la cuchara, para que no volviera a hacerle preguntas, para que me acordara siempre de lo que
me había dicho. Eso no se me olvidará en mi vida porque no lo había hecho jamás, ni siquiera en
mi cumpleaños.
Nosotros teníamos un gallinero, pero las gallinas eran de las monjas y mi abuelo siempre
decía que los huevos eran sagrados, aunque sólo para nosotras, claro, porque de vez en cuando él
sí se comía alguno. Y sin embargo, aquella mañana mi abuela robó un huevo para mí, y con el
tiempo comprendí que esa fue su manera de decirme que me quería, que en aquel huevo robado
había tanta ternura, o más aún, que en los besos y los abrazos que no volverían a repetirse con la
abundancia que había derrochado después de pegarme. Mira lo que tengo para ti, me anunció
mientras se lo sacaba del delantal, con una sonrisa de oreja a oreja. Y me fue explicando lo rico
que estaría mientras lo cascaba, y le ponía un poquito de sal, y lo freía con el aceite muy caliente,
para que la clara hiciera puntillas, y se sentó a mi lado para enseñarme cómo había que comerlo,
hundiendo el pan en la yema, y se relamía mientras me miraba, como si le alimentara a ella más
que a mí, porque los huevos fritos le encantaban. A mí no me gustan, porque me saben a la muerte
de mi madre, al bofetón, al hambre y las lágrimas de aquella noche. Prefiero las tortillas a la
francesa, claro que eso no se lo conté al doctor Velázquez, porque como él había vivido mucho
tiempo en el extranjero, pues ya me imaginaba yo de qué pie cojeaba y además me lo habían
contado en el sanatorio, que su padre era rojo, que había muerto en la cárcel. Por eso no le hablé
de mi abuela, sólo de doña Aurora. Y sólo quería que me dijera la verdad, pero él me salió por
peteneras.
—¿No le apetece dar un paseo, María? —antes de saber si me apetecía o no, levantó la mano
para llamar al camarero y dibujó en el aire, pidiendo la cuenta—. Llevamos aquí sentados mucho
rato. Yo creo que nos vendría bien tomar un poco el aire.
—Pues no sé...
En ese instante casi me guiñó un ojo, o sea, que me miró como si pudiera guiñarme uno
teniendo los dos abiertos, y aposté conmigo misma a que me convenía decirle que sí. Cuando
salimos juntos a la Gran Vía, comprobé que había ganado, aunque poco después ya no estaría tan
segura.
—Me ha dado la impresión de que le gustaría saber lo que pasó en la carretera entre Málaga
y Almería —me dijo, y le di la razón con la cabeza—. No es una cosa que se pueda contar en
cualquier sitio, así que me ha parecido mejor que saliéramos de ahí. ¿Qué le apetece más, andar
hacia arriba o hacia abajo?
—Me da igual.
—Entonces, hacia abajo...
Antes de llegar a la plaza de España me habló de su padre, que también era psiquiatra pero
durante la guerra se había ocupado de dirigir los hospitales en el Madrid asediado, y ahí empecé a
no entender nada. Luego me habló de un médico canadiense con un nombre muy raro, porque su
apellido sonaba como a betún, que había venido aquí a hacer transfusiones de sangre y al que
había conocido su padre, y seguí sin entenderlo. No entendí qué pintaba aquel médico en Valencia,
ni por qué se le ocurrió ir a Málaga, sólo que, por lo visto, él había estado en aquella carretera y
había escrito lo que vio. Para contármelo, el doctor Velázquez esperó a que estuviéramos los dos
sentados en un banco, delante del Quijote.
—Fue en febrero de 1937 —él también empezó por el principio—. Me acuerdo de la fecha
porque en aquella época yo vivía en Madrid, claro, y se me quedó grabada. Lo que ya no recuerdo
bien son las cifras. Han pasado muchos años y supongo que ahora será imposible conseguir
información aquí, en España, pero voy a contarle lo que pasó —hizo una pausa, tomó aire y me
miró de una manera extraña, casi con recelo, como si acabara de darse cuenta de que tal vez yo no
querría creerle—. Cuando Franco tomó Málaga, miles de personas decidieron irse andando a
Almería. El camino era largo, la carretera muy estrecha. Al lado derecho del camino había un
acantilado muy escarpado, que caía a pico sobre el mar. Al lado izquierdo, una cordillera de
montañas no muy altas. Los refugiados tenían que andar en fila india, entre el mar y el monte, y no
tenían escapatoria, ninguna manera de salir de aquella carretera, de desviarse a un lado, o al otro,
sin tirarse al mar o trepar la montaña. ¿Se hace una idea? —asentí con la cabeza porque eso sí me
lo podía imaginar, eso sí lo entendía—. Bueno, pues lo que pasó fue que, a medio camino, los
franquistas empezaron a bombardearlos. Los atacaron por aire, por mar y por tierra al mismo
tiempo. La aviación tiraba bombas desde arriba, los barcos tiraban bombas desde la derecha, los
cañones y las ametralladoras disparaban desde el monte, por la izquierda. Hasta que aquella
carretera se convirtió en una barraca de tiro al blanco. Eso fue lo que pasó.
Al terminar me miró. Esperaba una reacción que no se produjo, porque yo no abrí la boca, no
fui capaz de hablar durante un rato muy largo. Había dejado de hacerme una idea de aquel paisaje
y necesitaba toda mi atención, toda mi energía, todas mis fuerzas, para intentar comprender el
sentido de las palabras que acababa de escuchar. Durante el tiempo que tardó en fumarse un
pitillo, él siguió esperando en silencio, con gesto sereno. Luego frunció el ceño, me puso la mano
encima del brazo, me preguntó si me encontraba bien y yo empecé a comportarme como una tonta.
—Es que no me lo creo... —balbucí, aunque enseguida me corregí, negando con la cabeza,
porque esa frase no expresaba bien lo que sentía—. O sea, que no digo que usted mienta, pero me
cuesta trabajo... ¿Y ellos no se defendieron?
—¿Quiénes? —me preguntó él a su vez, muy sorprendido—. ¿Los refugiados? —al asentir
con la cabeza me di cuenta de que había preguntado una estupidez—. ¿Con qué? No podían, no
tenían armas. Era gente que se había marchado de sus casas con lo puesto, mujeres, niños,
ancianos, no eran soldados, no...
—Ya, ya —levanté una mano para indicar que lo había entendido—. Lo siento mucho, lo
siento, es que... Es que nunca había oído nada parecido, perdóneme, pero me cuesta trabajo
entender... ¿Y por qué lo hicieron?
—Eso no lo sé —hizo una pausa, desvió la vista hacia sus zapatos—. Bueno, sí que lo sé —y
volvió a mirarme—. Lo hicieron para matarlos. Y lo consiguieron.
—¿A cuántos?
—No lo sé, miles. Tres, cuatro mil... No me acuerdo bien, pero por ahí debe de andar.
El número daba lo mismo. Eso fue lo que pensé al principio, que daba lo mismo porque mi
madre era sólo una mujer, una única persona, pero Ciempozuelos tenía unos siete mil habitantes, y
tres mil eran la mitad, y cuatro mil, más todavía. El número daba lo mismo, pero aquellos me
abrumaron hasta tal punto que dejé de pensar en mi madre, y ni se me ocurrió preguntarme qué
habría sentido ella al darse cuenta de que les disparaban, cuánto miedo habría pasado, de qué o de
quién se habría acordado cuando comprendió que iba a morir, si es que había tenido tiempo para
eso. El número daba lo mismo pero yo, que nunca había visto el mar, navegué en solitario entre
aquellas cifras, aquellos ceros tempestuosos, altos como olas cada vez más encrespadas, más
furiosas, ambiciosos como los dientes imposibles, afilados, de muchas ballenas que ya habían
empezado a disputarse mi cadáver cuando el doctor Velázquez me preguntó si quería volver a
Ciempozuelos.
—Sí —accedí, pero volví a corregirme enseguida—. No, no, todavía no... No sé, es que...
Perdóneme.
—No, por favor, no tengo nada que perdonarle —su voz era suave, aún más delgada que de
costumbre—, pero me gustaría hacerle una pregunta —hizo una pausa y esperó a que moviera la
cabeza para darle permiso—. ¿Usted no sabía nada de esto? ¿No sabe nada de la guerra?
—No —respondí, pero eso tampoco era verdad—. Sí, aunque... No lo sé, la verdad. Ya no sé
lo que sé ni lo que dejo de saber.
En ese momento, después de tantas rectificaciones, tantos titubeos, rompí a hablar, no dejé de
hacerlo hasta que atardeció y aún después, porque se cerró la noche, sentí que estaba a punto de
tiritar de frío, empecé a tiritar de verdad, me crucé la chaqueta sobre el pecho y no cerré la boca.
Él me cubrió los hombros con su bufanda, se levantó para sentarse a mi izquierda, logró
protegerme del viento y siguió escuchando en silencio, sin apuntar nada en su cuaderno pero con
tanta atención como antes, como cuando todavía estábamos en la cafetería, y yo le hablaba de
doña Aurora, y no tenía ni idea de lo que me estaba jugando en aquella cita inocente y culpable,
limpia y clandestina, inofensiva hasta que el aire de una tarde de abril dejó de ser azul para
empaparse del color de la sangre de mi madre.
Bajo esa luz húmeda y rojiza le conté primero lo que no sabía. Que Madrid no hubiera sido
siempre de Franco, por ejemplo, porque siendo su capital, lo lógico era que hubiera sido
franquista desde el principio. Y Valencia, pues lo mismo, añadí, y que era una ciudad demasiado
importante para que él no la hubiera conquistado enseguida. Pensando en voz alta, me di cuenta de
que a doña Aurora no debía de interesarle la guerra porque, a pesar de la cantidad de mapas que
me había enseñado en su habitación, yo nunca había visto ninguno de España partida en dos.
Tampoco me había contado nadie que la guerra hubiera durado tanto tiempo. Yo creía que había
sido un paseo y eso era lo que sabía, que había habido una guerra y que Franco la había ganado,
que los españoles lo estaban deseando porque la mayoría de sus enemigos eran rusos y los demás
eran comunistas, separatistas que querían partir España en pedazos, que menos mal que estalló la
guerra porque antes sólo había habido desorden y anarquía, que por eso ahora había paz y todo el
mundo vivía feliz y contento, que los españoles necesitamos mano dura y no servimos para tener
partidos y parlamentos como los otros países, que Franco lo sabía, que había echado a los rusos
para que no nos invadieran y se quedaran con todo, que luego había habido una guerra mundial
pero él no había querido participar para proteger a los españoles porque aquí ya habíamos tenido
bastante con la nuestra, que Hitler se creía muy listo pero que Franco era más listo todavía, que
como era gallego, si se lo hubieran encontrado en una escalera, los nazis no habrían sabido decir
si subía o si bajaba, que los rojos hacían lo que les decían los rusos y habían matado a José
Antonio Primo de Rivera, que era muy bueno, y muy guapo, y había fundado la Falange, que
cuando le dijeron que tenían preso a su hijo y que lo iban a matar, el general Moscardó les
contestó que el Alcázar de Toledo no se rendía, que Dios había querido que Franco ganara la
guerra, que los rojos eran ateos, y quemaban iglesias, y hacían corridas en las plazas de toros con
los curas y con las monjas, que les ponían banderillas y los estoqueaban al final para matarlos,
que por eso la guerra había sido una Cruzada por la fe católica, que el Papa quería mucho a
Franco y lo felicitó por su victoria, que le dio permiso para entrar en las iglesias debajo de un
palio, como si fuera el Altísimo, que después de la guerra había habido muchos fusilamientos
porque hubo que limpiar España de los asesinos rojos, que eran muchísimos, y que en
Ciempozuelos se habían cargado a los hermanos del manicomio de hombres, más de treinta
mártires inocentes que no habían hecho nada malo, que murieron sólo por ser frailes, y a los que el
Papa iba a hacer santos cualquier día de estos.
—Sí —en ese punto me interrumpió—, eso lo sé. Y que el responsable fue un concejal al que
llamaban «Caramulas», que si no mataron a más, fue porque algunos huyeron por el campo con los
internos... Me lo contó Roque.
Pronunció aquel nombre como si yo supiera de quién me estaba hablando y esperé a ver si
decía algo más, pero se limitó a negar con la cabeza, los labios cerrados.
—¿Roque? —así que tuve que insistir—. ¿Qué Roque?
—El doctor Fernández. Él me lo explicó todo con pelos y señales. Dijo que me convenía
saberlo y tenía razón.
—¡Ah! Pero... —aquella respuesta me sorprendió tanto que cambié de tema sin darme cuenta
—. ¿Usted habla con el doctor Fernández? Quiero decir, ¿él le habla a usted? Nosotras le
llamamos Mudito, como al enano de Blancanieves, porque... —pero desanduve el camino, porque
de repente comprendí de qué estaba hablando—. El doctor Fernández es de los suyos, ¿verdad?
—¿De los míos? —le miré con atención, pero él no se puso nervioso—. ¿Y quiénes son los
míos, María?
—Pues... Los que mataron a los hermanos.
—No sé cómo piensa el doctor Fernández, pero le aseguro que los que mataron a los
hermanos no son los míos.
—Sí que lo son —insistí—. Los que iban contra Franco.
—Mi padre luchó contra Franco con todas sus fuerzas. Después de la guerra le metieron en la
cárcel, lo condenaron a muerte, pero antes, cuando yo tenía trece años, me enseñó que el fin nunca
justifica los medios. Y no se me ha olvidado.
Le dije que eso no lo entendía muy bien y cambiaron las tornas. Se levantó, decidió que
íbamos a volver a andar para que yo no me cogiera una pulmonía, escogió la calle Princesa y la
subimos despacio, hasta que encontramos un café que estaba casi vacío. Allí escogió una mesa
apartada, pidió una cerveza, dos pinchos de tortilla, y me preguntó qué quería beber. Antes y
después habló sin parar, me contó cómo había conocido a doña Aurora, cómo había ido ella con
un abogado a su casa la misma mañana en que mató a su hija, cómo había confesado su crimen,
cómo había descubierto que él no podía odiarla. Y que su padre le había contado que la eugenesia
era una ideología criminal, porque el fin nunca justifica los medios. Sin que yo se lo pidiera,
respondió a unas preguntas que me había hecho a mí misma muchísimas veces, y sin embargo, sólo
me enteré a medias de lo que me estaba contando.
Necesitaba la mayor parte de mi atención para mantener a raya una sospecha que se movía
dentro de mí como un gusano diminuto pero muy voraz, que roía las paredes de mi cabeza, que
aplastaba con sus patitas todo cuanto contenía y teñía mi memoria de un color desconocido,
distinto. Cuando el doctor Velázquez me preguntó si quería volver a Ciempozuelos, le respondí
que sí, salí con él a la calle y no me negué a que me pagara un taxi, pero antes de entrar en el
coche, con el brazo apoyado en la puerta abierta, le miré, me atreví.
—Entonces, mi padre, si mi madre iba andando a Almería para verle...
Él asintió con la cabeza y no dijo nada, no hacía falta.
—Vamos a Ciempozuelos —le anuncié al taxista, aunque el doctor Velázquez se lo había
dicho al pagarle la carrera—, pero no se meta por el centro del pueblo, por favor. Cuando
lleguemos, ya le indico yo por dónde vamos a entrar...
Aquella noche, antes de acostarme, fui a ver a mi abuela.
Habría ido a verla de todas formas, porque aquel domingo no estaba de guardia en el
Sagrado Corazón ninguna amiga mía y las demás ni se acercaban a mirar si necesitaba algo.
Decían que como no pagaba, como estaba allí de caridad, pues no tenían por qué ocuparse de ella,
así eran de simpáticas, y mira que el cuarto de mi abuela estaba pegado a los suyos, que por eso la
dejaban estar allí, porque era el más pequeño, el peor del pabellón, que se conoce que al levantar
el edificio no supieron qué hacer con aquella esquina y pensaron, ¡hala!, pues un cuarto más, pero
salió con una forma tan rara, con una ventana tan pequeña, que no podían cobrar a nadie por él,
bueno, no sé, el caso es que cuando tuvo el derrame, pues allí la metieron.
Al llegar, pasé por la cocina a saludar y Enriqueta me dijo que me había guardado la cena,
pero yo todavía tenía el pincho de tortilla atravesado en el estómago y no me apetecía tomar nada
más. ¿Te ha pasado algo?, me dijeron, anda, claro, pues no faltaba más, buenas son ellas para
desperdiciar una ocasión de criticar, es que tienes una cara así, como muy rara. Qué va, contesté,
si me lo he pasado fenómeno, es que estoy muy cansada, y antes de que siguieran preguntando,
añadí que menos mal que me había acercado el marido de una compañera mía del asilo que
trabajaba de taxista, porque como ellos vivían en Pinto, pues no le había costado trabajo traerme,
y que me iba a ver si mi abuela necesitaba algo, que a saber cómo me la encontraba... Y me la
encontré hecha un desastre, claro, eso ya lo sabía yo.
Tuve que cambiarla entera, el camisón, los apósitos, las sábanas, y hasta me las arreglé para
darle la vuelta al colchón con una mano mientras la sujetaba con la otra sobre mi hombro, como si
fuera un bebé. No pesaba nada, pobrecita mía, se había convertido en un saco de piel lleno de
huesos, con lo gorda que había estado ella siempre, y se quejaba con una vocecita que parecía el
piar de un pajarillo viejo, inválido, un sonido agudo, casi metálico, que me hacía daño en los
oídos de tan triste. Por eso volví a acostarla enseguida, pero muy despacio, y al hacerle la cama la
moví más despacio todavía, poniendo cuidado en evitar que se le abriera la llaga del coxis. En el
resto del cuerpo no tenía escaras porque yo estaba tan pendiente de ella como podía y todas las
tardes le robaba unos minutos a doña Aurora para cambiarla de postura, pero esa no había podido
ahorrársela. Siempre le hablaba mientras la atendía, le decía tonterías, como a los niños
pequeños, que si estaba muy guapa, que si ya vería lo cómoda que la iba a dejar cuando acabara,
que si la pomada le iba a aliviar mucho el dolor de la herida, esas cosas, pero aquella noche no
pude despegar los labios. Aquella noche la miré a los ojos, aguanté los suyos, tan pálidos como si
estuvieran empapados en agua, tan hundidos como si la piel seca, tirante, de las sienes no pudiera
con ellos, tan fijos en los míos como si quisieran hablarme, pronunciar los sonidos que no habían
vuelto a salir de sus labios. Por si me escuchaba, le conté que ya me había enterado de lo que pasó
en la carretera de Málaga a Almería, y que me había puesto muy triste por mis padres, por los dos.
Y como nadie me veía, y además me habría dado igual que me hubieran visto, pues me lie a llorar
y ya no paré.
Ya había llorado así muchas veces, pero por ellos no, a ellos no les había llorado nunca.
Había llorado por Alfonso y sobre todo por mí, por ser tan tonta, por creérmelo todo, por haberme
aprendido de memoria las respuestas que leía en los consultorios sentimentales, esos buenos
consejos que me habían hecho tanto daño. Había sido culpa mía. Aquellas revistas no hablaban de
las chicas como yo, pero me empeñé en creer lo contrario, en confundir mi verdad con sus
mentiras, en leerlas como si me las bebiera. Por eso había llorado, apenas por mi madre, jamás
por mi padre hasta aquella noche, y me habría gustado haberlo hecho antes, haberlo hecho bien, a
tiempo, pero no podía dolerme de la ausencia de dos desconocidos, sólo lamentar lo que no había
sabido, lo que ya nunca sabría, y por eso lloré, sobre las vendas de mi abuela, sobre sus sábanas,
sobre el peine con el que le atusé los pocos pelos que le quedaban para hacerle un moñete encima
de la coronilla y sobre mis propias manos, y le mojé la cara, se la sequé con un paño, y ella me
siguió mirando igual, con el mismo interés con el que me miraba siempre, sin parpadear, sin girar
la cabeza, los ojos muertos, perpetuamente abiertos.
Cuando terminé de arreglarla, arrimé una silla a su cama, me senté a su lado y le hice las
mismas preguntas que le habría hecho si hubiera estado en condiciones de contestarme, en el
mismo orden, con el mismo tono, mi propia tristeza piando en mi propia voz. Fue una tontería,
pero me sirvió para ordenarme la cabeza, para comprender qué me dolía más, qué respuestas,
entre las que jamás obtendría, habrían sido las más importantes para mí. No se enteraría de nada,
porque al cabo de un rato se durmió, pero yo seguí hablando con ella, a solas y con ella, hasta que
terminé. Luego hice algo que tenía ganas de hacer desde hacía mucho tiempo, pero no encontré
nada más que una vieja postal publicitaria de Viena Capellanes en la caja de cartón que yo misma
había subido al maletero del armario cuando instalamos a mi abuela en aquella habitación. No
había más fotos de mi madre que una copia de un retrato que yo ya tenía, y tampoco encontré
rastro alguno de mi padre. No había cartas, ni postales, ni objetos que no conociera, sólo una
colcha vieja, un costurero de madera desencolada, una imagen de la Virgen del Carmen, un par de
figuritas de cerámica y un cenicero dorado, la mísera herencia de la que renuncié a tomar posesión
por adelantado. Volví a meterlo todo en la caja y sólo me guardé en el bolsillo la foto de la
confitería donde se habían conocido mis padres. Luego me fui a la cama y al día siguiente mi vida
siguió como siempre, pero nunca volvió a ser igual.
—El 7 de septiembre de 1942, de esa fecha sí que me acuerdo, cumplí diez años y doña
Aurora me regaló una muñeca.
Quince días más tarde, volví a quedar con el doctor Velázquez en el mismo café de la calle
Princesa donde nos habíamos despedido la primera vez. Acordar la cita fue mucho más fácil,
porque sin darme ni cuenta, yo había dejado de tener miedo, y ya no le rehuía cuando me lo
encontraba por los pasillos, al contrario. Me paraba a saludarle, hablaba con él un rato, como
había hecho siempre con el doctor Méndez, y no tardé en comprobar que aquellos encuentros
breves, inocentes, tenían la asombrosa virtud de desactivar unas habladurías que probablemente
había despertado yo misma sin querer, al escapar de él como un banderillero que corre delante de
un toro. O quizás no. Quizás era que, como a mí me daba igual, ya no estaba pendiente a cada paso
de lo que pudieran pensar, de lo que pudieran decir los demás. El caso fue que aquel domingo me
fui a Madrid en taxi, tan pancha, y no se enteró nadie, que yo supiera.
—Era muy fea, ¿sabe?, pero era una muñeca, y hasta aquel día yo sólo había tenido una.
Estaba muy bien hecha, eso sí. Doña Aurora sabía coser, y en aquella época aún veía
estupendamente de cerca, con gafas, claro... Ya estaba haciendo sus muñecos, los grandes, aquel
invierno había empezado a pedir tela, retales de cualquier clase, trapos viejos, ropa inservible,
cualquier cosa que se pudiera coser. Cuando le preguntaban, decía que era para unos trabajos
manuales que tenía pensados, así, sin dar más pistas, y las hermanas se conformaron con eso.
Anda, claro, a ellas, con tal de que trabajara... Pero no creo que nadie le llevara tanta tela como
yo.
Empecé registrando el maletero del armario de mis abuelos, el baúl que guardaban debajo de
la cama. No me atreví con los abrigos, pero arramblé con blusas y vestidos que, por el tamaño,
debían de haber sido de mi madre, con pañuelos, bufandas, hasta un pañito de ganchillo del que mi
abuela debía de haberse olvidado, porque nunca lo había visto encima de ningún mueble. Luego
descubrí que la arpillera de los sacos de abono, del pienso que les dábamos a los animales,
también se podía coser. Le pregunté a mi abuelo qué hacía con ellos y me dijo que sólo guardaba
los que estaban enteros, aunque casi todos se rompían al vaciarlos porque estaban muy mal
hechos. A partir de entonces, muchos rotos los hice yo con las uñas, para poder llevármelos, y
cada vez que veía una bayeta olvidada en cualquier sitio, un paño de cocina sin ninguna hermana
cerca, me los llevaba también, para que doña Aurora estuviera contenta conmigo, para que
volviera a quererme, porque había cambiado mucho y ya nada era como antes.
—Primero fueron las plantitas —resumí para el doctor Velázquez—, luego fui yo, pero a
partir de 1942 sólo le importaron sus muñecos. Dejó de cuidar el jardín, abandonó los semilleros
y algunos días ni siquiera tocaba el piano. Se tiraba las horas muertas en su cuarto, cosiendo, y a
mí me dejaba entrar, estar con ella, o por lo menos no me echaba, aunque no me hacía ni caso, la
verdad. En aquella época estaba siempre muy excitada, muy contenta en apariencia, sonreía sin
parar y hablaba sola todo el rato. A mí me asustaba oírla, porque creía que hablaba consigo
misma, con los trapos, hasta que me di cuenta de que no, de que en realidad hablaba con el
muñeco que estaba cosiendo, en el mismo tono con el que me hablaba a mí cuando me enseñó a
leer. Este retal lo vamos a usar para tu cabeza, ¿sabes?, le decía, esta tela tan suave, mejor para
las manos, y cosas así... Mientras tanto, yo miraba sus cosas, abría el atlas, el libro de las plantas,
cogía el globo terráqueo y hasta leía el periódico, que no me importaba un pito, con tal de estar
allí, a su lado, vigilándola de reojo. Para mí, doña Aurora era muy importante, su habitación, el
lugar más maravilloso del mundo, la única puerta por la que podía salir del manicomio,
¿comprende?, y me daba cuenta de que estaba perdiendo todo eso, así que habría dado cualquier
cosa a cambio de que ella volviera a ser como antes, y por eso me alegré tanto cuando me contó
que había apartado unas telas para hacerme un regalo. Me pidió que no entrara en su cuarto hasta
que estuviera acabado y tardó más de una semana en venir a buscarme, justo el día de mi
cumpleaños.
Cuando por fin me entregó la muñeca, no quise darme cuenta de que tenía una cara que daba
miedo. Los ojos, dos puntos muy negros rodeados por unas pestañas largas como patas, parecían
arañas. La boca era un borrón rojo, una mancha sin labios, y el pelo, marrón oscuro, lo más
corriente, aunque a lo mejor por eso a ella no le gustaba demasiado. Quería hacértela rubia para
que fuera como tú, me dijo, pero por más que la he buscado, no he encontrado ninguna lana
amarilla que se pareciera a tu pelo. Porque es una chica, añadió, torciendo la boca en una sonrisa
desigual, los labios apretados, más fruncidos por un lado que por el otro, de eso te habrás dado
cuenta, ¿no? En aquel momento, los ojos le brillaban como si tuviera fiebre y eran ojos de loca,
después de aquel día ya no pude volver a dudar de que lo fuera. Le contesté que sí, porque era
imposible no darse cuenta. Mi muñeca tenía tetas, dos bultos redondos, del mismo tamaño, uno un
poco más alto que el otro, que sobresalían bajo el delantero del vestido infantil, de florecitas, con
el que la había vestido, pero había más, y me lo enseñó enseguida, muy satisfecha. Es lo más
natural del mundo, decía, lo más natural, mientras arrugaba las mangas para enseñarme el vello
negro que le había pintado en las axilas. Luego le levantó la falda y pensé que a mi pobre muñeca
se la estaban comiendo las arañas, porque los trazos negros del vello del pubis llegaban casi hasta
el ombligo, que también tenía. La he hecho con vulva porque es mujer, como tú, y me agarró el
dedo, lo pasó por la costura, ¿lo ves? Yo no sabía qué hacer, qué decir, pero doña Aurora sonreía,
parecía muy contenta, muy satisfecha de su regalo, y opté por mentir, porque era lo más fácil. Es
muy bonita, le dije, me gusta mucho, muchas gracias... Buah, ella movió la mano en el aire para
quitarle importancia, no es más que una muñeca, una bobería. Entonces se me quedó mirando
como antes, como cuando yo le importaba. ¿Quieres ver una cosa grande, importante de verdad? Y
antes de que pudiera decir nada, me cogió de la mano y me llevó a su cuarto.
Estaba apoyado en una esquina, cubierto por unas mantas. Al principio ni me di cuenta de lo
que era, parecía una montaña de trapos, pero doña Aurora empezó a hablar con una vocecita
dulce, maternal, exagerando el cariño en cada sílaba mientras se acercaba a eso, a él, yo qué sé,
es que ni siquiera habría sabido cómo llamarlo. Ahora no te pongas nervioso, hijo mío, le decía,
tenemos visita, pero es una amiga, tú no te preocupes, y sobre todo, no te alteres, porque eso en tu
estado sería fatal... Mientras hablaba, iba separando las mantas tan despacio como levanto yo
ahora los apósitos de las heridas de mi abuela, y las doblaba para apilarlas a los pies de la cama.
Lo tengo cubierto para que no lo vean esas brujas que vienen a limpiar, a mí me hablaba con su
voz de siempre, más bien dura, casi áspera, que les tengo dicho que no hace falta, que ya limpio
yo, y mejor que ellas, pero nada, no hay manera... Lo primero que vi fueron dos piezas alargadas
de tela, como dos muñones, y eran las piernas, pero no lo entendí, no entendía nada de lo que
estaba haciendo, nada de lo que decía. A él no le molesta la oscuridad, ¿sabes?, me explicó,
porque todavía no ha madurado del todo, aún no ha abierto los ojos, tiene los párpados pegados,
muy tiernos, la luz del sol le haría daño, y mientras hablaba, a veces para mí, a veces para él,
seguía destapándole, doblando las mantas siempre con el mismo mimo. Descubrí que era un
muñeco al ver los brazos, largos y caídos, rematados por dos manos grotescas. Cada una tenía un
pulgar como una bola y cuatro dedos redondos, abultados como chorizos, aunque aún más gorda,
más parecida a una enorme longaniza y tan larga que casi la mitad reposaba en el suelo, era la
pieza que salía de su vientre. A los diez años yo no había visto a ningún hombre desnudo, ni
siquiera a mi abuelo, pero por lo que me había explicado doña Aurora, por las láminas que me
había enseñado, comprendí que su muñeco también tenía sexo, un pene gigantesco. Mira aquí,
¿ves?, ella apartó mi atención de aquel apéndice descomunal al señalar con el índice el pañito de
ganchillo de mi abuela, por el que se transparentaba un retal rojo en forma de corazón. He
colocado aquí el encaje que me trajiste porque, como está calado, cuando empiece a latir lo
descubriré enseguida, podré ver cómo bombea la sangre a través de los agujeros, ¿sabes?, y eso
me será de gran ayuda, te lo agradezco mucho... La cabeza era todavía más fea que la de mi
muñeca. No tiene orejas, me atreví a señalar ante aquella pelota de trapo caída hacia delante. Pero
tiene oídos, doña Aurora sonrió al mostrarme los dos agujeros que debía de haber abierto con una
aguja de hacer punto, o algo así. Es que la cabeza no la he terminado todavía, reconoció, el cuello
me está dando mucha guerra, voy a tener que entablillárselo, pobrecito, porque le pesa mucho el
cerebro, por supuesto, eso es lo primordial, yo ya le estoy ayudando a desarrollarlo... Se acercó al
muñeco, lo movió un poco hacia delante, tomó su cabeza entre las manos y, con tanta delicadeza
como si estuviera manipulando a un bebé, la apoyó en la pared. Muy bien, se aprobó a sí misma
antes de dirigirse a mí. Y ahora estate quieta, siéntate en esa silla de allí y no te muevas, ni se te
ocurra hablar... La obedecí en silencio y sólo después explicó lo que iba a hacer. Voy a
comunicarme con él, eso me dijo, que iba a usar el poder de su mente para transmitirle sus
conocimientos.
—¿Y qué pasó después?
El doctor Velázquez no me había interrumpido ni una sola vez y se había olvidado de
escribir, como cada vez que se quedaba prendado de una historia.
—Nada —ni siquiera sé por qué le dije eso, porque en realidad faltaba lo mejor—. Eso es lo
más gracioso, que no pasó nada, casi nada. Doña Aurora se sentó en el borde de la cama y fijó la
vista en la cabeza del muñeco. Estuvo así un buen rato. Luego dio un respingo, frunció el ceño y
empezó a hablar con él, bueno, a hablar como si el muñeco le contestara. Así, le decía, así, claro
que sí... Ya sabía yo que me ibas a entender. Luego cerraba los ojos, volvía a abrirlos, hablaba, se
callaba... No era muy divertido, la verdad, pero cuando estaba a punto de marcharme, dijo algo
que me dejó helada. En medio de una frase, como si estuviera escuchando lo que le decía, negó
con la cabeza y se enfadó. No, dijo, por supuesto que no, no voy a cometer contigo los mismos
errores que me llevaron a perder a tu hermana.
—¿Su hermana? —tuve la impresión de que el doctor Velázquez se había puesto hasta pálido,
fíjate—. Pero entonces, ella...
—Era su madre, claro —sonreí, pero no logré hacerle volver del pasmo—. Eso no se lo
contó a nadie, bueno, a los psiquiatras igual sí, aunque usted lo sabría, ¿no? Pero quiero decir que
las hermanas, las enfermeras, no tenían ni idea. Cuando la veían acunándolo, metiéndolo en su
cama para dormir con él, creían que estaba jugando, hasta alguna hubo que dijo que había
retrocedido a la infancia, así, como dándoselas de lista, y eso que todo el mundo sabía que cuando
era niña a doña Aurora no le gustaban las muñecas, que siempre contaba que, con muy pocos años,
ya le dijo a su padre que no quería muñecos de mentira, que lo que quería ella era una muñeca de
carne... El caso es que a mí me dijo que no me confundiera, que lo que estaba viendo no era un
muñeco, o sea, que sí lo era, pero que dejaría de serlo cuando estuviera vivo, que lo que estaba
haciendo era un embarazo, como si dijéramos, porque lo había creado igual que a su hija, por el
poder de su mente y de su voluntad.
—Siga hablando, María, por favor —antes de que yo terminara la última frase, había
empezado a escribir como un poseso, tan deprisa que ni siquiera hacía las líneas rectas—,
cuénteme todo lo que recuerde.
—Pues eso, que después de terminarlo, se tiraba el día entero mirándolo, y a veces me
dejaba entrar en su cuarto mientras lo hacía, y a veces no, según el humor del que estuviera. Y su
humor fue empeorando, porque el muñeco no se movía, claro. Algunos días, la pobre lloraba con
mucho desconsuelo, y eso me impresionaba, porque yo nunca la había visto llorar, pero de repente
se animaba, me decía que lo había hecho todo mal, que acababa de entender qué era lo que
fallaba... Una tarde me dijo que se había dado cuenta de que su error había sido despreocuparse
del cuerpo, concentrarse sólo en el cerebro, pero que lo iba a arreglar. Entonces empezó a hacer
cosas más raras todavía, porque lo miraba fijamente durante un rato, sin pestañear, y luego cerraba
los ojos, abría las manos y levantaba los brazos muy despacio. Cuando llegaban a la altura de su
cintura se levantaba ella también, y seguía moviendo los brazos con las palmas hacia arriba como
si pretendiera dirigir al muñeco a distancia. Hacía fuerza con todo el cuerpo, ¿sabe?, tensaba los
músculos de los brazos, de las manos, se estiraba como si levantara un peso, y cuando terminaba
parecía un director de orquesta, con los ojos cerrados todavía y los brazos en alto, las manos tan
crispadas como si sostuvieran algo. Pero cuando volvía a mirarlo, el muñeco seguía igual, pues
anda, claro, ¿y qué otra cosa iba a pasar? Hace unos años, cuando estuve sirviendo en Madrid, vi
una película... Ay, que no le he contado que a los quince años me fui a servir a Madrid, ¿verdad?
—negó con la cabeza y una expresión tan seria como si cada palabra que pronunciaba le fuera
poniendo cada vez más triste—. Bueno, pues allá que me fui, las hermanas me colocaron con una
gente de mucho dinero, un médico que vivía cerca del Retiro. Y entonces, con Rosarito, que era
otra chica que trabajaba en la misma casa, nos íbamos los domingos por la tarde al salón de la
parroquia, porque daban cine gratis. Ponían películas muy antiguas, bastante malas, la verdad, y
muchas del Oeste, que me aburren tanto que me dormía y todo, a pesar de los tiros, pero repitieron
un par de veces otra que me impresionó mucho, creo que es muy famosa, igual la ha visto usted.
Trata de un científico loco que hace un muñeco y logra darle vida. Tiene un nombre muy raro,
como alemán...
—¿Frankenstein?
—Justo. Pues eso parecía doña Aurora, el médico ese. No tenía camilla, ni laboratorio, ni
una ventana por la que entrara un rayo, nada de eso, pero lo que intentaba hacer era lo mismo,
aunque su muñeco fuera de trapo, aunque no tuviera piel, ni tornillos... Cuando vi la película me di
cuenta enseguida, porque la había visto a ella muchas veces intentando levantar al muñeco,
enfadándose con él al terminar. ¡Muévete!, le gritaba, ¿por qué no te mueves?, y le zarandeaba, le
daba patadas en las piernas, yo lo hago todo por ti, yo te he creado, te he dado mi alma, y tú no
haces más que darme disgustos, eres un ingrato desalmado, le decía... Y volvía a llorar. Así se tiró
hasta Navidad, poco más o menos, y luego yo lo estropeé todo. Sin querer, eso sí, pero fue culpa
mía.
Yo no podía tener en mi cuarto una muñeca con tetas y con lo otro, por muchas florecitas que
tuviera la tela con la que doña Aurora le había hecho el vestido, eso fue lo primero que pensé
cuando me la dio, que iba a tener que esconderla para que no la viera mi abuela. Y estuve a punto
de tirarla, ahora sé que eso es lo que debería haber hecho, pero me dio pena, porque ella la había
cosido para mí y yo sólo había tenido una muñeca en mi vida, una pepona que me trajo mi abuelo
de una feria y que un par de años antes había ido a parar a la basura, porque tenía una cabeza de
celuloide que se abrió como una calabaza un día que se me cayó al suelo. Así que decidí
esconderla en lo que llamábamos la leñera, que en realidad no era más que una pila de troncos
adosada a la pared trasera de la casa, que tapaba una ventanita que daba al sótano. Sacando un par
de leños, yo podía meter una mano y dejar en el alféizar cualquier cosa que no fuera muy grande.
Aquel era mi escondrijo favorito, lo había usado ya muchas veces, y aunque vigilaba todos los
días la altura de la pila, sabía que nunca había bajado hasta el nivel de la ventana. Allí estuvo
escondida mi muñeca hasta que un día, en diciembre, cayó una nevada tremenda y mi abuela me
prohibió salir de casa antes de irse a echar una mano en la cocina de San José, porque con la
nevada no había llegado la camioneta que traía los suministros de Las Fuentes, la finca que
abastece al manicomio, y hubo que improvisar la comida. Al salir, cerró con llave y el cielo se
oscureció enseguida, tan de repente como si quisiera llevarle la contraria al amanecer. Aquella
mañana llovió con tantas ganas como había nevado antes, por la noche, y yo estaba sola,
encerrada, sin nada que hacer. Me aburría tanto que me acordé del regalo de doña Aurora.
Bajé al sótano sin saber si podría abrir la ventana desde dentro, pero no me costó ningún
trabajo. Aunque los troncos la habían protegido del agua, la muñeca estaba tan helada que la
abracé un rato, para calentarla, y se me ocurrió un juego que podría ser divertido, pero el sótano
estaba casi a oscuras, no había luz eléctrica, allí no podía jugar. Mi abuela no me había dicho
cuánto iba a tardar y cuando hacía eso solía estar fuera mucho tiempo, así que me fui a la cocina,
que era también el cuarto de estar, la habitación donde lo hacíamos todo menos dormir, y senté a
mi muñeca en una silla, cerca de la chimenea encendida, y arrimé otra silla para sentarme justo
enfrente. Quería jugar a ser doña Aurora, e imité su voz mientras movía las manos igual que ella,
vamos a ver, Rosalinda, le dije, porque aquella mañana le puse un nombre, así, como bonito, para
compensarla por lo fea que era, tienes que concentrarte, ¿lo entiendes? Te voy a transmitir mi
pensamiento... Antes de que tuviera tiempo de añadir nada más, distinguí el sonido de la llave
girando en la puerta y casi al mismo tiempo la voz de mi abuela, en la cocina no hay ni ajos, fíjate,
qué desastre, pero ni siquiera llegó a decirme que había vuelto a buscarlos. Cuando me vio parada
en el centro de la habitación, con las manos juntas detrás del cuerpo, no me preguntó qué estaba
haciendo allí, sólo me pidió que le diera lo que estaba escondiendo. ¿Yo?, intenté negarme, si no
tengo nada. Que me lo des, exigió mientras avanzaba hacia mí, a ver esas manos... Yo retrocedí al
mismo ritmo, dejé caer la muñeca al suelo con la esperanza de poder empujarla con el pie para
esconderla detrás de la butaca de mi abuelo y lo conseguí, pero no pude impedir que lo viera todo,
que me apartara con una mano, que la encontrara, y la recogiera, y se horrorizara. ¿Y esto qué es,
brujería?, murmuró mientras se santiguaba, qué cosa más espantosa, por Dios bendito... Yo me fui
corriendo a mi cuarto porque no quería estar delante cuando descubriera los bultos del pecho, y
menos todavía cuando le subiera la falda, así que me acurruqué en la cama y pensé que iba a
pegarme como la otra vez, cuando me estrelló la cuchara en la cara, pero aquel día todo fue
distinto.
Dime sólo una cosa, María, cuando abrió la puerta tenía la cara tan blanca como los campos
nevados que había visto por la ventana al levantarme, y estaba mucho más asustada que furiosa.
¿Quién te ha dado esta porquería? Ha sido doña Aurora, ¿verdad? Yo dije que sí, que me la había
regalado por mi cumpleaños, y no me preguntó más. Ahora verá esa puta asesina sinvergüenza,
gritó mi abuela, se va a enterar, y salió de casa pisando tan fuerte como si quisiera machacar una
baldosa en cada paso. Yo me dije que debería seguirla, ir a enterarme de lo que pasaba, pero tenía
demasiado miedo, como si haber aceptado aquel regalo me convirtiera en culpable de no sabía
bien qué, así que me quedé en mi cuarto, en la cama, hasta que mi abuela volvió, muy pronto otra
vez. Ven aquí, María, me pidió desde la cocina, y tampoco ahora parecía enfadada, aquel día no
hubo golpes, tampoco besos. Cuando llegué a su lado, abrió la portezuela del fogón, que estaba
encendido, y tiró la muñeca dentro. No puedes seguir viendo a esa loca, me dijo mientras la
mirábamos arder, es una barbaridad, ya me lo ha dicho la superiora, que no se puede aguantar que
pervirta a una niña pequeña con sus cochinadas... Lo dijo así, pervirta, porque no conocía el
verbo pervertir. Yo tampoco lo conocía, pero me di cuenta de que estaba repitiendo palabra por
palabra lo que le había dicho la hermana y no me atreví a preguntarle qué quería decir. Vente
conmigo a San José, anda, que no quiero dejarte aquí sola. Así que me fui con ella, a ver qué iba a
hacer si no, y en el manicomio no se hablaba de otra cosa. Las cocineras estuvieron muy cariñosas
conmigo, me dieron leche, un trozo de pan con chocolate dentro, como si me hubiera puesto
enferma de pronto, no sé, como si me hubiera caído, y me hubiera hecho daño, y me hubieran dado
puntos... Hasta que la comida estuvo preparada, todas estuvieron más pendientes de mí que de otra
cosa, pero cuando las hermanas se fueron a servirla, fue como si en la cocina se nublara el cielo
de repente. Mi abuela se puso a recoger con otras dos vecinas del pueblo que venían a echar una
mano cuando hacía falta, y había también una auxiliar, y dos novicias, una simpática y otra que
tenía muy mala leche. Ella fue la que empezó, y yo, que había aprendido a los cinco años lo que
era un pene, y una vulva, y el sexo, y el mecanismo por el que se reproducían los mamíferos,
estaba allí callada mientras todas ponían a doña Aurora a parir, mientras la insultaban sin parar,
guarra, monstruo, bruja, eso la llamaban hasta que una hermana venía a dejar una fuente vacía y
llevarse otra llena, y entretanto me miraban, me acariciaban la cabeza, pero en cuanto que se
quedaban solas volvían a insultarla, a amenazarla, a planear lo que iban a hacer con ella, y yo me
sentía cada vez peor, porque pensaba que estarían echándole la bronca por mi culpa, aunque eso
no habría sido nada en comparación con lo que pasó después.
—Entonces vino mi abuelo a comer con dos celadores, mozos les llamamos allí, ya sabe, y
vinieron también el casero de Las Fuentes y su mujer, porque por fin habían despejado el camino y
los acercaron en la camioneta —el doctor Velázquez había dejado de escribir y me miraba como
si presintiera que aquella historia no iba a acabar bien—. Total, que se sentaron todos a comer, mi
abuela les explicó lo que había pasado y allí se organizaron, aunque la idea fue de la novicia
aquella que tenía tan mala leche. La muy asquerosa comentó lo de los muñecos que doña Aurora
guardaba en su cuarto y propuso que fueran a destrozarlos, todos se acordaban de que llevaba casi
un año pidiendo hilos y telas, y no sé si decidieron que esos muñecos tendrían que ver con la que
me había regalado o si sólo tenían ganas de vengarse de ella por lo que me había hecho, fíjese,
que a mí doña Aurora sólo me había hecho bien, y más que ninguno de ellos... —hice una pausa
porque se me saltaron las lágrimas y no quería llorar, él se dio cuenta pero no dijo nada, y sacudí
la cabeza, seguí hablando—. Total, que después de comer se fueron al Sagrado Corazón, mi
abuelo delante, con el casero y los mozos, mi abuela y las otras mujeres detrás de ellos, y fui yo
también porque nadie se dio cuenta, nadie se fijó en mí, ni me pidió que me volviera. Eso también
lo he visto después en muchas películas, en esas del Oeste que me aburren tanto, cuando todos los
del pueblo van andando por una calle de tierra a buscar a alguien para lincharlo, ¿sabe cómo le
digo? —él asintió, lo sabía—, pues así estaban ellos, muy excitados, gritando y levantando los
puños en el aire, con una pinta que, aunque todavía no lo había visto en el cine, hasta pensé que
iban a matarla... Y eso fue lo que hicieron, poco más o menos.
La puerta de la habitación estaba cerrada aunque no tenía cerrojo y ellos lo sabían, tenían que
saberlo porque nunca jamás había habido un cerrojo en ninguna habitación del manicomio, claro
está, pero mi abuelo le pegó una patada a la puerta, la sacó de los goznes, entró en la habitación
como un caballo desbocado, y como doña Aurora no estaba en el saloncito siguió hasta el
dormitorio y la vio allí, sentada en la cama, hablando con el muñeco grande, porque para aquel
entonces ya había empezado a hacerle un hermano, a ver si con ese tenía más suerte, me figuro,
pero todavía no estaba acabado, tenía cabeza, pero era sólo una bola de trapo, y le faltaban los
dedos de las manos aunque tenía un pene todavía más grande que el primero. A mi abuelo le dio lo
mismo. Sacó la navaja que llevaba siempre en el bolsillo y le cortó el cuello como si estuviera
vivo mientras los mozos que habían venido con él sujetaban a doña Aurora, que al principio se
quedó tan pasmada como si no entendiera lo que estaba pasando, pero enseguida empezó a gritar
como una energúmena, pidiendo socorro a los médicos, a las hermanas, llamándolos asesinos,
criminales, ladrones, hasta que uno de los mozos liberó una mano para darle un bofetón que nos
hizo llorar a las dos, aunque en mí nadie se fijó. Yo lloré en silencio, pero ella no dejó de gritar
mientras mi abuelo acababa de acuchillar al muñeco pequeño y la emprendía con el grande,
cortándole la cabeza, los brazos, las piernas, igualito que si fuera una persona, para destriparlo
después con las manos, y mi abuela empezó a hacer lo mismo, y las demás mujeres la imitaron,
todavía las estoy viendo, arrodilladas en el suelo, formando un corro, rodeaban a los muñecos
como si fueran animales, eso parecían, una manada de alimañas devorando un cadáver, y en menos
de cinco minutos en el cuarto de doña Aurora no había más que trapos, y entonces alguien dijo que
había que traer un saco y llevarse toda esa basura, para que no pudiera hacerlos otra vez, pero no
hizo falta porque allí había sacos, todavía quedaban algunos de los que le había llevado yo, y los
llenaron de tela, y se los llevaron, y como estaban rotos, fueron dejando un reguero de trapos a su
espalda, como un camino de retales de colores, y me acordé del cuento de Pulgarcito y me dio
mucha pena. Doña Aurora estaba acostada de lado, mirando a la pared, con las piernas dobladas,
las rodillas pegadas al pecho, hecha un ovillo, y yo no sabía qué hacer, no me atrevía a moverme,
pero al final, cuando los últimos se marcharon y ninguno me dijo que me fuera de allí, me acerqué
a ella, me tumbé en la cama, a su lado, y le acaricié la cara. Se volvió de repente, como si la
hubiera pinchado con una aguja, y me tiró al suelo de una patada. Vete tú también, perra traidora,
eso me dijo. Me llamó perra traidora y esas fueron las últimas palabras que me dirigió en muchos
años.
Aguanté las lágrimas hasta el final mientras el doctor Velázquez me miraba de una manera
nueva para mí, con compasión, pero sin humillarme. Nadie se había apiadado nunca de mí sin
hacerme sentir inferior, pero aquella piedad daba calor, compañía, nos igualaba de una forma que
no sabría explicar, y por eso me atreví a ir más allá, a explicarle cosas que no me había pedido
que le contara, cosas que nunca le había contado a nadie.
—Me llamó perra traidora y con razón, como si supiera que había sido culpa mía, y ahí se
acabó todo, mi vida entera se acabó. Se acabaron el puerto de Sebastopol, y el globo terráqueo, y
las plantas del invernadero, se acabaron las palabras, y los diccionarios, y la música, se acabaron
los libros, y las enciclopedias, y las historias, se apagó la luz, eso fue lo que pasó, que se apagó la
luz y yo me quedé a oscuras con lo que me tocaba, la vida para la que había nacido, lavar, limpiar,
planchar, ya me lo había advertido mi abuelo, eso era lo que me esperaba y eso fue lo que me
encontré, ni más ni menos. Desde que doña Aurora me llamó perra traidora no volvió a pasarme
nada interesante, el rosario por las tardes, la misa los domingos, el aburrimiento a todas horas, y
eso que, como ya tenía diez años, mi abuela empezó a obligarme a trabajar en casa, a cuidar del
huerto, pero daba igual, porque las cosas que hacía no me gustaban, no me importaban, no valían
nada, y cuando arrancaba las malas hierbas, me acordaba de los semilleros y me dolía, cuando iba
a buscar leña, me acordaba de mi muñeca y me dolía, cuando llevaba las hortalizas o los huevos a
la cocina, tenía que cruzar el jardín del Sagrado Corazón, y el sonido del piano me partía el
corazón de dolor... Todo me dolía hasta que me cansé también de eso, porque con el tiempo, el
dolor aburre, ¿sabe? Por las tardes, en cuanto que tenía un rato libre, iba a la habitación de doña
Aurora y me quedaba al otro lado de la puerta. Si estaba tocando, la escuchaba. Si no, a veces
hasta me atrevía a entrar, porque antes nunca le habían durado mucho los enfados, pero aquel no se
le pasó jamás, y una tarde me tiró un tintero a la cabeza, me hizo una brecha y ya no volví. Pero
nunca he dejado de acordarme de ella, de cómo era el mundo antes, cuando mi vida estaba llena
de cosas, de objetos preciosos, de historias fabulosas, de palabras mágicas, como Sebastopol, y
me imagino que usted no lo entenderá, que le dará hasta pena escucharme, porque la verdad es que
da lástima, ¿no?, echar tanto de menos a una loca, y asesina, encima, pero... Hace dos años, al
volver a Ciempozuelos a trabajar como auxiliar, me contaron que se había quedado medio ciega,
que llevaba años pidiendo que alguien leyera para ella por las tardes, que nunca le habían
mandado a nadie, y me ofrecí. Es una tontería, y esto tampoco se lo va a creer, pero cuando volví
a entrar en su habitación, se me saltaron las lágrimas de la emoción. Y todas las tardes me acuerdo
de todo, y todas las tardes me sigue doliendo, parece mentira... Para mí, el cuarto de doña Aurora
es como un espejo, me enseña la vida que yo creía que iba a tener y la mierda de vida que tengo,
pero me gusta estar allí, entre todas esas cosas viejas y maravillosas, el globo terráqueo, el atlas,
los libros, el piano... Esa habitación sigue siendo mi lugar favorito en el mundo —sólo en aquel
momento empecé a escucharme, sólo entonces me di cuenta de lo que estaba diciendo, de lo que
había dicho ya, y me sentí tan mal como si, en lugar de hablar, hubiera ido desnudándome muy
despacio, al ritmo de una melodía imaginaria—. Perdóneme, soy una tonta. No sé por qué le he
contado todo esto. A usted no le interesa y... ¡Qué vergüenza!
—No, no —y no sé por qué, a lo mejor para convencerme de que me estaba diciendo la
verdad, alargó una mano, la puso sobre mi mano y hasta la apretó un poco antes de retirarla muy
deprisa, como si él también acabara de darse cuenta de lo que había hecho sin pensar—. Me
interesa mucho todo lo que me cuenta, María, yo... Había leído lo de los muñecos en la historia
clínica de doña Aurora, pero jamás habría podido imaginar que hubiera sido así. La verdad es que
ni siquiera lo entiendo, porque... ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Claro —le sonreí antes de darme cuenta de que debía de estar horrible, con toda la cara
roja, inflamada y sucia de los churretones de las lágrimas—, para eso hemos venido, ¿no?
—Sí —él también sonrió—. El caso es que me cuesta mucho trabajo entender que pudiera
pasar un episodio como este en un hospital para enfermos mentales. He leído en su historia clínica
que doña Aurora se quejó a los psiquiatras de lo que le habían hecho, pero lo que no entiendo...
¿Nadie dio la orden de romper los muñecos? Por lo que me ha contado, entiendo que las hermanas
no lo sabían, pero entonces... ¿Los médicos tampoco? ¿Ninguna autoridad avaló una acción como
esa, entrar a la fuerza, con violencia, en el dormitorio de una enferma de pago, inmovilizarla y
destruir sus propiedades?
—Pues... Que yo sepa, no. Allí, la única autoridad que hubo fue la navaja de mi abuelo.
—¿Y no hubo consecuencias después? Por la cara que me está poniendo, imagino que no
despidieron a nadie, pero ¿no les degradaron, no les amonestaron siquiera?
—¡Ay, doctor Velázquez! —cuando entendí por dónde iba, me entraron ganas de echarme a
reír, pero no lo conseguí—. El doctor Méndez tiene razón, pregunta usted unas cosas que parece
un crío, a veces... ¿En qué país se cree que vive? Por supuesto que no pasó nada. ¿No dice usted
que los psiquiatras de entonces escribían una línea por cada año de doña Aurora? ¿Y qué iba a
pasar? Pues absolutamente nada, o no, todo lo contrario, porque mi abuelo estuvo muy orgulloso
toda su vida de lo que había hecho, y los mozos también. Cada vez que entraba alguien nuevo a
trabajar, se lo contaban, se reían... Yo no sabía que doña Aurora se había quejado a los médicos,
pero lo que sí sé es que no la hicieron ni puñetero caso, debió de ser como cuando empezó a pedir
un lector, poco más o menos. Por mucho dinero que pagara, una mujer como ella, que estaba sola,
que no tenía a nadie que la protegiera, que había ingresado en el manicomio porque un juez la
había condenado a un porrón de años de cárcel, que no podía elegir dónde quería vivir, no era
nada, no valía nada, ¿lo entiende? ¿Es que en el hospital donde usted trabajaba antes, en el
extranjero quiero decir, habrían despedido a alguien?
—En la clínica donde yo trabajaba, jamás habría pasado nada ni parecido. Ningún trabajador
se habría atrevido a hacer algo así sin una autorización expresa. Tal vez, en un manicomio
público, que fuera mucho más grande, que estuviera menos controlado... —se quedó un rato
pensando—. No se lo puedo asegurar, pero lo que sí sé es que, si alguien hubiera hecho algo así,
desde luego no habría sido a la luz del día, ni con testigos. Y si hubieran identificado a los
culpables, habría habido consecuencias con toda seguridad. No sólo los habrían despedido.
Seguramente la dirección los habría demandado, habrían ido a juicio, lo habrían perdido y tal vez,
incluso, los habrían condenado a una pena de cárcel, aunque no hubieran llegado a entrar en
prisión. Así que, ya ve... Habrían pasado un montón de cosas.
—¿En serio? ¿Hasta si la enferma fuera una asesina?
—Hasta si la enferma hubiera sido una asesina —precisó—, claro que sí. Porque ante todo
habría sido una enferma, y maltratar a los enfermos es un delito. Por lo menos en Suiza.
—¿De verdad? Pues aquí no debe serlo —concluí, tan perpleja como él hacía un instante—.
Aquí no pasó nada de eso.
—Ya veo... No me extraña que no le gusten las películas del Oeste, María —sonrió—. Se
parecen demasiado a lo que ve todos los días.
No supe cómo tomarme aquella frase. No entendí si era un chiste, una ironía o un comentario
serio, porque su sonrisa tardó en desvanecerse pero la expresión de su cara no era nada divertida,
así que sonreí yo también, tampoco del todo, mientras nos traían la cuenta. Antes de despedirnos,
me dijo que me agradecía muchísimo mi ayuda, que lo que le había contado le resultaría
fundamental para intentar acercarse a doña Aurora, y que esperaba que siguiera colaborando con
él si había ocasión. Luego, mientras esperábamos un taxi, en la calle, todavía me preguntó algo
más.
—¿Cree que doña Aurora sabe quién es usted? Quiero decir... ¿Sabe si la ha reconocido, si
se ha dado cuenta de que es la misma niña a la que le regaló aquella muñeca?
Le dije la verdad, que no tenía ni idea, porque aunque en aquel momento me pareciera
mentira hasta a mí misma, la verdad era que nunca me lo había preguntado. Llevaba más de un año
y medio leyendo para doña Aurora todas las tardes, pero ni siquiera eso había sido fácil. La
primera vez me ignoró por completo, no sólo al verme entrar en su habitación, sino también
mientras leía en voz alta aquel libro de botánica que me gustaba tanto cuando era niña. Cuando me
despedí, no me contestó, y tampoco me saludó al día siguiente. Aquella situación duró casi un
mes, hasta que un día me encontré encima de la mesa del saloncito un ejemplar de los Diálogos de
Platón, y le pregunté si es que quería que le leyera ese libro, y ella asintió con la cabeza, pero no
me dirigió la palabra hasta que empecé Eutifrón. No, ese no, me dijo, aquella fue la primera vez
que me habló pero no dijo nada más, así que fui leyendo los títulos uno por uno hasta que asintió
con la cabeza cuando llegamos a El banquete, y se lo leí, y al terminarlo, me habló por segunda
vez, ya basta de Platón, dijo, y se levantó, y escogió ella misma el libro que quería escuchar.
Desde entonces habíamos hablado muchas veces, pero nunca de nosotras, sólo de los libros, y
tampoco habían sido verdaderas conversaciones, más que nada pataletas de doña Aurora cuando
yo le decía que tenía que irme. Entonces sí que hablaba, y lloriqueaba, y protestaba como una niña
pequeña, y a veces hasta me agarraba de la ropa, y se abrazaba a mí para que no me fuera, pero
eso lo hacía sólo de vez en cuando, porque otros días no me decía ni hola ni adiós, ni siquiera me
miraba. Era como si le diera lo mismo que yo estuviera allí, que leyera o no, porque ni siquiera
reaccionaba si me callaba de repente, así que de vez en cuando hacía la prueba, cerraba el libro,
lo dejaba encima de la mesa y algunas tardes protestaba, otras no.
Al día siguiente de mi segunda conversación con el doctor Velázquez, la encontré de buen
humor. Estábamos leyendo un libro muy antiguo, que en Ciempozuelos nadie debía de imaginarse
que existiera, porque estaba encuadernado en piel y el nombre del autor no figuraba en ninguna
parte, sólo dentro. El caso es que en la biblioteca que doña Aurora se trajo de Madrid al ingresar,
estaba la Miseria de la filosofía, de Karl Marx, y eso era lo que iba a seguir leyendo en voz alta
aquella tarde. Pero antes de empezar, la miré, me levanté y me acerqué a ella, agachándome para
que viera mi cara de cerca.
—¿Puedo preguntarle una cosa, doña Aurora? —no me contestó, aunque enfocó mis ojos con
los suyos, que apenas veían brumas—. ¿Usted sabe quién soy? Nunca se lo he contado, pero yo
soy María, la nieta de Severiano, un hombre que trabajó aquí como jardinero durante muchos
años...
Su rostro no reflejó ningún cambio, la menor emoción, y supuse que eso significaba que no se
acordaba de mí, pero insistí un poco más.
—Cuando yo era niña, usted y yo éramos muy amigas. Me enseñó a leer y a escribir en el
invernadero, ¿se acuerda de eso?
En ese instante, tuve la sensación de que su rostro se iluminaba, pero fue sólo un espejismo.
—¿Tú no has venido a leer? —porque eso fue todo lo que dijo, mientras me empujaba con
una mano para apartarme de ella—. Pues si has venido a leer, lee.
La primera consecuencia de mi relación con el doctor Velázquez fue comprender que la
memoria de mi vida estaba custodiada por dos mujeres que ya ni siquiera sabían quién era yo.
—Si el inglés transforma a los hombres en sombreros, el alemán transforma los sombreros
en ideas. El inglés es Ricardo, acaudalado banquero y distinguido economista; el alemán es
Hegel, simple profesor de filosofía en la Universidad de Berlín...
Y en aquel momento no fui capaz de decidir si eso era bueno o era malo para mí.
¿Qué está pasando aquí? Piensa, Aurora, piensa, concéntrate, tienes que estar alerta porque te
están tendiendo una trampa. ¿Pues no viene ahora el extranjero ese con una bata blanca? ¿Y por
qué?, a ver, ¿por qué?, si no la había traído nunca antes. Y que es psiquiatra, dice, psiquiatra, ya, y
yo me chupo un dedo. Y la mosquita muerta zumbando a su alrededor como una polilla, doña
Aurora por aquí, doña Aurora por allí. Como con el otro, que ya le dije yo que no era trigo limpio,
que le vi venir, pero de lejos. Mira que se lo advertí, pero es tonta de remate esta chica, igual que
mi hija, si bien mirado es que son todas iguales, huelen unos pantalones y pierden hasta el seso, de
verdad, qué asco de mujeres. Velázquez dice que se llama, sí, claro, ya podrían haberle buscado
un apellido más corriente, pero a mí, como si me sale con que se llama Goya, porque no me va a
engañar. ¿Y esas cosas que dice, quién se las habrá contado? La mosquita muerta no creo, aunque
están conchabados como que me llamo Aurora. Ya sabía yo que antes o después iba a pasar esto,
lo dije cuando apareció, ¿o no lo dije? A saber qué le habrá prometido, pero ella no puede saber
nada de Botella y él sí sabe, él sabe de muchas cosas muy antiguas. Botella fue mi primer
abogado, que luego le hicieron ministro y me abandonó, el muy perro. Pero ¿cómo está enterado
él, por qué dice que lo conoce? Aquí están pasando unas cosas que no me gustan ni pizca. De
entrada, que me hagan tanto caso de repente. Ya ni me acuerdo de cuándo vino un psiquiatra a
verme por última vez y este ahora se me planta aquí todas las tardes a contarme patrañas para
intentar confundirme. Porque, a ver, si es extranjero, ¿por qué dice que estuvo en mi juicio?
Entonces tenía que ser un crío, así que... Desde que me da la tabarra, he descubierto que habla
español muy bien, pero tiene acento de fuera. No mucho, intenta disimularlo, pero a mí no puede
ocultarme nada porque mi mente es más poderosa que la suya, y en cuanto abre la boca me pongo
en mi postura de pensar. Tengo que tener cuidado, estar muy despierta, y así no corro peligro. Lo
que me escama es que no parece inglés, porque a este me lo han mandado los ingleses, a ver quién
si no. Y es más listo que los otros, más peligroso, porque quiere que seamos amigos, he
descubierto su plan. El otro día me dijo que ha leído mi historia clínica, que sabe que yo tenía
razón en muchas cosas, que por supuesto que existe la vasectomía, que es el mejor método para
esterilizar a los hombres. ¡Ahora me lo dice! Con lo que se rieron de mí los médicos de aquí
cuando les hablaba de la vasectomía, ¡ahora viene él y me dice que llevaba razón! ¿Qué significa
esto? Tengo que pensar muy bien en lo que está pasando porque ahora ya no van a intentar
engañarme con una docena de huevos, ya no, ellos también han evolucionado, han perfeccionado
sus métodos, su control mental, para ser aún más poderosos. ¡La vasectomía! ¡A estas alturas! No
entiendo nada. Para empezar lo del acento, porque será inglés, pero por cómo habla, unas veces
parece francés y otras, más bien alemán. Espera, Aurora, piensa, ¿será que no ha acabado la
guerra? No, yo creo que tuvo que acabar, se acabaron las dos, la nuestra y la otra. Con lo burras
que son, a las monjas no se les habría ocurrido engañarme en eso. Pero si la guerra se acabó, ¿por
qué habla este con esos acentos, siendo inglés? El otro día me dijo que me vio cuando fui al
juicio, vestida con un vestido negro de tirantes y con un ramo de claveles rojos en el brazo. ¿Y
qué? Eso salió en todos los periódicos, habría podido ver mi foto en cualquier sitio. Nadie lo
entendió. Yo fui así vestida para demostrar que soy un espíritu libre, que a mí no me doblega
nadie, y llevé las flores en honor a Hilde, se lo expliqué al jurado, les dije que no tenía por qué
parecer una pobre mujer culpable puesto que soy inocente, y lo que soltó después el tarugo del
fiscal fue que me había mostrado desnuda ante el tribunal. ¡Qué tío más imbécil, y pensar que lo
admitimos en la Liga por la Reforma Sexual! No sé en qué estaría yo pensando, es que me pongo
mala sólo de acordarme. Y la otra... Anda que, tampoco es pesada, la tonta esta. ¡Cómo voy a
acordarme de ti, si no te conozco! Que vienes a leer, pues muy bien, ya sabía yo que el presidente
de la República acabaría accediendo a mi petición. ¿O habrá sido Franco? Vete a saber, en eso
estoy un poco confundida. Pero el que sea no habrá condecorado a las hermanas hospitalarias,
claro está, porque ellas eran quienes se guardaban mis cartas en lugar de echarlas al buzón, estoy
segura, están todas contra mí, como no les han dado la medalla... Hay que ver, qué rencorosas son,
y siendo religiosas, más feo, encima. Pero no pueden decir que es culpa mía, porque fui yo quien
le pidió al presidente que las condecorara. Menos mal que en España todavía quedan personas de
calidad, que se acuerdan de mí y tratan de aliviar mi sufrimiento. ¿Que si quiero que leas? Pues
claro que quiero, a eso vienes, ¿no? Y el otro que espere un momento, pues no, que no espere,
pero ¿quién es él para darme órdenes? Como vuelva a hablar de los muñecos, hago lo mismo que
el otro día. Como me venga con la misma historia, me levanto, me meto en la cama y me tapo la
cabeza, porque no me da la gana de acordarme de eso. Estoy muy cansada, ¿es que no lo
entienden? No quiero recordar, no quiero, porque para conseguirlo tengo que ponerme en la
postura de pensar durante todo el tiempo y eso me deja baldada, sin fuerzas. Yo no sé lo que está
pasando aquí ni cómo hemos llegado a esta situación. Lo único que yo quería era que alguien
viniera a leer, y hasta que llegó el extranjero, estábamos tan ricamente. La mosquita muerta venía,
leía y se marchaba, y no me hacía preguntas, ni me daba la lata recordándome no sé qué de un
jardinero ni esas cosas que dice, tan raras. Yo, si tengo que hablar de Hildegart, hablo, eso no me
importa, pero de los otros no quiero hablar, porque me duele mucho todavía. Maté a mi hija, sí,
porque estaba en mi derecho, era un boceto defectuoso y yo, como su autora, comprendí que no
había alcanzado la perfección que esperaba. Pero a los otros me los mataron antes de que
empezaran a vivir y eso no puedo perdonarlo. Soy una madre, ¿es que no lo entienden? Y a este
paso me van a obligar a hablar. Un día de estos voy a tener que hablar, aunque sólo sea para
mandarlos a los dos a la mierda.
La hermana Belén, superiora de la Comunidad de las Hermanas Hospitalarias, me citó en su
despacho el último día de marzo, cuando ya no esperaba que mi encontronazo con Vallejo y el
padre Armenteros diera más de sí.
—Muchas gracias por venir, Germán —me recibió con simpatía, aunque no tenía buena cara
—. ¿Quiere tomar un café?
La reacción de Robles había sido exactamente la que esperaba. Después de haber inclinado
la cabeza sin rubor ante el secretario del Patriarca, adoptó conmigo un tono jocoso, de hombre de
mundo, para quitarle importancia a lo ocurrido. Ya ves cómo están las cosas ahora por aquí, esto
te ha venido bien para entrenarte, ya no te volverá a pasar... Fue su manera de recomendarme que
me guardara mis silogismos para mí, sin ahorrarme una sutil, velada advertencia. Eduardo y
Roque, a cambio, fueron abrumadoramente explícitos. Su análisis del episodio, como síntoma de
la situación de la psiquiatría en España, sembró de nubes negras, cargadas de lluvia, un panorama
en el que había empezado a sentirme cómodo. Cuando la superiora me citó en su despacho, creí
que sumaría un nuevo elemento a mi flamante lista de razones para volver a Suiza, pero me
equivoqué.
—Verá, Germán, yo... —no levantó la vista mientras servía dos tazas de café—. Llevo quince
días sin dormir, dándole vueltas a todo esto y... —pero en ese instante me miró—. Que el Señor
me perdone.
Era una mujer flaca, fibrosa, alta para ser española, su edad tan indescifrable como la del
resto de sus compañeras. Igual podía tener treinta y muchos que cincuenta y pocos años. No era
guapa de cara, tampoco especialmente fea, aunque su aspecto habría mejorado mucho si se hubiera
decidido a usar alguna crema. Tenía la piel tan seca que de vez en cuando se desprendían de sus
mejillas pequeñas láminas transparentes, como escamas imposibles, muertas de sed. Al conocerla,
tuve la impresión de que su carácter no estaba mucho mejor hidratado, pero después de un par de
charlas atribuí esa sensación a su acento, más brusco que franco, tajante como un cuchillo. No se
me ocurrió preguntarle de dónde era. Desde que la escuché hablar en su despacho, aquella tarde,
dejó de importarme.
—Yo entré en la Orden a los dieciocho años y nunca me he arrepentido. Tenía una vocación
muy fuerte y no me daba miedo el trabajo duro. Qué le voy a contar, usted es psiquiatra, sabe que
no existe un trabajo más duro que este, y por eso... —se quedó callada un instante, como si
buscara un hilo al que aferrarse para seguir hablando—. La enfermedad mental es la peor cárcel
que existe. Es una cárcel que encierra hacia dentro, que atrapa a una persona y no la suelta jamás,
y le arrebata todo lo que tiene, y la hace odiosa para su familia, para las personas que la quieren.
A nadie le interesa ocuparse de los enfermos mentales, usted lo sabe, la sociedad prefiere actuar
como si no existieran, y nos los traen aquí, los dejan solos, y la mayoría de las veces no vuelven a
verlos nunca más. Yo he aprendido a distinguir a unas familias de otras, ¿sabe?, por la prisa con la
que se despiden y, sobre todo, por la velocidad a la que se marchan. Todos salen al vestíbulo
andando despacio, pero la mayoría acelera antes de llegar a la puerta, se van casi corriendo, y
entonces me digo, a esos ya no los volvemos a ver. A la gente se le olvida que los enfermos
mentales son personas, que necesitan dar cariño, y recibirlo, tener amigos, hablar de sus cosas.
Piensan en ellos como si no fueran humanos porque así todo es más fácil, que existan los
manicomios, que haya internos encerrados de por vida, que los atemos, y los encerremos, y les
demos descargas eléctricas, y los metamos en bañeras llenas de hielo... No adivina por dónde voy,
¿verdad?
—No —reconocí—, pero estoy muy de acuerdo con usted. Y me impresiona mucho cómo lo
cuenta. Tiene usted el don de contar historias, hermana.
—No lo crea —entonces la vi sonreír por primera vez—. Es que voy dando rodeos porque
no me animo a decirle... Puedo contar con su discreción, ¿verdad?
—Desde luego —le aseguré, pero no le pareció suficiente.
—Lo que quiero saber es si puedo estar segura de que nunca, jamás, en ninguna
circunstancia, le contará a nadie lo que voy a decirle.
—Se lo prometo —iba a añadir que lo prometía por la memoria de mi padre, pero me
corregí a tiempo— por la salud de mi madre.
—Bueno, pues... —hizo una pausa y miró hacia arriba, como si pudiera ver el cielo a través
del techo de su despacho—. Que el Señor me perdone si me equivoco. Yo no soy nadie para
cuestionar la voluntad de mi Creador, pero como Él me ha hecho libre y capaz de pensar por mi
cuenta, lo que yo creo es que al padre Armenteros le trae sin cuidado el plan de Dios, y a
monseñor Eijo Garay le importa lo mismo de poco. Decir la verdad no puede ser pecado, y la
verdad es que ellos hacen siempre lo que les dice Vallejo, que les paga con la misma moneda y les
apoya en todo, y así van subiendo, los unos en los hombros del otro y viceversa. Yo no pretendo
engañar a nadie, sé que no soy más que una monja de pueblo. No pude estudiar mucho, no he ido a
la universidad, y a lo peor algún día tengo que arrepentirme de lo que estoy diciendo, pero soy
hija de Dios, le he consagrado mi vida, y no puedo concebir que las enfermedades mentales sean
un elemento imprescindible de Su plan para la Humanidad. Que Él me perdone, pero tampoco
creo que el padre Armenteros esté convencido de que sea así. Para decirle toda la verdad, estoy
segura de que sólo le dijo lo que Vallejo le había pedido que dijera, porque don Antonio no está
dispuesto a que el doctor Robles aplique aquí la nueva medicación antes de que él pueda hacerlo
en el manicomio que dirige. Además, nuestras internas sólo son mujeres, y qué le voy a contar...
—hizo una pausa y apretó los ojos, como si hubiera estado a punto de pedirle otra vez perdón a
Dios pero al final hubiera decidido que no era para tanto—. Honestamente le digo, si las cuerdas
importamos poco, imagínese las locas, ellas son las últimas de todas las filas. ¿Usted sabe cuántas
de nuestras internas son esposas de hombres poderosos que consiguieron ingresarlas aquí para
quitárselas de en medio, inhabilitarlas y vivir tranquilamente con sus queridas? Aunque no fuera
director de un manicomio masculino, una autoridad como Vallejo nunca aprobaría que las mujeres
se beneficiaran de la nueva medicación antes que los hombres —hizo una pausa, espiró tan
profundamente como si hubiera estado reteniendo aire durante muchos minutos y me miró—. ¿Me
entiende?
—Perfectamente.
—Y sin embargo, yo voy a pedirle justo lo contrario. Porque tiene usted razón, si Dios es el
creador de todas las cosas, la química tiene que ser obra suya. Y lo que yo siento es que usted es
precisamente un regalo de Dios, que Él nos lo ha enviado para que alivie el sufrimiento de sus
hijas, de todas estas mujeres que están presas en sí mismas, en sus cabezas y en sus corazones.
Ayúdelas, Germán. Están enfermas, están solas, no le importan a nadie. Sufren de una manera que
nosotros ni siquiera podemos imaginar aunque las veamos todos los días, y no podemos hacer
nada por ellas, limpiarlas, sí, vestirlas, sí, acompañarlas, pero ¿qué es eso? Eso no es nada en
comparación con el dolor que padecen, con esa tenaza que las retuerce por dentro y no descansa, y
no las deja descansar. Usted es su única esperanza. Devuélvales su vida, la que la enfermedad les
robó. Devuélvales la dignidad para que sean otra vez personas, para que recuerden cómo se
llaman, a quién quieren y quién las quiere. Eso no puede ser otra cosa que hacer el bien, y hacer el
bien nunca es pecado, ¿verdad?
Se había emocionado y no me extrañó. Había conseguido emocionarme a mí también. Aunque
sólo llevara tres meses viviendo en España, fui muy consciente de la valentía de aquella mujer
desarmada, de los riesgos a los que se exponía por obedecer a su conciencia antes que a los
intereses de sus superiores. Su pasión me conmovió tanto como su capacidad para controlarla, sin
dejarse llevar por la rabia, sin levantar la voz en ningún momento. Me habría gustado darle un
abrazo, pero no me atreví. Tampoco le dije que me parecía admirable, aunque no dejé de
admirarla a partir de aquel día.
—En fin, que Dios me perdone —dijo de nuevo, cuando logró recomponerse.
—Dios no tiene nada que perdonarle. Estoy seguro.
—¿Usted cree? —volvió a sonreír, y hasta se permitió una risita—. No sé, no sé... Ya debe
de tenerme manía, con todo el trabajo que le he dado hoy.
—Le agradezco muchísimo todo lo que me ha contado, hermana. Nunca lo olvidaré, y haré lo
que esté en mi mano por no defraudarla. Eso también se lo prometo.
Nos despedimos con un apretón de manos, y en la suya no hallé menos calor que en sus
palabras. La hermana Belén fue la primera aliada que tuve en Ciempozuelos, pero el apoyo de una
mujer poderosa no me determinó tanto a seguir adelante como la complicidad de una simple
auxiliar de enfermería.
Eduardo Méndez me había dicho que parecía mentira que María Castejón quisiera tanto a
doña Aurora, pero cuando desgranó para mí los motivos de su amor, sentí que el relato de su
infancia era la única verdad completa, indudable, que había conocido desde que regresé a España.
No podía concebir el calvario por el que había pasado mi madre. No podía imaginar la vida de
Roque, la cárcel de silencio a la que se había desterrado por su propia voluntad. No podía
calcular la violencia del combate que la hermana Belén habría librado consigo misma antes de
decidirse a hablar conmigo. No sabía cómo mi hermana Rita podía ser feliz mientras militaba en
un partido clandestino, ni por qué Eduardo se había apartado por su propia voluntad de la
victoriosa casta a la que pertenecía su familia. Todos los días descubría algo nuevo y
desconcertante, otro insospechado motivo para el asombro, pero la estampa de una niña rubia y
pequeña, que le daba vueltas a un globo terráqueo sobre una alfombra mientras escuchaba a una
mujer que tocaba el piano, era completamente ajena al mundo que me rodeaba. Aquella imagen
venía de otro tiempo, de otro país, y se parecía tanto a las que yo podía recordar que tuvo la
virtud de rescatarme de mi extrañeza como un bálsamo fantástico, más poderoso que la tristeza
que la impregnaba.
Yo había tenido mucha más suerte que María Castejón, pero su camino y el mío se habían
cruzado alrededor de una pianista, en un segmento concreto de dos infancias que, más allá del
tiempo y la distancia, marcaba las fronteras de un territorio común. La verdad es que da lástima
que eche tanto de menos a una loca, ¿no?, una loca asesina, me había dicho, y esas palabras me
enfrentaron a mi propia pena como un espejo capaz de reflejar una pobreza distinta, y sin embargo
idéntica. Todo lo que quedaba de la España que yo había conocido, del país donde había crecido,
de la sociedad en la que me había educado, era la memoria de un invernadero con una mesa, dos
sillas y una caja llena de cubos de colores, la implacable voluntad de la paranoica que se había
empeñado en corregir el destino de una cría abocada a lavar, a limpiar, a guisar de por vida. Por
eso no sólo comprendí su amor. Hallé algo profundamente respetable, casi sagrado, en la luz que
alumbraba sus ojos mientras recordaba en voz alta la vida que había deseado, esa vida que tal vez
habría podido ser, pero que nunca fue. Y su gratitud, su lealtad, su compasión, me impresionaron
menos que el aplomo con el que sostuvo esa verdad ante mí.
Para una mujer tan joven, tan indefensa como María, en la situación, en la época, en el país
donde vivía, habría sido mucho más conveniente presentarse como una víctima, acentuar los
rasgos más siniestros de su relación con una enferma mental, reelaborar la memoria de su
aprendizaje para hacerlo encajar en la manía pedagógica de una loca asesina. Pero aquella
insignificante auxiliar de enfermería había escogido la verdad, se había obstinado tan tercamente
en ella que no sólo se sentía culpable del episodio que había hecho empeorar la situación de doña
Aurora. En la segunda de nuestras entrevistas, tal vez menos transcendental que la primera pero
más iluminadora para mí, había estado a punto de perder la compostura al recordar que doña
Aurora sólo le había hecho bien, más que cualquiera de las personas que asaltaron su cuarto para
vengarse de los bultos y las costuras de aquella muñeca tan fea que le había regalado. Tantos años
después, el dolor que las dos habían compartido a través de una puerta abierta, era lo que más la
emocionaba de todo lo que había vivido en un manicomio de mujeres, el recinto que marcaba los
límites de la única realidad que había conocido desde que nació.
María Castejón habría merecido una vida mejor que aquel sueño corrompido que había
nacido muerto, pero la pesadilla en la que se había transformado desde entonces no era sólo suya.
Eso fue lo que sentí al escucharla, que su experiencia de la alegría y de la desgracia, de la
esperanza y la desolación, se parecía demasiado a la mía para que no fueran dos versiones
distintas de la misma tristeza, y estaba tan arraigada en los corazones de la gente que andaba por
la calle que, mientras brotaban de sus labios, sus palabras iban fabricando una metáfora de su
país, del mío. La historia de la nieta del jardinero era un minúsculo fragmento de la historia de
España, un pequeño párrafo de un capítulo que nadie se atrevería a escribir en ningún manual,
pero su verdad era tan grande como todas las verdades que nadie se atreve a contar en voz alta. Al
entregármela, me había enseñado un lenguaje, una clave capaz de descifrar todo lo que no entendía
desde que regresé. Pero, sobre todo, había puesto entre mis manos un pico afilado, una
herramienta capaz de abrir una brecha en la asfixiante urna de silencio que enrarecía el aire que
todos respirábamos. Y la garantía de una complicidad que acabaría siendo preciosa no sólo para
nosotros dos.
—María, va a pensar usted que soy un pesado, pero... ¿Puedo pedirle otro favor?
La descubrí a principios de marzo. No solía coger aquel atajo, pero la tarde anterior había
ido a Santa Isabel a entrevistar a una paciente y me había dejado la carpeta allí. Crucé el jardín a
primera hora de la mañana para recuperarla antes de ponerme a trabajar, y me sobresaltó el
movimiento de lo que, a lo lejos, me había parecido un bulto de ropa estirado encima de un banco,
junto a una caseta de aperos que lo resguardaba del viento. Todavía no se me había pasado el
susto cuando una mujer de mediana edad se incorporó sobre un codo, abrió los ojos, las pestañas
todavía pegadas por el sueño, me vio y volvió a tumbarse, tapándose la cabeza con una manta y la
vana esperanza de no haber sido descubierta.
Nadie sabía nada de la mujer que dormía en el jardín. Es imposible, me dijo una hermana,
con la helada que cayó anoche, se habría muerto... Pero yo la había visto, sabía que estaba viva,
que no se había tumbado a descansar un momento antes de que empezara el horario de visitas.
Estaba seguro de que había dormido allí pero dejé de insistir para no perjudicarla. Cuando aún
estaba a tiempo de callarme, comprendí que nadie duerme al raso en invierno, por su propia
voluntad, si tiene dinero para pagarse una pensión.
A principios de mayo, Robles me informó de que la clorpromazina que estábamos esperando
desde hacía más de tres meses ya estaba en camino. Aunque a él le pareció un trámite innecesario,
oficialmente no hace falta ni que firmen, me dijo, organicé mi agenda para entrevistarme con los
tutores legales de las enfermas seleccionadas para el programa, e informarles de las
características de la nueva medicación. No me resultó fácil conseguirlo. La mayoría de las
familias no tenían teléfono y había que dejarles recado en bares o en tiendas. Algunas, esas a las
que la hermana Belén había visto salir corriendo por la puerta del manicomio, nunca devolvieron
la llamada. Otras escribieron para decir que no podían pagarse dos viajes en un mes, y que podría
contarles lo que quisiera en su próxima visita. Así logré identificar a la mujer que dormía en un
banco del jardín.
Rafaelita Rubio tenía veinte años. Era una de nuestra internas más jóvenes y ese no era el
único de sus rasgos que llamaba la atención. Sus síntomas me recordaron desde el primer
momento a los del señor Friedli. Esquizofrénica, con alucinaciones auditivas, había ingresado a
los dieciocho años, poco antes que Walter, y como él, sólo se relacionaba con las voces que
sonaban dentro de su cabeza. De vez en cuando, levantaba los ojos, sonreía y susurraba palabras
sueltas, frases incompletas, sin sentido. Cuando hablaba con sus voces era posible ver su boca
abierta. El resto del tiempo, hasta cuando la hacían llorar, permanecía siempre más apretada que
cerrada. Sus conversaciones no desembocaban en episodios violentos hacia los demás, aunque en
raras ocasiones se agredía a sí misma. Se tiraba del pelo, se hincaba las uñas en las palmas de las
manos o se arañaba la cara. Incluso entonces, sus ataques eran breves, tan superficiales que nunca
había sido necesario inmovilizarla, sólo asegurarse de que siempre tuviera las uñas cortadas al
ras. Rafaelita era una víctima mansa de su enfermedad, una chica silenciosa y dócil, sumida en una
depresión tan honda que había convertido su rostro en un dibujo plano, carente de expresión, de
movimiento. Por su comportamiento, debería haber sido clasificada entre las enfermas tranquilas.
Si convivía con las agitadas no se debía a sus alteraciones de conducta, sino a las que su aspecto
podría llegar a producir en la conducta de los demás. Porque Rafaelita no sólo era una mujer
hermosa. Era tan atractiva como yo jamás habría creído que pudiera llegar a ser una
esquizofrénica.
En el sector de las agitadas había más control, más personal, un nivel de atención más
exigente, más adecuado para prevenir complicaciones. También menos talleres, menos horas al
aire libre y oportunidades para entretenerse, pero ella no las echaba de menos. Cuando salía
afuera, Rafaelita posaba las manos en el tronco de un árbol del jardín, siempre el mismo, e iba
moviéndose a su alrededor, dándole vueltas y vueltas sin detenerse hasta que sonaba el timbre.
Mientras lo hacía, sus labios insinuaban algo parecido a un boceto de sonrisa, una expresión
apenas perceptible y sin embargo relevante, porque a menudo era la única que lograba mover los
músculos de su rostro en todo el día. Parecía disfrutar de aquellos pequeños paseos circulares,
pero cuando el timbre la reclamaba, despegaba las manos del árbol, se las metía en los bolsillos y
entraba en el pabellón sin rechistar, andando despacio. El resto del tiempo solía estar sentada en
una butaca de mimbre, ante una cristalera orientada al jardín, y se pasaba las horas mirando al
horizonte con sus ojos castaños, grandes, almendrados, festoneados por unas pestañas tan espesas
que parecían pintadas al borde de los párpados. Sus ojos, inexplicablemente dulces, estaban tan
apagados como si hubieran perdido la facultad de ver, pero incluso así era imposible no admirar
su belleza. Y ni siquiera la perpetua tensión de sus labios soldados menoscababa el perfecto
trazado de su nariz, la elegante curva de su mandíbula. Las líneas de su cuerpo no eran tan sutiles,
y ahí radicaba el principal problema.
Rafaelita tenía dos pechos grandes y llenos, tan rotundos que su relieve se marcaba como un
desafío bajo la manta con la que intentaban taparla en todas las estaciones del año. No era flaca,
pero tampoco estaba gorda. La voluptuosa calidad de sus proporciones, la cintura estrecha, las
caderas rellenas, los brazos carnosos, redondos, los muslos lisos, tan bonitos como las
pantorrillas, actuaban como un reclamo sexual permanente en un recinto cerrado donde no se
toleraban las tentaciones. Una norma tácita prohibía a los celadores acercarse a ella. Sólo la
tocaban las hermanas, y aunque era una enferma pobre, no dormía en San José, sino en Santa
Isabel. Asignada en principio a una sala de treinta camas, la trasladaron pronto a un dormitorio
individual cuya puerta se cerraba con llave todas las noches, para evitar que otras internas
asaltaran sus sábanas en cuanto se apagaba la luz.
Rafaelita Rubio fue la primera candidata que admití en mi programa, su familia la última de
las que accedieron a entrevistarse conmigo. Cuando reconocí a su madre estábamos ya a mediados
de mayo, y la clorpromazina no había llegado todavía.
—Yo no entiendo gran cosa de lo que me está diciendo, doctor —me había escuchado en
silencio, sin interrumpirme nunca, sin preguntarme nada, sin dejar de mirarme a los ojos—. Pero
si usted cree que mi Rafaela va a estar mejor...
Se llamaba Salud y era un modelo del deterioro que ya habría empezado a arruinar la
hermosura de su hija si no hubiera sido una enferma mental. Antes de que me lo dijera, ya sabía
que había trabajado en el campo toda su vida. Lo aprendí en su piel arrugada, en la aspereza de
sus manos hinchadas y, sobre todo, en la pátina polvorienta, apenas perceptible, que se insinuaba
en sus cabellos, en sus uñas, en sus ropas, como si la tierra la hubiera marcado de por vida, como
si toda el agua y todo el jabón del mundo fueran incapaces de liberarla de su tiranía. Rafaelita se
parecía mucho a su madre, pero había que mirarlas más de una vez para descubrirlo, porque sólo
tenían una cosa en común. Las dos aparentaban más años de los que habían cumplido. Sin
embargo, el atractivo que en la hija parecía un cartel publicitario, señalado por flechas rojas,
iluminado con bombillas de colores, en la madre estaba tan enterrado entre los pliegues de una
piel mate, cuarteada, dura como la tierra seca, que a primera vista ni siquiera parecía una mujer
guapa.
—Haga usted lo que le parezca. Total, la pobre... —hizo una pausa y no encontró nada más
que añadir.
Salud venía a ver a Rafaelita cuando podía, casi nunca una vez al mes, aunque sus ausencias
no superaban el plazo de un trimestre. Aunque ella no se entere de que estoy aquí, me gustaría
verla más, me dijo, pero no puedo. No tengo hermanas, sólo cuñadas, y para poder venir, tengo
que mandar a mis hijos a casa de mis padres, que están muy mayores ya. Ella anda mal de las
piernas, él está todo el día sentado, y me ayudan mucho, los pobres, esa es la verdad, pero
ocuparse de los chicos les complica mucho la vida, así que... Salud vivía muy lejos, en un pueblo
de Cuenca tan mal comunicado que cada viaje a Ciempozuelos le suponía dos noches fuera de
casa. Las pasaba al raso, la primera en el jardín del manicomio, la segunda en un banco de la
estación de ferrocarril de Tarancón, cubierta con las mantas que transportaba en un saco. A veces
la gente me pregunta que qué vendo, ¿sabe?, sonrió, me toman por una buhonera, como voy
siempre tan cargada... Me contó que era viuda y que tenía otros tres hijos, en principio sanos,
aunque el pequeño, que sólo tenía siete años, era un niño triste, al que le faltaban las fuerzas para
cualquier cosa. Mi Rafaela es la mayor, y después de lo que le pasó, yo ya no quería tener más
críos, pero cuando mi marido volvió a casa pues... Ya ve usted.
No quise preguntarle de dónde había vuelto su marido en 1946, ni cómo había muerto dos
años después, pero sí indagué en sus antecedentes familiares. Después de anotar que su abuelo
materno se había colgado de una viga cuando ella era niña, igual que uno de sus primos, crucé los
dedos mentalmente, aunque sabía de sobra que la esquizofrenia no era una enfermedad hereditaria.
Le dije la verdad, que lo más probable era que su hijo tuviera una depresión, le di unos cuantos
consejos, le pedí que lo vigilara, que me informara de su evolución en las próximas visitas, y le
recomendé que no se angustiara antes de tiempo.
En 1954, tiempo era lo que me sobraba. Y no sólo porque tuve que esperar hasta mediados
de septiembre para que Aurora Rodríguez Carballeira me dirigiera la palabra por primera vez.
—Vete a la mierda.
Para aquel entonces, todavía no había conseguido arrancar mi programa. La clorpromazina
había llegado a mediados de junio, con más de un mes de retraso sobre la última fecha prevista. El
doctor Robles convocó al equipo a una reunión para tratar del tema y achacó las razones a
problemas administrativos. La burocracia y las aduanas, ya os podéis imaginar, ahí no tenemos
nada que hacer... Antes de que terminara de decirlo, la hermana Belén puso los ojos en blanco, me
miró, e inmediatamente después levantó la vista hacia el techo. Aposté conmigo mismo a que
estaba pidiéndole perdón a Dios y sonreí, porque no podía sospechar que aquella reunión iba a
ofrecerle nuevos motivos de arrepentimiento.
—Bueno, pues ahora que ya tenemos la medicación aquí... —Robles abrió las manos, las
unió por las yemas de los dedos, volvió a separarlas como si estuviera ejecutando un truco de
magia—. Tengo que pedirles a todos un poco de paciencia.
Cuando terminó de enumerar las razones por las que había decidido posponer el inicio del
programa hasta el mes de octubre, la superiora de la comunidad de Ciempozuelos ya no hablaba
con Dios, sino conmigo. Se lo dije, fue lo que leí en sus ojos, ¿o no se lo dije? Asentí en silencio y
ella me respondió con el mismo gesto, pero después me agarró del brazo para que los dos
saliéramos juntos, en último lugar.
—Esto no me huele bien —y no imploró el perdón de nadie antes de transmitirme sus
sospechas—. No me creo ni una palabra, así que ándese usted con ojo, doctor Velázquez.
En ese momento, los dos nos dimos cuenta de que Robles nos había echado de menos en la
comitiva que avanzaba por el pasillo, porque se volvió para buscarnos, nos encontró, se nos
quedó mirando.
—Esta tarde voy a estar en mi despacho —la hermana Belén arrancó a andar muy despacio
mientras seguía hablando en un susurro—. Venga usted a verme antes de salir y le invito a un café.
Aunque no logré tranquilizarla por completo, tampoco mentí al afirmar que los argumentos en
los que Robles había apoyado su decisión tenían sentido para mí. En otras circunstancias, libre de
la impaciencia que habían sembrado tantos retrasos sin justificar, yo mismo habría podido
dictaminar que no era conveniente empezar el programa en verano. El efecto de las estaciones
sobre los trastornos mentales graves era una cuestión muy controvertida, que había inspirado un
debate que duraba ya más de un siglo. Aunque no todos los especialistas estaban de acuerdo, la
mayoría de los estudios indicaba que el verano era la estación más peligrosa. No se había
descubierto la causa, pero lo cierto era que los índices de ingresos en instituciones psiquiátricas y
de suicidios consumados se disparaban en verano, para disminuir abruptamente en otoño. La
hermana Belén me dijo que no lo entendía, que debería ser más bien al revés, porque el calor, la
mayor duración de los días, la luz del sol... Al llegar a ese punto, se calló.
—Pero puede ser —añadió después de un buen rato—, puede ser... A veces, el verano hace
cosas raras.
Esperé durante unos instantes una explicación que nunca llegó. Después fui completamente
sincero con ella al admitir que no podía asegurarle que el principal objetivo de Robles no fuera
apaciguar a los amigos del padre Armenteros. Pero cuando nos despedimos, ambos estábamos
igual de convencidos de que nos convenía contar con la complicidad de los cielos encapotados y
la melancólica lentitud de los días lluviosos para calibrar mejor los efectos del nuevo tratamiento.
Al día siguiente de dejarme sin trabajo, mi jefe me animó a tomar unas vacaciones.
—Vete un par de semanas por ahí, Germán. Aunque oficialmente no te correspondan, si el
programa tiene éxito, lo más seguro es que el año que viene no puedas moverte de aquí. Eso sí,
vete a primeros de julio, por favor. Todos quieren las vacaciones después, y alguien tiene que
quedarse.
En mi memoria, Aurora Rodríguez Carballeira estaba asociada al verano. Su crimen, las
visitas de mi padre a la cárcel, nuestras conversaciones sobre ella e incluso su juicio, en unos días
muy calurosos de finales de mayo, evocaban en mí una temperatura, una luz semejante a la que me
deslumbró cuando volví a trabajar al manicomio, a mediados de julio.
No había aprovechado las vacaciones para descansar, sino para mudarme. Aunque mi madre
había intentado retenerme en la casa familiar, a finales de junio alquilé un piso que Rita había
buscado para mí. Su marido, al que nunca sabía si llamar Rafa, como mi madre, o Guillermo,
como su mujer, que me había prometido varias veces que algún día me contaría su historia pero
nunca había encontrado el momento de hacerlo, me ayudó a instalarme. Sólo entonces, mientras me
ayudaba a mover muebles y a apretar tornillos, me enteré de que, aunque trabajara en una empresa
de transportes, era médico, igual que yo. Fue muy simpático conmigo pero, como a tantos
españoles que había conocido desde que volví, no le gustaba hablar de sí mismo, y acabamos tan
deprisa que no tuve tiempo de averiguar mucho más. Mi nueva casa era una vivienda de un solo
dormitorio, pequeña pero suficiente, situada en la calle Hilarión Eslava, tan cerca de Gaztambide
como para que mi madre sintiera que no me había ido del todo de su lado. Cuando resolví las
cuestiones más básicas, decidí dedicar a Aurora Rodríguez Carballeira el verano que no iba a
poder consagrar a la clorpromazina.
—Buenos días, doña Aurora... —el sonido de aquella voz a las once de la mañana la
sorprendió tanto que levantó las manos del teclado y se volvió a mirarnos.
El lunes, 2 de agosto, desapareció de golpe la mitad de la plantilla del manicomio. Roque
Fernández, el psiquiatra más antiguo entre los que no tenían poder suficiente para elegir la fecha
de sus vacaciones, asumió las funciones del director. Intenté contarle mis planes y ni siquiera me
dejó terminar. Haz lo que quieras pero no me dejes solo, me dijo. Después de prometérselo,
interpreté que su permiso incluía a María Castejón y no me costó trabajo convencerla.
El primer día que me quedé a solas con Aurora, la madre de Rafaelita ya había dejado de
dormir en el jardín. Después de pensarlo mucho, descarté acudir a Eduardo o a la hermana Belén,
demasiado poderosos para resultar eficaces, y volví a pedirle un favor a María. Cuando le
pregunté qué podríamos hacer, me dijo que ya se encargaba ella de todo, que en el manicomio no
se tiraba nada, que sabía dónde se guardaban las mantas, los colchones viejos. Cuando le insistí
en que no hacía falta que se precipitara, porque yo estaba pensando sobre todo en las noches de
invierno, me preguntó si había pasado alguna vez una noche de verano tumbado a la intemperie en
un banco de piedra. Cuando le pedí que no corriera ningún riesgo, porque lo último que yo quería
era buscarle un problema con la dirección, se echó a reír y me dijo que no me preocupara, que ya
se chivaría de mí si hiciera falta. Cuando asumí que mi plan nos convertía en cómplices de un
pequeño delito y que, como delincuentes, deberíamos empezar a tutearnos, siguió tratándome de
usted y recibiendo de mí el mismo tratamiento. Sin embargo, más allá de esa apariencia de
formalidad, nuestra complicidad no dejó de crecer desde que Salud dejó de dormir al raso.
—He venido a verla con el doctor Velázquez —por eso, aquella mañana de agosto en la que
entramos juntos en la habitación 19 del Sagrado Corazón, me agarró del brazo sin ningún
miramiento para obligarme a avanzar—. Usted ya le conoce. Él suele venir conmigo de vez en
cuando, por las tardes. Es psiquiatra, ya se lo conté, ¿se acuerda? Desde hace unos meses, es el
psiquiatra que la trata, doña Aurora. Ahora, en verano, tiene más tiempo libre y va a venir a verla
por las mañanas. Yo me voy, que tengo mucho que hacer. A las cinco vuelvo.
Hacía más de tres meses que la estudiaba, pero nunca me había quedado a solas con ella.
Durante ese tiempo me había concentrado en su relación con María, pero no había dejado de
observar cómo iba cambiando su actitud hacia mí. Al principio, su indiferencia era tan absoluta
que concluí que no me veía. A medida que me fui acercando a ella, algunas tardes empezó a
vigilarme con el rabillo del ojo. Otras, se comportaba como si yo no estuviera allí, pero incluso
en esas ocasiones, la hostilidad que le inspiraba mi presencia se hizo tan evidente que María me
pidió que me dejara puesta la bata cuando entrara en la habitación. Entonces empezó a hablarle de
mí y ya conseguí que me mirara de vez en cuando.
En esa primera etapa avancé con mucha cautela pero, si alguna tarde la encontraba muy
tranquila, hablaba un rato conmigo mismo para que me escuchara, sin hacerle preguntas ni esperar
intervención alguna por su parte. Procuré alternar relatos del pasado, como su visita con Botella a
la consulta de mi padre, los reportajes de Eduardo de Guzmán o el juicio que afrontó en 1934, con
los datos de su historia clínica más halagadores para ella. Reconocí su precoz conocimiento de la
vasectomía y alabé la no menos precoz seguridad con la que afirmaba la superioridad de la
sexualidad femenina sobre la masculina, en contra de lo que parecía una evidencia universalmente
establecida hasta hacía muy poco, pero no logré reacción alguna por su parte hasta que se me
ocurrió evocar en voz alta el episodio de los muñecos. Aquella tarde me arañó la cara, se fue a la
cama y se tapó la cabeza con las sábanas, pero tampoco me dirigió la palabra.
En agosto, cuando comprendió que no podía impedir que me quedara a solas con ella en su
habitación, cambió de táctica. En el instante en que yo intentaba hablar, tocaba el piano, casi
siempre Cuadros de una exposición, siempre con demasiada fuerza, aporreando las teclas sin
piedad, como si estuviera deseando hacerlas saltar por los aires. Al terminar un fragmento, se me
quedaba mirando con una expresión desafiante. Si me quedaba callado, permanecía inmóvil, con
las manos sobre la falda, hasta que me marchaba. Si volvía a hablar, ella volvía a tocar. Cuando
me di cuenta de que eso era lo que prefería, tocar y tocar, contestarme con los dedos sobre el
teclado hasta lograr enmudecerme con su música, decidí estar callado y, al mirarla, casi podía ver
cómo la rabia se iba espesando mientras crecía, cada vez más turbia, más sólida, más caliente y
rojiza, en su interior.
En septiembre, cuando volvió Robles, dejé de pasar tanto tiempo con ella pero nunca dejé de
ir a verla un rato todas las mañanas. Después de darle los buenos días, colocaba una silla al lado
del piano, me sentaba y la miraba, sin decir nada más. Me daba cuenta de que mi actitud la hacía
sufrir, y lo lamentaba, pero necesitaba que hablara conmigo, que reconociera mi presencia, aunque
sólo fuera para saber por qué yo no le gustaba, qué clase de amenaza percibía en nuestra relación.
Lo conseguí una mañana, cuando no llevaba en su habitación ni dos minutos.
—A la mierda —me dijo al fin, pronunciando perfectamente todas las sílabas.
—A la mierda, ¿qué?
—A la mierda tú, inglés —y me señaló con el dedo—. Vete a la mierda.
El 28 de marzo de 1939 abandoné España en el último barco que zarpó del puerto de Alicante.
