Remedo de Match Point (que ya era un remedo de Delitos y faltas) demasiado cercano en el tiempo como para que podamos considerarla necesaria.
Recopilación de ideas sueltas que parecen a medio esbozar con el nexo común de estar ambientados en una Roma, eso sí, sobrecogedora de belleza.
Reescritura de un ignoto film japonés para convertirlo en otra cosa completamente diferente. Funciona tanto como experimento como película en sí, que ya es decir.
Su moraleja podría ser: “Cuidado con el deseo y cuidado con la ouija”.
La parte trágica no conmueve y la parte cómica no hace ninguna gracia, pero ¡qué apartamentos!
El enfrentamiento entre la razón y lo sobrenatural queda un poco desvaído y la pareja protagonista es la nada, aunque una nada preciosa de ver.
Medio mundo volvió a demostrar alegría ante una película allenesca, pero desgraciadamente no nos encontramos entre ellos. El protagonista es dos personas diferentes en la primera y la segunda parte, la tan alabada fotografía nos pareció desvaída como el filtro Sierra en Instagram, la cacareada intervención de Blake Lively poco más que un papel de figuración –esculturalmente vestido, eso sí– y en general, un guión que avanza dando bandazos en el que el paso del tiempo no se entiende y se pierde varias veces por el camino. La escena final, con la imagen de los dos protagonistas recordándose el uno al otro durante una Nochevieja nos enternece sobremanera, algo es algo.
Unos cuantos elementos clásicos de Allen (el adulterio, el suicidio, la pareja desigual, el intelectual hastiado) se engarzan en lo que parece un primer borrador de guion sobre cómo recuperar el ansia de vivir gracias a un crimen. Como novedad, una banda sonora que podría ser de los Peanuts y varias playas inhóspitas de Rhode Island.
Una reflexión sobre la fama en la que nos distraemos tanto con la presencia constante de estrellas que al final no entendemos nada de qué se nos quiere contar.
Batiburrillo del estilo del expresionismo alemán, la angustia del falso culpable, el ansia de maternidad, el “nosotros los artistas no somos como los demás”, la infidelidad y la crisis existencial regado con unas gotas de Madonna y Jodie Foster.
Revisión de la historia real de Lana Turner con Elaine Stritch en modo madre-fuerza-de-la-naturaleza elegantemente teatral, para bien y para mal.
Dos visiones del amor y de la vida encarnadas por dos amigas; una es conservadora y otra parece artística y bohemia hasta que aparece la artista de verdad, interpretada por Penélope Cruz en modo tsunami.
Sobre una idea prometedora (un director de cine que se queda ciego) se construye una historia con gags chiripitifláuticos y una resolución facilona que, esto es lo milagroso, no está nada lejos de la realidad.
Enredos de pareja durante un fin de semana en el campo envueltos en estética proto-steampunk.
Christina Ricci resulta adorable o un justificante de la misoginia, según como se vea, pero Woody Allen está magnífico como el chiflado mentor de Jason Biggs, que a su vez es un magnífico y también un poco chiflado impersonator de Woody Allen.
Algunos gags son más inspirados que otros, pero cuando acierta lo hace de lleno. Aún estamos esperando que Gene Wilder encuentre una pareja mejor que esa oveja.
“La de las galletas” es dos películas en una, pero en ambas se ríe de los snobs, del choque entre clases sociales y nos recuerda que la riqueza no trae la felicidad.
Uma Thurman y Sean Penn son una perfecta pareja de odiosos en un relato lleno de primeros planos de dedos tocando jazz.
Regreso a Nueva York, a la ruptura de la cuarta pared, a una de esas parejas contra natura, al cinismo desencantado y a la narración de los encantos de la vida bohemia. Nada que objetar.
Allen se pone Bergmaniano en serio para ganarse la incomprensión del público pero el aplauso de todos los decoradores, diseñadores de vestuario y directores de fotografía del mundo.
Reflexiones sobre amor, política y repúblicas bananeras tan inmortales el look de Naty Abascal vestida de guerrillera.
No entendemos el odio hacia esta película, llena de retruécanos-homenaje a la screwball comedy realmente inspirados. Además todo está bien envuelto y Charlize Theron fuma sensualmente, ¿quién necesita más?
