Julio César. Biografía

Julio César

La transición de la República al Imperio Romano tuvo como principal protagonista a una de las figuras más célebres de la Antigüedad, cuya fama ha perdurado hasta nuestros días: Julio César (100-44 a.C.). Excepcionalmente dotado como estratega, político, orador y prosista, su carrera política y militar lo llevaría, tras dirigir la victoriosa campaña de las Galias y derrotar a Pompeyo en la guerra civil (49-46), a imponerse sobre las debilitadas instituciones republicanas y a hacerse con el control absoluto del poder, desde el que se propuso acometer reformas que posibilitasen mantener la creciente influencia de Roma sobre el Mediterráneo. El complot que terminó con su vida dos años después le impidió ver realizados sus proyectos; sin embargo, aquel a quien había designado como su sucesor, Octavio Augusto, acabaría por convertirse en el primer emperador romano.


Julio César

Cayo Julio C�sar naci� el 13 de julio del a�o 100 antes de Cristo (seg�n la fecha m�s com�nmente aceptada) en un barrio no muy aristocr�tico de Roma, cercano a la actual v�a Cavour. Se sabe poco de su infancia, transcurrida en el seno de una familia patricia, la gens Julia, que pretend�a descender de Eneas (a quien se consideraba hijo de Venus), y en la cual, en alg�n momento, se hab�a insertado una rama que agreg� el nombre de C�sar. Los miembros de la familia hab�an vivido al margen de la lucha continua por los cargos que permit�an hacer carrera p�blica hasta llegar al consulado, la aspiraci�n m�xima.

La infancia y la primera juventud eran breves en aquellos tiempos. Desde los diez a�os, C�sar fue puesto al cuidado de un ilustre maestro especialista en literatura griega y romana, Marco Antonio Gnif�n, para que se ocupase de su educaci�n. Aprendi� a leer y escribir en la traducci�n de la Odisea hecha por Livio Andr�nico. Seguramente sus dotes naturales le permitieron aprovechar al m�ximo las ense�anzas de su maestro, de modo que fue perfeccionando su lenguaje y aprendiendo los rudimentos de la oratoria, fundamentales para una carrera pol�tica.

Si bien su familia no hab�a ocupado altos cargos, las inclinaciones del grupo le volcaban hacia el partido popular. Julia, una hermana del padre de C�sar, se hab�a casado con Cayo Mario, plebeyo de origen pero hombre muy poderoso por su capacidad militar. La familia ingres�, probablemente a trav�s de Mario, en los c�rculos del partido popular. El padre de Julio C�sar no pudo sino acceder al segundo cargo de mayor importancia del Estado, la pretura. Ostentaba dicho cargo cuando su hijo, de quince a�os, debi� asistir a la ceremonia por la que se abandonaban las vestiduras infantiles orladas de p�rpura y se recib�a la toga viril.

A los quince a�os, en aquel 85 en el que morir�a su padre, C�sar era un hombre. Inmediatamente tom� por esposa a Cornelia, hija de Cinna, uno de los dirigentes m�ximos (junto con Cayo Mario) del partido popular y hombre todopoderoso en Roma. Con esta decisi�n, la gens Julia termin� por asociarse en forma definitiva con los intereses del pueblo, enfrent�ndose al corrompido patriciado romano. Todo esto debi� de resultar algo duro para Julio C�sar, que era un joven que llevaba una vida libre de prejuicios, liberado ya de la rigidez de su maestro e inclinado hacia todo tipo de lecturas, incluido el teatro.

Para casarse con Cornelia tuvo que romper un compromiso anterior, lo que provoc� tensiones en el seno de la familia. C�sar tuvo con ella una hija, Julia, a la que estuvo vinculado toda su vida y por la que siempre sinti� un profundo afecto, a pesar de que su relaci�n matrimonial con Cornelia fue casi circunstancial. Al iniciarse su vida matrimonial, C�sar debi� de ingresar en el c�rculo de hombres importantes de los que se rode� su t�a Julia, viuda ya de Mario. En esa �poca fue designado flamen dialis, es decir, sacerdote de J�piter, el m�s importante de los dioses romanos.