Escúchame bien, Germán. El viernes, 23 de marzo, mi padre se había empeñado en ir a
trabajar como cualquier otro día. Ya había empezado la desbandada. Aunque los hospitales
seguían abiertos, muchos médicos y enfermeras en sus puestos, habían desaparecido la mayoría de
los funcionarios, los chóferes con sus coches, los motoristas que conectaban unos centros con
otros. Aunque en esas condiciones no tenía gran cosa que hacer, él siguió sentado detrás de su
mesa hasta la hora de la salida. Después, en el tono tranquilo de los asuntos irrelevantes, comentó
que hacía muy buena tarde, que podríamos volver a casa andando, que le habían ofrecido un
pasaje en un barco para salir de España, que había decidido cedérmelo para que me exiliara en su
lugar. Mientras le escuchaba, yo iba pensando en otras cosas. En que Madrid ya no parecía
Madrid. En que apenas circulaban vehículos por las calles. En que el silencio se había convertido
en un ruido atronador, insoportable, más estridente que las sirenas que alertaban de los
bombardeos, más bronco que las consignas de los manifestantes, más ominoso que el estrépito de
los motores de los cazas enemigos. Me preguntó si le había oído. Respiré hondo y no le contesté
enseguida, porque acababa de presentir la primavera en el aire. Levanté la cabeza para mirar al
cielo y un poco más abajo distinguí brotes nuevos en las copas de los árboles, lunares de un verde
húmedo, tierno, que me aplastó de tristeza. Sí que te he oído. Porque la primavera que empezaba
no era para nosotros. Pero no voy a irme, papá.
Por supuesto que te vas, él insistió sin alterarse, con la mirada fija en el horizonte. Yo
tampoco le miré cuando volví a negarme. El billete es para ti y tienes que usarlo tú, le dije, yo no
soy nadie, ni siquiera he llegado a ir al frente, tú eres quien ha trabajado para la Junta de Defensa,
y ya sé que no has hecho nada más que coordinar los hospitales, pero de todas formas... Entonces
se detuvo. Se volvió hacia mí, apoyó sus manos en mis hombros, me miró de frente. Yo tengo un
salvoconducto especial, un documento que garantiza que Franco no podrá hacerme ningún daño, y
al decirlo sonrió de verdad, con los labios, con los ojos, con toda la cara. Yo no había vuelto a
ver esa sonrisa desde que empezó la guerra, y aquel no era un buen día para sonreír. ¿Un
salvoconducto?, pregunté, ¿pero quién...? Pero nada, me interrumpió. Tú vas a hacer lo que yo
diga porque no tienes ningún motivo para preocuparte por mí, ¿entendido? El lunes por la mañana,
muy temprano, te irás a Alicante en una ambulancia. Esa no va a desaparecer, porque llevará a un
par de peces gordos. Ellos ya saben que vas a usar mi billete, no tendrás ningún problema.
Veinticuatro horas antes, como no había más recaderos disponibles, me había mandado a
Capitanía para entregar un sobre. El oficial que lo recogió tampoco tenía trabajo, así que me dio
conversación. Durante un buen rato, comentamos que Franco no iba a durar mucho, que ya faltaba
poco para que estallara la guerra en Europa, que ahora tocaba apretar los dientes y aguantar unos
meses hasta que llegaran los aliados. Los dos estábamos igual de convencidos de que el futuro
circularía en esa dirección, pero al día siguiente, mientras escuchaba ese pronóstico, mi padre
negó con la cabeza y una sonrisa desganada, menos sarcástica que fúnebre, la única que solía
tensar sus labios desde el verano de 1936. ¿Y cómo sabes tú lo que va a pasar?, le pregunté con
voz destemplada, irritada por su suficiencia. No me contestó. Nunca había querido compartir su
pesimismo, y aunque ya había descubierto que llevaba razón, aunque habíamos perdido la guerra,
le repetí que no quería irme de España. No quería ser el privilegiado de mi familia, no quería
dejarlos atrás, no quería tener otra casa ni otro país, no quería tener futuro, pero él apenas me dejó
decirlo. Después, una por una, me fue cortando todas las retiradas.
¿Y qué te espera aquí, Germán?, seguía estando mucho más tranquilo que yo. De entrada, la
cárcel, supongo, y si te libras de pisarla, ¿qué harás, a qué te dedicarás? No te van a dejar llegar a
la universidad, de eso ya puedes ir olvidándote. Todo lo que has aprendido durante estos años no
te servirá de nada, porque eres mi hijo, porque has trabajado conmigo, con mis amigos, ¿lo
entiendes? Si te quedas aquí, con suerte serás dependiente de un ultramarinos durante el resto de tu
vida, ¿y qué ganaríamos con eso? Hizo una pausa, arrugó la cara, comprendí que bajo su aparente
caparazón de indiferencia, le dolía cada sílaba que pronunciaba. He intentado conseguir billetes
para todos, pero no soy tan importante, sólo me han dado uno. Lo he pensado muy bien, y creo que
lo mejor es que lo uses tú. Tengo un amigo en Suiza, un compañero de estudios de los tiempos de
Leipzig, que se ha ofrecido a hacerse cargo de ti. Aprovecha la oportunidad, estudia, consigue un
buen trabajo. Si esto termina pronto, podrás volver aquí a hacer algo que merezca la pena. Y si se
alarga, que me temo que se alargará, desde el extranjero podrás ayudar a mamá, a Rita, más y
mejor que desde dentro. ¿Y tú?, le pregunté, ¿por qué no hablas nunca de ti? Yo tengo un
salvoconducto, ya te lo he dicho, y volvió a sonreír con las ganas de antes. Yo tampoco estaré
aquí, tú tranquilo.
No lo adiviné. No fui capaz de identificar a tiempo la naturaleza del salvoconducto que
invocaba, no me enteré hasta que ya era demasiado tarde. La mañana de mi partida vino a
despertarme poco antes de que amaneciera, poco después de que yo hubiera logrado conciliar el
sueño. Bajamos a la consulta sin hablar y me ofreció asiento frente a su mesa, como si fuera un
paciente más. Aquí lo tienes todo, sacó un sobre de un cajón y lo vació delante de mí, alineando
los documentos mientras los acariciaba como si pudieran apreciar el contacto de sus dedos. Tu
pasaporte, tu cartilla de sanitario, por si acaso, que nunca se sabe, un poco de dinero que he
podido reunir... Son francos franceses. Cuando llegues a Suiza, los cambias. Y tu billete, esto es lo
más importante. Está a mi nombre, pero aquí tienes la autorización para usarlo, aquí estás tú,
Germán Velázquez Martín, ¿lo ves?, tu número de cédula y todos los sellos del mundo. Para poder
embarcar tienes que presentar a la vez el billete, la cédula y la autorización. No pierdas los
papeles de vista, no te los dejes en ninguna parte, no se los des a nadie antes de llegar a la
escalerilla del barco. Llévalos siempre encima, siempre, ¿entendido?
A los trece años, había empezado a tratarme como a un adulto. A los dieciséis, decidió que
no podía estar sin hacer nada y me ofreció trabajo en su departamento. El 28 de marzo de 1939 me
faltaba un mes y medio para cumplir diecinueve años y volvió a hablarme como si fuera un niño
pequeño. No protesté porque, aunque no quisiera darme cuenta, nunca había vivido un momento
más grave, más dramático que aquel. Había conseguido desterrar al último rincón de mi cabeza la
idea de que me marchaba sin billete de vuelta. Sentía la clase de excitación que se apoderaba de
mí ante la perspectiva de hacer cualquier viaje y eso me bastaba. No quería pensar, no quería
saber, no quería sentir nada más que eso. Hasta que mi padre volvió a pedirme que le escuchara.
Escúchame bien, Germán... Una hora más tarde, besé a mi madre, que estaba despierta, a mi
hermana, que estaba medio dormida, y le abracé en el portal de nuestra casa para limpiarme en la
solapa de su americana las lágrimas que no había sido capaz de tragarme. No conozco a tus
compañeros de viaje, sólo sé que son dos, un alto funcionario de Exteriores que no sé qué pinta
aquí, porque habría podido salir por los Pirineos, y un líder sindical... Pero cuando entré en la
ambulancia me encontré con cuatro pasajeros, un hombre de unos cuarenta años, sin corbata, que
apretaba la mano de una mujer de aspecto semejante al suyo, sentados ambos en los transportines
de los enfermeros, y un señor bien vestido, que ocupaba la camilla con una chica que tal vez no
era su hija, pero tenía edad para parecerlo. Que yo sepa, no viajará con vosotros nadie más...
Antes de arrancar, el conductor me ofreció el asiento que estaba a su lado, me anunció que ya
estábamos completos, dejé de pensar en las dos mujeres con las que mi padre no había contado.
Ahora mismo es imposible calcular la cantidad de gente que está saliendo de Madrid hacia
Levante... Cuando dejamos atrás Atocha no eran tantos, pero su número fue creciendo al mismo
ritmo que impulsaba el mecanismo del cuentakilómetros, hasta formar dos columnas compactas
que a menudo invadían la carretera, obligando al conductor a tocar la bocina para abrirse paso.
Ha corrido la voz de que Alicante es la salvación, la gente cree que basta con llegar hasta allí
para salir de España... Vi familias enteras, madres con bebés en los brazos, ancianos que cargaban
con una silla de enea sobre la espalda, niños exhaustos que lloraban, adultos sombríos que tiraban
de sus manos sin querer escuchar su llanto. Se van sin pensarlo, con lo que pueden llevarse a
cuestas, es una locura, pero nadie escucha a nadie, nadie se cree ya los comunicados oficiales... El
arcén estaba lleno de maletas y baúles que sus propietarios habían abandonado cuando les faltaron
las fuerzas para cargar con su peso. Algunas estaban cerradas, otras abiertas, su interior saqueado
por quienes buscaban comida, sólo comida, porque habían desechado ropa, mantas, sombreros,
bisutería, objetos que en cualquier otra circunstancia les habrían parecido bonitos, deseables. El
conductor de la ambulancia está prevenido, tiene instrucciones de abandonar la carretera general y
seguir por secundarias si intentan asaltaros... Todavía no habíamos salido de la provincia de
Cuenca cuando dos chicos intentaron subirse al techo y el señor bien vestido, el único que tenía
pinta de pez gordo, quizás porque estaba un poco menos flaco que los demás, tampoco demasiado,
se puso a chillar como un loco, ¡vámonos, Mariano, vámonos, sal de la carretera pero ya! El
ejército de la República todavía no se ha rendido, no faltará mucho, pero eso da igual... El chófer
me miró antes de hablar con él, pero don Esteban, vi que tenía la cara blanca, las manos
temblando de miedo, yo no sé por dónde vamos a, antes de que acabara la frase sonaron unos tiros
por delante de nosotros y mis compañeros de viaje sacaron sendos revólveres de los bolsillos
interiores de sus americanas. Durante mucho tiempo habrá demasiadas armas, demasiadas
personas armadas en España... Ya voy, dijo entonces Mariano, ya voy, antes de girar a la derecha
para avanzar un trecho campo a través y tomar un camino de tierra no más ancho que una pista
forestal. Me imagino que no será un viaje tranquilo y por eso, aunque no sepas disparar... Lo
último que vi al dejar atrás la carretera general fue una combinación azul cielo con encajes
blancos, tirada en el asfalto, y un poco más allá, a una mujer joven, sentada en un mojón de piedra,
con los codos apoyados en las rodillas, las manos sobre la cara. Toma, es un revólver como los de
las películas, no está cargado, pero aquí tienes nueve balas, ahora te enseño a usarlo, es muy
fácil... No pude verle la cara, pero me fijé en que tenía unas piernas muy bonitas, una melena corta
de pelo castaño, espeso, brillante, las manos cuidadas, las uñas pintadas de rosa, y pensé que
debía de oler muy bien. No digas tonterías, Germán, claro que la vas a usar, ojalá no haga falta,
pero esto puede salvarte la vida... Quizás por eso, al verla tan joven, tan sola, tan derrotada, sentí
el bulto de la pistola en el bolsillo interior de mi propia americana y el insensato impulso de
usarla, de matar a alguien, por mi padre, por mí, por ella. Si alguien te amenaza, tiras al bulto y ya
está... Muchas horas después, Mariano señaló hacia delante y me anunció que estábamos llegando
a Alicante. Y te voy a decir una cosa que no te he dicho nunca, hijo mío... Entonces cometí la
ingenuidad de pensar que ya había pasado lo peor. Te voy a decir lo contrario de lo que te he
dicho siempre, hazme caso, Germán, no te apiades de nadie... Habíamos vuelto a salir a una
carretera general repleta de gente, pero su aspecto era muy distinto al de la multitud que habíamos
adelantado al salir de Madrid. No tengas compasión, porque te vas a encontrar con escenas
durísimas, estoy seguro, pero es tu futuro contra el suyo, ¿entiendes?, dime que lo entiendes... Los
que habían llegado hasta su destino estaban muertos en vida, sucios, exhaustos, sin fuerzas
siquiera para envidiarnos, para levantar la cabeza y vernos pasar por su lado. El puerto de
Alicante estará lleno de gente... Pero Alicante entera estaba llena de gente, las calles, las aceras,
los portales, cabezas gachas, ojos húmedos, labios crispados, una tristeza que hacía daño, un
dolor que dolía, una desesperación que transformó mi suerte en vergüenza. Esta tarde, cuando tú
llegues, no cabrá ya un alfiler... Tuvimos que abandonar la ambulancia bastante lejos de la verja y
sólo pude despedirme de Mariano, porque cuando me di la vuelta para decirles adiós, mis
compañeros de viaje se habían marchado ya. Todos están esperando la oportunidad de subirse a
un barco para marcharse de España, pero para eso haría falta que llegaran, que las democracias
los enviaran, y por lo que se sabe, no está saliendo ninguno de sus puertos, así que... Don Esteban,
el pasajero con traje y corbata, se abría paso entre la multitud a codazos, y creí que no habría otro
camino para mí pero, al acercarme un poco más, distinguí a los soldados que regulaban la entrada
al recinto del puerto. La mayoría de esas personas son iguales que tú, pero habrá de todo, gente
con responsabilidades políticas, gente con responsabilidades penales, delincuentes que ya saben
que acabarán en el paredón si no logran escapar... Me saqué del bolsillo el billete, la cédula y la
autorización con todo el disimulo que pude improvisar, se los enseñé a uno de los soldados, me di
cuenta de que me costaba trabajo respirar. Algunos serán culpables, la inmensa mayoría no, sólo
será pobre gente que no quiere vivir en la España de Franco, pero todos estarán igual de
desesperados... El soldado me dejó pasar con un gesto de la mano, me dijo que mi barco estaba
atracado en el muelle, que fuera a buscarlo, y seguí respirando con dificultad mientras le
escuchaba decirle al siguiente de la cola que tenía que esperar un poco, porque ya no cabía nadie
más. Tú eres muy joven, Germán, y tienes lo que ellos están buscando, lo que están dispuestos a
conseguir a cualquier precio... El soldado no mentía, dentro del puerto había más gente que fuera,
militares, paisanos, mujeres enteras, ancianos llorosos, hombros erguidos, espaldas encorvadas,
silencio, sollozos, la derrota pesando en las cejas, temblando en los labios, arrugando el ceño de
todos los rostros, el pelo sin brillo, la piel mate, canas en las barbas de mejillas que aún no
habían cumplido treinta años, hombres como torres que parecían ancianos, chicas quinceañeras
que parecían ancianas, niños pequeños que parecían ancianos, una desolación unánime, una
tragedia de carne y hueso cuyo corazón palpitaba a duras penas, resistiéndose a la muerte con la
heroica terquedad de los suicidas que guardan su última bala para sí mismos. Pero piensa en mí,
Germán, piensa que yo me pude marchar de España por el mismo camino que tú en el verano del
36, acuérdate de que pude marcharme y elegí quedarme, trabajar por la República hasta el final,
que no se te olvide... ¿Y por qué yo sí y ellos no?, me dije mientras su humillación espesaba el
aire y me llenaba la boca de polvo, ¿por qué yo, y no esa niña tan guapa que me está mirando
como si estuviera a punto de pedirme algo que no puedo darle?, mientras probaba un sabor sucio a
tierra removida que se solidificaba entre mis dientes, ¿por qué yo, y no ese teniente que mira al
horizonte envuelto en una manta llena de agujeros?, mientras masticaba aquel polvo imaginario,
aquel sabor auténtico, ¿por qué yo, y no esa madre que besa a sus hijos en la cabeza como si
pudiera quitarles el hambre con besos? Pude irme a Inglaterra, a Estados Unidos, pude llevaros
conmigo, tú lo sabes, Germán, sabes que pude irme y no quise, y por eso tú tienes ahora un billete
para subirte a un barco, mi billete... Hasta que dejé de verlos, cerré los ojos porque no me sentía
ni siquiera digno de llorar su llanto, y me quedé quieto, respirando por la boca, tragándome mi
derrota, su derrota, la derrota, abandonado entre los abandonados, perdido entre quienes estaban
más perdidos que yo, y durante un instante decidí quedarme a compartir su suerte pero algún
barco, tal vez el mío, hizo sonar su sirena y volví a escuchar la voz de mi padre. El Gobierno de
la República me ha concedido el derecho a exiliarme y yo quiero que te vayas tú, que te salves tú,
acuérdate de eso, por eso te pido que no tengas piedad, que pienses sólo en ti, porque si no subes
a ese barco fracasaré después de fracasar, volveré a perder la guerra después de haberla
perdido... Mi barco se llamaba Maritime, era un carguero británico muy grande, aunque la
pasarela, custodiada por dos marineros que fumaban tranquilamente, estaba tan desierta que
parecía un espejismo, una imagen imposible de otro mundo que alguien hubiera recortado y
pegado sobre una fotografía del puerto de Alicante. Ten muchísimo cuidado, por favor, no le
enseñes a nadie el billete antes de tiempo, no le cuentes a nadie que lo tienes, ni en qué barco te
vas a ir... Cuando me acerqué, uno de aquellos hombres me saludó en español con un acento
peculiar, me dijo que era chileno y que el capitán no aceptaba más pasajeros, pero le respondí que
yo tenía un billete para abordar su barco. Si alguien se da cuenta, intentará engañarte, robártelo,
abusar de ti... Stop, en ese momento, don Esteban se acercó corriendo por el muelle, la chica
joven que no era su hija cojeando detrás de él, porque en algún momento se le había roto el tacón
de un zapato. Eso es lo que más miedo me da, Germán, porque la gente desesperada pierde la
cordura, la dignidad, un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa... Stop, don Esteban
empezó a hablar con los marineros en inglés, pero el chileno le respondió en español para decirle
lo mismo que a mí, que no aceptaban más pasaje, ¿y este?, me señaló con el dedo, el chico tiene
billete, ¿tiene usted? Por eso quiero que me prometas que vas a tener muchísimo cuidado... Este
billete no es válido, me lo arrancó de las manos, leyó el nombre de mi padre impreso en él, aquí
pone Andrés Velázquez, ¿lo ve?, y él no es Andrés Velázquez, pero ese es mi padre, protesté, ya lo
sé, pero no eres tú, don Esteban hablaba con el marinero sin mirarme a la cara, no eres tú, a saber
de dónde lo habrás sacado, se lo habrás robado, ¡no!, grité, tengo una autorización, ya, entonces
don Esteban me miró, eso es lo que dices tú, pero este papel no vale, ¿cómo que no vale? No
existe nada más peligroso que la desesperación de un hombre, y no quiero ni pensar... No vale
porque lo digo yo, me arrancó la autorización de la mano y la rasgó en cuatro trozos, ¿lo ves?, ya
no hay autorización, tu padre tiene cáncer y no ha usado su billete porque sabe que se va a morir,
pero eso no te da a ti derecho...
Siempre sabría lo que pasó después, pero jamás he sido capaz de recordarlo. Cuando mi
viaje terminó, supe que aquel marinero chileno que no me dijo su nombre se enfrentó a don
Esteban por mí. Que le dijo que era un huevón y que ahora sí que su novia no iba a subir al barco
de ninguna manera, ni con mi billete ni con ninguno. Que don Esteban volvió a sacar su revólver y
alguien disparó desde la cubierta al suelo, a sus pies. Que la gente se arremolinó a nuestro
alrededor y yo no me había movido del sitio todavía. Que el capitán del Maritime apostó en la
rampa a media docena de hombres armados. Que en medio del tumulto, el chileno me dijo algo y
no le oí. Que me zarandeó, y como ni siquiera así me volví a mirarle, me cogió del brazo, tiró de
mí. Que me llevó a rastras por el muelle hasta otro barco, obligándome a atravesar una muralla de
personas que esperaban una oportunidad que no tendrían, porque ninguna nación del mundo estaba
dispuesta a ayudarles, porque sus vidas no valían nada, porque su suerte no le importaba a nadie.
Que habló en inglés con uno y me puso una mano en el hombro antes de marcharse. Que ese uno
era otro marinero que volvió a cogerme del brazo para tirar de mí, que abrió una escotilla, que me
empujó dentro. Que me encontré en una bodega oscura, llena de cajas, de baúles, de otras
personas que debían de haber entrado por el mismo camino que yo. Que me senté en el suelo,
doblé las rodillas, apoyé la frente sobre ellas, y les escuché hablar, hacerme preguntas que no
contesté. Que pasaron unas cuantas horas, quizás tres o cuatro, hasta que el barco zarpó. Que en
ese momento, mis compañeros de la bodega empezaron a aplaudir, a gritar, a llorar, a reírse, a
saltar, y yo seguí sentado, inmóvil, con la cabeza sobre las rodillas, los ojos cerrados. Que se
fueron todos y seguí respirando por la boca, incapaz de moverme, de pensar, de saber nada
excepto que mi padre iba a morir, que me lo había dicho, que no había logrado interpretarlo. Todo
eso supe, sin ser capaz de recordarlo después, hasta que me di cuenta de que no estaba tan solo
como creía.
Cuando un ruido pequeño, misteriosamente grimoso, se abrió paso hasta el fondo de mis
oídos, abrí los ojos y apenas llegué a ver nada, pero adiviné que las sombras que se movían a ras
de suelo formaban parte de toda una nación de ratas. Entonces, sin ser consciente de haberlo
decidido, me levanté y salí de aquella bodega por una escalera que me desembarcó en un corredor
pobremente iluminado, donde las vi ya correr a sus anchas. Mi padre iba a morir. Me lo había
dicho a su manera. Yo no le había entendido. El salvoconducto especial que iba a librarle de
Franco era la muerte y tendría que haberlo adivinado. Por eso había seguido yendo a trabajar. Por
eso había seguido visitando hospitales. Por eso estaba pendiente del teléfono de su despacho
cuando ya nadie llamaba a nadie ni esperaba que nadie descolgara. Mi padre no iba a concederle
a Franco el placer de condenarle a la pena capital porque ya estaba sentenciado. Él tenía la muerte
asegurada, pero yo estaba vivo. Sólo lo descubrí gracias a la repugnancia que me inspiraron las
ratas que corrían por las bodegas del Stanbrook.
Corrí yo también hasta que encontré una sombra de resplandor lunar, un camino hacia la
cubierta. Mientras duró la travesía, no llegué a pisarla. Estaba demasiado llena de gente y no tenía
fuerzas para seguir avanzando a codazos. Me quedé al otro lado de la puerta, viendo el cielo
estrellado sobre una apretada muralla de cuerpos, y durante un instante me sobrecogió el silencio,
tanta gente tan callada, hasta que un ronquido lejano me reveló que estaban durmiendo. El olor del
mar certificó que en algún momento, sin darme cuenta, había vuelto a respirar por la nariz. No
sabía en qué hora vivía. El barco había zarpado al atardecer, ya era noche cerrada, estaba muerto
de cansancio, tenía sueño y no lo tenía. Me escurrí despacio hasta conseguir un hueco suficiente
para sentarme en el suelo con las piernas dobladas y allí, rodeado de cuerpos sucios, que
apestaban a humedad, a sudor, lloré durante mucho tiempo, hasta que me quedé dormido sin haber
dejado de llorar.
Desde entonces hasta el crepúsculo del 29 de marzo de 1939, veintidós horas después de que
el barco zarpara del puerto de Alicante, todo lo que hice fue levantarme para volver a sentarme en
el mismo sitio y levantarme de nuevo después. Ni siquiera sabía adónde habíamos llegado cuando
el Stanbrook atracó en el puerto de Mazalquivir. Sólo entonces, mientras una multitud que parecía
llenar hasta el último centímetro cuadrado de espacio disponible se precipitaba hacia delante con
la intención de desembarcar, logré pisar la cubierta, respirar aire fresco, dar tres o cuatro pasos.
¿Dónde estamos?, escuché una voz de hombre, no lo sé, la voz de una mujer que contestaba, me
parece que han dicho que al lado de Orán, ¿y eso dónde es? Es en Argelia, respondí, estamos en
Argelia, repetí, como si me extrañara el sonido de mi propia voz, en Argelia...
En 1934 había vuelto a suspender el francés. La responsabilidad fue sólo mía, pero en su
origen estuvo de nuevo Aurora Rodríguez Carballeira. Su juicio se celebró en los últimos días de
mayo y mi padre no sólo no testificó como perito. Estaba tan indignado porque se hubiera hecho
coincidir el proceso por el crimen de Hildegart con el de los asesinatos de Casas Viejas, que ni
siquiera lo siguió por la prensa. Yo no sabía si mi padre acertaba al suponer que habían intentado
tapar con la popularidad de Aurora los asesinatos de veinte civiles indefensos en un pueblo de
Cádiz, pero lamenté mucho que Eduardo de Guzmán decidiera cubrir para La Tierra el proceso
contra el capitán Rojas, y no el que condenó a mi asesina favorita. A cambio, la actitud del doctor
Velázquez, que no había vuelto a verla desde septiembre del año anterior, cuando su amigo Juan
aceptó un ministerio y renunció a su defensa para no retomarla al cabo de dos meses, cuando le
cesaron, me permitió perder el tiempo en la plaza de las Salesas durante tres días enteros. No me
dejaron asistir al juicio porque era menor de edad, pero madrugué para ver llegar a doña Aurora y
me quedé en la puerta de los juzgados, pendiente de los rumores que florecían en los corrillos,
todas las horas que debería haber dedicado a estudiar francés. Después, la lectura apasionada de
las extensas crónicas del juicio que publicaron los periódicos y mi propia pereza me estorbaron
para preparar un examen final que suspendí justamente. Entonces no podía imaginar lo útil que me
resultaría el francés a partir del 31 de marzo de 1939.
Hasta aquella mañana, nadie pudo bajar a tierra. Durante cuarenta y ocho horas de angustia,
todos los pasajeros del Stanbrook compartimos la misma pesadilla. Cuando las autoridades
francesas nos negaron el desembarco, cundieron rumores oscuros como nubes de tormenta,
cálculos en principio razonables que se fueron cargando de miedo, de ansiedad, hasta proyectar
sobre nuestras cabezas la tétrica sombra de un inmenso cadalso. No podíamos vivir en aquel
barco eternamente. Si habíamos abandonado nuestro país para no llegar a ninguna parte, antes o
después nos devolverían a España. Y allí, la simple condición de pasajeros del Stanbrook nos
acarrearía un consejo de guerra con un único final posible. Ante esa perspectiva, la cubierta de
nuestra salvación se convirtió en una réplica exacta del muelle del puerto de Alicante. Los gritos y
los saludos, las risas y el júbilo del atardecer, desembocaron en una noche siniestra de llanto y
desesperación. Por la mañana, se nos acercaron algunos barcos pequeños, lanchas y pesqueros en
los que los exiliados republicanos de Orán vinieron a traernos comida, y el humor mejoró, porque
la mayoría de nosotros no había probado bocado en más de cuarenta y ocho horas. Sin embargo,
hasta que pude hincarle el diente al panecillo que me tocó en el primer reparto, ni siquiera me
había dado cuenta de que estaba muerto de hambre.
El 30 de marzo, el capitán Dickson bajó a tierra para tratar con las autoridades de nuestro
desembarco. Al día siguiente, ancianos, mujeres y niños pudieron pisar el muelle de Mazalquivir
sin ningún trámite previo, pero los hombres fuimos interrogados y retenidos a bordo. El gendarme
que me tocó en suerte entendió perfectamente todo lo que le dije, pero mi satisfacción por la
soltura con la que conseguí hablar con él no duró mucho. No comprendí por qué me negaba el
permiso para bajar a tierra y la segunda vez que se lo pregunté, me respondió que no insistiera
más porque no estaba autorizado a explicármelo.
La lengua francesa, el cruel instrumento de tortura que atormentó mi infancia, se convirtió en
la principal herramienta de mi vida cotidiana. En francés aprendí que todos los españoles en edad
militar tendríamos que pasar una cuarentena a bordo del Stanbrook antes de bajar a tierra. En
francés me informaron de que las autoridades coloniales francesas nos darían una comida al día y
ninguna explicación sobre nuestro confinamiento. En francés respondí a un segundo interrogatorio
en una comisaría de Orán, a la que fui conducido de inmediato en un primaveral mediodía de la
segunda semana de mayo, cuando logré poner los pies en tierra firme. En francés expliqué mi
situación, informé a un gendarme de que tenía algún dinero, le aseguré que el profesor Samuel
Goldstein, miembro del cuerpo de psiquiatras de la Maison de Santé de Préfargier, el manicomio
de Neuchâtel, en Suiza, se haría cargo de mí. En francés escuché que mi palabra no tenía ningún
valor, que mi dinero alcanzaría para comprar un billete de barco de tercera clase a Marsella, que
eso daba igual porque no estaba autorizado a abandonar Orán. En francés me explicaron que para
mí sólo había dos futuros posibles, una invitación expresa del ciudadano suizo que se hubiera
ofrecido a acogerme en su casa, siempre que proporcionara garantías suficientes al Gobierno de
París de que no iba a quedarme a vivir en su territorio y llegara acompañada de un billete que
sólo él podría comprar y enviarme, o un campo de trabajo donde me reencontraría con la mayor
parte de mis compañeros del Stanbrook, que se estaban incorporando ya a las obras de
construcción del ferrocarril transahariano. En francés, una variante horrible y cargada de faltas de
ortografía, escribí una carta al doctor Goldstein, explicándole mi situación, rogándole que
escribiera a mis padres para que supieran que estaba vivo y a salvo, ofreciéndome a devolverle el
importe de mi billete si se decidía a enviármelo. En francés me relacioné con los gendarmes que
me trajeron la comida y me vendieron tabaco durante el mes y medio que pasé en un calabozo de
aquella comisaría, donde ocasionalmente tuve algunos compañeros franceses y argelinos, nadie
con quien pudiera hablar en español. En francés me recibió el comisario, ante una mesa con un
calendario en el que pude ver que estábamos ya en los últimos días de junio, para enseñarme la
reserva de primera clase con destino a Marsella que había enviado el doctor Goldstein junto con
una carta en la que respondía con total satisfacción a los requisitos que solicitaba el Gobierno de
Francia. En francés me despedí del gendarme que me hizo firmar el oficio de mi puesta en libertad
y me devolvió la bolsa de viaje con la que había salido de Madrid y los francos que había tenido
la precaución de poner bajo su custodia al quedar retenido, pero no el revólver que me había dado
mi padre, ni una pluma estilográfica de plata a la que le tenía mucho cariño, porque los españoles
no estábamos autorizados a llevar armas, ni objetos que pudieran usarse como tales, en Orán. En
francés canjeé mi reserva por un pasaje para un barco que zarparía al atardecer del primer día de
julio, alquilé una habitación en un hotel barato, ordené una comida sabrosa y abundante como no
había disfrutado en muchos meses. En francés abordé un buque de pasajeros que sólo se parecía al
Stanbrook en su capacidad para surcar las aguas, y me dejé conducir a un camarote grande, lujoso,
en la cubierta de primera clase, donde la moqueta, la madera barnizada, el mullido espesor de las
almohadas, las tersas sábanas de lino, me inspiraron una tristeza que no había probado aún, la
certificación irrevocable, definitiva, de que me había convertido en un exiliado, un apátrida
condenado a vagar por el mundo sin poder regresar nunca a su hogar. En francés me saludó, al
arribar al puerto de Marsella, un hombre de unos cuarenta años y aspecto sombrío, que sostenía un
cartel con mi nombre y que, después de darme los buenos días, apenas volvió a hablar,
mostrándome con gestos el camino hacia su coche, un Peugeot grande, no demasiado nuevo. En
francés, pero con un acento extraño, me comunicó nuestro destino con una sola palabra, Neuchâtel,
y cuando me señalé a mí mismo y pronuncié mi nombre, Germán, él sonrió para dejarme ver una
dentadura irregular, con tantos dientes oscuros como ausentes, me imitó y me dijo que se llamaba
Helmut. En francés, porque yo no sabía una sola palabra de su idioma, nos comunicamos a duras
penas en un eterno viaje por carreteras repletas de coches de personas felices que se iban de
vacaciones con los maleteros abarrotados de bultos, como si el mundo fuera un jardín placentero y
la guerra un asunto remoto, ajeno desde luego a sus tranquilas preocupaciones. En francés le
pregunté por dónde íbamos a pasar la frontera con Suiza, y se limitó a contestarme que no frontera,
soltando una retahíla en alemán que no entendí en absoluto mientras dibujaba con el dedo en el
aire un rectángulo sobre el que parecía escribir unos signos incomprensibles. En francés leí,
cuando llegamos a un pequeño puesto fronterizo, que existía un carril reservado para coches con
matrícula suiza, y comprendí al fin que el pobre Helmut no iba a secuestrarme, ni a matarme para
robarme, como había temido en algunos momentos, durante las largas horas en las que había
intentado comunicarme con él en vano. Y en francés le di las gracias y un abrazo cuando me
depositó en la puerta de la casa de la familia Goldstein, a la hora de la cena del 4 de julio de
1939, tres meses y seis días después de que me despidiera de mi padre en el portal de nuestra
casa de Madrid.
Samuel Goldstein me recibió con un abrazo aún más caluroso, antes de presentarme a su
mujer, Lili, y a sus dos hijas menores, Else y Rebecca. En ese instante comprendí que lo primero
de todo lo que tendría que hacer en Neuchâtel, sería empezar a estudiar alemán.
Los primeros días de octubre de 1954 fueron muy poco otoñales. El verano se diluyó lentamente
en mañanas alegres, tardes templadas que consintieron que las internas siguieran saliendo al
jardín, a disfrutar de una luz que se deshilachaba poco a poco, como si el sol estuviera recubierto
por una gasa antigua, frágil, pero capaz de irradiar una ilusión de calor. En esos días amables, que
transformaron el implacable secarral de Ciempozuelos en un espejismo de placidez, pude al fin
arrancar el programa que me había impulsado a regresar a España.
La puesta en marcha de la nueva medicación imprimió a mis jornadas un ritmo frenético,
estrictamente opuesto a la pereza del otoño. Después de tantos retrasos, el doctor Robles participó
en los preparativos con un entusiasmo que parecía calculado para disipar cualquier sospecha de
oposición a mi trabajo. Con su autorización, y las bendiciones de la hermana Belén, trasladé a las
internas que había seleccionado, las agrupé en tres secciones del mismo pabellón y recuperé mis
viejos hábitos de entomólogo. Conocía bien el proceso de los esquizofrénicos tratados con
clorpromazina, pero los meses de inactividad y mi empeño por demostrar sus efectos me llevaron
a anotar minuciosamente todos los cambios que pude observar en las enfermas sometidas al nuevo
tratamiento, por pequeños que parecieran.
A principios de noviembre cayó por fin, de golpe, toda la lluvia que habíamos esperado en
vano durante los dos últimos meses. Las nubes asfixiaron al sol que nos había bendecido más de
la cuenta, la luz natural se convirtió en un bien rarísimo, y el frío resplandor blancuzco de los
tubos de neón impregnó de tristeza la atmósfera de cada rincón del manicomio, desde la mañana
hasta la noche. Mientras tanto, las enfermas tratadas con clorpromazina no dejaron de
experimentar una lenta, progresiva mejoría que incrementó su vitalidad, al tiempo que apaciguaba
su ánimo y debilitaba sus síntomas. Cada vez que nos cruzábamos por un pasillo, la hermana
Belén me daba uno de esos abrazos que yo nunca me había atrevido a darle a ella. El doctor
Robles manifestaba su satisfacción sin palabras, con una perenne sonrisa que no iba dirigida a mí,
sino a sus posibles ascensos, aunque no dejara de darme las gracias por mi empeño. Y antes de
que empezáramos a recibir visitas de los psiquiatras del manicomio de hombres, las hermanas me
contaron que en Ciempozuelos no se hablaba de otra cosa.
En algunas pacientes, la medicación funcionó a corto plazo como un poderoso tranquilizante,
sin efectos ulteriores, pero en otras obtuvimos resultados más felices. Como ya había sucedido
una vez con Walter Friedli, después de un mes y medio de tratamiento Rafaelita Rubio empezó a
comunicarse sucintamente con el mundo. De vez en cuando pedía lo que necesitaba con palabras e
incluso sonreía a quien se lo proporcionaba. Cuando Eduardo y Roque vinieron a verla, el
asombro que se dibujó en sus rostros me devolvió la expresión del mío en los días ya lejanos del
ensayo clínico de Berna. Y hasta María Castejón se atrevió a invertir el sentido de nuestra
relación para pedirme un favor.
—Verá, doctor, es que, mirando a Rafaela, el otro día me quedé pensando... —se puso
colorada de pronto, como si le diera vergüenza lo que iba a decirme—. Ya sé que usted no puede
tener favoritismos, que además ella es muy vieja y que lo que tiene no son exactamente
alucinaciones. Sé que sus síntomas son distintos, pero...
—Por eso, María —anticipé mi respuesta a la pregunta que no se atrevía a hacerme—. Doña
Aurora no es esquizofrénica, su patología es diferente. La clorpromazina no le haría efecto. Lo sé
porque en el ensayo que hice en Suiza mediqué a algunos paranoicos y...
—Ya, ya —cerró los ojos, me puso una mano en el brazo para indicarme que no hacía falta
que siguiera, y me di cuenta de que, aunque yo la había tocado algunas veces, era la primera vez
que ella me tocaba—. Me lo imaginaba, pero tenía que intentarlo, ¿no? Porque es que, además,
ella... —su sonrojo subió un par de grados—. Nada, nada. Me voy, que tengo mucha prisa.
En ese momento calculé que hacía más de una semana que no pasaba a ver a doña Aurora. El
plazo de esa ausencia me habría impresionado más si un segundo después no me hubiera dado
cuenta de que llevaba el mismo tiempo sin ver a mi madre. Cuando la llamé para preguntarle si
aquella tarde iba a estar en casa, me preguntó a su vez, con ironía, que dónde quería que estuviera,
con el tiempo tan bueno que hacía. Llevaba dos días enteros sin parar de llover y hacía mucho
frío, pero en Gaztambide 21 encontré todas las luces encendidas, un ambiente tan ruidoso como si
se estuviera celebrando una fiesta. Reconocí la risa de mi hermana entre las que se oían en el
salón. Rita había venido a pasar la tarde con los niños, pero no estaba sola. A su lado, en el sofá,
encontré a una desconocida que se quedó con mis ojos y no me los devolvió.
No era una mujer guapa. Si lo hubiera sido, no me habría impresionado tanto. Había muchas
mujeres guapas, casi todos los días me cruzaba con alguna, pero aquella era otra cosa. Tenía unos
ojos preciosos, negros, enormes, que brillaban como el agua mansa de un pozo muy hondo, la
nariz larga, muy fina, los labios demasiado delgados para una boca tan grande, una piel perfecta,
que despedía el brillo de una superficie de cobre bruñido a conciencia. Llevaba el pelo, tan
oscuro como los ojos pero mucho más pobre, recogido en un moño pequeño y apretado, a la altura
de la nuca, un peinado que despejaba su rostro para acentuar su perfil afilado, de mejillas
hundidas y pómulos salientes. No era una mujer guapa. Si lo hubiera sido, me habría resultado más
fácil dejar de mirarla, advertir que no era la única visitante que se había acercado a ver a mi
madre aquella tarde, fijarme en la mujer que estaba a su lado. Debía de ser su hermana mayor,
porque aparentaba más edad y se parecían como dos gotas de agua, aunque no tenían nada que ver.
Esa otra mujer, rasgos casi idénticos combinados en una cara corriente, tenía las piernas mucho
más feas, pero igual de largas. Ella no. Mientras las recorría con los ojos, descubrí que llevaba un
zapato ortopédico con cuña en el pie derecho. Aquel detalle no sólo no me desanimó, sino que
aumentó mi fascinación hasta un punto en el que mi silencio llegó a hacerse embarazoso.
—Germán —Rita se levantó, me besó en la mejilla, me agarró del brazo—, te voy a
presentar a unas amigas, aunque igual ya conoces a Pastora, ¿no?
Me clavó el codo en las costillas por si no me hubiera dado cuenta de que estaba
ofreciéndome una salida airosa, que aproveché dócilmente.
—Creo que no —la chispa risueña que iluminó sus ojos me reveló que estaba acostumbrada
a provocar ese efecto en los desconocidos—. Al principio me ha recordado a una familiar de una
de mis pacientes, pero creo que no nos hemos visto nunca... —me adelanté, fui hacia ella, le tendí
la mano—. Mucho gusto.
—Igualmente —la estrechó sin levantarse del sofá y giró la cabeza hacia su acompañante,
como si pretendiera enseñarme la súbita, inexplicable belleza que el escorzo imprimía a su rostro
—. Mi hermana...
Carmen sí se levantó. Al darle la mano, tuve que obligarme a mirarla, atrapado aún en la
disparidad de sus voces. Pastora tenía una voz grave, incluso ronca, mucho más fea que la de su
hermana, aunque se ajustaba admirablemente a los contrastes de su rostro, de su cuerpo. La voz de
Carmen era fina, armoniosa, limpia como un cristal. En la garganta de Pastora resonaban los
fragmentos a los que había quedado reducido un cristal semejante cuando se rompió en pedazos, y
ese sonido me gustó más.
—Nos vamos ya —aunque no podría escucharlo mucho tiempo, porque se levantó por fin del
sofá antes de que yo tuviera tiempo para sentarme—. ¿Sigue lloviendo?
—¡Ay, espera un momento, mujer!
Cuando iba a responder que sí, mi madre se levantó de un brinco y salió a toda prisa del
comedor. Volvió enseguida, con algo encerrado en una mano que movió en el aire, hacia Pastora.
—Toma —eran unas medias que metió en un envoltorio de papel del que sacó otras primero
—. Casi se me olvidan, te las doy en la misma bolsa que me has traído, ¿te caben en el bolso?
—Claro. Intento tenerlas para pasado mañana, a ver si te las puedo traer el sábado.
Si no hubiera llevado tanto tiempo sin ver a mi madre, la habría acompañado hasta el metro
con cualquier excusa. Si no lo hice, fue porque ella habría protestado, desde luego, hijo, para un
día que apareces, te vas corriendo, y eso no me convenía. Por eso me quedé, aunque esa decisión
no me ahorró otra regañina.
—Hay que ver, Germán, cómo te has quedado mirando a Pastora. Ten cuidado, hijo, porque
como es coja...
Entonces, Rita se echó a reír.
—No la miraba así por coja, mamá... —me miró y yo me reí con ella—. Por ese lado puedes
estar tranquila.
En ese instante, mi sobrino Manuel tuvo el detalle de caerse encima del coche con el que
estaba jugando en el pasillo y se hizo daño. Su llanto, que movilizó a su abuela en un instante, me
permitió cambiar de conversación cuando volvió con el niño en brazos. Hablé de la marcha del
programa, de los progresos de mis pacientes, de las sonrisas de Rafaelita, hasta que mi hermana
miró el reloj, dio un chillido y empezó a abrigar a sus hijos.
—Te acompaño, que vas muy cargada —con Rita sí me atreví, y ella no quiso decirme que
no.
El sábado siguiente, a media tarde, cuando localicé el taller de reparación de medias donde
trabajaba y me metí a hacer tiempo en la cervecería que había al lado, ya sabía que Pastora se
había quedado viuda en 1949. Su marido, un tal Sanchís, militante comunista infiltrado en la
Guardia Civil, donde llegó a ser teniente, se había metido una bala en la sien con el arma
reglamentaria después de liquidar a un guerrillero que pretendía traicionar a sus camaradas. Tras
su muerte, Pastora abandonó a toda prisa el pueblo de la sierra de Jaén en cuyo cuartel habían
vivido juntos y se vino a Madrid. Al principio se instaló en casa de su hermana, una buhardilla de
la calle Buenavista que el partido ilegal donde militaban todos ellos usaba como piso franco para
esconder a clandestinos, principalmente heridos que requerían una convalecencia prolongada. Mi
hermana había ido a ver a uno de aquellos huéspedes cuando Pastora llamó al timbre. Así se
conocieron, y aunque la viuda del guardia civil no se quedó allí mucho tiempo, porque durante dos
o tres años estuvo obligada a ir a firmar a una comisaría cada quince días y a nadie le convenía
que constara ese domicilio, nunca perdieron el contacto. En el último año se habían visto todavía
más a menudo, porque mi madre y ella le llevaban siempre las medias que se les rompían. Pastora
se las remendaba con el máximo descuento que autorizaba su jefa y solía pasarse por Gaztambide
a la salida del trabajo, para que mi madre no tuviera que molestarse en ir a por ellas hasta la calle
Arapiles. Rita no se explicaba que no hubiéramos coincidido antes, pero tampoco se detuvo
mucho tiempo en los caprichos del azar. Me contó que Pastora vivía en una pensión, cerca de
Quevedo, y que su hermana Carmen estaba empeñada en que volviera a casarse aunque ella no
quería ni oír hablar del tema.
—A ver, yo entiendo a Carmen, porque la verdad es que Pastora, así, no está nada bien... —
ya habíamos llegado a su casa y siguió hablando mientras les quitaba los abrigos a los niños,
sentaba a la pequeña en una trona, preparaba el baño para el mayor—. Si encontrara un buen
hombre, podría dejar de vivir de pensión, ganar tiempo para buscarse algo mejor que ese trabajo
de mierda donde la explotan por dos pesetas, y hasta tener hijos, que ella dice que no puede, pero
igual, cambiando de marido... Tampoco perdería nada, porque para la Guardia Civil es la viuda
de un traidor. No cobra un céntimo de viudedad, no tiene vivienda, ni economato, ni derechos de
ninguna clase, y si no la metieron en la cárcel después del suicidio de Sanchís no fue por falta de
pruebas, sino para no darle publicidad al asunto. Desde el primer momento se lo dijeron, se lo
repetían en la comisaría cada vez que iba a firmar, que estuviera callada, que como le contara algo
a alguien tendría que pagar las consecuencias. Para ellos es una humillación haber tenido dentro a
un comunista al que ascendieron, y condecoraron, y trataron como a un héroe, eso desde luego,
pero nunca le han prohibido que vuelva a casarse, al contrario, yo creo que se quedarían más
tranquilos y, a lo mejor, hasta la dejaban en paz. Para una mujer como Pastora, pobre y con
antecedentes, ser independiente en esta mierda de país es muy difícil. Ella lo sabe, y le sobran
pretendientes, como te puedes imaginar. Es una mujer muy especial, ¿verdad? Según como le dé la
luz, a veces parece hasta fea, con esa cara tan dura, tan llena de huesos. Y tiene un tipazo, desde
luego, pero también es coja, aunque tenga las dos piernas igual de bonitas. Yo no entiendo cómo
puede sentarle tan bien la ropa con un zapato de tacón y otro de cuña, pero llama la atención con
cualquier cosa que se ponga. Total, que tendría dónde elegir, pero... Cada vez que Carmen le dice
que debería casarse, se levanta y se va. Yo creo que sigue estando enamoradísima de su marido,
orgullosísima de él, y así, pues, ¿qué quieres? Ninguno le gusta más que para pasar el rato.
Cuando volví a cruzar el jardín para sentarme a cenar con mi madre, pasar el rato con
Pastora me parecía un plan inmejorable. Sin embargo, el relato de Rita había infiltrado en mi
ánimo una semilla de tristeza retardada que se activó al día siguiente, como si la humedad de una
nueva noche de lluvia incesante la hubiera hecho brotar. En alguna esquina, difícil de distinguir a
simple vista, la historia de Pastora, un matrimonio indeseable como solución, estaba conectada
con el destino de María, esa niña que, a pesar de todo lo que había aprendido, se había convertido
en la mujer que estaba prevista a base de limpiar, lavar y encalar paredes para borrar las huellas
de los dedos manchados de mierda de las enfermas mentales. Para las mujeres pobres, con
antecedentes, la independencia era muy difícil y la explotación, la humillación, la pobreza, se
daban por descontadas. Mientras me apiadaba de Pastora comprendí que la compasión era una
mala aliada para el deseo, pero al día siguiente la lluvia me pareció más triste que nunca, no
encontré fuerzas para combatir su tristeza. Sin embargo, el sábado por la mañana salió el sol. La
luz jugaba con los reflejos del agua como si aspirara a sembrar en los charcos de Ciempozuelos la
semilla de una belleza que no merecían, la tarde que tenía por delante se convirtió en un horizonte
amable, aquella mujer me gustaba demasiado como para renunciar antes de intentarlo.
Me bajé del taxi en la glorieta de San Bernardo, como todos los días, le dije a Eduardo que
tenía un compromiso y me fui andando hasta la calle Arapiles. El taller de reparación de medias
Chelito era un local con puerta de calle, pero por su aspecto y su tamaño más parecía el chiscón
de una portería, un túnel angosto, húmedo. Bajo los potentes neones del techo, cuyo efecto
reforzaban otras tantas lámparas de sobremesa que emitían una luz muy blanca, seis mujeres
trabajaban inclinadas sobre los cilindros de metal en los que cada una recosía medias con una
aguja eléctrica. El taller estaba amueblado con una mesa corrida, seis sillas y un mostrador, junto
a la entrada, donde una señora leía una revista, sentada en un taburete de la altura ideal para
controlar a las trabajadoras de un vistazo. La única decoración del local era un calendario del año
anterior con todas las hojas arrancadas, pero detrás de la puerta de cristal, justo en el centro, un
cartel indicaba los horarios del negocio, que los sábados cerraba una hora y media antes de lo
habitual, a las siete en punto. No pude distinguir a Pastora porque debía de ocupar uno de los
puestos más alejados de la puerta, pero no podía estar en otro sitio. Me tomé dos cervezas
mientras la esperaba y, en efecto, al cabo de media hora, la vi salir del taller en último lugar.
Tic toc, tic toc, tic toc. Sus pasos producían un ruido tan dispar como la longitud de sus
piernas, agudo el del pie izquierdo, calzado con un zapato de tacón, grave el del pie derecho,
nivelado por una cuña ortopédica, pero aquella tarde apenas lo percibí. La vi venir directamente
hacia mí, mirarme de frente como si nunca hubiera tenido la menor duda de dónde estaría yo
aquella tarde, a aquella hora, y me puse tan nervioso que no encontré la manera de saludarla.
—¡Qué casualidad! —me sonrió con una ironía limpia, que no pretendía ser desagradable—.
No me digas que pasabas por aquí.
—No, claro que no... Bueno, en realidad, sí, aunque... No sé qué decirte... —hice una pausa,
menos para ordenarme la cabeza que para dejar de hacer el ridículo—. Estaba en la glorieta de
San Bernardo, que es donde me deja el taxi que me trae de Ciempozuelos, y se me ha ocurrido
venir a recoger las medias de mi madre.
—Ya —dejó de sonreír para mirarme con curiosidad—. ¿Y qué hacías tú en Ciempozuelos?
—Trabajo allí, en el manicomio de mujeres. Soy psiquiatra.
—¿En serio?
La relación con las mujeres siempre había sido conflictiva para mí. No se me notaba porque
desde el principio de mi carrera había trabajado siempre en hospitales donde abundaba el
personal femenino. Aunque normalmente eran mis subordinadas, no me costaba trabajo cultivar su
complicidad, convertirme en su amigo. Sin embargo, cuando alguna me gustaba, nunca encontraba
una manera de ir más allá. Mis intentos eran tan torpes que algunas de mis favoritas ni siquiera
llegaron a darse cuenta de que eran intentos. Entre las que acertaron a detectarlos a tiempo,
coseché muchos menos éxitos que fracasos, casi siempre por mi culpa. En mi juventud no solía
acertar con la velocidad del cortejo. Casi siempre iba demasiado despacio, pero cuando
aceleraba para subsanar ese error, el resultado era peor todavía. Mi matrimonio, lejos de resolver
el problema, aumentó mi inseguridad, la sospecha de que las mujeres siempre serían un problema
para mí. Pero cuando conocí a Pastora, esa deficiencia se convirtió en una ventaja, porque
cualquier hombre con un abultado historial de seducciones habría sido incapaz de entender
correctamente lo que estaba a punto de ocurrir.
—No te pareces nada a tu hermana, ¿eh?
Mi profesión le había interesado tanto que ella misma sugirió que nos tomáramos un café, que
sus preguntas alargaron durante más de una hora. Después, decidió que lo mejor era que le llevara
ella las medias a mi madre, tal y como habían acordado, aunque me dio permiso para acompañarla
si quería. Desde que salimos a Quevedo iba pensando en la mejor fórmula para proponerle un
nuevo encuentro, pero llegamos al portal de Gaztambide 21 y no se me había ocurrido ninguna, ni
buena ni mala.
—Rita es tan echada palante, y tú tan tímido, en cambio... —se me quedó mirando y tampoco
encontré nada airoso que decir—. ¿No vas a invitarme al cine, por ejemplo?
—Claro que sí, por supuesto que sí, cuando tú quieras.
Todo fue cuando ella quiso, como ella quiso, donde ella quiso. Y fue tan fácil, tan fluido, tan
bueno para mí, que ni siquiera me di cuenta de lo que estaba pasando exactamente. Al principio,
me limité a pensar que Eduardo Méndez no era tan sabio como parecía. Pastora no necesitó más
de dos semanas para fulminar el laborioso manual de instrucciones sobre la teoría y la práctica de
la vida en España que mi amigo había elaborado para mí durante casi un año. Dos semanas
después de ir a buscarla a su taller por primera vez, decidió que aquel domingo no íbamos a ir al
cine. Me citó a las cinco y media de la tarde en la boca de metro de Lavapiés y cuando le pregunté
adónde íbamos, me sonrió.
—Vamos.
Echó a andar sin darme más explicaciones, y la seguí sin atreverme a adivinar el sentido de
aquel paseo. Había salido con ella dos veces y ni siquiera nos habíamos besado en la boca. La
había invitado a tomar un café antes de entrar en el cine, a una cerveza con una tapa al salir.
Después, la había acompañado andando a su pensión, y el domingo anterior, en lugar de tenderme
la mano, me había dado un beso de despedida en la mejilla, mucho y nada al mismo tiempo.
Entretanto, en la oscuridad de la sala, había experimentado la agridulce emoción de tenerla cerca,
el roce de su brazo, el olor de su perfume, el ritmo de su respiración. De momento me conformaba
con eso, porque nos conocíamos desde hacía poco tiempo, porque me había aprendido de
memoria las lecciones de Eduardo, porque recordaba lo complicado que había resultado acordar
la cita más inocente con una auxiliar de enfermería para hablar de una paciente.
—Aquí es.
Ni siquiera solté la cuerda con la que ataba mi imaginación cuando sacó una llave del bolso
para abrir el portal de un edificio estrecho, de tres pisos, en una calle, la de la Fe, donde yo no
había estado en mi vida. Antes de entrar, me miró. Después atravesó el portal como si hubiera
llegado hasta allí sola y empezó a subir por las escaleras sin volver la cabeza ni una sola vez,
aunque aceleró el paso cuando el simétrico ruido de mis pisadas se acompasó con el irregular eco
de las suyas. Así, a cierta inexplicable distancia, subimos hasta el segundo piso. Cuando aún no
había llegado al descansillo, la vi pararse delante de una puerta, mirar hacia arriba para
comprobar que no bajaba nadie por la escalera, mirar hacia abajo para asegurarse de que nadie
me seguía. Luego abrió con llave sin decir una palabra. Subí despacio los peldaños que me
faltaban y comprobé que estaba esperándome, sujetando la puerta como una invitación.
—Entra.
Sólo encendió la luz cuando traspasé el umbral. La poca luz que lograba emitir una bombilla
encerrada en una tulipa de cristal amarillo y paredes gruesas, rugosas, me reveló que estábamos
en el recibidor de un piso pequeño. Una cómoda estrecha, una foto de Santiago Apóstol
enmarcada en cartón con la leyenda «Recuerdo de Compostela», y el olor a coliflor cocida que
flotaba en el ambiente me indujeron a pensar que Pastora me había llevado hasta allí para
presentarme a alguien, quizás un futuro paciente, pero no logré escuchar ningún ruido excepto el
de sus pasos, que me guiaron por un pasillo muy corto, tic toc, tic toc, tic toc, hasta un cuarto de
estar con las persianas entornadas. Allí se quitó el abrigo con parsimonia para dejarlo sobre una
butaca, deshizo el nudo del pañuelo que llevaba alrededor del cuello, dio tres pasos hacia mí.
—Bésame.
Pero me besó ella. Ella cruzó las manos detrás de mi nuca, acercó su cabeza a la mía, metió
la lengua dentro de mi boca. Yo sólo tuve que responder cuando se apretó contra mi cuerpo, y ni
siquiera tuve que dar la orden. Antes de Pastora, España había resultado un estricto desierto
sexual para mí. En once meses, sólo había salido con dos mujeres para no llegar a la cama con
ninguna. Mi relación con la primera, una amiga de la novia de Roque, había terminado poco
después de empezar, cuando me hizo saber que no estaba dispuesta a perder el tiempo, invocando
la relación entre el calendario y el matrimonio que regía dentro de su cabeza. Aquella chica me
gustaba, pero no tenía la menor intención de casarme con ella. La ruptura fue rápida, indolora, no
tanto como la sucesiva. En verano, salí un par de veces con una secretaria de la empresa de mi
cuñado, tan ñoña que dejé de llamarla antes de que tuviéramos tiempo de desembocar en las
complicaciones cronológicas. Después apareció Pastora, aquel piso de la calle de la Fe donde me
entregué como un náufrago que divisa una línea de tierra firme cuando está al límite de sus fuerzas.
Ella fue el mar y fue la isla, fue la marea y el tronco salvador, fue la arena dorada de una playa
infinita, el sol y la sombra de las palmeras.
—Ven.
Primero tiró de las solapas de mi abrigo hasta que lo hizo caer al suelo. Luego volvió a
besarme, buscó mi mano, y cuando la encontró, separó su cabeza de la mía, me guio hasta la
habitación contigua y se tiró conmigo, sin llegar a soltarme, encima de la cama. Nos desnudamos
tan deprisa que apenas tuve tiempo de mirarla antes de que nuestros cuerpos chocaran como dos
ballenas grandes, ansiosas, en una diminuta piscina de agua salada. Mientras su perfume sucumbía
al olor mineral de la piel sudorosa, intenté conocerla con las manos sin separar mi boca de la
suya, dibujar en mi cabeza el vertiginoso mapa de su relieve, recorrer sus lomas, sus planicies, la
solidez de sus caderas, la elástica textura de sus pechos, pero apenas logré concluir un boceto muy
rudimentario. Cuando mis labios intentaron avanzar por las rutas que mis dedos habían abierto, se
quejó levemente, ay, empujó mi cabeza hacia atrás, me miró, y volvió a mandar con una sola
palabra.
—Espera.
Pastora eligió el momento, la postura, marcó el ritmo. Después cerró los ojos. Se abandonó a
sí misma, y durante un momento, al mirarla por fin, vislumbré lo que entendía por pasar el rato con
un hombre. Eso, la inquietante sospecha de que me estaba usando como a un instrumento de carne,
me ayudó a esperarla, a mantenerme alerta, acechando el instante de su explosión. La primera vez
que contemplé el orgasmo de una mujer, ya me había acostado con varias y me asombró descubrir
que nada, nunca, me había gustado tanto. Los orgasmos de Pastora fueron además preciosos para
mí porque eran el único instante del tiempo que pasábamos juntos en el que llegaba a perder el
control, el único medio a mi alcance para igualarme con ella gracias a mi propio orgasmo. Pero
antes de que yo recobrara el aliento, ella volvía a tener ya las riendas en la mano.
—Eso no.
En los dos últimos meses de 1954, todo me pareció una bendición. Mientras aprendía el
enrevesado código de lo que podía y no podía intentar, lo que me estaba permitido o se situaba
más allá de las fronteras imaginarias del territorio vedado que una vez fue de Miguel Sanchís y
nunca volvería a ser de nadie más, me sentí un privilegiado. Pastora nunca se entregó a mí, pero
me dio muchas cosas que necesitaba, y el sexo sólo fue una de ellas. Cuando la conocí, mis
expectativas se reducían, de lunes a sábado, al ámbito de Ciempozuelos, la clorpromazina, mi
programa, sus resultados. Pero los domingos, mientras comía arroz con pollo en casa de mi madre,
me miraba desde fuera, como si fuera un espectador de mí mismo, y la trivialidad de mi vida me
abrumaba. Entonces, mientras repasaba mis rutinas, acostarme pronto, madrugar, trabajar, tomar un
par de cañas con Eduardo, volver a casa, cenar poco y volver a acostarme pronto, me daba cuenta
de que en Berna no hacía nada muy diferente. Pero en Berna nunca había sentido una limitación
que me asfixiaba, no percibía que el aire que respiraba estaba sucio, no temía quedarme a solas
por las noches, dar vueltas y vueltas en la cama mientras me repetía en vano que jamás habría
debido marcharme de Suiza. Hasta que conocí a Pastora.
—Tengo que hablar con usted, doctor Velázquez.
El sexo fue lo mejor, pero no lo único. Pastora me convirtió en un hombre con un proyecto,
con un secreto, en el único habitante de un país oculto en el que nadie más podía entrar. De día,
las imágenes de su cuerpo me asaltaban por sorpresa, superponiéndose a los rostros de mis
pacientes, a los textos de los informes, a las palabras que escuchaba en las reuniones. De noche, la
disfrutaba a solas, recreándola en mi memoria con toda la precisión de que era capaz, y ni
siquiera me acordaba de Suiza. Como no quería saber en qué clase de relación me había
embarcado exactamente, no hablaba de Pastora con nadie. Ni siquiera mi hermana Rita, sin cuya
ayuda nunca habría llegado a dar un paso en su dirección, sabía que me estaba acostando con ella.
Sin embargo, a pesar de que mis reservas mantuvieron a raya la curiosidad de mis compañeros,
hubo dos mujeres que no se dejaron engañar por mi silencio.
—Verá, ya sé que está muy ocupado con lo de la medicación nueva, y además... —María
Castejón bajó la vista como si estuviera muy interesada en el aspecto de sus zapatos—. No se
enfade, pero tengo la impresión de que está un poco distraído últimamente, así que... —sonrió
brevemente, como para sí misma, y volvió a mirarme—. Que a mí me parece muy bien lo de que
se distraiga, ¿eh? Anda, claro, pues no faltaba más, a ver si va usted a pensar otra cosa, pero el
caso es que... Mire, se lo voy a decir de una vez. Doña Aurora está muerta de celos.
—¿Qué? —si me hubiera dicho que la tierra era plana, no me habría sorprendido tanto—.
Pero si no me hace ni caso. La semana pasada estuve un rato en su cuarto y no me dirigió la
palabra. Estuvo media hora mirando por la ventana y no giró la cabeza ni una sola vez.
—Claro —asintió con la cabeza—, porque ella es así. Cuando lo mandó a la mierda, usted
siguió yendo a verla, ¿no?, y lo único que hacía era insultarle. Pero de repente dejó de ir, y a ella
le extrañó. Anduvo preguntando, la hermana Dolores le dijo que usted estaba muy ocupado con
cuarenta internas a las que está tratando con una cosa nueva y... ¿Para qué queremos más? Se ha
convertido usted en un perro traidor, que lo sepa. Ya sé que tiene mucho que hacer, pero se lo digo
porque yo creo que si fuera a verla varios días seguidos, eso sí, para que crea que no hay nadie
más importante para usted, a lo mejor hasta conseguía hablar con ella, fíjese...
Así comprobé que Aurora Rodríguez Carballeira era la única persona de este mundo capaz
de rescatarme siquiera a ratos, superficialmente, del hechizo de Pastora.
El día que hablé con María era lunes. El martes, cuando supuse que ya no tenía a mi amante
pintada en la cara, fui a verla a mediodía, estuve en su cuarto casi una hora y ni siquiera me miró.
Pero tampoco intentó hacerme enmudecer con el piano mientras le hablaba del tiempo, del frío que
hacía, del décimo de la lotería de Navidad que acababa de comprar, de la salud de mi madre.
El miércoles fui un rato por la mañana y la encontré tocando. Me senté a su lado y ni yo
despegué los labios ni ella levantó los dedos de las teclas. Por la tarde volví y le expliqué mi
programa de cabo a rabo. Qué era la clorpromazina, cómo funcionaba, cuándo se había
descubierto, por qué había empezado a usarla, qué esperaba de ella. Doña Aurora no habló, pero
me di cuenta de que escuchaba con mucha atención todo lo que decía.
El jueves no pude ir a verla por la mañana y cuando llegué, por la tarde, María estaba
leyendo en voz alta. Cuando terminó, me quedé un rato más y le pregunté si le había interesado lo
que le había contado el día anterior. No me contestó con palabras, pero sus labios dibujaron una
despectiva sonrisita de superioridad que no logré averiguar si estaba dirigida a mí o a mi
programa.
El viernes fui derecho a su habitación cuando llegué al trabajo y la encontré sentada en el
saloncito, la bandeja del desayuno aún sobre la mesa.
—¿Qué? —me preguntó antes de que pudiera darle los buenos días—. Ya nos hemos cansado
de las locas, ¿no? Ya hemos vuelto a acordarnos de la pobre doña Aurora. No, si ustedes no son
tontos, qué va. Muchos experimentos de distracción pero, a la hora de la verdad, lo único que les
importa es su plan, ¿verdad?, sus objetivos. Pues a mí no me engañan, que lo sepa. Y le voy a
decir una cosa, mire por dónde...
Nunca me había dicho tantas palabras seguidas, y cuando se interrumpió para cruzar la pierna
izquierda sobre la derecha, y apoyar el codo en la rodilla, y en la mano el mentón mientras giraba
el cuerpo, no dudé de que iba a seguir hablando.
—Que le quede bien claro... —así fue, aunque jamás habría podido imaginar el giro que
estaba a punto de tomar nuestra conversación—. ¡Uy!
Deshizo en un instante su postura de pensar y se inclinó hacia mí para mirarme de cerca con
el ceño fruncido, la boca abierta y una expresión de sorpresa que no logré interpretar.
—¡No me diga que la mosquita muerta se ha salido con la suya! —el asombro se transformó
en una mueca triunfal que remató con una carcajada mientras se daba una palmada en la rodilla—.
No, si ya lo sabía yo, si lo sabía, pero no esperaba que usted... Pues mira, con lo tonta que es, ya
ha sabido hacer algo a derechas.
Se me quedó mirando, muy sonriente, como si estuviera esperando una respuesta que no
podía darle.
—Perdóneme, doña Aurora —avancé con cautela—, pero no sé de qué está hablando.
—¿No? Pues si no es la mosquita muerta será otra —volvió a mirarme y asintió
vigorosamente con la cabeza—. Pero usted está acostándose con alguna, desde luego. Eso está tan
claro como que yo me llamo Aurora.
II
La compañía (1955)
Cuando Eduardo Méndez le dio al taxista aquella dirección, no logré identificarla con ningún
lugar conocido.
—¿Adónde vamos? —hasta entonces, sólo me había dicho que no hiciera planes para aquella
tarde.
—Ya lo verás —me sonrió y no contestó a mi pregunta—. Es una sorpresa.
Era viernes y aquella noche iba a volver a helar. En el último tramo del camino, antes de que
la amarillenta luz de las farolas deshiciera el efecto, los cristales del taxi parecían velados por
una capa de humedad que presentía la escarcha. Había transcurrido poco más de una semana
desde la noche de Reyes, pero Madrid parecía haberse desprendido ya de cualquier vestigio de la
Navidad pasada. A cambio, el frío se había recrudecido como si quisiera recordarme la heladora
atmósfera de los inviernos berneses, por los que no sentía nostalgia alguna.
—¿Aquí les vale? —Marcelino se detuvo en la esquina de la Cava de San Miguel con una
calle corta y estrecha—. Es que, si no, voy a tener que dar mucha vuelta...
Cuando eché a andar detrás de mi amigo, creí que nunca había estado por allí. Pero al pisar
aquella plaza cuadrada, el misterioso, venerable equilibrio de sus fachadas me obligó a cerrar los
ojos. La plaza del Conde de Barajas acababa de darme un puñetazo entre las cejas. Entonces no se
llamaba así, pero era la misma que pisé en un sofocante mediodía del mes de julio. Recordé el sol
hirviendo sobre las manchas de sangre que conectaban entre sí los cuerpos desmadejados de las
víctimas de un bombardeo, como en ese pasatiempo infantil en el que hay que unir los puntos para
revelar un dibujo oculto. Recordé un puesto de socorro improvisado en un portal abarrotado de
heridos, llantos, gritos, las voces de los enfermeros que habían llegado conmigo en la ambulancia,
hay que identificar a los vivos, lo primero es identificar a los vivos, a los muertos ya los
recogeremos después. Recordé los cadáveres que ayudé a levantar y a apilar contra una pared, y
que vivos habían quedado muy pocos.
—No me gusta nada este sitio —le dije a Eduardo.
—Y te va a gustar todavía menos —me anunció—. Pero te conviene mucho venir conmigo.
Hazme caso, que es por tu bien.
Entró con paso decidido y su soltura habitual por una puerta sencilla con un dintel de granito,
mirando a su alrededor como si buscara algo. Cuando lo encontró, me guio por un pasillo que
estaba desierto, aunque se escuchaban voces al fondo. Desembocamos en una antesala enorme.
Junto a la pared de la derecha, sobre un lecho de paja rancio ya, reseco, seguía desplegado un
Nacimiento de figuras de medio metro de alto y aspecto antiguo. Tal vez, cualquier español que no
hubiera recibido una educación estrictamente laica para pasar después quince años en la Suiza de
Calvino, habría identificado ya la atmósfera de aquel palacio con la jerarquía eclesiástica. Yo
sólo lo descubrí gracias al tamaño y, sobre todo, a la calidad de unas tallas policromadas que
seguramente llevarían la firma de algún imaginero famoso. Eran muy bonitas, pero ya me habían
inspirado el deseo de salir corriendo cuando Eduardo me agarró del brazo para retenerme. Así me
fijé en que, al fondo, sobre una gran puerta de madera que estaba cerrada, había un cartel donde se
leía una sola palabra, CURSILLISTAS. Al otro lado, alguien daba un discurso.
—Tú hazte a la idea de que vienes a escuchar una conferencia y no te enfades conmigo,
porque si no llego a traerte yo, te habría traído Robles y habría sido peor. Y otra cosa, la más
importante... —antes de decirla, mi amigo volvió a mirar a su alrededor aunque estábamos solos,
hablaba en un susurro casi imperceptible y no se oía ningún ruido más allá de la voz del orador—.
Si te lo preguntan, tu programa no ha dado resultados. Estás muy decepcionado, que no se te
olvide.
—Pero ¿qué dices? —a pesar de su advertencia, tenía muchas ganas de enfadarme con él y
presentía a la vez que no debería hacerlo—. Yo no sé qué pinto aquí, Eduardo. Y no entiendo por
qué...
—Lo entenderás, no te preocupes. Ahora tenemos que entrar, hemos llegado muy tarde.
Empujó la puerta con suavidad y me franqueó el acceso a una sala de dimensiones
palaciegas, decorada con frescos de tema religioso en el techo y en la parte alta de las paredes.
Uno de los extremos estaba presidido por un enorme crucifijo, tan inclinado que parecía a punto
de desplomarse sobre el estrado que había debajo. Habría aplastado a los ocupantes de tres
grandes sillones de madera de respaldo labrado, el del centro más alto y ancho que los demás,
como el trono de un rey en su corte.
El lugar del monarca estaba ocupado por un hombre mayor, de aspecto todavía enérgico,
vestido de una manera singular. En lugar de una sencilla sotana negra, como las que cubrían a sus
acompañantes, llevaba un largo ropaje de seda roja, brillante, compuesto por una capelina,
atravesada por un cordón del que colgaba una gran cruz de oro, y una túnica del mismo color. Bajo
la capelina, sobre la túnica, lucía una especie de vestido blanco adornado con encajes. De sus
hombros colgaba una capa también roja, cuyo extremo, decorativamente arrugado, crujiente como
la falda del vestido de gala de una princesa casadera, se derramaba sobre el borde del estrado.
Este atuendo, de aspecto perturbadoramente femenino, tan artificioso como un disfraz de la
guardarropía de cualquier teatro clásico, contrastaba con su gesto. Quien más tarde aprendería que
era el cardenal Leopoldo Eijo Garay, obispo de la diócesis de Madrid-Alcalá, patriarca de las
Indias Occidentales, tenía orejas de soplillo, una nariz importante, de perfil aguileño, ojeras
marcadas y cara de mala leche. En el sillón situado a su izquierda, estaba sentado un sacerdote a
quien no conocía. Pero el orador, de pie ante un micrófono que hacía retumbar una voz excesiva
para un cuerpo tan pequeño, era el padre Armenteros. Reconocí su carita de ratón y sus gafas
redondas, de montura fina, tan deprisa como nos identificó él a nosotros. Antes de que Eduardo
cerrara la puerta, movió la mano derecha en el aire para señalarnos dos asientos libres sin dejar
de hablar.
Frente a la imponente escenografía del estrado, los asistentes al acto ocupaban varias filas de
humildes sillas de tijera dispuestas en semicírculo, como colegiales que estuvieran disfrutando de
una función escolar. Al sentarme entre ellos me parecieron personas corrientes, aunque corregí
enseguida esa impresión. No vi a ninguna mujer, pero ahí terminaba la homogeneidad de un
público que parecía clasificado en dos grandes grupos. Aproximadamente la mitad eran jóvenes
que aún no habían cumplido treinta años. El resto tenía más de cincuenta. Eduardo y yo éramos
casi los únicos representantes del sector intermedio, pero eso no fue lo único que me llamó la
atención.
El hombre que estaba sentado a mi izquierda aparentaba doblarme la edad. Seguía el
discurso de Armenteros con todo el cuerpo, balanceándose adelante y atrás mientras apretaba un
pañuelo blanco en la mano derecha. Antes de que pudiera conjeturar que estaba resfriado, se frotó
los ojos con él como si quisiera limpiarse las lágrimas. Recordad a vuestra madre, esa mujer
humilde, esa trabajadora abnegada, que pasaba las noches en vela cuando enfermabais, que se
quitaba la comida de la boca para alimentaros, que os vestía con vuestra mejor ropa para
llevaros a la iglesia de la mano todos los domingos, recordad su orgullo y su alegría. La
expresión de mi vecino me animó a estudiar otros rostros en los que hallé indicios de una emoción
semejante, mejillas húmedas, labios temblorosos. Algunos tenían los ojos cerrados. El mayor, casi
un anciano, lloraba a moco tendido mientras se golpeaba el pecho con el puño derecho, al ritmo
de las palabras que escuchaba. ¿No os enseñó ella a hacer la señal de la cruz? ¿No os llevó el
dedo para que la trazarais cada mañana y cada noche sobre vuestro cuerpecillo infantil? ¿No
os enseñó a rezar con la devoción verdadera de quienes no necesitan saber para creer, con la fe
de las personas sencillas, que nunca han leído un libro pero resuelven las dudas, las preguntas
que inspira el Demonio, mejor que los filósofos? Sí, en todo era ella mejor que vosotros.
Aunque intuía que Eduardo no me había llevado hasta allí por eso, aquella reunión era un festín
para cualquier psiquiatra, un experimento de campo tan interesante que me habría gustado sacar
una libreta para tomar notas. No me atreví, pero concentré toda mi atención en las reacciones que
provocaba cada una de las palabras que estaba escuchando, mientras miraba a mi alrededor tan
discretamente como podía. ¿Y de esa santa os vais a avergonzar, desgraciados? ¿Vais a seguir
despreciando a vuestra madre, haciendo burla de su fe sencilla, de su sacrificio, de su
devoción? ¿Creéis que así seréis más hombres? Yo sé que sí, que eso es lo que pensáis, que
trasnochar, blasfemar, emborracharse, ir con mujerzuelas despreciables, satisfacer cualquier
capricho de la carne, os hace más machos, más viriles, pero os equivocáis. Armenteros sudaba
dentro de la sotana mientras movía los brazos como las aspas de un molino. Debía de estar bien
entrenado porque, aunque me parecía muy improbable, aparentaba ser sincero, creer honestamente
en el sentido de las palabras que pronunciaba. A mi alrededor, su arenga obtenía un éxito
clamoroso, aunque no afectaba de la misma manera a todo el auditorio. El arrepentimiento que
provocaba una creciente cosecha de lágrimas en los hombres mayores contrastaba con la luz
fanática que incendiaba los ojos de los más jóvenes. Sois soldados de Cristo. Esa es vuestra
misión, ¿y acaso existe un oficio más viril que la milicia? Sois soldados valientes, porque no
existe coraje comparable al que inspira el sacrificio, la convicción de quienes combaten por un
fin superior a sus propios intereses. No os dejéis engañar por quienes pretenden arrastraros al
fango. Como los espartanos, como los macabeos disciplinaban su cuerpo para combatir con
más fiereza en la batalla, así vosotros venceréis en el signo de Cristo. Armenteros iba y venía
del amor filial al ardor guerrero, dando una de cal y otra de arena para complacer a la totalidad de
su auditorio con un discurso perfectamente planificado. En el punto máximo de su intensidad, un
joven de unos veinticinco años que estaba sentado delante de mí se dejó caer al suelo para
postrarse de rodillas con los brazos en cruz. En ese momento, Eduardo me dio un codazo y cerré
la boca. Vuestro cuerpo es un templo, un recinto escogido por Dios para custodiar su luz y su
palabra. No lo mancilléis. No lo agotéis en perversiones insanas. Mantenedlo puro, tan limpio
como mantienen sus armas los guerreros. Sois los herederos de nuestra santa cruzada, los
continuadores de la obra de tantos héroes, de tantos mártires que se alzaron en armas para
defender la Iglesia de sus madres, para honrar el ejemplo sagrado de esas mujeres que les
entregaron el tesoro de la fe, la prueba más pura y valiosa de su amor. España os necesita. Al
entregaros a Cristo, os entregáis a la Patria. Tras formular esa perfecta síntesis, el orador dejó
caer los dos brazos, miró a su público, volvió a levantar el brazo derecho para hacer el saludo
fascista y gritó dos veces, ¡Arriba España! ¡Viva Cristo Rey! Contesta, me susurró Eduardo, y
contesté.
El siguiente orador tardó unos segundos en tomar la palabra. La complicación propia de su
vestimenta, que obligó a sus dos acompañantes a inclinarse a sus pies para colocar bien su capa,
como las hermanas de las novias en sus bodas, apaciguó los ánimos del auditorio. El aquelarre
emocional que habían inspirado las últimas frases de Armenteros se había disuelto ya, todos los
asistentes sentados, todos los ojos mirando hacia delante, cuando el cardenal deseó a los
cursillistas un fin de semana fecundo en exigencia espiritual y amor a Cristo, antes de bendecirlos
solemnemente en latín. Yo creía que la función terminaría con ese broche de oro, pero mientras
Eijo Garay seguía de pie, con las manos unidas por las yemas de los dedos, el tercer ocupante del
estrado dio un paso adelante y tres pisotones en el suelo para volver a dejarme con la boca
abierta. De colores, de colores se visten los campos en la primavera, porque todos los asistentes
entonaron a coro esa canción, de colores, de colores son los pajarillos que vienen de fuera,
aquella melodía infantil que tenía una letra tan ñoña, de colores, de colores es el arco iris que
vemos lucir, como si todo lo que acababa de oír hubiera sido una broma, y por eso los grandes
amores, de muchos colores, me gustan a mí, pero no lo era, porque después de la segunda estrofa,
cuando ya habían cantado el gallo, y la gallina, y los polluelos con su pío pío pío, el coro remató
los colores de sus amores con nuevos gritos piadosos y patrióticos, arriba España, viva Cristo
Rey. Sólo después, los soldados de Dios rompieron filas.
—Tranquilo, que ya queda poco —Eduardo plegó su silla, la levantó para apilarla contra una
pared y yo le imité—. Ahora nos darán un vino español, pero no te emociones porque ese sí que
será macabeo, de puro peleón...
—¡Eduardo! —el padre Armenteros vino hacia nosotros con los brazos abiertos—. Qué bien
que hayas venido —y los cerró alrededor del cuerpo de mi amigo—. Y has traído al doctor
Velázquez, qué placer volver a verle. ¿Qué le ha parecido nuestra reunión?
—Muy interesante —afirmé sin mentir ni pizca, mientras estrechaba su mano—. Me alegro
mucho de haber venido.
—Ya sé que ustedes no pueden asistir al cursillo. Vendrán el doctor Maroto y el doctor
Arenas, ¿verdad? —Eduardo asintió con la cabeza—. Son unos muchachos excelentes, desde
luego. Aquí todos los apreciamos mucho, porque hacen una gran labor, pero alguna vez podrían
quedarse ellos de guardia para que pudieran venir otros compañeros, ¿no creen? A ti te hizo
mucho bien, Eduardo, no me digas que no.
—Por supuesto, padre, ya lo sabe usted —sus labios se curvaron en una sonrisa tan radiante
que habría merecido un anuncio de dentífrico—. A mí, los Cursillos me cambiaron la vida.
Armenteros esbozó otra que se quedó a medias mientras le miraba de través, como si
encontrara ofensivamente dudoso aquel alarde de sinceridad, pero la llegada de un cura joven que
le cuchicheó algo al oído puso fin a nuestra conversación.
—Por supuesto, por supuesto —tranquilizó al recadero—. Vengan conmigo, por favor. Su
Eminencia desea saludarles.
Eduardo se adelantó como si hubiera calculado que yo necesitaba verle besar el anillo del
Patriarca para no meter la pata. Tenía razón, porque nunca se me habría ocurrido hacer algo así. El
contacto de mis labios con aquella placa de oro labrado me pareció repugnante, pero Eijo fue muy
amable conmigo. Se limitó a decirme que tenía muchas ganas de conocerme, que estaba al tanto de
mi trabajo, y que esperaba que pudiéramos hablar con tranquilidad en otra ocasión, señalando con
la cabeza la cola de asistentes que esperaba turno para besarle el anillo.
—Bueno, pues esto se ha acabado. Vamos a saltarnos el vino porque ahora habrá que tomar
algo más fuerte, ¿no? —me miró y le di la razón con la cabeza—. Es lo mínimo que nos
merecemos.
Salimos deprisa, sin despedirnos de nadie, y cuando volvimos a respirar el aire de una noche
de helada, la plaza del Conde de Barajas me pareció un lugar hermoso, acogedor y hasta cálido,
pero mi amigo insistió en buscar un refugio que estuviera más lejos y sólo se detuvo en un café de
la calle Mayor, al borde ya de la Puerta del Sol.
—Lo que acabas de ver es el saludo y la bendición del cardenal a los participantes en un
Cursillo de Cristiandad que se celebrará desde mañana al mediodía hasta el domingo por la noche
en cualquier iglesia de por aquí —liquidó la mitad de su copa de un trago—. O a lo mejor en el
mismo Palacio Arzobispal, que es donde hemos estado, por cierto. Eijo Garay le hizo saber a
Robles, a través de Vallejo, que le gustaría mucho conocerte, y Armenteros me llamó para sugerir
que esta sería la mejor ocasión. Supongo que ya te has hecho a la idea de que lo último que te
conviene es desairar al Patriarca, y... A mí no me quedaba más remedio que venir, y pensé que
estarías más cómodo hoy conmigo que cualquier otro día con Robles. Por eso te he traído.
Luego respondió a todas las preguntas que yo me había hecho en las dos últimas horas sin
necesidad de que las formulara previamente. Así aprendí que los Cursillos de Cristiandad eran
una especie de ejercicios espirituales patrióticos que se celebraban oficialmente desde 1949. Que
su objetivo era atraer a la religión a los hombres españoles, tradicionalmente alérgicos a la
Iglesia. Que por eso Armenteros insistía tanto en la virilidad y en la milicia. Que para lograr su
objetivo era fundamental contrarrestar la idea popular de que los machos no iban a misa ni, mucho
menos, examinaban sus vicios ante un confesor. Que excluían a las mujeres por la misma razón,
porque la tradición afirmaba que la devoción religiosa era una tarea tan femenina como limpiar la
casa o hacer ganchillo, y consideraban que no hacía falta estimularlas. Que los confesores se los
recomendaban a las esposas cada vez que se quejaban de que sus maridos eran puteros,
juerguistas o bebían demasiado. Que como también contaban con las bendiciones de la jerarquía
católica, unida al Estado franquista en santo matrimonio, el Movimiento Nacional hacía
proselitismo entre los afiliados de sus organizaciones para que se apuntaran a los Cursillos. Que
con los requetés y los monárquicos les iba bastante bien, pero los falangistas eran más remisos.
Que tenían mucho éxito entre los jóvenes, porque estaban adoctrinados desde la infancia, y con los
hombres mayores, a los que el cuerpo ya no les daba de sí para grandes tentaciones pero veían la
muerte cada vez más cerca. Que los pecadores contumaces de entre treinta y cincuenta años rara
vez picaban. Que Arenas y Maroto, dos discípulos de Robles que tenían unos cinco años menos
que nosotros, asistían siempre porque eran unos putos meapilas, pero además prestaban asistencia
profesional a los cursillistas. Que los psiquiatras eran necesarios, porque en la catarsis de las
conversiones en masa y el arrepentimiento público, se producían a menudo crisis de ansiedad e
incluso brotes psicóticos. Que, aunque pareciera mentira, sin ser en absoluto viril, ni patriótico, ni
devoto, el himno de los Cursillos de Cristiandad era De colores, esa canción más bien femenina
que se cantaba siempre en las reuniones.
—Lo único que no sé es por qué, ni quién la eligió.
Entonces, entre la primera y la segunda ronda, me atreví a buscar una respuesta más.
—¿Y tú?
Eduardo me miró, se rio.
—Yo, ¿qué?
—Pues que tú... —hice una pausa para escoger bien las palabras—. Acabas de decir que no
te quedaba más remedio que venir. Antes le has dicho a Armenteros que los Cursillos te
cambiaron la vida y, que yo sepa, no eres creyente. Tampoco estás casado, así que no le haces
daño a nadie si te vas de juerga y llegas tarde a casa. Te gusta beber, pero yo nunca te he visto
borracho. Y, por seguir citando a Armenteros, si vas con mujerzuelas despreciables, sólo es asunto
tuyo, así que...
—No voy con mujerzuelas despreciables —me dedicó una mirada tan intensa como si
pretendiera examinar el fondo de mis ojos—. Pero tampoco voy con doncellas piadosas. ¿De
verdad no lo sabes, Germán, no te has dado cuenta todavía?
—Eres homosexual —concluí, pronunciando cada sílaba muy despacio.
—Para ti, espero que sí —vació la copa y llamó al camarero—. Para los demás, soy un
mariconazo de mierda, como te podrás imaginar.
Aquella revelación me explicó algunas cosas. No le había dado importancia a que Eduardo
viviera con su madre porque, cuando le conocí, yo también vivía con la mía. No había nada
femenino en él, ni en sus gestos, ni en su voz, ni en sus ademanes, aunque era extraño que un
hombre tan seductor, tan aficionado a gustar, no tuviera pareja conocida. Hasta yo, que era un
desastre con las mujeres, había conseguido tener una amante sin haber sabido nada de las suyas,
pero sólo reparé en todo esto después de escuchar una confesión que tuvo la suplementaria virtud
de explicarme su hostilidad hacia el régimen franquista. Lo único que me impresionó de verdad
fue que, si él no me lo hubiera contado, quizás no habría llegado a descubrirlo por mí mismo.
—¿Vas a salir corriendo?
—¿Yo? —aquella pregunta me sorprendió—. No, ¿por qué lo dices?
—No sé, como te has quedado tan pensativo.
—Ya, es que estaba pensando... —le puse al corriente de mis últimas reflexiones y sonrió—.
Mi primer jefe en la Clínica Waldau también era homosexual, aparte de un psiquiatra genial, que
me enseñó muchísimo. No se exhibía, pero tampoco lo ocultaba. Todos los miembros de su equipo
conocíamos a su pareja, porque era el que cocinaba cuando nos invitaba a cenar —le miré a los
ojos y le hablé en el mismo tono en el que le habría hecho una promesa—. A mí me da igual con
quién te acuestes, Eduardo, no es asunto mío. Y aparte de eso, los dos somos psiquiatras, ¿no?
Sabemos mejor que nadie cuántas fantasías y cuántas estupideces circulan sobre ese tema.
—No te imaginas cómo te admiro, Germán, de verdad —sonreía y negaba con la cabeza al
mismo tiempo—. Y tampoco te imaginas la envidia que me das. Eres como un marciano de esos
que salen en las películas, ¿sabes?, los que se quitan la cabeza humana cuando llegan a su casa,
por las noches, y resulta que son verdes, y tienen cuatro ojos, y dos antenas. Por eso no tienes ni
idea de lo que opinan sobre la homosexualidad la mayoría de nuestros colegas españoles.
En 1941, Eduardo tenía veinte años, estudiaba Derecho y no le quedó más remedio que
apuntarse a un Cursillo de Peregrinos de Acción Católica, el embrión de la organización que yo
acababa de conocer. Fue una sugerencia del confesor de la señora Méndez, que no había parado
de llorar desde que otro confesor, el de su hijo, traicionó un secreto al que debería haberse
obligado. A los diecisiete años, en el colegio de Sevilla donde terminaba el bachillerato, Eduardo
ya sabía que le gustaban los hombres y su deseo le hacía sufrir enormemente. Aunque desde que
nació había vivido en Madrid, siempre pasaba los veranos en el cortijo de sus abuelos maternos,
cerca de Carmona, y allí estaba el 18 de julio de 1936. La guerra ni siquiera le rozó. En octubre,
sus padres se instalaron en la capital andaluza y matricularon a sus hijos en colegios de las
mismas órdenes religiosas a las que pertenecían aquellos en los que habían estudiado hasta
entonces. A los quince años, Eduardo se vio inmerso en el furioso torbellino del fascismo
español, un movimiento peculiar que se alimentaba a partes iguales de la fanática exaltación del
macho y la lacrimosa devoción por los altares. Los legionarios que desfilaban con camisas
abiertas de manga corta y pantalones ceñidos, los regulares que se quedaban mirando con descaro
sus muslos aún infantiles, embutidos en un pantalón corto, al cruzarse con él por la calle,
alimentaban unas fantasías nocturnas que a la mañana siguiente, en la misa diaria, aprisionaban su
conciencia como un bloque de hormigón. Cuando su peso se le hizo insoportable, cometió la
imprudencia de contárselo todo a su confesor. Este puso al corriente de inmediato al director del
colegio, que convocó a su vez a la señora Méndez aquella misma mañana. En una entrevista a la
que el padre de Eduardo no asistió, le dijo que no se preocupara demasiado, que eran cosas de la
edad. El chico sólo había pecado de pensamiento, era consciente de su falta y estaba muy
predispuesto a corregirse. A continuación, le recomendó un tratamiento tan inocuo como ineficaz.
—Yo no sé dónde habría leído aquel hombre que comer carne era una práctica peligrosa, que
excitaba los malos instintos, pero a mi madre no le vino mal. En Sevilla, la de ternera escaseaba y
la de cerdo era cara, así que empezó a inflarme a legumbres y purés de patata, y cuando los demás
comían chuletas, yo tomaba pescado. Los dos ayunábamos un día a la semana y rezábamos mucho,
muchísimo. Ella me decía que era por los soldados que estaban en el frente, por la conversión de
Rusia, por la toma de Madrid, pero yo me daba cuenta de que rezábamos por mí, y me sentía muy
culpable. Luego la guerra terminó, claro. Volvimos a casa, murió mi padre, y enseguida, casi sin
darme cuenta, pasé del pecado de pensamiento al de obra —al recordarlo, sonrió—. Él tenía
treinta y cinco años, estaba soltero y vivía en casa de una hermana suya. Esa hermana era la madre
de la mejor amiga de mi hermana Concha. En fin... —su sonrisa expiró en una mueca amarga, los
ojos más fruncidos que cerrados—. Ya te puedes figurar la que se lio cuando nos pillaron.
En 1941, en aquel cursillo al que asistió a la fuerza, Eduardo conoció a otro homosexual, un
hombre de cuarenta años y aspecto muy sombrío, casado, con hijos, que hablaba poco y daba la
impresión de estar completamente doblegado. El primer día tomó la palabra para confesar en
público sus pecados y su arrepentimiento en un tono de humillación tan impúdico que daba
vergüenza escucharle. Pero a uno de los asistentes del director del cursillo, un sacerdote recién
salido del seminario que se llamaba Pedro Armenteros, le impresionó tanto aquella intervención
que le animó a compartir su experiencia con un joven estudiante que ya había pasado por las
manos de tres psiquiatras madrileños muy conocidos. Los tres le habían asegurado a la señora
Méndez que la homosexualidad era una simple enfermedad para la que existían curas eficaces.
Desde la hipnosis hasta los electrochoques, Eduardo había experimentado todo un catálogo de
soluciones terapéuticas que había dado sus frutos, depresión, insomnio, anemia, ansiedad. Aquel
cursillista había transitado antes que él por el mismo camino, y sin reconocer explícitamente que
su arrepentimiento era fingido, una simple estrategia para sobrevivir, le recomendó que se
ingresara una temporada en el Sanatorio Esquerdo, una clínica privada rodeada por un inmenso
pinar, en las afueras de Carabanchel. Y hasta le sugirió el nombre del psiquiatra que más le
convenía.
—Alfredo Martín había sido uno de los discípulos predilectos del propio doctor Esquerdo.
Como la guerra le pilló en zona nacional, nadie le molestó. En el 39 volvió a Madrid, recuperó su
plaza en la clínica y, por suerte para mí, para muchos como yo, siguió aplicando las enseñanzas de
su maestro discretamente, sin llamar la atención. Al poco tiempo de conocernos, me ofreció un
diagnóstico asombroso. Mi trastorno primario era la culpa, me dijo, y eso era de lo que iba a
tratarme. Podría decir que el doctor Martín me convirtió en un cínico, pero eso no sería justo con
él. En realidad me enseñó a aceptarme, a convivir conmigo mismo, a disfrutar de las cosas buenas
de la vida, sin renunciar a ninguna y sin ponerme en peligro. Pasé allí todas las vacaciones de
verano y cuando salí era otro, una persona entrenada para ser feliz. Nunca podré pagarle a Alfredo
Martín lo que hizo por mí, así que no he mentido a Armenteros hace un rato. A mí, los Cursillos
me dieron la vuelta —asintió con la cabeza varias veces, como si se propusiera ofrecerme una
garantía de sinceridad que no le había pedido—, cambiaron mi vida del todo. Abandoné Derecho,
me matriculé en Medicina, decidí que sería psiquiatra. Le dije a mi madre que estaba curado, que
había perdido el apetito sexual, que había decidido practicar la castidad.
—¿Y era verdad?
—¡Qué coño! —se echó a reír y en su risa regresó el Eduardo de siempre—. Pero al salir de
la clínica, había vuelto a sentir que era una persona normal y nada volvió a ser lo mismo. Mi
madre dejó de llorar, de decirme que la estaba matando, yo perdí la fe y dejé de confesarme,
nuestra vida en común se convirtió en una tarea fácil, agradable para los dos. A cambio,
Armenteros me elevó a los altares como símbolo viviente del éxito de los Cursillos de Acción
Católica, luego de Cristiandad, eso sí. Desde entonces no pierde la oportunidad de exhibirme,
pero puedo vivir con eso. Me parece incluso un precio muy barato para el bien que me hizo contra
su voluntad.
—Y sin embargo... —aquella revelación no me había escandalizado, pero tampoco lograba
terminar de creérmela—. No sé, pareces muy contento, muy seguro de lo que dices, pero... Tal y
como están las cosas, debe de ser muy difícil, ¿no? Quiero decir... ¿Cómo te organizas?
—¿Para ligar? —asentí y se rio—. Pues hago lo que puedo, como todo el mundo —y volvió
a reírse—. Me va bastante bien, la verdad, aunque esté mal que yo lo diga. Sobre todo desde que
empecé a trabajar y alquilé un piso pequeño, cerca de Legazpi, en una casa sin portero, en un
barrio donde no me conoce nadie. Con el tiempo he acabado desarrollando un sexto sentido, una
especie de brújula que señala a los hombres a los que puedo acercarme y a los que no. Y por lo
demás... A mí me gusta ligar en la calle. No te puedes imaginar la cantidad de veces que he ligado
en la Gran Vía. Y como sólo me interesa el sexo, y no creo en los amores para toda la vida, a
veces hasta pienso que lo tengo más fácil que la mayoría de los heterosexuales que conozco. Yo no
pago por follar, ¿sabes? No tengo que cortejar, ni comprar flores, ni bombones, ni caerle bien a la
madre de nadie. Me acuesto con hombres que buscan lo mismo que yo, y nos entendemos muy
deprisa. En comparación, las mujeres españolas... Ya te lo dije el otro día, follar en España no es
un pecado, es un milagro. Bueno, para todos menos para ti.
Las hermanas hospitalarias, que proponían a Robles los turnos de trabajo, eran muy
respetuosas con la vida familiar, sobre todo en Navidad. En Nochebuena y Nochevieja se
suspendían las guardias para que todo el personal pudiera cenar en su casa, pero a Eduardo y a
mí, solteros, sin hijos, nos asignaron la primera noche del año, que cayó en sábado. Salimos con
retraso de Ciempozuelos y entramos en Madrid veinte minutos antes de la hora a la que había
quedado con Pastora. Le pregunté a Eduardo si le importaba que el taxi diera un rodeo para
dejarme en Antón Martín antes de llevarle a San Bernardo y no se me ocurrió que fuera a fijarse
en la mujer que me esperaba en la puerta del Monumental.
No habíamos vuelto a ir a aquel piso de la calle de la Fe, del que sólo llegué a saber que era
la vivienda de una camarada que aquel día había ido con sus hijos a ver a su marido, preso en
Ocaña. A partir de la semana siguiente, nuestros encuentros adoptaron un nuevo patrón. Pastora
solía ir a ver a su hermana Carmen los domingos por la mañana. Yo la recogía sobre la una,
comíamos juntos en algún mesón situado entre Antón Martín y Tirso de Molina, y nos íbamos a
dormir la siesta a lo que ella llamaba el hotelito, una casa de dos plantas, con un jardín minúsculo,
que formaba parte de una colonia apartada, cerca de la plaza de toros. La dueña, que se llamaba
Encarna y vivía de alquilar habitaciones por horas, acabó reservándonos, de domingo en domingo,
uno de los dormitorios del primer piso, al que siempre se refería como la mejor habitación de su
casa. Nos abría la puerta, cobraba por adelantado y no la veíamos nunca cuando nos
marchábamos. Antes de abrir la verja que daba a la calle, Pastora me daba un beso en la mejilla,
se despedía hasta el siguiente domingo, y echaba a andar hacia el metro tan deprisa como si la
estuviera esperando alguien para apagar un incendio. El primer día intenté acompañarla y me dijo
que no, que prefería ir sola porque tardaba menos, en un tono que me disuadió de insistir. Yo solía
subir un trecho andando por la calle Alcalá para coger el metro en Goya. Me daba tiempo a ir a
casa, a ducharme y cambiarme de ropa antes de llegar a las nueve en punto a casa de mi madre,
que cada semana me decía que habría preferido que fuera a comer antes que a cenar, en el vano
intento de averiguar por quién la había sustituido.
De domingo en domingo, eso era todo lo que Pastora estaba dispuesta a compartir conmigo,
dos o tres horas por la tarde en el hotelito de doña Encarna, pero en enero de 1955, cuando
Eduardo la vio de lejos en la puerta del Monumental, yo no aspiraba a nada más.
—¡Joder, y parecías tonto! Menuda suerte has tenido.
El lunes por la tarde, en nuestra cervecería habitual, no me dejó en paz hasta que se lo conté
todo.
—Una viuda de treinta y tantos, estéril, que está buena, a la que le gusta follar y que no
quiere casarse. Encontrar eso es más difícil que ganar el gordo de la lotería de Navidad, mira lo
que te digo. Que sea coja es lo de menos. Algo tenía que tener, no te jode...
Entonces añadió que follar en España no era pecado, sino milagro, y después de reírme con
él, me sentí un hombre afortunado. En el invierno de 1955 creía serlo, porque no echaba nada de
menos. Mis objetivos profesionales se estaban cumpliendo con brillantez. Mi relación con doña
Aurora progresaba más despacio, pero aunque sólo lograba sostener una conversación con ella de
vez en cuando, había descubierto que al principio me tomaba por un agente de sus viejos enemigos
y que ya no estaba tan segura de haber acertado en aquella sospecha. Aunque ganaba menos dinero
que en Suiza, en proporción era más rico, porque los precios españoles, incluso los de bienes de
lujo, como los taxis para ir y volver de Ciempozuelos o la habitación del hotelito de doña Encarna
cada domingo, eran mucho más bajos. Sobre todo eso planeaba una sombra, una amenaza sin
nombre, sin forma, de la que no podía culpar a nada, a nadie, porque había anidado en mi interior
para crecer poco a poco, sin alarmarme, sin detenerse, como una oruga, un gusano, un parásito
indeseable.
Aunque había bebido tanto como él, cuando salí con Eduardo de aquel café de la calle
Mayor, me di cuenta de que mi huésped acababa de pegar un estirón. Más allá de su interés
objetivo, mi experiencia en el Palacio Arzobispal me había devuelto la voz de mi madre, tan
lejana aún cuando telefoneaba a mi piso de Berna, mientras me advertía que la dictadura convertía
en mierda todo lo que tocaba. Pero el calvario por el que había atravesado mi elegante, sonriente
compañero, había abierto grietas imprevistas en esa sencilla afirmación, como si unos dedos
sabios, habilidosos, hubieran doblado una simple hoja de papel en los pliegues precisos para
convertirla en un cuchillo afilado, capaz de perforar la piel, de abrir heridas. Su confesión me
demostró que era posible admirar a alguien y compadecerle al mismo tiempo, que el orgullo
puede crecer en la desdicha como una flor oscura, resistente. Yo también era afortunado porque no
podía aspirar a ese galardón, pero aquella noche, más que celebrar mi suerte, sentí que me
rebajaba, que me hacía inferior a las víctimas de aquella dictadura a la que me había aclimatado
tan deprisa que ni siquiera yo mismo lo entendía.
Era una conclusión demasiado prematura pero, precisamente por eso, en el invierno de 1955
no fui capaz de descubrir su condición.
El 23 de octubre de 1939 me presenté como alumno oficial en la Universidad de Neuchâtel.
En el primer cambio de clase me fui al baño, eché el pestillo de la puerta y me fumé un
cigarrillo a solas, evocando la fachada de la Universidad Central de Madrid, en la que durante
tantos años había estado seguro de que empezaría la carrera algún día. Llegué a la segunda clase
tarde y con un sabor amargo en el paladar, pero aquel episodio no se repitió.
El profesor Goldstein asumió la responsabilidad de mi itinerario académico. En Neuchâtel
no podría terminar Medicina, aunque la universidad ofrecía un primer curso común a diversas
titulaciones científicas que me permitiría incorporarme en el curso siguiente a la Facultad de
Medicina de Lausana, donde él mismo impartía dos asignaturas de su especialidad. El viejo amigo
de mi padre pensó que cambiar de ciudad por segunda vez, sólo tres meses después de instalarme
en un país extranjero, podría resultar demasiado traumático para mí. Prefirió darme la oportunidad
de adaptarme durante un año a la vida en Suiza, a Neuchâtel, a su casa, su familia, y acertó. Aquel
hombre, al que la llegada de Hitler al poder había convertido muy deprisa en un experto en asilos
y exilios, conocía mucho mejor que yo la vida que me esperaba.
En junio de 1935, Samuel Goldstein era un prestigioso profesor de la Universidad de
Leipzig, que dirigía el servicio de psiquiatría infantil y juvenil, su área de especialización, en una
clínica privada de la misma ciudad. Hasta entonces, su vida había sido una plácida sucesión de
apuestas exitosas. Hijo de un comerciante rico, se había casado por amor con la heredera de un
socio de su padre, había tenido cuatro hijos sanos y los había visto crecer sin grandes
contratiempos. El día en que su vida empezó a tambalearse, la mayor de sus hijas estaba ya
casada, embarazada del que sería su primer nieto. Cuando su mujer lo localizó en la clínica para
decirle que su yerno había llamado ya dos veces y que sólo quería hablar con él, temió que el
embarazo de Anna se hubiera complicado. Lili le confesó que ella había pensado lo mismo, pero
que Karl-Heinz le había asegurado que no, que todo seguía yendo muy bien. Sin embargo, mientras
pedía una conferencia con Lausana, al doctor Goldstein no se le ocurrió otra explicación para la
urgencia del futuro padre.
Que no, él disipó sus temores con contundencia, Anna y el bebé están perfectamente, no se
trata de eso. Escúchame con atención, Shmuel... Karl-Heinz Schumann era diplomático de carrera.
Hacía poco más de un año que trabajaba en la delegación de Alemania ante el Comité Olímpico
Internacional, coordinando los trabajos de preparación de los Juegos de la XI Olimpiada, que
tendrían lugar en Berlín en 1936. Hijo, nieto y bisnieto de arios purísimos, hablaba varios
idiomas, pero la lengua de los judíos del este de Europa no se contaba entre ellos. Sin embargo,
aquel día pronunció el nombre hebreo de su suegro con un acento yiddish tan impecable que el
doctor Goldstein se quedó mudo de asombro. Cuando vengas a Ginebra, el mes que viene... En
abril de 1935, cuando había viajado con Lili a Suiza para celebrar la noticia del embarazo de
Anna, el doctor Goldstein acababa de recibir una invitación para participar en un simposio sobre
trastornos del aprendizaje, que se celebraría en la Universidad de Ginebra a finales de agosto. Ah,
no, replicó a su yerno cuando aún faltaban más de dos meses para que se celebrara, he pensado
que no voy a ir este verano, porque es mejor esperar a que nazca... Te he dicho que me prestes
atención, Shmuel Goldstein. Sólo entonces, al reconocer en la voz de Karl-Heinz el acento de su
viejo profesor de primaria, el doctor empezó a sospechar la naturaleza de la preocupación de su
yerno. Por supuesto que vas a venir a Ginebra. Vais a venir Lili, tú, Willi y las niñas, lo he
arreglado todo con el doctor Piaget. El consulado ha tramitado ya vuestros pasaportes. Traed ropa
de invierno. Suiza es muy hermosa en otoño, y a lo mejor os apetece quedaros aquí hasta el
nacimiento de vuestro nieto, ¿no? Es una tontería que volváis a Alemania en septiembre. Estaréis
mucho mejor aquí, con nosotros...
Cuando tomó la palabra en aquel simposio al que había decidido no asistir, el profesor
Goldstein ya sabía que Herr Gruber, jefe del Partido Nazi en la embajada de Alemania en Suiza,
había invitado a cenar a Herr Schumann en mayo, aprovechando una de las visitas del diplomático
olímpico a Berna. Después de alabar con entusiasmo la labor que estaba realizando ante el COI,
le preguntó sin disimulos cómo se llevaba con su mujer. KarlHeinz, más precavido, mucho peor
pensado que su suegro, frunció los labios en una mueca escéptica antes de indagar en el sentido de
aquella extraña pregunta. Así, con cuatro meses de antelación, se enteró de que era muy probable
que a partir de septiembre tuviera que escoger entre la nacionalidad alemana y su matrimonio. El
partido está trabajando en una legislación nueva, muy ambiciosa, reveló Gruber, y sería una
lástima que la diplomacia del Reich perdiera a un hombre tan valioso como usted, con tanta
proyección, tanta capacidad... Schumann pidió otra botella, agradeció la deferencia de su
interlocutor, maldijo en voz alta la hora en la que se le ocurrió casarse con una judía y empezó a
pensar por su cuenta. Si el profesor que había invitado a su suegro a visitar Suiza en verano no
hubiera compartido apellido con el fundador de una marca de relojes de lujo, no habría podido
hacer gran cosa. Pero aunque todavía no era la celebridad en la que se convertiría después, no le
resultó difícil localizar a Jean Piaget, que accedió a colaborar con él desde el primer momento.
Karl-Heinz Schumann estaba en una situación ideal para salvar a la familia Goldstein.
Cuando las leyes raciales de Núremberg se aprobaron por unanimidad en el VII congreso anual
del Partido Nazi, sabía que, pese al gran aparato propagandístico con el que se dieron a conocer,
no se pondrían en práctica hasta un año más tarde, sólo después de que terminaran las Olimpiadas
de Berlín. También sabía que, a despecho de las esperanzas que alentarían durante la década
siguiente los hebreos de toda Europa, resultaría muy difícil, casi imposible, obtener el estatuto de
refugiado en Suiza por el supuesto de persecución racial. Por eso convenció al padre de su mujer
de que aceptara el trabajo que le ofreció la Maison de Santé de Préfargier y se instalara en
Neuchâtel, el cantón tradicionalmente más proclive a acoger extranjeros, antes de la fecha que él
había elegido para poner las cartas boca arriba. Su caso era distinto al de su suegro, porque la
raza no era el factor que amenazaba su seguridad. El 27 de julio de 1936, cuando se negó a volar a
Berlín para estar presente en la ceremonia de apertura de la XI Olimpiada, solicitó documentación
de refugiado político para él y su familia, alegando que había desertado por motivos de
conciencia. Muchos representantes nacionales ante el Comité Olímpico Internacional,
aproximadamente todos los que se habían opuesto a conceder a Hitler el premio de organizar unos
Juegos, respaldaron su petición. Cuando Herr Schumann estrenó un flamante pasaporte de
apátrida, el profesor Goldstein era un simple trabajador extranjero contratado por un sanatorio de
Neuchâtel, con todos los permisos en regla. En ninguno de sus documentos constaba que fuera
judío. Aunque el Tercer Reich le había retirado la ciudadanía, para el Estado suizo, que nunca
recibió un comunicado respecto al psiquiatra que había abandonado su país con un pasaporte en
vigor, siguió siendo alemán. A pesar de todo, no fue fácil.
Cuando Samuel Goldstein decidió fiarse de las advertencias de su yerno, los judíos alemanes
aún vivían tranquilos, seguros de que las amenazas de Hitler eran fanfarronadas sin fundamento ni
consecuencias. Frau Goldstein militaba en esa fantasía con tanto ardor que, durante los tres
primeros años de su exilio, le hizo la vida imposible a su marido para intentar convencerle de que
regresara con su familia a Alemania, el único país del mundo donde ella podría ser feliz. Nunca
había querido entender por qué Samuel había escogido una ciudad donde se hablaba francés en un
país donde tantas personas hablaban alemán. Cuando comprobó que su lengua materna no era
exactamente la misma que se hablaba en la Suiza alemana, se resignó al francés al precio de
abominar del dialecto suizo, de sus hablantes y del país en general. Menos mal que Sami nunca me
hizo caso, me dijo cuando la conocí. La verdad es que yo creía que a los judíos no podía pasarnos
nada peor de lo que nos había pasado ya, pero después de lo que le hicieron a Willi el año
pasado...
Samuel y Lili Goldstein solían decir de sí mismos que eran muy poco judíos. No practicaban
la religión de sus mayores, y si no habían renegado expresamente de ella, había sido por la pura
despreocupación de los no creyentes. Tampoco hablaban en yiddish entre ellos, ni se lo habían
enseñado a sus hijos. Se habían conocido en la universidad, en un grupo de amigos comunes del
que formaban parte tanto judíos como gentiles, y siempre hablaban en alemán. Lili, que en
realidad se llamaba Leah, estuvo de acuerdo con su marido en inscribir a todos los niños en el
Registro Civil con dos nombres, el primero alemán, el segundo hebreo, aunque en la sinagoga, en
la única ceremonia religiosa a la que les llevarían sus padres, recibieran sólo uno para
tranquilidad de sus abuelas. Cuando me instalé en su casa de Neuchâtel, su hija menor, Rebecca,
era la única que usaba su nombre hebreo, porque el alemán, Herta, no le gustaba. Ella misma me
contó que, a cambio, su hermano, Wilhelm Baruch, ni siquiera respondía cuando alguien le
llamaba por su nombre judío, no porque lo odiara o le diera vergüenza, sino porque no concebía
que a nadie se le ocurriera pronunciarlo para referirse a él. Todos, hasta sus abuelas, le llamaban
Willi. El doctor Goldstein se sentía tan profundamente alemán, amaba tanto su patria, su lengua, su
cultura, que no puso ninguna objeción a que su hija Anna se casara, unos días antes de cumplir
dieciocho años, con el hijo menor de una familia numerosa de aristócratas arruinados de Sajonia,
que le sacaba más de una década. Pero se llevó un disgusto terrible al enterarse de que, mientras
estudiaba el último curso de la carrera de Música en el Conservatorio de Berlín, su hijo
primogénito, el único varón, no había tenido mejor idea que enamorarse de una francesa.
Willi fue el único miembro de la familia Goldstein que se quedó en Alemania en el verano de
1935. Tenía veintitrés años, y era rebelde, indisciplinado, muy terco. Sus tres hermanas juntas no
habían llegado a darles a sus padres tantos disgustos como él. Se había negado a estudiar en
Leipzig, a hacer Medicina o cualquier otra carrera universitaria que pudiera considerarse seria, a
reconocer que su talento musical no era lo suficientemente extraordinario como para garantizar su
éxito como compositor. Empeñado en demostrar lo contrario, cuando empezó a trabajar para la
UFA, la productora cinematográfica más potente del país, dejó de pedir dinero a sus padres y a
ellos no les quedó otro remedio que reconocer que se mantenía bastante bien sin ayuda. Aparte de
música para películas, Willi Goldstein componía jazz y piezas de cámara atonales, que a su madre
le daban unos terribles dolores de cabeza. Muy bien relacionado en los círculos bohemios de la
capital del Reich, tocaba el piano, el violín y el clarinete en varios grupos que actuaban en clubes
nocturnos. Cada noche, cuando terminaba su actuación, se emborrachaba con los amigos que
hubieran acudido a oírle tocar, entre ellos algunos dramaturgos, actores y artistas que se contaban
entre los más célebres de Alemania. Así conoció a Yvonne, una chica francesa, dos años mayor
que él, que trabajaba como oficiala en una exclusiva sombrerería de la Friedrichstrasse y
redondeaba sus ingresos posando como modelo para pintores. Empezaron a vivir juntos unos días
después de su primer encuentro. Willi la llevó enseguida a Leipzig, y aunque se la presentó a sus
padres como una chica buenísima que sólo posaba vestida, al doctor Goldstein le pareció
excesivamente francesa y no demasiado guapa. Sin embargo, en el verano de 1935, se ofreció a
pedirle a Karl-Heinz un pasaporte para ella. Pero ¿qué dices? Willi se echó a reír al escucharlo.
Yo soy músico, papá, ¿te acuerdas? ¿Y qué quieres, que deje Berlín para ser músico en Suiza?
¿Ha sido alguien, alguna vez, músico en Suiza? A ver, dime nombres... En ese punto, Lili
Goldstein se puso de parte de su hijo para proclamar por primera vez las incomparables virtudes
de la patria que iba a verse obligada a abandonar contra su voluntad. Su marido le pidió al hijo
rebelde que al menos considerara la posibilidad de instalarse en Francia. En París sí se puede ser
músico, supongo, ¿o allí tampoco? Willi siguió riéndose y se volvió a Berlín.
Si hubiera sido ario, habrían acabado por perseguirle igualmente, porque todo lo que
componía e interpretaba, desde el jazz hasta la dodecafonía, pasó a ser considerado muy pronto
música degenerada, racialmente infecta, indigna de la tradición nacional y ofensiva para los
exquisitos oídos del melómano pueblo alemán. Como era judío, en septiembre de 1938 le
obligaron a coserse una estrella amarilla en la ropa. Justo después, Yvonne le propuso que se
mudaran a Leipzig porque en Berlín eran demasiado conocidos. Willi, que no volvía la cabeza si
alguien le llamaba Baruch, que hasta entonces jamás se había tomado a Hitler en serio, que se
consideraba amigo de Carl Orff y había cenado en casa de Albert Speer, que alardeaba de conocer
a muchos nazis que eran tontos, pero buena gente, y le protegerían si alguna vez fuera necesario,
por fin se había asustado. Después de que Yvonne hiciera gestiones con los representantes
diplomáticos de su país, que se ofrecieron a repatriarla al instante pero le advirtieron que no
podrían hacer nada por su novio, porque el Reich había suspendido indefinidamente los permisos
de emigración de los judíos alemanes, decidió abandonar Berlín. Antes de viajar a Leipzig, se
casó a toda prisa con su novia en la embajada de Francia, donde no regían las leyes de
Núremberg, pensando que la ciudadanía adquirida por matrimonio podría llegar a protegerle.
Después, los recién casados se instalaron, tan discretamente como pudieron, en la casa de los
señores Goldstein, que llevaba tres años cerrada. Willi no le contó a nadie que había vuelto. No
telefoneó a ningún viejo amigo. No subió las persianas de ninguna habitación orientada a la
fachada principal de la casa. Sólo salía a la calle de noche, y ni siquiera así volvió a acercarse al
barrio donde se encontraba el primer conservatorio donde había estudiado. No hizo falta. Dos
meses más tarde, durante la noche que después sería bautizada como la de los cristales rotos, una
turba de aparentes civiles enfurecidos rompieron todos los de la casa, la saquearon de arriba
abajo, destrozaron lo que no se quisieron llevar y sacaron a sus dos habitantes con las manos
atadas, entre los vítores de muchos espectadores apostados en la acera y el silencio abrumado de
algunos vecinos que no se creían lo que estaban viendo. Entre ellos había un amigo al que el
doctor Goldstein había escrito desde Neuchâtel y que telefoneó unos días más tarde para contarles
lo que había pasado. Desde mediados de noviembre de 1938, no habían vuelto a saber nada más
de Willi. Yvonne tampoco tenía noticias suyas porque aquella noche los habían separado. Ella
había ido a parar a un local del Partido Nazi donde dejaron de violarla cuando un jefe la escuchó
gritar que no era ni alemana ni judía, que era francesa y podrían llamar a su consulado para
comprobarlo. Antes de entregársela al cónsul de su país, sus violadores la obligaron a firmar una
declaración en la que reconocía que el trato recibido durante su detención había sido impecable.
Después averiguó que lo más probable era que Willi hubiera sido deportado. Al volver a Francia,
exigió que el nombre de Wilhelm Baruch Goldstein figurara en una lista de ciudadanos franceses
desaparecidos en Alemania, aunque le advirtieron que no iba a servir de mucho. Cuando yo llegué
a Neuchâtel, no había servido de nada.
En Leipzig, los Goldstein siempre habían sido ricos, hijos de ricos, nietos de ricos. En
Neuchâtel vivían de un buen sueldo, pero sin rastro de la opulencia de antaño. En sucesivos viajes
a Alemania entre el otoño de 1935 y el verano de 1936, mientras seguía gozando de las ventajas
de la valija diplomática, Karl-Heinz había recuperado las joyas de su suegra y una parte de los
ahorros del profesor, pero las propiedades inmobiliarias, las fincas y la participación en las
empresas de sus respectivas familias se perdieron al mismo tiempo que las noticias sobre Willi.
Tras el gigantesco pogromo del 9 de noviembre de 1938, los judíos alemanes dejaron de tener
derecho a poseer fábricas, tierras, comercios e inmuebles en Alemania. Ocho meses después,
cuando llegué a su casa, todo eso les daba igual. Frau Goldstein, que nunca había tenido que
aprender a freír un huevo, se encargaba de las comidas y de las cenas. Else, que asistía a una
escuela de arte por las tardes, limpiaba su cuarto y ayudaba a la asistenta que venía por las
mañanas. Rebecca todavía iba al colegio, pero se encargaba de comprar el pan todos los días y
ayudaba con la limpieza los fines de semana. Jamás les escuché quejarse de haber perdido al
mayordomo, a la cocinera, a las doncellas y al chófer que tenían en Leipzig. Apenas los
mencionaban y nunca con nostalgia, porque no eran capaces de lamentar otra pérdida que la de
Wilhelm Baruch.
Durante muchos meses, viví bajo la permanente sombra de Willi. Sus padres me instalaron en
el cuarto que habían reservado para él. Algunos muebles, la mesa de escritorio, la cómoda, el
armario, provenían del que había sido su dormitorio juvenil en Leipzig. Allí estaba también su
primer piano. Los libros que llenaban los estantes habían sido suyos, como los carteles
enmarcados que decoraban las paredes. La alfombra colocada a un lado de la cama, vieja y
deshilachada pero muy limpia, la había elegido él mismo a los doce años. Siéntete como en tu
casa, me dijo Lili en un francés peor que el mío cuando me instalé, pero usa solamente los dos
últimos cajones de la cómoda, ¿de acuerdo? Asentí mientras comprobaba que los reservados para
mí eran los únicos que tenían la llave puesta en la cerradura. Verás que en el armario hay algunas
perchas con ropa envuelta en sábanas blancas, no las abras ni las quites, por favor. ¿Tocas el
piano? Confesé que no y mi negativa pareció aliviarla, como si garantizara la inmunidad del altar
mayor de aquel santuario. La cama es nueva, me aclaró con una sonrisa, y el colchón, las sábanas,
todo... A pesar de esa advertencia, o tal vez precisamente por ella, durante mis primeros días en
Neuchâtel me sentí como el profanador de un recinto sagrado, un usurpador sin derecho alguno a
apropiarse de un espacio ajeno, y cada mañana hacía mi cama con tanto cuidado como si Willi
hubiera dormido en ella alguna vez. Esa sensación intensificó el dolor que sentía por mi propia
patria perdida, mi propia familia abandonada, mi propia lengua en la que ya no podía hablar con
nadie. La convicción de que era un privilegiado que no tenía derecho alguno a sufrir agudizaba mi
sufrimiento. La memoria de los veranos del pasado, las excursiones con mi padre a Peñalara, las
semanas que pasábamos en la playa todos juntos, el sabor de la horchata helada en cualquier
terraza, durante las noches más sofocantes de los julios madrileños, todas esas contraseñas de una
felicidad natural, simple, barata, que no volvería a vivir, convirtieron aquel verano templado, de
sol cauto y madrugadas frías, en un tormento insoportable. Sin embargo, cuando llegó septiembre,
me di cuenta de que Willi Goldstein, su historia, sus muebles, sus cosas, me hacían compañía.
Papá nunca habla del tema, me contó su hermana Else, que tenía la misma edad que yo y fue
la primera amiga que hice en Suiza. Papá nunca habla de Alemania, de nada que tenga que ver con
Alemania, pero mamá está convencida de que Willi sigue vivo, y yo también lo creo... Else, a la
que nadie llamaba Ava, destinó sus vacaciones de verano a cuidar de mí. Me enseñó la ciudad, me
presentó a sus amigos, me animó a recorrer el lago en canoa. Willi siempre se ha buscado
estupendamente la vida por su cuenta, ¿sabes?, y es muy buen músico. A todos los alemanes nos
encanta la música, a los nazis también... A mí me gustaba más estar a solas con Else que hacer
planes con sus amigos, porque a ella no tenía que contarle mi historia, la guerra de España, los
bombardeos de Madrid, el encarcelamiento de mi padre, palabras que me abrían un agujero en el
estómago cada vez que las decía, aunque ya me las supiera de memoria, aunque estuviera cansado
de repetirlas. Ella lo sabía todo, pero además era una refugiada, una apátrida, igual que yo. Esa
desgracia compartida hacía posible que cualquiera de los dos pasara un largo rato en silencio o
rompiera a llorar sin sentir vergüenza, ni la necesidad de darle explicaciones al otro. Pero Else
casi siempre lloraba por Willi y acababa contándomelo. Yo creo que mi hermano estará tocando el
piano, o el violín, en cualquier sitio, una cárcel, un gueto, un campo de prisioneros, donde sea,
pero vivo, porque a los alemanes nos gusta mucho la música, porque un músico es siempre una
persona valiosa para nosotros, ¿comprendes? Pero papá cree que está muerto. Está convencido de
que lo han matado. No lo dice, pero yo lo sé, lo sé... Yo tampoco le dije nunca a Else que
seguramente su padre tenía razón. Yo no era judío, no era alemán, nunca me habían obligado a
coserme en la ropa ningún trozo de tela de ningún color, pero había convivido tres años con el
fascismo, había estado en guerra con él y no había sido capaz de derrotarlo. Eso me había
enseñado a desconfiar de la esperanza.
Las dos únicas personas de este mundo capaces de desplazar a Willi, al menos durante un
rato, en el corazón de la familia Goldstein, eran Martin y Anneliese Schumann, los dos hijos de
Anna, a quienes sus padres traían casi todos los domingos desde Lausana. En agosto de 1939, el
gran acontecimiento fue que la pequeña Anneliese había aprendido a andar. Mientras sus abuelos y
tías desfilaban detrás de su madre, para seguir sus vacilantes pasos por el pasillo, Karl-Heinz se
sentó a mi lado, encendió un cigarro y me preguntó qué planes tenía para el futuro. Nacido muchos
años después de que su familia hubiera dejado de ser rica, Herr Schumann había perdido el nivel
de vida más alto del que había gozado en su vida al renunciar a la diplomacia nazi. No había
salido mal parado, pero aunque seguía trabajando en el COI, se había convertido en un simple
funcionario de un organismo multilateral, un trabajo muy prestigioso, muy bien considerado, cuyo
sueldo no excedía sin embargo el nivel de lo decoroso. Como era el único miembro de la familia
que sabía lo que significaba ser pobre, también era el más preocupado por el dinero. Cuando le
conocí, estudiaba por las noches para convalidar su título alemán de Derecho, porque aspiraba a
formar parte del gabinete jurídico del Comité, y su mujer se burlaba de sus afanes ahorrativos, que
se extendían a aspectos tan vulgares del presupuesto doméstico como el precio del pescado que
servía para cenar. Aunque era un hombre simpático, que siempre me había tratado con amabilidad,
yo sospechaba que mi estancia en la casa de los Goldstein le parecía un dispendio, un gasto difícil
de justificar con los ingresos de la familia. Por eso me apresuré a explicarle que iba a empezar a
estudiar Medicina en la Universidad de Neuchâtel, que preparaba un examen para obtener una
beca destinada a estudiantes extranjeros sin recursos, que estaba buscando un trabajo. Pues deja
de buscarlo, me ordenó con una sonrisa complacida. Ya te he encontrado uno.
El 15 de septiembre salí muy satisfecho de un examen cuyo resultado sólo se haría público un
mes más tarde. Al día siguiente empecé a trabajar en La Maison du Lac, un restaurante
especializado en los pescados del lago que, durante mucho tiempo, se reduciría para mí a una
cocina enorme y llena de gente. El dueño del local era un amigo de Karl-Heinz al que nunca
conocí. El encargado se llamaba Mario, italiano, de unos cincuenta años, casado con una suiza y
sin ninguna simpatía por Mussolini. Lei ha lavorato prima come lavapiatti? Al principio, mi jefe
y yo hablábamos en nuestros respectivos idiomas y nos entendíamos bastante bien. Con el tiempo,
ambos acabamos chapurreando la lengua del otro. Aparte de eso, en mi primer año de trabajo no
aprendí nada más, porque mi tarea consistía en lavar platos y, sólo de vez en cuando, secarlos. El
sueldo era pequeño, pero nunca me quejé. Cuando me ofrecí a entregárselo, la respuesta de Lili
Goldstein, un abrazo tan estrecho como el que nunca había recibido de sus brazos, me
desconcertó. No quiero tu dinero, me dijo con una sonrisa, no lo necesito, ¿sabes por qué? Negué
con la cabeza y tardó un rato en explicármelo, hasta que logró dominar el temblor de sus labios.
Yo sé que en alguna parte, alguna mujer como yo, polaca, prusiana, austríaca quizás, o húngara,
quién sabe, estará cuidando de mi hijo Willi como yo intento cuidar de ti. Así que hazme un favor,
gástate el dinero en lo que te apetezca, cómprate cosas bonitas... Comprendí que esa respuesta
formaba parte de un ritual privado, un gesto supersticioso destinado a convencerse a sí misma de
que su hijo estaba vivo y a salvo, a cargo de personas que lo querían, que cuidaban de él. Yo
intenté decirle una vez más que nunca podría pagarles lo que estaban haciendo por mí, y ella
movió la mano en el aire, como si quisiera alejar el eco de mi voz. Luego se limpió la cara con el
delantal, me besó en la mejilla y se fue a la cocina.
Las palabras de Lili me arrancaron de las garras de una autocompasión a la que había
dedicado demasiado tiempo desde que llegué a Neuchâtel. Pensar en mi padre, condenado a
agonizar en una celda abarrotada de hombres desesperados, me dolía demasiado. Para distraerme,
pensaba continuamente en su mujer, pero siempre en primera persona. Lo que yo la quería. Lo que
yo la echaba de menos. La falta que a mí me hacía. Aquel día cambié de perspectiva. Desde
entonces, recordé a mi madre con tanta ternura, tanta nostalgia como antes, pero con una nueva
responsabilidad. Me propuse mirar el mundo con sus ojos, los ojos de una mujer que se llamaba
Caridad Martín, y así la imaginaba en nuestra casa de Madrid, sus labios curvados en la exacta
sonrisa por la que Lili Goldstein habría estado dispuesta a pagar cualquier precio. La veía segura
y confiada, pisando fuerte por la acera de la calle Gaztambide, porque su hijo Germán, el que no
habían podido arrebatarle, el que había logrado escapar de sus enemigos, sobreviviría lejos de
ella. Aquella imagen me calentó el corazón y sembró en mi espíritu una determinación
desconocida. En aquel instante decidí que no iba a gastarme ni un solo céntimo en cosas bonitas
para mí, sino en ella. Que iba a aprovechar la beca que acababan de concederme para hacer la
carrera más brillante que estuviera a mi alcance. Que iba a lavar platos mejor y más deprisa que
ninguno de mis compañeros para llegar lo antes posible a ser pinche, o camarero, y ganar más
dinero todavía para mandarlo a Madrid todos los meses. Que nunca jamás volvería a
compadecerme de mi suerte. Eso tampoco fue fácil, pero lo conseguí.
Un domingo de junio de 1940, el doctor Goldstein me invitó a dar un paseo hasta el lago.
Habíamos paseado juntos otras veces, nunca cuando sus nietos estaban a punto de llegar, pero no
le di importancia a ese detalle. Hacía un día estupendo, claro, luminoso, aunque el sol no
calentaba tanto como a mí me habría gustado. Durante mi primer año en Suiza, nada me había
enseñado tanto sobre las trampas de la nostalgia como la luz del sol. Yo siempre había creído que
odiaba los veranos de Madrid. La ferocidad del calor que caía encima de mi cabeza como una
placa de hormigón activada por un motor que pretendiera incrustarme en el suelo. La aplastante
victoria de los días sobre la pusilanimidad de unas noches que no lograban templar siquiera las
paredes de mi cuarto. El sudor de mi cuerpo empapando las sábanas, mientras daba vueltas y más
vueltas en la cama sin lograr adormecerme siquiera. En Neuchâtel había llegado a echar de menos
hasta eso, y al cubrirme con una manta por las noches, sentía que aquel verano era una farsa, una
ilusión traidora, fraudulenta. En Madrid jamás se me habría ocurrido sentarme en un banco al sol,
a las doce de la mañana, en el mes de junio. Habría escogido la sombra fresca, deliciosa, de un
árbol grande, e iría armado con una cerveza helada, que bebería despacio para notar cómo me iba
enfriando por dentro poco a poco. En Neuchâtel ni siquiera me apetecía beber cerveza. Estaba
pensando en eso, en que no tenía sed, cuando el profesor Goldstein me pasó un brazo por los
hombros, me felicitó por las notas que había sacado, me contó que su amigo Andrés habría estado
muy orgulloso de mí. Usó ese tiempo verbal y no otro. Habló en pasado, habló en condicional, y
no quise darme cuenta. Le conté que mi sobresaliente en Anatomía era más mérito de mi padre que
mío, porque desde el otoño de 1936 había asistido a muchas autopsias. Aunque él ya lo sabía,
porque lo habíamos hablado otras veces, le expliqué una vez más que, en noviembre de 1936,
papá me había ofrecido trabajo como voluntario de Sanidad en el Madrid sitiado. Había formado
parte del equipo de una ambulancia desde entonces hasta que terminó la guerra. Sabía mucho de
heridas abiertas, de músculos desgarrados, eso me había ayudado a sacar otro sobresaliente en
Fisiología. En realidad, no he tenido que estudiar tanto, sonreí. Cuando me disponía a explicarle
por qué, el doctor Goldstein levantó la mano. Luego pronunció mi nombre y distinguí un velo
turbio sobre sus ojos. Por fin me contó que, al llegar a la fase terminal de su cáncer de estómago,
mi padre le había dado su última lección a un par de presos amigos suyos. Les explicó lo que
tenían que hacer para provocarle una muerte por asfixia que resultara indetectable para cualquier
forense. Pero entonces, repetí como un imbécil, el alumno más incapaz de mi facultad, ¿mi padre
está muerto? Él asintió con la cabeza y yo me levanté del banco como si acabara de acordarme de
que tenía que ir a alguna parte. No me moví del sitio. El profesor Goldstein me abrazó, me
mantuvo inmovilizado hasta que logré romper a llorar. Después me dijo que lo sentía muchísimo.
Andrés Velázquez había sido el mejor amigo de su juventud, un hermano para él, yo lo sabía. Por
eso lloró conmigo, antes de preguntarme si quería que diéramos un paseo alrededor del lago. No,
le respondí, prefiero estar un rato solo. Se alejó sin decir nada más y esperé a perderle de vista.
Luego alquilé una canoa, remé con furia hasta el centro del lago, solté los remos y me abandoné a
un llanto nuevo, tan espeso, tan hondo como un vómito. Cuando volví a casa, eran ya las seis de la
tarde. Karl-Heinz y Anna se habían vuelto a Lausana, todos estaban preocupados por mí. Acepté
sus abrazos, se los devolví, uno por uno, y me fui a mi habitación para cambiarme de ropa.
Aquella noche entraba a trabajar a las siete menos cuarto. Por el camino, me compré un bocadillo
de salami con vegetales que no me supo a nada y me lo comí antes de entrar en el restaurante. Pero
sólo cuando metí el primer plato sucio en el agua, fui completamente consciente de mi orfandad.
Mi madre había escrito al doctor Goldstein a mediados de mayo para contarle la muerte de
su amigo y pedirle que no me diera la noticia hasta que hubiera terminado los exámenes. Cuando
le escribí para que supiera que ya lo sabía, había dado todas las variedades del llanto por
concluidas, aunque la muerte de mi padre me seguía doliendo como una herida infectada. Había
pasado más de un año desde que nos abrazamos por última vez en Madrid, ante el portal de
nuestra casa. Había vivido más de un año sin él, pero sentía su ausencia con más intensidad que
nunca. Al hablar por teléfono con cualquiera, recordaba que ya no podría llamarle a ninguna parte,
que no volvería a escuchar su voz. Al echar una carta al buzón, me daba cuenta de que jamás
escribiría su nombre en ningún sobre. Al quedarme dormido, a menudo soñaba que seguía estando
vivo, a veces conmigo, y nada me aplastaba tanto como la certeza de su muerte, que sólo llegaba
unos segundos después del despertar. Pero nunca incumplí mi juramento. No me vine abajo, no
cejé, no sucumbí al ensimismamiento, a la apatía de la tristeza. Estuve todo el verano doblando
turnos, lavando platos después de las comidas y de las cenas. Y el último domingo de septiembre,
me monté en el coche de Karl-Heinz y me fui a su casa como un miembro más de su familia.
Lausana era bastante más grande que Neuchâtel, pero no dejaba de ser muy parecida, una
ciudad pequeña, bonita, situada al borde de un lago. Mi vida tampoco cambió mucho cuando
empecé a vivir allí. El primer año ocupé la habitación de invitados de los Schumann y seguí
lavando platos en La Maison du Lac, la casa madre de la sucursal de Neuchâtel, donde la cocina
estaba organizada exactamente de la misma manera. Por las mañanas iba a la universidad. Al
mediodía comía en casa lo que hubiera preparado Anna, y cenaba en el restaurante. Cuando
libraba en domingo, iba con los Schumann a ver a los Goldstein. Pero en el verano de 1941,
empecé a prosperar. De vuelta en Neuchâtel, fui al restaurante a pedir trabajo para las vacaciones
y el director me dijo que no necesitaban refuerzos en la cocina. Me preguntó si estaría interesado
en hacer una prueba como camarero y en octubre, cuando volví a Lausana, seguí trabajando en el
comedor. Mi sueldo era más alto y Anna se había vuelto a quedar embarazada. Solicité plaza en
una de las residencias de la universidad y acepté un dormitorio compartido, muy limpio y bastante
espacioso, con otro estudiante de Medicina. Mi compañero de cuarto se llamaba Luca, había
nacido en un pueblo pequeño, cerca de Locarno, en el Tesino, y su lengua materna era el italiano.
Hablando cada uno en su propio idioma, como había hecho antes con mi jefe de Neuchâtel, nos
hicimos amigos muy deprisa.
Al independizarme de todos los Goldstein, los de Lausana y los de Neuchâtel, para
convertirme en el único responsable de mi vida, sentí una extraña mezcla de alivio, miedo y
melancolía. Echaba de menos el cuarto de Willi, sus cosas, los cajones cerrados, su ropa envuelta
en el armario, y sin embargo me sentía feliz cuando abría con mi llave la puerta de la residencia
cada noche. Ya no vivía de prestado. Todo lo que usaba me pertenecía y nadie decidía por mí
cuándo, dónde y qué iba a comer, a qué hora me acostaba y a cuál me levantaba. Mis rutinas eran
muy parecidas a las de Luca, a las de centenares de jóvenes con los que me cruzaba por la calle,
en la residencia o los pasillos de la facultad. En Lausana dejé de ser un refugiado para
convertirme en un simple estudiante extranjero, mi pasado tan desconocido como el de los demás.
Estaba muy satisfecho de haberlo conseguido, de no ser ya una carga para nadie, pero por un
mecanismo misterioso, que no pude desentrañar, añoraba al mismo tiempo demasiadas cosas. Las
conversaciones con el mejor amigo de mi padre. Los abrazos de Frau Goldstein. Los paseos con
Else. Por eso me propuse comprimir la carrera al máximo, y todo lo que había aprendido en
Madrid, durante la guerra, me ayudó a conseguirlo. En lo que debería haber sido tercero, tenía
casi la mitad de las asignaturas de cuarto aprobadas y conseguí un trabajo en la Secretaría de la
Facultad. No ganaba mucho más que en La Maison du Lac, pero tenía los fines de semana libres, y
me aficioné a pasarlos en Neuchâtel. Así, en la primavera de 1943 emprendí un noviazgo inocente,
templado y cálido al mismo tiempo, con Else Goldstein. Mantuvimos nuestra relación en secreto
durante muchos meses, y el verano siguiente, cuando lo hicimos público, resultó que toda la
familia lo daba ya por descontado.
Ninguna de las hermanas Goldstein era una belleza y sólo Rebecca, con su espesa mata de
pelo negro, unos labios preciosos y los ojos muy oscuros, almendrados, era una mujer guapa. Else
era la más fea y la mejor de las tres. Siempre se quejaba de su pelo de ratón, fino y quebradizo,
castaño claro, y de sus ojos saltones, de un color celeste aguado, casi transparente, pero lo que
más odiaba en su cara era la nariz, con una curva semítica muy pronunciada. Yo me reía de ella y
me daba cuenta de que no me atraía físicamente en absoluto, pero seguía siendo el mejor amigo
que tenía en Suiza, la única persona con la que podía permanecer callado mucho tiempo sin darle
explicaciones. Me gustaba mucho estar con ella aunque, a pesar de mi escasa experiencia, me
inquietaba aún más la falta de deseo sexual que me inspiraba. Ella tenía que darse cuenta pero no
lo echaba de menos. A mí me preocupaba cada vez más, y sin embargo, a veces pensaba que si no
me estuviera preparando para ser psiquiatra, tampoco me parecería tan importante. En mayo de
1945, cuando la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin al mismo tiempo que mi carrera, la
perspectiva de un matrimonio con Else me gustaba y me aterraba en la misma proporción.
Cuando le llamé para contarle que había aprobado la última asignatura de la carrera, el
doctor Goldstein, que en 1942 se había convertido en el director del hospital donde trabajaba, me
ofreció una plaza de residente en la Maison de Santé de Préfargier. Aunque insistió mucho en que
el favor se lo haría yo a él si aceptaba, consideré seriamente si debía o no hacerlo. Era una buena
oferta, la perspectiva de aprender de mi benefactor me apetecía mucho, y negarme a trabajar con
él habría parecido una muestra de ingratitud. Aunque decirle que sí era asumir que me casaría con
su hija, fui incapaz de decirle que no. Se puso muy contento, me recomendó que disfrutara de mi
libertad, y quedamos en vernos a primeros de julio, a mi regreso del viaje con el que mis
compañeros y yo íbamos a celebrar que al fin éramos médicos.
Nos hubiera gustado salir al extranjero, pero nos dedicamos a recorrer Suiza porque el resto
de Europa estaba abierta en canal. Estuvimos fuera más de un mes y visitamos todos los cantones.
Envié muchas postales a Neuchâtel y algunas cartas más largas a Else, desde los pocos lugares
donde pensaba quedarme el tiempo suficiente para recibir una respuesta. Nunca me contestó, pero
tampoco le di importancia. El correo suizo no es tan eficaz como la gente cree, me limité a pensar.
De vuelta en Lausana, llamé a los Schumann y no los encontré. Tampoco respondían al teléfono en
casa de los Goldstein. Eso ya me inquietó más, pero no tanto como no encontrar a nadie
esperándome en la estación el 10 de julio. Antes de mi viaje, Samuel Goldstein me había insistido
mucho en que fuera a Neuchâtel aquel día para presentarme a su equipo antes de que empezaran
los turnos de vacaciones. Fui directamente al hospital, pregunté por él y su secretaria me dijo que
no había ido a trabajar porque en su casa habían tenido una desgracia.
La desgracia había sucedido en realidad siete años antes. Pero sólo el 11 de junio de 1945,
Samuel y Lili Goldstein se enteraron de que su hijo Willi había muerto degollado en la noche del 9
de noviembre de 1938.
Un barrendero lo encontró, atravesado sobre unos cubos de basura, a poco más de cien
metros de su casa.
No había pasado ni una hora desde que lo sacaron por la puerta con las manos atadas.
Cuando estaba de buen humor, me llamaba por mi nombre.
—Me gustaría pedirle un favor, Germán.
—Lo que usted diga, doña Aurora.
En la primavera de 1955, nuestra relación había mejorado mucho. Aunque no me recibía
siempre de la misma manera, su indiferencia había ido retrocediendo, su hostilidad había
cambiado de forma. Algunos días no quería verme. Me pedía que me fuera porque mi presencia la
obligaba a adoptar su postura de pensar y eso la agotaba, o se sentaba de espaldas a mí hasta que
me marchaba. Por lo general me rechazaba con cortesía, gestos y expresiones que evocaban a la
señora exquisitamente educada que había sido una vez. Sus brotes de furia se habían ido haciendo
cada vez más raros porque, sin consultarlo con nadie, le había cambiado la medicación a finales
del año anterior.
Yo sospechaba que sólo una parte de su deterioro, el que se debía a su prolongada
permanencia en una institución para enfermos mentales, era irremediable. Pese a que su condición
de interna rica le garantizaba un aislamiento que no estaba al alcance de las internas pobres,
Ciempozuelos era un manicomio, y ni siquiera una mujer cuerda habría salido indemne de dos
décadas de estancia manicomial. Además, el aislamiento era un arma de doble filo. Por una parte
había impedido que empeorara por contagio, que la relación cotidiana con los síntomas de
enfermas más graves, la necesidad de defenderse de la violencia o las agresiones de otras
internas, hubiera agravado su estado. Por otra, los largos años de silencio y soledad transcurridos
entre el episodio de los muñecos y la llegada de una lectora habían dejado su huella en un
ensimismamiento tan profundo que, cuando la conocí, hacía difícil su relación con los demás.
Pero, aparte de todo eso, descubrí que estaba sedada en exceso, atontada por los efectos de
medicamentos que no necesitaba. Esos fueron los que suprimí muy lentamente, intentando
minimizar todo lo posible la inevitable alteración provocada por la abstinencia. No me habría
atrevido a hacerlo sin contar de antemano con la complicidad de María Castejón. Ella, que
soportó los peores momentos del invierno, compartió conmigo la buena noticia de la primavera.
—Cuando venga la chica esa que lee —a ella nunca la llamaba por su nombre—, ¿usted cree
que podríamos salir al jardín? Me gustaría, porque hace mucho tiempo que no tomo el sol.
Ni siquiera María sabía cuánto tiempo había pasado desde la última vez que doña Aurora
había salido a tomar el sol.
—Desde que yo volví, creo que nunca —me dijo, después de pensarlo un rato—. La he
sacado algunas veces para llevarla al dentista y al médico, eso sí. La sentaba en una silla de
ruedas y cruzábamos el jardín, pero no me pedía que me parara en ningún sitio, se comportaba
igual que si la empujara por el pasillo.
Por la tarde, cuando fui a buscarla, le pregunté si quería una silla de ruedas y negó con la
cabeza.
—No veo casi nada, pero todavía soy capaz de andar perfectamente yo sola, gracias.
Luego se colgó de mi brazo y recorrimos el pasillo muy despacio. Doña Aurora se detenía de
vez en cuando, hurgaba en su memoria para reconocer lo que ya no estaba segura de identificar
con los ojos, fruncía el ceño, asentía con la cabeza, seguía andando. Aunque no habría estado muy
seguro de poder explicar por qué, fue emocionante.
—¿Esa mancha verde es el junípero? —exclamó cuando llegamos a la escalera—. ¿Tanto ha
crecido?
—Pues no lo sé, doña Aurora, pero tenga cuidado que vamos a empezar a bajar. Ahora hay
un escalón... —mientras la ayudaba, vigilaba con el rabillo del ojo el corredor, donde algunas
internas nos contemplaban con asombro—. Muy bien, ahora vamos a por el segundo... La verdad
es que no sé mucho de plantas.
—La chica, la chica tiene que saberlo. Ella era la nieta del jardinero, ¿no? Claro, que no
puede ser otra cosa que el junípero, porque siempre ha estado ahí, aunque a su lado había un
castaño y no lo veo.
—¡Doña Aurora! ¡Doña Au! ¡Do Au... rora!
Margarita, otra de las internas del Sagrado Corazón, pasó a nuestro lado mientras bajaba los
peldaños a toda prisa, como si pretendiera recibirnos al pie de la escalera. Allí flexionó un
instante las piernas, abrió los brazos en un gesto teatral e imitó el sonido de los platillos, ¡tachán!,
antes de empezar a hablar a tal velocidad que se atropellaba con su propia lengua y encabalgaba
las frases sin terminarlas.
—Ay doña Aurora do qué alegría soy Margarita Marga ¿no se acuerda de? éramos muy
amigas cuando la de años que hace la Virgen pero venga baje deme un anda que no la he echado
de doña Aurora pero ¿es que no me...?
—¿Quién es esa loca? —me preguntó mi paciente en un susurro—. Que se vaya, no quiero
verla —y se quedó parada en el penúltimo peldaño mientras Margarita seguía reclamándola—.
Me vuelvo a mi cuarto, quiero volver a mi cuarto.
—No, ahora no —la retuve con suavidad por el brazo—. Ya casi hemos llegado.
María, que conocía Ciempozuelos mejor que yo, anticipó el revuelo que provocaría la
primaveral salida de doña Aurora y me sugirió que fuéramos a la glorieta. Por la mañana me había
enseñado aquel espacio circular, delimitado por un seto de arbustos, casi tan alto como una
persona, que la protegería de la curiosidad de las demás. Por la tarde se adelantó para asegurarse
de que cuando llegáramos allí no encontraríamos a nadie más. Pero, como de costumbre, estaba
pendiente de todo. Tanto, que apareció justo a tiempo de llevarse a Margarita.
—Pero que no —la cogió del brazo con suavidad y empezó a tirar de ella—. Que es mi ami
—le dijo que ya sabía que eran amigas pero que ahora tenía que dejarla tranquila—. ¿Adónde me?
—le contó que eran las cinco y media y que en la cocina habían hecho un bizcocho para merendar
—. No quiero que no quie —le prometió que si iba a pedirlo ahora, le darían el trozo más grande
de todos—. No quiero ir —se ofreció a acompañarla para asegurarse de que podría mojarlo en
una taza de chocolate—. Bueno si hay chocolate me quedo sentadita sí vamos me gusta a mí el
choco mucho...
Hacía más o menos un año, en aquella época en que la perseguía por los pasillos sin
comprender por qué no quería hablar conmigo, había descubierto su habilidad para resolver cierta
clase de conflictos. Una mañana, mientras cruzaba el jardín para ir desde un pabellón a otro,
escuché un estrépito de gritos que no lograban esconder la desesperación de una voz que aullaba,
quejándose como una fiera encadenada. El escándalo provenía del dispensario médico y me
pareció tan alarmante que cambié de rumbo para comprobar qué había ocurrido. María entró
corriendo justo delante de mí, Eduardo tras ella. Los seguí hasta una sala donde una enfermera y
tres hermanas aplastaban boca abajo contra una camilla a una paciente que intentaba escaparse,
zafarse de la sujeción sin dejar de chillar. Nos enteramos de que estaba muy estreñida, el médico
había prescrito que le pusieran un enema y no estaba dispuesta a consentirlo. Eduardo y yo, las
máximas autoridades presentes en teoría, nos quedamos parados, mirándonos, sin saber qué decir.
María sí lo sabía.
—¿Pero le han explicado ustedes lo que le van a hacer? —le preguntó a una de las hermanas.
—No —le respondió ella, tan perpleja como si ni siquiera se le hubiera ocurrido esa
posibilidad.
—Pues hay que decírselo, mujer, para que no se asuste... —se dirigió directamente al
extremo de la camilla y puso la mano sobre la cabeza de la interna—. Usted tranquila, doña
Isabelita —mientras hablaba le iba acariciando sin parar la frente, el pelo—, que esto no le va a
hacer daño. Al revés, se va a quedar usted muy a gusto cuando termine. No es más que un
momento. Le van a meter un poco de agua por el culo, fíjese qué tontería, y no está fría, ¿a que no?
—levantó la cabeza, se volvió hacia las demás y cosechó un unánime coro de noes—. Esto lo
vamos a hacer por su bien, porque hace muchos días que usted no va al baño, no me diga que no...
—No, no —la pobre doña Isabelita respondió con un hilo de voz—. Si es verdad.
—Pues por eso... —María volvió a mirar hacia atrás, asintió con la cabeza y la enfermera
cogió el enema que estaba preparado sobre una bandeja y empezó a pasarlo muy despacio—.
Aunque usted no se lo crea, esta tontería le va a arreglar el problema. Cuando termine de entrar el
agua en sus intestinos, va a tener usted unas ganas enormes de ir al baño y asunto concluido. Es
una sensación un poco rara, pero no le está haciendo daño, ¿verdad? Tranquila, que queda muy
poco. No se va a creer usted lo bien que va a estar luego, sin ese peso en la barriga... Ya está. ¿A
que no ha sido para tanto?
Cuando doña Isabelita bajó de la camilla y salió renqueando de la habitación, Eduardo se
acercó a María y le dio las gracias.
—Si no es nada —ella se quitó importancia—. Luego se meten conmigo, dicen que soy una
blanda, pero es que hay que explicarles las cosas porque, si no, que te traigan aquí, que te pongan
boca abajo, que te quiten las bragas... ¡Como para no asustarse!
Entonces me acerqué a ella y salió corriendo como una exhalación antes de que pudiera
recordarle que teníamos una conversación pendiente. Eduardo me contó que no era la primera vez
que María resolvía una crisis, porque las internas no le daban miedo. Los brotes, los gritos, las
reacciones violentas que asustaban a las demás, resultaban familiares para ella. Había convivido
con enfermas mentales desde que era niña y siempre las trataba, de entrada, como si no lo fueran,
explicándoles las cosas, obligándolas a razonar. Muchas veces da resultado, concluyó, ya lo has
visto. En ese momento me pareció una explicación suficiente. Un año más tarde, mientras la veía
alejarse con Margarita, camino de la cocina, creí que no hacía justicia a los méritos de aquella
chica, que había nacido con el don de hacerles la vida más fácil a los demás.
—¿Lo ve? —le pregunté a doña Aurora—. Se ha ido, ya no se la oye. Vamos a la glorieta,
por aquí, muy bien.
María había dejado el libro encima de la mesa y una manta doblada sobre el respaldo de una
de las butacas de jardín que la rodeaban. Senté a doña Aurora, la tapé con la manta, y comprobé
que seguíamos teniendo espectadoras. Unas cuantas enfermas se asomaban por el hueco abierto en
el seto. Durante un instante pensé en alejarlas con palabras, pero temí que mi paciente volviera a
asustarse y me limité a dar unos pasos hacia ellas. Eso no bastó para dispersarlas. Al girarme,
comprobé que mi paciente se había puesto cómoda. Recostada sobre la butaca, con la cabeza
apoyada en el borde, tomaba el sol con los ojos cerrados. Parecía disfrutarlo, pero no quise pasar
por alto lo que había dicho antes.
—Doña Aurora —no se movió, no abrió los ojos, pero asintió con la cabeza como si me
diera permiso para seguir hablando—. Antes ha dicho usted que María, la chica que va a su
habitación a leer por las tardes, era la nieta del jardinero —hice una pausa y comprobé que mis
palabras no la habían alterado en absoluto—. ¿Usted la conoce? ¿Se acuerda de ella?
Se apoyó en los brazos de la butaca para incorporarse levemente, abrió los ojos, me miró.
—Yo sé lo que sé y digo lo que tengo que decir —remató aquella misteriosa declaración con
un final adecuado al tono profético, de pitonisa, en el que había hablado—. Eso es todo por ahora.
Luego volvió a recostarse y siguió tomando el sol en silencio hasta que María regresó.
—Siento mucho haber tardado tanto... —había venido corriendo, tenía las mejillas
coloreadas, la respiración en un jadeo—. Es que lo del bizcocho era verdad, pero el chocolate he
tenido que hacerlo yo... —se atusaba el pelo en el vano intento de devolver algunos mechones
rebeldes a la disciplina de la trenza de la que habían logrado escapar—. Ya que me he puesto, he
hecho de más, y he mandado a la cocina a las que estaban ahí fuera, espiando —por fin se sentó en
una silla, tomó el libro, lo abrió por la página que había dejado marcada la tarde anterior—.
Espero que las dejen merendar a ellas también, aunque no sé, porque esa cocinera es más
antipática... Bueno, doña Aurora, vamos allá. Tenemos casi media hora.
—No —ella abrió los ojos, se incorporó del todo—. Hoy no quiero que leas. Hace tanto
tiempo que no venía al jardín que prefiero que me digas lo que ves. Cuéntamelo.
María levantó mucho las cejas al mirarme e interpreté que aquel gesto era una invitación.
—Bueno —empecé por el principio—, estamos en la glorieta...
—No —me interrumpió enseguida—. Usted no, Germán, que no sabe nada de plantas —y se
volvió hacia María—. Tú, cuéntamelo tú.
Ella dejó el libro cerrado sobre la mesa, miró a su alrededor, empezó a hablar.
—Lo que tenemos enfrente es el junípero. Es una mancha verde, muy grande, tiene usted que
verla y ha tenido que pasar a su lado al bajar la escalera —doña Aurora se volvió hacia mí,
sonrió, asintió con la cabeza—. Ha crecido muchísimo, porque el castaño de Indias que había al
lado se secó, y ya no le hace la competencia. El saúco tampoco está. Lo arrancaron, claro, como
dejó de bajar usted, que era la única que lo defendía...
—Nunca hay que arrancar las plantas. Y menos por una superstición.
—Ya, ya lo sé, pero vaya a decírselo usted a los jardineros, con la manía que les tienen a los
saúcos... A cambio, plantaron una hilera de cinco cipreses que ya están altísimos. Si mira usted a
su derecha los verá. ¿Se da cuenta? —doña Aurora volvió a asentir y ya no volvió a mirarme, toda
su atención concentrada en la voz de María—. Tiene que verlos como cinco rayas verdes, muy
derechas. Pues un poco más atrás sigue estando la rosaleda. No se puede imaginar cómo ha
crecido aquel rosal de pitiminí que plantó usted. Hay que podarlo todo el tiempo, porque ocupa un
arco entero pero, si lo dejáramos, se comería a todos los demás. Es precioso, con esa cantidad de
flores rosas, muy claras, pero no se cansa de crecer...
Aquella tarde no hubo lectura. María tampoco se cansó de hablar, de describir con sus
propias palabras, cálidas, precisas, el jardín que veíamos y el que doña Aurora había cultivado
casi veinte años antes. En contra de una de sus costumbres más arraigadas, mi paciente no la
interrumpió. Movía la cabeza al ritmo de las palabras que escuchaba, con tanta concentración
como si estuviera remodelando su cerebro, extirpando imágenes caducas para sembrar en su lugar
otras que sólo podía imaginar. Doña Aurora, que se había negado airadamente a reconocer a su
lectora, que jamás había querido hablar con nosotros de los primeros años de su estancia en
Ciempozuelos, asentía con mansedumbre a los recuerdos de María, y por primera vez desde que la
conocía, me pareció una mujer capaz de haber sido feliz. Yo llegaría a experimentar algo parecido
en aquella glorieta, el recinto que a lo largo de aquella primavera nos acogió en muchas tardes
plácidas, divertidas, en las que mi paciente, a ratos, volvió a ser una persona mientras miraba a su
alrededor a través de los ojos de aquella alumna que se había convertido en su profesora. Cuando
no quería que ella hablara, durante las tardes en las que prefería quedarse recostada en la butaca,
con los ojos cerrados, tomando el sol, nosotros la imitábamos. Juntábamos nuestras sillas y
hablábamos en voz baja de tonterías, como dos colegiales que hubieran hecho novillos. De una
forma o de otra, los ratos que pasaba en la glorieta se convirtieron en el mejor momento de mis
jornadas de trabajo. No bajábamos al jardín todos los días, porque doña Aurora se cansaba, le
dolían las piernas o decidía que no quería salir sin explicarnos por qué. Entonces yo intentaba
convencerla por mi propio interés, porque mientras estaba sentado al sol, con María y con ella, se
suspendían todas mis preocupaciones. Mi descanso era tan profundo que a veces hasta me dormía
unos minutos. A doña Aurora le pasaba lo mismo. A María nunca. Ella era la más responsable de
los tres.
Ni siquiera los progresos, mucho más prometedores, más consistentes, de las pacientes de mi
programa, habían logrado emocionarme tanto. Al principio no entendía por qué, y hasta me
molestaba, porque no me parecía justo. Después comprendí que, en los buenos momentos, cuando
lograba aproximarse a la mujer que había sido una vez, Aurora Rodríguez Carballeira me
devolvía a una mañana calurosa de junio de 1933, al despacho de la consulta, a mi padre. En su
altivez y en su desamparo, en la brillantez de sus expresiones, en sus aires de grandeza y la ternura
con la que cogía en brazos a alguno de los gatos que pululaban a su aire por el jardín, doña Aurora
me regalaba retazos de una alegría pasada, irrecuperable ya. Era la única persona de este mundo
con ese poder, yo lo sabía. Ese había sido el principal motivo que me impulsó a acercarme a ella
cuando la encontré en Ciempozuelos, pero en la intimidad de la glorieta, bajo la protección de
aquel seto circular que nos aislaba del resto del mundo, lo percibí como nunca antes.
—Oye —seguía resistiéndose a llamarla por su nombre, pero como nos sentábamos siempre
en las mismas sillas, bastaba con que girara la cabeza en una dirección o en otra para que
supiéramos a quién se dirigía—. ¿Y el invernadero? Porque aquí había uno, ¿no?
—Claro —la voz de María tembló ligeramente—, y sigue estando ahí.
—Me gustaría ir a verlo —sus labios esbozaron una sonrisa auténtica, lejos del altivo
sarcasmo que solía curvarlos—. Bueno, lo que se dice ver, no voy a ver mucho, pero... Ya me
entiendes.
A mediados de mayo empezamos a dar paseos. El invernadero nos mantuvo ocupados varios
días antes de convertirse en un destino alternativo a la glorieta, porque doña Aurora no se cansaba
nunca de recorrerlo. Aunque ya no era capaz de recordar los nombres de las plantas de un día para
otro, le gustaba ir a verlas, acercárselas a los ojos, comprobar cuánto habían crecido.
—¿Esto son begonias?
—No, doña Aurora, son clavellinas.
—¡Ni hablar! Esto son begonias. ¿Tú qué te crees, que me vas a engañar a mí? ¿Piensas que
soy tonta? La tonta eres tú, para que lo sepas, porque no ha nacido todavía nadie capaz de engañar
a Aurora Rodríguez Carballeira. ¡Que no se te olvide!
Yo le había pedido a María que no le llevara la contraria. Le había explicado que estaba más
despierta, más atenta, porque tomaba menos sedantes, pero que eso no afectaba a su enfermedad,
al contrario. Aunque estaba dispuesto a correr ese riesgo, su mejoría podría llegar incluso a
agravar algunos síntomas, porque doña Aurora jamás había olvidado a sus enemigos.
—Yo no sé... —una tarde lluviosa de marzo, cuando aún no me habría atrevido a esperar que
llegara a salir algún día de su habitación, echó a María para quedarse a solas conmigo—. Dígame
la verdad, Germán, por favor se lo pido. No soy más que una vieja, ya lo ve, encerrada aquí, ¿qué
poder puedo tener? No valgo nada —y sin embargo, antes de seguir me dirigió una mirada
oblicua, cargada de astucia—. Por eso no corre ningún riesgo si me dice la verdad. ¿Es usted uno
de ellos?
—No, doña Aurora, no lo soy —me detuve un instante para escoger el mejor camino—. Sé a
quién se refiere usted, a las potencias internacionales que intentaron secuestrar a su hija Hildegart,
arrancarla de su lado. ¿Tengo razón? —asintió con la cabeza y proseguí, tratando de parecer
calmado mientras me arrastraba por un campo de minas—. Al principio, quizás pensó usted que
ellos me habían mandado para tenerla vigilada. Pero yo sólo soy su psiquiatra. No pretendo
hacerle ningún daño, al contrario. Me alegro muchísimo de que se encuentre mejor.
—Ya... Ahora pienso con más claridad. Creo que estoy recuperando mis potencias. Me
equivoqué con usted, porque ellos debieron encontrar una manera de intervenirme, de interferir mi
pensamiento. En los últimos años no podía pensar bien, estaba como embotada, ¿me entiende? —
asentí con la cabeza—. Y claro, cuando usted llegó... Yo me daba cuenta de que tenía que luchar
contra ellos, volver a pensar, a razonar, pero no podía. Era como si tuviera la mente encarcelada
—se sujetó la cabeza con las dos manos y empezó a moverla de un lado a otro—, aprisionada,
¿comprende?, cargada de cadenas, y no podía romperlas por más que lo intentara... Hasta que hace
poco me di cuenta de que si usted hubiera venido a atacarme, a intentar acabar conmigo, no estaría
mejor, sino peor, así que... Tengo que pedirle perdón, Germán, perdóneme. Usted no se imagina mi
tormento, la tortura de estar siempre alerta, al acecho de todos los peligros, defendiéndome de
ellos...
—Me lo imagino, doña Aurora. Pero no tiene usted que preocuparse por mí. Y yo tampoco
tengo nada que perdonarle.
Le conté aquella conversación a María para alertarla de que cualquier motivo, incluso tan
nimio como la discrepancia sobre la especie de una planta cuyas primeras hojas apenas asomaban
unos milímetros del suelo, podía bastarle para sospechar que existía una conspiración organizada
contra ella. Por eso le dábamos siempre la razón, y la dejábamos que se saliera con la suya hasta
que las hojas crecían lo suficiente para que, además de verlas, pudiera reconocerlas con los
dedos.
—¿Qué te dije? Eran clavellinas, ya lo sabía yo.
—Claro que sí, doña Aurora —ella me miraba, sonreía—. Si usted sabe de plantas más que
nadie.
Aunque a veces, al mirarla, descubría un velo turbio empañando sus ojos.
—Es que es como si ahora ella fuera la niña pequeña y yo la adulta que le enseña las cosas.
Parece una tontería, pero... —me confesó una tarde, al salir del invernadero—. Me acuerdo de
aquellos cubos de colores, del puerto de Sebastopol, de todo lo que me enseñó aquí mismo. Y me
da pena, pero me alegra a la vez. No sé, es una sensación muy rara, porque es como si hubiera
vuelto, ¿no?, tampoco del todo, pero ya es tarde, ya no hay tiempo para... ¡Bah!, son cosas mías.
No me haga caso, doctor Velázquez.
Desde que doña Aurora me dijo que le gustaría salir al jardín, mi relación con María también
había cambiado. Nunca había sido tanto mi colaboradora como mi cómplice, pero las tardes que
compartimos primero en la glorieta, después en el invernadero, fueron otorgándole poco a poco
una categoría nueva, más valiosa. A partir de entonces, si hubiera tenido que escoger una palabra
para explicar lo que representaba para mí, habría elegido compañera, porque nos hacíamos
compañía mutuamente. No teníamos la confianza que se otorgan los amigos porque no estábamos
en una posición de igualdad. Yo era psiquiatra, ella, auxiliar de enfermería, ambos trabajábamos
en un lugar donde esas categorías representaban dos orillas opuestas de un abismo. Pero las
alegrías de aquella primavera, su placentera calma, la serenidad que me inspiró el sol de abril
para que la perfeccionara el sol de mayo de 1955, no habrían llegado a existir sin ella. El jardín
nos regaló la oportunidad de fundar una sociedad armoniosa, autosuficiente, de tres personas. En
la glorieta no cabía nadie más, y lo sabíamos. Los tres evitábamos por igual cualquier nueva
incorporación, porque éramos conscientes de que un cuarto miembro habría deshecho un
equilibrio perfecto.
Sin María Castejón, doña Aurora habría sido mucho más inasequible para mí. Yo no sabía
los nombres de las plantas, ni dónde estaba el huerto, ni por qué había que encañar los tomates y
los pimientos, pero no era sólo eso. María había nacido con el don de resolver conflictos, de
hacer que las cosas fueran más fáciles para los demás. Su presencia me daba seguridad porque,
aunque mi técnica había mejorado mucho, ella seguía manejando a doña Aurora mejor que yo. Era
paciente, animosa, divertida, y compartía con Else Goldstein la virtud de saber estar en silencio a
mi lado. Cuando tomábamos juntos el sol, no necesitaba hablar, ni escucharla, para ser consciente
de que estaba sentada a mi izquierda, y presentía que, sin ella, aquel momento habría sido menos
agradable. Lo justificaba diciéndome que, si María no existiera, tendría que estar pendiente del
humor de doña Aurora en todo momento, y sin embargo, estar juntos nos liberaba a ambos por
igual de aquella preocupación, pero eso no explicaba completamente lo que sentía. Pensé mucho
en el valor de la compañía durante aquella primavera. Pensé tanto que no tuve ocasión de apreciar
lo evidente. María Castejón era mucho más atractiva que Else Goldstein, pero mientras pasaba
con ella el mejor momento de todos los días nunca me paré a pensar en eso. A cambio, su
compañía me enseñó lo que echaba de menos en Pastora.
—No —su voz cortaba como un cuchillo—. No puedo.
A veces le proponía bajar por la calle Atocha para ir al Retiro, tomar un aperitivo en una
terraza y comer allí, al aire libre. A veces, me ofrecía a pedirle el coche prestado a mi cuñado
para hacer una excursión, tan corta como ir al Pardo o subir hasta Navacerrada. A veces, le
preguntaba si no le apetecería llegar más lejos, pasar un par de días en una playa, al norte, al este,
al sur, donde ella quisiera. A veces, al salir de la casa de doña Encarna, la animaba a que
fuéramos al cine, a ver esa película de la que hablaba todo el mundo. A veces, intentaba quedar
con ella entre semana para tomar una cerveza, para ir al teatro, para dar un paseo. A veces, le
recordaba que ni siquiera sabía cuándo era su cumpleaños, que podríamos ir de compras, que lo
más probable era que le debiera un regalo. La respuesta era siempre la misma.
—No.
Todos los domingos nos encontrábamos a la una en la puerta del Monumental. Todos los
domingos íbamos a comer después a algún mesón situado entre Tirso de Molina y Antón Martín.
Por fortuna dejaba nuestro destino en mis manos, pero las posibilidades eran muy limitadas. Sólo
podía escoger entre cuatro locales y ninguno era un restaurante. Al principio, no lo entendía. En
las tascas de Madrid se comía muy bien, a mí siempre me habían gustado los guisos, el cocido, la
fabada, el pisto, los callos. Pero nunca conseguí arrastrarla a un asador o a una marisquería, nunca
logré que aceptara media docena de cigalas o un cordero asado. Le preguntaba si no le gustaban y
me contestaba que sí, que le encantaban, pero que no quería. Con el tiempo comprendí que Pastora
me dejaba que la invitara a comidas baratas, que aun así ella no podría pagar con su sueldo, pero
no quería que gastara en ella ni un céntimo más de lo imprescindible. Y me equivoqué.
—No —aquella vez incluso sonrió—. No es por eso.
Me dijo que se acostaba conmigo porque le daba la gana. Que nadie le iba a decir a ella con
quién podía meterse en la cama y con quién no. Que le traían sin cuidado el pecado, la moral, la
reputación y toda esa mierda de los curas y las beatas. Que no sentía en absoluto que dejarme
pagar la comida y el hotelito la rebajaran o la convirtieran en una puta. Que si ganara más dinero
pagaría la mitad de todo, pero que no podía porque su sueldo apenas daba para cubrir el precio de
la pensión y la comida diaria. Que tenía que ahorrar lo poco que le sobraba por si necesitaba
comprarse una falda o unos zapatos nuevos, aunque procuraba tratar muy bien la ropa y el calzado
y en cuanto llegaba a su cuarto se ponía un camisón, una bata, y no se las quitaba hasta el día
siguiente. Que por eso me dejaba invitarla. Que no pensara cosas raras de ella porque Pastora
Muñoz había nacido mujer libre. Que siempre lo había sido y siempre lo sería, por más que esos
hijos de puta siguieran intentando someterla. Pero que no quería cigalas, ni ir de excursión, ni
tomar el aperitivo en el Retiro, porque ella era así, y yo sólo podía tomarla o dejarla.
—Así que no —resumía—. Gracias, pero no.
Entre no y no, nuestros domingos eran siempre iguales. La comida, el taxi, la mejor
habitación del hotelito, dos horas en la cama, una despedida apresurada en la puerta y toda la
semana por delante. Aunque era lo último que me habría atrevido a esperar, el sexo se fue
contagiando poco a poco de monotonía. Pastora jamás dejó de imponer la postura, el tiempo, el
ritmo. Nunca me cedió la iniciativa. No me dio ningún capricho. No aceptó ninguna variante. Una
tarde de abril, justo después de correrme, fui consciente de que iba a empezar a aburrirme. Sabía
que no habría más repeticiones, que Pastora me abrazaría para hacerse la dormida, que a la hora
exacta abriría los ojos, miraría el reloj y fingiría asombrarse de lo tarde que era. Mi humilde
clarividencia me inspiró tanta tristeza que aceleré la partida, y a ella le pareció bien. No preguntó,
no se quejó, no me retuvo. A partir de aquel día, nuestros encuentros fueron un poco más breves,
más descarnados también. Pensé que a Pastora le daba igual, y volví a equivocarme.
—Yo te entiendo, Germán, pero tú no me entiendes a mí.
Aquella tarde se nos hizo casi de noche. La luz del día se deshacía perezosamente en un
cálido anochecer del mes de junio cuando doña Encarna llamó a la puerta para pedirnos que nos
fuéramos ya. Pastora llevaba más de tres horas hablándome de su marido. Dónde le había
conocido. Cuándo se había enamorado de él. Qué clase de felicidad absoluta, espesa, casi sólida,
había vivido a su lado. Cómo había muerto él. En qué carga insufrible se había convertido la vida
para ella desde entonces.
—Yo sé que quieres más, Germán, y lo entiendo. Es lo que querría cualquiera, pero no tengo
nada más que darte. Sé que nunca volveré a ser feliz, porque ni siquiera estoy dispuesta a
intentarlo. Yo ya he sido feliz, todo lo feliz que puede llegar a ser una mujer. Ninguna felicidad
nueva sería ni parecida, sé que eso es imposible, y aceptar un sucedáneo, una mala copia de lo
que tuve, de lo que perdí, no sería una victoria, sino un fracaso. He pensado muchas veces en
matarme para acabar de una vez, pero me da miedo hacerlo. No se lo he confesado a nadie, pero
esa es la verdad, que soy una cobarde. A mi hermana le digo que no me suicido porque soy
comunista, porque el Partido es mi casa, mi familia, porque mis camaradas me necesitan, pero es
mentira. Me avergüenza decir que no me atrevo, pero no me da vergüenza follar contigo porque
tengo treinta y seis años, y me hace falta, y eso sí podría arreglarlo yo sola, pero ya hay demasiada
tristeza en mi vida, no sé si podría con más. Tú me gustas, Germán, y no creas que me gusta
cualquiera. Pero lo que hacemos los domingos es lo único que puedes esperar de mí. No tengo
nada más para ti.
Cuando terminó de hablar, dos lágrimas gordas y templadas, mansas, silenciosas, rodaron
lentamente por sus mejillas. Aunque la ventana estaba abierta, el aire de aquella habitación se
había enturbiado hasta resultar irrespirable. Tenía que marcharme. Levantarme de la cama,
vestirme, salir por la puerta lo antes posible. Habría sido mejor hacerlo con la boca cerrada, pero
no fui capaz de ahorrarle un último reproche.
—No quieres tener nada más para mí.
—No, no es eso.
Ella fue la que se levantó primero. Me dio la espalda, se vistió muy deprisa, se puso los
zapatos y sólo después terminó de hablar.
—No es una cuestión de querer, sino de poder. Y yo no puedo, Germán, porque estoy muerta.
Parezco viva, lo sé, pero estoy muerta. Me he ido secando por dentro hasta quedarme vacía. No
puedes pedirme que te dé lo que no tengo.
Se acercó a mí, me besó en la mejilla y se fue a toda prisa.
—¿Y estás jodido? —me preguntó Eduardo al día siguiente.
—No sé cómo estoy —creí que era verdad pero en aquel momento descubrí que podía afinar
más—. O sí, lo sé. Estoy triste, sobre todo eso, triste. Porque toda esa historia del héroe, y la
muerte del héroe, y la viuda eterna, y la muerte en vida... Si lo disfrutara, pues bueno, cada uno
disfruta con lo que puede, ¿no?, pero que lo pase tan mal... Me parece una mierda, la verdad.
—Mira que eres raro, Germán, único en tu especie, en serio te lo digo —y se rio con ganas,
como si lo que acababa de escuchar le pareciera muy gracioso—. Anda, que los problemas que
tienes, a quien se lo cuentes...
Antes de que siguiera hablando ya había adivinado lo que iba a decirme. Que en el caso de
que..., tú ya me entiendes, para él Pastora no sería un problema, sino una bendición. Que qué más
quería, si encima me había dicho que le gustaba follar conmigo. Que si lo que me apetecía era
tener novia, que me buscara una, pero que Pastora no iba a ser. Que me olvidara de acostarme con
ella antes de la boda y de un montón de cosas después. Que no se puede tener todo en esta vida.
Que para tomar cañas, ya le tenía a él.
Todo eso era verdad. Pero era una verdad mezquina, sucia, una verdad española. La que
sembraba el padre Armenteros en los Cursillos de Cristiandad. La que convertía el sexo en un
artículo de estraperlo, el placer en una actividad clandestina, el cuerpo en un objeto de delito. La
que vaciaba el corazón de las mujeres como Pastora para rellenarlo con una culpa ajena,
implantada a traición, que había matado por asfixia, hacía ya muchos años, la libertad de la que
seguía alardeando en vano. La que intoxicaba la imaginación de las muchachas, pintando de negro
lo que debería ser rosa. La que humillaba el deseo de sus novios, sometiéndolos a la humedad
rojiza, sórdida, de un sótano perpetuo donde las tinieblas se confundían con la luz del día. La que
desvirtuaba la alegría, convirtiéndola en vicio, la felicidad, convirtiéndola en debilidad, la piel,
convirtiéndola en un puente hacia el Infierno. Era una mierda de verdad, la cárcel portátil, de pura
mierda, que aprisionaba los sentidos, el cuerpo y la mente de todos los españoles.
Eduardo Méndez, con toda su soltura, su elegancia de hombre de mundo, su afición al sexo de
usar y tirar, no era una excepción. La frase con la que había empezado su discurso, en el caso de
que..., tú ya me entiendes, no era producto de su famosa ironía, sino un fruto del terror que le
inspiraba que el taxista que nos llevaba al manicomio pudiera sospechar siquiera la verdad. Por
eso la había dicho en un susurro antes de elevar la voz para pronunciar el nombre de Pastora y el
verbo follar. Él, que había renunciado de antemano a todo lo que no podía aspirar a tener, un amor,
un novio, una pareja, acudía sin rechistar cuando el padre Armenteros silbaba, pero no era un
cínico, sino un superviviente. Intentaba mantenerse vivo con dignidad, más allá de los barrotes de
una celda entre los cuales la vida le arrojaba de vez en cuando alguna migaja. Con eso se
alimentaba, y así tiraba para delante, elaborando su propio discurso sobre la libertad y una
manera de vivir que afirmaba haber escogido, aunque otros se la hubieran impuesto a la fuerza. En
realidad, no era tan distinto de Pastora. Estaba buscando una manera de decírselo sin ofenderle
cuando repitió una pregunta a la que no había prestado atención la primera vez.
—No —respondí por fin—. No tengo nada que hacer en el aniversario de la Revolución
Francesa.
—Muy bien —sonrió—, porque ese día es mi cumpleaños. Mi madre se ha ido a Cercedilla,
a casa de una de mis hermanas, y ya que no vamos a poder tomar la Bastilla, por lo menos pienso
dar un fiestón.
¿Estoy haciendo bien? No lo sé, estoy muy confundida... No, confundida no es la palabra. Estoy
sorprendida, eso es, porque no entiendo lo que me pasa. ¿Por qué me acuerdo ahora de las cosas?
Y no es sólo la cabeza, el cuerpo también me responde mejor, las piernas, por ejemplo. Claro, que
antes no andaba y ahora ando. El ejercicio físico hace mucho bien, eso lo sé yo desde siempre, a
Hilde se lo inculqué desde bien pequeña, la llevaba de paseo todos los días, aunque hiciera
mucho frío, o mucho calor. ¿Y va a sacar usted a la niña, con la nevada que ha caído?, me decían
las vecinas, la portera. ¡Mujeres ignorantes! Así se crio mi hija, sanísima, que no tuvo ninguna
enfermedad, sólo las de la infancia, las que pasan todos los críos. Yo la abrigaba muy bien en el
pecho, en la cabeza, en el vientre, le ponía unos guantes y ¡hala!, a la calle. Pero entonces yo
estaba mejor, las cosas como son, era fuerte, estaba segura de lo que hacía, y ahora... No es nada
raro que se me ocurriera bajar al jardín, con el tiempo tan bueno que está haciendo, pero ¿por qué
no he bajado antes? Cuando vi el junípero, me quedé pasmada. ¿Cómo ha podido crecer tanto este
árbol?, pensé, pero luego me di cuenta de que el problema no era el árbol, sino yo. ¿Cuánto
tiempo ha pasado desde que no veo el junípero? Eso es lo que tendría que haberme preguntado, y
la verdad es que no lo sé, no me acuerdo. No tengo ni idea de cómo vivía yo hace cinco años, por
ejemplo. Porque hace cinco años ya estaría yo aquí, ¿no? Tenía que haber acabado la guerra, o...
No lo sé, supongo que sí, pero cuando intento pensar en eso, lo único que veo es un pegote, como
si mi vida hubiera sido una nube gris, muy oscura, o una montaña de basura, un basurero cada vez
más grande de muchos días iguales, todos del mismo color... Déjalo, Aurora, que te estás liando.
Eso ya no importa. Tengo que pensar y ahora me resulta mucho más fácil. Pienso hasta sin
ponerme en mi postura, así que... Lo que no me explico es por qué no me acordaba yo de la tonta
del bote. ¡Ay, pobrecita! A lo mejor no está bien que la llame así, aunque tonta es un rato, la
verdad, y sin embargo, de pequeña, hasta que se apartó de mí, era listísima. Pues claro, porque le
enseñaba yo, lo poco que sabe lo aprendió conmigo. Eso tampoco lo entendieron nunca los
médicos, ni el abogado, el jurado, nadie. Que Hildegart por sí misma no era nada, que su
inteligencia era un reflejo de la mía, un producto de mi propia inteligencia, nada más. Pero fue a la
universidad a los trece años, me decían, escribía libros, daba conferencias... ¡De mi mano!
Siempre lo hizo todo de mi mano, ¿o no la acompañaba yo a clase? Todos los días entraba con
ella en el aula. Era imprescindible, porque su inspiración provenía de mí. Yo le decía lo que tenía
que hacer, le daba ideas, corregía sus faltas, y así todo, así siempre, pero nunca lo entendieron,
nunca me creyeron. Por eso, cuando llegué aquí y descubrí a esa niña tan lista, pensé que se darían
cuenta, que apreciarían mi poder, pero ¡qué va! Si es que yo soy una mujer de otra época. Siempre
he estado adelantada a mi tiempo, y así me ha ido. Nadie me lo ha reconocido nunca, ni aquellos
cochinos que me llamaron asesina ni después, los de aquí... Basta, Aurora, no te enredes en lo
viejo y piensa en lo nuevo, que hay mucho que pensar. Lo que importa es que ahora me acuerdo de
todo menos de su nombre. Aquí la llaman María, pero yo no me fío, aunque es la nieta del
jardinero, claro que sí. Mira que me lo ha dicho veces desde que llegó el otro, y yo nada, ni idea,
y de repente, un buen día... ¡Pues claro que te conozco, perra traidora! Eso me dije, lo que pasa es
que ahora tampoco lo veo tan claro. Lo de perra traidora, quiero decir, porque de repente me
acuerdo de que ella estaba aquí aquella tarde, me acuerdo como si la estuviera viendo, apoyada en
el quicio de la puerta, llorando... ¿Y por qué lloraba? Yo en aquella época estaba mucho mejor
que ahora, y si la llamé lo que la llamé, por algo sería, ¿no? Pero luego, o sea ahora, aparte de
leer, me cuenta todo lo que hay en el jardín y lo hace muy bien, como si me contara una historia, y
no me guarda rencor. Porque está con él, debe ser, y él... ¡Ay, Aurora, ahí está la clave! La clave
es ese hombre. ¿Quién es? Un psiquiatra, dice, y debe serlo, sí, por cómo habla, pero es algo más.
¿Cómo ha llegado a esta casa? ¿Quién le envía? A lo mejor, el presidente de la República no me
ha olvidado y mientras tanto yo, aquí, venga a pensar mal de él. ¿Le habrá mandado para
ayudarme? Porque me está ayudando, eso desde luego. Antes no podía pensar y ahora pienso,
antes no salía de mi cuarto y ahora me voy de paseo todas las tardes. Él también tiene potencias,
una mente poderosa, como la mía, más no, que se lo dije bien clarito el otro día con el
pensamiento, no te creas que puedes más que yo porque no, eso nunca, y sonrió, como si me diera
la razón. No me extraña porque tiene que saberlo todo, si ha venido a eso, yo lo noto. ¿Le habrán
mandado los rusos? Mira que a mí los rusos nunca me han gustado, pero hasta ahora habían estado
al margen, sin intervenir en mi vida, esperando a ver qué hacían los demás, y oye, si es para
bien... Igual por eso tenía ese acento tan raro al principio, porque habla ruso. No se me había
ocurrido hasta ahora, y es una pena, porque ya lo ha perdido. Ahora habla igual que los demás,
aunque sigue andando más derecho, con la cabeza alta, y como los rusos están tan crecidos... Da
igual, venga de donde venga es un hombre poderoso, eso seguro, porque lo único que no me ha
mejorado es la vista, pero lo demás... ¿Por qué, Aurora, por qué? ¿Qué está pasando? Es como si
mi cuerpo me escuchara, como si le hubieran salido orejas, entendimiento, no sé cómo explicarlo.
Porque la otra noche estuve pensando... ¡Qué pena que ya no vea bien! La protección de Germán
me hace más fuerte, su poder aumenta el mío, y si pudiera coser, podría hacer otra criatura, crear
un hijo como aquellos que me mataron. Esta vez lo conseguiría, estoy segura, pero para intentarlo
tendría que ver bien, y veo muy mal. Así me dormí, pensando en eso, y me desperté con un dolor
en el vientre que hacía muchos, muchos años, que no sentía. ¡Era un dolor de regla, el mismo dolor
de cuando me venía la regla, antes! ¿Y qué significa eso? Piensa, Aurora, piensa, concéntrate. Lo
más importante es descubrir qué está pasando en tu cuerpo. Tu mente no corre peligro, porque
sigue siendo superior a todas las demás. Tú tranquila, que eso no ha cambiado y no cambiará
jamás.
Cuando el doctor Méndez me invitó a su cumpleaños, le dije que se lo agradecía muchísimo, pero
que no creía que pudiera ir. ¿Por qué?, me preguntó, como si supiera que no tenía excusa, anímate,
mujer, que eres muy joven para estar aquí metida todo el santo día... El doctor Méndez y yo
éramos amigos. Aparte de que nunca podría pagarle el favor que me hizo cuando más lo
necesitaba, él había sido el único psiquiatra de Ciempozuelos con el que podía hablar, el único
que me gastaba bromas y sonreía al darme los buenos días, hasta que llegó el doctor Velázquez.
Pero, dejando a un lado que no tenía nada que ponerme, yo no iba a saber estar en una fiesta con
médicos, y sus mujeres, y esa clase de gente. A él se lo habría contado. El doctor Méndez había
conocido a Alfonso, me conocía a mí, lo habría entendido, pero antes de que pudiera decírselo,
me cogió del brazo y echó a andar conmigo por el pasillo. Es que he invitado a Germán, me dijo, y
como él es tan raro y los dos sois tan amigos... Si no vas tú, igual se tira toda la noche callado, sin
hablar con nadie, y me amarga el cumpleaños, ya le conoces.
Eso fue una puñalada. Pues anda, claro, porque era lo que me faltaba, la verdad. Y mira que
estaba teniendo cuidado yo conmigo misma, pero fue oír aquello y empezar a contármelo todo al
revés. Que si en realidad el doctor Méndez me había pedido un favor, que cómo iba a decirle que
no, con todo lo que me había ayudado él siempre, que total, qué peligro podía haber en ir a una
fiesta que además, para qué nos íbamos a engañar, estaría llena de mariquitas... Entonces me
acordé de Chicas, la revista de los 17 años, y de que no existe nada tan elegante como un
vestido negro sencillo, clásico. Con unos zapatos de salón y un simple collar de perlas,
¡causarás sensación!
Yo no tenía collares de ninguna clase, pero sí tenía un vestido negro, con lunares blancos,
grandes. Era sencillo, discreto, el largo por debajo de la rodilla, no mucho, con un poco de vuelo,
muy bonito. Además, tenía un cuello blanco, como de camisita de bebé, que no dejaba espacio
para perlas, ni auténticas ni de las otras. No era de verano, pero tampoco tenía mangas, así que no
iba a desentonar. Sólo me lo había puesto una vez, y habían pasado seis años desde entonces, pero
me acordaba perfectamente de todo, porque para comprármelo había tenido que ahorrar el sueldo
de un mes y medio. Cuando reuní el dinero que costaba, en el escaparate de la tienda donde me lo
habían guardado sólo había bañadores y vestidos de verano, pero me dio igual. Te vas a asar con
eso, me dijo Rosarito al ver que estaba forrado, y se ofreció a descoser el forro, pero no quise,
por si lo estropeaba, aunque ella cosía muy bien, la verdad, mucho mejor que yo. Al final, me lo
puse tal cual y no pasé calor. Anda, claro, pues no faltaba más, me pasaron tantas cosas aquella
tarde que ni siquiera tuve tiempo para darme cuenta de eso. Cuando me lo quité, estaba medio
convencida de que me lo había pasado muy bien. Cuando me metí en la cama por la noche, ya no
estaba tan segura. Al día siguiente, lo habría roto en pedazos con las tijeras de la cocina pero no
lo hice, porque me había costado demasiado dinero. Lo doblé, le di la vuelta, lo metí en el fondo
de la maleta, para no verlo, y así viajó desde Madrid a Ciempozuelos en el verano de 1952,
cuando volví a vivir y a trabajar en el manicomio.
—¡Qué guapa está, María!
La sonrisa del doctor Velázquez me devolvió el gesto burlón del estudiante de poco más de
veinte años para el que lo estrené.
—¿Usted cree? —hija, qué tapada vas, pareces una novicia, es el típico vestido que mi
madre le compraría a mi hermana pequeña para la comunión de un primo o algo por el estilo,
¿cómo se te ocurre ponerte algo así?, vamos a hacer el ridículo—. No sé, me lo he puesto porque
no tengo otro, pero está muy pasado de moda.
—¿Sí? Bueno, yo de eso no entiendo —volvió a sonreír—, pero me parece que le sienta muy
bien. La encuentro muy guapa.
—Muchas gracias —en Florita decían que nunca había que rebajarse a agradecer los
piropos con palabras, basta una sonrisa para que él comprenda que ha sabido agradarte, pero
seguro que en el país donde vivía el doctor Velázquez a los veinte años no había revistas como
esa.
En septiembre de 1947, cuando me fui a servir a Madrid con quince recién cumplidos,
tampoco existían revistas para chicas adolescentes en España. Faltaban un par de años para que
apareciera la primera, pero la señora compraba Lecturas cada quince días, y Rosarito se
abalanzaba sobre ella en cuanto que doña Prudencia salía por la puerta. Mira qué traje más
precioso, me decía mientras pasaba las páginas a una velocidad frenética, y esta artista, ¡qué
guapa!, esta otra creo que salía con Clark Gable... ¿Qué es un clargable?, le pregunté la primera
vez que oí esa palabra, y me miró con los ojos tan abiertos que hasta le pedí perdón, por si la
había ofendido, antes de que se echara a reír. Pero ¿tú de dónde sales? Pues del manicomio de
mujeres de Ciempozuelos, le respondí y volvió a ponerme los ojos en blanco. Mujer, eso ya lo sé,
era un decir.
Hasta que llegué yo a aquella casa, Rosarito sólo miraba las fotografías del Lecturas. Por
eso pasaba las páginas tan deprisa, porque había ido muy poco tiempo al colegio, y como tenía
que silabear en voz alta para descifrar cada palabra, pues se le escapaba el sentido de las frases,
claro. Lee tú mejor, anda, me pedía. Yo intentaba que siguiera ella, porque así no iba a leer bien
en su vida, pero se enfadaba conmigo, me llamaba asquerosa, antipática, me prometía que no iba a
volver a ajuntarme nunca más. Total, que acababa leyendo yo, pero tampoco nos poníamos de
acuerdo en los artículos. Aquella revista traía cuentos, páginas de novelas, pero a ella sólo le
interesaban las chicas topolino, cómo eran, cómo hablaban, cómo se vestían, y los cotilleos sobre
idilios y noviazgos de los actores de aquí, o de América. Anda, que la Amparito Rivelles,
también, decía de repente, esa cambia de novio como yo de bragas, y se reía a carcajadas. A
veces, cuando estaba animada, me reía con ella, porque era muy bruta pero tenía una manera de
hablar muy graciosa. Lo malo era que, al principio, estaba animada muy pocas veces.
La muerte de mi abuelo había sido un golpe terrible, porque al desaparecer él, se hundió mi
mundo con todo lo que contenía. Él siempre había sido un hombre muy fuerte, y aunque ya había
cumplido sesenta y dos años, nunca había estado enfermo, que yo recuerde. Seguía haciendo lo
mismo que había hecho toda su vida, levantarse al amanecer para trabajar en el huerto antes de
marcharse al jardín, echar una mano a los caseros y hacer chapuzas en el manicomio en sus ratos
libres. Siempre tenía muchas tareas atrasadas y se le iba el santo al cielo cada dos por tres, así
que no me imaginé nada raro aquel día que mi abuela me mandó a buscarle a la hora de comer. Le
había visto pasar por delante de casa un rato antes y por la dirección que tomó, adiviné que iba al
huerto, no al grande, que era el de las monjas, sino al pequeño, uno que cultivaba él para nosotros.
Habrá ido a coger unos tomates y se habrá liado con otra cosa, me dije, tan pancha, pero al
acercarme a la cerca no le vi. Sin embargo tuve un presentimiento, fíjate, qué cosa más rara, como
si supiera que estaba allí aunque no estuviera de pie. Y allí estaba, pues anda, claro, ¿dónde iba a
estar si no?, caído encima de las tomateras, boca abajo, con una mano vacía, la otra agarrando un
tomate todavía. Eso me pareció una buena señal, no sé por qué, así que me agaché a su lado, le di
la vuelta, le limpié la cara de tierra y no dejé de sacudirle, de hablarle, de intentar que me hablara
él, que dijera cualquier cosa. Pero no podía, porque estaba muerto y eso también lo supe sin
saberlo, aunque saliera corriendo de allí, aunque llegara al hospital dando gritos, aunque agarrara
de las solapas de la bata al médico de entonces, pobre hombre, que estaba comiendo tan tranquilo.
Se llamaba don Arturo y era muy seco, pero aquel día corrió tanto como yo, total, para nada, para
decirme lo que yo ya sabía, que mi abuelo estaba muerto. Se le había reventado la aorta, por lo
visto. Durante muchos días, mientras madrugaba, y se vestía, y cogía la azada, y removía la tierra,
y plantaba, y arrancaba, y cosechaba, las paredes de esa vena se habían ido consumiendo poco a
poco, volviéndose cada vez más finas, más frágiles, tan delgadas al final como un papel de fumar,
me explicó don Arturo. Hasta que se rompieron, y así murió mi abuelo.
—¿No tiene usted calor con esa chaqueta? —le pregunté al doctor Velázquez mientras dejaba
en una silla el bolso y una rebeca finita que había traído para no ir enseñando los brazos por la
calle—. Puede quitársela —le animé, mientras movía la mano en dirección a los invitados, la
mayoría sin corbata, con la camisa desabrochada—, el doctor Méndez es muy liberal, ya lo está
viendo.
—Sí, pero... —él miró a su alrededor y sonrió—. No se lo va usted a creer, María, pero
durante muchos años he echado de menos el calor de Madrid, esta sensación de agobio que aquí
odia todo el mundo. Ahora, hasta me gusta asarme con la chaqueta puesta. En Suiza no hace mucho
calor en verano.
—¿No? —eso me pareció rarísimo—. ¿Ni siquiera hoy, el 14 de julio, quiero decir?
—Ni siquiera. En esa época, suele haber unos veinticinco grados de máxima y por la noche...
—¡María! —el doctor Méndez vino corriendo a saludarme cuando me vio—. Qué bien que
hayas venido —me cogió de las dos manos en lugar de ofrecerme una—. Y qué guapa estás, qué
vestido tan bonito llevas...
—Otro —miré al doctor Velázquez y sonreímos a la vez—. A este paso, me lo voy a poner
para ir a trabajar todos los días.
—¿No estáis bebiendo nada? En la cocina hay un barreño de hielo lleno de botellines. Me
temo que no hemos hecho sangría, pero en la nevera debe haber una botella de vino blanco abierta
—en ese momento sonó el timbre de la puerta y nos dejó para ir a abrir—, lo digo por si te
apetece, María...
—¿Lo ve? —el doctor Velázquez movió la cabeza como si quisiera darse la razón a sí mismo
—. Los suizos ni siquiera tienen sed en verano. Voy a por una cerveza, ¿le traigo una copa de
vino?
—Pues la verdad es que... ¿No le importaría traerme un botellín a mí también? Hasta que
llegué a Madrid, nunca había probado la cerveza, y me costó aficionarme, ¿eh? Pero para el calor
no hay remedio mejor, tenía razón Rosarito.
Mi abuelo murió a principios de agosto. Las hermanas se portaron muy bien, vinieron todas
al entierro, pagaron una corona, cantaron en el funeral, que fue allí mismo, en la capilla, una
semana después. Pero a la salida, la superiora de entonces me dijo que fuera a la cocina, que
pidiera lo que quisiera para merendar, y se llevó a mi abuela a su despacho. Estuvieron allí más
de una hora, y cuando vino a buscarme estaba seria, pero aunque le pregunté qué había pasado, no
abrió la boca hasta que llegamos a casa y se puso a freír unas patatas para aprovechar las sobras
del estofado que había hecho para comer. Nos hemos quedado en la calle, me dijo sólo después,
eso es lo que ha pasado, y aunque no podía verla porque estaba delante del fogón, dándome la
espalda, me di cuenta de que le temblaba la voz. Tenemos que marcharnos la semana que viene,
porque va a venir otro jardinero, con su familia, y se meterá aquí, en nuestra casa, la única que he
tenido yo en la vida, que tu abuelo y yo nos vinimos de recién casados, y aquí naciste tú, y aquí
nació tu madre, y ahora llegarán unos extraños... En ese momento, soltó la espumadera, se tapó la
cara con las manos y, a ciegas, se volvió hacia mí. ¡Ay, Severiano! ¿Por qué nos has dejado solas
tan pronto? ¿Qué va a ser de nosotras ahora? Yo apagué la sartén, la abracé, la senté en una silla y
me senté a su lado. No se preocupe, abuela, algo se nos ocurrirá, le dije, y ella negó con la
cabeza, no, no, y me llevó la contraria con la voz pastosa, hinchada por el llanto, si ya se les ha
ocurrido a ellas, a las monjas...
El lunes siguiente la ayudé a empaquetar y no tardamos ni media hora. A ver, si es que no
teníamos cosas, sólo su ropa, la mía, y cuatro tonterías que no llenaron una caja de cartón. Luego
la acompañé al pabellón de San José, a la habitación que tendría que compartir a partir de aquella
noche con una lavandera bastante amiga suya, eso sí, y me marché. La superiora le había ofrecido
trabajo en el manicomio, pero yo no tuve tanta suerte. Pero ¿por qué dices eso, chiquilla?, la
hermana Anselma, que era cordobesa, se llevó las manos a la cabeza cuando le conté que prefería
quedarme, trabajar en la cocina, en el lavadero, donde fuera, habría aceptado cualquier cosa, pero
ella no quiso ni oír hablar de eso. ¡Si en Madrid vas a estar fenomenal! Te hemos buscado una
casa buenísima, cerquita del Retiro, donde coloqué yo a una chica de mi pueblo, Rosarito se
llama, ya verás qué bien vas a estar, ella te hará compañía y te enseñará todo lo que necesites
saber. La hermana Anselma era un bicho. Muy graciosa hablando, eso sí, muy sonriente siempre,
pero un bicho. Y sin embargo, ¿qué habría podido hacer yo? Pues nada. Tocaba irse a servir a
Madrid, y allí que me fui.
—¿De verdad habría preferido quedarse en el manicomio, María? —el doctor Velázquez me
miró con los ojos muy abiertos cuando se lo conté.
—De verdad, se lo prometo. Le parece raro, ¿no? —asintió con la cabeza y sonreí—. Pues
me daba miedo venirme, esa es la verdad. Si es que yo no había conocido otra cosa que
Ciempozuelos. El manicomio era mi casa y el pueblo el mundo, todo lo que había, como si
dijéramos. A los quince años no es que yo no hubiera venido a Madrid, es que ni siquiera había
llegado hasta Valdemoro. No tenía más familia que mi abuela y doña Aurora, que también había
sido un poco mi familia, así pensaba yo en ella, por lo menos, y las dos iban a quedarse allí, muy
lejos, porque para mí, a los quince años, Madrid estaba lejísimos.
—Pero podría venir a verlas los fines de semana, ¿no?
—¿Los fines de semana? —qué cosas tiene este hombre, volví a pensar, ¿dónde se creerá que
vive?, pero no lo dije, ¿para qué?, si no escarmentaba—. Yo sólo tenía dos tardes libres a la
semana, los jueves y los domingos, desde que acabábamos de recoger la cocina después de comer
hasta las nueve en punto, unas cuatro horas, y Rosarito también, no se vaya usted a creer que a ella
le daban más por haber llegado antes... A los quince días de vivir en su casa, como lloraba mucho
por las noches, el doctor Pérez Gutiérrez habló con las hermanas del asilo de aquí, el de la calle
Doctor Esquerdo, donde había trabajado él como médico general durante muchos años. Sabía que
todas las semanas mandaban una furgoneta a Ciempozuelos, a recoger comida de Las Fuentes, la
finca del manicomio, ya sabe, y resultó que iba los miércoles. Así que, cuando se podía, porque
había semanas que el transporte era por la mañana, la señora me cambiaba la tarde del jueves por
la del miércoles para que pudiera irme a ver a mi abuela. La primera vez me hizo tanta ilusión que
al entrar por la verja me eché a llorar, fíjese, lo boba y lo paleta que sería yo entonces. Pero
luego... Aunque iba a verla siempre que volvía, doña Aurora seguía sin dirigirme la palabra. Ya
no me tiraba cosas a la cabeza, eso no, pero se comportaba como si no me conociera, como si se
hubiera olvidado de mí, en lo bueno y en lo malo. Y mi abuela siempre estaba trabajando a esas
horas. Yo la seguía por los pabellones, como un alma en pena, y casi no teníamos tiempo para
hablar, y como ella tampoco era cariñosa, pues... Eso ya se lo expliqué, ¿no? —asintió con la
cabeza y me paré un momento para decidir qué iba a contarle a continuación, pero al final fui
sincera—. Le va a parecer fatal, pero el caso es que pensé que, total, para dos besos que me daba
en las mejillas, lo que hablábamos nos lo habríamos podido contar por teléfono. Porque luego
volvía a Madrid y Rosarito me contaba que había salido con Merce, una chica que trabajaba en el
primero, y que habían ido a la Gran Vía en metro a ver escaparates, y que se lo habían pasado muy
bien, que la mitad de las veces era mentira, pues anda, claro, si ya lo sabía yo, si lo único que
podíamos hacer cuando salíamos era andar y andar, para no gastar dinero, pero cuando ella lo
contaba parecía mucho más divertido, y hasta me daba envidia, fíjese. Así que, entre unas cosas y
otras, dejé de ir a Ciempozuelos todas las semanas. Llamaba a mi abuela los domingos y sólo me
apuntaba a la furgoneta cuando me lloraba mucho por teléfono, una vez al mes, y a veces ni eso.
—No me parece fatal, María —sonrió antes de decirlo—, la verdad es que la entiendo muy
bien. Yo también tuve que irme de mi casa, solo, a la aventura, y era mayor que usted, porque
estaba a punto de cumplir diecinueve años, pero me fui al extranjero, así que... —se quedó
pensando un rato y la huella de su sonrisa se evaporó enseguida—. A ratos duele mucho pensar en
la gente a la que quieres, ¿verdad? Es muy feo, muy injusto, pero cuando te sientes muy solo te
vuelves egoísta. Necesitas quererte mucho, pensar sólo en ti mismo y darte pena todo el tiempo
para salir adelante.
—Sí —yo nunca lo habría contado tan bien—. Tiene toda la razón.
—¿Quiere otra cerveza?
—Bueno, pero antes... —señalé a su mano derecha—. ¿Me invita a un pitillo?
—Claro —abrió mucho los ojos antes de ofrecerme el paquete—. Perdóneme, no sabía que
usted fumara.
—Y no fumo casi nunca —me acercó el mechero y aspiré con cuidado, como si no estuviera
acostumbrada—, sólo en las bodas, en Navidad, cosas así —mentí con tanta soltura que hasta yo
me lo creí—. Eso también me lo enseñó Rosarito.
Nuestra habitación estaba detrás de la cocina. Tenía dos camas, con una mesilla en el centro,
una silla y un armario grandísimo, del que nunca conseguimos llenar ni la mitad. Teníamos también
un aseo para las dos, un espacio minúsculo con un lavabo pequeño, un retrete y una bañera muy
rara, cuadrada, con un escalón dentro. No es una bañera, hija, es un polibán, me corrigió Rosarito,
dándose importancia. ¿Y para qué sirve?, le pregunté, porque ahí no puede bañarse nadie, no se
cabe. Mujer, es una bañera de asiento, tú te sientas aquí, la llenas de agua y te bañas. Te bañas de
la cintura para abajo, objeté, porque la parte de arriba... ¡Ay, qué pesada eres, María! Pues te
duchas. Eso empecé a hacer yo, porque el único lujo de aquel baño era una alcachofa que había en
el techo con muchos agujeros, aunque el agua, un hilito muy delgado que encima se cortaba de vez
en cuando, sólo salía por el del centro. En verano daba gusto, pero en invierno pasaba tanto frío
que, a veces, llenaba el polibán de agua caliente y me bañaba por partes, encogiendo el cuerpo
hacia un lado y hacia el otro como los contorsionistas de los circos. Rosarito, en cambio, se
bañaba todas las noches y tardaba un montón en salir. El segundo día que pasé en esa casa
descubrí la razón. ¿Has estado fumando?, le pregunté por preguntar, porque entré en el baño
después que ella y, aunque había dejado la ventana abierta, había una peste de humo que para qué.
¿Qué pasa, te molesta? Tuve que pararme a escoger una respuesta, porque en realidad no me
molestaba, pero no me parecía bien. No es eso, dije al final, no me molesta, pero que una mujer
fume está muy feo. ¡Ah!, ¿sí?, se echó a reír, pero ¿tú no ves a Pili, en cuanto que se van sus
padres, echando humo como un jefe apache? Y doña Prudencia también fuma, rubio emboquillado,
del caro, ¿qué te crees? Bueno, pero ellas... Tenía razón y no quise dársela, pero tampoco encontré
una forma airosa de llevarle la contraria. Nosotras somos distintas, dije al final, y volvió a reírse.
¿Porque somos pobres y ellas son ricas? Ay, María, mira qué eres paleta, hija, más de campo que
las amapolas, eres. ¡Espabila, chica, que ya no vives con las monjas de Ciempozuelos!
Rosarito me espabiló muy deprisa en más de un sentido. A ver, ¿quién ha hecho el baño
grande? A la mañana siguiente, la señora entró en la cocina como una furia. María, se chivó ella
enseguida. ¿Y cuántos litros de lejía has echado? ¿Qué quieres, que nos intoxiquemos? Todavía me
están llorando los ojos. No se preocupe, doña Prudencia, Rosarito era chivata, pero buena
compañera, que ya se lo explico yo todo... A mí me habían enseñado a limpiar los baños con lejía,
porque era lo que más desinfectaba, pero allí había que usar otro líquido, que en teoría olía a
flores. Pues no huele a flores, protesté, es lejía mezclada con colonia barata, y doña Prudencia no
tenía los ojos rojos, que conste, que me he fijado... ¿Pero a ti qué más te da? Rosarito me ponía
los suyos en blanco todo el rato. ¡Que esto no es un manicomio, ni un hospital, ni nada parecido!
Si quiere el líquido rosa, usas el líquido rosa y sanseacabó, y si se infecta, peor para ella. Desde
aquella mañana, hice todo lo que me decían, y durante una temporada creí que no se me iba a dar
bien servir, pero luego me acostumbré, fíjate, pues anda, claro, a todo se acostumbra una. Anda,
chato, échame cincuenta céntimos en la cuenta... Rosarito le ponía ojitos al chico del ultramarinos
y se salía siempre con la suya. Toma, me decía antes de volver a casa, tu mitad. No lo quiero, le
dije la primera vez, esto es robar. ¡Ay, Dios mío, pero qué tonta eres!, pues dámelo a mí, anda. El
jueves, cuando fuimos al Retiro de paseo, ella se compró un cartucho de patatas fritas y yo nada,
porque todavía no había cobrado y no tenía un céntimo. Y ya no volví a decirle que no.
—A mí, sisar no me importaba, porque Rosarito lo hacía muy bien. Nunca se pasaba de lista
y cada vez lo hacía en una tienda diferente, siempre con los dependientes, que ganaban una miseria
y estaban de nuestra parte, claro. Luego, doña Prudencia se ponía las gafas de ver, nos miraba a
los ojos, muy seria, repasaba todas las cuentas y no se daba cuenta de nada, ¡qué mujer más tonta!
Además, tampoco le robábamos tanto, una peseta, dos como mucho a la semana, que para ella no
era dinero y a nosotras nos daba la vida, porque intentábamos guardar todo lo posible del sueldo,
que era una mierda, tampoco se vaya usted a creer... Ella ahorraba para el ajuar, aunque no tenía
novio ni nada, y yo por si venían mal dadas, porque como ya no tenía una casa a la que volver...
—en ese momento me di cuenta de lo que estaba diciendo, y me puse colorada, pero por suerte
aún no habían encendido la luz, aunque apenas entraba un rastro de claridad por los balcones—.
Hay que ver, doctor Velázquez, qué cosas le estoy contando. Ya no quiero más cervezas, a saber lo
que pensará usted de mí.
—Nada malo, María, ¿por qué cree siempre que voy a pensar mal de usted? ¿Qué he hecho
para darle esa impresión?
Hacía un rato que nos habíamos sentado en un sofá, al fondo de un salón pequeño y alargado,
separado del principal por unas puertas correderas que estaban abiertas. Desde allí, veíamos la
fiesta como si estuviéramos sentados en el patio de butacas de un teatro, pero nadie nos reclamó ni
vino a interrumpirnos hasta que llegó el doctor Fernández.
—¿Qué tal, Germán? —él se levantó para darle un abrazo y le imité sin pensarlo—. María,
¿cómo estás? —me tendió la mano y mientras se la estrechaba me sonrió, cosa rara en él, pero no
tanto como lo que pasó a continuación—. Esta es mi novia, Rocío, Germán, tú ya la conoces —el
doctor Velázquez la saludó con dos besos—. María trabaja con nosotros en Ciempozuelos...
Hasta que lo dijo, ni siquiera me había fijado en la chica que había llegado con él. Me llamó
la atención porque era bastante, pero bastante mona, fíjate, que no me imaginaba yo que ese
hombre, con lo poco que le gustaba hablar, se hubiera echado una novia tan maja. Y el caso es que
no era feo, al revés, era bastante guapo para mi gusto, así, morenazo, con los ojos oscuros y mucho
pelo. Marisa, una de las auxiliares con las que yo trabajaba en San José, había intentado hacerse
la interesante con él al principio, pero no le había hecho ni caso. A ella se le ocurrió que igual era
mariquita. A mí eso no me pegaba, pero sobre todo me daba lo mismo. El doctor Fernández no me
hacía ni fu ni fa, pues anda, claro, si no abría la boca, ¿cómo iba a saber una cómo era ese
hombre? Muy aburrido de entrada, ¿no?, eso de momento.
El doctor Velázquez me gustaba por todo lo contrario, aunque muy guapo no era, la verdad.
Feo tampoco, o sea, quizás un poco más guapo que feo pero muy corriente, el pelo castaño, los
ojos castaños, más alto que bajo, no mucho, más delgado que gordo, no demasiado, un hombre
normal, de esos que hay a patadas, que te los cruzas por la calle y ni siquiera los ves. ¡Ah!, pero
cuando le conocías, era otra cosa, y tan misterioso... Eso era lo que más me gustaba de él. Muy
educadísimo siempre, muy cortés, muy tranquilo, y sin embargo, a veces, por la cara que ponía, su
manera de mirar al doctor Robles, por ejemplo, me daba la impresión de que tenía un volcán
hirviendo dentro del cuerpo. Y su interés por doña Aurora, su manera de tratarla, su preocupación
por que la madre de Rafaelita dejara de dormir en el jardín, eso no lo habría hecho nadie, ningún
otro psiquiatra del sanatorio. Y no era por bueno, a ver, que no digo yo que fuera malo, bueno era,
pero que el doctor Méndez también era muy buena persona, mariquita y todo, y eso nunca se le
habría ocurrido. No, el doctor Velázquez era misterioso porque tenía muchos secretos, y todo lo
que decía, lo que hacía, tenía que ver con ese misterio. Era como un rompecabezas viviente, y no
porque no hablara de sí mismo. Lo más gracioso era que sí hablaba. En la glorieta, mientras doña
Aurora tomaba el sol, me había contado muchas cosas, los hospitales donde había trabajado, la
familia con la que había vivido, y una vez, incluso, que había estado casado, aunque no había sido
feliz y se divorció antes de volverse. Cuando le escuché, el corazón me dio un bote en el pecho y
sentí como un agujero justo encima del estómago. ¡Divorciado! Eso sí que era gordo. No me contó
más y no me atreví a preguntar, aunque me moría de ganas, pues anda, claro, a ver si no. Su mujer
se llamaba Rebeca, como la de la película, eso fue lo único que averigüé. Que yo supiera, en
Ciempozuelos nadie sabía que teníamos un psiquiatra divorciado, pero él dijo esa palabra con la
misma tranquilidad con la que hablaba de sexo, como si fuera lo más natural del mundo, porque
para él lo sería, claro. Hay que ver, lo raro que será vivir en el extranjero, ¿no?, con divorcio y a
saber qué más, pensé entonces, es que no se lo puede una ni imaginar... Pues por eso, por su
misterio, por sus secretos, hasta por su divorcio me gustaba el doctor Velázquez, aunque la novia
del doctor Fernández me impresionó mucho porque era monísima, las cosas como son.
—¡Qué calor hace aquí! —él sí que se quitó la chaqueta y la corbata a las primeras de
cambio—. ¿Os traigo unas cervezas?
—Sí, por favor, muchas gracias, Roque.
—Para mí no —le detuve cuando ya se había dado la vuelta—, que ya estoy un poco piripi.
—Que sí, Roque, tráele una a ella también —el doctor Velázquez volvió a sentarse, me miró
—. Estar un poco piripi es una bobada, María, estamos en una fiesta, ¿no? Lo suyo es estar piripi
del todo.
—Usted lo que quiere es que le cuente más cosas —sonreí.
—Claro que sí —sonrió, como si no le molestara reconocerlo—. Es que doña Aurora tiene
razón. Explica tan bien los jardines, las plantas, las historias, que da gusto oírla. Es nuestra
Scherezade particular.
—Pues... —le di el primer sorbo a mi tercera cerveza fría con la esperanza de que me
templara la cara, de que apagara el incendio que esas palabras, da gusto oírla, habían prendido en
mis mejillas, y escogí un camino—. ¿Usted sabe lo que son las chicas topolino? —negó con la
cabeza y se echó a reír—. Yo tampoco lo sé muy bien, si quiere que le diga la verdad, pero eso
era lo que se llevaba hace ocho años, en la época en la que entré a servir en la casa del doctor
Pérez Gutiérrez. Él y su mujer tenían dos hijas, y las dos eran chicas topolino. De entrada, se
habían cambiado el nombre. Isabel, la mayor, había decidido llamarse Bel, y Pili, que era más
pequeña aunque iban muy seguidas, estaba empeñada en que la llamaran Nena, aunque todos,
menos sus amigas cuando venían a buscarla, la seguíamos llamando Pili. Su madre se desesperaba
con ellas, pero, vamos a ver, les decía, si el Topolino es un coche y vosotras no tenéis coche, ¿por
qué seguís con la tontería? —imité la exasperación de doña Prudencia, los brazos estirados, los
puños cerrados, y el doctor Velázquez se rio conmigo—. Las chicas topolino se distinguían por el
largo de la falda, que a veces ni siquiera les tapaba del todo la rodilla, y, más que nada, por los
zapatos. Llevaban unos con cuñas de corcho, enormes, que parecían ortopédicos y tenían la punta
abierta, aunque sólo dejaban ver un poquito de la uña del dedo gordo. A la señora le parecían
horrorosos y muy bonitos no eran, la verdad, pero convertían a cualquiera en una chica alta y a
Rosarito le pirraban. Ella habría dado cualquier cosa por ser una chica topolino, e imitaba a las
señoritas todo lo que podía. Los jueves, cuando íbamos al Retiro de paseo, tardaba un montón en
peinarse. Se hacía un tupé, con mucha laca, y un moño de pega, con cuatro horquillas que se
quitaba en cuanto que salíamos del portal, para dejarse el pelo suelto, igual que ellas. Luego,
cuando se nos acercaban algunos soldados de permiso, que se nos acercaban siempre, les decía
que se llamaba Rosi, les tendía la mano para decirles, encantada de conocerte, chico, se reía
mucho en voz alta y todo le parecía un tostón, que era la palabra que no se les caía de la boca a
las señoritas. Tú sí que eres un tostón, Rosarito, le decía yo cuando volvíamos a casa. Y a veces
teníamos problemas, no crea, porque, claro, los soldados no sabían lo que eran las chicas
topolino, y cuando la veían así, tan suelta...
—La tomaban por lo que no era —el doctor Velázquez completó la frase.
—Anda, claro, porque esa era la gracia, hacerse mucho la loca, la moderna, conducir, fumar,
pero de lo demás... —hice una pausa y él asintió con la cabeza—, nada de nada. Sin embargo,
como sólo existían las chicas topolino y las de la Sección Femenina, pues Rosarito tenía mucho
éxito con los soldados, y eso que muy guapa no era, la pobre. Estaba muy flaca, se le marcaban
mucho los huesos de la cara y tenía los ojos saltones. Por eso se arreglaba tanto, y cuando
terminaba, entraba en el cuarto, se ponía las manos en las caderas, se balanceaba a un lado y al
otro, como si fuera una modelo, y me preguntaba, ¿a que resulto? Yo asentía con la cabeza, pero
ella se daba cuenta de que no resultaba mucho. Claro, decía, con estos zapatos tan feos...
Entonces, un domingo que nos habíamos quedado solas en casa, porque toda la familia había ido a
una boda, abrió el armario de la señorita Bel y se puso un vestido, unos zapatos, un sombrero,
todo, el uniforme topolino completo. Ahora nos vamos al tontódromo, me propuso, y yo le dije que
ni hablar, que ni en sueños, porque en el tontódromo, que era como llamaban por aquel entonces a
la calle Serrano, nos podía reconocer cualquier amigo de las señoritas, y si luego contaba cómo
iba ella vestida, hasta podríamos quedarnos sin trabajo y todo. Estuvimos discutiendo un buen rato
y al final la convencí. Nosotras vivíamos bastante cerca del tontódromo, casi en la esquina de
General Mola con Alcalá, y... —sólo entonces el doctor Velázquez frunció el ceño, y no lo entendí
—. ¿No sabe usted donde está la calle del General Mola? ¡Si es famosísima!
—Pues, no estoy muy... —cerró los ojos, volvió a abrirlos y asintió con la cabeza—. Ya, ya,
ya sé. Se me había olvidado, a veces me pasa.
—¡Ah! —no entendí qué era lo que se le había olvidado—. Bueno, pero sabe usted cuál es la
que digo, ¿no? —aunque para lo que iba a contarle, eso daba lo mismo—. Total, que convencí a
Rosarito de que se conformara con la calle Castelló. Por Serrano era muy peligroso pasearse, por
General Mola, todavía peor, pero como las paralelas son más estrechas y tienen menos terrazas,
me pareció más fácil que por allí no nos encontráramos con ningún conocido. Alcalá me pareció
bien por todo lo contrario, porque era grande, ancha, y sólo tenía restaurantes y bares sin terraza,
como para gente mayor. Total, lo que tú quieres es que te vean, ¿no?, le dije. Pues para eso da
igual el tamaño de la acera, el caso es que nadie nos reconozca. Mi plan era llegar a Castelló por
Alcalá, torcer por Jorge Juan a la derecha y volver a casa zumbando, pero nos reconocieron, vaya
que si nos reconocieron... Íbamos las dos juntas, ella, que era más baja que yo, tambaleándose
sobre aquellos zapatos tan altos, que parecían zancos, pero muy sonriente, con los hombros
estirados y una postura como de figurín del Lecturas, cuando vimos en un portal a un grupo de
chicos que estaban haciendo tiempo, como si esperaran a alguien. Nosotras íbamos por la otra
acera, pero Rosarito se empeñó en cruzar, ay, vamos a pasar por delante, a ver si nos dicen algo,
por favor, por favor... Y sí que nos dijeron. Nos llamaron chachas, y lo dijo el más guapo de
todos, encima. ¿A quién te crees que engañas, chacha? ¿De qué vas disfrazada? Déjalas, si sólo
son dos chachas, ¿es que no las ves? Rosarito se llevó un disgusto que no quiera usted saber...
Intentó echar a correr pero pegó un traspié que casi se cae, menos mal que guardó el equilibrio en
el último momento, porque era lo que nos habría faltado, ya. Los chicos se reían de nosotras, se
siguieron riendo mientras cruzábamos otra vez la calle Castelló, nos gritaron, ¡chachas!, hasta que
doblamos la esquina, y Rosarito venga a llorar... Llegamos a casa enseguida, y al final tuvimos
suerte y todo, porque cuando acababa de colgar el vestido de la señorita Bel en su armario, se
abrió la puerta de la calle. ¿Pero qué haces aquí tan pronto?, me preguntó doña Prudencia. Nada,
que nos hemos venido antes porque a Rosarito le dolía la barriga, le dije, y si hubiera venido a
verla, que no vino, se lo habría creído, porque la pobre estaba en la cama, de lado, hecha un
ovillo y mirando a la pared. Pero, Rosarito, mujer, le dije yo, ¿por qué te pones así? Si somos
chachas, esa es la verdad, es nuestro trabajo, pero trabajar para ganarse la vida no es una
deshonra, ¿es que no lo entiendes? No sé si lo entendió, porque siguió llorando y se quedó
dormida, y no la desperté. Aquella noche hice yo la cena, la serví sola, para dejarla dormir, y a la
mañana siguiente ya estaba mejor, aunque se quedó tocada mucho tiempo.
—¡Qué historia más triste, María! —el doctor Velázquez volvió a mirarme con la misma
compasión de aquel primer domingo que quedamos en la Gran Vía, esa piedad que daba calor y no
humillaba—. Pobre Rosarito. Y qué mala suerte tuvieron al ir a encontrarse con esos cabrones.
—Bueno, no crea —intenté sonreír y me salió regular—. Los chicos del tontódromo eran
todos por un estilo, no se vaya usted a pensar que los había mejores y peores, ¿sabe? —él no
podía saberlo, pero yo había pagado muy caro aquel conocimiento—. Ahora, que no hay mal que
por bien no venga, fíjese, porque ese mismo día se le pasó a Rosarito la manía de las chicas
topolino y la convencí de que empezáramos a ir a la parroquia los domingos por la tarde, ¿se
acuerda de que se lo conté?
Yo sería la Sherezade de la glorieta y todo lo que doña Aurora quisiera, pero me salté una
parte, porque no le iba a explicar al doctor Velázquez lo pesada que se me ponía Rosarito por las
noches, anda, claro, pues no faltaba más que eso. Hazme sitio, anda... La primera vez que se metió
en mi cama, no llevábamos ni dos semanas durmiendo en el mismo cuarto. Yo me eché hacia la
pared porque pensé que quería hablar, o que durmiéramos juntas, nada más, pero antes de que
pudiera darme cuenta, me metió una mano por debajo del camisón y me cogió una teta, así, de
entrada. ¿Qué estás haciendo, Rosarito?, le pregunté, y se echó a reír bajito. Pues lo que te haces
tú, ¿qué te crees, que no me entero? Ya, pero..., le agarré la mano y la saqué a que tomara un rato
el aire, yo con mis tetas hago lo que quiero, porque para eso son mías, ¿sabes?, tú no tienes nada
que ver con ellas. ¡Qué tonta eres, María!, me dijo con esa voz de mujer de mundo que ponía ella
a veces, y cuando quise darme cuenta, ya me había metido la mano dentro de las bragas. ¡Que
saques esa mano de ahí, joder! Pero ¿por qué?, me dijo al oído mientras empezaba a moverla, si te
lo haces tú, que yo lo sé, ¿por qué no dejas que lo haga yo? Pues porque no. Antes de que me diera
cuenta de que me estaba gustando, la aparté de un empujón, me levanté de la cama y me senté en la
suya. Porque yo hago lo que me da la gana con lo mío, pero no me apetece que me lo haga nadie
más, y ya está. Desde luego, hija mía, qué antipática eres... La primera noche, todo se quedó en
eso. Rosarito se levantó de mi cama, cada una se acostó en la suya y no hablamos más. Pero una
semana después, o por ahí, tenía tantas ganas que me convencí de que se le habría pasado. ¡Qué se
le iba a pasar! Y mira que no hice ruido, ¿eh?, ni pizca de ruido hice, pues se dio cuenta igual,
fíjate. Si quieres, te termino yo, me dijo desde su cama. Que te calles, Rosarito, que pierdo el hilo.
Pero, mujer... Total, que tuve que levantarme e irme al baño. Pues, mira, mejor, me dijo cuando
volví, porque me calienta mucho que estés ahí, tú sola, dale que te pego. Pues no te preocupes, le
contesté, que no va a volver a pasar. Y no pasó, pero ella siguió sacando el tema todas las noches.
Pues con la chica que había antes que tú, sí lo hacíamos, me decía. Pues conmigo no, qué
mala suerte has tenido, contestaba yo. Pues no sabes lo que te pierdes, porque siendo dos, el gusto
es mucho mejor. Pues mira qué bien, eso que has salido ganando. Pues no te entiendo, porque si no
te hicieras pajas tú, todavía, pero eso es pecado, no sé si lo sabes. Pues claro que lo sé, pero mis
pecados son como mis tetas, míos y de nadie más. Pues con lo pava que eres, si no me dejas a mí,
va a ser difícil que te las toque alguien. Pues ya me las toco yo, no te preocupes. Pues lo que yo
digo es lo mejor que hay para no quedarse embarazada. Pues lo que hago yo es igual de bueno.
Pues no lo entiendo. Pues ni falta que hace. Y así, de pues en pues, seguíamos hasta que una de las
dos se quedaba dormida, pero si Rosarito no me entendía a mí, yo tampoco la entendía a ella. ¿Tú
no estás ahorrando para el ajuar?, le decía, ¿no te pasas la vida contándome cómo vas a mandar
que te borden las sábanas? Pues entonces búscate un hombre, chica, y déjame a mí en paz. Es que
lo cortés no quita lo valiente, me contestaba ella, porque los hombres hacen falta para casarse y
tener hijos, eso sí, pero hasta que encuentre a uno que me guste, aprovecho el tiempo. ¿Y yo te
gusto? No me contestó, y como estábamos a oscuras, cada una en su cama, no pude ver la cara que
ponía. Pues mira, Rosarito, te voy a decir la verdad, tú no me gustas a mí, qué le vamos a hacer, y
no es por ti, ¿eh?, es porque cuando me hago pajas sólo pienso en hombres, y si te dejo, y luego
abro los ojos y te veo, pues no me va a gustar... Eso era sólo media verdad. Porque yo sería muy
paleta. Sería muy pava, y muy boba, y todo lo demás, pero hasta yo, siendo como era, sabía que
los favores se devuelven, y meter la mano en las bragas de Rosarito no me apetecía nada, pero
nada de nada, y tampoco me parecía justo beneficiarme yo y que ella se quedara a dos velas.
Como no me atreví a decírselo así de claro, para no ofenderla, no me dejó en paz hasta que
encontró novio.
—Al principio, ella no quería venir, porque don Tomás, el cura, siempre se sentaba entre el
público y sólo proyectaban películas sin besos. Por eso ponían tantas del Oeste, porque como no
actuaban casi mujeres, pues no había manera de que las besara nadie. Pero luego... Todos los
domingos iba por allí un chico que miraba mucho a Rosarito. Trabajaba en un taller de coches que
había cerca y ella al principio no se fijó en él. Tuve que decirle yo que no le quitaba los ojos de
encima para que decidiera que no estaba mal. Era muy alto, larguirucho, delgado... Tenía cara de
pájaro, eso sí, la nariz tan grande como el pico de un loro, pero llevaba razón Rosarito. No era
sólo que los hubiera peores, sino que él era muy simpático y nada meapilas, como muchos de por
allí. Total, que gracias a Antonio vi muchas películas y descubrí una cosa mejor todavía. En el
salón parroquial había dos estanterías llenas de libros. Cuando acababa la primera película,
porque siempre hacían programa doble, encendían las luces y don Tomás decía que estaba abierto
el bar. Ponían un tablero largo sobre dos borriquetas, y unos cuantos chicos y chicas, de los que
cantaban en misa los domingos, hacían de camareros. Consumir no era obligatorio, pero casi.
Siempre había que apoquinar algo de dinero, para los gastos del cine, decía don Tomás, aunque no
sé qué gastos serían esos, porque el proyector era del año de la polca y, en vez de pantalla, ponían
en la pared dos sábanas grandes, muy bien cosidas entre sí y muy estiradas. Las películas las
mandaba el obispado, que lo decían siempre antes de empezar, para que se lo agradeciéramos. Se
conoce que habían comprado unas cuantas y las turnaban entre las parroquias de Madrid, porque
las repetían mucho... El caso es que, en el descanso, Antonio nos invitaba a una limonada, que eso
era lo único que había para beber, aparte de cerveza, y compraba un cartucho de patatas fritas
para las dos. La verdad es que las dos cosas estaban muy buenas, porque la limonada la hacía una
señora de esas beatas que no salían de la iglesia, y como era rica, le ponía bastante azúcar, y las
patatas eran de la churrería del barrio, que don Tomás compraba todos los sábados un saco
enorme y obligaba a la churrera a regalarle los cartuchos de papel, o por lo menos, eso se contaba
por allí. Total, que mientras ellos pelaban la pava, yo miraba los libros, y como el cura me veía, y
no me decía nada, pues un domingo empecé a hojearlos...
—No lo entiendo —el doctor Velázquez me ofreció otro botellín, y ya había perdido la
cuenta de los que llevaba, aunque el dueño de la casa nos había traído una bandeja de
mediasnoches y me había comido yo sola más de la mitad—. ¿En la casa donde trabajaba no había
libros? Porque, por lo que me cuenta...
—Sí, había muchos libros —confirmé, mientras atacaba otra medianoche de chorizo porque
estaban muy ricas, tenían mantequilla por los dos lados—, pero no me dejaban leerlos. El
despacho del doctor tenía las paredes forradas de estanterías, pero le pregunté a la señora si
podía leer alguno y me miró como si le hubiera dicho algo malo. Seré muy cuidadosa, le prometí,
lo trataré muy bien, pero no era eso, es que no le cabía en la cabeza que yo quisiera leer libros.
—¿Por qué? —el doctor Velázquez no lo entendió.
—Pues no lo sé, la verdad —eso no pude explicárselo, porque yo tampoco lo había
entendido nunca—. A lo mejor se imaginaba que no sabía leer, o pensó que se lo iba a dar a otra
persona, o que si me prestaba alguno iba a venderlo, no lo sé, pero me contestó como si la hubiera
ofendido. Tú has venido aquí a trabajar, me dijo, no a leer. Ya lo sé, pero en mis ratos libres... Tú
aquí no tienes ratos libres, ¿me oyes?, y como te vea yo con cualquiera de los libros de mi marido
en la mano, como encuentre alguno en tu mesilla o en el armario, te vas a la calle inmediatamente,
¿me has entendido bien? Le dije que sí, que descuidara, y salió de la habitación resoplando y
haciendo ruido con los tacones, habrase visto, con lo que me sale ahora la mocosa esta, decía...
—¡Qué simpática!, ¿no? —no lo sabe usted bien, pensé, acordándome de todo lo que pasó
después—. Menuda imbécil.
—Pues sí, pero sin embargo, don Tomás me ofreció los libros que había en la parroquia. Ya
llevaba yo más de un año trabajando en esa casa, y aunque nunca habíamos hablado, porque no
confesaba él, sino otro cura más mayor, me conocía de vista, de misa y del cine. ¿Te gustan los
libros?, me preguntó un domingo, en el descanso entre las dos películas. Mucho, le dije, ¿son
suyos? No, no, y casi se echa a reír, yo no soy muy lector, me gustan más las películas de
vaqueros... Me contó que los libros eran una herencia, como si dijéramos, que habían sido del
marido de doña Albertina, la señora que hacía la limonada, y que cuando se quedó viuda, ella los
llevó a la parroquia, para que los leyera la gente. ¿Yo, por ejemplo?, le pregunté, ¿puedo leerlos
yo? Él se quedó un rato pensando y me preguntó mi edad. Tengo dieciséis, le dije, aunque estoy a
punto de cumplir diecisiete. Lo primero era verdad, lo segundo mentira, pero de todas formas, me
prometió consultarlo con doña Albertina y darme una respuesta el domingo siguiente. Y al final me
dijo que sí, que podía escoger el que quisiera. Por lo visto, la viuda se había ofendido mucho, y le
había preguntado cómo podía imaginar él que ella llevara a la parroquia libros peligrosos o
inmorales.
—¿Y era verdad?
—Regular —me eché a reír al acordarme—. Pero como ninguno de los dos los había leído...
A ver, el marido de doña Albertina había sido notario y tenía muchos tomos de leyes, códigos,
cosas así. Pero también había algunos libros de la Colección Araluce, muy antiguos, que habrían
sido de sus hijos, supongo.
—Yo leía esos libros cuando era pequeño —al doctor Velázquez se le iluminó la cara de
pronto—. Me gustaban mucho. Tengo que preguntarle a mi madre dónde están, aunque a lo mejor...
—se calló, se quedó pensando—. Igual tuvo que venderlos, después de...
—Bueno —seguí hablando para sacarle del atolladero—, yo también había leído muchos.
Doña Aurora se llevó a Ciempozuelos los que habían sido de Hildegart, y como sabía que eran
para niños, empecé por ahí para que don Tomás no pensara mal de mí. Había uno que no había
leído, El hombre que vendió su sombra, y me encantó, aunque ya había leído otros parecidos, de
hacer tratos con el demonio y eso... Yo creo que lo que me gustó fue volver a leer, fíjese, volver a
estar tumbada en una cama con un libro entre las manos. No se puede imaginar lo bien que me
sentó. Mientras limpiaba, y fregaba, y hacía los baños, pensar en eso me ponía de buen humor. Y
como los libros de Araluce eran muy pequeñitos, los metía debajo del colchón y doña Prudencia
no se enteraba de nada, porque de eso Rosarito no se chivó, claro. Pero cuando me terminé todos
los que había en la parroquia de esa colección...
En ese momento me arrepentí de haber empezado a hablar tan alegremente, fíjate. Y mira que
había pasado el tiempo, y que yo ya estaba bien, y que el doctor Velázquez me gustaba, que no es
que estuviera pensando yo en cosas raras, pues no faltaba más que eso, como si no hubiera tenido
bastante ya, pero, vamos, que estar con él aquella noche, en casa del doctor Méndez, me gustaba.
Me lo estaba pasando muy bien, mucho mejor de lo que esperaba y, sin embargo, durante un
instante me arrepentí de haber ido a la fiesta, de haberme sentado a su lado, de haberle contado
tantas cosas, porque es que no quería ni acordarme de Alfonso Molina, de cómo era cuando le
conocí, de por qué me compré el vestido que llevaba puesto.
—¿Qué pasó entonces, María?
—Luego se lo cuento, voy a ir al baño primero.
Ahora mismo podría largarme, pensé, entrar en el salón por la puerta por la que he llegado,
coger el bolso, la chaqueta, y salir pitando. Pero después de hacer pis, que me hacía falta, la
verdad, con la cantidad de cerveza que había bebido, me dio rabia ser tan tonta todavía, después
de haber sido tan tontísima durante tanto tiempo. Me acordé de Eduardo Méndez, de cómo me
ayudó aquella mañana en la que me encontró llorando en el dispensario, y del doctor Velázquez,
que se había portado tan bien con doña Aurora, y con Rafaelita, y con su madre, y que estaba
esperándome en aquel sofá, el pobre, y me dije que lo que había pasado no tenía remedio, y que
tampoco tenía por qué contárselo todo, que podría hablar solamente de los libros.
—Pues lo que pasó —dije cuando volví a sentarme a su lado— fue que, cuando me acabé lo
que había de Araluce, me leí Los miserables, de Víctor Hugo, ¿sabe, no? —asintió con la cabeza
y sonrió, porque no sólo conocía el libro, sino que adivinó lo que iba a decir yo a continuación—.
Por eso le he dicho antes que yo creo que ni don Tomás ni doña Albertina tenían mucha idea de los
libros que había allí, porque ninguno de los dos los habían leído. Los miserables era un tomazo,
claro, no podía meterlo debajo de la cama, pero lo guardaba en mi maleta. Todas las noches tenía
que hacer gimnasia, arrimar una silla al armario, abrir la maleta sin bajarla del maletero, sacar el
libro y, por la mañana, cuando sonaba el despertador, guardarlo antes de lavarme la cara siquiera.
Pero me daba igual porque me gustaba mucho y ya estaba un poco cansada de libros para niños, la
verdad. Los jueves, cuando íbamos al Retiro, lo llevaba en el bolso, que tengo uno grande, de tela,
de esos que llevan un aro de madera para agarrarlos, que me hizo Rosarito. Y mientras ella
paseaba con Antonio, yo me sentaba en un banco y leía, y así adelantaba, porque por las noches se
me cerraban los ojos de sueño, me quedaba frita aunque no quisiera... Luego Rosarito rompió con
su novio y se enfadó conmigo. Me decía que era una aburrida, pero no dejé de leer y se acabó
acostumbrando. Se compraba una bolsa de pipas y se las iba comiendo hasta que se le acercaba un
soldado, y así, hasta que se reconcilió con Antonio... Total, que cuando me acabé Los miserables,
como ya había aprendido a esconder tomos gordos, empecé con las Obras Completas de Pérez
Galdós, que también habían sido del marido de doña Albertina.
—Pues muy beato no sería —el doctor Velázquez sonrió.
—¿Verdad que no? Eso pensé yo cuando me leí Tormento, que fue la primera y me encantó,
pero tanto, tanto... Lo bueno de Galdós era que no se acababa nunca. Esos seis tomos tan gordos,
¡qué gusto! El caso es que doña Aurora también los tenía pero, claro, cuando yo iba a su cuarto a
leer, era muy pequeña y me gustaban más otras cosas. Total, que en el verano de 1949, los señores
me dieron dos semanas de vacaciones, que las del año anterior se las habían comido, porque
como empecé a trabajar para ellos en septiembre del 47, dijeron que no me tocaban, pero en
agosto del 49, me fui quince días a Ciempozuelos, con permiso de las monjas, claro está, y me
llevé uno de los tomos de las novelas de Galdós de la parroquia. Me metí en el cuarto donde está
ahora mi abuela, ese que tiene una forma tan rara, en el Sagrado Corazón, y aunque ella me
interrumpía mucho, y me pedía que la ayudara cada dos por tres, me leí Fortunata y Jacinta dos
veces seguidas. Es que cuando la terminé, no me apetecía leer ninguna otra cosa, así que me la
empecé otra vez. Y no me arrepentí, no crea, me pareció un libro maravilloso.
—A mí también me lo parece —el doctor Velázquez asintió con la cabeza, muy despacio—.
En la Universidad de Neuchâtel, donde estudié el primer curso de Medicina, había una biblioteca
bastante buena. En la sección de español, tenían un ejemplar de Fortunata. Ya la había leído, pero
desde que lo vi, lo saqué un par de veces y, siempre, mientras lo leía, sentía que estaba en Madrid.
Le tengo mucho cariño a ese libro.
—Sí —eso me habría gustado decir a mí también, que le tenía cariño—. Es una novela
buenísima.
Fortunata me enseñó muchas cosas pero, cuando me hicieron falta, no quise acordarme de ninguna.
No quise reconocerme en su ingenuidad, en su pasión, en sus decepciones. Tampoco me dio la
gana de reconocer a Juanito Santa Cruz, aunque el destino me lo puso delante de las narices, y ni
siquiera eso fue lo peor. Me convencí de que vivía en una época distinta, una sociedad distinta,
una realidad distinta. No me resultó difícil.
Mira qué revista ha salido... Cuando volví desde Ciempozuelos a Madrid, para hacer
limpieza general una semana antes de que los señores dieran por terminadas sus vacaciones,
Rosarito me recibió con un número de Florita entre las manos. Fíjate qué fotos tan bonitas, léeme
lo que pone aquí, anda, me decía, y aprendimos las dos a la vez el lenguaje del abanico, moverlo
muy deprisa mirando a un muchacho a los ojos significa «te amo con locura», mientras
limpiábamos los muebles de la cocina, moverlo muy despacio puede significar «estoy
prometida» o «no siento nada por ti», mientras abrillantábamos los cristales del salón, si te
tapas la cara con el abanico abierto, le estarás diciendo, «sígueme cuando me vaya», mientras
echábamos lejía pura, de la buena, en los retretes, si lo apoyas en la mejilla izquierda, le dices
que sí, mientras lavábamos, y tendíamos, y planchábamos la ropa blanca, pero si lo apoyas sobre
la derecha, le dices que no, mientras sacudíamos las alfombras y pasábamos la aspiradora por
todos los suelos. Qué gracioso, decía Rosarito, entusiasmada, vamos a ensayar. Yo sólo tenía un
abanico de papel con un letrero de Fundador, de esos de propaganda, que me había regalado la
señora un día en misa, pero ella se había traído de su pueblo uno antiguo, negro, pintado con
florecitas, que había sido de su abuela y se abría y se cerraba muy bien, ris ras, haciendo ese
ruido tan gustoso, ris ras, con un simple movimiento de la muñeca, y así nos tirábamos las dos
toda la tarde, que si te digo que sí, que si te digo que no, que si me eres indiferente, y nos
partíamos de risa. Rosarito, que antes se enfadaba tanto conmigo cuando me sentaba en un banco a
leer, a veces ya ni quería que fuéramos de paseo. Mejor nos quedamos y leemos el consultorio
sentimental, proponía, y yo le daba el gusto porque, después de nuestros malentendidos nocturnos,
aquellas revistas nos estaban haciendo más amigas. Su sección favorita eran los consejos para
pescar un novio, para darle celos, para saber si era infiel, para conservarlo. Tu madre tiene
razón, Corazón indeciso. Tienes que darte a valer, pero de ahí al desdén transcurre un trecho
que no debes recorrer... A mí me parecían una ridiculez, pero ella se los tomaba muy en serio. Si
tú ya has pescado novio, Rosarito, le decía yo. Pues por eso, me contestaba, vuelve a leerme cómo
se sabe si te está poniendo los cuernos, a ver si voy a tener que dejarle otra vez...
Después de Navidad, la señora nos pidió que limpiáramos a fondo el cuarto de los invitados,
pero no se molestó en explicarnos por qué. A mediados de febrero conoceréis a mi sobrino
Alfonso, el hijo de mi único hermano, el que vive en Santander. Está acabando Medicina en
Salamanca, y en junio tiene que presentarse a un examen muy importante. El señor le va a ayudar,
y para que vaya aclimatándose, conociendo a personas que le convienen, pasará algunos días aquí,
con nosotros, yendo y viniendo hasta finales de marzo. Luego se quedará tres meses en esta casa,
para poder ir a la academia de un amigo del señor y preparar su examen lo mejor posible, ¿está
claro? Aparte de que doña Prudencia Molina no era una mujer muy lista, no entendí a qué venía
tanta presentación, ni por qué siguió hablando después de que las dos respondiéramos a coro, muy
bien, señora. Alfonso es un chico muy bueno, muy formal, y tiene novia, que os quede muy claro,
porque no pienso volver a repetirlo. Mientras lo decía, nos miraba por encima de las gafas, como
cuando repasaba las cuentas de la compra, con el dedo índice de la mano derecha muy estirado. A
la primera tontería de cualquiera de las dos, vais juntas a la calle, estáis avisadas. Será estúpida,
me dijo Rosarito entre dientes mientras la veíamos salir de nuestra habitación, total, habrá que ver
al sobrinito, ¡como haya salido a su tía! Pero cuando llegó, hasta ella tuvo que reconocer que no se
parecía a doña Prudencia.
Alfonso Molina era un chico muy guapo, de esos que son guapos pero guapos de verdad. No
se parecía al Delfín, eso no, porque tenía el pelo oscuro, y unos ojos negros que echaban chispas.
La primera impresión es fundamental, Enamoradiza. Si él te atrae desde el instante en que os
conocisteis, cuenta con que tú le atraes a él en la misma proporción... No era tan alto como
Antonio, pero había hecho mucho deporte de pequeño, en el colegio. Tenía un cuerpo atlético, con
los músculos marcados en los brazos, las piernas largas, y una forma de moverse muy airosa,
como si bailara sin bailar, sin hacer ruido. Cuando sonreía, enseñaba unos dientes perfectos, y sus
ojos grandes, rasgados, tan oscuros como blancos eran sus dientes, brillaban igual que si tuvieran
detrás una bombilla que acabara de encenderse. Pues no es para tanto, me dijo Rosarito cuando se
lo conté. Anda que no, hija, pues claro que es... A mí me lo parecía, por lo menos, y cuando
entraba por las mañanas en la cocina, en pijama, con el pelo revuelto y esas arrugas que se marcan
en la tela al dormir, y me daba los buenos días manteniendo sus ojos fijos en los míos unos
segundos más de lo imprescindible, sentía como un vértigo, como si todo lo que había dentro de
mi cuerpo, el corazón, el estómago, las tripas, se juntara de golpe para separarse después y volver
a su sitio muy despacio. ¿Quiere que le haga algo para desayunar, señorito?, le ofreció Rosarito la
primera vez que estuvo solo con nosotras en la cocina. Házmelo tú, María, ¿quieres?, me miró y
todo el cuerpo se me amontonó en la garganta, dos huevos fritos, por favor, y al ir a coger la
sartén, las manos me temblaban como si tuviera fiebre. Cualquier detalle cuenta, Principiante.
Aunque tú creas que no le interesas, los pequeños gestos, que busque caminar a tu lado cuando
vais de paseo en grupo, que te pida o te ofrezca favores sin importancia, son más reveladores de
lo que parece... Tenía tanto miedo de que los huevos se rompieran que los eché en aceite bastante
frío. Cuando comprobé que las yemas estaban enteras, lo subí de golpe y me quedaron muy
bonitos. ¡Uy, con puntillas, qué ricos! Al dejar el plato en la mesa, le olí. Olía al calor de la cama,
y a tabaco, y a sudor de cuerpo limpio. Justo como a mí me gustan, en ese momento me di cuenta
de que todas las palabras que me decía tenían doble intención, muchas gracias, María.
No te metas ahí, chica... Rosarito se dio cuenta de todo, y se portó como una amiga, desde el
principio hasta el final. Hazme caso, que tengo más años que tú, que he servido en tres casas y ya
te digo yo que de ahí no vas a salir bien parada. Pero si no estoy haciendo nada, le decía, bueno,
el desayuno le hice el otro día, ya ves. Que no, María, que te gusta más que comer con los dedos y
se te nota. Hazme caso, mujer, que para eso los señoritos son más listos que el hambre y no dejan
una viva, tú ya me entiendes. Ya no vivimos en la Edad Media, Chica insegura. La posición
social es importante, no cabe ninguna duda, pero si él te quiere de verdad, no representará un
obstáculo insalvable... ¡Ay, Rosarito!, no me digas esas cosas, que cualquiera que te oiga pensará
que estoy deseando liarme con él. Y es que es lo que estás deseando, María, no me digas que no.
Me lo habría esperado de otra, pero de ti, con lo lista que eres, todo el día leyendo libros, y que
piques en esto...
La primera vez que me habló a solas, en abril de 1950, yo tenía diecisiete años, los mismos
que aparecían en la portada de la revista Chicas, y estaba merendando en la cocina. No era un
huevo crudo, sino una naranja, pero él entró sin decir nada, se apoyó en la mesa que había en el
centro de la habitación, y se me quedó mirando de una manera que yo ya conocía, porque la había
leído. ¿Y tú adónde sueles ir en tus tardes libres, rubia?, me preguntó a bocajarro. Al Retiro,
respondí, y cuando sonrió, sentí que me faltaba el suelo debajo de los pies. ¿Al Retiro, como los
niños pequeños? Volvió a mirarme igual que Juanito Santa Cruz, y me puse colorada, y ya no supe
qué decir. ¿Y no te gustaría más ir a bailar? Yo ahora tengo mucho que estudiar, pero cuando haga
el examen, me encantaría llevarte alguna tarde. Me han contado los compañeros de la academia
que aquí, en Madrid, hay unos bailes que están muy bien. ¿Te apetecería? El baile honesto,
decoroso, es la tradición más antigua del cortejo, Danzarina. Si te gusta bailar, no me parece
mal que aceptes la invitación de ese muchacho, siempre con el permiso de tus padres, claro
está, y asegurándote de la honradez de sus intenciones... Yo no tenía padres. Me gustaba bailar.
No tenía ni idea de sus intenciones. Le dije que sí.
—Luego, ya, leer fue más fácil para mí, porque en el verano de 1950, la hermana Anselma, la
superiora del manicomio, me ofreció trabajo en el asilo que la Orden tenía en Madrid y donde
había trabajado antes mi jefe, el doctor Pérez Gutiérrez quiero decir, durante muchos años.
Ya me había comportado como una verdadera Sherezade, avanzando con una audaz pirueta
desde la calle General Mola hasta el asilo de Doctor Esquerdo, cuando el doctor Fernández y su
novia se despidieron de nosotros. Justo después se marchó la otra pareja que quedaba, y me
convertí en la única mujer de aquella fiesta.
—Yo sabía que las monjas de Ciempozuelos podían trabajar como enfermeras y como
auxiliares sin tener que estudiar para sacarse un título, pero...
—Ya —me interrumpió el doctor Velázquez—, eso también me lo contó Roque al poco
tiempo de llegar. La verdad es que no me lo podía creer pero, bueno, ya sabes lo que me dice
siempre todo el mundo. España no es Suiza, ¿no?
—Pues no lo sé, porque nunca he estado en Suiza, pero... —me dio la risa sólo de pensarlo
—. Me parece que no.
No había pasado por alto que me había tuteado. Era la primera vez que lo hacía, pero con la
cantidad de cerveza que habíamos bebido, a pesar de que nos habíamos ventilado a medias todas
las mediasnoches, no podía estar segura de si lo había hecho aposta o se le había escapado sin
darse cuenta. En ese momento, miré hacia delante y vi al doctor Méndez besando en la boca a un
chico muy guapo, más joven que él, al que no nos había presentado. Mi mirada se cruzó con la de
otro invitado, que cerró enseguida las puertas correderas que separaban los dos salones, pero
quedarme a solas con el doctor Velázquez no me perturbó tanto, ni me dio tanto miedo, como la
excitación repentina, intensísima, que experimenté al contemplar aquel beso. Ya me imaginaba yo
que los mariquitas se besaban en la boca, pues anda, claro, ¿qué iban a hacer si no?, pero nunca
me habría imaginado que verlo pudiera gustarme tanto. Cuando recuperé el control sobre los
músculos de mi cara y volví a mirar a mi acompañante, él me estaba sonriendo como si se hubiera
dado cuenta de todo. Y entonces se me ocurrió una tontería, fíjate. Se me ocurrió que, a pesar de
todo lo que había aprendido con Alfonso, de cómo me había engañado, de lo mal que lo había
pasado, si en ese momento el doctor Velázquez se inclinaba hacia mí y me besaba, volvería a
hacerlo, le devolvería el beso y todo lo demás, llegaría hasta el final y no me arrepentiría. Igual
fue la cerveza, pero eso pensé, y más que pensarlo, lo deseé, y al hacerlo, comprendí que hacía
mucho tiempo que no deseaba tanto algo, y me asusté, y después de asustarme, lo deseé todavía
más.
—Nos han dejado solos —pero él no se parecía a Alfonso Molina, y en lugar de inclinarse
hacia mí, sacó el tabaco, me ofreció un pitillo, encendió los dos y arrugó el paquete vacío para
tirarlo sobre la mesa sin dejar de sonreír.
—Y yo le he dejado a usted sin tabaco.
—No se preocupe —volvió a llamarme de usted y me dio pena—. Tengo otro paquete —se
lo sacó del bolsillo y me lo enseñó con un gesto de niño travieso—. Me estaba contando que las
monjas no estudian para sacarse el título de enfermeras...
—Sí, pero lo que no sabía —me habría gustado más que me besara, la verdad—, era que yo
iba a tener la misma oportunidad. La hermana Anselma me dijo que, si aceptaba su oferta y
trabajaba dos años seguidos en Doctor Esquerdo, podría pedir el título de auxiliar de enfermería
por prácticas, sin examinarme ni nada, sólo con un informe favorable de la directora. Y que luego,
si quisiera, podría estudiar Enfermería sin dejar de trabajar. Cuando la escuché, vi el cielo
abierto, porque aparte de que iba a ganar más dinero y podría vivir en el asilo, sin pagar un
céntimo por la habitación, aquel plan me gustaba mucho más que servir en una casa. Lo que no
sabía era que en Doctor Esquerdo había una biblioteca, y bastante buena, por cierto...
Tampoco supe nunca si doña Prudencia se había enterado, si no habría sido ella la que llamó
a la hermana Anselma para decirle que ya no quería que trabajara más tiempo en su casa. Al
principio pensé que era eso lo que había pasado pero luego me di cuenta de que no, y no sólo
porque la señorita Bel iba a casarse en septiembre y ya no iban a necesitar tanto servicio, sino
sobre todo porque a ver cómo habría podido enterarse la señora, a no ser que Alfonso se lo
hubiera contado a sus primas y ellas... Pero tampoco, ¿y qué iba a contarles?, si no pasó nada, casi
nada, eso fue lo peor, tanto tiempo ahorrando para comprarme el vestido sin sacar dinero de la
cartilla, tantas noches en vela imaginando una historia de las que venían en Chicas, tanto empeño
por no acordarme de Fortunata y encomendarme al consultorio de Florita, total, para acabar como
acabamos.
Te va a llevar a un baile de chachas, como si lo viera, me dijo Rosarito. Yo nunca había oído
esa expresión, pero sonaba tan mal que no me atreví a preguntar. Me dio igual, porque ella se
empeñó en contármelo de todas maneras, que en los bajos de muchos cines de Madrid había unos
salones de baile muy grandes, en los que dejaban pasar gratis a las mujeres los jueves por la
tarde. Y allí, pues ya se sabe, van sobre todo soldados de permiso, los mismos que nos
encontramos en el Retiro todas las semanas, muchachas como nosotras, que no tienen dinero para
pagarse la entrada de un cine de estreno, y señoritos salidos, que las invitan a beber y las sacan a
bailar, a ver si encuentran a alguna de la que aprovecharse. Y como son más guapos, y van mejor
vestidos, y tienen más labia y más de aquí, se frotó con la yema del pulgar las del dedo índice y
corazón de la mano derecha, que los sorchis, pues antes o después se la llevan a una al baño, o a
algún pasillo oscuro, y le restriegan la cebolleta. Hay que ver, Rosarito, yo me asusté mucho al
oírla, cómo lo cuentas, pero cómo va a ser eso, mujer, si él lo que me ha dicho es que tiene unos
amigos en la academia que le han contado que... No quise seguir, pero ella se apresuró a ponerme
al corriente de todo lo que no me apetecía saber. Pues eso, mujer, que había unos bailes muy
grandes y muy bonitos, con unas pistas enormes y arañas de cristal en el techo, ¿a que sí?
No irás a echarte para atrás, ¿verdad? El jueves por la mañana, Alfonso entró de improviso
en el cuarto de la señorita Pili cuando estaba haciendo la cama y se le ocurrió hacer una cosa que
venía mucho en las revistas, fíjate, cogerme de las dos manos y acercar mucho la cabeza a la mía,
sin tocarla con la suya, para hablarme al oído. Tengo muchísimas ganas de bailar contigo, María...
Me lo dijo susurrando, pronunciando mi nombre como una promesa, y yo sentí que me derretía,
que iba a fundirme igual que un cubo de hielo en un charco de agua, y las piernas me temblaban, y
asentí con la cabeza pero él no tuvo bastante. Dime que sí, me pidió, y se lo dije, sí, y apretó su
cara contra la mía y me dijo que estaría esperándome a las seis en punto en la puerta del baile, que
estaba debajo de un cine que había en Conde de Peñalver. Luego se achuchó contra mí, pegó su
cuerpo al mío durante un instante y se fue corriendo. Aquel día me tocó servir la comida y ni
siquiera me miró.
Yo había pensado que sería un poco distinto, que quedaríamos a lo mejor en una esquina,
cerca de casa, para ir juntos. Y aunque me di cuenta de que lo había hecho así porque no quería
que nadie le viera conmigo por la calle, no quise darle importancia, sobre todo porque, cuando fui
a pedirle que me prestara su bolso negro, Rosarito se me quedó mirando y me dijo que estaba
guapísima y, sobre todo, elegantísima. ¡Hay que ver, María, al verte así nadie adivinaría que estás
sirviendo! Ya me gustaría a mí tener esa pinta de señorita, y ese tipito... No era verdad, o por lo
menos, no del todo. La piel de mis manos estaba tan enrojecida, tan áspera de andar con lejías y
detergentes, que después de pintarme las uñas de rosa me quité el esmalte con acetona, porque me
pareció que al natural llamaban menos la atención. Y el vestido era muy bonito, sí, pero sólo tenía
unos zapatos negros, tan viejos que me deformaban los pies como si fueran unas zapatillas de
andar por casa. De todas formas, me di cuenta de que me miraban mucho por la calle, pero cuando
nos encontramos en la puerta del baile, Alfonso me criticó por cómo me había vestido. Me dijo
que iba demasiado tapada, que parecía una novicia, que íbamos a hacer el ridículo, pero
inmediatamente después se arrepintió, y antes de que tuviera tiempo de desmenuzar el significado
de sus opiniones, me besó en los labios, sólo una vez, con mucha dulzura, y se me olvidó todo lo
demás.
Aquel beso, que sólo había servido para apaciguarme, para impedir que me diera la vuelta y
saliera corriendo, se convirtió en lo único de aquella tarde que podría recordar después como
algo bonito, aparte de mi vestido. El baile tampoco estaba mal, un salón enorme, al que se accedía
por una escalera curva, muy ancha, desde la que se veían muy bien las arañas de cristal que me
había anunciado Rosarito. Estaba lleno de gente, pero Alfonso me cogió de la mano para guiarme
y eso me gustó. Sus amigos de la academia estaban ya sentados en un sofá circular de terciopelo
granate, que me habría parecido lujoso si no hubiera visto a tiempo los lamparones que lo
salpicaban. Nos presentamos todos a gritos y comprobé que no había nadie desparejado. Las
cinco chicas que acompañaban a los amigos de Alfonso tenían las manos tan rojas, tan ásperas
como yo, pero enseñaban mucho más, porque llevaban vestidos de tirantes escotados, faldas
ceñidas que les trepaban por los muslos, sandalias de verano, con los dedos de los pies al aire y
las uñas pintadas. Alfonso me preguntó qué me apetecía beber y no supe qué decir. Pídete un San
Francisco, maja, me animó la que estaba más cerca, que no emborracha y le ponen azúcar en el
borde de la copa, está muy rico, ya verás... Le hice caso y el San Francisco me gustó, pero no me
dio tiempo a acabármelo. Poco después de que el camarero me lo pusiera delante, cambió la
música. Mientras bajábamos por las escaleras la gente estaba bailando el tiro-liro, luego pusieron
El cumbanchero, todo muy alegre, muy movido, pero de pronto apagaron la mitad de las luces y
sonó un bolero de Antonio Machín. Alfonso me sacó a bailar, me llevó a la pista, nos apretujamos
en el centro, entre otras muchas parejas, para que no pudieran vernos desde fuera, me figuro, y me
metió la lengua en la boca antes de que empezara a moverme. Todavía no se me había pasado el
susto cuando me levantó la falda por detrás con las dos manos, me agarró el culo y lo apretó
contra él.
Rosarito había oído hablar mucho de los bailes de chachas, pero no había ido nunca a
ninguno, y por eso, sus advertencias se quedaron tan cortas como los consejos de las revistas. Al
final, dio lo mismo que me gustara bailar o no, porque apenas llegamos a hacerlo. Sólo estuvimos
de pie un rato, manteniendo el equilibrio gracias a las parejas que nos rodeaban, todos muy juntos,
tan apiñados como en un vagón de metro que fuera llenísimo. Yo sentía que me faltaba el aire pero
Alfonso debía de tener práctica porque, mientras estábamos atrapados en aquella muchedumbre
que agobiaba y olía mal, se las arreglaba para mover las manos debajo de mi vestido con mucha
habilidad, y me estrujaba los pechos, apretaba mis pezones para hacerlos crecer, me metía las
manos debajo de las bragas para tocarme el culo, sacaba de vez en cuando la lengua de mi boca
para morderme en el cuello y no hablaba, no habló hasta el final, cuando me dijo al oído,
vámonos, anda, y me sacó de la pista, y hasta de la sala, porque me guio por un pasillo que
terminaba en una puerta que, según el letrero que había encima, comunicaba con el cine que estaba
arriba. Cuando la abrió, fuimos a dar a una escalera que estaba a oscuras y allí me apretó contra la
pared, se apoyó en mí, frotó media docena de veces el bulto que le había salido contra mi tripa
hasta que se corrió. ¡Uf!, dijo luego, y me besó en la mejilla, qué gusto, y luego en los labios, un
par de veces. En ese momento tuve la sensación de que el tiempo volvía a pasar, como si su
primera maniobra en la pista de baile lo hubiera interrumpido, abriendo un paréntesis de
irrealidad, angustioso y helado como el clima de una pesadilla. Luego volvimos a la mesa y mi
San Francisco ya no estaba. Se lo habrá llevado el camarero, me dijo Alfonso, voy a pedirte otro.
Se fue a la barra y no sé si lo pediría o no, pero le vi hablando y riéndose con sus amigos, cada
uno con una copa en la mano. Qué guapo es tu señorito, una de las chicas que estaban enfrente
rodeó la mesa para sentarse a mi lado, qué suerte tienes... Tuve mucho tiempo para pensar en eso,
para preguntarme qué me había pasado a mí, qué había sentido yo mientras él se restregaba contra
mi cuerpo, adónde había ido a parar la excitación nueva, flamante, que había sentido al seguirle
hasta la pista. Tuve mucho tiempo para responderme, pero tres cuartos de hora después volvieron
a apagar las luces, y a poner boleros, y Alfonso vino a buscarme, y todo se repitió punto por
punto, igual que la primera vez, sólo que ya no me asusté, porque sabía lo que iba a pasar, que él
tardó más en correrse, y que después sí que me trajo otro San Francisco, se sentó a mi lado y me
pasó un brazo por los hombros. ¿A qué hora tienes que estar en casa?, me preguntó después de un
rato. Le dije que a las nueve y puso cara de susto. Vaya, pues ya son las ocho y veinte, tendrás que
irte, ¿no? Le dije que sí, que mejor, porque no veía el momento de salir de allí, y me dijo que me
acompañaba. Yo entendí que iba a venirse conmigo, pero en el vestíbulo me besó en las mejillas,
me achuchó un poco más y me dijo adiós. Intenté sonreírle y lo conseguí. Por el camino me sentí
como una imbécil, pero logré llevarme la contraria con bastante éxito. Me dije que todo había
salido muy bien, que lo que yo quería era liarme con Alfonso y acababa de liarme con él, que la
próxima vez todo iría mejor. Por la noche, cuando nos acostamos, Rosarito quiso saber qué tal me
lo había pasado y le dije que muy bien. Luego me dio por llorar, y aunque intenté no hacer ruido,
ella se dio cuenta, se vino a mi cama y me abrazó, pero sin meterme mano ni nada. Me tuvo
abrazada, simplemente, hasta que me dormí, y a la mañana siguiente no vi a Alfonso. Cuando
Rosarito le preguntó a doña Prudencia si iba a despertarle, la señora respondió que el señorito ya
no estaba. Se había levantado muy temprano y el señor le había llevado a la estación del Norte,
para que cogiera el expreso de Santander, que salía a las siete en punto.
—Mi nuevo trabajo me gustó mucho, y no sólo por los libros, sino porque por primera vez en
mi vida podía hacer lo que me diera la gana. Tenía que cumplir un horario, claro, pero aparte de
eso, nadie me decía lo que tenía que comer, a qué hora tenía que volver, qué tenía que hacer...
—Sí, eso lo entiendo muy bien, porque fue lo mismo que me pasó a mí cuando llegué a
Lausana y empecé a vivir en una residencia de la universidad —en aquel momento me di cuenta de
que, para no parecernos en nada, el doctor Velázquez y yo teníamos muchas cosas en común—. Lo
de tener una llave para entrar y salir a la hora que uno quiere es un triunfo, ¿verdad? Y lo de poder
elegir la comida, aunque no tengas dinero y acabes comiendo siempre lo mismo...
En ese momento pensé que debía de ser tardísimo, porque por el balcón abierto ya no entraba
aire caliente, sino un viento flojito que refrescaba mucho el ambiente y dejaba una sensación muy
rica en la piel. El barullo que había en el salón cuando un invitado nos encerró para que no
viéramos al doctor Méndez besando en la boca a aquel chico tan guapo se había ido amortiguando
poco a poco, al mismo ritmo que el calor. Hacía un rato que habían bajado el volumen del
tocadiscos, y ya no sonaban coplas, como cuando les habíamos escuchado corear a gritos Amante
de abril y mayo, y Ojos verdes, y Yo soy la otra, la otra. En su lugar habían puesto una música
rara, de esas americanas, sin cantante y con mucha trompeta, que entonaba muy bien con mi estado,
porque estaba un poco borracha, la verdad, pero muy a gusto. El doctor Velázquez por fin se había
quitado la chaqueta, la corbata, se había desabrochado dos botones de su camisa blanca y cuando
le miré despacio, le encontré mucho mejor así. Me di cuenta de algo más importante todavía,
porque si hubiera estado en las mismas condiciones, un cuarto cerrado, de madrugada, harta de
cerveza, con otro hombre, seguramente habría tenido miedo, fíjate, me habría querido ir. Pero él
no me parecía nada peligroso, al contrario. Me habría quedado toda la vida en aquel sofá aunque
no me besara, aunque no hiciéramos nada más que hablar y hablar. Ni siquiera me paré a pensar
qué iba a hacer después, cómo me las iba a arreglar para volver a Ciempozuelos, y por no querer
saber, hasta renuncié a preguntarle qué hora era.
—Me he cansado de beber cerveza, María. Voy a ponerme una copa, ¿quieres una?
—Una copa... ¿De qué?
—Pues no sé qué habrá, coñac, o ginebra, me imagino.
—¡Ay, mi madre! —me dio la risa floja y él se rio conmigo—. Es que me voy a emborrachar.
—Bueno —él volvió a reírse primero—, es una posibilidad, desde luego.
—Vale, pero que no sea muy fuerte —después volví a reírme yo, y él me prometió que haría
lo que pudiera.
Aproveché para ir al baño y cuando volví, me estaba esperando con cuatro botellas medio
vacías sobre la mesa, una de coñac, una de anís, una de ginebra y otra de un licor blanco que tenía
una etiqueta que no había visto nunca.
—¿Un sol y sombra? —me ofreció.
—No sé, no sé...
—He traído cacahuetes —se sacó un cartucho del bolsillo y lo vació sobre la mesa.
—Vale, un sol y sombra, entonces. Y que sea lo que Dios quiera.
Volvimos a reírnos como dos niños pequeños y entonces habló él, le dio una ventolera de
esas de contarme su vida que yo ya conocía, porque en la glorieta le había pasado algunas veces, y
estuvo un rato muy largo acordándose de Suiza, y de la familia alemana con la que había vivido,
que eran judíos y los nazis les habían matado a un hijo de una forma horrorosa, aunque habían
tardado muchos años en enterarse. Yo nunca había conocido a un judío, tampoco había visto nunca
un nazi, que yo supiera, pero no quise preguntarle, por no parecer ignorante. Escuché aquella
historia tan triste sin interrumpirle y me gustó mucho estar allí, con él, ventilándome un sol y
sombra como si fuera el primero que me bebía en mi vida, que no lo era, pues anda, claro, no
faltaba más, si nos atizábamos uno todas las tardes en el asilo de Doctor Esquerdo, que el
camarero de la cafetería era muy simpático y nos los servía en tazas, como si fuera café, una mitad
de coñac y la otra de anís. De todas formas, me comí la mayoría de los cacahuetes y me
despejaron bastante, fíjate, qué cosa más rara. Así me enteré de que su mujer, aquella que se
llamaba Rebecca como la de la película, era hermana de aquel pobre chico muerto, que era
pianista, y componía música parecida a la que estábamos escuchando para tocarla en los cabarés
por las noches. Me habría gustado enterarme de más, pero no pude, porque al doctor Velázquez le
gustaba más escucharme que hablar.
—Y la pobre Rosarito... —me preguntó de pronto, como si se hubiera dado cuenta de que ya
llevaba demasiado tiempo callada—. ¿Qué fue de ella, sigue trabajando en esa casa?
—¡Qué va! —sonreí a su curiosidad—. Se marchó un año después que yo. Ahora vive con
una señora mayor, las dos solas en un piso enorme, en Alfonso XII. Sigue estando al lado del
Retiro, lo único que ahora entra por otra puerta. Y está muy bien, la verdad, porque mangonea a su
señora como le da la gana, aunque quiere casarse el año que viene, con Antonio, claro, que mira
que han roto veces, pero al final acaban volviendo siempre. Desde que vivo en Ciempozuelos la
veo menos, aunque hablamos de vez en cuando por teléfono, pero algunos domingos me voy a
verla y me quedo a dormir en su casa, o sea, en la de su señora, mejor dicho.
—Y ¿por qué volvió a Ciempozuelos, María? Si quería quedarse y estudiar Enfermería en
Madrid...
—Pues sí, eso quería, pero no tuve suerte, fíjese. Y eso que llegué a pagar la reserva de la
matrícula para el curso 1952/53 en la Escuela de Enfermería de la Cruz Roja y todo, porque allí
habían estudiado dos enfermeras seglares de Doctor Esquerdo que me contaron que merecía la
pena, aunque estuviera muy lejos del asilo. Pero a mediados de julio, la hermana Belén, que yo
todavía no la conocía, porque acababa de llegar para reemplazar a la hermana Anselma, que se
había puesto enferma, me llamó por teléfono. Me contó que mi abuela había tenido un derrame
cerebral y que los médicos habían dicho que lo más seguro era que no se muriera, pero que
tampoco se recuperara. Así que no llegué a ir a clase ni un día, aunque me devolvieron el dinero,
eso sí.
—Pero no lo entiendo... ¿Qué tenía que ver el derrame de su abuela con su carrera?
—¡Ay, doctor Velázquez! —sonreí a su asombro una vez más—. De verdad que hay que
explicárselo todo, como a los niños pequeños.
—Vale, pues explícamelo todo —ya no sabía si era la tercera o la cuarta vez que me tuteaba,
pero por ahí debía de andar—, pero deja de llamarme doctor Velázquez, por favor. Me llamo
Germán.
—Bueno, pues le llamo Germán —pronunciar su nombre me impresionó mucho—. El caso es
que las monjas me dijeron que mi abuela podía quedarse en el manicomio, pero de caridad, como
si dijéramos. Porque no era una enferma mental, claro, pero además, aunque ella tenía la pensión
de viudedad de mi abuelo, no había cotizado nunca, y con lo que cobraba, no daba para pagar la
hospitalización, así que la hermana Belén me ofreció un trato, un buen trato, las cosas como son,
que si hubiera seguido Anselma... Aunque a lo mejor, entonces habría podido acabar la carrera,
fíjate, claro que no quiero ni pensar qué habría sido de mi abuela. Lo que me propuso la hermana
Belén fue que ellas se quedaban con la pensión, me daban trabajo en Ciempozuelos, me pagaban
un poco más que a las otras auxiliares, para igualarme el sueldo que cobraba en Madrid, y yo me
ocupaba de cuidar a mi abuela, que la pobre no da mucho trabajo, ya la ha visto usted, hasta que
consiguiera una plaza gratuita de la Diputación. Eso fue... En el verano del 52, hace tres años ya,
pero me la denegaron, recurrí, y todavía sigo con el papeleo. A ver, que también podría haberla
ingresado en un hospital de beneficencia e ir a verla de vez en cuando, la hermana Belén me dijo
que eso no iban a poder negármelo, pero es la única familia que tengo y me dio cosa dejarla sola,
prefiero cuidarla yo. Además, en Ciempozuelos estoy muy bien, el trabajo me gusta más que en
Madrid. Al poco tiempo de llegar, empecé a leer para doña Aurora, el año pasado llegó usted y...
—el sol y sombra me había soltado la lengua y me puse colorada, pero no encontré una salida
airosa—. Total, que ahorro mucho más que cuando vivía aquí, por si algún día puedo volver a
intentarlo, pero de momento...
—Qué mala suerte, María.
—Sí, fue mala suerte, pero peor para mi abuela, la pobre.
Y sin embargo, a la larga ninguna desgracia fue mayor que el golpe de suerte que me trajo el
mes de marzo de 1953. Ha llegado el sustituto del médico, me dijo una de las ayudantes de cocina,
una chica de una familia del pueblo que era un poco retrasada, y es de guapo... Movió la mano en
el aire muy deprisa, de arriba abajo, varias veces, como hacía siempre que algo le parecía mucho,
muy bueno o muy malo, yo no he visto un hombre más guapo en mi vida, María, de verdad, te lo
juro. En aquel momento, empezaron a temblarme las piernas, porque ya sabía yo que las monjas
siempre echaban mano de médicos de familias conocidas, siempre las mismas. No jures, Mari
Carmen, una novicia que estaba amasando pan la regañó con suavidad, sin dejar de trabajar, que
además no será para tanto, porque a ti todos te parecen guapos, mujer. Que no, hermana, que no,
¿usted lo ha visto? No, todavía no. Pues le digo yo que el doctor Molina la va a impresionar
aunque sea usted monja, ya lo verá.
Perdóname, María. Eso fue lo primero que me dijo cuando consiguió hablar conmigo a solas.
¡Qué hijo de la grandísima puta!, fue lo que opinó Eduardo Méndez cuando se lo conté. Me porté
muy mal contigo, me muero de vergüenza cada vez que te veo, por favor, perdóname, dime que me
perdonas... No se lo había puesto fácil. Le evitaba como a una plaga, una amenaza, un enemigo
mortal, porque desde aquella mañana, en la cocina, cuando ni siquiera estaba segura de que la
pobre Mari Carmen estuviera hablando de él, me pasaba una cosa muy rara, o no, rara no, que me
volví tonta perdida, eso fue lo que me pasó, porque cuando le vi por primera vez, al fondo de un
pasillo... El mismo vértigo, el mismo calor, la misma sensación de haberme quedado sin suelo
debajo de los pies, todo igual que en General Mola, tan igual que me pareció mentira, que ni yo
misma me lo podía creer. Y mira que me esforcé en acordarme de lo malo, que no era difícil,
porque bueno no había habido casi nada. Mira que me esforcé en acordarme de aquella pista de
baile, de lo mal que olían los sobacos de la gente, del daño que me hizo mientras me apretaba los
pezones, de la sensación de frío, de desamparo, con la que me quedé después de que se corriera
contra mi vestido de lunares, todo eso me obligaba a recordar a todas horas, que me había sentido
igual que si me hubiera dejado desnuda en un charco de agua fría una mañana de invierno, así
mismo, pero mi cabeza se puso en contra mía, mi memoria me declaró la guerra, mi imaginación
se hizo fuerte en el olor de su cuerpo recién levantado, en su manera de rozar mi mejilla con la
suya en el cuarto de su prima Pili, en aquel beso breve, tan dulce, que me dio antes de entrar en el
baile. Eso era lo único de lo que me acordaba, y no quería, así que volvía una y otra vez a lo peor,
que había sido casi todo, hasta que empezó a mirarme, a sonreírme de lejos, sin llamarme, sin
hacerse el encontradizo, sin forzar las cosas hasta que un día, cuando volvía de leer para doña
Aurora, me crucé con él por las escaleras del Sagrado Corazón y me saludó, buenas tardes, María,
pronunciando mi nombre muy despacio, como si le doliera. Yo le devolví el saludo, buenas tardes,
doctor, y bajé un peldaño, luego otro, y otro más, antes de escuchar que esperara un momento.
Entonces me pidió perdón por primera vez. Llevaba más de un mes trabajando en Ciempozuelos.
No sabía que le habían contratado sólo para medio año. Cuando se fue, sí sabía que estaba
embarazada.
Yo era muy joven, rubia, era muy tonto, y muy torpe, y tú me gustabas mucho, pero tanto,
tanto... La segunda vez lo hizo mucho mejor, anda, claro, porque aspiraba a llegar mucho más
lejos. No sólo no volvió a llevarme a bailar, sino que me fue cebando poco a poco, y un día me
acariciaba la cara un instante, como sin querer, cuando nos encontrábamos en un pasillo, y al otro
me daba sólo los buenos días, y al otro me decía que estaba muy guapa, cosas así. No creas que no
me he acordado de ti, he pensado muchas veces en dónde estarías, y hasta le pregunté a mi tía
cuando volví a Madrid en Navidad, así me enteré de que estabas trabajando de auxiliar en un
asilo, pero no imaginaba que te encontraría aquí... Tenía razón el doctor Méndez. Era un
grandísimo hijo de puta y todo lo que me contaba era mentira, pero daba igual, porque me seguía
derritiendo cuando lo tenía cerca, porque se me doblaban las piernas y se me encogía el estómago
de puro vértigo cuando me decía esas cosas, aunque no quisiera, aunque no me las creyera, a pesar
de todo y de que Rosarito me había contado que aquella Navidad, en vez de preguntar por mí, le
había preguntado a ella si no le gustaría ir a bailar. Fue muy raro, no sé cómo explicarlo, fíjate,
porque lo hizo todo muy mal pero muy bien a la vez, y me mentía, pero era como si supiera que yo
sabía que me estaba mintiendo, como si eso tampoco importara mucho. Hace un día estupendo,
¿verdad?, hasta que una tarde de mayo me lo encontré en la puerta del obrador cuando terminaba
mi turno, no me apetece nada volver a casa, ¿quieres que demos un paseo hasta la plaza? Podemos
sentarnos en una terraza a tomar algo... Yo no le contesté, sabía que no tenía que contestarle, pero
volvió a decirme que estaba muy arrepentido, que le daba mucha vergüenza lo que me había
hecho, que si no iba a perdonarle nunca, y esto último me lo dijo casi al oído, pegando su cara a la
mía, y volví a olerle, después de tanto tiempo, porque me habría gustado cerrar la nariz, pero
como no se puede, primero le olí, y después le dije que bueno. Al día siguiente, en el manicomio
no se hablaba de otra cosa, porque Mari Carmen nos vio juntos cuando volvía a su casa y se lo
contó a todo el mundo. Y a partir de ahí, nada tuvo remedio.
Lo que fue mala suerte, pero mala de verdad, fue que me gustara tanto acostarme con Alfonso
Molina. Porque a otras mujeres ni siquiera les hacía gracia, yo lo sabía, me lo habían contado las
locas, que desde siempre les ha encantado hablar de ese tema y pregonarlo todo a los cuatro
vientos, y me lo había contado Marisa, que cuando el doctor Fernández no la hizo caso, se arregló
con uno de su pueblo y volvió de las vacaciones diciendo que era una cosa asquerosa, pero a mí
me encantó, la verdad. A lo mejor, después de todo fue porque ya me lo sabía, porque doña
Aurora me lo había explicado en el invernadero, con las plantas, y luego en su cuarto, con
aquellas láminas de anatomía, el pene, la vulva, el clítoris, la penetración y lo demás. Nadie me
había preparado para que me metieran mano en un baile de chachas, pero había aprendido qué era
copular, como lo llamaba doña Aurora, con la misma naturalidad, la misma facilidad con la que
me había apoderado del mecanismo del cálculo mental. No me daba miedo, no me hizo daño, que
según Marisa hacía muchísimo, pero sobre todo me encantó, a mi cuerpo le encantó, nos gustó
tanto que ni él ni yo encontramos la manera de parar a tiempo. Y después me acordé muchas veces
de lo que había ido diciéndome a mí misma mientras volvía andando a General Mola desde el
baile de Conde de Peñalver, aquello de que la próxima vez iba a ser mejor, porque lo de mejor se
quedó muy corto, la verdad. Fue además completamente distinto, sin prisas, sin agobios, sin
vergüenza y sin dolor, los dos desnudos en una cama y su lengua tan suave como si fuera otra, tan
delicada como si se hubiera vuelto de terciopelo. Y las tonterías que se me ocurrían, madre mía,
aquellas ideas que me nacían solas en el centro de la cabeza justo después de correrme, y que si
yo he nacido para esto, y que si ahora ya podría morirme porque nunca me va a volver a pasar
nada ni parecido, y que si con ningún otro hombre del mundo podría sentir lo que siento con él...
Eso sí que me dio vergüenza después, ser tan tonta, y mira que el doctor Méndez intentó quitarme
esas ideas de la cabeza, anda, claro, porque a él todo le parecía de lo más normal. Se llama
enamorarse, María, me dijo, nos pasa a casi todos, y todos pensamos que lo estrenamos, que nadie
en el mundo ha vivido lo mismo que nosotros, lo único es que tú has tenido mala suerte. Luego se
quedó pensando, me miró. O no, me dijo, a lo mejor también la has tenido buena, eso nunca se
sabe... Yo tampoco supe qué decirle, pero pensé para mí que lo que me había pasado era algo más,
algo parecido a esos brotes que les dan a las esquizofrénicas. Porque en el verano de 1953 nunca
tenía bastante, siempre quería más y no pensaba, eso fue lo peor, que dejé de pensar pero del todo,
fíjate, que hasta doña Aurora se dio cuenta, que llevaba un montón de tiempo sin hablarme y una
tarde se me quedó mirando, me mandó callar, y volvió a decirme aquello de que las mujeres se
pierden por el sexo. Añadió que me estaba comportando como una tonta de remate, que ya ni me
reconocía siquiera, y yo me eché a reír, pues anda, claro, porque aquel verano nada me daba
miedo y todo me hacía gracia, como si hubiera leído en alguna parte que iba a tener suerte durante
el resto de mi vida, como si no pudiera pasarme nada malo, como si me hubiera vuelto inmortal,
así mismo me sentía. Lo único que yo quería, lo único que me importaba, era que llegara la hora
de la salida, irme a Madrid en el coche de Alfonso, subir hasta su piso por unas escaleras
cochambrosas que a mí me parecían hasta bonitas, fíjate, y meterme en la cama con él, y ya no
había más, no existía nada más que eso, una cama como un castillo, como un mundo, como un
planeta entero. Ni siquiera se me ocurrió que aquello pudiera acabar como acabó, por eso pensé
después que me había vuelto loca, que había tenido un brote, algo, no habría sabido cómo
explicarlo... Dormimos todas las noches juntos, ¿no?, me decía a mí misma. Nos levantamos todas
las mañanas de la misma cama, vamos juntos a trabajar, salimos a dar una vuelta al atardecer...
Eso, en realidad, sólo pasó las dos primeras semanas. Después, aunque cuando estábamos juntos
todo era igual de maravilloso que al principio, o mejor todavía, ya empezamos a separarnos dos o
tres días a la semana, y él se fue a Santander, o eso me dijo, que se iba a Santander, un par de
veces. Sin embargo, cuando volvía, se las arreglaba para acercarse a mí sin que nadie le viera,
pegaba su mejilla a la mía, y me decía que me había echado mucho de menos, que se estaba
muriendo de ganas, y yo me lo creía, claro, porque igual era hasta verdad, y si no lo era, lo
parecía. Aunque medio manicomio sabía que estábamos liados, él siempre guardó las formas, por
tu bien, decía, porque a nadie le importa nuestra vida. Y decía nuestra, no tu vida, no mi vida, y
para mí eso ya era bastante. En fin, que cualquiera más lista que yo lo habría visto venir, pero lo
que más rabia me dio después fue darme cuenta de que si alguien me hubiera anunciado, punto por
punto, lo que iba a pasar, yo habría hecho exactamente lo mismo.
Si vienes a pedir dinero, te has equivocado. No voy a darte ni un céntimo, María... A
primeros de septiembre, el doctor Molina se esfumó, volvió a desaparecer sin despedirse, sin
avisar, sin dejar señas. Eso también fue igual que la primera vez. Y el muy canalla se fue justo a
tiempo, porque había pensado decirle que estaba embarazada el último día que le vi. Esta noche
no puedo verte, cariño, me dijo, porque me llamaba cariño y todo, pues anda, claro, se sabía de
memoria el repertorio completo, el doctor Robles me ha invitado a cenar en su casa. Bueno, pues
hasta mañana, le dije con mi sonrisa de boba. Él asintió con la cabeza, me sonrió, no añadió nada,
y ya no le volví a ver. El tiempo siguió pasando, mis pechos se hincharon, mi cintura empezó a
ensancharse, me daba asco el café con leche de por las mañanas y nadie sabía nada de Alfonso
Molina, el médico sustituto que se había marchado sin dejar señas y no llamaba nunca, y no
escribía a nadie, y era como si se lo hubiera tragado la tierra. Entonces se me ocurrió aquel
disparate, aquella idea pésima, que no la he tenido peor en mi vida. Y lo malo no fue que me
presentara en General Mola para decirle a doña Prudencia que su sobrino me había dejado
embarazada, qué va, no fue eso. Lo malo fue que lo hice pensando que, si se enteraba, quizás
volvería, que vendría por lo menos a verme, a hablar conmigo, a decirme que iba a hacerse cargo
del niño. Eso fue lo peor de lo peor, que fui a ver a doña Prudencia con esperanzas o, mejor
dicho, para poder seguir teniendo esperanzas.
Ella me escuchó en silencio, sin interrumpirme, manteniendo la compostura, aunque yo veía
su cara cada vez más pálida, los labios apretados, hasta temblando un poco al final. Pensé que era
por compasión, que se estaba apiadando de mí, que iba a ponerse de mi parte, fíjate si me habría
vuelto tonta yo, pero tonta de remate, que doña Aurora tenía razón, anda que no. Porque cuando
habló, lo único que me dijo fue que no iba a darme ni un céntimo. Le contesté que no quería
dinero, que no había ido a verla para eso, que sólo quería contarle mi situación para que Alfonso
se enterara. Y entonces hasta se rio un poco, una risita que sonó ¡ja!, como se ríen los personajes
de los tebeos. ¡Ja!, me dijo, ¿y por qué? Eso me desconcertó, la verdad, porque yo creía que el
porqué estaba muy claro. Pues porque él es el padre del niño, respondí, y volvió a reírse de la
misma manera, ¡ja! Bueno, eso es lo que dices tú, pero si te has acostado con él, puedes haberte
acostado con cualquier otro... Aquella respuesta me asombró tanto que no supe qué decir, pero
doña Prudencia sí sabía. Mira, chica, me dijo, cuando una se comporta como una fresca, ¡ja!, por
no decir como una puta, ¡ja!, tiene que apechugar con las consecuencias. Haberlo pensado antes.
Después de decir eso, se recostó en la butaca, cruzó las piernas y respiró hondo, como si ya
hubiera pasado lo peor. Yo desde luego no voy a decirle nada a mi sobrino, y menos ahora que
está a punto de casarse. Y tú, si eres inteligente, estarás tan callada como yo. Vamos a hablar
claro. Aunque me hayas dicho que no quieres dinero, estoy dispuesta a darte una cantidad... En ese
momento, me levanté y me fui. Tiré la silla y todo, de lo mala que me puse, y corrí por el pasillo
mientras ella me seguía, pero vuelve aquí, gritaba, ¿adónde te crees que vas? No lo sabía. Cerré
de un portazo, bajé corriendo las escaleras y deseé con todas mis fuerzas caerme, hacerme daño
en la tripa, perder al niño, porque me acordé de Fortunata, a destiempo pero me acordé, y me di
cuenta de que no quería tener un hijo de aquel cabrón, de que no quería criarlo para que me lo
quitara doña Prudencia.
—Bueno, pues... —el doctor Méndez abrió la puerta despacio, después de anunciarse con los
nudillos—. No sé si os habéis dado cuenta, pero son las cinco de la mañana y los que quedamos
nos vamos a la cama.
—¡Las cinco de la mañana! —me levanté como si aquella hora fuera un petardo que me
hubiera estallado justo debajo del culo—. Pero...
—Pero no pasa nada —entonces me di cuenta de que llevaba dos colchas en el brazo—.
Podéis quedaros aquí a dormir tranquilamente. Me temo que todas las camas están ocupadas, pero
en el salón hay dos sofás, y con este, tres. Tenéis donde elegir.
Dejó las colchas en una butaca, se acercó a mí, me besó en una mejilla.
—Muchísimas gracias por venir, María —después en la otra—. Me ha hecho mucha ilusión
verte por aquí.
—Gracias a ti por invitarme, Eduardo —correspondí—, me lo he pasado muy bien.
—¡Ah! O sea, que a él le llamas por su nombre y le tratas de tú...
—Sí —me volví hacia el doctor Velázquez, comprobé que sonreía y dije una barbaridad sin
pensarla antes—. ¿Por qué lo dice, está celoso?
—Pues mira... —pero nuestro anfitrión no le dejó terminar de explicarse.
—Bueno, eso ya lo arregláis entre vosotros —Eduardo se echó a reír, se acercó al doctor
Velázquez, le dio un abrazo, y se marchó.
—Vaya, vaya... —Germán volvió a sentarse en el sofá, dio una palmada en el asiento donde
había estado sentada yo toda la noche, y vació en mi copa primero la botella de coñac, luego la de
anís—. Pues eso sí que me lo vas a tener que explicar...
—No puedo beberme eso —pero me dio la risa—, de verdad.
—Claro que puedes —él también se rio.
—Pero es que no puedo contárselo, porque fue una cosa que pasó... Es de la vida privada de
Eduardo, como si dijéramos —entonces me di cuenta de que podía entenderme mal—. Que no
estuvimos liados ni nada, no vaya a pensar... —pero después comprendí que era imposible que me
entendiera mal—. Ya, que usted ya sabe...
—¿Que a Eduardo le gustan los hombres? —se rio todavía con más ganas—. A ver, María, si
acabamos de verlo tú y yo, aquí sentados. Y no lo sé por eso, sino porque me lo contó él mismo.
Somos muy amigos.
—No sé, no sé... —me paré un momento a pensar y al final se lo conté, para no tener que
contarle nada más—. Bueno, lo que pasó fue que un día se presentó un chico en el manicomio, a
preguntar por él. No debía de haber nadie en la puerta, o dijo que venía a ver a un familiar, eso no
lo sé, pero entró en San José como Pedro por su casa y yo fui la primera que lo vio. Me pidió que
avisara a Eduardo Méndez de que Silvestre, el de Ventas, había venido a verle, y añadió que iba a
sentarse en un banco y no pensaba levantarse hasta que apareciera. Yo acababa de ver al doctor
Méndez y fui a buscarle como si tal cosa, claro, pero cuando le dije el nombre... Si se hubiera
llamado Paco, o Juan, igual habría tardado más en reconocerlo, pero cuando escuchó el nombre de
Silvestre se le puso la cara blanca como un papel. María, por favor, haz que se vaya, me dijo. Ya
te lo explicaré después, pero, por favor, haz que se vaya, que no hable con nadie, dile que iré a
verle esta misma tarde, que te diga dónde y a qué hora, pero que se vaya ahora, ya... Total, que me
fui a ver al chico y yo no sé qué me pasó, fíjate, pero por la forma en la que estaba sentado, como
echado para delante en el banco, con las piernas abiertas, adiviné lo que pasaba, que ya sé que
parece una cosa muy rara, pero no era postura para estar en el banco de un hospital, no sé cómo
explicarlo... —lo que no sabía explicar en realidad era que aquel chico estaba sentado como si
quisiera que se le marcaran los huevos debajo del pantalón, pero el doctor Velázquez debió de
entenderme, porque asintió con la cabeza—. Pues le dije que Eduardo no podía venir, que estaba
muy ocupado. Y antes de que me diera tiempo a explicarle lo de la cita, me dijo que le daba igual
lo que estuviera haciendo, que lo suyo era más importante, que le había prometido que no iba a
dejarle tirado y que tenía que cumplirle, eso lo repitió varias veces, que tenía que cumplirle...
Pues mira, le expliqué yo, este hospital es de las Hermanas Hospitalarias, ¿lo entiendes? Aquí
mandan las monjas, ellas son las dueñas de todo, así que si no te vas ahora mismo, y se enteran de
lo que estamos hablando, van a despedir al doctor Méndez y ya sí que no va a poder cumplirte
nunca, porque se va a quedar en la calle. Eso sí lo entendió, pues anda, claro, no faltaba más. Se
quedó callado y aproveché para decirle que Eduardo estaba dispuesto a verle por la tarde, donde
quisiera y a la hora que dijera. Y se marchó. Y a mí no me había costado nada hacer eso, ya ve,
pero él me lo agradeció tanto que un domingo me invitó a comer, nos liamos a hablar y... Así nos
hicimos amigos el doctor Méndez y yo.
¿Qué te pasa, María? Tienes una cara espantosa. Al día siguiente de mi visita a General
Mola, Eduardo fue el único que se dio cuenta de que me había pasado algo, el único que se
interesó por mí. Nada, le dije, y como se me estaban saltando las lágrimas, me fui corriendo al
dispensario, que era el único sitio que sabía yo que estaba vacío, porque no había llegado nadie a
sustituir a Alfonso todavía y las enfermeras hacían la ronda a aquella hora. ¿Qué te pasa, María?,
vino detrás de mí, se sentó a mi lado, me hizo la misma pregunta por segunda vez, y me pidió que
se lo contara por favor, por favor. Al final, le conté la historia completa, desde el principio,
porque se lo tenía que contar a alguien, porque no podía seguir estando callada, porque en un par
de meses se me iba a empezar a notar y más me valía ir haciéndome a la idea. Él se quedó un
instante pensando. ¡Qué hijo de la grandísima puta!, dijo después. Me di cuenta de que el insulto le
había salido del alma, y eso me reconfortó tanto que, sin darme cuenta, dejé de llorar. Luego me
pidió que fuera sincera. ¿Quieres tenerlo?, me preguntó, dime sólo sí o no. Fui sincera y contesté
que no. Pues entonces no hagas nada, no hables con nadie. Voy a hacer unas gestiones, a ver si
puedo arreglarlo, tú procura estar tranquila y espera a que te diga algo... Al día siguiente, me
preguntó qué horario tenía aquella semana y me citó para el viernes a última hora de la tarde en
una dirección de la calle Magdalena. Es la consulta de un amigo mío, me dijo, no te preocupes,
todo va a salir bien, yo iré contigo en un taxi. Cuarenta y ocho horas más tarde, dejé de estar
embarazada. El médico, que era mariquita y se le notaba un montón, pero muchísimo más que al
doctor Méndez, fue muy amable, hasta cariñoso conmigo, fíjate. Me explicó que ya estaba
arreglado, que habían elegido esa fecha porque sabían que al día siguiente libraba, que descansara
el sábado todo lo que pudiera y que volviera a verle tres días después. Cuando salimos a la calle,
Eduardo me preguntó cómo me encontraba, y ya no me pidió que fuera sincera, pero volví a
decirle la verdad. Me encuentro muy bien, le dije, porque ya no tenía miedo, porque ya no sentía
angustia, porque me sentía igual que si acabara de estrenarme a mí misma. Hacía menos de un mes
que había cumplido veintiún años y de repente me lo creía, me creí que volvía a tener la vida
entera por delante y que Alfonso Molina nunca estaría en ella. No sé cómo voy a agradecerte esto,
le dije, y él me respondió que sí lo sabía. No te sientas culpable, María, así es como quiero que
me lo agradezcas. No les des esa satisfacción a esos hijos de puta. Me invitó a tomar algo, y me
contó que cuando era un crío le habían intentado arreglar dándole electrochoques, descargas
eléctricas en los testículos mientras le ponían fotos de hombres desnudos delante, y otras cosas
horribles. Así que, cuando me daba por pensar que era una bruta, porque no tenía ganas de llorar,
y una mala persona, porque no estaba arrepentida, y una insensible, porque no me deprimí y comía
con apetito, me acordaba de las pinzas en los huevos de Eduardo y se me pasaba enseguida. Tres
días más tarde ya había dejado de manchar. Su amigo me dijo que estaba muy bien, me explicó que
podría tener hijos cuando quisiera, y me regañó por haberle llevado una caja de bombones,
aunque empezó a comérselos allí mismo, que ya me imaginaba yo que le iban a gustar porque
estaba bastante gordito. Por eso le conté al doctor Velázquez aquella noche lo de Silvestre el de
Ventas, porque no me atreví a contarle lo de la calle Magdalena.
—Te estás cayendo de sueño —me dijo cuando me vio bostezar tres veces seguidas.
—Claro, me has tenido toda la noche hablando...
Esa fue la primera vez que le tuteé y ni siquiera decidí hacerlo. Él se levantó para que
pudiera tumbarme en el sofá, me preguntó si estaba cómoda y le respondí que sí, porque el sofá
era muy mullido, la verdad, pero además es que me quedé medio frita en cuanto que apoyé la
cabeza en un cojín.
Antes de dormirme del todo, me di cuenta de que me estaba tapando con una colcha. Después
se fue con el cenicero en la mano, volvió y me besó en la sien. De lo que sí me arrepentí fue de
haberme puesto de lado, fíjate, porque pensé que, si hubiera estado boca arriba, me habría besado
en los labios.
A la mañana siguiente, tenía una resaca espantosa y ya no estaba tan segura.
¡Ay, si ya lo sabía yo! Si siempre he sabido que no soy una mujer como las demás, que yo soy de
otra época que sólo puede ser el futuro. Lo sabía, desde pequeñita lo he sabido, pero este regalo,
esta oportunidad después de tanto tiempo, eso sí que no me lo esperaba. Y ahora tengo que estar
más en guardia que nunca, no puedo descuidarme ni un segundo, nadie tiene que saberlo, y las
monjas menos que nadie, porque a saber de lo que serían esas capaces si se enteraran, no quiero
ni pensarlo... A él se lo tendré que contar, claro, pero a su debido tiempo. De momento se alegra
mucho de verme tan contenta, pero piensa que es por el verano, porque ahora salimos al jardín
todos los días, y a veces hasta comemos en la glorieta lo que trae María, que no será muy lista,
pero cocina muy bien, que eso sí que no me lo figuraba yo. El gazpacho le sale muy rico y los
filetes empanados todavía mejor, porque los hace al revés, primero el pan rallado y luego el
huevo, y le quedan blanditos, jugosos, yo nunca los había comido así, claro que... Pero, espera un
momento, Aurora, párate a pensar, a ver si la tonta del bote va a acabar echándolo todo a perder.
Siempre se ha dicho que a los hombres se les conquista por el estómago, pero no creo yo que
Germán, siendo un ser superior... Porque es un hombre poderoso, cada vez estoy más segura de
eso, es especial, como yo, por eso es tan importante para mis planes. Él todavía no lo sabe, claro,
y por eso tontea tanto con la otra, aunque sólo le sonríe, no la toca, que me he fijado muy bien en
todo, pues buena soy yo para pasar algo por alto. El otro día les regañé para que lo sepan, para
que se den cuenta de que a mí no me engaña nadie, les dije que ya estaba bien de tontería, y ella se
rio como la boba que es, hay que ver, con lo lista que era esta chica de pequeña, pero él me hizo
caso y se puso serio. Claro que, en realidad, ¿a mí qué más me da? Que tonteen todo lo que
quieran, si yo, con un par de ratos sueltos voy a tener bastante. Y luego, cuando Germán haya
cumplido su misión, podré modificar al fin el destino de la Humanidad, que es para lo que he
nacido yo, para fundar una nueva sociedad. Sólo por eso, para eso, he venido a esta época desde
el futuro. Durante toda mi vida me he preguntado qué pintaba yo aquí y nunca he encontrado otra
explicación, lo que no me podía imaginar era que mi momento no había llegado todavía. ¡Y ya
nadie podrá hacerme burla, como antes! ¿Y usted solita iba a arreglar el mundo, doña Aurora?
Cuando llegué aquí, las monjas se reían de mí, se reían los médicos, los mozos, y eso que yo era
amable con todos, que hasta iba a misa y comulgaba sin creer en ningún dios, como no creo, para
caerles en gracia. Hasta versos les escribía, y mira cómo me lo pagaron, igual que cuando estuve
en la cárcel, aquella vez que vino a actuar un grupo folclórico de Galicia, que estaba clarísimo
que habían venido por mí, que soy gallega, para hacerme un homenaje, y las funcionarias se
partieron de risa cuando se lo dije, si serían imbéciles, ignorantes, unas animales, eso es lo que
eran, y que los animales me perdonen la comparación. Pero ahora todo será distinto. Ya nadie
pensará que estoy loca, las naciones se pondrán a mis pies, mis enemigos comprenderán que he
derrotado sus prejuicios, su crueldad, sus asquerosas maquinaciones... Esta segunda juventud que
estoy viviendo es una ocasión de oro para mí, pero sobre todo, para el género humano. Porque no
cometeré los errores del pasado, no me gastaré el dinero en comprar fincas donde instalar mis
comunidades, no pagaré a colonos para que vivan de acuerdo con las nuevas reglas, todo eso fue
fruto de mi debilidad de entonces, de mi juventud biológica, una juventud inmadura, irreflexiva,
prematura, no como la de ahora. Hildegart fue fruto de aquel ensayo, de ahí sus defectos, la
imperfección de un simple boceto. No conseguí ni de lejos lo que ambicionaba, pero aquel
prototipo bastó para que todos se arrodillaran a sus pies y babearan de admiración ante ella,
ignorándome a mí. No comprendieron que mi hija era como una pared blanca que refleja la luz del
sol, un simple fenómeno óptico que sólo engañaría a un niño pequeño. Por eso me merezco esta
oportunidad. Y cuando el mundo sepa de lo que he sido capaz, dejaré de ser un chiste, una loca,
una enferma, para tomar posesión del poder que merezco, el que siempre le han negado a mi
inteligencia, a mi ambición, a mi talento. Con ese horizonte, ¿qué más me da que Germán tontee
con la tonta del bote? Que se case con ella si quiere, aunque... No, no, no, Aurora, no te confíes y
piensa, tienes que pensar muy bien. Porque quien lo haya mandado, no lo ha hecho para que se
case con una chica vulgar, eso no puede ser, quien lo haya mandado, lo ha traído hasta mí para que
esté a mi lado, para que me acompañe en un proceso transcendental para el destino de la
Humanidad. Así tiene que ser. Pero espera un momento, porque... ¿Y si no lo hubiera mandado
nadie? Eso nunca se me había ocurrido, y sin embargo... ¿Puede ser que haya venido a mí por su
cuenta? Es como mi alma gemela, desde luego, mi inteligencia complementaria, y a lo mejor lo
sabe, lo ha sabido todo desde el principio, y si se enteró de que yo estaba aquí, pues... Igual no lo
han mandado los ingleses, ni los rusos. Y si ha venido para cumplir su misión por su propia
voluntad, tiene que saber lo que estoy pensando, estará al corriente de mis planes, ¿no?, y
entonces... ¡Ay! Tengo que pensar todo esto bien, muy bien, porque ese detalle puede cambiarlo
todo, para mejor, desde luego, pero de todas formas... Me va a doler la cabeza, estoy viendo venir
que va a dolerme muchísimo la cabeza, y no me conviene. Ahora debería descansar, dormir un
poco para fortalecerme, estar relajada para ayudar a mi organismo. Lamarck tenía razón, la
función crea el órgano, eso es exactamente lo que me está pasando, que mi mente, mi voluntad,
están cambiando mi cuerpo, creando el órgano que necesito para hacerlo funcionar, pero claro,
estoy tan cansada como la primera vez, o más todavía, porque este rejuvenecimiento, a mi edad...
No sé, a lo mejor me estoy precipitando. Con los dolores no me confundo, desde luego, todavía
los recuerdo como si los hubiera padecido ayer, pero hasta que llegue el momento, debería estar
más tranquila. Si me altero, puedo llegar a retrasarlo, y eso es lo último que me interesa. Ya habrá
tiempo para pensar, y para tomar decisiones, más adelante. Primero, que el organismo actúe.
Luego, ya veremos.
Después de comer, doña Aurora me pidió que la acompañara a su habitación.
—Venga conmigo, Germán —sus ojos relucieron de pronto como los de un gato goloso—. Si
puede concederme unos minutos, me gustaría que habláramos de un asuntillo. No voy a
entretenerle demasiado, que ya sé que tiene usted mucho que hacer, a ver, un hombre tan
importante...
Nunca la había escuchado hablar así, en el tono impostado, sobreactuado, de una actriz
madura que hace un papel secundario en un sainete. Sólo eché de menos el colorete y los collares
de bisutería mientras me sonreía con un gesto que, si no me hubiera parecido absurdo, me habría
atrevido a describir incluso como coqueto. Era, en cualquier caso, tan inédito en aquel rostro
como la velocidad a la que movía las pestañas, la languidez del brazo que extendió lentamente
para señalarme un camino que los dos conocíamos de sobra. Su actitud me inquietó, porque jamás,
ni en 1933 ni después, la había visto en el trance de pretender seducir a nadie, y aunque no tenía
sentido, eso fue lo que me sugirió su voz, sus movimientos. Hasta hacía muy poco tiempo, siempre
había sabido interpretarla. Aquel día, ni siquiera entendí por qué había escogido un tono tan
desagradable para dirigirse a su antigua alumna, su lectora, los ojos que miraban el jardín por
ella.
—Tú no vengas, chica, que eres muy pesada, todo el día siguiéndonos como un perrito, qué
barbaridad.
Hasta ese momento, siempre habíamos sido tres. Aunque en los últimos tiempos doña Aurora
no se había portado bien con María, nunca había llegado a usar la primera persona del plural para
excluirla. Ella se dio cuenta, me dirigió una mirada de asombro que no ocultaba que esas palabras
le habían dolido, y en el silencio inmóvil que ambos compartimos, doña Aurora se arrepintió a
medias de su sequedad.
—Que estaba muy buena la comida, ¿eh? —y volvió a ser la de siempre, a hablar con su
propia voz, dura, casi áspera—. No creas que no te lo agradezco.
El 10 de septiembre de 1955, María Castejón había cumplido veintitrés años, y nos había
invitado a comer para celebrarlo. Ella misma había hecho la comida, gazpacho y filetes
empanados, el menú favorito de aquella ingrata.
En primavera, nos había dicho que le gustaría comer al aire libre y María se ofreció a
llevarle a la glorieta el menú que se sirviera cada día a las internas de primera clase. Temí que las
otras enfermas se quejaran, pero hacía muchos años que doña Aurora no salía de su habitación y
estaban acostumbradas a no verla en el comedor. María, que era quien habitualmente subía su
bandeja al segundo piso del Sagrado Corazón, fue muy discreta. Mi paciente disfrutó mucho de
una nueva costumbre que sólo terminó con la llegada del calor africano que nadie más que yo
apreciaba. En julio, cuando Robles se fue de vacaciones, cambiamos el horario de nuestras
salidas al jardín a primera hora de la mañana. Entonces se reveló una virtud que la nieta del
jardinero había mantenido oculta. Le gustaba cocinar, lo hacía muy bien, y cada dos por tres
aparecía con un bizcocho, unas magdalenas o una tarta que se acababan muy deprisa, porque a
doña Aurora le gustaban mucho los dulces.
—Pero no le conviene ganar peso —yo intentaba moderarla sin resultado—. Ahora que se
mueve usted tan bien, tendría que tener más cuidado.
—Ya, ya sé, pero está tan rica... —tendía el plato para que la cocinera le sirviera otro trozo
—. ¿Qué quiere que haga, Germán? Para dos días que me quedan...
Después, a mediados de agosto, algo cambió. El clima ideal del verano tranquilo, placentero,
incluso alegre, que ella había contribuido a sostener con su humor y su buen apetito se fue
tensando poco a poco, para nublarse antes que los cielos de septiembre. La transformación de
doña Aurora obedeció al patrón de su propio carácter, tan caprichoso, tan voluble que a menudo
su ánimo cambiaba más de una vez, en direcciones opuestas, en el plazo de una hora. No fui capaz
de desentrañar aquel fenómeno pero distinguí en el estado de mi paciente ciertos rasgos
constantes, que se repetían en cada mudanza.
Cuando el calor empezó a apretar, ella misma sugirió que abandonáramos la glorieta y nos
trasladáramos a un emparrado que estaba muy cerca del huerto. En uno de esos alardes de lucidez
que seguían asombrándome, reconoció que allí nos picarían más los mosquitos, pero insistió en
que estaríamos mucho más frescos porque el huerto se regaba a primera hora de la mañana. Antes
de trasladarnos, estuvo un rato hablando con María y las dos decidieron poner sobre la mesa dos
macetas, una de lavanda y otra de romero, para ahuyentar a los insectos. A la mañana siguiente,
cuando las vio, se puso muy contenta. Comentó que íbamos a estar muy a gusto, nos contó que el
calor no la había dejado dormir, y no hizo ni dijo nada que enturbiara nuestra armonía. María
siguió leyendo algunos días, contando historias otros, llevando algún dulce casi siempre, y
después de una larga temporada de serenidad, se produjo el primer episodio de una serie que se
repetiría con cierta frecuencia a lo largo de un mes.
—¿Quiere un poco más, doña Aurora?
Porque aquella mañana no quiso repetir. Sin dejar de mirar a la repostera, se quedó callada,
frunció los ojos, apretó los puños y se convirtió en una versión de sí misma que hacía mucho
tiempo que no veíamos.
—Por supuesto que no. ¿Tú qué quieres, que engorde? ¿Crees que así te vas a salir con la
tuya? —entonces se giró hacia mí con un brillo de astucia en los ojos—. Tenemos que hacer algo.
Esto no puede seguir así.
—¿Algo? —le pregunté en un tono precavido—. ¿Con qué?
No me contestó. Permaneció en silencio, el gesto cada vez más crispado, golpeándose los
muslos con los puños cerrados a un ritmo que sólo ella escuchaba mientras respiraba sonoramente
por la nariz, como un toro furioso. Hasta que se levantó, arrancó las plantas de las macetas, las
tiró al suelo y las pisoteó.
—¡Me dan alergia! —gritaba mientras tanto—. Tú lo sabes, sabes que me dan alergia, las
trajiste para mortificarme, para que se me llenara la piel de ronchas... ¡Ah, pero te he descubierto!
No vas a acabar conmigo, eso ni lo sueñes. Porque eres mala, pero eres más tonta todavía, tonta y
mala, y además fea, eres muy fea, no sé si lo sabes, ¡una mujer horrible!
No estábamos preparados para aquel estallido y no supimos atajarlo a tiempo, pero antes de
que se hiciera daño a sí misma, la sujeté y me la llevé del emparrado. Le propuse dar un paseo
pero me dijo que no, que se quería ir a su cuarto. Cuando la acompañé hasta allí, cerró la puerta
después de entrar sin decirme adiós. Al día siguiente, fui a verla y me dijo que llegaba tarde, que
tendríamos que bajar al jardín enseguida si no queríamos asarnos de calor. La acompañé hasta el
emparrado y, antes de sentarse, miró a su alrededor con un gesto de extrañeza.
—¿Y la chica? ¿No viene hoy?
La miré con atención y comprendí que había decidido comportarse como si no recordara lo
que había pasado la mañana anterior.
—¿Quiere que vaya a buscarla?
—Claro. Que venga. Yo no entiendo lo que le pasa a esa boba, que se ahoga en un vaso de
agua.
—Pues no lo sé, pero me imagino que ha supuesto que usted no querría verla, porque ayer se
enfadó mucho con ella. La llamó tonta, ¿se acuerda? Le dijo que era mala y muy fea.
—Y a usted no le parece fea... —me miró de través, sin lograr reprimir un destello de su
vieja, conocida astucia.
—No es que no me lo parezca a mí, doña Aurora —esbocé una sonrisa cautelosa—. Es que
María no es fea. Es bastante guapa. Estoy seguro de que eso es lo que le diría todo el mundo.
—Bueno, los gustos, ya se sabe, los hay para todos los colores —me miró un instante, sonrió
y apartó la vista—. Pero, por lo demás... ¡A cualquier cosa le llama usted enfadarse!
La transformación que estaba teniendo lugar en mi paciente era tan compleja que no fui capaz
de descifrarla antes de que ella pusiera sus cartas boca arriba. Sin embargo, descubrí muy pronto
que la presencia de María se había convertido en un conflicto para ella. No estaba dispuesta a
renunciar al jardín, a los dulces, a los paseos, la situación que, en definitiva, la había convertido
en la paciente más mimada del manicomio después de quince años de abandono. Expulsar a
María, el hada de las tartas, la contadora de historias, los ojos de repuesto que miraban el mundo
que los suyos ya no veían bien, habría supuesto el fin de sus privilegios. No sólo porque yo podría
enfadarme sino porque además, y sobre todo, ninguna hermana, ninguna enfermera, ninguna otra
auxiliar habría sido tan paciente, mucho menos tan cariñosa, con ella como la nieta del jardinero.