Es como una versión en comedia de Otra mujer llena de magia y opio. ¿Cómo no amarla?
Rodar en Nueva York, Venecia y París. Poner a estrellas de cine cantando temas clásicos con sus voces auténticas (menos Drew Barrymore) . Narrar un año en la vida de una familia del Upper East Side tan entretenida como insustancial. Cuando Woody Allen se da un capricho, todos ganamos.
Nacida por y para Cate Blanchett protagonizando Un tranvía llamado deseo, esta reflexión sobre los ricos y los pobres, la locura y el destino está tan entregada a su protagonista que sólo podemos enmudecer y admirar su trabajo sobrehumano.
Scarlett Johansson y Woody Allen forman una inesperada pareja desbordante de química no sexual. Ligera, genuinamente tronchante y disfrutable como una tarde de verano en la campiña británica.
Medio mundo volvía a enamorarse de Allen y el otro medio refunfuñaba “no es para tanto” con esta encantadora obra llena de reflexiones muy pertinentes sobre la nostalgia.
La primera película auténticamente de Allen es un falso documental de atracos lleno de sexo y psicoanálisis que apunta ya todo lo que está por venir. Ojalá siguiesen haciéndose comedias como esta.
Mia Farrow no haciendo de sí misma por una vez en un no parar de peripecias a lo todo en un día con un tono único.
El relato sobre clases sociales, deseo, culpa y moralidad que ya había aparecido en Delitos y faltas se despoja aquí de la parte de comedia y demuestra que funciona como un reloj.
Un relato futurista de los 70 que se ríe de la clonación, la criogenización, el totalitarismo y la comida sana. ¡Visionario!
¿Un argumento típiciamente alleniano mezclado con Pigmalión y el coro del teatro clásico griego? Oh, sí. Todos los Deux ex machina deberían ser como el de aquí.
Rebosante de réplicas de esas que llenan las recopilaciones de citas ingeniosas, es experta en reírse de los artistas y de la voz de pito.
Todo lo grave y trascendental de un novelón ruso retorcido y llevado al extremo en un no parar de reír.
Este retrato de los años 40 a través de las glamourosas estrellas de la radio y la domesticidad más humilde logra algo insólito: que tengamos nostalgia de una época que no hemos vivido.
Un pajote felliniano en el que el director se mira el ombligo todavía más de lo habitual. El público la odió, principalmente porque aparecíamos como unos monstruos de circo. Imprescindible para entenderle.
Fue el gran salto adelante hacia Woody Allen tal y como lo conocemos y casi 40 años después todavía resulta tan refrescante, sorprendente y satisfactoria como en su día. Nunca recomponer una relación a retazos fue tan productivo.
Sublimación de los enredos de pareja, blanco y negro sobre Gershwin, un puñado de iconos del cine y unos cuantos motivos para vivir que cualquier persona de bien suscribiría.
Psicoanálisis, recuerdos y sueños para que una descomunal Gena Rowlands asuma sin autoengaños quién es en realidad.
Reconstrucción desordenada, ficción y realidad, pasado y presente, nihilismo, cinismo, sarcasmo y orgasmo para la última obra maestra incontestable de Allen.
El cine como salvación y condena y la mejor ruptura de la cuarta pared jamás vista.
El falso documental perfecto: técnicamente impecable, emotivo, lleno de hallazgos y con un mensaje que no podría ser más relevante.
Filosófica y profundamente moral, sabe interrogarse por las cuestiones más graves de la existencia y también hacer chistes sobre Mussolini.
Este ejemplo perfecto de los temas y manierismos de Woody Allen y de cómo mezcla la vida en sus ficciones tiene ese “algo más” indescriptible de los clásicos. Además es una de las películas más elegantes y hermosas sin dejar de ser contemporánea jamás rodada.
El reencuentro con Keaton para resolver el crimen que no llegó a aparecer en Annie Hall. Hablar de asesinatos en el lecho conyugal. Rutina versus tentación. Una película para quedarse a vivir en ella.
Tan certera sin alharacas que cualquiera que haya tenido una relación se sentirá dolorosamente identificado, siendo a la vez el retrato en vivo de la descomposición de la relación de Allen con Mia Farrow. Logra una proeza que parece imposible: armonizar a la perfección lo divertido y lo devastador.