Para entenderlo, hay que adentrarse en la admiración que García Márquez sentía por este personaje. En sus famosos «Cuestionarios Proust», el autor colombiano siempre mencionaba a Drácula como uno de sus héroes literarios favoritos, junto a Gargantúa y Edmundo Dantés.
Las raíces de esta fascinación se remontan a la infancia de García Márquez en Aracataca, donde su hermano mayor le contó sobre una película que lo dejó intrigado: la versión española de Drácula dirigida por George Melford, protagonizada por Carlos Villarías. A pesar de ser demasiado pequeño para verla, la imagen del vampiro quedó grabada en su memoria.
La conexión con Drácula se intensificó en su vida adulta. Cuando su familia se mudó a una casa gótica en Barranquilla, su madre bromeaba sobre que vivían en el castillo del conde. Y años más tarde, mientras trabajaba como guionista en Ciudad de México, la sede de la compañía productora de cine era conocida como «el castillo del conde Drácula».
Así, la presencia de Drácula en «En agosto nos vemos» no es una mera coincidencia. Es un homenaje póstumo de García Márquez a un personaje que lo cautivó desde su infancia y lo acompañó a lo largo de su vida.
Más allá de su presencia física en la historia, Drácula podría representar la lucha contra la inmortalidad, la dualidad entre el bien y el mal, o incluso los miedos y obsesiones que habitan en el interior del ser humano.
Sin duda, la inclusión de este icónico personaje en la última obra de García Márquez añade una capa de misterio e intriga a la historia, invitando a los lectores a interpretarlo a su manera y a descubrir los nuevos significados que el autor colombiano le dio a este mito universal.