Descontando a Margarita, que seguía insistiendo en que antes eran muy amigas aunque mi paciente
no dejara pasar la ocasión de desairarla, María y yo éramos las dos únicas personas de
Ciempozuelos que le teníamos cariño a Aurora Rodríguez Carballeira y aún más. Éramos las
únicas que la aguantábamos en una comunidad donde tenía una mala fama, de asesina, de egoísta,
de altiva, de soberbia, que se había ganado a pulso. Era demasiado inteligente para no estar al
corriente de todo esto, pero los primeros indicios del cambio que se estaba operando en su
interior tuvieron que ver con la chica, como solía llamarla, y no porque la tratara con desdén. Eso
sólo sucedía algunas veces, siempre en días tranquilos. En otros, que se fueron haciendo más
frecuentes, empezaba por quedarse callada, en una actitud que parecía más relacionada con la
introspección que con la ausencia. Se estudiaba por dentro, reparaba en algo que nosotros
ignorábamos, y se volvía furiosamente contra María, aunque a veces repartía su violencia entre
los dos o la volcaba en exclusiva sobre mí.
—Ya está bien de tontería, ¿no?
Cuando me lo dijo, me miraba como si estuviera en deuda con ella. Todavía no había
pisoteado las plantas, pero advertí que la temperatura de su hostilidad había subido varios grados.
Su rabia era sincera, caliente, muy distinta de la artificiosa frialdad que me indujo a adivinar que
al principio me consideraba un agente enemigo.
—Debería darle vergüenza, Germán, un hombre hecho y derecho, perdiendo el tiempo con
esas bobadas de colegiala.
Aquella mañana, mientras ella parecía dormitar después de haberse comido casi media tarta
de limón, María me anunció que tenía algo para mí. Quince días después de amanecer en el sofá
de Eduardo, había vuelto a Madrid para pasar el día con Rosarito, que quería darle en mano la
invitación de su boda y contarle cómo era la casa que su novio había conseguido alquilar por fin a
un conocido de un tío suyo, en el pueblo de Vallecas.
—Es muy pequeña, no se vaya a figurar, porque antes ni siquiera era una casa, sino el establo
de los animales, que se conoce que el dueño ya no tiene ganado y ha decidido sacarle un dinero.
Pero, bueno, con lo difícil que está la vivienda en Madrid, están contentísimos, pues anda, claro,
no es para menos. Y van a tener que arreglarla ellos mismos, fíjese, porque no les da el dinero
para albañiles, pero encontrar un alquiler que puedan pagar... Llevaban más de un año buscando y
yo creía que no iban a encontrar nunca, así que me alegro mucho por ella, de verdad se lo digo.
Pero ayer, por chincharla un poco, le dije, hay que ver, Rosarito, lo malo es que ahora ya no vas a
poder ir al Retiro, con lo que te gusta... Ella me dijo que para qué quería el Retiro si iba a vivir en
medio del campo, y se echó a reír, pero luego se dio una palmada en la frente, se fue corriendo a
su cuarto y me trajo esto —se sacó una fotografía del bolsillo y me la tendió—. Nos la hizo un
hombre de esos que se ponen en el parque con una cámara de las antiguas, que esconden la cabeza
debajo de una tela, y todo. Antonio pagó dos copias, pero a su novia se le olvidó darme la mía, la
guardó, y no se acordó hasta ayer. Mire, esta es ella, ¿ve? Y esta soy yo, claro. Se la he traído
porque como le interesa tanto mi vida...
Era una foto pequeña, en blanco y negro, con la verja del estanque del Retiro al fondo. En
primer plano, de cuerpo entero, posaban dos muchachas con uniforme de criadas, una bata de
color claro, rosa o azul celeste, imaginé, y un delantal blanco con peto, rematado con unas ondas.
La de la izquierda era una versión aún más juvenil de María Castejón, casi una niña de cara
mullida, redonda, que sonreía de frente al objetivo. A la derecha posaba de perfil, con un punto de
sofisticación postiza, aprendida, una chica algo mayor, con el pelo muy rizado, los ojos saltones y
la cara larga como la de un caballo. Su cuerpo no era más atractivo que su rostro.
—Pues desde luego no resulta mucho —comenté, mientras las comparaba con mirada de
soldado en tarde de permiso—. Y está un poco jorobada, ¿no?
—¡Ay, no diga eso, doctor Velázquez! —María se echó a reír—. A veces sí que anda un poco
encorvada, como cargada de hombros, pero jorobada no es, pobrecita. Es que aquí estaba
intentando posar como las de las revistas, y no le salió bien.
—Vale —sonreí—, retiro la joroba. Pero creía que lo de llamarme doctor Velázquez ya lo
habíamos superado.
—Bueno, pues Germán.
—Y de tú. Tienes que llamarme igual que a Eduardo, que si no, me enfado, ya lo sabes.
En ese momento, doña Aurora inclinó un poco la cabeza hacia delante y abrió los ojos para
dirigirme una mirada escandalizada. Un segundo después, estalló. Y si hubiera sido capaz de
adivinar lo que tenía en la cabeza, me habría fiado de mi instinto, de mi experiencia, de mis ojos y
mis oídos, porque la única explicación que se me ocurrió en aquel momento para justificar que me
hablara en ese tono fue que estaba celosa. Como aún no sabía los planes que tenía para mí, no
concedí el menor crédito a un diagnóstico que me pareció un disparate, y sin embargo me di
cuenta de que, si no fueran imposibles, los celos de mi paciente tendrían fundamento.
Mi casa no estaba lejos de la de Eduardo pero cuando me metí en la cama, al amanecer ya
del 15 de julio de 1955, miré el reloj y comprobé que eran las siete menos cuarto. Tenía la
impresión de haber salido de la plaza de San Ildefonso casi una hora antes, y no entendí cómo
había podido tardar tanto en llegar. Luego me pregunté por qué tardaba en dormirme, si llevaba
casi veinticuatro horas despierto, pero antes de encontrar una respuesta ya había empezado a
deslizarme por un tobogán de nubes espumosas que me precipitó en un sueño compacto, dulce, del
que desperté saciado y con ganas de más al mismo tiempo. Mi reloj decía que era la una y diez de
la tarde. Qué tontería, pensé, si es domingo, y me di la vuelta en la cama para seguir durmiendo,
con una sensación de placer tan profunda que sentí su tibieza en la piel de todo el cuerpo, aunque
se concentró en mi paladar como si fuera un sabor exquisito. No me lo había inventado. Era un
sabor real, e intenté averiguar a qué alimento pertenecía mientras me dejaba atontar por el sueño,
pero no lo conseguí. Con la última hebra de lucidez, me extrañé de haberme despertado tan pronto
y todo se echó a perder en un segundo.
—¡Hostia! —exclamé, aunque nadie podía escucharme—. Hostia, hostia, hostia...
España no era Suiza, y la hermana de Pastora no tenía teléfono. Me obligué a levantarme, a
ducharme, a vestirme, con la sensación de que me estaba torturando a mí mismo. Todavía no había
terminado de pensarlo cuando la cabeza empezó a dolerme como si quisiera darme la razón. Entre
salir en ayunas y ser puntual, escogí un café con leche en el bar de abajo. Antes de que me lo
pusieran, miré el mostrador y se me antojó un pincho de tortilla, pero no me atreví a retrasarme
más. Cuando un taxi me depositó ante la puerta del Monumental, no pasaban ni diez minutos de las
dos, la hora de mi cita de todos los domingos.
Hasta aquel momento, siempre sabría muy bien lo que pasó. Podría reconstruir una secuencia
de acciones concretas, exactas, vinculadas con el tiempo que marcan los relojes y avanza por las
casillas de los calendarios. Pero al cerrar la puerta de aquel taxi, antes incluso de mirar a Pastora,
recordé un tazón relleno de una deliciosa crema de tono amarillo pálido, símbolo y promesa de la
felicidad. Ina, la tata de mi infancia, la primera mujer que me abandonó cuando decidió casarse
con otro a mis diez años, batía durante mucho tiempo una yema de huevo con azúcar hasta lograr
disolver por completo los granos blancos en una pasta clara, de aspecto casi gelatinoso, que
brillaba bajo la luz como si fuera de oro. Era mi postre favorito. Me gustaba tanto que hasta me
dolía tener que comérmelo, no poder conservarlo durante más tiempo. Sabía que en el instante en
que hundiera la cuchara en el cuenco por primera vez, empezaría a terminarse, pero no podía
esperar porque el paso del tiempo deshacía el milagro del tenedor de Ina, y el azúcar volvía a
convertirse en azúcar, la yema en una baba cruda, sin gracia. El placer incluía la semilla de la
pérdida, pero esa perspectiva, lejos de debilitarlo, lo hacía más intenso.
Hacía muchos años que no había pasado nada en mi vida que me devolviera el sabor de las
yemas batidas con azúcar. Aquella mañana, sin embargo, su recuerdo me lo explicó todo.
—Hola —me acerqué a Pastora, la besé en la mejilla y extrañé el contacto de su piel en mis
labios—. Siento el retraso.
Nos miramos un instante, en silencio, como dos pistoleros que se miden a distancia antes de
un duelo, y aquel mínimo plazo acogió con holgura toda la realidad. María Castejón era una yema
batida con azúcar, un prodigio difícil, dulcísimo y extraño. A eso sabían sus palabras, aquellas
historias pequeñas, tan insignificantes en apariencia, que habían tenido el poder de levantar sobre
un sofá los muros de un castillo invisible, poderoso, con los ladrillos transparentes de una
flamante intimidad. La voz de María, que había detenido el tiempo entre la plaza de San Ildefonso
y la calle Hilarión Eslava, volvió a sonar en mis oídos, llenó mi cabeza de imágenes vulgares,
preciosas, un polibán, unos zapatos con suela de corcho, un salón parroquial donde echaban
películas de vaqueros los domingos, mientras miraba a Pastora e intentaba pensar como Eduardo
Méndez.
Vamos a ver, Germán, has encontrado una viuda con ganas de follar y que además está buena,
pero ¿qué más quieres? Ahora os vais a comer, que total, un pincho de tortilla te lo ponen en
cualquier sitio, y luego ya sabes, dos polvos en una hora, tan a gusto, y a otra cosa. Te vuelves a tu
casa, te metes en la cama, y a pensar en María o en lo que te dé la gana. Pero no desperdicies esta
ocasión porque no vas a tener otra, ya lo sabes. Si no follas con Pastora, ¿con quién te crees que
vas a follar? Que ahora vives en España, y aquí las cosas son como son. ¿Y lo vas a echar todo a
perder por una cosa que ni siquiera sabes lo que es, cómo se llama? ¿Porque anoche te lo pasaste
muy bien escuchando las historias de una auxiliar de enfermería, a la que sólo conoces de verla en
el manicomio? Y cuando se acaben las historias, ¿qué? Anda, anda, llévate a esta a la cama y deja
de pensar gilipolleces...
—Hoy no puedo quedarme, Pastora —tú no eres un mariconazo de mierda, Eduardo, pensé,
pero yo sí lo soy—. Me han puesto una guardia a traición. He venido a decírtelo, lo siento mucho.
Ella me miró como si no se creyera ni una palabra. Luego bajó la vista, la desvió hacia los
peatones que subían por la calle Atocha y casi pude escuchar el ruido de los engranajes que se
habían puesto en funcionamiento dentro de su cabeza. Estaba sumando y restando, igual que había
hecho yo antes, pero eso no me afectó tanto como descubrir que su poder sobre mí había
desaparecido. Cuando la conocí, me había atraído porque era una mujer rara, que no era guapa,
sino algo mejor, distinto. Después, mi hermana Rita me había comentado que a veces, según el día
y cómo le diera la luz, parecía hasta fea, pero yo nunca la había visto así. Aquella mañana,
mientras decidía qué hacer conmigo en la puerta del Monumental, me pareció una mujer corriente,
ni guapa ni fea, una como tantas.
—No pasa nada —dijo por fin, sonriendo un poco—. Nos vemos otro día.
Pero sigue estando buenísima. La voz de Eduardo suplantó a la de María para atacarme de
frente y le di la razón, aunque no me lo creí del todo. Porque mientras miraba el traje de chaqueta
gris, la blusa blanca, el pañuelo estampado que cubría la cabeza de aquella mujer, podía verla
desnuda, con el pelo suelto, la cintura estrecha, las caderas redondas, las piernas abiertas. Era una
imagen hermosa que de repente estaba lejos. Debería transmitir calor, pero apenas logró templar
mi imaginación. No me pertenecía, no tenía que ver conmigo, y sin embargo seguía existiendo,
estaba ahí, al alcance de mi mano. Así descubrí que era más sensible a las razones de Eduardo de
lo que había creído al principio.
—Podemos tomar algo, si quieres —miré el reloj como si no supiera qué hora era—.
Todavía tengo un rato...
—No —sonrió un poco más, abrió el bolso y buscó algo dentro—. Toma —era una tarjeta
del taller de reparación de medias Chelito—. No me gusta que me llamen a la pensión, pero
puedes llamarme al trabajo cualquier día, a la hora de comer —me dio la tarjeta, se acercó a mí,
me besó en la mejilla—. De dos a tres que, si no, la jefa se enfada.
—Muy bien —saqué la cartera del bolsillo, guardé la tarjeta dentro y, cuando volví a mirar
hacia delante, no la vi—. Te llamaré —grité, cuando me di cuenta de que ya había empezado a
subir la cuesta.
Se volvió un instante, me miró y siguió andando, tic toc, tic toc, tic toc, el mismo ritmo que
me había vuelto loco ocho meses antes. Cuando la perdí de vista, sentí un impreciso pinchazo de
tristeza que no llegó a la frontera del arrepentimiento. Tampoco sobrevivió a las escaleras del
metro, y aunque intentó resucitar ante el pincho que el camarero de mi bar favorito puso sobre el
mostrador, se extinguió en el primer bocado. La tortilla de patatas estaba tan rica como siempre,
pero nada, nunca, podría competir con la yema batida con azúcar de mi infancia. Pastora lo había
leído en mi cara. Se había dado cuenta antes que yo.
Al día siguiente, cuando nos encontramos en la esquina donde nos recogían todas las
mañanas, Eduardo sonrió al verme.
—Tenemos que hablar, pero ahora no —me dijo justo en el instante en que Arsenio paró su
coche delante de nosotros—. Esta tarde, mejor.
Cuando llegamos a Ciempozuelos, me encontré con que doña Aurora no quería salir al jardín.
—He ido a verla y me ha dicho que le dolía un poco el vientre, que prefería seguir en la
cama —María me informó en el tono objetivo, profesional, de cualquier otro día—. Yo no sé qué
será, supongo que habrá comido algo que le habrá sentado mal.
Me limité a asentir con la cabeza y ella me miró, sonrió y se puso colorada al mismo tiempo.
—Yo no estoy mucho mejor, no crea. Todavía me dura la resaca —se echó a reír y me reí con
ella—. Voy a ver si me tomo una aspirina o algo...
Seguí sonriendo porque no me atrevía a decir nada, como si tuviera miedo de aquella chica
tan joven, con la que había trabajado sin ningún problema desde hacía más de un año. En realidad,
lo que temía era cometer un error, dar un mal paso que deshiciera el hechizo, y que el azúcar
volviera a ser sólo azúcar, la yema una baba cruda, sosa, antes de probarla. A ella debió de
pasarle algo parecido, porque sin dejar tampoco de sonreír, se dio la vuelta para marcharse.
Cuando no había avanzado ni tres pasos, se giró, me miró y me dijo adiós con la mano. No volví a
verla aquel día porque no la busqué. En el corazón del placer no había brotado aún la semilla de
la pérdida.
—Es una chica muy especial, y aunque sea tan joven, tiene una historia difícil.
Aquella tarde, cuando nos pusieron la primera cerveza, Eduardo, que solía bromear acerca
de los asuntos más graves, se puso serio. A medida que su discurso avanzaba, siempre a
trompicones, me di cuenta de que además estaba preocupado. No fui capaz de adivinar el motivo
hasta que llegó al final.
—¿Te acuerdas que te lo dije cuando te dio por perseguirla por los pasillos? Ella... Bueno,
hace un par de años se enamoró perdidamente del médico general del manicomio, uno que había
venido a Ciempozuelos a hacer una sustitución. Estuvo aquí sólo unos meses, pero se conocían de
antes, de cuando María estuvo sirviendo en una casa... ¿Eso lo sabes?
—Que estuvo sirviendo, sí —me pareció que aquella caña tenía un sabor raro—. Lo otro no.
—Pues es raro que no te lo haya contado nadie, porque fue un pedazo de escándalo. Él era un
cabrón. Guapísimo, eso sí, un hombre espectacular, lo reconozco, pero el típico señorito hijo de
puta, y ella... —chasqueó los labios como si tampoco estuviera disfrutando del sabor de su caña
—. Ella tenía veinte años y no sé lo que le prometería él, pero se lo creyó todo, se entregó del
todo, y la cosa no fue a mayores porque yo me enteré a tiempo, que si no... —hizo una pausa para
mirarme, pero comprobó que le había entendido—. Total, lo de siempre, que él se marchó a no sé
dónde, a casarse con su novia formal vestida de blanco ante el altar, y María no volvió a tener
noticias suyas, nosotros tampoco, a Dios gracias. Al final no pasó nada, pero alguna gente se puso
en contra suya, y el gilipollas de Maroto intentó incluso recoger firmas para que la despidieran
por conducta inmoral, aunque antes de que reuniera media docena, la hermana Belén le dijo que no
quería ni oír hablar de eso.
Hizo una pausa para pedir otra ronda y unas aceitunas gordas, rajadas, que a los dos nos
gustaban mucho, pero cuando nos las sirvieron todavía no había encontrado la manera de seguir
hablando.
—Te cuento esto, porque cuando os vi en mi casa, la otra noche... —entonces sonrió—. A lo
mejor me equivoco, pero la impresión que tuve fue que aquello estaba echando chispas. Y, como
tú no te enteras nunca de nada, pues a lo mejor hace falta que te diga que, entre la clorpromazina y
los paseos con doña Aurora, esos mismos te tienen muchas ganas.
—No, eso no hace falta que me lo cuentes —yo también sonreí—. Hasta ahí llego.
—Mejor. En fin, que yo no soy un puritano, más bien lo contrario, aunque... Como todo se
pega, igual el que no se entera de nada ahora soy yo, pero la verdad es que cuando invité a María
a la fiesta, ni se me ocurrió que la cosa pudiera complicarse de esa manera.
—Pero si no se complicó —protesté—, no hicimos más que hablar.
—Bueno, Germán, hay muchas maneras de hablar... —buscó un camino, pero no lo encontró
—. Total, que lo que quiero decirte... —lo intentó por segunda vez con el mismo resultado—.
María es encantadora. Es muy mona y muy buena persona. Es generosa, es divertida, lista, y hasta
culta... No me extraña que te guste. ¡Me gusta a mí, y no me gustan las mujeres! Pero lo ha pasado
muy mal, ¿sabes?, no ha tenido suerte. Y lo que me da miedo... No te estoy diciendo que te cases
con ella, no es eso, pero... —entonces cerró los ojos, negó varias veces con la cabeza, se la sujetó
con las manos y después volvió a mirarme—. ¡Ay, no! Lo estoy haciendo fatal. Perdóname,
parezco Maroto.
—Pues sí —volví a sonreír, aunque aquella vez me costó trabajo—, se te está poniendo la
misma cara, pero creo que te entiendo. Lo que me estás pidiendo es que no vuelva a ponerla en
una situación difícil.
—Eso es —reconoció—, que la cuides. Por supuesto, me parece estupendo que hagáis lo que
os dé la gana, ¿qué voy a contarte yo, que soy una puta y me acuesto con cualquiera? Y sin
embargo... María no es como yo. Ella es muy frágil, aunque no lo parezca. Y ya sé que tú tampoco
te pareces en nada a Alfonso Molina, que es como se llama ese cabrón, pero España no es Suiza,
Germán. Aquí, los médicos no salen con las auxiliares de enfermería. Aquí, sólo se acuestan con
ellas y les arruinan la vida.
En ese momento, ante una versión de Eduardo Méndez que no había visto todavía en el año y
medio que había pasado desde que nos hicimos amigos, me acordé de Pastora, de cómo nos
habíamos despedido el día anterior, y sucumbí a una frenética secuencia de sensaciones
contradictorias. Siempre me había gustado Eduardo. Le admiraba por muchas cosas y aquella
tarde encontré un motivo más para admirarle. Sin embargo, al mismo tiempo, sospeché que no se
lo merecía. No me pareció justo, ni siquiera razonable, que no le aplicara a Pastora, a las mujeres
como ella, a los hombres como él mismo, que solía decir que era una puta, el código que le
impulsaba a proteger a María. No se lo dije, pero intuí que el motivo tenía mucho que ver con los
discursos del padre Armenteros, las madres santas, las mujerzuelas despreciables. Pastora estaba
convencida de que no necesitaba la protección de nadie, pero su fortaleza era una fantasía
voluntariosa, tan irreal como la libertad de la que alardeaba. Ella no era menos frágil que la nieta
del jardinero, acaso más, aunque me habría llevado una bofetada si se lo hubiera dicho alguna vez.
En otra época, o en otro país, el cariño de Eduardo por María, sus opiniones sobre una viuda a la
que le gustaba follar, le habrían ennoblecido y envilecido a partes iguales. En España, no estaba
tan seguro de que fuera así. Pero eso no me afectó tanto como las consecuencias que la
advertencia de Eduardo proyectó sobre mi propia vida, el horizonte de soledad que se extendió
ante mí después de escucharle.
—¿Te has cabreado conmigo? —la preocupación había vuelto a su rostro.
—No —sonreí—. Tranquilo, Maroto.
—¡Qué hijo de puta eres!
Después de aquello, pedimos otra ronda y nos reímos un rato, mientras las yemas batidas con
azúcar retrocedían a toda prisa hasta el remoto territorio de mi primera infancia. Sin embargo, al
día siguiente, después de pensarlo mejor, acabé poniéndome de parte de Eduardo. En las cuarenta
y ocho horas escasas en las que me había atrevido a valorar la posibilidad de empezar algo con
María Castejón, jamás había pensado en mí mismo como en un seductor despiadado, el típico
señorito hijo de puta. Yo no era así, pero comprendí a tiempo que la situación de una auxiliar de
enfermería en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos me convertiría en lo que no era, lo que
no quería ser, en el instante en que diera un paso hacia delante. España no era Suiza y nadie me
había obligado a volver. Lo que había encontrado era lo que había, un país fracturado,
fragmentado, donde nadie era libre en absoluto, ni siquiera para enamorarse fuera del carril social
al que estaba asignado desde su nacimiento. Mi única oportunidad con María era que ella me
eligiera, que ella decidiera, que escogiera el momento, las condiciones, y en nuestras
circunstancias, que sucediera eso era más difícil que encontrar una viuda a la que le gustara follar.
Pero si no renuncié a hablar, a coquetear con ella en la glorieta, en el invernadero, en el
emparrado, no fue por animarla. Simplemente, había empezado a gustarme tanto que no lo pude
evitar.
—No pierda usted el tiempo con esa chica, Germán.
Ese era el asuntillo que Aurora Rodríguez Carballeira quería tratar conmigo el 10 de
septiembre de 1955, después de la comida con la que celebramos el cumpleaños de María
Castejón. Y el mensaje que quería transmitirme le parecía tan urgente que no esperó a que
llegáramos a su habitación.
—No crea que me importa —me dijo cuando escogió el pasamanos, en lugar de mi brazo,
para subir por la escalera—. Lo que quiero decir es que, en cualquier otro momento me daría
igual, pero ahora, cuando usted y yo nos estamos acercando a un instante que cambiará la historia
de la Humanidad... —se volvió a mirarme, comprobó que no la había seguido, asintió con la
cabeza—. Creo que es conveniente que no se distraiga, que esté usted concentrado en su misión.
—Perdóneme, doña Aurora —cuando superé el estupor que me había atornillado al suelo del
jardín, subí corriendo media docena de escalones para ponerme a su altura—, pero no la entiendo.
Me temo que no sé cuál es mi misión ni el momento transcendental al que se refiere.
—Ya, ya —sonrió, subió otro peldaño, se volvió hacia mí y me hizo una insólita caricia en la
mejilla—. Me imaginaba que iba usted a decirme eso, no se preocupe. Las paredes oyen, ¿verdad?
Por eso he alejado a esa pobre chica. Nuestros enemigos son tantos, y tan poderosos... —su
sonrisa desembocó en una risita complacida, tan incomprensible para mí como todo lo demás—.
Descuide, Germán. El proceso se ha puesto en marcha y todo va según lo previsto, eso era lo que
quería decirle. Cuando llegue el momento, ya se lo comunicaré. Habrá pensado usted que soy una
indiscreta, pero se equivoca. Lo único que pretendo es que esté usted tranquilo, atento. Ya sabe
por qué.
—Pues...
—No, no diga nada. No hace falta. Todas las precauciones son pocas, tiene usted razón. No
volveremos a hablar de esto hasta que sea imprescindible.
—Pero, doña Aurora...
No me dejó seguir. Atravesó el dedo índice sobre sus labios, lo apretó y se despidió de mí
hasta el día siguiente.
Una semana más tarde, María me dijo que le había pedido que le llevara unos paños
higiénicos, porque presentía que estaba a punto de volver a tener la regla.
El 3 de septiembre de 1945 me incorporé como psiquiatra residente a la plantilla de la Maison de
Santé de Préfargier, el manicomio de la ciudad de Neuchâtel.
Aquel edificio de aspecto palaciego, imponente, y tan hermoso como el jardín que lo
rodeaba, contaba con varios pabellones anejos. Uno de ellos albergaba tres apartamentos
destinados a alojar a los residentes. Usted no lo necesita, claro, me dijo la secretaria del profesor
Goldstein, que me había visto muchas veces en casa de su jefe, pero mi obligación es comunicarle
que su contrato le da derecho a ocupar uno. Lo sé, le respondí, y tengo intención de instalarme
cuanto antes. Madame Jeanneret me dedicó una mirada de asombro que no ocultó la incomodidad
que le había provocado mi respuesta. Pero el profesor, yo no sé, yo creía... No se preocupe,
Isabelle, sonreí para tranquilizarla. He tomado la decisión de acuerdo con él. Su familia no se ha
recuperado todavía del golpe. Necesitan intimidad para superarlo.
No estaba mintiendo. Dos meses antes, cuando no encontré a nadie esperándome en la
estación del tren, fue Madame Jeanneret quien me anunció la desgracia de la familia Goldstein.
Fui directamente a su casa y al llegar, no me atreví a abrir con mi llave. Sobre la puerta, alrededor
del llamador, colgaba una corona de flores de tela intensamente negras, como los crespones
suspendidos de los balcones de la primera planta. No era sólo un color. En el umbral me detuvo
una intuición sombría, la sensación de que las cosas también habían cambiado mucho detrás de
aquellos muros. Los Goldstein que yo conocía, tan descreídos, tan cosmopolitas, tan poco judíos
en sus propias palabras, jamás se habrían abandonado a una ostentación de luto semejante. Por
eso, y para acatar la distancia que imponían aquellas flores siniestras, llamé al timbre, pero nadie
vino a abrirme. Dejé pasar un par de minutos, volví a llamar y vi cómo se abrían los visillos de la
ventana situada a mi derecha. Rebecca, vestida de negro, la cabeza cubierta por un pañuelo del
mismo color que la favorecía mucho más que al edificio donde vivía, me sonrió como si se
alegrara mucho de verme. Casi en el mismo instante, se giró hacia el interior de la casa, dijo algo,
volvió a mirarme con los labios fruncidos en un mohín de fastidio, y extendió una mano para
pedirme que esperara. Un segundo después, otra mano juvenil, femenina, que no era suya, corrió
violentamente el visillo que se había atrevido a abrir. Creí reconocer a Else en la silueta que se
transparentó a través de la tela, pero dudé de mis ojos, tan imposible me parecía asociarla con la
escena que acababa de contemplar. Después de un rato, una versión muy deteriorada de Samuel
Goldstein abrió la puerta con el sombrero puesto. En lugar de invitarme a entrar, salió a la calle,
me abrazó y se dejó abrazar por mí. Mis manos se asustaron del volumen que su cuerpo había
perdido en tan poco tiempo.
Su secretaria no había especificado el motivo de la desgracia de la familia, pero yo ya había
adivinado que sólo Willi habría merecido aquel derroche de crespones negros. Su padre me lo
confirmó enseguida, aunque necesitó más tiempo para atreverse a desmenuzar los detalles. Yo no
tenía esperanzas de que siguiera vivo, tú lo sabes, me recordó mientras los dos seguíamos por
instinto, sin habernos puesto de acuerdo previamente, el camino más corto hacia el lago. Eso ya no
tiene remedio, no tiene sentido llorar, ni culparse de lo que pasó hace siete años. Los únicos
culpables de la muerte de Willi son sus asesinos, pero su madre no quiere aceptarlo, ni siquiera
acepta que me preocupe por ella, no entiende que ahora somos los vivos quienes tenemos que
cuidarnos los unos a los otros... Yo ya había empezado a preocuparme por él, por la piel
blanquecina, escamosa, de las manos que se rascaba continuamente, por el orzuelo que abultaba su
párpado izquierdo, por el peso de sus hombros encorvados, culpables de que su sombra trazara
sobre el suelo un ángulo agudo, la silueta de un anciano. No reconozco a mi mujer, Germán. Yo
creía que sería una reacción pasajera, que volvería en sí cuando comprendiera que la pérdida de
nuestro hijo es irreparable, pero mañana se cumplirá un mes y está cada vez peor. Por eso no he
ido a buscarte a la estación, porque se me ha olvidado, sencillamente. Se me caen las cosas de las
manos, me he caído yo, dos veces, mientras andaba por la calle, se me olvida lavarme los dientes,
comer, lo más básico. Nunca me había pasado nada parecido. Siento mucho haberte dejado
plantado, pero no soy capaz de concentrarme porque Lili se está volviendo loca, y ya ha pasado un
mes desde que nos enteramos, ¿sabes?, un mes... Habíamos empezado a caminar alrededor del
lago y aquel adjetivo cayó como una bomba sobre un panorama idílico de agua quieta con árboles
al fondo. Samuel Goldstein era psiquiatra. Ningún psiquiatra habría dicho que su mujer se estaba
volviendo loca en sentido figurado. Mientras tanto, los patos nadaban, los jóvenes remaban, los
pájaros piaban. Aquella estampa pacífica, pacíficamente iluminada por un sol pálido, inerme, me
pareció tan falsa de repente como un telón pintado que simulara la fachada de una casa que había
ardido hasta los cimientos. La casa de Samuel Goldstein.
Dos días antes de viajar a Neuchâtel, al volver a Lausana tras mis vacaciones, telefoneé a
casa de los Schumann para saludarles y no conseguí hablar con ellos. Sabía que Karl-Heinz había
empezado a buscar el rastro de su cuñado justo después del armisticio aunque la última vez que le
vi, antes de mi viaje, él mismo me había contado que era una tarea casi imposible. Como abogado
del COI estoy en una buena situación para pedirles un favor a los aliados, pero hasta que revisen
todos los expedientes que los nazis no tuvieron tiempo de quemar, pueden pasar años, me dijo. En
el caso de que siga vivo, aparecerá por su propio pie mucho antes. Sin embargo, los aliados
añadieron de forma rutinaria el nombre de Wilhelm Baruch Goldstein a la larga lista de
desaparecidos que circulaba por todas las comisarías de Leipzig desde la liberación de la ciudad,
a mediados de abril. El soldado soviético encargado de revisar las denuncias en la más próxima a
la casa de la familia optó por el orden cronológico. Y no tardó demasiado en encontrar, en la
carpeta de noviembre de 1938, la declaración de un barrendero que había acudido a aquella
comisaría para pedir que alguien fuera a recoger el cadáver que había encontrado atravesado
sobre unos cubos de basura. El comisario envió a dos agentes y uno de ellos identificó a la
víctima sin vacilar. Le conozco de toda la vida, declaró, y a continuación, para no despertar
sospechas, añadió que su padre trabajaba en la panadería donde compraban los Goldstein pero
que, aunque tenían la misma edad, él nunca había jugado en la calle con Willi porque sabía que
era un judío asqueroso.
El 11 de junio era lunes, ¿sabes?, el día anterior Karl-Heinz había venido a comer con Anna
y con los niños. Me pareció que no tenía buena cara, pero no me podía imaginar... Seguíamos
caminando alrededor del lago porque, a pesar de su edad, de su situación, mi interlocutor no daba
señales de cansancio. Al día siguiente, cuando mi secretaria me anunció que estaba esperándome
en el despacho, me temí lo peor y acerté, claro. Sólo ha aparecido la declaración de ese
barrendero y no creo que sepamos nunca nada más, aunque Karl-Heinz está ahora mismo en
Leipzig, intentando averiguar dónde enterraron a Willi, y Anna se ha ido con él porque no soporta
a su madre. Para Lili, encontrar esa tumba es muy importante, para mí no. Para mí, la tumba de mi
hijo es la declaración de ese hombre. Le he pedido que me traiga una copia, porque no necesito
más, pero ella... Se lo dije yo, ¿sabes? Bueno, en realidad no pude contarle nada, porque volví a
casa a media mañana, le pedí que se sentara conmigo en el salón, me miró y leyó en mi cara lo que
iba a decirle. Luego salió corriendo, se encerró en nuestro dormitorio y echó el pestillo. No me lo
digas, gritaba, no quiero saberlo, no quiero saberlo... A la hora de comer, llegaron las niñas y
hablé con ellas. Else salió corriendo exactamente igual que Lili antes, llamó a la puerta, dijo quién
era y la dejó entrar. Tuvo tiempo de contarle a su madre los detalles, porque pasaron dos días
juntas en el dormitorio, sin abrir, sin salir, sin comer nada. Mientras tanto, Rebecca demostró una
entereza, un equilibrio que yo nunca habría imaginado. El primer día preparó una cena fría con lo
que encontró en la despensa, abrió una botella de vino, me obligó a comer, a beber, y después me
mandó a dormir a tu cuarto. He hecho la cama de Germán, me dijo, acuéstate, papá, tienes que
descansar, ahora subiré arriba, a ver si consigo que ellas coman algo... Hizo todo eso sin parar de
llorar. Supo convertir su dolor en energía, transformarlo en una fuerza que yo habría esperado de
Else, quizás también de Anna, de ella no. Por la mañana, encontré en la mesa de la cocina un pan
que todavía estaba caliente. Rebecca había salido a la calle, con los ojos hinchados, la cara
desfigurada por el llanto, pero había salido, había comprado leche y pan, había hecho el desayuno.
Aquel día estuvimos los dos juntos, los dos solos, y su ejemplo me afectó mucho, tanto que decidí
ayudarla, porque no era justo que ella, que sólo tiene veinte años, cargara con todo el peso de
aquella desgracia. Por la tarde dimos un paseo, nos sentamos en aquel banco donde te conté que tu
padre había muerto, y allí conseguimos empezar a echar de menos a Willi, aceptar que nunca más
volveríamos a verle, a tocarle, que tendríamos que seguir viviendo sin él. Y me acordé de ti, le
conté a Rebecca que aquel día habías alquilado una canoa, que habías remado hasta el centro del
lago y que allí, donde nadie podía verte, ni oírte, habías llorado hasta cansarte. Vamos a hacerlo
nosotros también, papá, corre... En el centro del lago hablamos de Willi, recordamos anécdotas,
historias, lo mentiroso que era de pequeño, lo seductor que se hizo de mayor, sus gamberradas,
cómo le gustaba tocar el piano con los talones, con la barbilla, con los codos, cuando había
invitados en casa... Nosotros habíamos llorado mucho ya, no como tú, y cuando devolvimos la
canoa, nos fuimos a La Bella Italia, a tomarnos una copa de helado con fruta, con nata y con
sirope, de esas que nos gustan tanto y que Lili nunca nos deja pedir, porque dice que tanto azúcar
no puede ser sano. En aquel momento, por primera vez en aquella mañana, el doctor Goldstein
sonrió. Después miró el reloj. Por cierto, deberíamos ir a comer algo, ¿no? Yo no tengo hambre,
pero seguro que tú... Asentí con la cabeza mientras miraba sus manos, las pequeñas heridas que
había abierto con sus propias uñas en la piel de sus dedos a fuerza de rascarse. ¿Hongos?, le
pregunté, señalándolas con la cabeza. Pues no sé, supongo que sí, que serán hongos. También
tengo una blefaritis, añadió, señalándose el ojo, y una bacteria intestinal, y dos o tres alergias
repentinas... Todos los bichos oportunistas que existen en este mundo me han convertido en su
hogar, pero no les hago mucho caso, no creas.
Aquella tarde, a las ocho y media, me subí en el último tren a Lausana con la misma maleta
con la que había llegado por la mañana. No había visto a Else, pero al menos, ya sabía por qué.
Mientras comía con más apetito del que había declarado en un restaurante pequeño, a orillas del
lago, que siempre le había gustado más que La Maison du Lac, el profesor Goldstein terminó de
contarme la triste historia de sus desgracias acumuladas, la suma del infortunio que, como las
bacterias que le atormentaban, había acertado a brotar, a crecer, a hacerse fuerte en el centro
exacto de su desdicha. Cuarenta y ocho horas después de la visita de Karl-Heinz, Lili y Else
bajaron a desayunar a la cocina. Lo primero que pensé al verlas fue que se habían vestido de una
manera muy extravagante, con trajes negros, de cóctel, y chaquetas del mismo color. No entendí
que se habían puesto de luto hasta que mi mujer me miró y me dijo que todo era culpa nuestra,
suya, pero sobre todo mía. Yahvé nos ha castigado, sentenció, y dijo Yahvé, ni siquiera Dios. Creí
que aquella palabra me había hundido hasta que continuó hablando para hundirme más todavía.
Me dijo que en realidad yo era el culpable, que ella nunca debería haber ido a una universidad de
gentiles, que nunca habría acabado la carrera si yo no la hubiera animado a terminarla, que yo
había sido el primero en darle la espalda al Dios de nuestros padres, en adorar al ídolo de la
ciencia, en inculcar valores impíos en nuestros hijos. Había estado pensando mucho y había
llegado a la conclusión de que la muerte de Willi era un castigo de Yahvé, por haberlo negado
durante tantos años. Hemos negado nuestra sangre, a nuestro pueblo, hemos vivido siempre como
si no fuéramos judíos, y han matado a nuestro hijo porque lo era, porque todos nosotros lo somos,
¿no lo entiendes? Yo la miraba, la escuchaba y no sabía quién era aquella mujer que había
usurpado el rostro, el cuerpo, la voz de la mía. Llévame a la sinagoga, Shmuel, necesito ir a rezar,
a pedir perdón y cubrirme la cabeza de ceniza. Entonces recordé en voz alta, en yiddish, una cita
de la Guemará, la única frase piadosa que me sé de memoria, porque mi abuela la decía a todas
horas. Aquel que reza para cambiar un suceso que ya ha ocurrido, reza en vano, pues ni siquiera
Dios puede hacer que el tiempo retroceda. Es un precepto de la Guemará, Lili, una cita del
Talmud, le expliqué, pero no me hizo caso. No me llames Lili. Me llamo Leah y necesito ir a la
sinagoga.
Yo nunca había visto una sinagoga en Neuchâtel, pero el doctor Goldstein me explicó que, a
sólo veinte kilómetros, estaba una de las más grandes y famosas de Suiza. Conocía bien La Chauxde-Fonds, había estado allí muchas veces, con Else, con mis amigos, y recordaba un gran templo
con planta de cruz y una cúpula en el centro, pero siempre había creído que era una catedral
cristiana. Le conté a Samuel que Else nunca me había sacado de aquel error y él cerró los ojos,
arrugó los labios antes de seguir hablando. Ya no se llama Else, me dijo. Ahora se llama Ava y
está tan loca como su madre... ¡Ay, perdóname, Germán! No debería hablar así, no debería ser tan
cruel con ellas, pero es que no las entiendo, no me entra en la cabeza, y Lili todavía, pero Else,
que tiene veinticinco años, que no salga a la calle, y que cuando sale lleve la cabeza envuelta en
un pañuelo... Me ponen enfermo, no lo soporto. Ahora están todo el tiempo juntas, haciéndonos la
vida imposible a Rebecca y a mí. Anna se ha escapado, claro, ella ha podido porque está casada.
No me llamo Devora, mamá, dijo la última vez que vino a vernos. No me llames Devora porque
ese no es mi nombre. Yo me llamo Anna y soy alemana, igual que Willi, igual que tú. Después
recogió a los niños, salió dando un portazo y no ha vuelto. A Lili se le había metido en la cabeza
que tenía que ponerles nombres hebreos a nuestros nietos. Los había escogido ella misma y los
niños no entendían nada, como te puedes imaginar. Baruch, tú te llamas igual que tu tío, lo sabes,
¿verdad?, le dijo a Martin, dime que lo sabes, a ver, ¿cómo te llamas? Empezó a zarandearlo y el
pobre crío se echó a llorar... La primera vez que fueron a La Chaux-de-Fonds las llevé yo. Ahora
van en autobús, con otros judíos devotos que han conocido, la única gente con la que se
relacionan, pero el 13 de junio estuve esperándolas en el coche casi tres horas. Habían estado
mucho tiempo hablando con el rabino, rezando por mí, me dijeron, pero también fueron de
compras. En las tiendas que rodean la sinagoga habían comprado ropas de luto para todos, y
objetos para el culto que yo ni siquiera me acordaba de cómo se llamaban, ni para qué se usaban.
Ahora celebran el sabbath, ¿te lo puedes imaginar? Yo no, desde luego. Los sábados por la
mañana me voy a trabajar y los domingos descanso, por más que Lili se ponga de rodillas delante
de la puerta y se despeine con las manos para implorarme que observe la ley. ¿Qué ley?, le dije la
primera vez que me hizo esa escena. Yo sólo respeto la ley suiza, Lili, que me obliga a ir hoy a
trabajar, y eso es lo que voy a hacer. Luego, por la noche, me toca cenar a oscuras, a la luz de los
candelabros, lo que Else y ella han cocinado el día anterior con las recetas que les dan sus nuevas
amigas de la sinagoga, todo kosher, por supuesto, unas ensaladas lacias, un guiso con unos huevos
cocidos no sé cuántas horas que me dan un asco espantoso, y pan dulce, que por lo menos está
bueno. Pero yo soy alemán, igual que Anna. Aunque los nazis hayan matado a mi hijo, soy alemán,
nací en Alemania, llevo toda la vida siendo alemán y nunca podré ser otra cosa, hablar otra
lengua, pertenecer a otro país. A mí me gustan las salchichas, y ahora no puedo comer salchichas
porque el cerdo es un animal impuro, así que muchos sábados por la tarde me compró una
Würstel, me la como, y al llegar a casa digo que no tengo hambre, pero me siento culpable,
absurda y estúpidamente culpable por haberme comprado una simple salchicha...
El recuerdo de la última Würstel que se había comido a escondidas le llenó los ojos de
lágrimas. Entonces, mientras se rascaba las manos sin parar, hablé yo. Le dije que un mes era muy
poco tiempo. Que la conversión religiosa no era una consecuencia inhabitual en un duelo. Que
Else y su madre habían vivido convencidas, durante muchos años, de que Willi había sobrevivido
porque era muy buen músico, porque creían que los nazis no serían capaces de matar a los buenos
músicos. Que esa confianza traicionada había acentuado su dolor. Que Lili era la más alemana de
toda la familia, la que más amaba y echaba de menos el país que había tenido que abandonar, y
eso ahora intensificaba su culpa... Entonces, Samuel levantó la mano para mandarme callar con
una sonrisa amarga. Todo eso lo sé, Germán, la teoría me la sé, yo también soy psiquiatra. Pero si
te estoy contando todo esto, aparte de porque necesito hablarlo y no hay muchas personas con las
que me atreva a hacerlo, es porque también te afecta a ti. Anoche sí me acordaba de que ibas a
venir hoy y estuve hablando con Else. Sé que le escribiste desde Chamonix, desde Zermatt, desde
Locarno y no sé cuántos sitios más, vi tus postales. También sé que no te contestó porque según
ella, cuando se está de luto no se escriben cartas, pero le pregunté qué pensaba hacer contigo,
porque antes de que nos enteráramos de la muerte de Willi erais novios, ¿no?, os ibais a casar...
Asentí con la cabeza y volvió a arrugar toda la cara, como si le doliera seguir hablando. Entonces,
aunque no había comido salchichas, me sentí culpable yo, porque adiviné que la súbita
religiosidad de Else me iba a liberar de un problema que no me dejaba dormir por las noches. Su
padre me lo confirmó. Else, porque yo no la llamo Ava, me niego a llamarla Ava, me dijo que ella
ahora no podía pensar en casarse. Que, más adelante, si tú te convirtieras, si te circuncidaras y
vivieras de acuerdo con la ley de Dios, podría pensárselo... A pesar de todo, las palabras del
profesor Goldstein me asustaron, y él lo leyó en mi cara. No me mires así, Germán, me pidió. Ya
sé que no te vas a convertir, pero a lo mejor sí deberías replantearte dónde te conviene hacer la
residencia. Porque con Else ya no puedes contar, y a lo mejor tienes tú razón, y esta devoción
fanática es como una enfermedad que se cura con el tiempo. Pero a lo peor tengo razón yo, y me
temo que va a ser así. Anoche, mi hija me dijo que nunca había experimentado una paz semejante a
la que siente ahora, que ya no llora por Willi porque sabe que está en los brazos de Dios, que eso
la hace muy feliz, que Yahvé para ella no es un consuelo, sino un camino hacia la felicidad... En
estas circunstancias, no quiero retenerte. Entenderé perfectamente que hagas la residencia en otro
hospital, desde luego.
El 3 de septiembre de 1945 me instalé en un apartamento para residentes de la Maison de
Santé de Préfargier. Mi casa, la primera a la que pude darle ese nombre desde que me marché de
Madrid, era pequeña pero, acostumbrado a los dormitorios de invitados de los Goldstein, a la
habitación compartida de la residencia universitaria que acababa de abandonar, a mí me pareció
enorme. Tenía un salón con dos sofás y la cocina incorporada, un dormitorio con cama de
matrimonio donde cabía además una mesa para estudiar, y un baño con bañera grande, todo un
lujo. Es el mejor de los tres que tenemos, me dijo Madame Jeanneret cuando me lo enseñó, pero
como sus compañeros de este año prefieren vivir en la ciudad... Ha tenido usted suerte, doctor
Velázquez. Me di cuenta de que seguía sin comprender mi elección, pero no quise explicársela. Si
su jefe no le había contado nada, no iba a hacerlo yo.
A pesar de su última oferta, tan generosa como todas las anteriores, no cambié de planes.
Aquel hombre había sido más que un segundo padre para mí. Me había acogido, me había
protegido, me había ayudado sin pedirme nada a cambio. Me había proporcionado una familia, un
hogar, una seguridad sin la que no habría podido hacer nada interesante con mi vida. No podía
abandonarle cuando todo lo que tenía, aquello que me había entregado como un regalo inmerecido,
acababa de derrumbarse. Ni siquiera me planteé no hacer la residencia en Neuchâtel. Su manera
de agradecérmelo consistió en no ofrecerme su casa para vivir. Pídele a Madame Jeanneret que te
enseñe los apartamentos para residentes. Creo que te gustarán, a mí me parecen muy bonitos. Dan
al jardín y tienen mucha luz.
Nunca me arrepentí de mi elección. Samuel Goldstein era una eminencia en su especialidad,
y el mejor director de un hospital para enfermos mentales que conocería en mi vida. En Préfargier,
a su lado, aprendí muchísimo sobre el sufrimiento y el miedo, los laberintos y las simas del
espíritu humano. También sobre el duelo y la compañía. Pasábamos mucho tiempo juntos, porque
él nunca tenía prisa por volver a casa, y a menudo paseábamos hasta el centro de la ciudad al
atardecer, para cenar una Würstel, o dos, en un puesto callejero o en cualquiera de las dos
tabernas alemanas que había en la ciudad. Hablábamos de su familia pero, sobre todo, de nuestra
profesión, y no sólo porque el trabajo se hubiera convertido en su refugio. Desde que consiguió
comer salchichas sin sentirse culpable, su mujer y su hija se habían convertido en su principal
desafío, un problema inabordable para el que no cesaba de buscar remedios. Yo le apoyaba, le
ayudaba, intentaba sostenerle y aprovechaba aquellas lecciones suplementarias, pero pronto
comprendí que no encontraría una solución definitiva.
A principios de octubre de 1945, me contó que el domingo siguiente iba a comer con KarlHeinz, con Anna y con sus nietos, en La Maison du Lac. Hacía más de tres meses que no los veía y
estaba exultante. Rebecca le acompañó y les sentó tan bien volver a estar juntos, que retomaron la
vieja costumbre de las comidas dominicales en aquel restaurante que seguía perteneciendo a un
amigo de su yerno. Si no llovía, por la tarde paseaban por el lago. Si hacía mal tiempo, iban a
tomar café en algún local. Cada semana, al despedirles, el doctor sentía que habían logrado
recuperar un pedacito más de lo que habían sido antes de su desgracia. Cuando reunió unos
cuantos, me invitó a unirme a ellos, y Anna y su marido me recibieron con alegría y ningún
comentario sobre lo que nos había mantenido alejados tantos meses. Aquel otoño participé con
placer en la reconstrucción de la familia Goldstein, y yo también me emocioné el domingo de
noviembre en el que Lili apareció a la hora del postre. Anna se levantó cuando la vio entrar por la
puerta. Corrió hacia ella, se abrazaron y tardaron un buen rato en soltarse. Cuando llegaron hasta
nosotros, seguían enlazadas por la cintura y tenían los ojos húmedos. Los míos se secaron solos
cuando la señora Goldstein llegó hasta mí, sujetó mi cara con sus manos, me miró y me besó en las
dos mejillas. Mientras la abrazaba, comprendí del todo la soledad, el dolor de su marido. Porque
yo tampoco la reconocí.
La sonriente, animosa Lili, que podía con todo, había desaparecido. Aquella mujer juvenil,
rebosante de energía, que solía correr, más que andar, mientras se movía por la casa con el
delantal puesto, no tenía nada que ver con la lentitud, la silenciosa compostura de la madre
arrasada que parecía haber envejecido más por dentro que por fuera. Hasta sus abrazos, que
habían sido tan importantes para mí, parecían haber adelgazado. Extrañé la solemne pesadez de
sus movimientos, la parsimonia con la que se sentó en una silla, la velocidad a la que sus labios se
movían, susurrando oraciones que no podía entender, y la expresión seria, casi severa, con la que
besó y acarició a sus nietos. Estaba haciendo un esfuerzo para volver a ser la abuela que habían
perdido, y aquel día los niños se dieron cuenta. Nunca logró ser la misma, pero los pequeños
Schumann tampoco tardaron mucho en acostumbrarse a su palidez.
Leah, porque ya no tenía sentido seguir llamándola Lili pese a la insistencia de su marido,
nunca comía con nosotros. Llegaba a los postres y, poco a poco, se fue comportando con más
naturalidad, aunque seguía encarnando la imagen viva del dolor que había escogido para el resto
de su vida. Else nunca la acompañaba. Ava te manda recuerdos, me dijo un domingo de diciembre,
el último antes de Navidad. Me encantaría verla, respondí. Ella me acompañará algún día, me
respondió, pronto, cuando esté preparada. La celosa guardiana de la ortodoxia, comentó Rebecca
con una sonrisa cargada de desprecio. Su padre le dio un codazo, su madre hizo como que no la
había oído y nadie volvió a hablar de la ausente. Sin embargo, el martes siguiente me llamó por
teléfono. En la secretaría del sanatorio nadie le preguntó su nombre o no se acordó de anunciarme
quién había llamado. Al escuchar su voz al otro lado de la línea me emocioné mucho más de lo
que habría podido calcular. Cuando colgué, después de una conversación tan breve que apenas me
limité a confirmar la cita que me propuso con casi quince días de antelación, me temblaban las
manos.
Yo había querido mucho a Else Goldstein. Había sido mi primera amiga, mi apoyo, mi
protectora, la mejor guía de la desconocida ciudad donde me había tocado vivir, la compañera
leal de los momentos malos, y de los buenos. Nos habíamos hecho novios sin darnos cuenta, había
tenido muchas dudas sobre si debería o no casarme con ella, pero eso no tenía nada que ver con
mi amor. Yo nunca había estado enamorado de Else Goldstein. La había querido muchísimo. Y la
habría seguido queriendo igual si la mujer con la que me encontré en un café del centro de
Neuchâtel aquella tarde hubiera seguido siendo ella, aquella que estuvo a punto de convertirse en
Madame Velázquez. Pero el agujero que se había tragado a Leah la había devorado aún con más
apetito, más ferocidad. Su desaparición me dolería toda la vida. Jamás podría olvidar el flequillo
liso, castaño, postizo, que asomaba por el borde del pañuelo que cubría su cabeza.
Cuando entré en el local no logré identificarla. Miré en todas las direcciones hasta que una
joven campesina, cuyo atuendo llamaba la atención por el grado en que desentonaba con el de las
restantes clientas del local, levantó una mano para identificarse. Fui hacia ella, pero no la
reconocí hasta que llegué a su mesa. Llevaba un vestido ancho, largo, de lana gris, un gabán
oscuro, sin botones, por encima, un grueso mantón estampado sobre los hombros y aquel pañuelo.
Parecía una bailarina de cualquier grupo folclórico del este de Europa, pero era Else Goldstein,
tapada de la cabeza a los pies. Cuando se lo dije, sonrió. Cuando añadí que dentro del café podía
quitarse el pañuelo, me contestó que no me iba a gustar verla si lo hacía. Cuando me di cuenta de
que ni el tono ni la textura de aquel flequillo se correspondían con los de su pelo verdadero, le
pregunté si se había afeitado la cabeza. Sí, me respondió sin dejar de sonreír, en señal de duelo.
Entonces cerré los ojos. Es una fase, escuché sin mirarla, no es un dogma ni un precepto, no me ha
obligado nadie, lo he hecho porque he querido. Algún día me lo dejaré crecer y será más fuerte,
más bonito. Siempre me quejaba de que tenía el pelo muy feo, ¿te acuerdas? Asentí, porque me
acordaba, pero no encontré nada que decir antes de que llegara el camarero, tampoco después. Tú
no lo entiendes, Germán, su voz también había cambiado. Siempre había sido dulce, pero antes no
tenía el timbre azucarado, empalagoso, que me empachó aquella tarde. No puedes entenderlo
porque no tienes fe, pero aún estás a tiempo de rectificar, de reparar esa desgracia. Yo ahora soy
muy feliz. Y podríamos ser felices juntos, si tú quisieras...
No quería, así que, a partir de aquel momento, hablé yo. Le conté a toda velocidad lo que me
había pasado desde que no nos veíamos. Enumeré las etapas del viaje que había hecho al terminar
la carrera, las montañas a las que subí, los lagos en los que me bañé, los pueblos que visité. Le
conté cómo era mi vida en Préfargier, mi apartamento, mi horario, los pacientes a los que trataba.
Le hablé también de su familia, de su hermana Anna, de sus sobrinos, de nuestras comidas en La
Maison du Lac. Hablé en solitario, durante más de media hora, para no dejarla hablar, pero no
logré borrar de su rostro una beatífica sonrisa de superioridad que expresaba su piedad por mí,
por mis errores, mi existencia privada de sentido. Cuando decidí que no tenía por qué soportarla
más, llamé al camarero, pagué la cuenta y me ofrecí a acompañarla a casa. No, me dijo, no hace
falta. Está a dos pasos y además, no quiero perjudicarte. ¿Qué pensarían de ti tus conocidos si te
vieran por la calle con una devota como yo?
El primer sábado de mayo del año que acababa de terminar, sólo dos días antes del
armisticio, Else había venido a verme a Lausana. Comimos en casa de los Schumann, con los
niños, y salimos después a dar un paseo. Al atardecer, me pidió que la llevara a la residencia
porque quería ver mi habitación. Las visitas femeninas estaban prohibidas en los dormitorios,
pero se permitían en el resto del edificio. Burlar la norma era tan sencillo como esperar un rato en
la cafetería a que el portero abandonara su garita y subir corriendo las escaleras, pero cuando
llegamos al primer piso, le advertí que su visita aún podría malograrse. Si Luca estaba en la
habitación con una chica, habría un calcetín asomando por debajo de la puerta. No lo vimos, pero
le pedí que esperara un momento en el pasillo a que bajara la persiana, para que no la vieran
desde los dormitorios del otro lado del patio. ¡Qué complicado es todo esto!, dijo entre risas.
Luego entró, lo curioseó todo, me preguntó cuál era mi mesa, cuál era mi cama, de dónde eran las
postales —la Puerta del Sol, la Plaza Mayor, el Ángel Caído— que había fijado con chinchetas
sobre el cabecero, de qué trataba la novela en español que tenía en la mesilla. Cuando sacié su
curiosidad, abrió mis cajones como si buscara algo. Luego sacó un calcetín, me lo tendió y me
pidió que lo atravesara debajo de la puerta.
Ocho meses después, mientras la veía alejarse con su pañuelo y su gabán, arrebujada en
aquel mantón que no podía protegerla del todo del aire helado de un atardecer de enero, recordé
su cuerpo blanco y delgado, las pecas de su escote, sus caderas escurridas, y cómo me emocionó
verla desnuda aunque su cuerpo joven, de piel tersa, no fuera especialmente hermoso. Ella puso
las condiciones, trazó las fronteras, no me dejó penetrarla, y en la esquina iluminada con
bombillas de colores desde donde la vi alejarse para siempre de mi vida, se lo agradecí
profundamente. Pero el recuerdo de las horas que pasamos juntos en mi estrecha cama de
estudiante, desnudos y abrazados, me hizo daño.
Ni Else ni Ava Goldstein estuvieron nunca preparadas para comer los domingos con su
familia. Yo seguí viviendo en Neuchâtel, trabajando en Préfargier, acompañando a Samuel, hasta
que, en la primavera de 1948, él encontró la manera de ayudarme por última vez. Has sido como
un hijo para mí, Germán, un sostén más fuerte que mis propias hijas, pero cuando llega el
momento, los buenos padres tienen que dejar marchar a sus hijos. Ya no haces nada aquí, no vas a
aprender más de lo que has aprendido, y desde hace algún tiempo me siento culpable por
retenerte. Cuando llegó a ese punto, intenté protestar, pero no me dejó. Claro que sí, te he retenido
porque te necesitaba, necesitaba a alguien con quien hablar, alguien que me acompañara a comer
salchichas, sonrió para certificar que estaba siendo sincero, pero ya no me hace falta. Lo que no
tiene remedio, no se va a arreglar. Todo lo demás va mejor, y además... Va a salir una plaza en una
clínica de Berna que te conviene mucho, y quiero que te presentes. No lo hago sólo por ti, lo hago
también por mí, créeme. A los dos nos va a venir muy bien tomar un poco el aire por separado.
En marzo de 1948, me mudé a la capital del país. Aunque en la Clínica Waldau ya no era
residente, me ofrecieron un alojamiento temporal que no acepté. Alquilé un apartamento, hice
amigos, salí con chicas, y aprendí a vivir al margen de la familia Goldstein, aunque mantuve una
relación fluida, constante, con Samuel. Sin habernos puesto de acuerdo, los dos la mantuvimos
lejos de su ciudad. Aunque Neuchâtel estaba mucho más cerca de Berna que Lausana, algunos
fines de semana quedábamos a comer en casa de los Schumann. Con más frecuencia, Samuel venía
a verme, se quedaba a dormir en mi casa y pasábamos juntos un par de días.
Por eso, cuando sonó el timbre de mi apartamento un domingo de julio de 1949, y encontré a
una Rebecca Goldstein veraniega, espléndida en su vestido estampado con flores, tentadores sus
brazos desnudos, bronceados, preciosa su cabeza bajo el ala de una pamela de paja, le dije que su
padre no estaba.
Ya lo sé, me respondió. No he venido por mi padre, he venido por ti. Estoy pasando unos
días en Berna, en casa de una amiga, y de repente me he dicho... ¿Qué te apuestas a que, si vas a
verle, Germán te invita a comer?
Eduardo Méndez se marchó cuando más falta me habría hecho tenerlo a mi lado.
—No puedo decirles que no, Germán —yo lo sabía tan bien que ni siquiera se lo había
pedido—. Les debo demasiado.
El 1 de diciembre de 1955 empezó a trabajar en el Sanatorio Esquerdo, un hospital para
enfermos mentales más pequeño, y mucho más bonito, que nuestro manicomio.
—Robles me ha pedido que me quede hasta fin de año, y por mí lo haría, no creas, pero me
expongo a perder la plaza, porque lleva vacante desde finales de agosto y no pueden esperar más.
Están desbordados. De hecho, querían que me incorporara en noviembre, pero he conseguido
retrasarlo un mes.
El Sanatorio Esquerdo tenía, además, la virtud de estar en Madrid. En uno de los extremos de
la ciudad, eso sí, entre Carabanchel y Aluche, pero hasta allí llegaban los tranvías.
—Estoy dispuesto a esperarte todas las tardes en San Bernardo, por eso no te preocupes.
Nuestras cañas son sagradas pero, de todas formas, deberías venir a ver el sanatorio. Está en el
centro de un pinar inmenso, ¿sabes? Los árboles son tan altos que no se ven las casas, ni las
calles, nada. Desde allí, parece que Madrid está lejísimos. Estoy seguro de que te gustaría.
Le prometí que iría a verle cuando tuviera un hueco libre y no lo encontré en lo que quedaba
de año. Todo lo que había conseguido construir en 1955 empezó a tambalearse antes de que
Eduardo abandonara Ciempozuelos. La fabulosa menstruación de Aurora Rodríguez Carballeira
fue el primero de mis problemas, pero no el más grave.
—Ya era hora de que me trajeras el desayuno...
A finales de septiembre empezó a llover y se acabó el jardín. Doña Aurora volvió a comer
en su habitación, y muchas tardes, nuestros paseos se limitaron a recorrer la galería. Los cambios
de humor del verano se agudizaron con el cambio de estación. Seguía teniendo picos de euforia
pero, aunque nunca se quejaba, aunque a veces incluso sonreía mientras los comentaba conmigo,
sus dolores empezaron a preocuparme. Compartí mis temores con el médico general y a mediados
de octubre se ofreció a examinar a doña Aurora. Después, hablé con María. Ella siempre había
sido partidaria de explicarles a las internas lo que les iba a pasar, pero en aquella ocasión no
estuvo tan segura.
—Pues no sé qué decirte, la verdad... —ya había empezado a tutearme cuando no la
escuchaba nadie más que yo—. Está tan rara, tan obsesionada con que le va a venir la regla que, si
la avisamos, es capaz de pensar que vamos a hacer algo para impedirlo, y puede ser peor,
provocarle una crisis, no lo sé. Igual es mejor decírselo en el momento, ¿no? Pero tienes que ser
tú, porque conmigo ya ves cómo está...
Aquella mañana fuimos juntos a buscarla, pero doña Aurora no se fijó en mí cuando vio
entrar a María Castejón sin la bandeja del desayuno, sus manos en cambio en las empuñaduras de
una silla de ruedas.
—Pero... ¿adónde te crees que me vas a llevar, burra, más que burra? —se levantó de un
salto, retrocedió hasta apoyarse en la ventana, y de repente cambió de idea—. ¡Socorro, socorro!
¡Auxilio! ¡Socorro!
Sin dejar de pedir ayuda, avanzó hacia ella con los brazos extendidos, las manos abiertas
como garras que aspiraran a cerrarse alrededor de su cuello, pero llegué a tiempo de interponerme
entre las dos.
—Tranquila, doña Aurora, soy Germán —forcejeó conmigo con más fuerza de la que habría
esperado—. Cierra la puerta, María —había gritado tanto que temí que algún celador acudiera a
su llamada—. Si hay alguien fuera, que se vaya —pero mi paciente no dio señales de reconocer
mi voz—. Soy Germán, doña Aurora, por favor, míreme... —me acerqué tanto a ella como si fuera
a besarla, para ponérselo fácil—. Soy yo, el doctor Velázquez, ¿me reconoce ahora?
Cuando entornó los ojos para enfocarlos en mi cara, todavía me apretaba por los brazos,
jadeando por el esfuerzo.
—Germán... —sólo entonces empezó a aflojar—. Pero ¿por qué me atacan? Es usted, usted
me ha traicionado... No sé por qué me fie de sus intenciones, si yo nunca he podido fiarme de
nadie...
—Nadie la está atacando, doña Aurora, créame —después de recuperar mis brazos, le
acaricié la cara, la peiné con los dedos—. Yo jamás la traicionaré, y no permitiría que nadie se la
llevara de aquí. Le he pedido a María que trajera una silla de ruedas porque está lloviendo y no
quiero obligarla a caminar en ayunas. Pero sólo vamos al dispensario, aquí al lado, para hacerle
unas pruebas. Por eso no le han traído el desayuno, pero le prometo que la llevaremos a tomar lo
que le apetezca cuando terminemos. No vamos a tardar mucho. Quiero saber más de esos dolores
que tiene en el vientre.
—¿Los dolores? —volvió a agitarse y me miró con los ojos agrandados por el asombro, la
boca abierta—. Pero... ¿por qué me dice eso, Germán, si usted lo sabe? Usted... —asintió con la
cabeza e hizo una cosa rara con los dos ojos, como si pretendiera guiñarme uno y no fuera capaz
de coordinar ese movimiento—. No sé por qué me dice eso.
—Pues claro que lo sé, doña Aurora, qué cosas tiene... —adopté el misterioso susurro que
más la tranquilizaba—. Pero conviene confirmarlo. Para eso son las pruebas. Quiero estar seguro
de que todo está en orden.
—¡Ah! —y fue como si una luz se encendiera en el centro de su frente—. Si es por eso...
En ese instante, recuperó el maquillaje imaginario, los collares de bisutería de aquella actriz
secundaria que parpadeaba de más en un sainete cuyo argumento sólo ella conocía. Sin dejar de
sonreírme, avanzó contoneándose hasta la silla de ruedas y se sentó ella sola, dejando escapar un
suspiro de satisfacción.
—Todo sea por llegar a buen puerto en las mejores condiciones, ¿verdad? —me miró y
asentí con la cabeza—. Pero empújeme usted, si no le importa, ya que estamos juntos en esto.
Yo le había contado al médico que se trataba de una mujer de setenta y seis años que estaba
convencida de que iba a volver a menstruar. Le informé de que padecía dolores pélvicos que
parecían haber crecido en frecuencia pero todavía no en intensidad, y estuvo de acuerdo conmigo
en que las perspectivas no eran buenas, aunque las hemorragias no se hubieran presentado todavía.
Cuando llegamos al dispensario, hice una presentación formal que le dio a mi paciente la
ocasión de parpadear un poco más. Luego se portó muy bien. Se dejó sacar sangre sin protestar y,
cuando el doctor le dijo que le gustaría explorarla, accedió con una risita.
—Voy a palparla un poco, ¿de acuerdo? —ella accedió con un movimiento de la cabeza—.
Por fuera y por dentro, si me deja —y asintió por segunda vez—. Procuraré ser cuidadoso, aunque
seguramente le haré daño. Si no lo soporta, no tiene más que decirlo.
—No se preocupe por eso —siguió riéndose mientras se tumbaba en la camilla—.
Examíneme todo lo que usted quiera —y no se quejó, aunque la exploración debió de ser
dolorosa.
—Muchas gracias —cuando terminó, el médico me miró con los labios fruncidos—. Es usted
una paciente excelente.
—¡Menuda oportunidad ha tenido usted conmigo, doctor! En su vida habrá visto nada igual,
¿a que no? Fíjese en la suerte que ha tenido. ¿Quién le iba a decir a usted que iba a entrar en la
Historia? Sólo con este ratito, se ha ganado un lugar en los manuales de medicina de todo el
mundo. Gracias a mí, por supuesto, así que ya puede estarme agradecido.
Estuvimos en la consulta casi dos horas y lo aguantó todo sin protestar, Después le pregunté
si tenía hambre y me respondió que la tenía, y feroz. Cuando María se la llevó a la cocina, estuve
un rato hablando con mi colega. Aquella mañana no volví a ver a ninguna de las dos. Por la tarde,
su lectora vino a buscarme y me dijo que doña Aurora no tenía ganas de nada.
—Se ha acostado después de comer y no quiere levantarse —me miró un momento, como si
no se atreviera a preguntar, pero se decidió al final—. ¿Qué es lo que tiene?
—No lo sabemos todavía. Hay que esperar a los resultados, pero no soy muy optimista. Lo
más probable es que tenga un tumor en el útero —María frunció un instante las cejas y propuso
otra denominación, más frecuente en España.
—¿En la matriz?
—Sí.
—¿Cáncer?
—Puede ser, aunque no estoy seguro. Podría ser un quiste, un bulto benigno, pero parece
demasiado doloroso para no ser maligno.
—¡Ay, qué horror! Pobrecita mía —y a pesar de lo mal que la trataba desde hacía meses, se
dobló sobre sí misma como si acabara de recibir un golpe—. Ir a morirse ahora, con lo bien que
estábamos... ¿Cuánto tiempo le queda?
—Ni siquiera sé si es un cáncer, María.
—Bueno —ella lo presintió, sin embargo—, pero ¿si lo fuera?
—Pues si fuera lo peor... Yo diría que un año, quizás menos. Cuando tengamos los resultados,
afinaré más.
Se quedó callada, con los hombros encogidos, los brazos flojos, pegados al cuerpo. Sólo sus
ojos, que se movían muy deprisa, sin fijar la mirada en ningún lugar, escapaban de aquella
repentina inmovilidad. Mientras intentaba ahuyentar las lágrimas me pareció mucho más joven,
casi una niña, y tan asustada como si el mundo sin Aurora Rodríguez Carballeira le diera miedo.
En ese instante comprendí que me había equivocado. Me arrepentí de haber sido sincero, de haber
hablado de una forma tan concisa, tan brusca, sin los rodeos por los que habría optado ante un
familiar directo. Debería haber sido más cuidadoso con el amor de María. Su lealtad
incondicional hacia aquella mujer dura, seca, a la que el sufrimiento no hacía menos desagradable,
me conmovió una vez más, como me conmovía la pobreza de su vida, su infancia de niña sin
padres en una casa prestada, el mundo reducido a las fronteras de un manicomio de mujeres, la
pequeña e inmensa tragedia de una muñeca fea con vellos largos como patas de araña, el
incomparable privilegio de una habitación con una paranoica y un piano, una paranoica y un globo
terráqueo, una paranoica y una estantería llena de libros. Era mucha tristeza, dentro y fuera de sus
ojos. Era tanta, y tan triste, que me arrastró hacia sí, arrancándome de la boca las palabras que
había pensado decirle. Que doña Aurora tenía ya setenta y seis años. Que había tenido una vida
larga y relativamente cómoda para una mujer en sus circunstancias. Que me comprometía a
intentar procurarle la muerte mejor, más indolora, que fuera posible. Me di cuenta a tiempo de que
esas palabras no servían. Cualquier consuelo convencional carecía de valor ante el dolor de
aquella buena chica, que había sido capaz de derramar tanta ternura sobre una mujer que para el
resto de la sociedad seguía siendo un monstruo, una asesina despiadada, un nombre maldito de la
crueldad humana.
—Lo siento mucho, María.
Al final, eso fue todo lo que dije. Ella me abrazó, o la abracé yo para consolarla, y así
estuvimos un buen rato, quietos y abrazados en el corredor del Sagrado Corazón, sin más
compañía que un cielo feo, más marrón que gris, y la lluvia que azotaba las ramas del junípero, el
viento que la empujaba de vez en cuando hacia nosotros. Nadie habría podido diseñar un
escenario tan perfecto para una tristeza semejante, más triste aún por su rareza. Qué lástima,
¿verdad?, echar tanto de menos a una loca, y asesina, encima... Y sin embargo, aquel abrazo fue
sincero, y fue armonioso, capaz de generar un calor propio que equilibró la fría certeza de la
muerte que había venido a visitarnos, que se había instalado entre nosotros para anunciarnos que
nunca volveríamos a ser tres en la glorieta. Ya éramos sólo dos, y yo también estaba triste. A mí
también me dolía Aurora Rodríguez Carballeira, me había dolido desde que tenía trece años,
aunque no fuera capaz de explicar por qué. El afecto que sentía por aquella mujer era más
pequeño, más interesado y, sobre todo, mucho más vulgar que el amor de María, pero contribuyó a
la fortaleza de un abrazo que se deshizo despacio y, sorprendentemente, entre sonrisas.
—Perdóname, Germán —ella habló primero, sin soltarme todavía—. Te prometo que no
lloraré más.
—¿Por qué? —y la besé en el pelo, dos veces, casi sin darme cuenta—. Llorar es bueno.
—Ya —volvió a sonreír—. Eso decís siempre los psiquiatras.
Se apartó de mí con suavidad, y el aire que reemplazó a su cuerpo me hizo daño.
—Bueno, me voy, que tengo mucho que hacer.
A primeros de noviembre, los resultados confirmaron mis temores. Doña Aurora tenía un
cáncer y María cumplió su palabra. No volvió a llorar, pero cuando me preguntó qué íbamos a
hacer, si íbamos a contarle o no la verdad, no fui capaz de darle una respuesta. En quince días, los
problemas se habían multiplicado a mi alrededor como las setas en un bosque después de la
lluvia.
—Buenos días, Rafaela, ¿cómo se encuentra hoy?
—Pues muy bien, la verdad —y era tan cierto que hasta se acordó de devolverme la cortesía
—. ¿Y usted?
Aunque los progresos de las pacientes de mi programa se habían ido igualando después de un
año de medicación, ella seguía siendo nuestro mayor éxito. Desde que empezó a levantarse de la
butaca de mimbre en la que había mirado el jardín durante años, la hermosura de su cuerpo oculta
bajo una manta, resultó ser una persona bastante sociable, que disfrutaba de la compañía de los
demás. Le gustaba hablar y no le daban miedo los extraños.
—Pues, verá, Excelencia, yo es que no me acuerdo muy bien de lo de antes...
Un buen día, un par de meses después de aquella recepción a los cursillistas en la que nos
habíamos conocido, Leopoldo Eijo Garay me hizo saber por sus tortuosos conductos habituales, a
través de Armenteros, que llamó a Robles para que hablara conmigo, que le gustaría invitarme a
comer en el Palacio Arzobispal. A pesar de que era un hombre seco, de carácter rígido, poco
expansivo, hizo un esfuerzo por ser amable conmigo. Yo lo aprecié, y me esforcé por estar a su
altura. Le expliqué con detalle la historia de la clorpromazina, el desarrollo del ensayo clínico
que había llevado a cabo en la Clínica Waldau, cómo habíamos arrancado el programa en
Ciempozuelos y cuáles eran nuestras expectativas. Eduardo y Robles, que me acompañaron a
aquella comida, hablaron muy poco. A cambio, el padre Armenteros me interrumpió cada dos por
tres hasta que su jefe le pidió, en un tono más impaciente que el que empleaba conmigo, que me
dejara hablar. Salí de aquella comida con buena impresión, y llegué a creer que mi contacto con el
Patriarca no se prolongaría, pero Armenteros volvió a llamar a Robles seis meses después, a
finales de septiembre. Cuando me enteré de que a don Leopoldo le gustaría venir a visitarnos para
comprobar en persona nuestros progresos, respondí que sería un placer recibirle. No te fíes, me
dijo Eduardo. No te fíes, me dijo Robles. Pero yo confié en Rafaelita Rubio y ella no me
defraudó.
—Yo no soy ninguna Excelencia, hija mía —a Eijo Garay le hizo gracia la confusión—. Si
acaso, puedes llamarme Eminencia.
—¡Toma, es verdad! Ya he metido la pata. Si me lo habían dicho las hermanas...
Rafaelita se puso colorada y miró a la hermana Belén, que hizo un gesto con la cabeza para
decirle que su equivocación no tenía importancia. Luego, después de pedir perdón a nuestro
visitante, al que aplicó el tratamiento correcto con cierto titubeo, siguió hilando con sus propias
palabras, un lenguaje pobre, de muchacha inculta, un relato bien articulado, sin más lagunas que
las inevitables en su situación.
—Pues eso, que yo, mayormente, no me acuerdo de mucho.
Rafaelita recordaba un árbol del jardín, pero no sabía por qué lo había elegido, aunque ahora
le había dado por pensar que igual había uno parecido en su pueblo, cuando era pequeña, y por
eso le gustaba darle vueltas y vueltas sin parar, apoyando las manos en el tronco. Lo de las vueltas
se lo habían contado las hermanas. Ella no se acordaba. No sabía cuándo había empezado a
hacerlo ni por qué le habría dado por ahí. Lo único de lo que estaba segura era de que antes tenía
la cabeza llena de ruido. Un barullo tremendo, le explicó al obispo, que mayormente era sólo
ruido pero otras veces traía voces, gritos más bien, según ella, alaridos de animales, y siempre un
zumbido como de viento fuerte, que hacía ¡zummm!, ¡zummm!, ¡zummm! Mientras lo imitaba,
movía las manos en círculo a ambos lados de su cabeza con los ojos cerrados, los párpados
apretados, la cara crispada por la memoria de su sufrimiento. Y cuando volvía a hablar, estaba
más guapa que nunca, porque el silencio que le había procurado la nueva medicación había
relajado sus músculos, suavizado su gesto.
—Entonces gritaba yo también, para que parara ese viento, ¿sabe usted?, para que se callara
y no me dijera más cosas malas, que me daban miedo y me hacían daño, pero no sé cómo
explicárselo. Las hermanas lo llaman brotes, a cuando me daba por chillar, pero como ahora no
oigo el viento, pues ya no me dan. Suena muy raro, ¿no? Pues me gustaría contárselo mejor, pero
es que, como el ruido empezó muy pronto y casi no fui a la escuela, soy muy ignorante.
—No te preocupes, hija. Lo estás haciendo muy bien.
Cuando terminó la entrevista, el Patriarca tendió la mano hacia Rafaelita y ella se la
estrechó. La hermana Belén se le acercó corriendo para decirle que no, que lo que tenía que hacer
era besarle el anillo. Mi paciente se puso colorada y lo besó tres veces para compensar su error,
pero Eijo Garay no pareció darle importancia a aquella equivocación. Estaba demasiado
asombrado, demasiado aturdido por sus propias equivocaciones.
—Es impresionante —fue todo lo que dijo mientras se despedía—. Impresionante... —y se
marchó sin añadir nada más.
Era evidente que le habría complacido mucho más nuestro fracaso, aunque sólo fuera porque
se habría ajustado mejor a las expectativas de su visita. Quizás por eso no volvimos a tener
noticias suyas. Robles estaba tan satisfecho, tan orgulloso de Rafaela como yo mismo. Por eso, y
aunque sabía desde el principio que él era reticente a los permisos, las altas temporales
destinadas a reintegrar progresivamente a las pacientes a la vida familiar, unos días después de la
visita del Patriarca me entrevisté con ella para proponerle un privilegio que se había ganado con
creces.
—¿Le apetecería volver a su casa, Rafaela? —me sorprendió leer en sus ojos que la idea no
le gustaba en absoluto—. No para vivir todo el tiempo, eso no. Usted vive aquí —asintió con la
cabeza, más tranquila, y seguí avanzando con precaución—. Pero, por ejemplo, en Navidad, o en
las fiestas de su pueblo, en alguna ocasión especial, ¿le gustaría volver a casa a pasar unos días?
Podría ver a sus abuelos, a sus hermanos...
—No —me cortó—. Yo vivo aquí, esta es mi casa. Mi madre viene a verme.
—Lo sé —sonreí—, la conozco. Ella la quiere mucho, y va a seguir viniendo de todas
maneras, pero a lo mejor, a usted le apetece volver a ver su pueblo, estar allí dos o tres días y
volver aquí. Si usted quiere, podría hacerlo. Estoy seguro de que su madre vendría a buscarla y la
traería después de mil amores —al escuchar esa expresión, sonrió—. La primera vez, hasta
podríamos arreglarlo para que viajaran en un coche. Piénselo. Y si no quiere hacerlo, pues nada.
No volvemos a hablar del tema y arreglado.
Asintió con la cabeza y no dijo nada más. Luego, el cáncer de doña Aurora me quitó el asunto
de la cabeza. Pero justo después de recibir los resultados de las pruebas, una hermana vino a
verme. Rafaelita le había contado que iba a volver a su casa en Navidad, y a pesar de su
indiscreción, me alegré mucho de que hubiera tomado esa decisión. Cuando fui a verla, me contó
que desde que habíamos hablado se acordaba mucho de su abuela, de los mantecados que hacía en
Nochebuena, de los villancicos que cantaba, que las hermanas no se los sabían, y estaba tan
entusiasmada que tuve miedo de haberme precipitado, aunque noviembre acababa de empezar. Le
pregunté si sabía guardar un secreto y me dijo que sí. Le pedí que no le contara nada a nadie de su
viaje al pueblo, porque ese era nuestro secreto y el doctor Robles tenía que darnos permiso. Eso
lo entendió muy bien, porque en el manicomio había que pedir permiso para todo, pero por si
acaso, después de hablar con ella, me fui a buscar a mi jefe.
—No está —me crucé por el pasillo con Arenas, que había ido al despacho de Robles antes
que yo—. Ha ido a una reunión en la Dirección General, por lo visto.
—¿Otra vez? —aquella respuesta me extrañó—. Ayer estuvo allí.
—Pues hoy ha tenido que volver, me lo acaba de decir la hermana Lourdes.
Aquella monja, que hacía las veces de secretaria del director, me confirmó su ausencia y
añadió que no tendría que esperar mucho para verle. Don José Luis acababa de llamarla para
pedirle que me citara al día siguiente en su despacho, a las once de la mañana. La perspectiva de
esa cita me puso de buen humor, y durante el resto del día me dediqué a prepararla, elaborando
argumentos para convencer a mi jefe de que autorizara el viaje de Rafaela Rubio. Pero al día
siguiente, cuando abrí la puerta de su despacho, comprendí que en aquella habitación no había
lugar para mi optimismo.
Robles estaba de pie, de espaldas a la puerta, mirando por la ventana. La hermana Belén,
sentada en una de las dos butacas situadas al otro lado del escritorio, miraba un documento con
una expresión que me indujo a pensar que no lo estaba leyendo. Le temblaban las manos y su cara
no tenía más color que el papel que oscilaba entre sus dedos. Cuando le di los buenos días, me
miró y negó con la cabeza.
—Se acabó —me dijo solamente, tendiéndome aquel papel.
Era una comunicación oficial de la Dirección General de Sanidad, máxima autoridad
responsable de nuestro trabajo en un país donde el ejército tenía tres ministerios y la salud de los
ciudadanos ninguno. Era una orden de suspensión del tratamiento con clorpromazina que se venía
dispensando a las enfermas del manicomio de mujeres de Ciempozuelos. Era un aviso de que se
interrumpía el suministro del citado fármaco a partir del 14 de noviembre de 1955. Era una
medida de obligado cumplimiento hasta nueva orden, so pena de incurrir en las sanciones
correspondientes.
—Se acabó —repitió la hermana Belén cuando terminé de leer—. Era demasiado bueno para
que nos dejaran en paz.
—Pero... —me desplomé en la otra butaca y no fui capaz de creerme lo que acababa de leer
—. ¿Por qué? No lo entiendo.
En ese momento, Robles se dio la vuelta, se sentó frente a nosotros, me miró, y leí en su
rostro que aquella derrota también le pertenecía.
—Yo lo he intentado, Germán —porque el fracaso le pesaba en los párpados—. Te juro que
lo he intentado —tiraba hacia abajo de las comisuras de sus labios—. He estado dos días metido
en el despacho del director general —imprimía una pátina verdosa, mate, a su piel morena,
levemente aceitunada—. He llegado a proponerle que llamara por teléfono a Eijo Garay, para que
le contara lo que vio cuando vino a vernos. Pero no ha habido manera, porque no se trata de eso.
Al señor director general, el estado de Rafaela Rubio Fernández le toca mucho los cojones —
entonces se dio cuenta de que no estábamos solos en el despacho—. Perdóneme, hermana, lo
siento mucho. Es que estoy muy nervioso.
—No me extraña.
—Pero, entonces... —yo no entendía, porque no quería entender—. ¿Qué ha pasado?
José Luis Robles bebió agua, encendió un cigarrillo, se apretó el nacimiento de la nariz con
las yemas de los dedos índice y pulgar de la mano derecha, respiró hondo y me explicó algunas
cosas. Que en 1949 se había refundado la Asociación Española de Neuropsiquiatría. Que su
presidente, por descontado, era Antonio Vallejo Nájera, auténtico caudillo de la psiquiatría
nacional. Que, como yo seguramente sabría, Vallejo tenía un enemigo jurado, que se llamaba Juan
José López Ibor. Que si Vallejo acaparaba los cargos, López Ibor tenía el poder que le daba
haberse hecho millonario con su consulta privada. Que llevaba años engañando a la gente con
tratamientos para revertir la homosexualidad, se decía que llegando incluso a la lobotomía, y
afirmaba curar la depresión a base de pentotal sódico, un barbitúrico euforizante de duración muy
corta que tenía enganchados a todos los depresivos de Madrid. Que sus pacientes se sentían tan
bien cuando les inyectaban que, aunque el efecto no durara más de un cuarto de hora, todos
volvían al día siguiente a por otra dosis. Que lo de la lobotomía era sólo un rumor que no le
parecía demasiado fiable, pero lo del pentotal lo había visto él con sus propios ojos.
—Todo lo que te he contado hasta ahora es verdad —hizo una pausa sin apartar sus ojos de
los míos—. A partir de aquí, sólo puedo suponer lo que ha pasado. Pero si tuviera que jugarme el
sueldo de un mes a una hipótesis concreta, apostaría a que el único maldito punto en el que han
logrado ponerse de acuerdo Vallejo Nájera, coronel del ejército español, y López Ibor, miembro
del Opus Dei, ha sido la necesidad de suspender inmediatamente nuestro programa.
El director general no había pronunciado ningún nombre, ni para bien ni para mal. Le había
contado, eso sí, que toda la profesión celebraba mucho nuestro éxito. Que él mismo estaba muy
orgulloso del impulso que representaba para la ciencia española. Que quería agradecer
expresamente al equipo del doctor Robles el trabajo realizado, pero que no podía dejar de
manifestarle su inquietud. Que algunas voces autorizadas le habían sugerido que el tratamiento con
clorpromazina era demasiado importante para circunscribirse a un único manicomio. Que diversas
personalidades y asociaciones le habían solicitado que la nueva medicación fuera objeto de
estudio en una próxima reunión de la Asociación Nacional de Neuropsiquiatría, que se celebraría
en la próxima primavera y donde se planificaría adecuadamente su implantación en todo el
territorio nacional. Que, si lo meditaba bien, el propio Robles comprendería que lo más indicado
sería que la medicación estuviera disponible en todos los centros de salud mental del país, tanto
públicos como privados, a partir de una fecha determinada. Que era imprescindible que todos los
psiquiatras españoles recibieran la correspondiente formación antes de aplicarla. Que, después de
meditarlo bien, él mismo había comprendido que no debería haber autorizado nuestro programa
sin prever las consecuencias de esa decisión. Que el permiso que nos otorgó, y él era el primero
en lamentarlo, había sido interpretado como un gesto de favoritismo, un privilegio infundado. Que
en España nadie podía discutir el talento y la capacidad de don Germán Velázquez. Que desde la
Dirección General se valoraba extraordinariamente la iniciativa de don José Luis Robles al
reclutar a uno de los seis únicos psiquiatras europeos que habían dirigido ensayos clínicos del
nuevo fármaco. Que, sin embargo, no podía dejar de informarle de la preocupación que inspiraba
el hecho de que el único hijo varón del tristemente célebre profesor Andrés Velázquez, una de las
mayores, si no la máxima autoridad de la ciencia psiquiátrica en la España roja, disfrutara de la
posibilidad de convertirse en una figura prominente de la nueva psiquiatría nacional. Que, desde
luego, los hijos no heredan los pecados de sus padres, pero que había descubierto que sus
compañeros de Ciempozuelos, aun respetando y admirando su gran labor, no calificaban
precisamente a don Germán Velázquez como afecto a la gran obra del Generalísimo.
—Eso no lo ha averiguado él solo, como comprenderás. Eso fue a contárselo alguien y ahí, el
excelentísimo señor director general de Sanidad se cagó de miedo. Y ya no hubo más que hablar.
—Pero no podemos aceptar esto —protesté—. No podemos obedecer. Por Rafaela, por
Sonsoles, por Luzdivina. Para ellas, esto sería una putada...
En ese momento, alguien llamó a la puerta con los nudillos.
—Buenos días —Arenas asomó la cabeza y dio un respingo—. ¡Uy, perdón! No sabía que
estaban reunidos.
—Ya estábamos terminando —Robles se levantó, guardó la orden de la Dirección General en
una carpeta, le puso una pila de libros encima y nos miró—. Mañana a las diez volvemos a
hablarlo, si les parece bien.
Aquella tarde, le dije a Eduardo que no podía quedarme con él tomando cañas porque tenía
que ir a ver a mi cuñado, y no mentí. No había parado de pensar en lo que se nos venía encima
desde que salí del despacho de Robles y a última hora creí haber encontrado una solución para
evitar un desastre que ni siquiera estaba en condiciones de cuantificar. Ni yo ni nadie sabía qué
podría ocurrir si se suspendía bruscamente el tratamiento, porque nunca se había hecho nada
semejante. Pero, por analogía con otros fármacos, era probable que las pacientes empeoraran
hasta niveles que no habían padecido antes, retrocediendo hasta estadios críticos. Si no quedaba
más remedio que retirarles la clorpromazina, deberíamos reducir la dosis poco a poco, estirarla al
menos durante un mes. Pero aquel día era jueves, 8 de noviembre. Sólo faltaban seis días para el
miércoles 14.
—Buenas tardes —la recepcionista de la agencia de transportes La Meridiana me sonrió
antes de pulsar el botón del interfono—. Pues sí, ha tenido suerte. Don Rafael Cuesta está en su
despacho. Es el último del pasillo de la izquierda.
Cuando llegué hasta allí, el marido de mi hermana Rita me estaba esperando en la puerta.
—Qué sorpresa, Germán. Pasa, por favor.
—Gracias —cerró la puerta y, como si supiera lo que iba a contarle, antes de sentarse soltó
la cortina de tela que cubría el cristal, para que no nos vieran desde fuera—. He venido a pedirte
un favor.
Le conté lo que había pasado sin entrar en mucho detalle. Tampoco pareció necesitarlo. Lo
que necesitaba yo era que alguien transportara desde Berna una caja a mi nombre y, si hacía falta
declarar el contenido, que el auténtico no constara en ninguna parte.
—O sea, un envío ilegal —recapituló.
—Pues... Me temo que sí.
Al escucharme, sonrió, y aquel gesto deshizo en un instante el semblante de modelo de El
Greco que me había llamado siempre la atención cuando estaba serio.
—No te preocupes, son mi especialidad. Sólo dos cosas. Aunque lo más fácil es que no la
abran, porque ya me encargaré yo de desviarla a la aduana que más nos convenga, siempre
conviene colocar la carga en el fondo de la caja y rellenarla con otra cosa, bombones, latas de
conserva, lo que se te ocurra. Y la segunda... —volvió a sonreír, esta vez para sí mismo—. ¿El
origen no podría ser Zúrich? Tengo una entrega pendiente allí, de un cliente que comercia con
antigüedades, en fin, es una historia larga de contar...
Si no hubiera estado tan preocupado por el futuro de mis pacientes, le habría invitado a una
copa para tirarle de la lengua, hasta tal punto me habían intrigado aquellos puntos suspensivos.
Pero él me dijo que todavía tenía trabajo que hacer y yo también estaba ocupado. Necesitaba
pensar bien lo que iba a hacer, telefonear a Berna o, tal vez, a Neuchâtel, seleccionar a algún
antiguo colega que estuviera dispuesto a ayudarme sin hacer preguntas. Cuando nos despedimos,
Rafa me dijo que, para que mi caja llegara el día 15 por la mañana, porque el 14 era imposible,
tenía que confirmarle el envío antes de las dos de la tarde del día siguiente.
—Y si no puede ser —añadió en el último instante, como si pudiera adivinar el futuro—, no
pasa nada. Tú, tranquilo.
Aquella tarde todo salió bien. Mi primera opción, mi antiguo jefe de la Waldau, se ofreció a
llamar a un colega de Zúrich que estaría dispuesto a colaborar con nosotros. Por la mañana, la
euforia que me inspiraba la modesta esperanza de mantener el programa en funcionamiento gracias
a ulteriores envíos, logró encender una luz en los ojos de la hermana Belén, pero Robles no dejó
de negar con la cabeza mientras me escuchaba.
—No lo entiendes, Germán —dijo al final—. No lo has entendido. No me extraña, porque no
es fácil, pero... Yo te agradezco mucho tu interés, tu propuesta y todo eso, pero no podemos
hacerlo. Porque esto no es una cuestión política, aunque lo parezca. Si no fueras hijo de tu padre,
se habrían inventado otra cosa, que eres protestante, adúltero, homosexual, anarquista, lo que
fuera. Esto es un pulso por el poder, porque ahora mismo la clorpromazina es poder, y el poder, en
España, es un derecho exclusivo de quienes ganaron la guerra. Y, aunque a mí me obligan a
agradecerles todo el tiempo que me hayan perdonado, yo no la gané, y tú menos. Eso es lo que
pasa, que las autoridades sanitarias de la España nacional se han dado cuenta de que estamos
usurpando un trono que no nos pertenece, que sólo corresponde a los suyos. Por eso, lo que les
pase a las pacientes no tiene importancia. Por eso, si fueras a contarles lo mal que lo va a pasar
Rafaela cuando le quites la medicación, se dedicarían a dejarte hablar mientras resuelven el
crucigrama del periódico. Así funciona este país, y todo es culpa mía, porque yo debería haberlo
sabido. Fui un ingenuo, un gilipollas... —aquella vez ni siquiera se acordó de pedirle perdón a la
hermana Belén—. Lo siento en el alma, te lo digo en serio.
—Pero... —ella conservó el ánimo más tiempo que yo—. Pero aunque se la quitemos al final,
lo que dice Germán... Si pudiéramos retirarles la medicación poco a poco, ganaríamos tiempo y
estarían mejor. Eso sí que podemos...
—No, hermana, no podemos —Robles volvió a negar con la cabeza—. ¿Usted se fía de todos
los psiquiatras que trabajan en este hospital? ¿Usted cree que no van a preguntarle a alguno, o a
varios, si Rafaela ha vuelto, o no, a quedarse muda, si Sonsoles ha vuelto, o no, a chillar por las
noches, si Gertrudis ha vuelto, o no, a levantarse por la noche para coger un cuchillo de la cocina
con la intención de matar a alguien?
—De todas formas —insistió ella con poca convicción—, a lo mejor merece la pena...
—¿Ir a la cárcel? Porque iríamos a la cárcel —hizo un gesto circular con la mano—, los tres.
Eso también me lo advirtió el director general. ¿Usted cree que nuestras pacientes estarían mejor
con nosotros en la cárcel?
—¿Y entonces? —pregunté yo, a modo de respuesta.
—Entonces hay que esperar. A que se reúnan en primavera, a que les aplaudan los colegas, a
que salgan en la prensa, a que Vallejo acapare todo el protagonismo y López Ibor vuelva a
arrepentirse de haber confiado en él... No queda más remedio que esperar hasta el verano como
mínimo. Entonces, con suerte, podremos volver a empezar. Siempre que no hayas decidido
volverte a Suiza, claro.
En diciembre, cuando las hermanas pusieron un Nacimiento grande y bonito, antiguo, en uno
de los soportales del patio de Santa Isabel, Rafaelita Rubio había vuelto a vivir en una butaca de
mimbre.
Ya no sabía que tenía una abuela. Ni que hacía mantecados en Nochebuena. Ni que en su
pueblo cantaban villancicos que no conocían las hermanas de Ciempozuelos.
A cambio, lloraba todas las tardes. Igual que Walter Friedli.
III
La soledad (1956)
Cuando estaba empezando a pensar que lo mejor sería volverme a Suiza, doña Aurora me pidió
que la dejara embarazada.
—No se preocupe, Germán, que yo nunca he sido viciosa, nunca, ni de jovencita...
Aquel año, febrero no nos había regalado su tramposo, consolador anticipo de la primavera.
De madrugada había vuelto a helar. La escarcha extendía un velo tenue, inmaculado, sobre el
cristal de la ventana de la habitación 19 del Sagrado Corazón, y los delicadísimos cristales que
insinuaban los invisibles dedos del hielo me llamaron la atención antes que la rotunda sonrisa de
mi paciente, tal vez porque entonaban mucho mejor con mi estado de ánimo. Tanto, que ni siquiera
me detuve a analizar aquella misteriosa bienvenida.
—¿Se ha abrigado bien, doña Aurora? —pregunté como si no la hubiera oído—. Hace mucho
frío.
—¡Ah! Pero... —y de repente se echó a reír—. ¿Qué se ha creído, que vamos a hacerlo
ahora? ¡No, hombre! Hay que ver, qué cosas tiene usted, menuda impaciencia... Tenemos que
esperar al momento óptimo y estoy manchando todavía. De todas formas, cuando lo hagamos
tampoco me voy a desnudar. Ya le he dicho a usted que no soy viciosa.
En ese momento comprendí lo que esperaba de mí y me convertí en un elemento más del
paisaje que se adivinaba detrás de la ventana. El hielo se infiltró a través del muro, se introdujo
en los poros de mi piel, me llegó al corazón y, durante un instante, fui solamente frío. Después
sucedió algo más extraño todavía.
En diciembre de 1955 había escrito a las familias de las pacientes de mi programa. Pretendía
prevenirles de lo que iban a encontrarse en sus visitas navideñas, porque veinte días después de la
abrupta suspensión del tratamiento con clorpromazina, la involución se apreciaba a simple vista
en todos los casos, pero no me atreví a contarles la verdad. En un lenguaje equitativamente técnico
y piadoso, les eché la culpa de todo a las dificultades de importación del nuevo fármaco. Les
aseguré que había sido un problema burocrático, que habíamos hecho todo lo posible por
superarlo, que teníamos la esperanza de restablecer el programa a lo largo del verano de 1956. Al
escribir aquellas cartas, creí ser plenamente consciente de mi fracaso. Me equivoqué, porque la
verdadera plenitud llegó cuando empecé a recibir las respuestas.
Robles me recordó que me había advertido a tiempo que sería mejor no dar información ni
pedir autorizaciones. Al escucharle, recuperé la sensación de escandalizada extrañeza con la que
había acogido aquella recomendación, pero eso no me sorprendió tanto como la incredulidad que
me inspiró aquel recuerdo. A destiempo, le di la razón. Dos años después de volver, por fin había
aprendido que España no se parecía a Suiza. Me habría gustado rebelarme contra mi conformidad,
pero no lo conseguí.
—Ya sabía yo que esto no iba a salir bien —Salud me sonrió con un gesto de resignación tan
antiguo como la polvorienta pátina de tierra que llevaba incrustada en la piel—. A ver, una cosa
tan buena, tan moderna, y sin pagar nada... Eso no podía ser para nosotros. Pero yo le quedo muy
agradecida por todo, doctor. Que haya cuidado tan bien de mi Rafaela, que yo haya podido hablar
con ella, que me haya reconocido... —en ese momento se le escaparon dos lágrimas que no
lograron arruinar su sonrisa—. Lástima que no haya llegado a tiempo de ver a sus abuelos. A ellos
les hacía mucha ilusión, pero... ¡Qué le vamos a hacer! Le he traído unos mantecados de los que
hace mi madre, espero que le gusten. Le acabo de dar uno a Rafaelita, pero no ha querido ni
mirarlo. En la falda se lo he dejado, pobrecilla.
Me tendió una caja de cartón atada con un cordel y la recogí con la sensación de que estaba
viviendo una escena profundamente errónea. Pégueme, Salud, pensé mientras la miraba. Grite, le
pedí en silencio, insúlteme, dígame que soy un sinvergüenza, un cabrón, que no tengo derecho a
jugar con usted, a darle falsas esperanzas. Cáguese en mi padre, Salud, por favor. Haga algo, lo
que sea, pero no se resigne.
—Muchas gracias —fue todo lo que le dije a cambio—. Yo lo siento en el alma, se lo
aseguro. Habría hecho cualquier cosa...
—Lo sé, doctor, lo sé —ella me cortó antes de que pudiera seguir enhebrando excusas
inútiles con fabulosas promesas—. No me lo diga, que eso lo sé.
La mayoría de las familias a las que escribí no me contestó. La reacción de los pocos que
vinieron a hablar conmigo se mantuvo en una gama muy limitada de variaciones sobre la
resignación de Salud. Y entre quienes vinieron a ver a las enfermas, algunos ni siquiera pasaron
por mi despacho. Fui yo en su busca para escuchar siempre lo mismo, qué le vamos a hacer, es la
voluntad de Dios, gracias por todo. El hijo de Gertrudis, un adolescente de catorce años, fue el
único que me ofreció una reacción comprensible. Cuando fui a ver a su padre, le encontré sentado
en un taburete, junto a la silla de una mujer que hablaba sola, moviendo las manos en el aire, sin
dar muestras de reconocer al chico que le acariciaba las rodillas sin parar.
—¿Qué le ha hecho usted a mi madre? —al verme se levantó, vino corriendo hacia mí—.
¡Hijo de puta! ¿Qué le ha hecho? —me embistió con la cabeza en el estómago y me tiró al suelo—.
¿Por qué está así otra vez, por qué?
Cuando me levanté, su padre le estaba zarandeando. Me interpuse entre ellos, a tiempo de
evitarle al chaval el golpe que el adulto descargó sin querer sobre mi cabeza. Me hizo daño pero
no me importó. Me lo merecía.
—No se disculpe, por favor, no ha sido nada, un accidente —le tranquilicé sin dejar de
interceder por el chico—. Y no se enfade con su hijo, no le regañe, porque su rabia es
comprensible, no me extraña que esté tan enfadado. Todo esto ha sido una desgracia y nadie lo
lamenta más que yo, créame. Me siento muy culpable, pero le juro que no les he engañado. La
medicación funciona, estaba funcionando, ya lo han visto ustedes. Lo que ha pasado no depende de
nosotros, puede estar usted seguro. Las hermanas no han tenido nada que ver, los médicos
tampoco. Ha sido el Gobierno, la Dirección General de Sanidad, los que han dado la orden de
suspender el programa. Si hubiéramos podido hacer otra cosa, lo que fuera, yo le aseguro que
ahora mismo...
Habría podido seguir enhebrando palabras con sentido, y sin él, durante el resto del día, pero
el marido de Gertrudis levantó la cabeza y no fui capaz de afrontar su mirada. Me callé tan
deprisa como si hubiera vuelto a golpearme con el puño, porque eso fue lo que sentí. La infinita
tristeza de aquel hombre, que no decía nada mientras negaba sin parar con la cabeza, me partió el
corazón, abriendo una grieta tan profunda que los contratiempos burocráticos, las envidias
profesionales, la eugenesia fascista o los despachos de pentotal, nunca podrían rozarla siquiera.
La clorpromazina suprimía los síntomas de la esquizofrenia, pero ningún tratamiento que yo
conociera, ninguna receta de las que podría escribir en un papel, llegaría a curar jamás aquella
humillación, la líquida oscuridad de unos ojos curtidos en el hábito de la desgracia, una
resignación idéntica a la que Salud había sabido expresar con palabras. Yo no sabía qué decirles a
aquellos ojos, y me arrepentí de haber hablado tanto. Sin embargo volví a hacerlo enseguida, para
pedirle a su hijo que saliera conmigo a la galería. Pretendía separarlo de su padre, pero cuando el
silencio dejó de ser consolador, cuando empezó a atronar en mis oídos con más fuerza que
cualquier grito, le expliqué despacio, con palabras sencillas, lo que había pasado.
—No me lo creo.
Acababa de contarle que en el plazo de un año su madre habría vuelto a mejorar y me
respondió levantándose para volver a su lado. Pero a medio camino se volvió, me miró.
—Siento haberle llamado hijo de puta antes —me dijo.
—Aunque sigues pensando que eso es lo que soy.
—Sí, pero su madre es como la mía. Ellas no tienen la culpa de nada.
Un rato después, los vi salir del edificio. El padre arrastraba al hijo por el brazo con la
violencia que le inspiraba su propia desesperación. Presentí que al otro lado de la verja le
pegaría por fin, aunque los golpes no estarían destinados a él, ni siquiera a mí. Le pegaría porque
no podía pegarse a sí mismo. Le pegaría para pegarse con su pobreza, con el destino, con la
enfermedad de su mujer, con la mierda de vida de los maridos de las esquizofrénicas. Si hubiera
sido capaz de alcanzarle, de bajar las escaleras y cruzar el jardín a la velocidad precisa para
detenerle, quizás lo habría intentado. Como era imposible, me abandoné a mi propia violencia, un
eco de la suya que ascendía hasta mi boca como la regurgitación de un veneno muy amargo. Si
hubiera podido pegarme con alguien, lo habría hecho yo también. Como tampoco podía pegarme
conmigo mismo, me quedé quieto, mirando por la ventana, hasta que sentí dolor. En algún
momento, sin darme cuenta, había empezado a clavarme las uñas en las palmas de las manos.
Cuando las miré, encontré en cada una cuatro marcas rojizas, con la forma de otras tantas
medialunas, que tardaron un buen rato en desaparecer. Mientras las miraba, más que en ningún
otro instante de los que había vivido en España, en Madrid, en Ciempozuelos, desde que volví,
comprendí lo que significaba que mis padres, los españoles como ellos, hubieran perdido la
guerra. Porque la resignación de Salud, la conformidad del marido de Gertrudis, los golpes de los
que se estaría doliendo su hijo al otro lado de la verja, eran el botín más precioso de todos los
que había conquistado Francisco Franco.
En ese clima, como un volcán nevado, sometido en apariencia a los hielos de un invierno
incapaz de templar la lava ardiente que lo va colmando poco a poco por dentro, terminó 1955 y
empezó 1956. El año de mi rendición, pensé, de mi regreso a Suiza, de mi segundo y definitivo
exilio. Había vuelto a casa, había ejercido mi profesión en mi país, había creído empezar muchas
cosas y tenía las manos tan vacías como cuando llegué. En Suiza no me esperaba nadie, no me
esperaba nada, salvo la perspectiva de otro comienzo que me convertiría sin remedio en un
principiante profesional. No me apetecía volver a volver. No tenía expectativas que hicieran
atractiva la idea de quedarme. Estaba solo, abocado a una soledad semejante en Berna y en
Madrid. Allí, más triste. Aquí, más caliente, más cercana a la rabia. Pero la misma soledad. Hasta
que, a principios de febrero, a doña Aurora se le ocurrió pedirme que la dejara embarazada y mi
culpa empezó a hacerme compañía.
Yo no era responsable de su paranoia, pero sí de haber tomado decisiones excéntricas,
incompatibles con la realidad del país donde vivía, el feudo de un general fascista asentado sobre
los hombros de la Iglesia católica. Nadie me había mandado volver a vivir en España. Nadie me
había mandado convertirme en el psiquiatra de Aurora Rodríguez Carballeira, cambiarle la
medicación, sacarla de paseo, incentivar su euforia, los delirios que alentaba al borde de la
muerte. Nadie me había mandado afirmar que, si Dios había creado el mundo, la tabla periódica
de los elementos también era obra suya. Todo eso lo había hecho por mi propia voluntad, como
informar a la madre de Rafaelita, al marido de Gertrudis, invitarles a comprobar la mejoría de sus
seres queridos, proponer altas temporales, viajes a un pueblo de la provincia de Cuenca, hundirles
en un pozo más hondo que aquel en el que habían vivido sin preocuparse nunca por medir su
profundidad. Yo me había puesto de su parte para regalarles una cinta métrica, un pico y una pala
con los que cavar su propia desgracia. Mis intenciones habían sido buenas, tan inocentes como las
que me habían impulsado a perseguir a María Castejón por los pasillos dos años antes, pero se
habían corrompido a traición, por el simple contacto con el aire que respirábamos todos los días.
Porque España no era Suiza. Porque no se parecía a ningún país civilizado. Porque yo había
vivido, había trabajado, había tomado decisiones como si no lo supiera.
—No digas tonterías, Germán —Eduardo intentaba consolarme por las tardes, en la misma
cervecería donde me había enseñado todo lo que yo no había querido aprender—. ¿Cómo va a ser
culpa tuya? —pero bajaba el volumen de su voz a tiempo—. Es culpa de este puto país —y lo
adelgazaba hasta reducirlo a una hebra de sonido apenas perceptible—, de los hijos de puta que lo
han convertido en un país de mierda.
Tampoco entonces le di la razón, al menos no del todo. Yo no tenía la culpa de la paranoia de
doña Aurora, de la esquizofrenia de Rafaelita Rubio, pero era culpable de mi fe, de la suprema
excentricidad de haberme permitido el lujo de cultivar esperanzas en un país radicalmente privado
de ellas. Esa era mi culpa, la responsabilidad del propietario, el armador, el capitán de un barco
que se iba a pique sin remedio.
—En los cuarenta estábamos peor y estábamos mejor al mismo tiempo.
Mi hermana Rita terminó de explicármelo un domingo de invierno, cuando nos reunimos en
Gaztambide 21 alrededor de un cocido. Yo había ido volviendo progresivamente a ese redil, a
medida que mi relación con Pastora expiraba de muerte natural. En otoño la había llamado algunas
veces, habíamos quedado para repetir nuestro antiguo ritual, pero también el sexo había ido
languideciendo poco a poco. Hasta que llegó un momento en que el hastío, el silencio, las
preguntas y respuestas que los dos esquivábamos por igual, se hizo demasiado incómodo.
Entonces, supongo que nos dejó de compensar al mismo tiempo. Nuestra última despedida fue
trivial, un hasta luego que no me resultó doloroso, ni siquiera amargo, para desconcierto de mi
madre. Ella nunca fue capaz de adivinar por qué había vuelto a comer en su casa los domingos,
pero un día me vio llegar con tan mala cara que se atrevió a preguntar qué me pasaba.
—Si os lo cuento, voy a echar a perder la comida.
No pareció importarles, así que acabé contándoselo todo, hablando durante mucho tiempo, de
la clorpromazina, de la orden de la Dirección General de Sanidad, de las explicaciones de
Robles, del desconsuelo de la hermana Belén, de la madre de Rafaelita, del hijo de Gertrudis, de
su padre, de su resignación, de mi impotencia. El cocido me gustaba mucho, pero casi no comí.
Rita repitió garbanzos un par de veces mientras me escuchaba. Después, tomó el relevo.
—En los cuarenta, la gente no tenía nada que comer, pero tenía esperanza. La fe alimenta más
que la comida, y estábamos convencidos de que los aliados invadirían España si ganaban la
guerra mundial. Eso era lo que esperábamos todos, y esa idea nos ayudaba a soportar el hambre,
las cárceles, las palizas. Todavía me acuerdo del discurso que le largué a una amiga mía en un
banco de la calle Serrano, el día del consejo de guerra de su novio. No me acuerdo ya de la fecha,
y eso que fui yo a Las Salesas, porque ella estaba trabajando y no podía. A finales del 41 sería,
anda que no ha llovido, y en todos los sentidos, no creas... Cuando le dije que le habían caído
treinta años, se le pasó de golpe la alegría de que no le hubieran condenado a muerte. La pobre se
quedó hecha polvo, y yo, en vez de consolarla, la regañé. Ahora me acuerdo y no me lo puedo
creer, pero eso fue lo que hice. Le dije que no pasaba nada, que lo importante era que no le iban a
matar, que iba a vivir para ver cómo los aliados echaban a Franco de El Pardo, y volvían la
República y la democracia... —cerró los ojos, frunció los labios, negó con la cabeza y su marido
le cogió de la mano, se la apretó un par de veces—. Estaba convencida de que eso era lo que iba a
pasar —le miró primero a él, luego a mí, sonrió y siguió hablando—. Parece una estupidez, lo sé.
Es una estupidez, pero yo estaba segura de que después de tanto sufrir tendríamos un final feliz,
todos estábamos seguros, y sin embargo, ahora... Fusilan menos, sí, las cárceles están más vacías,
también, muchos presos han vuelto a sus casas, desde luego, pero nadie espera nada bueno ya.
Sólo acostarse por la noche para que amanezca el día siguiente, y vivir un día más sin encontrarse
por la calle con un policía, y volver a acostarse, todo igual, siempre lo mismo. La mayoría de los
españoles no se atreven a aspirar a otra cosa y están resignados, claro, ¿cómo quieres que estén?
—a esa altura de su discurso, nuestra madre se levantó y se fue—. Nos han pegado mucho,
Germán. Nos han pegado tanto, que muchos se conforman con que no les peguen más. Y los demás,
nos la jugamos todos los días, aunque a mí me compensa, desde luego. Porque todos vivimos en un
cementerio, pero algunos estamos vivos todavía.
Los capitanes de los barcos que naufragan se hunden con ellos. Cuando doña Aurora me
tranquilizó, asegurándome que ni de jovencita había sido viciosa, me acordé de las ratas que
corrían por los pasillos de la bodega del Stanbrook. Mientras estuvimos a bordo, en cuarentena,
no había vuelto a verlas. Tal vez bajaron a tierra antes que nosotros, pero yo no iba a seguir su
ejemplo. Yo iba a hundirme con mi barco.
—Perdóneme, no sé si la he entendido bien, pero me parece... —al comprenderlo, me sentí
mucho mejor—. ¿Lo que pretende usted es tener un hijo mío?
—En efecto —se echó a reír—. ¿Qué le parece?
—Pues...
En ese momento, volví a ser su psiquiatra. Después de darle tantas vueltas al rumbo que
tomaría mi vida, me bastó un segundo para decidir que no iba a marcharme. Me quedaría en
España, en Madrid, en Ciempozuelos, hasta que doña Aurora muriera, hasta que Rafaela Rubio
volviera a acordarse de que tenía una abuela, hasta que Gertrudis reconociera otra vez a su hijo.
Quizás no era la postura más inteligente, pero bastó para llenarme de aire los pulmones, para
despejarme la cabeza, para animarme a encontrar la manera más suave de hablar con mi paciente,
esquivando por igual todos los sinónimos y derivados del término locura.
—Eso no puede ser, doña Aurora. Hace muchos años que usted dejó de ser una mujer fértil.
—¿Eso es lo que cree?
Me dedicó una sonrisa triunfal antes de levantarse de la butaca con una agilidad
sorprendente. A cambio, el pinchazo que la obligó a detenerse de golpe y a sujetarse el vientre con
las dos manos no me sorprendió en absoluto. Sus dolores tenían que ser cada vez más intensos
aunque, ensimismado en mi propia derrota como estaba, ni siquiera se me había ocurrido pararme
a pensar en la mejor manera de aliviarlos. Ella había decidido no darles importancia. En el
instante en que pudo enderezarse, me miró, me sonrió y siguió andando hacia la cómoda.
—Esto es una guarrería, no crea que no lo sé —dijo mientras abría el primer cajón—, pero
como me imaginaba lo que iba usted a decirme, he guardado... Aquí está —volvió a cerrar el
cajón y vino hacia mí con un paño manchado de sangre en la mano—. No puede decir usted que le
da asco, porque es médico. A mí sí que me da un poco, la verdad, pero... ¿Lo ve?
—Lo veo.
—Pues entonces ya puedo tirarlo al cubo de la ropa sucia.
Al darse la vuelta, un nuevo pinchazo la obligó a doblarse sobre sí misma.
—Démelo, doña Aurora, ya lo tiro yo —se lo quité de la mano, lo dejé caer al suelo y la
acompañé a la butaca donde me había recibido—. El cubo está en el baño, ¿no?
—Sí —mientras iba hacia allí, la oí murmurar—. Yo no sé qué me pasa hoy, si a mí la regla
nunca me ha dolido tanto...
Me acerqué a ella, le puse la mano en la frente, me ofrecí a ir a buscar un analgésico y no me
lo consintió.
—Usted no se preocupe por mí, que hace muchos años que no he estado tan bien. Acerque
esa silla, siéntese cerca de mí, ahí delante, que yo le vea... —sólo cuando cumplí sus instrucciones
siguió hablando—. La naturaleza está de nuestra parte, ¿lo comprende? Lamarck tenía razón,
Darwin tenía razón, la función crea el órgano, la supervivencia de la especie depende de sus
individuos mejor adaptados, el futuro de la Humanidad depende de mí, siempre ha sido así, pero
hasta ahora no lo había entendido, me precipité cuando aún no había llegado el momento óptimo,
eso fue lo que pasó, Hildegart fue un error, siempre lo supe, siempre lo dije, pero nadie quiso
hacerme caso, fue culpa mía, yo era joven, inexperta, me equivoqué, eso también lo he dicho
siempre, cometí un error fatal, escogí al padre equivocado, ¿lo entiende?, ¿lo entiende?
Nunca la había visto tan agitada. Tenía la cara coloreada por una especie de furia interior, un
fuego que ardía sin llama, y los ojos dilatados, las manos en constante movimiento. Se dirigía a mí
con una vehemencia agresiva, pero aunque hablaba a una velocidad casi insoportable para mis
oídos, su voz reflejaba con exactitud el tormentoso devenir de un pensamiento que fluía en
oraciones lógicas, ordenadas, perfectamente construidas. A pesar de las apariencias, no era un
discurso improvisado. Recordé sus misteriosos coqueteos del verano anterior, los celos que le
había inspirado María, las señales que yo no había sabido interpretar, y concluí que había
empezado a elaborarlo muchos meses antes, cuando empezó a sentir el dolor que la había
confundido, que la había persuadido de que su voluntad era capaz de imponerse a los mecanismos
de la naturaleza.
—Porque eso es lo que ha pasado —resumió—, que cuando usted llegó comprendí que no
había aparecido por casualidad, que su presencia en mi vida tenía un sentido, aunque no lo entendí
al principio, ya sabe que de entrada creí que era un agente de mis enemigos, luego me acordé de
los rusos, porque como al llegar tenía usted un acento tan raro, pero después...
—Un momento, doña Aurora —y apreté sus manos con las mías—. Tiene que tranquilizarse,
hágame caso porque...
—No, no, no, no, no —subrayó cada negativa con un violento giro de la cabeza—, no me
diga nada, déjeme hablar, ya me contará quién le ha enviado o si ha venido usted solo, por su
propia voluntad, tendremos mucho tiempo para hablar de eso, ahora lo único que importa es que
su presencia bastó para que me sintiera mejor, que fue usted, usted, quien desencadenó el proceso.
No se lo va a creer, pero cuando empecé a mejorar, cuando pude volver a pensar, una tarde me
dije que era una pena que ya no viera bien, ¿sabe? Pensé que, si pudiera coser, fabricaría una
criatura, como aquellas que me mataron, y así me dormí, y esa misma noche empezaron los
dolores, mi cuerpo respondió a mi voluntad, ¿lo entiende?, no mejorándome la vista, como yo
habría esperado, sino devolviéndome algo mucho más valioso, la facultad de concebir y de gestar
un nuevo hijo, eso es lo que ha pasado, que la función crea el órgano, que la supervivencia de las
especies depende de sus individuos mejor adaptados, que la especie humana depende de mí y me
ha dado otra oportunidad, una más, la definitiva. Usted está aquí para eso, ¿se da cuenta?, está
aquí para engendrar en mí al definitivo redentor de la Humanidad, el hombre nuevo sobre el que
se levantará el destino de un mundo mejor, y es tan importante que necesito que me diga que lo
entiende, que va a colaborar conmigo. La Humanidad no le perdonará si se niega y además será
muy fácil, ya lo verá, porque yo no soy viciosa, el placer no me interesa, nunca he tenido placer
con un hombre de cintura para abajo. Para concebir a Hildegart me bastaron tres veces y ahora
tengo la intuición de que una sola será suficiente, pero necesito saber, dígame si puedo contar con
usted, porque...
—Claro que puede contar conmigo, doña Aurora —no calculé las consecuencias que podrían
desarrollar esas palabras porque lo único que me importaba era tranquilizarla, interrumpir a toda
costa aquel delirio—. Siempre, ya lo sabe.
—¡Ay, qué alivio! No sabe usted la alegría que me ha dado.
—Pero —recordé nuestra visita al médico del manicomio y proseguí por un camino que
sabía que le iba a gustar— como usted es especial y esto no le ha sucedido nunca en la Historia a
ninguna mujer antes de ahora, no sabemos cómo se desarrollará el proceso. Como usted dice,
debemos esperar al momento óptimo —me dedicó una sonrisa tan ancha que sus labios se
asemejaron a las fauces de un animal—, ¿está de acuerdo conmigo en eso?
—En todo, Germán —asintió con la cabeza y la misma violencia con la que había negado
antes—, en todo...
—Bueno, pues a mí me parece que lo fundamental ahora es que se sosiegue. La agitación no
es buena para nada, así que lo que va a hacer usted ahora es esperarme aquí un momento. Vuelvo
enseguida.
Salí corriendo de su habitación y fui a buscar a María Castejón.
—¿Qué? —su expresión me persuadió de que había sido tan incapaz como yo de anticipar las
consecuencias de la menstruación imaginaria de doña Aurora.
—Luego te lo explico bien —le prometí—. Ahora lo único que necesitamos es sedarla. Yo
voy a volver con ella para tomarle la tensión, que debe de tenerla por las nubes. Tú ve a buscar el
analgésico más fuerte que encuentres, y si puede ser morfina, mejor.
Al día siguiente, mientras doña Aurora dormía, hablé con María en la hora de la lectura y me
di cuenta de que algo estaba cambiando también en ella. Durante los últimos meses, la hostilidad
de los acontecimientos había fulminado nuestra risueña sociedad del verano anterior. La yema
batida con azúcar que había sostenido una ilusión azucarada, luminosa, en los días más calurosos
del mes de julio, se había deshecho poco a poco mientras la realidad en la que había creído vivir
se escurría entre mis dedos como una montaña de arena. Pero sus ingredientes seguían estando ahí,
a la espera de cualquier tenedor sabio, capaz de reproducir el milagro. En los peores días de
noviembre, en los días más tristes de diciembre, mientras las heladas de enero convertían mi
fracaso en una rutina, María Castejón había estado a mi lado, animándome con palabras o con
gestos, mínimos indicios de complicidad imperceptibles para los demás. Pero yo había apreciado
su calor cada vez que me había puesto una mano en el hombro. Había registrado cada una de sus
sonrisas, la solidaridad que encerraban sus muecas de desaliento. Creía haber interpretado
correctamente todas sus señales, y sin embargo no logré entender la indiferencia que le inspiró el
relato de mi conversación con doña Aurora.
—¿Qué te pasa, María? —le pregunté, cuando terminé sin que me hubiera interrumpido ni
una sola vez—. Estás rara.
—¿Sí? —se esforzó por sonreír—. Bueno, en realidad estoy preocupada, porque tengo
problemas y no sé cómo voy a arreglarlos.
—¿Problemas? ¿En el trabajo?
—Sí y no. O sea... —iba a explicármelo mejor, pero se mordió la lengua a tiempo—. Es una
cosa un poco especial, pero no me preguntes, porque no te lo voy a contar —cuando intenté
desobedecerla, levantó una mano en el aire—. Ya te enterarás, te lo prometo.
—¡Joder, María, te has vuelto tan misteriosa como doña Aurora!
Aquel comentario la hizo reír y le devolvió el ánimo que yo había echado tanto de menos
unos minutos antes.
—Bueno, vamos a lo importante. ¿Vas a acostarte con ella o no?
Nos reímos juntos y seguimos hablando como si sus problemas se hubieran desvanecido ante
la gravedad de los míos. Yo sabía que mi obligación era decirle a doña Aurora la verdad. Que
tenía un cáncer en el útero. Que esa era la única razón de su sangrado. Que los dolores no
cesarían. Que crecerían en frecuencia y en intensidad durante los meses que le quedaban de vida.
Que las hemorragias podrían llegar a interrumpirse de vez en cuando, la muerte no. Eso era lo que
debería decirle, pero no sabía cómo iba a reaccionar y temía que la verdad empeorara su estado,
que volcara sobre su agonía un infierno suplementario, un dolor de más entre los atroces dolores
que la aguardaban. Luego, además, estaba el asunto de la morfina. La tarde anterior había tenido
que ir a la farmacia a firmar una autorización para la ampolla que había conseguido María y había
comprobado que, entre las normas del manicomio, constaba la de no recurrir a la sedación salvo
en casos excepcionales. Doña Aurora aún no era una enferma terminal, y su estado no me
garantizaría un suministro constante de la droga durante el tiempo que sería necesario.
Seguramente no era correcto procurarle a ella, y sólo a ella, una muerte plácida. Seguramente no
se la merecía. Pero más injusto era aún el prejuicio religioso, presuntamente ético, que condenaba
a las internas de Ciempozuelos a morir con dolor.
—Total, que estoy en una encrucijada —resumí para María—. No sé qué hacer.
—Tranquilo —ella miró el reloj, se levantó y me puso una mano en el hombro—. Ya sabes lo
que dicen, mal de muchos, consuelo de tontos pero, por si te sirve de algo, puedes estar seguro de
que lo mío es mucho peor.
El 8 de marzo de 1956 amaneció un día de perros, pero si don Leopoldo Eijo Garay hubiera
podido venir a celebrar la misa de campaña de la fiesta de San Juan de Dios, nos hubiéramos
calado hasta los huesos. Como le había anunciado a Vallejo Nájera que tenía mucho interés en
venir, todo se retrasó dos semanas.
En aquella fiesta atrasada, en el jardín del manicomio de los hombres, identifiqué al fin al
casero de Las Fuentes. Había oído hablar mucho de él, tanto de sus méritos como de su mala
suerte, sin poder asociarlo con una cara. Era un hombre grande, pesado, que aparentaba al menos
diez años más que yo y no debía de tener muy buen carácter, a juzgar por las dos rayitas blancas
que revelaban la huella de su ceño fruncido en un rostro tostado, curtido por el sol y por el aire.
Se llamaba Juan Donato Fernández y cuando llegué al manicomio de los hombres, estaba hablando
con María Castejón, que fue quien me lo presentó.
—Mucho gusto —le tendí la mano y él la apretó con más fuerza de la que esperaba—. Soy el
doctor Velázquez.
—Ya, ya sé... —y se quedó un instante pensando, como si no encontrara nada más que decir
—. Pues parece que por fin llega el buen tiempo.
—Sí, ya era hora —eso fue todo lo que encontré yo, pero María nos rescató al mismo tiempo
de un silencio que prometía hacerse embarazoso.
—¡Mira, ha llegado Eduardo! Qué bien, no sabía que iba a venir...
Yo tampoco lo sabía, pero me alegré mucho de verle. Mientras iba hacia él, volví a escuchar
a mi espalda la voz del casero.
—Pero, María... —y al volverme, vi que intentaba retenerla por el brazo—. ¿Adónde vas?
Tenemos que hablar.
—No, no —ella se soltó y corrió para ponerse a mi altura—. Otro día hablamos, Juan
Donato, yo te busco, tranquilo...
Eduardo vino hacia nosotros, nos abrazó y los tres nos fuimos a una esquina del jardín.
Desde allí, mientras charlábamos de tonterías, la hermana Belén me vio, hizo un gesto para
reclamarme y le pedí un poco de tiempo con la mano abierta. Pero no se movió del sitio ni dejó de
mirarme.
—Verá, Germán —me dijo cuando me reuní con ella—, yo necesito hablar con usted. Es muy
importante, pero este no es el momento, ni el lugar. Tenemos que hablar a solas.
Usted era la que me faltaba, hermana, pensé, abrumado por la cantidad de misterios
femeninos que se habían derramado sobre mí en los últimos tiempos, pero me limité a asentir con
la cabeza.
—Venga a verme al despacho mañana por la mañana, ¿quiere?
—¡Uy! Mañana tengo un día muy complicado. El lunes...
—No, el lunes no —me cortó, dedicándome a cambio una sonrisa tan difícil que no consiguió
compensar su brusquedad—. Venga mañana, por favor. No es un capricho. Necesito verle lo antes
posible y no sé si el lunes seguiré estando aquí.
El 25 de agosto de 1950 me casé con Herta Rebecca Goldstein en el Ayuntamiento de Berna.
Después, su padre me pidió perdón muchas veces. Fue culpa mía... Yo tendría que haberte
contado lo que pasaba, tendría que haberte explicado por qué se marchó de casa, por qué te buscó.
Lo pensaba todos los días, no creas, pero lo habíamos pasado tan mal, ella había sufrido tanto, yo
tenía tantas ganas de que fuerais felices... ¿Y si sale bien?, me decía, ¿por qué no va a salir bien?
Estoy viejo, Germán, soy un viejo tonto, decrépito. Estas cosas nunca salen bien. Yo tendría que
haberlo sabido, porque soy psiquiatra. Tú también lo habrías adivinado, y sin embargo, te casaste
con ella sin saber... Perdóname, porque ha sido culpa mía. Aquel hombre que me había querido
como un padre repetía una y otra vez la misma letanía, pero no llevaba razón. Lo que pasó no
había sido culpa suya, ni siquiera de Rebecca. Fue la vida, una desafortunada consecuencia de que
mi mujer y yo estuviéramos vivos o, si acaso, el último coletazo de la muerte de Willi Goldstein.
Las mujeres siempre habían sido un problema para mí, pero los hombres eran pan comido
para la encantadora señorita que se presentó en mi casa un domingo de verano de 1949. Había
apostado consigo misma a que la invitaría a comer, y esa fue la última decisión que tuve que tomar
hasta que me sugirió que lo mejor era que le pidiera que se casara conmigo. Cuando lo hice, había
cumplido treinta años sin acumular la experiencia necesaria para comparar a mi flamante esposa
con las novias que, aparte de su hermana Else, no había llegado a tener. Había salido con muchas
chicas, me había acostado con bastantes, pero nunca había aprendido a gestionar mi deseo.
Cuando no me precipitaba, para equivocarme antes de empezar, tampoco lograba prolongarlo en
el tiempo. Mis enamoramientos parecían abocados a cultivar un jardín de plantas mal regadas, de
esas que se marchitan cuando aún no han terminado de florecer. Quizás no había encontrado a
ninguna mujer que cumpliera todos los requisitos de una lista que ni yo mismo conocía demasiado
bien. Quizás, después de tantos años de vida en casas ajenas, apreciaba demasiado mi
independencia. Quizás, sencillamente, era así de torpe. Rebecca no curó mi torpeza, no le hizo
falta. Era tan habilidosa, tan adorable cuando quería, que le bastó con implantarse en mi vida. A
partir de aquel momento, se limitó a explicarme lo que ella había decidido que yo iba a hacer, el
hombre que me convenía empezar a ser. Durante un año y medio me limité a seguir sus
instrucciones y no me arrepentí.
Estoy buscando trabajo lejos de casa, declaró mientras caminábamos hasta un restaurante que
le había recomendado su amiga Sandrine. Yo no tengo tanta paciencia como papá, y tampoco estoy
casada con mi madre, así que no tengo por qué aguantar lo que aguanta él... Diez años antes,
cuando llegué a Neuchâtel, aquella mujer de piel luminosa y curvas perfectas que llamaba la
atención en las calles de Berna, era casi una niña. Tenía catorce años, la cara llena de granos, una
silueta accidentada por la colección de bultos de grasa que se repartían aleatoriamente por su
cuerpo, un humor impredecible y un olor corporal muy intenso, poco agradable. El exilio de su
familia la había privado en buena parte de los mimos que suelen concentrarse en los hijos
menores. Cada dos por tres reivindicaba ese privilegio con caprichos, berrinches que sólo
conseguían crispar los nervios de su madre y sacar a Else de sus casillas. Pero aunque casi nunca
lograba que su arbitraria voluntad se cumpliera, Rebecca gritaba más fuerte que su hermana.
Después de cada bronca, Else se marchaba de casa dando un portazo para que las dos salieran
derrotadas por igual de la pelea. Cuando estaba en casa, yo iba tras ella para escuchar siempre la
misma canción.
No puedo más, no soporto a esta niña, de verdad... Parece mentira que no se dé cuenta de
cómo estamos, en un país extranjero, sin noticias de Willi, y ahora, por si nos faltaba algo, con
Alemania en guerra. Pero ella nada, ya lo ves, ella siempre a lo suyo, que si necesito comprarme
un vestido como el de mi amiga Nicole, que si con estos zapatos tan viejos no pienso salir a la
calle, que si no me voy a comer el estofado porque estas coles me dan arcadas... No sé qué se
habrá creído. Es muy pequeña, Else. Yo intentaba apaciguarla hasta que descubrí que aquel
comentario la enfurecía todavía más. ¡Eso, tú ponte de su parte! No sé por qué tienes que
defenderla siempre... Pero yo no pretendía defenderla. Yo sabía, simplemente, que todas las
adolescentes son igual de insoportables, porque mi hermana tenía la misma edad que la suya
cuando me marché de Madrid. Y era idéntica, le contaba, los mismos llantos, los mismos gritos,
los mismos caprichos en medio de una guerra. Pero seguro que se bañaba más, replicaba ella.
Pues no sé qué decirte, yo procuraba llevarle la contraria con suavidad, poco más o menos, no
creas... Nunca supe si Else le habló alguna vez a Rebecca de Rita, pero cuando llevaba un par de
años viviendo en su casa, la menor de las Goldstein empezó a fijarse en mí. Hasta entonces me
había tratado como si fuera un mueble, pero poco antes de que me marchara a estudiar a Lausana
empezó a distinguirme como objeto predilecto de sus bromas, hasta de sus gamberradas. Después,
cuando me convertí oficialmente en el novio de Else, se mantuvo a una distancia cautelosa, amable
pero fría. Te has equivocado de hermana, Germán, me dijo una vez Lili entre risas, aquella risa
suya aguda, cantarina, su risa de antes. No era más que una broma, pero mucho después, cuando
ella ya no era ella, y Else ya no era Else, la recordé muchas veces.
Rebecca no sólo acabó resultando la más guapa de las hermanas Goldstein. Desde pequeña
era, además, la más divertida, aunque sólo sabía usar su ingenio como arma ofensiva. A cambio,
era también la peor estudiante de la familia. Las noticias sobre la muerte de Willi, la conversión
de su madre, la soledad de su padre, interrumpieron sus estudios de Magisterio. Ya había repetido
algún curso de bachillerato y, cuando volvió a la universidad, creí que no lograría licenciarse,
pero me equivoqué. Mientras comíamos juntos en el restaurante favorito de su amiga, bastante
peor que el que yo habría escogido entre los tres que más me gustaban, ya sabía que había
conseguido el título de maestra de primaria en junio de 1948. El curso pasado estuve haciendo
prácticas en una escuela de Neuchâtel, me contó, pero no puedo seguir viviendo en esa casa, de
verdad. ¿Qué te voy a contar de mi madre? Ya sabes cómo está, y Else me hace la vida imposible.
Se ha convertido en una santita, ¿sabes? Está todo el día persiguiéndome por la casa. Me dice que
no hace falta que vaya a la sinagoga pero que tengo que asumir mi identidad, me habla en yiddish,
se echa a llorar si enciendo la luz un sábado, si me pongo un vestido escotado para salir a la calle,
si canto, si me río, está todo el día llorando o rezando, y me dice que es por mí, que la estoy
matando a disgustos... ¡Me lo dice Else, Else, ni siquiera mi madre! Total, que nunca nos hemos
llevado bien, pero ahora no puedo soportarla. Y Sandrine, mi amiga del colegio, ¿te acuerdas de
ella? Asentí con la cabeza porque me acordaba, los mismos granos, los mismos bultos de grasa,
los mismos incomprensibles ataques de furia. Bueno, pues ahora vive aquí, en Berna. Se casó hace
tres años con un relojero... Yo lo llamo así aunque en realidad es el dueño de una fábrica
pequeñita que hace relojes malos, para exportar, que se parecen a los más caros, y se está
forrando, no creas. Parece que los americanos se los quitan de las manos. Total, que ella me dijo
que me viniera a vivir aquí, que podía quedarme en su casa mientras busco trabajo y echarle una
mano con los niños, porque ya tiene un bebé y está a punto de dar a luz, pero he tenido suerte,
¿sabes? He encontrado una sustitución en un colegio de las afueras, cerca de la clínica donde tú
trabajas. Es un internado femenino muy caro, un colegio para niñas ricas de medio mundo, aunque
tampoco es que paguen al personal demasiado bien. Pero, bueno, de momento voy a instalarme en
casa de Sandrine y a ver qué tal. Me han ofrecido sólo media jornada, aunque con un poco más de
suerte...
Todas las tardes, un hombre joven, de aspecto triste, con la piel muy blanca y el pelo rubio
cortado a cepillo, se apostaba en la puerta del colegio. No aparentaba la edad suficiente para ser
el padre de Thomas Meier, el niño de nueve años al que venía a recoger después de clase.
Rebecca se fijó en él por eso y porque siempre estaba solo, lejos de los corrillos donde las
madres charlaban para hacer tiempo hasta que sonaba el timbre. En aquella escuela, como en
todas las de Neuchâtel, la lengua materna de la mayoría de los alumnos era el francés. Thomas lo
hablaba muy bien, pero no tanto como el alemán de Alemania, el mismo idioma en el que Rebecca
había empezado a hablar, una lengua distinta del suizo que los niños francófonos aprendían en el
colegio. La joven maestra en prácticas charlaba con Thomas en la lengua materna de ambos,
aunque el resto de sus compañeros no les entendieran siempre, no del todo. Así, lo que al
principio parecía una travesura, acabó fabricando un vínculo especial entre ellos. Thomas
buscaba a Rebecca en el recreo, la llamaba cuando se caía y se hacía daño, la esperaba para salir
con ella de la escuela. El día que le presentó a su tío Kurt, Rebecca ya sabía que la familia de
Thomas era de Hamburgo, aunque vivían en Suiza desde antes de la guerra, porque su padre había
encontrado un buen trabajo en Zúrich en los peores años de la crisis económica. El niño le contó
que la empresa le había trasladado a Neuchâtel unos años antes y otras muchas cosas. Que su
madre estaba desesperada porque el francés no le entraba en la cabeza, que Thomas y sus dos
hermanas le enseñaban una palabra nueva cada día, que el hombre que venía a buscarlo era el
hermano pequeño de su padre, que había llegado a Suiza hacía sólo unos meses, que había
encontrado trabajo como recepcionista en un hotel, que trabajaba de noche y dormía allí por la
mañana, que comía todos los días en casa de su hermano y luego iba a buscar a Thomas a la
escuela, mientras su cuñada recogía a sus dos hijas en un colegio distinto, femenino. Todo eso,
mucho y nada, sabía Rebecca Goldstein de Kurt Meier el día que su sobrino Thomas la arrastró de
la mano para presentárselo. Enseguida aprendería algo más. Cuando él la miró, experimentó un
extraño temblor, que sacudió el interior de su cuerpo sin manifestarse en el exterior. Cuando
estrechó su mano, sonrió sin querer, por la autónoma voluntad de sus labios. Cuando Kurt le
devolvió la sonrisa, mucho gusto, dijo, sintió que se estaba quedando sin suelo debajo de los pies.
Durante mis últimos años en Neuchâtel, mientras trabajaba a las órdenes del profesor
Goldstein en la Maison de Santé de Préfargier, había tenido muy poco trato directo con su hija
menor. No había vuelto, ni siquiera de visita, a la casa de la familia, un santuario de recogimiento
y oración donde sólo los amigos de Leah y Ava eran bienvenidos. Veía a Rebecca los domingos,
cuando la mayor parte de los Goldstein se reunía para comer en La Maison du Lac pero, aunque
nos besábamos con alegría al llegar y al despedirnos, casi nunca buscábamos la ocasión de hablar
los dos solos, más allá de las conversaciones de la mesa. Mi relación con Karl-Heinz y Anna, que
habían dejado de ser anfitriones para convertirse en amigos durante mis años universitarios en
Lausana, me impulsaba a sentarme a su lado, y sus hijos reclamaban constantemente mi atención.
Sin embargo, aunque no hablaba mucho con ella, todos los días oía hablar de Rebecca Goldstein,
que sin haber dejado de ser el principal sostén de su padre, se había ganado un lugar entre sus
preocupaciones. Se comporta como la persona más adulta de la casa y no sé si eso está bien,
aunque le agradezco todo lo que hace. Se encarga de ir a la compra, de darle instrucciones a la
asistenta, de pagar los recibos, de revisar el correo, y está siempre pendiente de Lili y de mí.
Trata a su madre como si fuera una niña pequeña, confusa e inexperta, pero siempre con cariño,
con menos naturalidad, pero yo diría que hasta con más respeto que antes. Sin embargo, con su
hermana Else... Se llevan tan mal que, cuando coinciden, es imposible cenar en paz. Las dos son
igual de incapaces de comprenderse mutuamente, igual de inflexibles, de radicales. A veces las
miro y me parecen dos boxeadores que esperan, cada uno en su esquina, a que suene la campana
para pegarse otra vez. Yo intento mediar entre las dos sin ningún éxito, y Lili lo único que hace es
llorar, así que... En septiembre de 1949, cuando volví a ver a Samuel y le conté mi encuentro con
Rebecca, le di la enhorabuena. Mientras las cosas se estabilizan, le dije, es mejor que las dos
hermanas vivan separadas, ¿no? Así, por lo menos, se rebajará la tensión en tu casa. Sí, bueno, me
dijo con poco entusiasmo, aunque no sé yo... ¿Qué es lo que no sabes?, pregunté por preguntar, sin
sospechar que sus motivos tendrían alguna vez tanto que ver conmigo. Nada, nada, me respondió,
supongo que tienes razón, que es mejor que se haya marchado de Neuchâtel.
La primera vez que besó a Kurt Meier, Rebecca Goldstein sucumbió a dos sensaciones
contradictorias e igual de intensas. Sintió que había acertado, que había encontrado al hombre que
llevaba esperando toda su vida. No podía dudar de eso porque sus labios, su piel, las yemas de
sus dedos temblando de placer al rodear aquella nuca, no eran autónomos, ni tenían el poder
suficiente para engañarla. Su cabeza, sin embargo, se resistió al hechizo. Mientras el resto de su
cuerpo se entregaba con una alegría salvaje, profunda, casi solemne, a la intensidad de aquel beso,
su cabeza presentía que estaba cometiendo un error, y no acertó menos que su piel. Ambas tenían
razón. Cuando lo descubrió, todo había pasado muy deprisa y nada tenía ya remedio. Yo soy judía,
lo sabes, ¿verdad? Era la tercera vez que se acostaban juntos en una habitación pequeña y
deslucida de un hotel de lujo, el alojamiento reservado al personal en la última planta del edificio.
Antes, Rebecca apenas había podido hablar de nada distinto de lo que acababa de pasar. La
primera vez fue la emoción. La segunda, el placer. Pero aquella tarde, mientras se daba cuenta de
que estaba aprendiendo a gobernar esas dos riendas a la vez, comprendió con exactitud lo que
había hecho. Estaba en la cama con un hombre alemán de veintiocho años en enero de 1949.
Cuatro años antes, cuando terminó la guerra, él vivía en Hamburgo todavía. Era seguramente
demasiado joven para haber ido al frente desde el principio, pero después... Antes de despegar
los labios, la hermana menor de Willi Goldstein experimentó una suerte de tristeza anticipada y la
tentación de no hablar, de no saber, de seguir avanzando a ciegas por el mismo camino que la
había llevado hasta allí, el mejor lugar donde había estado en toda su vida. Se atrevió a pensar
que el destino había decidido por ella al disponer un cielo extrañamente azul en una templada
mañana de noviembre. Aquel día, ella había abierto la puerta para irse a trabajar con un paraguas
en la mano sólo para devolverlo al paragüero un instante después. Hoy no va a llover, se dijo, y
sin embargo, a la hora de comer el cielo se pobló de nubes blancas, luego grises, por fin negras.
Cuando el timbre marcó el final de las clases, estaba diluviando y Kurt Meier le ofreció su
paraguas al verla salir sin ninguno en las manos. Téngalo usted, a mí no me importa mojarme, le
aseguró, estoy acostumbrado. Ella pensó que aquel hombre debía de haber hecho la guerra, porque
no tenía manos de campesino, y no se le ocurrían otros oficios para acostumbrarse a la lluvia que
el campo y el ejército. Entonces lo pensó, pero lo olvidó enseguida porque la casa de los Meier
estaba cerca, porque Kurt le dijo que iba a acompañar a Thomas y después, si le apetecía, podrían
tomar un café, porque ella accedió con una sola condición. Invito yo, ¿de acuerdo? Es lo menos
que puedo hacer, después de que se haya puesto usted como una sopa por mi culpa... Al día
siguiente, él se propuso devolverle la invitación y aquel café vespertino se convirtió en una rutina
que no duró mucho. La primera vez que Kurt la llevó a su habitación por la puerta de servicio del
hotel, no había pasado ni un mes desde que le cedió el paraguas. Todo había sido maravilloso.
Todo fue maravilloso hasta que ella le preguntó si había hecho la guerra. Sí, él contestó sin dejar
de acariciarla y no apartó los ojos de los suyos. Me alisté voluntario con veinte años, en el 41.
Ella no dejó de abrazarle cuando le respondió que era judía. Ya lo sé, Kurt sonrió, ¿qué otra cosa
ibas a ser con ese apellido? Luego se puso serio y ella dio un paso adelante. ¿Y no te importa?
No, pero entendería que a ti sí te importara.
Unos días después de presentarse en mi casa, Rebecca me llamó por teléfono para contarme
que ya estaba instalada en Berna. Yo me había ofrecido a ayudarla y ella se había echado a reír. Si
no voy a traerme nada, me dijo, dos maletas, ¿qué te crees?, soy pobre como las ratas... Cuando le
pregunté si ya las había deshecho, me respondió que sí pero que no me llamaba por eso. Sandrine
va a dar una cena el sábado por la noche. Si no tienes otros planes, me encantaría que vinieras y
así la conoces, bueno, la reconoces, precisó, aunque con lo inmensa que se ha puesto no te va a
resultar fácil, te lo advierto. Mientras la escuchaba reír de nuevo, decidí que no iba a contarle que
tenía otros planes, porque la cena mensual de las enfermeras de la Waldau, que me invitaban por
pura formalidad, me aburría bastante. A ellas no les importará que me excuse, pensé, mientras le
preguntaba directamente a Rebecca la dirección de su amiga. Aquella noche, como si se hubiera
coordinado con ella, Samuel también me llamó. Quería avisarme de que el domingo siguiente no
podría venir a Berna, como tenía previsto. Le respondí que era una pena, porque el sábado iba a
cenar con su hija y había pensado que podríamos comer los tres juntos al día siguiente. Se alegró
mucho de que Rebecca hubiera entrado en contacto conmigo, pero yo no conocía los motivos de su
alegría cuando llegué a casa de Sandrine con unos minutos de retraso. Aunque a mí mismo me
pareciera mentira, después de tantos años seguía siendo demasiado español, y olvidaba con
frecuencia las rígidas normas de cortesía de los suizos. Encontré una floristería abierta de milagro
y me presenté con un ramo de rosas amarillas en una casa donde no esperaban a nadie más para
cenar. Como seguía siendo demasiado español, cuando Rebecca me invitó había imaginado una
reunión más multitudinaria, casi una fiesta, pero me encontré con una mesa dispuesta para cuatro,
como una cena de parejas. En realidad, era una cena de parejas, y aunque nadie me lo había
advertido, no me pareció mal. Quizás porque, de entrada, me dio la oportunidad de saludar a una
embarazada gordísima y rubicunda, como si reconociera en ella a la espigada adolescente que
solía venir a buscar a Rebecca a su casa de Neuchâtel vestida de tenista. Su marido no era mucho
más esbelto. Parecía uno de esos gordos bonachones con bigotes que solían levantar una jarra en
los anuncios de cerveza, pero era simpático y me cayó bien desde el primer momento. También
desde el primer momento tuve la sensación de que aquella cena era una especie de exhibición, y
yo el objeto presentado a examen. Rebecca quería que sus anfitriones me conocieran, pero no
exactamente como al viejo amigo de su familia que era todavía. Mientras se colgaba de mi brazo
para ir hacia la mesa, y se ocupaba de que mi copa estuviera siempre llena, y levantaba mi plato
para que Sandrine me sirviera, se comportaba como si fuera mi novia y el desajuste no duró
mucho tiempo. Hasta un hombre más inexperto que yo habría descubierto que aquella mujer joven,
atractiva, enfundada en un vestido rojo que armonizaba admirablemente con la melena negra que
llevaba recogida alrededor de la cara, quería cazarme. Yo me dejé porque, en ese aspecto, no sólo
no tenía otros planes. La verdad era que nunca había tenido un plan mejor.
En 1949, Rebecca Goldstein descubrió que la vida podía ser a la vez infinitamente dulce y
amarga hasta la devastación. Durante algún tiempo, creyó que podría cabalgarla sin renunciar a
nada. Más tarde, intentó fragmentarla en dos cámaras herméticas, aisladas entre sí. Todas las
tardes, al salir de la escuela, caminaba despacio hacia el hotel mientras Kurt acompañaba a
Thomas a su casa. Él llegaba corriendo, y casi siempre la alcanzaba antes de que torciera por la
estrecha bocacalle en la que se abría la entrada de servicio. Después, los dos eran tan felices
como pudieran serlo dos seres recién hechos, sin memoria, sin conciencia, sin más armas que la
avidez de una piel que nunca se saciaba. Rebecca alcanzaba tal plenitud que, cuando se separaba
de él, creía flotar en el aire, avanzar en una ingravidez imposible, placentera, un palmo por
encima de las aceras que conducían a su casa. Pero todas las noches, al sentarse a la mesa para
cenar, caía bruscamente en el mundo real, un mundo despiadado donde se estrellaba contra la roca
que era su madre enlutada, sorbiendo la sopa en silencio sin levantar la vista del plato, y aquel
golpe le hacía daño. Por fortuna, ya no compartía dormitorio con Else. Cuando se enteró de que
Willi estaba muerto, se instaló en su cuarto, un templo de la ausencia donde los muebles, los
cuadros, los objetos, palpitaban al mismo ritmo que su desesperación. Rebecca Goldstein se
desesperaba noche tras noche, porque sabía que tenía que separarse de Kurt Meier, que tenía que
abandonarlo para poder seguir siendo ella misma, para lograr vivir en paz consigo misma, para
vivir en paz. Esa idea le partía el corazón, pero no había otra salida, ninguna solución, y lo sabía.
Así, adormecida por el dolor, se dormía, pero a la mañana siguiente, cuando levantaba la persiana
para comprobar que había amanecido un día más, la luz vencía a la oscuridad y le llenaba la
cabeza de extrañas ideas. No puede ser la primera vez que pasa algo así en el mundo, se decía, es
imposible que sea la primera vez, y alguna ha tenido que salir bien... A partir de ahí, su
imaginación se desbocaba. Podría hablar con él, se decía, explicarle la situación, convencerle de
que se haga pasar por un suizo de lengua alemana, eso no es muy difícil, a lo mejor les extraña su
acento, pero podemos decir que es de Turgovia, que siempre ha vivido al lado de la frontera con
Alemania, o si no... Cuando llegaba a ese punto, convertir a Kurt en un impostor le parecía tan
complicado que encontraba una solución más fácil. Podemos fugarnos, simplemente, irnos juntos a
Hamburgo, donde no me conoce nadie. Puedo quedarme embarazada, o decir que lo estoy, y mis
padres tendrán que comprenderlo, ya soy mayor de edad, soy adulta, tengo derecho a decidir sobre
mi vida... Mientras desayunaba, abandonar a Kurt le parecía un disparate, un sacrificio
innecesario, una estupidez, y cuando se iba a trabajar, lo único que le importaba era el sonido del
timbre que, al cabo de la jornada, marcaría la hora de la salida. Así pasó el invierno, empezó la
primavera, terminaron las clases. Así, una mañana de junio los dos se subieron a un tren para
pasar una semana juntos en una casita alquilada en un bosque lejano, al borde de un lago. Y así, al
volver a Neuchâtel, borracha de felicidad, Rebecca Goldstein decidió que iba a contarle la
verdad a su padre.
¿Tú no te acuerdas de que un día, mientras me peleaba con Else, le dije que era yo la que iba
a casarse contigo? Aquella tarde de primavera de 1950 todo parecía tan perfecto que ni siquiera
eché de menos el sol de mayo en Madrid. Desde hacía casi tres meses, Rebecca vivía
prácticamente en mi casa, aunque seguía teniendo ropa en la de Sandrine. Habíamos empezado a
salir juntos a mediados de octubre y ella marcó un ritmo lento hasta Navidad, pese a que me
confesó sus intenciones con una franqueza asombrosa desde el principio. Siempre me has gustado,
Germán, eso lo sabes, ¿no? No fui capaz de responder a esa pregunta, y ella interpretó que mi
silencio no era fruto de la ignorancia, sino una elegante forma de aquiescencia. Me gustas desde
que era pequeña, pero no quiero equivocarme. Necesito estar segura de que esto no es una
prolongación de mis fantasías de adolescente. A lo mejor sólo me gustabas porque eras el único
chico que estaba a mano. O por fastidiar a mi hermana, que tampoco lo descarto, no creas...
Cuando decía esas cosas se reía como una niña gamberra, y era imposible resistirse a su risa. Al
principio, Else siempre estuvo presente entre nosotros, pero su figura fue palideciendo,
deshilachándose poco a poco como el sudario del fantasma en el que se había convertido, hasta
desaparecer casi por completo. Ni siquiera entonces me hice muchas ilusiones con Rebecca.
Estaba acostumbrado a caerles bien a las mujeres, e incluso a gustar a algunas en un primer
momento. El problema llegaba después, cuando todo se desinflaba antes de tiempo como un globo
pinchado por una aguja que era yo mismo. Las dos únicas excepciones a esa regla se apellidaban
Goldstein. Else me había abandonado por Yahvé. La primera vez que me acosté con Rebecca, tuve
la sensación de que, si ella también me abandonaba, mi rival sería humano, porque era demasiado
sensual, demasiado carnal, como para adorar a otra clase de dioses. Pero me acostumbré muy
deprisa a su pasión porque era buena para mí, y ella no me ocultó los orígenes de su experiencia.
El año pasado tuve un amante en Neuchâtel, ¿sabes? No era exactamente un novio porque lo
llevábamos en secreto. Hacíamos pocas cosas juntos aparte de acostarnos, y sin embargo, llegué a
pensar que nuestra relación podría tener futuro, pero me equivoqué. Aquello salió mal, no como lo
nuestro. Su conclusión me impresionó tanto que renuncié a hacerle más preguntas sobre aquel
hombre. Unas semanas después, reconocí que me acordaba de haberle escuchado decir que iba a
casarse conmigo. Nunca lo había olvidado porque, justo después de aquella pelea, su madre me
dijo que me había equivocado de hermana. Al enterarse, se echó a reír. Pues ya sabes lo que tienes
que hacer, añadió, no sé a qué estás esperando. Le pregunté si quería casarse conmigo. Me
respondió que sí.
Samuel Goldstein escuchó a su hija en silencio, en su despacho de Préfargier. Estaba sentado
en su sillón, tras el escritorio que en algún momento ocultó sus manos, apoyadas en la mesa al
principio, caídas o abandonadas sobre las piernas después. Rebecca, que volvería a vivir esa
escena innumerables veces, nunca podría recordar en qué momento cambiaron de posición, pero
apreció otros indicios de que aquel hombre inmóvil, tan impasible como una efigie de sí mismo,
estaba comprendiendo cada palabra que oía. El primero fue el color que huyó paulatinamente de
su rostro, una palidez que se asemejó al principio a la blancura de un lienzo para enriquecerse
después con matices grisáceos, amarillentos, más propios de la piel de un cadáver. El segundo fue
el llanto. Rebecca no había vuelto a ver llorar a su padre desde aquella tarde en la que alquilaron
juntos una canoa para que ella remara hasta el centro del lago de Neuchâtel. En 1945, ante la
irremediable certeza de la muerte de su único hijo varón, el llanto de Samuel había sido caliente,
torrencial, abrupto como un cántaro que se derrama y se vacía de una vez. Cuatro años después,
las lágrimas caían de sus ojos muy despacio, casi con esfuerzo, pero sin pausa. Rebecca Goldstein
no pudo afrontar el llanto de su padre. Aceleró el final del discurso que había preparado, es el
hombre de mi vida, sólo fue un soldado más, no cometió ningún crimen, yo no he querido que
pasara esto, he intentado dejarlo pero no puedo, si os oponéis, arruinaréis para siempre mi
felicidad, e imploró una respuesta de su padre, dime algo, papá, por favor, dime algo... Samuel
Goldstein cerró los ojos, se limpió la cara, se estiró en la butaca y volvió a mirarla. Yo no puedo
ayudarte, hija mía. Puedo comprender lo que te pasa, puedo no culparte, y no te culpo, pero
cuando has empezado a hablar, he sentido que me estabas clavando un puñal en el corazón. No
puedes pedirme que lo empuje con mi propia mano hasta que se parta en dos. A partir de ese
momento, la voz de su padre se confundió en los oídos de Rebecca con el sonido de sus propios
sollozos. Willi también era hijo mío. Yo también me duelo de su muerte y nunca me perdonaré por
no haber sido capaz de evitarla. No puedo evitar que tú te entregues a un soldado del ejército que
exterminó a tu hermano, a millones de inocentes como él, pero no me pidas ayuda porque no puedo
dártela. Yo te querré siempre, Rebecca. No te maldeciré, como tal vez hará tu madre, no renegaré
de ti, no borraré tu nombre... Antes de que Samuel Goldstein terminara aquella frase, su hija se
levantó, fue hacia él, se arrodilló a sus pies. Perdóname, papá, perdóname... Aquella misma tarde,
escribió una nota para Kurt Meier. Le dijo que le quería, que no podía volver a verle, que le
quería, que la olvidara, que le quería. La mandó por correo al hotel donde trabajaba y empezó a
pensar en qué iba a hacer con su vida. Lo primero, marcharse de Neuchâtel, y después... Mientras
repasaba mentalmente el mapa de Suiza, se dio cuenta de que su amiga Sandrine y Germán
Velázquez vivían en la misma ciudad, y se dijo que esa coincidencia debía de ser una señal del
destino.
Mi familia no pudo venir a la boda. Daría lo que fuera por estar contigo ese día, hijo mío,
pero es imposible... Mi madre le pasó el teléfono a mi hermana Rita y ella me lo explicó con más
ánimo. No es por el dinero, así que ni se te ocurra gastarte un céntimo en ningún billete. A ti a lo
mejor te parece raro, pero la verdad es que no nos dejan salir de España, ni siquiera tres días, ni
siquiera para ir a tu boda, no podemos. Mamá es la viuda de un rojo que se suicidó en la cárcel y
yo, aparte de ser su hija, estoy fichada, así que... Nunca nos van a dar un pasaporte. No lo
conseguiríamos ni aunque le pidiéramos a la tía María Luisa que intercediera por nosotras, que a
esa no le pediríamos nunca el favor, pero, vamos, que daría lo mismo. Nos encantaría ir, ya lo
sabes, pero no hay nada que hacer... Me impresionó tanto que mi hermana pequeña estuviera
fichada, que dejé de insistir. Leah tampoco vino a la boda. Aquella mañana nos llamó por teléfono
justo después de que termináramos de hablar con mi madre y, como ella, nos deseó felicidad,
aunque no bendijo a su hija. Tampoco le pasó el teléfono a Else, que se quedó con ella en casa,
rezando porque Rebecca hubiera decidido casarse con un gentil ateo para vivir al margen de la ley
de Dios. Samuel Goldstein no quiso contarle a ninguna de las dos que había estado a punto de
consumarse una alternativa mucho peor. Yo tampoco lo sabía cuando me casé con Herta Rebecca
Goldstein en una ceremonia civil muy sencilla. Después, fuimos a comer con nuestros invitados,
Samuel Goldstein, los Schumann con sus hijos, Sandrine, su marido, y mi jefe de la Waldau, que
vino con su novio, al que presentó como a un amigo. Todos sonreímos mucho, pero a pesar del
entusiasmo que intentó derrochar mi suegro, fue una boda templada, casi triste. A los novios nos
faltaba mucha, demasiada gente. Aquella tarde, al volver a casa, mi mujer se encerró en el baño y
estuvo allí más de una hora. Pensé que era normal, que ella también echaba de menos a su familia,
y no le di importancia. Creí haber acertado, porque esa escena no se repitió.
Los primeros tiempos de mi matrimonio fueron plácidos, felices de una manera serena, sin
sobresaltos. Rebecca y yo nos llevábamos muy bien, no discutíamos casi nunca. Ella sólo me puso
dos condiciones. No quería volver a Neuchâtel, ni siquiera de visita, ni tener hijos demasiado
pronto. Yo no tuve ningún inconveniente en aceptar, y por lo demás, nuestros gustos resultaron
bastante compatibles. Íbamos al cine casi todas las noches, viajábamos a Lausana con frecuencia
para ver a su hermana, recibíamos a su padre más o menos cada quince días. Yo me daba cuenta
de que nuestra vida no se parecía demasiado a la resplandeciente existencia de los recién casados
cuya pasión solía poner el punto final a las novelas con final feliz. Nuestro amor no brillaba como
la luna llena, ni explotaba como un castillo de fuegos artificiales de todos los colores, ni
convocaba la ansiedad, la zozobra de los celos. Era un amor tranquilo, que no dolía, ni secaba la
boca, ni levantaba nuestros pies del suelo, una suma de emociones pequeñas, serenas hasta en la
cama, a pesar de que funcionábamos muy bien. Así, yo fui feliz con Rebecca durante cierto
tiempo, y estoy seguro de que ella fue, de la misma manera, feliz conmigo.
No le pedía más a la vida cuando, a mediados de febrero de 1952, Samuel me llamó al
trabajo para contarme que Lili había tenido un infarto del que no estaba seguro de que pudiera
recuperarse. Fui enseguida a buscar a Rebecca al trabajo y la encontré tan angustiada como
imaginaba. Aquella misma mañana la llevé en coche a Neuchâtel y pasé con ella un par de días en
la casa de sus padres mientras Leah luchaba contra la muerte. Pero uno de los dos tenía que volver
a Berna a trabajar, y lo hice yo.
Rebecca se quedó en Neuchâtel tres días, luego una semana, después otra. Cuando volvió a
casa, su madre estaba completamente recuperada y ella era una mujer distinta.
Después de que doña Aurora me pidiera que la dejara embarazada, jamás se me habría ocurrido
pensar que otro embarazo pudiera llegar a afectarme más.
Al abrir la puerta de su despacho, la hermana Belén, el ceño fruncido bajo el travesaño de
las gafas, miró primero a la izquierda, luego a la derecha, y sólo después de comprobar que no
había nadie en el pasillo, me dejó pasar. Nunca había sido tan cautelosa, pero no tuve tiempo para
pensar en sus motivos. Ella misma me los sugirió antes incluso de ofrecerme asiento.
—No me voy por mi propia voluntad, Germán.
Entonces sí me pidió que me sentara, me preguntó si quería un café, me advirtió que a lo
mejor se había enfriado demasiado y le aseguré que no me importaba.
—La superiora de mi orden ha decidido trasladarme —hizo una pausa antes de añadir un
chorrito de leche con los ojos clavados en el fondo de la taza—. A mí me gustaría quedarme,
porque creo que sería más útil aquí que en un asilo de ancianos, pero... —volvió a callar mientras
echaba en el café una cucharada de azúcar y la removía con tanto celo como si no tuviera nada
más importante que hacer—. No me queda otra que obedecer. Nosotras... —comprobó la
temperatura de la taza con los dedos antes de ponerla en el plato—. ¿De verdad no quiere que se
lo caliente?
—No, está muy bien así —a aquellas alturas, ya me había dado cuenta de que pasaba algo
grave, pero aún no imaginaba qué podría serlo tanto—. Muchas gracias.
—Pues, como le decía... —me dio la taza, volvió a su asiento, se resignó a mirarme—.
Nosotras estamos sujetas a una disciplina tan estricta como la del ejército, y cuando pasa algo
grave, lo primero que suelen hacer es trasladar a la superiora de la comunidad, así que...
En ese momento, se me quedó mirando y leyó en mi cara que no tenía ni idea de lo que estaba
diciendo.
—No me diga que no lo sabe —cuando apenas se había destensado, su ceño volvió a
fruncirse—. ¿No se lo ha contado nadie?
—¿Qué?
El café estaba helado y Rafaelita Rubio, embarazada de unos tres meses. De una noticia tan
simple se podían extraer diversas conclusiones, todas pésimas. El embarazo no podía ser sino
fruto de una violación. El violador había escogido con mucho cuidado el momento más favorable
para sus intenciones. Un mes y medio después de que hubiéramos interrumpido el tratamiento con
clorpromazina de un día para otro, Rafaelita volvía a tener la cabeza llena de ruido. Estaba
deprimida, apática, había dejado de hablar, de relacionarse con los demás. No estaba en
condiciones de pedir ayuda, mucho menos de defenderse por sí sola. En el desajuste producido
por la inesperada suspensión del programa, no había vuelto aún al área de agitadas donde siempre
había gozado de una protección especial. La violación debía de haberse producido en la segunda
mitad de diciembre, y el traslado que devolvió a cada una de mis pacientes a su alojamiento
original se retrasó hasta que pasaron las fiestas. El culpable se había asegurado de que su víctima
no pudiera denunciarle. Tal vez, en el estado en el que se encontraba cuando sucedió, ni siquiera
llegó a identificarlo. Si lo hizo, no iba a contarlo porque había dejado de hablar.
No era la primera vez que violaban a una interna en un hospital para enfermos mentales, y no
sería la última. Yo estaba familiarizado con esta clase de agresiones, había tenido que afrontar
episodios semejantes, provocados o padecidos por pacientes que estaban a mi cargo.
Objetivamente, no existían razones para sustentar una reacción más violenta que la amarga
serenidad con la que había gestionado aquellas crisis. Objetivamente, el anónimo violador de
Rafaelita Rubio no era peor que otros violadores de esquizofrénicas, todos criminales, crueles,
despreciables por igual. Objetivamente, no acertaría a definir después el origen de la furia que fue
ascendiendo por mi garganta como un vómito de plomo caliente, la súbita violencia sin forma que
rellenó cada pliegue, cada resquicio de mi cuerpo, un fuego blanco, helado, que solidificó en un
instante todo lo que era líquido y siguió avanzando, enturbiando mis sentidos, pintando el mundo
de rojo, de negro, de rojo otra vez. Estaba en el despacho de la superiora de la comunidad de
Ciempozuelos y no sabía dónde estaba. Sólo supe que no podía seguir sentado, y entonces me
levanté. Di algunos pasos por la habitación sin saber adónde iba, escogí una pared sin haberla
comparado previamente con las demás, y le pegué un cabezazo. Nunca había hecho nada parecido
delante de otra persona.
—Germán, por favor...
El dolor me devolvió a la realidad, un manicomio de mujeres que objetivamente no era
distinto de cualquier otro excepto por el hecho de estar situado en un puto país al que jamás
debería haber vuelto. Un país que era más fuerte que yo, que podía conmigo.
—Lo siento mucho, hermana —pero al verla a mi lado, pálida del susto todavía, me inundó
una vergüenza tan súbita, tan roja como la cólera a la que no debería haberme entregado—.
Perdóneme, no sé qué me ha pasado.
—Yo sí lo sé —me respondió sentenciosa, compasiva como siempre—. No se preocupe.
Me puso una mano en la espalda, me guio hasta la butaca como si fuera un niño pequeño, me
empujó por los hombros para que me sentara y sólo después añadió algo más.
—Pero no va a arreglar nada haciéndose daño.
—Lo sé, pero es que... Ha sido culpa mía.
—¿Usted cree? —frunció los labios en un gesto escéptico, antes de volver a sentarse—. Pues
mire, en eso no estamos de acuerdo. Yo creo que hay que repartir las culpas entre mucha gente. En
primer lugar, y sobre todo, el culpable es quien lo hizo. Pero la verdad es que también es culpa
mía, del personal que tendría que haber cuidado de Rafaela y no supo prevenir algo así. Es culpa
del director general de Sanidad y de quienes le convencieron de que prohibiera el programa. Y
también es culpa nuestra, suya, mía y del doctor Robles, en eso lleva razón, aunque usted es el
menos culpable de todos. Pero si no hubiéramos obedecido, si hubiéramos seguido tratando a
Rafaela, si al menos le hubiéramos retirado la medicación poco a poco, seguramente esto no
habría pasado. Robles tenía sus motivos para convencernos, no crea que le considero más
culpable que nosotros. Los tres decidimos cumplir la ley, que era lo que se suponía que teníamos
que hacer, aunque supiéramos que era una ley injusta. ¿Y cuál va a ser el resultado de una ley
injusta? Pues una injusticia. Ya sé que está muy mal que lo diga, pero si hubiéramos cometido un
delito, ni siquiera en la cárcel me sentiría peor que ahora. Esa es la verdad, que el Señor me
perdone.
Todos vivimos en un cementerio, pero algunos estamos vivos todavía. Mientras la hermana
Belén negociaba con su Dios, como de costumbre, recordé las palabras de Rita, las comparé con
las que acababa de pronunciar la monja que tenía delante, adiviné cuánto iba a echarla de menos.
—Supongo que no se sabe quién ha sido, pero... —estaba preguntando por preguntar, porque
conocía la respuesta de antemano—. ¿Alguien ha dicho algo, ha visto a alguien?
—No. Eso no se sabe nunca, Germán, ya lo ha dicho usted. Ni se moleste en intentar
averiguarlo, porque ya andan contando por ahí que en aquellas fechas vinieron unos electricistas a
cambiar los enchufes, ¿se acuerda? —asentí con la cabeza, me acordaba—. Y luego, pues claro,
tuvieron que venir unos albañiles a tapar los huecos que habían dejado los electricistas...
—Y eso es lo que más conviene —concluí por ella—, echarles la culpa a los albañiles, a los
electricistas.
—Desde luego. Pero usted y yo sabemos que sería rarísimo que hubiera sido uno de ellos.
Sin embargo, alguien que conociera bien a Rafaela, que supiera por lo que estaba pasando, un
familiar de otra interna en la visita de los domingos, un celador, un... —médico, iba a decir, pero
no se atrevió—. Eso me parece más probable, aunque lo único de lo que estoy segura es de que,
sea quien sea, se ha salido con la suya, no lo dude.
Dejé pasar unos segundos antes de formular otra pregunta, mucho más importante no sólo
porque desconociera la respuesta.
—¿Y qué va a pasar ahora?
—¿Ahora? —ella también se tomó su tiempo antes de contestar—. Pues nada, ¿qué va a
pasar? Todos se pondrán de acuerdo en comportarse como si no hubiera pasado nada para
conseguir que las cosas vuelvan a ser como siempre. Llegará otra superiora, eso sí, supongo que
más estricta, más dura que yo, aunque no la conozco, no me han dicho quién va a sustituirme, del
estilo de Anselma será, claro, que usted no conoció a Anselma... Tal vez tenga experiencia en
sanatorios como este, tal vez no, pero ustedes seguirán trabajando a las órdenes de Robles. Esto
termina conmigo, no van a echar a nadie más. Y Rafaelita, pues... —negó con la cabeza muy
despacio—, dentro de seis meses se pondrá de parto, tendrá a su bebé, nadie hablará del tema y...
Se olvidarán de mí.
Al escuchar ese pronóstico, me incliné hacia delante y, aunque ella era monja y yo no creía
en ningún dios, apreté sus manos entre las mías. La hermana Belén no se quejó. Así tuve la
oportunidad de apreciar una piel aún más seca, más áspera y escamosa que la que siempre me
había raspado en los ojos cuando la miraba a la cara.
—Yo no, hermana —le dije la verdad—. Yo nunca la olvidaré.
—Bueno —ella se emocionó, pese al gesto desdeñoso con el que intentó disimularlo—, eso
dice ahora...
No era una mujer risueña. Era inteligente, sincera, honesta, pero no cariñosa, ni siquiera
simpática. No era fácil verla reír, pero cuando sacudió sus manos para liberarlas de las mías,
improvisó una serie de débiles carcajadas. Fue una forma de agradecer mi lealtad, también un
atajo para llegar a lo importante.
—Yo tampoco me olvidaré de usted, Germán. Nunca olvidaré estos años en los que nos han
pasado tantas cosas buenas antes de que todo se echara a perder de esta manera, pero no le he
pedido que venga para decírselo, ni siquiera para despedirme de usted... ¿No le apetece otro café?
—No. Y además tenía usted razón —sonreí—. Estaba helado.
—Ya... Se lo advertí. En fin, el caso es que le he llamado... Va a decir usted que quién soy yo
para meterme en su vida, lo sé, pero... —y como no podía pedirle perdón a Dios porque no
pintaba nada en aquello, resopló, me miró, y lo dijo de un tirón—. Yo lo que quiero es pedirle a
usted que no se vaya, que no se vuelva a Suiza, como el doctor Robles dijo que haría. Me imagino
que allí estaría mucho mejor, que nadie le prohibiría tratar a sus pacientes, que tendría una vida
más alegre, más feliz, pero aquí hace mucha falta, créame. Ya sé que usted no es como yo, que no
ha hecho votos de ninguna clase y no tiene por qué obedecer a nadie, mucho menos a mí, pero
como yo me tengo que ir aunque no quiera, me quedaría mucho más tranquila sabiendo que usted
sigue trabajando aquí... No, no es eso, no lo he dicho bien —hizo una pausa para levantarse las
gafas y frotarse los ojos bajo la montura—. Lo de la tranquilidad no lo digo por mí. O sea, que no
se lo pido para estar bien yo, sino por ellas, por todas estas mujeres tan desdichadas, que se
merecen otra oportunidad. Si en verano, que ya será más bien otoño, puede volver a darles la
medicación... Usted las conoce y está de su parte. Eso es lo más importante de todo, que usted está
de su parte, que sabe cuánto sufren, y yo... Bueno, eso era lo que quería decirle, y perdóneme si le
he molestado. Ya sabe que sólo soy una monja de pueblo. No fui a la universidad, ni siquiera
acabé el bachiller, cuando me nombraron superiora creí que no estaba preparada para hacer este
trabajo. Tenía mucho miedo de fallar, y eso me convirtió en una persona muy desconfiada. Sin
embargo, sé que puedo fiarme de usted. Por eso me atrevo a pedirle que se quede.
Nunca había salido indemne de mis entrevistas con aquella mujer y la última no fue una
excepción. Cuando me despedí de ella con un abrazo como el que no me había atrevido a darle
todavía, sentí que desde aquel momento estábamos unidos por un hilo invisible que nos vincularía
para siempre. Aunque nos alejáramos, nunca nos separaríamos del todo, porque un fracaso
compartido une más que una victoria común. En nuestras respectivas soledades, las internas de
Ciempozuelos, el recuerdo de su suerte y su desgracia, nos harían la misma compañía. Pensando
en ellas, después de asegurarle que ya había decidido no volver a Suiza hasta que pudiera
arrancar de nuevo el programa, le pedí que me escribiera cuando llegara a su destino. Me ofrecí a
tenerla al corriente de todas las novedades y me respondió con una sonrisa apenas esbozada, un
ángulo difícil para sus labios secos. Adiviné que nunca recibiría una carta suya porque le dolería
demasiado mi respuesta, y no me importó. Aquella mujer me había otorgado un mandato y yo lo
había aceptado. Ya había decidido quedarme, pero el embarazo de Rafaelita, la impunidad de los
culpables, la factura que la hermana Belén iba a pagar en solitario aunque no le correspondiera,
impregnaron aquella decisión dudosa, desganada, de una imprevista solemnidad. Me estaba
quedando solo. Primero se había ido Eduardo Méndez. Ahora se marchaba la hermana Belén, y
María Castejón, repentinamente absorta en sus pensamientos, cada día más seria, más cavilosa, se
estaba marchando también, no sabía adónde, aunque siguiera viéndola todos los días. A veces la
miraba y no la reconocía. No quería contarme lo que le pasaba, pero ni su rostro, ni su gesto, ni su
ánimo, evocaban ya la gracia, la alegría generosa de nuestra Sherezade particular, aquella hada de
las tartas que una vez me había sabido a yema batida con azúcar. Me estaba quedando solo otra
vez, solo como antes, como casi siempre, pero los acontecimientos que se desencadenaron en el
invierno de 1956, dotaron a mi soledad de sentido. Por eso, el embarazo de Rafaela Rubio me
afectó más que el último delirio de una contumaz redentora de la Humanidad.
—¿Cómo se encuentra hoy, doña Aurora?
—Pues mal, muy mal, la verdad...
Marzo pasó, la hermana Belén se fue, la hermana Anselma volvió, y la pérdida de peso no
era apreciable todavía. El dolor tampoco había empezado a ser constante, aunque sí lo bastante
intenso como para que la tolerancia de aquella mujer resultara asombrosa.
—¿Quiere que le ponga...?
—¡No, no, no! Ese es el problema, ¿no lo entiende? Esas inyecciones que me pone la chica,
¿de dónde salen, eh? ¿Está usted al corriente?
—Por supuesto, doña Aurora. Son calmantes para...
—¡No! —con cada negativa se agitaba un poco más—. Usted se cree muy listo, pero ellos
son más poderosos, ¡ah!, ellos tienen mucho poder, usted no se da cuenta —se levantaba de la
silla, venía hacia mí, cerraba sus puños sobre mis muñecas, las apretaba con todas sus fuerzas—.
Ellos están haciendo algo... Son las inyecciones, estoy segura, es culpa suya —me agarraba por
las solapas para zarandearme—. No quiero inyecciones, no quiero pastillas, no quiero nada de
nada, entérese de una vez —y me estrellaba los puños en el pecho—, porque lo que me está
pasando es incomprensible, incomprensible, y son ellos, ellos, los que lo están echando todo a
perder...
Doña Aurora Rodríguez Carballeira, aquella loca asesina, aquel monstruo del que la
sociedad abominaba, nunca me había inspirado tanta compasión como en aquellos días feroces,
turbulentos, en los que escogió soportar sin una queja un dolor atroz con la vana esperanza de que
sus hemorragias cesaran durante un ciclo menstrual completo. Por eso, en la primavera de 1956,
cuando calculé que no le quedarían mucho más de seis meses de vida, me decidí a hablar con ella.
Me arriesgaba a perder el papel que me había asignado en su último plan para mejorar el mundo,
y con él su confianza, pero tenía derecho a saber la verdad.
Escogí un momento dulce, una tarde de abril, casi mayo, tan templada y luminosa como
aquellas que le habían inspirado el deseo de salir al jardín un año antes. Pero lo que me decidió a
actuar fue su buen humor. Aquel día, el dolor le había dado una tregua, la hemorragia se había
reducido a un parco goteo que alentaba sus esperanzas.
—Ya queda poco, Germán —me dijo con una sonrisa radiante al recibirme, mientras me
enseñaba un paño teñido de rosa—. ¡Qué emoción!, ¿verdad?
—Claro, pero... —acerqué una silla a la suya, me senté, la miré y la vi tan contenta que por
un instante sentí la tentación de echarme atrás—. ¿Puedo preguntarle una cosa, doña Aurora? —
asintió con la cabeza para autorizarme y tomé aire—. ¿Usted no ha pensado que puede estar
enferma?
Levantó mucho las cejas para mirarme con una incredulidad amable, hasta risueña.
—¿Yo? —se puso la mano en el pecho para señalarse como si en aquella habitación hubiera
alguien más—. ¡Pero si nunca he estado mejor! ¿Cómo sería posible que me volviera la regla a mi
edad, si no?
—Ya —proseguí con suavidad—, pero lo que le estoy diciendo es que sus hemorragias, sus
dolores, están relacionados con otra patología. No es cierto que vaya a volver a tener la regla,
doña Aurora, y por eso...
—¡Uy! Usted ha bebido, ¿no, Germán? —se echó a reír, y su risa, misteriosamente juvenil,
casi musical, impregnada de su coquetería de actriz secundaria en un sainete imaginario, me
desarmó—. Pero ¿cómo no voy a saber yo lo que me está pasando! Quite, quite... Lo sé
perfectamente, hombre, ¿qué cree usted, que no conozco mi cuerpo? Han pasado muchos años
desde la última vez, pero aún me acuerdo de todo perfectamente, y...
Tiene usted un cáncer en el útero, doña Aurora. Aquella tarde lo pensé, pero no llegué a
decirlo. Cuando lo hice, en un día mucho peor, tenía una ampolla de morfina preparada, escondida
en el bolsillo de la bata. No se había levantado de la cama en todo el día. Sudaba mucho, se
estaba retorciendo de dolor.
—Yo no sé qué me está pasando, si yo he sido siempre muy regular, tenía mis reglas
perfectamente y ahora... Me duele tanto, tanto, que me voy a volver loca. No recuerdo un dolor
como este.
—Tiene usted un cáncer en el útero, doña Aurora. Llevo mucho tiempo intentando
explicarle...
—Pero ¿qué dice? ¡Está usted mal de la cabeza! O no, no es eso... —a pesar de su estado se
incorporó, me agarró del brazo—. ¡Le han comprado, eso es! Nunca me lo habría esperado de
usted, Germán, nunca habría creído que fuera usted un perro traidor, que me dejara sola, como
todos, como todos...
Estaba tan débil, tan agotada por el dolor, que se dejó caer en la cama otra vez y empezó a
llorar. Su llanto me impresionó tanto como a María Castejón le había impresionado una vez, y me
inspiró la misma piedad. Cuando se volvió hacia la pared, para no verme, le inyecté la morfina sin
avisar y ni siquiera se quejó. Después nunca volvió a preguntarme sobre su diagnóstico. Mientras
tuvo fuerzas para hablar, tampoco me dejó volver sobre ese tema.
—¡Cállese, Germán! ¡Cállese, cállese! —si no la obedecía, reaccionaba como una niña
pequeña—. Lalalalalá, no le estoy oyendo, lalalalalá...
Cuando la Dirección General de Sanidad nos prohibió seguir adelante con la clorpromazina,
habíamos optado por cumplir la ley. Cuando la agonía de doña Aurora empezó a representar una
tortura insuperable, decidí infringirla.
—Yo puedo conseguirte algo —me dijo Eduardo—. Puedo despistar de vez en cuando una
ampolla por aquí, otra por allí, pero tengo una idea mejor.
El Sanatorio Esquerdo no sólo era el refugio ideal para los homosexuales madrileños de
buena familia, que aparentaban someterse por su propia voluntad a un presunto tratamiento que les
enderezaría para siempre, y esquivaban así a los jueces que pretendían procesarlos por escándalo
público. Entre sus pacientes habituales se contaban especímenes mucho más raros.
—Ahora está fuera. Le dimos el alta hace un mes, pero no tiene la menor intención de
renunciar a la morfina. Es una mujer interesante, ¿sabes? Vive separada de su marido, un marqués
al que abandonó en una ciudad del norte, y es la amante de un general que está loco por ella, la
trata como a una reina y se lo perdona todo. Pero para él, que ha sido ministro varias veces y no
descarta volver a serlo, su adicción es un problema. Por eso, para cubrir las apariencias, la obliga
a ingresar de vez en cuando. La última vez que vino, la recibí yo y tuvo el descaro de preguntarme
si era imprescindible que suspendiera el consumo mientras estaba ingresada, dado que iba a
volver a inyectarse en cuanto saliera de la clínica. Me quedé muy desconcertado, la verdad.
Nunca me había pasado nada parecido, así que me puse serio y le dije que de ninguna manera
podíamos autorizar que mantuviera un hábito nocivo mientras permaneciera bajo nuestro cuidado,
pero que podía recomendarle otras clínicas donde a lo mejor tenía más suerte... —al recordarlo,
Eduardo se echó a reír—. Me dijo que no, que a esas no la dejaba ir el general porque ya sabía lo
que pasaba, y se quejó de que los maricones tuvieran más suerte que ella. Entonces me miró,
sonrió, y me dijo que no me ofendiera, que no estaba hablando de mí —volvió a reírse—. Podría
haberla mandado a la mierda, pero me hizo gracia y hemos acabado llevándonos muy bien. No me
cuesta nada llamarla y encargarle morfina para ti.
—Para mí no —puntualicé—. Es para doña Aurora.
—Bueno, a ella lo mismo le da. Lo único es que, por supuesto, se la compra a un traficante.
Supongo que no es barata. Y por supuesto, no es legal.
—Ya me lo imagino.
—Estarás cometiendo un delito —precisó con una sonrisa traviesa, como si le gustara la
idea, y yo se la devolví antes de rematar aquella conversación.
—No me importa.
Cuando me despedí de Eduardo, aquella tarde de mediados de mayo, ni siquiera me paré a
reflexionar sobre la frivolidad de la amante del general, la doble moral de los ministros del
franquismo, el libertinaje que se toleraba en la cúspide de una sociedad que no consentía la menor
desviación del puritanismo más rígido a quienes estaban en la base. Podría haber analizado lo que
representaba que una dama de la alta sociedad consiguiera sin dificultad la morfina que se le
regateaba a las moribundas de un manicomio. Todo eso habría resultado tan interesante como
desalentador, pero en aquel momento sólo me acordé de la hermana Belén. Me pregunté cómo
reaccionaría si llegara a enterarse de que me había convertido en un delincuente, e invoqué su
benevolencia para absolverme, mientras la imaginaba pidiéndole perdón a Dios por apoyarme en
el crimen. Aquella risueña indulgencia no duró mucho.
—La marquesa está entusiasmada —me dijo Eduardo la tarde que me entregó la primera caja
que su amiga había comprado para mí—. Le he contado el caso por encima y le ha parecido muy
emocionante ayudar a morir a una loca asesina.
—Con tal de que no lo vaya contando por ahí...
—No lo hará —me aseguró—. Primero, por la cuenta que le trae, y después porque le
encanta ser la amante adúltera de un general y estar al margen de la ley. No se arriesgaría a echar
a perder su diversión, no te preocupes por eso.
Aquella noche le invité a cenar y llegué a casa muy tarde.
—No te asustes, Germán, que soy yo.
Mi hermana Rita salió de alguna parte sin que la hubiera visto venir de ningún sitio, igual que
los fantasmas de los cuentos. Pensé que si estaba en la puerta de mi casa a la una de la mañana era
porque alguien se había puesto enfermo, pero no tuve tiempo ni de preguntárselo.
—No pasa nada, estamos todos bien, pero tengo un problema —cuando aún no me había
tranquilizado, me asusté otra vez—. Tienes que ayudarme.
—Pero ¿qué...?
—Pero nada, no hables, vamos a subir a tu casa.
Se volvió hacia atrás, hizo una seña con la mano, y un hombre que estaba parado en la acera,
como esperando a que apareciera un taxi libre, se unió a nosotros tan veloz y sigilosamente como
si llegara del mismo cuento de fantasmas del que había salido mi hermana aquella noche. Los dos
entraron en el portal detrás de mí y se quitaron los zapatos a la vez, en un movimiento tan bien
coordinado como un paso de baile. Tanta armonía me puso nervioso y decidí acabar cuanto antes,
pero cuando avanzaba hacia el ascensor, Rita me tiró de la chaqueta y señaló la escalera. Entendí
que se habían descalzado para que solamente resonaran mis pasos en los peldaños, y subí dos
pisos a la velocidad que ella escogió, porque volvió a tirarme de la chaqueta en el primer tramo
para indicarme que fuera más despacio. No me volví a mirarles hasta que cerré la puerta y
encendí la luz del recibidor. Sólo entonces me fijé en su acompañante.
—¿Este es tu problema?
Yo acababa de cumplir treinta y seis años y él aún no habría llegado a los cuarenta. Aunque
no era exactamente guapo de cara, era un hombre atractivo, más que yo, y más atlético, aunque
debíamos de pesar más o menos lo mismo. En cambio, medía dos o tres centímetros menos. Los
dos teníamos el pelo del mismo color, el más vulgar de los castaños, él con alguna cana ya, pero
si alguien nos veía de lejos o nos comparaba sin demasiada atención, podría llegar a
confundirnos. Sin embargo, de cerca no nos parecíamos tanto. El amigo de Rita había pasado
muchos años trabajando en el campo. Tenía la piel curtida, la misma indeleble pátina de tierra
vieja que revestía con un velo mate, ocre, el rostro y las manos de Salud, aunque él llevaba las
uñas muy cortas, inmaculadamente limpias. Más inmaculados aún eran sus dientes, que habrían
sido perfectos si una de las paletas no estuviera partida, quebrada en diagonal como la hoja de un
cuchillo.
—Sí —Rita me lo confirmó con una sonrisa—. ¡Qué listo eres!
—Ya, pues... Si es imprescindible, yo os la presto, pero no sé si colará.
Creía que el aspecto del desconocido bastaba para explicar el problema, pero mi hermana
me dedicó un gesto de extrañeza idéntico al que ocultó la dentadura de su amigo.
—¿Qué es lo que no va a colar? —preguntó ella.
—Mi documentación —él sonrió primero—. El pasaporte no os lo puedo dar, porque no sé
cuánto tiempo me quedaré en España, pero mi cédula... —mi hermana sonrió después—. ¿No es
eso lo que queréis?
—¡Ay, Germán! —Rita se colgó de mi brazo para tirar de mí hacia el salón—. Después de
todo, no vas a ser tan listo, ¿sabes?
—No sé —murmuré—, como he visto que nos parecíamos así, por encima...
—¡Pues es verdad! —y se me quedó mirando con la boca abierta—. Pero ni siquiera se me
había ocurrido, fíjate...
Ese no fue el último malentendido de la noche. Tenía que guardar la morfina, así que les
ofrecí algo de beber y luego me senté frente a ellos, que habían escogido el sofá. Éramos tres pero
durante un rato, demasiado largo para mi gusto, sólo habló mi hermana. Desde pequeña, Rita había
sido siempre muy mandona, pero lo de aquella noche fue demasiado. En un tono que habría
persuadido a cualquiera de que era yo quien le estaba pidiendo un favor, me dijo que el
desconocido era camarada suyo. Que sobre todo era muy amigo de su marido, desde los tiempos
de la guerra. Que era un tipo estupendo. Que estaba en una situación muy difícil. Que lo habían
puesto en lista y captura y necesitaba esconderse en alguna parte. Que no me molestara en
ofrecerle alojamiento durante un par de días porque no sería suficiente. Que no podía decirme el
tiempo que necesitaría estar escondido. Que no podía explicarme por qué andaban detrás de él.
Que no iba a decirme cómo se llamaba. Que no podía recurrir a nadie más. Que no me había
pedido nada desde que había vuelto. Que yo también tenía que contribuir a la lucha contra la
dictadura. Que nunca me perdonaría que no les ayudara. Que yo era español, así que no podía
seguir viviendo en España como si fuera un turista.
—¡Joder, Rita! —en aquel momento decidí que no la soportaba más—. No sé cómo te
aguantan en tu partido... Mandas más que Stalin, coño.
Tras un momento de desconcierto, el desconocido se echó a reír. Mi hermana, que al
principio me dedicó una mirada tan hostil como las que expresaban su odio hacia mí a los siete
años, acabó sonriendo también.
—Me he pasado, ¿no? —asentí con la cabeza y se disculpó—. Es que estamos en un aprieto
muy gordo.
—Ya me lo imagino, pero déjanos hablar. Y será mejor que me lo cuente él, ¿no? —me quedé
mirándolo—. ¿Eres mudo?
—No —volvió a reírse y a partir de aquel momento todo fue más fácil—. No soy mudo.
—Estupendo —concluí—. Pues vamos a tomarnos otra copa y lo hablamos con tranquilidad.
No conseguí enterarme de mucho más, pero por lo menos logré intervenir en la conversación
y que Rita empezara a preguntar en lugar de dar órdenes.
—¿Y en tu hospital? ¿No podrías esconderle allí?
—Yo trabajo en un manicomio de mujeres...
Entonces me acordé de Ciempozuelos. Ciempozuelos me llevó a doña Aurora. Doña Aurora
me llevó a la morfina. Y la morfina, al fin, me llevó hasta Eduardo.
—Aunque puedo intentar una cosa. Necesitaría un par de días, pero lo más seguro es que
funcione.
—¿Y puedo quedarme aquí ese par de días? —él hablaba con un acento andaluz peculiar,
seco, concentrado, casi grave, muy distinto del tintineo de los sevillanos—. No quiero poner en
peligro a tu hermana, por los niños y porque ella está fichada, así que...
—Sí, claro que puedes quedarte —ni siquiera me paré a pensar en lo que acababa de decir
—. Pero te advierto que yo estoy todo el día fuera. Desayuno en la calle, no hago la compra...
—Puedo venir yo a traerle algo —se ofreció Rita—. Mamá tiene una llave, ¿no?
—Sí, eso estaría muy bien. Y otra cosa...
Cuando mi hermana ya se había levantado para marcharse, me dirigí al que había dejado de
ser un desconocido.
—Si vas a quedarte aquí, y tengo que hablar de ti con un amigo, que creo que podrá
esconderte, tengo que llamarte de alguna manera —él asintió, pero no me sugirió nada—. Te
llamaré Pepe, ¿de acuerdo?
Los dos se echaron a reír con tantas ganas que adiviné que ese era su nombre real.
—Si quieres, puedo llamarte Paco —ofrecí.
—No, Pepe está bien, no te preocupes —volvió a enseñarme su paleta partida—. Hay
muchos, y yo estoy acostumbrado.
A la mañana siguiente, llamé a Eduardo desde Ciempozuelos para recordarle que nos
veíamos por la tarde donde siempre. Cuando le tuve delante, le expliqué en un susurro que
necesitaba que ingresara a una persona en el Esquerdo durante unos meses porque le perseguía la
policía, y sólo me hizo una pregunta.
—¿Es maricón?
—No lo sé, no creo —hice una pausa antes de ser sincero del todo—. Pero no quiero
engañarte, Eduardo. Y entendería perfectamente que me dijeras que no —esperé a que el camarero
terminara de limpiar la mesa contigua y rebajé mi voz hasta un volumen casi imperceptible—. Es
comunista.
Mi amigo, en primer lugar, se echó a reír sin hacer ruido.
—Ay, Germán, estás peor que mi marquesa... ¡Hay que ver qué afición le has cogido a la
delincuencia!
—Pues sí —yo no conseguí reírme tan silenciosamente—, eso parece.
Pero después, él tampoco se lo pensó.
—De acuerdo, tráemelo. Va a convertirse en un comunista maricón desde el mismo momento
en que entre por la puerta, eso sí, espero que no le importe. ¿Tiene alguna documentación falsa?
—Media docena.
—Entonces el único problema es que alguien tendrá que pagar la factura. Yo puedo
ingresarlo, ya me inventaré un diagnóstico, pero gratis no puede ser.
Mi cuñado nos llevó en coche hasta Carabanchel cuando no habían pasado ni cuarenta y ocho
horas desde que mi hermana me metió a Pepe en casa. Ya conocía el camino. Aquella mañana
había hecho el mismo trayecto con Rita, que se había encargado de pagar en metálico tres meses
por adelantado. La fortuna de su marido, que debía de salir de alguna parte que no podía ser el
despacho de la agencia de transportes La Meridiana donde me había recibido hacía unos meses,
era un misterio para mí. Tampoco entendí por qué se quedó esperándome al otro lado de la verja
después de abrazar a Pepe como si fuera su hermano.
—No me gustan los hospitales —fue todo lo que me dijo—. Nunca entro en ninguno.
Yo le acompañé hasta la puerta, donde nos estaba esperando Eduardo Méndez. Después de
presentarlos, le tendí la mano.
—Mucha suerte.
Él no tuvo bastante con eso, y me abrazó.
—Muchas gracias, Germán —me dijo en voz baja, antes de soltarme—, nunca podré pagarte
este favor.
Eso mismo pensaba yo, pero los dos nos equivocábamos.
¿Y si es verdad que estoy enferma? No, no puede ser, es imposible que esto salga mal después de
haber llegado tan lejos. No puedo ni pensarlo, no puedo, es que se me parte el corazón de dolor,
un dolor peor que el que tengo en el vientre. Que mi existencia no haya tenido sentido, que este
hijo también se me malogre... ¿Y para qué habría venido yo a este mundo? Tranquila, Aurora,
tranquila, tienes que serenarte, la ansiedad no es buena en tu estado. Vamos a pensarlo bien, tienes
que concentrarte, tu cerebro es invencible, ya lo sabes. ¿Se equivocó Lamarck? No. Y Darwin, ¿se
equivocó? No, no, rotundamente no. La función crea el órgano, la supervivencia de una especie
depende de sus individuos mejor adaptados, esa es la verdad, una verdad que cambió la historia
del conocimiento, la verdad que explica para qué he nacido, qué papel estoy destinada a jugar en
el destino del género humano, pero este dolor... Este dolor no me deja ser yo. Se apodera de mi
pensamiento, me absorbe como una esponja, me deja vacía, me arranca las vísceras y se las lleva
lejos, una por una... A veces pienso que ya no soy más que dolor y no quiero, porque así empezó
todo. Antes de las inyecciones, las cosas iban bien, el proceso seguía su curso, tenía dolores, sí,
claro, ¿qué mujer no sabe que la menstruación es dolorosa?, pero presentía que mi objetivo estaba
cerca, que todo iba como tenía que ir. ¡Me faltaba tan poco! Estaba a punto de volver a ovular, lo
notaba, y entonces empezaron a ponerme esa porquería, ese veneno de mierda, y me decían que
eran calmantes pero no es verdad, no puede ser verdad. ¿Qué se ha creído la tonta del bote, que
me voy a creer lo que ella dice, que voy a fiarme de una bruta que no sabe nada de nada? Por eso
se enfadó tanto cuando le dije que se había acabado, que no quería ni una más. ¡Si es morfina,
doña Aurora!, me decía, lloriqueando como una boba. Ya, sí, eso le habrán contado, pero buena
soy yo para dejarme engañar. ¡Qué va a ser morfina! La morfina no afecta a la fertilidad, y lo que
pretenden ellos es arruinar mi plan, acabar conmigo. ¡Canallas! ¿Será posible que sigan siendo
más poderosos que yo, que no se acabe nunca este tormento? Esas inyecciones pretenden torcer el
curso de la naturaleza, revertir lo que yo he conseguido con tanto esfuerzo, convertirme en una
mujer vieja, estéril... ¿Ves? Ya estoy llorando otra vez. Sólo de pensar que no voy a poder
concebir a ese hijo, que la Humanidad estará condenada a arrastrar su existencia miserable
durante toda la eternidad, que todos los días seguirán naciendo niños para sufrir hasta la muerte
las injusticias de este mundo, me vengo abajo. Y no quiero rendirme, no quiero, me niego a
renunciar a mi misión, pero me da miedo haber reaccionado demasiado tarde. A lo peor, las
inyecciones ya me habían hecho su efecto, ya habían detenido... Pero no, espera, Aurora, piensa,
tienes que pensarlo bien, porque... ¡Yo sigo manchando! Eso significa que mis ovarios han
empezado a funcionar, ¿o no? ¡Pues claro que sí! ¿Qué otra cosa podría significar? Seguramente,
este es el precio que tengo que pagar para... Ya lo dijo Germán el otro día, que lo que me está
pasando nunca había pasado antes, que soy la primera mujer en la Historia capaz de menstruar a
mi edad, y quizás por eso es todo tan difícil, tan lento, porque... ¿Cuándo empecé yo con esto? Ya
ni me acuerdo, hace meses, ¿no?, pero si he conseguido que mis ovarios funcionen, ¿por qué no
puedo conseguir que pare la hemorragia? ¡Ay, no lo sé! Es este dolor, que no me deja tranquila,
que me impide pensar, razonar, activar mis potencias. Pero esto no puede ser un cáncer, de ninguna
manera, ¿qué tendrá que ver el cáncer con la ovulación?, y si tiene que ver... No, que no, y ya está,
lo que yo tengo no es un cáncer, no puede serlo, y sin embargo... ¿Por qué tengo malos
presentimientos? No hablo de Germán, del niño, no, me refiero a lo que pasa dentro de mí, estos
pensamientos tan negros que me asaltan, esta sensación de derrumbe que tengo a todas horas,
como si el techo se me viniera encima, como si todo se estuviera acabando. Nunca me había
pasado nada parecido, nunca había tenido tantas ganas de llorar, yo, que no he llorado nunca, que
siempre he odiado a los llorones, pero ahora... Mi cuerpo siempre me ha hablado. Ahora también
me habla, pero no quiero escuchar lo que dice porque Germán me está dejando sola, aunque venga
a verme todos los días, me ha dejado sola porque duda de mí, yo lo sé, lo percibo. Él, que es un
hombre extraordinario, un ser superior, se ha dado cuenta de que no podrá engendrar en mí al
redentor de la Humanidad. Es consciente de mi fracaso, y por eso... No quiero ni pensar que le
hayan comprado, no, eso tampoco puede ser, porque no me habría ayudado tanto, no habría
colaborado conmigo durante tantos meses. Germán fue quien me inspiró este plan. Antes no me
acordaba de nada, no podía pensar con claridad, y él hizo algo, no sé qué... En aquella época,
cuando salíamos juntos al jardín, yo estaba mucho mejor que ahora, y así fue como descubrí la
verdad, que la especie me había escogido para darme una oportunidad maravillosa. Por eso sé que
no lo han mandado los ingleses, ni los rusos, sé que lo que pasa es mucho peor. Miro dentro de él
y veo que piensa que estoy acabada. Veo su tristeza, su compasión, porque él vino a buscarme, él
me encontró, y era tan difícil, había una sola mujer en el mundo, una sola mujer a la altura de su
misión, y después de encontrarme, tener que renunciar... Pero entonces, ¿por qué quiere seguir
poniéndome esas inyecciones? ¿Le habrá engañado la tonta del bote, con lo listo que es? ¿Le
habrán embaucado mis enemigos, haciéndose pasar por aliados? ¡Ay, ellos son tan poderosos! ¿Es
posible que esté haciéndoles el juego sin saber...? Debería hablar con él, ponerle en guardia,
porque es eso o que me ha traicionado, y si me ha traicionado... ¡Qué horror, Aurora, qué injusto
que no puedas fiarte nunca de nadie! Pero si se lo digo... Yo qué sé, si es que no puedo pensar,
este dolor espantoso no me da tregua, y no puedo más, yo, que siempre he podido con todo, siento
que no puedo, que me acabo de puro dolor, y tengo que poder, lo sé, pero... Estoy cansada, tan
cansada... Debería dormir. Eso es lo único bueno que tienen las inyecciones, que me hacen dormir,
y ahora mismo lo necesito, lo necesito, si entrara la chica por esa puerta le pediría que me pusiera
una de esas cosas, porque ya no puedo más. Esa es la verdad, que no puedo...
Y entonces me acordé de los ratones, fíjate. Una de esas noches en las que no me podía dormir,
mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, descontando el tiempo que faltaba para que sonara
el despertador, me acordé de aquellos ratoncitos blancos, pobrecillos, atrapados para siempre en
esa jaula espantosa. Los había visto una vez en el cine, en el No-Do sería, o igual en una película,
una de esas de monstruos en blanco y negro que ponía don Tomás en la parroquia cuando no le
quedaba más remedio porque todas las de vaqueros estaban ocupadas. De eso no me acordaba
pero de ellos, como si los estuviera viendo. La jaula era muy grande. Tenía paredes de alambre,
por fuera y también por dentro, con unas puertecitas que podían abrirse para dejar libre un pasillo
o cerrarse para atrapar a los ratones en un compartimento. Y en cuanto que se levantaba una de
esas trampillas, los pobres corrían y corrían como desesperados, hasta que se tropezaban con otro
muro de alambre. Entonces intentaban volver atrás, pero la puerta por la que habían salido ya
estaba cerrada otra vez. Me dieron mucha pena esos ratones porque cuando yo era pequeña, en el
jardín de Santa Isabel había una glorieta con una fuente. Estaba en el centro de un cuadrado de
setos recortados, y sólo eran cuatro, pero abiertos por las esquinas, no por el centro. Total, que mi
abuelo tuvo que acabar arrancándolos, porque algunas internas entraban y luego no sabían salir, y
mira que era fácil. Pero lo de los ratones era distinto. Lo mío también.
En enero de 1956, en el entierro de la mujer de Juan Donato, el casero de Las Fuentes,
empecé a convertirme yo en un ratoncito blanco. Estuve a punto de no ir, fíjate, porque conocía a
Reme desde hacía mucho tiempo, pero la que se murió en la misma cama de la que no se había
levantado durante años enteros ya no era ella. Pues anda, claro, si no podía hablar, ni moverse,
sólo la cabeza, un poco. Nadie sabía qué le había pasado. Un buen día, cuando su hija pequeña
todavía no andaba, se cayó, o sea, se debió de caer, eso fue lo que se imaginaron todos. Cuando su
marido volvió, a la hora de comer, se encontró a la cría berreando en la cuna y a Reme tirada en el
suelo, con los ojos muy abiertos. Me miraba, decía él siempre, me estaba mirando, pidiéndome
socorro, como si yo supiera qué hacer... No lo sabía, claro está, así que cogió a la cría, subió a la
camioneta con ella, se la sentó encima y, mientras la sujetaba con una mano, condujo con la otra
hasta que llegó al manicomio. Después, mi abuela vino a casa corriendo y me mandó a la escuela
a recoger al hijo mayor, para que lo trajera con su padre, pero no me explicó por qué. Como yo no
sabía que Reme se había quedado tirada en el suelo de su casa, pues allá que me fui, tan contenta
de darme una vuelta en vez de limpiar el fogón, que era lo que me tocaba aquella tarde. El hijo de
Juan Donato, Juan a secas se llamaba, me caía bien. Le pregunté qué había aprendido, le enseñé
una canción, le dejé que me contara un chiste que ya me sabía... Eso fue antes de que me marchara
a servir a Madrid, o sea, que yo también era casi una niña, catorce años debía de tener. Y nadie
me había contado lo que le había pasado a su madre, pero él nunca me perdonó por haberse reído
tanto conmigo por el camino.
Ningún médico descubrió qué tenía Reme. Las hermanas llamaron a una ambulancia, la
llevaron a Madrid, a un hospital, y con unas pruebas que le hicieron, comprobaron que no había
sido un derrame, como pensaba don Arturo, el médico del manicomio, que fue el primero que la
vio. Los de Madrid dijeron que no, que debía de haber sido una enfermedad, un virus raro o algo
así, pero no supieron ponerle un nombre. Tampoco decirle a Juan Donato cuánto tiempo iba a vivir
su mujer en ese estado, aunque creían que no sería mucho. Ahí se equivocaron, fíjate, porque vivió
siete años más, casi ocho. Él decidió tenerla en casa porque podía tirar de su madre, que vivía en
Pinto con una hija soltera. Se las trajo a las dos a Las Fuentes para que cuidaran de su mujer, de
sus hijos, y así se convirtió en el ojito derecho de la hermana Anselma y de la comunidad de
Ciempozuelos en general, las cosas como son. Las monjas le ponían siempre por las nubes. Todas
decían que era un santo, un hombre buenísimo, tan sacrificado, tan pendiente de su mujer... Unos
años después, cuando yo tuve que dejar mi trabajo en Madrid, con la matrícula pagada en la
Escuela de Enfermería, para volverme a Ciempozuelos a cuidar de mi abuela, de mí ninguna dijo
nada parecido, anda, claro, pues no faltaba más. Y sin embargo, nadie sabía mejor que yo que Juan
Donato no era lo que parecía.
—¿Hoy no vas a preguntarme qué me pasa?
En el mes de mayo, cuando doña Aurora se plantó y dijo que no quería más morfina, volví a
sonreír a Germán, a hablar con él igual que antes, cuando bajábamos al jardín y nos divertíamos
tanto.
—Pues no lo tenía pensado, la verdad —me sonrió—. Como ya nunca me cuentas nada...
—Eso es verdad. Tenemos que hablar, pero no puede ser aquí. Ya buscaré el momento,
porque... Bueno, es complicado.
Él levantó las cejas y puso los ojos en blanco, pero luego me miró con tanta atención como si
mi cara fuera un mapa, y su impaciencia se evaporó. Cuando volvió a hablar, su voz tenía un
acento grave, impregnado de sinceridad.
—Me tienes muy preocupado, María.
Juan Donato no era trigo limpio pero tenía un don, la habilidad de aparentar justo lo
contrario. Para empezar, cuando se llevó a su madre a Las Fuentes, alquiló la casa y arrendó las
tierras que su familia tenía en Pinto. Con todo lo que decían que era, tan sacrificado, tan
desinteresado, y el mérito que tenía por no meter a su mujer en un asilo aunque habría vivido
mucho más tranquilo, yo sabía que el dinero de los alquileres se lo quedaba él, así que hizo un
buen negocio con la enfermedad de Reme y todo. Eso a mí me daba lo mismo, anda, claro, pues no
faltaba más, a ver quién soy yo para meterme en la vida de nadie, y sin embargo, la forma que
tenía de mirarme... Eso sí que era asunto mío. Porque cuando me fui a servir a Madrid nunca se
había fijado en mí, que tampoco me extraña, porque yo era una mocosa, la verdad, pero desde que
volví, en el verano de 1952, no me quitaba los ojos de encima. Y no era sólo que me mirara, era
cómo me miraba, repasándome con los ojos de arriba abajo, o ni eso, porque a veces, si
coincidíamos con una hermana por un pasillo o nos encontrábamos en la cocina, era capaz de
estarse todo el rato callado, con los ojos clavados en mi escote, o en mis piernas. Me daba hasta
un poco de miedo, fíjate, porque al principio no me hablaba nunca, sólo me miraba, pero no con
codicia, todavía no, sino con pena, o eso me parecía a mí, que es que soy tonta pero de remate,
como decía doña Aurora. Yo creía que me miraba como diciendo, ay, María, cuántas cosas me
estoy perdiendo, soy todavía joven, mi mujer está inválida, prisionera en una cama, y el mundo
está lleno de chicas como tú, y yo seguiré siendo siempre el marido de Reme... Eso era lo que yo
sentía, lo que interpretaba entonces, y me daba lástima, anda, claro, porque era verdad que habían
tenido muy mala suerte, primero Reme y después él, que de vez en cuando me dedicaba una
sonrisa tímida, pesarosa, como si quisiera disculparse por mirarme tanto. Juan Donato no era trigo
limpio, pero consiguió engañarme a mí también, las cosas como son, hasta que Alfonso Molina
llegó a Ciempozuelos y dejé de ver, de mirar, de oír, de escuchar, de saber nada de lo que pasaba
a mi alrededor. Después, todo fue diferente.
Cuando Alfonso se marchó, tuve que pagar el precio de lo que me había atrevido a hacer. El
amor no contó para nadie, claro, a nadie se le ocurrió que aquello hubiera sido amor. El único que
lo entendió fue Eduardo Méndez, pero como era mariquita, pues tampoco podía defenderme en
voz alta... Aunque lo hiciera en voz baja, yo se lo agradecí igual, porque si no se hubiera puesto
de mi parte, creo que me habría vuelto loca. Y entonces, mientras el cabrón de Maroto recogía
firmas para que me echaran del trabajo, cuando algunas de mis compañeras dejaron de hablarme y
otras me hablaban a todas horas, preguntándome cómo se me había ocurrido hacer una cosa así,
vaticinando que las monjas me echarían antes o después, recordándome que ya estaba marcada,
que medio Madrid debía de conocerme, que lo peor para una chica de veinte años en mi situación
no era el abandono de mi amante, sino la mala fama, y que ningún hombre querría tener ya nada
serio conmigo, entonces, justo entonces, Juan Donato se quitó la careta, les dio la razón. Ay,
María, y empezó a hablarme, a expresar con palabras lo que yo no había sabido leer en sus ojos,
si tú quisieras, podríamos pasarlo tan bien... Yo no quiero pasarlo bien, le decía, y menos contigo.
¡Qué quisquillosa eres, mujer! Él no me tomaba en serio, nadie me tomaba en serio ya. Se reía con
una risa gorda, como un gorila, y a veces hasta me tocaba, me rizaba con los dedos un mechón de
pelo que se me hubiera escapado de la trenza, me ponía una mano en la cintura, me acariciaba el
cuello, o la clavícula, no deberías ser tan exigente, ¿sabes? Tampoco estás en situación de elegir, y
además, con lo que te gusta a ti... Y así empezó a darme asco, asco de verdad, un asco tan
horroroso que no permití que volviera a dirigirme la palabra. En cuanto que le veía aparecer, salía
disparada por cualquier pasillo o me encerraba en el cuarto de una enferma, la que fuera, para
esperar a que se marchara. Luego, la hermana Luisa me echaba la bronca por haber llegado tarde
al obrador o a la lavandería. Aquella monja amable, muy despistada, que nunca se había metido
conmigo, era mi jefa e intentaba hacerse la dura, aunque no le salía bien, y a veces hasta pensé en
contarle lo que me pasaba, pero no me atreví. Total, que andaba todo el día regañándome pero, a
cambio, Juan Donato me convirtió en una experta en fugas. Me acostumbré a moverme por el
manicomio corriendo y por eso, unos meses después, cuando Germán se puso tan pesado con lo de
querer hablar conmigo a solas, no me costó ningún trabajo zafarme de él.
—¿Cuándo te vas de vacaciones?
Una tarde, ya en junio, doña Aurora me pidió que le pusiera una inyección de morfina y fui a
buscarle para contárselo.
—Pues no lo sé. La verdad es que ahora, ya, me da igual —y me miró con esa cara de pena
que se le ponía cada vez que algo, o alguien, le recordaba que su trabajo se había echado a perder
—. En teoría no me corresponden, porque el año pasado me fui quince días y no me tocaban, pero
si Robles me ofrece algo... Supongo que me iré al principio, no vaya a ser que de verdad se
reúnan los psiquiatras españoles para autorizar la clorpromazina y me pillen de vacaciones.
—¡Qué bien! No sabía que fuera a ser tan pronto.
—Y no va a ser, María, no va a ser —su gesto de desaliento se acentuó mientras negaba con
la cabeza—. Seguro que al final lo retrasan pero, por si las moscas, si me voy, intentaré que sea a
primeros de julio.
—Bueno, pues avísame cuando tengas un par de días libres en Madrid.
—¿Por?
—No te lo puedo decir —y empecé a alejarme sin dejar de mirarle, andando de espaldas por
el pasillo—. Es una sorpresa.
Reme no llegó a empeorar. Se murió, simplemente, de la noche a la mañana, el segundo día
de 1956. Para aquel entonces, Juan Donato ya había dejado de buscarme, aunque tampoco se había
olvidado de mí. Yo me daba cuenta por cómo me miraba y porque sabía que iba criticándome por
ahí. Era amigo del padre de Mari Carmen, esa chica del pueblo, un poco retrasada, que trabajaba
en la cocina. Ella no sabía guardar secretos, e igual que había ido contando en 1953 que me había
visto con Alfonso en una terraza de la plaza, me contó a mí después que Juan Donato solía ir a
comer de vez en cuando a su casa y decía que había que ver, lo estirada que era yo siendo tan pu...
Nunca terminaba de decir esa palabra, pero movía la mano abierta de arriba abajo, muy deprisa,
igual que aquel día que comentó lo guapo que era el doctor Molina. ¿Tú eres pu..., María?, me
preguntaba. Yo le contestaba que no, que no hiciera caso de lo que decía Juan Donato, y ella me
replicaba que sí, que había que hacerle caso porque era un hombre buenísimo, un santo, que ya lo
decían las hermanas. Pero cuando Reme murió, hacía ya mucho tiempo que Mari Carmen no me
venía con ese cuento. Por eso fui al entierro. Y aquel día, su viudo también me miró, pero de otra
manera. Cuando me acerqué a darle el pésame, me lo agradeció con mucha educación, hasta con
sentimiento. Hay que ver, pensé, cómo nos ablanda la muerte, si estaría yo en la inopia, fíjate.
En el entierro de Reme volví a ver a la hermana Anselma. A lo mejor ella ya sabía que iban a
echar a la hermana Belén para volver a ponerla de superiora, pero todavía no nos habíamos
enterado de que Rafaelita estaba embarazada, así que me sorprendió mucho encontrármela allí, a
la izquierda de Juan Donato, recibiendo pésames como si fuera de la familia. ¡Qué alegría, María,
cuánto tiempo!, me dijo cuando la saludé, como si se alegrara mucho de verme. Y después,
mientras salíamos del cementerio, apretó el paso para ponerse a mi lado. Qué tragedia lo de
Reme, ¿verdad?, y yo le dije que sí, que era todo muy triste. Pobre Juan Donato, tan joven, con una
niña tan pequeña todavía... Ahí no dije nada, porque el viudo debía de tener casi cuarenta años,
así que muy joven no era, y la niña iba a cumplir ocho, así que muy pequeña, pues tampoco, pero
mi silencio no la desanimó. Claro, que Dios sabe escribir derecho con renglones torcidos, y las
peores cosas pueden tener las mejores consecuencias... A lo mejor, si hubiera seguido hablando
me habría enterado de adónde pretendía llegar, pero en ese momento alguien la reclamó, y se
despidió diciéndome que aquella misma tarde tenía que marcharse a Valencia, donde vivía por
aquel entonces, pero que ya sacaríamos un ratito para hablar las dos tranquilamente.
Encontró el ratito a los veinte días, después del funeral, que se retrasó más de la cuenta para
que ella tuviera tiempo de volver, de sentarse al lado de Juan Donato y de sus hijos en el banco
reservado en teoría para la familia de la difunta. Después, las monjas ofrecieron una merienda a
los asistentes, poca cosa, vino dulce y pastas, suficiente sin embargo para que la hermana Anselma
me agarrara y no me volviera a soltar. Últimamente, he pensado mucho en ti, María... Así empezó.
Aunque a lo mejor tú creas que no, te tengo mucho aprecio, te conozco desde pequeña, no
levantabas ni dos palmos del suelo la primera vez que te vi. Yo fui la que te encontró trabajo en
casa de doña Prudencia, y cuando me enteré de lo que había pasado con su sobrino... Pero ¿dónde
tenías la cabeza, mujer, cómo se te ocurrió desgraciarte de esa manera tan tonta?
No respondí a sus preguntas. Me habría gustado hacerlo, preguntarle por qué todos hablaban
sólo de mí, pues anda, claro, a nadie se le ocurría que Alfonso pudiera haberme engañado, nadie
recordaba, simplemente, que en lo que ella llamaba mi desgracia habíamos sido dos, que sin él,
sin su cuerpo, sin su voluntad, yo nunca habría podido hacer lo que ella llamaba perder la cabeza.
Me habría gustado preguntárselo, pero no lo hice. Bajé la vista y seguí escuchándola, rezando por
dentro para que acabara pronto. Pero, en fin, ya ves cómo es la vida de las mujeres. ¿Por qué
crees si no que la Biblia habla de vírgenes sabias y vírgenes necias? Tú has sido de las necias,
María. ¿Cuánto tiempo duró tu arrebato? ¿Un mes, dos? Muy poco tiempo, pero las consecuencias
no se borrarán jamás... Porque tú lo digas, pensé, bruja, que eres una bruja, y enseguida se llevó la
contraria a sí misma, fíjate, como si hubiera podido escucharme. Eso parece, ¿no? Que siempre
arrastrarás el baldón de lo que hiciste, que ningún hombre querrá ser tu marido, que tu mala fama
durará más que tú. Eso es lo que te dicen todos, ¿a que sí?, que tu vida nunca será otra cosa que
estar siempre soltera, sola, y seguir trabajando aquí, un día, y otro día, y otro más, hasta que te
mueras... No supe qué decir y me puso un dedo en la barbilla, me levantó la cara para obligarme a
mirarla. ¿A que es eso lo que crees? Pues no, tuve ganas de gritar, ni de coña, yo estoy aquí por mi
abuela, por doña Aurora, anda, claro, pues no faltaba más, que cuando las dos se mueran no
volvéis a verme el pelo. Eso es lo que te dicen todos, ¿sí o no?, volvió a preguntarme. Sí,
respondí, y me sentí como una tonta, por pensar tanto siempre y no decir nada nunca, lo ha
explicado usted muy bien. Pero no tiene por qué ser verdad, añadió, muy sonriente, fíjate qué
suerte tienes, María, aunque no te la merezcas...
—Al final, me voy el 2 de julio, que es lunes —me avisó Germán con dos semanas de
antelación—. Robles me ha dado otros quince días, como el año pasado, para completar el mes
que me correspondería este año.
—El 2 de julio...
—Sí —me sonrió—. ¿No me dijiste que te avisara?
—Claro —yo también sonreí, aunque en aquel momento me dio pena que faltara tan poco, no
poder alargar mi plan un poco más—. Voy a arreglar yo lo de mis vacaciones.
—Me tienes en ascuas, María —y por su forma de mirarme, adiviné que creía saber todo lo
que iba a pasar—. Eres muy mala conmigo.
—Qué va —pero se equivocaba, porque sabía solamente la mitad—. Todo lo contrario...
No te figuras de lo que estoy hablando, ¿verdad? La hermana Anselma se rio como si se
relamiera tras probar el exquisito sabor de mi ignorancia. Pues no, hermana, respondí, la verdad
es que no se me ocurre... No esperó a que lo adivinara por mí misma. Sin dejar de reírse, me puso
las manos en los hombros y hasta me sacudió un poco antes de pronunciar un nombre. ¡Juan
Donato!, gritó casi. ¿Juan Donato?, pregunté yo mientras mis piernas empezaban a temblar, pero...
No la entiendo, hermana, ¿qué tengo yo que ver con Juan Donato? ¡Ay, María, qué inocente eres!
Me soltó por fin, negó un instante con la cabeza sin dejar de sonreír y me agarró del brazo. Vamos
a dar un paseo para hablar de esto con tranquilidad, sin que nos escuche nadie...
Todavía estábamos en enero, hacía demasiado frío para salir al jardín, así que paseamos por
los corredores, alrededor del patio, y ya era casi de noche, los neones estaban encendidos, yo
nunca recordaría una luz más triste, un resplandor tan pobre y descarnado como aquel bajo el que
nos vieron las locas, dando vueltas y vueltas como dos mulas enganchadas a una noria, una muy
contenta, muy satisfecha de lo que decía, cada vez más risueña, más ruidosa, y la otra pálida,
aterida, como si se estuviera secando por dentro. ¡Y date cuenta de qué hombre tan bueno es! Él,
que lo sabe todo, que te vio aquí cuando... Bueno, vamos a decir que cuando perdiste la cabeza,
pero te quiere bien, María, te quiere bien. Lo sé porque tenemos mucha confianza. La verdad es
que yo le quiero como a un hermano pequeño, y cuando murió Reme se lo dije, ¿qué vas a hacer
ahora, Juan Donato? Y no es que su madre quiera volverse a Pinto, qué va, si en Las Fuentes se
está tan ricamente, la casa es magnífica, ¿tú la conoces? No, hermana, nunca he estado allí. ¡Pues
te encantará! Es muy grande, con habitaciones amplias... Total, que Juan Donato me dijo que su
madre se iba a quedar con él, pero que había sufrido tanto, todos estos años, que la verdad es que
le gustaría volver a casarse. Pues claro que sí, le dije, porque me pareció lo más natural, y
entonces, como sin venir a cuento, me habló de ti... En aquel momento, clavé los pies en el suelo y
mis ojos se cerraron solos, por su propia voluntad, como si ya no tuvieran nada más que ver en
este mundo. Pero ¿qué te pasa, mujer? Mis oídos siguieron soportando la voz de la hermana
Anselma, sin embargo. ¡Si es un hombre buenísimo! No vas a encontrar un partido mejor, y sin
embargo, él... Con cualquiera podría casarse, ya ves, con cualquiera, esa es la verdad, y está
dispuesto a cargar contigo...
Dijo exactamente eso, que Juan Donato estaba dispuesto a cargar conmigo, como si yo fuera
un peso, un fardo, un castigo que había que soportar con resignación. Pero yo no puedo casarme
con Juan Donato, hermana Anselma, repliqué sin mirarla, la mirada fija en la puerta del cuarto de
la plancha, al fondo del corredor. No puedo casarme con él porque no le quiero, ni siquiera me
gusta, y me di la vuelta, perdóneme, hermana, ya es muy tarde, tengo que irme, y salí corriendo sin
volverme a mirarla. Mi horario de trabajo había terminado, no me esperaban en ningún sitio, no
me importaba quedarme sin cenar. Subí a la habitación de mi abuela, cerré la puerta, eché el
pestillo y me senté en el suelo, al lado de la puerta. Ella miraba al techo con los ojos abiertos, tan
muertos como siempre, y no me vio. Estuve allí por lo menos dos horas, sin moverme, sin hablar,
sin hacer ruido, sin dejar de maldecir en silencio a Alfonso Molina, maldiciendo mi amor, mi
estupidez, buscando salidas para escapar de la jaula en la que la hermana Anselma acababa de
meterme. Aquella noche no me pareció difícil, fíjate. Las compuertas estaban levantadas, todavía
podía largarme sin avisar, abandonar a la anciana que jadeaba en la cama de aquel cuarto sin
saber quién era yo, quién era ella, abandonar mi vida, mis proyectos, que no eran nada, no valían
nada en realidad. Por eso no me fui, por no ser tonta otra vez, porque pensé que podría marcharme
en cualquier momento, pues anda, claro, creí que siempre estaría a tiempo de desaparecer, aunque
una vocecita me decía que no. Esa vocecita, que estaba dentro y fuera de mí al mismo tiempo, que
no me pertenecía ni más ni menos que a los ratoncitos blancos que jamás lograban salir de su
jaula, me advirtió ya, aquella noche, que no iba a ser tan fácil, pero no quise escucharla.
Quiero que sepas que todo esto fue idea de la hermana Anselma... Después del funeral de su
mujer, Juan Donato estuvo más de quince días desaparecido. Después vino a buscarme. Una
mañana me lo encontré delante de la puerta de la lavandería, muy limpio, muy repeinado, muy
oliendo a colonia, y si no lo conociera, hasta yo habría pensado que era un santo. Buenos días,
Juan Donato, ¿me dejas pasar?, tengo que recoger unas toallas... Le estaba diciendo la verdad pero
la voz me temblaba tanto que se fue adelgazando ella sola, hasta ahogarse al final, y el casero de
Las Fuentes se dio cuenta. No se apartó de la puerta, pero sólo se atrevió a mirarme un momento.
Después bajó la cabeza, empezó a darle vueltas a la gorra entre las manos como si no supiera qué
hacer con ella, y siguió hablando. No es que yo no quiera casarme contigo, ¿eh?, añadió. No
quiero casarme con ninguna otra, esa es la verdad. Y por fin se enderezó, dejó las manos quietas,
volvió a mirarme. Si me dieras el sí, me harías el hombre más feliz de la Tierra, pero que yo no le
pedí a Anselma que hablara contigo, que quede claro, eso lo hizo ella por su cuenta y... Bueno, yo
ahora me tengo que ir, le dije, andando hacia atrás. No, no, espera un momento, María, quiero que
sepas que estoy muy arrepentido de lo que te dije... Cerró los ojos, como si acabara de perder el
hilo y eso sería lo que le pasó, porque yo ya había descubierto que estaba repitiendo, punto por
punto, lo que la otra le había dicho que me dijera. A él jamás se le habría ocurrido decir por su
cuenta que yo le haría el hombre más feliz de la Tierra, como en las películas, anda, claro, pues no
faltaba más. ¿Y esa cursilada de que le diera el sí? Eso se lo había aprendido de memoria, ni más
ni menos que lo que dijo a continuación. Yo nunca he querido ofenderte, María, te lo prometo.
Tienes que comprenderme. Yo era joven, estaba muy solo, mi mujer muy enferma... Muy bien, Juan
Donato, ya seguiremos hablando, ahora me tengo que ir.
Y tendría que haberme ido pero de verdad, en aquel mismo momento. Tendría que haber
subido corriendo a mi cuarto, recoger mi vestido negro con lunares blancos y la postal del Viena
Capellanes de la calle Montera, que eran las dos únicas posesiones que tenían valor para mí, y
desaparecer. Pero seguí pensando mucho y no diciendo nada, como de costumbre, fíjate, porque
estábamos a mediados de febrero y no quería regalarle la mitad de mi sueldo a las monjas, porque
cada vez que pensaba en abandonar a mi abuela me echaba para atrás, y porque creía que tenía
derecho a elegir con quién quería casarme, anda, claro, pues no faltaba más, eso creía, y que ni la
hermana Anselma, por muy bruja que fuera, tendría el poder suficiente para torcer mi voluntad.
Entonces nos enteramos de que Rafaelita estaba embarazada, y me dio mucha rabia, pero no se me
ocurrió que eso tuviera nada que ver conmigo. Las trampillas empezaban a cerrarse, los pasillos
de la jaula eran cada vez más cortos, las salidas más lejanas. Los ratones nunca se daban cuenta a
tiempo de lo que se les venía encima. Yo no fui más lista que ellos.
—Buenos días, hermana Luisa, quería pedirle un favor... ¿Usted cree que podría irme de
vacaciones la primera semana de julio?
Ella me miró con las cejas levantadas, porque hasta entonces, como no tenía adónde ir,
siempre había trabajado las vacaciones, menos un año que me fui cuatro días con Rosarito a las
fiestas de su pueblo, por la Virgen de agosto.
—Es que tengo muchas cosas que preparar —le expliqué—. De aquí al 15 de septiembre
parece que hay mucho tiempo, pero no crea, que entre unas cosas y otras...
—Claro, claro —por fin sonrió y asintió con la cabeza—. No se me había ocurrido, pero me
figuro que no habrá ningún problema. A las auxiliares os corresponden quince días, ¿no?
—Sí, pero para la otra voy a esperar a la primera de septiembre, por probarme el vestido y
todo eso.
—Pues muy bien. Vete a hablar con la hermana Anselma...
—¿Y no le importaría ir a hablar con ella por mí? Al fin y al cabo, hermana Luisa, mi jefa es
usted.
La suya no me había dado ni un solo día de tregua. El lunes 11 de marzo, para estrenarse
como superiora de la comunidad de Ciempozuelos, ofreció un desayuno para conocer al personal
y justo después me pidió que fuera con ella a su despacho. La nueva superiora es mucho más
simpática que la otra, fue lo último que oí antes de seguirla por el pasillo, ¡y mucho más guapa,
además! Nadie podría negar que era muy guapa, hasta demasiado para ser monja. La hermana
Belén, a su lado, parecería un adefesio, pero a cambio era un pedazo de pan, una mujer tan buena
que no necesitaba ser guapa por fuera, porque toda la belleza la llevaba por dentro. Anselma era
otro cantar. Siempre tan suave como las mentiras que dejaba caer con mucha delicadeza, igual que
si las estuviera bordando en un lienzo de altar, sabía combinar los gestos tiernos, delicados, con
una campechanía de palabras cariñosas que inducía a todo el mundo a confiar en ella, a contarle
lo que le interesara saber. Tenía una voz aguda, musical, con un acento cordobés tan fino como el
cristal, tan melodioso que parecía que cantara en lugar de hablar, y le encantaba sonreír. Su boca
de labios gruesos, muy bien marcados, tan rojos como si se los acabara de pintar, era lo más
bonito que tenía, y quizás por eso sabía decir cualquier maldad sin que la sonrisa se le cayera de
la boca. Yo la conocía de antes, pero aquella mañana me ofreció una exhibición.
¿Y cómo vamos, chiquilla? ¿Has comprendido ya lo que te conviene, o vas a equivocarte otra
vez? Aquella mañana se me había roto una uña y la estuve estudiando durante unos segundos antes
de contestar. Pues, verá, hermana Anselma, es que una cosa como esta hay que pensarla muy bien,
¿no? Porque ya le dije que Juan Donato no me gusta, pero igual, cuando le conozca mejor...
Intentaba ganar tiempo, pero no lo conseguí. ¿Y cómo vas a conocerle mejor, si no quieres hablar
con él? Ni siquiera le has dejado que se explique. Me ha contado que el otro día, en la fiesta de
San Juan de Dios, intentó acercarse a ti pero te fuiste enseguida con el doctor Velázquez. Que hay
que ver, María, ¡lo que te gusta a ti un médico! No es eso, hermana, lo que pasa... No, hija, no, y
me sonrió como una de esas modelos que anuncian pasta de dientes en las revistas, tú no has
entendido esto, no me has entendido todavía. ¿Quieres un café? Le dije que sí, por decir algo, y se
levantó para ir hasta el carrito de servicio que estaba en la otra punta de su despacho. Pues, mira,
me dijo desde allí, yo no sé si tú sabes que soy muy amiga de doña Prudencia Molina... No, no lo
sabía, respondí en voz baja. Pues sí, somos amigas desde hace muchos años, nos tenemos mucha
confianza... Toma, me tendió la taza, ya tiene leche y azúcar. Muchas gracias, hermana Anselma.
¡De nada, mujer! Ya me darás las gracias después, cuando te cases con Juan Donato y te
arrepientas de tantos melindres. Se rio un rato ella sola, siguió hablando, y casi pude escuchar el
ruido de las trampillas de mi jaula, bajando todas a la vez.
Pues doña Prudencia, que es una santa y un ángel de la caridad, contribuye con donativos muy
generosos al seminario de nuestra orden, y me ha ayudado mucho durante estos años que he
pasado en Valencia, ¿sabes? Negué con la cabeza y se quedó callada, esperando a que confirmara
mi negativa con palabras. No, hermana Anselma, no lo sabía. Pues esa es la verdad y, claro, cada
vez que vengo a Madrid voy a verla, porque es de bien nacidos ser agradecidos, y... En fin, como
me preocupas mucho y sólo quiero lo mejor para ti, no lo olvides nunca, María, cuando me llamó
la superiora de la Orden para pedirme que volviera a esta casa, fui a comer a la suya y estuvimos
hablando mucho de ti, las dos solas. ¡Hay que ver, lo que nos gusta hablar a las mujeres!, y volvió
a reírse, parece que no nos cansamos nunca. Así que ya te imaginarás lo que me contó... Aquella
vez no perdí el tiempo en mover la cabeza. Contesté directamente con palabras porque no fui
capaz de recordarlo, no sospeché a tiempo lo que doña Prudencia podría haberle contado. No,
hermana Anselma, no me lo imagino. Antes de terminar de decirlo, vi una chispa de triunfo en sus
ojos y me pregunté si habría metido la pata, pero enseguida descubrí que mis aciertos, mis errores,
tenían poco valor en comparación con el objetivo que perseguía aquella mujer. Pues me contó que
en el otoño de 1953, ya no se acordaba bien de la fecha, tú habías ido a verla para decirle que
estabas embarazada de su sobrino Alfonso. ¿De eso sí te acuerdas? Clavé los ojos en mi falda y
no contesté. ¿Te acuerdas o no, María? Sí, hermana Anselma, reconocí al fin, me acuerdo, el ratón
miraba a su izquierda y no encontraba una salida, miraba a la derecha y veía una puerta que
acababa de cerrarse, claro que me acuerdo. Pues al enterarse de que volvía a Ciempozuelos, doña
Prudencia me preguntó por tu hijo, si había sido niño, si había sido niña, si se parecía a su padre,
su voz era tan suave como las alas de una libélula resbalando por un vestido de seda, es lo más
natural, ¿no?, su sonrisa brillaba como la luz de la primera mañana de verano, al fin y al cabo, ese
niño sería de su familia, su rostro nunca me había parecido tan hermoso, pero yo le dije que no
sabía nada de ningún niño, que tú no tenías ninguno... Porque tú no tienes hijos, ¿verdad, María?
El ratón negó con la cabeza y empezó a vislumbrar su destino. ¡Pues no te puedes imaginar el
disgusto que se llevó la pobre mujer! Que había pensado mucho en esa criatura, me dijo, que
estaba muy arrepentida de no haberte ayudado, que habría podido adoptarlo, o por lo menos,
ayudarte a criarlo. Y desde entonces, me estoy preguntando... ¿Dónde está ese niño, María?
No estaba preparada para contestar a esa pregunta. Tal vez, si hubiera sido capaz de adivinar
adónde quería ir a parar, habría podido fabricar una respuesta mejor, decirle que había sido una
falsa alarma, que la regla se me había retrasado por culpa de un quiste, yo qué sé, cualquier cosa,
pero llevaba tres años procurando olvidar, extirpar de mi memoria aquella visita a doña
Prudencia, aquella conversación con Eduardo, aquella consulta de la calle Magdalena y lo que
pasó después. No había faltado a mi palabra. No estaba arrepentida, no me sentía culpable, quizás
por eso había conseguido suprimir aquel recuerdo, enterrarlo en un pozo tan hondo que cuando la
hermana Anselma me miró, mientras aquellos signos de interrogación flotaban en el aire para
nimbar su cabeza como el halo de una Virgen, no supe qué decir. ¿No te acuerdas de lo que
hiciste?, volvió a preguntar con una sonrisa que pretendía ser compasiva, hasta cariñosa, fíjate, y
que por eso me dio más miedo todavía. Yo no hice nada, hermana, pero antes de decirlo desvié la
mirada de la perfecta regularidad de sus dientes para volver a clavarla en mi falda, no fue culpa
mía, lo perdí, simplemente... ¿Lo perdiste?, la hermana Anselma fingió sorprenderse mucho, ¿y
cuándo fue eso? Tardé un rato en contestar, porque sentía que la boca se me había llenado de
tierra. Pues a primeros de octubre de 1953. Y mientras hablaba, cada grano de tierra se convirtió
en una piedra. Ya no me acuerdo del día, porque... Y las piedras se hicieron tan grandes que no fui
capaz de pasar de ahí, pero ella siguió hablando, y llegó mucho más lejos. Pues fíjate, María, eso
fue lo primero que pensé yo también, que podrías haber perdido el niño espontáneamente. Habría
sido raro, ¿no?, porque siendo tan joven y estando sana... Pero, en fin, esas cosas pasan. Por eso,
ayer por la tarde estuve hablando con las hermanas, mirando los registros de octubre de 1953, ¿y
sabes una cosa? Ni siquiera en aquel momento levantó la voz, ni siquiera entonces me habló con
brusquedad ni descompuso el gesto, sólo se quedó callada, para recordarme que estaba esperando
mi respuesta. No, no sé nada, hermana. No, claro, tú no puedes saberlo, pero aquí llevamos la
cuenta de todo, las altas, las bajas, las horas trabajadas, las incidencias de cada día, y por eso sé
que en octubre de 1953 tú no faltaste ni una hora al trabajo. No fuiste a la consulta del médico. No
pediste permiso para ir a un hospital, ni nada parecido. Y nadie recuerda que comentaras nada, ni
de tu embarazo, ni de tu pérdida, así que... Me vas a perdonar, pero no me queda más remedio que
pensar otra cosa. A aquellas alturas, hasta el ratón más tonto habría descubierto que estaba
atrapado, pero yo ni siquiera me paré a pensar en eso, porque tenía demasiado miedo para pensar.
Voy a ser muy honesta contigo, María. Hizo una pausa y aparté los ojos de su cara, como si su
imperturbable sonrisa pudiera quemar mi indefenso cuerpecillo de ratona de pelo fino, blanco y
sucio. Si mis sospechas se confirman, si resulta que pensando mal, acierto, como dice el refrán,
tendrías un problema... Un problema serio de verdad. Porque abortar no es sólo un pecado mortal
gravísimo, el peor que puede cometer una mujer. Abortar también es un delito, penado con la
misma severidad que un asesinato, pues eso y no otra cosa es. Y si a mí se me ocurriera llamar a
la policía, si les fuera simplemente con la sospecha de que una trabajadora de este hospital había
cometido un delito tan horrible, no sólo te llevarían detenida de inmediato. Además te obligarían a
denunciar a quienes te ayudaron a cometer ese crimen. Porque no pudiste hacerlo tú sola, ¿verdad?
Yo ya no respondía, no sabía si ella esperaba que lo hiciera, tenía mucho calor y mucho frío,
las mejillas ardiendo, el pecho congelado, el estómago del tamaño de una avellana diminuta en la
que cabía sin embargo todo el miedo del mundo. A la fuerza tuvo que ayudarte alguien. Y ese
alguien también sería juzgado, eso por descontado, iría a la cárcel igual que tú y con más años de
condena, o correría una suerte peor, quién sabe... Los jueces suelen juzgar con más severidad a los
cómplices que a las culpables, los penales españoles están llenos de desgraciadas que creyeron
solucionar un problema y acabaron buscándose otro mucho peor, y de médicos, de comadronas
criminales, que cooperaron con ellas en el asesinato de sus propios hijos. Eso tampoco lo sabías,
¿a que no? Negué con la cabeza, y si en aquel instante hubiera podido pedir un deseo, habría
escogido un rayo piadoso, una flecha de luz que cayera del cielo para partirme en dos mitades
exactas, justo por la mitad. Y sin embargo, yo sé muchas cosas, María. Sé quién te ayudó. O al
menos estoy segura de adivinarlo, porque en esta casa sólo ha trabajado un médico tan inmoral,
tan vicioso como para prestar esa clase de ayuda. Y no hace falta que diga su nombre, ¿verdad?
Volví a negar sin mirarla, aunque ya ni siquiera me consolaba escapar de sus ojos. Todo el mundo
sabe lo amigos que erais. Así que esta es tu situación, y ahora... ¡Uy, qué tarde se nos ha hecho!
Cuando digo yo que a las mujeres nos encanta hablar... Vuelve mañana a esta hora y terminamos
nuestra conversación, ¿quieres, María? Y no te agobies, mujer, que todo tiene solución en esta
vida. Entonces se levantó, vino hacia mí, me puso las manos en los hombros y, sin soltarme, con
esa sonrisa suya de anuncio publicitario, añadió algo más. ¡Ah! Y otra cosita... Ahora mismo
estarás confundida, aturdida por todo esto, y es posible que se te ocurra la tontería de largarte sin
avisar. No lo hagas, te lo digo por tu bien. Eso sería lo mismo que reconocer tu delito, y entonces
sí que no me quedaría más remedio que llamar a la policía. La que avisa no es traidora...
—Yo creo que es mejor que vayas tú, María —la hermana Luisa tardó unos segundos en
responder—. Son tus vacaciones, ¿no?
—Claro —asentí, y estuve a punto de preguntarle si a ella también le daba miedo la
superiora, pero no me atreví—, era por ganar tiempo.
—No te preocupes por eso, mujer. Total, para dos meses que te quedan de trabajar aquí...
Seguro que lo entiende. Aunque os saltéis el banquete, una boda siempre es una complicación. Y,
al fin y al cabo, ella va a ser la madrina, ¿no?
—Pues sí, eso parece.
El martes, 12 de marzo de 1956, la hermana Anselma no apareció por su despacho en toda la
mañana. El miércoles tampoco la encontré allí, aunque me había dejado recado de que fuera a
verla al día siguiente, a las nueve en punto. A aquella hora me estaba esperando en la puerta e hizo
grandes aspavientos al verme. ¡Ay, María, qué mala cara tienes!, me puso una mano en cada sien,
como si pretendiera poner mi cabeza en un marco, no te habrás puesto mala, ¿verdad?, y cabeceó
con un gesto de preocupación mientras abría la puerta, a ver si estás incubando algo, mujer... No,
hermana, no es eso, respondí después de sentarme en la silla de las visitas, es que llevo dos
noches sin dormir.
Le dije la verdad, porque ya no servía de nada mentir. Durante las dos últimas noches y los
días que las precedieron, mi cabeza no había parado de dar vueltas, moviéndose a tanta velocidad
como los ratones por los pasillos de su jaula. Ellos buscaban siempre una salida, pero yo ya había
renunciado a encontrarla. Sabía que la hermana Anselma hablaba en serio, pues anda, claro, ni se
me pasó por la cabeza que estuviera exagerando. Ella era muy capaz de cumplir, una por una,
todas sus amenazas, pero lo más importante no era eso. Lo importante de verdad era que yo nunca,
jamás, denunciaría a Eduardo Méndez ni a su amigo, el ginecólogo gordito de la calle Magdalena.
Esa fue la primera conclusión a la que llegué mientras miraba al techo desde mi cama durante
horas y horas, fíjate, y no porque Eduardo me importara más que yo misma, porque no era
exactamente así. Lo que comprendí fue que si le daba su nombre a la policía, yo ya no volvería a
ser yo, nunca volvería a ser nada, sólo una mierda, eso sería hasta que me muriera, las cosas como
son. Así que él me importaba, porque le quería mucho, y más me importaba yo, aunque me
quisiera poco, pero lo importante no era el cariño. Lo importante era que, si le denunciaba, nunca
podría volver a pronunciar la palabra «yo». Y como no estaba segura de tener la boca cerrada en
una comisaría, decidí que lo mejor sería evitar cualquier tentación de abrirla. Cuando admití que
eso significaba que no había salida para mí, me sentí más tranquila, fíjate, resignada no, pero casi
serena, aunque ni yo misma entendía por qué. Luego sí. Luego me di cuenta de que los ratones no
tenían imaginación, ni paciencia, ni una vida larga, suficiente para acechar el momento oportuno.
A ellos jamás se les ocurría roer la alambrada, empujar para debilitarla en el punto donde las
paredes se unían con el suelo, intentar fabricar una salida distinta de la que les negaban las
trampillas, y al pensarlo me animé, aunque no fuera más que una fantasía, una trampa tonta que me
ponía a mí misma. Yo lo sabía, pues anda, claro, no faltaba más, sabía que mi destino se llamaba
Juan Donato Fernández y que tenía cuatro paredes de alambre, un techo del mismo material. De
esa jaula no me iban a librar ni la paz ni la caridad, pero pensar que no tenía por qué durar
siempre, que él podría morirse o yo arreglármelas para salir de vez en cuando, me ayudaba a
soportar lo que se me venía encima. Y al mirarme, la hermana Anselma se dio cuenta.
Bueno, por lo que veo, ya has comprendido lo que te conviene, ¿verdad, María? Desde luego,
hermana, respondí con un aplomo que me extrañó a mí más que a ella. Mi respuesta no le gustó
mucho, pero no la comentó porque aquella mañana fui yo quien empezó la conversación. Si la he
entendido bien, usted me propone que me case con Juan Donato y nos olvidemos de todo lo que
hablamos el otro día. Es eso, ¿no? La hermana Anselma abrió mucho los ojos, como si mis
palabras hubieran escandalizado su delicado corazón. Hay que ver, mujer, lo cuentas de una
manera... Mira, voy a ser sincera contigo, olvidar, lo que se dice olvidar... Una cosa así nunca se
olvida, pero... Yo no dije nada. Ella me miró y me encontró tranquila, muy distinta del animalito
asustado al que había acorralado sin esfuerzo dos días antes. Dejó pasar unos segundos en
silencio, y como no abrí la boca, no le quedó más remedio que contestarme. En fin, digamos que
sí, concedió. Yo lo que quiero es que aproveches la oportunidad que la vida te ha puesto delante,
que hagas feliz a Juan Donato haciéndote feliz a ti misma, que puedas tener hijos, y criarlos, y
compensar los errores de tu pasado. Muy bien, respondí, pues me caso con él y ya está.
No dije más. Ella recibió mis palabras con una sonrisa triunfal, pero no se atrevió a
sostenerla mucho tiempo, como si mis ojos reflejaran todo lo que habría añadido si hubiera
podido permitírmelo. Que no sólo me iba a obligar a casarme a mí con un hombre al que no
quería, sino que además iba a casar a su querido Juan Donato con una mujer que había sido capaz
de abortar un hijo engendrado en lo que para ella nunca sería otra cosa que la desgraciada
aventura de una muchacha viciosa, inmoral. Tuvo que ver eso en mis ojos porque, durante unos
segundos, las dos nos miramos en silencio, sin hablar, sin movernos, tan tiesas como dos
pistoleros a punto de desenfundar en una calle desierta. Ya verás como todo esto termina siendo
para bien, mujer, ella disparó antes pero no me acertó. Su voz, repentinamente frágil, infectada de
inseguridad, sonó hueca, más falsa que nunca. Ya verás como acabas agradeciéndome el bien que
te hago... Seguro, resumí mientras me levantaba de la silla. Perdóneme, hermana Anselma, pero
tengo que irme a trabajar. Y salí muy digna de aquel despacho, pero la dignidad no me estorbó
para escuchar el ruido de las cadenas que unían entre sí los grilletes que aprisionaban mis
tobillos.
Aquella noche aprendí que llorar es bueno para dormir, porque lloré mucho, lloré tanto como
si me vaciara, y me quedé dormida sin enterarme. Juan Donato había venido a verme por la tarde.
Me lo encontré tan limpio, tan repeinado, tan oliendo a colonia como la otra vez, en el umbral del
dormitorio de doña Aurora, el mismo sitio donde había visto a Germán por primera vez. Dame un
abrazo, María, me dijo, pero no lo hice. Me dejé abrazar por él, simplemente, y dejé que me
besara en la frente, en las mejillas, pero yo no le besé. Me desasí de él, le miré, y no quise pensar
que sería mi marido para toda la vida. Vamos a esperar un poco, Juan Donato, dije solamente.
Necesito tiempo para hacerme a la idea de todo esto. Él asintió con una repentina mansedumbre,
como quieras, pero me gustaría presentarte a mi madre, a mi hermana, que vinieras a casa a comer.
Claro que sí, intenté sonreír y lo conseguí, el día que me invites...
A partir de aquel momento, comprendí que necesitaba reconciliarme con mi destino,
acostumbrarme a la idea de que todas las noches me acostaría con Juan Donato para levantarme a
su lado todas las mañanas, convencerme de que mi matrimonio podría acabar teniendo cosas
buenas para mí. No me costó trabajo recopilarlas, porque llevaba toda la vida oyéndolas, que el
roce hace el cariño, que dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma opinión,
que las mujeres casadas tienen mucha más libertad que las solteras para entrar y salir sin que
nadie piense mal de ellas, que son las dueñas de su casa, las que tienen el poder, que las solteras
son unas fracasadas, mujeres superfluas, inútiles para la sociedad, que los hombres son como
niños, que los que parecen más brutos acaban siendo los más dóciles, que los matrimonios por
amor suelen acabar siendo un fracaso, que salen mucho mejor los que se conciertan por interés...
Todo eso me sabía, pues anda, claro, no faltaba más, ni siquiera podía contar las veces que me lo
habían dicho, pero no logré convencerme a mí misma, las cosas como son, es que no me sirvió de
nada recordarlo porque no me lo creí. Lo intenté, fíjate, y pensé hasta en Rosarito, que yo siempre
había creído que era como Eduardo Méndez, que le gustaban más las mujeres que los hombres, y
sin embargo iba a casarse con Antonio casi al mismo tiempo que yo. Pero luego pensaba que con
Antonio me habría casado yo también, pues anda, claro, mucho antes que con Juan Donato, porque
era simpático, divertido, porque lo que se dice gustar, no me gustaba ni pizca, pero me caía bien y
no me daba asco. Cada vez que llegaba a esa palabra me asustaba, me regañaba a mí misma por
pensar así, me decía que no me convenía ir a mi boda como un cerdo va al matadero, y que tenía
que pensar en cosas buenas de Juan Donato, porque si toda la comunidad de Ciempozuelos creía
que era un santo, por algo sería... Eso tampoco me lo creí nunca, pero desde el día que fui a comer
a Las Fuentes, ya todo me dio igual. Ese día, mientras lavaba los platos con mi futura suegra, ella
me dijo que no creyera que la iba a engañar. Que sabía muy bien que yo era una puta, que había
sido la querida de un médico, y que desde luego, si su hijo no fuera tan cabezón, ya le habría
convencido ella de que no se casara conmigo, porque una sinvergüenza como yo no merecía
convertirse en la mujer de un hombre decente. Mientras yo viva en esta casa, nunca serás feliz
aquí, me dijo, que lo sepas. Y para demostrarme que iba en serio, se besó la cruz que había hecho
con el índice y el pulgar de su mano derecha.
—¿Vas a estar en tu casa esta tarde? —el 29 de junio, viernes, me encontré con Germán en el
cuarto de doña Aurora.
—Supongo que sí —me respondió, muy sonriente.
—¿Y tienes algo que hacer?
—Supongo que no —y la sonrisa no se había borrado de su boca.
—Bueno, pues dame tu dirección.
Desde que la hermana Anselma me dijo que Juan Donato quería casarse conmigo, no había
vuelto a pensar en Germán. Me lo había prohibido a mí misma igual que un diabético se prohíbe el
azúcar, igual que un alcohólico se prohíbe el coñac, pues anda, claro, porque pensar en él me
hacía daño pero, sobre todo, porque Germán no era una solución. En las jaulas donde están
atrapados los ratones blancos no se abren puertas milagrosas de la noche a la mañana, y en la mía
tampoco iba a abrirse ninguna. Cuando era pequeña, mi abuelo me tenía prohibido acercarme al
rincón donde guardaba unos bidones blancos que sólo manejaba él, siempre con los guantes
puestos. Me explicó una vez que eran pesticidas, pero que para mí, como si fueran veneno.
Alfonso me enseñó después, sin gastar palabras, que las ilusiones son más venenosas que los
pesticidas, y bastantes problemas tenía yo ya sin ellas.
Por mucho que hubiera vivido en Suiza, por mucho que no entendiera España, por muy
amable que fuera conmigo y aunque yo le gustara, porque sabía que le gustaba, las cosas como
son, el doctor Velázquez nunca me rescataría de Juan Donato de la única manera posible, o sea,
casándose conmigo. Eso era lo único en lo que se parecía al doctor Molina, fíjate, lo único,
porque nos conocíamos desde hacía más de dos años y nunca había intentado nada, aunque los dos
hubiéramos estado a punto muchas veces, aunque en el cumpleaños de Eduardo llegáramos a
asomarnos al mismísimo borde del precipicio cogidos de la mano. Pero eso era una cosa, una
boda era otra, y yo había pensado muchas veces en las dos. Sabía que Germán era muy distinto a
Alfonso, y que si me tiraba al abismo con él, el resultado también lo sería. Él no me traicionaría,
no me abandonaría de la noche a la mañana, no me engañaría con palabras dulces, promesas que
no tenía la menor intención de cumplir, pero de ahí a que se casara conmigo... Pues anda, claro, es
que ese era otro abismo, y bien distinto. Los médicos no se casaban con las auxiliares de
enfermería, pues no faltaba más, nunca había visto ni un solo caso. Y si yo hubiera llegado a ser
enfermera, si los dos trabajáramos en un hospital normal, a lo mejor, fíjate, pero en Ciempozuelos,
en el manicomio de mujeres... Sin embargo, el verano anterior nos lo habíamos pasado tan bien en
la glorieta, en el invernadero, que yo había pensado, pues bueno, que no se case conmigo, nos
liamos en secreto y seguimos así hasta que se acabe, lo que dé de sí. Germán habría sabido
guardar el secreto, yo lo sabía, él no me daba miedo, pero tampoco encontré el cabo de un hilo del
que tirar para acercarlo a mí. Y luego llegó el cáncer de doña Aurora, y lo de su programa, y el
embarazo de Rafaelita, y el traslado de la hermana Belén, que era su amiga, su aliada en lo de la
medicación nueva, y empezó a estar tan triste, tan cabreado al mismo tiempo, que todo se hizo aún
más difícil. Bueno, hay tiempo, pensé. Pero en el funeral de Reme aprendí que no, que para mí no
había tiempo. Y entonces, cuando ya todo era imposible, fue cuando Germán empezó a gustarme
de verdad.
En realidad me había gustado siempre, pero no como Alfonso, con aquella ansiedad que me
encogía el estómago y me volvía loca, sino de otra manera. Germán olía a colonia Álvarez
Gómez, así, sin más, pero me había devuelto a doña Aurora, me había contado la verdadera
historia de la muerte de mi madre, me había enseñado a pensar en mi padre, y no sólo eso. Germán
no me hacía temblar cuando me miraba, no me erizaba la piel cuando me tocaba, pero yo presentía
que con él habría podido ser feliz, que habríamos podido ser felices juntos aunque no nos
casáramos, y sólo de pensarlo, se me llenaban los ojos de lágrimas. Hablando con él, había vuelto
a ser yo misma, la nieta del jardinero, la discípula de doña Aurora, la amiga de Eduardo, una
mujer intacta, sin cicatrices, con toda la vida por delante. Eso era lo que perdería el día de mi
boda con Juan Donato, mi futuro, el destino con el que había soñado a los seis años en el
invernadero, un tesoro que creí perdido para siempre hasta que Germán Velázquez lo desenterró, y
lo limpió, y me lo puso entre las manos. No podía echar a perder mi vida sin despedirme de los
sueños que se me habían escurrido entre los dedos. No podía aceptar que me pusieran un yugo
alrededor del cuello sin rebelarme ni un solo día. No podía sucumbir a la voluntad de los demás
sin ejercitar, aunque sólo fuera una vez, la última, mi propia voluntad.
—Hola —a las ocho en punto de la tarde del 29 de junio de 1956, sólo tuve que llamar al
timbre una vez.
—Hola —entré en su casa y, cuando cerró la puerta, me apoyé en ella y le miré.
Luego me besó y ya no volvimos a hablar en un buen rato.
Nada salió como yo lo había planeado.
No es que saliera mal, porque salió bien. Tampoco que fuera malo, porque fue bueno. Pero
mientras besaba a Germán, mientras él me tocaba, mientras le acariciaba y me dejaba acariciar,
mientras nos quitábamos la ropa, y nos mirábamos, y él me veía desnuda, y yo a él, mientras nos
íbamos a la cama, y nos dejábamos caer sobre ella, y seguíamos besándonos, acariciándonos, no
logré quitarme de la cabeza a Juan Donato ni un momento, fíjate, no pude dejar de pensar que
aquella podría ser la última vez que besaba a un hombre que me gustaba, la última vez que me
acostaba con un hombre al que hubiera escogido yo, y eso me puso nerviosa, y triste, y estuvo a
punto de echarlo todo a perder. Luego ya no. Luego, cuando la promesa del placer presente se hizo
más fuerte que la amenaza del matrimonio futuro, me olvidé de todo y disfruté de verdad, pues
anda, claro, menos mal que eso no me lo perdí, pero duró muy poco, siempre dura muy poco, y
cuando mis labios aún dibujaban una sonrisa de boba que habían tardado tres años en
reconquistar, Juan Donato volvió a aparecérseme como si estuviera grabado en mis ojos, como si
sólo pudiera verle a él en todo lo que miraba, como la maldición en la que se había convertido.
Aparte de eso, desde el principio me di cuenta de que lo que me pasaba con Germán era
distinto a lo que me había pasado con Alfonso, peor en unas cosas, mejor en otras. No tenía
sentido que me engañara a mí misma, y reconocí que aquella tarde mi cuerpo no respondía con
tanta rapidez como tres años antes, aunque después se me ocurrió que tampoco me había acostado
nunca con Alfonso cuando estaba a punto de casarme con otro. Mi deseo por Germán parecía más
débil, pero a él no le había conocido en una casa donde estaba sirviendo, ni me había llevado
antes a un baile de chachas, ni había desaparecido para dejarme con las ganas al día siguiente, así
que tampoco tenía mucho sentido compararlos. Y así estaba, haciéndome un lío con mi propio
pensamiento, cuando me abrazó, me atrajo hacia él y me habló desde muy cerca, nuestras narices
casi rozándose, sin dejar de acariciarme.
—¿Por qué has venido, María?
—Pues... Menuda pregunta —y sonreí—. He venido para acostarme contigo.
—Ya —él también sonrió—. Pero no te he preguntado para qué, sino por qué has venido.
—Porque voy a tener que casarme con Juan Donato —respondí sin pararme a pensarlo,
cerrando los ojos como si estuviera a punto de tragar una cucharada de un jarabe muy amargo—.
No quiero, pero no hay más remedio.
—Y eso ¿por qué?
—¡Joder! Anda que no estás pesado tú con los porqués...
—Pues sí —se echó a reír—, ya ves.
Nada salió como lo había planeado. Yo sabía que tenía que contarle la verdad a Germán para
que no se confundiera, para que comprendiera que aquello era un final, y no un principio, pero
creí que el momento llegaría más tarde, fíjate, al día siguiente, incluso. Había calculado que él
tomaría lo que yo le diera sin hacer preguntas porque eso sería lo que habría hecho Alfonso
Molina, anda, claro, pues no faltaba más, pero no fue así porque los dos eran muy distintos, y mira
que lo sabía, ¿eh?, pero no me acordé a tiempo. Total, que cuando empezó con las preguntas,
estábamos los dos desnudos en su cama, a mí me había costado mucho trabajo llegar hasta allí y
tampoco podía marcharme sin más. Por eso doblé mi lado de la almohada, me incorporé para
recostarme sobre ella, me tapé con la sábana, miré al frente y me convertí en Sherezade por última
vez para contárselo todo, bueno, casi todo. Algunas cosas me las guardé para mí, porque no quería
darle pena a él, ni morirme de pena yo al escucharlas.
La casa de Juan Donato no era magnífica, como me había anunciado la hermana Anselma. Era
más grande que la de mis abuelos, porque tenía un dormitorio más y un zaguán en la entrada, pero
por lo demás, se parecía muchísimo, los mismos techos bajos, las mismas paredes encaladas,
hasta el fogón era idéntico, fíjate, de la misma marca y el mismo tamaño que el nuestro, aunque el
aire no olía igual. La casa de Juan Donato podría estar limpia, no digo yo que no, pero tenía un
olor triste, agrio, en el que un remoto rastro de aroma a enfermedad, a las medicinas que había
sudado la pobre Reme durante tantos años, se filtraba por debajo del tufo a comida de las casas
mal ventiladas. Mi futura suegra no era partidaria de la luz, porque en pleno verano tenía las
ventanas cerradas, las persianas bajadas para ahuyentar al calor, decía. En la penumbra en la que
vivían, ni siquiera se veían bien las caras los unos a los otros, por eso no podría decir si
limpiaban o no, aunque la limpieza era lo de menos.
La hermana de Juan Donato era la encargada de guisar. Parecía una giganta, porque era muy
alta, muy corpulenta, más maciza que gorda, como las que salen en los desfiles con los cabezudos,
pero aunque tenía una pinta que daba miedo, no descubrí si era simpática o no, porque apenas
hablaba. Con el calor que hacía, sirvió para comer un guiso de garbanzos con acelgas, muy soso,
que encima estaba hirviendo. Yo me lo comí sin protestar, quemándome los labios en la primera
cucharada, e intenté ser simpática, las cosas como son. Repartí sonrisas a diestro y siniestro, igual
que si estuviera sembrando un campo, pero la única que me respondió fue Cristina, fíjate, la hija
pequeña, que quiso saber si había ido al cine, y me pidió que le explicara qué se sentía, y me
preguntó si la llevaría a verlo cuando vinieran los hombres que proyectaban películas en la plaza.
Le prometí que sí, que vendría a buscarla si a su padre le parecía bien. Juan Donato no dijo ni que
sí ni que no, porque tenía bastante con mirarme todo el rato como si fuera un cazador con la
escopeta cargada, yo una liebre saltando por el campo. Desde que se enteró de que íbamos a
casarnos, estaba muy formal, muy educado de palabra, pero sólo me quitaba los ojos del escote o
del culo para apartarlos de pronto y sonreír para sí mismo, como diciendo, menudos festines me
voy a pegar yo con esta... Así que su madre contestó por él, y dijo en voz alta que bueno, que lo
del cine ya se vería, y luego me miró de una manera que anticipó el discurso que me soltaría un
rato después, mientras fregábamos los platos en la cocina.
Eso no se lo conté a Germán. Pues anda, claro, si yo había ido a Madrid para acostarme con
él, y no tenía que volver a Ciempozuelos hasta el lunes siguiente, que no es que yo pensara
quedarme en su casa una semana entera, y que además tendría que ir antes a darle una vuelta a mi
abuela, pero vamos, que no le conté nada de la casa de Juan Donato porque esa historia se la
bajaría a un potro, que era la expresión favorita de mi abuelo, aunque su mujer le regañara por
decirla delante de mí cada dos por tres. Así que eso me lo salté, pero le conté lo demás, la
enfermedad de Reme, las miradas de Juan Donato, las cosas que me había dicho después de lo de
Alfonso, las que había ido diciendo en casa de Mari Carmen, la proposición de la hermana
Anselma y que no tenía más remedio que obedecerla. Eso no lo entendió, pues anda, claro, porque
así, a medias, parecía que la jaula no estaba cerrada, que podría coger mi maleta y largarme
cuando quisiera, lo mismito que había pensado yo antes de enterarme de todo lo que sabía aquella
mujer de mi vida. Vete, María, me dijo él también, no tienes por qué casarte con ese hombre si no
le quieres, nadie puede obligarte a hacer una cosa así...
Yo le dije que sí, que había alguien que podía. Creyó que era mi abuela, se ofreció a
encargarse de que la cuidaran, y tuve que decirle que no era ella, pobrecita mía, pero no se dio
por vencido con eso. Siguió preguntando, y preguntando, hasta que me obligó a llegar al final, a un
lugar hasta el que yo nunca habría querido llegar. Y resultó que ya lo sabía, fíjate, que sabía que
yo había abortado y que Eduardo me había ayudado, porque se lo había contado él mismo como si
fuese una cosa normal, o sea, a lo mejor eso no, pero sí una manera de resolver un problema. Y
cuando me enteré de que Germán lo sabía pero le había dado igual, de que había seguido
tonteando conmigo como si yo no me hubiera vuelto loca por otro hombre, de que me había
seguido mirando con el mismo cariño, con el mismo deseo, antes y después de saber una verdad
tan fea, pues entonces sí que me di pena a mí misma, fíjate, y me dio pena mi vida, todas mis
vidas, la que había soñado para no poder alcanzarla nunca, la que podría haber compartido con él
si las cosas hubieran sido de otra manera, la que me esperaba cuando me casara con Juan Donato
para irme a vivir a una casa oscura y maloliente. Al pensar en aquella penumbra se me saltaron las
lágrimas, y no de pena, ni de rabia por mi mierda de suerte, sino de una emoción triste, difícil de
explicar. Lloré porque existía Germán Velázquez, porque existía Eduardo Méndez, porque yo los
quería y porque ellos me querían a mí. Lloré porque de repente me sentí orgullosa de haber
compartido unos años de mi vida con ellos, porque existía un mundo en el que me habría gustado
vivir. Lloré porque estaba viendo ese mundo al otro lado de los barrotes de mi jaula, porque su
imagen me consolaba de la existencia de otro brutal, oscuro, que era el único que conocería. La
verdad era que ni siquiera sabía muy bien por qué lloraba, las cosas como son, y ahí se acabó mi
aventura de chica viciosa e inmoral, mi ventaja de mujer marcada, de la que no se espera que
llegue virgen al matrimonio. Porque como no fui capaz de tragarme las lágrimas, pues ya no
follamos más.
—Necesito cuatro fotos tuyas de carné, María.
El 17 de julio, dos días después de volver al trabajo, Germán me vio al fondo de un pasillo,
movió la mano en el aire para pedirme que le esperara, y volcó en mi oído aquella extraña
petición.
—¿Cuatro fotos? —fruncí el ceño y él atravesó su dedo índice sobre los labios, me apretó
discretamente el codo, señaló hacia delante para sugerir que echáramos a andar.
—Sí, cuatro —añadió en un susurro—. En realidad sólo hacen falta dos, pero prefiero que te
hagas cuatro por si alguna se estropea.
—Pero ¿para qué las quieres?
Entonces se adelantó y, andando hacia atrás, me miró y dijo exactamente lo mismo que le
había dicho yo hacía un mes y medio.
—¡Ah! Eso no te lo puedo decir —y sonreía igual que sonreí yo entonces—. Es una
sorpresa...
Aquella noche no volvimos a follar, pero hablamos mucho, como de costumbre. Empecé yo,
también como de costumbre, mientras él me tenía abrazada, mi cabeza en el ángulo de su cuello, su
brazo alrededor del mío, y empecé por el principio, por aquellos ratones blancos que había visto
una vez en el cine, en el No-Do o en una película de monstruos, y de la jaula tramposa de la que
no iban a poder salir. También le conté la pena que me había dado Cristina, la hija de Juan
Donato, cuando me di cuenta de que ella era una ratoncita más, aunque ni siquiera supiera que
estaba encerrada en una jaula invisible, porque nunca había visto una película y quería saber lo
que se sentía. Eso me había impresionado mucho, fíjate, que no me preguntara cómo era el cine, ni
qué pasaba, sino qué se sentía. Yo creía que iba a llevarme bien con ella, mucho mejor que con su
hermano, y eso que la tonta de Mari Carmen me había dicho, hay que ver qué suerte tienes, María,
vas a tener dos hijos ya criados sin haber tenido que parirlos... Ya ves tú, menuda suerte, pero en
fin, así es la vida, porque parecía mentira que Rosarito y yo fuéramos a casarnos casi a la vez,
ella con Antonio el primer sábado de septiembre, yo con Juan Donato una semana después. A mi
amiga, que se moría de ganas, casarse le había costado muchísimo trabajo. En cambio, yo me
había encontrado con una boda que no quería de la noche a la mañana, pero al final eso iba a dar
lo mismo, porque las dos íbamos a estar igual de casadas, con ganas o sin ellas. Eso también se lo
conté a Germán, y así, saltando de una cosa a otra, hablé y hablé, de mis intentos por convencerme
de que Juan Donato podría ser un buen marido para mí, de la fama de hombre buenísimo que tenía
entre las monjas, de que tal vez se la mereciera aunque yo no hubiera logrado creérmelo, y de que
más me valía ir haciéndome a la idea de lo que me esperaba. Y me sentía tan bien, tan segura,
mientras hablaba cobijada en su hombro, que acabé explicándole que no había ido a su casa a
buscarle por él, sino por mí, porque cuando comprendí que seguramente nunca sería feliz con Juan
Donato, por mucho que me empeñara en convencerme de lo contrario, pensé que al menos una vez
tendría que acostarme con un hombre que me gustara, uno que hubiera elegido yo, y no la hermana
Anselma. Le pregunté qué le parecía y no me contestó. Y creí que aquella vez no me había
escuchado con atención.
—Voy a decirte una cosa, María. Si estás pensando en casarte con otro para escapar del
casero, quítatelo inmediatamente de la cabeza.
—Pero... —me puse roja como un tomate aunque sabía que él no podía verme—. ¿No estarás
pensando que yo...? —me incorporé sobre un codo, le miré y le encontré muy tranquilo—. De
verdad, Germán, que yo no he venido...
—Ya lo sé —sonrió y todo—, si acabas de decirlo, ¿qué te crees, que no te he oído? Pero no
estoy hablando de mí, sino de cualquier otro hombre. Hazme caso porque sé de lo que hablo. Mi
matrimonio se fue a pique precisamente por eso. Los maridos sustitutos nunca son una buena
solución.
—No te entiendo —le dije, por decirlo yo también, al menos una vez, y por ver si me
enteraba de algo más, pero no picó.
—Da igual —porque siguió hablando como si le trajera sin cuidado lo que yo entendiera o
dejara de entender—. Lo que importa es que tienes que desaparecer, María, tienes que esfumarte
sin dejar rastro, ¿comprendes?
Volví a apoyar la cabeza en su hombro y me dejé llevar por su voz.
—Ya sé que te parecerá imposible, y es muy difícil, pero se puede hacer, yo intentaré
ayudarte. Tienes que estar preparada para marcharte en cualquier momento, eso sí, y sin equipaje,
salvo que podamos hacer coincidir tu fuga con la boda de Rosarito, por ejemplo, aunque no sé...
Bueno, el caso es que nadie puede enterarse de esto, pero nadie, ni tu amiga, ni Eduardo, ni nadie
en el mundo, ¿está claro? Y tú tampoco puedes levantar sospechas, eso es fundamental. Debes
seguir pareciendo tan triste, tan ausente como has estado en los últimos meses, y cuando nos
crucemos en el manicomio, tratarme como siempre, sin buscarme pero sin esquivarme, ¿de
acuerdo? Si tu novio se entera de que tienes esperanzas de no casarte con él, todo se vendrá abajo,
así que te conviene ser igual de cariñosa que ahora, o más todavía, decirle que te has dado cuenta
de que es un buen partido para ti, que la boda te hace ilusión... Lo que se te ocurra, pero sin
pasarte de la raya, porque si de repente te haces la enamorada, sospechará. Y cuando lleguen los
del cine al pueblo, te vas a buscar a la niña y la invitas, eso por descontado...
Yo le escuchaba y no me creía ni una palabra de lo que decía, fíjate, pero su voz me arrulló,
me acompañó hasta que me quedé dormida. Las ilusiones son más venenosas que los pesticidas,
pero cuando se comparten, mejoran mucho. Eso aprendí aquella noche, en casa del doctor
Velázquez, mientras él me preguntaba en dónde me gustaría vivir, en qué me gustaría trabajar,
cómo me gustaría llamarme. Yo creí que era un juego, pues anda, claro, ¿y qué otra cosa iba a
ser?, pero contesté a sus preguntas, y a ratos me reí, y él se rio conmigo, pero no le pregunté nada
más, ni qué planes tenía, ni quién iba a ayudarnos, ni cómo íbamos a hacerlo, porque no me lo
tomé en serio. Sin embargo, aquella fantasía dulce, risueña, me ayudó a dormir de un tirón por
primera vez en muchas noches. Y a la mañana siguiente, todo empezó a salir ya como yo lo había
planeado.
Lo primero que hicimos al despertarnos fue echar un polvo, que se pareció muchísimo a la
idea de follar con Germán que yo tenía cuando se me ocurrió que iba a darme un homenaje. Fue un
polvo risueño, divertido, como de película de aventuras, uno de esos polvos que echarían las
damiselas que se enamoran de los piratas y están tan contentas mientras izan una bandera negra
con una calavera y dos huesos cruzados, o las novias de los gánsteres, que se los comen a besos
cuando vuelven a su escondite después de robar un banco. De eso me acordé, fíjate, y no de
Fortunata, porque yo no había dejado de ser como ella, pero Germán no se parecía a Maxi, y
mucho menos a Juanito Santa Cruz. Mi memoria escogió para nosotros las películas de aventuras,
no sé por qué, a lo mejor por lo que él me había dicho la noche anterior de fugarme como una
delincuente. Seguía sin creerme una palabra pero me dio igual, porque las enamoradas de los
piratas, las novias de los gánsteres, hicieron por mí lo que no había sabido hacer yo sola, y
borraron a Juan Donato de mi cabeza igual que si rebanaran la suya con un sable o le reventaran la
frente de un balazo. Después nos duchamos, nos vestimos, bajamos a desayunar a la calle,
volvimos a follar, y así seguimos hasta el martes a mediodía. Yo no entendí bien lo que pasaba,
pero pasó, y lo que era bueno empezó a ser buenísimo aunque todo lo que hacíamos era una
despedida, o a lo mejor, precisamente por eso. No esperaba que las cosas salieran así, fíjate,
creía que antes o después me pondría triste, pero fue al revés, todo lo contrario. Cada minuto de
aquellos días se convirtió en un tesoro, el tiempo más valioso, un instante irrepetible que no se
podía desperdiciar, y así lo disfruté todo, el sexo, las conversaciones, el vino y hasta el sueño,
porque volví a dormir como no dormía desde hacía meses, y al despertarme tenía mucha hambre
de todo, y volvíamos a follar, a comer, a beber, como si el resto del mundo no existiera, como si a
Juan Donato le hubiera partido un rayo, como si yo hubiera vuelto a ser la dueña de mi vida. El
lunes siguiente estaba ahí, a la vuelta de la esquina. El 15 de septiembre sólo un poco más allá,
pero yo sentía que tenía una vida entera por delante, todo el tiempo del mundo, horas y horas de
risas, de placer, de una felicidad dorada, gratuita, que no tenía principio ni final. Sólo me acordé
de Juan Donato para pensar que nunca, ni él ni nadie, podría quitarme el recuerdo de aquellos días
en los que había logrado vivir una vida mía y diferente, la que yo quería, la que perduraría para
siempre en la perpetua penumbra de su casa, de su cama.
—Tengo que ir a ver a mi abuela —y ni siquiera el martes por la mañana me vine abajo—.
No sé cómo estará, porque cuando falto yo no le hacen mucho caso.
—Bueno —en los cuatro días que habíamos pasado juntos, había aprendido lo suficiente
como para estar segura de que no iba a dejarme marchar sin más—. Pero puedes volver.
—Desde... —su lengua se metió en mi boca antes de que pudiera terminar la frase, pero él
me entendió tan bien como le había entendido yo a él.
Me fui a Ciempozuelos en una camioneta que iba parando en todos los pueblos y llegué casi a
la hora de comer. Ya había avisado de que volvería aquel día, así que nadie se extrañó de verme
por allí. Le había contado a la hermana Luisa que iba a estar con una amiga en Madrid, viendo
trajes y zapatos para las dos hasta el miércoles, y que después iba a irme con ella al pueblo de
Vallecas para ayudarla a limpiar su casa. Rosarito estaba en el ajo. La había llamado por teléfono
la semana anterior desde una cabina de Correos, para que no me oyera nadie, y no le pareció nada
bien lo que le conté. ¡Hay que ver, María, lo que te gusta meterte en líos! Después de lo del otro...
¿Y si te pillan? Pues si me pillan, lo más seguro es que no me case con Juan Donato, así que eso
que salgo ganando. Pues mira, no te falta razón, reconoció después de pensarlo un poco. Claro,
que ella no sabía nada de la cárcel, porque tampoco le había contado lo otro, pues sí, anda, no
habría faltado más, pero lo que me impresionó fue que no se le ocurriera decirme que, si no quería
casarme, dijera que no y me largara de allí. Rosarito no lo dijo, ni siquiera lo pensó, porque daba
por sentado que para una chica como yo, huérfana y pobre, con mala reputación, sin nadie que la
defendiera, sería imposible oponerse a la voluntad de la superiora de Ciempozuelos, al deseo de
un hombre dispuesto a casarse con ella, al sentido común de la sociedad. Así comprendí que las
jaulas no siempre estaban fuera, en las amenazas y los chantajes de las personas que tenían el
poder. También podían estar dentro, incrustadas en el cuerpo, en el espíritu de todas las mujeres
perdidas que asumían mansamente un destino que no habían elegido, sólo porque otros habían
decidido que lo que más les convenía era volverse decentes. Pues mejor la cárcel, me atreví a
pensar entonces. Yo siempre pensaba mucho y no decía nada, las cosas como son, pero aquella
tarde, cuando volví al manicomio de Ciempozuelos, habría pagado con gusto ese precio a cambio
de cinco días más como los que acababa de vivir, fíjate. Sabía que estaba pensando un disparate,
pero me dio igual. Y menos mal que iba a casarme con un santo, el mejor partido al que podía
aspirar una mujer perdida como yo, porque cuando me bajé de la camioneta, mientras iba andando
al manicomio, me crucé por la calle con Mari Carmen, que iba a la compra con su madre y se me
quedó mirando con la boca abierta, moviendo la mano en al aire de arriba abajo, a toda
velocidad. Hay que ver, María, me dijo, lo guapa que estás y la buena cara que tienes. ¡Cómo se
nota que vas a vestirte de blanco!, resumió, la muy simple, aunque la hermana Anselma ya me
había advertido que mi traje de novia tendría que ser corto y negro, porque eso era todo a lo que
yo podía aspirar.
Subí corriendo al cuarto de mi abuela y la encontré bien y mal al mismo tiempo. Había
pagado a una compañera para que estuviera pendiente de ella en mi ausencia y no las tenía yo
todas conmigo, pero mi primera impresión fue que no había tirado el dinero. Marisa la había
lavado, la había peinado, le había cambiado las sábanas, había hecho por ella todo lo que hacía
yo a diario, y sin embargo, al mirarla con atención, tuve la sensación de que algo estaba
cambiando para peor. Hacía años que su respiración era un estertor permanente pero aquel día, el
ruido que escapaba de la caverna en la que se había convertido su boca desdentada me pareció
más frágil, más hueco que antes. Hacía años que la piel de su cara se pegaba a sus huesos como si
nada se hubiera interpuesto jamás entre ellos, pero de repente la encontré más tirante, tan seca que
tuve que pasar un dedo por sus mejillas para comprobar que Marisa le había puesto crema Nivea,
como yo le había pedido que hiciera. Hacía años que mi abuela parecía un cadáver, una muerta
ligada a la vida por un hilo finísimo, tan frágil que costaba trabajo creer que no se hubiera roto
todavía, pero cuando la destapé, encontré sus piernas aún más descarnadas, las uñas de los pies
misteriosamente oscuras, el vaivén de su pecho más brusco, casi violento. Y mientras volvía a
lavarla, a peinarla, a moverla, intuí que no volvería a hacerlo muchas veces más.
—No te mueras, abuela, por favor... Hoy no, abuela, ahora no, por favor te lo pido —y la
besé sin parar, en la cabeza, en la cara, en las manos—. No te mueras hasta que yo vuelva, por
favor, abuela, por favor...
Marisa me miró con extrañeza cuando le conté que la había encontrado peor. Qué va, me
dijo, si está igual que siempre. Yo sabía que no, fíjate, pero lo comenté con un par de hermanas y
ellas tampoco parecían haber apreciado ningún cambio. Así y todo, durante un instante pensé en
quedarme. Lo pensé pero me fui, me contenté con anunciar que llamaría todas las mañanas para
ver si había pasado algo y me fui corriendo, sin entrar a ver a doña Aurora siquiera, para llegar a
la camioneta de las seis de la tarde. Y cuando volví a ver la cara de Germán, sentí más pena que
nunca por mí misma, por lo que había vivido, por lo que iba a vivir, por lo que jamás volvería a
repetirse. Porque entonces me di cuenta de lo viva que estaba, de lo joven que era, y de que el
pasado no pesaba lo mismo que el futuro. Juan Donato había estado a punto de arruinar la última
semana de mi libertad, el parco capital que se iba agotando poco a poco, como los granos de
arena que atraviesan el estómago estrangulado de un globo de cristal, pero mi abuela estaba de mi
parte. Eso pensé, pues anda, claro, eso tuve que pensar, porque me sentía culpable por haberla
dejado sola, porque sabía que iba a morir, estaba segura de que iba a morir, pero el presagio de su
muerte no me aturdió, no me paralizó, no empañó la felicidad efímera, breve y perfecta, que apuré
hasta el final.
—Escúchame, María.
La última noche apenas dormimos. Tampoco cenamos. El sexo fue a cambio tan intenso como
mi desesperación, y él se dio cuenta. En realidad fue culpa mía, fíjate, porque no tendría que
haberle contado la treta que se me había ocurrido para salir de la jaula de vez en cuando. Tendría
que habérmela guardado para mí, pero no quería ponerme triste, no quería pensar que aquello se
había acabado para siempre, y por eso le dije que después de mi boda, a lo mejor el invierno
siguiente, pues que podría contratarme. No era mala idea, porque él necesitaría una asistenta, las
cosas como son, y tampoco le extrañaría a nadie que yo trabajara unas horas para una persona de
confianza, eso si se quedaba en España, claro, porque si se volvía a Suiza... Por eso no debería
habérselo contado. Por eso y porque entonces, por primera vez desde que le conocía, me miró con
pena. No con aquella compasión que me hacía compañía y no me humillaba, sino con pena
auténtica. Y lo último que yo quería era darle lástima precisamente a él.
—Bueno, eso ya lo veremos —se esforzó en sonreír, de todas formas—. Pero lo más
importante ahora es que te acuerdes de lo que hablamos la otra noche, ¿de acuerdo? No te prometo
nada pero, por si acaso, prométeme tú que vas a hacer las cosas como te dije.
Acaricié sus brazos lentamente, le miré a los ojos y empecé a despedirme de él, de todo lo
bueno que me había dado.
—Te lo prometo.
Sonreí al decirle adiós y bajé las escaleras de buen humor, fíjate, como si lo que se había
acabado justo después de empezar fuera a durar para siempre. Salí a la calle a las cinco de la
mañana y disfruté del frescor del aire mientras recordaba gestos, detalles, la espalda de Germán
cuando se giraba en la cama para mirar la hora en el despertador, el sol de la mañana filtrándose
por las contraventanas de su balcón, la foto que tenía enmarcada en un estante, sus padres, su
hermana y él sentados en una roca de granito, la sierra de Guadarrama al fondo, el cielo inmenso y
él muy joven, casi un niño. Cuando llegó el tranvía todavía estaba excitada, satisfecha por mi
aventura, pero al ver el nombre de Ciempozuelos en un cartel, en la camioneta que iba a
conducirme a mi prisión, me vine abajo. La idea de que nadie podría arrebatarme nunca lo que
había vivido ya no me consoló por lo que acababa de perder, pero mantuve el ánimo hasta que
ocupé mi asiento, junto a una ventanilla tan sucia que transparentaba a duras penas la luz del
amanecer, como si pretendiera anunciarme el futuro. Después, todo pasó muy deprisa.
El 9 de julio de 1956 entré a trabajar a mediodía y mi abuela, de mi parte hasta el final, aún
vivía. Murió unas horas después, al filo de la medianoche. Al llegar no la había encontrado peor
de como la dejé, pero al atardecer tuve un mal presentimiento y, cuando corrí a su cuarto, la
impresión de que había dejado de respirar. El médico me llevó la contraria con suavidad. Todavía
respira, dictaminó, pero es cuestión de horas, y se ofreció a ir a avisar al capellán. Yo se lo
agradecí, me senté en un taburete, junto a la cama, agarré a mi abuela de la mano y no quise pensar
dónde había estado, qué había hecho veinticuatro horas antes. Estaba tan mareada como si me
hubiera emborrachado y eso era más o menos lo que me había ocurrido, fíjate, aunque el origen de
mi borrachera no hubiera sido el alcohol, sino tantas emociones tan seguidas, tan profundas, tan
contradictorias a la vez.
Mi abuela nunca había sido cariñosa, pero yo la acaricié sin parar mientras estuvimos las
dos solas. Tampoco había sido nunca de dar besos, pero la besé mucho, todo lo que pude, y la
llamé como a ella nunca le había gustado llamarme a mí, cariño, cielo, preciosa mía... Hasta que
distinguí un cántico aún más meloso, y mucho más triste, que se acercaba despacio por el pasillo.
Las hermanas cantaban himnos cuando acompañaban al capellán a la habitación de una moribunda,
yo lo sabía. Había visto esa escena muchas veces, las velas, el incienso, el paso solemne del
sacerdote que portaba la custodia entre las manos, las monjas de voz trémula desplegadas a su
alrededor como una rítmica escolta de túnicas blancas. Aquella noche, para mí no fueron un
consuelo, sino una tétrica amenaza, y por eso no me volví a mirarlas. Seguí sentada, aferrada a la
mano de mi abuela como un náufrago se aferraría al único leño que flotara en el mar, mientras ella
recibía la extremaunción y el capellán depositaba en su lengua una hostia que no iba a ser capaz
de tragar, que ni siquiera se disolvería en su boca reseca, desprovista del húmedo consuelo de la
saliva. Sólo aparté la vista de su rostro cuando aquel hombre se dirigió a mí. Lo siento mucho,
María... Me levanté y recibí un abrazo protocolario, su cuerpo alejado del mío en la distancia que
exigía el decoro, pero agradecí sus palabras porque me parecieron sinceras. O no se había
enterado de la noticia de mi boda o había sido capaz de adivinar todo lo que no habían querido
contarle, porque me puso una mano en la mejilla y añadió en un murmullo, tienes que tener mucho
ánimo ahora que te has quedado sola, pobrecita.
Cuando mi abuela expiró, su habitación estaba llena de gente. Cuando su pecho subió por
última vez con una fuerza misteriosa, para no volver a levantarse más, me tiré sobre su cuerpo y
unos brazos me levantaron. Sólo entonces me di la vuelta y vi a la hermana Anselma dirigiendo el
rosario, a todas sus hermanas rodeándola y, al fondo, a Juan Donato, que había venido con su
madre y con su hijo mayor. Él avanzó hacia mí enseguida, como si quisiera demostrar quién era
ahora mi familia, y me estrechó entre sus brazos para enseñarme que Germán Velázquez no olía
solamente a colonia Álvarez Gómez, él a musgo, a charco de agua sucia, a esos pedacitos de
algodón donde doña Aurora me había enseñado cómo germinaban los garbanzos cuando era una
niña. Te acompaño en el sentimiento, chatita, me dijo. Me llamó chatita y entonces me rompí.
Mientras lloraba chillando, como no recordaba haber llorado en mi vida, me dejé caer y él me
sostuvo, me sentó en una silla, me cogió de la mano y se quedó de pie, a mi lado. Luego llegó mi
futura suegra y me besó en las mejillas, azuzó a su nieto hacia mí, besa a María, que va a ser tu
madre, y yo recibí sus besos, los de la hermana Anselma, como si mi cara se hubiera convertido
en una máscara de madera, y todas las monjas fueron viniendo, vinieron los mozos que estaban de
guardia, mis compañeras y hasta dos médicos, y todos me hablaron, me besaron, hasta que la
hermana Luisa intentó mandarme a la cama. Mañana va a ser un día muy largo, María. Vete a
descansar, nosotras amortajamos a tu abuela... Le dije que no, que a mi abuela la amortajaba yo,
pero que podía ayudarme si quería. ¡Ay, Severiano!, recordé, ¿por qué nos has dejado solas tan
pronto? Ella me había enseñado lo que había que hacer mientras amortajábamos juntas a su
marido. Cuando até un pañuelo alrededor de su cabeza, dejé de llorar, pero la pena no me
abandonó.
A la mañana siguiente, Juan Donato me estaba esperando para desayunar conmigo en la
cocina, pero no era el único.
—¡María!
Eduardo Méndez pronunció mi nombre, me rodeó con sus brazos, me besó en la cabeza y no
añadió nada, porque entre él y yo no hacían falta más palabras.
—Lo siento mucho, María —Germán me abrazó con más cautela, posó apenas los labios en
mis mejillas para besarme, me miró como si quisiera penetrar mi cabeza con sus ojos—. La
muerte es siempre una catástrofe, pero esto es lo mejor que podía pasar. Tu abuela ya no vivía,
porque lo suyo no era vida, sino una condena. Ahora ella es libre, y tú también. Las dos os habéis
liberado.
En aquel instante creí en él, en lo que me estaba diciendo. Quizás fue una ilusión o un acto de
pura desesperación, quizás me empujó la necesidad de creer en algo que no fuera el musgo que
criaba el cuerpo de mi novio, pero al escucharle, tuve la impresión de que había escogido algunas
palabras, vida, libre, liberarse, con la intención de transmitirme un mensaje oculto. Le miré, le vi
asentir imperceptiblemente con la cabeza, y empecé a seguir sus instrucciones allí mismo.
—Ya conocen ustedes a Juan Donato, ¿verdad? —fui hacia él, me colgué de su brazo, sonreí
—. Es mi prometido, vamos a casarnos el 15 de septiembre.
—Felicidades, María —dijo el doctor Méndez, con el mismo gesto con el que me había dado
el pésame.
—Enhorabuena a los dos —añadió el doctor Velázquez, más sonriente—. Siempre es un
alivio recibir una buena noticia después de otra tan triste.
—¿Triste? —el animal de Juan Donato frunció el ceño un instante—. ¡Ah!, sí, la muerte de su
abuela dice, ¿no? —pues anda, claro, pensé, porque muy listo tampoco eres—. Bueno, va a ser
una cosa muy sencilla, sin banquete, porque mis hijos aún están de luto por la muerte de su madre,
así que...
—Pero están ustedes invitados —rematé yo, y no volví a mirarlos hasta que les dije adiós,
después del entierro.
El 15 de julio de 1956, lunes, Germán volvió al trabajo después de sus dos semanas de
vacaciones. El miércoles me fui hasta Valdemoro al salir de trabajar, con la excusa de pedir
precio en la única floristería que había en la comarca y, aparte de eso, me hice las cuatro fotos que
me había pedido el día anterior. Las recogió él mismo el martes de la semana siguiente, porque me
daba miedo seguir faltando de Ciempozuelos.
Desde la muerte de mi abuela, pasaba la mayor parte de mi tiempo libre en Las Fuentes.
Después del entierro fui allí a comer y sólo volví al manicomio a dormir. La hermana Anselma me
dijo que podía quedarme más tiempo, pero le conté que prefería seguir trabajando, porque allí
eran tan amables conmigo que no me dejaban hacer nada y me acordaba de mi abuela a todas
horas. Ella sonrió y me dio un abrazo. Lo ves, ¿tonta?, me dijo al oído, ¡si sabré yo lo que te
conviene! Yo le devolví el abrazo, la besé en la mejilla y le di mucho las gracias. Pues sí, tenía
usted razón, hermana, hay que conocer a las personas para saber cómo son... Todas las tardes,
después del trabajo, Juan Donato estaba esperándome en su furgoneta para llevarme a Las Fuentes,
y de vez en cuando hacía una parada en un soto que quedaba a medio camino entre el manicomio y
su casa. Vamos a sentarnos un ratito a la sombra, me propuso la primera vez, y me levantó la falda
antes de que pudiera darme cuenta. Yo salí corriendo y desde la carretera le grité que no, que
hasta la boda, nada, y que como volviera a intentarlo, iba a contárselo a la hermana Anselma.
Bueno, accedió a negociar, pero siéntate aquí a mi lado, por lo menos, y se conformó con tocarme
las tetas por encima de la ropa mientras nos besábamos en la boca. Al principio no hacía nada
más, pero después fue cogiendo confianza y empezó a hacerse pajas con la mano derecha, pegando
mi cabeza a la suya con la izquierda para que no pudiera verle. Cuando notaba que había
terminado, yo le sonreía como si no me hubiera parecido mal y le pedía que se diera prisa, no
fuera a echarnos su madre de menos. Por el camino me iba contando todo lo que me iba a hacer
después de la boda, pero al llegar a Las Fuentes, se echaba una siesta y me dejaba un rato en paz.
Las mujeres de su familia tenían la costumbre de sentarse a tomar el fresco delante de la puerta
todas las tardes, y desde que se resignaron a la boda, siempre sacaban una silla para mí. Ellas no
hablaban y yo tampoco, pero antes o después llegaba Cristina y nos íbamos las dos a pasear, a
coger flores, a ver a los animales. De vez en cuando, en los momentos de desánimo, pensaba que
así sería el resto de mi vida, una ratona grande y otra pequeña en una cárcel sin puertas, inmensa
como el campo que nos rodeaba, la seca monotonía de un paisaje al que no se le veía el fin. De
vez en cuando, las horas parecían días, los días semanas, las semanas meses, y sin embargo,
cuando Germán abrió la puerta de mi jaula, pensé que todo había llegado demasiado pronto.
—Te vas el domingo, pasado mañana —porque aquel día era 26 de julio, porque sólo habían
pasado tres días desde que recogió las fotos que me había hecho en Valdemoro, porque no me
esperaba tantas prisas—. ¿Me has oído?
—Sí, lo que pasa es que... Pero... ¿Tan pronto?
Estábamos en el cuarto de doña Aurora. Ella ya no nos veía, no nos escuchaba, estaba
dormida casi todo el tiempo, pero yo le hacía una visita todas las tardes, a la misma hora, por si
Germán tenía que darme algún recado. Cuando me dio aquel, el único importante, doña Aurora
abrió los ojos y nos miró. Aunque volvió a cerrarlos enseguida, él me agarró del brazo y me llevó
al saloncito.
—No me digas que prefieres quedarte —me lo estaba diciendo en broma, pero yo le contesté
muy en serio, para que no hubiera ninguna duda.
—No, ni hablar, quiero irme. Pues anda, claro que quiero —me acordé de la polla de Juan
Donato y me dio una especie de risa tonta—, eso es lo único que quiero en este mundo —y justo
después, la misma polla me dio ganas de llorar—, lo que pasa es que no me puedo creer que vaya
a marcharme de verdad.
—Pues ve creyéndotelo —se sentó en el diván y me senté a su lado—. La hermana Anselma
se va mañana a su pueblo, a ver a su familia. Se quedará allí unos quince días. Va a coger un tren
nocturno y Juan Donato la llevará a la estación. Me lo ha contado todo ella misma esta mañana,
mientras organizábamos las guardias del verano. Lo ideal sería que tú te las arreglaras para irte
con ellos, pero si no puedes, tendrás que encontrar como sea una manera de estar en Madrid
mañana por la noche. Yo estaré en casa esperándote. Lo tengo todo preparado. El domingo 28 de
julio, a las siete de la mañana, estarás en un tren camino de Valencia. Ya te he sacado el billete y
todo. Pero no se te ocurra llevar una maleta, ¿de acuerdo? Lo que te quepa en el bolso y nada más.
Me incliné sobre él y le besé. Sabía que no era seguro, que las puertas de Ciempozuelos no
tenían pestillo, que cualquiera podría entrar y descubrirnos, pero el deseo fue más fuerte que yo.
Él me devolvió el beso, pero recuperó antes la sensatez.
—Mañana por la noche —me miró como si lo que acababa de decir fuera una promesa, y se
marchó.
Me quedé un buen rato sentada en el diván del saloncito de doña Aurora, sintiendo que me
temblaba todo el cuerpo. No podré hacerlo, pensaba, no seré capaz, no va a salir bien, no podré
hacerlo... Y sin embargo, aquella misma tarde empecé a poder. Aquella tarde fui capaz de
comportarme por primera vez como la mujer que los demás creían que había sido siempre, y me
transformé en una verdadera puta, una puta auténtica, cuando Juan Donato paró la furgoneta en el
soto. Espera, le dije antes de que se me echara encima, que quiero enseñarte una cosa, pero vente
aquí, detrás de los árboles, para que no nos vean... Él me hizo caso, se recostó contra un tronco y
yo me quedé de pie, delante de él, y empecé a desnudarme despacio. ¡Quieto!, le ordené antes de
terminar, que todavía no has visto nada. Cuando me quedé en ropa interior, un sujetador viejo con
las hombreras deshilachadas y unas bragas blancas de algodón, que tenían las gomas dadas de sí,
abrí el bolso y saqué mi vestido negro con lunares blancos. Ahora que ya has visto lo que hay
debajo, le dije sonriendo, a ver qué te parece lo que hay encima... Me puse el vestido, me subí la
cremallera y di una vuelta sobre mí misma. Estoy pensando en hacerme el vestido de novia igual
que este, con el mismo corte, el mismo vuelo. ¿Te gusta? ¿Que si me gusta?, me preguntó, y sólo
entonces me di cuenta de que se había bajado la bragueta y tenía la polla fuera, mira si me gusta...
¿De verdad?, le pregunté. Después, sin darle tiempo a comprender lo que iba a pasar, me senté a
su lado, aparté su mano y la reemplacé con la mía, besándole en la boca mientras hacía el trabajo
que hasta entonces había hecho él solo. ¿Esto también te ha gustado?
Después, en la cena, comenté que mi amiga Rosarito iba a ir a probarse su vestido el
domingo por la mañana. Que se lo estaba haciendo una costurera que trabajaba en su casa, en
Vicálvaro, y que vendía ropa interior francesa de contrabando, mucho más bonita, adónde iba a
parar, y más fina que la que podía comprarse en Ciempozuelos. Mi suegra se levantó para llevar
los platos al fregadero y añadí algo más, en un murmullo destinado en exclusiva a los oídos de mi
novio. Por lo visto, tiene cosas de colores, negras, y rojas, y todo eso, y volví a levantar la voz
cuando mi suegra volvió a sentarse. Me encantaría ir con ella, la verdad, por el vestido pero sobre
todo por lo de la ropa interior, que aquí no hay donde comprar nada bonito, fíjate, pero me
quedaré con las ganas, porque... Yo voy a Madrid mañana por la tarde, me ofreció Juan Donato sin
que le pidiera nada, puedes venirte conmigo, si quieres. ¿De verdad?, le miré como la mujer más
enamorada que hubiera existido nunca sobre la faz de la tierra. Puedo llamar al asilo de Doctor
Esquerdo y quedarme a dormir allí... ¡Ay, Juan Donato!, añadí antes de que tuviera tiempo de
pensar en lo que acababa de decir, si me haces ese favor, no te arrepentirás. En ese momento
empezó a sonreír como un bobo y yo le apreté un muslo por debajo de la mesa, yo te lo pagaré
muy bien, y me eché a reír mientras él me agarraba la mano y me la colocaba encima de su
bragueta, pero muy requetebién, te lo prometo... Aquella noche triunfé mucho como puta, fíjate.
Más de lo que había triunfado nunca como mujer decente, las cosas como son.
El sábado, 27 de julio de 1956, fui a ver a la hermana Anselma por la mañana. Le enseñé el
vestido, le pregunté si le parecería bien que mi traje de novia fuera parecido, le expliqué que
tendría que hacerme también una chaqueta para no ir enseñando los brazos, porque sólo tenía una
de punto que no pegaba en una boda, la verdad, y que tendría que comprarme unos zapatos negros,
claro... Antes de que llegara a la ropa interior, me dijo que verme tan ilusionada la hacía muy
feliz, y yo respondí en un susurro que más feliz estaba yo. Lo único es que para todo esto necesito
dinero, añadí, y ella hizo muchos aspavientos, como si no pudiera perdonarse a sí misma por no
haberlo pensado antes que yo. Por supuesto, ¿cuánto quieres? La comunidad de Ciempozuelos
hacía las veces de caja de ahorros para mí, y para otras auxiliares que vivían en el manicomio.
Sabía que, cuando desapareciera, la mayoría de mis ahorros, el dinero que me habían ido
guardando del sueldo cada mes, desaparecería conmigo, pero aquella mañana conseguí salvar
quinientas pesetas que la hermana tesorera me dio sin rechistar.
Por la tarde, cuando terminé de trabajar, subí a mi cuarto y rellené el bolso de tela que me
había regalado Rosarito con dos mudas, un cepillo de dientes, una postal antigua de Viena
Capellanes y el vestido que me compré para ir a bailar con Alfonso Molina seis años antes.
Estuve a punto de escoger también un par de libros, pero pensé que a Germán no le importaría
prestarme uno para el viaje. Me quité las zapatillas, me puse el único par de sandalias que tenía,
mi falda nueva y una blusa estampada del verano anterior. Cuando cerré la puerta de mi cuarto,
recordé en un instante todas las cosas buenas y malas que me habían pasado en aquel lugar, fui
consciente de que con un poco de suerte no volvería a pisar aquellas baldosas, y me di cuenta de
que todavía tenía algo que hacer.
—¿Quién eres tú?
Nunca había besado a doña Aurora. No me gustan los besos, esa fue una de las primeras
lecciones que aprendí de ella, detesto a las personas besuconas, sepulcros blanqueados en su
mayoría... Había escuchado esas palabras muchas veces, pero antes de marcharme, entré en su
cuarto, me incliné sobre ella y la besé en la frente.
—¿Qué haces aquí? ¿Quién eres? ¿Cómo has entrado...?
Mi beso la despertó. Levantó la cabeza un instante para mirarme con un gesto de
desconcierto que habría desembocado en terror si la morfina lo hubiera consentido.
—Soy María, la nieta del jardinero —murmuré, aunque suponía ya que no podía escucharme
—. Me voy de aquí para siempre y vengo a despedirme —la besé en la mejilla y no reaccionó—.
Usted ha sido siempre muy buena conmigo, bueno, casi siempre... —después de rectificar, volví a
besarla y me marché sin hacer ruido—. Adiós, doña Aurora.
Juan Donato estaba esperándome en la puerta, la hermana Anselma sentada ya en el asiento
del copiloto.
—No te importa, ¿verdad? —me preguntó cuando él me dijo que tendría que acomodarme en
uno de los transportines de la parte de atrás.
—Por supuesto que no, hermana —respondí—. Pues no faltaba más.
Fuimos todo el camino hablando de la boda. Del sermón, de la música, de las flores, del
coro, del traje del novio, de la ropa de sus hijos... La hermana Anselma tenía pensado estar en su
pueblo hasta el 20 de agosto, pero iba a acortar sus vacaciones para ayudarme a prepararlo todo,
a Juan Donato le gustaría llevarme a conocer el pueblo de sus padres, que estaba en la provincia
de Albacete y era muy bonito, todas las hermanas estaban entusiasmadas y me estaban preparando
una sorpresa para el ajuar, una cosa preciosa, ya la vería... Yo dije a todo que sí, sonreí todo el
tiempo y di las gracias sin parar hasta que llegamos al Paseo de las Delicias.
—Odio esta ciudad —Juan Donato se saltó un semáforo, provocó un concierto de bocinas, se
quedó atravesado en medio de la calle y tuvo que soportar un par de insultos—. De verdad que la
odio, no sé cómo la gente puede conducir aquí...
En ese instante tuve una inspiración. Nunca había creído yo ser tan lista, pero tuve que
reconocer que es verdad que la necesidad aguza el ingenio, como se dice, pues anda, claro,
porque lo arreglé todo en un momento.
—Déjanos aquí mismo, anda, no te vayan a poner una multa —abrí la puerta mientras
terminaba de explicarme—. Ya acompaño yo a la hermana a la estación y espero con ella a que
llegue el tren. Luego tengo muy buena combinación para llegar a Doctor Esquerdo. Nos vemos
mañana para cenar, espere, hermana Anselma, que la ayudo con la maleta...
—Bueno, pero no llegues tarde —me dijo mi novio como toda despedida—. Ya sabes que no
me gusta cenar después de las nueve de la noche.
—Tranquilo, seré puntual.
A las nueve de la noche del día siguiente, domingo, 28 de julio de 1956, desembarqué en el
muelle de la Estación Marítima de Palma de Mallorca. En la bolsa de tela que me había regalado
Rosarito, junto con una vieja postal y un vestido de lunares, llevaba un pasaporte y una cédula de
identidad emitidos a nombre de María Isabel Villar Rodríguez, una chica que tenía un año más que
yo, vivía en Alicante y había nacido en un pueblo que estaba segura de no haber oído nombrar
nunca, porque se llamaba Pego. Germán me había contado que era una militante clandestina que
había pasado los Pirineos por el monte a principios de aquel mismo año y que ahora vivía en
Francia con un nombre nuevo, falso. Es una identidad completamente segura, añadió. Si un policía
te pide la documentación, enséñasela con mucha tranquilidad, sin ponerte nerviosa. Para ellos,
esta mujer nunca ha dejado de vivir en España... Pero ningún policía se me acercó en todo el día,
y sólo tuve que enseñar la cédula en la ventanilla donde compré el billete del barco.
Germán me había dado todo lo demás en un sobre, los documentos, el billete del tren que me
llevaría a Valencia, quinientas pesetas como las que llevaba en el monedero y que no me dejó
devolverle de ninguna manera, y una lista de instrucciones apuntadas en un papel que rompió antes
de decirme adiós, sólo después de que las recitara de memoria una docena de veces por lo menos.
—¿Por qué has hecho esto?
Estábamos en la cama, muy cerca del final, la hora a la que tendría que levantarme,
ducharme, vestirme, e irme sola a la estación, para no correr el riesgo de que alguien pudiera
vernos juntos.
—Porque eres lo mejor que me ha pasado desde que volví a España...
Al escuchar eso, me apreté contra él, le besé en el cuello, me preparé para escuchar algo
más.
—Y para que se jodan.
No dijo quién, no hacía falta. Yo entendí que no era sólo Juan Donato, tampoco la hermana
Anselma, sino muchos más, un enemigo inmenso, pues anda, claro, un ejército de millones de
enemigos, que eran los suyos, y los míos, los de nuestros padres, y los de muchos españoles como
nosotros. Y en ese momento me dio pena, fíjate, porque mi cuerpo todavía era un reflejo de su
cuerpo, porque mi piel aún estaba estremecida de placer, porque sólo cinco minutos antes, los dos
habíamos sido una sola cosa. Y aunque era una locura más gorda que la que estaba a punto de
hacer, algo que no iba a pasar porque no podía pasar, la verdad es que me habría gustado una
declaración más romántica, unas cuantas palabras de amor, la promesa de un reencuentro.
Eso fue lo que pensé entonces. Con el tiempo, aprendería a apreciar el profundo
romanticismo del gesto de Germán, el amor que latía bajo tanta generosidad sin recompensa.
—Buenas noches —el Bar Pueblo no estaba lejos del muelle y lo encontré a la primera—.
Busco a Augusto Picornell.
El Mediterráneo me había parecido inmenso, mucho más grande y más azul de lo que
imaginaba de pequeña, al mirar los mapas del atlas de doña Aurora. Pero al otro lado del mar, y
de la barra de aquel bar, una mujer gorda y risueña me puso un chato de clarete, unas rodajas de
pan y media sobrasada con una naturalidad casi maternal.
—Es mi marido. Ahora voy a avisarle, pero tú, de momento, cómete esto, que estarás muerta
de hambre.
Salió del mostrador, se quitó el delantal y echó a andar hacia la puerta. Antes de dar tres
pasos, se volvió como si acabara de darse cuenta de que se había olvidado de algo y sonrió.
—Estás en tu casa —yo nunca había ido más que de Madrid a Ciempozuelos, de
Ciempozuelos a Madrid pero, en la otra orilla del mar, tan lejos de mi verdadera casa, la creí—.
Bienvenida.
¿Quién me besó? Estoy segura de que alguien me besó, estaba aquí mismo, al lado de mi cama, y
me dio un beso en la frente, pero no sé... ¿O lo habré soñado? No, no puede ser, alguien me besó,
alguien tuvo que besarme porque me desperté y todo. A mí nunca me han gustado los besos.
Siempre me han parecido raros porque tuve la suerte de que no me besaran mucho de pequeña.
Así pude concentrarme en mis potencias, desarrollar un cerebro superior sin interferencias
sentimentales, libre de ñoñerías estúpidas que me habrían debilitado, ensuciando mi espíritu con
miedos y culpas. Mi padre, que me quería con locura, no era de besar, y mi madre... Esa sólo
besaba a mi hermana Josefa, a mí no me quería, nunca me quiso, las dos estaban conchabadas
contra mí, fueron las primeras... Espera, Aurora, no te duermas. ¿Habrá sido Josefa? Una vez la
vi, estuvo por aquí, las hermanas me decían que no, que me habría confundido, sí, ya, voy a
confundirme yo con esas dos pájaras... ¿Qué os creéis, que soy tonta? Pues no, ¡soy la más
inteligente de las tres, a ver si os enteráis de una vez! Qué pena que mi madre hiciera falta para
que yo naciera, y la otra... Llámame Pepita, que mi nombre no me gusta. ¡Ni hablar! Tú te llamas
Josefa y te aguantas con tu nombre, cochina, que te llamen Pepita tus amantes, esos hombres que te
hacen las guarrerías que te gustan, porque lo que soy yo... ¿Ves?, ya me estoy durmiendo otra vez.
Estoy todo el rato dormida, y por un lado es bueno, porque el sueño aleja esos dolores que tenía
antes, pero me duermo y no me entero de nada... ¿Qué hora será? Ya no sé en qué día vivo, abro
los ojos y hace sol, vuelvo a abrirlos y es de noche. Tengo que hablar con Germán. Él es quien me
pone las inyecciones, el único que se preocupa por mí, porque es el padre de mi hijo, claro está.
Seguro que las inyecciones son buenas para el feto, pero... ¿Ya se ha vuelto a hacer de noche? No
puede ser. ¿Será un eclipse? Pues parece que no, porque no vuelve la luz... Bueno, voy a
aprovechar para pensar, ahora que estoy despierta. Concéntrate, Aurora, tienes que pensar muy
bien. Seguro que el sueño es bueno para el niño. Él está ahí dentro, tan feliz, creciendo,
engordando... Lo que no entiendo es por qué no me acuerdo de cuando lo hicimos. Me quedé
embarazada a la primera, eso ya lo sabía yo, pero el momento concreto de... No me acuerdo de
haberme acostado con Germán, y tuve que hacerlo, claro, porque no hay otra manera... Me voy a
dormir porque tengo mucho sueño. Debe de ser tardísimo, hace mucho calor, tengo que decirle a la
mosquita muerta que baje la persiana, aunque esa es otra. ¿Dónde está la mosquita muerta?
Últimamente duermo casi todo el tiempo porque es lo mejor para nosotros, para el niño y para mí,
el desgaste orgánico de un embarazo a mi edad es descomunal, eso me lo dijo... Ya no me acuerdo
de quién me lo dijo, pero... ¿Y dónde estará la tonta esa? ¿De verdad hace tanto tiempo que no la
veo? ¡Ay, yo qué sé! Duermo tanto que no... ¿Y qué hora será? El beso no me lo dio Josefa, porque
esa siempre me ha odiado, igual que mi madre. No podían soportar que papá sólo me quisiera a
mí, que yo fuera más lista que ellas, que estuviera siempre al tanto de sus componendas, sus tretas
asquerosas, sus líos con hombres... Eran igual de viciosas, las dos, menos mal que yo... ¿Quién me
besó? ¿Y por qué me acuerdo tanto de Josefa, de mi madre? Aparte del sueño, me pasan cosas
muy raras, que pierdo peso en vez de ganarlo, por ejemplo. El vientre sí lo tengo hinchado pero,
por lo demás, con todo lo que duermo, me estoy quedando en los huesos. Tengo que hablarlo con
Germán, no como médico, sino como padre del niño, porque... Se me cierran los ojos, no puedo
hacer nada, no sé si tanto dormir será bueno. Hilde sí me besaba. Lo hacía muy bien, como yo la
había enseñado, sin melindres, sin cariñitos, se acercaba a mí y me daba un beso en la mejilla, al
levantarse y al acostarse, nada más, y con mucho respeto, pero la última vez me besaron en la
frente y apretaron fuerte, no sé quién... ¿Ya es de noche? ¡Qué barbaridad, cómo pasa el tiempo!
¿Y en qué mes estaré? Pues no lo sé, cómo voy a saberlo, si estoy todo el tiempo durmiendo. A lo
mejor, Germán engendró a nuestro hijo mientras yo dormía. Claro, eso será, le parecería más
delicado, querría ahorrarme esa asquerosidad, y yo se lo agradezco pero, claro, ahora no sé
cuánto me falta... ¡Qué frío hace de repente! Me han puesto una manta, pero tengo la nariz helada.
Yo creo que fue una mujer la que me besó, ¿pero quién? Hilde... ¡Ay, pobrecita Hilde! ¿Y por qué
pienso tanto en ella ahora, por qué pienso en Josefa, y en mi madre? Qué mala suerte he tenido en
esta vida, qué dolor tan grande tener que matar a mi propia hija, menos mal que no sufrió, eso sí
que no habría podido soportarlo, me habría partido el corazón verla sufrir... Está lloviendo.
Llueve muy fuerte, no tengo fuerzas para mirar a la ventana, pero oigo la lluvia en los cristales,
que es lo que me faltaba, ya, con el sueño que tengo... Pero el feto está bien, creciendo, va a ser
muy grande, muy robusto, porque me está dejando sin fuerzas, cada vez estoy más flaca, más débil,
se lo lleva todo pero no me importa, él sabe que no me importa... ¿Y cuándo empecé yo a dormir
tanto? Era verano, ¿no? Espera, Aurora, tranquila, tienes que tranquilizarte para poder pensar,
tienes que pensar mucho, pensar bien, y ya no piensas. Ahora debe de ser invierno, porque hay
muy poca luz, y llueve, y hace frío... No puede faltarme mucho, no puede faltar... ¿Por qué no me
da patadas? El niño no me da patadas, aunque sigo sintiendo pinchazos de dolor cuando estoy
despierta. Debe de ser tan grande que ya no puede moverse, pero... ¿Y cómo me quedé yo
embarazada? ¿Cuándo elegí al padre? Había un hombre... El que me pone las inyecciones, sí, ese
es, menos mal que me he acordado, pero... Tengo mucho sueño. ¿Por qué tengo tanto sueño? Hilde
ya no viene a verme. Estaba muy cambiada, tenía el pelo más bien rubio, muy largo, no le
favorecía ese peinado, se lo dije..., ¿o no se lo dije? Pero ya no viene a verme. ¡Y qué delgada se
ha vuelto, parece un figurín! No sé lo que me está pasando, que me estoy volviendo tonta de tanto
dormir, pero no, Aurora, eso no puede ser, ¿estoy perdiendo mis potencias? No lo sé, tengo mucho
sueño. Voy a dormirme un ratito, sólo un rato, a ver si me despierto más despejada, porque... No
sé.
Cuando terminé de contárselo, me miró como si estuviera sonriendo para sí mismo, aunque sus
labios no llegaron a curvarse.
—Claro que es político, Germán —después sonrió también para mí—. En una dictadura,
todo es político.
Aquella noche todavía había dormido con María Castejón. Cuando ella se levantó para llegar
a tiempo a la primera camioneta, faltaban un par de horas para que amaneciera, pero yo ya estaba
despierto. Seguí en la cama, dándole vueltas a todo, hasta que me aburrí. En la terraza de mi bar
favorito había una mesa libre a la sombra. Me pareció un buen presagio y, mientras me tomaba un
café con leche y dos porras, decidí ponerme en marcha de inmediato.
—¿Tienes algún plan para comer?
—¿Yo? —detecté la sorpresa en la voz de Eduardo Méndez como si lo tuviera delante, y no
al otro lado del teléfono—. Estoy trabajando, Germán.
—Ya lo sé, pero tendrás que comer, ¿no? Escoge un ventorrillo de esos que están cerca del
sanatorio, el que más te guste, invito yo.
—Esto no será otro... —no debía de estar solo y tampoco encontró una manera de decirlo—.
En fin, ya sabes, no tendrá que ver con tu nueva afición, ¿verdad?
—Pues me temo que sí, porque lo ideal sería que Pepe viniera contigo. ¿Eso puede ser?
El Sanatorio Esquerdo no se parecía demasiado al manicomio de mujeres de Ciempozuelos.
Más pequeño, más moderno, tan progresista como podía ser un hospital para enfermos mentales en
la España de Franco, permitía por ejemplo que los familiares o amigos de algunos internos, los
que no representaban riesgo alguno para sí mismos ni para otras personas, comieran con ellos al
aire libre durante sus visitas. Mi hermana y mi cuñado iban con sus hijos a comer con Pepe todos
los domingos. Los niños ni siquiera tenían que acercarse a la puerta. Se quedaban jugando en el
inmenso pinar que rodeaba el edificio hasta que su madre extendía una manta en el suelo y les
llamaba para comer. El resultado no era muy distinto de las excursiones dominicales, La Pedriza,
La Maliciosa, Peñalara, que Rita y yo habíamos hecho tantas veces con nuestros padres. El menú,
tortilla de patatas, filetes empanados y sandía, era idéntico al de entonces, una propuesta tan
irresistible que Eduardo y yo nos sumábamos al grupo siempre que podíamos.
Para un auténtico enfermo mental, esos pícnics habrían sido una bendición. Para Pepe, que
aún no sabía hasta cuándo debería seguir escondido, resultaban igual de placenteros. Aunque el
pinar formaba parte de un recinto vallado y vigilado, en el que nadie podía entrar o salir sin
permiso, su extensión creaba una sensación de libertad casi completa. Desde muchos lugares,
entre otros nuestro favorito, era imposible distinguir la valla. El edificio principal, rodeado por
una verja de hierro forjado, antigua y muy bonita, apenas se atisbaba entre los troncos de los pinos
viejos, altísimos. Allí estábamos tan bien, que muchos días, después de comer, nos echábamos una
siesta y charlábamos durante horas, o jugábamos al mus hasta que mis sobrinos caían, rendidos de
cansancio, al atardecer. Entre los pinos del Sanatorio Esquerdo, me convertí completamente en el
tío Germán, un adulto del que abusar, al que seducir y extorsionar, más allá del hermano de mamá
que solía comer en casa de la abuela de vez en cuando. Allí estreché mi relación con mi cuñado
Rafa y, sobre todo, trabé amistad con un hombre muy especial.
Pepe Sin Apellidos, como le llamaba Eduardo, había nacido en un pueblo de Jaén y quizás
por eso, antes de conocerle bien, me pareció un andaluz raro. Serio, casi tan seco como su acento,
su gesto grave escondía un sentido del humor finísimo, elegante y afilado a partes iguales. Su
principal virtud consistía en saber estar callado cuando no tenía nada que decir, y en decir lo
justo, con mucha gracia, cuando hacía falta. Al conocerle bien, me pareció tan simpático que no
entendí cómo había podido desarrollar la extraordinaria habilidad de borrarse pero, cuando le
convenía, sabía distraer la atención de los demás sobre sí mismo hasta el punto de hacerse
invisible, y ese no era el único recurso que manejaba con maestría. Por debajo de una cordialidad
sencilla, de honrado hombre de campo, transparentaba en ocasiones la astucia sigilosa de un gato
doméstico que nunca hubiera olvidado que era un animal salvaje. Y sin embargo, tenía el don de
inspirar confianza, de atraer por igual a hombres y a mujeres, de caerle bien a todo el mundo.
Eduardo contaba que, a los dos días de llegar al sanatorio, ya era íntimo de los celadores, se
había hecho amigo de algunos psiquiatras y la mayoría de las enfermeras le sonreían al cruzárselo
por el pasillo. Con esos datos, y la experiencia de la guerra que había vivido en mi adolescencia,
pronto concluí que, pese a su exhaustivo conocimiento del cultivo de los olivos, de los que podía
hablar durante horas sin llegar a repetirse, Pepe Sin Apellidos era un revolucionario profesional,
un militante sin más oficio que trabajar para su partido. Que existieran personas como él, en un
país como la España de Franco, en una época como la primavera de 1956, me resultó tan
fascinante que, de vez en cuando, si Eduardo estaba de guardia y yo en Madrid, sin nada mejor que
hacer, cogía el tranvía hasta Carabanchel para ir a buscar a Pepe, dar un largo paseo con él por el
pinar, y hacer tiempo hasta la hora en la que el doctor Méndez nos hubiera citado en su despacho.
Entonces, cambiábamos nuestra cervecería de la glorieta de San Bernardo por el tercer cajón de
su escritorio, donde mi colega guardaba una botella, casi siempre de ron, y varios vasos, a los que
pensaba recurrir si no lograba verlos a los dos juntos a la hora de comer.
—Me van a echar del trabajo por tu culpa, te lo advierto —pero el día que me despedí de
María, los dos estaban esperándome—. Y no tenemos más que una hora —añadió, mirando el
reloj—. Me he tenido que inventar que Pepe se queja de que no ve bien y le he llevado al oculista
y todo para que le gradúe la vista, así que...
—Con una hora tengo de sobra.
Se me quedó corta, pero ninguno de los dos se quejó. No les conté nada de la semana que
había pasado con María porque no era imprescindible para mis planes, pero tampoco habría
sabido cómo definirla con exactitud. La yema batida con azúcar no me había defraudado. Era tan
dulce como esperaba, la había disfrutado tanto como los postres de mi infancia, pero no podía
recordarla sin que mi paladar se quejara, tan amargo era el regusto que había dejado en mi boca.
Desde que miré a la nieta del jardinero a los ojos, en el umbral de mi puerta todavía, sabía que
iba a vivir algo distinto de una aventura inocua, una orgía improvisada, una deliciosa sesión de
sexo a secas. Su mirada decidida, desafiante incluso, no armonizaba bien con la posición de su
cuerpo, los hombros encorvados, ligeramente humillados, la actitud de la víctima en un sacrificio
que no me correspondía oficiar a mí. Detecté su urgencia, una avidez implacable que me impulsó a
besarla sin palabras y me devolvió el deseo multiplicado por una cifra muy oscura. Entonces,
mientras pude pensar, adiviné que entre nosotros habría mucho sexo y algo más. La entrega de
María, una generosidad incondicional, sin contrapartidas, era la cáscara de un fruto escondido,
profundamente enterrado bajo la soberana alegría de una mujer joven que buscaba placer donde le
apetecía. Muy pronto descubriría que el hueso de aquel fruto estaba tallado en la madera de la
desesperación.
—Sé que a primera vista no parece un asunto político —así empecé a contarle a Pepe lo que
quería—, pero para mí sí lo es.
Era consciente de que aquella historia se podría contar de otra manera. Como la pequeña
tragedia de una fresca, una chica insensata, alocada, que se había ganado a pulso su desgracia. O
como el pequeño chantaje de una monja soberbia, dispuesta a avasallar cualquier obstáculo para
conseguir lo que tal vez ella consideraría incluso que era hacer el bien. O como una pequeña
prueba de fuerza del insuperable poder que la Iglesia católica y el Estado franquista extraían de su
íntima unión. O, en definitiva, sólo como un pequeño matrimonio más, consumado a la fuerza y a
favor del protegido de una comunidad religiosa, contra la voluntad de una mujer insignificante,
que no le importaba a nadie. Pero a mí sí me importaba María Castejón. Más allá de lo que
habíamos vivido juntos, un oasis en el centro de un desierto, una isla fértil, acogedora, en medio
del océano, un país diminuto de dos cuerpos alzados en rebeldía en la capital de un enorme país
ocupado, sometido a la humillación perpetua de su miedo y de sus culpas, aquella mujer me había
enseñado el valor de la compañía, había sido mi cómplice en la difícil protección de una loca
asesina, había convertido el manicomio de Ciempozuelos en un lugar habitable para mí. Yo quería
mucho a María Castejón. Me habría gustado tener la oportunidad de quererla más, de quererla del
todo, de otra manera, pero mientras la tenía abrazada en mi cama, mientras sentía su piel pegada a
la mía y la escuchaba hablar, ese improbable final feliz me importaba menos que el objetivo de
liberarla del negro futuro al que parecía condenada. Y eso también era amor.
Mientras hablábamos, mientras bebíamos, mientras follábamos, había pensado mucho en los
posibles desarrollos de aquel principio que en otras circunstancias habría representado una
promesa dorada, dulce como el postre favorito de mi infancia. Si no hubiera cometido antes el
mismo error, tal vez le habría propuesto que nos fugáramos, que se viniera conmigo a Suiza para
empezar juntos una vida en común. No habría sido fácil, tampoco imposible, pero no tenía
garantía alguna de que la madrileña estabilidad de una yema batida con azúcar se mantuviera
intacta al otro lado de los Alpes. En realidad, no conocía mucho a María fuera de los muros del
manicomio, un mundo cerrado, raro como ninguno. No sabía qué sentiría ella por mí cuando Juan
Donato desapareciera de su horizonte, qué sentiría yo cuando me despertara a su lado en un país
normal, previsible, tan monótono y plácidamente aburrido como la Suiza a la que pensaba volver
antes o después. Probablemente, no sería un desenlace justo para ninguno de los dos, porque lo
que necesitábamos para no equivocarnos era precisamente lo que no teníamos. Tiempo.
—Yo comprendo que tus superiores, quienes sean, no apoyen una operación como esta, pero
he acudido a ti porque no conozco a nadie más que pueda ayudarme, aparte de mi hermana, que
como siempre decís que no hay que meterla en líos porque está fichada...
Le estuve dando vueltas a todo hasta la última noche, la última madrugada más bien, cuando
María deslizó una insinuación a la que seguramente no concedió importancia, algo sobre que aquel
final no tenía por qué ser el verdadero final. Porque yo necesitaría que alguien me limpiara la casa
una vez por semana al menos, me dijo, y a ella nadie podría reprocharle que trabajara como
asistenta para reforzar la economía familiar. Al escuchar esas palabras, comprendí que la quería
más de lo que creía. Aunque ella hubiera calculado lo contrario, yo no podría soportar que una
mujer tan valiosa para mí se sometiera por su propia voluntad a aquella humillación, la clase de
apaño, en apariencia bueno para todos, que habría hecho feliz a un clásico señorito hijo de puta
como Alfonso Molina. María no podía saberlo porque ella tampoco me conocía demasiado bien.
Por eso me sonrió como si no acabara de proponerme que contribuyera a liquidar definitivamente
su dignidad, como si ayudarla a comprar vergüenza con placer, una alegría limitada a un par de
horas de vez en cuando, fuera un buen negocio para los dos. En aquel momento, no sé por qué, me
acordé mucho de mi padre, de todo lo que hablamos en el verano de 1933, después de que doña
Aurora matara a su hija. Y no quise llevarle la contraria para ahorrarle la imagen de su propia
pobreza, pero sobre todo para que no malinterpretara mi respuesta, acusando un rechazo que no
existía. Me limité a pedirle que me hiciera caso, que siguiera las instrucciones que le había dado
en nuestra primera noche. Entonces, cuando me contó su charla con la hermana Anselma, aquel
chantaje que ella nunca llamaba por su verdadero nombre, ya había pensado en Pepe y en mi
hermana. Una semana después, mientras la imaginaba abriendo mi casa con su llave a las nueve de
la mañana para meterse en mi cama al rato de haberse levantado de la de su marido, lo único que
pensé fue que haría lo que fuera para extirpar aquella imagen del futuro de los dos. María
Castejón se había entregado libremente a mí para ser libre a mi lado, y su libertad también era
asunto mío. Por eso llamé a Eduardo, por eso le invité a comer, y por eso hablé durante más de
una hora con su falso paciente. Sólo con él, porque desde que descubrió el papel que había jugado
en las maquinaciones de la hermana Anselma, la determinación de María a casarse con Juan
Donato con tal de no denunciarle, mi amigo apoyó los codos en la mesa, se tapó la cara con las
manos y no volvió a intervenir, ni a probar bocado.
—Pero se me ha ocurrido —mientras tanto, Pepe me miraba, me escuchaba en silencio, sin
interrumpirme— que a lo mejor tú podrías presentarme a alguien que se ocupe de arreglaros estos
asuntos de la documentación. María no puede marcharse con sus papeles auténticos, porque la
superiora acabaría denunciándola por haber abortado y la encontrarían más pronto que tarde.
Necesita una documentación falsa, y yo la pagaría, desde luego, no sé cuánto costará...
—Eso no hace falta —me sonrió antes de seguir hablando—. Mis auténticos superiores,
como tú les llamas, están lejísimos y no se ocupan de estas menudencias. Lo de los pasaportes lo
arreglamos entre nosotros. Voy a preguntarle a alguna gente. Que aparezca una documentación en
blanco es un poquillo difícil, no te voy a engañar, pero si hubiera alguna segura circulando por
ahí, sólo necesitaría un par de fotos. Del resto me encargo yo. Y por lo demás, puedes estar
tranquilo...
Porque para él también era un asunto político, me dijo, porque en una dictadura todo es
político. Después le dio un codazo a su médico para que volviera en sí. Eduardo miró la hora y se
asustó, pero antes de marcharse me pidió que le diera un abrazo a María de su parte.
—No lo haré —le dije—, ni siquiera voy a decirle que he hablado contigo. No es seguro.
—Eso es —Pepe se rio y me señaló con el dedo—, así se hace...
Lo que hizo él me pareció asombroso, aunque no quiso darle importancia. Cuando me contó
que alguien le había pasado la documentación de una tal María Isabel Villar Rodríguez, le
pregunté si era falsa o auténtica, y me respondió con una carcajada.
—Eso nunca se pregunta, hombre. Lo importante es que parezca auténtica, y ten por seguro
que cuando acabe con ella, eso es lo que va a parecer.
Lo hizo todo con el tapón de una botella de sidra, la punta de una navaja muy afilada, un lápiz
y un mechero. No debía de ser la primera vez que afrontaba un reto semejante, porque me pidió
tres botellas de una marca determinada, para obtener otras tantas posibilidades de conseguir una
circunferencia de corcho de la misma medida que el sello que usaba la policía para estamparlo
sobre las fotos de los documentos. Al final le sobraron dos. Con mucha paciencia y aún más
habilidad, fue tallando sobre la base del tapón de la primera las letras y las líneas que se veían en
la esquina inferior derecha de las fotos de la anterior propietaria de los documentos. Cuando
terminó, quemó ligeramente el relieve para darle más consistencia y fue retocándolo, probándolo
hasta que la tinta del tampón que le había prestado Eduardo dejó sobre una cartulina la huella que
buscaba. Después, fijó dos de las fotos que le llevé en el pasaporte y la cédula con los que iba a
escapar mi protegida, y tomó referencias con la punta de un lápiz, para poder borrarlas después.
Cuando recogí los documentos, la cara de María estaba surcada por un segmento perfecto,
perfectamente encajado, de la impresión de un sello que nunca la había tocado. Había tardado un
día y medio en lograrlo. Yo no lo habría conseguido en una vida entera, pero cuando se lo dije
volvió a reírse.
—¡Qué tontería! Esto es un oficio, como cualquier otro. Si te pones, lo aprendes, estoy
seguro —después me miró, me adivinó el pensamiento y me demostró que no sólo era el hombre
más simpático que había conocido en mi vida—. Ni se te ocurra darme las gracias, porque he
pasado unos ratillos muy buenos con esto —también era el más generoso—. Agradéceselo a tu
hermana, si acaso. Ella ha hecho lo más difícil.
Rita conocía a muchas militantes comunistas de Madrid, con las que había coincidido en la
cola de la cárcel de Porlier justo después de la guerra, cuando iba a ver a nuestro padre. Antes de
afiliarse a su partido ya era íntima amiga de algunas de ellas. Encontrar una documentación para
María le costó menos trabajo que aceptar mi gratitud.
—Te parecerá bonito, que tenga que venir un extraño a pedirme un favor de parte de mi
propio hermano.
—Pero Pepe no es un extraño —objeté—. Es amigo de los dos, y tuyo antes que mío.
—Eso da igual, lo que importa es que eres tú quien habría tenido que venir a hablar conmigo,
aunque de todas formas... —se quedó pensando para no tener que decir que me perdonaba la
ofensa que ella misma acababa de inventarse—. ¡Qué pena!, ¿no? Esa chica me habría caído bien,
estoy segura, y para una vez que te lías con una que merece la pena... ¿Había que acabar
mandándola a Mallorca? ¿No podría haberse quedado un poco más cerca?
—No lo sé —respondí, asombrado por una perspicacia de la que parecían haber carecido
hasta entonces mis cómplices masculinos—. Eso ha sido idea de Pepe.
Había sido una buena idea. Y no sólo porque los comunistas mallorquines fueran excelentes
camaradas, ni porque en la isla vivieran muchos ingleses, ni porque le hubieran mencionado un
par de clínicas privadas, frecuentadas por extranjeros, donde contratarían a una auxiliar de
enfermería sin preguntar mucho.
—Mallorca es lo mejor sobre todo por dos cosas —concluyó—. La primera es que, a la hora
de buscar fugitivos, la policía franquista siempre se olvida de las islas. Lo sé, porque he mandado
a mucha gente a Baleares, y a Canarias también. Y la segunda... —levantó en el aire los
documentos que estaba a punto de entregarme y sonrió antes de sugerir que él era incluso más
perspicaz que mi hermana—. La segunda es que, si María se quedara en la península, a lo mejor
alguien podría tener la tentación de ir a verla de vez en cuando, y entonces esto no habría servido
de nada. Lo entiendes, ¿no?
—Lo entiendo —admití.
En ese momento me pregunté si no nos habíamos pasado un poco de la raya, si
verdaderamente era necesaria una operación tan compleja, implicar a tanta gente en dos orillas del
Mediterráneo, para liberar a María Castejón de una simple boda con Juan Donato Fernández. Ni
Pepe, ni Eduardo, ni Rita me habían reprochado aquel exceso, pero conservé cierta sensación de
ridículo hasta que el 6 de agosto, la hermana Anselma volvió a Ciempozuelos con dos semanas de
antelación sobre la fecha prevista. Cuando me saludó, con un simple movimiento de la mano, tenía
la cara deformada por la cólera. La idea de atrapar a María Castejón a cualquier precio hacía
retumbar sus pasos por el pasillo como si pretendiera romper las baldosas, y en su nariz sólo
faltaba una anilla para completar la estampa de un toro furioso.
Aquel lunes fui a trabajar con la misma actitud que había exhibido la semana anterior, sin
dejar de interesarme por María ni atender a los cotilleos que recorrían el manicomio en todas las
direcciones. Como todas las mañanas, pregunté si se sabía algo, escuché que no, comenté que me
parecía muy raro y no volví a mencionar el tema hasta que me subí en el taxi que me devolvió a
Madrid. Cuando Eduardo se marchó a trabajar al Esquerdo, Arenas se ofreció a reemplazarle en
nuestro acuerdo con los taxistas, y en algún momento de todos los viajes comentaba que Maroto
tenía razón, que había sido un error mantener en la plantilla del hospital a una desgraciada como
María Castejón, y que estaba seguro de que la hermana Anselma la encontraría.
—Hoy ha estado toda la mañana encerrada en su despacho con Juan Donato —nos informó el
día del regreso de la superiora—, que no sé cómo puede seguir interesado en casarse con ese
putón, por cierto, pero a partir de mañana va a empezar a interrogar a todo el mundo. Porque
alguien tiene que saber algo, ¿no?
Roque, que desde la incorporación de Arenas había renunciado al asiento del copiloto para
sentarse conmigo detrás, mantuvo la boca tan cerrada como de costumbre. Pero yo decidí que me
convenía darme por aludido.
—La verdad es que no entiendo nada —reconocí en un tono manso, ligeramente
apesadumbrado incluso—. Estaba muy contenta con la boda, ¿no? Cada vez que me la encontraba
en el dormitorio de doña Aurora me contaba una novedad, de su vestido, de la ceremonia, de que
las hermanas le habían prometido que iban a cantar... Yo estoy un poco preocupado, la verdad. No
sé qué habrá podido pasarle.
La hermana Anselma me convocó al día siguiente. No fui el primero en pasar por su
despacho. Antes habló con el doctor Robles, que la semana anterior había llamado en vano a
todos los hospitales de Madrid, a los juzgados y a la policía municipal, por sugerencia mía.
Después habló con Marisa, la auxiliar a la que María había recurrido para que cuidara a su abuela
durante la semana que pasó en mi casa. Sólo cuando ella salió por la puerta con la cara tan blanca
como si la superiora acabara de amenazarle con despedirla, la hermana Anselma gritó mi apellido
desde su mesa. Cuando me senté ante ella, no bajó mucho el tono para decir que jamás había
conocido a nadie tan ingrato y tan desvergonzado como esa desgraciada, esa loca empecinada en
destrozarse la vida, que no había sido capaz de aprovechar la oportunidad que ella misma le había
puesto delante, que no se merecía todo lo que la comunidad de Ciempozuelos había hecho por ella
durante tantos años y que acabaría dando con sus huesos en la cárcel, que era donde tendría que
haber estado desde hacía años. Al mirarla, tan guapa, tan majestuosa, tan cabreada, me acordé con
nostalgia de la hermana Belén, pero no perdí mucho tiempo en echarla de menos. Había
planificado cuidadosamente lo que iba a decir y la interrumpí con una suavidad no exenta de
firmeza, para que comprendiera lo antes posible que yo no iba a dejarme acorralar como la pobre
Marisa.
—Con todos mis respetos, hermana, creo que nos estamos equivocando de planteamiento.
—¿Qué? —estaba tan absorta en su propia furia que me miró como si no me hubiera
entendido—. ¿Qué ha dicho?
—Digo que quizás no estamos enfocando bien este asunto —recibí una mirada de
incomprensión aún más profunda y fui derecho al grano—. ¿Han denunciado ustedes su
desaparición a la policía?
—¡Ah! —mi pregunta la dejó con la boca abierta y tardó unos instantes en cerrarla—. ¿Es
que usted cree que ha desaparecido?
—¿Que si lo creo? —me permití el lujo de esbozar una sonrisa—. Es evidente que eso es lo
que ha pasado, ¿no? Cuando una persona se marcha sin despedirse y nadie vuelve a verla, lo que
suele decirse es que ha desaparecido.
—Ya, ya... Claro... Sí, pero... —la perplejidad fue profundizando en cada palabra las arrugas
de su ceño fruncido—. No sé, es que cuando ha dicho usted esa palabra me he asustado, como si
le hubiera pasado algo malo.
—Bueno —insistí con la misma suavidad—, es que igual le ha pasado algo malo. Yo no la
conozco demasiado, pero me ayudó mucho cuando llegué aquí —había decidido que sería mejor
no mencionar a doña Aurora—, cuando puse en marcha mi programa... No puedo saber qué tenía
en la cabeza, claro, eso nunca se sabe, pero imagino que si se hubiera marchado por su propia
voluntad habría dejado una carta, ¿no?, una explicación para su novio, al menos. Se la veía muy
contenta con la boda. El día del entierro de su abuela me invitó y todo, así que... —le hice una
pregunta cuya respuesta ya conocía—. ¿Quién fue la última persona que la vio?
—Pues... —frunció los labios como si le molestara tener que reconocerlo—. Creo que fui yo.
—¿Usted? —me hice el sorprendido.
—Sí... Juan Donato se pone muy nervioso cuando conduce por Madrid y ella le sugirió que
nos dejara en una plaza donde podría dar la vuelta fácilmente. Luego me acompañó a la estación,
estuvo conmigo hasta que llegó el tren, me ayudó a acomodarme y hasta me despidió con la mano
desde el andén.
—¿Y la encontró usted rara o...? No sé —seguí jugando al detective—. ¿La vio asustada, o
nerviosa? —negó con la cabeza antes de contestar.
—No, la verdad. Estaba muy normal, cariñosa, incluso... Me dijo qué tranvía iba a coger, y
todo, para llegar al asilo que tenemos en Doctor Esquerdo, donde pensaba dormir. Había llamado
por la mañana para preguntar si tenían sitio para ella. Le dijeron que sí, pero nunca llegó.
—¿Lo ve? —hice una pausa para que pudiera masticar la información que ella misma me
había proporcionado—. Ya me he dado cuenta de que usted piensa que se ha fugado, que se ha
marchado sin más, pero entre la estación y el asilo de Doctor Esquerdo quizás tuvo un accidente.
Puede que la atropellara un coche, que sufriera un desmayo, que alguien la atacara... Por eso creo
que lo mejor que podemos hacer es denunciar su desaparición y dejar que trabaje la policía.
Ahí se acabó la entrevista. Dejé a la hermana Anselma rumiando a su pesar la larga lista de
desgracias que podría haber sufrido una chica joven, atractiva, en una gran ciudad como Madrid, y
salí de su despacho con la convicción de haber estado brillante. Ya sabía que María estaba a
salvo, en Palma de Mallorca, con la documentación de otra mujer, que la policía no encontraría su
rastro ni siquiera si se molestara mucho en seguirle la pista a una delincuente de su calibre,
empeño más que dudoso, pero esa certeza me resultó menos inspiradora que la actitud de su
salvador. Lo único que tuve que hacer para despistar a la superiora fue seguir el ejemplo de Pepe
Sin Apellidos, un maestro en la técnica de hacerse el tonto ante personas más tontas que él. Eso,
que yo era un tonto, un pobre ingenuo que no tenía ni idea de la vida, menos aún de la naturaleza
de las mujeres depravadas, fue lo que leí en los ojos de la hermana Anselma cuando empecé a
hablar. Cuando terminé, ya no sabía qué pensar de mí, pero nunca volvió a molestarme.
Tres días después, un coche de la policía nacional aparcó en la puerta del manicomio. Se
bajaron dos agentes uniformados que hablaron con el doctor Robles, con la hermana Luisa, con
Marisa, con Juan Donato y con su madre. No preguntaron por mí, no estuvieron en Ciempozuelos
ni dos horas, y no volvieron más. Poco a poco, la gran noticia de aquel verano se fue
desvaneciendo, deshilachándose poco a poco, perdiendo fuerza al mismo ritmo que la luz de unas
tardes cada vez más cortas. Sobre la figura de María Castejón fue cayendo una cortina de olvido,
como si una ley tácita, que nadie había escrito pero nadie se atrevía a desafiar, la hubiera
condenado a no haber existido jamás. En otoño, cuando Juan Donato se echó otra novia, una chica
del pueblo que parecía encantada de haberlo enganchado, sólo tres personas nos acordábamos de
ella en todo el manicomio. La primera era la hermana Anselma, incapaz de olvidar una ausencia
que nunca dejó de interpretar como una imperdonable ofensa para sus bondadosos planes. La
segunda era yo, que seguía echándola de menos todos los días, en los pasillos por los que la había
perseguido, en el jardín donde estaba la glorieta donde nos habíamos divertido tanto, y también,
algunas noches, en mi propia cama. La tercera era la que menos habría esperado.
—Y la chica, ¿dónde está? ¿Por qué no viene a verme?
Antes de saltarme las normas del manicomio para tratar con morfina a doña Aurora, busqué
la complicidad de José Luis Robles. No era fácil, aunque sabía que desde que llegó la orden de la
Dirección General de Sanidad se sentía en deuda conmigo. De hecho, desde la suspensión del
programa nos llevábamos mejor que antes y, aunque no llegamos a ser verdaderos amigos,
empezamos a quedar en Madrid de vez en cuando. Siempre me había invitado él, pero aquella vez
invité yo. Más allá de las fechas de mis vacaciones, nunca le había pedido un favor, y sin
embargo, aquel era arriesgado para él, sobre todo desde que la hermana Anselma ocupaba el
despacho de la superiora.
—De acuerdo —había calculado que no entendería que me gastara el dinero en doña Aurora
pero que tampoco hallaría razones para oponerse, y me confirmó enseguida una cosa y la otra—,
pero con una condición.
No le interesaba de dónde fuera a sacar yo la morfina pero, hasta que mi paciente estuviera
en un estado terminal tan crítico que él mismo pudiera autorizar su sedación, me pidió que
espaciara las dosis de vez en cuando, para que nadie sospechara lo que estaba haciendo. Los
dolores que sufría doña Aurora eran tan atroces que cada vez que recobraba la consciencia, sus
gritos, unos alaridos que no parecían humanos, se oían en todo el pabellón del Sagrado Corazón.
Yo intentaba acortarlos al máximo. Cada vez que veía entrar por la puerta a una hermana con la
cara desencajada de terror, le anunciaba que iba a darle un analgésico. Ella asentía con la cabeza,
se marchaba corriendo y, en el instante en que me dejaba a solas con mi paciente, le inyectaba otra
dosis. En el breve plazo que tardaba la droga en hacer efecto, mientras el dolor remitía y el sueño
aún no llegaba, siempre me preguntaba por María.
—La chica, la rubia, ¿dónde está? No la veo. Vino a besarme un día, era Hilde, claro,
entonces lo entendí, a mí sólo me ha besado Hilde...
No había vuelto a tener noticias de María desde que Pepe me dijo que el paquete había
llegado bien y en perfectas condiciones. No quise preguntarle nada más, pero cada vez que doña
Aurora la echaba de menos, me dolía que no lo supiera, que probablemente nunca fuera a saberlo.
Se habría emocionado mucho, aunque mi paciente la confundiera con su hija asesinada, o tal vez,
precisamente por eso.
—Dígale que venga a verme, me ha traicionado, hasta ella, que es tonta de remate, me
abandona... Quiero verla, quiero ver a Hilde, ahora es rubia, está muy flaca, no lo entiendo...
Muy pronto, el deterioro de mi paciente fue agudizándose hasta el punto de impedirle
pronunciar frases completas. A finales de octubre, Robles me cubrió al fin las espaldas,
autorizando oficialmente la sedación de Aurora Rodríguez Carballeira, aunque su permiso no
implicaba el suministro de la droga. No era fácil de entender, pero a pesar de su estrechez, los
alardes de rígido puritanismo que hacían tan difícil la vida de la gente, España tampoco se parecía
a Suiza en su concepto de la moral pública. Lo descubrí al comprobar que, entre la ley y el delito
existía una estrecha senda, transitable con dinero, que podía aprovechar para seguir encargándole
la morfina a la amiga de Eduardo sin más complicaciones. No me pesó. Entendí las reservas de mi
jefe porque, en los primeros días de septiembre, había ocurrido algo que me consagró
definitivamente como un médico réprobo, el psiquiatra más indeseable del manicomio de mujeres
de Ciempozuelos.
—Está muy avanzada...
El verano de 1956 terminó sin que tuviéramos noticias de la convocatoria de la reunión
donde iba a resolverse la cuestión de la clorpromazina, pero yo no dejé de visitar a las pacientes
de mi programa y seguí de cerca el embarazo de Rafaelita. Aunque nadie sabía exactamente
cuándo salía de cuentas, yo tenía la impresión de que su embarazo llegaría a término antes que el
mes de septiembre.
—Sí, eso es también lo que piensa el doctor —la novicia que estaba peinándola me dio la
razón—. El martes que viene van a llevarla al hospital para operarla, bueno, para sacarle al
niño... Ya sabe usted.
—Claro, el parto natural es inviable —asentí con la cabeza, mientras hacía mis propios
cálculos—. Sólo faltan seis días. No sé si a su madre le dará tiempo a llegar.
—¿Su madre? —la novicia frunció el ceño—. ¿Y para qué va a venir su madre? Si en el
hospital la van a tratar muy bien.
—Bueno, pero ella querrá estar con su hija. Eso es lo normal, ¿no le parece?
No dijo una palabra, pero se concentró en la goma con la que estaba recogiendo el pelo de
Rafaelita como si hacerle una coleta fuera una tarea dificilísima. Sólo cuando hubo acabado,
añadió algo más.
—No la llame, doctor —su voz era delgada, tan quebradiza como cualquiera de los cabellos
que tenía entre las manos—. Se va a llevar un disgusto. Ya sabe usted que, en estos casos, los
niños suelen nacer muertos, o mueren al poco de estar vivos, y para que lo vea, no merece...
—¿Quién le ha dicho a usted eso? —la miré y se puso colorada—. No es verdad.
—Sí —insistió—, ya sabemos que el niño no va a estar bien, pobrecito. Tendrá problemas
muy graves, será esquizofrénico, como su madre, o vaya usted a saber. Lo más seguro es que nazca
muerto.
—No —insistí—, eso no es verdad. No hay evidencia científica de que la esquizofrenia se
herede de padres a hijos. Además, la madre no ha tenido ninguna complicación, lo sé porque he
estado pendiente de ella. Le he tomado la tensión todas las semanas, he auscultado los latidos del
feto... Lo más probable es que el hijo de Rafaelita sea un bebé perfectamente sano.
—Que no —negó con la cabeza varias veces—. No, ya lo verá. El niño va a nacer muerto, ya
nos lo han dicho.
—¿Quién? ¿Quién se lo ha dicho?
—Pues... ¡Si lo sabe todo el mundo! —mientras hablaba, empezó a retroceder despacio—. Y
ahora me tengo que ir —caminaba hacia atrás, cada vez más deprisa—. Perdóneme, pero tengo
muchas cosas que hacer...
—Espere, por favor.
No me hizo caso. Me dio la espalda y se fue corriendo, como se había ido María Castejón
tantas veces, pero yo ya no tenía ganas, ni el ánimo suficiente para perseguirla.
El 6 de septiembre de 1953, hice un largo viaje desde Berna hasta Viena.
A las ocho de la mañana tomé un tren para llegar a Zúrich. Allí me subí en otro, que
abandoné en Múnich. Y tuve que esperar un par de horas antes de abordar un supuesto expreso,
mucho más lento de lo que se podría deducir de su nombre, que me depositó en la capital de
Austria al atardecer. Lo último que habría podido imaginar cuando experimenté el alivio de estirar
las piernas sobre un andén vienés, fue que aquel largo viaje sería apenas el preámbulo de otro,
mucho más largo.
¿Qué te pasa, Rebecca? Nada. Desde el invierno de 1952 repetí muchas veces la misma
pregunta, ¿qué te pasa, Rebecca?, para obtener siempre la misma respuesta, nada, no me pasa
nada, de verdad. Con el tiempo, mi mujer fue alargando esa frase, enriqueciéndola con ligeras
variantes hacia el final. ¿Qué te pasa, Rebecca? Nada, es que estoy cansada, estoy preocupada,
estoy triste. Nunca especificaba los motivos de su desánimo, como si estuviera segura de que yo
lo atribuiría con docilidad a la vieja, útil tragedia de siempre, su madre, su hermana, la guerra, los
campos de concentración, la muerte de Willi. Pero yo sabía que tenía que existir otra razón,
porque antes del infarto de Leah Goldstein, la historia de su familia no era menos desgraciada y
nosotros habíamos sido más felices. No me pasa nada, en serio, es que estoy triste, preocupada,
cansada... No fui capaz de descubrir la verdad, pero la repetición de la mentira me fue
persuadiendo de que los adjetivos sobraban. Daba igual el que ella escogiera en cada ocasión. El
auténtico problema residía en el verbo estar, porque Rebecca no estaba. No había estado desde
que volvió de Neuchâtel.
El 14 de febrero de 1952, fuimos juntos a ver a Lili apenas nos enteramos de que había
tenido un infarto. Aquel día me sentí más unido a ella que nunca. Cuando mi coche se detuvo ante
la fachada de la que durante años había sido también mi casa, una figura oscura, temblorosa, salió
a toda prisa del interior y se apoyó en la puerta con los brazos extendidos, como si pretendiera
impedir nuestra entrada, o convencerme de que no me había equivocado de hermana. La casa está
bendecida, el rabino ha venido esta mañana, tenéis que purificaros antes de... ¡Vete a la mierda,
Else! Rebecca intentó apartarla, forcejeó con ella y acabó tirándola al suelo antes de abrir la
puerta. Mientras corría escaleras arriba, le ofrecí una mano a la más devota de los Goldstein, pero
ella se negó a aceptarla como si temiera que el contacto con mis dedos pudiera contaminarla. Se
levantó sin ayuda, se arregló la ropa y atravesó la puerta con paso lento, solemne, mientras
murmuraba lo que no podía ser sino una oración.
Subí las escaleras solo y, en el umbral de su dormitorio, Samuel me abrazó con un velo
turbio sobre los ojos. Me asusté mucho durante un instante, hasta que comprobé que no se debía a
la pena, sino a la emoción. Rebecca, atravesada sobre la cama matrimonial, el cuerpo encogido en
la posición propia de una cría asustada, rodeaba a su madre con los brazos, la cabeza apoyada en
el pecho de la enferma que le acariciaba el pelo y le hablaba en un susurro, mein Mädchen, mi
niña, sin dejar de sonreír. Era la primera vez que madre e hija se veían desde que nos casamos. Y
si la muerte de un hijo había trastornado casi completamente a Leah Goldstein, el presentimiento
de su propio fin la impulsó a desandar una parte de ese camino para hacernos la vida más fácil a
casi todos. No sólo porque, al verme, levantó la mano izquierda para reclamarme a su lado, me
besó y me dijo que se alegraba mucho de verme sin dejar de sonreír. También porque, después de
reconciliarse íntimamente con Lili, Rebecca se levantó del lecho de su madre, se acercó a Else, le
dio un abrazo y le pidió perdón, sin especificar la ofensa de la que aspiraba a redimirse.
Aunque Ava nunca llegó a concedérselo en voz alta, los tres días que pasamos juntos en
Neuchâtel representaron una breve reedición de la mejor época que la familia Goldstein había
vivido en su exilio suizo. Lili todavía estaba muy débil, pero su marido consideraba que el peligro
había pasado. Poco después de nuestra llegada, Karl-Heinz apareció con Anna y con los niños. Lo
primero que hizo fue coger en brazos a su suegra para dejarla instalada en la butaca más cómoda
del salón, bien tapada con una manta, rodeada por sus tres nietos. Luego se fue a dejar su equipaje
en el hotel donde habían reservado dos habitaciones, porque ya no cabíamos todos en la casa.
Estuve a punto de ofrecerme a cederles mi viejo dormitorio, donde habrían podido acomodarse
poniendo unos colchones en el suelo, pero mi mujer me apretó el brazo a tiempo. Nosotros no
vamos al hotel de ninguna manera, me dijo, ni se te ocurra, que llevo mucho tiempo sin ver a mi
madre. Lo entendí perfectamente y disfruté de su alegría, de la que compartieron Lili y Samuel al
ver a sus hijas reunidas de nuevo, antes de volverme a Berna. No me extrañó que Rebecca, que en
principio pensaba quedarse en Neuchâtel sólo tres días, cambiara de planes. El domingo, cuando
me preparaba para volver a casa, me pidió que la recogiera al cabo de una semana. La amenaza de
la muerte obra milagros, pensé entonces. No podía saber que una amenaza de la vida estaba a
punto de obrar mi desgracia.
El martes, 19 de febrero de 1952, Samuel Goldstein y su hija menor salieron juntos a dar un
paseo. Desde que recibieron la noticia de la muerte de Willi habían estado muy unidos, y aunque
los dos celebraban por igual la restablecida armonía familiar, echaban de menos sus viejas
correrías. Aquella tarde, les bastó con mirarse para sonreír y ponerse de acuerdo sin palabras. La
heladería favorita de ambos estaba abierta todo el año, y el frío del invierno nunca les había
parecido un motivo suficiente para renunciar a la copa de tres sabores con nata, fruta y sirope que
Rebecca echaba tanto de menos en Berna. Aquí estamos muy bien, pero en ninguna parte hacen un
helado tan rico como el de La Bella Italia de Neuchâtel, concluía invariablemente, después de
probar la oferta completa de todas las heladerías de la ciudad. La Bella Italia tenía un salón con
vistas al lago, que estaba lleno en todas las estaciones del año. Mientras corría para ocupar una
mesa que acababa de quedarse libre frente a la cristalera, la hija predilecta del profesor Goldstein
no se fijó en la clientela que abarrotaba el local, pero tampoco pudo evitar que un pequeño goloso
la reconociera. Estaba estudiando la carta, sin acabar de decidirse por los tres sabores que
escogería aquella tarde, cuando escuchó una vocecilla de timbre familiar, Fräulein Rebecca,
Fräulein Rebecca... Thomas Meier había crecido mucho, pero le habría reconocido entre un
millón de niños. ¡Qué alegría volver a verla, Fräulein Rebecca! El sobrino de Kurt se abalanzó
sobre ella para abrazarla. Su antigua maestra se levantó, lo estrechó contra sí y giró ligeramente
sobre sus talones. Con un solo movimiento, logró darle la espalda a su padre y obtener una
panorámica perfecta de todo el salón. Si el niño hubiera podido verle la cara, no habría entendido
la expresión de pánico que se deshizo enseguida, cuando Frau Meier levantó una mano para
saludarla. Al comprobar que estaba sola con sus hijas, Rebecca respiró hondo, separó a Thomas
de su cuerpo, le sonrió, le acarició la cabeza, se asombró de cuánto había crecido, le dio dos
rotundos besos en las mejillas. Ya no soy Fräulein Goldstein, Thomas, le dijo al final, ahora soy
Frau Velázquez. Me he casado, ¿sabes?, y vivo en Berna, he venido a pasar unos días con mis
padres... Luego, con mucha naturalidad, acompañó a Thomas a su mesa, saludó a Frau Meier, besó
a sus hijas y decidió que ya había vivido demasiadas emociones para una sola tarde. Era un
antiguo alumno, le comentó a su padre antes de pedir dos bolas de chocolate y una de vainilla, su
combinación favorita.
Al día siguiente, en Neuchâtel apenas amaneció. Bajo una luz oscura, turbia, impotente para
disipar la memoria de la noche, el hielo se apoderó de la ciudad. Luego la dejó a solas con un
resplandor bello y peligroso, un cielo inmaculado que empezó a romperse en pedazos muy pronto.
A las diez de la mañana, la nieve era tan espesa que los copos parecían una lluvia de papelitos
blancos, un ingrediente festivo en una celebración que nadie había convocado. A las diez y media,
apenas se veía nada que no fuera nieve. La excepción era una figura vestida con un abrigo oscuro,
de corte militar, un hombre joven e inmóvil, que permaneció de pie durante horas bajo la
marquesina de una parada de tranvía que estaba exactamente enfrente de la casa de la familia
Goldstein. Rebecca lo descubrió por casualidad. Se asomó a la ventana del salón, en la fachada
delantera, para calcular si merecía la pena ir a comprar el pan, y le vio, pero no quiso mirarle.
Hace un día espantoso, anunció mientras corría de nuevo los visillos, yo creo que es mejor que
nos arreglemos tostando el pan que sobró de ayer... Nadie discutió su criterio. Su padre volvió a
asomarse a la ventana al cabo de un rato para ver si la situación había mejorado, y se asustó. Ahí
fuera hay un hombre que se va a congelar. ¡Qué barbaridad! Tiene el abrigo blanco de nieve ya, y
eso que está debajo del tejadillo. Voy a ir a buscarle... No, papá, estate quieto. Rebecca lo agarró
por un brazo, lo llevó a la cocina, déjale en paz, le dijo, ya lo he visto antes, es un adulto, él sabrá
lo que hace ahí. Bueno, pero podemos darle un café, ¿no? Igual tiene algún problema... Que no,
Rebecca se puso firme. En lugar de ayudar a los desconocidos, puedes echarme una mano a mí, le
puso una cebolla en una mano y un cuchillo en la otra, pícame esto muy finito, anda... A las once y
media, con la comida ya enjaretada, la cocinera volvió a asomarse a la ventana y comprobó que
nada había cambiado. A las tres de la tarde, la nieve dio una tregua. Rebecca comprobó que el
hombre que llevaba cinco horas parado bajo la marquesina era indudablemente Kurt Meier, y él
reconoció su rostro con la misma certeza al otro lado del cristal. Luego avanzó un paso, después
otro, se quedó parado en medio de la calle y levantó una mano para saludarla. Rebecca no le
devolvió el saludo. Volvió a correr el visillo, le dio la espalda a la ventana, escuchó la furiosa
bocina de un coche y se asustó. Volvió corriendo a mirar y comprobó que Kurt se había apartado a
tiempo. No sólo estaba vivo. También sonrió al gesto preocupado de la mujer que le miraba desde
la ventana antes de irse por fin, andando muy despacio.
El jueves, 21 de febrero, no nevó y por eso hizo todavía más frío. Los termómetros estaban
aún lejos de los cero grados cuando el mismo hombre, con el mismo abrigo, se paró en el mismo
lugar. Rebecca lo vio antes de sentarse a desayunar y decidió evitar de una vez que su padre
acabara invitándole a un café. Voy a hacer unos recados... Lili seguía sentada en una butaca del
salón, frente a una ventana orientada por fortuna a una bocacalle perpendicular a la fachada de la
casa. Rebecca la besó y se despidió de su padre con un grito. Espérame, gritó desde arriba el
profesor Goldstein que, después del susto, se había ido reincorporando gradualmente al trabajo.
En cinco minutos te llevo en coche a donde tengas que ir. ¡No!, eso era lo último que quería su
hija, voy andando, que quiero que me dé un poco el aire... Cuando cruzó la calle, las piernas le
temblaban. Al llegar hasta Kurt, señaló con el dedo en una dirección y echó a andar sin decir
nada. Él la siguió hasta un pequeño café donde nunca habían estado juntos, se quitó el abrigo, se
sentó frente a ella, atrapó por sorpresa una de las manos que había dejado apoyadas en la mesa.
No, Kurt, Rebecca negó con la cabeza mientras la liberaba de sus dedos, esto no puede ser. He
salido a buscarte para decirte que te olvides de mí, que me dejes en paz, que me he casado, que
vivo en Berna, que he vuelto a Neuchâtel solamente porque mi madre ha tenido un infarto y casi se
muere... Él la miraba y no decía nada. La dejó hablar hasta el final, escuchó que el domingo
volvería a su casa, que su marido iba a venir a buscarla, que su madre ya estaba bien, que su
familia solía ir a Berna a verla porque sabían que ella no quería estar en Neuchâtel, que nunca
volverían a encontrarse. Escuchó todo eso y dijo solamente una cosa. Yo te quiero, Rebecca,
nunca he querido a nadie como te quiero a ti. Al escucharlo, ella le miró. Levantó la cabeza,
afrontó sus ojos intensamente azules, apreció la sombra sonrosada que el frío había impreso en su
piel blanquísima, reconoció el contorno de los labios que había besado tantas veces. Así, vio la
cara de Kurt Meier por primera vez desde que se había sentado en la silla de enfrente, porque
hasta aquel momento siempre se las había arreglado para posar los ojos en otro lado, el azucarero,
la servilleta, las vetas del mármol de la mesa, la fachada del edificio que se alzaba al otro lado de
la calle, nunca en él. No había sido capaz de mirarle mientras le decía que no volvería a verle
nunca más, pero no pudo resistirse a hacerlo cuando él le dijo que la quería. Te quiero, Rebecca.
No puedo olvidarme de ti porque te quiero. No puedo renunciar a ti porque te quiero. Me da igual
que te hayas casado con otro porque te quiero, porque sólo vivo por ti, Rebecca Goldstein...
El domingo siguiente llegué a la casa de mis suegros a media mañana y me encontré con
muchas novedades. La primera fue que mi mujer estaba resplandeciente, tan guapa como aquel día
que llamó a la puerta de mi casa de Berna sin avisar. No tuve mucho tiempo para admirarla, sin
embargo. Antes de que pudiera ir a saludar a su madre, me cogió de la mano y me arrastró
escaleras arriba, hasta mi antiguo dormitorio. Te he echado mucho de menos, me dijo mientras me
desabrochaba los botones de la camisa, no te figuras cuánto... Con una pericia asombrosa para
tanta urgencia, se bajó sin ayuda la cremallera de su vestido y lo dejó caer al suelo. Luego empezó
a quitarme los pantalones y me arrastró a la cama al mismo tiempo y, sobre todo, con la misma
pasión que me había estremecido al principio. Sólo después, mientras descansábamos, abrazados
sobre la colcha que ni siquiera habíamos llegado a levantar, me di cuenta de que la explosiva
sensualidad que me había parecido asombrosa cuando nos reencontramos en Berna había ido
apagándose poco a poco, sin que yo la echara de menos hasta aquella tumultuosa reaparición. No
se me ocurrió pensar en los motivos. Me contenté con disfrutarla una vez más antes de que
Rebecca decidiera que ya podíamos incorporarnos a la reunión familiar.
Prepárate para un bombazo, me advirtió, como si aquella sesión de sexo matutino no hubiera
sido bastante, te vas a quedar pasmado... En el salón, junto a Lili, estaba sentado un hombre al que
no había visto nunca. Más cerca de los cuarenta años que de los treinta, iba vestido de una forma
peculiar, que me habría recordado los atuendos domingueros de los alcaldes de los pueblos de
España si su peinado no hubiera fulminado cualquier posible comparación. Llevaba un traje
negro, una camisa blanca, inmaculada, sin corbata pero abrochada hasta el último botón, zapatos
oscuros y un sombrero peculiar, como una chistera chata, su copa de menor altura que las que yo
había visto hasta entonces, bien encajado sobre la frente. Lucía una barba espesa y
cuidadosamente recortada, no demasiado larga, y a cambio, el pelo muy corto con la excepción de
dos gruesos tirabuzones, espesos como las trenzas de una colegiala, que enmarcaban su rostro,
cayendo justo por delante de sus orejas. Su aspecto era tan pintoresco que al verle, no me di
cuenta de que Else estaba sentada a su lado. Ella fue quien nos presentó en francés, Monsieur
Jacob Cohen, dijo, mi cuñado Germán Velázquez, el español, ¿te acuerdas de que te hablé de él?
Me acerqué a Cohen con la mano tendida y así se quedó mientras él se inclinaba con las suyas
unidas, a modo de saludo.
Después de besar a Lili, fui a la cocina y Samuel me puso al día. Jacob era, antes que nada,
el prometido de Else, que pronto pasaría a llamarse definitivamente Ava Cohen. Hijo del gran
rabino de la sinagoga de La Chaux-de-Fonds, rabino él mismo, llamado a suceder algún día a su
padre, había conocido a su novia cuando ella le preguntó si conocía a alguien que diera clases
particulares de hebreo. Yo mismo se las daría encantado, dijo el rabino, y Ava se deshizo para
siempre de los últimos restos de Else Goldstein mientras la admiración que siempre había sentido
a distancia por aquel hombre santo se transformaba en un amor casto, perfectamente ortodoxo.
Pero a nosotros no nos dijo nada, me informó su padre. No sabíamos nada de Rabi Cohen hasta
que esta mañana ha aparecido con él. Y no quiero ser mal pensado, pero tengo la impresión de que
es una treta para recuperar a Lili. Else está muy preocupada porque esta semana ha pasado más
tiempo con Rebecca que con ella, y por lo visto se ha olvidado de algunos rezos, esas devociones
en las que antes siempre estaban juntas. Supongo que piensa que con un yerno rabino volverá al
redil, pero yo no pienso consentirlo. Que vaya a la sinagoga si quiere, me parece perfecto, que
observe el sabbath, no me importa, pero voy a hacer todo lo que pueda para que siga disfrutando
de la vida como ahora, como antes...
Cuando nos sentamos a comer, Rabi Cohen nos hizo el honor de quitarse el sombrero, aunque
no se deshizo del casquete de terciopelo negro que llevaba sobre la coronilla. Después, su novia y
él protagonizaron escenas tan cómicas como si provinieran de una comedia. Aunque había nacido
en La Chaux-de-Fonds y hablaba perfectamente francés, Jacob se dirigió a nosotros en hebreo,
para darle a su prometida la oportunidad de lucirse haciendo de intérprete. Como Else hablaba
mucho peor de lo que le habría gustado demostrar, tenía que preguntarle cada dos por tres, en
francés, el significado de una u otra palabra, y así todos nos enterábamos de lo que él quería decir
antes de que ella hiciera el esfuerzo de traducirle. Por lo demás, la obsesión de Rabi Cohen en
aquella comida fue averiguar si yo tenía orígenes judíos, teniendo en cuenta el gran número de
hebreos que habían vivido en España hasta finales del siglo XV. Su prometida me obligó a repetir
todos mis apellidos hasta que, en el tercero de mi padre, Rojas, el rabino estalló en aplausos. Yo
ya sabía que Rojas era un apellido judío, pero le dije que estaba muy orgulloso de que mis
antepasados, ante la disyuntiva de comer chorizo o abandonar su tierra y todos sus bienes,
hubieran escogido el chorizo, y mi comentario no le gustó.
Aquel domingo, 24 de febrero de 1952, Rebecca no volvió conmigo a Berna. Había visto su
maleta abierta, llena de ropa recién doblada, en el suelo de mi antiguo dormitorio, pero Lili me
dijo que le gustaría que mi mujer la acompañara al hospital, donde iban a ingresarla dos días,
seguramente el martes y miércoles de la semana siguiente, para hacerle pruebas. Teniendo en
cuenta los últimos acontecimientos, el perfil de mi inminente cuñado y los comentarios de mi
suegro, me pareció una buena idea. No hace falta que vuelvas a buscarme, me dijo Rebecca
mientras me despedía con un húmedo y largo beso, planificado para mortificar tanto a su hermana
como a su prometido. Si todo va bien en el hospital, volveré en tren el viernes o el sábado. Todo
fue bien, y el primer día de marzo, sábado, recogí a mi mujer en la estación, a la hora de comer.
Nunca supe qué había pasado en aquella semana, pero mi relación con Rebecca cambió de
una manera radical a partir de entonces. La menor de los Goldstein, que en la peor crisis de su
familia se había mostrado como un prodigio de equilibrio, empezó a experimentar unos súbitos,
cíclicos cambios de ánimo, que la agitaban tan caprichosamente como si se hubiera convertido en
una marioneta cuyos hilos guiaban otras manos. Eso era lo que estaba pasando, pero yo no lo
sabía. No entendía por qué algunos días estaba eufórica, deseosa de arrastrarme a la cama a
cualquier hora, y otros tan deprimida que no consentía que la tocara. El azar, que jugaba conmigo
desde que mi suegra tuvo el infarto, me derrotó a finales de abril, cuando mi jefe me propuso
dirigir un ensayo clínico de un nuevo medicamento. El laboratorio que lo fabrica dice que suprime
incluso los síntomas de la esquizofrenia, añadió con una sonrisita. Claro, ¿qué van a decir ellos, si
lo único que quieren es venderlo? Para ser sincero contigo, estoy seguro de que es una pérdida de
tiempo, pero ya que nos han escogido... ¿A ti te interesaría? Yo quería ser psiquiatra, no
entomólogo. Me interesó.
En el mes de mayo de 1952, empecé a pasar más tiempo en la Clínica Waldau que en mi casa.
La verdad, aunque no me dejara en buen lugar, era que mis pacientes me resultaban más
estimulantes que mi mujer. Los efectos del nuevo tratamiento me abrumaron hasta el punto de que
dejé de contar las horas que pasaba en el trabajo, y Rebecca me apoyó mucho. Así interpreté yo
que nunca pareciera echarme de menos. Era tan comprensiva con mis ausencias, me preguntaba
con tanto interés por mis avances en el desayuno, a menudo la única comida que compartíamos,
que sus vaivenes emocionales, los picos, cada vez más raros, y los valles, cada vez más
profundos, de nuestra vida sexual, no llegaron a alarmarme. Tenía la cabeza en otra cosa. En junio,
cuando me preguntó qué íbamos a hacer en las vacaciones, le confesé que aquel año no podía
ausentarme de Berna y no se enfadó. Me iré unos días al campo con Sandrine, si no te importa, me
dijo entonces. Le prometí que el año siguiente iríamos a Francia, a Italia, a donde ella quisiera, y
me sonrió, me besó, me despidió en la puerta, como todos los días.
Yo nunca he querido engañarte, Germán... En octubre, Walter Friedli ya hablaba conmigo. Mi
prestigio como psiquiatra se había disparado hasta alcanzar un nivel que yo jamás me habría
atrevido a imaginar. El nuevo tratamiento había alcanzado un éxito rotundo y, desde el final del
verano, mi agenda estaba tan repleta de compromisos que decidí organizar una sola visita diaria,
citando a todos los colegas interesados en contemplar aquel fenómeno a la misma hora. De lo
contrario, mi nueva tarea de guía turístico no me habría dejado tiempo libre para trabajar. Y sin
embargo, ya sólo pensaba en Rebecca, que cada vez estaba más lejos y no quería contarme por
qué. Cuando lo hizo, empezó diciendo que ella nunca había querido engañarme.
Fue un domingo de noviembre, un día insuperablemente triste. Había llovido durante toda la
noche y seguía lloviendo cuando mi mujer se escabulló de mis brazos para ir a hacer el desayuno
como si no hubiera nada más urgente. Cuando me levanté, aún no había terminado. ¿Quieres zumo
de naranja?, me preguntó. Quiero que me digas lo que pasa, Rebecca, eso es lo único que quiero...
Estaba de espaldas a mí, pero giró sobre sus talones muy despacio, se sentó a mi lado, encendió
uno de mis cigarrillos, me dijo que nunca había querido engañarme. Tampoco quería romperle el
corazón a mi padre, añadió, pero eso es lo que voy a hacer... Quizás por eso, ella, que siempre me
había parecido tan valiente, no se atrevió a hablar con él. Cuando lo hice yo, en los primeros días
de 1953, su hija ya no vivía en Berna. Se había marchado unas horas después de nuestra
conversación y, desde entonces, nuestra relación se había limitado a dos llamadas telefónicas de
su amiga Sandrine. La primera para decirme que estaba viviendo en su casa. La segunda, poco
antes de Navidad, para contarme que se había ido a Alemania con Kurt Meier.
Cuando hablé con Samuel, estaba convencido de que Rebecca me había dicho la verdad.
Nunca te he mentido, Germán, es cierto que siempre me has gustado, que de pequeña quería
casarme contigo. Yo no elegí a Kurt, no elegí enamorarme de él, habría dado cualquier cosa por
no tropezarme con un soldado del ejército de Hitler, cualquier cosa, pero lo que me pasó, pasó sin
contar conmigo, mi voluntad no tuvo nada que ver... Luego, cuando comprendí lo que había hecho,
cuando mi padre me dijo que le estaba rompiendo el corazón, le abandoné, tú lo sabes, me marché
de mi casa, me fui de Neuchâtel, me habría ido al fin del mundo si hubiera hecho falta, esa es la
verdad, y mucho más cerca te encontré a ti, que has sido siempre bueno conmigo, que eres tan
bueno para mí. Pero estoy enamorada de Kurt, aunque no quiera. Esa es la verdad, a pesar de lo
que significa, a pesar de que no me conviene, de que me va a costar romper con mi familia. Estoy
enamorada de él y no sé hacer nada contra eso, no puedo hacer nada. Cuando volví a verle... No
fui yo, Germán, te juro que no fui yo. Yo hice lo que había que hacer, le dije que se olvidara de mí,
que estaba casada, que no me buscara, que nunca volveríamos a vernos, se lo dije, yo sé que se lo
dije, pero mis oídos no me escucharon, mi cuerpo no se enteró, yo... Había salido a buscarle sólo
para que no saliera papá, que llevaba dos días intrigado por el hombre de la marquesina, que el
día anterior había querido invitarle a un café. Salí a buscarle, hablé con él, le dije lo que tenía que
decirle y después... No sé qué me pasó, no lo sé. Yo intentaba alejarme, pero mis piernas iban
hacia él, intenté separarle de mi cuerpo y mis brazos terminaron abrazándole, me besó y quise
pensar, pero no pude, no pude... Sé que lo he hecho todo mal, que esto es malo para todos. Es
injusto para ti, y también para él, porque le quiero, pero cada segundo pienso que no debería
quererle, y acabo odiándome a mí, y odiando a Kurt, y no es un buen amor para ninguno, no es
bueno, pero no consigo arrancármelo, echarlo fuera, acabar con él. Lo siento mucho, Germán, pero
te juro que yo me casé contigo de buena fe, que yo quería que nuestro matrimonio funcionara, que
no he visto a Kurt Meier ni hemos tenido contacto hasta que volví a Neuchâtel en febrero. No
debería haberme casado contigo para huir de él, eso es verdad, pero tampoco te he usado de
tapadera hasta que... Tienes que creerme, por favor, créeme, porque eso es importante para mí,
porque es lo único que me queda. No te pido que me perdones, sólo que me creas. Sé que he
destrozado tu vida, que he destrozado la mía y que destrozaré la de Kurt, pero yo no quería que
pasara esto, no quería, y ahora no sé qué puedo hacer...
El 8 de septiembre de 1953, tras mi intervención en el simposio que me había llevado hasta
Viena cuarenta y ocho horas antes, José Luis Robles me invitó a cenar para ofrecerme un trabajo
en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos. En mi respuesta, la familia Goldstein pesó más que
la mía, mucho más que la clorpromazina. Diez meses después de su abandono, no le guardaba
rencor a Rebecca. Había pensado mucho en ella y en mí, en su pasión por un hombre prohibido, en
mi incapacidad para enfurecerme, para compadecerme, para lamerme las heridas tras su pérdida.
No había logrado ir más allá del estupor, la sorpresa de que mi esposa se fuera con otro, de que
yo no la echara demasiado de menos, de volver a encontrarme a solas con la soledad, mi
compañera más antigua, la más leal. Si acaso, había experimentado una misteriosa envidia por el
amor incondicional de la mujer que acababa de dejarme, porque yo nunca había sentido nada
semejante. Sin embargo, había comprendido a tiempo la verdadera naturaleza de mi relación con
Rebecca, un vínculo íntimamente ligado a la condición de expatriados que ambos compartíamos.
Si una guerra no hubiera partido mi vida en dos, si otra guerra no hubiera cortado la suya en dos
mitades, si yo hubiera seguido viviendo en Madrid, si ella no se hubiera movido de Leipzig, nunca
me habría casado con Rebecca Goldstein. Aunque la hubiera conocido, aunque la hubiera tratado,
aunque hubiéramos sido amigos, no le habría pedido que se casara conmigo y ella no me habría
dicho que sí. Nuestra boda había sido una consecuencia más de la desdicha que nos había
atrapado. Yo estaba solo, en Suiza, incapaz de contar mis deudas con la familia que me había
cuidado, que me había protegido y ayudado a labrarme un porvenir. Rebecca estaba sola, en Suiza,
cuidando de su padre mientras los dos vivían como parias, extranjeros en su propio hogar,
sintiéndose tan culpables por comer salchichas como me sentía yo al pensar en mi casa, en mi
país, la dictadura fascista por la que no debería haber sentido ni una pizca de nostalgia. Rebecca,
que había nacido en Leipzig, que había empezado a hablar en alemán, que no era otra cosa que una
mujer alemana, se había prohibido a sí misma pensar en Alemania. Así se enamoró del primer
soldado del ejército del Reich que se cruzó en su camino. Lo mío había sido más simple todavía.
Cuando la menor de las hermanas Goldstein apareció en mi vida, iba a cumplir treinta años sin
haber logrado echar raíces en ninguna parte. Su familia, y no Suiza, había sido lo más parecido a
una patria que había tenido desde que abandoné España. Casarme con Rebecca fue como volver a
casa, pero la casa a la que creí volver nunca había sido la mía. Cuando ella me contó que no me
había engañado, que habría hecho cualquier cosa para que nuestro matrimonio funcionara, la creí,
porque los motivos que me habían empujado a aquella boda no eran muy distintos de los suyos. La
única diferencia fue que ella se procuró un final muy feliz, muy desgraciado al mismo tiempo, para
su historia de amor. Y como el amor no había tenido mucho que ver con mi historia, mi final fue
más gris, más sucio, amargo pero infinitamente menos doloroso. Samuel Goldstein jamás quiso
entenderlo.
La última noticia de Rebecca que habían tenido en su casa de Neuchâtel fue una llamada
telefónica, breve y cargada de besos, en la que anunció a sus padres que aquel año no iba a poder
ir a casa en Navidad porque no se encontraba bien y el médico le había recomendado descanso.
Fue una mentira muy tonta pero funcionó durante unos días, los que ella necesitaba para largarse
de Suiza e irse a vivir a Hamburgo con su amante. Al poco tiempo, Samuel empezó a acribillarme
a llamadas. De sus preguntas deduje que su hija había recurrido a la excusa de la enfermedad, y le
di largas, respuestas ambiguas y teóricamente tranquilizadoras, mientras me ocupaba de mí mismo.
El primer domingo de 1953 expiró la tregua, un breve periodo de paz entre dos tormentas. El
profesor Goldstein llamó al timbre de mi casa a media mañana. No me había anunciado su visita,
pero yo ya estaba en condiciones de hablar con él. Mi autoterapia había concluido con éxito, pero
todas mis explicaciones naufragaron ante el sufrimiento de mi suegro.
Perdóname, Germán, es culpa mía, yo lo sabía, debería habértelo advertido, lo sabía, y sin
embargo dejé que te casaras con ella sin conocer la verdad, como si vuestro matrimonio hubiera
podido ser un éxito, como si pudiera salir bien algo que nunca sale bien, yo lo sabía, tendría que
habértelo advertido, pero tenía tantas ganas de que fuerais felices... Samuel Goldstein estaba
agotado por la repetición de la tragedia que se había cebado en él durante los últimos veinte años.
La huida de Rebecca había consumido sus últimas fuerzas, privándole hasta del recuerdo de la
inteligencia, la serenidad con la que había sido capaz de gestionar la noticia de la muerte de Willi
en 1945. En aquel momento, me había parecido admirable. En el invierno de 1953, libre de todas
las bacterias oportunistas que le habían torturado ocho años antes, no era más que un anciano
desorientado, que se apoyaba en mí para poner en marcha los descabellados planes que se le
ocurrían. Mientras Rebecca vuelve a casa, me decía, que no puede faltarle mucho, es fundamental
que Lili no se entere de nada. Tú tienes que lograrlo. Habla con la amiga esa a la que conoces, que
la anime a llamar a su madre de vez en cuando, o mejor, vete a Hamburgo a buscarla, Germán,
tráemela de vuelta, eso sólo puedes hacerlo tú, pero será mejor que vengas antes a Neuchâtel,
¿no?, tienes que venir de vez en cuando, acuérdate, para hablar con su madre, porque Lili no
puede saber esto, no puede enterarse de nada, está muy delicada, ya lo sabes... Yo le escuchaba,
intentaba razonar con él, convencerle de que Rebecca no iba a volver, y me entristecía verle tan
perdido, tan embobado en una esperanza sin sentido, pero aunque de vez en cuando logré que me
escuchara, nunca conseguí que aceptara lo que había ocurrido. No hemos tenido suerte, Germán,
me decía, no la hemos tenido... Venía a verme todas las semanas, para alternar el discurso del
perdón que me debía con el de la esperanza que sólo yo podría devolverle, en un bucle enfermizo
sin fin, como si él y yo no hubiéramos tenido nunca otro vínculo que su hija Rebecca. Yo quería
muchísimo a Samuel Goldstein. Le debía tantas cosas que no habría sabido por dónde empezar a
contarlas. En el verano de 1953 me enseñó algo más.
Entonces descubrí que el amor no es una panacea, un hechizo capaz de curar cualquier
herida, de salvar cualquier obstáculo, de arreglar cualquier destrozo. Yo quería muchísimo a aquel
hombre, le compadecía hasta con la última fibra de mi corazón, me dolía en el alma contemplar el
progresivo deterioro de la relación que mantenía con la realidad, pero no le soportaba. Primero
llegó un momento en el que sentí que su compañía me asfixiaba. Poco después, me asaltó la
convicción de que la mía no era menos perjudicial para él. Entretanto, Rebecca se quedó
embarazada, me pidió el divorcio, se lo concedí de inmediato, se casó con Kurt Meier, y ninguno
de esos acontecimientos hizo la menor mella en el ánimo de su padre.
El 16 de septiembre de 1953 era miércoles. A media mañana, salí de la Clínica Waldau, fui a
una oficina de Correos que tenía servicio telefónico, llamé al manicomio de mujeres de
Ciempozuelos, pregunté por el doctor Robles y le dije que sí.
Diez días después de que se cumpliera el tercer aniversario de aquella llamada, fui al despacho
de José Luis Robles para presentar mi dimisión.
Él me escuchó en silencio. Todavía no eran las doce de la mañana, y sin embargo alguien le
había informado ya de lo que había pasado la noche anterior. Yo le conté mi versión sin adornos ni
opiniones. Aquella historia no admitía ni una cosa ni la otra. Cuando terminé, me dedicó una
mirada cargada de sentido, o al menos yo interpreté que me estaba diciendo muchas cosas. Que
entendía mi decisión. Que llevaba razón. Que nunca arriesgaría su puesto dándomela en público.
Que si tuviera una retaguardia suiza a la que volver, seguramente le habría gustado hacer lo que
había hecho yo. Que, como no la tenía, ya estaba hasta los cojones de mí, de que le buscara
problemas, de que no supiera estar callado, de que me tirara de cabeza a cualquier conflicto en el
instante en que se insinuara en el horizonte. Que iba a echarme de menos. Que estaba deseando
perderme de vista.
—Lo entiendo, Germán —fue lo único que dijo con palabras—. Lo que me cuentas es... —no
se atrevió a calificarlo con un adjetivo que yo pudiera repetir fuera de aquel despacho—. En fin,
que acepto tu dimisión. Y lo siento mucho. Siento mucho todo lo que ha pasado desde que te
propuse que vinieras aquí.
—No es culpa tuya —fui sincero.
—No lo sé —él también—. Seguramente sí es culpa mía. En cualquier caso, lo siento. Yo
esperaba que todo fuera más fácil.
Me pidió que me quedara hasta fin de mes, para que los nuevos residentes tuvieran tiempo de
adaptarse, y acepté sin discutir. Cuando salí de su despacho, me pregunté cómo hablaría de mí por
los pasillos, qué diría si Arenas o Maroto le pidieran su opinión, pero enseguida comprendí que
eso no iba a pasar. El parto de Rafaelita Rubio estaba destinado al mismo limbo de olvido donde
se había perdido el rastro de María Castejón. Historias que no se sabían, que no se comentaban,
que nunca habían llegado a suceder. Así fue hasta el punto de que, quince días más tarde, vino a
buscarme, muy sonriente, y me pidió que le acompañara a su despacho.
—Toma, lee esto.
Me tendió un papel que tenía encima de la mesa, una comunicación de la Dirección General
de Sanidad que le autorizaba a reemprender el tratamiento con clorpromazina que nos habían
prohibido casi un año antes. Aquella decisión era tan caprichosa, tan incomprensible como la
precedente. No había habido congreso de la asociación. No se había producido ningún debate
público al respecto de la nueva medicación. No le habían explicado cuándo, cómo, por qué había
cambiado el criterio del Gobierno. Vivíamos en España, no en Suiza. Aquí no se hacían preguntas.
Nadie esperaba respuestas.
—Ya sé que te quieres ir. Y lo entiendo, pero voy a pedirte que lo retrases un poco más.
Quédate para arrancar el programa, Germán. No pretendo retenerte, te lo prometo. Pero en tres
meses puedes formar a un par de residentes de los que acaban de incorporarse, para que te
sustituyan en el futuro. Y el 31 de diciembre, cuando consigamos recuperar el tiempo que hemos
perdido, te marchas. Tienes mi palabra. Puedo anunciarlo hoy mismo incluso, si quieres.
—A la hermana Anselma no le va a gustar que me quede hasta fin de año —fue todo lo que se
me ocurrió decir.
—De la hermana Anselma me encargo yo. Si la convenzo, ¿te quedarás?
La convenció. Me quedé. No lo hice por él, sino por Rafaelita, por su madre, por Gertrudis,
por su hijo, por Sonsoles, por Luzdivina, por las demás y por la palabra que había dado a la
hermana Belén. Lo hice por mis enfermas, que merecían la piedad, la solidaridad de unos
psiquiatras que estuvieran de su parte. La perspectiva de volver a montar la unidad que habíamos
desmantelado unos meses antes me produjo más desaliento que alegría, pero mi ánimo mejoró
cuando entrevisté a los nuevos residentes. Robles me había dejado elegir y tuve la impresión de
que lo había hecho bien.
—¿Le puedo preguntar una cosa, doctor Velázquez? —el primero que escogí se llamaba
Carlos Suárez, acababa de terminar la carrera, tenía cara de niño bueno y se apresuró a
desmentirla—. Si usted estudió en Lausana, y trabajaba en una clínica de Berna... ¿Cómo se le
ocurrió volver a este país? No se ofenda, pero la verdad es que no lo entiendo.
—Bueno —sonreí a un gesto grave, incluso airado—, esa es una larga historia... Te la
contaré cuando tengamos tiempo. Lo que tenemos ahora es mucho trabajo que hacer.
El segundo, un chico serio, muy delgado, de nariz larga y mirada melancólica, se llamaba
Rodrigo Cabrera. Hablaba poco, tenía un expediente académico apabullante y había leído todo lo
que había que leer, empezando por Sigmund Freud. Cuando mencionó ese nombre, ese apellido,
me sostuvo la mirada. Freud era un autor prohibido en España. Apenas se estudiaba en la
universidad, sus libros no se encontraban en las librerías. Él seguramente sabía que su simple
mención habría bastado para excluirle de los equipos dirigidos por los psiquiatras más
prestigiosos del país, y sin embargo pronunció su nombre con serenidad, sin mover un músculo de
la cara. Eso me gustó tanto como la pregunta que me había hecho Carlos, pero los seleccioné por
otro motivo. Antes de decidirme, llevé a todos los residentes a conocer a las internas del
programa y estuve muy pendiente de ellos. Los dos miraron a Rafaelita Rubio con la misma
respetuosa compasión. Los dos se habían enterado ya de lo que había pasado. Los dos la
defenderían, a ella o a cualquier otra interna, si volviera a llegar un momento como el que me
había tocado vivir a mí.
—¿Quién es usted?
El 25 de septiembre de 1956 visité una clínica privada, sorprendentemente lujosa, gestionada
por una orden religiosa distinta de las Hospitalarias de Ciempozuelos. El servicio de maternidad
ocupaba todo un pabellón de habitaciones muy espaciosas, a juzgar por la distancia que mediaba
entre las puertas. Las paredes estaban pintadas de amarillo huevo y a trechos regulares, en los
pasillos, había grandes macetas con plantas frondosas, bien cuidadas, que creaban un ambiente
agradable, pacífico. Yo había llegado hasta allí pocos minutos después que la ambulancia que
transportó a Rafaelita. Por la mañana, le había preguntado a una hermana, en el tono más inocente,
en qué hospital le harían la cesárea, y ella, con la misma inocencia, me había dicho el nombre y
hasta la hora a la que estaba prevista la intervención. Probablemente no sabía que, salvo en casos
de urgencia, las intervenciones quirúrgicas programadas se suelen hacer por la mañana, no a las
ocho de la tarde. Aquella hora, la mejor para evitar testigos indeseables, no fue suficiente para
esquivarme a mí.
—Me llamó Germán Velázquez —quien me había interpelado era una monja joven, enérgica,
seguramente una auxiliar, porque tenía las manos enrojecidas, ásperas de tratar con detergentes—.
Trabajo en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos. Soy el psiquiatra que trata a Rafaela Rubio
y he seguido la evolución de su embarazo.
—¿Rafaela?
Bajo el delantal llevaba un hábito blanco. La toca, sencilla, del mismo color, carecía de las
hermosas, volanderas alas que decoraban las cabezas de las monjas con las que yo estaba
acostumbrado a tratar. No me gustó la forma en que me miró. Que tuviera que invertir unos
segundos en descubrir de quién le estaba hablando me gustó todavía menos.
—¡Ah, sí, claro! La chica que está en el quirófano.
—Esa misma —a pesar de todo, sonreí para congraciarme con ella, pero no lo conseguí.
—Ya, pues usted no puede estar aquí.
—¿Por qué?
Me había sentado en uno de los bancos, obviamente dispuestos para las visitas, que
enfrentaban la puerta de los quirófanos. No era el único. Dos bancos a mi izquierda, una pareja de
mediana edad también esperaba. Ella estaba sentada, su tacón derecho repiqueteando sobre las
baldosas como si marcara el ritmo de una melodía reservada exclusivamente a sus oídos. Él
paseaba por el pasillo, diez pasos hacia la izquierda, otros diez a la derecha, sin dejar de fumar.
Me parecieron demasiado jóvenes para ser los padres de una parturienta. Por su edad y su actitud,
parecían más bien los de un bebé, pero ella estaba allí, inquieta, impaciente, completamente
vestida. Igual que yo.
—Esta zona está reservada para los familiares, así que, si me hace el favor... —extendió la
mano para señalar la salida, pero no me moví.
—Bueno, yo soy lo más parecido a un familiar que tiene Rafaela en este momento. Su madre,
que se llama Salud Álvarez, vive en un pueblo de la serranía de Cuenca y no le ha dado tiempo a
venir. El viaje es muy largo, la pobre tarda más de dos días cuando viene a ver a su hija. Por eso
he venido yo, en representación suya, para asegurarme de que Rafaela está bien y para conocer a
su nieto —hice una pausa, al comprobar cómo se le agrandaban los ojos, repentinamente
empañados por un velo turbio—. O a su nieta.
—A su...
No terminó la frase. Cerró los ojos, negó con la cabeza y se concentró en enrollar el borde de
su delantal durante un par de segundos. Se había puesto muy nerviosa. Tanto que, cuando volvió a
hablar, me pareció una mujer distinta.
—Váyase, por favor —sus palabras ya no eran una orden, sino una súplica—. Usted no
debería estar aquí, se lo digo en serio. Váyase, porque si no, se va a liar una... Por favor,
márchese, por favor se lo pido...
En ese instante los dos oímos un ruido característico, el eco de unos pasos sobre un suelo de
linóleo, la señal de que alguien se acercaba desde un quirófano. Ella me miró por última vez y se
marchó a toda prisa. Yo me acerqué a la puerta para afrontar el último desenlace que habría
podido imaginar para aquella escena.
—¡Doctor Velázquez!
El padre Armenteros se sorprendió al verme, no más que yo al encontrarle con un bebé
recién nacido entre los brazos.
—¿Es el hijo de Rafaela? —le pregunté, mientras me acercaba a mirarlo.
Si hubiera tenido un minuto para pensar, para comprender por qué estaba yo allí, para
calcular las consecuencias de su respuesta, quizás me habría dicho que no. Como no dispuso de
ese margen, me dijo la verdad.
—Su hija, sí.
Sólo tuve un segundo para verla, pero por el color de su piel, por la vitalidad con la que
movía las piernas, por la fuerza con la que se echó a llorar, me di cuenta de que era una niña sana.
—Me la tengo que llevar al nido —y le cubrió la cabeza con un pico de la toquilla para que
no siguiera mirándola—, como usted comprenderá...
Mientras se apartaba de mí, movió la cabeza hacia la derecha para indicar una dirección a la
pareja que había estado esperando a mi lado. Yo los seguí a cierta distancia hasta la puerta del
nido. Allí, el padre Armenteros traspasó a la hija de Rafaela a los brazos de la mujer, que la
apretó contra su pecho, la besó en la frente y la acercó después a los labios de su marido, que
posó en su cabeza un beso casi temeroso, antes de entregársela a la enfermera que esperaba en la
puerta. Después, marido y mujer se quedaron pegados al cristal, mirando al bebé como si fuera
suyo, un par de padres felices como tantos, como todos, mientras la hija de Rafaela Rubio, la nieta
de Salud Álvarez, descansaba en su cuna.
El padre Armenteros me miró y se fue en la dirección opuesta a la que le habría obligado a
tropezarse conmigo. Yo desanduve el camino casi corriendo. Cuando llegué al vestíbulo principal
estaba jadeando y, aunque salí al jardín, no vi al sacerdote por ninguna parte. Mientras hacía
tiempo para abordarle o para marcharme a casa, derrotado una vez más, volví a examinar las
imágenes que acababa de ver y no me molesté en interpretarlas, tan evidente era su significado,
pero pensé mucho en la niña que acababa de nacer. Aquella criatura no deseada, fruto del abuso,
de la violencia, nunca sabría quién era, ni siquiera cómo se habría llamado si no hubiera sido
arrebatada del vientre de su madre para ser entregada a unos extraños. Esa niña podría haber sido
la alegría de su abuela, una mujer golpeada, sometida por la desgracia, que merecía una
oportunidad para sentirse en paz consigo misma. Esa niña podría haber conocido a su madre, vivir
con ella, recibir sus besos, sus caricias, sus cosquillas, cuando la clorpromazina le consintiera
volver a ser ella misma, cuando le devolviera la identidad que la esquizofrenia le había robado.
Esa niña podría haber vivido en un pueblo de la sierra, andar descalza por el monte, bañarse en
las pozas en verano, escuchar historias en invierno cada noche, alrededor de la chimenea de su
casa, dar de comer a las gallinas, recoger los huevos, jugar con los conejos. Podría haber tenido
un perro, o un gato callejero, montar en una mula, subirse a la trilla en la época de siega, aprender
a amasar pan, a cantar villancicos en Navidad, a hacer chorizos durante la matanza. Esa niña
habría sido muy pobre, pero podría haber tenido una infancia feliz, con su auténtica familia. Y
habría sabido quién era, cómo se apellidaba y por qué la conocían por el mismo mote por el que
llamaban a su bisabuela. Habría sabido de dónde venía, quiénes eran las personas a las que
quería, las personas que la querían, las que habrían sabido compensar con amor la ausencia del
hijo de puta que la había engendrado, ese hombre que tal vez ni siquiera sabía que había llegado a
nacer. Todo eso le habían robado a esa niña al robársela a su madre, a su abuela.
—No me extraña que perdieran ustedes la guerra, Germán —la hermana Anselma me dirigió
una mirada risueña, casi compasiva—. La verdad es que no entienden nada.
El único aspecto que distanciaba a Antonio Vallejo Nájera de los eugenesistas alemanes que
habían dado soporte teórico al terror nazi, tenía que ver con las esterilizaciones. Vallejo era un
católico ferviente y no podía admitir que nada, nadie, interrumpiera la obra de Dios. Todos los
niños concebidos en España tenían que nacer en España. Luego, la voluntad de los hombres hacía
su parte. El Estado franquista, por algo ocupaba su cúspide un Caudillo ungido por la gracia del
Altísimo, perfeccionaba la voluntad divina al arrancar a los recién nacidos de progenitores
indeseables para entregarlos a familias que sí los merecían. Yo sabía todo eso. Mi padre me había
enseñado a tiempo que la eugenesia era una ideología criminal. Pero el conocimiento no me ayudó
a salvar la distancia que mediaba entre la teoría y la práctica, porque mi padre no había conocido
a Rafaelita. No había conocido a Salud. No la había escuchado decir que lo bueno no era para
ellos. No se había mirado en sus ojos de tortuga triste, apagados a lo largo de lo que parecían
siglos de humillación, de privaciones, de resignación ante una vida tan dura como si fuera de
piedra. Tampoco había probado nunca la impotencia de vivir con las manos atadas, con la boca
cosida, con grilletes en los tobillos. Una de las últimas veces que le vi, me había dicho que tenía
un salvoconducto especial, y sabía lo que decía. Al día siguiente del parto de Rafaela, cuando la
hermana Anselma me convocó a su despacho, me alegré por él.
—Esa niña habría cagado en un corral —eso fue lo primero que se le ocurrió alegar—.
Habría tenido piojos, pelagra, avitaminosis, carencias alimenticias de todo tipo. Habría ido a la
escuela del pueblo, un aula con niños y niñas mezclados, de todas las edades, donde a duras penas
le habrían enseñado a leer, a escribir y las cuatro reglas, y eso en el mejor de los casos. Si no
hubiera muerto antes de tifus, o de algo peor, a los quince años la mandarían a servir en casa de
algún rico del pueblo, a los dieciocho la casarían con un patán para que fuera viendo morir a sus
hijos de uno en uno, a los pocos meses de haberlos parido en una covacha miserable. ¿Qué me
está usted diciendo? —me sonrió con pocas ganas, para disimular que estaba perdiendo la
paciencia conmigo—. Esa niña ya es la hija de un notario. Su madre la llevará a pasear al Retiro
todas las tardes, contratará a las mejores nodrizas, velará para que nunca le falte de nada, ni
siquiera lo más superfluo. Se criará sana, bien alimentada, irá a un colegio excelente, veraneará en
una playa del norte, montará a caballo, o tocará el piano, la mimarán más de la cuenta, hará las
mejores relaciones. Tendrá todas las posibilidades de ser feliz.
—Y nunca sabrá quién es.
—¡Claro que lo sabrá! —otra sonrisa, esta auténtica, reveló que tanta paciencia le había
merecido la pena—. En su partida de nacimiento ya aparecen los nombres de sus padres. En el
registro de la clínica donde nació, consta que la madre ingresó ayer, después de ponerse de parto
a primera hora de la tarde, y no le darán el alta hasta pasado mañana. Esa niña jamás podrá
sospechar que no es hija de sus padres, porque legalmente lo ha sido desde el instante en que
empezó a respirar, mientras que la hija de Rafaela Rubio murió oficialmente a las tres horas de
nacer. Así que, ya ve, siempre sabrá quién es. No debe preocuparse usted por eso.
En ese momento entendí qué había estado haciendo el padre Armenteros durante la media
hora en la que le había esperado en vano en el vestíbulo de la clínica. Y algunas cosas más.
—Lo hacen ustedes bien.
—Lo mejor posible, no lo dude.
—Para que nadie descubra a lo que se dedican —concluí—. Para que nadie, ni ahora ni en el
futuro, pueda probar jamás que le han robado una hija a su madre. Porque eso es lo que han hecho,
hermana Anselma, lo llame usted como lo llame. Han robado un bebé, han borrado las pruebas y
han falsificado los documentos necesarios para cubrirse las espaldas, para que esa niña nunca
pueda acusarles de nada. A cambio, no tendrá que cagar en un corral, eso se lo concedo.
Había hablado con suavidad, sin levantar la voz, pero fue suficiente. La hermosa frente de la
superiora se pobló de nubes mientras ambos nos mirábamos en silencio. Yo no la interrumpí, no
dije nada.
—La comunidad no ha tenido nada que ver con esto —ella habló primero, y en su voz no
sobrevivía ni un ápice de la soberbia que la había impulsado a llamarme a su presencia—. Las
hermanas no saben nada, no vaya usted a creer... La decisión fue mía. El padre Armenteros vino a
verme, y... Bueno, él se ocupa de estas cosas, yo lo sabía. Me dijo que lo más probable era que el
niño de Rafaelita no viniera bien, que podría nacer muerto o con la misma enfermedad...
—Eso es mentira.
—No lo sé.
—Yo sí. Y es lo mismo que le habría dicho cualquier médico al que hubiera podido
consultar. Tiene muchos alrededor, ¿no?
—No sé, no se me ocurrió, yo... —me miró un momento y apartó la vista para devolverla a
los papeles que estaban sobre la mesa—. El padre Armenteros me dijo que conocía a una pareja
buenísima que no podía tener hijos, que si el niño nacía sano, nunca le faltaría de nada y... Me
pareció bien, qué quiere que le diga. Rafaela no podía hacerse cargo de su hijo, Germán, usted lo
sabe.
En ese momento intenté calcular qué margen real de oposición a la voluntad del secretario
personal del patriarca de las Indias Occidentales podría tener la superiora de Ciempozuelos. No
debía de ser mucho, pero abandoné ese cálculo a tiempo. No me interesaba resolverlo.
—Pero Rafaela tiene una familia —eso era lo único que me importaba—. Una madre, unos
abuelos, varios hermanos. Ellos sí habrían podido criarla. Y la niña es suya, de nadie más.
—Esa pobre mujer, que duerme en las estaciones... ¿Usted cree que se alegraría de tener una
boca más que alimentar? ¿Cree que su nieta viviría mejor con ella? —el plazo de sus dudas expiró
en esas preguntas, pero intuí que sus certezas no volverían a ser tan sólidas—. Yo he obrado bien,
he hecho lo que me parecía mejor para todos —pese a la contundencia de sus últimas palabras—,
para Rafaela, para su hija, para su familia —su esfuerzo por invocar un orgullo que retornó más
pálido, más titubeante de lo que le habría gustado—. Y usted no tendría por qué haberse metido de
por medio, eso lo primero, así que no tiene derecho a reprocharme nada, ¿está claro? Usted no
tiene vela en este entierro.
A primeros de noviembre, Salud vino de visita. Qué desgracia, doctor, me dijo. Que ya sabía
ella que sería difícil, porque estando su Rafaela como estaba, el embarazo no podía ser normal.
Que le habría encantado ver a su nieta, tenerla en brazos un momento, aunque luego se hubiera
muerto igual. Que le habían contado que tenía la cabeza demasiado grande, que estaba deforme,
pero le habría dado lo mismo. Que así habría tenido un recuerdo bonito de su nieta, después de
todo lo que Rafaelita y ella habían tenido que pasar. Que era una tonta por haberse hecho
ilusiones, pero que ya le había tejido una toquilla y todo, por si podía llevársela a su casa.
—Guárdela, Salud —le abrí los brazos y se refugió en ellos—. Ya tendrá usted más nietos.
Cuando me separé de ella, la novicia que estaba peinando a Rafaela el día que me enteré de
que la cesárea ya estaba programada, me miró y se fue corriendo. Tenía la cara tan desencajada
que tal vez alguien le preguntaría qué había pasado. La posibilidad de que su respuesta llegara a
los oídos de la hermana Anselma me inspiró una fugaz satisfacción. Porque la nieta de Salud ya
habría empezado a pasear por el Retiro por las mañanas, bien abrigada con la mejor toquilla, en
el mejor cochecito que pudiera comprarse con dinero.
Había pensado mucho en lo que debería hacer. Le había pedido consejo a Eduardo Méndez, a
mi hermana Rita, y ninguno de los dos supo decirme nada. Pepe sí. Él no se escandalizó por lo que
conté en una de nuestras comidas de los domingos. Por el aplomo con el que me recomendó no
decirle nada a la abuela de la niña, comprendí que no era la primera vez que escuchaba una
historia semejante. Me explicó que si le contaba la verdad a Salud, le buscaría un problema más
que otra cosa. Que la noticia de que su nieta estaba viva, creciendo en otra casa, la alegraría, pero
no la ayudaría a recuperarla. Que las consecuencias de una reclamación serían demasiado penosas
para ella, para su familia. Que su denuncia nunca llegaría a las manos de un juez. Que alguien se
encargaría de que se traspapelara por el camino. Que, mientras tanto, la Guardia Civil se
presentaría en su casa todos los días. Que todas las semanas harían un registro, se llevarían a
alguno detenido, destrozarían su huerto, les quitarían a los animales, vete a saber, me dijo, vete a
saber. Que la serranía de Cuenca había sido zona de guerrilla. Que en el pueblo de Salud, la
represión de la población civil era una tradición tan arraigada como la Virgen de agosto. Que
florecerían las denuncias falsas, todas las que hicieran falta, hasta que la abuela renunciara a su
nieta. Que cuando lo hiciera, habrían destrozado su vida, la de sus padres, la de sus hijos. Que,
aunque pareciera mentira, lo mejor era no hacer nada. Y sin embargo, aquel día, mientras la veía
acariciar a Rafaela, pensé que había algo que sí podía hacer por ellas.
—Venid un momento conmigo, por favor.
Carlos Suárez y Rodrigo Cabrera me siguieron sin hacer preguntas a una consulta
desocupada. Cerré la puerta con pestillo, les ofrecí tabaco, encendí sus cigarrillos, el mío, y los
miré a los ojos.
—El 25 de septiembre de 1956, a las ocho de la tarde, en la Clínica Santa Águeda, Rafaelita
Rubio tuvo una hija sana, por cesárea. Un sacerdote al que conoceréis pronto, el padre Pedro
Armenteros, estuvo presente. Él recogió a la niña, se la entregó a una pareja que estaba allí
esperando, rellenó un certificado de nacimiento con todos los datos necesarios para simular que
los padres adoptivos eran los naturales, e hizo otro certificado para justificar que el bebé de
Rafaela había muerto a las pocas horas de nacer. Os lo cuento para que lo sepáis pero, sobre todo,
para que no lo olvidéis. No le he dicho nada a la abuela porque saber la verdad sólo le causaría
problemas, pero Franco no va a durar siempre. Cuando esto se acabe, yo ya no viviré en España,
pero vosotros seguramente sí. Y a lo mejor tenéis una oportunidad de decir la verdad. A lo mejor
podéis buscar a Rafaela, a su madre, incluso a su hija, y contarles lo que ha pasado.
—Pero, entonces... —Carlos estaba pálido de asombro—. Le han quitado la niña a la madre,
le han dicho a la abuela que ha muerto y... —asentí con la cabeza—. ¡Qué hijos de puta!
—No te preocupes, Germán —Rodrigo, una versión siempre complementaria de su
compañero, tenía la cara coloreada por la rabia—. A mí no se me va a olvidar, te lo juro.
—A mí tampoco. Nunca.
En aquel momento, apagué mi cigarrillo, abrí la puerta y seguimos trabajando como si no
hubiera pasado nada. No volvimos a hablar del tema. No hizo falta. La respuesta de mis residentes
me devolvió el ánimo, el calor que había perdido al abrazar a Salud. No evitó, sin embargo, que
el 31 de diciembre me pareciera una fecha muy lejana, insoportablemente remota y aún más
deseable.
—Pero Suiza es un país neutral, ¿no?
Eduardo Méndez me llamó un par de semanas después para contarme que Pepe Sin Apellidos
se marchaba por fin del Sanatorio Esquerdo. Necesitaba dormir en Madrid el 22 de noviembre,
porque iban a sacarle, no le había contado quién, ni cómo, en la madrugada del día siguiente. Me
preguntó si podría dormir en mi casa, porque en la suya estaba su madre, y cuando accedí, se
invitó a cenar con nosotros esa noche. Cenar, cenamos poco. A cambio bebimos mucho, hablamos
más, y estuvimos despiertos, acompañando a Pepe, hasta las cinco de la mañana.
—¿Y a un país neutral te vas a ir a vivir? —me dijo cuando abrimos la tercera botella de
vino—. ¿Para qué, para aburrirte?
Era una broma. Los tres nos reímos porque era una broma. Eduardo pronosticó que yo nunca
me iría porque le había cogido demasiada afición a la delincuencia, y era una broma. Cuando
despedí a Pepe con un abrazo, me advirtió que hasta Suiza no iba a venir a verme, y siguió siendo
una broma. Le pedí que se cuidara mucho, me pidió que me cuidara más, y cerré la puerta con un
ánimo todavía risueño, pese a la preocupación de que pudieran detenerle antes de llegar a su
destino. No fue así. Cuando pregunté por él, Rita me dijo que no habían tenido noticias y que esa
era la mejor noticia. Un broche insuperable, pensé, para una noche cargada de bromas.
No volví a pensar en Suiza mientras la clorpromazina volvía a hacer efecto en mis pacientes.
Estuve demasiado ocupado comparando los resultados que obtenía con los del año anterior,
celebrando muchos triunfos pequeños, admirando la felicidad que cada avance, por mínimo que
fuera, dibujaba en los rostros de mis residentes. Aquel proceso me emocionó tanto como a ellos,
pero cuando lamentaba por anticipado que fuera a perderme el próximo reencuentro de la
auténtica Gertrudis con su hijo, miraba a Rafaelita y me convencía de que no podía seguir en
Ciempozuelos. No lo dudé ni siquiera en la fiesta de Navidad, cuando volví a encontrarme con el
padre Armenteros.
—¿Todavía por aquí, doctor Velázquez?
Vino hacia mí con la mano tendida, y apretó la mía entre las suyas con una sonrisa tan
rebosante de cordialidad como su voz.
—Pues sí —le respondí—, pero no por mucho tiempo. Me voy la semana que viene, ya lo
sabe, ¿no?
Siguió sonriéndome sin decir nada y aproveché la ocasión para presentarle a Carlos y a
Rodrigo, que eran mucho más jóvenes y estuvieron más secos que yo. Eso no le desanimó.
—Hace usted bien —me dijo, sin modificar la radiante curva de sus labios—. Allí será más
feliz que aquí. España no es un país para hombres como usted.
Podría haberlo dejado ahí. Podría haber girado a la derecha para ir a buscar una copa de
vino. Podría haberme desplazado hacia la izquierda para saludar al doctor Robles. Podría haber
fingido que no había escuchado sus palabras. Podría haberlo hecho, pero no lo hice.
—España es mi país, padre Armenteros —a cambio, sonreí yo también—, por mucho que le
joda. Ya sé que le habría gustado que los suyos acabaran con todos los españoles como yo, pero
no pudieron, y no fue porque no lo intentaran, desde luego. Así que España es tan mía como suya,
aunque no le guste. Usted no es más español que yo. Y no tiene ningún derecho a opinar sobre si
mi país me conviene o no. Eso lo decidiré yo, si no le importa.
Cuando terminé de hablar, Carlos Suárez me estaba pisando el pie derecho, Rodrigo Cabrera
apretaba mi espalda con una mano, y yo seguía sonriendo todavía, a despecho del fuego blanco
que ardía sin llama dentro de mi cuerpo. Y sin embargo, me sentía bien, mucho mejor que tres
años antes, aquel día en que le recordé que, si Dios había creado todas las cosas, la tabla
periódica de los elementos también era obra suya.
—Y ahora —añadí en un tono festivo, propio del lugar donde nos encontrábamos—, si nos
disculpa, vamos a ver si bebemos algo.
—Claro, claro —estaba tan atónito que me dejó ir sin añadir nada, moviendo la mano
derecha en el aire para esbozar un dibujo incierto, a medio camino entre una despedida y una
bendición.
¿Y a un país neutral te vas a ir a vivir?, la voz de Pepe resonó en mis oídos sin que yo la
hubiera invocado, ¿para qué, para aburrirte?
La fiesta de Navidad terminó sin más contratiempos y no tuvo consecuencias. Armenteros
debió de pensar que no le compensaba quejarse a Robles una semana antes de perderme de vista,
o que quizás era mejor no molestarme, teniendo en cuenta lo que sabía. Por una razón o por la
otra, mi última semana de trabajo en Ciempozuelos fue plácida, tranquila, hasta que en la mañana
del viernes, 28 de diciembre, Aurora Rodríguez Carballeira expiró sin hacer ruido.
Tuvo una muerte dulce, opuesta en todo a lo que había sido su vida. Yo había seguido yendo a
verla todos los días, un rato por la mañana, la visita rutinaria que hacía a todas mis pacientes, y
otro rato a última hora de la tarde, cuando sabía que no encontraría a nadie con ella en la
habitación. Cuando salía de allí, tenía las manos vacías y un alijo de papeles escondido debajo de
la camisa. Era el fruto de un registro silencioso, sistemático, que había durado más de dos meses.
En los cajones de su escritorio, entre las partituras del piano, en las cajas de cartón
arrumbadas en el fondo de su armario, había encontrado documentos suficientes para reconstruir
su amargo paso por el mundo. Poemas propios y ajenos, relatos fragmentarios de su infancia y de
la de su hija, discursos, conferencias y artículos del pasado, escritos delirantes del primer periodo
de su estancia en el manicomio, muchas listas, de libros, de nombres, de objetos, de tareas,
recortes de periódico, dibujos, bocetos de los muñecos de trapo a los que una vez confió en dar
vida, fotografías, postales, facturas, algunas cartas recibidas y muchos borradores de las que había
enviado. Me lo fui llevando todo poco a poco, porque nadie se habría molestado en conservarlo.
Estaba seguro de que las hermanas habrían quemado los papeles cuando desinfectaran su
dormitorio y la memoria de doña Aurora se habría perdido. Cuando volví al manicomio para ir a
su entierro, en la habitación 19 del pabellón del Sagrado Corazón sólo quedaba un piano. Y nadie
había echado nada de menos.
La hermana Anselma no vino al cementerio. Dos de sus hermanas asistieron en
representación de la comunidad. Aparte de ellas, del capellán y los enterradores, sólo estuvimos
allí dos personas más. Margarita, que nunca había dejado de considerarla su amiga aunque doña
Aurora la tratara con