“Los Mann, una familia infeliz a su manera, conformaron entre sí una pegajosa red donde la escritura, el arte, la música, el homoerotismo y el suicidio fueron los ingredientes de un cóctel humano, aunque letal, bien estimulante”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


25/09/23. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre las memorias de Katia Mann, mujer de Thomas Mann: “Además de las tramas de afecto y desafecto con lo más granado de la intelectualidad literaria alemana de la primera mitad del malhadado siglo XX, a los que alude, con tanta ligereza y gracia, Katia da pistas...

...(ya comprobadas por otros biógrafos y estudiosos) del manierismo literario de su marido y de cómo aprovechaba su entorno familiar y sus amistades para transfigurarlos en ambiente y personajes de su narrativa”.

Memorias de Katia Mann

Siempre querían que escribiera mis recuerdos, pero me decía: “En esta familia debe haber alguien que no escriba”. Y si ahora accedo a esta entrevista, esto debe atribuirse exclusivamente a mis achaques y a que la gente abusa de mi bondad.
Katia Mann

Los Mann, una familia infeliz a su manera, conformaron entre sí una pegajosa red donde la escritura, el arte, la música, el homoerotismo y el suicidio fueron los ingredientes de un cóctel humano, aunque letal, bien estimulante. Thomas Mann (1875-1955), que ya acariciaba el éxito literario en ese momento con su novela Los Buddenbrook (1901), matrimonió en 1905 con Katharina [Katia] Pringsheim (1883-1980), perteneciente a una prominente familia judía muniquesa. Tuvieron seis hijos (Erika, Klaus, Golo, Monika, Elisabeth y Michael) y todos ellos, por derecho propio, destacaron en literatura, música y otras actividades. Pero quizá sus vidas inquietas y viajeras rebasaron en sugestión y modernidad a sus profesiones y obras artísticas, que no fueron ajenas a unas circunstancias excepcionales (dos guerras mundiales y exilio), aunque la mochila familiar -para el arte y para un destino nefasto- los marcó a fuego.


La madre de Thomas Mann, Julia da Silva, nunca superó del todo su temprana orfandad de madre y su traslado a los siete años desde el natal Brasil a una oscura y fría Lübeck. Thomas habría de conocer el suicidio de sus dos hermanas (Lula y Carla) y de su hijo Klaus, aunque no llegaría, por haber muerto antes, a conocer el de su hijo pequeño Michael. Otros miembros colaterales de la familia también optarían por el suicidio, como su cuñada Nelly, la segunda mujer de su hermano mayor Heinrich. Pero no parece que al patriarca de las letras alemanas le afectaran demasiado las quiebras de sus familiares, antes bien, fueron imprescindible munición para la creación de sus muy exitosas obras literarias.

Dejando al margen las oscuras relaciones que tenía con sus propios hijos, Thomas Mann mantendría toda su vida un trato tormentoso con su hermano Heinrich -también escritor-, antibelicista y muy crítico con la sociedad y la política de su tiempo, que publicó en 1915 un celebrado ensayo, Zola, sobre el escritor francés donde se orientaba hacia la cultura francolatina más que a la germana nacionalista, al revés que su hermano. El libro de Heinrich comenzaba con una frase que el orgulloso Tommy interpretó como una alusión a su persona, tal como relata Katia en sus memorias: “Aquellos que están destinados a marchitarse temprano, suelen comportarse con suficiencia y arrogancia cuando apenas cuentan veinte años”. La respuesta de Thomas fue la publicación de Las reflexiones de un hombre apolítico (1918), un largo ensayo político en el que argumentaba su postura belicista y su defensa del nacionalismo alemán frente a la democracia occidental, el capitalismo y el socialismo, dando consistencia y pulmones a la llamada revolución conservadora. La reconciliación de los dos hermanos habría de producirse en 1922, según Katia.


La única ágrafa -pero una fina lectora- y la mujer fuerte de esta “amazing family” fue Katia, que como ya se ha dicho provenía de una familia más rica y más alegre. De hecho, su madre, antes de casarse fue actriz, y su abuela, una referencia del primer feminismo alemán, Hedwig Dohm (1831-1919), activista, dramaturga y periodista radical.

Las Memorias (Meine ungeschriebenen Memoiren [Mis memorias no escritas],1974) que Katia dictó a Elisabeth Plessen y a su hijo Michael, aunque también aportaron algo Erika y Golo, son unas deliciosas anécdotas, llenas de vida y desparpajo, que retuercen la visión que poseemos -tan seria, tan trascendente- del universo Mann. Me recuerdan las de otra abuela, Concha Méndez, que también eran unas memorias habladas con su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre.