El emperador Julio César, de Rubens

En el año 82, el cónsul y general romano Sila (que hab�a vencido a Mitr�dates, haci�ndole retroceder a las primitivas fronteras de su reino en el Ponto) regres� victorioso a Roma y, como era habitual, tom� cumplida venganza sobre sus adversarios �populares�; los asesin�, proscribi� el ascenso a cargos p�blicos de sus descendientes, incaut� sus bienes e instaur� una nueva forma de estado, inaugurando un tipo de dictadura absoluta por tiempo indefinido, concepto jur�dico que Julio C�sar no olvidar�a en el futuro. Pero de momento Sila, que tuvo algunas consideraciones con las familias patricias inclinadas hacia el populismo, exigi� a C�sar que repudiara a Cornelia. C�sar respondi� al mensajero de Sila con un famosa frase ("dile a tu amo que en C�sar s�lo manda C�sar") y opt� por el exilio en Asia.

Nada de esto fue f�cil; C�sar fue perseguido y se puso precio a su cabeza. Tuvo que comprar su libertad a un soldado que le hab�a encontrado, y finalmente, por ruegos de familiares cercanos al dictador y la intermediaci�n de sacerdotisas de la diosa Vesta, Sila indult� �al joven de la toga suelta�, ep�teto que alud�a a la costumbre de C�sar de no ajustarse el cintur�n de su toga, que ca�a as� libremente, seg�n un uso que entonces se consideraba poco viril. Fue un perd�n a rega�adientes. Sila hab�a columbrado el temible porvenir del muchacho cuando afirm�, seg�n Suetonio, que Caesari multos Marios inesse (en C�sar hay muchos Marios), queriendo significar con esa frase el peligro que entra�aba su resuelta personalidad. C�sar, no obstante, no se abrevi� a regresar a Roma y pas� al servicio del propretor Termes, el cual, por ser C�sar hijo de un miembro del Senado, le confiri� el grado de oficial. Particip� as� en la toma de Mitilene de Lesbos, ciudad aliada con Mitr�dates, y su comportamiento militar le vali� una condecoraci�n.

Termes decidi� entonces enviarlo a la corte de Nicomedes IV, rey de Bitinia (reino situado en la costa sur del mar Negro y el mar de M�rmara), a fin de afianzar relaciones. Entre Nicomedes y C�sar se trab� una �ntima amistad que fue objeto de rumores, algo muy habitual de la �poca, por otra parte. El hecho es que C�sar volvi� un par de veces a Bitinia y que, a la muerte de Nicomedes, el reino fue incorporado a Roma como una provincia m�s, pasando todos sus habitantes a ser �clientes� de C�sar. Esto ocurriría en el 74 a.C., cuando ya Julio César era dictador absoluto de Roma, y aun en las grandes celebraciones (una curiosa muestra de la libertad de la que algunos gozaban en la Roma de aquellos d�as) sus propios soldados cantaban coplas en las que burlonamente se refer�an a sus probables relaciones homosexuales con Nicomedes. Sus enemigos le recordar�an a menudo este oprobioso episodio, llegando a bautizarle con el infamante sobrenombre de Bithynicam reginam (la reina de Bitinia).

El ascenso al poder

Muerto Sila, C�sar regres� a Roma en el 78. En su corta vida hab�a ya adquirido bastante experiencia en los negocios p�blicos y hab�a ejercitado su capacidad de mando. Sin duda C�sar pens� que la muerte de Sila le permitir�a un r�pido progreso entre los populares, pero se equivocaba. Sila hab�a dejado todo bien atado, y el poder de los conservadores optimates ("hombres excelentes"), que dominaban el Senado, deten�a al partido popular. Julio C�sar, pol�tico nato (y as� hay que entenderlo siempre para comprender el sentido de muchos de sus actos), se propuso profundizar en la comprensi�n del laberinto de la cosa p�blica. Consider� que su formaci�n a�n no hab�a sido completada y viaj� a Rodas para estudiar ret�rica con Apolonio de Mol�n, un brillante y renombrado maestro quien encontr� en su disc�pulo excelentes cualidades innatas para la elocuencia. S�lo Cicer�n, que tambi�n hab�a recibido lecciones de Apolonio, le super� entre sus contempor�neos en el arte de la oratoria.


Busto de Julio César

En el viaje fue raptado por los piratas que asolaban el Mediterr�neo y que viv�an del rescate que exig�an por sus v�ctimas. La historia ha sido sin duda exagerada, pero el temor y el respeto que, seg�n se ha repetido, los piratas llegaron a sentir por �l, son ilustrativos de la arrogancia de C�sar y de su capacidad para fascinar incluso a sus enemigos. Una vez libre reuni� un peque�o ej�rcito, flet� barcos y arremeti� contra los piratas, a los que venci�, qued�ndose �l y sus soldados con todo cuanto pose�an. Los supervivientes de la aventura fueron finalmente crucificados en Mileto, y C�sar emprendi� una inmediata campa�a contra Mitr�dates, que volv�a a levantarse contra el imperio. Desconoc�a entonces el testamento de Nicomedes IV, hecho de singular importancia para �l, ya que el rey de Bitinia le dejaba un legado que, junto con el bot�n de los piratas, saneaba su situaci�n econ�mica, siempre maltrecha.

No obstante, la campa�a contra Mitr�dates fue confiada a otras manos, porque la muerte en el 74 de su t�o Aurelio Cota dejaba vacante un cargo en el Colegio de Pont�fices de Roma, cargo que solicit� y que le fue concedido, como tambi�n, al a�o siguiente, el de tribuno militar. Estas designaciones no hicieron m�s que acelerar la carrera pol�tica de C�sar. En el 68 era cuestor y viaj� a la Hispania Ulterior. Se cuenta que C�sar llor� ante la estatua de Alejandro Magno, erigida en la ciudad de C�diz, pensando en qu� poco pod�a parangonarse su carrera con la del conquistador de Oriente y cu�nto deseaba emular en su fuero interno al invencible general macedonio. En cierta ocasi�n qued� trastornado por un sue�o en el que aparec�a violando a su propia madre, pero los adivinos le profetizaron por ello buenos augurios, puesto que interpretaron que la madre simbolizaba la Tierra, madre de todas las cosas, y ello significaba que se adue�ar�a del mundo. Y lo cierto es que, vertiginosamente, fue acumulando dignidades en los a�os sucesivos. En el 65 fue designado edil curul; en el 63 muri� el presidente del Colegio de Pont�fices, y C�sar, con veintisiete a�os, present� su candidatura enfrentado a Catulo, dirigente de los optimates.

C�sar sab�a que emprend�a una aventura econ�mica (la lucha por el poder exig�a siempre dinero) y que si perd�a ser�a implacablemente perseguido. Pero la elecci�n mostr� la popularidad de que gozaba entre el pueblo, y fue nombrado pontifex maximus. La pretura, el pelda�o inmediatamente anterior al consulado, lleg� en el 62, y fue enviado como propretor a Hispania Ulterior, territorio que ya conoc�a muy bien, donde no s�lo hizo s�lidas amistades, sino que enriqueci� el erario p�blico (con gran satisfacci�n de Roma) y fortaleci� notablemente su pecunia personal y su capacidad de mando sobre un gran ej�rcito, condici�n indispensable para el �xito pol�tico en Roma. Cuando en el a�o 60 regres� a la Ciudad Eterna, el camino estaba abierto para la gran aventura.

El triunvirato y la guerra de las Galias

El paso a la condici�n m�xima de c�nsul lo dio en el a�o 59. Consciente de las fuerzas del Senado (dominado siempre por los conservadores), en el que C�sar se hab�a librado inteligentemente de sus desafortunadas vinculaciones con el rebelde Catilina, comprendi� que s�lo una alianza entre poderosos pod�a neutralizar a los �quites. Propuso entonces a su viejo amigo y valedor, Craso, constituir juntamente con Pompeyo una sociedad de defensa mutua que los obligara a actuar siempre por unanimidad (instituci�n luego conocida como �triunvirato�). La alianza fue efectiva y C�sar, en compa��a de Calpurnio B�bulo (un candidato de los �quites), fue designado c�nsul.

El triunvirato se fortaleci�, adem�s, con el matrimonio de Pompeyo con Julia, la hija de C�sar. C�sar, a su vez, se cas� con Calpurnia. Hab�a repudiado por infidelidad a Pompeya, su segunda esposa, en el 62, despu�s de un escandaloso episodio: durante los misterios de la Bona Dea, una fiesta nocturna exclusiva para mujeres que ten�a lugar en casa del propio Julio C�sar, una de las sirvientas descubri� la presencia de un intruso disfrazado de mujer, Publio Clodio, lo que provoc� la indignaci�n de las asistentes. Se acus� a Pompeya de ser amante de Clodio, extremo �ste que nunca pudo probarse. C�sar no quiso dar cr�dito a la denuncia y absolvi� a ambos del delito de adulterio en el que se hab�an visto inculpados. Todo el mundo se asombr� de que aun as� repudiara a su esposa, pero �l contest� con una frase que se ha hecho famosa: "la mujer de C�sar no s�lo debe ser casta, sino parecerlo".

La legislaci�n progresista de C�sar ten�a una base agraria. Hizo votar leyes de reparto de tierras a los veteranos y de asentamiento de colonos en tierras conquistadas, pr�ctica que luego se extendi� a toda Italia, concediendo adem�s a los colonos la plena nacionalidad romana. B�bulo, ante la imposibilidad de oponerse a C�sar, opt� por el retiro. El tribuno de la plebe, Publio Vatinio, antiguo amigo y asociado de C�sar, a fin de evitar el juicio de C�sar por los conservadores despu�s de su consulado, propuso una ley que el Senado no pudo sino aprobar, por la que se le conced�an en calidad de proc�nsul (lo que imped�a su juicio posterior), y por el t�rmino de cinco a�os, tres legiones, las provincias de las Galias cisalpina y transpadana y la Iliria. Estas concesiones fueron renovadas por cinco a�os m�s en abril del 56, en la reuni�n de Lucca, a la que asistieron los �triunviros�.

Craso, mientras tanto, segu�a destinado en Siria, donde dirigi� la guerra contra los partos y en la que muri� en el 53, y Pompeyo continuaba en el proconsulado de Hispania. Estas condiciones permitieron que C�sar se hiciera con todo el poder. Para ello todo medio pod�a ser �til: como pontifex maximus autoriz� a Clodio, antiguo amante de su esposa Pompeya, a que fuese adoptado por un plebeyo, para poder as�, a pesar de su condici�n original de patricio, acceder al cargo de tribuno de la plebe. Y as� fue como el agradecido Clodio se ocup� de limpiar de enemigos el camino de C�sar.


Vercingetórix arroja sus armas a los pies de César (Lionel Royer, 1899)

Ya en su provincia de la Galia, Julio C�sar parec�a decidido a no intervenir en problemas b�licos, pero lo hizo cuando as� lo pidieron sus habitantes. Los eduos comenzaban a sentir la amenaza de los helvecios, los cuales a su vez buscaban nuevos territorios, empujados por la invasi�n de los germanos acaudillados por Ariovisto. Las legiones de C�sar acudieron en ayuda de los eduos, y vencieron a helvecios y suevos. Esto marc� el comienzo de la ocupaci�n sistem�tica de la Galia por las fuerzas de C�sar, ayudado por sus lugartenientes Labieno y Craso.

Fue una lucha prolongada en la que el pa�s fue literalmente saqueado, un tercio de su poblaci�n muri� luchando y otro tercio probablemente fue vendido como esclavo. Sucesivamente, en acciones en las que C�sar conoci� tambi�n la derrota, fueron sometidos todos los pueblos galos. En medio de esta lucha, entre los a�os 55 y 54, C�sar desembarc� en Inglaterra y pele� hasta m�s all� del T�mesis, pero finalmente tuvo que retirarse. Al a�o siguiente (invierno del 54-53), volvi� a agitarse la Galia. Se sublevaron eburones y trevinos, y finalmente todos los pueblos galos, bajo el caudillaje de Vercinget�rix. Los romanos conocieron el desastre en la batalla de Gergovia, pero las fuerzas de Vercinget�rix fueron sitiadas largo tiempo y finalmente vencidas en Alesia. La rendici�n de los belovacos (belgas) en Uxellodunum (51) puso punto final a la dominaci�n de las Galias, aunque el sometimiento total s�lo se logr� en el invierno de diciembre del 51 a febrero del 50, tras reducir pertinaces focos de resistencia.

Los soldados romanos salieron enriquecidos de estas campa�as; los oficiales, naturalmente, a�n m�s. C�sar sane� sus finanzas, enriqueci� las arcas del Estado, fue largamente generoso con sus amigos y hasta reserv� una importante cifra para el futuro. Inund� con tanto oro la ciudad de Roma que el noble metal se depreci� en por lo menos un treinta por ciento. La guerra de las Galias fue registrada en De bello gallico, una de las dos obras conservadas de C�sar, escrita en 52-51, que no s�lo es el documento m�s valioso para el conocimiento de aquel hecho, sino que tambi�n debe ser considerada como una pieza maestra del lat�n cl�sico.

La guerra civil

La otra obra conservada de Julio C�sar, De bello civili (literariamente inferior a la primera, tal vez porque no tuvo siquiera tiempo de revisar sus manuscritos), se refiere a los hechos que cubren la guerra civil entre los a�os 49 y 45. El inmenso poder acumulado por C�sar provoc� el p�nico del partido senatorial, sus enemigos de siempre. Por otra parte, muchos republicanos vieron en este poder el m�s grave peligro para la rep�blica. Y adem�s, circunstancias internas ten�an convulsionada a la ciudad. El Senado design� en el 52 a Pompeyo como c�nsul �nico, y cuando el bando senatorial volvi� a sentirse fuerte, entre el 51 y el 50, Pompeyo (ahora enemigo de C�sar) le pidi� que licenciara a sus legiones y regresara a Roma.


César cruza el Rubicón

En esa tesitura, vacilante e indeciso, Julio C�sar se hallaba frente al peque�o r�o Rubic�n, que separa la Galia Cisalpina de Italia, cuando, seg�n unos por su proverbial osad�a y seg�n otros por imperativo de los hados, fue presa de un impulso irrefrenable y arrastr� sus tropas tras de s� exclamando Alea jacta est! (�la suerte est� echada!). Esta acci�n desencadenar�a la guerra civil: ocup� Picenas, Umbr�a y Etruria, se dirigi� a Brindisi para interceptar el paso a Pompeyo, aunque no lo consigui�, y volvi� sobre sus pasos para entrar en Roma, donde convoc� al Senado e impuso sus condiciones.

La batalla definitiva tendr�a lugar en Farsalia, epopeya cantada por Lucano en versos inmortales. El poeta describe a Pompeyo "en el declinar de sus a�os hacia la vejez", como "sombra de un gran nombre", y a C�sar como "fogoso e indomable", un hombre que acud�a a actuar "dondequiera que le llamara la esperanza o la c�lera". All� se encontraron "ense�as leonadas frente a ense�as iguales y hostiles, id�nticas �guilas frente a frente y picas amenazando id�nticas picas". C�sar venci� y Pompeyo huy� a Alejandr�a, donde muri� el 28 de septiembre del a�o 48 a.C. a manos de soldados de Ptolomeo, quien manten�a un contencioso con su hermana y esposa, Cleopatra, sobre el trono de Egipto. Al enterarse del tr�gico final de Pompeyo, César llor� su muerte.

C�sar en Egipto

C�sar lleg� a Egipto acompa�ado por dos legiones, la d�cima y la duod�cima; en total, unos seis mil hombres. Tras acomodar a sus hombres en el palacio real, se dispuso a poner orden en la dif�cil situaci�n interna del pa�s del Nilo, dividido por el enfrentamiento entre los dos hermanos y esposos reinantes, Ptolomeo XIII y Cleopatra VII. C�sar y Cleopatra mantuvieron una intensa y famosa relaci�n amorosa que dar�a como fruto un hijo: Cesari�n. C�sar dio el trono a Cleopatra (47 a.C.), lo que, unido a la presencia de las tropas romanas en el palacio de los faraones y a la deposici�n de Ptolomeo XIII, hizo que el pueblo, dirigido por los consejeros fieles al rey, se amotinase y tratase de tomar el palacio.


César y Cleopatra (Jean-Léon Gérôme, 1866)

Durante cuatro meses, C�sar resisti� atrincherado en el palacio frente a los sesenta mil hombres del egipcio Aquiles. Finalmente, cuando llegaron los refuerzos dirigidos por Mitridates de P�rgamo, C�sar protagoniz� una de sus geniales acciones militares y logr� atravesar el cerco egipcio para reunirse con Mitridates, tras lo cual las fuerzas combinadas de ambos destrozaron a las tropas egipcias en una sangrienta batalla en la que falleci� Ptolomeo XIII. Cleopatra se traslad� despu�s a Roma, donde vivi� hasta la muerte del dictador.

Aquella guerra entre romanos no hab�a terminado a�n. C�sar desempe�aba su tercer consulado cuando tuvo que volver a luchar contra las fuerzas senatoriales en Tapso, en abril del 46, y contra las �ltimas fuerzas de los hijos de Pompeyo en Manda, en marzo del 45, cuando ya era c�nsul por cuarta vez. En t�rminos guerreros no quedaba pr�cticamente nada por hacer. Incluso en medio de la guerra civil, en el 47, hab�a derrotado definitivamente a Farnaces, el eterno enemigo rey del Ponto. Cinco d�as despu�s de llegar, le present� batalla y en unas cuantas horas devast� las tropas enemigas. Inmediatamente curs� al Senado romano una c�lebre y lac�nica relaci�n de los hechos: veni, vidi, vici, (llegu�, vi, venc�). Jam�s fue derrotado personalmente en ning�n combate que entablase, aunque s� lo fueran sus generales.

El asesinato

C�sar fue, pues, due�o absoluto de la rep�blica romana y del mundo mediterr�neo. Se hab�a cumplido el sue�o de su juventud: la totalidad del poder, dentro del marco legal de la rep�blica. C�sar era imperator y dictador. Como tal, volvi� a ejercer su t�pica clemencia con sus enemigos; no olvid� su pol�tica agraria y de asentamiento de colonos; aument� el n�mero de fiestas populares, aunque cuid�ndose de no incurrir en gastos ruinosos para el Estado; dispuso normativas econ�micas y financieras que proteg�an a los menos fuertes, trat� de morigerar el lujo de los poderosos y limit� los gastos en banquetes; dise�� profundas transformaciones pol�ticas, dict� leyes que ampliaban la ciudadan�a romana a capas m�s vastas de la poblaci�n, y comenz� a pensar en un mundo distinto al hasta entonces conocido dentro de los l�mites de la ciudad romana.

C�sar estaba convencido de que, para mantener el dominio en Oriente y poder llevar a cabo con �xito la expedici�n final contra los partos (la �nica amenaza para el imperio), necesitaba ser rey absoluto fuera de los confines territoriales de Roma. Y �ste fue el detonante. Unos sesenta miembros de familias importantes, casi todos senadores, se conjuraron para eliminar a C�sar y restaurar la legitimidad y legalidad de la rep�blica, temerosos de que la abrumadora acumulaci�n de cargos y privilegios que reca�an en su persona terminase por darle la puntilla a la desvencijada Rep�blica y C�sar se proclamase a s� mismo rey.

De hecho, algunos comentaristas ponen en su boca estas jactanciosas y desafiantes palabras: "La Rep�blica no es nada, es s�lo un nombre sin cuerpo ni figura". Pero para muchos de ellos fue sin duda un pretexto que disimulaba s�rdidos resentimientos y apetitos. Dirig�an la conjura Casio, Bruto y Casca. Bruto era hijo de Servilia, la m�s famosa de las amantes de C�sar, y el propio Julio C�sar lo hab�a acogido como hijo adoptivo y colmado de honores. Casio hab�a luchado junto a C�sar siempre en busca de bot�n, por lo que no fue dif�cil comprarlo. Casca, por �ltimo, era un tradicional enemigo de Julio C�sar. Otros conjurados no ten�an probablemente otro objetivo que el de eliminar al dictador y se comprometieron, como impuso Bruto, a respetar a su lugarteniente Marco Antonio.


Muerte de Julio César (Vincenzo Camuccini, 1798)

C�sar concurri� al Senado el d�a 15 (los idus de marzo), fecha para la que se había fijado la sesi�n que discutir�a la expedici�n contra los partos. Fue al Senado a pesar de los ruegos de Calpurnia en el sentido de que no lo hiciera, ya que durante la noche hab�a tenido sue�os premonitorios. Alguien retuvo a Marco Antonio en la antesala del Senado. Cuando C�sar se hubo sentado, lo rodearon y lo atacaron con sus pu�ales y dagas. Seg�n la tradici�n, ante la pu�alada de Bruto, C�sar exclam� kai su teknon, frase en griego que posteriormente se latiniz� en la famosa �tu quoque, fili mi! (�t� tambi�n, hijo m�o!). C�sar emiti� un quejido a la primera pu�alada, luego se mantuvo en silencio.

Hab�a recibido 23 pu�aladas; posiblemente una sola de ellas hab�a sido mortal. Mientras los aterrorizados senadores hu�an (hecho que no entraba en el plan de los conjurados), C�sar, envuelto en su toga, ca�a al pie de la estatua de Pompeyo. La sanguinaria escena, augurada por los adivinos y que desatar�a una nueva guerra fratricida, acredita, siguiendo la descripci�n de Suetonio, la postrera elegancia del h�roe: "Entonces, al darse cuenta de que era el blanco de innumerables pu�ales que contra �l se bland�an de todas partes, se cubri� la cabeza con la toga, y con la mano izquierda hizo descender sus pliegues hasta la extremidad de las piernas para caer con m�s dignidad." El hombre que hab�a ganado un mundo y hab�a contribuido a modificar irreversiblemente el destino de Occidente y de buena parte de Oriente era ya nada m�s que un despojo sangrante.

El 17 de marzo el Senado se reuni� de forma urgente para tratar la cr�tica situaci�n del estado a ra�z del asesinato de C�sar. Se aprobaron medidas de compromiso entre los dos bandos opuestos: los tiranicidas no eran castigados y, a su vez, no se condenaba ni la persona ni la obra de C�sar. El poder recay� en Marco Antonio, que en ese momento ocupaba el consulado junto con C�sar. El testamento de C�sar legaba 300 sestercios a cada ciudadano necesitado de Roma y entregaba sus jardines del Trastevere al pueblo romano, lo que estimul� la devoci�n popular por su figura hasta extremos impresionantes; se pidi� la ejecuci�n de los tiranicidas y se rechaz� el compromiso de Marco Antonio con los asesinos de C�sar, lo que a la larga le costar�a el poder. Al no tener C�sar herederos varones, en su testamento qued� establecido que su sobrino nieto, Octavio, se convirtiera en su sucesor. Octavio llevar�a a cabo las reformas de C�sar y se convertir�a en el primer emperador de Roma, con el nombre de César Augusto.

C�mo citar este art�culo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].