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G�sta Berlings Saga (La leyenda de G�sta Berling), de Mauritz Stiller (1924)
� Sinopsis argumental y comentario por ENRIQUE CASTA�OS
Gui�n: Mauritz Stiller y Ragnar Hylt�n-Cavallius, seg�n la novela hom�nima de la escritora sueca Selma Lagerl�f, publicada en 1891. Fotograf�a: Julius Jaenzon. Interiores: Vilhelm Bryde. Productora: Svensk Filmindustri. 184 m. Muda. B/N. La pel�cula fue rodada durante casi seis meses en 1923 y presentada, la primera parte, el 10 de marzo de 1924, y la segunda parte el d�a 24 del mismo mes. En la versi�n rodada inicialmente por Mauritz Stiller, la primera parte ten�a 2345 metros y la segunda 2189 metros. La versi�n vista por m�, y en la que me baso para escribir lo que sigue, es la copia restaurada en 1975 por el Svenska Filminstitutet (Swedish Film Institute).
Reparto: Lars Hanson���������..G�sta Berling. Gerda Lundesquit (Lundeqvist)��Margaretha Samzelius, esposa del Comandante. Greta Garbo���������..condesa Elizabeth Dohna. Ellen Hartman-Cederstr�m���..condesa Martha Dohna. Torsten Hammar�n������..conde Henrik Dohna. Mona M�rtensson�������.Ebba Dohna. Karin Swanstr�m (Svanstrom)��.Gustafva Aurore Sinclaire. Sixten Malmerfeldt (Malmerfelt)�.Melchior Sinclaire. Jenny Hasselqvist�������.Marianne Sinclair. Otto Elg-Lundberg�������Comandante Samzelius. Svend Hornbeck��������Christian Bergh, uno de los caballeros. Hugo R�nnblad��������.Beerencreutz, uno de los caballeros. Sven Scholander��������Sintram, uno de los caballeros. Hilda Forslund��������..Madre de Margaretha Samzelius.
Debe consultarse el importante ensayo del cr�tico sueco Bengt Idestam-Almquist (Turku, Finlandia, 1895 � Enskededalen, Suecia, 1983), titulado Cine sueco. Drama y Renacimiento (Buenos Aires, Losange, 1958; traducci�n de la edici�n italiana de Alberto �scar Blasi). El cap�tulo XIV est� enteramente dedicado a nuestra pel�cula. Me referir� a algunos de sus comentarios a lo largo de mi sinopsis del filme. Es posible―tomo el dato de la Stockholms Stadsbibliotek―que el libro sea el que se edit� originalmente en Estocolmo en 1952, con una introducci�n de Victor Sj�str�m, con el t�tulo Classics of the Swedish cinemathe Stiller & Sj�str�m period (una prueba podr�a ser que, al referirse el mencionado cr�tico a otro filme anterior de Stiller, Herr Arnes Pengar, de 1919, dice en la p�gina 167 que fue �realizado hace treinta y cuatro a�os�). Otro libro anterior muy destacado de este cr�tico (�o se trata de la primera versi�n del mismo ensayo?) es el que se edit� en Estocolmo en 1939, con el t�tulo Svenska filmens drama � Sj�str�m och Stiller. Al no ser la edici�n espa�ola una traducci�n directa del original, se aprecian numerosos errores sint�cticos y gramaticales.
SINOPSIS Y COMENTARIO DE �ENRIQUE CASTA�OS.
La acci�n transcurre en la regi�n sueca de V�rmland, donde se sit�a el lago L�fven (L�ven). El principal lugar de toda la acci�n es la gran mansi�n de Ekeby, rodeada de leyendas. La �poca es la de las guerras napole�nicas, a principios del siglo XIX, en torno a 1800-1804. La vestimenta de los personajes, los peinados y los muebles son de la �poca del Consulado y estilo Imperio. Se lleg� a emplear un juego de caf� aut�ntico de 1820. No obstante, es cierto, como dice Bengt Idestam-Almquist, que la caoba de la �poca del Consulado y del estilo Imperio fue sustituida por la madera de abedul sueco. Ello no resta nada al logro de la ambientaci�n. Para tener un modelo de referencia seguro, en relaci�n con los muebles, vestimenta y peinados que observamos en la pel�cula, pensemos que muy buenos ejemplos podr�an ser algunos cuadros del pintor Jacques-Louis David, tales como el retrato de Madame Raymond de Verninac (1798-1799), el retrato de Madame R�camier (1800), el retrato de Napole�n en su gabinete (1812) y el retrato de Madame Tangry y sus hijas, pintado ya en el exilio en Bruselas (1818). A pesar de las cr�ticas recibidas, las dificultades para adaptar una novela tan extensa como la de Selma Lagerl�f, eran muy grandes. De ah� el extraordinario ejercicio de s�ntesis de Stiller, que siempre consider�, adem�s, al cine como un arte aut�nomo, en absoluto subordinado a la literatura. M�s a�n que en �sta, sus aut�nticas fuentes de inspiraci�n son la pintura, la arquitectura y la m�sica. No obstante, la presencia de la gran novelista sueca es indiscutible, quien, a su vez, debi� sentir una profunda admiraci�n por Guerra y paz de Le�n Tolst�i, la inmortal novela del gran escritor ruso, fallecido en 1910, al a�o siguiente de que Selma fuese reconocida con el Premio Nobel, la primera mujer en recibirlo. Cuando Selma vio la pel�cula, no qued� satisfecha en absoluto, debido a los cambios introducidos por Stiller respecto del gui�n que la escritora hab�a visto inicialmente y al que hab�a dado su consentimiento. Por ejemplo, la discusi�n en el interior de la iglesia, cuando G�sta Berling es todav�a p�rroco, disgust� profundamente a Selma Lagerl�f, �pero el filme ya hab�a sido exhibido en todo el pa�s, y no quise levantar un esc�ndalo con mis protestas�, escribi� Selma en una carta, un extracto de la cual reproduce Bengt Idestam-Almquist en su ensayo (Cine sueco, p�g. 216). La duraci�n del filme es considerable, tres horas, y, sin embargo, Stiller no tiene m�s remedio que concentrar la acci�n en lo fundamental, sin olvidar, como nunca lo hace, el dibujo m�s exacto posible de los caracteres, a los que sol�a perfilar incluso en pocos segundos, sabiendo extraer aspectos escondidos inimaginables de un rostro. De nuevo la presencia de la naturaleza, de los paisajes nevados, de los �rboles y del lago, es una de sus se�as de identidad, as� como del otro gran exponente del cine sueco del periodo mudo, Victor Sj�str�m. A pesar de esos cambios en el gui�n original, que tanto contrariaron a Selma Lagerl�f y que han sido criticados hasta la saciedad, es muy posible que la pel�cula de Mauritz Stiller contin�e estando mucho m�s viva que la novela en la que se inspira. El propio Bengt Idestam-Almquist pondera sin ambages el gui�n original, afirmando �que no tiene parang�n. Las escenas son tan fuertes y grandiosas, que el papel se dobla bajo su peso. Hay una explosi�n en cada p�gina. Una tensi�n dram�tica sin igual. El inter�s no reside en los acontecimientos exteriores, sino en el alma de cada personaje. Se conmueven como volcanes. Son inspirados por fuerzas internas, ya hermosas, ya reprobables, seg�n las situaciones, que les empujan como centellas. Sentimientos hermosos, heroicos, conmovedores, tiernos, excusables, edificantes. Pero tambi�n malvados, da�osos, odiosos, en su ego�sta ambici�n. Fuerzas destructoras� (Cine sueco, p�gs. 214-215). Sin embargo, a continuaci�n admite que este gui�n no era posible ser seguido al pie de la letra por Stiller, de tal modo �que lo que interesa a Stiller no es la interioridad de los personajes, sino su tipo exterior, los acontecimientos explosivos y pintorescos. Y estos tipos exteriores y las escenas cargadas de acontecimientos han sido vertidas con una fuerza impetuosa� (Cine sueco, p�g. 215). Discrepo de esta opini�n, en cuanto que la pintura de los conflictos internos de los personajes, sus caracteres y temperamentos, siguen poseyendo la preeminencia, sin obst�culo de integrarse magistralmente en el conjunto. Mauritz Stiller no pod�a hacer una pel�cula que fuese fiel por completo a la novela, que tiene entre quinientas y seiscientas p�ginas. Adem�s, la autonom�a de la obra de arte se lo imped�a. �l no traiciona el esp�ritu de la novela, pero est� obligado a efectuar un �mprobo ejercicio de s�ntesis. No obstante, los personajes principales, en absoluto quedan desdibujados; eso s�, es posible que sean m�s los personajes de Mauritz Stiller que los de Selma Lagerl�f. Pero esto es consubstancial a un gran artista.
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*Primera Parte / En la secuencia inicial, los doce caballeros que habitan la gran mansi�n de Ekeby, celebran la Navidad. Est�n alojados all� por expreso deseo de su due�a, Margaretha Samzelius, esposa del comandante Samzelius. Margaretha recibi� ese legado (aunque todav�a no se dice nada) de su antiguo amante, Altringer, ya fallecido. El testamento establec�a que Ekeby fuese para ambos esposos, pero quien dispon�a en el lugar era Margaretha, cuyo apellido de soltera era Celsing. Stiller, igual que hiciera en su pel�cula Johan (1921), especialmente en la caba�a del viejo pescador durante las escenas finales, vuelve a filmar el techo, con sus vigas de madera, donde se encuentran los alegres bebedores. Su adelanto a Orson Welles en Citizen Kane (1941) resulta innegable en este aspecto de la concepci�n del espacio. Durante la fiesta, uno de los caballeros, G�sta Berling, recuerda, a trav�s de un prolongado flashback, los tiempos en que era pastor protestante de una parroquia, entreg�ndose desordenadamente a la bebida, hasta que un d�a, despu�s de un inspirado serm�n en la iglesia, que arranca las l�grimas de algunas de las mujeres asistentes, de pronto, como intuyese que el propio obispo hab�a asistido debido a las quejas contra �l de parte de la feligres�a, y como viese que la representaci�n jer�rquica estaba satisfecha, pero sin dejar de preguntar a la concurrencia si ten�an algo que decir del pastor, entonces, G�sta Berling, ante el silencio general, se enfrenta inesperadamente con todos los asistentes, llam�ndoles hip�critas y dici�ndoles en su propia cara que qui�n es el que se atreve a acusarlo de borracho. S�, es un bebedor, y conforme salga de all� se encaminar� a la taberna. La incredulidad inicial deriva en un tumulto que provoca incluso miedo en el obispo y sus acompa�antes. A G�sta Berling alg�n que otro feligr�s intenta arrojarle algo, pero �l no ceja de despotricar y de gritar contra todos. Las consecuencias de su soflama enardecida son muy severas. Es expulsado del sacerdocio por sus superiores. Consigue un trabajo como preceptor de Ebba Dohna, en la gran propiedad de Borg, en casa de la condesa viuda Martha Dohna, quien, desde su primera aparici�n en pantalla, tratando despectivamente a la servidumbre, es perfectamente retratada por el realizador. G�sta Berlin ha sido llamado por la propia Martha, quien ha urdido un plan maquiav�lico para arrebatarle el gran dominio de Borg a Ebba, una hermosa joven, muy religiosa, que perdi� a su madre hace alg�n tiempo. Lo que pretende Martha es que Ebba y G�sta se enamoren, de tal modo que, al comprometerse en matrimonio, Ebba perder�a la finca de Borg, al casarse con un plebeyo. De ese modo, Borg ir�a a incrementar la herencia de su hijo �nico, Henrik. Parece deducirse que Ebba es hijastra de Martha (en la novela, Ebba es hermana de Henrik). Henrik se ha casado en Italia, en la localidad de Ancona, con Elizabeth (ya veremos que ese matrimonio no es jur�dicamente v�lido seg�n las leyes suecas de entonces, por lo que tendr�n m�s adelante que cumplimentar unas formalidades burocr�ticas), una hermos�sima joven que no aporta dote alguna al enlace. De ah� el rechazo que provoca desde el principio en la interesada, mezquina y calculadora condesa Martha Dohna. Seg�n el plan de �sta, G�sta Berling se enamora efectivamente de la dulce Ebba, prometi�ndose y declar�ndose ambos su amor, especialmente Ebba a G�sta, en el parque de Borg, junto al monumento erigido en memoria de la madre de Ebba. Se abrazan con pasi�n verdadera, pero, inquiere G�sta, �c�mo un sacerdote depuesto puede hacerle a una mujer semejante promesa? Margaretha Samzelius es la mujer m�s poderosa de V�rmland. Adem�s de Ekeby, posee seis fundiciones. Con las grandes fiestas que peri�dicamente ofrec�a, Margaretha brillaba en Ekeby. En los banquetes, siempre se presentaban sus doce caballeros para animar el ambiente. No puede dudarse de las resonancias simb�licas del n�mero doce, no tanto en sentido veterotestamentario o evang�lico, que no viene ahora al caso, sino en relaci�n con los doce caballeros de la Tabla Redonda del ciclo art�rico, o en relaci�n con los Doce Pares de Francia, por no hablar de que el Estado etrusco, anterior al dominio de Roma, estaba dividido en doce ciudades federadas, as� como del hecho de que R�mulo, uno de los dos hermanos fundadores legendarios de Roma en 753 a. C., instituy� doce lictores, esto es, los oficiales que preced�an a los principales magistrados de la antigua Roma, llevando un haz de varas (Juan-Eduardo Cirlot, Diccionario de s�mbolos, Barcelona, Labor, 1982, p�g. 174). En uno de los banquetes, vemos a dos criados cuchicheando en un altillo. Hablan de que la posesi�n de Ekeby se debe a la generosidad de Altringer, el amante fallecido de Margaretha, algo que sabe todo V�rmland. En su testamento, Altringer le dej� tambi�n siete fundiciones. Asimismo, corre el rumor de que el comandante Samzelius est� al corriente de las antiguas infidelidades de su esposa. En la siguiente toma vemos c�mo Elizabeth aprecia sinceramente a G�sta Berling como profesor y amigo, estando ya prometido a Ebba. Tambi�n G�sta Berling ha sido fugazmente su preceptor.
En una de esas deslumbrantes fiestas, Martha tiene la desfachatez de contarle sus mezquinos y ego�stas planes para con Ebba a Elizabeth. Adem�s, seg�n el testamento (se supone que el del padre de Ebba; m�s extra�o ser�a que fuese de la madre muerta; en cualquier caso, no se aclara en la pel�cula), para que Ebba herede Borg, tiene que casarse necesariamente con alguien de la nobleza. De ah� los tejemanejes para que se case con el plebeyo de G�sta Berling. Pero Ebba se acerca adonde se hallan sentadas ambas mujeres, y, sin que ellas la vean, escucha lo suficiente, quedando patente su dolor por el desenga�o sufrido. Elizabeth se percata de su presencia, y, ante la altiva indiferencia de Martha, se presta voluntariosa a consolarla, sigui�ndola hasta el carruaje de Henrik. Ambas se introducen solas en el interior y Ebba da la orden al cochero para que la lleve a su casa. Esta decisi�n ofender� posteriormente a Martha, para quien Ebba no tiene derecho a coger por su cuenta el coche de su hijo. En el interior del carruaje, Ebba y Elizabeth conversan, especialmente la italiana, que consuela a la hu�rfana. Elizabeth le dice que est� segura de que G�sta no sabe nada del plan urdido por Martha. Ebba le contesta que ha desperdiciado su amor por un hombre sin valor. Llegan a casa de los Dohna. All� est� G�sta Berling, en lo alto de la escalera. Las ve; comienza a descender y Ebba lo contempla desde abajo. �Esconder mi verg�enza; �se ha sido mi �nico crimen�, le dice G�sta a Ebba. Casi enteros primeros planos espl�ndidos de Elizabeth, envuelta toda ella en un flou vaporoso, desdibujando suavemente los contornos, al modo del sfumato leonardesco, o de algunos retratos de la fot�grafa inglesa Julia Margaret Cameron del decenio de 1860. Por primera vez en la historia del cine, esta desconocida muchacha sueca, nacida en Estocolmo en septiembre de 1905 con el nombre de Greta Lovisa Gustafsson, y que ser�a mundialmente conocida muy pronto como Greta Garbo, aparece ante las c�maras, y lo hace emanando una belleza intemporal, misteriosa, melanc�lica, una extra�a y ecl�ctica s�ntesis entre el clasicismo griego de la �poca de Pericles, los dibujos de Leonardo y algunos cuadros de los prerrafaelistas ingleses de la segunda mitad del siglo XIX, especialmente del que durante un tiempo fuese su jefe de filas, Dante Gabriel Rossetti. Se ha repetido hasta la saciedad, pero el descubrimiento de Mauritz Stiller fue sencillamente asombroso y �nico. Pod�a sentirse leg�timamente orgulloso de haberlo hecho. En esta su primera actuaci�n, la c�mara de Julius Jaenzon logr� unos planos de ella que justamente han pasado al archivo de la eterna belleza de las criaturas humanas, rozando esa belleza casi divina que tanto anhelaban los genios del Alto Renacimiento italiano, influidos o no por el pensamiento neoplat�nico de Marsilio Ficino y de Pico della Mirandola. G�sta Berling debe marcharse, son las palabras de Ebba a Elizabeth. �sta, por su parte, le ruega delicadamente a G�sta que no se vaya, pues todos gustan de su presencia. Maravillosa conversaci�n, demasiado breve para tanta pasi�n escondida, entre Elizabeth y G�sta Berling al pie de la escalera. Los planos de Elizabeth se suceden, a cual m�s inefable. G�sta Berling reconoce delante de Elizabeth que ella ha deseado lo mejor para todos, pero que ya no hay vuelta atr�s. �ste es su destino. Hermos�simos planos de ella, vi�ndosele la cabeza y los hombros, aqu�lla ligeramente ladeada hacia la derecha del cuadro, revelando una inesperada y excepcional fotogenia. �Ning�n hombre que ama a una mujer, puede estar maldecido�, le contesta Elizabeth, en alusi�n a su amor por Ebba. Con el cabello delicadamente rizado recogido por una cinta, seg�n la moda de la �poca del Consulado, las facciones de la que est� hablando, con sus finos labios, sus ojos l�nguidos, p�rpados alica�dos, despejada frente, cuello esbelto como el de una diosa de Botticelli, ment�n y mejillas suavemente modeladas, no pueden por menos que representar un ideal de perfecci�n y de belleza, el ideal de Mauritz Stiller, irreal, casi incorp�reo, angelical, donde la definici�n sexual ha desaparecido ya, se ha vuelto et�rea, evanescente, inconcreta, inmaterial. Ya tenemos aqu�, en su primera pel�cula, a Greta Garbo, con apenas diecinueve a�os, en toda su imprecisa y escurridiza belleza, una belleza que, probablemente, no ser�a superada ni tan siquiera por ella misma en el futuro. Asimismo, los casi primeros planos de Lars Hanson en su papel de G�sta Berling son extraordinarios, revelando a un actor consumado. Al poco, llegan Martha y su hijo Henrik, prosaicos, interesados y vulgares en s� mismos, sin necesidad de compararlos con los otros tres personajes que los han precedido. Henrik, que ha o�do algo de lo que dec�a su esposa, se dirige a ella dici�ndole que est� hablando de cosas de las que no entiende. Le estrecha la mano al preceptor y a continuaci�n le exige a Elizabeth que pida perd�n a G�sta Berling. El plano de Greta Garbo que surge ahora en la pantalla es inolvidable, de una incomparable belleza; no sabemos si estamos ante un �ngel, una ninfa o una diosa. Su mirada es absolutamente rom�ntica; su semblante, sublime. Henrik est� humill�ndola. Insiste en que pida perd�n al preceptor de Ebba y bese su mano. Advertido por su madre durante el trayecto de vuelta, el est�pido de Henrik, incapaz de pensar por s� mismo, intenta evitar que el sibilino plan de su madre, la condesa Martha Dohna, se venga abajo. Incluso llega a decirle inexplicablemente a su esposa que si lo que est� buscando es que se bata en duelo con G�sta Berling. Henrik extrae una tarjeta de visita del interior de la chaqueta, pero, entonces, Elizabeth reacciona con resoluci�n: se la arranca de las manos y la rompe, arrojando los trozos al suelo. La italiana se dirige a G�sta Berling, quien contempla at�nito e indignado c�mo madre e hijo est�n rebajando a tan noble y delicada criatura. Elizabeth, sin embargo, le suplica que le acerque su mano, a fin de besarla y pedirle perd�n, demostr�ndoles as�, le dice, que debe ser obediente. Pero es ella la que extiende sus hermosos brazos, ofreci�ndoselos a �l, quien le besa apasionadamente las manos. Inmediatamente despu�s de esta acci�n, G�sta Berling abandona la casa de los Dohna, permaneciendo Elizabeth sentada―pues sentada le tendi� sus brazos al hermoso joven―, doblando ligeramente el cuerpo hacia un lado. Fundido en negro. Fue despu�s de este incidente, que G�sta Berling convirtiose en caballero de Ekeby. Hasta aqu� ha llegado el flashback en el que ha recordado su pasado. De nuevo volvemos al principio del filme, cuando los caballeros descansan ebrios y agotados de la celebraci�n navide�a, en la que se han divertido mucho, pero tambi�n se han asustado, sobre todo cuando Sintram, en secreto y a instancias de G�sta Berling, aparece por entre unos escombros, rodeado de peque�as explosiones de fuego, convertido en demonio, convocado teatral y declamatoriamente por G�sta, que logra enga�ar y asustar a sus conmilitones de correr�as. Cuando le arranca el disfraz de la cabeza, todo queda en un susto, que se disipa pronto una vez que Beerencreutz entona una canci�n acompa�ado de la guitarra. Pero todo eso ha sucedido antes de la remembranza de G�sta Berling, quien, despu�s de tan prolongado recordatorio, se incorpora. Su estado de �nimo roza la desesperaci�n. Por un instante, su mente evoca la promesa que le hizo en el parque de Borg a Ebba. Extrae de su bolsillo una carta de Elizabeth, en la que le informa que para Ebba todo se derrumb� una vez que �l la dej�. Lleg� a decir que hab�a dedicado su amor a quien no se lo merec�a, palabras que repet�a frecuentemente durante su enfermedad, una neumon�a. Al fin, escribe Elizabeth en su corta misiva, Ebba ha muerto. Y termina: �Estas son las tristes noticias que le env�o. Elizabeth�. La desesperaci�n de G�sta Berling se acrecienta. Decide suicidarse, pero antes escribe sobre el muro una suerte de testamento-despedida: �Aqu� yace el caballero G�sta Berling, p�rroco depuesto, acusado de haber destruido aquello que m�s quer�a en el mundo�. En el �ltimo instante, cuando ya sostiene con una de sus manos la alargada pistola, irrumpe de improviso la Comandante, Margaretha Samzelius, que le detiene y lo arroja vehementemente a un rinc�n, indignada por su comportamiento atolondrado e inmaduro, propio de un adolescente y no de un hombre hecho y derecho como �l. Ev�cale entonces cuando era Margaretha Celsing, una mujer hermosa a la que todos los hombres deseaban. � �Sabes, le dice, que am� y fui amada? � Pero como su amado Altringer era pobre y desconocido, su madre no aprob� la relaci�n, oblig�ndola a casarse con el Comandante Samzelius. A�os despu�s, volvi� Altringer, rico y poderoso. Se convirti� en se�or de Ekeby, contin�a relat�ndole, llenando de alegr�a mi vida. Pero pronto comenzaron a hablar de mi relaci�n con �l, hasta que los rumores llegaron a mi madre, que un d�a vino a verme. En mi propia casa me llam� ad�ltera, y yo entonces la ech�. El encaramiento entre madre e hija que Margaretha le narra a G�sta Berling, puede verlo en un flashback el espectador (la breve escena transcurre en el vest�bulo de la casa de Margaretha). Pero antes de arrojarla de su casa, Margaretha le reprocha a su madre que la obligase a casarse con Samzelius s�lo por su dinero y posici�n. En el momento de abrirle la puerta de la calle, le dice con energ�a y firmeza que no ser� m�s su hija ni ella su madre. Ambas salen fuera, y, ya montada en su calesa, la madre la maldice, propin�ndole una bofetada. Margaretha se atreve a zarandearla e incluso atisbamos un amago de devolverle el cate. Aqu� finaliza el flashback en el que Margaretha le ha sintetizado su pasado a G�sta Berling. La acci�n vuelve a la realidad. Despu�s de ese breve relato, sus primeras palabras para su oyente es que, desde ese incidente con su madre, supo que Margaretha Celsing hab�a muerto para siempre. Si hubiese estado realmente viva, no se habr�a comportado as� con su propia madre. Se lamenta profundamente de haber renegado de ella. G�sta Berling la ha escuchado at�nito. Ella ha estado todo el tiempo delante de la chimenea, mientras que los caballeros dorm�an desparramados, en cualquier sitio, la borrachera. � �Es que por tener marido y ser la esposa de Samzelius estaba viva? No�. G�sta Berling reacciona, contest�ndole que la vida debe ser vivida y continuar adelante. Despu�s de esta intensa secuencia, la narraci�n contin�a con las fiestas que, sin interrupci�n, se suceden en Ekeby. En una de ellas, durante una representaci�n teatral de tema espa�ol y vestimenta andaluza, Marianne Sinclaire, una vez bajado el tel�n, besa en la boca a G�sta Berling, improvisados actores los dos que han suscitado la admiraci�n del p�blico asistente. Pero Sintram, maliciosamente, sube de nuevo el tel�n, cuando todav�a est�n bes�ndose, aunque la concurrencia, entre la que se encuentra el padre y la madre de Marianne, piensa que se trata de la �ltima escena de la obra. Los dos amantes disimulan, dici�ndose que deben continuar, pues de ese modo creer�n todos que el beso formaba parte del gui�n. A Melchior Sinclaire, el padre de Marianne, no le ha hecho ninguna gracia, pero se hace el desentendido ante el general aplauso. El tel�n vuelve a bajarse, y es entonces cuando G�sta Berling le reprocha suavemente su acci�n a Marianne. �sta se aleja seria y disgustada. Es evidente que se siente atra�da por �l. La diversi�n contin�a, y otra vez Sintram, de nuevo con malicia, pregunta en voz alta, delante de Melchior, si ese beso estaba en el gui�n. El padre lo comprende todo. Enfurecido y herido en su orgullo, ordena a su esposa abandonar la fiesta y regresar a su casa. Marianne quiere seguir a sus padres, pero Melchior hace arrancar el trineo, dej�ndola atr�s. Marianne corre tras ellos, pero el padre contin�a sin volver la vista atr�s, mientras la madre permanece impotente y embargada por la pena. La acci�n vuelve a Ekeby, donde al caballero Christian Bergh, completamente borracho, en el fondo enamorado de la se�ora y due�a del lugar, Margaretha, se le escapan palabras ofensivas para ella, pues proclama p�blicamente, delante de Samzelius, que Altringer fue su amante, dej�ndole, antes de morir, las fundiciones como cuantiosa herencia. Inmediatamente se arrepiente de sus palabras y le pide perd�n de rodillas, justific�ndose en que est� beodo. Pero el da�o, aunque involuntario, est� ya hecho. Entre Margaretha y su marido tiene lugar una fuerte discusi�n delante de todos. Los reproches son mutuos. �l termina conmin�ndola a que se marche de Ekeby, que es tan suyo como de ella. ��Es que pretendes echarme de mi propia casa?�, le contesta Margaretha. Pero el marido permanece obstinado e impasible. Margaretha, entonces, muy fugazmente, recuerda la discusi�n con su madre, la bofetada que le propin� y c�mo la maldijo. Abatida, encorvada, aparentemente vencida, abandona Ekeby. Cuando sale, no sin antes suplicarle de nuevo perd�n el bonach�n de Christian Bergh, los caballeros, liderados por G�sta Berling, se enfrentan a Samzelius. �ste hace entrega de la mansi�n a los caballeros, para que as� destruyan la herencia de Altringer. G�sta Berling, muy teatralmente, como siempre, se sube a una mesa, copa de champagne en mano, y proclama solemnemente el fin de Ekeby, abriendo los brazos, moviendo la cabeza de un lado para otro y arrojando con fuerza finalmente la copa al suelo, en se�al de conclusi�n definitiva. As� termina la primera parte de la pel�cula, de una hora y media de duraci�n.
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*Segunda Parte / Despu�s de un brev�simo resumen del fin de la primera parte, la segunda parte comienza con la salida de G�sta Berlin en busca de Marianne Sinclaire. �sta llama impotente y desesperadamente a la puerta de su casa, pero su padre no permite que se le abra. Ante la negativa, Marianne se aleja profiriendo amenazas. Traspasa la puerta de la verja y se deja caer agotada y abatida en el denso manto de nieve, qued�ndose dormida. Cuando llega G�sta Berling, la halla en el mismo sitio. Marianne se despierta, al acercarse �l y cogerle la cabeza. Se besan. G�sta le dice que estaba buscando a la nueva se�ora de Ekeby, pero que acaba de encontrarla: es ella. Le promete honrarla y respetarla. La conduce hasta el trineo y se marchan juntos. Por su parte, la humillada Margaretha se encamina hacia la casa de su anciana madre. G�sta Berling y Marianne Sinclaire llegan a Ekeby. Ella se siente libre de cualquier atadura. Ahora son ellos los se�ores del emblem�tico y legendario lugar. Marianne le declara su amor, pero al poco tiempo cae enferma. El m�dico acude de inmediato, y al salir de la habitaci�n G�sta solicita su discreci�n. Margaretha, despu�s de vagar d�as y noches, llega hasta la caba�a de madera, en medio del bosque, donde vive su anciana madre. Entra y la halla trabajando duramente, con enorme esfuerzo. El recibimiento de su madre es fr�o. S�lo le indica que la ayude. La hija se desprende del pesado abrigo y se dispone a secundarla a mover un gran torno. Sin embargo, antes de que pueda hacerlo, su madre cae desfallecida. Margaretha la recoge con cari�o, la acuesta y la cuida. �Ahora―dice la madre en su lecho de muerte―comprendo por qu� Dios me ha permitido vivir tanto�. Margaretha le suplica que reniegue de la maldici�n que una vez ech� sobre ella. Entonces, la madre le inquiere si se ha arrepentido de sus pecados. La hija es sincera; le contesta que no. Rememorando las palabras b�blicas, la madre responde: �Si tu mano comete pecado, arr�ncatela y arr�jala al fuego�. Ante el lecho de muerte de su madre, Margaretha promete solemnemente: � �Voy a completar mi sacrificio: expulsar a los caballeros y destruir Ekeby! � Despu�s de pronunciadas esas amenazadoras palabras, su madre expira. La maldici�n que un d�a profiriese sobre su hija, no ha sido revocada. En Ekeby, semiabandonado, los caballeros contin�an divirti�ndose, pero G�sta Berling no tiene �nimo para ello. Marianne contin�a enferma. Esa misma noche, Henrik Dohna recibe en Borg una carta perturbadora, enviada por el vicec�nsul sueco de Ancona, quien le comunica que su pretendido enlace matrimonial en Italia no es v�lido seg�n las leyes de Suecia, por lo que le env�a unos documentos que deben ser cumplimentados y firmados por ambos c�nyuges, en presencia de dos testigos. De ese modo, el matrimonio tendr� plena validez. Aqu� podr�amos recordar el deslumbrante y erudito comentario de Erwin Panofsky, publicado originalmente en 1953, a prop�sito de la tabla de roble de Jan van Eyck titulada El matrimonio Arnolfini, pintada en 1434 y guardada en la National Gallery de Londres. El gran historiador de Hannover nos recuerda que, antes de 1563, esto es, con anterioridad al Concilio de Trento, �dos personas pod�an concluir un matrimonio perfectamente v�lido en completa soledad. A partir de entonces la Iglesia requiri� la presencia de un sacerdote y dos testigos; pero incluso hoy el sacerdote act�a no como dispensador del sacramento, como en el caso del bautismo o de la confirmaci�n, sino simplemente como un testis qualificatus�. De ah� la original�sima firma del autor, �Johannes de Eyck fuit hic�, esto es, �Jan van Eyck estaba all��, as� como el reflejo en el espejo del fondo de los dos testigos, que se hallan en el umbral de la puerta, uno de los cuales es el propio pintor. Es decir, que adem�s de un doble retrato, el cuadro es tambi�n un certificado de matrimonio (Erwin Panofsky, Los primitivos flamencos, Madrid, C�tedra, 1998, p�gs. 202-203). Estoy convencido que Mauritz Stiller era tan sensible, exquisito, refinado y amante de la verdadera belleza como Jan van Eyck, aunque quiz�s no tan culto, si bien Henrik Dohna s� que es mucho m�s prosaico y vulgar que Giovanni Arnolfini, el comerciante italiano sin parientes cercanos en Brujas. Continuando con nuestra historia, la carta desde Italia le llega a Henrik justo cuando tiene invitados en casa, entre ellos los padres de Marianne Sinclaire. Martha Dohna entra donde est� su hijo, apremi�ndolo a salir y atender a los invitados, pero �l le pone al corriente del contratiempo, ech�ndoles las culpas a las negligentes e ineptas autoridades italianas. No tiene m�s remedio que resolver el asunto un poco m�s tarde. Elizabeth se muestra muy amable con Melchior Sinclaire, que contin�a sin perdonar a su hija, aunque su esposa, Gustafva, lo disculpa y justifica ante Elizabeth, comentando que act�a as� por orgullo, pero que quiere a su hija tanto como la quiere ella, su madre. Entretanto, Margaretha, enfurecida y fuera de s�, con esp�ritu vengativo, arrastra con su verbo poderoso al populacho de Ekeby para que la acompa�en y prendan fuego a la mansi�n. �Hoy mismo, proclama, los caballeros ser�n destruidos y mi verg�enza sofocada�. En la fiesta, la mal�vola Martha Dohna trata de humillar a Elizabeth, insinuando que se comenta que ella estaba enamorada de G�sta Berling cuando fue su preceptor. En la siguiente escena, G�sta Berling, en Ekeby, se encamina a una habitaci�n del palacio para visitar a la enferma Marianne, descubriendo estupefacto que tiene el rostro desfigurado por la viruela. No obstante, G�sta insiste en permanecer a su lado. Marianne le recuerda que para �l siempre fue importante la belleza y que sin ella no puede vivir. Son palabras que evocan sin duda al gran poeta ingl�s John Keats (1795 � 1821), cuando escrib�a que todo lo que es belleza es verdad y que todo lo que es verdad es belleza. Marianne termina rechaz�ndolo para no comprometerlo. Mientras los caballeros duermen, se acerca Margaretha con una nutrida turbamulta a Ekeby. Da �rdenes de que los caballeros sean atados, montados en trineos y trasladados a un lugar seguro. Presa de una venganza incontenible, como enloquecida, ordena al populacho que prenda fuego a las edificaciones. Durante bastantes segundos Mauritz Stiller vuelve a repetir la haza�a lograda en Herr Arnes Pengar (1919), cuando, desde un lugar pr�ximo, los asistentes a una celebraci�n ven una densa humareda saliendo a lo lejos de la vicar�a de Solberga, donde vive Sir Arne con su familia. El ajetreo subsiguiente, con caballos y personas pasando literalmente delante de la c�mara, entrecruz�ndose, corriendo en direcciones opuestas, es una de las escenas m�s memorables de la historia del cine, de esas que se convierten en eternas. Con poqu�simos elementos, Stiller logr� entonces una sensaci�n de caos, de agitaci�n y de movimiento, durante menos de un minuto, como no se ha conseguido nunca despu�s ni casi con total seguridad pueda volver a obtenerse. Es innegable que esas inmarcesibles im�genes est�n muy presentes en el incendio de Ekeby. En el caso del incendio por los tres forajidos escoceses de la vicar�a de Solberga, inmediatamente despu�s de haber perpetrado una horrible carnicer�a, de la que s�lo se salva Elsalill, Stiller no nos muestra la cat�strofe; mostrar� la casa del p�rroco en llamas, posteriormente, en un flashback, as� como el espantoso crimen de la querid�sima hermana de Elsalill, la tambi�n joven doncella Berghild, por Sir Archie, precisamente el hombre del que Elsalill llegar� a enamorarse. El vil apu�alamiento ser� recordado m�s adelante por Elsalill―pues ella estaba escondida y pudo ponerse a salvo, aunque lo vio todo―, cuando ya haya empezado a cortejarla Sir Archie. Al no mostrar, en un primer momento, el horrendo crimen y el incendio de la vicar�a, y pasar de la descrita escena de agitaci�n a la de los criminales, en el atrio de la casa de Sir Arne, disponi�ndose a huir con el tesoro, Stiller logra la que quiz� sea la elipsis m�s excelsa de la historia del cine. La celeb�rrima de Stanley Kubrick en 2001: A Space Odyssey (1968), es, sin duda, extraordinaria, original�sima, de una modernidad inagotable, pero no alcanza la inmarcesible poes�a pura que destila la de Mauritz Stiller en Herr Arnes Pengar. Ahora, en G�sta Berlings saga, no llega tan alto en la escena del incendio, no es un p�jaro solitario como lo fue pocos a�os antes, pero sigue siendo un consumado maestro, capaz de crear aut�ntico arte, del m�s grande. Lo inaudito de lo obtenido en 1919 es que lo hiciese con tal econom�a de medios: c�mo puede lograrse tanto con tan poco. Ahora dispone de m�s personajes, muestra visualmente el incendio desde el primer instante, pudiendo contemplar el espectador c�mo Ekeby es devorado por lenguas de fuego, como una Sodoma o una Gomorra b�blicas. Los personajes est�n asimismo ataread�simos, acercando las teas encendidas a todas las esquinas, sacando fuera y atando a los caballeros, en el gran patio de entrada, corriendo de un lado para otro, mientras Margaretha, como una H�cuba griega, no se sacia en su af�n de venganza. Si no alcanza esta memorable secuencia la elevaci�n est�tica anterior, es por la extrema condensaci�n lograda en la pel�cula de 1919. Ahora la c�mara de Julius Jaenzon se detiene m�s; todo resulta m�s expl�cito y prolijo. Pero no deja de ser sublime. Stiller ha demostrado manejar a las masas con m�s eficacia que los grandes cineastas sovi�ticos, incluido el genial Sergei Eisenstein. La modernidad de Stiller es asombrosa, portentosa. Llega en toda su plenitud hasta este canto de cisne de 1924 que es G�sta Berlings saga, rodada en 1923. El incendio de Ekeby (del palacio s�lo se hab�a levantado una elegante fachada) tiene lugar delante de los estudios de R�sunda, construidos en una granja de avestruces abandonada, en el �rea metropolitana de Estocolmo. La productora Svenska Biografteatern hab�a comprado los terrenos en febrero de 1919, siendo dise�ados los nuevos estudios por el arquitecto Ebbe Crone. En diciembre de ese mismo a�o nace la gran productora Svensk Filmindustri, por la fusi�n entre la Scandia Company y la Svenska Biografteatern. Ser� esta gran productora, mencionada al principio en la ficha t�cnica, la Svensk Filmindustri, la responsable de la pel�cula de Stiller que estamos describiendo. Todav�a en 1957, el gran director sueco Ingmar Bergman rod� durante treinta cinco d�as en los estudios de R�sunda su obra maestra El s�ptimo sello. El cr�tico Bengt Idestam-Almquist escribe que, durante el rodaje del incendio de Ekeby, Mauritz Stiller se encontraba como �en estado hipn�tico�. El incendio fue rodado durante una noche y �Stiller entr� en �xtasis�. Dirig�a la escena de masas y �gozaba del efecto como nunca hab�a gozado antes�. �El ala del castillo donde habitaban los �caballeros� hab�a sido empapada con bencina y a lo largo de las paredes se hab�an pegado pel�culas. Cuando se incendiaron, parec�an verdaderas lenguas de fuego� (Cine sueco, p�gs. 224-225). El incendio ha sido provocado sin que Margaretha supiese que Marianne Sinclaire est� dentro, convaleciente en una de las habitaciones. De pronto, en medio de la general confusi�n, G�sta Berling se acuerda de ella, introduci�ndose sin vacilar en el interior del edificio en llamas, con riesgo de su propia vida. Las tomas que vienen a continuaci�n son aut�nticamente magistrales. Marianne logra salir de su estancia, pero la densa humareda la desorienta por entre el d�dalo de aberturas, escaleras y corredores. Finalmente, se derrumba agotada en los escalones de la escalera principal. Su vida corre un peligro extremo, pues puede morir de un momento a otro por la inhalaci�n del humo. G�sta Berling, con un arrojo y valent�a admirables, sin importarle nada, la busca desesperadamente. Por fin la halla desvanecida, la coge en brazos, sortea las m�ltiples ca�das de elementos en llamas de la f�brica, y consigue salir fuera poni�ndola a salvo. El padre de Marianne estaba ya en el patio anhelante, ansioso por ver a su hija libre de peligro alguno. Pero nos hemos adelantado. Hab�amos dejado a Margaretha ir de un lado para otro, rabiosa y enloquecida, con su pesado abrigo y una tea ardiendo en una mano, dando �rdenes con extrema energ�a y determinaci�n. Los caballeros salen despavoridos y van siendo atados, especialmente Christian Bergh, que es introducido en un trineo, aunque posteriormente conseguir� librarse de sus ligaduras con un cuchillo. G�sta Berling colabora con noble y decidido desinter�s en poner a los caballeros a salvo, despert�ndolos y sac�ndolos del interior. La chusma comienza a huir, asustada de las consecuencias de su acci�n irracional. Desde la casa de Martha Dohna, en la que hay numerosos hu�spedes, se ven las densas sombras de humo del incendio, como desde el albergue en Herr Arnes Pengar se ve el humo de la vicar�a de Solberga. Desconcierto y alarma general entre los invitados de los Dohna, entre los que est�n los padres de Marianne. La madre de �sta, Gustafva, le dice muy asustada a su marido que su hija est� dentro. Melchior no lo sab�a. Es entonces cuando reacciona como padre, cuando todo su anterior orgullo desaparece, acudiendo veloz en un trineo a salvar a su hija. Es entonces cuando G�sta Berling se acuerda de Marianne, ocurriendo la extraordinaria secuencia que acabamos de narrar. En el exterior, suceden otros acontecimientos. Acuden nuevos lugare�os, acompa�ados del bail�o, esto es, de la m�xima autoridad de la zona (una especie de alguacil con poderes policiales y jurisdiccionales, cargo que se remonta a la �poca medieval; tambi�n aparece una figura semejante, el rencoroso pretendiente de la rica viuda Halla, en Berg-Ejvind och hans hustru―�Berg-Ejvind y su mujer� o �Los proscritos�―, extraordinaria pel�cula de Victor Sj�str�m estrenada en 1918). Margaretha no se arredra y se enfrenta con decisi�n al bail�o. Los caballeros, inexplicablemente en apariencia, aun despu�s de lo que ella ha provocado, la defienden (en realidad est�n fascinados por la energ�a y resoluci�n de esta mujer), pero ella no se lo agradece a sus espont�neos intercesores. Les espeta que cuando su marido la expuls� de Ekeby, no movieron un dedo en su favor. Que no se preocupen, que sabe defenderse sola. Se va del lugar. En este momento, llega Melchior preguntando por su hija Marianne. Con sus propios ojos puede ver c�mo es salvada por G�sta Berling. La conduce hasta su padre, que la arropa una vez ha sido sentada en el trineo; padre e hija se abrazan completamente reconciliados. Melchior le dice con todo su cari�o que nunca m�s la dejar�. Ambos vuelven a abrazarse, pero, entonces, Marianne se levanta y le agradece a G�sta Berling lo que ha hecho por ella. El padre los mira enternecido. Marianne se despide de G�sta. La aventura entre ellos, le dice con extrema delicadeza y agradecimiento, ha terminado para siempre. �l le responde como un aut�ntico caballero, pero como un caballero del Medioevo, de la Edad de Oro de la caballer�a, durante los inolvidables siglos XII y XIII, cuando pod�a hablarse, como escribi� Novalis en los albores del Romanticismo, de Europa o la Cristiandad: �He cumplido con mi deber; el caballero se siente dispensado�. De nuevo, impresionantes im�genes de Ekeby ardiendo entero, por los cuatro costados. Marianne permanece por un momento anhelante al marcharse G�sta Berling. La siguiente toma es en casa de Martha Dohna, para que el espectador sepa qu� est� sucediendo all� mientras tanto. Elizabeth se ha hecho cargo de tranquilizar a Gustafva, la madre de Marianne. La bella italiana desciende la escalera, y, por un instante, evoca en su memoria (a trav�s de un flashback) el suceso durante el cual Henrik trat� de humillarla ante G�sta Berling, y c�mo �ste besole tan ardorosamente sus fr�giles manos. El desasosiego de Gustafva tiene que ver tambi�n con el hecho de que teme que su marido, Melchior, intente hacerle da�o a G�sta Berling, ignorante de lo que en realidad ha sucedido. Es por eso que Elizabeth se decide a ir en busca de G�sta Berling, a fin de prevenirlo. Se la ve avanzar solitaria, caminando, envuelta en su grueso abrigo negro, por la helada superficie del lago L�fven. El flashback que acabo de mencionar, que se produce mientras Elizabeth desciende por la escalera principal de la mansi�n de los Dohna, me sirve para hacer una aclaraci�n. Bengt Idestam-Almquist afirma en su ensayo (p�g. 219) que cuando los Sinclaire divisan el incendio de Ekeby, se hallan en su propia casa, en Berga (este top�nimo no aparece ni una sola vez en la pel�cula, aunque es f�cil confundirlo con Borg, que s� es la residencia de los Dohna), teniendo como hu�spedes a los Dohna. Las im�genes parecen demostrar lo contrario. Desde la secuencia en que Martha apremia a su hijo Henrik a que atienda a sus invitados y deje moment�neamente el asunto del papeleo relativo al casamiento, no parece haber habido ninguna variaci�n de lugar en cuanto a d�nde se encuentran los Sinclaire. �stos est�n, indiscutiblemente, en casa de los Dohna. Adem�s, la posici�n que ocupa Gustafva en lo que parece ser un sof� m�s que un canap� (la diferencia entre ambos muebles de asiento estriba en que en el sof� la tapicer�a recubre totalmente la estructura; v�anse sendos t�rminos en John Fleming y Hugh Honour, Diccionario de las artes decorativas, Madrid, Alianza, 1987, p�gs. 148-149 y 789), sentada junto a otras tres damas, apretada y un tanto inc�moda, denota que no se trata de la due�a de la casa. Su marido, enfrente de ella, juega en una mesa a las cartas, y es atendido sol�cita y cari�osamente por Elizabeth de tal modo que tambi�n resulta evidente que Elizabeth, como miembro de la familia Dohna, es, asimismo, anfitriona. Pero la prueba concluyente, a mi modo de ver, es que cuando Melchior ha salido ya hacia Ekeby en busca de su hija Marianne, y vemos a Elizabeth tranquilizar y arropar a Gustafva, que intenta descansar un poco, al salir del dormitorio y dirigirse hacia la escalera, en la mediaci�n del descenso le sobreviene el recuerdo que hemos mencionado, insertado en forma de flashback. Si comparamos ambas escaleras, la que en este momento est� bajando Elizabeth y la que evoca en su imaginaci�n al acordarse de aquella escena con G�sta Berling en que �l le besa sus manos extendidas, no podemos dudar de que se trata de la misma escalera, por lo que s�lo podemos deducir tambi�n que Gustafva se ha acostado en un dormitorio de la casa de los Dohna, esto es, en Borg. La apretada s�ntesis del argumento proporcionada por Bengt Idestam-Almquist en su ensayo, parece ser v�ctima aqu� de una confusi�n, a la que tampoco hay que conceder mayor importancia. S�lo que he considerado oportuno aclarar la secuencia de los hechos seg�n mis propias conclusiones y rectificar lo que creo es un error. De nuevo, otra toma de Ekeby devorado lentamente por las llamas insaciables. G�sta Berling se despide de Ekeby, afirmando que se trata del fin de ese lugar legendario. Sale montado en su trineo, en cuyo respaldo observamos un hermoso dibujo. La edificaci�n se derrumba. Maravillosa toma de Melchior conduciendo a su hija a trav�s de la nieve, a la vez que la serena, pues le dice que su madre est� a salvo en casa de los Dohna. De nuevo, otra toma extraordinaria: Elizabeth, de espaldas, alejada del primer plano de la pantalla, avanza caminando por el sombr�o y desierto lago helado. Es una sombra negra movi�ndose en medio de la superficie blanca, atravesada de enormes manchas oscuras. El trineo de G�sta Berling la alcanza. En ese momento, el plano est� perfectamente construido: ella, a la izquierda; el trineo, a la derecha, quedando justo en medio del cuadro, en el eje central, ligeramente desplazado hacia arriba. Elizabeth vuelve la cabeza y lo mira en medio de tanta soledad, lo mira arrebatada, contenida en su pasi�n. G�sta Berling, tan resuelto como siempre, le pregunta qu� hace all�. Ella, por pudor, no le dice la verdad: estaba observando el fuego de Ekeby y los dem�s que la acompa�aban la han dejado rezagada. Es muy dif�cil que un hombre de mundo y experimentado como G�sta Berling, que conoce bien a las mujeres, pueda creerse esas inocentes palabras. Le responde dici�ndole que si permite que un humilde caballero la escolte hasta su casa. Ella se sienta en la parte delantera del trineo; �l, detr�s, conduciendo y sosteniendo las riendas del �nico caballo que lo arrastra. Magn�fico travelling. Elizabeth comienza a inquietarse. Estamos asistiendo a una de las secuencias m�s extraordinarias jam�s filmadas, otra secuencia que resistir� enteramente viva el paso de los siglos y de los milenios, y que ser� para siempre patrimonio visual universal de los hombres sensibles a la belleza. La inquietud de la condesa est� justificada por el hecho de que el trineo est� siendo conducido en direcci�n opuesta a Borg, que es adonde debe dirigirse. Pero G�sta Berling sabe que una manada de hambrientos lobos se acerca amenazadora. Como ella vuelve a insistir en que debe dar la vuelta, G�sta Berling responde con iron�a desconcertante, sin dejar de mirar de un lado a otro, presintiendo el peligro inminente: ��Tiene miedo, dulce se�ora?� Vuelve a azotar con fuerza al caballo, a fin de que galope m�s deprisa. ��No es un magn�fico paseo? � �No es tan r�pido Don Juan como el viento?� (Don Juan es el caballo, pero el nombre tiene aqu� un ir�nico doble sentido evidente) �Nadie sabe que he salido para encontrarle�, le contesta Elizabeth. Maravillosos planos de la cabeza levemente agitada de Greta Garbo, cubriendo casi toda la pantalla. �Despu�s del lago L�fven est� el lago V�nern, y, m�s all�, el mar, y despu�s del mar est� el mundo entero�, le responde G�sta Berling a la angustiada Elizabeth. Pero ella, en el fondo, no tiene miedo; se siente segura junto al hombre que ama: ��Cree que tengo miedo de los caprichos de un caballero loco? � �Soy la esposa de otro! �Det�ngase!� Ante tanta insistencia, que incluso se traduce en intentar coger las riendas y detener el trineo, G�sta Berling le contesta por fin si no ha visto qui�nes son sus perseguidores, una manada de seis o siete lobos hambrientos. Entonces ella comprende de pronto el comportamiento del caballero. Impresionantes im�genes del fr�gil trineo perseguido por los lobos implacables. �Puede confiar en G�sta Berling; �l la llevar� a su casa�. Por dos veces, Elizabeth les arroja a los lobos algo con lo que entretenerlos y demorarlos, probablemente mantas o ropas de cuero. Finalmente, logran escapar sanos y salvos. La carrera ha sido fren�tica. Cada vez que vuelve a verse, se acrecienta la convicci�n de que John Ford debi� estudiarla detenidamente cuando rod� la c�lebre persecuci�n de la diligencia por los indios en Stagecoach (�La diligencia�, 1939). Los lobos, cuenta el cr�tico Bengt Idestam-Almquist, eran en realidad unos perros lobos, propiedad de un tal se�or Svensson, director de una f�brica, a quien Greta Lovisa Gustafsson hab�a conocido cuando trabajaba en la casa de un peluquero. Se pidieron los animales �en pr�stamo al se�or Svensson, para que hiciesen de lobos en la pantalla. La cola de los perros fue alargada y aumentada en su peso con plomo, para que tuviesen apariencia de verdaderos lobos. Dado el peso del plomo, no pudieron agitar la cola en signo de alegr�a, costumbre que a los lobos les es desconocida� (Cine sueco, p�g. 224). Al aproximarse a Borg, ella le dice que no es necesario que contin�en juntos, que ir� sola lo que queda de trayecto. Est�n en medio de una enorme y rectil�nea alameda de �rboles cubierta de un grueso manto de nieve. �l le besa las manos, mientras ella cierra los ojos con inmenso placer y escondido amor. ��Podr� perdonarme?�, le dice G�sta Berling. �Se�or Berling, siempre cre� en usted y contin�o creyendo�, contesta Elizabeth. Magn�fico plano de ella, con la cabeza y los hombros, en el centro del eje, en una composici�n piramidal como Jes�s en la �ltima Cena de Leonardo. Se miran embelesados. �Vuelva a Ekeby y reconstr�yalo�Regrese y sepa que siempre lo considerar� como un hombre de verdad�. Vuelven a estrecharse las manos, se aproximan el uno al otro, pero ella retira la suya y se marcha por la inmensa alameda vac�a cubierta de nieve. Mientras, �l la observa alejarse hacia el fondo de la profunda perspectiva. Por la ma�ana, G�sta contempla solo las ruinas de Ekeby. Mansi�n de la condesa Martha Dohna. Madre e hijo preparan los documentos matrimoniales para la firma. Por un momento, Elizabeth duda: con una de sus manos, entrelazadas y circundadas por un iris que ocupa todo el centro de la pantalla, comienza a desprenderse del anillo de casada colocado en el dedo anular, pero no termina su acci�n y lo deja donde estaba. La c�mara asciende lentamente hacia su cabeza, que ahora reposa entre sus manos juntas. Bell�simo plano de Elizabeth, pensativa, dubitativa, delicadamente triste al acordarse del hombre a quien ama. Entra la suegra en la estancia y le pregunta si ha sido avisada por Henrik de que tiene que firmar los documentos. El matrimonio Sinclaire a�n contin�a en casa de los Dohna. Maliciosamente, Martha le comenta a Elizabeth si la pasada noche ha tenido un acompa�ante que la ha conducido hasta su casa. Elizabeth se levanta sobresaltada. La perversa y astuta mujer contin�a su farsa, asegur�ndole que no tema nada, que no se lo contar� a nadie. En la gran sala, con una amplia mesa en el centro, donde deben firmarse los documentos, entran Elizabeth y Martha, cada una por una puerta distinta. En el interior de la habitaci�n estaba ya Henrik, esperando intranquilo. Uno de los testigos es Gustafva Aurore Sinclaire. �sta y Martha se sientan, frente a frente, en los extremos de la mesa. Elizabeth, ajena a todo lo que est� sucediendo, permanece de pie, junto a Henrik, ambos detr�s de la mesa, �l en el centro y ella a la derecha del cuadro. Henrik manifiesta que se precisa un segundo testigo. Elige al fiel mayordomo, Andersson. En cuanto a Gustafva, es testigo como pariente m�s pr�ximo. Cuando ya ha sido llamado el mayordomo, y despu�s de que Henrik culpase de mentirosas y negligentes a las autoridades burocr�ticas italianas, que han permitido por tanto tiempo que se mantuviese una situaci�n irregular entre los esposos, firma el documento. Pero al entregarle la pluma a Elizabeth para que, a su vez, firme el pliego, se levanta inesperadamente Martha e inquiere con hip�crita y malicioso semblante si no ser�a conveniente preguntarle a Elizabeth si desea continuar con la formalidad del casamiento. Gustafva Sinclaire se queda perpleja; Henrik, con su cara de bobo, como alelado, est� claro que no se entera de nada. Martha Dohna vuelve a insistir: ��Te acusa tu coraz�n de pecar, Elizabeth?� En esto llega el mayordomo, pero Henrik le ordena que abandone inmediatamente la habitaci�n, a lo que Andersson responde con una profunda inclinaci�n y retir�ndose. Gustafva se levanta y se acerca hacia Elizabeth, en actitud protectora. Gustafva le pregunta desafiante a Martha que qu� es lo que est� maquinando. Sea lo que sea, en cuanto est� de su parte, tratar� de impedirlo. Besa a su protegida, que le dice que no se preocupe: �No, no; es cierto. Soy una esposa inestable�Mi coraz�n es de otro�. Martha lanza una despreciativa mirada de triunfo. Henrik permanece desconcertado. Elizabeth se arroja a sus pies, dici�ndole que se merece ser castigada y reprendida. Se advierte la incomodidad del cobarde var�n, que agita rid�culamente las piernas, advirti�ndole que es un noble y que ella debe comportarse de una manera apropiada. Martha aprovecha para decirle a su hijo que una mujer como Elizabeth no merece llevar el apellido de los Dohna. El hijo asiente como un pelele a lo que le dice su mal�vola madre, que contin�a tratando sin consideraci�n ninguna y con abierto desprecio a Elizabeth, quien a�n pretende ingenuamente hacerse perdonar. Gustafva, enfurecida ante tanta humillaci�n, llama idiota a Henrik. De nuevo se dirige hacia donde est� Elizabeth, la consuela y se encara con Martha, asegur�ndole que Elizabeth siempre tendr� un lugar en su casa, pues no ha cometido mal alguno. En ese momento, Gustafva, a la que hemos cre�do una mujer d�bil delante de su marido Melchior, muy dignamente, con determinaci�n, le recuerda a Martha sus pasados pecados, su anterior vida depravada. Ya quisiera haber sido tan inocente como lo es Elizabeth. ��Es que no te conozco bien, hip�crita depravada?� Martha se agita enfurecida y llena de ira. ��C�mo te atreves―contin�a Gustafva―a juzgar a una joven inocente? �Y t�, imb�cil―le espeta a Henrik―, preg�ntale a tu madre qui�n fue tu padre! �Vamos, �chala―sigue dici�ndole a Martha―; yo la proteger�!� Gustafva se ha armado de valor, hasta tiene que limpiarse con la mano alguna l�grima de indignaci�n por lo que le han hecho a la muchacha, pero se ha despachado a gusto. Cogiendo suavemente a Elizabeth, no duda en manifestarle: �Melchior te mimar� como si fueses su propia hija�. Madre e hijo contin�an discutiendo. La dominante y maquiav�lica Martha insiste en decirle que no olvide que es un Dohna y que las otras dos son unas completas est�pidas. Elizabeth, leemos en un r�tulo, afront� su penitencia con igual determinaci�n que Margaretha Celsing antes que ella. La acci�n se traslada a una habitaci�n donde est� sola Margaretha. Entra un sirviente, comunic�ndole que tiene un mensaje para ella; su marido, el Comandante Samzelius, acaba de morir. Llega la primavera. Estamos en casa de los Sinclaire, en el bello y frondoso jard�n. Ambos esposos, Gustafva y Melchior, cogen algunas flores. Tambi�n est� Elizabeth, un tanto alejada, quien se dirige sola hacia un banco, con �nimo entristecido, donde se sienta. Gustafva se acerca y se sienta junto a ella, coment�ndole que la primavera abre la esperanza en nuestros corazones. �Pero no en ella�, le responde Elizabeth. Ekeby recibe la llegada de la primavera completamente reconstruido, con G�sta Berling celebr�ndolo encima del tejado, delante de una muchedumbre. Elizabeth ha decidido partir y enfrentarse sola al destino. Se despide de quienes tan generosa y cari�osamente la han acogido. Especialmente conmovedora es la despedida entre Elizabeth y Marianne, pues durante el tiempo que han estado tan juntas se han hecho verdaderas amigas. Ekeby se prepara de nuevo para recibir de nuevo a su amada se�ora, Margaretha, quien ha hecho una parada en la posada de Broby Inn. G�sta Berling se brinda para ir a recogerla, partiendo veloz en su cabalgadura. Estando Margaretha esperando la llegada de G�sta, de improviso se detiene en la misma posada el carruaje que traslada a Elizabeth, con el fin de cambiar el cochero los cansados caballos. Entra en la posada, y se sorprende de encontrarse all� a Margaretha, pero �sta la invita amablemente a acercarse; no tiene nada que temer. Le pregunta por Henrik, ignorante como est� de la ruptura matrimonial. Al enterarse por Elizabeth de lo sucedido, le contesta que c�mo podr�a haberse casado con un est�pido como Henrik Dohna. Elizabeth le confiesa la verdad; su amor por G�sta Berling. �ste entra en ese momento, pero Elizabeth no lo ve, pues est� de espaldas a la puerta. Sin saber que �l la est� viendo y escuchando, Elizabeth manifiesta a Margaretha el amor que siente por G�sta Berling. Desde aquel d�a en la escalera, contin�a, todo ha sido sufrimiento y dolor. En ese instante Margaretha se percata de la presencia del apuesto caballero, quien hace un amago de salir, pero Margaretha, r�pidamente y sin que Elizabeth pueda darse cuenta, le hace una se�al para que no se vaya. Es entonces cuando Margaretha, muy inteligentemente, le dice a Elizabeth, en tono de afirmaci�n: �Pero, usted, no odia a G�sta Berling, sino que lo ama�. �D�gaselo a �l�, vuelve a decirle, mientras hace que dirija su rostro hacia el noble y valiente caballero. Los enamorados se miran fijamente, embelesados; ella a�n est� sumida en la m�s completa incredulidad. G�sta, entonces, como es habitual en su car�cter, se presenta como un caballero sin honor, sin honra. Elizabeth contin�a contempl�ndolo, crecientemente arrobada por la intensa pasi�n. Indescriptible belleza de su semblante, una de las im�genes imperecederas que quedar�n para siempre de esta actriz inigualable, moldeada aqu� con la arcilla de Mauritz Stiller, convertido en demiurgo de una diosa adorable. Cuando G�sta Berling le dice que ninguna mujer arriesgar�a su amor por salvar el alma de un hombre como �l, ella se levanta, alarga los brazos hacia �l, acerc�ndose, y le susurra que ella s� quiere ser esa mujer. De nuevo Ekeby, engalanado con guirnaldas de flores y banderolas, lleno de gente, con Margaretha, G�sta Berling y Elizabeth. Uno de los caballeros anuncia el regreso de la antigua se�ora a un espl�ndido Ekeby, renacido de sus cenizas, cual un ave f�nix. Margaretha toma la palabra, dirigi�ndose a la multitud: �Ninguna vieja se�ora deber�a dirigir la nueva Ekeby�La juventud y el amor siempre han reinado en este lugar�. Llama a G�sta Berling, quien se coloca a su izquierda, mientras que Elizabeth lo hace a su derecha. As�, juntos los tres, Margaretha exclama: �G�sta Berling, hombre de muchos m�ritos, a ti te entrego Ekeby�. Y posando su mano en el hombro de Elizabeth: �Con una buena mujer a su lado, cuidar� de mi casa y de mi gente�T� mantendr�s vivo mi trabajo�. El caballero Christian Bergh, euf�rico, exclama: ��Larga vida a nuestra querida se�ora! �Como ella no hay otra igual!� Mientras Margaretha abraza a ambos enamorados, todos los presentes vitorean al tr�o.
Enrique Casta�os, M�laga, 28 de febrero de 2015.
Publicado tambi�n en la entrada de marzo de 2015 de: enriquecastanos.blogspot.com.es Ver tambi�n: http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_adolescente.htm www.enriquecastanos.com/bronte_anne_inquilina.htm www.enriquecastanos.com/stoker_dracula.htm www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm www.enriquecastanos.com/riefenstahl_luz_azul.htm
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