La nonagenaria Katia solo necesitó dos o tres páginas en su narración para plasmar el descollante círculo de amistades literarias, intelectuales y artísticas del matrimonio Mann: hace desfilar al ameno y predilecto Hermann Hesse (Thomas influyó para que se le concediera el Nobel), cuya última novela, El juego de los abalorios, tan apreciada por su marido, pero -apunta Katia- “no es para tanto”; a Hugo von Hofmannsthal; a Gustav Mahler; a Arthur Schnitzler (“Mi marido le quería mucho”), de quien Mann apreciaba su excelente novela El teniente Gustl); a Franz Werfel (“le apreciaba mucho desde el punto de vista humano”); a Gerhart Hauptmann (tenía una “manera de ser especial, algo oscura”), entre otros muchos (Schönberg, Alfred Döblin, Adorno, Einstein, Alma Mähler…). Katia no duda tampoco en confesar que su marido no apreciaba a algunas figuras, como Stefan Zweig o ella misma amonesta abiertamente a Robert Musil: “Mi marido fue uno de los primeros que hizo grandes elogios del Hombre sin cualidades [El hombre sin atributos], pero Musil se lo pagó, años después, escribiendo en forma sumamente despectiva acerca de Thomas Mann”. Quizá Katia se refería a veredictos como el que anotó en sus Diarios (1976) Musil, cuya tortuosa psicología podría reflejarse en la de su competidor Thomas Mann:

Cabe esgrimir contra Thomas Mann que recuerda a un muchacho que ha practicado el onanismo y que luego se convierte en padre de familia. El conocimiento de la inmoralidad y su superación por parte del hombre normal, esa inmoralidad ya inocua y a la que Thomas Mann alude con un guiño de complicidad, sólo puede referirse a eso. ¿Y a qué se dedica su pupilo Castorp todo el tiempo en La montaña mágica? ¡Evidentemente se masturba! Pero Mann priva a sus personajes de órganos sexuales, como si fueran de yeso.


Además de las tramas de afecto y desafecto con lo más granado de la intelectualidad literaria alemana de la primera mitad del malhadado siglo XX, a los que alude, con tanta ligereza y gracia, Katia da pistas (ya comprobadas por otros biógrafos y estudiosos) del manierismo literario de su marido y de cómo aprovechaba su entorno familiar y sus amistades para transfigurarlos en ambiente y personajes de su narrativa, citando varios ejemplos. Es destacable que, a pesar de afirmaciones como “yo no colaboré en sus libros”, Katia se corrige: “Jamás lo aconsejé directamente, salvo en La montaña mágica, en la que yo dominaba el tema”. De hecho, ella estuvo internada en 1912 en dos sanatorios suizos (Davos y Arosa) debido a una afección pulmonar (aunque algún biógrafo apunta a una dolencia psicosomática) y, mientras la visitaba, Mann debió de tomar apuntes para la novela.

Quizá lo más sintomático del carácter de Katia está en sus recuerdos de infancia y juventud, así como en su renuencia a contraer matrimonio (tuvo varios pretendientes) con un escritor al que sus hermanos y ella misma apodaban el caballero hepático, “porque estaba algo pálido y era delgado y, además, veíase muy correcto, con su bigote y en todo su porte”. Aquella joven se resistía a decepcionar a su abuela feminista, al tener que abandonar los estudios para casarse y dejar atrás su grato mundo familiar:

Yo tenía veinte años, me sentía muy bien y contenta tal como estaba, con los estudios, con mis hermanos, el club de tenis y con todo, por lo que me sentía muy feliz y no comprendía por qué había de marcharme tan pronto de casa.

A Tommy, el gran Thomas Mann, el mágico constructor de uno de los más personales universos narrativos del siglo XX, en la intimidad le gustaba recitar de memoria poesías de Goethe y también leerle en voz alta a la familia capítulos enteros de la novela que estuviera escribiendo en ese momento. Escribía -señala la memoriosa Katia- de 9 a 12 de la mañana: como mucho, un par de páginas, ¡y nunca corregía! Al final, al maniático creador de tantas caudalosas novelas, le cuadraría bien aquella irónica frase de Bertolt Brecht: “Thomas Mann, autor de relatos cortos”.

Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara