(PDF) Edición electrónica de "Historias de las doctrinas económicas"(Eric Roll) | Frank Avendaño - Academia.edu
SECCIÓN DE OBRAS DE ECONOMÍA HISTORIA DE LAS DOCTRINAS ECONÓMICAS 2 Traducción de FLORENTINO M. TORNER y ODET CHÁVEZ FERREIRO 3 ERIC ROLL 4 HISTORIA DE LAS DOCTRINAS ECONÓMICAS 5 Primera edición en inglés, 1938 Cuarta edición, 1973 Quinta edición, 1992 Primera edición en español, 1942 Segunda edición, 1975 Tercera edición, 1994 Séptima reimpresión, 2014 Primera edición electrónica, 2014 Diseño y fotografía de portada: Laura Esponda Aguilar © 1938, Faber and Faber Ltd., Londres Título original: A History of Economic Thought D. R. © 1942, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008 Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com Tel. (55) 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. 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Primera, ¿son aún adecuados la estructura general del libro y el balance del tratamiento de las diferentes ideas y autores individuales? Segunda, ¿necesita revisarse el enfoque general, particularmente en la relación entre tendencias económicas y los grandes cambios políticos, económicos y culturales de las sociedades en que éstos surgen y se desarrollan? Tercera, ¿se ha arrojado una nueva luz en investigaciones recientes sobre pensadores individuales, o aspectos particulares de la teoría del pasado, hasta el punto de que la información aquí contenida deba ser corregida? Y, finalmente, ¿cómo deben manejarse los desarrollos más recientes en el pensamiento económico —digamos, los cuarenta años posteriores a la muerte de Keynes—? He llegado a la conclusión de que no tendría objeto alterar una estructura que en gran medida se impone a sí misma y que, por esa razón, ha sido adoptada por la mayoría de los autores de esta materia. Cuando uno escribe Historia no es sencillo, aunque fuese sensato, hacerlo sin una medida sustancial de cronología. En lo que se refiere a los segmentos en que yo había dividido el tema —independientemente de los capítulos finales, que tratan lo referente a los últimos cincuenta años—, las fases y, consecuentemente, la clasificación de las diversas divisiones de esta historia, en mi opinión han demostrado tener un amplio y extenso uso. En pocas palabras, no encontré otra manera que presentara el proceso histórico que he deseado describir. En lo referente al equilibrio no tuve tanta certeza. Por ejemplo, ¿es todavía realmente útil, ya sea para el lector no especializado o para el estudiante, buscar, identificar y analizar los antecedentes de los elementos del cuerpo de la economía en la Antigüedad —incluyendo la parte oscura de las Escrituras— o de las reflexiones de los pensadores medievales? Y a pesar de que las especulaciones de los mercantilistas y metalistas no puedan ser omitidas —aunque fuera únicamente por la obstinada persistencia de sus remanentes en la actualidad—, ¿se habla demasiado de ellos? En este punto, nuevamente, decidí no hacer un cambio radical. Sólo cerca de cuarenta páginas en total —aproximadamente una decimoquinta parte de todo el libro— se han dedicado al periodo previo al mercantilismo. Existen dos preguntas que deben formularse en lo que al enfoque se refiere: ¿cómo puede definirse el pensamiento económico, y, en consecuencia, qué se debe incluir? En segundo lugar, ¿existen algunos amplios principios generales de explicación que puedan aplicarse a cualquier idea en particular, o a todo el cuerpo de ideas de un determinado autor? En ambos aspectos, en la Introducción establezco mis puntos de vista en forma 9 general. Sin embargo, debo agregar lo siguiente: es, según creo, inevitable que uno deba aceptar la distinción no sólo entre los métodos, lo que es bastante obvio, sino también entre las diferentes visiones y quizá aún los diferentes propósitos esenciales de las ciencias naturales y sociales. Esto significa, en particular, que al estudiar la historia de las ideas en el campo anterior —y tal vez de manera más acentuada en la economía— uno se enfrenta a un dilema. El profesor Samuelson, sin duda el representante más brillante de la economía moderna, en su discurso de toma de posesión de la presidencia de la Asociación Económica Norteamericana, en 1961, trazó una clara frontera entre el “simple libro de texto”, como calificó a la Historia de las doctrinas económicas de Gide y Rist, y la “obra de erudición” de Schumpeter: su Historia del análisis económico, un volumen monumental, publicado inmediatamente después de la edición de 1954 de esta obra. Samuelson basó esta distinción —y no queda muy claro en la evidencia del resto de su discurso hasta qué punto pretendía señalar un mérito o simplemente subrayar un dilema— en, por ejemplo, el tratamiento relativo de Robert Owen y Robert Malthus (muy probablemente el profesor se refería al Malthus de los Principios y no al del Ensayo), de Fourier y Saint-Simon por una parte y de Walras y Pareto por otra, y de Arthur Young en oposición a Allyn Young. En suma, su distinción se basa en el grado en que el “análisis” fue el criterio para la selección y tratamiento de diferentes autores. ¿Es éste el modelo correcto? De serlo, mi propio principio de selección no se ajusta a él. Ahora bien, ¿es ésta la manera correcta de ver las cosas? Debo admitir que, aunque no he incluido a todos los economistas analíticos profesionales, he dejado fuera a muchos no profesionales, como se les define ahora; pero entonces no escribía, como no intento hacerlo ahora, únicamente acerca de aquellos autores politicoeconómicos cuyas ideas han tomado forma —o al menos han tenido influencia— en el conjunto de creencias populares acerca de los procesos económicos de la sociedad. Sin embargo, tampoco he intentado escribir —tal como lo hizo Schumpeter— exclusivamente para el estudioso que desea delimitar en detalle las fuentes de teorías particulares de la economía, y su ascenso gradual por la escalera de la complejidad. El mismo profesor Samuelson parece creer de forma definitiva en un enfoque más ecléctico que el que mostró en el citado discurso, pues en la Introducción de la edición de 1970 de sus Readings in Economics que acompaña a su inmensamente exitoso libro de texto, explica que “la vida no es una descripción de nombres famosos”, y que al seleccionar autores cuyos textos sean adecuados para ilustrar a sus alumnos los problemas con que está tratando, no les ha “solicitado sus cédulas profesionales de economistas”. Parece, por lo tanto, que se debe ser libre para adoptar alguna mezcla de la economía “analítica” y de la “popular”, y yo no pido disculpas por mi limitada mezcla, al tratar la “economía analítica”, de ciertos ingredientes tomados de teorizaciones económicas menos rigurosas. El punto más difícil es determinar si existe algún principio general de explicación que pueda aplicarse al estudio de las ideas en general y de las ideas económicas en particular. Hay dos posiciones, extremas, posibles: una que establece que la aparición de las ideas es totalmente fortuita; la otra —identificada con varios tipos de interpretaciones unitarias de 10 la Historia, como la marxista— afirma que la aparición de las ideas depende esencialmente de algunos factores en permanente operación, en particular del factor material. Como lo explico en la Introducción, adopto una posición que puede considerarse como intermedia, en la creencia de que ninguno de estos puntos de vista puede considerarse válido en sí mismo para obtener una explicación adecuada. De todas las ramas de esa disputada disciplina, la sociología del conocimiento es aún la más oscura. En años recientes, he tenido acceso a cierta cantidad de nuevo material acerca de las vidas e ideas de varios economistas del pasado. En esta edición hago referencia a una parte de este material. Desde entonces, han aparecido nuevos estudios relativos a algunos economistas. Sin embargo, no considero que algo de lo recién surgido deba alterar mi juicio general sobre dichos autores. Mi principal problema ha sido decidir cómo tratar los más recientes desarrollos. Más adelante diré más acerca de esto, y con mayor detalle en los capítulos finales, pero el volumen de la literatura económica de este periodo, que es bastante mayor —y crece a paso acelerado— que los veinte años que separaron la última edición de la que la precedió, por sí solo justificaría un tratamiento más profundo. Debo, sin embargo, afirmar que creo que los nuevos agregados al cuerpo de la teoría económica no son tan significativos ni tan importantes como los de hace tres o cuatro décadas. Lo que, sin embargo, ha sido importante en el periodo a partir de la edición más reciente, ha sido la relación entre la teoría económica y la política económica, provocada en gran medida por los requerimientos de esta última a la luz de los cambios en las condiciones económicas así como en las actitudes sociales. Lo que en mi opinión forma la característica actual más importante de la materia es esta creciente “politización” de la economía y un “partisanismo” en aumento, que ya era notorio en los desarrollos descritos en la edición anterior. De acuerdo con esto, al tratar de dar un recuento conciso de algunos de los nuevos desarrollos teóricos, de los cuales mucho —a veces demasiado— se ha dicho, me concentré en la continuidad y exacerbación de la lucha por el ascenso de diferentes enfoques teóricos sobre la política de control económico, que debe seguir siendo, creo yo, el objetivo práctico de la teoría económica. He omitido aquí la bibliografía que fue incluida en anteriores ediciones. En general, no han aparecido muchos libros de la materia en años recientes, mientras que ha habido un enorme flujo de libros —y especialmente artículos— relativos a temas y autores individuales, muchos de los cuales he considerado útiles para el tema de esta obra, por lo que son mencionados en el texto y en notas al pie. E. R. Londres, noviembre de 1991. 11 12 INTRODUCCIÓN El interés por la evolución de la ciencia económica data apenas de menos de ciento cincuenta años. Hay unas cuantas obras sin importancia escritas en el siglo XVIII y un capítulo de La riqueza de las naciones* que examina sistemas anteriores de economía política. Pero cuando Adam Smith escribió, las teorías consideradas erróneas no habían desaparecido por completo; por eso su estudio tenía, sobre todo, un carácter polémico. El interés por el pensamiento económico primitivo renace sólo cuando empieza a disputársele la supremacía a la economía clásica. En efecto, los partidarios de las escuelas histórica y socialista, nacidas en Alemania después de mediados del siglo XIX, hicieron los primeros ensayos de sistematización de la historia de la doctrina económica. Quienes, como Roscher, deseaban impulsar el método histórico para contraponerlo al deductivo, se preocuparon, naturalmente, por la historia de las ideas. Por otra parte, los socialistas esperaban hallar inspiración para su ataque a la teoría liberal-capitalista, entonces dominante, en el estudio crítico de los orígenes de dicha teoría. Este objetivo es particularmente obvio en Marx; pero está presente en las obras de muchos pensadores del siglo XIX. La historia de la doctrina llega a ser un tema popular de estudio con la generalización de la enseñanza de la economía que tiene lugar a fines del siglo XIX y principios del XX. Algunas veces, como en Ashley, es aún auxiliar de la historia económica y consecuencia de una preferencia metodológica. Pero la mayor parte de las historias escritas en este periodo moderno son, en realidad, meros esbozos de hechos, a menudo porque (como en Francia, donde Gide y Rist escribieron su muy leída historia) la enseñanza de la historia de la economía política constituyó durante mucho tiempo la única forma de instrucción académica en materia de economía. También ha surgido hace poco un interés más directamente “técnico”. Al aumentar en número y en complejidad las “herramientas” conceptuales de la economía, los practicantes se preocupan por la evolución de los conceptos individuales y por los métodos de aplicación de su instrumental técnico, y por eso son hoy más frecuentes los estudios especiales de aspectos olvidados del pensamiento anterior. No es el propósito de este libro hacer un examen completo dentro de semejantes lineamientos puramente profesionales. Es dudoso que exista ya material suficiente para ello. Además, no es muy seguro que esa historia especializada, aun si pudiera escribirse, fuera la que por ahora se necesitara con mayor urgencia. Tampoco pretende este volumen ocupar el lugar de esos compendios enciclopédicos a los que necesariamente tienen que recurrir profesores y alumnos de vez en cuando. He escrito esta obra, por lo que toca a los alumnos, porque advierto que las exigencias del estudio de la economía moderna presentan dos graves peligros. En primer lugar, las intrincadas sutilezas de la teoría moderna pueden hacer que el alumno olvide la naturaleza esencialmente práctica de su disciplina. Conforme se incremente la atención prestada a la teoría de las políticas económicas el profesional experimentado quedará 13 menos expuesto a este peligro, pero el estudiante puede asumir una postura excesivamente orientada hacia el “conceptualismo” antes de que se le presente la oportunidad de ver la relación entre “la ciencia del análisis” y las políticas. El estudiante contemporáneo de economía puede, también, perder de vista la aportación que su materia ha ofrecido, y sigue ofreciendo, a la corriente general del pensamiento humano. La enseñanza de la economía en Inglaterra y en los Estados Unidos ha escapado a la desmedida subordinación a la historia característica, hasta hace poco, en Francia; pero parece que tampoco evita el extremo opuesto, es decir, el olvido completo de la historia de la doctrina. Una exposición general de la evolución del pensamiento económico escrita como producción a la teoría moderna puede constituir el correctivo del que parecen necesitar muchos estudiantes. Lectores de otra suerte, si están interesados en el desarrollo del pensamiento, pueden acoger con agrado el relato de lo más relevante de las especulaciones de la mente; las teorías económicas, en cambio, siempre se vinculan, aunque de manera a menudo tortuosa, con la práctica económica. El estudio de las relaciones entre las condiciones de la vida y el teorizar del hombre, puede ser una guía muy útil para abordar los conflictos entre las ideas. Muchas ideas del pasado tenían sus raíces en estructuras institucionales, en las relaciones entre grupos económicos diferentes, en sus intereses en conflicto. Ahora bien, las ideas a las que dieron vida no han muerto en la medida en que todavía existen estructuras y relaciones iguales o similares. Aún viven entre nosotros las opiniones de Aristóteles sobre las diferentes clases de trabajo humano, las censuras de los escolásticos de la Edad Media a la usura, las teorías mercantilistas sobre el comercio exterior, las nociones fisiocráticas sobre la agricultura, la teoría de la renta de Ricardo y las conclusiones prácticas de ella derivadas y, en fin, la rebeldía de los románticos alemanes contra el liberalismo económico. Todo esto ha venido a formar parte del fondo de ideas de donde han sacado su alimento intelectual sucesivas generaciones. En la obra de Keynes, el más grande de los economistas contemporáneos, vuelven a vivir Sismondi y Proudhon. No hace tantos años, Gray pudo olvidar del todo en su popular historia de la economía los Principios de Malthus; las controversias entre los protagonistas de la acumulación del capital y los “infraconsumistas”, tan comunes antes de la segunda Guerra Mundial, han aparecido de nuevo centradas sobre una de las más grandes controversias económicas del pasado, aquella que sostuvieran Ricardo y Malthus. Muchos pensadores han insistido en la longevidad de las ideas económicas; pero, en general, miran con desdén a quienes todavía creen en sofismas que los expertos han descartado desde tiempo atrás. Algunos en su entusiasmo por los adelantos modernos, han considerado las teorías pasadas como imperfecciones continuamente separadas. En cambio, otros hacen la apología de las ideas anteriores reiterando su “verdad” relativa al tiempo y lugar en que nacieron. El tratamiento de la materia que yo adopto no se basa en ninguno de estos dos extremos. No basta tan sólo señalar analogías, sino que precisa comparar y examinar las circunstancias contemporáneas antes de que pueda entenderse su plena significación. No puedo sino esperar haber logrado ofrecer una primera guía 14 para abordar las ideas económicas; pero como tal, puede servir al estudiante y al lector en general. Una historia de las ideas es, por naturaleza, obra de selección y de interpretación; el autor se permite expresar sus propios intereses, predilecciones y prejuicios por lo que omite y por la manera de presentar lo que incluye. Con demasiada frecuencia, sin embargo, el principio subyacente en el tratamiento del autor queda implícito. Los supuestos implícitos son particularmente desorientadores cuando las ideas expuestas se relacionan con instituciones y políticas sociales y repercuten en el bienestar humano. Sólo una declaración expresa de los supuestos del escritor puede permitir al lector formarse opiniones propias. El principio que sustenta el punto de vista de este libro se basa en la opinión de que el proceso por el cual se forman las ideas es susceptible de análisis sistemático. En lo esencial, la aparición de una corriente de pensamiento importante no es fortuita, sino que depende de causas que pueden ser descubiertas. Frecuentemente, no conocemos con suficiente amplitud las circunstancias de la vida y la época de ciertos pensadores para poder hacer una demostración exhaustiva de las causas que han producido ciertas ideas; pero solemos saber lo suficiente para formarnos una opinión general de la forma en que nacieron las teorías económicas. Este libro se apoya también en la convicción de que la estructura económica de una época dada y los cambios que sufre son los factores que ejercen influencia más poderosa sobre el pensamiento económico. Gran parte de los escritores que se ocupan de esta materia coinciden con este criterio, aun cuando raras veces esto se haga explícito. Pocas personas dudarán que el pensamiento que surge en una comunidad en que predomina el trabajo del esclavo difiere del que produce una sociedad feudal o una basada en el trabajo asalariado. La renuencia a aceptar esta proposición radica, en parte, en que a menudo se expone en una forma que hace aparecer como único determinante al sistema económico; en parte en que es difícil presentar de un modo convincente cualquier relación causal entre la práctica y la teoría económicas en estudios más detallados de la historia de ellas; en parte también, sin duda, porque este intento se asocia generalmente a escuelas de pensamiento que tratan de orientar el análisis resultante a propósitos que no puede, y no debe servir, a saber: a cambios de política económica, para no mencionar de estructura social, por deseables que éstos sean. Debemos insistir, por lo tanto, en que el factor económico es un factor preponderante sólo en un sentido muy general que no siempre es posible demostrar con precisión. La cadena causal es larga y tortuosa: en la historia de las ideas económicas, una multitud de otros factores causales ha estado operando para producir una teoría o una actitud determinada en una época dada y muchos de ellos de una influencia más directa que el económico, con el cual pueden estar vinculados, en última instancia. Tampoco puede negarse que las ideas, a su vez, influyen en el desarrollo de la práctica económica. Es cierto que, en el corto plazo, como observó Keynes, la jactancia de un escritorzuelo desconocido puede ejercer un efecto desproporcionado sobre la política [económica] corriente. La historia de nuestro siglo nos lo ha enseñado con gran 15 claridad. En el desarrollo de la doctrina económica misma, la fase evolutiva alcanzada por el cuerpo existente de teoría económica, es de notable importancia. Ello es particularmente manifiesto cuando el adelanto de la ciencia económica ha venido a depender de doctos especialistas agregados, en general, a instituciones académicas. Cada pensador, entonces, debe principiar con el instrumental técnico que encuentra a mano, aunque los factores originarios que lo produjeron no sean ya operantes. La teoría y la práctica políticas son otros de los factores que han influido en los economistas de épocas diversas. Muchos economistas fueron también, al mismo tiempo, filósofos sociales, cosa cierta, sobre todo, de los economistas clásicos. Y la obra de los pensadores, tanto antiguos como modernos, deja ver la influencia de los juicios filosóficos dominantes y de la calidad general del pensamiento científico de sus respectivas épocas. Otros escritores, o bien fueron políticos, o ejercieron influencia considerable en la política [económica]; más de una teoría lleva el sello del clima político en que fue concebida. No hay un orden inevitable en la aparición de esas influencias. Por clara que sea la sucesión de formas de la organización social y de la estructura económica, no hay que creer que se sucedan con la misma claridad las ideas a ellas relativas. Ideas nacidas en un orden social ya pasado influyen con frecuencia en las ideas y en la acción de una estructura institucional posterior; y juntamente con las combinaciones existentes de factores económicos, dan forma al cambio social contemporáneo. En este proceso de acciones mutuas, no siempre es fácil decir cuál es la influencia próxima y cuál la remota. El mismo Keynes expuso una teoría un tanto distinta en un pasaje célebre frecuentemente citado. Afirmaba que el mundo está regido casi exclusivamente por “las ideas de economistas y filósofos sociales”; el hombre de acción, que se considera libre de influencias intelectuales es, en realidad, “el esclavo de algún economista difunto”. Todavía fue más allá al afirmar, aparentemente en diametral oposición a interpretaciones económicas, materialistas o marxistas, que “tarde o temprano son las ideas, no los intereses creados, lo que es peligroso, para bien o para mal”. Afortunadamente, su educación dentro de la tradición anglosajona con su marcado sentido práctico, no lo llevó a desarrollar estos puntos de vista en un rígido sistema socioideológico como el de Pareto. La falta de una secuencia cronológica clara en la evolución de la doctrina económica es muy notable cuando se comparan países diferentes. Durante los últimos cincuenta años la sociedad industrial se ha desarrollado de modo muy desigual en diversos países. Las desigualdades de ritmo han creado anomalías aparentes en la historia de la economía. Las ideas que en una nación ya han desaparecido, reaparecen en otra si el ambiente económico les es más propicio. Por ejemplo, el nacimiento de las doctrinas económicas preliberales en Alemania, donde la industria capitalista se desarrolló tardíamente y en un tiempo en que ya existían rivales plenamente desarrollados, no puede atribuirse exclusivamente a diferencias de temperamento y de mentalidad nacionales. Es verdad que esas ideas económicas forman parte de un sistema general de pensamiento relativo a conceptos tales como nación, comercio exterior y relaciones entre 16 el Estado y la vida económica. Pero la existencia de esa actitud nacional general en cuanto determinante a largo plazo y por sí mismo, no deja de ser dudosa; a la larga, esa actitud está determinada por las circunstancias económicas y de otro género. El plan de este libro lo han determinado su propósito y el principio que le ha servido de guía. En primer lugar, han sido omitidos muchos nombres que una historia de otro tipo habría tenido que incluir, mientras que se concede espacio a algunos pensadores a quienes rara vez se da importancia. Dos consideraciones han determinado la elección. Primero: aparte de los economistas más destacados del pasado, sólo han sido incluidos aquellos cuyas aportaciones al pensamiento económico parecen tener cierta importancia en relación con las teorías y las controversias del presente en el campo más dilatado de la economía política, más bien que en las ramas estrictamente técnicas de la ciencia económica. Segundo: se da particular importancia a los escritores y a las opiniones que, de acuerdo al autor, ejemplifican con mayor claridad las diversas tendencias del pensamiento. También he tenido que recurrir a la selección en el tratamiento de la obra de autores particulares incluidos, particularmente entre los modernos. Si me he concentrado en ciertos aspectos de la obra de estos autores excluyendo otros ha sido para ilustrar más claramente la evolución de una idea particular o de un grupo de ideas. No se ha tenido la intención de restringir el alcance de la obra de un autor. Otro resultado del tratamiento particular que he adoptado aquí es que no he concedido una atención uniforme al desarrollo técnico del análisis económico. El lector verá, sobre todo en las primeras secciones, que apenas he insistido en los antecedentes más oscuros de los conceptos económicos individuales, y que el examen llega al detalle sólo cuando se trata del pensamiento económico de los últimos doscientos años, aproximadamente. Mi interés mayor se ha centrado en las cuestiones más generales del alcance y el método de la economía, de las relaciones entre la economía y la política, y del lugar que la teoría económica ha ocupado en los cambios sociales. Muchos campos especiales, como las teorías del dinero y de las crisis, sólo las trato, como norma, cuando forman parte integrante de la obra puramente teórica de un autor o cuando han tenido una influencia especial en la evolución de la economía como una disciplina esencialmente práctica. Los últimos treinta años han planteado un problema especial. Desde el periodo entre las dos guerras mundiales existían señales de que más y más estudiosos —tanto profesionales como aficionados— se interesaban por la economía, fenómeno que ha continuado y se ha intensificado desde el fin de la guerra. Con altibajos, ha aumentado la cifra de quienes estudian la materia en instituciones académicas. Las nuevas categorías de economistas —los “economistas de empresas”, los analistas “económicos” o “financieros” y los comentaristas de publicaciones periódicas generales y especializadas — han crecido enormemente. El aumento mayor se observa en quienes se relacionan con los sucesos económicos actuales y los problemas de política económica. Se ha incrementado, de igual forma, la indagación teórica y esotérica, en parte explícita, en parte ligada en forma obvia aunque no siempre manifiesta, con problemas prácticos de 17 política. Y el mayor problema de todos es la dificultad que implica la identificación de aquellos tipos de desarrollo —si es que los hay— que afecten de manera significativa la posición y el desenvolvimiento futuro de la disciplina. En lo concerniente a quienes practican los aspectos más académicos de la economía, probablemente se pensó que instituir un Premio Nobel en Ciencias Económicas en 1969 —con treinta laureados a la fecha— brindaría un listado oportuno de los estudiosos sobresalientes en este campo; sin embargo, llegué a la conclusión de que sería riesgoso afirmarlo, pues mientras algunos premiados contarían con la aprobación universal, los reclamos de otros serían altamente controvertidos. Probablemente el único hecho significativo que surge del estudio de ese listado es que más de la mitad son norteamericanos, continuando la tendencia de esta disciplina de tornarse cada vez más estadunidense, lo que ya he mencionado antes. En esta relación es interesante subrayar un nuevo aspecto en los premios Nobel. El de 1990 fue otorgado en conjunto a tres economistas (todos estadunidenses, incrementando así su preponderancia): Merton Miller, Harry Markowitz y William Sharpe, quienes tenían experiencia en el campo de las finanzas corporativas y la economía financiera. Merton Miller se dio a conocer hace años por su trabajo con el distinguido economista MIT (y anterior ganador del Premio Nobel) Franco Modigliani. Sin embargo, este hecho marcó un acontecimiento importante con respecto al trabajo en un campo que hasta entonces no se consideraba parte del ámbito de la economía teórica, y, de cierto modo, tampoco en los límites de las preocupaciones “apropiadas” de economistas distinguidos (llevando, incidentalmente, a uno de los ganadores del premio, Merton Miller, a exaltar las virtudes de las recientes innovaciones financieras en el discurso de la ceremonia de entrega de premios). A pesar de lo anterior, todavía no es muy claro cuál es con exactitud ese acontecimiento, y si aporta algo significativo relativo a la economía, al Premio Nobel o a ambos. Un instrumento muy valioso ha salido a la luz recientemente y debe ser mencionado aquí, el The New Palgrave Dictionary of Economics, editado por John Eatwell, Murray Milgate y Peter Newman (4 tomos, 1987). Éste es, indudablemente, un libro de referencia indispensable para el profesionista, y el lector no especializado puede de igual manera consultarlo con grandes beneficios, por su fácil comprensión y la excepcional calidad de los artículos individuales. Es difícil entender por qué ha sido criticado por algunas áreas de la “nueva derecha” —quizá por ser demasiado tolerante en cuanto a sus enfoques y por aceptar trabajos de autores que no aprueban el examen de aceptabilidad de estos críticos en particular—. Cada lector será quien juzgue si acerté o no en la forma en que ataqué el problema de selección, pero deberá pasar algún tiempo para que pueda ser emitido un juicio objetivo, o por lo menos ampliamente aceptado. 18 19 * Adam Smith, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, trad. de Gabriel Franco, México, FCE, 1958. 20 21 I. LOS PRINCIPIOS 1. EL ANTIGUO TESTAMENTO HA HABIDO gran desacuerdo entre los economistas en cuanto al campo propio de la economía; porque su naturaleza es de cierta importancia para estimar el presente y el futuro de la ciencia. Por ahora, es útil resumir con brevedad los puntos de acuerdo. La mayor parte de los economistas profesionales de hoy diría que el propósito primordial de la economía es analítico, esto es, descubrir lo que es. En otras palabras, lo que interesa a los economistas es establecer los principios que rigen el funcionamiento del sistema económico presente, aunque algunos de ellos puedan perseguir otros fines o imaginar ejemplos hipotéticos con fines expositivos. Se dice algunas veces que la economía puede llegar a ser tan exacta y tan ‘’universalmente válida” como las ciencias físicas, con lo que se implica la negación de su naturaleza esencialmente social e histórica. Sin embargo, estas opiniones se formulan únicamente con ocasión del estudio de la metodología y no parecen afectar el alcance de la mayor parte de la obra de los individuos de esta escuela de pensamiento, ya que su interés principal sigue siendo el funcionamiento de la economía contemporánea. Debe decirse, desde luego, que la generalidad de la gente rara vez conoce este propósito positivo y analítico que el profesional considera como el más importante o aun como el único legítimo. La gente sabe que puede pedir justificadamente al economista que explique cómo funciona el sistema (si bien no siempre es grande su fe en la explicación que se le da); pero generalmente también quiere saber qué es lo que hay que hacer. No siempre pueden los economistas eludir esta pregunta, y cuando le dan respuesta, ponen de manifiesto más diferencias de opinión trascendentales que las que pueden surgir del análisis en el cual todos alegan fundar su parecer. Esta discrepancia sobre el diagnóstico de un problema económico real y sobre la prescripción de un remedio lleva de vez en cuando a los economistas, más que el deseo de precisión científica, a examinar los límites de su disciplina. Y así volvemos a las diferencias de definiciones. Aunque este tortuoso camino ha sido recorrido con frecuencia en los últimos doscientos años, los principales avances del pensamiento económico se han realizado sin un examen metodológico constante. La amplia estructura social de la economía actual se tomó como algo dado. La propiedad, la iniciativa y el intercambio privados, la economía de mercado, en suma, la producción capitalista fue el suelo en que crecieron sus principales conceptos. El capital, el trabajo, el valor, el precio, la oferta, la demanda, la renta, el interés, la utilidad o ganancia son los elementos del sistema y, por lo tanto, de su análisis teórico. El primer desarrollo sistemático de esos conceptos se encuentra a fines del siglo XVII y principios del siglo XVIII. El conjunto particular de condiciones económicas a las cuales 22 se refieren no existió en forma desarrollada y comprensible en ninguna de las etapas anteriores de la historia humana. Veremos después que los grandes pensadores a quienes debemos los fundamentos de la economía política clásica sostenían haber descubierto algo más que las leyes propias de un sistema social determinado. Pero es importante subrayar aquí que la economía política como ciencia, se inicia en una época en que los cimientos del capitalismo industrial eran ya muy firmes. En este punto, es sorprendente la unanimidad de opinión entre los historiadores de las doctrinas económicas; y así muchos escritores han llegado hasta ignorar por completo cualquier pensamiento económico anterior, o a referirse a él sólo en términos muy superficiales.1 Es del todo cierto que el volumen total de teoría económica, en cualquier sentido moderno, que se encuentra en los escritos de los filósofos griegos, por ejemplo, es muy pequeño; sólo podríamos haber esperado de ellos enunciados de carácter económico, en el sentido actual de la palabra, si en la sociedad en que vivieron los filósofos griegos hubieran existido algunas de las condiciones económicas de nuestra sociedad. Aquella sociedad, o la más antigua descrita en el Antiguo Testamento, poseía, sin duda, algunas de las características del capitalismo moderno: propiedad privada, división del trabajo, mercados y moneda. Algunos escritores han ido más allá de lo que parece justificado en su intento de encontrar viejas analogías al fenómeno económico moderno; pero no cabe duda de que los pensadores antiguos, al examinar los problemas de su sociedad, emitieron juicios que fueron el punto de partida de toda teoría social. El hecho de que esos juicios sean fragmentarios y esporádicos no aminora su importancia. A un economista moderno pueden parecerle demasiado primitivas las opiniones de los profetas hebreos, encuadradas en el sistema ético o metafísico de una sociedad patriarcal; pero su poder para influir en las mentes de los hombres no es, necesariamente, menor que el de muchas teorías científicas refinadas, sino que, en realidad, es mayor con frecuencia. Todavía están vivos los sistemas filosóficos de que formaban parte esos juicios económicos aislados, y su influencia crece cada vez que ocurren convulsiones críticas en el sistema económico. Cuando declina la fe en las prácticas y las instituciones establecidas se buscan filosofías de la vida más comprensivas y las tendencias políticas rivales luchan entre sí en nombre de una u otra Weltanschauung. Nadie negará que la mayor parte de las ideas vigentes en el cuerpo del pensamiento humano durante más de dos mil años tienen todavía sus campeones. No se pretende exagerar la importancia ni el volumen del pensamiento económico primitivo. Los hombres no pueden empezar a construir teorías sobre el proceso económico mientras éste sea tan sencillo que no necesite una explicación especial. Los economistas modernos hacen especular aun a Robinson Crusoe sobre lo que implica la elección que consideran como la esencia de la economía; pero todo lo que la antropología enseña es que el primer teorizar del hombre se refería a lo que los economistas contemporáneos llamarían aspectos técnicos del proceso de satisfacción de las necesidades. Hasta donde podemos descubrir las ideas que conscientemente sustentaba el hombre primitivo parecen destinadas a proporcionar alguna explicación sobre los cambios de estación, la fertilidad de la tierra, las costumbres de los animales y 23 la influencia de todo ello sobre la habilidad para satisfacer las necesidades humanas. Aun en etapas relativamente avanzadas de la sociedad tribal no se presentaban problemas específicamente económico-sociales que requiriesen una explicación especial. El proceso económico de una comunidad en que la técnica de la producción es simple, en que la propiedad (al menos la aplicada a usos productivos) es comunal y en que existe la división del trabajo, pero sin haber llegado aún a un habitual intercambio privado de productos difícilmente parece incomprensible a los miembros de dicha comunidad. Para todos es manifiesta la relación entre el esfuerzo individual y la satisfacción de las necesidades individuales: el proceso de producción y el producto mismo están en todo momento bajo el control del individuo, por lo que no es necesaria ninguna teoría social o económica complicada. Pero la técnica de la producción progresa y las necesidades se hacen más complejas, y llega un momento en que son introducidas diferentes medidas sociales para aprovechar al máximo las posibilidades de la comunidad. La división del trabajo progresa hasta implicar el establecimiento del intercambio privado y la ampliación de la propiedad privada de los bienes de consumo a los de producción. La producción se hace entonces habitualmente con fines de intercambio privado; desaparece la facilidad de vigilar y dirigir el proceso económico social, porque éste se ha hecho impersonal. Es en esta etapa del desarrollo humano en la que debiéramos esperar que aparecieran los primeros brotes de una teoría de la sociedad y de una explicación del proceso económico; pero a pesar de los crecientes conocimientos antropológicos, sabemos muy poco de las formas detalladas que realmente tomó esta transformación económica, y menos aún del cambio en las ideas que fue parte de ella. En los últimos cien años los antropólogos han añadido a la colección de mitos y testimonios de mayor o menor veracidad que conocemos con el nombre de Biblia, material que eventualmente tal vez pueda permitirnos estar razonablemente seguros de lo que el hombre primitivo pensaba de su sociedad y de sus transformaciones. Los testimonios del pensamiento social antiguo que poseemos hasta ahora consisten totalmente en mitos que tratan de justificar o de atacar un orden social existente en términos sobrenaturales. La lucha entre la sociedad tribal, con su propiedad comunal y su actividad económica primitiva, y el proceso económico impersonal de una sociedad más compleja, estratificada en clases y castas y basada en gran parte en la propiedad privada, están reflejados en el Antiguo Testamento y en las recopilaciones posteriores de leyes e interpretaciones que constituyen el genuino pensamiento hebreo. Las nociones animistas de la primitiva religión semítica ceden el lugar a una concepción idealizada de la divinidad; pero la sobrenatural majestad de Dios está atemperada no sólo por otros dos atributos básicos, la justicia y la piedad, sino también por la alianza entre la deidad y su pueblo. Es posible ver en esta unión un sucedáneo idealizado de vínculos sociales más antiguos y estrechos que se habían aflojado ya. No se intentaba aún eliminar de la doctrina religiosa cualquier interés por el bienestar material en la vida terrena. El código de conducta impuesto a los miembros de la comunidad era estricto e incluía la admisión de ciertas obligaciones superiores que diferían poco de las de la familia patriarcal y de la 24 comunidad tribal. Los derechos individuales de propiedad quedaron severamente restringidos por largo tiempo, aunque el margen de la propiedad privada se amplió hasta incluir la tierra. Son ejemplos de las limitaciones de carácter comunal impuestas a los derechos individuales las leyes dictadas para conservar la relación de la familia con la propiedad de la tierra y la institución de un año de jubileo2 (si bien no parecen existir testimonios de su acatamiento). Pero la desintegración de la comunidad primitiva no podía detenerse. Con el desarrollo de la propiedad privada nació el comercio interior y exterior, y con él la posibilidad de acumular riqueza. Fue en este periodo cuando se estableció la monarquía hebrea. La descripción de la sociedad de aquel tiempo que aparece en los libros de los Reyes, y más enfáticamente aún en los lamentos, protestas y visiones de los profetas, nos da idea de la marcada división entre ricos y pobres. El lujo de la corte se sostenía gracias al gradual crecimiento de una clase esclava. Los gastos de la casa real, así como los de las guerras y los dispendiosos edificios públicos, se costeaban con los derechos de peaje, y las utilidades del monopolio real sobre el comercio exterior, con el reclutamiento o leva de trabajadores e impuestos muy elevados.3 El resultado fue el empobrecimiento de las masas, la enajenación de la tierra y la aparición de una clase “desposeída”. La rebeldía espiritual de los profetas refleja este cambio en la estructura económica. Denunciando la avaricia de la sociedad nueva, trataron de retrotraer a los hombres a las formas de vida de la alianza, de revivir la justicia y la clemencia como principios de la conducta social. Condenaban los excesos de las nuevas clases comerciales, de los usureros y de los “despojadores de tierras”, y predicaban la vuelta a las limitaciones del derecho de propiedad privada. En algunos aspectos fueron escuchados: la prohibición de embargar la ropa o los útiles de trabajo4 de los deudores persiste como principio fundamental del derecho judaico, principio que ha ejercido influencia en las leyes de muchas otras naciones hasta el tiempo presente. Pero el principal ataque de los profetas fue infructuoso, pues si fueron capaces de describir claramente las consecuencias del orden social existente, no lo fueron para comprender las fuerzas mismas que lo engendraban. Podían tan sólo anhelar el retorno a una edad pretérita, sin darse cuenta de que su estructura social ya era inadecuada. Algunos de los profetas parecen haber comprendido vagamente el carácter utópico de sus protestas; no tenían ninguna esperanza en el futuro; únicamente esperaban ver que la ira de Dios acarreara la destrucción universal que consideraban como el único destino que su mundo merecía.5 Otros pusieron su fe en la venida del Mesías que redimiría a los hombres del mal y los conduciría de nuevo a los modos de vida de la comunidad patriarcal.6 En una visión totalmente idealista del cambio social subyace tanto la desesperación de unos profetas como la esperanza que otros cifraban en la venida del Redentor. No consideraban los males que denunciaban como resultado, en parte, de una nueva estructura económica, sino que los atribuían exclusivamente a un cambio en el corazón del hombre. La codicia y la corrupción, sin ponerlas en relación con el suelo más 25 propicio en que podían florecer ahora, fueron consideradas como las causas únicas de la miseria. El remedio era asimismo totalmente idealista: aceptar plenamente las leyes de Dios, volver a vivir conforme el código religioso. No formaba parte de sus concepciones la visión clara de una nueva estructura social del futuro. La expansión de la producción y el creciente dominio del hombre sobre la naturaleza exigían las instituciones recientemente establecidas. Por lo tanto, en la medida en que los profetas se interesaron por el orden social tanto como por la conducta del hombre, sólo pudieron expresar la vana esperanza del retorno a una situación más primitiva. La rebeldía profética, importante en su día, estaba destinada al fracaso. Llegó a su cenit con la aparición del cristianismo; pero aun esta explosión de descontento, la última y más fuerte, fue incapaz de mejorar la situación del pueblo en su propio tiempo. Su idealización progresiva le hizo perder toda relación directa con los problemas sociales de su época; pero siguió siendo una de las influencias más vigorosas sobre el pensamiento humano de siempre y la fuente particular más poderosa de inspiración para la conducta individual. 2. GRECIA: PLATÓNY ARISTÓTELES Mientras tanto, otra civilización antigua que dejó su huella en el pensamiento europeo, se había desarrollado de un modo no del todo diferente. Poco sabemos del periodo heroico de la historia de Grecia; pero de los mitos que subsisten y de leyendas tales como la de la constitución de Teseo, parece que ya en aquella lejana época estaba muy avanzada la decadencia de la organización tribal. Existían ya la propiedad privada de la tierra, la división del trabajo en grado muy avanzado, el comercio —sobre todo marítimo— y el uso del dinero. Los fuertes lazos tribales se habían roto, y los remplazaron los de una sociedad rigurosamente dividida en clases y gobernada por una aristocracia de terratenientes. Ciertas formas democráticas de gobierno que habían subsistido desde los tiempos más antiguos, como la asamblea popular, perdieron su significado en las ciudades-Estados del siglo VIII a. C.; el verdadero poder se encontraba en manos de los propietarios de la tierra y de una clase gobernante hereditaria. Aunque este tipo de Estado había nacido de la desaparición de las bases económicas de la sociedad tribal, todavía conservaba demasiadas características de una comunidad agrícola autosuficiente para responder enteramente a las necesidades de un comercio en aumento. No sólo la nueva clase comercial llegó a entrar en conflicto con la aristocracia terrateniente, sino que la dependencia cada vez mayor de la agricultura respecto de los mercados de exportación y el creciente poder del dinero, condujeron al mismo empobrecimiento y a la misma esclavización gradual de los campesinos libres que habían indignado a los profetas del Antiguo Testamento. La constitución de Solón, en el siglo VI a. C., es un síntoma de ese conflicto, cada vez más agudo. Pretendía, por varias reformas, evitar las peores consecuencias de los nuevos hábitos económicos y hacer posible una adaptación pacífica de las instituciones políticas. Prohibía esclavizar a los deudores y algunos esclavos fueron manumisos; y si 26 no se impidió el cobro de interés, ni se fijó una tasa máxima, se redujeron o cancelaron muchas deudas pendientes. Se modificó el mecanismo del gobierno dividiendo a los ciudadanos libres en cuatro clases, según la propiedad que poseían. Aunque todos los ciudadanos tenían derecho a votar en la asamblea popular, con lo cual conservaban la facultad decisiva de control del gobierno, los cargos públicos quedaron reservados para los propietarios. No tuvieron éxito duradero estas ingeniosas reformas, que trataron de combinar una constitución aristocrática con una democrática y que afianzaban en el gobierno a los propietarios al mismo tiempo que restringían ciertos derechos de propiedad. Continuó la lucha entre la aristocracia y las clases comerciantes que, apoyadas por los campesinos empobrecidos, clamaban por una participación equitativa en el gobierno. Los conflictos internos de cada uno de los Estados griegos hasta que sobrevino el colapso de la civilización griega misma, fueron todos variaciones sobre un mismo tema: la lucha entre la antigua clase gobernante y las clases mercantiles en auge, complicada con la existencia de una masa de esclavos, campesinos y artesanos empobrecidos. EI gobierno de los tiranos, tales como Pisístrato de Atenas, y particularmente la constitución democrática de Clístenes (509 a. C.), parecieron quebrantar el poder de la aristocracia, al menos en Atenas. El desarrollo de su comercio y la amenaza de los persas hicieron que la democracia ateniense fuera, con Temístocles, protagonista de un nuevo imperialismo helénico; todavía se basaba en el poder económico de la clase comercial, pero se hizo agresivo, nacionalista y contrario a volver a las condiciones estrechas de la antigua ciudad-Estado. La democracia ateniense fue incapaz de sobrevivir en las luchas que siguieron con otros Estados griegos, principalmente con la aristocrática Esparta. Su propio debilitamiento interno, no menos que la amenaza externa, determinaron su ruina. El desarrollo del comercio y de las manufacturas a base de la esclavitud ocasionó el empobrecimiento de la masa de ciudadanos libres. Surgió una nueva clase gobernante; pero constituida por una reducida minoría y falta de la cohesión de la vieja aristocracia, resultó inferior a sus rivales griegos, más agresivos. Atenas logró revivir en los cien años que siguieron a su derrota a manos de Esparta, y las ideas de democracia y de confederación nacional, que había sustentado cuando estaba en la cumbre de su poder, recibieron una prórroga de vida. Pero este resurgimiento sólo duró hasta 338 a. C. en que quedó consumada la conquista de toda Grecia por los macedonios. La filosofía griega dio su mayor contribución al pensamiento social en la última parte de este largo periodo de transformación violenta. La teoría política griega nació de un conflicto social análogo al que había levantado las protestas de los profetas hebreos; se inspiró también en el descontento y se interesó por la reforma social. Pero si careció del fervor revolucionario de los profetas, hizo un análisis mucho más penetrante de su propia sociedad que todo lo que puede hallarse en la Biblia o en muchos centenares de años después de la civilización griega. Cronológicamente, fue Platón el primero que intentó hacer una exposición sistemática de los principios de la sociedad y del origen de la ciudad-Estado, así como un proyecto de la estructura de la sociedad ideal. Pero fue su discípulo Aristóteles el que puso los cimientos de gran parte del pensamiento económico 27 posterior. La principal obra de Platón importante para nuestro objeto es La República. En este diálogo y, en menor extensión, en algunos capítulos de Las leyes, se encuentra la mayor parte de las ideas económicas de este filósofo. Al examinar esas ideas, es importante recordar ciertos hechos. Platón era aristócrata por esencia; pero su aversión a la democracia ateniense no se basaba premeditadamente en la oposición al poder económico de la creciente clase comercial. Más bien fue una rebeldía espiritual y romántica suscitada por el exceso de comercialismo. Sin embargo, Platón era también un hombre de mundo que, con ciertas interrupciones causadas por las inevitables desilusiones que sufre el filósofo metido a político, intervino constantemente en las luchas políticas. Se ha pensado7 que La República fue escrita con miras a una invitación a Siracusa, ciudad donde Platón fue después tutor y consejero de Dionisio II. Su plan de sociedad ideal no es solamente una utopía, sino que lleva también el sello de un propósito político inmediato. El logro mayor de Platón, desde el punto de vista puramente analítico, es la explicación de la división del trabajo y del origen de la ciudad (entonces idéntica a Estado), que sirve de prefacio a su esbozo de la república ideal. La ciudad, dice,8 es una consecuencia de la división del trabajo, el cual, a su vez, es resultado de las diferentes aptitudes naturales de los hombres y de la multiplicidad de las necesidades humanas. La especialización se hace necesaria cuando un producto determinado no puede esperar al trabajador (como sucedía cuando los hombres tenían que realizar multitud de faenas) sin echarse a perder. Pero cuando los hombres se especializan y cada uno ya no se basta a sí mismo, se hace imprescindible una organización comercial. Platón no desarrolla el razonamiento, ni toma en cuenta los aspectos específicamente sociales y económicos de la división del trabajo. Para él, se trata de un fenómeno natural, y piensa en sus efectos exclusivamente desde el punto de vista de la calidad superior de los productos (aumento del valor de uso, como dirían los economistas modernos). Todavía no hay la menor preocupación por el abaratamiento de los productos que la especialización trae consigo. No es extraño, pues, que Platón no tuviera idea de la relación entre la magnitud del mercado y el grado de división del trabajo que iba a hacer famosa Adam Smith. Jenofonte, contemporáneo de Platón, que en su Ciropedia da una explicación parecida de la división del trabajo, parece haber comprendido mejor la naturaleza del cambio privado, ya que distingue entre las grandes ciudades, en que está bastante desarrollada la división del trabajo, y las pequeñas, en que apenas existe. Platón dio un uso esencialmente reaccionario a su teoría de la división del trabajo. En sus manos se convirtió en una idealización del sistema de castas y en un apoyo de la tradición aristocrática que entonces se encontraba a la defensiva. El Estado ateniense que había inspirado a Platón su programa era un Estado destrozado por las rivalidades. Platón conocía aquel conflicto y sus terribles consecuencias en forma de miseria, corrupción y degradación general. Por lo tanto, en la república ideal no habría antagonismo de clases; pero esto no se conseguiría aboliendo en absoluto la división en clases. Antes al contrario, como podía esperarse de un aristócrata, la distinción entre 28 gobernantes y gobernados había de ser mucho más marcada. Pero Platón consideraba a sus gobernantes más como una casta que como una clase, libre —así lo esperaba— de todo móvil de explotación económica por su aceptación de normas rigurosas de conducta. Éste es el secreto del “comunismo” de la república de Platón. Su concepto de los gobernantes era, sin embargo, un concepto excesivamente idealizado, pues ignoraba los efectos corruptores del poder absoluto y los aspectos económicos del sistema de castas. En resumen, era admirablemente apto para convertirse en la apología de una verdadera oligarquía. En el Estado ideal de Platón existen dos clases: los gobernantes y los gobernados. Los primeros se dividen en guardianes y auxiliares; la segunda la forman los artesanos. Ninguno de estos últimos, entregados como estaban a las faenas serviles de la producción y la circulación de la riqueza, podía tener el talento necesario para gobernar. Los individuos de la clase gobernante debían ser seleccionados desde la primera infancia, y recibir cuidadosa educación, no sólo en filosofía, sino también en el arte de la guerra, ya que tendrían que proteger a su Estado de ataques del exterior. A la edad de 30 años sufrirían un examen para seleccionar a los futuros “reyes-filósofos”, como se les ha llamado, en tanto que los que no lo pasaran seguirían siendo auxiliares, dedicados a las tareas administrativas generales. Platón, pues, creía en un gobierno de élite, y para esta élite es para la que pedía una vida comunista de rigor espartano. Libres del degradante deseo de acumular riquezas, los individuos de ella podían consagrarse a gobernar a su comunidad por la razón. Este Estado ideal estaba muy lejos de la democracia ateniense y de la sociedad de su gran rival, la aristocrática Esparta. En la primera eran comunes los conflictos de clase y la injusticia, e iban desapareciendo rápidamente las virtudes de un orden social más estable. En la segunda, el gobierno estaba en manos de una clase hereditaria que no podía pretender haber pasado por aquel cuidadoso proceso educativo y selectivo que Platón pedía para sus guardianes. Le interesaba muy poco el bienestar de sus súbditos, a quienes gobernaba, no por la razón y la benevolencia (ni siquiera por la propaganda falaz que Platón consideraba como arma justificable de su clase gobernante ideal), sino por una tiranía brutal. Además, al entrar en contacto con el comercialismo y la colonización se produjeron en ella los mismos vicios de corrupción y decadencia que estaban arruinando a la democrática Atenas. No obstante, en un principio no pareció imposible poner en práctica, en su época, algunas de las ideas de Platón. Algunos de sus discípulos, como Dión, ocupaban posiciones influyentes, y existían oligarquías, como la de Siracusa, que ofrecían la esperanza de evitar los vicios de Atenas y de Esparta. Pero en su aplicación práctica la concepción idealista de Platón fue tergiversada hasta el grado de hacerla irreconocible. Se la hizo justificar no sólo las mentiras usadas por un déspota benévolo en favor de sus súbditos, sino aun los actos más violentos de políticos insaciables. El gobierno de la razón no triunfó en tiempos de Platón; fue la contrarrevolución aristocrática la que triunfó, hasta que a su vez tuvo que ceder el lugar al invasor extranjero. Pero las ideas de Platón sobrevivieron: los románticos y los utopistas han acudido a 29 él una y otra vez en busca de inspiración. Pareto y Wells resucitan la idea de un gobierno de élite, el uno considerándola como la fuerza impulsora de todo el progreso social del pasado, y el otro como una casta especialmente idónea para ejercer el gobierno racional, justo y benévolo del futuro. En los escritos de los filósofos racionalistas revive la creencia en el gobierno de la razón. La opinión, común a Platón y a Aristóteles, de que hay ocupaciones indignas, persiste hasta la fecha, y muchas escuelas románticas de economía comparten el desprecio que Platón sentía por el comercio exterior. Las analogías más sorprendentes con la mezcla platónica de reacción y utopía aparecen en los periodos históricos en que tienen lugar cambios radicales y rápidos en la estructura social y económica. Entonces es cuando surgen hombres a quienes angustia la decadencia de los valores consagrados, pero que no pueden llegar más que a idealizar el pasado. Quieren restablecer una edad de oro mítica, porque son incapaces de comprender las fuerzas que están transformando su propia sociedad. Esto constituye un rasgo característico muy pronunciado en los románticos alemanes del siglo XIX. Como veremos más adelante, Fichte y Adam Müller propugnaban el “retorno” a la “paz” y la “serenidad” de la Edad Media. Y muchas de las tendencias de reforma social que hoy encuentran partidarios tienen ese mismo carácter romántico. Varía el grado de sinceridad y de buena intención con que se exponen esas opiniones, pero la intención quizá no tiene finalmente una importancia decisiva. Bien puede ser que Platón se sintiera sinceramente preocupado por los males de la nueva democracia de su tiempo, y quizá no fue la suya una posición egoísta dirigida a salvaguardar los intereses amenazados de la aristocracia a la cual pertenecía, ni su República crea la niebla mental tan característica de muchos románticos posteriores. Pero aun él, manifiestamente sincero y de mente clara, y que escribía en una época en que la especulación filosófica tenía muchas oportunidades para ejercer una influencia práctica, estaba destinado a ver tergiversadas sus ideas. Este mismo destino han tenido muchos reformadores posteriores cuya sinceridad no era menor que la suya. Con frecuencia se ha usado la vestidura romántica para encubrir propósitos demagógicos, para ocultar los torvos propósitos que en el fondo abrigan quienes lanzan o explotan ciertas opiniones. Platón y Dión no son los últimos ejemplos del abismo que separa la intención de la ejecución. Si Platón fue el primero de una larga serie de reformadores, su discípulo Aristóteles fue el primer economista analítico; no era de origen aristocrático y parece haber aceptado mejor que su maestro el desarrollo de la nueva sociedad. En su Política y en las partes de su Ética que tienen relación con cuestiones políticas y económicas, se evidencia un profundo conocimiento de los principios en que estaba basada su propia sociedad. Él fue quien sentó los cimientos de la ciencia y el primero que planteó los problemas económicos que han estudiado todos los pensadores posteriores. También Aristóteles analizó la constitución del Estado ideal. Criticó los proyectos de otros, incluso los de Platón, y propuso los suyos. En el capítulo II de su Política se opone rotundamente a los principios comunistas de la república ideal de Platón. No interesan a nuestro objeto los argumentos que emplea contra la comunidad de esposas e hijos, aunque son interesantes en lo que respecta al desarrollo de la unidad familiar en el 30 Estado griego. El ataque de Aristóteles contra la propiedad en común se basa casi por completo en el argumento del “incentivo”: los individuos no se interesan tanto por la propiedad comunal como por la privada; además, surgirían querellas cuando a los hombres, desiguales por naturaleza en aptitudes y laboriosidad, no se les diferenciara por oportunidades de goce distintas. Lo necesario no era abolir la propiedad privada, sino darle un uso más inteligente y liberal. A la ciudad ideal de Aristóteles le falta el vuelo de fantasía de Platón, pero conserva la fe en la razón y la benevolencia. El Estado se divide también en gobernantes y gobernados. Los primeros son la clase militar, los estadistas, los magistrados y el sacerdocio. Estas funciones no están divididas entre grupos diferentes, sino que los individuos de la clase gobernante las desempeñarán de acuerdo con la edad: serán soldados cuando jóvenes y vigorosos, estadistas en la edad madura y sacerdotes en la ancianidad. Los gobernados son los agricultores, los artesanos y los campesinos. Y aunque consideraba el comercio como una ocupación antinatural, Aristóteles estaba dispuesto a admitirlo hasta cierto límite en su ciudad ideal, cuya base seguía siendo la esclavitud. La justificaba alegando que mucha gente era esclava por naturaleza. Sin embargo, abrió una brecha en la institución de la esclavitud de su tiempo al insistir en que los esclavos solamente debían reclutarse entre la gente de origen no helénico. Pero su parte en la controversia sobre el Estado ideal es la aportación menos importante de Aristóteles a las primeras doctrinas económicas. Sus ideas analíticas pueden resumirse bajo tres rubros: a) la determinación del campo de la economía; b) el análisis del cambio, y c) la teoría monetaria. A estas ideas pueden añadirse algunas otras observaciones incidentales hechas en el curso de su examen principal. El mérito particular de ese examen es que la argumentación avanza lógicamente, de modo que cada paso conduce al siguiente. Según Aristóteles, la economía se divide en dos partes: la economía propiamente dicha, que es la ciencia de la administración doméstica, y la ciencia del abastecimiento, que trata del arte de la adquisición. No es necesario decir nada sobre la primera, excepto que trata del desarrollo de la ciudad a partir del hogar y la aldea y que contiene la famosa defensa de la esclavitud. El estudio de la ciencia del abastecimiento llevó pronto a Aristóteles a analizar el arte del cambio, por medio del cual se satisfacen cada vez mejor las necesidades del hogar. Aquí distingue entre una forma natural y una forma antinatural del cambio. La primera es tan sólo una rama de la economía doméstica destinada “a satisfacer las necesidades naturales de los hombres”;9 nace de la existencia de acervos variables de bienes y de la ampliación de la asociación de los hombres más allá de los confines del hogar. De esta forma simple del cambio nace otra más complicada y artificial. “Hay dos usos para todas las cosas que poseemos: ambos pertenecen a la cosa como tal, pero no en la misma forma, porque uno es el uso propio y el otro es el uso impropio o secundario de ellas. Por ejemplo, un zapato se usa para calzarlo y también para cambiarlo; ambos son usos del zapato.”10 Con estas palabras puso Aristóteles la base de la distinción entre valor de uso y valor de cambio, que ha perdurado como parte de la doctrina económica hasta el día de hoy. Aunque sus palabras son oscuras, parece decir 31 que el valor secundario de un artículo —como medio de cambio— no es, necesariamente, “antinatural”. Los hombres pueden practicar el cambio sin entrar en la forma antinatural de abastecimiento o arte de adquirir dinero. En ese caso cambiarían sólo hasta que tuvieran lo suficiente; pero el trueque no se detiene ahí. Los hombres dependen cada vez más del cambio para la satisfacción de sus necesidades y crean un medio para facilitarlo. Adoptan convencionalmente el uso de un artículo que sea útil por sí mismo, como el hierro o la plata, para facilitar el cambio. Aristóteles llevó así un poco más lejos la definición platónica del dinero como símbolo para fines de cambio. Señala la forma en que las molestias del trueque directo condujeron al desarrollo del cambio indirecto, cómo la moneda remplazó a la medición por el tamaño y el peso, y cómo nació el comercio por el comercio mismo, o sea el afán de adquirir dinero. La peor forma de adquirir dinero es la que usa el dinero mismo como fuente de acumulación, o sea la usura. El dinero está destinado a ser usado en el cambio, pero no para acrecentarlo por medio del interés; por naturaleza es estéril y como se multiplica por medio de la usura, ésta es la forma más antinatural de hacer dinero. En estas opiniones todavía muestra Aristóteles el anhelo de limitar el campo del comercio situándolo sobre una base ética y distinguiendo diferentes formas de él. Hasta aquí se halla todavía dentro de la tradición platónica, y no es sorprendente, por lo tanto, que cuando la doctrina cristiana de la Edad Media quiso condenar los aspectos más bajos del comercio —el afán de lucro por el lucro mismo, y en particular la usura— buscase apoyo en Aristóteles. El mismo examen que hizo Aristóteles de las dos artes de ganar dinero, no sólo fue un intento de precisar una distinción ética, sino también un verdadero análisis de las dos formas en que el dinero actúa en el proceso económico: como medio de cambio cuya función termina con la adquisición del bien necesario para la satisfacción de una necesidad, y en la forma de capital-dinero, que conduce a los hombres al deseo de una acumulación ilimitada. Por primera vez en la historia de la doctrina económica aparece la distinción entre dinero y capital real (Aristóteles distinguía ya los bienes que se utilizan para adquirir más bienes); pero los economistas posteriores la despojaron de su vestidura ética. De su estudio de la naturaleza del dinero concluye Aristóteles que éste tiene un origen más convencional que natural. La traducción de la palabra griega nomos, por la latina lex, fue causa de muchas dificultades para los intérpretes posteriores, en especial para los escolásticos medievales. No acertaron a distinguir claramente entre dinero de curso legal y dinero en el sentido más general, de medio de cambio creado por el uso. Se ha sugerido11 que la opinión de Aristóteles sobre este punto se anticipó a la teoría estatal del dinero, de Knapp, que hace del dinero una criatura de la ley. Pero parece claro que Aristóteles no quiso decir con la palabra nomos otra cosa que la convención del mercado, lo cual es muy distinto de la ley. Distinguió ésta de las instituciones “naturales” del proceso económico sólo con el objeto de destacar la evolución que había sufrido la economía doméstica, y también para diferenciar los dos aspectos del dinero como medio de cambio y como capital-dinero. 32 La apreciación que hace Aristóteles del problema del valor de cambio y de la función del dinero en la determinación de éste, revela aún más claramente su percepción aguda de la verdadera naturaleza del cambio en el mercado. Los pasajes relativos del libro V de la Ética son un tanto oscuros, pero demuestran que acertó a formular el problema de la función del dinero como “medida” de valor. La cuestión de la determinación del valor de cambio se convierte también, en parte, en un problema ético. Aparece en su estudio de la justicia, y en particular de la justicia correctiva que debiera subyacer las transacciones comerciales. Advierte que el cambio se basa en la equivalencia. Considera las necesidades como la base definitiva del cambio, pero cree al mismo tiempo que es esencial una “igualdad armónica” anterior al cambio.12 Así, está del lado de quienes piensan que el valor de cambio existe con independencia del precio y con anterioridad a todo acto particular de cambio. No desarrolló, empero, una teoría de los factores que determinan ese valor de cambio, sino que se conforma con asentar que, aunque los bienes que se cambian son, por esencia, inconmensurables, deben ser, para cambiarse, comparables en alguna forma. Funda esta posibilidad de cambio general, en primer lugar, en la existencia de la demanda mutua que une a la sociedad, “porque si la gente no tuviese necesidades, o éstas fueran desemejantes, o bien no habría cambio o éste no sería como es ahora”. En segundo lugar, hace del dinero “una especie de representante admitido” de la demanda. “Lo mide todo…, por ejemplo, la cantidad de zapatos que equivalen a una casa o a una comida.” Lo que empieza siendo promesa de una teoría del valor termina por ser sólo el enunciado de la función de unidad contable del dinero. Pero el problema está bien planteado, como asimismo el de la función del dinero como “portador de valor”. Aristóteles reconoce que “el dinero es útil atendiendo a cambios futuros”, pero también que su valor, como el de otras cosas, está sujeto a modificaciones. Aunque debemos a Aristóteles los comienzos de un verdadero análisis del problema del valor de cambio, fue el aspecto ético de la opinión de Aristóteles el que sirvió de contenido a las teorías medievales del cambio, que encontraron su primera aplicación en la doctrina del “precio justo”. Hasta el nacimiento de la economía política clásica en el siglo XVIII no aparece la primera teoría positiva del valor. En Aristóteles encontramos la primera separación y reunión de los puntos de vista positivo y ético respecto del proceso económico. Su visión de la sociedad es análoga a la de Platón. Por ejemplo, Aristóteles atribuye los males de la propiedad no a la institución en sí misma, sino a la forma viciosa en que los hombres la administran. Pero está trazada muy claramente la distinción entre las formas que la actividad económica realmente toma y los preceptos éticos a que debiera someterse. Nadie, durante siglos, le superó en el análisis de los principios de una sociedad que pasa de la autosuficiencia agrícola a la industria y el comercio. Sigue siendo también la mejor fuente de inspiración de todos los que desean llegar a una transigencia honrosa entre los empeños más bajos y los más elevados del hombre. Había una institución, la fundamental de la sociedad en que vivía, con la cual fue incapaz de romper: la esclavitud, y esa institución fue la que degradó a su civilización. Sin embargo, no fue en Grecia, sino en Roma, donde estalló la lucha entre la 33 clase explotada del mundo antiguo y sus gobernantes. 3. EL IMPERIO ROMANO Y EL CRISTIANISMO Roma dejó una herencia escasa de estudios específicamente económicos. El gran imperio, a cuyo lado la ciudad-Estado griega parece una insignificante unidad, fue incapaz de producir grandes pensadores sociales. No es posible emprender aquí el análisis de las razones que produjeron esa parquedad de la especulación filosófica en la antigua Roma. Todo lo que puede decirse en relación con la doctrina económica es que la lucha entre la sociedad antigua y la nueva en sus aspectos específicamente económicos, tan viva ante los ojos de los filósofos griegos cuyas opiniones inspiró, parece no haber sido tan marcada en Roma. El Imperio Romano tuvo también su origen en pequeñas comunidades agrícolas, con muy escaso comercio y una rígida división en clases sociales. Pero las condiciones geográficas favorables, la abundancia de recursos naturales, el logro temprano de una especie de cohesión nacional y la conquista de colonias, que durante algún tiempo resolvieron el problema de los agricultores empobrecidos, produjeron una transición rápida a una estructura social más amplia y compleja. Esta transición, aunque más suave, al parecer, que en Grecia, no se llevó a cabo sin conflictos. Las guerras y las conquistas que extendieron el poderío de Roma fueron acompañadas de graves dislocaciones económicas y de un antagonismo de intereses cada vez más intenso entre pobres y ricos. Si empobrecieron a los pequeños agricultores a causa de los impuestos cada vez mayores, aumentaron la riqueza de los grandes terratenientes, prestamistas y mercaderes, y crearon una nueva clase rica de quienes fueron capaces de beneficiarse de la actividad económica acelerada de la guerra y de la reconstrucción. Sin embargo, la fundación del imperio y la consiguiente consolidación de la administración y de la hacienda públicas no tardaron en conducir a un periodo de prosperidad que hizo posible aligerar los impuestos y acallar el descontento con pan y circo. El interés por las cuestiones económicas no se manifestó sino en el ocaso del esplendor imperial; pero aun entonces, la que campea es poco más que una versión de segunda mano de la doctrina griega. El deseo de retornar a las condiciones más primitivas del pasado (vistas también románticamente), una gran estimación por la agricultura, la rigurosa condenación de las formas más recientes de hacer dinero, el ataque a los latifundios, grandes posesiones que se formaron después de las guerras púnicas: tales son los elementos recurrentes del pensamiento social romano. Hay poco original en los escritos de los filósofos, aunque puede decirse que Plinio hizo avanzar un tanto el estudio del dinero al señalar las cualidades que hacen del oro un medio de cambio particularmente satisfactorio. La única novedad importante es el cambio perceptible en la opinión sobre la esclavitud. Ya no hay la justificación de la esclavitud constantemente repetida en las obras de los filósofos griegos, y hasta llega a dudarse que la esclavitud sea una institución 34 natural. En las obras de escritores sobre agricultura (como Columela), interesados en cuestiones técnicas, se califica de ineficaz el trabajo de los esclavos. Plinio era de esta misma opinión. Era cierto que en los grandes latifundios, y a causa de la dificultad de ejercer adecuada vigilancia, la esclavitud se estaba convirtiendo en una forma antieconómica de trabajo; y cuando, después de terminada la época de las conquistas, desapareció la oferta de esclavos nuevos, quedó destruida toda la base económica de la esclavitud para el trabajo de la tierra. Tampoco la industria urbana podía desarrollarse a menos de que desaparecieran gradualmente los esclavos; y si la industria y el comercio (pero no el préstamo) siguieron siendo considerados como ocupaciones plebeyas dignas únicamente de los esclavos, los extranjeros o los plebeyos, ello sólo trajo consigo la decadencia paulatina de la vieja clase gobernante y el nacimiento de una clase de libertos que ocupaban situaciones políticas cada vez más importantes. El Imperio Romano no encontraba solución a los problemas que surgieron después del siglo II de nuestra era. La clase gobernante cuyo poder económico desaparecía se enfrentaba a los plebeyos y libertos oprimidos por el peso de los tributos impuestos por un aparato administrativo demasiado grande, y a una masa de esclavos desesperados. Esta decadencia interna y la debilitación del dominio militar sobre las provincias lejanas produjeron el hundimiento final del imperio, el cual, aunque no produjo un cuerpo de doctrina económica, dejó dos legados importantes. El conjunto de leyes que ha tenido la influencia más profunda en las instituciones jurídicas, nació y se desenvolvió en la época de esplendor del imperio, cuando durante algún tiempo los patricios, los nuevos terratenientes y las clases comerciales pudieron vivir en una paz relativa. En primer lugar, el intercambio que tuvo Roma con otros pueblos desde tiempos muy remotos, puso en contacto sistemas legales diferentes y creó el interés por los problemas de sus relaciones. El ius gentium fue el cuerpo de todas las leyes que eran iguales en naciones diferentes y que fueron creadas por las necesidades de un mismo proceso histórico. De este concepto nació más tarde la idea del derecho natural, que tuvo influencia considerable en la evolución del pensamiento económico. De importancia más directa fueron las doctrinas que formularon los juristas romanos para regular las relaciones económicas. Sostuvieron los derechos de la propiedad privada casi sin límites y garantizaron la libertad de contrato en una medida que parece rebasar las condiciones de aquel tiempo. Estos dos rasgos del derecho romano, fundamentales en lo que concierne a las relaciones económicas, revelan hasta dónde había desarrollado Roma el mecanismo del comercio moderno. Reflejan el carácter marcadamente individualista de la estructura económica romana, en agudo contraste con la supervivencia de elementos de grupo más rígidos en la economía, mucho menos desarrollada, de la sociedad griega. Nada tan sorprendente como la diferencia entre la opinión de Aristóteles sobre la propiedad y la inherente al derecho romano; en la primera, un fuerte elemento ético limita los derechos de propiedad, y en la segunda campea un individualismo ilimitado. Así, mientras Aristóteles se convirtió en el filósofo de la Edad Media y en una de las fuentes del derecho canónico, el derecho romano sirve de base importante a las doctrinas e 35 instituciones legales del capitalismo. Aunque el derecho y las costumbres del imperio no parecen haber influido sobre los males de su orden social, Roma fue el suelo nativo de los mayores movimientos de rebeldía en la antigüedad. En sus orígenes, el cristianismo está dentro de la tradición de los profetas hebreos. El Mesías vendrá, había dicho Isaías, “…para predicar la buena nueva a los abatidos, y sanar a los de quebrantado corazón; para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados”.13 Y Jesús, después de leer estas palabras en la sinagoga de Nazaret, añadió: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír.”14 Sea cual fuere la opinión que se tenga de los Evangelios, es indudable que Jesús se daba cuenta de que Su misión como Mesías incluía la de emancipador de los pobres y los oprimidos. Como los profetas, condena a los explotadores del débil y a quienes, sin la menor consideración para sus prójimos, acumulan riquezas; como ellos, les advierte que recibirán su justo castigo por la ira de Dios. Sin embargo, son grandes las diferencias entre las enseñanzas de Jesús y las de los antiguos profetas hebreos. Cuando éstos formulaban sus protestas, todavía estaba vivo el recuerdo de la comunidad tribal con sus obligaciones de grupo. Podían volver sus ojos a ella y apelar a sus costumbres y leyes en sus ataques contra la fuerza invasora de la nueva sociedad dividida en clases sociales. Con algunas excepciones, hubo en los profetas el elemento romántico de los laudatores temporis acti. Tal elemento no está del todo ausente de los Evangelios, pero en ellos ya no se concede la mayor importancia a las tradiciones heredadas de la comunidad primitiva, sino a las nuevas normas de conducta social, desde la justicia hasta el amor. En cierto sentido, los Evangelios son más revolucionarios que los libros de los profetas. Su base es más universal, ya que su llamado se dirige no sólo a las clases oprimidas, sino a toda la humanidad, y su finalidad era, no la eliminación de los abusos individuales, sino el cambio completo de la conducta del hombre en la sociedad. También hay grandes diferencias entre las enseñanzas de Cristo y las de los filósofos griegos. Hemos visto ya que las doctrinas económicas de Platón, y en cierta medida las de Aristóteles, nacían de la aversión aristocrática por el desarrollo del comercialismo y de la democracia. Sus ataques contra los males que acarrea el afán de acumular riquezas son reaccionarios: miran hacia atrás, y el de Cristo mira hacia adelante, pues exige un cambio total en las relaciones humanas. Aquéllos soñaban con un Estado ideal, cuyas fronteras coincidían con los límites de la ciudad-Estado, destinado a brindar una “buena vida” tan sólo a los ciudadanos libres; Cristo pretendió hablar por todos y para todos los hombres. Platón y Aristóteles habían justificado la esclavitud; las enseñanzas de Cristo sobre la fraternidad entre los hombres y el amor universal eran incompatibles con la institución de la esclavitud, a pesar de las opiniones expuestas después por Santo Tomás de Aquino. Los filósofos griegos, interesados sólo por los ciudadanos, sostuvieron opiniones muy rígidas sobre la diferente dignidad de las distintas clases de trabajo, y consideraban las ocupaciones serviles, con excepción de la agricultura, como propias sólo de los esclavos. Cristo, al dirigirse a los trabajadores de Su tiempo, proclamó por vez primera la valía material tanto como espiritual de cualquier clase de trabajo. 36 Pero los mismos factores que hicieron al cristianismo más revolucionario, lo hicieron también más utópico. Los esclavos, los campesinos pobres, los pescadores y los artesanos, entre quienes estaban los primeros y más vehementes discípulos de Cristo, no pudieron encontrar en su sociedad las condiciones que hubieran hecho posible transformarla. En la principal lucha social de su tiempo, que tenía lugar entre patricios y plebeyos (complicada por el conflicto entre los pueblos de las colonias conquistadas y sus conquistadores imperiales), tuvieron poca participación los esclavos y el proletariado urbano. Pero los plebeyos, los otros gobernantes posibles, no pudieron adquirir fuerza económica, porque aún no había una industria suficientemente desarrollada. La base de la riqueza de los plebeyos era predatoria: explotación colonial, usura o monopolio. Por consiguiente, la lucha entre plebeyos y patricios no produjo una nueva clase gobernante, sino la decadencia de la sociedad romana. Los esclavos y los “proletarios”, en la medida en que abrazaron la religión nueva y sus doctrinas sociales, tuvieron que abandonar toda esperanza de mejorar su situación material. Los aspectos espirituales de la nueva enseñanza se fortalecieron; entre ellos y los problemas económicos materiales de la época surgió una oposición manifiesta, y al final quedó muy poco que tuviera una importancia social inmediata. Pero fue durante ese periodo cuando la Iglesia floreció como una institución feudal profundamente arraigada en la estructura económica de la sociedad medieval. Al llegar a la Edad Media advertimos que las palabras de Cristo ya no son suficientes como base de las doctrinas de la Iglesia, que, incorporadas en el derecho canónico, gobernaron toda la conducta de los hombres. Los cimientos del pensamiento medieval lo formaron, además de los preceptos éticos que la enseñanza social de Cristo había contenido originariamente, las doctrinas de Aristóteles, derivadas de un trasfondo histórico diferente e inspiradas por motivos diversos. 4. LA EDAD MEDIA Y EL DERECHO CANÓNICO Hoy día son raras las controversias sobre el tiempo que abarca la expresión Edad Media. En general, se considera que comprende un periodo de mil años, aproximadamente, desde la caída del Imperio Romano en el siglo v hasta mediados del XV. Sólo historiadores interesados en alguna tesis determinada señalan límites más precisos, los cuales no son necesarios a nuestros propósitos. Desde nuestro punto de vista, la época es importante sólo como indicio del tiempo durante el cual fueron preeminentes cierta forma de sociedad y ciertas teorías sociales. Tampoco necesitamos adscribirnos a ninguno de los modos diversos de valuar la calidad de la vida medieval, asunto que todavía suscita vivas controversias. A las sociedades sucesivas y a sus teorizantes siempre les resulta tentador mirar el pasado a través de cristales oscuros o rosados. Muchos historiadores liberales de la economía no ven en la Edad Media sino estancamiento. Impresionados por el enorme desarrollo que habían tenido el capitalismo y sus formas políticas, no pueden sino desdeñar el lento proceso económico de los 37 tiempos anteriores. A la inversa, aquellos cuyas opiniones sociales se inspiraron en una reacción contra el capitalismo, destacan el orden y la estabilidad de la sociedad medieval e ignoran los males que fueron sus acompañantes indispensables. Una opinión realista debe evitar esta parcialidad y apreciar la estructura social de la Edad Media en su integridad, aunque contuviera elementos muy dispares. En la actualidad, existe un acuerdo casi general sobre un punto: ya no se consideran como una laguna en la evolución social los mil años que van desde la caída de Roma hasta la caída de Constantinopla. Fueron muy reales las oscuras épocas de barbarie que abrumaron a las civilizaciones griega y romana, pero no condujeron a un rompimiento completo entre la sociedad de la antigüedad y la de la Edad Media. Los rasgos esenciales de estructura social de la Edad Media, los relativos a la distribución y regulación de la propiedad, sobre todo de la tierra, tuvieron su origen en procesos que ocurrieron en el último periodo del Imperio Romano. Ni hubo tampoco una ruptura total al terminar la Edad Media; la caída de la sociedad feudal fue lenta, y el capitalismo comercial se gestó en las entrañas del mundo medieval. La impresión de estancamiento y de aislamiento histórico que a veces produce la Edad Media se explica sólo por el hecho de que a los observadores modernos, acostumbrados a los rápidos cambios de los últimos doscientos años, les parece que aquel orden social perduró larguísimo tiempo. La esencia de la sociedad medieval estriba en la división en las clases de señores y siervos, derivada de la estructura de los latifundios de la última época romana. La creciente escasez de esclavos produjo un cambio en el método de administración de las grandes propiedades, si bien la propiedad territorial conservó aún sus atractivos. En vez de cultivar ellos mismos esas propiedades por medio de gran número de esclavos, los propietarios arrendaban, aparte de su propio dominio, parcelas a arrendatarios libres o a esclavos, a cambio de una renta en especie y dinero y de que les cultivaran sus dominios. Existía, además, la necesidad de asentar en las fronteras una población militar para fines de defensa, y esto condujo también a la formación de una clase de colonos que poseían ciertos privilegios, pero que, a la vez, estaban sujetos a muchas obligaciones. En el siglo IV, el arrendatario libre fue adscrito a la tierra, y así empezó un nuevo sistema de servidumbre que con el tiempo remplazó eficazmente a la esclavitud antigua. La decadencia del imperio puso en manos del terrateniente cada vez mayores facultades administrativas y convirtió su heredad en la nueva unidad económica y política, precursora del señorío medieval. Poco significaron las aportaciones de otros pueblos a la estructura social que así se produjo. Algunos de ellos habían creado ya por sí mismos una organización económica análoga, o la crearon después. Otros la lograron mediante sus relaciones con Roma. Aunque su experiencia inicial era diferente, los pueblos del norte de Europa, sobre todo los germanos, al fin crearon también un sistema señorial. Los factores más poderosos de esta evolución fueron: la expoliación de tierras realizada por conquistadores que se convirtieron en reyes, y las concesiones de tierras que éstos otorgaban a sus partidarios presentes o futuros. Así nació el sistema de los señoríos feudales, cuya amplitud y complejidad variaban, extendiéndose a veces a todo un imperio y otras sólo a unas 38 cuantas fincas, pero su carácter era el mismo: una división rigurosa en diferentes clases sociales con derechos y deberes diferentes y minuciosamente definidos. No sólo en cuanto a la tierra, sino también en el comercio y la industria el avance prosiguió sin interrupción desde sus comienzos en Roma. El comercio oriental del imperio, aunque de alcance limitado, era importante y sirvió de base al comercio medieval de las ciudades italianas; a él se sumó el extenso comercio que hacía el Imperio de Oriente. Y tanto los normandos como los musulmanes, que habían empezado siendo guerreros saqueadores, acabaron por convertirse en comerciantes. Las industrias, aparte de la construcción, no estaban muy desarrolladas en Roma, y también en la Edad Media, por lo menos hasta sus últimos años, permanecieron limitadas a las necesidades de un pequeño mercado local y a unos pocos productos de gran importancia para el tráfico a larga distancia. Pero ya en Roma la regulación de la industria iba cayendo en manos de asociaciones voluntarias de todos los individuos dedicados al mismo ramo. Los dos elementos de los gremios medievales, la sociedad fraternal y el monopolio, estaban ya presentes en aquellos collegia romanos, aun cuando es imposible reconstruir una línea directa de descendencia. ¿Cuál era el principio unificador de esta sociedad medieval, tan tajantemente dividida en clases y grupos sociales? En primer lugar, el principio mismo de la división era considerado como el fundamento de la sociedad. En la Edad Media se admitía sin discusión la desigualdad terrenal de los hombres. Las actividades de cada individuo estaban reguladas de acuerdo con su posición. Su lugar en la sociedad, así como sus deberes y privilegios, estaban minuciosamente definidos en relación con los rasgos políticos fundamentales de su Estado. Aunque la comunidad orgánica de la tribu había desaparecido en definitiva, y la desigualdad y la coacción habían remplazado a la libre asociación entre iguales, no existía aún un “individualismo atómico”. Las exigencias de fidelidad al grupo eran simplemente más numerosas y diversas y se imponían por medio de la coerción con frecuencia brutal. El segundo principio unificador, estrechamente relacionado con el primero, lo proporcionaba el papel de la Iglesia. Después de la caída de Roma, la Iglesia había adquirido cada vez más los caracteres de una institución, aumentando mucho su poder espiritual y material. En la Edad Media se convirtió, en su aspecto secular, en uno de los pilares más importantes de la estructura económica existente. Su propiedad territorial había crecido en tal grado, que la Iglesia era el más poderoso de los señores feudales. Pero mientras que los señoríos feudales temporales estaban dispersos y carecían de lazos de unidad nacional, la Iglesia poseía una unidad de doctrina que le daba un poder universal. Esta combinación de poder secular y espiritual tuvo por consecuencia una armonía completa entre las doctrinas de la Iglesia y la sociedad feudal. Esta armonía es lo que explica por qué la Iglesia podía pretender dirigir todas las relaciones y toda la conducta de los hombres en este mundo y al mismo tiempo dictar los preceptos que los llevarían a su salvación espiritual. También explica por qué las doctrinas económicas resultantes de esa pretensión no eran inadecuadas para las condiciones de aquel tiempo.15 Las ideas económicas formaban parte de las enseñanzas morales del cristianismo. 39 Pero, sin embargo, el dogma cristiano no resultó suficiente. El mundo medieval no podía renunciar a la naturaleza ética de sus doctrinas sin perder su razón de ser espiritual; pero, puesto que sus raíces también se hundían en las condiciones económicas de la sociedad feudal, combinó las enseñanzas de los Evangelios y de los primeros Padres de la Iglesia con las de Aristóteles, el filósofo que había atemperado sus opiniones realistas sobre el proceso económico con postulados éticos. En todas las discusiones canónicas sobre instituciones y prácticas económicas, encontramos la unión de la ética económica, que había formado parte de la misión espiritual del cristianismo, y las instituciones existentes con todas sus imperfecciones. Muchas veces esta unión no era sólida, pero no se rompió hasta que las instituciones empezaron a desmoronarse bajo la presión de fuerzas económicas nuevas. Los canonistas aceptaron la distinción aristotélica entre la economía natural del hogar y la antinatural de la ciencia del abastecimiento, o sea el arte de ganar dinero. La economía es, para ellos, un cuerpo de leyes, no en el sentido de leyes científicas, sino en el de preceptos morales encaminados a conseguir la buena administración de la actividad económica. La parte de la economía que en la práctica era muy parecida a la que había expuesto Aristóteles, se apoyaba en una base de teología cristiana. Ésta condenaba la avaricia y la codicia y subordinaba el mejoramiento material del individuo a los derechos de sus semejantes, hermanos en Cristo, y a las necesidades de la salvación en el otro mundo. De esta guisa pudo la Iglesia condenar unas veces las prácticas económicas que aumentaban la explotación y la desigualdad, y otras veces predicar la indiferencia hacia las miserias de este mundo. En general, defendía la desigualdad de situaciones que Dios había designado a los hombres. La mayor importancia concedida a este último punto es lo que distingue a los canonistas de los primeros Padres de la Iglesia. Los Evangelios y los Padres dejan una impresión rotunda de oposición a los bienes de este mundo. Aun cuando no condenan en absoluto la institución de la propiedad, invariablemente atacan muchas de sus manifestaciones. Cristo había condenado el deseo de riquezas y San Jerónimo había dicho: “Dives aut iniquus aut iniqui haeres.”16 Se puso en duda todo el fundamento del comercio, al argüir Tertuliano que eliminar la codicia era eliminar la razón de la ganancia y, por lo tanto, la necesidad del comercio. San Agustín temía que el comercio apartase a los hombres de la búsqueda de Dios; y a principios de la Edad Media era común en la Iglesia la doctrina de que “nullus christianus debet esse mercator”.17 Pero a fines de la Edad Media estas opiniones sobre la propiedad y el comercio se encontraron en diametral oposición con un sistema económico firmemente atrincherado que descansaba en la propiedad privada y con un comercio muy ampliado producido por el crecimiento de las ciudades y la expansión de los mercados. Ante esta nueva situación económica no podía prevalecer la intransigencia de la Iglesia primitiva. No obstante que algunos escolásticos, como el dominico Raimundo de Peñafort, maestro general de la orden, seguían condenando el comercio,18 en el más importante de ellos, Santo Tomás de Aquino, encontramos una clara tendencia a conciliar el dogma teológico con las condiciones imperantes de la vida económica.19 Respecto de la propiedad, no admitía los 40 derechos ilimitados que concedía el derecho romano, que de nuevo empezaba a privar, y encontraba en la distinción aristotélica entre el poder de adquisición y administración y el poder de uso una separación importante de dos aspectos de la propiedad. El primero confería derechos al individuo, y los argumentos con que Santo Tomás lo defiende son los mismos que ya hemos visto en el ataque de Aristóteles contra Platón. El segundo impone al individuo obligaciones en interés de la comunidad. Así pues, no la institución en sí misma, sino el modo de usarla es lo que determinaba su bondad o su maldad. Era el más allá lo que importaba: la conducta en este mundo tenía que ser juzgada por referencia a la salvación definitiva. Santo Tomás no pretendía que la riqueza fuese natural y buena en sí misma, sino que la clasificaba entre otras imperfecciones de la vida terrena del hombre, inevitables, pero que debían mejorarse tanto como lo permitiera su propia naturaleza. Aunque estaba dispuesto a llegar, en sus restricciones del derecho de propiedad, hasta el punto de justificar el robo por necesidad, se daba perfecta cuenta de las consecuencias de la posición social en la sociedad medieval. Ordena, por ejemplo, dar limosna, pero sólo hasta el punto en que ello no obligue al dadivoso a vivir en condiciones inferiores a las de su posición social. De este concepto de la propiedad nace naturalmente una transigencia ante el problema del comercio. Santo Tomás no lo considera bueno ni natural; antes, al contrario, comparte la opinión de Aristóteles de que es antinatural, y añade que implica perder el estado de gracia. Pero era un mal inevitable en un mundo imperfecto, y únicamente podía justificarse si el comerciante buscaba sostener con él su hogar y cuando tenía por objeto beneficiar al país.20 Las ganancias obtenidas entonces en el comercio no eran sino la recompensa del trabajo. La justificación del comercio dependía asimismo de si el cambio efectuado era justo, es decir, si lo que se había dado y lo que se había recibido tenían igual valor. En este punto Santo Tomás se inspiró de nuevo en Aristóteles, cuyo análisis del valor de cambio está contenido, como hemos visto, en su estudio de la justicia. Pero también tuvo otra fuente. Los primeros Padres de la Iglesia, no obstante su general antipatía por el comercio, tuvieron que hacerle frente a una práctica que condenaban, pero que no podían abolir; y también habían intentado hacerlo formulando el principio del “precio justo”. Era éste un precio objetivo, inherente a los valores de las mercancías, y apartarse de él era infringir el código moral. Es imposible descubrir qué es lo que, a los ojos de los teólogos, determinaba ese precio, ni explicarlo en términos que tengan alguna semejanza con las teorías económicas modernas. San Agustín, en su famoso ejemplo del comprador honrado, sólo dice que, aunque el vendedor ignoraba el valor del manuscrito que vendía, el comprador pagó el “precio justo”. Más tarde, se encuentra algún intento de formular una teoría del “precio justo” en los escritos de Alberto Magno;* en una breve alusión desarrolla las ideas de Aristóteles insistiendo en que, idealmente, deben cambiarse mercaderías que supongan la misma cantidad de trabajo y de gasto. También Santo Tomás de Aquino parece haber sustentado una vaga teoría del valor de cambio con base en el costo de producción, la cual revistió igualmente una forma ética. El costo de producción se determinaba por el principio de la justicia, a saber, lo que era necesario para la subsistencia del productor. 41 Sin embargo, la idea del “precio justo” expresaba, en general, poco más que la del precio convencional. Sobre todo, estaba concebido para evitar el enriquecimiento por medio del comercio. El Derecho Civil, con sus fundamentos romanos, y el instinto natural del hombre, parecían estimular a éste a vender las mercancías en más de lo que valían. Pero esto, según demostró Santo Tomás, era contrario a la ley divina, superior a las hechas por los hombres; y el instinto común del hombre conduce con frecuencia al vicio. El comercio sólo podía justificarse si se dirigía a promover el bienestar general, y si, además, ofrecía igual ventaja a las dos partes. Fuera de estos argumentos éticos, la idea de un precio convencional no era del todo irreal en los primeros tiempos de la Edad Media; la sociedad de entonces, con su economía aún preponderantemente natural, con las dificultades de transportes, el comercio restringido y los mercados locales, no era un medio apropiado para el libre juego de las fuerzas de la oferta y la demanda. En las condiciones limitadas del comercio, no era irrazonable insistir en precio habitual determinado por una “estimación común”. Además, las opiniones y las prácticas de la autoridad secular apuntaban en la misma dirección que el derecho canónico, aunque se inspiraban en motivos más prácticos. El comercio era aún bastante azaroso como para hacer necesaria la implantación de reglas que aseguran un abastecimiento de mercancías todo lo constante y regular posible; disposiciones contra el monopolio, la especulación y el acaparamiento, y la fijación de precios máximos eran rasgos comunes de la legislación y de los reglamentos de los gremios. Aun así, el avance del comercio fue lo suficientemente rápido para obligar a la Iglesia a retirarse de su posición original. El mismo Santo Tomás había permitido algunas oscilaciones en torno al “precio justo” de acuerdo con las fluctuaciones del mercado; había justificado, en particular, que el vendedor pidiera un precio más alto cuando, de otra manera, sufriría pérdidas. Y otros escritores posteriores formularon nuevas limitaciones. El costo del transporte de las mercancías al mercado, los errores de cálculo y la diferencia de posición de los participantes en el cambio se convirtieron en razones válidas para apartarse del “precio justo”. Con el tiempo se admitió que aun las variaciones de la oferta y la demanda afectaran los precios del mercado; y en el siglo XV, San Antonio, aunque insistía en el principio de la equidad, introdujo tantas distinciones en la doctrina, que la fuerza del “precio justo” objetivo se quebrantó en alto grado y empezaron a “admitirse las fuerzas impersonales del mercado”.21 El debilitamiento de la rigidez del dogma canónico es aún más notable en el caso del otro de sus dos principales preceptos económicos, el relativo a la usura. Las enseñanzas de Cristo en este punto son absolutamente inequívocas. Aunque el único precepto que aparece en los Evangelios22 se interpreta de diversas maneras, ni siquiera la falta de una condenación específica puede alterar el hecho de que el enriquecimiento mediante el préstamo de dinero era considerado como la peor forma de obtener ganancias. La ley hebrea prohibía también el cobro de intereses. El Éxodo (22,25) prohíbe “imponer usura” a ningún miembro del pueblo de Dios, y se ha dicho que, según el Talmud, la prohibición parece de aplicación universal, y no sólo a los judíos entre sí.23 Tuviera razón 42 o no Santo Tomás en pretender que la prohibición bíblica implicaba que un judío podía cobrar intereses a un gentil, sabía muy bien que esto no afectaba en nada al carácter universal de la enseñanza cristiana. Los Padres de la Iglesia condenaron la usura, y aunque algunos escolásticos, sobre todo Duns Scoto, fueron un poco menos intransigentes, la opinión de Santo Tomás de que la usura era injusta era la más generalmente aceptada. La condenación de la usura era parte de la condenación general del cambio injusto. Durante la baja Edad Media, la prohibición de la Iglesia se aplicaba sólo al clero; la ausencia de una economía monetaria avanzada y de oportunidades para invertir lucrativamente capital-dinero hacía innecesario generalizarla. La Iglesia era la única que recibía grandes cantidades de dinero en una época en que los tributos feudales a los señores y a los reyes se pagaban todavía principalmente en especie. Cuando se prestaba dinero, por lo general era a personas necesitadas y con fines de consumo, y el cobro de intereses parecía entonces una explotación y una opresión del débil clara y manifiesta. Cuando los reyes y los príncipes necesitaban dinero podían recurrir a los judíos, que no contaban con otros medios de vida, y para quienes la prohibición originaria de prestar dinero iba perdiendo fuerza, en ausencia de una autoridad doctrinal central. Para la alta Edad Media, con el desarrollo del comercio y las oportunidades para concertar transacciones monetarias, surgieron dos tendencias. Por una parte, la práctica secular se orientó en el sentido de fomentar el préstamo de dinero a interés y de justificarlo con apoyo en el derecho romano; por otra parte, la Iglesia, alarmada ante estos nuevos avances, volvió más rigurosa y universal su prohibición originaria. En el gran Concilio Lateranense de 1179 fue decretada la primera de una serie de medidas restrictivas de la usura.24 El desarrollo de las órdenes religiosas, la mayor parte de las cuales ponían a la cabeza de sus reglas un ascetismo absoluto, fue otro síntoma del mismo movimiento. Los cimientos de los dogmas de la Iglesia también sufrieron un cambio. En las obras de Santo Tomás, la doctrina contra la usura se fundaba en Aristóteles tanto, si no más, que en las Sagradas Escrituras. La oposición de Aristóteles a la usura nacía de su teoría sobre la naturaleza del dinero. El dinero —había dicho— nació como un medio para facilitar el cambio legítimo (natural), que tiene por único objeto la satisfacción de las necesidades de los consumidores. La esterilidad era, pues, parte de su naturaleza esencial, y la usura, que lo hace fructificar, era antinatural. Santo Tomás adoptó esa opinión, y la combinó con la doctrina del derecho romano que distinguía entre bienes consumibles y bienes fungibles. El Derecho Romano en manera alguna había hecho uso de esta distinción en relación con el problema de los préstamos con interés, sino que se limitó a clasificar los bienes según se consumieran con el uso, o no. Aquino y otros canonistas, siguiendo la definición de Aristóteles, pusieron el dinero en la primera categoría y concluyeron que cobrar intereses, además de la devolución de lo prestado, era buscar una ganancia injusta y antinatural. A pesar de la actitud más decidida de la Iglesia y de sus argumentos más elaborados, la práctica de cobrar intereses se generalizó al paso de la expansión económica. La 43 autoridad seglar se interesó cada vez más por la reglamentación que por la prohibición del interés; ya en el siglo XIV eran más frecuentes los decretos que fijaban tipos máximos, y en la época de los descubrimientos, durante los siglos XV y XVI, los canales para hacer inversiones lucrativas aumentaron a tal grado que se hace imposible conciliar las doctrinas de los primeros canonistas con la práctica económica. Igual que en la teoría del “precio justo”, se realizaron modificaciones importantes a la teoría de la usura. Francisco de Mayronis,25 discípulo de Duns Scoto, había dicho: “De iure naturali, non apparet quod [usura] sit illicita.” Sin embargo, era ésta una opinión que se anticipaba mucho a su tiempo. El repliegue del derecho canónico en general fue más lento e implicó la concesión de excepciones más bien que el abandono del principio. De esas excepciones fue la más importante la doctrina del damnum emergens, la pérdida experimentada por el prestamista, que ya había llevado a Santo Tomás a suavizar el rigor del “precio justo”. Cuando ocurría una dilación o retraso (mora) en el pago de un préstamo, el prestamista estaba autorizado para exigir una multa convencional. La Iglesia suponía que se había sufrido uno pérdida bona-fide o que la demora había sido legítima. Pero estas excepciones abrieron la puerta al cobro de intereses sin muchas distinciones. La mora se acortó hasta que entre los últimos teólogos, como Navarro, surgió la tendencia a dispensar por completo de todo periodo de préstamo gratuito. Aún más importante para quebrantar la prohibición originaria fue la doctrina relativa al lucrum cessans. Perder la oportunidad de ganar por haber prestado dinero vino a ser otra justificación para cobrar intereses. Las controversias sobre este principio fueron largas y embrolladas; pero fue inevitable el triunfo final de esta doctrina, ya que las mayores oportunidades de comerciar hicieron más fácil demostrar que se había sacrificado la ganancia por prestar dinero. Ese triunfo fue aún más completo al reconocer que el prestamista podía reclamar una compensación especial por el riesgo a que se exponía. La commenda (asociación), con frecuencia comanditaria, fue otro método favorito, sobre todo en Londres, para disimular el dar y recibir dinero en préstamo. Se idearon otros subterfugios, como el complicado contractus trinus, para debilitar más aún la barrera con que el dogma teológico impedía el progreso económico. Al final, la prohibición general cayó virtualmente en desuso. Lo que podríamos llamar inversión genuina, que implica el riesgo de pérdidas tanto como la probabilidad de ganancias, comenzó a considerarse legítima. Sólo quedaron proscritos el préstamo de dinero con ganancia pero sin riesgo ninguno, y el préstamo lucrativo a personas necesitadas para fines de consumo propiamente. Esta evolución no fue, en modo alguno, continua; la historia de las discusiones sobre la usura desde el siglo XIII hasta el XVI revela cuánto fluctuaron las ideas, a pesar de que la tendencia general estaba bien definida. Ya hemos visto que Francisco de Mayronis discutía la prohibición general de la usura que aún sustentaban Santo Tomás de Aquino y la doctrina canónica en general. El profesor alemán Eck,26 en una conferencia que dictó en 1514 en la Universidad de Ingolstadt, justificó el contractus trinus y llegó a decir que el mercader que pedía dinero en préstamo era muy justo que pagase el cinco por ciento de interés. Pero la doctrina católica de la época aún era contraria al contractus trinus. 44 Las mismas divergencias existían entre los jefes de la Reforma, a pesar de que las enseñanzas protestantes estaban en general más en armonía con las tendencias económicas de la época. Las opiniones de Lutero no eran muy diferentes de las de los canonistas. Respecto del comercio, creía aún en el “precio justo”, y condenaba la usura con no menos rigor que cualquiera de los escolásticos. Por su parte, Calvino, en una carta famosa escrita en 1574,27 negaba que el cobro de intereses por el uso del dinero fuera pecaminoso en sí mismo. Rechazaba la doctrina de Aristóteles sobre la esterilidad del dinero y sostenía que podía utilizársele en cosas que produjeran un rédito. Sin embargo, distinguía algunos casos en que el cobrar intereses era usura pecaminosa, como el del necesitado que pide dinero obligado por la calamidad. Los escritos de Nicolás de Oresme son, quizá, los que con más claridad presentan las inconsecuencias cronológicas. En su Traictie de la Première Invention des Monnoies,28 escrito hacia 1360, expone una teoría del dinero que revela una visión de los problemas económicos muy diferente de la de sus colegas eclesiásticos. (La única excepción es Buridan, que había echado los cimientos sobre los que se apoyó Oresme.) El tratado empieza con una exposición detallada del origen del dinero que sigue lineamientos aristotélicos, pero enriquecida con un examen cuidadoso de las cualidades que hacen a los bienes adecuados para ser adoptados como moneda. Este examen lleva a Oresme a distinguir entre los usos propios del oro y de la plata en un sistema monetario; y aunque concluye en favor de ambos, su bimetalismo se atenúa al comprobar la necesidad de conseguir que la proporción del valor comercial de los dos metales debe regular la proporción de sus valores monetarios. No sólo es ésta una opinión bimetalista muy moderada, sino que implica que el valor del dinero depende, en última instancia, del valor de la mercancía-moneda, opinión que se encuentra en varias teorías monetarias posteriores. Oresme sostiene que la prerrogativa de acuñar moneda debe estar en manos del príncipe, por ser el representante de la comunidad que goza de prestigio y autoridad mayores. Pero el príncipe no es, o no debe ser, el “dueño de la moneda que circula en su país, porque la moneda es un instrumento legal para el cambio de riquezas naturales entre los hombres… La moneda, por lo tanto, pertenece en realidad a los que poseen aquellas riquezas naturales”. Este concepto de la función de la autoridad monetaria lleva a Oresme a una condenación extraordinariamente impetuosa del envilecimiento de la moneda. El príncipe —dice— no tiene derecho a corromper la riqueza de sus súbditos alterando la proporción, peso o materia de que está hecha su moneda. La ganancia obtenida con la adulteración es peor que la usura, pues es extorsionada a los súbditos del príncipe contra su voluntad y sin la ventaja que obtiene el prestatario del prestamista usurero. La adulteración, pues, es un impuesto disimulado que conduce al desequilibrio del comercio y al empobrecimiento. Y, finalmente —y en esto anticipa la ley de Gresham —, cuando se adultera la moneda, “se les lleva [al oro y a la plata] a otros lugares donde se cotizan más alto, a pesar de todas las precauciones”, y así disminuye en el reino la cantidad de dinero bueno. El espíritu que alienta los escritos de Oresme es el de una época muy posterior. El 45 comercio se da por descontado y, no obstante su observancia del dogma teológico, los problemas del mercader son los que más preocupan a Oresme. Su principal interés estriba en proteger a la clase comerciante de las prácticas opresivas del príncipe, problema que empezaba a ser cada vez más real, si bien no atraía aún a muchos otros pensadores. Oresme anticipa la transformación que el punto de vista de la Iglesia respecto del problema económico había de experimentar en una etapa posterior y la dirección que, en definitiva, seguiría el pensamiento secular. En cuanto a la doctrina misma de los canonistas, hemos visto cómo se fueron debilitando constantemente sus enseñanzas a medida que el comercio se desarrollaba, hasta perder por completo el poder de regular la vida económica. Esta situación entra en una nueva fase con la Reforma. Entonces fue claro que la Iglesia ya no podía impedir el desarrollo del capitalismo comercial, cualesquiera que fuesen las opiniones de los grandes promotores del movimiento protestante. No tenemos por qué dilucidar aquí si, como se ha dicho, las doctrinas protestantes y puritanas condujeron al desarrollo del espíritu capitalista y, por lo tanto, del capitalismo mismo. Porque con el fin del derecho canónico sobrevino un cambio profundo en la relación entre el pensamiento teológico y el económico. La armonía entre el dogma de la Iglesia y la sociedad feudal, que al principio de esta sección dijimos que había sido causa del carácter omnímodo del derecho canónico, llegó a su fin con la decadencia de la sociedad feudal. El pensamiento de los canonistas era esencialmente una ideología, y en materias económicas no era sino una representación ilusoria de la realidad. Tuvo éxito mientras los conflictos de la realidad no fueron muy agudos; pero al agudizarse esos conflictos, los elementos antitéticos de aquella ideología fueron adoptados por los partidos contendientes, y así perdió su carácter universal originario. Aunque la enseñanza teológica intentó hacer concesiones a las necesidades de la época, no pudo abandonar su naturaleza esencial. Al ahondarse el abismo entre los preceptos y la práctica, los fundamentos sobre los que descansaban los preceptos pudieron salvarse únicamente arrojando por la borda la pretensión de que tenían una relación directa con los negocios prácticos, y se efectuó una separación en virtud de la cual el dogma religioso dejó de representar tanto un análisis de la sociedad existente como un código de conducta. La religión se convirtió en algo distinto y aparte de las otras ramas del pensamiento, particularmente de las relativas a los problemas mundanos de la adquisición de riquezas. Aunque alguna otra vez se hicieron intentos por introducir elementos éticos en la corriente principal de la doctrina económica, ésta fue desde entonces independiente de la religión. Así quedaron sentadas las bases de una ciencia secular de la economía. 46 47 1 Gide y Rist empiezan su historia con los fisiócratas del siglo XVIII. Cannan en su Repaso a la teoría económica (ed. FCE), p. 9, dice que “nos llevaríamos una desilusión” si esperásemos encontrar “especulaciones económicas interesantes en los escritos de los filósofos griegos”. Dühring (Kritische Geschichte der National Ökonomie und des Sozialismus, 1874), dice que ni el pensamiento antiguo ni el medieval aportaron nada “positivo” a la ciencia económica. Schumpeter (Epochen der Dogmen und Methodengeschichte, 2a. ed., 1925) admite la influencia indirecta de la filosofía griega, pero minimiza sus aportaciones particulares. Marx, en un capítulo que escribió para el Anti-Dühring de Engels, hace justicia al pensamiento económico griego (o, por lo menos, a Aristóteles), aunque con su acostumbrada tendenciosidad. 2 Por ejemplo, Lv., 25, 10, 11. 3 Por ejemplo, 1 R., 1, 5, 13 ss. 4 Por ejemplo, Ex., 12, 26-7; Dt., 24, 6. 5 Por ejemplo, Am., 8. 6 Por ejemplo, Is., 11. 7 R. H. S., Crossman, Plato To-Day (1937), p. 111. 8 Platón, La República, libro II. 9 Aristóteles, Política (trad. de Jowett), lib. I, 9. 10 Aristóteles, op. cit. 11 A. Gray, The Development of Economic Doctrine (1931), p. 27. 12 Aristóteles, Ética, lib. V. 13 1s., 61, 1. 14 Lc., 4, 21. 15 Cf. H. Pirenne, Historia económica y social de la Edad Media, trad. de Salvador Echavarría, México, FCE, 11a. ed. (1973), para una exposición detallada de las razones que hicieron de la Iglesia la institución feudal más importante. 16 Citado por L. Brentano, Ethik und Volkswirtschaft in der Geschichte (1901), p. 5. 17 Ibid., pp. 6, 7. 18 G. O’Brien, An Essay on Medieval Economic Thinking (1920), p. 149. 19 Véase A. E. Monroe, Early Economic Thought (1924), pp. 53-57, para unos extractos que contienen los principales argumentos económicos de Santo Tomás. 20 A. E. Monroe, op. cit., p. 63. * Para una historia de esta teoría, véase el libro de R. Kaulla, Theory of the Just Price (1940). [T.] 21 R. H. Tawney, Religion and the Rise of Capitalism (1929), p. 41. (Existe traducción española con el título de La religión y el orto del capitalismo.) 22 Lc., 6, 35. 23 Véase L. Brentano, Die Anfänge des Modernen Kapitalismus (1916), p. 191, que cita a Funk, Die Juden in Babylonien (1902). 24 W. J. Ashley, An Introduction to English Economic History and Theory (1914), vol. I, parte I, p. 149. 25 L. Brentano, Ethik und Volkswirtschaft in der Geschichte, p. 17. 26 G. O’Brien, op. cit., p. 211. 27 R. H. Tawney, op. cit., p. 106. 28 Para un resumen, véase A. E. Monroe, op. cit., pp. 79-102. 48 49 II. EL CAPITALISMO COMERCIAL Y SU TEORÍA 1. LA DECADENCIA DEL ESCOLASTICISMO EL SISTEMA clásico de la economía política fue preparado en los tres siglos que transcurrieron entre la baja Edad Media y la aparición de La riqueza de las naciones. Durante ese periodo de vehemente discusión económica el número de escritores y de escritos sobre la materia aumentó rápidamente. Hasta hace poco fue un tanto desdeñada esa abundante producción teórica; pero en las últimas décadas los historiadores le han prestado más atención, y hoy es posible tener una idea más clara del desarrollo de la doctrina económica de fines del siglo XV a fines del XVIII. Desde un punto de vista técnico-económico muchos de los escritos de aquel tiempo merecen ser estudiados en detalle; mas, para nuestro propósito actual, bastará bosquejar la tendencia general del movimiento teórico. La economía política preclásica puede dividirse en dos partes: la primera es, en gran parte, el reflejo del nacimiento del capitalismo comercial y generalmente se le llama “mercantilismo”: a ella dedicaremos el presente capítulo; la segunda, que acompañó a la expansión del capital industrial a fines del siglo XVII y principios del XVIII, comprende los verdaderos fundadores de la ciencia de la economía política; trataremos de ella por separado en el capítulo siguiente. Todo estudio de la teoría mercantilista debe ir precedido de una exposición de los cambios que condujeron desde la economía feudal particularista hasta el desarrollo del comercio entre Estados-naciones grandes, ricos y poderosos. La historia de esos cambios ha sido narrada muchas veces. En la desaparición del mundo medieval operaron gran número de factores. La aparición de los Estados nacionales, impacientes por destruir tanto el particularismo de la sociedad feudal como el universalismo del poder espiritual de la Iglesia, dio por resultado un interés mayor por la riqueza y la aceleración de la actividad económica. El relajamiento de la autoridad doctrinal central, producido por la Reforma, y los progresos del concepto de derecho natural así en la jurisprudencia como en el pensamiento político, prepararon el terreno para un punto de vista racional y científico respecto de los problemas sociales; y la invención de la imprenta creó nuevas posibilidades de intercambio intelectual. El feudalismo también resultaba inadecuado para regular la producción. La revolución en los métodos de cultivo agrícola destruyó las bases de la economía feudal, provocando la sobrepoblación rural, una conmutación creciente de los tributos feudales, el aumento de las deudas de los señores feudales y su necesidad de recurrir al comercio y a nuevos métodos agrícolas para surtir el mercado. Otro factor poderoso fueron los descubrimientos marítimos, que produjeron una expansión enorme del comercio exterior. Esos dos procesos estaban íntimamente ligados entre sí. En Inglaterra, por ejemplo, donde puede observarse con más claridad el desarrollo del capitalismo, el crecimiento del comercio destruyó la agricultura de consumo, obligándola cada vez más a acudir al 50 mercado. Así se aceleró grandemente el movimiento de cercamiento, quizá el fenómeno económico más importante de la baja Edad Media y comienzos de la Moderna. A veces tuvo por objeto dar mayor alcance a los nuevos métodos de cultivo; y otras convertía las tierras arables en pastos, con las consecuencias que han descrito a menudo los historiadores sociales. En uno y otro caso, hizo a la agricultura más dependiente de las necesidades de los grandes mercados y del capital mercantil que los dominaba. El crecimiento del comercio exterior aceleró la acumulación del capital comercial. Este capital se invertía con bastante frecuencia en tierras, por razones de lucro, para buscar poderío político o simplemente por prestigio, mientras que entre los aristócratas terratenientes tenía lugar un movimiento contrario. Los enlaces matrimoniales completaron la unión entre el capital financiero, el capital comercial y los poseedores de bienes raíces. A la revolución comercial acompañaron ciertos cambios en la organización de la producción. Se inició una nueva etapa en la que el capitalista mercader dominaba el proceso productivo, que realizaban pequeños artesanos. Las ganancias del mercader eran producto del monopolio y de la extorsión. En esta fase, el dominio del capitalista mercader fue absoluto. Pero esta fase evolucionó inevitablemente hacia una forma primitiva de capitalismo industrial: la producción a la orden o sistema Verlag.* Entonces apareció una clase especial de manufactureros-comerciantes que empleaban a artesanos semiindependientes que trabajaban en sus casas. Esta clase se reclutaba entre los capitalistas mercaderes y entre los artesanos, y sus intereses eran opuestos a los de los capitalistas “puramente” comerciantes, que monopolizaban el comercio al por mayor y el de exportación. El siglo XVII presenció la rivalidad entre esos dos métodos de producción: el capitalista comercial y el capitalista industrial incipiente. En aquel siglo (en cierta medida se advierten signos de esto ya en el anterior) empezó la producción fabril mediante el empleo de fuerzas inanimadas, y con ella el capitalismo industrial en pleno. La gran importancia del comerciante en esta fase la revelan no sólo sus funciones en la producción, sino que la manifiestan también los métodos del comercio interior y exterior, y la posición social y política de quienes se dedicaban a él. El monopolio era el medio más importante por el cual los Estados-naciones incipientes trataban de aumentar el comercio y crearse fuentes de ingresos. Al comerciante que deseaba establecer una manufactura determinada le parecía el mejor camino posible tener el monopolio en aquel ramo. La tradición del pensamiento medieval era favorable al privilegio minuciosamente definido y, cosa aún más importante, el monopolio en sí mismo era una forma necesaria de comercio en una época en que eran igualmente grandes la pasión por la aventura y los riesgos. Si, entretanto, la corona imponía un tributo, se le consideraba como un gasto necesario para fortalecer una institución que protegía los intereses comerciales. En la producción y el comercio nacionales, los comienzos del capitalismo industrial condujeron a campañas ocasionales contra los monopolios. Pero los argumentos contra éstos eran argumentos ad hoc dirigidos contra un propietario determinado cuyo privilegio se quería suplantar. El capitalismo industrial incipiente no era contrario al monopolio; se oponía solamente a los monopolios que favorecían a los capitalistas mercaderes. 51 Después de haber suplantado a los antiguos los nuevos intereses se convertían con frecuencia en defensores del monopolio. Sobre todo en la primera mitad del siglo XVII, la agitación antimonopolista se debió a la lucha entre los Verleger y los grandes capitalistas mercaderes. Hasta fines del siglo XVIII (y entonces aún sólo en Inglaterra) no fue plenamente antimonopolista el capital industrial. Ya no necesitaba un monopolio legal, puesto que los nuevos métodos de producción requerían de medios costosos, le daban una ventaja decisiva en la competencia. Y se mostraba ansioso por eliminar todos los obstáculos que se oponían al uso de técnicas nuevas. En el comercio exterior, durante mucho tiempo se ofreció aún menos oposición al régimen de monopolio. A lo largo de los siglos XVI y XVII encontramos a las grandes compañías comerciales privilegiadas que monopolizaban el comercio con regiones diferentes; ellas fueron las primeras que usaron en gran escala la organización por acciones, típicamente capitalista. Entre los grandes monopolios comerciales de aquel tiempo se cuentan los Mercaderes Aventureros, la Compañía de la Tierra de Oriente, la Compañía Moscovita y la Compañía de las Indias Orientales, que era la más importante. El comercio que efectuaban estas compañías y los mercaderes independientes era todavía, en gran parte, un comercio de intermediarios. Se dedicaban al mismo comercio de entrepôt que había enriquecido a Génova, Venecia y Holanda. Este negocio de acarreo muestra la naturaleza del capitalismo comercial en su más pura esencia. Sin embargo, no tardó en complicarse con una forma más avanzada de comercio que implicaba la exportación de las manufacturas mismas del país. La colonización se convirtió en un arma importante para mitigar los azares del comercio. Rara vez fueron suficientes los esfuerzos de los comerciantes y de las compañías para conseguir el dominio de las lejanas regiones con las cuales comerciaban, y tenía que complementarlo el poder del Estado, a cuyo fortalecimiento contribuían en tan gran medida. Los vínculos entre los intereses comerciales y el Estado se estrecharon más, por lo tanto, y la atención de la política estatal se concentró cada vez más en los problemas del comercio. Sintomático de esta unión entre el capital comercial y el Estado es el prestigio de que gozaban algunos comerciantes. Todas las grandes figuras de las compañías comerciales, a las que en breve conoceremos como corifeos del pensamiento económicos de su tiempo, fueron personas de gran influencia política. Por ejemplo, Cockayne (uno de los jefes de la Compañía de las Tierras de Oriente y acreedor de Jacobo I) usó de su influencia con el rey para modificar la reglamentación del comercio de paños a fin de arruinar a los Mercaderes Aventureros. Misselden, señalado mercantilista, llegó a ser miembro de un comité permanente para investigar la decadencia del comercio, comité que más tarde se convirtió en el Board of Trade, o sea el Ministerio de Comercio.1 Cuando Sir Josiah Child defendió a la Compañía de las Indias Orientales, señaló que las compañías por acciones habían unido a aristócratas y comerciantes; y cuando Mun, el más destacado de los mercantilistas, escribió su panegírico de las actividades del comerciante, no hizo sino expresar en forma extrema un sentimiento muy generalizado.2 La evolución económica que hizo poderoso al comerciante destruyó también 52 instituciones y modos de pensar que podían haber interceptado el camino a la expansión comercial. Es notable, en particular, la transformación que experimentan los restos del pensamiento social que se derivaba aún del dogma religioso. Como eco del debate sostenido en una época anterior y más propicia, las disputas entre teólogos, y entre teólogos y pensadores seglares, volvieron a versar sobre los problemas del dinero y de la usura; pero se ahonda la diferencia entre el punto de vista religioso y el seglar: decae la importancia del primero mientras aumenta la del segundo. El énfasis del debate se desplaza a otros asuntos, y aunque, según veremos, aparezcan a veces opiniones curiosamente anacrónicas, ya no son los mismos los que inspiran a los principales protagonistas de la discusión económica. Como ejemplos del pensamiento de ese periodo de transición de la doctrina canonista a la teoría mercantilista podemos mencionar a Tomás Wilson, Carlos Molinaeus, Juan Bodino y Juan Hales. Los dos primeros son típicos representantes de la última fase de la discusión sobre la usura, y el tercero y el cuarto del progreso del pensamiento humanista. Carlos Molinaeus, ilustre abogado francés del siglo XVI, había escandalizado a sus contemporáneos con su Tractatus Contractuum et Usurarum (1546),3 en el que defendía el cobro de intereses, siempre que se fijara una tasa máxima. Su posición, pues, se diferenciaba muy poco de la de Melanchton y de la del católico Navarro: pero quizá por la persecución de que fue objeto por herejía, y quizá también porque el pensamiento seglar tenía ya gran importancia, parece que sus opiniones se consideraron más merecedoras de oposición que las de los teólogos. Tomás Wilson, en su Discourse upon Usury, hace que uno de sus personajes, a quien después convierte, se apoye en Molinaeus.4 Las opiniones personales de Wilson eran violentamente opuestas a la usura. No admitía ninguna de las excepciones que por aquel tiempo eran generalmente aceptadas. Para él, sólo la mora genuina podía justificar el cobro de intereses. Parece que las opiniones de Wilson tuvieron en su tiempo cierta influencia en la legislación, si no en la práctica.5 Cuando más adelante y por diferentes motivos volvieron los mercantilistas a oponerse al cobro de intereses, se apoyaron en las opiniones de Wilson. Los tratados de Juan Bodino y de Juan Hales son más importantes para la historia de la economía que esas últimas escaramuzas de una batalla que ya estaba a punto de terminar. Bodino, cuya influencia tuvo importancia más inmediata en el campo de las ideas políticas, se distinguió por la publicación de un tratado muy avanzado sobre la moneda. En su Réponse aux Paradoxes de Malestroit,6 publicada en 1569, da la primera explicación meditada de la revolución de los precios en el siglo XVI. Atribuye el alza de los precios, de la cual cita algunos ejemplos, a cinco causas: la abundancia de oro y plata, la práctica de los monopolios, la escasez causada en parte por la exportación, el fausto del rey y de los grandes señores, y la adulteración de la moneda. De todas ellas, la primera es la más importante. Su aseveración de que “la causa principal que eleva el precio de todas las cosas, en cualquier país que sea, es la abundancia de lo que regula la estimación y el precio de aquéllas”,7 es la primera exposición clara de una teoría cuantitativa de la moneda. Pasa Bodino a tratar del aumento de la moneda, cuya causa 53 encuentra en la expansión del comercio, sobre todo con los países sudamericanos, en los que abunda el oro. El estudio de las diferentes formas como el comercio exterior llevó más oro a Francia, es de un tono notablemente moderno. También lo es, aunque en menor grado, la reprobación del alza de los precios debida a los monopolios. La tercera causa de carestía, la escasez de artículos nacionales, no es más que un corolario de la primera: el influjo del dinero de España y de otras naciones comerciantes. Bodino no da gran importancia a la cuarta causa, pero tiene cierta afinidad con la teoría monetaria de algunas escuelas modernas. Se refiere a los efectos inflacionistas del gasto, al contrario que el atesoramiento, pues si el aumento de oro se hubiera “ahorrado”, habría sido mucho más pequeña el alza de los precios. El estudio que hace Bodino de la quinta causa es digno descendiente del análisis de Oresme acerca de la naturaleza y efectos de la adulteración, pues con pruebas históricas y deductivas Bodino demuestra que la adulteración produce el alza de los precios. Bodino distingue los aumentos de precios debidos a causas monetarias generales de los que son de naturaleza más particular; en los remedios que propone se adelanta mucho a su tiempo, lo mismo que en el diagnóstico: cuando se juzgaban indispensables restricciones muy severas del comercio, él formuló la opinión de que el comercio debía ser libre. Igualmente moderno en el tono, aunque sustancialmente diferente, es A Discourse of the Common Weal of this Realm of England, publicado en 1581, cuyo autor, designado primeramente con las iniciales W. S., se cree actualmente que es Juan Hales, un erudito que terminó en funcionario público. Como miembro de la comisión de cercamientos organizada por el Protector Somerset, Hales estuvo en estrecho contacto con los problemas sociales de su tiempo. En los diálogos de este Discourse se muestra bien enterado del descontento que estaba produciendo la revolución agraria; pero sus soluciones tienen siempre el carácter de concesiones. Es un humanista, aunque con mucho menos visión que Bodino, y su punto de vista sobre las cuestiones sociales es racional y práctico. No condena el afán de lucro, que considera un rasgo imborrable de la naturaleza humana, y aunque todavía cree en las virtudes medievales de la justicia en todos los tratos, sus proposiciones para gobernar el interés personal en beneficio del bien común son de la misma sustancia con que formó sus doctrinas una época posterior. El Estado debería concebir sus leyes de manera que el interés personal corriera por canales que llevaran al beneficio general. No debían condenarse los cercamientos, por ejemplo, los que mejoran la tierra cultivable; únicamente los que producen desocupación al convertir en pastos tierras laborables debieran impedirse, haciendo libre la exportación de trigo y restringiendo la de lana. La misma actitud práctica se encuentra en la opinión de Hales sobre las importaciones. Se adelanta a su época al descartar la restricción general de las importaciones; pero no va tan lejos como Bodino, porque deseaba evitar las compras de “bagatelas” en el extranjero. Además, deploraba la exportación de materias primas inglesas que después se importaban, una vez manufacturadas en el extranjero, pues el país perdía ese trabajo. Hales, como Oresme, atribuye muchos males económicos a la adulteración de la moneda. Su aportación personal, si bien no tan completa ni tan clara 54 como la de Bodino, versa sobre los efectos de la adulteración o envilecimiento del dinero en el precio de los artículos importados. Sin embargo, expone claramente la manera de cómo el alza inflacionaria de los precios afecta la distribución de la riqueza entre las diferentes clases de la comunidad. 2. CARACTERÍSTICAS DEL MERCANTILISMO Hasta ahora hemos considerado las aportaciones a la doctrina económica de abogados, eruditos y funcionarios públicos. Pero, aunque un Bodino fue capaz de formular doctrinas monetarias de gran claridad y penetración, los avances más importantes de dicha doctrina se debieron a los directores de la actividad económica, a los comerciantes. Las teorías que formularon nunca fueron reunidas en un cuerpo de doctrina semejante al del derecho canónico. Lo que ha hecho posible hablar de mercantilismo es la aparición, en diferentes países, de una serie de teorías que explicaron durante mucho tiempo la conducta de los estadistas, o les sirvieron de fundamento. La definición precisa del término ha sido por mucho tiempo objeto de innumerables controversias. Algunos escritores8 han afirmado que ciertas teorías mercantilistas empiezan a aparecer en forma rudimentaria hacia fines del siglo XIV y principios del XV. Otros, como Cannan,9 sostienen que hay que establecer una distinción entre el “metalismo” (bullionism), que existió durante gran parte de la baja Edad Media, y el mercantilismo propiamente dicho, que no aparece hasta el siglo XVII, con la influencia creciente del capitalismo industrial incipiente, interesado en la expansión del comercio de exportación. Como veremos más tarde con claridad, ninguna de esas dos teorías es completa. La primera anticipa el nacimiento de las ideas típicas del mercantilismo, cuya aparición depende en cierto grado del desarrollo del capitalismo comercial. La segunda es correcta sólo en cuanto identifica el metalismo con una alta estimación por el “tesoro”, estimación que, ciertamente, existió mucho antes de la era mercantilista; pero aun cuando hubo una ruptura entre las primeras ideas mercantilistas y las últimas relativas al comercio exterior, esta brecha no es bastante profunda para destruir la unidad esencial del pensamiento mercantilista. Siguiendo a Schmoller, algunos escritores identifican el mercantilismo con la estructuración del Estado. El profesor Heckscher adopta de nuevo esta tesis en su extenso tratado.10 Es opinión suya que el mercantilismo debe ser considerado esencialmente como “una fase de la historia de la política económica”, que contiene diversas medidas económicas encaminadas a conseguir la unificación política y el poderío nacional. Se destaca en el primer plano la erección de Estados-naciones, y el sistema monetario, el proteccionismo y otros expedientes económicos se consideran meramente como medios para ese fin. La intervención del Estado era una parte esencial de la doctrina mercantilista. Los que tenían a su cargo las funciones del gobierno aceptaban las nociones mercantilistas y ajustaban su política a ellas, porque en ellas veían medios de fortalecer a los Estados absolutistas tanto contra los rivales extranjeros como contra los restos del particularismo medieval en el interior. También hay que 55 conceder que en gran parte de los escritos mercantilistas, desde los de Mun, el inteligente comerciante inglés, hasta los de Hornick, el abogado nacionalista austriaco y consejero privado, se pretende hablar en nombre del engrandecimiento nacional. Pero una opinión que hace de la unificación política el fin a que deben subordinarse tanto la práctica como la teoría económica, ignora la influencia causal más poderosa que actúa sobre las instituciones políticas y que proviene de los cambios en la estructura económica. No es necesario empequeñecer el efecto que el crecimiento del Estado tuvo sobre el desarrollo comercial y la teoría de la política económica, pero sigue siendo cierto que fueron el hundimiento de la economía feudal y el crecimiento del comercio los hechos subyacentes a la decadencia de la estructura política feudal y al nacimiento del Estado-nación. También puede alegarse que los mismos factores obraban aún en el siglo XVI y que las opiniones mercantilistas nacieron de las necesidades del capital comercial, aunque a veces hayan podido encontrar expresión indirecta en forma de políticas encaminadas a fortalecer el Estado. No es de sorprender que los mercantilistas hubieran disfrazado sus opiniones con la apariencia de una política destinada a fortalecer la nación, o que hayan vuelto los ojos al Estado para llevar a la práctica sus teorías. La expansión del comercio trajo consigo una divergencia de los intereses comerciales individuales. La mayor parte de ellos buscaban una autoridad central poderosa que les protegiese contra las pretensiones de sus rivales. Las fluctuaciones de la política estatal durante el largo periodo en que el mercantilismo dominó, no pueden entenderse sin tener en cuenta en qué medida era el Estado una criatura de intereses comerciales en pugna, cuya única finalidad común era tener un Estado fuerte siempre que pudieran manejarlo en su provecho exclusivo. Por esta razón, la mayor parte de las medidas de política mercantilista adoptadas identificaron la ganancia de los comerciantes con el bien nacional, o sea con el fortalecimiento del poderío del reino.11 Muchos mercantilistas creían sinceramente en esa identidad y la verdad es que durante mucho tiempo la reglamentación estatal fue condición esencial para la expansión de los mercados más allá de sus límites medievales. Pero no fueron desconocidas, ni mucho menos, las dudas acerca del beneficio universal de su intervención. Ya en 1550 había expresado esto Sir John Masone12 de una manera terminante, y durante los ciento cincuenta años siguientes las dudas crecieron hasta convertirse en una tormenta de protestas. Tampoco desconocían los mercantilistas las divergencias entre el interés de la comunidad y el de los individuos, y ese conocimiento encontró expresión en la actitud librecambista de los últimos mercantilistas. Así pues, la relación entre la organización económica y las instituciones políticas y entre las ideas económicas y las políticas debe considerarse como una relación de interacción. Cuando se le observa en un periodo largo, dicha relación revela muchas veces un carácter antitético. Se acepta, en general, que el capitalismo mercantil precedió y preparó el terreno al capitalismo industrial moderno. Este último, como después veremos, vio en el poder del Estado y en su intervención en materias económicas un serio obstáculo a su desarrollo, y así entró en oposición con la estructura política que su 56 propio antecesor había hallado necesario crear. Los mercantilistas pedían un Estado lo bastante fuerte para proteger los intereses comerciales y para destruir las numerosas barreras medievales que impedían la expansión del comercio; y eran igualmente explícitos al sostener que el principio de reglamentación y restricción mismo —aplicado ahora en escala mucho mayor mediante los monopolios y la protección— eran una base esencial del Estado, pues el capital comercial necesitaba mercados más amplios y estables, pero suficientemente protegidos para permitir una explotación segura. Ahora sabemos que el monopolio, la protección y la reglamentación por el Estado no siguieron siendo características indispensables del capitalismo una vez que llegó a su plenitud, y es sintomático del desarrollo de la industria moderna que el clamoreo contra el monopolio empiece tan pronto en el campo del comercio interior, mientras que el mercantilismo sobrevive durante mucho tiempo en el comercio exterior. El espectáculo del capitalismo en su época liberal, atacando y destruyendo aquello que le había dado nacimiento, encierra una paradoja únicamente si tomamos un punto de vista estrecho respecto del desarrollo de la doctrina económica. El contraste entre el capitalismo comercial y el industrial tiene un paralelo anterior en el desarrollo del capitalismo comercial mismo. Su expresión teórica es la lucha entre metalistas y mercantilistas. Adam Smith inició su famosa crítica del mercantilismo atacando la noción popular de que “la riqueza consiste en dinero, o en oro y plata”.13 Pero esta noción popular se explica por el hecho de que los metales preciosos, es decir, el dinero, es la primera forma de riqueza una vez que han llegado a ser instituciones sociales fundamentales el cambio privado y un medio de cambio. La aparición de estas nociones y de las prácticas destinadas a darles efectividad es un indicio de la fase del desarrollo económico. El atesoramiento implica un gran progreso en el proceso del cambio privado y de la circulación. Es esencialmente diferente de la acumulación de riqueza en su forma material, y se hizo posible sólo cuando la producción y la circulación de la riqueza llegaron a ser dos procesos distintos relacionados por el dinero y mediatizados por una clase especial de comerciantes. En esta fase el concepto de riqueza se hace independiente del de bienes o mercaderías que tienen valor de uso, para reaparecer en forma de acopio monetario con valor de cambio. La acumulación de los metales preciosos con que se hacía el dinero fue común en el mundo antiguo. En Grecia y Roma fue una meta política constante formar un tesoro que pudiera servir en caso de necesidad, y durante la Edad Media la búsqueda de la riqueza y del poder por la iglesia, los reyes y los señores feudales iba vinculada a dicha acumulación. El capitalismo comercial dio nuevo impulso a esta opinión. Mientras el comercio fue la fuerza dominante del desarrollo económico, la circulación de bienes o mercancías fue la esencia de la actividad económica. Su finalidad, la acumulación de dinero, correspondía a las ideas tradicionales de la riqueza y de los objetivos de la política nacional. La búsqueda de oro en tierras lejanas es la forma específica que primero tomó la expansión comercial. “¡El oro —dijo Colón— es una cosa maravillosa! Quien lo posee es dueño de todo lo que desea. Con el oro, hasta pueden llevarse almas al Paraíso.”14 Lutero, que no compartía este último sentir, mostró una estimación parecida por el oro 57 en su gran ataque contra el comercio. Decía que los alemanes estaban enriqueciendo a todo el mundo y empobreciéndose a sí mismos enviando su oro y su plata a los países extranjeros; Francfort, con sus ferias, era el agujero por el cual Alemania estaba perdiendo su riqueza.15 Hales deploraba la pérdida de riqueza ocasionada por la adulteración de la moneda y la importación de fruslerías inútiles. Serra, el gran mercantilista italiano, daba por sentado que todo el mundo sabía “cuán importante es, así para los pueblos como para los príncipes, que el reino abunde en oro y plata”.16 Malynes y Misselden, aunque empeñados en una violenta controversia sobre política comercial exterior, estaban de acuerdo en la importancia del atesoramiento de metales. El primero decía: “Porque si escasea el dinero, el tráfico decrece, aunque las mercancías abunden y los artículos estén baratos.”17 Aunque, como veremos, Misselden tenía opiniones más avanzadas sobre el comercio, ansiaba, sin embargo, restringirlo “al mundo cristiano” para conservar la riqueza metálica.18 Y consecuentemente, Mun da por cosa sabida que el fin de la política es aumentar el tesoro metálico del reino. Así pues, la alta estimación del dinero fue común a todos los mercantilistas. Miraban el proceso económico desde el punto de vista de la etapa primitiva a que había llegado el capitalismo —su etapa comercial— y esto les llevaba a identificar dinero y capital. El profesor Heckscher ha descrito de un modo interesante el “horror a los bienes”, la preocupación exclusiva, casi fanática, de vender, que caracteriza al pensamiento mercantilista.19 En agudo contraste con la finalidad de conseguir abundancia de bienes, que caracterizó la anterior política estatal, el mercantilista, según Joachim Becher, su representante alemán más eminente, piensa que “siempre es mejor vender mercancías a los demás que comprárselas, porque lo primero trae cierta ventaja y lo segundo un daño inevitable”.20 Este horror a acumular mercancías no vendidas aparece en todos los escritos de los mercantilistas, si bien en formas diferentes. Se encuentra en la aversión de Malynes a importar artículos de lujo, en el deseo de Misselden de atesorar, así como en los razonamientos sobre la balanza comercial de Mun y de mercantilistas tan avanzados como D’Avenant, Barbon y Child. Hasta Petty, fundador de la economía política clásica, no está seguro de la relación entre el comercio exterior de un país y su riqueza. Este “horror a los bienes” se reveló de modo particular en la esfera del comercio exterior, y tuvo como consecuencia el que los mercantilistas buscaran un excedente de exportaciones, que en su esencia era el deseo de crear un excedente de riqueza. El único excedente que los mercantilistas conocían se producía si había ganancia en las ventas. Es manifiesto que esto sólo podía producir un excedente relativo: lo que gana uno, lo pierde otro, como dijo el autor de un folleto del siglo XVII.21 D’Avenant escribía en 1697 aún más claramente que con el comercio interior no se enriquecía la nación en general, sino que sólo tenía lugar un cambio en la riqueza relativa de los individuos; pero que el comercio exterior sin duda aumentaba la riqueza de un país. Esta idea primitiva del origen de las utilidades —suplantada más adelante por la clásica teoría del valor trabajo— se generalizó en una época comercial en que la producción se realizaba aún sobre una base precapitalista, y sirve para explicar mejor aún las opiniones peculiares sobre el dinero y la riqueza sustentadas por los mercantilistas. 58 Equivalía a una identificación de (o mejor a una confusión entre) dinero y capital. Ya hemos dado ejemplos de la frecuencia con que los mercantilistas hablaban del dinero como de la riqueza. No es necesario creer que consideraban la riqueza, como lo hicieran los primeros economistas, en el sentido material y concreto, y que, así, eran culpables de una “locura de Midas”, como dice Oncken.22 La palabra riqueza se usaba claramente en el sentido de capital; y la teoría del dinero de los mercantilistas era parte de su opinión unilateral sobre la actividad económica. La identificación de dinero y capital aún no ha desaparecido hoy del todo. La era mercantilista pudo encontrar una confirmación sorprendente de los usos productivos del dinero que asestaron el golpe de muerte a la economía feudal y a las prohibiciones canónicas de la usura. Conocía el capital sólo en su forma monetaria primitiva, y la confusión que fue más tarde objeto de tantas burlas era perfectamente compatible con su propia experiencia económica. Sin embargo, los mercantilistas fueron llevados a muchas nociones que ahora consideramos erróneas. Por ejemplo, atribuye al dinero una fuerza activa definida. El comercio, decían, depende de la abundancia de dinero: cuando el dinero escasea, el comercio es flojo; cuando el dinero abunda, el comercio florece. No obstante, su gran estimación por el dinero les llevó, irónicamente, a rechazar la defensa de la usura que habían hecho los precursores del comercialismo, y volvieron a las opiniones de los canonistas y otros que, inconscientemente, habían defendido la economía feudal contra los ataques del capital-dinero. Los mercantilistas creían que el dinero era productivo, pero, como estaban ansiosos de obtener capital-dinero, sus intereses chocaron con los de quienes podían proveerles de él. En su lucha contra lo que consideraban intereses mercantiles excesivos, no se mostraron superiores a los argumentos de quienes habrían condenado no menos rigurosamente la ganancia del comerciante. Ejemplo notable es el de Gerald Malynes, a la vez funcionario público y comerciante próspero. Como tal, no podía condenar en absoluto el cobro de intereses, sino que estableció una distinción entre interés y usura. Se basaba principalmente en el Discourse de Wilson, y en su Saint George for England Allegorically Described (1601), y después en su Consuetudo vel Lex Mercatoria, publicado por primera vez en 1622, atacó con extremada dureza los males de la usura opresiva. Defendió el control de las tasas de interés y la creación de montes de piedad para evitar la explotación de los pobres, como medios para impedir las excrecencias de una costumbre que, como hombre de negocios, sabía que no podía ser abolida. Sir Thomas Culpepper, en Tract agains Usurie, publicado en 1621, abogaba en favor de decretar una tasa máxima, sin entrar en la cuestión de la legitimidad o ilegitimidad del interés. Dicho máximo, decía, permitirá a los comerciantes ingleses que pagaban entonces el 10 por ciento, competir en mejores condiciones con sus rivales holandeses, que pagaban solamente el 6 por ciento. Volveremos en seguida a este argumento, que está ligado a las ideas mercantilistas sobre el mecanismo de los pagos internacionales. De los muchos ejemplos de la actitud mercantilista hacia el interés que podrían ser aducidos, ninguno es tan importante como el de Sir Josiah Child. En su New Discourse 59 of Trade (1669), replica a la defensa del interés formulada por Thomas Manley en su Interest of Money Mistaken. Child pretende ser el campeón de la laboriosidad, mientras Manley —dice— defiende la holganza. La tasa baja de interés era la causa de la riqueza, y no su efecto, como Manley afirmaba. Si el comercio era el medio para enriquecer a un país y si la reducción de la tasa del interés estimulaba el comercio, ¿cómo podía negarse que la tasa baja era una causa poderosa de riqueza?23 Sin embargo, puesto que “el huevo era la causa de la gallina, y la gallina la causa del huevo”,24 aceptaba que el aumento de riqueza producido por una tasa baja de intererés podía, a su vez, producir una reducción aún mayor de la tasa. Como a Culpepper, a Child le interesaba ver fortalecida la capacidad de competencia de los comerciantes ingleses. Admiraba mucho a Holanda, lo cual demuestra que veía a ésta tal como era: el país del capitalismo comercial por excelencia. Allí, el poder del capital-dinero había sido, desde hacía mucho tiempo, subordinado a las necesidades de los capitalistas industriales primitivos —los manufactureros comerciantes—, victoria que el comercio inglés no había conseguido todavía. El ataque mercantilista contra las tasas elevadas de interés era natural en una época de gran escasez de fondos líquidos, de servicios bancarios rudimentarios y de antagonismo creciente entre los manufactureros comerciantes, los orfebres y los grandes financieros comerciantes. 3. METALISMO Y MERCANTILISMO Hasta ahora nos hemos limitado a examinar las características comunes a todos los representantes del pensamiento mercantilista: la actitud favorable a vender, el “horror a los bienes”, el deseo de acumular dinero y la oposición a la usura. Tales son los rasgos esenciales del pensamiento económico de aquel tiempo. Sin embargo, hasta hace poco era más frecuente subrayar las diferencias de opinión entre las personalidades mercantilistas. En el siglo XVII fueron muy frecuentes las controversias entre los partidarios de políticas diferentes, y el progreso de las ideas desde Malynes a Mun, por ejemplo, es un indicio cierto del cambio de las circunstancias económicas y de la apreciación de su importancia. A este respecto, suele hacerse una distinción entre los metalistas y los mercantilistas propiamente dichos, pero es posible que estos nombres fomenten la incomprensión de la verdadera divergencia entre estas dos escuelas. Se supone algunas veces que el deseo de atesorar formaba parte de la rudimentaria doctrina de los primeros mercantilistas, mientras que los mercantilistas posteriores abandonaron el craso error de identificar la riqueza con el dinero, y en su lugar adoptaron el error más refinado del excedente de exportaciones. Debiera resultar claro ahora que el deseo de atesorar fue común a todos los mercantilistas por razones relativas a la función del comerciante en el proceso económico de la época. Sin embargo, lo que distingue a los mercantilistas que han sido llamados metalistas de todos los demás, es la diferencia de opinión acerca del mejor medio de alcanzar el fin que todos ellos deseaban, o sea el enriquecimiento del país por el aumento de su tesoro. 60 Las primeras ideas sobre este punto se remontan a mucho tiempo atrás y no tenían ninguna relación específica con el interés mercantilista. Su fin era conservar el acervo de metales preciosos de un país por la estricta reglamentación de sus movimientos a través de las fronteras nacionales, es decir, por la reglamentación del cambio monetario internacional. Admitido que los metales preciosos son los representantes más valiosos de la riqueza, es evidente la necesidad de una política que evite su exportación y fomente su importación. Las prohibiciones de exportar oro y plata datan ya de los tiempos medievales y persistieron hasta la época de la controversia mercantilista. En el siglo XIV el comercio exterior había progresado lo bastante para llamar la atención de los gobernantes sobre la relación que hay entre él y la cantidad de metales preciosos existentes en el país. Una ley de 1339 intentó obligar a los mercaderes de lana a traer determinada cantidad de plata por cada saca de lana que exportaran. Ricardo II, en respuesta a las quejas sobre la escasez de dinero, incluyó en la Ley de Navegación de 1381 la prohibición de exportar oro y plata. Se hizo una investigación a la que aportaron sus opiniones los encargados de la Casa de la Moneda. La parte más importante de la investigación fue la declaración de Ricardo Ayles-bury, empleado de dicha casa, en la que se anticipó a los argumentos que posteriormente esgrimieron los mercantilistas acerca de la balanza de comercio, al dar el siguiente consejo para conservar la riqueza metálica del país: “Que no entren en el reino mercancías extranjeras por un valor mayor que el de las mercancías nacionales que salgan de él.”25 Pero esas ideas no reflejaban ni la opinión ni la práctica que entonces prevalecían. El método generalmente empleado para conservar los metales preciosos era todavía el medieval del control directo. Las prohibiciones de exportar metales y de importar artículos de lujo se completaron con la reinstauración del cargo de Cambista Real, al cual se sometían todas las operaciones cambiarias. Estas restricciones y reglamentaciones no lograron, sin embargo, detener por mucho tiempo el progreso del comercio internacional. Las actividades de los comerciantes encontraron maneras de hacer nulos los intentos de evitar las fluctuaciones de los precios, de los tipos de cambio y los movimientos de oro y plata. El crecimiento del comercio destruyó las bases sobre las cuales se habían fijado las alcabalas que imponían los funcionarios aduanales. La letra de cambio se convirtió en el principal instrumento de liquidación, y entonces surgió una clase nueva de financieros especializados en transacciones internacionales. Estos nuevos avances hicieron imposible el cumplimiento obligatorio de la reglamentación oficial. La desaparición del sistema de mercancías controladas hizo más difícil la vigilancia del comercio, y la creciente influencia de las compañías privilegiadas se advierte en el relajamiento de las prohibiciones para exportar metales preciosos, a fin de permitirles seguir ejerciendo su comercio. Por ejemplo, la carta fundacional de la Compañía de las Indias Orientales, de 1600, permitía la exportación de determinada cantidad de dichos metales en cada viaje a las Islas de las Especias.26 Pero la expansión comercial del siglo XVI, con sus problemas de rivalidades nacionales en el campo comercial y los movimientos en gran escala de los metales preciosos, hubo de revivir el problema de la reglamentación. Se dio el nombre de 61 metalistas a quienes proponían la restauración de las antiguas prohibiciones de exportación, el restablecimiento del cargo de Cambista Real y una reglamentación creciente de las operaciones de cambio exterior. El representante más destacado de esta escuela es Gerald Malynes. Ya hemos visto que readoptó la opinión de Wilson sobre la usura, lo cual parece que hizo como parte de un punto de vista un tanto medieval sobre los problemas sociales en general, porque creía en la estabilidad y armonía que sólo podía conseguir una república bien ordenada. No obstante vivir en el siglo XVII, puso en manos del Estado la tarea de alcanzar esos fines. Su intervencionismo se refería, sobre todo, a las cuestiones económicas, entre las cuales consideraba como más importantes, además de la usura, el comercio exterior y la moneda extranjera. A pesar de lo que le preocupaba la usura, la consideraba sólo como síntoma de un mal mucho más profundo, o sea el de las transacciones cambiarias de los financieros particulares, que muchas veces eran usureros y elevaban los tipos de interés reduciendo el volumen de metales preciosos en el país.27 Realmente, para Malynes, la moneda extranjera era el principal problema económico. Lo veía con mentalidad medieval y basaba el diagnóstico y el tratamiento sobre fundamentos éticos; pero, sacando provecho de las controversias monetarias del siglo anterior, que habían producido la Ley de Gresham, acertó a realizar un estudio claro, aunque limitado, de las causas próximas de los movimientos del oro, haciendo así progresar considerablemente la teoría del comercio internacional. Malynes empezó por admitir la necesidad de la circulación nacional e internacional. Al igual que Hales, sostenía que, puesto que el comercio se inspiraba en el interés personal de los comerciantes, los gobiernos debían reglamentarlo a fin de asegurar el bienestar general. El dinero, decía, se inventó como medio de cambio y como medida común. La letra de cambio era la medida común en las transacciones internacionales, pero la habían corrompido con sus artimañas los financieros logreros. El desarrollo de los cambios ilegítimos había destruido la verdadera paridad de las monedas extranjeras. Esta paridad era lo que ahora llamamos “paridad monetaria”, es decir, la proporción de los valores de dos monedas basada en su contenido metálico. Los cambios que se hacían con base en esa proporción eran los únicos que correspondían al par pro pari, fundamento moral del cambio. Si la proporción variaba, el cambio implicaba una injusticia para una de las partes. Además, si los tipos de cambio eran estables, no habría movimientos de metales. Si el tipo de cambio se inclinaba en favor de un país, los metales preciosos no saldrían de él; pero si era inferior a la paridad, huirían al extranjero. Hasta aquí Malynes había dado de la determinación del tipo de cambio de equilibrio una explicación que era bastante común en su tiempo. Había ido más lejos al señalar la conexión entre las desviaciones del tipo de equilibrio y los movimientos internacionales de metales, que mucho más tarde se incorporaría a la teoría del punto de oro.* Su análisis posterior, empero, es menos inteligente. Atribuye la posibilidad de las desviaciones del par pro pari a la existencia de dos formas ilegítimas de transacciones cambiarias. No está completamente claro lo que quieren decir su cambio sicco y su cambio fictitio.28 Por sus ejemplos, parece que no son cosas diferentes de lo que hoy llamaríamos letra de favor (accommodation bill) (o letras financieras, como las ha 62 llamado Tawney) y aceptaciones. En el caso de las primeras, un comerciante pide dinero a un financiero permitiéndole girar una letra sobre el corresponsal extranjero de aquél. Entonces, aunque no ha habido transacción comercial, se ha verificado una operación cambiaria. Por añadidura, las tasas de interés muy elevadas pueden ocultarse o disimularse. En el segundo caso, se hace uso del crédito de un banquero y de su agente extranjero para facilitar el intercambio entre comerciantes cuya posición no es sólida, que tendrían que pagar tipos de interés muy altos. El ataque de Malynes contra una operación que hoy es un lugar común financiero parece revelar su falta de conocimiento de la verdadera naturaleza del comercio exterior. Hemos de ver esto a la luz de la lucha general de los mercantilistas contra las finanzas, y también como un ejemplo del deseo de Malynes de limitar el comercio a unos pocos privilegiados con quienes competían los pequeños comerciantes con éxito cada vez mayor. Malynes no profundizó hasta las causas últimas de las variaciones de las monedas extranjeras, aunque parece haber admitido que en parte eran afectadas por los movimientos de mercancías. Como lo demuestra su curiosa teoría de las razones que obligan a los comerciantes ingleses a vender barato en el extranjero, sus ideas sobre la conexión entre los tipos de cambio, el movimiento de metales, los precios y el comercio de mercancías, son erróneas. El remedio que Malynes propone es, asimismo, retrógrado. Las transacciones cambiarias deberían hacerse mediante el Cambista Real o alguna otra persona autorizada por el rey. Toda transacción cambiaria por encima o por debajo del par pro pari (que debía declararse públicamente) debía prohibirse. Sería legítimo el cambio que se hiciera en esas condiciones, quedarían frustradas las artimañas de los financieros, los cambios serían estables y se conservaría el acervo metálico del reino. Otros mercantilistas, como Misselden y Mun, atacaron esas opiniones y formularon otras más avanzadas. Ya Hales había afirmado: “Siempre debemos cuidarnos de no comprar a los extranjeros más de lo que les vendemos, pues de lo contrario nos empobreceríamos nosotros y les enriqueceríamos a ellos.”29 Y la aseveración de William Cecil de que “nada daña más al reino de Inglaterra que cuando entran en él mayor cantidad de mercancías de las que salen”30 era un eco de la declaración de Aylesbury en 1381. En 1616, cuando la práctica gubernamental se orientaba aún en la dirección de medidas monetarias, Bacon esperaba que se “cuidaría de que la exportación excediese en valor a la importación, pues entonces el saldo debería entregarse necesariamente en moneda o en metal”.31 Así pues, al atacar el miedo injustificado de Malynes a los financieros, los mercantilistas posteriores pudieron apoyarse en opiniones ya existentes, aunque éstas se hubieran empleado en un tiempo para impedir el desarrollo del comercio exterior. Misselden y Mun llevaron los argumentos de los metalistas hasta explicar las causas últimas de los movimientos de los metales. Aunque su polémica, sobre todo en la forma que tomó en los escritos de Misselden, los enfrentó violentamente con el modo de pensar de Malynes, no negaron que existiera una relación entre el volumen de metales y los tipos monetarios de cambio. Simplemente, hicieron depender de la balanza del comercio de mercancías tanto los movimientos del metal como las fluctuaciones del tipo de cambio. 63 Representantes típicos de esta nueva actitud son tres escritores mercantilistas: Eduardo Misselden, Antonio Serra y Tomás Mun. El primero y el tercero eran prestigiados comerciantes ingleses de aquel tiempo; uno, socio destacado de los Mercaderes Aventureros, y el otro, de la Compañía de las Indias Orientales. De Serra, natural de Cosenza, se sabe muy poco. Misselden (activo 1608-1654) contribuyó con dos publicaciones importantes a la guerra de folletos: Free Trade, or The Meanes to Make Trade Fluorish, etc., publicado en 1662, y The Circle of Commerce, publicado el año siguiente y notable, particularmente, por el hecho de ser la primera publicación en que aparece la expresión “balanza comercial”.32 (Francis Bacon había usado la expresión con anterioridad, pero no apareció impresa hasta mucho después.) Como a la mayor parte de los mercantilistas, a Misselden lo impulsó a teorizar el deseo de proporcionar un trasfondo a las políticas dirigidas a fomentar los intereses que él representaba. En su primer libro, el interés personal es muy manifiesto. Deseaba, como hemos visto, limitar el comercio al mundo cristiano, ya que el comercio oriental sacaba del país dinero que no regresaba. El ataque a la Compañía de las Indias Orientales no fue nada velado, pues Misselden culpaba en seguida a su rival comercial de ser la causante, en gran parte, de la depresión del comercio.33 Como podíamos esperar de un socio prominente de los Comerciantes Aventureros, no era contrario, en general, a las compañías comerciales privilegiadas; al contrario, pensaba que nada sería más dañoso al bienestar general que el comercio no reglamentado. Era contrario al monopolio comercial y partidario de lo que ahora llamaríamos oligopolio. En este punto, compartía una opinión muy difundida entre los mercantilistas.34 En su segundo libro no prosiguió Misselden el ataque contra la Compañía de las Indias Orientales; se había asociado a sus negocios, para este tiempo. También puede decirse que cuando escribió The Circle of Commerce apreciaba mejor los intereses generales que, en el fondo, consideraba más importantes, y dejó de representar un estrecho interés personal. Aunque en Free Trade aún había echado su ancha red en busca de explicaciones de la depresión comercial, en su segundo folleto concentró su atención en la balanza comercial. Los tipos de cambio —decía— se establecían de la misma manera que los precios de todas las demás mercancías. Hay un precio que está determinado por la “bondad” de la mercancía; pero el vigente en un momento dado puede ser mayor o menor que ése, variable de acuerdo con las estimaciones del comprador y del vendedor. Análogamente, hay precios de las monedas, determinados por la “bondad” del dinero, o sea por su paridad monetaria. Pero los tipos pueden fluctuar en torno de este punto de equilibrio “de acuerdo con las posibilidades de ambas partes”,35 o sea de acuerdo con la oferta y la demanda. Los cambios no eran las causas de los movimientos de metales, como había sostenido Malynes, puesto que ellos mismos estaban determinados por el volumen del comercio exterior. Misselden rechazó el remedio de Malynes. Argumentaba que, para asegurarse de que el comercio era lucrativo, se hacía necesario conocer primero la relación entre importaciones y exportaciones. Deberían hacerse cómputos y moldear el comercio de la 64 nación “en la ‘balanza comercial’ que nos revelaría las diferencias de peso en el comercio de un reino con otro”.36 Una vez hecho esto, la política del Estado debiera tender a lograr una balanza comercial favorable y evitar una desfavorable, pues con el excedente de exportaciones el país recibiría tesoro y se enriquecería. Habría que fomentar las exportaciones y emplear a los pobres en la producción de artículos para exportar. Al mismo tiempo, se desalentarían las importaciones, en especial las de artículos de lujo, y asimismo se fomentaría la industria pesquera para que Inglaterra dependiese menos del suministro de alimentos del extranjero. Un tanto análogas a las de Misselden, y nacidas también por necesidades polémicas, son las opiniones que Antonio Serra expuso en su Breve Trattato.37 Empieza señalando los medios por los que un país que no posee minas de oro ni de plata podría obtener un acervo abundante de metales preciosos. El primer conjunto de medios eran los peculiares a un país individualmente considerado, tales como un excedente de productos nacionales que pudieran exportarse a cambio de metálico, y la situación geográfica, que puede dar a un país ventajas en el comercio de transporte o intermediario. En cuanto a los medios comunes a todos los países, distinguía cuatro: “cantidad de industria, calidad de la población, operaciones comerciales extensas y reglamentaciones por el soberano”.38 El primero es una anticipación significativa de la importancia que después se atribuiría de un modo general a la manufactura. Serra decía que la industria era superior a la agricultura porque no depende del tiempo que haga, porque podía ser multiplicada, porque tenía un precio más seguro en el mercado, ya que sus productos no son perecederos y, en fin, porque las ganancias que reporta son mayores que las de la agricultura. El segundo, la calidad de la población, dependía de la diligencia, el ingenio y el espíritu de iniciativa. El tercero era, por lo general, resultado del factor particular de una situación geográfica favorable. Ésta hace que una comunidad se entregue al comercio, lo que produce mucho dinero, porque “el comercio no puede ejercerse sin ella”.39 La política del soberano también podía ayudar o estorbar en gran medida a la adquisición de riqueza. Después de exponer sus ideas generales sobre cuestiones económicas, Serra pasa a examinar la relación entre los tipos de cambio y la cantidad de metálico que hay en el país. Aunque su exposición es un tanto enredada, logra demostrar que la teoría de que los tipos de cambio altos impedirán la entrada de metálico en el país y estimularán su salida, no ofrecía una explicación completa. Son los “artículos extranjeros que el país necesita… los culpables de la escasez de dinero, no el tipo elevado de cambio”.40 Serra rechaza por inútil la prohibición de exportar dinero. Nadie —dice— exporta dinero sin algún propósito. Si el dinero sale al extranjero para pagar importaciones que son reexportadas, dejará una utilidad y, en definitiva, aumentará el acervo de metales preciosos. 4. TOMÁS MUN Tomás Mun (1571-1641) empleó años más tarde el mismo razonamiento, pero lo 65 desarrolló con más lucidez. Sedero londinense, próspero, con experiencia comercial en Italia y Levante, en 1615 se ligó íntimamente con la Compañía de las Indias Orientales, de la que fue director hasta su muerte. La Compañía era atacada a causa de su privilegio para exportar 30 000 libras de metales preciosos en cada viaje (siempre que reimportara esa cantidad en un plazo de seis meses). Para defender a su compañía escribió Mun A Discourse of Trade from England into the East Indies (1621).41 El razonamiento de este libro es muy primitivo, si se le compara con la obra posterior que hizo famoso a Mun. No disimuló su objetivo principal. Su único propósito era exculpar a la Compañía de las Indias Orientales de la acusación de que estaba sacando numerario del país, y en su defensa dijo que el comercio que ella hacía atraía al país más tesoro que todos los demás comercios juntos. Señaló que no exportaba todo el metálico a que estaba autorizada, que había abaratado el comercio con la India suprimiendo los intermediarios turcos, y que introducía materias primas para las manufacturas inglesas; pero su principal argumento en favor de la compañía era que sus reexportaciones le permitían devolver al país tanto metálico como el que había exportado y más aún. Todavía hay en este libro una huella de la lucha contra los financieros en que se había empeñado Malynes, pues Mun atribuye a las tareas de los financieros las pérdidas de cierta cantidad de metálico. Mun escribió en 1630 su libro Englands’ Treasure by Foreign Trade y lo publicó póstumamente su hijo en 1664.42 En esta obra encuentran su expresión más plena las ideas del capitalismo comercial, y al comerciante se le asigna un lugar muy elevado en la comunidad. Se dan preceptos para perfeccionar al comerciante, y se señala el comercio exterior como el medio para enriquecer a un país. Quizá fue esto lo que llevó a Adam Smith a citar equivocadamente el libro de Tomás Mun. Mun toma de Misselden el concepto de balanza comercial, pero añade otro que es aún más importante y que revela su penetración en la naturaleza del capitalismo comercial. En efecto, añade el concepto de “capital” (stock). Ya no habla únicamente de riqueza ni confunde dinero y capital. Distingue con claridad una porción de riqueza, que generalmente toma la forma de dinero que debe emplearse como “capital”, es decir, de manera que rinda un excedente. El comercio exterior era la manera típica de la época y del hombre. En una famosa analogía que Adam Smith destacó en una cita, Mun compara el comercio exterior con una manera más antigua de crear un excedente: “Así, si contemplamos los actos de un labrador en la siembra, cuando arroja el grano abundante y bueno en la tierra, lo tomamos más bien por un loco que por un labrador; pero cuando pensamos en su tarea en la época de la cosecha, que es el final de sus esfuerzos, descubrimos el mérito y pingüe producto de sus actos.”43 Vemos aquí que el alegato especial del director de la Compañía de las Indias Orientales se ha refinado y tomado un carácter general: se ha convertido en una explicación de la ubicación del comercio en la economía. El capital —dice Mun— se emplea atinadamente en el comercio exterior cuando logra una balanza comercial favorable; éste es el único medio de traer tesoro a Inglaterra, país que no tiene minas propias. Las importaciones y el consumo interior de los artículos importados deben restringirse, y fomentarse las exportaciones y reexportaciones. En relación con las ventas en el extranjero, Tomás Mun sigue la doctrina de “lo que 66 pueda soportar el tráfico”. Para las mercancías en que Inglaterra tiene casi un monopolio, hay que recargar los precios, mientras que para las otras los precios han de ser suficientemente bajos para competir con las rivales; pero nunca deben ser tan altos, que desalienten las ventas. Tampoco es acertado vender barato para eliminar a los competidores y, una vez conseguido, elevar los precios con exceso. Ha de concebirse una política de precios que aleje cuanto sea posible a los competidores. Mun también se da perfecta cuenta de la existencia de un comercio invisible. Recomienda con ahínco que el comercio inglés se haga sólo con barcos ingleses, pues con ello se obtendrá “la ganancia del comerciante, de los gastos de seguros y del flete de transporte marítimo”.44 England’s Treasure es una síntesis clara y un progreso de las teorías mercantilistas más avanzadas, aunque muchas de las ideas que contiene siguen siendo oscuras. En su teoría del dinero, por ejemplo, Mun no logró del todo sobrepasar a sus compañeros mercantilistas. Aunque conocían algo parecido a una teoría cuantitativa de la moneda, legado de Oresme y de Bodino que reapareció en Hales y Malynes, ninguno de los mercantilistas logró nunca plenamente sacar de ella una teoría de los precios internacionales. Su miedo a la falta de metálico les llevaba, en el mejor de los casos, a una apreciación unilateral de la relación entre el nivel de precios de los diferentes países y sus respectivos comercios. Sabían que si Inglaterra tenía poco dinero, los precios bajaban y concluían que, en su comercio con un país rico en dinero, Inglaterra tendría que vender barato y comprar caro,45 perdiendo así su ganancia mercantil y teniendo probablemente que reducir más aún su existencia de metálico. Éste era el callejón sin salida a que fueron conducidos los mercantilistas; a los economistas clásicos les estaba reservado relacionar los precios, la existencia de metálico, los tipos de cambio y la balanza comercial en una teoría comprensiva del comercio internacional. Mun parece haberse dado cuenta vagamente de que los precios altos creados por la abundancia de dinero pueden tener un efecto adverso en la balanza comercial. Evidentemente, deseoso todavía de defender el comercio con las Indias Orientales, sostenía que el retener el metálico en el país en vez de usarlo en el comercio exterior, era perjudicial…: “todo el mundo está conforme en que la abundancia de dinero en un reino hace los artículos domésticos más caros, cosa ésta que va en provecho de las rentas de algunos particulares, y directamente en contra del beneficio del público en la cantidad del comercio, pues como la abundancia de dinero hace los artículos más caros, así los artículos caros disminuyen en uso y consumo… Aunque ésta es una lección muy difícil para que la entiendan algunos grandes terratenientes, sin embargo, estoy seguro de que es una lección verídica que debe ser observada por todo el país, a menos que cuando hayamos logrado alguna acumulación de dinero por el comercio, lo perdamos de nuevo por no traficar con nuestro dinero”.46 Pero no pasó de ahí. En su deseo de granjearse a los terratenientes, inmediatamente señala la manera de cómo el comercio podía traerles ventajas: “Porque cuando el comerciante tiene buenos mercados en ultramar para sus telas y demás mercaderías, vuelve a comprarlas en seguida en mayor cantidad, con lo que sube el precio de la lana y de otros artículos, y, en consecuencia, mejoran las rentas de los terratenientes, ya que los contratos de arrendamiento expiran todos los días; y 67 como también por este medio se gana dinero, y entra en el reino con más abundancia, permite a muchos hombres comprar tierras, lo que las hará subir de precio.”47 A pesar de su zigzagueo, que al fin termina en un callejón sin salida, Mun revela aquí penetración mucho mayor que otros pensadores de su época. Es muy sorprendente el análisis de Mun de la distribución de las existencias mundiales de metales preciosos entre los diferentes países. En el capítulo VI del libro examina las causas de que España perdiera su tesoro y concluye que, aparte de la guerra, el metálico salía de España porque importaba mucho del extranjero. “La incapacidad de los españoles para proveerse de mercancías extranjeras con sus mercancías nativas” les obligaba “a satisfacer esta carencia de dinero”.48 Esta causa operaba también en otras partes: “Todas las naciones [que no tienen minas propias] se enriquecen con oro y plata por este único e idéntico recurso que es, como ya se ha demostrado, el equilibrio de su comercio exterior.” Así pues, tengan o no tengan minas los países, la balanza de su comercio determina “la manera de ganar como por la proporción de la ganancia anual”49 del acervo mundial de metales preciosos. Otra señal de la posición avanzada de Mun en el pensamiento de su época es el hecho de que en toda su obra se manifiesta una consideración mucho menor por la acumulación de metales preciosos por sí mismos, que en otros escritos mercantilistas. Mun reconoce de palabra, como era tradicional, la necesidad del tesoro como reserva para casos de emergencia y como “nervio de la guerra”; pero insiste constantemente en la importancia primordial del comercio, para el cual el dinero es sólo un medio. Aun respecto de la reserva, que tiene el príncipe para la guerra, no deja de señalar que es útil sólo “porque provee, une y mueve el poder de los hombres, las vituallas y municiones donde y cuando la ocasión lo requiere; pero si estas cosas faltan en el momento necesario, ¿qué haremos entonces con nuestro dinero?”50 Sobre otros asuntos, las aportaciones de Mun al pensamiento económico no son importantes. Se une a escritores anteriores para atacar la adulteración de la moneda y repite (en forma menos precisa) el análisis de Hales sobre la redistribución de la riqueza causada por la adulteración. Condena que “se tolere la circulación en el país de monedas extranjeras a tipos más elevados que su valor respecto de nuestro propio patrón”, como método para acrecentar el tesoro. Esto hará que los otros países tomen represalias; producirá una distribución injusta de la riqueza, y, si la diferencia es grande, producirá la salida de tesoro. Las represalias son también un peligro que lleva a Mun a oponerse a la disposición que exige a los extranjeros gastar el producto de sus exportaciones a Inglaterra en la compra de mercancías inglesas. Una restricción de ese género impuesta a los comerciantes ingleses sería desastrosa, advierte el director de la Compañía de las Indias Orientales. Lo que en realidad desea Mun, como otros mercantilistas avanzados, es la libertad de comercio, pero limitada a las compañías reglamentadas. Las pocas palabras que Mun dedica en su libro a las rentas y gastos del soberano, son dignas de notarse sólo por sus opiniones en materia de impuestos y sobre el límite a la acumulación que fija el príncipe. Este límite, dice Mun, lo fija la cantidad de tesoro que la balanza comercial favorable llevó al país. Una acumulación mayor privaría al 68 comercio de su capital. “Pues si [el príncipe] acumulara más dinero del que se gana por el excedente de la balanza de su comercio exterior, no despojará sino que arruinará a sus súbditos, y así, con su ruina, se derribará a sí mismo por falta de futuros esquilmos… Todo el dinero de ese Estado irá prontamente a parar al tesoro del príncipe, por lo que la vida en los campos y en las manufacturas decaerá.”51 Sobre el primer punto, aunque Mun considera todos los impuestos como “una multitud de gravámenes”, cree que son necesarios. Se anticipa a una teoría posterior de los salarios cuando dice que los impuestos indirectos no son “tan perjudiciales a la felicidad del pueblo como se cree frecuentemente, pues así como la comida y el vestido del pueblo se encarece por los impuestos sobre de consumo, así el precio de su trabajo sube en proporción”.52 El único punto restante de importancia que trató Mun es la diferenciación entre balanzas comerciales “generales” y “particulares”. Mun hace uso de ella en su polémica contra la teoría de Malynes sobre las divisas o moneda extranjera. Al afirmar que lo que determina los tipos de cambio es la balanza comercial, demuestra que el intercambio con un país determinado depende de la balanza comercial con el mismo, mientras la situación de los cambios en general depende de la balanza comercial total.53 Sin embargo, más importante que el argumento de Mun contra Malynes es el hecho de que adopte una posición avanzada en una controversia que tuvo gran importancia en aquel tiempo. El objeto de los primeros sistemas para reglamentar el comercio exterior consistía en lograr balanzas particulares favorables. Las importaciones que hacía Inglaterra de cada país tenían que equilibrarse con sus exportaciones al mismo, y hasta se hicieron intentos por equilibrar el comercio de cada comerciante inglés. Esta idea de un “balance de contratos”, como la llamó Ricardo Jones,54 perduró hasta el siglo XVII. Como resultado de la teoría mercantilista, se prestó mayor atención a las estadísticas de comercio, pero la política siguió interesándose todavía por las balanzas particulares. El Parlamento exigió al Ministerio de Comercio que examinara cuidadosamente la balanza comercial con cada país y que propusiera los medios para corregir las que resultaran desfavorables y hacerlas favorables. Toda la política comercial, con su complicado sistema de tratados, restricciones y devoluciones, se ideó teniendo por norte esa finalidad. Condujo a considerar a Francia y a Suecia malos clientes. La primera vendía a Inglaterra una gran cantidad de artículos de lujo, y la segunda, hierro y madera; pero ninguna de las dos le compraba mucho. Por lo tanto, se había desalentado el comercio con ellas. Por otra parte, España poseía grandes cantidades de metales preciosos, y como carecía de industrias, tenía que importar artículos de Inglaterra. El comercio con Portugal se veía con especial satisfacción: se cambiaban paños por vino. Todavía en 1703, este modo de considerar el comercio exterior encontró expresión práctica en el Tratado de Methuen, que excluía casi del todo el vino francés en favor del portugués. Mun y Child, inspirados por la experiencia que tenían del comercio con las Indias Orientales, se esforzaron por llamar la atención sobre los problemas de la balanza general más bien que hacia los de las particulares. El bosquejo que hizo Mun de todas las cosas que debieran tomarse en cuenta para formar la balanza comercial, “la verdadera norma 69 de nuestra riqueza”,55 demuestra que tenía una idea muy avanzada de cómo debían hacerse las cuentas internacionales. Child afirmó también que la ganancia o pérdida verdaderas que una nación obtenía de un comercio determinado no se podían precisar teniendo en cuenta únicamente ese comercio.56 Pero aunque los expositores del argumento de la balanza comercial vencieron a los metalistas (la prohibición de exportar metales fue derogada en Inglaterra en 1663), no tuvieron éxito en su otra campaña. La teoría de la balanza comercial fue empleada durante mucho tiempo en apoyo de rígidas restricciones y formó parte importante de la teoría sobre la que se basó el sistema colonial. Sin embargo, las bases de la reglamentación del comercio empezaron a cambiar gradualmente. En vez de inspirarse en el deseo de obtener una balanza favorable que trajera tesoro al país, tomaron un carácter proteccionista el fomento de las exportaciones y la restricción a las importaciones. La creación de fuentes de trabajo y ocupación, y el fomento de las industrias, una cosa y otra como fines en sí mismos y como medios para fortalecer al país, se convirtieron en los objetivos de la política del Estado. La transición a esta última fase mercantilista no fue súbita. El profesor Heckscher cita ejemplos del argumento en pro de la creación de fuentes de trabajo con fines proteccionistas en el siglo XV en Florencia y algunos escritos ingleses de hacia 1530.57 Hales, como hemos visto, se oponía a la exportación de materias primas inglesas porque privaba de trabajo a los obreros ingleses. Serra había subrayado las ventajas de tener manufacturas nacionales florecientes, y en los escritos de los mercantilistas ingleses el argumento de la ocupación se hizo más frecuente a fines del siglo XVII. La importancia concedida al tesoro (ya algo disminuida por Mun) se redujo más aún, y aunque el comercio pueda ser todavía alabado en términos extravagantes, el interés mayor pasó a la industria nacional como verdadera fuente de riqueza. Ejemplo interesante de esta tendencia lo encontramos en los escritos de D’Avenant, quien, aunque mercantilista, no era comerciante, y cuyos escritos contienen siempre una mezcla de argumentos viejos y nuevos. Después de elogiar a los comerciantes que enriquecen al país, se ve, sin embargo, obligado a decir, en su Discourses on the Publick Revenues (1698), que si bien el oro y la plata son la medida del comercio, la fuente y origen de éste son, en todas partes, los productos naturales y artificiales de los países, “es decir, lo que producen su tierra y sus industrias”.58 Ya antes había expuesto Josiah Child una teoría de la economía colonial basada exclusivamente en el argumento de la ocupación.59 Admitía que la colonización en general podía tener efectos perjudiciales, ya que implicaba emigración. Como todos los mercantilistas de la época, Child temía mucho la pérdida de población, palabra ésta que parecía llevar consigo la idea de ocupación. En los tiempos que precedieron a la introducción de maquinaria en gran escala, una fuerza de trabajo escasa significaba una producción baja; y esto, en una época en que el comercio exterior iba dependiendo cada vez más de las manufacturas nacionales, equivalía a reducir las exportaciones. Sin embargo, creía Child que los males de la colonización podían ser mitigados obligando a las colonias a limitar su comercio a la madre patria. Hecho esto, la emigración, después de todo, podía traer alguna ventaja, pues crearía más 70 trabajo en el país. En cuanto a las colonias en América, Child no pensaba que sólo fueran perjudiciales. Era dudoso que, aun sin colonias, los que emigraban hubieran permanecido en Inglaterra. Los puritanos se habrían ido a Holanda y Alemania. Entre los demás, había muchos pícaros y delincuentes que, si hubieran permanecido en el país, habrían sido ahorcados. Y lo más importante era que en las plantaciones de las Indias Occidentales cada inglés tenía diez nativos trabajando a sus órdenes, y así producía más de lo que hubiese producido en su patria. Y la demanda agregada de esos once hombres (sólo uno de los cuales era emigrante) darían trabajo por lo menos a cuatro hombres en Inglaterra. Por otra parte, Nueva Inglaterra no era una colonia útil, porque en ella los emigrantes no daban trabajo quizá ni siquiera a un solo trabajador en la madre patria. Así pues, el valor de las colonias dependía de su capacidad para actuar como mercados exclusivos de las manufacturas de la madre patria, para suministrar en cambio materias primas y otros productos que de otra manera habría de comprar a países extranjeros, y para constituir depósitos de mano de obra barata. El uso de argumentos como éstos, tanto en relación con la política colonial como con apoyar un sistema de protección total, revela, por un lado, hasta qué punto se había desarrollado el comercio, y por otro, las dificultades teóricas a que se enfrentaron los últimos mercantilistas. Desde el punto de vista del comercio exterior únicamente, los mercantilistas fueron, según hemos visto, impulsados cada vez más a pedir una libertad de comercio cada vez mayor. La decadencia de la fe en la intervención del Estado, que estudiaremos en el capítulo siguiente, empezó ya con algunos de los últimos escritores mercantilistas. D’Avenant, por ejemplo, pensaba que el comercio es libre por naturaleza y que “las leyes promulgadas para regularlo… rara vez son ventajosas para el público”.60 Pero el desarrollo de la industria y el carácter cambiante del comercio les hicieron buscar argumentos que conducían al aumento más bien que a la disminución de la reglamentación por parte del estado. En la práctica de los gobiernos a fines del siglo XVII y en la mayor parte del XVIII, son manifiestos el proteccionismo total y la reglamentación por el Estado. En aquel tiempo, se estaban echando los cimientos de la industria moderna. Los métodos usados eran las alcabalas o los embargos sobre las importaciones, prohibiciones de exportar herramientas y obreros especializados, el fomento de las importaciones de materias primas o de su producción en el país, la inspección sobre la calidad de los productos y los subsidios a quienes establecían industrias nuevas. Podía subsistir aún el interés por los problemas puramente comerciales. Las Leyes de Navegación podían proponerse no sólo para fortalecer la armada real, sino también para aumentar la ganancia mercantil del país limitando el negocio de transportes a los barcos nacionales. Pero el verdadero significado del desarrollo de la reglamentación industrial y comercial en escala nacional durante los cien años que precedieron a la Riqueza de las naciones, se encuentra en el nacimiento del capitalismo industrial. La teoría y la política mercantilista ya habían realizado su labor. Habían abolido las restricciones medievales y contribuido a crear Estados nacionales unidos y poderosos. Éstos, a su vez, se convirtieron en potentes instrumentos 71 para fomentar el comercio hasta que el capitalismo incipiente se convirtió en otro, industrial, plenamente maduro. En países como Inglaterra y Francia, donde este proceso concluyó primero, el poder del Estado fue al mismo tiempo aplicado a un nuevo uso. Tuvo que ayudar a la industria a conseguir la supremacía económica. Pero no desaparecieron las antiguas ideas mercantilistas. Hasta los días presentes han venido reapareciendo en ocasiones y en diversas formas, y a veces hasta se les ha recibido con entusiasmo como verdades viejas redescubiertas y curiosamente apropiadas, según se cree, a las condiciones modernas. 72 73 * Industria a domicilio. [T.] 1 E. A. Johnson, Predecessors of Adam Smith (1937), p. 58. 2 T. Mun, England’s Treasure by Forraign Trade (reeditado en 1928 por la Economic History Society), p. 88. [La riqueza de Inglaterra por el comerio exterior]; trad. de Samuel Vasconcelos, México, FCE (1954), pp. 147148. 3 A. E. Monroe, Early Economic Thought, p. 105. 4 T. Wilson, A Discourse upon Usury (ed. R. H. Tawney, 1925), pp. 343-345. 5 R. H. Tawney, Religion and the Rise of Capitalism, pp. 156, 160. 6 A. E. Monroe, op. cit., pp. 123 ss. 7 Ibid., p. 127. 8 Por ejemplo, A. Gray, The Development of Economic Doctrine, p. 66. 9 E. Cannan, Repaso a la teoría económica, México (1946), pp. 13-14. 10 E. F. Heckscher, Mercantilism (1953), vol. I, p. 119. [La época mercantilista, trad. de Wenceslao Roces, FCE, México (1943.)] 11 H. M. Robertson cita algunos ejemplos en Aspects of the Rise of Economic Individualism (1933), pp. 6668. 12 R. H. Tawney y E. Power, Tudor Economic Documents (1935), vol. II, p. 188. 13 Riqueza de las naciones, libro IV, cap. I. 14 En una carta de Jamaica de 1503, citada por Marx en Zur Kritik der politischen Ökonomie (1930), p. 162. 15 “Von Kaufshandlung und Wucher”(1524), en Werke de Martín Lutero (1899), vol. XV, p. 294. 16 A. E. Monroe, Early Economic Thought, p. 145. 17 E. F. Heckscher, op. cit., vol. II, p. 217. 18 E. Misselden, Free Trade, or the Means to make Trade Flourish (1662), p. 19. 19 Los numerosos ejemplos que cita de teóricos mercantilistas muestran gran analogía con las ideas diseminadas en diversos escritos de Marx. Véase especialmente Das Kapital (1922), vol. III, parte I, pp. 307 ss. [El capital, trad. de Wenceslao Roces, FCE, México (1946)], Zur Kritik der politischen Ökonomie, pp. 118-133, 162-164. 20 Citado por E. F. Heckscher, op. cit., vol. I, p. 116. 21 The East India Trade a Most Profitable Trade to the Kingdom (1667). 22 A. Oncken, Geschichte der Nationökonomie, parte I, Die Zeit vor Adam Smith (1902), p. 154. 23 Josiah Child, A New Discourse of Trade (1694), passim. 24 Ibid., p. 63. 25 A. E. Bland, P. A. Brown y R. H. Tawney, English Economic History: Select Documents (1933), p. 222. 26 W. R. Scott, The Constitution and Finance of English, Scottish and Irish Joint Stock Companies to 1720 (1910), vol., II, p. 93. 27 G. Malynes, Consuetudo (1636), cap. IX, pp. 272 ss. * Tipo de cambio al cual saldar una deuda exterior en oro es igualmente barato que con divisas. [Ed.] 28 Ibid., cap. IX, p. 253. Véase también el análisis de Tawney en su introducción en A Discourse upon Usury, de Wilson. 29 J. Hales, A Discourse of the Common Weal of this Realm of England (ed. Lamond, 1929), p. 63. 30 R. I. Tawney y E. Power, Tudor Economic Documents, vol. II, p. 451. 31 Citado en Heaton, Economic History of Europe (1936), p. 368. 32 J. Viner, Studies in the Theory of International Trade (1937), pp. 8 ss. 33 E. Misselden, Free Trade, or the Meanes to Make Trade Fluorish, pp. 13-14. 34 E. F. Heckscher, op. cit., vol. I, pp. 270-276. 35 E. Misselden, The Circle of Commerce (1623), p. 98. 36 Ibid., pp. 116-117. 37 A. E. Monroe, op. cit., pp. 145-167. 38 Ibid., p. 146. 74 39 Ibid., p. 150. Ibid., p. 158. 41 Véase la reimpresión (Facsimile Text Society, Nueva York, 1930). En un capítulo con que colaboró en el Anti Dühring de Engels, Marx ataca a Dühring por haber hecho a Serra el líder del pensamiento mercantilista, y reserva este puesto muy justamente para Mun, cuyo análisis no sólo era mucho más inteligente que el de Serra, sino que además, su segundo libro le ganó inmediatamente una autoridad universal. No obstante, se equivoca Marx cuando dice que el Discourse de Mun apareció en 1609, cuatro años antes que el Breve Trattato de Serra. El discurso fue publicado en 1621 y no pudo haber sido escrito antes de 1615, año en que Mun entró en la Compañía de las Indias Orientales. 42 Véase la reimpresión (Economic History Society, 1928). Se encontrará un excelente análisis de esta obra en E. A. J. Johnson, Predecessors of Adam Smith (1937), pp. 77-89. El Fondo de Cultura Económica ha publicado el ensayo de Johnson al frente de su edición de La riqueza de Inglaterra por el Comercio Exterior, trad. de Samuel Vasconcelos, México (1954). 43 T. Mun, La riqueza de Inglaterra por el Comercio Exterior, FCE, México, 1945. 44 Ibid., p. 61. 45 E. F. Heckscher, op. cit., vol. II, pp. 238-243. 46 Ibid., pp. 72-73. 47 Ibid., p. 77. 48 Ibid., p. 79. 49 Ibid., p. 81. 50 Ibid., p. 131. 51 Ibid., pp. 128-129. 52 Ibid., p. 122. 53 Ibid., pp. 109-110. 54 R. Jones, “Primitive Political Economy in England”, en Edinburgh Review, enero-abril de 1847, p. 428. 55 T. Mun, op. cit., p. 146. 56 J. Child, op. cit., p. 153. 57 E. F. Heckscher, op. cit., vol. II, pp. 122-123. 58 C. D’Avenant, The Political and Commercial Works (1771), vol. I, p. 354. 59 J. Child, op. cit., pp. 216-226. 60 Citado por Heckscher, op. cit., vol. II, p. 322. 40 75 76 III. LOS FUNDADORES DE LA ECONOMÍA 1. LOS FILÓSOFOS POLÍTICOS EN EL siglo XVIII se aceleró notablemente el desarrollo del capitalismo industrial moderno. Su teoría, contenida en las obras de los economistas clásicos, llegó a su madurez en el periodo de cuarenta años que van de La riqueza de las naciones de Smith a los Principios de Ricardo; pero sus raíces se remontan a casi dos siglos antes. Cuando menos tres corrientes de pensamiento acompañan a la transición del capitalismo comercial al industrial y, juntamente con ese desarrollo económico, contribuyeron a moldear la teoría clásica. La primera es filosófica: el desarrollo del pensamiento político desde su origen canónico hasta el radicalismo filosófico. Hemos visto ya los comienzos de la segunda: es el progreso del pensamiento económico inglés a partir de los últimos mercantilistas. El tercer pilar de la economía política es de origen francés: el sistema fisiocrático que desarrollaron un conjunto de pensadores de la Francia del siglo XVIII. La primera de estas aportaciones ha sido expuesta con mucha frecuencia y su historia se encuentra en tantos libros de texto, que aquí sólo es necesario esbozarla. La liberación del pensamiento de la dominación de la Iglesia condujo al desarrollo del mercantilismo, aunque a lo último se volvió contra la teoría y la práctica mercantilistas. Ya hemos visto cómo el progreso económico destruyó la autoridad de la Iglesia en materias terrenales. La actividad económica se realizaba cada vez menos de acuerdo con las leyes teológicas de lo que “debiera ser”, y aunque el pensamiento económico también tendía a hacerse positivo, los primeros mercantilistas deseaban aún conservar el elemento normativo; en sus escritos están inextricablemente unidos el análisis de lo que es y los preceptos de lo que debiera ser. La emancipación del pensamiento político de la teología es, sin embargo, más radical.1 Algunos de los pensadores a quienes se debió dicha emancipación se interesaron también en materias económicas. Bodino, por ejemplo, a quien ya hemos conocido como economista preclaro, fue uno de los que fundaron “la investigación del problema social en la relación del hombre con el hombre y ya no en la relación del hombre con Dios”.2 Pero el principal efecto de los métodos nuevos recayó sobre la teoría del Estado. En esta dirección fue Maquiavelo quien ejerció la mayor influencia. Pudo observar la decadencia de la sociedad medieval en el ambiente quizá más favorable, el de la Italia del siglo XVI. Allí tomaron las formas más violentas la sustitución de la autoridad eclesiástica por la secular y la lucha por la unidad nacional. La dirección de la política se hizo dependiente de la falta de escrúpulos en el uso de todos los medios del poder terrenal. Sólo la fuerza bruta combinada con la intriga y el oportunismo podían darle el poder a un príncipe y permitirle conservarlo. Aunque era una experiencia que todos compartían, fue el genio de Maquiavelo el que hizo de la situación política de su tiempo el punto de partida de un método nuevo para estudiar las cuestiones sociales y políticas. En un 77 pasaje muchas veces citado vitupera a los que habían tratado de establecer una república ideal a su capricho. Hay que darse cuenta —decía— de la gran diferencia entre el hombre tal como es y tal como debiera ser; querer ser virtuoso en un mundo habitado por tantos que carecen de virtud, es correr a la ruina. Por lo tanto, en su estudio de las acciones de un príncipe sensato, dice que la necesidad, y no la virtud, es la guía.3 Maquiavelo fue culpable de muchos errores. No tenía idea de las fuerzas complejas que modelan la historia; el desarrollo social era, para él, obra exclusiva de los grandes hombres. Su protesta contra lo ético fue tan violenta que estaba llamada a provocar una reacción. Redujo al mínimo el poder de las ideas tradicionales sobre la conducta recta, y pensó sólo exclusivamente en términos de los príncipes de la Italia del Renacimiento. No pudo prever el nacimiento de una nueva disciplina ética, no teológica, que iba a seguir ejerciendo alguna influencia sobre el pensamiento económico. Sin embargo, su influencia fue inmensa, no obstante la oposición inicial que encontró. Desde entonces, la filosofía social se basó en cimientos racionales y positivos. La visión de Bodino fue aún más amplia quizá. Le impresionó también el problema de la autoridad que suscitaron la decadencia del poder de la Iglesia, las guerras religiosas y la lucha de las unidades civiles en conflicto. En Los seis libros de la República (1576) sentó las bases de la teoría relativa a la necesidad de una autoridad soberana central. Quería que ésta fuese secular. En otras palabras, deseaba el Estado soberano moderno, que iba a ser fuente de todo derecho y de todo orden. Pero advertía los peligros de la autoridad ilimitada.4 Pensaba que la ley divina y la natural prescribían los límites máximos del poder del Estado. La importancia que concedía al derecho de propiedad privada, así como su creencia en la utilidad de la libertad de comercio que ya hemos mencionado, revelan que percibía una antítesis posible entre el estado y la sociedad y que buscaba una teoría que concediese lugar al consentimiento de los súbditos a los actos de autoridad.5 Fue, pues, un precursor del liberalismo en un sentido mucho más directo que los filósofos jusnaturalistas del siglo XVII. No obstante diferencias muy importantes, la Inglaterra del siglo XVI presenció una revolución espiritual análoga a las de Italia y Francia resumidas en Maquiavelo y Bodino. Las fuerzas que dieron preponderancia al comercio estaban liberando a la mente de los hombres de las trabas de las creencias consagradas y abriendo una nueva época de especulación y experimentación. Los nuevos modos de vida presentaban problemas nuevos en casi todas las ramas de la ciencia, y los científicos empezaron a darles solución, ya se inspirasen directamente en las necesidades de un comercio creciente, o sólo indirectamente mediante el gusto general por el nuevo racionalismo empírico. Se lograron progresos asombrosos en astronomía, matemáticas, física y óptica, así como en ciencias biológicas y medicina. Su gran momento, a pesar de todos los intereses teológicos y hasta místicos de su autor, fueron los Principios de Newton.6 Lessing dijo muy bien de ellos: La antigüedad nos avergonzará siempre con Homero y de la gloria de nuestros tiempos tendrá que encargarse Newton. 7 78 Pero entre los pensadores sociales de ese siglo y del siguiente, ninguno expresó mejor el espíritu de la época ni tuvo más importancia para el progreso subsiguiente que Bacon. Sentó los cimientos filosóficos de la ciencia experimental, y aplicó al estudio del hombre y de sus sociedades el método de investigación racional de las ciencias naturales. Con la misma visión práctica de Maquiavelo, con quien compartió el franco deseo de poder, Bacon dio el imprimatur filosófico a la autoridad del Estado. Su misma tolerancia respecto de la Iglesia, a la que consideraba como un instrumento útil en manos de un Estado poderoso, revela hasta qué punto se había liberado de los residuos del medievalismo. Quizá sus elogios al monarca se inspiraban en el deseo de medro personal, mas no por eso dejaban de ser el reflejo sincero de su creencia fundamental en la autoridad secular. Pensaba que la monarquía era una institución natural, y que obedecerla constituía un deber natural. Así fue sustentada la doctrina del derecho divino de los reyes y recibió poderoso apoyo teórico el absolutismo. Se atribuía al soberano absoluto el papel de juez supremo, que no se detenía ante prejuicios ni leyes y estaba por encima de las facciones sociales en pugna. Ésta es la quintaesencia política de la época; ésta es la autoridad que iba a tomar el lugar del disgregado sistema feudal. Ese cambio encontró aún expresión más clara en el siglo XVII en Tomás Hobbes, compañero de Bacon. Hobbes abandonó el concepto del derecho divino de los reyes, pero dio una interpretación nueva y más poderosa a las ideas baconianas sobre el principio de la soberanía del Estado. Aunque fundó su análisis en algo parecido a la asociación voluntaria de individuos que aceptaban que uno o más de entre ellos representase la voluntad común, confería gran importancia a la coerción como elemento esencial de la organización del Estado: una vez formado el Estado, contenía una soberanía absoluta a la cual se le debía obediencia absoluta. Mas, no obstante, los reyes no poseían su poder, por absoluto que fuere, en virtud de un derecho divino. Dios era el juez supremo de sus actos, pero el poder de ellos en la tierra venía de la naturaleza misma de su cargo. Todo gobernante, legítimo o no, estaba impuesto de los atributos fundamentales de la realeza. Hobbes estaba más cerca de Bodino que de Bacon por su mayor liberación de la justificación teológica de la soberanía, y trabajó por la emancipación religiosa en el mismo sentido que Spinoza. Como a éste, sus contemporáneos le consideraron enemigo de la fe, y por haber dado una base teórica a las pretensiones de los usurpadores de la soberanía, la Iglesia y el rey se unieron contra él. Lo que le hizo igualmente sospechoso a los ojos de los adversarios del poder real fue que, a diferencia de Bodino, adoptó el desdén de Bacon por las leyes y su respeto por la soberanía indivisible y sin restricciones. La creencia de Hobbes en un poder por encima de los intereses antagónicos de las clases sociales fue al mismo tiempo su debilidad y su fuerza. Era la suya una teoría inevitable en una época en que los conflictos sociales tenían un interés absorbente, en que por primera vez se les consideraba racionalmente, y en que las fuerzas económicas estaban presionando para el establecimiento de una autoridad central fuerte. Era una teoría limitada por su propia experiencia inmediata, y no tardó mucho en recibir un nuevo giro que modificó por completo su significación. 79 Pero fue muy grande la importancia de Hobbes en el desarrollo de la nueva sociedad y en sus ideas. Su base era individualista. Como Maquiavelo, reconoció francamente en el individuo movido por el egoísmo la unidad de que había que partir. El contrato por el cual los individuos se habían sometido a la terrible garra del Estado soberano —el Leviatán* de Hobbes— se basaba en ese mismo egoísmo. El Estado absolutista era un medio para obtener un bien más grande que el que podía procurar la vida del hombre primitivo, “solitario, pobre, indecente, bruto, limitado”. Si el Leviatán coaccionaba, lo hacía en beneficio de los mismos gobernados. Aquí, no obstante la doctrina central sobre la autoridad del Estado (en armonía con la práctica de la regulación de la vida económica por el Estado), estaba el comienzo del utilitarismo. Y en contraste aparente con Hobbes, pero en secuencia lógica con el principio inmanente en su sistema, progresó la filosofía utilitarista. Su siguiente paso se halla en la obra de John Locke. Volveremos a encontrarlo pronto de nuevo como economista de transición entre el mercantilismo y los clásicos. Su posición es más importante en la esfera del pensamiento político. Sintetizó y llevó más lejos todos los elementos del pensamiento anterior con que podía formarse una filosofía política adecuada a la época en que el capitalismo estaba ya seguro de la victoria. El contrato social, que en Platón había hecho al hombre organizar la ciudad, que en Hobbes lo sometió al Leviatán, y que en Bodino estableció la autoridad central y fijó sus límites, volvemos a encontrarlo en Locke.** Junto con el contrato encontramos una nueva formulación importante de la doctrina del derecho natural. Iniciada en la filosofía estoica y epicúrea, esta doctrina había encontrado un lugar en el derecho romano y en la doctrina canonista de la justicia natural. Ahora se iba transformando en el reconocimiento de los instintos “naturales” del individuo, y el contrato social que establecía el gobierno civil vino a depender totalmente de la amplitud del consentimiento de los gobernados. La idea de que el egoísmo es la fuerza motriz de la conducta humana es inherente a toda la filosofía política de Locke; mas, para él, no era la Iglesia medieval, ni el rey por derecho divino de Bacon, ni el Leviatán sobrehumano de Hobbes, lo que formaría un cuerpo ordenado de los átomos individuales. En su cargo de administrador de las posesiones coloniales de Inglaterra, Locke había entrado en contacto con el comercio, y la asociación voluntaria y regular de los comerciantes en las empresas comerciales que había visto en las compañías reglamentadas le pareció la forma natural de organización para fines de gobierno. Por lo tanto, fue en la monarquía constitucional donde el racionalismo encontró su expresión política. Según Locke, la libertad sólo debe restringirse para conservarla. Su base era la propiedad, adquirida por laboriosidad y razón y con derecho a la seguridad que pudiera darle el Estado. He aquí una filosofía adecuada a las nuevas condiciones económicas. Es la personificación de la victoria sobre la Edad Media; pero es más que eso: es un síntoma de la decadencia del poder del Estado que el capital comercial había creado en una etapa anterior de su lucha contra el feudalismo. Es una consecuencia inherente a la relación entre el capitalismo y su primera expresión política. Es el primer capítulo del liberalismo, filosofía del capitalismo 80 triunfante. 2. EL DESARROLLO DEL CAPITALISMO INDUSTRIAL La aparición de la filosofía de Locke a fines del siglo XVII revela que el nuevo Estado empezaba a ser visto como lo que realmente era: la criatura del poder económico, no menos que su amo. El cambio de la política económica fue menos rápido que el de la filosofía política. Sin embargo, a fines del siglo XVII la reglamentación estatal de la vida económica se estaba desmoronando. Su decadencia no fue de ningún modo igual en todos los países. Realmente, veremos que el mercantilismo reapareció con adiciones y distorsiones en países económicamente atrasados, como Alemania, cuando en Inglaterra y Francia ya era cosa del pasado. Pero aun en los países que iniciaron la transición hacia la industria moderna el progreso del individualismo ilimitado no fue uniforme. En los últimos años del siglo XVII se consiguió en algunos aspectos la liberación de las muchas trabas del Estado; pero, en general, la filosofía liberal no obtuvo su victoria decisiva hasta bien entrada la pasada centuria. A mediados del siglo XVII fueron abolidas en Inglaterra muchas de las reglamentaciones que restringían la industria nacional. Otras, la reglamentación de los salarios por ejemplo, no desaparecieron definitivamente hasta 1813. Las leyes que reglamentaban el aprendizaje y las condiciones de la producción en muchas industrias acabaron por ser inoperantes al ampliarse la producción y desarrollarse el sistema fabril; y cuando el Parlamento las derogó en el siglo XIX no hizo más que refrendar un hecho consumado. Modificaciones considerables empezaron a tener lugar en el sistema gremial. Iba en aumento una diferenciación complicada que suscitó el surgimiento de muchos conflictos de intereses. El antiguo tipo de compañía comercial de exportación, procedente de los gremios de los siglos XIV y XV, estaba siendo desplazado por las grandes compañías coloniales. Había también corporaciones capitalistas más recientes, dominadas ya por comerciantes al por mayor o por capitalistas semindustriales del tipo Verleger, y su influencia era cada vez mayor. Los pequeños gremios urbanos locales de pequeños maestros artesanos, por otra parte, iban perdiendo importancia debido a la competencia de la industria doméstica controlada por los Verleger. Por consiguiente, la reglamentación local se iba debilitando continuamente, siempre en favor de la reglamentación nacional.8 La decadencia de la reglamentación del comercio exterior se produjo con retraso. Los tratados comerciales, que en un tiempo habían sido instrumentos proteccionistas y restrictivos, pudieron utilizarse para otros fines. Una vez que los intereses económicos fueron bastante fuertes, se concertaron tratados conducentes a ampliar el comercio entre los países interesados. La libertad de comercio sufrió muchos reveses, pero durante el siglo XVIII, en general, hizo progresos indudables. El primer síntoma del nuevo espíritu comercial fue la decadencia de las compañías reglamentadas. Sus derechos 81 monopolísticos fueron socavados por el desarrollo mismo del comercio, que abrió campo a los comerciantes independientes que recibieron los nombres de “interlopes” y, más significativamente, “comerciantes libres”. A fines del siglo XVII, las compañías reglamentadas estaban dejando de ser la forma dominante de organización del comercio internacional. En el último cuarto de ese siglo la Compañía de la Tierra de Oriente empezó a perder sus privilegios en el comercio del Báltico. Los comerciantes aventureros fueron despojados del monopolio sobre el comercio de paños dentro de su zona en 1689, y la mayor parte de las compañías comerciales compartieron el mismo destino aproximadamente por el mismo tiempo. Únicamente la Compañía de las Indias Orientales, cuya situación era diferente a la del resto, pudo conservar el monopolio durante mucho más tiempo, pero aun ella perdió, a principios del siglo XIX, su privilegio de comercio exclusivo con la India. Así pues, la decadencia de la intervención del Estado fue simultánea con la desaprobación del monopolio y el aumento de la competencia. La causa que produjo ambas tendencias y que, a su vez, fue poderosamente reforzada por ellas, fue el desarrollo de la producción industrial. Los cambios operados en la que se llamó Revolución Industrial fueron de carácter tan espectacular que eclipsaron los progresos industriales no menos importantes del siglo XVII y principios del XVIII. Si estos últimos aparecen como más lentos en su desarrollo y son de extensión mucho menor que los primeros, por lo menos fueron de un tipo igualmente importante. El profesor Nef9 ha demostrado que hubo algo parecido a una revolución industrial en los siglos XVI y XVII. En 1700 existían en Inglaterra muchas industrias florecientes (por ejemplo, las de minería, sal, cobre, bronce, artillería, alumbre y clavos) que funcionaban, por lo menos en parte, bajo un régimen fabril y eran controladas por capitalistas de bastante importancia. Si hacia fines del siglo XVIII empezaron a generalizarse, con paso vacilante, la invención y aplicación de maquinaria que economiza trabajo humano y el uso de fuerza inanimada, se debió a que la estructura específicamente social de la industria moderna ya se edificaba a principios de dicho siglo. Los descubrimientos científicos del siglo XVII, aliados del capitalismo comercial, no podían desenvolverse sin que se generalizara la investigación científica en un sentido más amplio. Ésta sobrepasó en un lapso de cien años sus estrechos límites utilitarios, aunque siguió siendo esencialmente práctica. Entretanto, sin embargo, la invención no estuvo dormida, sino era sólo el subproducto de la industria misma. Gran número de mejoras de los métodos manufactureros precedieron al torrente de la Revolución Industrial. En la extracción de minerales y la refinación de metales, en la producción de tejidos y la construcción de barcos, se introdujeron métodos nuevos, y cada vez fue más utilizada la fuerza del viento y del agua, en sustitución de la energía humana y animal. La relativa lentitud de esta evolución ilustra la complicada interrelación de factores técnicos y socioeconómicos. Los progresos técnicos fueron impedidos por los mercados restringidos de la primera época mercantilista. El “horror a los bienes” que la caracterizaba encontró su pareja en la oposición del Estado y de la opinión pública a mejoras que podían aumentar la producción. En una época de privilegios comerciales, 82 los intereses dominantes eran suficientemente fuertes para oponerse a la introducción de procedimientos nuevos que amenazaran sus monopolios. Por otra parte, las mejores técnicas tenían que esperar por un mercado más extenso para ser lucrativas. Ese mercado más extenso lo produjo el capitalismo comercial mismo. En el siglo XVIII, la expansión comercial socavó las restricciones a la competencia entonces existentes y al mismo tiempo estimuló la invención. Esto, al mejorar y aumentar la producción industrial, había de destruir las mismas bases del capitalismo comercial. Encontró mercados más extensos y estimuló a los productores a producir más y más barato. También los estimuló a mejorar su producción y a buscar después una demanda mayor mostrándoles las posibilidades latentes del acrecentamiento de las ventas. El comerciante creó al industrial. Muchas veces se hacía fabricante él mismo, y su ejemplo estimuló el reclutamiento de los homines novi del capitalismo, sacándolos de la agricultura y de la industria doméstica. Ya a principios del siglo XVIII estaba cambiando la organización de la producción y, en general, se reconoce que el sistema del putting-out iba en aquel tiempo cediendo el lugar a la producción concentrada del sistema fabril. Cada investigación nueva sobre ese periodo fortalece la opinión de que esa transición empezó antes y fue más rápida de lo que anteriormente se había supuesto. La forma de producción de la época mercantil (en que el capitalista comercial tomó la dirección comprando materias primas y a veces equipo que entregaba a talleres domésticos y después vendía los productos en mercados cada vez mayores) pudo sobrevivir durante mucho tiempo en algunas regiones, países o ramas de la industria; pero ya no era la forma típica, la tendencia iba definitivamente hacia la producción fabril. En la minería y la fabricación de cerveza, en las industrias de cerámica y ferretería, la fábrica iba ya a la cabeza. La “Etruria” de Wedgwood y los talleres de Boulton en Soho ya no se consideran excepciones, sino el tipo corriente, no muy frecuente aún, al que se iba ajustando la industria en general. El cambio que experimentó la posición del trabajador fue semejante a la transformación del comerciante en industrial. Para que el capital comercial se convirtiese en capital industrial, era esencial que encontrase mano de obra, tierra y materias primas como mercancías adquiribles. Las dos últimas cosas se encontraban en el mercado mucho antes del siglo XVIII. La compra y venta de bienes, incluso de materias primas, se había hecho habitual antes de iniciarse la industria moderna; y la comercialización de la agricultura y el hundimiento del régimen feudal habían convertido gradualmente la tierra en un artículo de comercio. En lo que respecta a la mano de obra, el cambio fue más lento, y en este punto es donde el siglo XVIII realizó la más importante de las transformaciones sociales que necesitaba el capitalismo. Es bien conocido el proceso que dio nacimiento a una clase de trabajadores asalariados. Sus comienzos se remontan al siglo XIV, cuando empezaba a decaer el régimen señorial. La servidumbre había desaparecido virtualmente y estaba siendo remplazada por un sistema de pequeños agricultores, independientes en su mayoría, y de un pequeño número de trabajadores asalariados. El movimiento de cercamientos causó muchos estragos en ese sistema: despojó a agricultores y labradores de sus tierras, casas 83 y derechos civiles y sentó los cimientos de la clase obrera moderna. La expropiación de las tierras de la Iglesia durante la Reforma, la comercialización de la agricultura, que coincidió con la expansión del comercio, y los cambios constitucionales después de la Restauración, que consumaron la desaparición del feudalismo y crearon el sistema moderno de finanzas públicas, llevaron aún más lejos esa transformación. Los comerciantes y los financieros la recibieron favorablemente. Al destruir los títulos feudales de propiedad y dar una mentalidad comercial a los nuevos propietarios, contribuyó a fijar la posición de esos elementos. Con la expropiación del hacendado, creó una oferta de mano de obra que necesitaba la industria del último periodo mercantilista. Con la transición al capitalismo industrial, este movimiento recibió en el siglo XVIII nuevo impulso. La cantidad de capital que requería la iniciativa industrial aumentaba con la creciente complejidad de los procedimientos manufactureros. Pocos artesanos pudieron competir de un modo efectivo con la producción más barata que hacía posible el mayor uso de equipo de capital, o en los mercados que no estaban situados en su inmediata proximidad. Si no trabajaban con materiales de su propiedad, sino por encargo de un comerciante dueño de los mismos, cada vez dependían más de éste. Tarde o temprano, cuando las pocas herramientas que poseían hubieran quedado anticuadas en comparación con los procedimientos y el equipo nuevos, ellos y sus aprendices sucumbirían a la seguridad relativa que les brindaba el ser asalariados permanentes. Durante algún tiempo siguieron trabajando aún en sus propios talleres domésticos, pero, sin embargo, no tardó la fábrica en absorberlos. Allí se les unían otros, reclutados entre la población rural despojada por los sucesivos movimientos de cercamiento, que en el siglo XVIII recibieron la sanción parlamentaria. Todo este proceso no sólo creó industriales y asalariados, sino que proporcionó también mercado a la industria capitalista. La destrucción de los talleres domésticos tanto en las poblaciones como en el campo, y la comercialización de la agricultura crearon la demanda que absorbió los productos de la industria fabril. Apoyándose en este mercado interior —cuyo crecimiento completó la separación de la agricultura y de la industria—, el capitalismo industrial pudo volver de nuevo al comercio exterior, que había sido una de las bases sobre las cuales se había desarrollado. La relación entre el capitalista y su obrero asalariado siguió al principio reglamentada como lo había estado durante la época en que sólo existían comerciantes, maestros artesanos, oficiales y aprendices. La costumbre, los restos de la reglamentación gremial y la legislación sobre salarios determinaban los salarios y las condiciones de trabajo en los primeros tiempos del sistema fabril; pero resultaron demasiado rígidos para las necesidades de una industria en crecimiento. Los mercantilistas, si es que tuvieron alguna teoría de los salarios, creían en una economía de salarios bajos y estrictamente reglamentados. Esto era apropiado para comerciantes dedicados a exportar a mercados donde tenían que luchar con la competencia extranjera. También estaba en armonía con las opiniones de algunos mercantilistas sobre la necesidad de restringir el consumo interior. Pero la confianza en la 84 reglamentación del mercado de la mano de obra disminuyó cuando surgió la competencia entre diferentes industrias para adquirirla. No quiere decir esto que el capitalismo industrial empezase a actuar inmediatamente de acuerdo con el principio de una “economía de salarios altos”, sino que la oferta y la demanda empezaron a ser los determinantes directos de la relación entre capital y trabajo. Los gremios perdieron el poco poder que habían conservado, se hizo caso omiso de la costumbre, y tendió a desaparecer la legislación destinada a regular la movilidad de la mano de obra y, en cierta medida, los salarios. El proceso fue más rápido en lo que respecta a la movilidad de la mano de obra, y la reglamentación de los salarios no desapareció por completo hasta la primera parte del siglo XIX. Pero ya para entonces el progreso de los inventos y el movimiento de cercamientos habían creado un excedente de mano de obra, y las antiguas reglamentaciones se mantuvieron con el fin de sostener un salario mínimo. Sin embargo, en conjunto, las negociaciones entre capitalista y trabajador tendían a convertirse en el método común de ajustar los contratos de trabajo. Esto era consecuencia, como hemos visto, de un doble proceso: por una parte, la concentración del capital en manos del industrial, que poseía los complicados instrumentos de producción que ahora se necesitaban y, por la otra, la pérdida de independencia que sufrieron los trabajadores urbanos y rurales al entrar en el nuevo sistema de producción, junto con su emancipación de los lazos que los unían a los sindicatos y los terratenientes. El obrero tenía ahora libertad de contratación; pero también se veía forzado por la complejidad creciente de la producción a vender su trabajo en el mercado para ganarse la vida. A mediados del siglo, el proceso de establecer un mercado libre para la mano de obra había ido lo bastante lejos para que el deán de Tucker pudiera considerar “absurdo y descabellado” cualquier intento de una tercera persona para “fijar el precio entre comprador y vendedor”. No podían hacerse cumplir reglas que no se apoyaran en el acuerdo voluntario de las partes contratantes. Además, no podían promulgarse leyes que se ocuparan de la “abundancia o escasez de trabajo, la baratura o carestía de las provisiones…, la bondad o defectuosidad de la mano de obra, los grados de habilidad… la demanda o estancamiento [de la manufactura] en el país o en el extranjero”.10 Paralelamente con este mercado libre empezaron a producirse los problemas típicos modernos de trabajo. Ya en la segunda mitad del siglo XVII hubo ejemplos de trabajadores que se organizaban para mejorar su situación. Algunas veces volvían a adoptar las prácticas superficiales de los gremios: subrayaban las funciones de la convivencia amistosa, intentaban regular la calidad de la producción y mantenían un ritual complicado. Pero gradualmente fue haciéndose más manifiesto su verdadero carácter. Se convirtieron en asociaciones cuya tarea principal era luchar contra los patronos para mejorar los salarios y las condiciones del trabajo. Contra esas asociaciones, precursoras de los modernos sindicatos, dictó el Parlamento sus Combination Laws. 3. WILLIAM PETTY 85 No tardó el pensamiento económico en comenzar a responder a todos esos cambios, aunque tardó cien años en darse cuenta plenamente de la revolución que estaba presenciando. En los intereses de los pensadores tuvo lugar un cambio correspondiente al operado en las características del capitalismo. La atención se desvió del comercio a la producción, y de la relación entre comerciante y financiero a la de capital y trabajo. En este cambio de métodos y contenido del pensamiento económico tuvo la mayor importancia la aparición de un nuevo problema de precio y valor. Hasta entonces, dicho problema se había planteado casi exclusivamente en función de la circulación. Con Aristóteles y los escolásticos había sido una parte del problema de la justicia: ¿Cómo debe realizarse el cambio para que haya una equivalencia justa? Ésta era la pregunta que formulaban, a la que respondieron con la doctrina del “precio justo”. En la época mercantilista fueron distintas tanto la pregunta como la respuesta. A pesar de todas sus oscuridades y sus diferencias individuales, en la teoría mercantilista del problema del precio está subyacente un punto de vista común. Ese punto de vista era el del comerciante. ¿Cuál es el mejor medio para enriquecer al país? Puesto que riqueza es lo mismo que capital comercial (representado por el dinero), la respuesta es: hacer ventas productivas. La ganancia sólo puede nacer por enajenación, es decir, por el acto de cambiar, cuando el vendedor vende más caro de que lo compró. Todas las conclusiones mercantilistas relativas al comercio exterior, así como su opinión limitada y falsa de la relación entre el dinero y los precios, son consecuencia de ese punto de vista. Con el desarrollo de la industria, la producción, en vez del cambio, se convirtió en el punto interesante para los economistas. El proceso de la producción, que en su nueva forma implicaba una relación social diferente, se consideró como el meollo de la actividad económica. Ya no era posible insistir en que la riqueza, en un sentido social, era creada por el cambio, y que el valor (es decir, el valor de cambio, que es el atributo de la riqueza social) y la ganancia mediante la cual se aumenta la riqueza naciesen del comercio. El problema de la riqueza y del valor fue formulado y resuelto de un modo nuevo; y, aunque la precisión del planteamiento y de la solución sólo creció gradualmente, hasta que alcanzó su forma más refinada en el sistema clásico, sus características fueron siempre las mismas. Esta evolución del pensamiento económico fue aproximadamente igual en muchos países. Con algunas diferencias pequeñas, pero interesantes, el problema del valor constituyó el meollo del análisis en Inglaterra, Italia y Francia, y los pensadores de los tres países dieron soluciones en términos análogos. En un libro más extenso que éste, merecerían un estudio detallado las ideas de los italianos Montanari, Davanzati y Galiani, y las del francés Boisguillebert; y lo mismo hay que decir de Benjamín Franklin, que fue tan agudo en economía como en otros campos científicos. Puede justificar su omisión el hecho de que fue en Inglaterra donde la semilla de esos fundadores dio sus mejores frutos. La parte de la aportación francesa, que tiene un carácter un tanto diferente, será examinada por separado. El primero y más importante de los economistas ingleses que prepararon el terreno para el sistema clásico es Sir William Petty (1623-1687), a quien se ha llamado con 86 justicia el fundador de la economía política.11 Hijo de un pobre tejedor de Hampshire, tuvo una vida extraordinariamente variada, en la que fue sucesivamente camarero de un barco, buhonero, marinero, vendedor de paños, médico, profesor de anatomía, profesor de música, agrimensor y terrateniente rico. La educación formal que recibió en un colegio de jesuitas de Francia y en Oxford fue muy enriquecida por la amistad con los principales hombres de ciencia y de letras de la época. Petty fue amigo de Pepys y de Evelyn, y formó parte del grupo de hombres doctos que se reunía en Londres y en Oxford y que más tarde se convirtió en la Real Sociedad. Fue miembro titular del consejo de esta Sociedad. La historia de su vida, narrada por Lord Fitzaurice y resumida por el profesor Hull en su introducción a las obras económicas de Petty, explica en gran parte el lugar extraordinariamente avanzado que ocupa éste en la historia del pensamiento económico. Su libertad respecto de todo interés puramente mercantil, que le distingue de otros economistas del siglo XVII, su experiencia como hombre de negocios, desusadamente rica, adquirida principalmente por su participación en la Down Survey de Irlanda y en la distribución de tierras a los soldados de Cromwell, y, sobre todo, su amistad con los líderes del pensamiento científico experimental, dan a sus escritos económicos un gusto y una amplitud de visión que no fueron sobrepasados en cien años. En su Political Arithmetick, escrita probablemente en 1672 y publicada en 1690, Petty expone explícitamente un punto de vista nuevo para la investigación económica que él reconoce que no es todavía común. “En lugar —dice— de emplear sólo palabras comparativas y superlativas, y argumentos intelectuales, he tomado el camino… de expresarme en términos de Número, Peso y Medida; de usar sólo argumentos de sentido y de tomar en cuenta únicamente las causas que tengan fundamentos visibles en la naturaleza.”12 Petty se adhirió de verdad a este manifiesto de empirismo, y su derecho a la fama se reputa generalmente que descansa en la parte que tuvo en la fundación de la ciencia de la estadística. No puede haber duda en que Petty es considerado justamente como el primero en desarrollar esa disciplina hermana de la economía política. No sólo enseñó con su práctica y sus preceptos cómo deben recogerse y manejarse los datos, sino que no descuidó las funciones más amplias de la investigación estadística. En su Political Arithmetick y en sus otros trabajos estadísticos puso en su verdadero lugar la investigación de los hechos en relación con el análisis teórico. Sin embargo, para nuestro objeto, son más importantes e interesantes las aportaciones de Petty al pensamiento económico. Su obra en este campo, aparte de algunas observaciones diseminadas en su Political Arithmetick, está contenida principalmente en A Treatise of Taxes and Contributions (1662), Verbum Sapienti (1664), Political Anatomy of Ireland, escrito en 1672 y publicado en 1691, y Sir William Petty’s Quantulumcumque Concerning Money, escrito en 1682 y publicado en 1695. El editor moderno de Petty ha insinuado que los puntos de vista con que éste se acerca a los problemas económicos (finanzas públicas y moneda) lo distinguen claramente de las preocupaciones de los economistas clásicos y modernos. También ha sugerido que, habiendo sido Petty discípulo de Hobbes (hecho que parece bien comprobado por la insistencia de Petty en la soberanía del Estado), pero no mercantilista 87 propiamente dicho, debiera clasificársele entre los cameralistas alemanes seudoeconomistas consejeros de los monarcas absolutos. Este juicio se basa en un concepto erróneo y ha de dificultar seriamente una apreciación justa de la posición de Petty en la historia del pensamiento económico. Es cierto que Petty compartía la filosofía política de Hobbes; pero su manera indirecta de abordar los importantes problemas económicos de la riqueza y el valor era en sí misma una expresión de los cambios que habían tenido lugar en las relaciones sociales y políticas como parte indispensable de la evolución del capitalismo industrial. Su interés por las finanzas del Estado está condicionado por el hecho de que habían desaparecido los métodos feudales de recaudar los impuestos y habían sido remplazados por un sistema de tributación nacional. Para todo aquél no relacionado con el comercio exterior y que deseara dilucidar los principios de la actividad económica, no había en aquel tiempo camino más obvio para acercarse a los problemas de ese orden que el de los métodos de recaudar y gastar las rentas del Estado. Los problemas que ellos suscitaban plantearon las cuestiones del valor y de la riqueza en su forma más aguda. Treatise on Taxes parece ser un estudio directo de las fuentes de los ingresos públicos, de las formas de los gastos públicos y de los mejores medios para recaudar aquéllos y realizar éstos. La teoría de Petty sobre las finanzas públicas es sencilla y no es necesario que nos detengamos en ella. Está de acuerdo con Mun en considerar inevitables los impuestos, pero considera que los príncipes no deben ser manirrotos. Aunque pueden verse obligados a recaudar por vía de impuestos más de lo que necesitan, a fin de crear una reserva para casos de emergencia, no deben hacerlo con demasiada frecuencia, porque retirarían dinero de sus súbditos de la circulación productiva. El dinero que el príncipe ha recaudado podría estimular, si se le gasta sabiamente, el comercio y la industria, y así volvería en mayor cantidad a los bolsillos del pueblo. Petty pedía economías en el funcionamiento de los principales servicios del Estado: defensa nacional, administración pública, justicia y “pastoreo de las almas de los hombres”. Condenaba las guerras dispendiosas y el sostenimiento de supernumerarios, aunque se inclinaba a apoyar el gasto de dinero público en proporcionar ocupación a los que de otro modo carecerían de ella, por miedo —decía— a que “pierdan su aptitud para trabajar”.13 Las opiniones de Petty sobre la recaudación de impuestos están muy influidas por la filosofía hobbesiana. En toda su obra muestra un franco reconocimiento del egoísmo individual y una alta consideración por la propiedad como determinantes de la posición social. El Estado existe para proteger la propiedad individual, y el individuo debe estar dispuesto a contribuir a los gastos del Estado. Esta contribución debería ser proporcional a la propiedad, cuyos beneficios goza la gente bajo la protección del Estado. Petty advertía que la gente no siempre estaba dispuesta a reconocer la naturaleza utilitaria de los impuestos, y se negaba a pagar porque creía que el rey era un manirroto o que sus contribuciones eran excesivas comparadas con las de otros contribuyentes. Por consiguiente, los impuestos deberían idearse de tal manera que no alteraran la distribución relativa de la riqueza, ya que, “por muy elevado que sea el impuesto, si es 88 proporcional para todos, entonces nadie sufre pérdida de riqueza por su causa”.14 Es imposible implantar este sistema de tributación si “por no conocer la riqueza del pueblo, el príncipe no sabe cuánto puede soportar, y por no conocer el comercio, no puede juzgar de la época apropiada para al pago”.15 La necesidad de estadísticas es manifiesta. Es a partir de aquí que Petty se vio obligado a entregarse al análisis económico más intrincado de cuantos hizo. Emprende el examen de los diferentes modos en que pueden recaudarse los impuestos.16 Rechaza la exclusión de las tierras de la Corona, de las cuales ha de obtener sus ingresos el soberano. Es mejor recaudar un impuesto sobre el conjunto del ingreso gravable, lo que daría al rey “mayor seguridad y más causantes”. La única cosa que habría que evitar es que la molestia y el costo de este método de recaudación no sean considerablemente mayores que los de la administración de los dominios de la Corona. Petty no dudaba que, en un país nuevo, “antes de que los hombres tuviesen siquiera la posesión de la tierra” (como en Irlanda, donde estaba vigente), este sistema de tributación fuera el mejor que podía concebirse. Los futuros compradores de tierra tendrían en cuenta el impuesto sobre la renta de la tierra, los impuestos estarían en proporción justa y no sólo los propietarios “sino todo hombre que coma del producto de sus tierras, aunque no sea más que un huevo o una cebolla, o que utilice la ayuda de un artesano que se alimente de lo mismo”, pagará su contribución. Pero en los países viejos se presentarían grandes dificultades. Los nuevos arrendamientos tendrían en cuenta los nuevos tributos, mientras que los antiguos seguirían pagando la renta antigua. Unos terratenientes ganarían y otros perderían, y los consumidores perderían en cualquier caso, porque los precios de los productos subirían tanto si el agricultor arrendatario que produce pagara la renta antigua como si pagara la nueva; sólo el agricultor obtendría una gran utilidad. Al llegar a este punto, el análisis de los impuestos y de su incidencia cesa, y la discusión conduce a una teoría del valor. Para tener una idea clara del análisis de Petty, es necesario reunir gran número de aseveraciones diseminadas en toda su obra. Cuando dicho análisis se resume, puede obtenerse una estructura lógica que incluye una teoría del valor y de los salarios, una teoría de la ganancia o excedente (que, en realidad, es una teoría de la renta), un examen del valor de la tierra y una teoría del interés y de las monedas extranjeras. En los escritos de Petty las cuestiones no siguen este mismo orden. Hay en ellos dificultades que resolver y oscuridades que ignorar; pero la estructura final no carece, en cierta medida, de congruencia interna. La teoría del valor de Petty se encuentra en una breve digresión sobre la renta [de la tierra], que sigue a su teoría del impuesto sobre la misma, en un estudio del precio real y del precio político de las mercancías al final de su Treatise, y en algunas observaciones sobre los salarios contenidas en su Political Anatomy of Ireland. Para comprender esta teoría es importante tener en cuenta la importancia que Petty concede a la mano de obra como fuente de la riqueza. Aunque sobre este punto no fue tan explícito como Adam Smith, nos deja, sin embargo, muy poca duda de que ya estaba muy lejos de la concepción de los mercantilistas. “El Trabajo —dice— es el Padre y el principio activo de la Riqueza, y las Tierras son la Madre.”17 Y cuando en otro lugar habla de la “riqueza, 89 acervo o provisión de la nación”, la considera “efecto del trabajo anterior o pasado”.18 Petty se dio también cuenta de que la forma típica en que aparecía el trabajo en la nueva estructura social era la de trabajo dividido. Su exposición de las ventajas de la división del trabajo no carece de ninguno de los elementos que se encuentran en la famosa descripción de Adam Smith. Toma como ejemplo la fabricación de un reloj, y demuestra que el abaratamiento y la mejora de la producción que la división del trabajo produce en este ramo particular de la industria, también se presenta en la formación de grandes poblaciones y su especialización en diferentes manufacturas.19 No es de extrañar que esta opinión sobre la mano de obra haya determinado el análisis que Petty hace del valor y del precio, al cual es conducido por la cuestión de cuál sea “la misteriosa naturaleza” de las rentas. Su respuesta es que la renta verdadera y natural de un trozo de tierra en cualquier año determinado es igual al producto de la cosecha menos el costo de la semilla y de todo aquello que “el productor mismo ha consumido y entregado a otros a cambio de ropas y otros artículos de primera necesidad”.20 Sin embargo, ésta no es sólo una explicación del origen del excedente, sino también del origen del valor mismo. Petty pasa a preguntar cuánto dinero “vale este trigo o esta renta”, y contesta que valen tanto como el dinero que otro hombre dedicado a producir dinero (es decir, la mercancía dinero) puede ahorrar durante el mismo tiempo, después de cubiertos los gastos de producción. Merece ser citado el caso hipotético con que ilustra su proposición. “Supongamos que otro hombre va a un país donde hay plata; la extrae, la refina y la lleva al mismo lugar donde el otro hombre plantó su trigo; la acuña, etc., por sí mismo, y mientras trabaja en su plata cosecha alimentos para su manutención y se procura vestido, etc. Yo digo que la plata del uno debe estimarse del mismo valor que el trigo del otro, siendo el peso de la primera quizá veinte onzas y el volumen del segundo veinte bushels. De ahí se deduce que el precio de un bushel de ese trigo es una onza de plata.”21 Petty sabe muy bien que pueden producirse pequeñas variaciones, pero dice que el análisis anterior será válido siempre que se tome el promedio de un periodo largo y de una gran cantidad. No obstante ser ésta “la base de la igualación y el equilibrio de los valores”,22 subsisten muchas diferencias individuales, que Petty examina más adelante, al distinguir entre precio natural o, como también lo llama, “verdadero precio corriente”, y precio político. La “carestía y la baratura naturales dependen de las pocas o muchas manos requeridas para los bienes de la naturaleza… Pero la baratura política depende del número de intermediarios supernumerarios que hay en el comercio por encima de los necesarios”.23 Otros factores que pueden influir en la oferta y la demanda y, por lo tanto, en el precio político, son las costumbres y el modo de vivir; y como “todas las mercancías tienen sus sustitutos o sucedáneos, y casi todas las necesidades pueden satisfacerse de diversos modos”, debe considerarse que estos factores aumentan o disminuyen el precio de las cosas.24 No obstante todos estos factores accidentales, el trabajo sigue siendo la fuente y la medida verdaderas del valor. Esto se advierte aún con más claridad en otros dos pasajes que son el principio de la teoría clásica de los salarios. En ellos ya no habla Petty del 90 tiempo de trabajo como medida del valor. “El promedio de los alimentos que un hombre adulto consume en un día, y no lo que trabaja en un día, es la medida común del valor.” “No importa que los alimentos consumidos en un día sean de calidad que requiera más trabajo para producirlos que el que requieren alimentos de otra calidad, puesto que nos referimos a los alimentos más fáciles de obtener en los respectivos países del mundo.” Tampoco importa “que unos hombres coman más que otros…, ya que por alimento diario entendemos la centésima parte de lo que comen cien individuos de todas clases y tamaños para poder vivir, trabajar y multiplicarse”.25 Esta última frase anticipa la teoría del precio natural del trabajo, de Ricardo, que es el “necesario para que los trabajadores puedan, uno con otro, subsistir y perpetuar la especie”.26 Y en la afirmación que hace Petty de que una “ley que fije esos salarios… otorgaría al trabajador únicamente lo necesario para subsistir, porque si le dais el doble no trabajará sino la mitad de lo que podría y haría, lo cual es una pérdida para el público del fruto de ese trabajo”,27 puede observarse la línea de pensamiento que había de desembocar en la teoría de la plusvalía de Marx.28 Pero si Petty creía en la existencia de un producto excedente creado por el trabajo y, por lo tanto, en el poder del trabajo para crear una plusvalía o valor excedente por encima de su subsistencia, demostró esas dos categorías sólo en el caso de la producción de la tierra. La renta era el único excedente que conocía, y éste encerraba en sí todo el concepto de utilidad o ganancia. Al mismo tiempo, Petty también conocía la existencia de un elemento diferencial en la renta. Ciento cincuenta años antes que Ricardo, formuló claramente la teoría de las rentas diferenciales. “Porque así como la gran necesidad de dinero aumenta el intercambio, la gran necesidad de trigo aumenta el precio de éste igualmente y, en consecuencia, el de la renta de la tierra que lo produce y, por último, el de la tierra misma; así, por ejemplo, si el trigo que alimenta a Londres, o a un ejército, se trajera desde un lugar distante cuarenta millas, el que se produjera a una milla de Londres o de los cuarteles del ejército, aumentará su precio natural en la cantidad que costaría traerlo de treinta y nueve millas.”29 Y aunque aquí no se dice nada de las diferentes fertilidades como causas de las rentas diferenciales (en otro lugar se encuentra una vaga referencia a esto), enumera otros factores, y el principio general no podría expresarse mejor.30 Debe advertirse también que Petty dice muy claramente que la renta era determinada por el precio, y no viceversa. No sólo está esto dicho explícitamente en el examen de la renta diferencial que hemos citado, sino que está implícito en su estudio del origen de la renta como tal, que, como hemos visto, lo condujo a la teoría del valor trabajo. Otra conclusión que Petty quiere sacar se refiere al valor de la tierra. “El problema —dice— consiste en saber cuántos años de ingresos (como solemos decir) equivalen al valor natural del dominio absoluto.”31 El motivo por el cual este problema atrajo la atención de Petty es interesante y muestra el error en que cayó, a pesar de su genio. Aunque da pruebas sobradas de que cree fundamentalmente en una teoría del valor como producto del trabajo, parece inseguro, no obstante, acerca del papel que representa la tierra en la creación de valor. Hemos visto que un lugar hace de la tierra y del trabajo determinantes conjuntos del valor, lo cual se debe, probablemente, a una confusión entre 91 valor de cambio y valor de uso. Cuando se refiere a este último, habla de tierra y trabajo; cuando trata del valor de cambio (al menos implícitamente), habla sólo de trabajo. Él mismo se daba cuenta de esta dicotomía: “Todas las cosas debieran ser valorizadas por dos denominaciones naturales, que son la tierra y el trabajo… Siendo así, debiéramos alegrarnos de encontrar una equivalencia natural entre tierra y trabajo, de suerte que podemos expresar el valor por uno u otro de ellos tan bien o mejor que por ambos, y reducir el uno al otro con la misma facilidad y exactitud con que reducimos peniques a libras.”32 Ya hemos visto cómo determinaba Petty el valor del trabajo. En cuanto al de la tierra formuló una teoría de la capitalización de la renta o del usus fructus per annum. Esto es, manifiestamente, una ruptura con su dicotomía originaria de tierra y trabajo, ya que había determinado la renta como un producto excedente del trabajo. No percibe esta inconsecuencia y pasa a preguntar a qué tipo deberá capitalizarse. Como la teoría del excedente, de Petty, es exclusivamente una teoría de la renta, no tiene otra tasa de rendimiento a que acudir que le ayude en la capitalización de la tasa de rendimiento de la tierra. Pero encuentra una salida ingeniosa. La gente, piensa Petty, pagará por la tierra un precio en consonancia con el rendimiento que obtenga de ella y el número de años que espere gozar de ese rendimiento esa persona o sus inmediatos descendientes. Petty considera como cálculo razonable tres generaciones. Y como “en Inglaterra estimamos que tres vidas son iguales a veintiún años”, calcula el valor de la tierra por los ingresos que se obtengan durante veintiún años por concepto de renta. Esto se aplicaría allí “donde los títulos sean buenos y donde exista la seguridad moral de disfrutar de la compra”. En otros países esto variará según los títulos, la cantidad de gente y el cálculo que se haga de tres vidas.33 Este procedimiento de calcular el valor de la tierra puede usarse ahora en sentido contrario para encontrar la tasa de rendimiento del capital-dinero. En otras palabras, Petty no presupone una tasa de interés que deberá usarse en la capitalización de la tierra, sino que deriva sus conclusiones relativas al interés de su teoría de la renta y de los valores de la tierra. Dice explícitamente que se propone explicar la naturaleza de la renta “que se refiere también al dinero, cuya renta llamamos usura”.34 Y el capítulo sobre la usura sigue inmediatamente al estudio de la renta. La opinión general de Petty sobre la usura es sencilla: condena el cobro de intereses si el prestamista puede reclamar en cualquier momento al prestatario el pago de la deuda; pero si el prestatario tiene el disfrute del dinero prestado por un periodo de tiempo determinado, el prestamista puede justificadamente exigirle intereses. El tipo del interés, dice, anticipándose en esto a los fisiócratas, está determinado por la renta de la tierra. Cuando la seguridad del préstamo es indudable, el tipo de interés es igual a la “renta de tanta tierra como pueda adquirirse con el dinero prestado…; pero donde la seguridad es aleatoria, al simple interés natural debe unirse una especie de seguro”.35 Aunque el interés está, así, determinado por la renta, hay factores que lo hacen variar de tiempo en tiempo y de un lugar a otro y, en consecuencia, es imposible fijarlo por medio de la ley. En su Quantulumcumque concerning Money36 vuelve a insistir sobre este punto. 92 Aquí encuentra Petty otra razón para expresar una opinión implícita en gran parte de lo que escribió y que es una defensa de la libertad de comercio y una anticipación de la creencia en el “orden natural” que sustentaron los fisiócratas y los seguidores de Smith. Aprovecha su estudio del interés para hablar “de lo vano y estéril de contraponer las leyes civiles positivas a las leyes de la naturaleza”.37 Petty, pues, sustentó sobre la cuestión del interés opiniones más avanzadas que las mercantilistas corrientes aún en su tiempo. En cuanto a las divisas, tema del cual se ocupó poco, Petty, como los últimos mercantilistas, no compartió los temores de Malynes, si bien consideró a la usura análoga a las transacciones cambiarias; pero consideraba que la medida natural de cambio estaba establecida por el costo de trasladar el dinero en metálico de un lugar a otro, aunque podían surgir diferencias “cuando hay riesgos [y] mayores necesidades de dinero en un lugar que en otro, etc., o bien opiniones verdaderas o falsas sobre eso”.38 En consecuencia, rechazó todas las medidas legislativas encaminadas a fijar las tasas de cambio, y fue también un adversario decidido de las prohibiciones de exportar metales preciosos. Petty no llegó mucho más allá en el desarrollo de una teoría de los pagos internacionales, y sus opiniones sobre el comercio exterior en general aparecen aún influidas por nociones mercantilistas. Sin embargo, sus alusiones a esta cuestión son pocas y se encuentran diseminadas, y puede decirse que se limitó a dar por cosas sentadas ciertas opiniones admitidas en su tiempo, sin dedicar mucha atención a los problemas que pretendían explicar. Parece haber creído con la misma firmeza que Mun que “el excedente [de los artículos exportados] sobre lo que se importa, trae al país dinero, etc.”.39 Y su fe mercantilista en el valor de las exportaciones se pone claramente de manifiesto cuando dice que “Irlanda, exportando más de lo que importa, va empobreciéndose, paradójicamente”.40 Pero es evidente que su interés principal se encaminaba en otro sentido. Sus opiniones sobre el dinero fueron también mercantilistas, por lo menos en sus primeros escritos. Concedía gran importancia al tesoro, como la forma más deseable de la riqueza, y aun en sus análisis del valor se interesó principalmente por la forma monetaria en que éste aparecía —vestigios de su pensamiento metalista—. Sin embargo, sus propios métodos de análisis chocaban constantemente con esas opiniones admitidas. Debido especialmente a su labor estadística pudo Petty escapar, más que cualquier otro autor de aquel tiempo, a la confusión común entre dinero y capital. En sus estudios sobre Irlanda encontró que el dinero era sólo una fracción del gasto total anual del país, y esto mismo resultó cierto cuando trató de calcular la riqueza nacional de Inglaterra. Aunque todavía consideraba el dinero como un medio muy importante para activar el comercio, expresó a menudo la opinión de que un país podía tener demasiado o demasiado poco dinero.41 Y cuando intentó averiguar cuál era la provisión adecuada de dinero para un país, empleó el concepto de “velocidad de circulación” del dinero, que iba a desempeñar papel tan importante en la teoría monetaria posterior.42 Su método de análisis mismo muestra que, a pesar de algunas equivocaciones ocasionales inevitables, estaba muy lejos de los rudimentarios errores monetarios de los 93 mercantilistas. Aun cuando alaba las virtudes del dinero y del comercio (sobre todo del comercio exterior), y parece más cerca de la teoría del capitalismo comercial, introduce limitaciones importantes. Pensaba que el dinero y el comercio exterior eran importantes porque ayudaban a un país a desarrollar y perfeccionar su industria. Al mismo tiempo, el país debería esforzarse, por medio de una política adecuada, en mejorar la eficacia de la producción de las mercancías necesarias para el comercio. Una y otra vez hizo hincapié en el “arte” como ayuda de la producción;43 y medía el poder del príncipe por “el número, arte y laboriosidad de su pueblo, bien unido y gobernado”.44 Petty fue aún más lejos en su Quantulumcumque, su examen más maduro sobre cuestiones monetarias. Categóricamente afirmó que una nación puede tener demasiado o demasiado poco dinero, sugirió que el dinero era necesario únicamente como una ayuda para el comercio y la industria, y presentó un cálculo de la cantidad necesaria de dinero en el que el concepto de velocidad de circulación también iba implicado. Repitió sus objeciones a la prohibición de exportar metales preciosos y a las reglamentaciones legales que limitaban los tipos de interés y de cambio. Las leyes existentes —decía— quizá eran “contrarias a las leyes de la naturaleza, y también impracticables”.45 Si un país tenía demasiado dinero, debía fundirlo, exportarlo como una mercancía a donde hubiera una demanda por ella, o prestarlo a donde el interés fuera elevado. Si tenía demasiado poco dinero, debería establecerse “un banco, que bien dirigido, casi duplicaría los efectos de nuestro dinero acuñado”. Insistió una vez más en su creencia en la capacidad de Inglaterra para apoderarse del comercio del mundo (en su Political Arithmetick había intentado demostrar “que los impedimentos a la grandeza de Inglaterra eran contingentes y eliminables”). “Y tenemos en Inglaterra —decía— materiales para crear un banco que proporcione capital suficiente para impulsar el comercio de todo el mundo comercial”,46 previsión que se cumpliría unos cuantos años después. Petty parece haber asimilado las ideas más refinadas de sus predecesores sobre los efectos de la adulteración de la moneda y el lugar de los metales preciosos en el comercio exterior. Cuando los Estados adulteran la ley de su moneda —dice—, “son como comerciantes en quiebra, que cubren sus deudas pagando 16, 12 o 10 chelines por libra, u obligando a sus acreedores a cobrarse en mercancía a un precio muy superior al del mercado”.47 La moneda vieja y desigual debiera ser acuñada de nuevo a expensas del Estado; pero la diferencia entre el valor de la moneda nueva y el de la vieja deberán afrontarla quienes tienen esta última, ya que, de otra suerte, la gente se sentiría tentada a “mermar* su propio dinero”.48 La moneda nueva afectaría muy poco al comercio exterior. En un razonamiento que recuerda a Mun, Petty demostró que los comerciantes seguirían llevando al extranjero mercancías o metálico con qué comprar productos extranjeros de acuerdo con sus precios relativos. Inglaterra no tiene por qué empobrecerse si se llevaran metálico, ya que las mercancías que trajeran a ella probablemente dejarían una utilidad. Aunque Petty no examina de manera especial la relación entre el dinero y los precios, hace algunas declaraciones lúcidas e instructivas sobre la materia. Según él, la reducción de la ley contenida en una moneda de plata, no puede dejar de disminuir la cantidad de 94 bienes que la gente estaría dispuesta a dar a cambio de ella, excepto entre “esos tontos que toman la moneda por su nombre, y no por su peso y finura”. No por tener mayor cantidad de chelines acuñados con la misma cantidad de plata, es uno más rico. Esto se demostraba con mayor claridad en el caso de artículos hechos con el metal con que se fabrica la moneda. Un orfebre no dará su vasija de plata “que pesa 20 onzas de plata labrada, por dieciocho onzas de plata sin labrar”. Lo mismo ocurría con otras mercancías, “aunque no de manera tan demostrable como con mercancías cuyos materiales son los mismos de la moneda”.49 Hasta aquí Petty: el espacio que le hemos dedicado puede parecer excesivo si se le compara con la breve exposición que haremos en seguida de otros escritores preclásicos; tantas veces se ha olvidado la significación de Petty como el más importante de los precursores de Smith y de Ricardo, que parecía necesario equilibrar la balanza. 4. LOCKE; NORTH; LAW; HUME En la primera mitad del siglo XVIII, el pensamiento económico se desarrolló rápidamente en Inglaterra, y un gran número de escritores cuyas aportaciones son de interés; pero, en general, tales aportaciones no son sino refinamientos de puntos originariamente planteados por Petty, o cambios de diversa importancia en el interés concedido a materias ya conocidas. Entre todos esos escritores, escogeremos sólo unos cuantos para estudiarlos con brevedad. Elegimos a John Locke y a sir Dudley North como continuadores inmediatos de Petty; sir Dudley North fue también en su tiempo el defensor más importante de la libertad de comercio. Merecen ser mencionadas las teorías monetarias de John Law, así como los comprensivos escritos de sir James Steuart. Cantillon, que ha sido redescubierto en este siglo, muestra la más estrecha afinidad con los fisiócratas franceses; y las obras económicas de David Hume, cuyo mérito puede haber sido exagerado algunas veces, son importantes como síntesis del pensamiento económico anterior a Adam Smith. A Locke y a North se les estudia mejor juntos, tanto en sus relaciones con el pensamiento mercantilista como con las teorías de Petty. En lo que respecta al comercio exterior, sus opiniones difieren considerablemente. Locke estaba muy influido por las nociones mercantilistas, y todavía insistía en que un país se enriquece si exporta más de lo que importa. Por otra parte, North, en su Disertaciones sobre el comercio (1691), adoptó una actitud librecambista intransigente. Hizo un ataque devastador contra el proteccionismo, y en particular contra la prohibición de comerciar con Francia. Él fue quien por primera vez expresó la opinión de que la totalidad del mundo formaba una unidad económica semejante a una sola nación. Consideraba provechosas todas las industrias, porque nadie persistiría en una ocupación improductiva; e identificaba el bien público con el privado de una manera que hubiera convenido muy bien a un escritor utilitarista del siglo XIX. Su enérgico folleto no fue bien recibido, cosa natural en una época en que eran aún la regla las restricciones al comercio exterior; pero como exponía 95 opiniones que estaban en armonía con la tendencia del desarrollo económico, su influencia teórica fue grande. Las opiniones de estos dos escritores sobre los problemas fundamentales del análisis económico tuvieron una importancia más inmediata. Tanto Locke como North desarrollaron algunos de los puntos de la teoría de Petty sobre la renta, el interés y el dinero. Compartieron sus ideas sobre el envilecimiento de la moneda, y Locke especialmente hizo un estudio muy bueno del efecto del envilecimiento sobre los precios en su obra Algunas consideraciones sobre las consecuencias de la baja del interés y aumento del valor del dinero (1691). Ambos se opusieron, lo mismo que Petty, a las leyes que limitaban el interés. Locke siguió a Petty muy de cerca al derivar su teoría del interés de un análisis de la renta. Aún consideraba la renta como el único excedente, e investigó cómo el dinero, que por naturaleza es estéril, podía tener el mismo carácter productivo que la tierra, la cual sí producía algo útil. Llegó a la conclusión de que así como la desigual distribución de la tierra permitía a quienes tenían más de la que podían cultivar por sí mismos, tomar un arrendatario a quien cobraban renta, así también la desigual distribución del dinero permitía a quienes lo poseían conseguir un arrendatario a quien pudieran cobrar un interés. North llegó más lejos. Parece que fue el primero que tuvo una idea clara del capital, al que llamaba acervo (stock). Para él, el préstamo de “acervos” (stock-in-trade) que hacían quienes carecían de habilidad para usarlo o querían librarse de la molestia de hacerlo, era equivalente al arriendo de tierra. El interés que percibían los prestamistas era una renta del dinero análoga a la renta de la tierra. Los terratenientes y los “capitalistas” (stocklords) eran iguales. North no conservaba ni huella del amor mercantilista por el tesoro. Pensaba que nadie podía enriquecerse conservando todos sus bienes en forma de dinero. Los únicos que podían aumentar su riqueza eran aquellos que constantemente obtenían un provecho de sus bienes, ya sea prestándolos o utilizándolos en el comercio.50 A nadie le interesaba conservar su dinero; todos querían disponer de él de manera que les rindiese una ganancia. Locke y North, pero sobre todo el primero, fueron llevados a estudiar el valor, el precio y el dinero por su examen de la naturaleza del interés. North dijo pocas cosas acerca del valor en sí mismo, aunque estudió el precio. Las opiniones de Locke sobre el valor no son fáciles de descubrir, pues se ocupa pocas veces de este asunto y no se encuentran en el mismo lugar que sus principales estudios económicos. En Dos tratados sobre el Gobierno (1690), parece compartir la opinión de Petty sobre el origen del valor. En un estudio que trata principalmente de la propiedad afirmó que la tierra pertenecía a todos los hombres en común. Sin embargo, la propiedad privada se justifica en la medida en que el ser humano ha unido su propio trabajo a los dones de la naturaleza. La propiedad legítima estaba determinada por la cantidad que un individuo necesitaba para su manutención. La propiedad de la tierra estaba limitada igualmente por la cantidad que un individuo podía cultivar y cuyos productos podía utilizar. El trabajo era la principal fuente de valor. Casi todo el valor de los productos de la tierra se debía al trabajo; el resto era un don de la naturaleza.51 96 Sin embargo, en ninguna de esas exposiciones llega Locke a la conclusión de Petty de que el trabajo es también la medida del valor. Parece haberse limitado al valor de uso y haberse esforzado en demostrar la importancia del trabajo en su producción. Conscientemente o no, soslayó el problema del origen del valor de cambio, e hizo un análisis que ha sido considerado como una teoría del precio basado en la oferta y la demanda.52 Dicho análisis se encuentra en su Consecuencias, pero empieza con una exposición sobre el dinero en su Gobierno. Para Locke, el dinero poseía un valor puramente imaginario creado por el consenso común. Puesto que el dinero no es perecedero, desaparecía uno de los límites a su acumulación en manos privadas (que nadie debiera tener de una cosa más de lo que necesitara). Así se hicieron posibles las grandes desigualdades de propiedad, aunque todavía quedaba un límite a la cantidad que pudiera poseerse legítimamente, a saber, la cantidad de trabajo del individuo que le permitía obtener una ganancia.53 Sin embargo, en su Consecuencias, Locke atribuyó al dinero un “doble valor”. Uno nacía de la facultad del dinero para producir un ingreso anual (análogo a la renta); el otro es el mismo que el de los demás “artículos necesarios o útiles para la vida” que el dinero puede procurar mediante el cambio. Locke incurre así en el error mercantilista de identificar dinero y capital, error que North había evitado. Sin embargo, fue la importancia que Locke dio al dinero como medio de cambio lo que le sirvió de punto de partida para su estudio posterior sobre la materia. Se basó dicho estudio sobre la teoría cuantitativa del dinero, ya esbozada en relación con el problema del envilecimiento de la moneda. Contra la dominante opinión mercantilista de que un tipo bajo de interés aumentaría los precios, Locke sostenía que los precios estaban determinados por la cantidad de dinero en circulación. Esta opinión se basaba en una teoría de los precios como consecuencia de la oferta y la demanda. Aunque la “venta” de una cosa “depende de su necesidad o utilidad”,54 sin embargo, la cantidad vendida en un momento dado estaba determinada por la “parte de efectivo en circulación que la nación destinara a la compra” de dicha cosa.55 La cantidad disponible y la cantidad vendida y el número de compradores y de vendedores decidían el precio en el mercado. En el caso del dinero, la venta era siempre segura; por lo tanto, “su sola cantidad es suficiente para regular y determinar su valor, sin necesidad de tomar en consideración ninguna proporción entre su cantidad y su venta, como en el caso de las demás mercancías”.56 Muchos otros pasajes podrían citarse para demostrar que Locke, no obstante algunas contradicciones ocasionales, sustentó la opinión de que los cambios en la cantidad de dinero tenían que afectar a los precios. La mayor contradicción de Locke en relación con la teoría cuantitativa se nos presenta en la aplicación que de ella hace a los precios internacionales. Tenía que conciliar su teoría cuantitativa con su deseo mercantilista de un excedente de exportación que trajera tesoro al país. Al igual que Petty, llegó al convencimiento de que cualquier cantidad de dinero bastaba para que un país pudiera realizar su comercio; pero hizo aún mas hincapié que Petty en que era deseable que Inglaterra tuviera más dinero que sus rivales comerciales. Su solución fue ingeniosa. Puesto que los países comerciaban entre sí —decía—, las cantidades de dinero que necesitaban ya no son cosa indiferente. Los 97 precios de todas las mercancías expresados en metales preciosos deben ser los mismos en todos los países. No obstante, si un país tuviese menos dinero que otros, sus precios serían más bajos y, por lo tanto, se vería obligado a vender barato y comprar caro, estado de cosas que temían todos los mercantilistas. Así pues, Locke es llevado por un razonamiento diferente a una posición no muy distinta de lo de Malynes, que ya había sido abandonada por Mun.57 Pero esas extravagancias mercantilistas no tienen importancia comparadas con el uso principal que Locke hizo de la teoría cuantitativa del dinero. En el problema del interés, su posición era clara. Evitó los errores de Child y de Culpepper, y consideró el interés como consecuencia, y no causa, de la cantidad de dinero que buscaba aplicación. North expresó esta opinión aún con más claridad. El tipo de interés —decía—, caería si hubiera más prestamistas que prestatarios. Una tasa baja de interés no ayuda al comercio; por el contrario un aumento del comercio aumentaría el volumen de dinero (acervo, stock) y haría descender la tasa del interés.58 Fue aún más lejos, y adoptó la opinión de Mun acerca de la distribución de los metales preciosos mediante el comercio internacional. Cualquiera que fuese la cantidad de dinero traído del exterior o extraído de las minas del país, todo lo que excediera de las necesidades del comercio no era sino una mercancía más que debía ser tratada como tal. Esta opinión muestra de nuevo hasta qué punto se había librado North de la superstición mercantilista. La importancia de Locke y de North estriba en el significado social y político de su actitud ante la renta y el interés. Sus teorías económicas no fueron el resultado de un ataque deliberado contra las clases terratenientes (problema éste que aún no era importante), pero tomadas en conjunto con toda la filosofía política de Locke muestran un cambio de visión que tendría más tarde una gran importancia. Aunque todavía se consideraba a la producción de la tierra como la única forma en que podía obtenerse un excedente, y aunque el interés, analíticamente, se derivaba de la renta, las conclusiones eran desfavorables a los terratenientes. El efecto neto que produjeron fue socavar más todavía la pretensión de una posición social especial sustentada en la propiedad territorial, y contribuir a la erección de la propiedad privada per se como institución del capitalismo. Además, el ataque a la limitación de la tasa de interés iba en perjuicio de los terratenientes, para quienes una tasa baja de interés significaba una tasa alta de capitalización de sus rentas, es decir, valores altos de la tierra. Pronto encontraremos en la obra de los fisiócratas un desarrollo semejante a éste, aunque en forma un tanto diferente. De los otros escritores, John Law es más famoso como hombre de negocios que como economista; pero hizo una aportación a la teoría del dinero que merece citarse, pues contiene los principios de una idea que habían de desarrollar después ciertos teóricos de la moneda. Law no creyó, como se ha supuesto algunas veces, que el papel moneda equivaliese a la moneda metálica. Compartía, sin embargo, la idea mercantilista de que el dinero poseía una fuerza activa y que era necesaria una buena cantidad de él a fin de crear fuentes de trabajo. Su aportación principal al pensamiento mercantilista fue combatir la confianza en el excedente de las exportaciones (creado mediante 98 prohibiciones de las importaciones) para obtener una buena cantidad de dinero. En lugar de eso, sugirió la emisión de papel moneda, proposición que en aquel tiempo fue formulada con frecuencia, aunque con menos consistencia, y que Law pudo llevar a la práctica con resultados desastrosos.59 Como buen mercantilista, deseaba que el Estado tuviera un acervo de tesoro, y esperaba que sus billetes ocuparían el lugar del dinero en metálico en las transacciones del público y que, así, el metálico se acumularía en la tesorería del Estado. La inflación que produjo su política fue una de las más graves de los tiempos modernos, y causó, junto con la ruina del propio Law, la destrucción de muchas empresas industriales especuladoras. Fue un mérito fortuito de Law el haber contribuido a la creación de las condiciones que inspiraron el pensamiento fisiocrático, porque la única clase de propiedad que pareció haber salido indemne de la depresión postinflacionaria fue la tierra. Este hecho, unido al aumento y mejora subsiguientes de la actividad agrícola, explica, en gran parte, la tendencia que siguió el pensamiento de los economistas franceses del siglo XVIII. A Law se le ha considerado también fundador de una teoría subjetiva del valor, con especial referencia al valor del dinero.60 Rechazó definitivamente la idea de que el dinero tenía un valor imaginario. Según él, nada tenía un valor si no es por el uso que uno le da. Lo mismo sucedía con la mercancía dinero, aun en relación con sus usos monetarios. El servicio que prestaba como dinero no era diferente de sus otros servicios, ni de los servicios de cualquier otra mercancía.61 Con esta teoría, Law viene a ser un precursor de la escuela austriaca. Aunque David Hume es famoso principalmente como filósofo, también es muy conocido por sus estudios de teoría económica. Recientemente ha surgido incluso una tendencia a considerarlo como el más importante de los economistas presmithianos; esto puede deberse, en parte, al mayor énfasis que se ha dado a su amistad con Adam Smith y al análisis más profundo de los propios escritos de éste, enfatizados por una obra editorial reciente que abarca a su vez su correspondencia (incluyendo la que sostuvo con Hume). En efecto, el Treatise of Human Nature de Hume, que él mismo consideraba como “la capital o el centro” del estudio de las ciencias sociales, contiene una fuerte similitud intelectual con Theory of Moral Sentiments de Smith. La discusión de Hume sobre el origen de la acción humana se utiliza como en La riqueza de las naciones de Smith, en la elaboración del análisis económico. En su Political Discourses (1752) incluyó algunos ensayos económicos, entre los cuales los más importantes son: Of Money, Of Interest, Of Commerce y Of the Balance of Trade. Todos están escritos con claridad y a menudo contienen un sumario y una síntesis excelentes de las ideas de sus predecesores. En este sentido, sin embargo, es muy superior Essai sur la nature du commerce en général, de Cantillon, publicado en 1755, pero escrito probablemente más de veinte años antes. Como pensador original en el campo de la economía no puede aspirar Hume a consideración tan elevada como en el campo de la filosofía. Repitió algunas veces los errores mercantilistas que ya habían sido descartados y que, desde luego, no reaparecieron en Adam Smith. Su alabanza de los comerciantes como “una de las razas 99 más útiles de hombres” y como fuerza motriz de la producción, suena un tanto raro después de los escritos de Petty, Locke y North.62 Alabó ocasionalmente los usos del dinero para estimular el comercio y subrayó la deseabilidad del tesoro. Pero adoptó y acentuó la opinión de Locke de que el dinero era sólo un símbolo y que no tenía importancia la cantidad de él que poseyera una nación. Basándose en la teoría cuantitativa del dinero, pensaba que era erróneo el argumento de la balanza de comercio, ya que el movimiento de metálico afectaría a los precios y, por lo tanto, al comercio de mercancías. La balanza comercial de un país no podía ser permanentemente favorable o desfavorable. A la larga, se establecería una balanza de acuerdo con las condiciones económicas relativas de los países de que se tratase. Por lo tanto, Hume se puso del lado de los librecambistas; pero su defensa de la libertad de comercio no fue más decidida que la de North.63 Las aportaciones más interesantes que Hume hizo al pensamiento económico se refieren al dinero, los precios y el interés. En sus opiniones se encuentra una mezcla de argumentos que apoyaban y contradecían a Locke. En su teoría del dinero y en la opinión de que los precios eran determinados por la cantidad de aquél, siguió a Locke y hasta fue más consecuente que él; pero en la teoría del interés, por otra parte, se le opuso en algunos puntos. Al igual que Locke, consideraba como totalmente ficticio el valor del dinero: representaba mercancías, y su valor en el proceso del cambio estaba determinado por la relación entre su cantidad y la cantidad de bienes por los cuales se habría de cambiar. De aquí se sigue que los cambios en el volumen del dinero en circulación afectarían a los precios de las mercancías. Hume tenía presentes los grandes cambios de los precios causados por el aumento de producción de metales preciosos en las minas recién descubiertas en América del Norte; pero no distinguió entre los cambios en el valor de la mercancía dinero misma y las variaciones en las relaciones de cambio entre el dinero y las mercancías causadas por un aumento en el volumen del dinero en circulación. Su opinión sobre el dinero le llevó a creer que el precio de las mercancías sería siempre proporcional a la cantidad de dinero. Por lo tanto, la cantidad absoluta de este último no importaba, punto que ilustró con un ejemplo célebre.64 No obstante, Hume pensaba que los cambios en la cantidad de dinero tenían cierta importancia, ya que podían modificar las costumbres de la gente. Los precios podían no cambiar si los cambios en la cantidad de dinero fuesen acompañados por cambios en las costumbres que afectaran el volumen del comercio y la demanda de dinero. Sin embargo, si aquéllos subían debido a un aumento de dinero, los efectos serían beneficiosos, porque se estimularía la industria. En este punto fue particularmente lúcido el análisis de Hume. Al rastrear el camino que seguiría un aumento de la cantidad de dinero y la manera gradual en que afectaría a los precios, desarrolló una teoría que adoptaron después muchos economistas. Los aumentos en la cantidad de dinero sólo eran beneficiosos debido a que sus efectos no aparecían hasta algún tiempo después. “La cantidad creciente de oro y plata es favorable a la industria únicamente en el intervalo o situación intermedia entre la adquisición de dinero y el alza de los precios.” Los precios de los diferentes bienes van 100 siendo afectados sucesivamente, y el aumento de dinero “acelerará la diligencia de cada individuo antes de que aumente el precio del trabajo”.65 En otras palabras, David Hume describió lo que J. M. Keynes calificó de una inflación de utilidades, que se realiza a expensas de la mano de obra. En su ensayo Of Interest, Hume empezó por exponer la doctrina, muy difundida en su tiempo, de que una tasa baja de interés era la señal más segura del estado floreciente del comercio de un país. Pero después de rendir su tributo a la doctrina de Culpepper y Child, pasó a demostrar, como Petty, Locke y North, que una tasa baja de interés no era una causa, sino un efecto y, en consecuencia, se unió a ellos en su oposición a que el Estado reglamentase el interés. Pero fue más lejos que Locke al rechazar la opinión de que una tasa baja de interés era consecuencia de la abundancia de dinero, aunque admitía que ambas cosas se presentaban juntas. Entre los factores que determinan la tasa de interés distinguía ante todo, como ya lo había hecho North, la oferta y la demanda de prestatarios y prestamistas. Pensaba que “una gran demanda de préstamos” y “pocas riquezas para satisfacer dicha demanda” producirían una tasa alta de interés. Pero aquellas dos cosas eran a su vez consecuencias de un volumen pequeño de industria y de comercio. Adoptó la opinión de North de que el capital tenía la cualidad de crear ganancia, y añadió un tercer determinante de la tasa de interés: las utilidades que se obtenían del comercio. Consideraba cosas interdependientes las ganancias y el interés. “Las utilidades bajas de las mercancías inducen a los comerciantes a aceptar de mejor grado un interés bajo.” Por otra parte, “nadie aceptará ganancias bajas cuando puede obtener un interés alto”; y las utilidades y el interés bajos son resultado de un comercio abundante. Aunque repitió que la tierra era la fuente de todas las cosas útiles, Hume, como después Adam Smith, mostró poca inclinación por las clases terratenientes. Señaló que los terratenientes que recibían rentas sin ningún esfuerzo de su parte tendían a ser manirrotos, disminuían más que aumentaban la cantidad de capital disponible, y así contribuían a elevar la tasa de interés. Las clases comerciales, en cambio, trabajaban constantemente en beneficio de la nación creando una abundancia de capital y utilidades bajas. “La desproporción entre el número de avaros y manirrotos que existe entre los camerciantes se da a la inversa entre los terratenientes”, porque su ocupación lucrativa dará al comerciante la pasión de la ganancia y no conocerá “placer comparable al de ver crecer diariamente su fortuna”. El comercio, pues, crea frugalidad, contribuye a la acumulación y aumenta el número de prestamistas. Al mismo tiempo, un comercio muy desarrollado produce competencia: “Deberán surgir rivalidades entre los comerciantes”; y esto disminuye las ganancias y, por consiguiente, el interés.66 Cualesquiera que sean los méritos de Hume como pensador original, su lugar como uno de los exponentes más notorios de la nueva economía está claramente definido. Sus opiniones sobre las clases terratenientes, y su reconocimiento de que el interés personal y el deseo de acumular son las fuerzas que impulsan la actividad económica, contribuyeron en su tiempo a consolidar las fuerzas que estaban a punto de conquistar la supremacía económica y ya habían alcanzado mucho poder político. 101 5. CANTILLON; STEUART Essai sur la nature du commerce en général (1755)67 es la exposición más sistemática de principios económicos anterior a La riqueza de las naciones. Desde que Jevons lo redescubrió, su prestigio ha aumentado sin cesar a tal grado que ahora existe el peligro de que el justificable orgullo de sus padres adoptivos haya concedido a Cantillon un lugar demasiado alto, más bien que demasiado bajo, en la historia de la teoría económica. Hay que subrayar, sin embargo, que el mérito de Cantillon no estriba sólo en haber escrito un tratado brillante y bien planteado, y en haber formulado elegantemente ideas que ya existían, sino, además, en haber hecho algunas aportaciones originales sobre puntos particulares del análisis económico. El tratado empieza con la definición de la tierra como fuente de la riqueza, del trabajo como la fuerza que la produce, y de todos los bienes materiales como sus partes constitutivas. Estudia en seguida la estructura económica, los salarios, el valor, la población y el dinero. La segunda parte del libro está dedicada principalmente a los problemas monetarios, el cambio y el interés; y la tercera trata del comercio exterior, del mecanismo de los cambios monetarios, la banca y el crédito. En las dos últimas partes es donde Cantillon sobresale por la originalidad del análisis y de la exposición. Pues es aquí donde se muestra capaz de combinar su penetración en los principios económicos con su experiencia comercial, y escribir frases que podrían figurar en cualquier obra moderna sobre esas materias. No hay en él ninguna de las dificultades relativas al mecanismo de los pagos exteriores que tanto habían molestado a Locke. Si un Estado —dice— tiene un excedente de exportación durante un tiempo considerable y extrae metálico de otros países, “la circulación se hará más considerable allí…, abundará más el dinero, y en consecuencia la tierra y el trabajo serán cada vez más caros”.68 Esto enderezará con rapidez la balanza comercial. Desarrolló aun más ricamente que Hume el análisis de los efectos de un aumento del medio circulante. Suponiendo un aumento de la producción de las minas de oro, Cantillon puede mostrar en qué forma se distribuyen los beneficios del mayor poder de compra que resulta de dicho aumento. Los propietarios, fundidores, refinadores y demás trabajadores serán los primeros en poder aumentar su demanda de alimentos, ropas y artículos manufacturados. Los proveedores de esas mercancías podrán a su vez aumentar sus gastos; pero disminuirá necesariamente la parte de mercancías que va al resto de la población del país, porque al principio no participa de la riqueza de las minas. Entonces sigue minuciosamente la senda que siguen los precios ascendentes y los subsiguientes cambios en la distribución de la riqueza, sin ignorar los efectos internacionales. En conjunto, este razonamiento sigue siendo una excelente demostración de un aspecto importante de la teoría monetaria.69 Cantillon también sabía que los efectos de un aumento de la mercancía dinero y los del papel moneda sólo aparentemente son iguales. En último término, una abundancia de dinero “ficticio” desaparecería “al primer soplo de descrédito” y precipitaría el desorden.70 102 También en la cuestión del cambio monetario acertó Cantillon a exponer con claridad los principios en que descansan las prácticas económicas. Demostró mejor que todos los escritores anteriores la relación entre el comercio de mercancías, la especulación y el movimiento de metálico; y demostró igualmente su interacción con los tipos de cambio y los niveles de precios en el mecanismo de los pagos internacionales. Particularmente lúcida fue su explicación de las causas que hacen subir o bajar la paridad cambiaria y el modo como pueden preverse y aminorarse esos movimientos.71 Los problemas centrales del valor, los salarios y los precios se encuentran en la primera parte del Essai; no siempre los trata Cantillon de manera que sorprenda. Aquí debe más a sus predecesores y se adelanta a ellos menos que en otras materias. En particular, el análisis del valor es un tanto inconsecuente, aunque quizás por esa misma razón puede tomarse a Cantillon como uno de los primeros representantes del eclecticismo que llegó a ser una característica del pensamiento económico inglés. Su teoría del valor es en su origen una teoría del valor-trabajo; pero se transforma en una teoría del costo de producción con alguna mezcla de una teoría de la oferta y la demanda. La primera corriente de ideas se deriva en gran parte de Petty, y la segunda, de Locke. Hemos visto que Cantillon repite con diferentes palabras la teoría de Petty sobre el origen de la riqueza. En el capítulo X de su Essai pasa a desarrollar una teoría sintetizada en el título de dicho capítulo: “El precio y el valor intrínseco de una cosa en general es la medida de la tierra y el trabajo que entran en su producción.”72 El significado del análisis que sigue es éste: si dos bienes son producidos por la misma cantidad de tierra y de trabajo de idénticas realidades, tendrán el mismo valor; pero variará la proporción en que tierra y trabajo determinan el valor de los distintos bienes. En algunos casos —un muelle de reloj, por ejemplo— “el trabajo constituye casi todo el valor”. En otros —por ejemplo, el precio de “un bosque que se piensa talar”— la tierra es el principal determinante.73 Además de hacer que el costo de producción (salarios de los trabajadores más costo del material) determine el valor, Cantillon distingue también entre el valor intrínseco y el precio fluctuante a que se venden los bienes en el mercado. Un hombre rico que ha gastado mucho dinero en hermosear su propiedad no obtendrá necesariamente su valor intrínseco cuando la venda. Tampoco los agricultores recibirán los gastos de tierra y de trabajo que han entrado en la producción de trigo si han producido más de lo necesario para el consumo. El exceso de oferta resultante sobre la demanda reducirá el precio de mercado por debajo del valor intrínseco. Los valores intrínsecos no cambian nunca; pero como siempre es imposible distribuir la producción entre las diferentes mercancías en perfecta armonía con el consumo, habrá variaciones en los precios de mercado. Las fuerzas de la oferta y la demanda se mencionan de nuevo en relación con el problema del dinero. Cantillon está de acuerdo con la teoría cuantitativa de Locke, pero la corrige observando que las mercancías destinadas a la exportación deben excluirse cuando se compara la masa de mercancías con el volumen del dinero circulante. Sin embargo, no está de acuerdo con la opinión de Locke sobre el valor del dinero. Al igual 103 que Law, no acepta que el dinero tenga un valor imaginario. Es verdad —dice— que el consenso común es lo que ha dado valor al oro y a la plata; pero lo mismo ocurre con todas las cosas que no pueden considerarse absolutamente necesarias para la vida. Los metales preciosos tienen un valor que se determina exactamente de la misma manera que el de cualquier otra mercancía, a saber, por la tierra y el trabajo que entran en su producción.74 Cantillon desarrolla este punto con cierta amplitud. Expone una teoría del valor del dinero y de la función de éste como medida de valor, basada en la teoría del valortrabajo. “El valor intrínseco de los metales —dice—, es como el de todas las demás cosas, proporcional a la tierra y el trabajo que entran en su producción”, aunque su valor en el mercado, como el de las demás mercancías, pueda variar de acuerdo con la oferta y la demanda.75 En cuanto a su función de medida de valor, el dinero “debe corresponder de hecho y en realidad, medido en tierra y trabajo, a los artículos que por él se cambian”.76 Como a Petty, a Cantillon lo inquietaba el planteamiento de una fuente dual del valor, y en el capítulo XI investiga si “puede encontrarse alguna relación entre el valor del trabajo y el de los productos de la tierra”.77 Esta investigación sobre la paridad (expresión tomada de Petty) conduce a un estudio de los salarios cuyos resultados se parecen algo a los de Petty. La clave de la paridad debe encontrarse en la cantidad de subsistencias necesarias para producir una cantidad dada de trabajo. De ahí puede deducirse la cantidad de tierra que se ha dedicado a ese objeto, y establecer así una equivalencia entre tierra y trabajo. Cantillon utiliza muchos ejemplos que se refieren a esclavos, siervos, artesanos y otros más, y concluye que el valor intrínseco del trabajo se encuentra en la cantidad de tierra necesaria para producir el sustento de los trabajadores, más una cantidad igual para sostener a dos hijos hasta la edad en que puedan trabajar. Habla de dos hijos porque acepta el cálculo de Halley, según el cual la mitad de los niños que nacen mueren antes de cumplir los diecisiete años. El razonamiento de Cantillon en este capítulo es tan claro como cualquier otra formulación de la teoría clásica de los salarios. Tuvo además el honor de ser citado por Adam Smith.78 Para completar la teoría de Cantillon sobre los salarios es necesario añadir que se adelantó a buena parte de los razonamientos de Smith sobre la diferencia de los salarios en las diversas ocupaciones.79 Por último, puede decirse que anticipó ideas sobre la población que más tarde hizo famosas Malthus.80 El último de esta serie de precursores inmediatos de Adam Smith fue sir James Steuart. Aunque el escritor más fecundo de todos ellos, añade relativamente poco al cuerpo de la doctrina. En algunos respectos representa la vuelta a los mercantilistas, si bien en otros, sobre todo en la teoría del dinero, supera a Hume. La principal obra de Steuart, su Principles of Political Economy, publicada en 1767, lleva un título que se convirtió en el título típico de todos los tratados extensos, aunque no fue Steuart el primero en usar la expresión “economía política”. Sin embargo, su libro no es completo y es inferior al de Cantillon como exposición sistemática de la materia. 104 Los residuos mercantilistas en el pensamiento de Steuart se refieren al origen de la utilidad o ganancia, o sea al excedente. Steuart habla todavía de una utilidad que nace del cambio, es decir, cuando una mercancía se vende en más de lo que vale; pero fue más lejos y admitió que esa utilidad realmente no creaba nueva riqueza. Por lo tanto, distinguió entre ganancia positiva y ganancia relativa. Esta última representaba sólo “una vibración del equilibrio de la riqueza entre las partes”; pero no añadía nada al volumen existente de acervo. Del otro lado, la ganancia positiva no causaba ninguna pérdida a nadie; surgía de un aumento general del trabajo, la industria y la habilidad, y acrecentaba el bien público.81 Distinción semejante hizo al explicar el valor. Expone una teoría del valor como producto del costo de producción, y distingue entre el valor real de las mercancías y la ganancia de la enajenación obtenida al venderlas. El valor real estaba determinado por tres factores: primero, la cantidad de él que podía producir un trabajador por término medio en un tiempo determinado; segundo, “el valor de las subsistencias y gastos necesarios del trabajador, tanto para satisfacer sus necesidades personales como para proveerle de los instrumentos correspondientes a su profesión”; y tercero, el “valor de los materiales, o sea de la materia prima que emplea el trabajador”. Dadas esas tres cantidades, queda determinado el valor real de un bien. Todo lo que lo exceda es ganancia para el manufacturero y depende de las circunstancias de la oferta y la demanda.82 La importancia de este análisis es doble. En primer lugar, hace que la ganancia del manufacturero nazca sólo del cambio, y esto representa una aplicación consecuente de la teoría mercantilista del excedente. En segundo lugar, lleva a Steuart a desarrollar una teoría de la oferta y la demanda muy completa para su tiempo. Podemos sintetizar esa teoría83 del modo siguiente: los precios están en equilibrio cuando están niveladas la demanda y el trabajo. (La teoría de Steuart del valor real demuestra que pensaba en la armonía entre los precios de mercado y el valor intrínseco, del mismo modo que Cantillon.) El equilibrio puede romperse, y los precios variarán. Steuart enumera algunos de los factores que podían causar discrepancias entre la oferta y la demanda, los más importantes de los cuales el poder adquisitivo de los compradores y el grado de competencia. Explica el mecanismo de la “doble competencia”, el cual entraría en acción por las discrepancias entre el trabajo y la demanda. Si la demanda fuera menor que la oferta, la competencia entre los vendedores reducirá el precio, destruirá las ganancias y hasta causará pérdidas. Si la demanda excede a la oferta, la competencia entre los compradores aumentará los precios y las ganancias. En el caso de comerciantes que ejercen un comercio regular, este mecanismo funcionará lo bastante bien para hacer efectivo el valor real, y sólo podrán ocurrir variaciones en las ganancias; pero debe evitarse que afecten al equilibrio cambios más importantes. En estos casos Steuart era un firme creyente en la deseabilidad y la eficacia de la intervención del Estado. Steuart también se inclinaba por las opiniones mercantilistas en la teoría monetaria, y sus exposiciones acerca del valor del dinero y la balanza de pagos son con frecuencia oscuras y contradictorias. Sin embargo, fue capaz de corregir muchos errores en los 105 análisis de Locke y de Hume. En particular, evitó la yuxtaposición mecánica que hacían estos autores del volumen de mercancías y la cantidad de dinero en circulación. Adoptó la opinión, que ya había sido expresada por Petty, de que la circulación de un país sólo podía absorber una cantidad determinada de dinero. Pensaba que éste era necesario en un país para dos fines: pagar las deudas y comprar las cosas necesarias. La situación del comercio y de la industria y las costumbres de la gente determinaban la demanda del dinero, y esta demanda podía satisfacerla una cantidad dada. Siguiendo a North, dice que todo el metal que excediera del necesario para fines monetarios, sería atesorado o destinado a un uso suntuario. Si por otra parte, la cantidad de oro y plata fueran insuficientes para sostener la circulación de un país, la diferencia sería cubierta con moneda simbólica.84 El resultado es que “cualquiera que sea la cantidad de dinero que haya en un país, en relación con el resto del mundo, nunca habrá en circulación sino la cantidad aproximadamente proporcional al consumo de los ricos y al trabajo y laboriosidad de los habitantes pobres”.85 Para dar una idea exacta de la posición de Steuart es necesario añadir unas palabras en torno a sus opiniones sobre las cuestiones más generales de la economía. Su actitud respecto del proceso económico era anticuada y un tanto reaccionaria. Su obra comunica poco de aquel aire de egoísmo desenfrenado y de liberalismo comercial tan común en su tiempo; pero quizás debido a esa actitud pudo Steuart dar una explicación muy clara del desarrollo del capitalismo. Empezó por estudiar el origen de la sociedad (lo cual le llevó incidentalmente a una anticipación de la teoría malthusiana de la población, algo parecida a la de Cantillon) e investigó su estructura a través de los cambios en los métodos de producción y en las relaciones de las clases sociales. Subrayó el hecho de que el trabajo era la única fuente del aumento en la oferta de medios de subsistencia y desarrolló los conceptos del excedente agrícola, de la división de clases y del nacimiento de la industria. Por último, señaló con claridad la diferencia que existe entre las formas particulares de trabajo que crean valores de uso específicos, y el trabajo como abstracción social que crea el valor de cambio. Llamaba industria a la forma de trabajo que por enajenación creaba un equivalente universal.86 6. LOS FISIÓCRATAS En el siglo XVIII se desarrolló en Francia el cuerpo de teoría económica al que se conoce con el nombre de “fisiocracia”. Aunque se basa en una experiencia diferente y adopta una forma distinta, sus efectos sobre el desenvolvimiento del pensamiento económico fueron muy semejantes a los de los economistas ingleses estudiados. Ambas aportaciones fueron unidas en un solo sistema por Adam Smith. Con los fisiócratas entramos en la era de escuelas y sistemas del pensamiento económico, y no es sorprendente hallar que han sido objeto de numerosísimos estudios. Es poco probable que un investigador de nuestros días pueda descubrir algún aspecto de sus enseñanzas hasta ahora desconocido, o añadir algo importante a lo que ya se ha dicho sobre cada punto particular de su 106 sistema. Lo que ahora tenemos que hacer es ofrecer un breve resumen de dicho sistema y valorar su importancia. Ha habido cierta confusión respecto de las cualidades esenciales del pensamiento fisiócratico. Adam Smith criticó su gran interés por la agricultura, y aun hoy mismo se desprecia los méritos de los fisiócratas por esa consideración. Además, muchas veces se expone erróneamente la relación que hay entre la filosofía política general de Quesnay y de Turgot y sus ideas específicamente económicas. La creencia en el orden natural, característica de su filosofía, o no se pone en relación con su análisis de la producción y la circulación de la riqueza, o se la considera como el principio fundamental sobre el cual se constituyeron sus doctrinas económicas. Sólo en tiempos recientes se ha sugerido que la fisiocracia fuera una “racionalización” de ciertos objetivos específicos;87 y cualquiera que sea el grado de verdad que pueda haber en las explicaciones psicológicas o sociológicas de esta clase, no cabe duda que la filosofía política de los fisiócratas fue el desarrollo lógico y natural de sus ideas económicas. Los fisiócratas comparten con los economistas ingleses preclásicos más avanzados, tales como Petty y Cantillon, el mérito de haber descartado definitivamente la creencia mercantilista de que la riqueza y su aumento se debían al comercio. Llevaron a la esfera de la producción el poder de creación de la riqueza y del excedente susceptible de acumulación. El punto central de su análisis era la búsqueda de este excedente, o sea el célebre produit net. Después de descubrir su origen de una manera que constituía un avance respecto de los mercantilistas ingleses, llevaron a cabo, en el Tableau oeconomique, de Quesnay, el análisis de su circulación entre las diferentes clases de la sociedad. El punto de partida es la división del trabajo en dos categorías, uno productivo y otro estéril. El primero consiste únicamente en el trabajo capaz de crear un excedente, es decir, algo que excede a la riqueza que consume para poder producir. Cualquier otro trabajo es estéril. Esta división se encuentra en todo el sistema clásico, y la determinación de lo que constituía trabajo productivo fue uno de los asuntos más importantes estudiados por Smith y Ricardo. Los fisiócratas trataron de descubrir la forma concreta del trabajo productivo. No tenían una idea clara de la diferencia entre valor de uso y valor de cambio, y pensaban en el excedente en términos de las diferencias entre los valores de uso que se habían consumido y los que se habían producido. El produit net no era un excedente de riqueza social en abstracto (valor de cambio), sino de riqueza material concreta de bienes útiles. Fue este punto de vista tecnológico el que llevó a los fisiócratas a señalar una rama particular de la producción como la única realmente productiva. En la agricultura es donde se ve más fácilmente la diferencia entre los bienes producidos y los bienes consumidos. En ella, la cantidad de alimentos que el trabajador consume, más lo que se usa como semilla, es, por término medio, menos que la cantidad de producto que se obtiene de la tierra. Es la forma más sencilla y más manifiesta de excedente. Smith y Ricardo pudieron demostrar la aparición de un excedente en la industria; pero aquí el proceso se complicaba por el cambio y, en consecuencia, por el 107 problema del valor de cambio. Los fisiócratas se limitaron a la agricultura, y así ignoraron por completo el problema del valor de cambio. Al adoptar esta actitud, los fisiócratas no pudieron realizar un análisis de las circunstancias que hacen posible la creación de un excedente tan penetrante como hubieran podido hacerlo en otro caso. Evidentemente, el producto excedente sólo aparece en determinada etapa del desarrollo humano, es decir, cuando los seres humanos pueden arrancarle a la naturaleza algo más de lo que necesitan para subsistir. Pero si Steuart había querido demostrar no sólo el origen del excedente agrícola, sino también el desarrollo de la industria con base en él, los fisiócratas no fueron tan lejos. Comprendieron que el número de quienes se dedicaban a la industria y el comercio dependía, en definitiva, de la cantidad de subsistencias que los que trabajaban la tierra pudieran obtener por encima de sus propias necesidades. En otras palabras, comprendieron que el grado de productividad del trabajo que hace posible un excedente había hecho su primera aparición en la agricultura; pero como no llevaron su análisis a otras esferas de producción, consideraron ese excedente como un don atribuible no a la productividad del trabajo, sino a la de la naturaleza. Sin embargo, esta misma limitación implica un progreso. Señala a los fisiócratas como la primera escuela de pensadores economistas que emplearon consecuentemente los métodos científicos de aislamiento y abstracción, aunque no se dieron cuenta, ellos mismos, de esta aportación que estaban haciendo a los métodos del análisis económico. Y, como veremos, consiguieron superar sus propias limitaciones al estudiar el proceso de la circulación. Sobre los cimientos que ellos echaron, los economistas posteriores pudieron levantar sus teorías, principalmente Smith y Ricardo, quienes usaron reflexivamente, como instrumento analítico, lo que en manos de los fisiócratas había sido todo el contenido de su examen. El análisis de la circulación del produit net entre las diferentes clases sociales es la parte más espectacular de la doctrina fisiocrática. El ensayo de condensar todo el proceso de la circulación en la forma simplificada de un cuadro es uno de los primeros ejemplos de la aplicación rigurosa de los métodos científicos a los fenómenos económicos. Los pensadores más penetrantes de la época reconocieron inmediatamente el genio que había inspirado el Tableau oeconomique de Quesnay (editado por primera vez en 1758 y discutido y popularizado por gran número de economistas). Muchos lo consideraron como la obra más profunda del pensamiento económico hasta aquella fecha, y Mirabeau padre llegó hasta a calificarlo de una de las invenciones humanas más importantes, al lado de la escritura y del dinero. El Tableau ha sido a menudo mal comprendido, y todavía se le considera a veces como una pura curiosidad literaria.88 Pero dadas las bases del sistema fisiocrático y el método de abstracción que Quesnay empleó, es perfectamente sencillo y lógico. El Tableau se basa en la existencia de una estructura social determinada, cuyas implicaciones estudiaremos más adelante. La tierra la poseen los terratenientes, pero la cultivan los agricultores que la tienen en arriendo, los cuales son así, la clase verdaderamente productora. El produit net que ellos crean tiene que servir no sólo para 108 la satisfacción de sus propias necesidades por encima de su subsistencia, sino también de las necesidades de los propietarios de la tierra (incluyendo al rey, la Iglesia, los empleados públicos y todos los demás que dependen de los ingresos de los terratenientes), y de las de la clase estéril (artesanos, comerciantes, etc.). El Tableau se propone demostrar dos cosas: primera, la manera en que el produit net circula entre las tres clases; y segunda, cómo se reproduce todos los años. Ignora la circulación dentro de cada clase y supone precios y reproducción constantes todos los años a partir del mismo produit net. Una exposición muy simplificada del análisis contenido en el Tableau de Quesnay sería la siguiente. Empezamos con un producto bruto anual de cinco mil millones de libras. De éstas deducimos inmediatamente dos mil millones en especie por concepto de gastos necesarios para la reproducción (alimento del agricultor, semilla, etc.). El produit net es de tres mil millones, de los cuales suponemos que dos mil consisten en alimentos y mil en materias primas para la manufactura. Además de este produit net en especie, los agricultores poseen también la cantidad total del dinero de la nación, digamos dos mil millones. Las fases subsiguientes del proceso de la circulación revelarán cómo han obtenido ese dinero. Los propietarios no tienen nada, pero sí una renta por cobrar a los agricultores por una cantidad de hasta dos mil millones de libras; la clase estéril tiene bienes manufacturados en el periodo anterior con un valor de dos mil millones de libras. Ahora bien, los agricultores pagan a los propietarios sus dos mil millones de libras por concepto de rentas. Los propietarios compran a los agricultores alimentos por valor de mil millones, y recuperan así la mitad del dinero que habían pagado. Después los propietarios gastan la segunda mitad de sus ingresos por concepto de rentas en comprar bienes manufacturados a la clase estéril, que gasta el dinero así recibido en comprar alimentos a los agricultores. Los agricultores, a su vez, gastan mil millones de libras en comprar bienes manufacturados a la clase estéril, la cual vuelve a gastar el dinero en materias primas. El proceso está ahora completo. Los agricultores han conservado dos mil millones de libras en dinero, que les servirán para poner otra vez en marcha todo el proceso en el periodo siguiente. La parte de alimentos del produit net ha ido a los propietarios y a la clase estéril, y la parte de materias primas solamente a la última. Los artículos manufacturados originalmente poseídos por la clase estéril se han dividido entre los propietarios y los agricultores. Y la clase estéril, a su vez, tiene mil millones de libras en alimentos y la misma cantidad en materias primas, que se combinan a fin de crear para el periodo siguiente bienes manufacturados por valor de dos mil millones. El Analyse du Tableau oeconomique89 del propio Quesnay (y más aún el sumario que de él acabamos de hacer) es una exposición muy simplificada del proceso de circulación y reproducción; pero dentro de sus límites, es consistente y lúcido. No se aparta nunca de su postulado fundamental, es decir, que sólo la agricultura puede producir un excedente, y muestra cómo se distribuye ese excedente. Parte de éste (en el Tableau los mil millones de libras que los agricultores gastan en artículos manufacturados) lo conservan los agricultores, y la otra parte va a los propietarios y a la clase estéril. Poco más adelante estudiaremos la importancia de la parte que se apropian los agricultores. En 109 cuanto a la clase estéril, tiene participación en el producto excedente simplemente porque es servidora de los productores y de los propietarios. Por sí misma no puede crear ningún valor, no hace más que transformar el valor creado por la agricultura en bienes manufacturados, que se consumen además de los artículos de primera necesidad. Aunque el Tableau opera con cantidades de dinero y con compras y ventas, en realidad no se ocupa del proceso del cambio. Su esencia, por detrás de la forma monetaria, la constituye la circulación en especie; y su interés principal se centra en la distribución y reproducción de los valores de uso del produit net. Los fisiócratas iniciaron un movimiento de ideas que fue estímulo poderoso para el desarrollo de una teoría del valor y de la plusvalía como productos del trabajo, que, sin embargo, no desarrollaron ellos mismos. La atención que dedicaron al problema del cambio y del precio produjo resultados de un carácter por completo diferentes. Así, mientras una de sus aportaciones encontró su continuación en Smith y Ricardo, y, en una forma tergiversada, en Marx, la otra conduce a las teorías del valor como producto de la oferta y la demanda y como producto de la utilidad. Quesnay mismo, fundador de la escuela, no trató el problema del valor de un modo sistemático. Sostuvo una teoría del precio basada en el costo de producción, en lo que respecta a los artículos manufacturados. Ya hemos visto que creía a la manufactura incapaz de crear valores nuevos; lo único que hacía era sumar valores ya existentes. Cuando se cambian artículos manufacturados, decía (de acuerdo con su teoría del produit net), únicamente se cambian cosas equivalentes. Del cambio no puede nacer ninguna ganancia (o excedente de valor). El precio natural de los artículos manufacturados se explicaba por muchos otros precios: los de los gastos (dépenses o frais) de los productores y de los comerciantes que los llevan al mercado. Al mismo tiempo, la competencia entre compradores y vendedores fijaría la cantidad exacta de los gastos en que incurrirían los productores. La competencia era un factor muy importante en la explicación del precio; lo fijaba independientemente de los compradores y los vendedores. Aunque éstos fuesen movidos por su interés personal y tratasen de comprar barato o de vender caro, las mutuas relaciones entre sus actos les obligaban a sacrificar parte de sus intereses. Ninguno podía actuar completamente a su voluntad.90 Sin embargo, el papel de la competencia tenía su desarrollo completo en relación con los factores subjetivos que actuaban en las mentes de compradores y vendedores. La importancia que se concedió a la competencia como determinante del precio iba dirigida a resolver el problema que nace de la consideración de las estimaciones de compradores y vendedores. Quesnay admitía que las valuaciones de los individuos tenían alguna relación con el cambio. Proporcionaban el motivo de éste, pero no influían en las condiciones en que se realizaba. Éstas las fijaba una especie de estimación o valuación general independiente de las valuaciones de las partes individuales. Turgot, que fue el más maduro, y políticamente el más importante de los fisiócratas, fue aún más lejos al introducir cierto dualismo en la teoría del valor y del precio. No se apartó del principio fisiocrático principal, según el cual sólo el trabajo agrícola puede crear un excedente. Pero en uno de sus escritos por lo menos concedió un lugar 110 importante a los elementos subjetivos en la determinación del valor de cambio.91 Hizo una lista de los diferentes factores que un individuo tiene en cuenta al formarse un juicio sobre determinado bien. La capacidad de dicho bien para satisfacer una necesidad, la facilidad con que se le podía conseguir, su escasez y otras consideraciones formaban, en conjunto, lo que él llamaba el valor estimativo de un bien, del cual se derivaba su valor de cambio. A este último lo llamaba Turgot el valor apreciativo y decía que estaba determinado por el promedio de los valores estimativos de las partes que intervenían en el cambio. Turgot estableció un vínculo un tanto flojo entre esta teoría del valor de cambio y la de la función del trabajo, pues decía que un individuo aplicaría parte de su trabajo a obtener los artículos que necesitaba de acuerdo con su valuación de ellos. Por otra parte, esta valuación era, de por sí, le compte qu’il se rend a lui même de la portion de sa peine et de son temps…, qu’il peut employer à la recherche de l’objet évalué92 (“el cálculo que hace para sí mismo de la parte de trabajo y de tiempo…, que puede emplear en la busca del objeto valuado”). Esto parece un razonamiento circular, pero tiene cierto parecido con la relación entre la valuación subjetiva y el costo de producción que desarrolló más tarde la escuela subjetivista en la teoría del costo de oportunidad. Las inconsecuencias manifiestas en la explicación del valor dada por los fisiócratas se debieron a que, si bien hacían del trabajo el único creador del excedente (cuya fuente era la naturaleza), consideraron el valor en este respecto sólo como valor de uso, y así cuando tuvieron que examinar el cambio se vieron obligados a adoptar una explicación diferente. La teoría del valor de cambio, sin embargo, no era la parte más importante del sistema fisiócratico. Su filosofía política y sus preceptos de política práctica los derivaron los fisiócratas del concepto de produit net. Puesto que la agricultura era la única que producía un excedente, las medidas mercantilistas de Colbert, dirigidas a fomentar la industria, eran inútiles, y contra ellas lanzaron los fisiócratas su grito de guerra de laissez faire, laissez passer. La industria no creaba valores, sólo los transformaba, y ninguna reglamentación de ese proceso de transformación podía añadir nada a la riqueza de la comunidad. Por el contrario, lo único probable es que lo hiciese más engorroso y menos económico. Por consiguiente, debía desaparecer la intervención en todas sus formas. En el campo de la tributación, que es el instrumento más poderoso del intervencionismo estatal, había que hacer lo mismo: la industria y el comercio debían quedar libres de toda contribución. La única rama de la producción a la que en justicia debían imponérsele contribuciones era la que creaba valor, es decir la agricultura. Imponer contribuciones a la industria era imponerlas a la tierra de un modo indirecto y, por tanto, antieconómico. La máxima financiera de la fisiocracia era un impuesto único sobre la tierra. Estas opiniones estaban incorporadas en un sistema complicado al cual se dedicaron muchos libros. El propio Quesnay escribió una de las principales exposiciones del mismo.93 El concepto principal de ese sistema era el del “orden natural”. Según los fisiócratas, la sociedad humana se regía por leyes naturales que no podían nunca ser modificadas por las leyes positivas del Estado. Dichas leyes, establecidas por una 111 Providencia bondadosa para el bien de la humanidad, estaban tan claramente manifiestas que bastaba un poco de reflexión para descubrirlas. Quesnay parece haber pensado que no bastaba la reflexión, pues proponía que se enseñase el orden natural, ocupando posiblemente su Tableau un lugar importante en esa enseñanza. Los aspectos esenciales del orden natural eran el derecho a disfrutar de los beneficios de la propiedad, el derecho a trabajar y el derecho a la libertad compatible con la libertad de los demás a perseguir su interés personal. El orden natural fue una anticipación del utilitarismo en una época en que las circunstancias económicas y políticas no estaban aún maduras para él. Este hecho explica las contradicciones del sistema fisiocrático en sí mismo y de las conclusiones teóricas y prácticas que de él se sacaron. La actitud fisiocrática hacia la tierra tiene un aire casi feudal, reforzado por su apasionada defensa de la propiedad territorial. Pero como se consideraba a la tierra como la única fuente de riqueza, la conclusión práctica era contraria al interés de los terratenientes: el impuesto único. Esto, aunado a la política no intervencionista con que estaba relacionado, llegó a ser una ayuda poderosa para el desarrollo de la industria, aunque los fisiócratas mismos no lo concibieron con ese propósito. Aun en la cuestión de la propiedad podía volverse contra sus propias creencias políticas el análisis que hicieron los fisiócratas. Muchos de sus partidarios veían en ellos únicamente a los defensores del feudalismo. Sus opiniones sobre la propiedad de la tierra y su frecuente defensa de un despotismo ilustrado94 los hicieron caros a quienes libraban una última batalla en favor del feudalismo. Pero cuando emprendieron el estudio de los problemas económicos, los fisiócratas se vieron ya obligados a considerarlos bajo una óptica capitalista. Para ellos, el propietario de la tierra se había convertido ya en capitalista que empleaba trabajadores. Esa evolución se ve particularmente clara en los escritos de Turgot, que, en consecuencia, se anticipan a la subsiguiente evolución de la industria capitalista. Empezó por el estudio del produit net en su forma más primitiva.95 En un examen que recuerda mucho a Steuart, demostró que el excedente creado por el cultivador del suelo era el único fondo del que podían obtener una subsistencia los demás miembros de la sociedad. Una vez que el agricultor había producido el excedente, podía realizarlo comprando el trabajo de otros. Los que trabajaban en la industria se convirtieron en stipendiés (asalariados) del agricultor. Llega un momento, prosigue Turgot, en que el cultivador-propietario deja de ser el único interesado en la apropiación del produit net. Los propietarios se diferencian de los agricultores cuando toda la tierra disponible ha pasado a ser de propiedad privada. Los que no poseen tierras se convierten en trabajadores asalariados, ya como stipendiés de la industria, ya de los propietarios de la tierra. En este último caso, los propietarios dejan de cultivar sus propias tierras: trabajan para ellos obreros asalariados. La yuxtaposición de capital y trabajo aparece ahora en la producción agrícola, y con ella el problema de los salarios y las ganancias. El salario del trabajador, dice Turgot, será determinado por la cantidad de subsistencias que necesita (el strict nécéssaire que aparece en los escritos fisiocráticos); pero la generosidad de la naturaleza le dará más que eso, y el excedente 112 será la renta del propietario. Con esta renta se lleva a cabo la acumulación. El capital está creado, y se hacen habituales los adelantos para el progreso de la industria y para el perfeccionamiento de la agricultura. Los fisiócratas no tuvieron la menor intención de usar esta clase de análisis para atacar a la clase terrateniente; pero ese análisis era muy propio para ser usado de esa manera. Los efectos prácticos de su enseñanza, igual que la de sus contemporáneos ingleses, contribuyeron a eliminar los obstáculos que se interponían en el camino de la industria capitalista. En una consideración retrospectiva, hay que conceder a los fisiócratas un puesto elevado entre aquellos que prepararon el terreno para la Revolución Francesa. 113 114 1 Véase Christopher Hill, Puritanism and Revolution (1958); Society and Puritanism in Prerevolutionary England (1964); y C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism to Locke (1962). 2 H. J. Laski, The Rise of European Liberalism, p. 19. [El liberalismo europeo, p. 18, trad. de Victoriano Miguélez, México, FCE, 4a. reim. (1974).] 3 El Príncipe, passim. 4 H. J. Laski, op. cit., pp. 41-42. 5 Ibid., p. 42. 6 El profesor Hessen, en su artículo “Economic and Social Roots of Newton’s Principia”, en Science and Cross Roads (ed. Bukharin, 1931), ha hecho un análisis interesantísimo de la relación de los descubrimientos de Newton con las necesidades económicas del capitalismo comercial, con cuya tesis general puede estarse completamente de acuerdo. Sin embargo, el profesor G. H. Clark ha podido demostrar (“Social and Economic Aspects of Science in the Age of Newton”, en Economic History, vol. III, pp. 362 ss., y Science and Social Welfare in the Age of Newton, 1937) que algunas conclusiones de Hessen se basan en fundamentos muy débiles. 7 G. E., Lessing, Symtliche Werke (1836), vol. I, p. 243. * Véase Leviatán, trad. de M. Sánchez Sarto, México, FCE (1940). [T.] ** Véase su Ensayo sobre el gobierno civil, trad. de José Carner México, FCE (1941). [T.] 8 G. Unwin, Industrial Organization in the Sixteenth and Seventeenth Centuries (1902). Véanse especialmente los caps. II y III. 9 J. U. Nef, The Rise of the British Coal Industry (1932), vol. I, pp. 165-189. 10 Citado por H. J. Laski, op. cit., p. 151. 11 Tanto por Marx, por lo menos en tres sitios: Zur Kritik der Politischen Ökonomie, p. 33; en Anti-Dühring (1928), de Engels, p. 247, y en Theorien über den Mehrwert (1921), vol. I, p. 1 [Historia crítica de la teoría de la plusvalía, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE (1945)]; como por Brentano, Ethnik und Volkswirtschaft in der Geschichte, p. 32. 12 The Economic Writings of Sir William Petty (ed. C. H. Hull, 2 vols., 1899), vol. I, p. 244. 13 Economic Writings, vol. I, p. 60. 14 Ibid., p. 32. 15 Ibid., p. 34. 16 “Treatise on Taxes and Contributions”, cap. IV, Economic Writings, vol. I, pp. 38 ss. 17 “Treatise on Taxes and Contributions”, cap. IV, Economic Writings, vol. I, p. 68. 18 “Verbum Sapienti”, Economic Writings, vol. I, p. 110. 19 Economic Writings, vol. II, pp. 473-474. 20 Ibid., vol. I, p. 43. 21 “Treatise”, Economic Writings, vol. I, p. 43. 22 Ibid., p. 44. 23 Ibid., p. 90. 24 Ibid. 25 “Verbum Sapienti”, Economic Writings, vol. I, p. 181. 26 D. Ricardo, The Principles of Political Economy and Taxation (ed. Everyman), editado en español por el FCE. 27 “Treatise”, Economic Writings, vol. I, p. 87. 28 El mismo Marx lo hizo: Theorien über den Behrwert, vol. I, p. 3. 29 “Treatise”, Economic Writings, vol. I, p. 89. 30 Ibid., pp. 48-49. 31 Ibid., p. 45. 32 Ibid., p. 60. 33 “Treatise”, p. 45. 34 Ibid., p. 42. 35 Ibid., p. 48. 115 36 Economic Writings, vol. II, pp. 447-448. “Treatise”, ibid., vol. I, p. 48. 38 Ibid. 39 “Political Arithmetick”, ibid., vol. I, p. 260. 40 “Treatise”, ibid., vol. I, p. 46. 41 “Verbum Sapienti”, ibid., vol. I, p. 113. 42 Ibid., pp. 35-36, 112-113. 43 Para una exposición interesante de la historia inicial de este concepto, véase E. A. J. Johnson, Predecessors of Adam Smith, cap. XIII, en el que se citan muchas de las opiniones de Petty. 44 “Treatise”, ibid., vol. I, p. 22. 45 “Quantulumcumque”, ibid., vol. II, p. 445. 46 Ibid., p. 446. 47 Ibid., p. 443. * Se refiere Petty al vicio de limar o cercenar de una moneda de oro o plata una porción del metal para lucrar con su venta. [Ed.] 48 Ibid., p. 440. 49 “Quantulumcumque”, pp. 441-442. 50 D. North, Discourses upon Trade; principally directed to the cases of the Interest, Coynage, clipping, increase of Money (1691), p. 11. 51 J. Locke, Two Treatises concerning Government (ed. Morley, 1884), pp. 203-216. 52 Véase el interesante estudio de las opiniones de Locke en la obra de R. Zuckerkandl, Zur Theorie des Preises (1936), pp. 125-131, 233-234. 53 J. Locke, op. cit., pp. 215-216. 54 J. Locke, Some Consideration of the Consequences of the Lowering of Interest and Raising the Value of Money (1692), p. 48 y passim. 55 Ibid., p. 44. 56 Ibid., p. 70. 57 Ibid., p. 76. 58 D. North, Discourses upon Trade, p. 4. 59 Véase E. F. Heckscher, Mercantilism, vol. II, pp. 234-236. [La época mercantilista, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE (1945).] 60 L. Mises, “Die Stellung des Geldes im Kreise der wirtschaftlichen Güter”, en Wirtschaftstheorie der Gegenwart, vol. II (1932), p. 310. 61 J. Law, “Considérations sur le numéraire et le commerce”, en Économistes finacières du XVIIIème siècle (ed. Daire, 1851), pp. 447 ss. 62 D. Hume, “Political Discourses”, en Essays, Moral, Political, and Literary (ed. T. H. Green y T. H. Grosse, 1875), vol. I, p. 324. 63 Marx dice que las declaraciones de Hume sobre todos esos puntos sólo eran repeticiones de las opiniones anteriormente expuestas por Vanderlint en Money answers all things (1734) (Anti-Dühring, p. 254). No he sido capaz de comprobar esa aserción que Marx usa para menospreciar a Hume; pero, en todo caso, no tiene importancia para una estimación de los méritos de Hume. 64 D. Hume, “Political Discourses”, op. cit., vol. I, p. 333. 65 Ibid., pp. 313-314. 66 D. Hume, “Political Discourses”, op. cit., vol. I, pp. 320-330. La mayor parte de las opiniones de Hume sobre el interés se encuentran también en una publicación anónima, An Essay on the governing causes of the natural rate of interest; wherein the sentiments of Sir William Petty and Mr. Locke on that head are considered, que apareció en 1750, dos años antes que los ensayos de Hume y que Marx atribuye a un J. Massie, pero sin ninguna documentación. Karl Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. I, pp. 23 ss. 67 Una excelente reimpresión editada por H. Higgs y que contiene una traducción inglesa y artículos sobre Cantillon y su obra, fue publicada por la Royal Economic Society en 1931. Todas la notas subsiguientes sobre 37 116 Cantillon remiten a esta edición. 68 R. Cantillon, Essai sur la nature du commerce en général, pp. 157-159. [Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general, trad. de Manuel Sánchez Sarto, México, FCE (1950).] 69 Ibid., pp. 163-167. 70 Ibid., p. 311. 71 Ibid., pp. 257-259. 72 Ibid., p. 27. 73 Ibid., p. 29. 74 Ibid., p. 113. 75 Ibid., p. 97. 76 Ibid., p. 111. 77 Ibid., pp. 31 ss. 78 Adam Smith, Wealth of Nations, ed. W. R. Scott (1925), vol. I, p. 69. 79 R. Cantillon, op. cit., pp. 19-21. 80 Ibid., pp. 67 y 83. 81 The Works, Political, Metaphysical, and Chronological of the late Sir James Steuart (editadas por su hijo sir James Steuart, 6 vols., 1803), vol. I, pp. 275-276. 82 Works of Sir James Steuart, pp. 244-246. 83 Ibid., p. 289. 84 Ibid., pp. 165-166. 85 Ibid., libro I, passim. 86 Ibid., pp. 403-408. 87 Norman J. Ware, “The Physiocrats: A Study in Economic Rationalisation”, en American Economic Review, vol. XXI, pp. 607-619. Véase también un análisis anterior de las implicaciones sociales de la fisiocracia hecho por Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. I, pp. 33-49. 88 Por ejemplo, A. Gray, The Development of Economic Doctrine, p. 106. Gide y Rist hacen una buena exposición de la doctrina. Análisis interesantes del Tableau pueden verse también en Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. I, pp. 85-125, y en Engels, Anti-Dühring, pp. 263-270. Habría que advertir, sin embargo, que el conocimiento que Marx tenía de los escritos fisiocráticos parece haber sido muy limitado. En realidad, es probable que sólo estuviera familiarizado con el primer volumen de la edición de Daire de las obras de los fisiócratas y que se apoyara mucho en una fuente de segunda mano, es decir, en la Histoire de l’economie politique en Europe (1875), de Blanqui. Para un estudio interesante de las diversas presentaciones gráficas del Tableau véase R. Suaudeau, Les Réprésentations Figurées des Physiocrates (1947). 89 F. Quesnay, Oeuvres Économiques (ed. A. Oncken, 1888), pp. 305-378. 90 F. Quesnay, “Dialogue sur les Travaux des Artisans”, Oeuvres Économiques, pp. 538 ss. 91 A. R. J. Turgot, “Valeurs et Monnaies”, en Oeuvres de Turgot (ed. M. E. Daire, 1844), vol. I, pp. 75 ss. 92 Ibid., p. 83. 93 F. Quesnay, “Le Droit Naturel”, Oeuvres Économiques, pp. 359-377. 94 Por ejemplo, F. Quesnay, “Maximes générales du gouvernement économique d’un royaume royale”, Oeuvres Économiques, pp. 329-337. 95 A. R. J. Turgot, “Réflexions sur la Formation et la Distribution des Richesses” (1766), Oeuvres de Turgot, vol. I, pp. 9 ss. 117 118 IV. EL SISTEMA CLÁSICO 1. LAS CARACTERÍSTICAS DEL CLASICISMO EL ÚLTIMO cuarto del siglo XVIII está lleno de sucesos que parecen pregonar la fundación de una nueva era en la organización económica y política. En el campo de la producción, presenció el comienzo de la Revolución Industrial, que iba a abrir enormes posibilidades de expansión al reinado del capitalismo industrial, establecido recientemente. La sociedad de Mateo Boulton y James Watt, fundada en 1775, realizó la unión del capitán de industria y el científico, unión que puede considerarse como simbólica de una nueva alianza. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos acabó, un año después, con la explotación de una de las regiones coloniales más importantes y privó de uno de sus sostenes más poderosos al antiguo sistema colonial sobre el cual se había erigido gran parte del pensamiento mercantilista. Aquel mismo año se publicó el primer tomo de Decline and Fall of the Roman Empire, de Edward Gibbon, y sobre todo una Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, libro escrito por un filósofo escocés convertido en economista y que estaba llamado a ser la fons et origo de la economía para las generaciones siguientes. Pocos años después, la Revolución Francesa selló el destino de lo que aún quedaba de la sociedad medieval. Ya hemos visto que el comienzo de esta nueva era puede ubicarse casi cien años antes. El capitalismo industrial es más antiguo que la Revolución Industrial; la política mercantilista empieza a decaer poco antes de fines del siglo XVIII, y, cuando menos en Inglaterra, el país capitalista más adelantado, la estructura política había empezado a cambiar de acuerdo con las ideas del liberalismo mucho antes de que la Revolución Francesa llevase su estímulo a las fuerzas del liberalismo de todas partes. También la teoría económica había adquirido un nuevo contenido y nuevos métodos mucho antes de que Adam Smith apareciese en escena para hacerla consciente de su propio carácter cambiante. Puede justificarse, sin embargo, la opinión de que los cincuenta años en torno del final del siglo marcan un cambio social profundo. Formas nuevas de producción, de relaciones sociales, de gobierno y de pensamiento social, que en su lucha contra las antiguas se habían desarrollado de una manera lenta y muchas veces vacilante, avanzaban ahora triunfalmente y, debido a su espectacular progreso, las batallas anteriores fueron fácilmente olvidadas. En el campo de las ideas, el reflejo de los cambios económicos y políticos acusa una diferencia aún más notable que los cambios mismos. El pensamiento social toma conciencia de sí mismo y revela un conocimiento más completo que hasta entonces de la naturaleza del orden social que se estaba erigiendo ante sus ojos. Llegó a ser capaz de ver el conjunto de la estructura de aquel orden y las complejas interrelaciones de sus partes componentes. Las disciplinas sociales individuales se integran en una amplia filosofía social, y cada una de ellas se sistematiza. 119 Se recogen fragmentos dispersos, se refinan y se juntan para formar un cuerpo de doctrina que posea consistencia interna. Este proceso se pone de manifiesto con claridad en el campo del pensamiento económico. Lo que el siglo había producido hasta entonces había sido confuso y accidental. Existieron anticipaciones brillantes, como la defensa de la libertad de comercio hecha por North. Hubo también tratados que desplegaban notable penetración en el proceso económico, como el Essai de Cantillon y los Principles de Steuart. Había habido un William Petty, cuyo genio logró formular el problema central del valor. Y de la controversia sobre el dinero y el interés empezaban a surgir ciertas ideas comunes. Mas, a pesar de todo esto, no se había logrado mucho y la confusión subsistía. Petty se preocupó, sobre todo, de las finanzas públicas; sus otras aportaciones estaban ocultas bajo una masa de materiales menos importantes. El título del libro de Steuart era inadecuado, pues carecía del conocimiento de las leyes internas de los procesos sociales. Y hasta el Essai de Cantillon no era lo bastante sistemático para presentar al mundo un cuadro coherente del mecanismo económico. La hazaña suprema de Smith y de Ricardo consistió en poner orden en el estado todavía caótico de la investigación económica. A ese orden se le ha dado el nombre de sistema clásico. Las diferentes escuelas de pensamiento existentes entre los economistas posteriores han elegido este nombre por razones diversas. Algunas veces el calificativo “clásico” se aplica a las doctrinas del sistema para denotar la autoridad indiscutible y general de que gozan; otras veces se usa para dar importancia especial a las consecuencias de esas doctrinas en el campo de las políticas; y otras veces aun, para distinguir el sistema de las escuelas críticas (por ejemplo, la romántica) que se desarrollaron después de él y que, para muchos economistas, representan cierta decadencia. Si quisiéramos resumir las características distintivas del análisis económico contenido en La riqueza de las naciones o en los Principios de Ricardo, tendríamos que destacar, ante todo, la penetración que revelan en el estudio del mecanismo económico de la sociedad moderna. Sus análisis dejan al desnudo, con gran rigor, los principios subyacentes en el funcionamiento del sistema capitalista, así como el proceso histórico que lo produjo. A esto añadió Ricardo sus intentos por descubrir la tendencia de la evolución futura del sistema. En segundo lugar, este análisis se distingue también por haber sido el primero en reconocer explícitamente que los fenómenos sociales, e incluso su desarrollo histórico, obedecen a leyes propias que pueden ser descubiertas. Lo que da a la obra de Smith y de Ricardo su carácter científico, fue el conocimiento de una Gesetmässigkeit (legalidad, sujeción a leyes) interior tan compulsiva en la economía capitalista individualista como lo habían sido en el feudalismo las formas externas de reglamentación. Que hayan sido limitados, como han dicho algunos críticos, en su análisis técnico y en sus opiniones sobre la validez de las leyes particulares que descubrieron, no desdice la grandeza de su obra. Ellos enseñaron a los economistas posteriores la necesidad de un principio unificado para explicar los fenómenos económicos de suerte que cada uno de ellos se relacione con los demás. Aprovechando 120 los cimientos puestos por los fisiócratas, trataron de dar una idea completa del proceso económico, es verdad que abstracta, pero que contenía la esencia de la realidad. Y aunque algunas partes del cuadro tengan que ser pintadas de nuevo, el resto conserva su valor. No es fácil determinar los límites cronológicos del sistema clásico. Siempre que tengamos en cuenta la obra preliminar de los economistas ingleses de principios del siglo XVIII y de los fisiócratas franceses, podemos hacer que su punto inicial coincida con la obra de Adam Smith. Es más difícil determinar su punto final. Algunos economistas pretenden que no ha terminado y que su tradición está viva en la obra de los pensadores más brillantes de la economía contemporánea. Sin embargo, esto parece ignorar por completo el cambio que tuvo lugar en el pensamiento económico de Inglaterra, ciudadela del clasicismo, a partir de las dos primeras décadas del siglo XIX. Es cierto que el intento de Malthus por destruir los fundamentos del sistema ricardiano fracasaron, y que los principios más importantes de la economía política clásica siguen gozando de considerable autoridad. Los que se popularizaron con facilidad, entraron rápidamente en la conciencia pública. En Inglaterra, y en menor medida en otros países, las condiciones generales eran extremadamente favorables para acoger y adoptar muchas de las ideas clásicas, y su influencia sobre la política económica fue muy grande durante algún tiempo. En el campo del pensamiento empezaron a manifestarse señales de cambio: en 1821 se publica el libro de James Mill, Elementos de economía política, que constituye la última expresión de fe ciega en la escuela ricardiana. Pero ese libro señala ya la inminente disolución del sistema. Después, se hacen más abundantes las pruebas de la decadencia de su autoridad. En Inglaterra y en Francia, los economistas formados en la tradición clásica empiezan a sentirse inquietos por contradicciones reales o imaginarias de la doctrina heredada y por sus implicaciones, y comienzan a abrir caminos nuevos. También en ambos países, pero especialmente en Inglaterra, la influencia de la economía política clásica se deja sentir en un sector inesperado: el naciente movimiento obrero; y, como reacción, se deja sentir una poderosa corriente apologética en el nacimiento de una ortodoxia económica. Otra nueva manifestación, particularmente notable en Alemania, es la reacción romántica contra las enseñanzas clásicas en la que reaparecen súbitamente las teorías mercantilistas. Durante casi medio siglo no es posible ya hablar de una sola escuela de pensamiento económico que goce de autoridad universal. Sólo con el advenimiento de la teoría de la utilidad marginal en la década de 1970 se logra cierta unificación y de nuevo se hace posible considerar una doctrina como la más generalmente aceptada; pero aun entonces, su autoridad ya no es indiscutible ni universal. Sólo tiene preponderancia dentro del pensamiento académico, y su influencia sobre la política no puede compararse a la de la teoría clásica. La formulación del sistema clásico fue en tan gran medida obra de dos hombres, que nos parece lo mejor concentrarnos por completo en su obra, en las páginas que siguen. El único escritor que, además de Smith y de Ricardo, tomaremos en cuenta en este capítulo es Malthus, mas sólo por la parte de su obra que cae dentro de la tradición 121 clásica. En el capítulo siguiente encontraremos de nuevo a Malthus como crítico importante de algunas de las conclusiones fundamentales de Ricardo. Puede parecer extraño considerar a Smith y a Ricardo cofundadores de la escuela clásica. Cuando Smith publicó su principal obra económica, Ricardo era un niño de cuatro años. Hasta cuarenta y un años más tarde (veintisiete después de muerto Smith) no publicó Ricardo su tratado. Además, mientras Smith empezó como filósofo, Ricardo entró en el campo de la economía como negociante afortunado que después se hizo político. Aunque la edición definitiva de las obras de David Ricardo abarca diez volúmenes, su obra principal es un delgado tomo, comparado con el grueso tratado de Adam Smith. Nada podría ser más diferente que sus planes, métodos y estilos; pero, no obstante todas esas diferencias, los puntos en que están de acuerdo son tan fundamentales, que sus nombres irán por siempre unidos en la historia del pensamiento económico. 2. ADAM SMITH a) Las fuentes. Adam Smith nació en 1723; su padre, escocés, perteneció al cuerpo jurídico militar y desempeñó el cargo de interventor de Aduanas. Recibió su educación en las universidades de Glasgow y de Oxford, y llegó a ser primero profesor de lógica y más tarde de filosofía moral en Glasgow. Después de trece años de enseñanza académica, viajó por Francia durante dos años como tutor del joven duque de Buccleuch, de quien recibió más adelante una pensión considerable que le permitió dedicarse por completo a sus escritos. Sin embargo, en 1778 aceptó el nombramiento de comisario de Aduanas, puesto que ocupó hasta su muerte en 1790.1 Estos hechos sobresalientes de su vida pueden explicar algo del método que adoptó en la investigación económica. Adam Smith fue el primer economista académico, y su carrera no es muy diferente de la de muchos economistas desde entonces. A partir de él, la mayor parte de los progresos del pensamiento económico van unidos a la obra de profesores académicos de la materia, muchos de los cuales habían sido filósofos, como el mismo Smith. La influencia académica sobre éste se advierte en el grado mucho más alto de sistematización del pensamiento que alcanzó, en relación con sus predecesores. Cierto alejamiento de los negocios, aunque con conocimiento de ellos, casi parecía necesario en aquella fase del desarrollo del pensamiento económico para completar la transformación de la materia en una ciencia. Y no es sorprendente que haya sido un filósofo moral quien consumó esa transformación, porque en aquel tiempo esta materia estaba formada en gran parte por filosofía política, ciencia política y jurisprudencia. Y ya en su primera gran obra, Teoría de los sentimientos morales (1759),* Adam Smith había acusado tanto su interés especial por los problemas de la conducta humana como por los métodos de tratamiento que iban a distinguir sus obras posteriores. Parece que algunas de sus ideas sobre materias económicas ya estaban formadas antes de ser nombrado profesor en Glasgow.2 De cualquier modo, de los apuntes de clase de Adam Smith3 se 122 desprende que entre 1760 y 1764 sus lecciones de filosofía moral comprendían gran número de cuestiones sobre economía; y si no lo supiésemos por otros medios, las pruebas internas nos demostrarían que La riqueza de las naciones tardó muchos años en terminarse. Adam Smith estuvo sometido a muchas influencias durante los veinticinco años o más en que maduraron sus opiniones económicas. Aunque La riqueza de las naciones contiene pocas referencias a escritores anteriores y casi ninguna declaración de haberse inspirado en otros, sería fácil demostrar que ninguno de sus rasgos principales es original. La filosofía social en que se basa estaba muy generalizada en aquel tiempo, y Francisco Hutcheson, maestro de Smith, fue uno de sus principales exponentes. De él tomó Adam Smith la fe en el orden natural. La escuela naturalista de filosofía a que perteneció había tenido una tradición ininterrumpida desde los últimos estoicos y epicúreos griegos. Reapareció en las obras de los estoicos romanos, como Cicerón, Séneca y Epicteto, recibió gran impulso en el Renacimiento y la Reforma, volvió a aparecer, en forma modificada, en Bacon, Hobbes y Locke, y llegó a su pleno florecimiento en los escritos de Smith, de los fisiócratas y de los radicales posteriores. No obstante las profundas diferencias que hay entre ellas, esas escuelas pueden considerarse representativas de una sola línea de pensamiento. Su esencia es la confianza en lo natural, como opuesto a lo inventado por el hombre. Implica la creencia en la existencia de un orden natural intrínseco (como quiera que se le defina) superior a todo orden artificialmente creado por la humanidad. Sostiene que una organización social inteligente no tiene sino que actuar en la mayor armonía posible con los dictados del orden natural. Eso suponía una acción distinta en momentos diferentes; y las políticas que proponían los protagonistas en etapas diferentes parecen contradictorias, vistas retrospectivamente. Sin embargo, su característica común es el principio del cual derivan su autoridad: la superioridad de la ley natural sobre la humana. Ya hemos visto en las obras de los fisiócratas en qué dirección particular se desarrollaba la filosofía de la ley natural a fines del siglo XVIII. En Adam Smith encontraremos una tendencia similar.4 Es más difícil determinar la influencia de la doctrina económica fisiocrática sobre Smith. Indudablemente, conocía los escritos de la escuela y a muchos de sus principales expositores. La riqueza de las naciones contiene referencias por lo menos a dos fisiócratas eminentes, Quesnay y Mercier de la Rivière, y el último capítulo del libro IV está dedicado a la crítica de la fisiocracia. Además, a pesar de que él creía en lo contrario, Smith sustentó muchas opiniones muy parecidas a las de los fisiócratas. Tanto en su adhesión al naturalismo como en su interés por el problema del excedente, sigue un camino paralelo al de aquéllos. Por otro lado, es sabido que la parte fundamental de este análisis ya estaba hecha antes de que hubiera tenido oportunidad de adquirir un conocimiento considerable de la fisiocracia. Debemos concluir que la visión general de los fundadores de la economía política francesa no fue fundamentalmente distinta de la de Adam Smith, cosa nada sorprendente habida cuenta de la semejanza del clima político y económico en que aquéllos y éste trabajaron. No puede ponerse en duda la deuda contraída por Smith con el pensamiento 123 económico inglés que le precedió. Por ejemplo, en su ataque contra el mercantilismo se le anticiparon muchos. Ya hemos visto que hubo muchas opiniones contradictorias entre los escritores del siglo XVII; y los furiosos ataques contra el proteccionismo lanzados por North no hubieran podido ser mejorados ni por el mismo Smith. En la teoría del dinero —que no trata con extensión ni con gran éxito— Smith debe mucho a Hume, Locke y Steuart. Este último parece haberle inspirado también su interés histórico, aunque en vez de usar el método conjetural de Steuart, empleó con eficacia ejemplos realistas. De Petty y de Steuart, por no mencionar a otros, Smith tomó no sólo los problemas de las finanzas públicas, sino también algunas de las soluciones. Por ejemplo, un indicio de los cuatro cánones famosos lo encontramos en el Treatise de Petty. Por último, y quizá esto es lo más importante de todo, el modo de tratar Smith la cuestión del valor y todos los problemas que se derivan de él, debe mucho al cuerpo de doctrina económica que ya se había desarrollado. Como precursores suyos hay que mencionar especialmente a Petty, Steuart y Cantillon. Ninguna enumeración de las deudas de Smith con otros autores puede disminuir la importancia de su propia obra. Entrelazó todos los hilos de ideas que encontró separados, y en ese proceso transformó su significado; y, cuando menos en un punto — punto fundamental—, su obra significó una revolución en el pensamiento económico. Para resumir la obra de Smith en unas cuantas páginas, es necesario dividirla de alguna manera. Lo mejor parece distinguir dos aspectos, teniendo debida cuenta de su relación mutua. Éstos son: primero, la filosofía social y política subyacente y los preceptos de política económica que de ella se derivan; y segundo, el contenido económico de carácter técnico. Las opiniones difieren en lo relativo a la importancia de estos elementos constitutivos de La riqueza de las naciones; pero la opinión que aquí se ha adoptado es que el segundo tiene más importancia que el primero. b) La filosofía política. Los elementos filosóficos no están presentes en la superficie del análisis de Smith. La obra se divide en cinco libros que tratan, respectivamente, de los problemas de la producción, la distribución y el cambio, del capital, de las diferentes políticas económicas que han seguido en diversas épocas distintas naciones, de los sistemas anteriores de economía política y, finalmente, de las finanzas públicas. Con excepción del brevísimo capítulo segundo del libro I, no hay una parte especial independiente dedicada a estudiar el alcance de la investigación económica en relación con el estudio de la conducta humana en general, ni hay ninguna mención explícita del sistema de filosofía del cual se derivan los principios económicos de Smith. Pero este sistema está muy de manifiesto, e impregna todo el libro más aún que a los escritos de los fisiócratas. Una y otra vez utiliza argumentos particulares para subrayar la suprema bondad del orden natural y señalar las inevitables imperfecciones de las instituciones humanas. Déjense a un lado las preferencias y las restricciones artificiales —dice— y se establecerá por sí solo “el sencillo y obvio [sistema] de la libertad natural”.5 Además, “ese orden de cosas que la necesidad impone… es… promovido por las inclinaciones naturales del hombre”. Las instituciones humanas frustran con excesiva frecuencia esas 124 inclinaciones naturales.6 No debemos olvidar que el autor de La riqueza de las naciones es también autor de Teoría de los sentimientos morales; y no podemos entender las ideas económicas del uno sin algún conocimiento de la filosofía del otro. Según Smith, la conducta humana es movida naturalmente por seis motivaciones: el egoísmo, la conmiseración, el deseo de ser libre, el sentido de la propiedad, el hábito del trabajo y la tendencia a trocar, permutar y cambiar una cosa por otra. Dados estos resortes de la conducta, cada hombre es, por naturaleza, el mejor juez de su propio interés y debe, por lo tanto, dejársele en libertad de satisfacerlo a su manera. Si se le deja en libertad, no sólo conseguirá su propio provecho, sino que también impulsará el bien común. Este resultado se consigue porque las diferentes motivaciones de la conducta humana están equilibradas tan cuidadosamente, que el beneficio de un individuo no puede oponerse al bien de todos. El amor propio va acompañado de otras motivaciones, especialmente de la conmiseración, y las acciones que de ahí resultan no pueden sino implicar el provecho de los demás en el de uno mismo. Esta creencia en el equilibrio natural de las motivaciones llevó a Adam Smith a su famosa aseveración de que, al buscar su propio provecho, cada individuo es “conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en su propósito”. Smith, en efecto, se preguntaba si el individuo no favorecía así el interés de la sociedad de modo más eficaz que si se propusiera hacerlo. “Nunca he sabido —dice— que hiciesen mucho bien aquellos afectos a trabajar por el bien público.” La consecuencia de esta creencia en el orden natural es que pocas veces puede ser el gobierno más eficaz que cuando es negativo. Su intervención en los negocios humanos, por lo general, es dañina. Al permitir a cada individuo de la comunidad buscar el mayor provecho posible para sí mismo, éste, obligado por la ley natural, contribuirá al mayor bien común. El sistema natural sólo conoce tres deberes propios de gobierno que, si bien de gran importancia, son “llanos y comprensibles para el entendimiento común”. El primero es el deber de la defensa contra la agresión extranjera; el segundo, el deber de establecer una buena administración de justicia; y el tercero, el deber de erigir y sostener obras e instituciones públicas que no serían sostenidas por ningún individuo o grupo de individuos por falta de una ganancia adecuada.7 Paz en el interior y en el exterior, justicia, educación y empresas públicas tales como carreteras, puentes, canales y puertos, son los beneficios que puede otorgar el gobierno. Debe agregarse otro deber: el manejo de circulante, hoy llamado política monetaria. Pero, por lo general, la “mano invisible” es más eficaz. Vale la pena citar a Smith al respecto de su actitud general hacia los límites de la legitimidad de la libertad económica en asuntos económicos. La referencia específica es una propuesta de prohibir notas pequeñas: “Tales reglas deben, sin duda, considerarse con respecto a la violación de una libertad natural. Pero el ejercicio de la libertad natural de algunos individuos que podría poner en peligro a la sociedad entera debe ser y está controlado por las leyes de todo gobierno… La obligación de construir paredes combinadas para prevenir la comunicación del fuego, es una violación de la libertad natural, y sucede exactamente lo mismo con la regulación del comercio bancario que 125 aquí se propone.” Cuando Smith aplica esas reglas del orden natural a las materias económicas, se convierte en un recio adversario de intervención general del Estado en los negocios ordinarios de la industria y el comercio. El equilibrio natural de las motivaciones opera con la mayor eficacia en los asuntos económicos. Cada individuo tiene el mejor deseo de obtener el mayor provecho posible para sí mismo; pero es miembro de una comunidad, y su búsqueda de ganancias puede ser llevada a cabo únicamente por caminos señalados por el orden natural de la sociedad. Mediante la división del trabajo el hombre aumenta la productividad de su esfuerzo, pero deja también de ser independiente de los demás. El hombre, como miembro de una sociedad, tiene casi constantemente necesidad de la ayuda de los otros, mas es inútil que espere que lo haga sólo por benevolencia. En su deseo de alcanzar sus propios fines, debe apelar al egoísmo de los demás, y no sólo a su conmiseración: “No esperamos nuestra comida de la benevolencia del carnicero, el cervecero y el panadero, sino del cuidado con que atienden sus propios intereses.”8 El cambio hace posible esta satisfacción simultánea de dos intereses individuales. Todo individuo, al usar su propiedad o su trabajo para su propio beneficio, tiene que producir con fines de cambio, es decir, con fines que determinan todos los otros miembros de la comunidad. Desee o no hacerlo así, está obligado, por su mera condición de miembro del orden social, a conceder un beneficio a cambio del que él recibe. Todos están obligados a poner los resultados de sus esfuerzos “en un depósito común, donde cada individuo pueda adquirir cualquier parte que necesite del producto del talento de otros hombres”.9 Smith vio particularmente en el comercio exterior el mismo orden inherente que gobierna los actos más sencillos de trueque. En las diferentes ramas del comercio interior, en el comercio exterior, en la relación entre la industria y la agricultura, está vigente el principio de que el orden surge espontáneamente y de que la interferencia sólo traería una disminución del beneficio. “Es máxima de todo jefe de familia prudente nunca intentar producir en casa aquello que le costará más hacer que comprar… Lo que es prudencia en la conducta de cada familia particular, difícilmente puede ser un desatino en la de un gran reino.”10 De esto se deduce que si los bienes pudieran comprarse en el extranjero más baratos de lo que costaría hacerlos en el país, sería desacertado oponer obstáculos a su importación; porque esto llevaría a la industria por caminos menos remunerativos que los que podría encontrar por sí misma. De nuevo, todas las medidas que el país tomara con intención de favorecer una industria o de suprimir otra, de estimular a la agricultura frente a la industria, o viceversa, serían desacertadas. Los estímulos que llevaran a una industria más capital del que iría a ella de un modo natural, y las restricciones encaminadas a alejar parte o todo el capital de una industria en la cual se emplearía si no mediaran dichas restricciones, estarían generalmente mal concebidos. No promoverían el bien social a que estaban destinados, ya que, entorpeciendo la búsqueda individual de la mayor ganancia posible, disminuirían también la ganancia común.11 Smith fue, pues, un campeón de la política general del laissez faire de mayor fuerza 126 aún que los fisiócratas, porque aplicaba el principio sin fundarlo en la opinión de que la agricultura ocupaba una situación especialmente elevada. La universalidad de la teoría le dio su fuerza peculiar. Smith no se contentó con formular un principio abstracto: su objetivo era destruir las condiciones reales que se oponían al principio. Aplicar los principios del naturalismo a la política económica implicaba la lucha contra la aún sólida estructura de la política mercantilista sobre el comercio exterior, contra el cúmulo de reglamentaciones industriales heredadas de los siglos anteriores y contra el intento de añadirles nuevos monopolios y privilegios. Entre las fuerzas que libertaron el comercio exterior inglés de las reglamentaciones, que suprimieron las prohibiciones, los impuestos excesivos de importación y los tratados comerciales restrictivos, la obra de Adam Smith ocupa un lugar prominente. Parte importante de dicha obra está consagrada a combatir lo que él llamaba el sistema mercantil. Smith no siempre acertó en sus análisis de las opiniones de los escritores mercantilistas si bien su crítica de la política mercantilista fue de lo más penetrante y lúcida. Examinó uno por uno los métodos que se habían usado, o se usaban aún, para manipular el comercio exterior en beneficio de un país determinado, y los encontró ineficaces y dañinos. Desechó subvenciones y restricciones, el sistema colonial y los tratados comerciales junto con todas las demás medidas para asegurar una balanza comercial favorable y una gran existencia de metales preciosos. Demostró que no habían producido ningún beneficio para la comunidad, aunque hubieran acrecentado las ganancias de algunos sectores particulares de la industria y el comercio. De manera semejante fueron condenadas las reglamentaciones de los salarios y el aprendizaje y de todos los demás aspectos de la producción mas no porque Smith estuviera en favor de los bajos salarios. Al contrario, él pensaba que ninguna sociedad podría florecer si la mayor parte de sus miembros son pobres o están en la miseria. El gobierno debiera negarse a establecer ningún privilegio económico especial, y debiera actuar para destruir toda posición monopolista, ya fuera del capital o del trabajo, que los hombres hubieran obtenido por medio de una acción concertada. La conversación de la libre competencia, aun por la acción del Estado en caso necesario, era el principal deber de la política económica. Sólo la competencia libre era congruente con la libertad natural, y sólo ella podía asegurar que cada individuo obtuviera la plena recompensa a sus esfuerzos y sumara toda su aportación al bien común. Los resultados que siguieron a los esfuerzos de Smith fueron extraordinariamente rápidos y completos. La impresión que La riqueza de las naciones produjo en los hombres de negocios y en los políticos fue muy grande; pero aunque el apóstol del liberalismo económico hablaba con palabras claras y persuasivas, su éxito no hubiera sido tan grande de no haberse dirigido a un auditorio dispuesto a recibir su mensaje. Habló con la voz de éste, la voz de los industriales que ansiaban acabar con todas las restricciones del mercado y de la oferta de trabajo, restos del anticuado régimen del capital comercial y de los intereses de los terratenientes. Además, la clase de los capitalistas industriales aún no había madurado bastante para gozar de respetabilidad. 127 Smith ofreció a esa clase una teoría que le proporcionaba lo que aún le faltaba. Por el análisis de la actividad económica sobre un fondo de filosofía naturalista, esta teoría dio a la conducta de los futuros líderes de la vida económica un sello de inevitabilidad. Reconocieron en el interés personal que Smith pone en el centro de la conducta humana el motivo que inspiraba su vida cotidiana de negocios, y se sintieron encantados al saber que su deseo de ganancia ya no se consideraría egoísta. Desapareció el constante recelo de que el comercio fuera un pecado o indigno de un caballero. Esos residuos de ideas platónicas y canonistas fueron echados a un lado, y el hombre de negocios se convirtió, en teoría, en lo que ya era en la práctica: el director del orden económico y político. Al basar la política económica en una ley natural que implicaba la no intervención del Estado, Smith dio también expresión teórica a los intereses esenciales de los hombres de negocios. El industrial veía enormes posibilidades de aumento de la producción y del comercio frustradas por embarazosas restricciones. La abolición de las reglamentaciones del Estado y de los monopolios quizá pudiera destruir privilegios particulares, pero favorecía a la clase más progresista de la comunidad, y a la comunidad misma en general. Cuando Adam Smith lanzaba sus invectivas contra los políticos corrompidos, no hacía más que censurar un estado de cosas que conocían bien los hombres de negocios; cuando hacía ver que la mayor parte de las acciones del gobierno se encaminaban a impedir el progreso económico, no hacía sino decir una verdad que sus lectores ya conocían; cuando decía que “en el sistema mercantil el interés del consumidor es sacrificado casi constantemente”, y que se consideraba “como fin y objeto último de toda industria y comercio” la producción y no el consumo, también podía decir que no hacía otra cosa que proclamar lo que era manifiesto a todos.12 La competencia, no limitada por el Estado ni por ningún otro organismo, era la primera condición de la expansión y, por lo tanto, finalmente, de un aumento en la satisfacción de las necesidades de todos los individuos de la comunidad. La interpretación que aquí se ofrece de la filosofía política y social de Adam Smith, y de manera más particular de su teoría de política económica, tiene como fin establecer su posición en las esferas intelectual, política y económica de su época. No hay duda de que, como todos los grandes pensadores, utilizó técnicas analíticas y logró muchas conclusiones teóricas y prácticas que trascienden el marco de su tiempo y tienen validez universal como pasos importantes para el avance científico. Sin embargo, es necesario distinguir bien, especialmente en el área que Bentham posteriormente llamó la “agenda” de la acción del gobierno, entre lo que es un principio y lo que es una aplicación práctica específica, que pueden variar de acuerdo con circunstancias históricas. Como se verá después, esto tiene extrema importancia al considerar ciertas tendencias contemporáneas que tratan de construir una ideología doctrinaria a partir de la preferencia general de Adam Smith por la ausencia de intervención del gobierno en asuntos económicos y afirman erróneamente su autoridad, no sólo por los argumentos en favor y en contra de proposiciones que él no pudo haber conocido, sino incluso por los argumentos (algunos ya citados) que sus propias palabras contradicen. 128 A menudo se ha dicho que Adam Smith representaba los intereses de una sola clase. Esto es indudablemente cierto. Más tarde veremos que Smith, no obstante su suavidad de expresión, empleaba invectivas muy duras contra los miembros improductivos de la comunidad. Aunque incluía a muchos en esa categoría, es indudable que su ataque principal se dirigía contra la situación privilegiada de quienes constituían los obstáculos más formidables al desarrollo del capitalismo industrial. Pero el éxito de su defensa de un interés particular se debió al hecho de que al mismo tiempo era la defensa del bien común. Esto, en sí mismo, no es una garantía de beneficencia. El partidarismo se había presentado muchas veces bajo el disfraz de benevolencia y justicia universales; pero esta vez la coincidencia de intereses no sólo fue hábilmente preparada, sino que tenía una sólida base de verdad. El progreso económico dependía del establecimiento de la independencia del capitalismo industrial. Al contribuir a la creación de una estructura económica en que sólo la iniciativa privada pudiera desarrollarse, Adam Smith podía pretender con justicia que impulsaba el bienestar de la comunidad entera. Si en esa época sucedía lo mismo en otros países, es otra cuestión. Ya veremos que tardaron mucho tiempo en aparecer en otras partes escuelas ideológicas análogas. Hay buenas razones para decir que toda la doctrina del liberalismo económico elaborada por Smith no echó raíces tan rápidamente en otros países como en Inglaterra, porque las condiciones peculiares de Inglaterra en vísperas de la Revolución Industrial no se reprodujeron completamente en ellos. Cuando Smith escribía, Inglaterra ya era el país capitalista más avanzado del mundo. Con un gran capital acumulado, se preparaba a lograr y consolidar su preeminencia industrial sobre el resto del mundo. Aunque hasta a mediados del siglo siguiente Inglaterra no pudo llamarse con verdad “el taller del mundo”, en tiempos de Smith empezaba ya a alcanzar esa posición, y la política que éste preconizaba iba encaminada a acelerar aquella tendencia. El ataque a las prácticas monopolistas dentro del país, hecho en beneficio de la expansión industrial, se convirtió en parte de la lucha general contra los privilegios, en armonía con gran parte del pensamiento político de la época; el asalto contra el proteccionismo podía también justificarse en términos de los intereses de los consumidores, quienes deseaban bienes más baratos, aunque lo dictasen igualmente los intereses de los manufactureros que deseaban costos de producción bajos que les permitieran hacerse con mercados para la exportación. La identificación de los intereses particulares con los generales encarnó en un sistema teórico que pretendía tener validez universal y que hacía participar a sus adeptos en una concepción especial de la sociedad y del Estado. Implicaba, sobre todo, que había una armonía de intereses de los individuos y de las clases que sólo podía ser perturbada por la adquisición de privilegios, los cuales eran resultado no meramente de los instituciones sociales, sino de acciones urdidas en desafío a la ley natural, es decir, la intervención política. Así se situó al Estado en parte fuera y por encima de la sociedad. Su intervención en beneficio de los intereses de un sector era artificial. Si intervenía para crear privilegios, es que se le había manipulado ilegítimamente. La imparcialidad era su verdadera función. Era una pieza de maquinaria destinada a aquellos fines que requerían 129 los intereses de la sociedad en general y no debía permitirse que esa maquinaria cayera en manos de un solo sector de ella. No desconocía Adam Smith el deseo de los individuos, incluidos los hombres de negocios, de crearse posiciones privilegiadas; pero, sin embargo, creía en la armonía de intereses, porque pensaba qué posiciones privilegiadas sólo podían sostenerse con la ayuda del Estado. Sin la intervención del gobierno para ayudarles y con una política activa dirigida a mantener la competencia, los que buscaban privilegios no tenían ningún poder. Smith, como los filósofos liberales posteriores, fue fundamentalmente un optimista. Atribuía a errores de gobierno los males sociales que veía en torno suyo; el pasado histórico no era sino el registro de intentos mal concebidos para reforzar privilegios de ciertos sectores. Elimínense éstos, y todo irá bien. Toda la obra de Smith suponía una fe grande en la posibilidad de libertar al Estado de la pesadilla de la influencia de los individuos y de las clases. La creencia en el orden natural condujo a Smith a criticar la excesiva intervención del Estado; pero no dudó, sin embargo, de la compatibilidad de la armonía social con la institución de la propiedad privada. Conocía muy bien la relación que hay entre la propiedad y el gobierno. Opinaba que el gobierno civil era necesario ante todo para proteger la propiedad. Era innecesario en las comunidades primitivas porque no existía en ellas ninguna propiedad que pudiera excitar la envidia de los pobres y crear en el rico una sensación de inseguridad. Pero al aumentar la propiedad, el gobierno llegó a ser esencial para salvaguardarla. “El gobierno civil, en la medida en que está instituido para defender la propiedad, en realidad está instituido para defender al rico contra el pobre, o a los que tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna.”13 Smith también creía que la propiedad era la causa principal de la autoridad y de la subordinación, y que el linaje, la más importante de las otras causas, se fundaba en diferencias originarias de riqueza. Mas no temía que la existencia de la propiedad privada pudiera ocasionar ninguna perturbación de la armonía natural, aunque no favorecía las grandes desigualdades en su distribución. En una sociedad opulenta y civilizada en que la acción del Estado estaba dedicada a evitar el privilegio, las grandes fortunas, según le parecía, no tenían por qué crear opresión y explotación. Nadie dependía de la benevolencia de los demás, pues por cada cosa que uno recibía de los otros, se daba una cosa equivalente en cambio. Además, el libre juego de las fuerzas naturales destruiría todas las posiciones que no se basasen en continuas aportaciones al bien común.14 Otros filósofos políticos y otros economistas vendrían después a refinar y desarrollar estas opiniones de Adam Smith, y durante mucho tiempo siguieron siendo cualidades esenciales del pensamiento económico clásico la teoría de la armonía y una visión optimista del desarrollo social. No obstante, el intento de Smith para ligar su análisis económico con su filosofía social no tuvo éxito completo. Su teoría económica, que constituía la base de la posición clásica, contenía elementos que, en otras manos, sirvieron para apoyar una concepción diferente de la sociedad y principios políticos distintos. En la formulación que le dio Ricardo, la teoría de Smith ya pierde algo de sus 130 implicaciones optimistas y armónicas. Empiezan a surgir conflictos potenciales que, interpretados por los críticos, en particular por los socialistas ricardianos, volvieron la teoría contra los mismos intereses cuya defensa había sido la principal tarea de Smith. c) La teoría del valor. El gran adelanto del pensamiento económico que se debe a Smith es la emancipación de las cadenas mercantilistas y fisiocráticas. Durante doscientos años, los economistas habían estado buscando la fuente última de la riqueza. Los mercantilistas la habían encontrado en el comercio exterior; los fisiócratas habían ido más lejos y trasladaron el origen de la riqueza de la esfera del cambio a la de la producción, pero se habían limitado a una sola forma concreta de producción: la agricultura. Adam Smith, construyendo sobre los cimientos sentados por Petty y Cantillon, llevó a cabo la revolución final. El trabajo como tal se convierte con Smith en la fuente del fondo que abastece a todas las naciones “de las cosas necesarias y convenientes para la vida que consumen anualmente”.15 Smith todavía hablaba de la riqueza en el sentido de objetos materiales útiles, como sus predecesores ingleses, pero, al hacerla resultado del trabajo en general, fue llevado a investigar el aspecto social de la riqueza, más que el técnico. La riqueza de una nación, dice, dependerá de dos condiciones: primera, el grado de productividad del trabajo al cual se debe; y segunda, la cantidad de trabajo útil, es decir, trabajo productor de riqueza, que se emplee. El examen del primero de estos factores conduce a Smith a estudiar la división del trabajo, el cambio, el dinero y la distribución, en el libro I de La riqueza de las naciones; el segundo implica el análisis del capital, el que aborda en el libro II. Smith empieza su análisis con la división del trabajo, porque desea encontrar los principios que transforman las formas concretas y particulares del trabajo, que producen determinados bienes (valores de uso), en trabajo como elemento social, que se convierte en la fuente de la riqueza en abstracto (valor de cambio). La división del trabajo es para Smith la causa principal de la productividad creciente del mismo. Después de hacer la conocida descripción de su calidad y consecuencias,16 pasa a investigar las causas que la producen. Aquí es donde hace a la división del trabajo depender de la propensión al cambio o trueque, que considera uno de los principales móviles de la conducta humana. No cabe duda en que, en este punto, Smith confunde causa y efecto. Aunque sea muy cierto que el cambio no puede existir sin la división del trabajo, no es verdad, por lo menos en teoría, que la división del trabajo requiera la existencia del cambio privado. Es lógicamente demostrable que una organización determinada (por ejemplo, la economía de una tribu patriarcal que desconoce la institución de la propiedad privada) puede poseer una tecnología que use la división del trabajo y no practicar el cambio. Y puede demostrarse que han existido comunidades de ese tipo. Adam Smith es culpable de haber otorgado validez para todos los tiempos a las características de la sociedad de su época; consideró como un móvil natural humano y convirtió en un principio universal de explicación, un rasgo de orden social de su tiempo que estaba históricamente condicionado.17 Pero la finalidad que perseguía era propagandística. Acentuó la influencia del mercado sobre la productividad para demostrar que el libre comercio es un requisito 131 previo del desarrollo de la capacidad productiva, y no sólo para el pleno uso de la capacidad de producción existente. Pasa después a analizar los elementos que determinan el grado de división del trabajo, y concluye que ese grado está limitado por la extensión del mercado. Desarrolla algunos puntos tratados ya por Jenofonte y más tarde por Petty, y ofrece una descripción de la relación existente entre el circuito del cambio y la división del trabajo que desde entonces se considera como la descripción clásica del asunto.18 Pone de manifiesto que cuando ambos han alcanzado cierto grado de desarrollo, la dependencia de cada individuo respecto de la comunidad es muy grande. Entonces, todo hombre se convierte “en cierta medida en comerciante, y la sociedad misma se transforma en lo que propiamente puede llamarse sociedad comercial”.19 La eficacia con que esta sociedad realiza sus cambios ahora habituales será muy escasa mientras el cambio se haga en especie. Las conocidas desventajas del trueque llevaron a la adopción de un medio de cambio generalmente aceptado: el dinero. Smith describe la forma en que los metales preciosos fueron elegidos como la mercancía con que había de hacerse el dinero, y traza con brevedad su progreso a través de la historia. Pero esto es sólo incidental. El punto importante a donde conduce el breve estudio del dinero es el problema de “las reglas que los hombres observan de un modo natural en el cambio [de bienes] ya por dinero o uno por otro… Esas reglas determinan lo que puede llamarse el valor relativo o de cambio de los bienes”.20 Por este camino desviado llega Smith al problema central de su investigación económica. Pero el problema ya estaba implícito en el hecho mismo de haber comenzado por abandonar el interés mercantilista y fisiocrático por las formas particulares de la riqueza para considerar la riqueza en general como fenómeno social. Smith distingue, antes de iniciar el análisis del valor, dos usos de la palabra. Uno, advierte, significa la utilidad de un objeto particular, y lo llama valor en uso; el otro se refiere a la capacidad de un objeto para comprar otros bienes: a éste le llama valor en cambio. Menciona una paradoja cuyos términos se han hecho famosos: algunas de las mercancías más útiles, como el agua, dice, apenas tienen algún valor en cambio, mientras otras, como los diamantes, aunque de poca utilidad, pueden cambiarse por un gran número de otras cosas. Esta paradoja iba a proporcionar el punto de partida a la teorización de los economistas de fines del siglo XIX que al fin condujo a la doctrina de la utilidad marginal. Smith no se interesó por dilucidar las complicaciones del valor de uso. Situó la distinción de los dos sentidos de la palabra “valor” al final del capítulo sobre el dinero, con el fin, a lo que parece, de quitársela de en medio antes de empezar la labor verdaderamente importante: el análisis del valor de cambio. Éste se divide en tres partes: ¿cuál es la medida del valor de cambio de las mercancías, o como le llama también Smith, su precio real o natural? ¿Cuáles son las partes constitutivas de este precio natural? Y, por último, ¿cómo nacen de su precio natural las modificaciones del precio en el mercado de las mercancías? A estos problemas dedica los capítulos V, VI y VII del libro I. No es fácil hacer un resumen de la ambigua y confusa teoría del valor de Adam Smith. Los economistas que le siguieron encontraron dos o tres vetas diferentes de ideas 132 que Smith no distinguió con suficiente claridad. Expuso la teoría del valor-trabajo, heredada de Petty y Cantillon; pero también le añadió algunos elementos del análisis de Locke acerca de la oferta y la demanda. Y en sus luchas con el concepto de capital y el lugar que ocupa en el proceso económico abandonó su propia teoría del valor-trabajo y legó a las generaciones siguientes lo que llegó a ser principalmente una teoría del costo de producción. Según sus preferencias, los economistas han subrayado uno u otro de estos principios diferentes; pero ni aun los que pertenecen a la misma escuela pueden ponerse de acuerdo en sus interpretaciones de la teoría de Adam Smith. Por ejemplo, un escritor se muestra afanoso por demostrar que la teoría del valor es un progreso hacia la escuela subjetiva a que él pertenece, y critica a Adam Smith por haber concentrado su atención en el valor de cambio (o poder adquisitivo) de las mercancías, con exclusión de su utilidad, que, según dicho autor, es la verdadera causa del valor.21 Por el contrario, una escritora posterior que también pertenece a la escuela subjetivista, encuentra en Adam Smith vestigios del despuntar de ésta. Piensa que, al adoptar el concepto de la riqueza propio del consumidor, planteó el problema de la conexión entre producción y demanda. A la indecisión de Smith en el tratamiento de este problema y a la victoria subsiguiente de la escuela ricardiana, se debió —dice— el que el aspecto de la demanda fuese descuidado en Inglaterra y el que esa parte de la tradición de Smith floreciese en el continente europeo.22 Es cierto que la teoría de Adam Smith carece de consecuencia. Pero aunque incurrió, como veremos, en muchas contradicciones, hizo progresos notables en la explicación del valor. Y, en definitiva, su teoría descansa sobre lo que Ricardo destacó como base de su propio análisis: la teoría del valor-trabajo. Por contradictorio que haya sido Smith en su exposición de esta teoría, se atuvo a ella muy estrictamente en una aplicación importante: en su estudio del producto excedente, que era la base de toda ganancia. Parece cosa sentada que la primera teoría sustentada por Adam Smith consideraba el trabajo como la única fuente de valor, y la cantidad de trabajo incorporada en cada mercancía como la medida de ese valor. Pero ya aquí empieza la confusión. Su estudio del valor de cambio en Lectures on Justice, Police, Revenue and Arms se diferencia poco del de los escritores anteriores que habían adoptado una explicación similar. Al igual que Petty, Steuart y Cantillon, consideraba que el valor de una mercancía estaba determinado por el costo de producir la cantidad de trabajo necesaria para la producción de la mercancía. Ese costo incluía no sólo la manutención del trabajador, sino gajes para la educación y la reproducción. Como sus predecesores, admitía la influencia de la demanda que determinaba la distribución del trabajo de tal manera que el valor y el costo del trabajo resultaran iguales.23 En La riqueza de las naciones la teoría aparece más desarrollada, pero pierde claridad. En primer lugar, se limita al alcance de la teoría del valor-trabajo y aparece una teoría adicional para explicar otros aspectos de los fenómenos del valor. En segundo lugar, la exposición de la teoría del valor-trabajo, aun en los límites en que Smith admite todavía su validez, es muy confusa. La explicación del valor de cambio en el capítulo V empieza con un análisis de su naturaleza, que se deriva de los hechos sociales de la 133 división del trabajo y del cambio privado. Un hombre es rico o pobre —dice— según la cantidad de cosas útiles que puede obtener. Cuando se ha producido la división del trabajo, su propio trabajo puede abastecerle sólo de unas pocas de esas cosas, y su riqueza dependerá de la cantidad de trabajo de otras personas de que pueda disponer. El valor en cambio de una mercancía que él posee será entonces igual a la cantidad de trabajo que con ella pueda comprar. Smith concluye que el trabajo “es la medida real del valor en cambio de todas las mercancías”.24 Después sigue inmediatamente otra exposición distinta del origen del valor y su medida, que evidentemente consideraba Adam Smith como una nueva versión de la primera, pero que es completamente distinta de ella, pues procede a medir el valor de una mercancía no sólo por la cantidad de trabajo que con ella puede obtenerse en cambio (o, como él dice ahora, el valor de determinada cantidad de trabajo), sino también por la cantidad de trabajo que su producción requiere. Estas dos explicaciones subsisten ahora la una al lado de la otra, y la confusión entre ellas la pone muy de manifiesto la afirmación de que la “…riqueza [de un hombre] es mayor o menor precisamente en proporción a la amplitud de esa facultad [de disposición], o a la cantidad de trabajo ajeno o de su producto…, que aquella riqueza le coloca en condiciones de adquirir”.25 En la primera mitad de esta afirmación, el valor en cambio del trabajo es la medida del valor en cambio de otras mercancías; en la segunda mitad, esa medida es la cantidad de trabajo incorporada en una mercancía. Ricardo había de recoger más tarde la segunda explicación. Por otro lado, esta parte de la teoría de Smith sirvió también de punto de partida a una teoría psicológica del valor como consecuencia del costo, que descansa en gran parte sobre el concepto de “desutilidad” y forma parte importante de muchas explicaciones posteriores del valor. La causa de la confusión de Smith radica en su deseo de acentuar la importancia de la división del trabajo y de los cambios que su introducción trae consigo. “El trabajo — dice— fue el primer precio que se pagó… por todas las cosas.”26 Pero una vez establecida la división del trabajo, ya no es el producto del trabajo propio lo que determina la riqueza, sino la cantidad de trabajo de otras personas de que se pueda disponer con ese producto, es decir, la cantidad de trabajo en general que se puede comprar con la cantidad de trabajo contenida en el producto del trabajo propio. En otras palabras, lo que Smith hizo aquí fue desarrollar de nuevo, pero en otros términos, el concepto del valor en cambio como tal, concepto que sólo nace en lo que respecta a la teoría del valor como producto del trabajo cuando éste se ha convertido en un factor social, pues deben ser igualados de algún modo los productos del trabajo de diferentes individuos mediante la división del trabajo y el cambio. Pero Smith aplicó este concepto de una manera que implicaba una ecuación no sólo entre los productos del trabajo, sino también entre el producto del trabajo y el trabajo mismo; y la dificultad inherente a esto le condujo finalmente a formular una teoría diferente del valor. Antes de pasar a desarrollarla, Smith vuelve a estudiar el dinero. También aquí incurre en cierta confusión. Habla ahora del trabajo como la medida del valor no en el sentido de lo que es inherente al valor en cambio, sino en el sentido de una vara de medir 134 con la que se compara el valor de las mercancías. En este sentido, encuentra que el trabajo no es una medida eficaz. Dice que las mercancías rara vez se cambian por trabajo (y aquí vuelve a aparecer la confusión antes mencionada), sino por otras mercancías. Por lo tanto, el valor en cambio de las mercancías suele calcularse con más frecuencia por las cantidades de otras mercancías, que son objetos “llanos y palpables”, que por el trabajo, que es “una noción abstracta”.27 Una vez iniciado el uso del dinero, lo más frecuente es cambiar las mercancías por él, que se convierte entonces en la medida de valor de uso general. Debido a su confusión respecto del significado exacto de la expresión “medida de valor”, Adam Smith considera el dinero de igual categoría que el trabajo, o casi, porque se lanza a buscar algo que posea un valor constante y que, en consecuencia, pueda ser usado como medida eficaz. Descarta el oro y la plata, las mercancías dinero de uso más extendido por estar sujetos a fluctuaciones de valor, es decir, de la cantidad de trabajo que es necesaria para producirlos, o (de nuevo aparece la confusión) de la cantidad de trabajo que con determinada cantidad de ellos se puede adquirir. Vuelve, pues, al trabajo, cuyo valor —dice— no cambia nunca y es “el único patrón definitivo y verdadero con que puede medirse y compararse el valor de todas las mercancías en todos los tipos y lugares”.28 El trabajo se convierte en el precio real de las mercancías, y el dinero en el precio nominal. Vemos que la confusión entre cantidad de trabajo y valor del trabajo ha persistido. Parece que el mismo Adam Smith se da cuenta de la dificultad, pues admite que el valor del trabajo (que acaba de considerar invariable), aunque sea siempre igual para el trabajador, parece variar para las personas que lo compran; porque una misma cantidad de trabajo se comprará con unas veces más y otras veces menos mercancías. Smith elude el problema diciendo que no es el trabajo lo barato o caro, sino las mercancías con que se compra. Ahora atribuye a las expresiones precio “real” y precio “nominal” un sentido diferente: el primero es la cantidad de cosas necesarias y útiles para la vida, el segundo la cantidad de dinero que se nos da a cambio de cualquier cosa, incluso de trabajo. Esta distinción es hoy familiar; se usa a menudo en el análisis económico, como, por ejemplo, cuando se distingue entre salario real y salario monetario. Smith no prosigue en esta etapa el estudio del problema del precio real del trabajo, pero, después de estudiar el sistema monetario, las proporciones variables de oro y plata y las fluctuaciones del valor de las mercancías, vuelve a ocuparse de su teoría del valor. d) La teoría del capital y la distribución. Las dificultades que Adam Smith encontró desde el principio le hicieron limitar la validez de la teoría del valor-trabajo a las sociedades primitivas. Al comienzo del capítulo VI del libro I la determinación del valor en cambio de las mercancías por la cantidad de trabajo necesario para producirlas, se dice que sólo tiene aplicación en “ese estado primitivo y rudo de la sociedad que precede tanto a la acumulación de acervo* como a la apropiación de tierras”,29 es decir, en los tiempos precapitalistas. Se ofrece el famoso ejemplo del castor y del venado para demostrar que, en una sociedad de cazadores, las mercancías se cambiarán en proporción exacta al trabajo empleado en su producción. Smith señala que en esa etapa 135 del desarrollo social todo el producto del trabajo pertenece a los trabajadores. Los que participan en el cambio son todos, pues, propietarios de mercancías que tienen incorporada determinada cantidad de trabajo de sus dueños. Esas cantidades se igualan en el proceso del cambio. Cuando los productos A y B se cambian con base en su valor, se establece una doble equivalencia. En primer lugar, se cambian dos cantidades iguales de trabajo incorporado en las mercancías. En segundo lugar, una mercancía puede procurarle a su propietario una cantidad de trabajo de otra persona igual a la cantidad de trabajo que él ha empleado en la producción de su mercancía. En otras palabras, Smith ve con claridad que en las condiciones que ha enunciado (es decir, cuando el trabajador es dueño de todo el producto de su trabajo) no se confunden inevitablemente las dos determinaciones del valor de cambio que emplea. El valor del trabajo (la cantidad de mercancías que puede comprarse con una cantidad de trabajo, o la cantidad de trabajo que puede comprarse con una cantidad dada de mercancías) puede considerarse la medida del valor exactamente lo mismo que la cantidad de trabajo incorporado en una mercancía.30 Pero si faltan las condiciones postuladas, la situación cambia. Cuando se ha acumulado acervo en manos particulares, sus dueños lo emplearán en hacer trabajar a “gentes laboriosas suministrándoles materiales y alimentos para sacar un provecho de la venta de su producto o del valor que el trabajo incorpora a los materiales”.31 Cuando se venden las mercancías, su precio no sólo ha de bastar para cubrir los salarios de aquellas gentes laboriosas, sino que también debe aportar algo en concepto de utilidades para sus patronos. El propietario del acervo no tendría interés en emplearlo si no obtuviera una ganancia, ni emplearía una cantidad mayor de acervo en vez de una menor si sus ganancias no fuesen proporcionales a la cantidad de acervo empleada. Smith desecha la idea de que las utilidades puedan ser meramente un tipo especial de salarios, la recompensa de una clase especial de trabajo: no guardan relación con el trabajo de inspección y vigilancia que su dueño realiza, sino únicamente con la cuantía de su acervo. Las utilidades —dice Smith— son una parte del valor de las mercancías completamente independiente. El trabajador tiene que compartir su producto no sólo con el dueño del acervo, sino también con el terrateniente que obtiene la renta. El valor real de todas las mercancías se resuelve, por lo tanto, en tres partes componentes: salarios, utilidades y renta. Pero esto significa que ya no se puede aplicar la primitiva teoría del valor, pues aunque Smith empieza por decir que el valor de toda mercancía se “resuelve” en esos componentes, no tarda en adoptar una terminología que en realidad equivale a anunciar una nueva teoría del valor. Sigue afirmando que el valor real de cada componente del precio es igual a la cantidad de trabajo de que, con ella, pueda disponerse; pero los salarios, las utilidades y la renta no son sólo las únicas fuentes de ingresos de las diferentes clases de la sociedad, es decir, las formas en que se distribuye el valor de las mercancías, sino que se convierten también en “las tres fuentes originarias… de todo valor en cambio”.32 Con estas palabras Smith formuló una teoría primitiva del valor como producto del costo de producción. El estudio continúa ahora sobre esta base y pasa a ocuparse de la diferencia entre el 136 precio natural y el precio de mercado. El primero es un precio ni mayor ni menor que la suma de los precios naturales de sus partes componentes. El segundo está determinado por la oferta y la demanda. Los excesos o las deficiencias de la oferta harán que las partes componentes del precio estén por debajo o por encima de sus tipos naturales. Esto ocasionará una disminución o un aumento de la oferta de acuerdo con la demanda. El precio de mercado tenderá constantemente a ser igual al precio natural. Este último varía con los tipos naturales de salarios, utilidades y renta, y a éstos dedica Adam Smith los capítulos siguientes. Antes de acompañarle más lejos en su análisis, es necesario, aun a riesgo de incurrir en repeticiones, mostrar por qué abandonó manifiestamente la teoría del valor-trabajo. Lo que Smith encontró difícil fue explicar el origen de ingresos que no fueran los del trabajo. Vio que cuando existen el capital y la propiedad privada de la tierra, el cambio de un producto procura a su propietario (es decir, al capitalista) algo más de lo que ha puesto en la producción de la mercancía. ¿Cómo surgió este excedente? A diferencia de los mercantilistas y de Steuart, Smith no lo considera como una garantía resultante de la venta: no creía que surgiera un excedente por el hecho de que una mercancía se vendiera por encima de su valor. Este valor se resuelve meramente en dos partes, una de las cuales va al propietario del acervo. Creía, como los fisiócratas, en la existencia de un produit net; pero a diferencia de ellos, lo consideraba como el valor añadido por el trabajador a los materiales, es decir, como producto del trabajo y no como un don o regalo de la naturaleza pero la existencia del capitalista y de su ganancia le hacían difícil sostener que el trabajo era la única fuente de valor y su medida intrínseca. En las condiciones de la producción capitalista la cantidad de trabajo incorporado en una mercancía y el valor del trabajo ya no eran cosas idénticas. Para escapar de estas dificultades Marx se refugió en el concepto adicional de la teoría de la “plusvalía”. Smith nunca abandonó por completo la teoría del trabajo; realmente, en su estudio del origen del excedente hace uso constante de ella. Por otra parte, se siente incapaz de aplicarla a su teoría de la distribución y tiene que recurrir a otros métodos de explicación. Una parte de su teoría de los ingresos de las diferentes clases sociales está de acuerdo con su propia teoría originaria del valor. Aquí distingue con claridad sólo dos clases de ingresos: una, las subsistencias del trabajador; otra, la deducción, como él la llama, del valor producido por el trabajador que se apropian el terrateniente o el propietario del acervo, o ambos.33 Esta deducción se convirtió después en el punto central del análisis de Marx con el nombre de plusvalía. Es importante subrayar esta relación, ya que suele olvidarse la influencia de Adam Smith sobre Marx en favor de la de Ricardo. En efecto, Smith fue el primero en exponer el concepto de plusvalía y en subrayar el hecho de que estaba ligada a la producción capitalista. Ricardo, por otra parte, evitó la inconsecuencia de Smith en lo que respecta a la determinación del valor mismo. Pero aunque este aspecto de la teoría smithiana de la distribución puede considerarse más definitiva y rigurosamente como descendiente en línea lógica directa de sus premisas, no es al que más atención dedica. Empieza con la afirmación de que los 137 salarios, las utilidades y la renta son las tres fuentes originarias del valor en cambio, y después examina la forma en que se determinan. Respecto de los salarios, enuncia en parte una teoría de las subsistencias o del trabajo, y en parte una teoría del costo de producción. En la primera considera el valor natural del trabajo determinado por lo que es necesario para mantener al trabajador más lo preciso para criar una familia y sostener la oferta de trabajo. Esta teoría no difiere mucho de la de Petty y Cantillon, a quienes cita Smith. Añade un estudio de la influencia sobre los salarios de la oferta y la demanda (que no es incompatible con la teoría de las subsistencias), y analiza las causas que las hacen cambiar; pero no logra escapar del todo al círculo vicioso de la teoría del costo de producción. El abandono de la teoría del valor-trabajo es aún más claro en el estudio de las utilidades del acervo. Aunque ha definido la ganancia como la parte del valor que el capitalista se apropia después de haber pagado los salarios de sus obreros, Smith hace depender la cuantía de las ganancias del acervo total que emplea el capitalista. Reconoce la dificultad de hablar de ganancias como tales (es decir, de una tasa media de utilidades) porque están sujetas a grandes variaciones de tiempo, lugar y tipo de negocio, y dice que el interés del dinero puede proporcionar una clave para la tasa de utilidades. Smith supone que las utilidades determinan el tipo de interés; la máxima era “que siempre que se puede obtener mucho del uso del dinero, se dará mucho por su uso”, y viceversa.34 Después de examinar diferentes épocas y países, concluye que por lo general los salarios y las utilidades están en razón inversa. El aumento del acervo tenderá a deprimir las ganancias al aumentar la competencia entre sus propietarios; y, al contrario, aumentará la demanda de trabajo y tenderá, en consecuencia, a hacer subir los salarios. Las utilidades deben ser siempre por lo menos “algo más de lo suficiente para compensar las ocasionales pérdidas a que se expone todo empleo del acervo”. No pueden nunca ser mayores que lo que “consuma todo lo que corresponda a la renta de la tierra y sólo deje bastante para pagar el trabajo de preparar y llevar [las mercancías] al mercado, según el salario más bajo a que pueda pagarse en cualquier lado el trabajo: la mera subsistencia del trabajador”.35 Aunque las utilidades pueden fluctuar entre los límites, tenderán a bajar con el progreso de la sociedad. La acumulación de acervo producirá un aumento de la competencia y (punto que Ricardo desarrollaría después) a medida que se vayan poblando más los países nuevos, habrán de cultivarse tierras menos fértiles y bajarán las utilidades del acervo empleado en ellas.36 Smith desarrolla otra teoría de la renta. Primero había hecho de la renta una deducción del valor. Después, se había convertido en un elemento constitutivo del precio análogo a los salarios y las utilidades. Pero en el capítulo dedicado a la renta (libro I, cap. II) se abandonan ambos puntos de vista en favor de un tercero. Dice Smith que la renta “entra en la composición del precio de las mercancías de una manera diferente de los salarios y las utilidades. Los salarios y las utilidades altos o bajos son causa de precios altos o bajos; la renta alta o baja es efecto de éstos”.37 En otras palabras, la renta no participa en absoluto en la determinación del precio, no es una causa, sino un efecto. Y es un efecto que sólo se manifiesta si el precio es más que suficiente para pagar salarios 138 y utilidades. La renta es puramente diferencial. Si el precio del producto de la tierra sólo basta para compensar al capitalista, la tierra no dará renta; si es mayor, el terrateniente, que es un monopolista, podrá privar del excedente al capitalista. El precio dependerá de la demanda. Para algunos productos de la tierra, hay siempre una demanda que hace que su precio sea más alto de lo que basta para llevarlos al mercado; otros productos no tienen esa demanda. Con todas sus inconsecuencias, ésta es la iniciación de la teoría de la renta formulada por Ricardo. Bastarán unas cuantas palabras para concluir el resumen de las opiniones de Smith contenidas en el primer libro de La riqueza de las naciones, que es el más importante. Hace ciertas aportaciones muy interesantes que surgen incidentalmente en la confusa discusión de los temas centrales del valor y la distribución. Por ejemplo, su manera de tratar la competencia, tanto en su relación con el precio de las mercancías como con los salarios y las utilidades, es sumamente brillante y pletórica de ejemplos históricos e hipotéticos muy adecuados. Aquí pisa el sólido terreno de la experiencia y habla con la autoridad de la nueva economía que lo respalda. En consecuencia, estas partes probablemente son las más vivas de todo su análisis. Su estudio de las diferencias de los salarios y las utilidades en ocupaciones diversas es especialmente bueno. Los economistas posteriores han tenido que desechar muy poco de él, y lo que se le ha añadido no han sido sino retoques que lo han refinado. Toda la teoría de las ventajas netas y de los grupos no competidores se deriva del capítulo X del libro I. Smith demuestra aquí claramente que la competencia entre el capital o el trabajo que buscan empleo tenderá a igualar no las utilidades ni los salarios, sino las ventajas netas; y clasifica y analiza las ventajas no monetarias que se tienen en cuenta para determinar el atractivo relativo de ocupaciones diferentes. La descripción que hace Smith forma hoy parte de todo libro de texto de economía, y por esta razón no necesitamos repetirlo aquí. Ni es necesario tampoco decir nada de su descripción de la forma en que la restricción de la competencia produce desigualdades de salarios y de utilidades, excepto señalar que, como adversario de la intervención del Estado, se interesa únicamente en las rigideces del mecanismo de la competencia que la política [económica] urde de modo deliberado. Otras partes del libro se han visto menos libres de críticas y enmiendas posteriores, pero contienen también aportaciones de importancia. Por ejemplo, hay atisbos de la teoría de la población que ya se encuentra en escritores anteriores y que Malthus desarrolló plenamente.38 Además, al formular una teoría de la renta anticipándose a Ricardo, Smith hace que la renta diferencial dependa de las diferencias de fertilidad y situación.39 El análisis de Smith es, en algunos respectos, incluso superior al de Ricardo, pues examina muy minuciosamente las diferentes condiciones en que la propiedad privada de la tierra puede ocasionar la percepción de renta. Todo el estudio es lúcido y nos lleva paso a paso por las diferentes ramas de la agricultura, de las industrias extractivas y de la tierra para construcciones. Smith concluye su capítulo sobre la renta afirmando que el progreso de la agricultura y el crecimiento de la población que siguen al aumento de la riqueza de la comunidad, tenderán a aumentar la participación en el 139 producto que va al terrateniente en forma de renta. El aumento de población incrementará la demanda de productos agrícolas y elevará el precio de los mismos; se empleará más acervo en la agricultura; aumentará la producción, y lo mismo la renta, pues con las mejoras del cultivo no se necesitará más trabajo, después que los precios hayan subido, que antes. “Por lo tanto, bastará una proporción menor de él [de trabajo] para remplazar, con las utilidades ordinarias, el acervo que emplea ese trabajo. En consecuencia, ha de pertenecer al terrateniente una proporción mayor de él.”40 El libro II es una ampliación de las ideas expuestas en el I, y contiene dos muy importantes. Trata de la naturaleza del acervo y expone las ideas de Adam Smith sobre la acumulación de capital y su importantísima distinción entre trabajo productivo e improductivo. Menos importante es su estudio del dinero. La parte introductoria pretende explicar las razones de la acumulación de acervo. No lo consigue del todo. Empieza por decir que donde no hay división del trabajo no tiene por qué existir acervo, ya que cada individuo procura satisfacer sus necesidades a medida que se presentan. Una vez introducida la división del trabajo y haberse hecho cada individuo dependiente de todos los demás, debe haber un acervo suficiente para mantener a la gente hasta que hayan fabricado sus herramientas y el producto mismo, y hayan conseguido venderlo. Por otro lado, pasa en seguida a decir que la acumulación debe preceder a la introducción de la división del trabajo, y en realidad nunca llega a decidir cuál es la secuencia exacta. Encontramos esta indecisión en otro lugar, cuando estudia la acumulación de capital en relación con el aumento de la producción. En su crítica de la fisiocracia dice que el aumento de la producción anual de la sociedad sólo puede ser consecuencia de la mejora de la capacidad productiva del trabajo o del aumento de la cantidad de éste. Lo primero depende de un aumento de la habilidad y de un uso mayor de maquinaria; lo segundo, del aumento del capital de la sociedad que, a su vez, ha de ser “exactamente igual al monto de los ahorros procedentes de los ingresos, bien de las personas que administran y dirigen el empleo de ese capital, bien de algunas otras personas que lo prestan”.41 Smith afirma aquí que el aumento de la producción depende del aumento de la productividad, y este último depende, a su vez, del aumento de capital, que es consecuencia del aumento de la producción. Del mismo modo, puede obtenerse el aumento de la producción empleando una cantidad mayor de trabajo, pero esto únicamente puede hacerse si hay más capital. Aunque Smith no resuelve este problema, ha introducido mientras tanto un nuevo factor que llega a ser en realidad la principal fuente de acumulación: el ahorro. El resto de su análisis de la acumulación, la clasificación del capital y el estudio del dinero, dependen por completo de la distinción que establece Smith entre trabajo productivo y trabajo improductivo. Esta distinción, que empezó con los fisiócratas y estaba implícita en las ideas mercantilistas (es inherente a toda búsqueda de las “causas” de la riqueza) siguió siendo una de las partes más importantes del pensamiento clásico. Aunque más tarde se le consideró con frecuencia como un mero resto de escolasticismo, formaba parte integrante de la teoría del valor y del excedente. La confusión a que después dio lugar se debió a la naturaleza de la exposición que Smith hizo de ella. 140 En todo el capítulo III del libro II se mezclan dos definiciones independientes del trabajo productivo e improductivo. Desde el principio mismo aparecen esas dos definiciones: “Hay una clase de trabajo que aumenta el valor del objeto al que se incorpora; hay otra que no produce ese efecto.” E inmediatamente, como por vía de ampliación de lo anterior, se dice: “Así, el trabajo de un manufacturero, por lo general, añade al valor de los materiales sobre los que trabaja el de su propio mantenimiento y el de la ganancia de su amo.”42 Así pues, se define el trabajo productivo como aquel que crea valor, y también como aquel que crea un excedente para el patrono. A esta confusión se suma otra: Smith define también el trabajo productivo como aquel que “se fija e incorpora en algún objeto particular o mercancía vendible”, y esto le lleva a considerar como productivas las actividades que producen bienes materiales y a excluir todos los servicios. Tenemos, pues, tres definiciones que no son necesariamente compatibles: una se relaciona con la producción de bienes materiales; otra, con la creación de valor, y la tercera, con la producción de un excedente. Esta tercera concuerda con el análisis que el propio Smith hace del valor en cambio y de la producción capitalista. Asimismo, es la que continúa y desarrolla la tendencia de las ideas del mercantilismo y de la fisiocracia. Aquél había hecho hincapié sobre el comercio exterior mediante el cual puede un país aumentar su acervo de metales preciosos. Esto creó un movimiento inflacionario que estimuló a la industria a expensas del trabajo, debido al tiempo que media entre el alza de precios y el alza de salarios. Los fisiócratas habían ido más lejos, y habían hablado del produit net que iba a los propietarios de la tierra. Smith amplió el concepto hasta incluir en él todo trabajo que creara un excedente que pudiera recompensar al propietario del acervo. Sólo puede haber acumulación de capital ocupando trabajo productivo en el sentido expuesto. Y el capital es sólo aquella parte del acervo que se usa para poner en movimiento trabajo productivo, es decir, trabajo que remplazará y aumentará la inversión originaria. Por otra parte, los trabajadores improductivos se mantienen de ingresos (revenue).43 El motivo que apartó a Adam Smith de esta definición y lo llevó a las otras dos fue, probablemente, su deseo de controvertir la importancia que los fisiócratas concedían a la agricultura. Su mismo progreso sobre la opinión que consideraba estériles a los dedicados a la industria y el comercio, dio lugar a contradicciones que sólo pudieron superarse gradualmente. La insistencia de Smith sobre la naturaleza material del resultado del trabajo productivo es un residuo de la primitiva noción metalista que confundía la riqueza con el dinero. Pero Smith mantiene en gran parte su primera definición. En ella se funda su división del acervo en capital (la parte destinada a producir un ingreso) y el resto, que se reserva para el consumo inmediato. El primero se divide, a su vez, en capital circulante y fijo, según la forma en que se emplee para poner en movimiento trabajo productivo. La distinción no está establecida con cuidado suficiente para evitar confusiones. La misma definición del trabajo productivo está implícita también en la exposición que hace Smith del comercio exterior y de la relación entre dinero y capital. Esto es así sobre todo en lo 141 que concierne al comercio exterior. Si se emplean oro y plata para comprar en el extranjero artículos de lujo tales como vinos y sedas, se fomenta la prodigalidad y no aumenta la producción. Si, por el contrario, se emplean en importar materias primas, herramientas y provisiones para ocupar trabajo productivo, se fomenta la industria y, aunque aumenta el consumo, el valor de dicho consumo se reproduce con ganancia.44 No necesitamos detenernos en el resto de La riqueza de las naciones. Los libros III y IV, que contienen una relación histórica del progreso de la riqueza, de las diferentes políticas económicas y la crítica al mercantilismo y a la fisiocracia, tienen interés principalmente por las opiniones librecambistas que expresan y de las cuales ya hemos hablado. El libro V trata de las finanzas públicas, y en él expone Smith ideas sobre las partidas de gastos públicos que considera legítimas de acuerdo con su opinión general sobre las funciones de gobierno. Hay en estas partes muchas observaciones interesantes, pero no son tan importantes para nuestros propósitos como la filosofía general en que se basan. El estudio de Smith sobre las formas de recaudar los ingresos públicos ha constituido el punto de partida de toda la teoría liberal posterior sobre tributación. Formula aquí sus cuatro máximas famosas acerca de la tributación: igualdad, certidumbre, conveniencia y economía. Demuestra que, en última instancia, todos los impuestos (y, por lo tanto, todos los que se mantienen con su producto) los pagan los tres ingresos de la sociedad o, de acuerdo con su primer análisis del valor, los salarios o la plusvalía. Examina uno tras otro la renta, las utilidades y los salarios. Pensaba que si el precio de las provisiones y la demanda de trabajo no variaban, los capitalistas deberían pagar los impuestos directos sobre los salarios. Pero los capitalistas tratarían de resarcirse cargando un precio mayor al consumidor. Si esto fuera imposible, decaería la demanda de trabajo. Smith no parece ser partidario de los impuestos sobre las utilidades. Creía que el interés, como elemento de las utilidades, no era una base de tributación tan adecuada como la renta de la tierra, porque es muy difícil conocer con precisión la cantidad de acervo que un hombre posee y porque el dueño puede retirarlo fácilmente si el impuesto fuese muy gravoso. En cuanto a la parte de las utilidades que constituía una compensación del riesgo, no era suficiente, porque generalmente sólo es una cantidad moderada y porque ningún capitalista pagaría el impuesto y seguiría empleando su capital. Trataría de trasladar la incidencia del impuesto, que caería al fin de cuentas sobre el consumidor, el terrateniente o los que prestan dinero a interés. Así pues, sólo queda el impuesto sobre la renta de la tierra. Es indudable que Smith, como los fisiócratas antes que él y Ricardo después que él, era partidario del impuesto sobre la renta de la tierra. “Tanto las rentas de los solares como las rentas de las tierras, son tipos de rentas de que disfruta el dueño, en la mayor parte de los casos, sin que medie atención o cuidado por su parte. Aun cuando se recabe parte de estos ingresos para sufragar los gastos del Estado, ello no implica perjuicio para ninguna clase de actividad económica… Las rentas de la tierra y de los solares son, quizá, entre todas, las especies de ingresos que mejor se acomodan a soportar el peso de un gravamen particular establecido sobre ellas.”45 La anterior reseña de la obra de Adam Smith se concentró en la médula de su 142 análisis, en el cual encontramos muchas contradicciones. Mas, a pesar de ellas, y quizá por ellas, el desarrollo ulterior del pensamiento económico hubiera sido imposible sin él. Smith acotó el campo de la investigación económica de tal suerte, que todos los pensadores que le sucedieron se guiaron por los mojones que erigió: producción, valor, distribución. La estructura de la ciencia económica quedaba firmemente establecida. Pero, además de esos logros, la obra de Adam Smith posee una significación más profunda que estriba en sus implicaciones filosóficas y sociales. Ya hemos visto que formuló la primera exposición sistemática de la armonía de los intereses sociales y que implantó en la ciencia económica una tradición utilitaria. Sin embargo, su análisis económico reveló también dónde y cómo pueden brotar antagonismos entre los intereses sociales. Smith no atacó directamente los intereses de los terratenientes; la oposición a éstos no era aún la cuestión cumbre que llegó a ser en los días de David Ricardo. El objetivo principal del ataque de Smith era todavía el comerciante monopolista. Vivió y pensó en términos de aquella sociedad de transición del siglo XVIII que tenía ya su capitalismo industrial, pero en la cual la industria no estaba suficientemente desarrollada para preocuparse por el trabajo barato y, en consecuencia, por los alimentos baratos. La teoría del valor-trabajo y la del excedente, que se encuentran en los dos primeros libros de La riqueza de las naciones, revelan una posible pugna entre diferentes clases, y esto persiste, no obstante la posterior exposición que hace Smith de una teoría del costo de producción que podía ser usada para que todas las clases reclamaran el derecho a un ingreso, al hacer de ellas fuentes de valor. Esta dicotomía persiste en dos escuelas económicas posteriores a Smith: una continúa la tradición de armonía y distingue tres factores que cooperan en la producción; la otra desarrolla la teoría de la explotación. Ambas pueden reclamar validez, ya que se apoyan en Smith, quien no desarrolló una teoría del valor consecuente consigo misma. Puede argüirse que en aquella etapa del desarrollo económico el movimiento de los ingresos de las diferentes clases sociales no era aún el problema económico central. No era necesaria una teoría del valor para responder a la clase de preguntas que Smith se planteaba. Se contentó, pues, con formular algunas generalizaciones empíricas que ponen de manifiesto los factores que interesan a una teoría completa. Pero sus formulaciones pudieron ser interpretadas después de diferentes maneras. Si habló de una mano invisible que hacía que todo el mundo contribuyera al bien común, también desmintió su teoría de la armonía con sus ataques contra la situación económica de los trabajadores “improductivos”. Condenó fieramente la prodigalidad de los príncipes y de los ministros, y si no atacó las instituciones que mantenían todo el aparato del gobierno, justicia y educación, no se mordió la lengua al expresar su opinión respecto a su importancia económica. “El soberano —dijo—, con todos los funcionarios que le sirven, tanto judiciales como militares, todo el ejército y toda la marina, son trabajadores improductivos… En la misma clase hay que incluir algunas de las profesiones más graves y más importantes y algunas de las más frívolas: sacerdotes, abogados, médicos, hombres de letras de todas clases, cómicos, bufones, músicos, cantantes y danzantes de ópera, etc.”46 No podía expresarse de manera más consecuente la nueva opinión sobre la 143 estructura social. La producción capitalista es el fundamento de la sociedad, todo lo demás descansa sobre ella. En una ocasión por lo menos se permite Smith estudiar directamente los intereses de las diferentes clases y su relación con el bien de la comunidad en general.47 Tiene en mala opinión la calidad intelectual y el carácter de los terratenientes. Obtienen sus ingresos sin trabajar (en otra ocasión dice que “les gusta cosechar donde no han sembrado”),48 y, por lo tanto, ignoran a menudo su propio interés y son incapaces de comprender las consecuencias de cualquier medida de política que pueda proponerse. Sin embargo, sus intereses no pueden ser opuestos a los de la comunidad en general, porque las rentas suben con el aumento general de la riqueza. El interés del obrero también está ligado con los intereses de la sociedad, aun cuando no sea capaz de comprenderlo. Por otra parte, los intereses de quienes viven de utilidades pueden muchas veces oponerse al provecho común, porque las utilidades tienden a disminuir a medida que la sociedad se enriquece. Los capitalistas son, al mismo tiempo, más capaces que cualquier otra clase para apreciar sus propios intereses y, por lo tanto, siempre es sospechosa su actitud hacia la política pública. Cualquier proposición que venga de ellos “procede de una clase de hombres cuyos intereses no son nunca exactamente los mismos que los del público, clase a la que generalmente le interesa engañar y hasta oprimir al público, y que, por tanto, lo ha engañado y oprimido en muchas ocasiones”.49 Sería Ricardo quien desarrollaría estos elementos que Smith esbozó en una teoría de la evolución económica con fuertes posibilidades de conflicto entre intereses económicos encontrados. 3. RICARDO a) Ricardo y Smith. Nos hemos ocupado extensamente de Smith por dos razones: se le reconoce universalmente como fundador de la economía política clásica, y tanto los discípulos como los críticos se han basado en él. Fue también el primero en desarrollar todas las categorías que forman el contenido de la controversia económica posterior, y los economistas que le siguieron pueden ser estudiados más fácilmente con referencia a su obra. Al mismo tiempo, es importante evitar que la exposición detallada de la teoría de Smith, en contraste con la breve reseña de la de Ricardo, consecuentemente sea causa de comparaciones desfavorables para este último. David Ricardo es, sin duda alguna, el principal representante de la economía política clásica. Continuó con el trabajo iniciado por Smith tanto como le fue posible sin tomar el camino que lo alejara de las contradicciones que le son inherentes. Quizá sea ésta la razón de que algunas veces se le haya negado importancia o se le reconociera de mala gana. Jevons estaba convencido de que Ricardo había dado un giro erróneo a la investigación económica; el norteamericano Carey consideraba los Principios como fuente de inspiración de agitadores y perturbadores de la sociedad; y un escritor contemporáneo que alaba grandemente a Smith ha llegado hasta calificar a la obra escrita 144 de Ricardo “la producción de un agente de bolsa judío iliterato”, caracterizada por cierta “sutileza judía” congénita.50 Este juicio no se basa en ninguna prueba. Ricardo, que escribió cincuenta años después que Smith, mostró una penetración mayor en el funcionamiento del sistema económico; pero en cuanto a sutilezas (¡cualquiera que sea el demérito que haya en ello!), el escocés no va a la zaga del judío. En opinión de sus contemporáneos nacionales y extranjeros, Ricardo era la primera figura de la ciencia. Su gran adversario, Malthus, su discípulo James Mill, y el hijo de este último, John Stuart Mill, hablan con el respeto y la admiración más grandes del hombre y de su obra. David Ricardo (1772-1823) procedía de una familia de judíos holandeses asentada en Inglaterra, aunque él abjuró de la fe judía en edad muy temprana. Fue, como su padre, agente de bolsa y, después de haber amasado una gran fortuna en poco tiempo, terrateniente y miembro del Parlamento. Su retiro virtual de los negocios le permitió dedicarse a empresas intelectuales desde joven, y aunque aún lo era cuando murió, dio al mundo los principales resultados de sus estudios. Su obra más importante, The Principles of Political Economy and Taxation,* fue publicada por primera vez en 1817, y su tercera edición, la definitiva, en 1821. Además escribió gran número de ensayos (el más conocido de los cuales es The High Price of Bullion, publicado en 1810), cartas y notas que contienen aportaciones de importancia. La edición completa de sus obras ha puesto a disposición de los estudiosos un cúmulo considerable de material nuevo, sin que por ello haga una rectificación fundamental de la opinión ya formada sobre las aportaciones de Ricardo. Lo único que logra es aumentar la admiración que uno profesa a los talentos de aquel hombre (por ejemplo, el vol. V, que contiene los discursos parlamentarios).51 Ricardo carecía de todas las ventajas de una educación académica como la que había tenido su gran predecesor. Como resultado de ello, los Principios son obra menos pulida que La riqueza de las naciones, y no forman parte de manera tan clara de una filosofía social general. El estilo de Ricardo es más condensado y exige más atención del lector. Su exposición pocas veces ofrece el alivio de aquellas digresiones históricas y aquellas disquisiciones filosóficas que confortan a los lectores de Adam Smith, aunque puedan servirle al autor para eludir obstáculos analíticos. La forma en que Smith expone sus ideas hace que su libro pueda ser leído con gusto por cualquier persona culta no especializada en materias económicas. Ricardo, sin educación académica, era un científico en sentido más estricto. Escribía para sus colegas los economistas, y su mayor influencia la ejerció sobre ellos. Parece que era necesario un cambio de método para dar un paso adelante en el descubrimiento de las leyes básicas de la estructura económica. El riguroso método deductivo que con frecuencia se atribuye a Ricardo, remplazó a la mezcla de deducción e historia, mucho menos austera, que había practicado Smith. Hay mucho razonamiento a priori en los Principios. Hay el supuesto del homo œconomicus que lucha siempre por lograr la mayor satisfacción posible; hay postulados acerca de la estructura social, tales como la existencia de la competencia; y los ejemplos, por lo general, son hipotéticos y no históricos. En general, el lector de libro respira el aire muy enrarecido de la 145 abstracción. Sin embargo, el método no había cambiado mucho. El homo oeconomicus tiene una vida tan activa en las páginas de Smith como en las de Ricardo. Aun en la demostración de Smith, la actuación de la mano invisible pierde gradualmente su carácter providencial y llega a depender del hecho social de la competencia. Y si Ricardo volvió al método del “supongamos”, lo hizo porque las categorías económicas esenciales, que Smith y sus predecesores habían tratado laboriosamente de extraer de la suma total del desenvolvimiento histórico, ahora estaban disponibles en su manifestación abstracta. Además, con toda su aparente abstracción, Ricardo era esencialmente un pensador práctico: su teorización se refería siempre al mundo de su época, que conocía muy bien.52 En la teoría del valor y la distribución encontramos la principal aportación de Ricardo. Empieza con el valor, y le dedica el más largo de sus capítulos. Tampoco nos deja lugar a dudas sobre su interés por la distribución. En el prefacio de la primera edición empieza afirmando que todo el producto se divide entre las tres clases de la comunidad, que las proporciones de esa división varían en las diferentes etapas de la sociedad, que “el principal problema de la economía política es determinar las leyes que regulan esa distribución”, y que hasta ahora se ha dado “muy poca información satisfactoria acerca del curso natural de la renta, las utilidades y los salarios”.53 Hace mayor hincapié aún sobre este punto en una carta a Malthus. Frente a la definición que da éste de la econonía política como investigación de la naturaleza y causas de la riqueza, arguye que “más bien debiera llamársele investigación de las leyes que determinan la división del producto de la industria entre las clases que concurren en su formación”.54 Ricardo se interesó por los problemas que había planteado Smith sin lograr resolverlos. Quería descubrir las relaciones existentes entre las diferentes clases de la sociedad, y la dinámica del sistema económico. Encontró la clave en el fenómeno más sorprendente del sistema económico: el valor en cambio. Su análisis de las causas del valor tenía la misma finalidad que la teoría fisiocrática: descubrir el origen del producto excedente, y la consiguiente clasificación de las diferentes actividades y clases de la sociedad y de las diversas políticas en relación con la producción, la acumulación y la distribución de dicho producto excedente. La estructura de los Principios no está en armonía con el propio interés de Ricardo. El razonamiento está con frecuencia mal ordenado. La distinción entre valor en uso y valor en cambio, someramente estudiada en el capítulo I, ocupa, en diferentes formas todo el capítulo XX. Los capítulos II y III, que contienen la famosa teoría de Ricardo sobre la renta, se completan con varios capítulos posteriores que discuten las opiniones de Smith y de Malthus. Los estudios sobre el precio, la oferta, la demanda y el comercio exterior ocupan varios capítulos no sucesivos. Los salarios y las utilidades, estudiados en los capítulos v y VI, son puestos en claro en el penúltimo capítulo (añadido en la tercera edición), que trata de la maquinaria; y dedica a problemas secundarios de tributación un número desproporcionadamente grande de capítulos. 146 b) La teoría del valor y la distribución. Vista la ausencia de un plan lógico, parece conveniente exponer la teoría de Ricardo bajo los siguientes epígrafes: Primero, teoría del valor; segundo, teoría de los salarios, las utilidades y la renta; tercero, teoría de la acumulación; y, por último, teoría del desarrollo económico. Para completar el cuadro deben añadirse unas palabras acerca de las teorías ricardianas sobre el dinero, la banca y el comercio internacional. Para comprender cómo amplió Ricardo la teoría del valor, es importante recordar la posición en que la dejó Smith. Había luchado éste con el problema de la determinación del valor por el trabajo (es decir, el tiempo real de trabajo empleado en producir una mercancía) y su determinación por el valor de la fuerza de trabajo. En la producción precapitalista, este dualismo no tenía importancia, porque podía demostrarse que los dos factores eran idénticos: el valor de una cantidad de trabajo incorporado en una mercancía era igual al valor del dominio o mando sobre la misma cantidad de trabajo. Pero en la producción capitalista, el valor del trabajo que el capitalista compra es mayor que la cantidad de trabajo incorporado en los salarios que paga por él. Así aparecía un excedente que se apropiaba el capitalista. Podía encontrarse una salida posible arguyendo que en la producción capitalista la identidad postulada desaparecía, y que en el cambio de capital por trabajo asalariado el capital recibe un valor superior al que da. Éste fue el argumento elegido por Marx. Smith no desarrolló esta teoría de la explotación; en su lugar, recurrió a una explicación que reconoce otros factores, además del trabajo, como productores de valor. Ricardo se enfrentó a una dificultad parecida, y su solución que eludió la conclusión a que llegó Marx, representa un paso adelante en relación con Smith. Supera al primero porque es más consecuente: se niega a limitar la validez de la teoría del valor-trabajo a la era precapitalista, y la proclama deliberadamente el principio fundamental y universal, y pasa a examinar hasta qué punto son compatibles con ella los diferentes aspectos de la economía capitalista. Empieza por referirse a la distinción establecida por Smith de los dos usos de la palabra valor. Admite que es esencial la utilidad para que una mercancía tenga valor en cambio, pero la rechaza como medida de ese valor. El valor en cambio, se deriva de la escasez o del trabajo. Las estatuas y los cuadros raros tienen un valor que no se mide por la cantidad de trabajo que originariamente se empleó en ellos. Pero ésas son mercancías relativamente sin importancia en un sistema capitalista. La inmensa mayoría de las que el hombre usa pueden multiplicarse casi ilimitadamente. En las sociedades primitivas su valor se determina “casi exclusivamente” por “la cantidad relativa de trabajo empleado en ellas”.55 Ricardo descubre la confusión que hay en la exposición de la teoría que hace Smith y concluye que es “la cantidad relativa de mercancías que produciría el trabajo lo que determina su valor relativo presente y pasado, y no las cantidades relativas de mercancías que se dan al trabajador a cambio de su trabajo”.56 Pero tampoco Ricardo está libre de confusión. Afirma que la determinación de ese valor relativo de las mercancías ayuda a determinar cómo se producen variaciones en la proporción en que se cambian las mercancías, y en otro lugar habla de los valores 147 relativos de las mercancías. Sin embargo, el valor relativo como él lo llama, puede cambiar en medida igual para dos mercancías si la cantidad de trabajo necesario para producirlas cambia en la misma proporción, dejando así inalterado su valor relativo (la proporción en que se cambian). Ricardo parece no haberse dado cuenta de este doble significado. Afirma que lo que le interesa son las variaciones del valor relativo de las mercancías, y no su valor absoluto (o real). Pero es evidente que su propia teoría del valor-trabajo se refiere precisamente a ese valor absoluto. Esta confusión entre el valor determinado (por el trabajo) y la proporción de cambio fue utilizada más tarde por Bailey en su ataque contra Ricardo. Ricardo trata de demostrar que el trabajo crea el valor tanto en las condiciones de producción capitalista como en las primitivas. En la sección 3 del capítulo I afirma que el valor lo determina no sólo el trabajo presente, sino también el pasado, incorporado en los instrumentos, las herramientas, los edificios, etc. El equipo empleado en la producción representa tanto trabajo acumulado que como entra en el valor del producto a medida que se le usa. La cuestión de la propiedad, es decir, de las condiciones sociales concretas de producción, no afecta al resultado. El valor sigue siendo determinado por el trabajo presente y el acumulado, pertenezca este último al trabajador o no. La única diferencia está en que, en el último caso, el valor del producto que se apropia el capitalista se divide en dos partes, una que cubre los salarios del trabajador, y otra que forma las utilidades del capitalista. De esta suerte, Ricardo aborda de una vez en el problema de la ganancia y en el de los salarios, y se encuentra ante el dilema que había obligado a Smith a abandonar la teoría del trabajo como fuente de valor. Ricardo trata estas cuestiones de una manera oscura y desordenada. Su solución depende de sus teorías sobre los salarios y las utilidades; pero aunque no trata estas materias hasta más adelante, anticipa ya sus resultados en las secciones de capítulo I que tratan de la ley del valor en la producción capitalista. El propósito ostensible de las secciones 4 y 5 es hacer ver cómo los cambios en el valor del trabajo (o sea los salarios) producen cambios en el valor de las mercancías, debido al uso, en distintas proporciones, de capital de distintos grados de durabilidad, y a los diferentes periodos de rotación del capital. En otras palabras, aquí trata de ciertas modificaciones en la ley del valor cuya posibilidad había negado al principio, en oposición a Smith, pero que parece haber considerado con creciente interés y a las que concedió cada vez más espacio en las sucesivas ediciones de sus Principios. Cualquiera que fuera su intención primera, Ricardo no demuestra en esas secciones que las variaciones del valor tengan nada que ver en realidad con los cambios en los salarios. Demuestra, sin embargo, que, suponiendo una tasa media de ganancias y un nivel medio de salarios (establecidos ambos de acuerdo con leyes que formula más adelante), la existencia de estructuras desiguales de capital (proporciones de trabajo y capital), aunados a los demás factores mencionados, llevará a la necesidad de modificar la ley del valor. Unas mercancías se cambiarán a un valor mayor, otras a uno menor. En cuanto determinado por la cantidad de trabajo necesario en la producción, el valor ya no es idéntico al precio del mercado; éste es igual a los salarios que paga el capitalista y a la 148 tasa media de utilidades que tiene que ganar si ha de seguir empleando su capital. Lo que en realidad hace Ricardo es plantear un problema nuevo que no llegó a resolver. Marx, basándose en la teoría ricardiana, volvió a considerar este problema y formuló la distinción entre valores y precios de producción. Pero también ésta, como veremos, no superó la contradicción y, por lo tanto, no ofreció solución alguna. En este punto, debemos añadir las afirmaciones contenidas en el capítulo IV, “Sobre el precio natural y el precio de mercado”, y en el capítulo XXX, “De la influencia de la oferta y la demanda sobre los precios”. Ponen de manifiesto una vez más la confusión de Ricardo entre valor (determinado por el trabajo) y precio, que depende del promedio de utilidades. Surge una divergencia entre ambos debido a las diferencias en las estructuras de capital. Pero las fluctuaciones que le interesan a Ricardo son las de los precios de mercado debidas a los cambios en la oferta y la demanda. Esta incapacidad en particular para hacer ver cómo surgen las discrepancias entre precio y valor persiste en la teoría de la renta. Sin duda se debe a la influencia de Adam Smith, contra cuyas opiniones sobre el problema del valor en la producción capitalista luchaba Ricardo. Esto muestra también el motivo por el cual muchos economistas posteriores afirmaban no ver en la obra de Ricardo más que una teoría del valor como consecuencia del costo de producción, y por qué les fue posible eliminar por completo la teoría del valor como producto del trabajo. La teoría ricardiana de los salarios y las utilidades también contiene una mezcla de aciertos y de errores. En el capítulo sobre salarios, Ricardo considera el trabajo como una mercancía cuyo valor debe determinarse del mismo modo que el de cualquier otra mercancía. Su “precio natural” es el “necesario que permite a los trabajadores, uno con otro, subsistir y perpetuar su raza sin incremento ni disminución”. Esto, a su vez, depende “de la cantidad de alimentos, productos necesarios y comodidades de que por costumbre disfruta”.57 En otras palabras, ésta es una teoría de la subsistencia en la que se ha introducido el factor social e histórico del hábito. El precio de mercado del trabajo puede ser distinto de su precio natural, según la oferta y la demanda; pero siempre tenderá al precio natural, que está determinado por el nivel habitual de subsistencia. La teoría ricardiana de los salarios se asienta sobre el principio de que la población tiende a crecer con el aumento de los medios de subsistencia, principio que había sido plenamente desarrollado por Malthus. Si los salarios se mantuviesen por encima del precio natural durante algún tiempo, la oferta de trabajo aumentaría y los haría bajar de nuevo. Un aumento incesante de los salarios dependería de un aumento constante de la demanda de trabajo, y sólo podría producirse por una acumulación perpetua de capital. Era ésta una manera de que los trabajadores aceptaran la insistencia ricardiana en la acumulación; aunque con el factor “costumbre” Ricardo introducía una nueva variable que debía ser pulida todavía si el sistema había de perdurar. Ricardo no llevó adelante este punto; no obstante, su teoría llegó a formar parte de su opinión sobre el desarrollo económico. A pesar de la diversidad de argumentos, Ricardo determina los salarios de una manera bastante congruente con la teoría del valor-trabajo. Afirma que el valor del 149 trabajo comprado por el capitalista está determinado por la cantidad de trabajo incorporado en las mercancías que constituyen las subsistencias del trabajador. No bien ha planteado el asunto tiene que enfrentarse a la misma dificultad que Adam Smith encaró. Según la teoría del valor-trabajo el cambio de mercancías implica el cambio de cantidades iguales de trabajo incorporado en ellas. Esta equivalencia parece desaparecer cuando se cambian capital y trabajo. Los salarios reales que se pagan al trabajador (es decir, las mercancías que compra) poseen un valor inferior al de la mercancías que produce para el capitalista. Ricardo había señalado con claridad que Smith se había encontrado con dificultades por haber seguido usando como equivalentes las expresiones “cantidad de trabajo” y “valor del trabajo”, cuando, como ocurre en la producción capitalista, ya no lo son. Ricardo salva la dificultad sencillamente alegando que el valor del trabajo es variable, “por afectarlo, como a todas las demás cosas, no sólo la proporción entre la oferta y la demanda, que varía uniformemente con cada cambio de las condiciones de la comunidad, sino también el precio variable de los alimentos y otros artículos de primera necesidad en que se gastan los salarios del trabajo”.58 Pero ésta no es, en realidad, una solución. No explica el origen de la ganancia del capitalista, y supone también dejar una gran laguna en la estructura de la teoría del valortrabajo en la medida en que entra en juego el valor mismo del trabajo (como lo llama Ricardo). En la producción capitalista el trabajo asalariado es una mercancía como otra cualquiera; en realidad, su existencia como mercancía es condición esencial del capitalismo. Formular una teoría del valor y después hacerla inoperante en su aplicación más importante, era una contradicción en la obra de Ricardo que sus adversarios no tardaron en descubrir y que esgrimieron para destruir la teoría entera. La formulación que Ricardo le había dado, le hacía imposible resolver el problema. Más adelante veremos por qué recurso trató Marx de escapar a la dificultad de Ricardo sin abandonar la teoría del valor-trabajo. Ricardo intentó mantener la teoría del trabajo sin dejarse llevar a una teoría de la explotación, como hizo después Marx. Haciendo el valor de las mercancías dependiente del trabajo pasado tanto como del presente y afirmando que el valor del trabajo variaba (lo cual implicaba el abandono de su primitiva teoría de los salarios) creyó incorporar el capital a su sistema y haber encontrado una explicación de las utilidades. Al mismo tiempo creyó haber evitado el considerar el capital como agente productor, como había hecho Smith. Pero cuando llegó a tratar de las utilidades aceptó tácitamente gran parte de la teoría de Smith. Parece que con el tiempo se fue dando cuenta más clara de la dirección en que esa teoría le llevaba, y al final estuvo a punto de decir que el capital era productor de valor. Casi lo admite en una carta a McCulloch escrita en 1820: “Algunas veces pienso —dice — que si tuviera que escribir otra vez el capítulo sobre el valor… reconocería que el valor relativo de las mercancías estaba regido por dos causas en vez de una, a saber, por la cantidad relativa de trabajo necesaria para producir las mercancías en cuestión, y por la tasa de utilidades durante el tiempo en que el capital permaneciese inactivo, y hasta que las mercancías fuesen llevadas al mercado.” Pensaba que la teoría de la distribución 150 quizá pudiera separarse de la teoría del valor. “Después de todo, los grandes problemas de la renta, los salarios y las utilidades hay que explicarlos por las proporciones en que se divide el producto total entre terratenientes, capitalistas y trabajadores, problemas que no se relacionan esencialmente con la doctrina del valor.”59 Aquí advertimos de nuevo que la diferencia entre precios y valor, causada por la existencia de diferentes estructuras de capital, iba llevando a Ricardo a una teoría del valor como consecuencia del costo de producción. De hecho llega a afirmar que una diferencia de valor es “solamente la justa compensación por el tiempo en que no hubo utilidades”.60 El único punto adicional de importancia que Ricardo trata en relación con las utilidades, consiste en demostrar cómo tiende la competencia a establecer una tasa uniforme de utilidades atrayendo capital a los negocios que rinden una tasa superior a la media y apartándolo de los que dan utilidades inferiores a la media. Sólo cuando llega a su dinámica reaparece un concepto de las utilidades más en armonía con la teoría del valor como producto del trabajo. A fin de consumar el rescate de la teoría del trabajo del dilema smithiano, Ricardo tiene también que excluir a la tierra de la creación de valor. Por otro lado, no tenía por qué evitar conclusiones hostiles a los intereses de los terratenientes. Si era su propósito (también inherente en La riqueza de las naciones) admitir la productividad del capital, Ricardo estaba también mucho más decidido que Smith a presentar como económicamente injustificadas las reivindicaciones de la clase terrateniente. La teoría de la renta que de ahí resultó refleja ambos propósitos. Los rasgos importantes de la teoría ricardiana de la renta son la negación de la renta absoluta y la explicación de la renta diferencial. La exclusión de la renta absoluta era esencial para que la teoría del valor fuera coherente. La existencia misma de la renta le parecía a Ricardo que implicaba que el producto de la tierra se cambiaba por más de su valor en comparación con los artículos manufacturados. Y no podía admitir esto. ¿Cuál era, pues, la explicación de la indudable existencia de un ingreso derivado de la propiedad de la tierra? La respuesta se encuentra en su conocida teoría de la renta diferencial. Construyendo sobre los cimientos sentados por Smith, demostró que había circunstancias en las que no existía renta. Dadas las diferencias en la fertilidad del suelo y en su situación respecto de los mercados, el costo de producción de los productos agrícolas variará. Sin embargo, el precio de esos productos ha de ser lo bastante alto para cubrir el costo de producción más elevado (es decir, el costo de producción en el suelo menos fértil) en que, dada cierta demanda, se haya de incurrir para crear la oferta necesaria. La producción en la peor tierra no hará más que cubrir el costo, y éste será igual al precio. En mejor tierra aparecerá un excedente que irá al propietario de la tierra si la trabaja por sí mismo, o que obtendrán para él los arrendatarios, debido a la competencia entre éstos para obtener las mejores tierras. Esta teoría explicaba no sólo la existencia de la renta en determinadas condiciones y su ausencia en otras, sino que hacía de la renta un mero excedente y la eliminaba como causa determinante del valor. Por añadidura, explicaba las diferencias en el monto de las rentas producidas por tierras diferentes. Esta manera de superar la dificultad fue, ciertamente, de mayor éxito que el método 151 adoptado por Ricardo para resolver la cuestión del capital. Además esta teoría de la renta tenía la ventaja de permitirle despotricar contra los intereses de los terratenientes.61 La renta seguía siendo un excedente, y en su exposición de los cambios que con el transcurso del tiempo sobrevienen en las proporciones de los ingresos de las tres clases sociales, Ricardo concluyó que la parte que va a la renta crecía constantemente. Esta teoría se convirtió en las manos de los pensadores posteriores (y lo fue también, en cierta medida, en las de Ricardo) en un arma nueva y poderosa contra los intereses de los terratenientes. Los defensores de la renta se vieron obligados, a partir de entonces, a subrayar su elemento constitutivo, el interés del capital gastado en las mejoras de la tierra, que Ricardo había mencionado ya. Sin embargo, subsistió la teoría diferencial para explicar por qué había diferencias en la renta aun cuando el capital invertido fuera el mismo. Y esta teoría diferencial implicaba la noción de un excedente y de un incremento no ganado. No obstante, analíticamente, en los términos del propio sistema teórico de Ricardo, la teoría diferencial no era del todo satisfactoria. Se basaba en la frecuente confusión entre valor (cantidad de trabajo) y precio (salarios más utilidad media). Únicamente identificando ambas cosas pudo Ricardo concluir que en las tierras más pobres (sin renta) en que el precio es igual al costo, el producto se vende en su valor y se cumple la teoría del valor como producto del trabajo. Abandonada la falsa identidad entre precio y valor, el problema de hacer encajar la renta en dicha teoría persistió. c) La teoría del desarrollo económico. Hemos de estudiar ahora en qué forma aplica Ricardo sus teorías de la distribución y del valor al análisis de los problemas dinámicos. Aunque no la desarrollara de un modo sistemático, su exposición de los efectos de la acumulación del capital sobre los salarios, las utilidades y la renta, ejerció sobre el pensamiento económico subsiguiente una influencia más profunda aún que el resto de su obra. Aparte de que inevitablemente implica problemas muy debatidos de bienestar social, tiene importancia también porque se orienta hacia la cuestión de las crisis económicas que poco después de la época de Ricardo iniciaría una carrera plena de altibajos en la historia del pensamiento económico. Ya en La riqueza de las naciones se encontraban indicios de una teoría del desarrollo económico. Smith había demostrado que el promedio de las ganancias tendía a bajar con el progreso económico. La acumulación creciente de capital traía consigo una competencia creciente entre los capitalistas, y esto reducía las utilidades. Ricardo no acepta esta opinión, e intenta demostrar que la acumulación sólo tendería a reducir las utilidades en ciertas circunstancias. En primer lugar, Ricardo tiene que descubrir por qué, después de todo, varían las utilidades. Dice que el precio del trigo lo determina la “cantidad de trabajo necesario para producirlo con esa parte del capital que no da renta”. El precio de los artículos manufacturados sube o baja de acuerdo con la cantidad de trabajo necesario para producirlos. El valor total de los artículos manufacturados y del trigo producido en tierras 152 que no dan renta, se divide en dos partes únicas: utilidades y salarios. A continuación viene un pasaje de importancia vital: “Si suponemos que tanto los cereales como los bienes manufacturados se venden siempre a un precio uniforme, las utilidades serían altas o bajas proporcionalmente a que los salarios sean altos o bajos. Pero supongamos que el precio del cereal aumenta, por necesitar mayor cantidad de mano de obra para su producción; esta causa no hará subir el precio de aquellos bienes manufacturados en cuya producción no se requiera una cantidad adicional de mano de obra. Entonces, si los salarios continuasen iguales, las utilidades de los fabricantes permanecerían iguales, pero si, como con toda seguridad acontece, los salarios aumentasen a causa del alza de precio de los cereales en ese caso sus utilidades necesariamente tendrían que disminuir.”62 Así pues, Ricardo usa su teoría de la renta diferencial, su teoría de los salarios de subsistencia y su propia versión de la teoría del valor-trabajo para demostrar que las utilidades y los salarios están en razón inversa. De ahí se sigue que si bien la competencia tenderá a establecer una tasa uniforme de utilidades, la acumulación de capital reducirá la tasa únicamente cuando la acompañe un alza de los salarios. En otras palabras, la población ha de crecer más despacio que el capital y la demanda de trabajo ha de aumentar en mayor proporción que su oferta, para que las utilidades se reduzcan a consecuencia del alza de los jornales. La teoría de la población demuestra que es imposible el exceso permanente de la demanda sobre la oferta. Ricardo sostiene, sin embargo, que las utilidades tienden a bajar, pero por otra razón. Como para él las utilidades y los salarios están en razón inversa, el motivo de que aquéllas se reduzcan hay que buscarlo en una circunstancia que haga subir a éstos. Con arreglo a esta teoría, los salarios subirán si sube el valor de las mercancías que constituyen la subsistencia del trabajador. Pero el valor de los artículos manufacturados ha de bajar con la mejora progresiva de la productividad del trabajo. De este modo, sólo quedan los alimentos, y aquí se recurre a la teoría de la renta para que proporcione una explicación, que se reduce a: “la única causa suficiente y permanente del alza de los salarios es la dificultad creciente de proporcionar alimentos y artículos de primera necesidad a un número cada vez mayor de obreros”.63 La teoría de la renta diferencial implica que, a medida que aumentan la población y la demanda de alimentos, hay que ir cultivando tierras cada vez menos fértiles (o situadas menos favorablemente). Esta inferencia se expresó en la “ley de los rendimientos decrecientes” y formó la base de la teoría malthusiana de la población. Significa que, a pesar de sus referencias a los efectos reductores de la renta de algunas mejoras agrícolas,64 Ricardo seguía creyendo en una disminución progresiva de la fertilidad de la tierra y en una subida continua del precio de los alimentos. Pensaba que los salarios nominales tendrían que ir subiendo para mantenerse al nivel del costo ascendente de las subsistencias, si bien los salarios reales no necesitaban subir. La renta subiría constantemente, y con la misma constancia bajarían las utilidades. Ricardo pinta un cuadro pesimista del futuro. Y, lo que es más, destruye implícitamente la armonía de los intereses sociales que Smith se había tomado el trabajo de establecer. El interés del terrateniente se opone ahora no sólo al del obrero y del 153 industrial, sino que también entra en pugna con el interés general de la sociedad. Exige que el precio de los alimentos suba constantemente, mientras que los capitalistas y los obreros desean un costo bajo de las subsistencias. “Los tratos entre el terrateniente y el público no son como los del comercio, en que puede decirse que ganan tanto el comprador como el vendedor, sino que en aquéllos toda la pérdida es para una de las partes y toda la ganancia para la otra.” Aunque muchas de sus conclusiones fuesen adversas a los intereses de los terratenientes, Adam Smith aún identificaba los intereses de éstos con los de la sociedad. La teoría de la renta de Ricardo lleva a una conclusión más brutal. “El interés del terrateniente es siempre opuesto al del consumidor y el manufacturero… Interesa al terrateniente que aumente el costo de producción del cereal, lo cual no favorece al consumidor… ni al industrial… Por lo tanto, todas las clases, excepto los terratenientes, serán perjudicadas por la subida del precio del cereal.”65 Es cierto que este pronóstico descansaba en una interpretación engañosa de la teoría diferencial de la renta. Aunque se cultiven tierras cada vez más pobres a medida que la sociedad progresa, la aplicación de la ciencia a la agricultura puede compensar el agotamiento del suelo utilizado. La “ley de los rendimientos decrecientes”, sobre la cual basó Ricardo la teoría de la renta y Malthus la de la población, no es aplicable, evidentemente, a circunstancias de cambio. Como han advertido economistas posteriores, expresa una relación formal en un estado ideal de equilibrio estacionario, y contiene cierta verdad histórica únicamente en los casos muy raros en que la técnica no cambia. Además, la teoría de la renta diferencial no exige que la fertilidad de la tierra disminuya continuamente, sino que se basa sólo en la existencia de tierras de fertilidad diferente. Es posible que la fertilidad general aumente sin modificar las fertilidades relativas de las diferentes calidades de suelo. Por lo tanto, podría bajar el precio de los productos agrícolas y al mismo tiempo subir la renta. Hay, sin embargo, aspectos de la teoría ricardiana de la tendencia ascendente del precio de los alimentos que algunos economistas contemporáneos consideran válidos en gran parte. Particularmente en ciertas teorías sobre la tendencia a largo plazo en las condiciones en que los países industriales y agrícolas comercian sus productos, parece revivir algo del sistema ricardiano. El otro aspecto de la teoría de Ricardo sobre la evolución económica, la baja de la tasa de utilidades, tenía también cimientos poco sólidos. La tendencia a bajar de la tasa de utilidades sólo puede ser cierta si de verdad las utilidades estuviesen en razón inversa de los salarios. Ricardo mismo, en su estudio del capital, se había dado cuenta vagamente de que podían distinguirse dos categorías independientes: la tasa de utilidades, que guarda relación con el capital, y el excedente, que consiste en la diferencia entre el valor de una mercancía y los salarios que el capitalista pagó a los obreros que la fabricaron. Pero no prosiguió la distinción y concluyó que si los salarios bajaban, las utilidades subían, y viceversa, sin advertir que esto no se aplica necesariamente a la tasa de utilidades. Pero los defectos analíticos de la teoría de Ricardo no importaron para sus efectos sobre el pensamiento y la acción políticos. Ricardo era un librecambista y un creyente de 154 la competencia tan fervoroso como Adam Smith, y con su teoría de la renta había proporcionado a la doctrina del librecambio un problema concreto a estudiar. Los intereses de la sociedad exigían un precio bajo para el trigo, y, sin embargo, parecía inevitable el alza, sobre todo en vista de la que se había observado durante las crisis de las guerras napoleónicas; y el único modo de retrasarla era conseguir una oferta lo mayor posible, principalmente de países en los que la fertilidad del suelo no había disminuido de un modo apreciable. La abolición de las Leyes de Granos en beneficio de la baratura de los alimentos y de costos industriales bajos, se basaba ahora en un análisis económico y se convirtió en el objetivo librecambista. La doctrina de la renta se convirtió también no sólo en una importante arma teórica en la campaña contra las Leyes de Granos, sino que fue la base del impuesto único y de la nacionalización de la tierra que propusieron reformadores sociales posteriores. Además, una vez que se admitió la posibilidad de un conflicto entre los intereses particulares y los generales, y que la explotación era inherente a una forma de propiedad, se hizo posible criticar en términos parecidos otras formas de explotación. Así, los socialistas ingleses posricardianos y Marx empezaron donde concluyó Ricardo y, en la medida en que sacaron sus armas intelectuales de él, la acusación de Carey que citamos con anterioridad contiene, por lo menos, un elemento de “retrospección”. En el sistema de Ricardo tienen su lugar otras dos cuestiones relacionadas con la acumulación de capital: la sobreproducción y las crisis. Los Principios de Ricardo no dicen mucho de ninguna de ellas. Como escribía en una época en que el capitalismo no había llegado aún a la madurez, tenía poco que decir de las crisis. Había presenciado las perturbaciones de las guerras napoleónicas y se vio obligado a tratar el problema de las fluctuaciones en la actividad económica, pero sólo le dedica un breve capítulo que titula significativamente “Sobre los cambios repentinos en los canales del comercio”. En él atribuye esos cambios a circunstancias fortuitas y no a una causa inherente al sistema económico. La guerra, los impuestos, la moda, alterarán la relativa lucratividad de las diferentes ramas de la producción, tanto en el país en que actúan esos factores como en los que mantienen con él relaciones comerciales. El trabajo y el capital tendrán que transferirse y habrá miseria hasta que el sistema económico se haya adaptado por completo a las nuevas circunstancias. Los países ricos, que tienen grandes cantidades de capital invertidas en la industria manufacturera, encontrarán esos cambios más penosos que los países pobres. Incluso la agricultura se verá afectada por las guerras y por los cambios que provocan en la exportación e importación de productos. Como Ricardo consideró ajenas al sistema económico las causas de las fluctuaciones, era natural que afirmara también que el sistema no tenía tendencias intrínsecas al desequilibrio En este respecto aceptaba la teoría, que atribuyó al economista francés Jean Baptiste Say, de que no podía haber nunca en un país una sobreproducción general o un abarrotamiento de capital. Esta opinión llegó a ser parte muy importante de la tradición clásica. La defensa que Ricardo hizo de ella lo complicó en una polémica con su amigo Malthus, que es una de las más famosas en la historia del pensamiento económico. La controversia reveló una divergencia importante y una crítica de la posición clásica y, por 155 lo tanto, nos ocuparemos de ella en el capítulo siguiente. El resumen que en él hacemos pone de manifiesto que Ricardo, en conjunto, fue un fiel partidario de la teoría del mercado que entonces prevalecía. Sin embargo, hay que señalar algunas diferencias importantes entre él y sus contemporáneos menos destacados. Ya hemos visto que, según Ricardo, el progreso económico, al traer consigo una baja en la tasa de utilidades, implica una disminución del incentivo para acumular. Esta consecuencia de la teoría del desarrollo económico no es directamente incompatible con la forma en que Ricardo había aceptado la ley de Say. Sin embargo, coloca la complacencia de Ricardo ante el hecho de que fuera imposible un abarrotamiento o sobresaturación de capital, en una situación un tanto precaria. En la versión de Ricardo de la ley de Say encontraremos que la baja en la tasa de utilidades como acompañamiento de la acumulación de capital es sólo un fenómeno transitorio causado por el retraso en la afirmación del principio de población. Pero sabemos que también sostiene que hay una tendencia histórica a la baja de la tasa de utilidades producida por la acción del principio de los rendimientos decrecientes. Vemos, pues, que Ricardo va más allá de las tautologías de Say e intenta formular la teoría del mercado de un modo que está más en armonía con los hechos fundamentales de la economía capitalista del lucro. Otra de las doctrinas de Ricardo que podemos mencionar aquí se relaciona también con la teoría del nivel, desarrollo y fluctuación de las actividades económicas. Nos referimos a su teoría sobre los efectos del progreso técnico. En la tercera edición de sus Principios, publicada en 1821, añadió un capítulo nuevo titulado “De la maquinaria”. En él expone opiniones que contradicen teorías corrientes en la época y de las cuales él mismo, según nos dice, había sido partidario anteriormente.66 La teoría clásica de la cual disentía Ricardo era un corolario de la ley del mercado de Say. Era una respuesta al antagonismo con que se acogió en los siglos XVIII y XIX la difusión del uso de maquinaria. Se afirmaba que los temores de los obreros carecían de fundamento. Habría penalidades pasajeras, pero, a la larga, el aumento de la maquinaria no podía ser sino beneficioso. El aumento de la maquinaria, se decía, aumentará la productividad del trabajo, y con ella la oferta de mercancías. Según la ley de Say, también aumentaría inevitablemente su demanda, y así los desplazamientos de mano de obra no serían sino temporales; era inevitable, a la larga, la reabsorción de la mano de obra ya en las mismas industrias o en otras; y, como consecuencia definitiva del progreso técnico, había que esperar un aumento de la producción total de la industria. Esta opinión, con retoques y correcciones, dominó a lo largo del siglo XIX la corriente principal del pensamiento económico. Sin embargo, Ricardo, que se aferró (si bien con cierta inconsecuencia) a la ley de Say, abandonó este importante corolario. Su opinión sobre la maquinaria puede resumirse del modo siguiente. Empieza por subrayar la fuerza motriz de la producción capitalista, o sea, la esperanza de obtener utilidades que anima al empresario particular. La introducción de maquinaria —dice— estará determinada por los efectos que de ella se esperan sobre las utilidades o, según sus palabras, sobre el producto neto más bien que sobre el producto bruto de la industria. Valiéndose de un ejemplo aritmético, muestra que un aumento de maquinaria puede 156 conducir al aumento del producto neto con una disminución simultánea del producto bruto. Esto significa, por supuesto, que con la introducción de nuevos procedimientos técnicos puede producirse un desplazamiento permanente de mano de obra. Ricardo concluye que “el incremento de la producción neta de un país es compatible con una disminución de la producción bruta” y que “la opinión sustentada por la clase trabajadora de que el empleo de maquinaria redunda frecuentemente en detrimento de sus intereses, no se funda en el prejuicio o el error, sino que está conforme con los principios correctos de la economía política”.67 Los economistas posteriores han observado que la conclusión de Ricardo sólo es válida a corto plazo. El economista sueco Knut Wicksell, sobre todo, sostuvo que a la larga el desplazamiento de trabajadores de las empresas que emplean procedimientos que economizan mano de obra, haría bajar los salarios y que volvieran a ser lucrativas algunas empresas que siguieran empleando los métodos antiguos.68 Pero ciertas observaciones del mismo Ricardo desviaron hacia otro nivel el centro de la discusión. Como para resumir y subrayar su primera conclusión, añadió algunas opiniones tomadas de una obra entonces reciente de John Barton, Observations on the Circumstances which Influence the Conditions of the Labouring Classes (1817). Volviendo a su teoría del desarrollo económico, dice que “con cada incremento de capital y de población, el alimento subirá en general…” Esto producirá una “elevación de los salarios, y cada alza tendrá tendencia a restringir el capital ahorrado en una proporción mayor que con anterioridad al empleo de maquinaria”. Así, “la maquinaria y la mano de obra están en competencia constante, y la primera puede frecuentemente no ser empleada hasta que suba la mano de obra”.69 Ricardo afirma de este modo que la tendencia histórica de la acumulación de capital implica un cambio en las proporciones en que éste se emplea. Según él, “con cada aumento de capital se emplea una mayor proporción de éste en maquinaria”. En cuanto a la demanda de trabajo “continuará aumentando con el incremento del capital, pero no en proporción a ese incremento; la relación será, por necesidad, decreciente”.70 Ricardo ya había admitido que, completamente aparte del problema del aumento del producto neto, la manera como se consume un producto neto de determinada cuantía afectaba a la demanda de trabajo. Afirmaba que era preferible que los capitalistas empleasen sus ganancias en trabajo improductivo (“criados o sirvientes”) que en artículos de lujo. Pues si bien el producto bruto sería el mismo en uno y otro caso, el disponer del producto neto en la primera forma y no en la segunda aumentaría la demanda de trabajo. Parece, por consiguiente, que si, como el mismo Ricardo hizo, generalizamos la cuestión para ponerla de acuerdo con el problema de que trata la ley de Say y procuramos precisar los efectos de la acumulación de capital sobre la demanda de trabajo, la relación entre el producto bruto y el producto neto, a la que primero dio gran importancia, deja de tenerla. Por otra parte, queda abierta la puerta para una exploración ulterior de los cambios que ocurren en la estructura ocupacional de la población y de las formas nuevas en que surge la demanda al progresar la economía mediante la acumulación de capital. Así, en este respecto, no menos que en lo que se refiere al punto originario de la 157 teoría del mercado, Ricardo dejó seriamente quebrantada la autorregulación automática del sistema clásico. Ha estado de moda en los últimos años considerar la obra de Ricardo como la exposición más clara de la creencia contenida en la teoría clásica de que el sistema económico lograba automáticamente el empleo total de la mano de obra y el equilibrio del mercado a través del tiempo, y que no eran posibles las fluctuaciones de la actividad económica o un estancamiento prolongado. Un examen más atento revela, no obstante, que el análisis de Ricardo, por ser más penetrante que el de sus contemporáneos, fue con mucho la exposición menos tautológica de aquellas creencias clásicas. Dejó planteados muchos problemas a los que pudieron ligarse muchas teorías subsiguientes. Las relativas a la sobreacumulación y al subconsumo, presentadas por Malthus y Sismondi y por muchos escritores del siglo XIX que se estrellaron contra el sólido muro de las tautologías de Say y Mill, hubieran encontrado un adversario menos intransigente en la teoría de Ricardo. Del mismo modo, muchas teorías contemporáneas sobre el desempleo tecnológico o sobre las desproporciones en la estructura de la producción tienen sus orígenes en las opiniones expuestas por Ricardo. Aunque sean importantes dentro de sus campos respectivos, las otras teorías de Ricardo no afectan a su posición general y pueden resumirse en pocas palabras. Refiérense esas teorías al dinero, la banca y el mecanismo de los pagos internacionales. Ricardo fue llevado a estudiarlos por las cuestiones apremiantes del día. Había presenciado los grandes trastornos monetarios consecuencia de las guerras y visto la suspensión de los pagos en metálico en 1797, la gran depreciación del papel moneda y la importante alza de precios que la precedió. En The Hig Price of Bullion, publicado en 1809, en vísperas de aparecer el famoso informe del Bullion Committee, explicó que aquellos fenómenos habían sido causados por una emisión excesiva de papel moneda. Expuso una teoría cuantitativa del dinero muy rigurosa, la aplicó al mecanismo internacional, puso de manifiesto que la inflación y la depreciación ocasionaban una salida de oro, y propuso que el Banco de Inglaterra redujese la cantidad de billetes en circulación hasta que el precio del oro hubiera bajado a su nivel anterior. Ricardo no abogaba por la abolición total del papel moneda. Al contrario, como Adam Smith, consideraba el uso de un sucedáneo del dinero metálico como un corolario importante del progreso económico y propuso que se retirara todo el oro de la circulación activa. Lo que propugnaba era un patrón lingote-oro sin monedas de este metal, y que los billetes de banco fueran convertibles a un tipo fijo en barras de oro, pero sólo en grandes cantidades. El Bullion Committee aceptó lo esencial de la teoría de Ricardo, y la legislación bancaria posterior refleja fuertemente la influencia ricardiana, sobre todo la vuelta a los pagos en metálico en 1822 y la Bank Charter Act de Peel, de 1844. Es preciso señalar que el estudio de Ricardo sobre el dinero no está en modo alguno exento de contradicciones, porque abordó el problema desde el punto de vista de la teoría del valor-trabajo. Había dicho que el valor del oro y de la plata, como el de las otras mercancías, lo determinaba la cantidad de trabajo que contenían. Dado su valor, la cantidad de moneda de un país la determinará la suma de los valores de todos los bienes que participan en el cambio. Los metales pueden ser remplazados en el proceso de la 158 circulación por sucedáneos (papel moneda), que se han de emitir en una proporción determinada por el valor del dinero metálico. La esencia de esta teoría es que la cantidad de moneda en una circulación depende de los precios, y no a la inversa. Aquí se presenta un conflicto evidente con la teoría cuantitativa. Pero Ricardo recurre a esta última al formular su teoría de los pagos internacionales. Su análisis forma parte ahora de la teoría económica admitida. En pocas palabras, viene a ser esto: el alza o la baja de los precios se debe a un exceso o a un defecto en la cantidad de moneda en circulación. Si la moneda consiste por entero en los metales preciosos aceptados internacionalmente, las fluctuaciones en la cantidad de medio circulante (y, por consiguiente, en los precios) traerán consigo su propio correctivo. Por ejemplo, si hay demasiado oro en circulación, los precios subirán y se estimularán las importaciones. Esto hará que el oro salga del país, desaparecerá el exceso inicial de oro y los precios bajarán. Este movimiento no puede tener lugar cuando una parte de la moneda consiste en billetes de banco. Por lo tanto, entonces se convierte en finalidad de la política bancaria el regular la emisión de billetes de acuerdo con los movimientos internacionales de oro para reproducir las condiciones de una circulación puramente metálica. Esa finalidad fue aceptada por los expositores del llamado “principio monetario” y llegó a ser una tradición en la política de la banca central. Ricardo, a quien se debe en gran parte su aplicación, no vio claramente sus consecuencias para con su propia teoría. No se dio cuenta de que la referida finalidad atribuía a los metales preciosos una importancia tan grande, que casi recuerda las ideas metalistas. Ni parece haber advertido claramente que es incongruente con su propia teoría del valor. La importancia de Ricardo es la de todos los grandes precursores científicos. Logró, en mayor medida que Smith, aislar las principales categorías del sistema económico. Dejó a sus sucesores muchos problemas por resolver, pero también indicó las formas en que podían ser resueltos. En su obra tienen origen varias corrientes de pensamiento. Por una parte, la teoría marxista se basa en la economía política clásica tal como la expresó Ricardo, aunque tergiversándola. Al mismo tiempo, la desintegración de la teoría del valor-trabajo empieza con los sucesores inmediatos de Ricardo. La importancia que dio a la distribución suscitó el problema de las relaciones entre las clases sociales y dirigió la atención a los factores sociales e históricos en el análisis económico. También señaló el final de la búsqueda de un índice de la riqueza de una comunidad y desvió el interés de los problemas de cantidad absoluta por los de proporción. La preocupación de Ricardo por el problema de los valores relativos estimuló el interés por la determinación de los precios individuales, y esto llegó a ser el problema más importante de la economía en la última parte del siglo XIX. Así pues, la economía contemporánea, con su interés por los problemas del equilibrio, puede también considerar a Ricardo como su fundador. 4. LA TEORÍA DE LA POBLACIÓNDE MALTHUS Ya nos hemos referido en diversas ocasiones a la obra de un pensador que suele 159 considerarse como miembro del sistema clásico. Pero Thomas Robert Malthus sólo se apoyó en parte en el campo ricardiano. Sus teorías de la renta y de la población son partes importantes del clasicismo económico. Mas, aunque Malthus alcanzó gran fama como exponente de una opinión particular sobre estos problemas, no constituye su aportación más importante al pensamiento económico. Su tratado sistemático se distingue principalmente por su ataque a las doctrinas ricardianas de la acumulación de capital y, en menor grado, por su exposición de una teoría del valor que disiente de la de Ricardo. En esto es Malthus menos original de lo que creen sus admiradores contemporáneos; pero no cabe duda que, vista retrospectivamente, su crítica del clasicismo es más importante que sus puntos de contacto con él. No obstante, en este capítulo nos ocuparemos de él como miembro de la escuela clásica. Veremos que gran parte de su oposición a la teoría ricardiana de la acumulación tiene ciertas raíces sociales y políticas. Sus opiniones sobre la población y la renta fueron el resultado de una reacción contra su medio familiar. Su padre, Daniel Malthus, era un hidalgo rural, culto, con aficiones intelectuales y de opiniones liberales. Era amigo de Hume (por él conoció a J. J. Rousseau), admirador de A. Condorcet y discípulo de W. Godwin, intérprete inglés de este último. Participaba del optimismo de Godwin respecto al futuro y creía, como él, en la perfectibilidad de la especie humana y en la posibilidad de alcanzar una era en que reinara la razón y todos fueran felices e iguales. Robert Malthus reaccionó contra esas creencias. Le impresionaron las opiniones sobre población expuestas en La riqueza de las naciones y en las obras de escritores anteriores, y la ley de los rendimientos decrecientes que estaba en la mente de muchos economistas y que Turgot había formulado claramente. Combinó esos fragmentos en una teoría de la población, cuyas conclusiones contradecían el optimismo dominante, y en 1798 publicó anónimamente el Essay on the principle of population as it affects the future improvement of society. Lo que oponía al optimismo de Condorcet y Godwin era el miedo a que la población creciese más de prisa que los medios de subsistencia. Dados la “pasión entre los sexos”, la necesidad de alimentos, el hecho observado de que la población aumenta cuando aumentan los medios de subsistencia y el rendimiento decreciente del suelo, habría de llegar un momento en que el aumento de la población superase al de las existencias de alimentos. Malthus expuso esto con la fórmula de que la población tendía a aumentar en progresión geométrica (1, 2, 4, 8, 16, 32…) mientras que las subsistencias aumentan sólo en progresión aritmética (1, 2, 3, 4, 5, 6…). Muy bien puede ser que considerase esta fórmula simplemente como un ejemplo; pero el exponerla en esta forma contribuyó a hacer llamativa su teoría y a ganarle en seguida muchos partidarios y detractores. Malthus pensaba que el único medio de mantener a la población dentro de los límites de las subsistencias eran el vicio y la miseria, y así descartó las opiniones optimistas sobre el futuro de la sociedad. Después de publicar la primera edición de su folleto, Malthus viajó mucho y procuró recoger pruebas inductivas para apoyar su teoría. En la segunda edición de 1803 del Essay y en las subsiguientes, éste se convirtió en un tratado minucioso. Ya no insistía en 160 las progresiones; se añadieron datos históricos para reforzar la tesis; la ley fue cuidadosamente resumida en tres proposiciones y se introdujo un medio nuevo para impedir el crecimiento excesivo de la población. Las tres proposiciones son: a) los medios de subsistencia limitan necesariamente la población; b) la población crece cuando aumentan los medios de subsistencia, a menos que se lo impidan algunos obstáculos poderosos y evidentes; c) estos obstáculos y los que reprimen la capacidad superior de la población y mantienen sus efectos al mismo nivel que los medios de subsistencia, se resuelven todos en restricción moral, vicio y miseria.71 Dos clases de frenos podían evitar el exceso de población: positivos unos y preventivos otros. Los primeros eran todos los que aumentaban el coeficiente de mortalidad, tales como las guerras y las hambres; los segundos, los que disminuían el coeficiente de natalidad, eran el vicio y la restricción moral. Como política práctica, Malthus proponía que se desalentara a la gente a contribuir al aumento de la población, apremiándola a practicar la abstinencia, la cual entendía Malthus como la “privación del matrimonio no seguida por satisfacciones irregulares”. Y los pobres, sobre todo, debían ser amonestados para que procediesen con gran prudencia y no se lanzaran al matrimonio y procreación de una familia sin tener en cuenta el futuro. En consecuencia, Malthus fue un adversario decidido de la beneficencia pública. Sostenía que el Estado no debía reconocer a los pobres el derecho a recibir ayuda, y que debía abolir la Ley de Pobres. La caridad, privada o pública, no era un remedio a la falta de previsión causante de la miseria de los pobres. Éstos habían producido su propia desgracia (o, en todo caso, sus padres, no instruidos en la teoría malthusiana, eran los responsables), y la ayuda no era sino un incentivo para agravar el problema. La verdadera base de la teoría de la población, de Malthus, es aquella en que se asienta su obra titulada An Enquiry into the Nature and Progress of Rent (1815), en la que expuso una teoría de la renta diferencial parecida a la de Ricardo. Dicha base era una aplicación de la “ley de los rendimientos decrecientes”. Al principio se entendió de una manera natural que la afirmación de Turgot de que el duplicar el capital invertido en la agricultura no duplicaría el rendimiento, era una ley privativa de la producción agrícola. Si, después de algún tiempo, el aumento del capital y el trabajo aplicados a una parcela determinada empezasen a producir un aumento de rendimiento menos que proporcional, se pondrían en cultivo nuevas tierras más pobres. De aquí el aumento de la renta diferencial que postularon Ricardo y Malthus. De aquí, también, la dificultad creciente de proporcionar subsistencias a una población en aumento. La dinámica de Malthus y de Ricardo requieren como base esta ley. La realidad de la evolución económica después de Malthus contradijo manifiestamente su pronóstico. Un economista contemporáneo que investigue los cambios de población encontrará que el uso creciente de anticonceptivos ha introducido un nuevo elemento importante para las expectativas de Malthus. Pero más importante aún que los cambios en la población son los que han afectado al abastecimiento de alimentos. El cultivo de algunas regiones nuevas del mundo y la aplicación de métodos científicos a la agricultura han aumentado los medios de subsistencia y hecho posible un 161 aumento aún mayor de los mismos, de suerte que puede subsistir una población mayor y a un nivel de vida más alto. La “ley de los rendimientos decrecientes” quedó claramente refutada en cuanto principio dinámico; su lugar en la economía contemporánea es el de una ley que sólo puede tener vigencia en la situación ideal de equilibrio estacionario. Al desaparecer este soporte analítico, la teoría de la población de Malthus y las consecuencias dinámicas de la teoría de la renta diferencial de Ricardo, cayeron también por tierra. Con él desapareció asimismo parte de la estructura teórica relativa a salarios, capital y utilidades que Ricardo había construido sobre su teoría del valor-trabajo. Hemos llegado al fin del sistema clásico. En los tres capítulos siguientes veremos la reacción y la crítica que suscitó, y su transformación gradual en un nuevo cuerpo de doctrina económica generalmente aceptada. 162 163 1 Cuando se conmemoraron 250 años del natalicio de Adam Smith, en 1793, mucho se escribió, y varias conferencias se ofrecieron (véase, entre otras obras, “The Wealth of Nations 1776/1976”, de Roll, en Lloyd Bank Review, enero de 1976, reimpreso en The Uses and Abuses of Economics [1978]). Con motivo del bicentenario de la publicación de La riqueza de las naciones se publicó una magnífica nueva edición de la obra de Adam Smit (edición Glasgow, 1976). Consta de 6 tomos (de los cuales La riqueza de las naciones abarca dos) y está editado en forma meticulosamente académica por I. R. H. Campbell y A. S. Skinner. Será seguramente la obra de cabecera para académicos y especialistas. Las citas que se encuentran en este capítulo, sin embargo, continúan siendo de la edición Scott. El bicentenario de la muerte de Adam Smith en 1990 ofreció una nueva oportunidad para conmemorar académicamente con una conferencia a la que asistieron varios ganadores del Premio Nobel. Más adelante proporciono datos sobre las manifestaciones recientes del concurso relativo a la herencia intelectual de Adam Smith. * Véase Adam Smith, Teoría de los sentimientos morales, trad. de Edmundo O’Gorman, México, El Colegio de México (1941). [T.] 2 Dugald Steuart, Biographical Memoir of Adam Smith (1811), pp. 90-101. 3 Adam Smith, Lectures on Justice, Police Revenue and Arms (ed. E. Cannan, 1896). 4 En una obra reciente que, como todas las suyas, se distingue por una erudición, una belleza de estilo y una sutileza de razonamiento que hoy se encuentran rara vez, Robbins ha tratado de demostrar que hay una diferencia fundamental entre el utilitarismo y la filosofía del orden natural. (Lionel Robbins: The Theory of Economic Policy in Classical Political Economy [1952], en especial pp. 46 ss.) La tesis principal de este libro es que los clásicos no fueron tan ingenuos (respecto de la acción del Estado) ni tan insensibles (respecto de la situación del pueblo) como se les ha pintado con frecuencia. Creo que Robbins, aunque no apoyaba completamente el principio de intervención del Estado como tal, demuestra ampliamente este caso. Véase infra. 5 Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (ed. W. R. Scott, 1925), vol. II , p. 206. 6 Ibid., vol. I, p. 385. 7 Ibid., vol. II, p. 206. 8 Adam Smith, op. cit., vol. I, p. 15. 9 Ibid., p. 17. 10 Ibid., p. 457. 11 Adam Smith, op. cit., vol. II, pp. 205-206. 12 Adam Smith, op. cit., p. 177. 13 Adam Smith, op. cit., p. 233. 14 Para encontrar una brillante negación de las afirmaciones más extravagantes de la “mano invisible”, conviene consultar un documento inédito del profesor James Tobin presentado en la Celebración del Bicentenario de Adam Smith, en julio de 1990, en Edimburgo: “The Invisible Hand in Modern Macroeconomics”. Para un nuevo análisis altamente detallado de las ideas políticas y sociales de Adam Smith, especialmente valioso en una época en que se propagan versiones extremistas de su filosofía política, consúltese Adam Smith’s Politics: An Essay in Historiographic Revision, de Donald Winch (1978). 15 Adam Smith, op. cit., vol. I, p. 1. 16 Ibid., libro I, cap. I. 17 Ibid., cap. II. 18 Adam Smith, op. cit., cap. III. 19 Ibid., vol. I, p. 23. 20 Ibid., p. 28. 21 R. Zuckerkandl, Zur Theorie des Preises, pp. 65-66. 22 M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics (1937), pp. 67-68. 23 Adam Smith, Lectures on Justice, Police, Revenue and Arms, ed. Cannan, pp. 173-182. 24 Adam Smith, Wealth of Nations, ed. W. R. Scott, vol. I, p. 30. 25 Adam Smith, op. cit., p. 31. 26 Ibid., p. 30. 164 27 Adam Smith, op. cit., p. 32. Ibid., p. 33. * Traducimos, al tratar de Adam Smith, stock por “acervo” y no por “capital”, porque en Smith hay una distinción sutil entre los dos términos. El autor de este libro, al hablar de Smith, dice casi siempre stock, aunque en el subepígrafe escriba capital. La distinción se aclara unas páginas más adelante. [T.] 29 Adam Smith, op. cit., p. 47. 30 Karl Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. I, p. 129. [Op. cit., ed. FCE.] 31 Adam Smith, Wealth of Nations, vol. I, p. 48. 32 Adam Smith, op. cit., p. 53. 33 Adam Smith, op. cit., p. 66. 34 Adam Smith, op. cit., p. 91. 35 Ibid., pp. 98-99. 36 Ibid., p. 95. 37 Adam Smith, op. cit., p. 151. 38 Adam Smith, op. cit., pp. 81 y 152. 39 Ibid., p. 153. 40 Ibid., p. 262. 41 Adam Smith, op. cit., vol. II, pp. 194-195. 42 Adam Smith, op. cit., vol. I, p. 335. 43 Ibid., p. 337. 44 Adam Smith, op. cit., p. 295. 45 Adam Smith, op. cit., vol. II, p. 373. 46 Adam Smith, op. cit., vol. I, p. 356. 47 Ibid., pp. 261-265. 48 Adam Smith, op. cit., p. 50. 49 Ibid., p. 265. 50 A. Gray, The Development of Economic Doctrine, p. 172. Gray parece haber seguido el ejemplo de Alfred Marshall, quien en el discurso de presentación de su The Present State of Economics, en 1885, calificó a Ricardo como un “genio maestro” (agregando que no era inglés), pero dijo: “Las fallas y virtudes de la mente de Ricardo se encuentran en su origen semítico: no ha habido un economista inglés con una mente similar a la suya.” * Principios de economía política y tributación, FCE, México, 1974. 51 The Collected Works and Correspondance of David Ricardo, ed. P. Sraffa (1951-1955), 11 vols. 52 Véase S. N. Patten, “The Interpretation of Ricardo”, en Quarterly Journal of Economics, 1893, pp. 322352. Esto lo pone también de manifiesto el estudio de sus numerosas contribuciones a las controversias públicas y parlamentarias de su tiempo. 53 D. Ricardo, Principles of Political Economy and Taxation (ed. Everyman, 1926), p. 1. 54 Letters of Ricardo to Malthus, 1810-1823 (ed. Bonar, 1887), p. 175. 55 D. Ricardo, Principles (ed. Everyman), p. 6. 56 Ibid. 57 D. Ricardo, op. cit., p. 52. 58 Ibid., p. 8. 59 Letters of David Ricardo to J. R. McCulloch (ed. T. H. Hollander, 1895), p. 72. 60 D. Ricardo, Principles, p. 23. 61 D. Ricardo, Essay on the Influences of a Low Price of Corn on the Profits of Stock (1815), passim. 62 D. Ricardo, Principles, p. 64. 63 D. Ricardo, op. cit., p. 197. 64 Ibid., pp. 40, 42 ss. 65 D. Ricardo, op. cit., p. 225. 66 Véase el comentario de Sraffa en su introducción a The Collected Works of Ricardo, vol. I, pp. 7-9. 28 165 67 D. Ricardo, op. cit., p. 383. K. Wicksell, Lectures on Political Economy (1936), vol. I, p. 13. 69 D. Ricardo, Principles, p. 386. 70 Ibid., p. 387. 71 Th. R. Malthus, Essay on the Principle of Population (ed. Everyman), vol. I, pp. 18-19. [Ensayo sobre el principio de la población, trad. de Teodoro Ortiz, México, FCE (1951.)] 68 166 167 V. REACCIÓN Y REVOLUCIÓN 1. LAS LIMITACIONES DEL CLASICISMO LA ECONOMÍA política clásica puede considerarse como la representación de la estructura económica de su tiempo, como un sistema científico, como una teoría del desarrollo económico y como una teoría de política económica. El estudio de Smith, Ricardo y los pensadores secundarios de la escuela revela que quienes produjeron el clasicismo consideraban su obra como la integración de esos cuatro aspectos de la investigación económica. Aunque sus esfuerzos por estructurar una teoría económica completa produjeron algunas contradicciones, da la medida de su grandeza el hecho de que su sistema haya perdurado, en lo sustancial, durante muchas generaciones y, en realidad, hasta hoy día en cierta medida. Con excepción del intento de Marx por levantar un edificio totalmente diferente sobre los cimientos clásicos, no surge de la investigación económica subsiguiente ningún “sistema” nuevo hasta el último cuarto del siglo XIX. En verdad, no es sino en los últimos veinte años cuando ha sido posible sintetizar en una teoría nueva y completa de la economía lo que queda del clasicismo, los resultados logrados por las escuelas marginales y los descubrimientos intelectuales de los años más recientes. El mayor éxito lo obtuvieron los clásicos quizá como representantes del capitalismo incipiente. Sus abstracciones representaron mucho mejor la esencia de la realidad que todo lo que se había hecho anteriormente. Pero aun parte de sus abstracciones y supuestos se hicieron inadecuados al cambiar la naturaleza del sistema capitalista. A este respecto, sin embargo, las faltas que se revelaron más tarde se relacionaban más estrechamente con las insuficiencias de otras partes de sus análisis. Como sistema científico, el clasicismo alcanzó también un grado de perfección mucho mayor que el pensamiento económico anterior. Intentó relacionar cada una de las partes de su estructura analítica con las demás y con el todo, y en la medida en que es una característica de todo sistema científico la interdependencia funcional de sus partes componentes, los clásicos fueron los fundadores de la ciencia económica. Es cierto que no escaparon a algunos errores, y las contradicciones que hemos señalado originaron la desintegración de gran parte de su estructura lógica. Como teoría del desarrollo económico, el clasicismo tuvo mucho menos éxito. No sólo le privaron de base para construir una economía dinámica las debilidades lógicas de su sistema estático, sino que su actitud fue esencialmente ahistórica en muchos puntos esenciales. A pesar de su interés por los hechos y las ideas del pasado, y no obstante su preocupación por el futuro, los pensadores clásicos sustentaron, por lo general, opiniones estáticas acerca del orden económico. Buena parte de sus especulaciones sobre la evolución económica revelaban visión muy amplia, como, por ejemplo, y a pesar de sus insuficiencias, la teoría de la acumulación del capital de Ricardo, y la teoría de la 168 población de Malthus. Pero consideraban sus categorías como inherentes a la naturaleza humana y, por consiguiente, como dotadas de validez eterna. Y aunque en los sistemas anteriores advirtieron la ausencia de las costumbres y los móviles de la conducta humana de sus propios días no pudieron decidirse a hacer frente a la posibilidad de que pudiera haber nuevos cambios en el transcurso del tiempo. Como parte de una teoría política, el clasicismo económico fue consecuentemente afortunado y duró mucho tiempo. Ya hemos señalado algunas de sus características a este respecto. La teoría del valor-trabajo tenía sus raíces en la teoría de la propiedad que formaba parte de la filosofía natural tal como la había expresado Locke, por ejemplo. En el estado de naturaleza el trabajo era la fuente de la propiedad y lo que daba derecho a ella. Por lo tanto, ese estado exigía la libertad respecto de toda intervención que perturbara las relaciones de la propiedad natural. La escuela clásica aplicó a los hechos del mundo real las exigencias del orden natural. Puesto que en el mundo real las relaciones de propiedad, establecidas en una larga evolución histórica no eran de ningún modo equivalentes a las del orden natural, se pudieron desprender del análisis económico clásico conclusiones políticas muy diversas. Frente al orden social existente, una tendencia se hizo conservadora, y otra, crítica. Estas tendencias antagónicas se encuentran ya en los escritos clásicos. No sólo el postulado de la libertad, sino también el supuesto de una armonía de intereses subyacente en la escuela clásica, se convirtieron, después de aparecer el utilitarismo, en objeto de interpretaciones antagónicas, conservadoras unas y radicales otras. No es necesario que entremos aquí en detalles de la filosofía utilitaria; pero debe señalarse que, al suponer la existencia de la armonía social, podría decirse que el clasicismo implicaba una visión igualitaria de la sociedad; al calcular un máximo de ventaja o beneficio social, consideraba al pobre igual que al rico. Bentham, representante máximo de esta filosofía, llegó hasta el punto de considerar deseable una distribución igualitaria de los ingresos, conclusión que después defendieron muchos economistas mediante un refinamiento psicológico del análisis de aquél. De cualquier modo, la interpretación igualitaria del concepto de armonía podía pretender estar tan autorizada como la conservadora. Las críticas a la escuela clásica pueden dividirse, grosso modo, en técnicas y políticas. Las primeras se proponen eliminar las inconsecuencias lógicas y las imperfecciones analíticas; las últimas, atacan las implicaciones políticas del análisis económico clásico. Ambas clases de críticas no pueden separarse rigurosamente. Las técnicas se inspiraron a menudo en el apoyo de la filosofía política subyacente en el clasicismo, o en la oposición a la misma. Si se acepta esa filosofía, el análisis económico puede aún considerarse como una base insuficiente, y entonces se harán intentos para reforzarla con nuevos argumentos económicos. Por la otra parte, si no se acepta la filosofía social, la crítica se dirigirá contra las insuficiencias del análisis económico. No siempre es posible separar los dos tipos de ataque contra la escuela clásica, pero hay que distinguirlos de alguna manera. En este capítulo nos interesan los aspectos teóricos que llevan consigo, explícita o implícitamente, una crítica de las doctrinas sociales y políticas 169 de la escuela clásica. 2. CRÍTICA DE MALTHUS A LA ACUMULACIÓN El primer ataque contra el clasicismo no tiene, realmente, el carácter de una negación explícita de sus conclusiones generales, sino que reviste la forma de un razonamiento sumamente técnico que acepta muchos de los principios fundamentales de la escuela ricardiana, pero objeta su aplicación a ciertos problemas prácticos. Este ataque es la teoría de la saturación, de Malthus. Ricardo, como hemos visto, había aceptado la sentencia de Say quizá (debida a James Mill),1 según la cual era imposible una sobreproducción general. Encontraremos de nuevo a Say como divulgador de Smith en el continente europeo y como uno de los principales críticos de la teoría del valortrabajo. Aquí tiene importancia por su teoría del mercado, la théorie des débouchées, que desarrolló en su Traité d’Économie politique, publicado en 1803. La teoría descansa en la noción de que toda oferta implica una demanda, que un producto se cambia por otro producto, que toda mercancía puesta en el mercado crea su propia demanda, y que toda demanda ejercida en el mercado crea su propia oferta. Formulado de este modo, el teorema contiene una simple aseveración de la interdependencia de una economía de cambio. Si la oferta y la demanda están indisolublemente unidas, puede negarse, como hicieron Say y Ricardo, la posibilidad de una saturación general de mercancías, de una sobreproducción general. Puede muy bien ocurrir una sobreproducción de carácter parcial. No puede negarse que de vez en cuando algunas mercancías se producen en cantidades que exceden a su demanda, es decir, que se incurre en costos de producción que después no se cubren con el precio. Pero esto sólo significa que otras mercancías no se han producido en cantidad suficiente para abastecer la demanda de ellas. Como dijo James Mill, el discípulo más fiel de Ricardo, “nunca puede haber una oferta superabundante en casos particulares y, por consecuencia, una caída del valor en cambio por debajo del costo de producción sin que, en otros casos, se produzca un déficit correspondiente de la oferta y, por lo tanto, un aumento del valor en cambio que rebase el costo de producción”. Tales desajustes parciales deberán corregirse por sí mismos. Si hubiera “superabundancia o déficit… por razón de un desajuste”, el alza y la baja en los precios alteraría la lucratividad relativa de las distintas ramas de la producción. “Hay ciertas clases de bienes cuya producción es menos lucrativa de lo usual; ésta es una desigualdad que tiende inmediatamente a corregirse por sí misma.”2 Ricardo, adoptando el razonamiento de Say, afirmaba: “Nadie produce sino con el propósito de consumir o vender, y nunca vende sino con la intención de comprar alguna otra mercancía que pueda serle útil inmediatamente o que pueda contribuir a la producción futura. Así pues, al producir se convierte inevitablemente en consumidor de sus propios bienes o en comprador y consumidor de los bienes de otra persona.”3 Si todas las ofertas y demandas individuales se equilibran exactamente, la oferta y la 170 demanda totales deben equilibrarse también. Si un equilibrio individual se altera; si, por ejemplo, hay una saturación de telas porque la oferta ha aumentado mientras que la demanda no ha cambiado, “faltarán por fuerza otras cosas, pues la cantidad adicional de telas que se ha fabricado sólo pudo hacerse de una manera: retirando capital de la producción de otras mercancías, y disminuyendo, por consiguiente, la cantidad producida… quedando una demanda igual a la mayor cantidad, la cantidad de esa mercancía es insuficiente”.4 Un exceso de la oferta sobre la demanda se equilibra por una oferta inferior a la demanda de otra mercancía. Es imposible una saturación general de mercancías, aparte de la dislocación temporal del equilibrio de la oferta y la demanda de determinados bienes. Pero Say y los ricardianos sacaron todavía otra conclusión. Como era imposible la sobreproducción general, también era inconcebible que alguna vez hubiera acumulación de capital que excediera del uso que pudiera dársele. Éste era el punto verdaderamente importante. Ricardo y James Mill deseaban aún más que Smith evidenciar que la acumulación continua de capital era beneficiosa. Un procedimiento que usó Ricardo para demostrarlo consistía en hacer ver que el alza de los salarios depende del aumento del capital de la comunidad. Pero también quería demostrar el teorema más estricto de que la acumulación de capital nunca puede ser perjudicial. La proposición que tenía que probar era que no podía “acumularse en un país una cantidad de capital que no pudiera emplearse productivamente”. La única causa que podía hacer desaparecer el móvil de la acumulación era un alza de salarios (ocasionada por el costo creciente de las subsistencias) tan pronunciada, que las utilidades descendiesen por debajo del nivel en que podía ser lucrativa una acumulación ulterior.5 La identidad entre la oferta y la demanda (y la imposibilidad de que la demanda caiga por debajo de la oferta) es bastante fácil de demostrar si se supone que lo que se produce corrientemente también se consume corrientemente. Pero la acumulación de capital crea una dificultad. La demostración de Ricardo dependía de que pudiera probar que entre la oferta y la demanda de capital existía un equilibrio tan ineludible como el que había entre la oferta y la demanda de bienes. La distinción entre trabajo productivo y trabajo improductivo se aplicó al consumo, con el fin de poder probarlo. Ricardo, siguiendo a Smith, distingue entre trabajo productivo y trabajo improductivo. El primero produce un excedente sobre los salarios que se le pagan; el segundo, no. El economista francés Sismondi lo formuló diciendo que el trabajo productivo se cambia por capital, y el trabajo improductivo por ingresos. Ricardo distingue también entre consumo productivo y consumo improductivo. El primero implica gastar para producir, esto es, poner en movimiento trabajo productivo pagando salarios y suministrando los instrumentos de producción y las materias primas necesarias. El consumo improductivo no tiende a una nueva producción. Una persona consume improductivamente si compra vino para su mesa o emplea un lacayo; si bien, como hemos visto, también señaló Ricardo que el consumo improductivo consistente en emplear trabajo improductivo era preferible al que consiste en comprar artículos de lujo. Capital era lo que se consumía productivamente. Una acumulación de capital 171 significa un aumento en el consumo productivo, es decir, un aumento en la demanda de trabajo productivo. La cuestión, pues, era ésta: ¿podría ese aumento en la demanda ser de tal magnitud que excediera de modo permanente a la oferta? En otras palabras: ¿podía darse una saturación de capital? Evidentemente, la respuesta era negativa. “Si el capital aumentara con excesiva rapidez en relación con la población, en lugar de recibir siete octavos de la producción, podrían recibir noventa y nueve centésimos, y con esto no habría incentivo para seguir acumulando. Se presentaría este estado de cosas si todos los individuos estuvieran decididos a acumular toda la porción de sus ingresos que no fuese precisa para satisfacer sus necesidades apremiantes; porque el principio de población no tiene fuerza bastante para producir una demanda de trabajadores tan grande como la que entonces existiría.”6 Los salarios serían altos y las utilidades bajas; el incentivo para acumular desaparecería y con él la saturación aparente de capital. No habría sobreproducción de bienes ni sobreacumulación de capital. Entre la acumulación y el consumo (o entre el ahorro y el gasto) existiría la siguiente relación: cuanto más acumulara el capitalista, menos gastaría improductivamente, y viceversa. Un cambio cualquiera en las proporciones de las corrientes del ahorro y del gasto implicaba un cambio en las cantidades de trabajo empleado en la producción de diferentes bienes y, por lo tanto, en sus valores de cambio. Este cambio resultante proporcionaba, como hemos visto, la fuerza equilibradora. La importancia del razonamiento de Ricardo (que aquí hemos simplificado mucho) era la siguiente: reforzaba la actitud en pro de la acumulación de capital al demostrar que su ritmo se regulaba por sí mismo, negaba la posibilidad de dislocaciones económicas por causas inherentes al sistema capitalista, puesto que dicho sistema se autorregulaba automáticamente, y corroboraba la distinción entre trabajo productivo e improductivo, que tenía un objetivo social y político definido. Era un razonamiento que aprobaba las tendencias del sistema vigente y contribuía a poner en su lugar económico adecuado toda la estructura de consumidores improductivos que habían representado un papel importante en el antiguo orden social. La principal finalidad del ataque de Malthus contra la teoría ricardiana era defender al consumidor improductivo. Históricamente, pues, fue un ataque reaccionario. Malthus defendía una formulación primitiva, smithiana, de la teoría del valor en una época en que el capitalismo estaba suficientemente avanzado para requerir una teoría más consecuente. Malthus, como Smith, probablemente pensaba en función de una estructura social permanente que tuviese las características de la etapa de transición del siglo XVIII. Parece que aspiraba a una especie de equilibrio entre los elementos Whig* aristocráticos y de la primitiva burguesía industrial en un tiempo en que ya era inevitable la victoria definitiva de estos últimos. La teoría de Ricardo fue, por esa razón, manifiestamente superior, pues era apropiada a la dirección de la evolución económica de la época. Pero Malthus tuvo también que demostrar, para sus fines, que el sistema capitalista no se equilibraba a sí mismo de un modo automático y, por lo tanto, tuvo que tomar la actitud aparente de un crítico de dicho sistema. La contribución de Malthus es interesante precisamente porque la defensa de las contribuciones precapitalistas tenía que 172 combinarse no sólo con la aprobación en general del capitalismo, sino también con la revelación de algunas de sus posibles fallas. El intento de Malthus de demostrar que la acumulación de capital podía ir demasiado lejos, comienza con un ataque al método de Ricardo y a su teoría del valor. El ataque no es particularmente importante por sí mismo, sino en su relación con la tesis de Malthus. En la introducción a sus Principios de economía política (1820), subraya la diferencia que hay entre el material de la ciencia económica y el de las ciencias exactas, y advierte a sus lectores que las proposiciones de la economía política no pueden tener nunca el mismo carácter que “las que se refieren a cifra y número”.7 En la correspondencia que sostuvieron entre sí Ricardo y Malthus se refieren con frecuencia a las diferencias de método que parecían revelar sus diferentes conclusiones.8 Ninguno de ellos, a lo que parece, deseaba demostrar la superioridad de un método sobre otro, como tal, en absoluto. Lo que deseaban dilucidar era la razón por la cual, no obstante aceptar ambos tantas proposiciones fundamentales, llegaban a conclusiones diferentes en un problema práctico tan importante como el de la sobreproducción. Esta diferencia fue la que condujo a Malthus a recalcar la necesidad de premisas suplementarias desprendidas de material empírico nuevo, en la discusión de los problemas de corto plazo, mientras que Ricardo seguía apoyándose en los procesos a largo plazo que podían ser adecuadamente explicados por deducciones sacadas de las premisas iniciales. La controversia no tuvo por base la oposición entre los métodos deductivo e inductivo, sino las diferencias de opinión acerca de la aplicación correcta de un aparato analítico de un grado determinado de abstracción. Pero esta diferencia se debía, sin embargo, a otra más profunda en el objetivo último. Las objeciones de Malthus a la teoría del valor, de Ricardo, tienen una relación más directa con el punto que en realidad se decidía entre ellos. En realidad, Malthus no formuló una teoría del valor que pudiera oponerse seriamente a la de Ricardo. Lo que hizo fue aprovecharse de algunas de las confusiones de Adam Smith y modificar la teoría del valor-trabajo para controvertir las conclusiones que Ricardo sacaba de ella y que servían de apoyo al teorema de Say.9 El resultado, en lo que respecta a la teoría del valor, es más confusión; pero permitió a Malthus descubrir algunas de las inconsecuencias de Ricardo en lo relativo a la teoría de la plusvalía. A lo largo de la obra de Malthus se entremezclan muchas teorías del valor. En uno de sus primeros escritos, Observations on the Effects of the Corn Laws (1814), censuró a Smith por considerar la cantidad de trabajo que un bien podía requerir como la medida de su valor; pero él mismo usó después la definición del valor de Smith, según la cual el valor es la capacidad de disponer de otros bienes, incluso de trabajo. Pensaba que cuando el valor de un objeto se estima por la cantidad de trabajo de una calidad determinada (por ejemplo, trabajo diurno ordinario) de que puede disponer, parecerá ser, incuestionablemente, la mejor de todas las mercancías, y reunir mejor que ninguna otra las cualidades de una medida real y nominal del valor cambiable.10 En otros escritos afirma también que la cantidad de trabajo, tanto pasado como presente, necesario para producir mercancías determina el valor de éstas. Más tarde 173 desarrolló una teoría del costo de producción que es interesante porque incluye las utilidades. Al definir el valor como la cantidad de trabajo acumulado y presente más las utilidades (que, según Malthus, era lo mismo que la cantidad de trabajo que la mercancía podía comprar), demuestra que, en realidad, trataba de superar el dilema ricardiano del origen del excedente. La dificultad que había surgido en la formulación de Ricardo no se vence incluyendo las utilidades en el valor; pero con su definición demostró Malthus que una mercancía atraía más trabajo del que estaba incorporado en ella. De esta suerte, formuló una teoría del cambio como explotación cuando el cambio tiene lugar entre el capital y el trabajo, que podía deducirse de las premisas de Ricardo. Malthus estuvo en las mejores condiciones para hacerlo, destruyendo así la teoría original de Ricardo, porque éste no había establecido la distinción entre precio y valor, resultado de la existencia de diferentes estructuras de capital. Malthus emplea esta definición del valor para desarrollar el concepto de demanda efectiva, o sea la que es bastante grande para obtener una oferta constante (o, en otras palabras, un proceso continuo de producción). Consideraba la demanda efectiva de una mercancía como la cantidad de trabajo que podía comprar por lo común, porque esa cantidad representaba el volumen de trabajo más las utilidades que eran necesarias para producirla. Dicho de otro modo, la producción dependía de la existencia de demanda efectiva, esto es, de demanda que permitía al productor cubrir un costo definitivo con anticipos del capitalista en forma de salarios, materias primas y capital más una utilidad de acuerdo con la tasa dominante. Desde este punto lanza Malthus su defensa del consumo improductivo y su ataque contra la teoría ricardiana de la acumulación. El requisito necesario para que la producción no se interrumpa, es que el productor pueda vender su producto en su valor en el sentido malthusiano, es decir, a un precio que cubra los gastos más la utilidad. ¿Cómo es posible —pregunta Malthus— satisfacer ese requisito? Habiendo descubierto una posible explicación a la teoría ricardiana del cambio entre el capital y el trabajo, Malthus comete el error de considerar todo cambio similar al que había postulado entre capital y trabajo. Siguiendo a Smith, considera los cambios entre bienes y trabajo la forma más frecuente de cambio como tal. “Ahora bien, no puede discutirse que, de todos los objetos, aquel por el que se da en cambio una masa mayor de valor es el trabajo, ya sea productivo o improductivo.”11 Después de este comienzo, todo lo demás se sigue de un modo natural. El capitalista que compra trabajo productivo paga por él, por definición, menos de lo que se propone obtener por el producto de ese trabajo; pero de los trabajadores que emplea no puede obtener un precio que produzca eso. También por definición, la suma de los salarios que se les pagan es menor que la suma de los valores de sus productos. La demanda de los trabajadores nunca puede ser bastante grande como para permitir al capitalista obtener su utilidad y, por lo tanto, nunca puede ser lo bastante grande para asegurar una producción ininterrumpida. Ni el cambio entre capitalista y capitalista puede proporcionar ese incentivo para producir. Ambos venden sus productos a un precio que incluye la ganancia, de suerte que, aunque puedan engañarse ocasionalmente el uno al otro, a fin de cuentas no queda ningún incentivo.12 Si 174 el productor ha de confiar en la demanda de sus compañeros productores y de sus obreros, se llegará al estancamiento. Malthus encuentra una solución en el consumo improductivo: es éste el que permite que la demanda siga siendo efectiva. “Es absolutamente necesario que un país con gran capacidad de producción posea un sector de consumidores improductivos.”13 Estos consumidores permiten al capitalista obtener la utilidad sin la cual dejaría de producir y que no puede hallar en el mercado que le ofrece la demanda combinada de los trabajadores y de los otros capitalistas. Otra solución sería que los capitalistas mismos consumieran el exceso de productos. “Pero dicho consumo —pensaba Malthus— no era compatible con los verdaderos hábitos de la generalidad de los capitalistas”, quienes siempre estaban procurando ahorrar una gran fortuna y cuyos intereses comerciales no les brindaban la oportunidad de gastar improductivamente en escala suficiente.14 La necesidad de consumidores improductivos se hace aún más patente cuando consideramos su función a la luz de la acumulación de capital que tiene lugar en un país progresista. Malthus afirmaba que “el intento de acumular con mucha rapidez, que necesariamente implica una disminución considerable del consumo improductivo, debería frenar prematuramente los progresos de la riqueza, debido a los grandes perjuicios que sufrirían los móviles habituales de la producción”.15 La acumulación rápida, o ahorro, disminuye la eficacia de la válvula de seguridad del consumo improductivo. En consecuencia, disminuye la demanda efectiva y destruye el incentivo para producir. No podía negar Malthus que era importante mantener cierto grado de acumulación para mejorar la capacidad productiva y aumentar la riqueza de la comunidad; pero pretendía que la acumulación podía ser llevada al exceso y que era necesario mantener un equilibrio adecuado entre el ahorro y el consumo, si bien su análisis de la forma en que podía lograrse tal equilibrio no fue muy detallado. Enumeró muy detalladamente las diferentes clases de consumidores improductivos. Los terratenientes son los primeros. Aunque sacan su renta de los capitalistas, desempeñan una función muy útil, pues pueden ejercer una demanda que no está equilibrada por la producción. Además, debe haber una gran cantidad de sirvientes, estadistas, soldados, jueces y abogados, médicos y cirujanos, y clérigos, que sumen su demanda a un total que de otra manera sería deficiente. Podían ser trabajadores improductivos —Malthus no rompió con la clasificación de Smith y de Ricardo—, pero sin ellos no habría demanda efectiva. Cosa sorprendente en la teoría de Malthus es que no presenta el sistema económico como autocorrector. A menos que se mantenga una clase numerosa de consumidores improductivos, habrá inevitablemente periodos de sobreproducción y estancamiento. Por primera vez, al menos en la teoría económica inglesa, se admitió la posibilidad de crisis suscitadas por causas inherentes al sistema capitalista. La oposición de intereses entre el capital y el trabajo es expuesta de manera aún más impresionante que en Ricardo. “En verdad es de suma importancia señalar que ninguna capacidad de consumo por parte de la clase trabajadora podrá proporcionar por sí sola un estímulo para el empleo de capital.”16 175 Pero el nuevo papel que su teoría asigna a los consumidores improductivos es igualmente notable y refleja con mayor exactitud la intención de Malthus. Es tentador ver en ese argumento (precursor de muchas teorías del subconsumo) un intento de conciliar el antiguo y el nuevo orden social. Malthus se inclina en favor de la industria capitalista, pero no le agrada su función revolucionaria vis-à-vis de los restos del feudalismo. Está dispuesto a aceptar el capitalismo porque trae consigo un aumento de la producción. Ha visto su triunfo virtual en Inglaterra y comprende que es inútil atacarlo radicalmente; pero tiene que encontrar en él un lugar seguro para las clases a las que el capitalismo relegó a una situación económica muy inferior. De ahí la actitud protectora del “sacerdote aristócrata”, su cariño por los terratenientes, por su prodigalidad al conservar gran número de dependientes (retainers), su deseo de obras públicas y su complacencia para con la deuda del gobierno. Los reformadores sociales contemporáneos que aclaman a Malthus como uno de sus precursores pasan por alto más de la mitad de su obra. El tipo de sociedad que emerge de sus escritos no siempre es un espectáculo agradable. La clase trabajadora asedia constantemente los medios de subsistencia; el capitalista paga a sus trabajadores un salario inferior a los valores que producen, que apenas les alcanza para sobrevivir. La sociedad se salva de la destrucción por una numerosa clase de consumidores improductivos que, en tal sistema, son poco más que parásitos. Así pues, en resumidas cuentas, Malthus era un reaccionario. La forma particular como se manifestó estuvo determinada por el grado muy elevado de desarrollo que el capitalismo había alcanzado en Inglaterra. La defensa de los intereses precapitalistas implicaba en aquella etapa un ataque al propio capitalismo, e implicaba también, si había de tener alguna consecuencia, penetrar considerablemente en el funcionamiento del sistema capitalista. No es casualidad que, en las condiciones mucho menos avanzadas de Alemania, una reacción análoga tomase una forma romántica y mística, mientras que en Francia, con la experiencia de la gran revolución como fondo, la crítica económica, formalmente emparentada con la de Malthus, asumiera un sentido político. Sin embargo, aún sigue siendo cierto que, desde el punto de vista estrictamente lógico del desarrollo de los instrumentos analíticos, la teoría malthusiana ha sido justamente rescatada del olvido por autores contemporáneos, principalmente por Keynes. Cualesquiera que hayan sido los móviles y las conclusiones del propio Malthus, sus ideas —o quizás mejor las ideas intercambiadas entre él y Ricardo en su famosa controversia— revelan una preocupación temprana por uno de los problemas más importantes de la economía moderna: la determinación del nivel de la demanda total. 3. LOS ROMÁNTICOS ALEMANES a) Las fuentes del romanticismo: Burke, Fichte. Malthus vivió en el ambiente de una industria capitalista floreciente y de un análisis económico penetrante. Su reacción contra la escuela clásica revela la fuerza de aquel ambiente. Malthus libró una última batalla y 176 comprendió que el capitalismo y el utilitarismo habían de ser aceptados. Al principio, fue todavía discípulo fiel de la escuela clásica: los argumentos del Ensayo sobre la población llegaron a ser parte integrante de su tradición. Pero cuando vio que el progreso del capitalismo amenazaba los intereses que le importaban, se convirtió esencialmente en un apologista del feudalismo sobre bases capitalistas y utilitarias. El movimiento inglés de reforma social (que surgió más tarde sobre la base no intervencionista del clasicismo económico), y cuyo principal exponente fue John Stuart Mill, fue una forma más feliz de esa misma transacción. La referencia explícita de Mill a la influencia de Coleridge es una prueba más de la similitud esencial del movimiento. Ni la práctica ni la teoría del capitalismo estaban muy desarrolladas en la Alemania de comienzos del siglo XIX: quienes se oponían al intento de llevarla, tanto económica como intelectualmente, al nivel de sus vecinos, no se vieron obligados desde el principio a someterse a la economía política clásica y a la filosofía de que formaba parte. Como su contraparte literaria, la escuela romántica alemana de economía política no necesitó tener ningún trato con la filosofía del capitalismo. Los economistas románticos todavía no libraban una batalla perdida contra el capitalismo: no necesitaron hacer mucho caso de su teoría económica. El retraso en el desarrollo del ambiente económico alemán explica la reaparición tardía, y muchas veces desfigurada, de batallas ideológicas que ya se habían decidido en otras partes; explica el nacimiento de la economía política romántica, y siguió actuando a lo largo del siglo XIX. Comparado con Malthus, el movimiento romántico en la doctrina económica produce una obra de un nivel teórico marcadamente inferior. Difícilmente podía ser de otra manera, pues su finalidad no era el conocimiento de la realidad y su representación en un sistema científico coherente. Como si las obras de los líderes de la escuela no lo proclamasen por sí mismas, un admirador contemporáneo del romanticismo político nos dice que su “ciencia” rechazaba el análisis lógico.17 Podría argüirse que cualquier tipo de doctrina económica y política producido sobre tales bases no tiene cabida en la historia del desarrollo de la ciencia económica. Y este argumento podría apoyarse por el hecho de que el estudio de la economía en los países donde es sólida la tradición liberal no suele interesarse por las vaguedades de los románticos alemanes. Pero aunque las universidades las ignoren, su fuerza, o por lo menos la fuerza de ideas análogas a las suyas, está lejos de haber muerto. En su país natal obtuvieron un triunfo retrasado que, aunque efímero, las hace acreedoras cuando menos a la crítica. Además, el tenor general de esas ideas está especialmente adaptado a todo movimiento político que necesita apoyarse en el oscurantismo en cuestiones intelectuales y en métodos totalitarios en lo que respecta al gobierno. Por consiguiente, esas ideas no dejan de tener, desgraciadamente, sus concomitancias con el mundo contemporáneo.18 Puede preguntarse, para empezar, cómo un cuerpo de ideas que confiesa abiertamente su falta de lógica y su desprecio por el conocimiento racional pudo ejercer alguna vez gran influencia. En realidad, el pensamiento social romántico jamás pudo en el pasado sobrevivir a la crítica. Fue efímero aun en Alemania, al comienzo; y después de mediado el siglo XIX tuvo general aceptación una versión de la economía política 177 inglesa. La desaparición del romanticismo en aquel tiempo, y su recrudescencia de vez en cuando desde entonces, indican que hay dos circunstancias (relacionadas la una con la otra) desfavorables para la existencia de ilusiones económicas y políticas. Una es la expansión económica y la elevación casi universal del nivel de bienestar. La otra es la libertad de investigación científica. Poco necesita decirse de la primera. Es un hecho bien conocido que el irracionalismo tiene un gran estímulo en la depresión económica. Sólo cuando los hombres desesperan del futuro están expuestos a perder la fe en el poder de la razón humana para comprender y resolver sus problemas. El segundo factor es de un orden de importancia distinto. La desesperación material puede crear un medio favorable a las ilusiones; pero mientras queda algo de pensamiento racional, las ilusiones no pueden persistir. Por lo tanto, la ilusión romántica tiene que ser enemiga implacable del pensamiento racional, no sólo en teoría, sino también en la práctica. Una condición para la existencia continuada del romanticismo político es que no haya pensamiento racional. La razón, la investigación científica y la atmósfera de libertad en que únicamente pueden florecer, tienen que ser abolidas en sentido literal para que la ilusión consolide su poder sobre las mentes de los hombres. El progreso económico del siglo XIX, que convirtió a Alemania en un país industrial y capitalista, también liberalizó su estructura política y social y creó el ambiente institucional que hace posible el análisis racional del proceso económico. Cuando, en los “treintas”, cesó ese análisis racional y fue remplazado por innumerables variantes de la ilusión romántica, ocurrió así porque su existencia se había hecho físicamente imposible. Lo que quedaba del pasado fue desalojado por los enormes medios de que dispone la propaganda contemporánea; y el creciente vacío de ideas lo llenaron las de una época más primitiva. Juzgada según patrones ingleses y franceses, Alemania era, a principios del siglo XIX, un país económicamente atrasado. Su base económica era una agricultura feudal. Sólo contaba con una industria primitiva regida por reglamentaciones gremiales de la Edad Media. Políticamente, el rasgo distintivo era la existencia de multitud de pequeños Estados gobernados por príncipes absolutos. La política económica reflejaba esas condiciones. Abundaban las reglamentaciones que obstruían la industria y el comercio. Cada Estado particular había ido tan lejos por el camino mercantilista, que poseía una moneda “nacional” para su propio territorio y practicaba un proteccionismo rígido vis-àvis de los demás Estados alemanes. Friedrich List se lamentaba de que los comerciantes y los industriales alemanes tenían que gastar la mayor parte de su tiempo en tratar de vencer las enfadosas alcabalas y de modificar las reglamentaciones. Para el mundo exterior, sin embargo, Alemania no era una unidad económica cerrada. No había dirección central, y los artículos extranjeros, fabricados en condiciones más adelantadas por Inglaterra y Francia, encontraban un mercado alemán disponible. Los ojos de los negociantes y de los teóricos se volvieron hacia sus afortunados rivales, y se suscitó una viva discusión acerca de las causas del atraso alemán. La teoría y la práctica de las sociedades inglesa y francesa fueron ávidamente examinadas con la esperanza de encontrar en ellas rasgos que pudieran ser imitados con provecho. Las teorías económicas de Smith y de Ricardo, la filosofía de los utilitaristas y las reformas 178 políticas de la Revolución francesa empezaron a influir en la mentalidad de la gente. La naciente clase mercantil alemana encontró en ellas la expresión de sus propios intereses y de los de toda la comunidad, y surgió un movimiento, en estrecha alianza con el que propugnaba la unidad nacional y el liberalismo político, que tendía hacia el liberalismo económico en la teoría y en la práctica. Su forma inmediata implicaba medidas que no eran compatibles con la política económica clásica de los ingleses, pero en esencia fue un intento para trasplantar la teoría económica liberal a un medio algo diferente de aquel en que primero había florecido. El movimiento romántico nace como reacción contra la influencia que el clasicismo económico inglés estaba empezando a ejercer. Para su teoría y su política económicas podía inspirarse en la tradición mercantilista y cameralista, y para elaborar una filosofía social que le sirviera de base, de su propia concepción de la Edad Media sacó una teoría que se oponía a la filosofía de la ley natural y a su derivación utilitarista. Los dos filósofos políticos que más influyeron sobre los románticos fueron Johann Gottlieb Fichte y Edmund Burke. Ninguno de ellos fue, en realidad, un romántico ni un medievalista, pero sus ideas eran lo bastante complejas para servir de inspiración a escuelas ideológicas opuestas. Es difícil comprender la admiración por Burke, que fue una característica tan sorprendente de los economistas románticos. Burke pertenecía esencialmente a la tradición de donde nació el liberalismo inglés, la tradición de Locke y Adam Smith; participaba de la duda utilitarista sobre la eficacia de la acción gubernamental, era partidario del librecambio, y adoptó una actitud liberal hacia la India y las colonias de Norteamérica. Toda su obra se inspira en el espíritu de la constitución inglesa. Como alguien ha señalado, su Thoughts on Scarcity pudo haber sido escrito por Adam Smith.19 En Burke, empero, existe una vena conservadora y aristocrática. No obstante su nointervencionismo, en el terreno práctico tenía mejor opinión de la fuerza e importancia de las finanzas del Estado que Adam Smith. Por razones de conveniencia deseaba también una iglesia rica y financieramente independiente. Concedía gran importancia a los derechos de propiedad, implícitamente salvaguardados en toda la economía política clásica. No consideraba capaces de gobernar a las clases inferiores, pensaba que únicamente la propiedad podía ser base del gobierno y concedía a la propiedad territorial un lugar de honor. Esta actitud de Burke podía desligarse de la base capitalista y utilitarista sobre la que estaba sustentada, para aplicarse a un propósito reaccionario. El Burke a quien admiraban los románticos alemanes no era el autor de Pensamientos sobre la escasez, sino el de Reflexiones sobre la Revolución Francesa.* Burke estaba alarmado por la influencia de la Revolución francesa sobre el pensamiento utilitarista inglés. Admitía las consecuencias de la Revolución inglesa de 1688, pero temía los efectos del nuevo fervor revolucionario sobre el dominio que la burguesía tenía firmemente establecido en Inglaterra. Ningún otro documento en la historia del pensamiento político muestra con mayor claridad que Reflexiones la desaparición del propósito revolucionario que había inspirado al pensamiento liberal antes de su triunfo. En él se conservaba aún la actitud utilitarista hacia el gobierno. Burke no se revierte a las 179 doctrinas que Locke había rechazado. Aún consideraba a los reyes como servidores del pueblo y creía que su poder tenía una base utilitaria. No atacó la declaración de los derechos del hombre porque se basara en una teoría errónea de los objetivos del gobierno, pero la desaprobaba porque no tenía en cuenta la conveniencia política. Su actitud antidemocrática era la del estadista práctico que negaba que los escribas que habían inspirado la Revolución francesa y los ignorantes políticos que la habían realizado fuesen los mejores jueces del interés general. Su actuación había producido malos resultados, y la norma pragmática era la única que podía aplicarse a los problemas políticos. Hay que impedir que la doctrina de la soberanía del pueblo conduzca a los mismos errores que la del derecho divino de los reyes. No debe empleársele para defender acciones que consideran productoras de males quienes tienen experiencia de la dirección política. El hombre adquiere ventajas y derechos al entrar en sociedad, pero también renuncia a otros derechos. La facultad de elegir a sus representantes no le da la de destruir toda la estructura gubernativa. Estabilidad, tradición, historia, dice el conservador que hay en Burke, son tan importantes como los derechos abstractos del gobierno popular. Una condena de la Revolución francesa por tales motivos fue bien acogida por la reacción alemana. Ignorando por completo que Burke estaba conforme con lo esencial del utilitarismo y del capitalismo (lo cual es la parte más importante de él), los románticos se fijaron en sus cualidades conservadoras y rechazaron el liberalismo individualista, que veía en el Estado sólo una institución utilitaria. En 1793 Friedrich Gentz tradujo Reflexiones al alemán, e inmediatamente se convirtió en una de las principales fuentes del romanticismo. Su otra gran inspiración procedía de la filosofía política de Fichte. En 1796 apareció su libro Fundamentos del derecho natural según los principios de la doctrina de la ciencia, que daba una interpretación del derecho natural no muy diferente de la conservadora de Burke sobre el utilitarismo. Fichte estaba también dentro de la tradición de Locke; pero, al igual que Burke, no sacó conclusiones democráticas de la filosofía del derecho natural. Las experiencias de la Revolución francesa se combinaron con la situación de Alemania para llevarlo a una concepción del Estado que pudieran utilizar los románticos. Según Fichte, “a consecuencia del contrato de asociación el individuo se convierte en una parte de un todo organizado, fundiéndose de este modo en unidad con él”.20 Al Estado se le describía mejor como un “producto natural organizado”, cada una de cuyas partículas sólo tenía existencia por virtud de su participación en el todo.21 La importancia del organismo del Estado se hizo aún más pronunciada en los escritos posteriores de Fichte. Partiendo de una concepción aristotélica del Estado, llegó a considerarlo como una entidad especial independiente de los miembros individuales que lo componían. De aquí se deriva la concepción totalitaria de los románticos. b) Gentz, Müller. Ya hemos mencionado a uno de los caudillos del movimiento romántico. Federico Gentz (1764-1832) fue un político que empezó como ardiente admirador de los liberales ingleses y de la Revolución francesa. Aun después de haber 180 traducido a Burke y de haberse convertido en crítico de la revolución, siguió siendo un creyente de las partes liberales, así como de las conservadoras del pensamiento de Burke. Durante algunos años continuó defendiendo la libertad de prensa y la libertad de comercio. No creía que la supremacía internacional de Inglaterra en el comercio internacional fuese perjudicial para el resto de Europa, como creyeron los proteccionistas posteriores. Económica y políticamente, Inglaterra representaba una estructura ideal que juzgaba que debía estudiarse cuidadosamente. Compartía el optimismo de Adam Smith y creía que el triunfo de los principios económicos de éste curaría los males políticos y traería la paz. Pensaba que el egoísmo era el móvil principal de la conducta humana, y estaba seguro de que la providencia hacía que cada individuo contribuyese al bien común aun cuando sólo buscase el propio. Su fe en la posibilidad del progreso perpetuo le hizo menospreciar la Edad Media y aclamar el descubrimiento de América. Sin embargo, ni aun en esta primera etapa de su vida aceptó Gentz íntegramente el liberalismo económico. Subrayó el abandono del librecambio por Adam Smith cuando estaba en juego la defensa. Consideraba antinatural el progreso del comercio, de la industria y de la agricultura científica, aunque no podía negar su utilidad. Acogió con agrado las posibilidades que brindaba América, pero no porque trajera mayores oportunidades de comercio. Ni el oro ni la plata ni los monopolios comerciales ni el mayor poder político de las metrópolis eran los verdaderos beneficios que producían las colonias, sino el tremendo impulso que recibían nuevas actividades y relaciones humanas. Pero a la importancia concedida a los valores ideales del liberalismo no tardó en sucederla una condenación completa de sus preceptos políticos y económicos. Comenzó entonces lo que un autor llamó un proceso de ‘’desecación”.22 El político ambicioso y capaz que había en Gentz se impacientó por la constante atención a la opinión pública que exigía el liberalismo democrático. El contacto con la poderosa máquina estatal austriaca le dio una idea de las funciones del gobierno que no era compatible con las doctrinas de Smith. Gentz intentó llegar a una transacción subrayando el poder de las finanzas públicas para encauzar la actividad económica de la comunidad en conjunto. Era decidido partidario de la tributación indirecta como instrumento de la política del Estado. Pensaba que la tributación directa tendría que ser constantemente modificada para que no resultase anticuada. De aquí sólo había un corto paso a la defensa que Gentz hizo de las heredades feudales, las cuales —decía— constituían un ejemplo para los agricultores. En la teoría del dinero que Gentz formuló se pone en evidencia el excesivo poder atribuido al Estado. Gentz fue un denodado defensor del papel moneda inconvertible y se opuso a las ideas de Ricardo y del Comité Metalista (Bullion Committee). Bajo la influencia de su amigo Adam Müller, expuso la opinión de que la palabra del Estado era lo único que convertía en dinero cualquier cosa, ya fuese papel o metal. Esta opinión, que más tarde reelaboró Knapp para convertirla en la teoría del dinero como producto del Estado, se convirtió en una característica común de todo el pensamiento económico romántico. 181 Su fe creciente en el Estado fuerte le hizo volver los ojos a la Edad Media en busca de inspiración, y aunque no fue tan lejos como sus colegas románticos, en sus últimos escritos se destaca cada vez más una concepción idealizada del feudalismo. La influencia de Müller se hizo más fuerte y su propio sentido práctico desapareció gradualmente. Quien en otro tiempo había sido un admirador de Burke acabó siendo un reaccionario completo. Llegó a ser amigo y confidente de Metternich, y dedicó sus dotes de estadista a la opresión y la intriga. Perdió hasta el último vestigio de liberalismo, y hasta prescindió de las excusas idealistas que le habían servido para ocultar su temprano repudio de los principios liberales. Pasó los últimos años de su vida con un temor constante a la revolución, y murió maniático, amargado y odiado. Gentz fue el político de la escuela romántica. Su amigo Adam Müller (1779-1829) fue el teórico. Müller estuvo olvidado casi por completo hasta que los nazis alemanes, puestos a buscar antecesores teóricos, redescubrieron sus doctrinas. Müller nació en Berlín, recibió sus mejores estímulos en la Universidad de Gotinga y durante algunos años fue crítico literario, autor y catedrático. Tuvo amistad con muchos políticos y con los líderes del romanticismo literario. Participó algo en política, sobre todo, brindando el apoyo de su talento literario a la política reaccionaria de los terratenientes, que se oponían entonces a las reformas liberales. Mediante la influencia de Gentz ante Metternich, obtuvo cargos públicos en Viena, donde pasó los últimos años de su vida. Para enjuiciar las ideas de Müller, es importante recordar su carrera. Aunque había aprendido de sus maestros de Gotinga el desagrado por la filosofía del derecho natural y por el liberalismo, sus esfuerzos literarios no estuvieron desligados de sus actividades políticas. A pesar de sus vaguedades, de su estilo extravagante y de su calidad “poética”, los escritos de Müller eran armas destinadas a ser usadas en las luchas políticas. Müller no llegó a meterse en el corazón de la política. Carecía de la experiencia y la inteligencia práctica de Gentz, pero conocía la política lo bastante para saber la función que desempeñaban sus artículos y su cátedra. Metternich le confió muchas gestiones diplomáticas, y sería erróneo pensar que un hombre tan ambicioso y que podía aprovechar hábilmente las oportunidades políticas para mejorar de posición, tuviera la cabeza en las nubes cuando escribía sobre teoría política. La reacción luchaba con todas sus fuerzas contra la marea del liberalismo, y sabía lo que valía un aliado en el frente literario que emplease el lenguaje a la moda del romanticismo y ocultase la cruel realidad de la opresión detrás de palabras altisonantes, pero vagas, que apelaban al idealismo de la gente. Adam Müller no empezó como un romántico de todo corazón. Su primera obra como crítico literario fue una reseña de Der geschlossene Handelsstaat (1800), de Fichte. En este libro Fichte aplicaba a los problemas económicos su transigencia entre el individualismo y el Estado. El derecho natural seguía siendo aún la base del Handelsstaat, pero Fichte rechazaba el laissez faire porque el poder estaba distribuido con demasiada desigualdad. Esto le llevó a trazar un plan para una Utopía donde concebía la función del Estado en un sentido más que utilitario. El Estado no sólo tenía el deber de proteger la propiedad de cada miembro, sino el de garantizar que cada uno de 182 ellos tuviera en propiedad aquello que por derecho natural le pertenecía en virtud de sus aportaciones al trabajo de la comunidad. El Estado debía actuar positivamente para dar a sus individuos lo que necesitaban, y Fichte describe detalladamente la constitución del Estado que tendría la posibilidad de hacerlo. Para poder actuar de acuerdo con los dictados del derecho natural, el Estado tenía que ser unidad cerrada. Por esta razón, y a pesar de muchas coincidencias sobre puntos fundamentales, Fichte se oponía al cosmopolitismo y al librecambismo de Smith. No era sólo el nacionalismo lo que le hacía abogar por la autosuficiencia. La suspensión de todas las transacciones con el mundo exterior se consideraba indispensable, si el Estado ideal había de permanecer aislado de los choques que, inevitablemente, produce el comercio exterior. Fichte, como hoy los campeones más extremados de la autarquía, consideraba el comercio exterior no sólo como una fuente de dislocación económica, sino también como una causa de rivalidades nacionales que culminaban en guerras. Al examinar los mejores medios para aislar al Estado, Fichte insistía en la supresión del dinero metálico. Adoptó la opinión de que el dinero no tenía ninguna utilidad: el material de que está hecho es irrelevante, sólo es un símbolo y únicamente el Estado puede conferirle esa calidad. Después establecía una distinción entre Weltgeld y Landesgeld, el dinero mundial formado por metales preciosos, y el dinero nacional que el mandato del Estado ha hecho de general aceptación. Comprendía la naturaleza del comercio, de los precios y del dinero con claridad suficiente para darse cuenta de las consecuencias de su proposición de que no hubiera Weltgeld en su Estado ideal. Su Landesgeld tendría un valor fijo. Al aceptar la teoría cuantitativa del dinero, comprendió que ello implicaba precios fijos (su idea general de las funciones económicas del Estado ideal le condujo a revivir la noción del “precio justo”) y una unidad económica totalmente cerrada. En esto fue más consecuente que los partidarios posteriores de la teoría del dinero como producto del Estado; y fue perfectamente claro acerca de la relación entre su proposición y las prácticas vigentes. Insistió en que no le interesaba el papel moneda inconvertible que entonces existía: su Landesgeld se destinaba sólo al Estado ideal futuro. La reseña de Müller fue una crítica violenta de Fichte, que se oponía en absoluto a éste inspirándose en el espíritu de las doctrinas smithianas. Acusaba a Fichte de falta de realismo, de ignorar la economía política y de tener una actitud cerradamente aldeana. Comparaba desfavorablemente sus opiniones con la profunda penetración que Adam Smith logró de los procesos económicos y, sobre todo, ponía en duda el elogio que hacía Fichte de la sabiduría del Estado. Su defensa de Smith, debida probablemente a la influencia de Gentz, no mostraba indicios aún de las opiniones antiliberales de las que el autor pronto sería campeón. En realidad, si en los últimos escritos de Müller hay un pensamiento rector, es el de una reacción contra Adam Smith. De esas obras las dos más importantes son Elemente der Staatskunst (1809) y Versuch einer neuen Theorie des Geldes (1816), que contienen la esencia de la filosofía social y económica del autor. Es difícil destilar esa esencia de la mezcla caótica de ideas que Müller propugnó; ni cuando se ha logrado aislar ciertas 183 nociones básicas, es fácil darles una expresión precisa y exacta. Müller no dejó nunca de respetar a Smith, pero atacó a sus incondicionales discípulos alemanes. Decía que éstos habían importado sólo el esqueleto de la teoría de Smith, y que habían tratado de aplicarla sin tener en cuenta la diferente naturaleza del Estado alemán. Pensaba que Smith había hecho generalizaciones indebidas de la experiencia inglesa; había sido influido excesivamente por el carácter industrial y urbano de la civilización inglesa, y había elevado ilegítimamente la práctica del cambio a la categoría de principio natural. Esto le había hecho mirar a la comunidad desde el punto de vista de los intereses egoístas de los individuos. Müller destaca el altruismo y la religión contra lo que considera el egoísmo y el materialismo de Smith. Creía que el Estado debía ser considerado como un organismo; los individuos, que son las células, no podían concebirse fuera de la totalidad del Estado, los Volksganzes. Esto es todo cuanto puede decirse de la idea que Müller tenía del Estado. ÉI mismo afirmaba que era imposible encerrar la naturaleza del Estado en palabras y definiciones. Cada nueva generación, cada gran hombre le da una nueva forma y hace inadecuada la antigua definición. Müller desprecia los conceptos muertos, como él los llama. “Vom Staate aber gibt es keinen Begriff” (pero del Estado no puede haber concepto); de ese ente sublime solo puede haber una idea que está en movimiento y crecimiento constantes.23 Müller, sin embargo, pasa a dar una definición. “Todo hombre se encuentra en el centro de la vida cívica: tiene tras sí un pasado que debe respetarse, y ante sí un futuro que debe cuidarse. Nadie puede libertarse de esta cadena… Por último, el Estado no es meramente una institución artificial, ni precisamente una de las mil invenciones agradables y útiles de la vida cívica; es la totalidad de esa vida cívica misma, necesaria en cuanto hay hombres, inevitable…”24 Éstas son sus tres proposiciones fundamentales destinadas a explicar la relación del individuo con el Estado. Llevan a la conclusión de que sin el Estado el hombre no puede “oír, ver, pensar, sentir, amar; en suma, no puede ser pensado de otro modo que dentro del Estado”.25 Las dos ciencias sociales son el derecho y la sabiduría; incluyen la política y la economía, y las une la religión. A Dios debe concebírsele como el juez supremo y el supremo pater familias. Sin la religión, la actividad económica pierde su objetivo final. La producción se emprendería por sí misma y por el amor de Dios, mas no por la recompensa material que reporta. Las dificultades de la vida económica surgen, sobre todo, porque los hombres se olvidan del poder divino. El trabajo no es la única fuente de producción. Sólo es el instrumento al que hay que añadir el poder (que viene de Dios) y los apoyos materiales de la propiedad de la tierra y del capital ya existente. Este énfasis religioso es muy marcado en los escritos de Müller. Su Elemente fue publicado cuatro años después de haber ingresado su autor en la Iglesia Católica Apostólica y Romana, y en todos sus escritos subsiguientes infundió el género de catolicismo que tan estrechamente vinculado estaba con la política austriaca de la época. La opinión que Müller tiene del Estado es una parte esencial de sus teorías económicas. Como vocero de la reacción, idealizó la Edad Media. El Estado orgánico ideal, en el que los derechos y los deberes eran instintivos en todos los miembros de la 184 comunidad, en el que cada uno aceptaba su situación y las tres clases constituidas por los clérigos, los nobles y los burgueses (Müller nunca incluye a los campesinos) viven en armonía, es trasplantado a la Edad Media feudal. El hecho de que su predilección por lo medieval no chocase con su deseo de un Estado omnipotente revela hasta qué punto estaba idealizado el cuadro que Müller pinta del feudalismo. No obstante, sirvió como trasfondo contra el cual podía parecer menos reaccionaria la defensa que Müller hace de la propiedad feudal. Su teoría de la propiedad, la riqueza, la producción y el capital es bastante vaga e idealista. La propiedad —dice— debe concebirse en forma tal, que se evite la desafortunada separación de personas y cosas. La unión de éstas es una característica de un estado feliz, y se logra en el feudalismo. Cada hombre es, al mismo tiempo, persona y cosa: como persona, posee; como cosa, es poseído. El Estado es la persona que lo posee. La observancia estricta de la propiedad privada, tal como se entiende en el derecho romano, destruye la comunidad. El sistema feudal no reconoce la propiedad privada absoluta, sino sólo el usufructo. Es necesario conservar este aspecto de la propiedad, y Müller propone la unión del derecho feudal y el derecho anglorromano. “La agricultura, la propiedad territorial y la guerra abogarán constantemente por las relaciones feudales; la industria, el comercio, la propiedad mueble y la paz defenderán la propiedad privada estricta.”26 Ambas cosas deben estar presentes en el Estado orgánico; su nexo se hace necesario, sobre todo, por las exigencias de la guerra. Las instituciones feudales dificultan la industria y el comercio; pero como esas instituciones se basan en el principio de que no puede concebirse el Estado sin guerra, la limitación que imponen a la riqueza queda compensada por el espíritu bélico que infunden en todas las instituciones pacíficas. Por otra parte, aunque los derechos de propiedad privada parecen coartar el derecho feudal, la guerra adquiere mayor facilidad de operación por la existencia del interés financiero, que depende de los derechos de propiedad estricta. También define la riqueza en relación con el Estado totalitario. Todas las cosas tienen un carácter privado y un carácter cívico y, por lo tanto, un valor individual y un valor social. La riqueza es también al mismo tiempo propiedad privada y propiedad pública. No puede ser definida en relación con las cosas solamente: “Está en el uso tanto como en la propiedad.”27 La riqueza de una nación no puede calcularse en peso y número: éstos sólo demuestran que la riqueza puede crecer. Su existencia real puede percibirse sólo por el uso. El Estado no debe interesarse únicamente por las cosas tangibles, sino por la totalidad de los bienes materiales y no materiales, por las personas y las relaciones, todo lo cual constituye su riqueza. La producción, en el sentido económico clásico, consiste en aumentar los bienes materiales y los patrimonios privados. Adam Smith había razonado como si la riqueza de una nación fuese sólo la suma de las riquezas privadas de sus miembros, y por esta razón había aconsejado a los estadistas que adoptaran una política de laissez faire, que proporcionaría al interés personal el mayor campo de acción. El verdadero objeto de la economía política según Müller es doble: a) La multiplicación máxima de toda la utilidad de personas, cosas y bienes ideales; b) La producción e intensificación del “producto de productos”, o sea la unión económica y 185 social de la gran comunidad o familia nacional.28 Hace hincapié, sobre todo, en la producción nacional, en el interêt géneral más bien que en el interêt de tous, exactamente como la idea del Estado se basa no en la volonté de tous, sino en la volonté générale.29 Los factores de la producción no son la tierra, el trabajo y el capital, sino la naturaleza, el hombre y el pasado. Este último incluye todo capital, material y espiritual, que se ha acumulado en el transcurso del tiempo y está ahora disponible para ayudar al hombre en la producción. Los economistas —dice Müller— han tendido a ignorar el capital espiritual. El caudal de experiencia, legado de la actividad pasada, se pone en movimiento por medio del lenguaje hablado y escrito, y es deber de los eruditos conservarlo y aumentarlo. Todos estos elementos colaboran en toda producción, aunque su importancia varíe en las diferentes ramas de la misma. En agricultura, lo importante es la propiedad de la tierra; en industria, lo es el trabajo; en comercio, el capital, principalmente en su forma monetaria; y en la ciencia, el capital de ideas. Pero en todas ellas están presentes también los demás elementos. Se elogia el feudalismo porque su estructura social refleja la existencia de estos factores de la producción. La tierra conduce a la nobleza; el trabajo, a la situación de burgués, y el capital espiritual, al clero. En cuanto al capital material, en un principio estuvo vinculado al clero, pero la desintegración del feudalismo trajo la separación del capital material y del espiritual. El concepto de capital material empezó a invadir todos los demás factores y a ganar la supremacía sobre la totalidad de la vida cívica, alcanzando la mayor influencia en todas las esferas de la producción, por lo que los economistas empezaron a distinguir únicamente la tierra, el trabajo y el capital. La actitud de Müller ante la estructura económica resultante de su intención política, es manifiestamente incompatible con la política del laissez faire del clasicismo. Adopta las opiniones de Fichte, que en otro tiempo había criticado, y propone la autarquía total; pero, fiel a su romanticismo, tiene que vestir la política del Estado absolutista y de los terratenientes con un ropaje idealista. El patriotismo económico —dice— no debiera ser ni calculador ni imperativo; no será el equilibrio mercantilista entre el dinero que entra y el que sale, ni tampoco un mero cerrar la puerta a las mercancías extranjeras. Debe inculcárseles a los ciudadanos el amor por los bienes producidos en el país. Es deber del Estado despertar el orgullo nacional, el sentimiento de “unidad” con el Estado nacional en el campo económico. La utilidad, como cualidad atractiva de los bienes, tiene en cada país su propio significado especial. El gobierno debe procurar que las necesidades se cubran con productos nacionales. Una política económica inteligente debe mediar entre la producción y el consumo nacionales, estableciendo el equilibrio entre ellos, vigorizando el sentimiento del poderío nacional en cada ciudadano. El librecambio destruye la cohesión nacional, pues hace un ciudadano del mundo de cada miembro del Estado. Fichte deseaba aislar a su Estado ideal de los choques del mundo exterior; Müller quería hacer de él una unidad cerrada, porque de otro modo podía perder la obediencia ciega de sus ciudadanos. En los objetivos económicos nacionalistas aparecen aún de vez en cuando algunos elementos de semejante psicología anticosmopolita, y en los sistemas 186 totalitarios son, naturalmente, un ingrediente del aislacionismo espiritual y político, completamente ajeno de todo objetivo económico. Es probable que la aplicación más importante de todas estas ideas la haya hecho Müller en la teoría del dinero. En su Elemente examinó frecuentemente el dinero y dedicó un libro aparte a los problemas monetarios. Tampoco ahora es fácil extraer la idea principal de una selva de palabrería. Empero, grosso modo, tomó el principio fundamental de la distinción hecha por Fichte entre Weltgeld y Landesgeld, o Notiongeld, como la llama Müller. Formula una teoría mística de la naturaleza del dinero que lleva a pensar que éste es sólo la forma económica de la unión inevitable de los hombres en el Estado. Lo mismo que el Estado, liga entre sí a los hombres. Es el mediador entre el carácter personal y el cívico de las personas y las cosas: son dinero en la medida en que poseen valor social, pero sería erróneo pensar que sólo ellas son dinero. Todo lo que hay en un Estado, hombre u objeto, puede llegar a serlo. En realidad, uno de los principales indicios de que una nación es grande y poderosa consiste en que se convierten en dinero cada vez más personas y cosas individuales por el hecho de entrar en la relación social que constituye el Estado.30 Pero todo este simbolismo tiene una finalidad. Fichte había dicho en su Handelsstaat que no le interesaban las monedas que entonces circulaban; mas Adam Müller, que más tarde estuvo a sueldo de Metternich, estaba muy interesado en elogiar y justificar el papel moneda inconvertible que entonces existía, sobre todo el de Austria. “Si se me pregunta —dice— lo que es el dinero en Austria… diría que es una palabra imperial, una palabra nacional.”31 ¿Puede formularse una teoría para justificar el papel moneda inconvertible? Adam Müller no tiene dificultad en encontrarla. El dinero metálico es cosmopolita, forma un todo único con el comercio internacional, destruye los vínculos que deben unir indisolublemente a cada individuo con su Estado nacional. El papel moneda es nacional, es patriótico, es medieval. El dinero nacional expresa la cohesión y el poderío nacionales. También el crédito debía considerarse un factor nacional. El crédito nacional es un poder creador capaz de poner en movimiento el capital nacional; hay que considerarlo como otra expresión de la completa “Durchdrungenheit, Verschmolzenheit und Einheit zwischen der Regierung und der Nation”.32 Después de todo este misticismo, ¿qué instituciones políticas y económicas concretas defiende Müller? Quizá las únicas sugestiones económicas definidas que hace son el papel moneda, el proteccionismo, la exención de impuestos a la propiedad territorial (preguntar “cuánto vale una heredad —dice en un pasaje característico— es buscar la equivalencia momentánea de un valor eterno”).33 Políticamente, la concepción mística del Estado parece resolverse en la defensa de la unión de los terratenientes con ciertos sectores capitalistas y con los políticos profesionales reaccionarios para formar un Estado absolutista. La realidad que estaba tras las frases llenas de falso poder emotivo no era atractiva en los días de Müller, ni lo es hoy tampoco, y muy pocas veces se le permitía salir a escena. Sólo en un respecto desechó Müller la ocultación de su verdadero propósito, aunque lo atavió con vestiduras muy bellas; y como éste es también un propósito de sus imitadores modernos que rara vez es oscuro, es oportuno terminar este 187 examen de sus ideas con una selección de pasajes suyos relativos al mismo. “En la guerra de una potencia nacional contra otra [no de insolencia nacional contra impotencia nacional], la esencia y la belleza de la existencia nacional, es decir, la idea de la nación, se hace particularmente clara a todos los que participan en su destino.”34 “En una paz larga, desaparecerá la cualidad más bella e intensa de la unión social, porque los ojos de los ciudadanos se dirigen exclusivamente hacia las cuestiones internas. Esa unión sólo puede restablecerse después por una guerra prolongada que implique la necesidad de hacer frente al enemigo con una totalidad social.”35 “El primer objetivo de la política del gobierno habría sido mantener firmemente ese orgulloso espíritu guerrero, infundirlo en el llamado estado de paz, dejarlo penetrar en todas y cada una de las instituciones de la paz y en todas las ramas de la administración.”36 “La paz perpetua no puede ser un ideal de la política. La paz y la guerra deben complementarse entre sí como el reposo y el movimiento.”37 c) List. Antes de abandonar a los románticos es necesario mencionar a otro escritor que fue influido por ellos, pero que no pertenece a su escuela. Friedrich List (1789-1846) no fue un romántico ni representó, como Müller, los intereses de los terratenientes. En cierto sentido, es más correcto situarlo entre los clásicos, pues, no obstante su oposición a las doctrinas de Smith y de Ricardo, List representó en Alemania un movimiento teórico que tenía raíces sociales análogas a las de aquéllos. Müller había intentado unir el feudalismo con el capitalismo. Había dado por sentada la inevitabilidad de la evolución industrial y comercial, pero había querido someterla a propósitos feudales. List, por el contrario, fue el representante del capitalismo industrial naciente; pero mientras la edad más avanzada y los cimientos más sólidos del capitalismo inglés hicieron de Smith y de Ricardo librecambistas, la situación atrasada de Alemania hizo de List el apóstol del nacionalismo económico. Su alianza con el romanticismo puede atribuirse a que el nacionalismo que se vio obligado a adoptar lo llevó a oponerse a las doctrinas de Smith. En el camino, expresó muchas opiniones que recuerdan el romanticismo. Rechazó el cosmopolitismo liberal arguyendo que éste ignoraba la nación, sin la cual no podían existir los individuos. El “atomismo” de Smith no tuvo en cuenta el nexo nacional: al considerar al hombre, al productor y consumidor, había olvidado al ciudadano. La situación del individuo, aun como unidad económica, depende del vigor del poderío nacional. Y este poderío no puede calcularse en términos de valor de cambio. Lo importante para una nación y para los individuos que la componen no es tanto la cantidad real de riqueza material que poseen, como su capacidad productiva, o sea la aptitud para reponer, de preferencia con creces, lo que se ha consumido. Una opinión justa de la capacidad productiva de la nación tomaría en cuenta todos los recursos nacionales en sus relaciones mutuas. Todo esto, combinado con otras manifestaciones del nacionalismo de List (tales como el pangermanismo y su aprobación condicionada de la guerra), muy bien pudo haberlo dicho un romántico puro; pero la manera como lo dijo List es de otro género. Carece de la palabrería seudopoética de los románticos y, cosa 188 más importante, está perfectamente clara la intención con que se dijo. Lo esencial en List no es su metafísica política, sino su política económica. Hay que advertir que List abandonó una carrera académica por la actividad política. Llegó a ser inspirador y caudillo activo de la asociación de comerciantes e industriales alemanes que se formó en 1819 como instrumento de agitación y propaganda en favor de los intereses que representaba. En numerosos artículos y peticiones a los gobiernos de Austria y de los diferentes estados alemanes, List propuso la política económica que quedaría asociada a su nombre. Ya se ha dicho aquí que, a principios del siglo XIX, Alemania estaba dividida en muchos estados independientes que levantaban unos contra otros poderosas barreras aduanales, pero que no ofrecían resistencia a la entrada de los productos de la industria inglesa. En 1818, Prusia realizó un cambio de importancia. Todos los derechos aduanales se cobraban en la frontera; en los artículos manufacturados no excedían del 10 por ciento, y se permitía la entrada libre de derechos a la mayor parte de las materias primas. La asociación de manufactureros, formada un año después, trató de que se generalizara esa reforma. Su objetivo era crear una zona de libre comercio para toda Alemania, que al mismo tiempo estaría muy protegida de la competencia extranjera. List tuvo relativamente poca participación en el éxito inicial que alcanzó el movimiento en pro de la unión económica nacional. Como diputado en Würtemberg tomó una orientación liberal que lo llevó a la oposición contra el gobierno reaccionario. Fue encarcelado, tuvo que buscar asilo en Francia, Inglaterra y Suiza y, por último, se estableció en los Estados Unidos. Cuando regresó a Alemania en 1832, ya se había dado el primer paso para la unión económica. Se habían concertado dos uniones aduaneras, y List se lanzó a la lucha para que se extendiera el sistema. En dos años se consumó el Zollverein y prácticamente toda Alemania (aunque no Austria) quedó integrada en una sola unidad económica dentro de la cual la libertad de comercio ofreció un gran mercado a la industria alemana. Al principio, esta unidad tuvo un arancel bajo contra los artículos extranjeros, pero las presiones de determinados sectores de la industria hicieron más apremiante el problema de reforzar la protección. En este momento fue cuando List se convirtió en el vocero teórico del proteccionismo. En 1840 apareció su obra más importante, Das nationale System der politischen Ökonomie.* En este libro expuso una teoría del proteccionismo particularmente adaptada a las necesidades de la joven industria alemana. Es respecto de esta teoría donde se hace más notable la diferencia entre List y Müller. Aunque eran amigos personales y ambos deseaban el desarrollo del poderío nacional, Müller siempre se mostró hostil ante la industria moderna. Hablaba de la viciosa tendencia de la división del trabajo, de fábricas que no eran sino barracas y de la esclavitud a que sometía a todos la industria moderna. List aceptó la industria manufacturera. Su teoría de la importancia de la capacidad productiva le llevó a postular como ideal el equilibrio entre las diferentes ramas de la producción. La manufactura era una parte indispensable de un equipo productivo nacional bien equilibrado. Tanto la manufactura como la agricultura eran esenciales para fortalecer el Estado. En verdad, sin manufactura no florecerían 189 nunca las otras partes de la estructura económica. La industria conducía al adelanto de la agricultura y a un progreso del arte y de la ciencia que nunca podría alcanzar un Estado puramente agrícola. El equilibrio entre la agricultura y la industria era el verdadero principio de la división del trabajo; la exposición que de ella hizo Adam Smith fue unilateral pues dejó de lado el interés nacional. Las naciones se clasificarían de acuerdo con el grado de civilización que hubieran alcanzado. Existían los estados salvajes, pastoril, agrícolamanufacturero y, por último, agrícola-manufacturero-comercial. No to dos los Estados podían llegar a la fase más alta de desarrollo; pero los que poseyeran los recursos materiales y humanos necesarios, como Alemania, debían aspirar a alcanzarla. Evidentemente, el equilibrio entre la agricultura, la industria y el comercio no se produce espontáneamente, sino que tiene que actuar el Estado para conseguirlo. Por esta razón, rechazaba List el laissez faire. Pensaba que era necesario sostener muchas instituciones favorables, y no dejó de mencionar entre ellas los diversos dispositivos sociales, políticos y jurídicos propios de un gobierno democrático. Pero lo más importante que podía hacer un gobierno era asegurar el establecimiento de la industria manufacturera, no sólo con el propósito de que compitiera en seguida con las industrias de otros países, sino también —y esto era lo más importante— a fin de poseer una capacidad productiva permanente de la cual pudieran obtener beneficios las generaciones futuras de ciudadanos. Debería utilizarse la protección para ayudar al establecimiento de la industria. Habría de recurrirse a ella únicamente en el caso de que el país tuviese una base natural para la industria, pero que su desarrollo económico estuviera retrasado debido a la existencia de rivales extranjeros en la plenitud de su madurez. Entonces los aranceles estarían justificados como medidas educativas, que se utilizarían para ayudar a las industrias incipientes, pero sólo hasta que estas industrias fueran lo bastante fuertes para competir con las extranjeras. Logrado esto, no deben mantenerse los aranceles, excepto cuando la base misma de la estructura industrial se viera amenazada de extinción. La agricultura queda excluida de la protección. De conformidad con el lugar preeminente que asignaba a la manufactura, List sostenía que la agricultura se beneficiaba mucho con la existencia de una industria poderosa. Empero, la industria requería alimentos y materias primas baratos. Además, las diferencias de suelo y clima daban a la agricultura una especie de protección natural. En fin, se consideraba la protección como una política de transición que colocaría a todas las naciones capaces en el mismo nivel de la más desarrollada (que en aquel tiempo era Inglaterra), y después serían remplazadas por un sistema de libre comercio universal. Tal es, en resumen, el proteccionismo de List. Podrá observarse que la teoría de List no era en absoluto de un carácter completamente distinto a la de los clásicos ingleses. Verdad es que, en lo que se refiere a política, hay muchas diferencias en cuanto a los puntos a que se concede mayor importancia y que las conclusiones son marcadamente opuestas. Y también en cuestiones de teoría, es decir, en el modo de entender los principios fundamentales del sistema económico, no puede mencionarse a List junto con Smith y Ricardo; pero, hechas las salvedades que ameritan las diferencias de ambientes 190 materiales en que aquél y éstos vivieron, la significación social y política de List se parece a la de los ingleses. Como ellos, fue esencialmente un campeón del capitalismo industrial. 4. CRÍTICA SOCIALISTA a) El desarrollo del pensamiento socialista. El progreso del capitalismo a principios del siglo XIX suscitó dos tipos de crítica teórica. En la sección que hemos dedicado a los románticos describimos la actitud que en esencia se apegaba al pasado. También hemos señalado algunas de las implicaciones reaccionarias de la teoría de Malthus; pero, en tanto cuanto luchó por el pasado, estaba en la naturaleza misma de esta crítica que habría de transigir con el sistema económico que combatía. Ni en la práctica ni en la teoría pudo esta acción de retaguardia del feudalismo retrasar la victoria del capitalismo y de su economía política. La otra crítica del capitalismo que encontró expresión en los primeros años del siglo XIX es de carácter diferente. Es revolucionaria: no está ligada a los privilegios decadentes de una clase social determinada, no representa ni a la nobleza terrateniente ni al clero. No tiene ninguna edad de oro qué anhelar: feudalismo y medievalismo no significan nada para ella. No suspira por la vuelta de algo que se ha ido para siempre. Si encuentra en el nuevo orden social algo qué criticar, se siente en libertad de atacarlo de cualquier manera. No necesita inspirarse en un viejo sistema de posiciones sociales, pues la clase que dice representar no ha ganado ni perdido ningún privilegio. Los inicios de la historia del socialismo moderno merecerían aquí un capítulo especial, si pudiéramos dedicar más espacio a la teoría política y social. No siendo así, nuestro interés por ella se limitará a sus relaciones con el pensamiento económico, y nos reduciremos a un tratamiento un tanto superficial. Dedicamos a Marx un capítulo aparte, por su importancia en el desarrollo de la crítica socialista y principalmente porque sus teorías se apartan conscientemente de la economía política clásica. Pero las teorías de Marx no se produjeron en el vacío. Tuvo sus precursores no sólo en los economistas clásicos, sino también en las primeras críticas socialistas de la práctica y la teoría capitalistas. De éstas trataremos en la presente sección de nuestro libro. Los puntos de contacto entre el pensamiento socialista primitivo y las críticas no socialistas se encuentran en algunas de las teorías críticas que expusieron Malthus y otros. Habían descubierto en el sistema capitalista y en la teoría económica clásica ciertas debilidades y contradicciones y habían sugerido determinados remedios; pero una vez puestas al descubierto esas debilidades, podían proponerse otros remedios. En realidad, encontramos que algunos de los primeros escritores cuya crítica del capitalismo implica un mensaje revolucionario empezaron su ataque en términos que son formalmente análogos a los que usaron los autores ya mencionados; pero esta semejanza formal desaparece a medida que se van marcando más claramente sus intenciones socialistas. No es éste el lugar adecuado para examinar en detalle las circunstancias que 191 condujeron al nacimiento del movimiento socialista moderno. Sin embargo, puede decirse lo siguiente: el socialismo lanzó su ataque contra el capitalismo por dos frentes independientes. En primer lugar, comenzó como un movimiento de rebelión contra los males específicos de la industria capitalista. Ya hemos visto que la creación de capital requería la creación de una clase social nueva, y hemos señalado el proceso mediante el cual nació la clase trabajadora, los trabajadores asalariados. Dicho proceso trajo consigo dureza y crueldades que aun se intensificaron en los primeros decenios del siglo XIX. Se ha narrado muchas veces la historia de la explotación, opresión y miseria que sufrió la clase obrera en aquel periodo. Al historiador, que ve esa evolución producirse en un largo espacio de tiempo, le parece que sus resultados más importantes fueron la capacidad de los trabajadores para contratar libremente y para alcanzar igualdad ante la ley. Pero en el corto plazo su dependencia de la nueva clase patronal se extremó al desaparecer el lugar económico que ocupaba en la comunidad. El poder que la desigualdad económica dio al capitalista le parecía con frecuencia al trabajador que compensaba con creces la desaparición de la servidumbre medieval. El mecanismo de un mercado en que las partes contratantes eran desiguales, le parecía a la más débil de ellas un amo tan duro como cualquier señor feudal. Realmente, la seguridad económica relativa que, a pesar de su sujeción, había gozado el trabajador, contrastaba favorablemente con la amenaza de desocupación que la situación rápidamente cambiante de la industria le ponía constantemente ante los ojos. Para quienes, como Smith y Ricardo, podían ver el funcionamiento interno del sistema y, en consecuencia, mirar hacia el porvenir, el capitalismo significaba un aumento de la producción y de la riqueza y unas relaciones económicas entre las naciones, que nunca se habían soñado, y todos los beneficios culturales que ello implicaba. Significaba el liberalismo en política y la destrucción de las reglamentaciones opresoras y de la restricción oscurantista. A los trabajadores de aquel tiempo les parecía que eran ellos los que tenían que pagar el costo de tal revolución. Para ellos, el capitalismo incipiente significó pauperismo, desocupación, o en el mejor de los casos, trabajo agotador en las fábricas para ellos, sus mujeres y sus hijos. Jornadas de trabajo muy largas, condiciones peligrosas e insanas y una vigilancia opresora eran la suerte común. Las primeras agitaciones de la clase obrera se dirigieron a la abolición de esos males del sistema fabril. Tomaron la forma de uniones de trabajadores que, presentando un frente único al patrono, trataban de compensar la desigualdad económica y de ofrecer resistencia a la explotación. Así nació el movimiento sindical; mediante la experiencia de sus luchas contra los síntomas particulares del sistema y contra los capitalistas individuales, dio origen a una teoría de oposición al sistema en general. Gradualmente, el movimiento de la clase obrera fue imbuido de un propósito socialista. El otro aspecto del socialismo moderno es ideológico. Tiene sus raíces en el propio liberalismo, que era la filosofía política en consonancia con el capitalismo industrial. Ya hemos advertido que la filosofía del derecho natural, y el utilitarismo, que fue una de sus expresiones, podían tener una interpretación radical lo mismo que una conservadora. El capitalismo había sido más revolucionario que todos los sistemas sociales que lo 192 precedieron. Había barrido sin escrúpulos con las viejas instituciones y formas de pensamiento, cuando se interponían en su camino. Y había hecho todo eso no en nombre de ningún interés mezquino de clase, sino en nombre de toda la humanidad. Libertad, igualdad, justicia, la mayor felicidad del mayor número, progreso, gobierno de la razón: éstas fueron sus consignas. Había despertado en todos la esperanza de que estaba naciendo una edad nueva, y no pudo evitar que el fervor revolucionario persistiera y se volviese contra el nuevo orden social, si éste resultaba deficiente a la luz de las promesas hechas. La actitud crítica hacia las instituciones humanas que Maquiavelo, Bacon, Hobbes, Locke y los utilitaristas implantaron, se convirtió en un rasgo permanente del pensamiento. Los hombres empezaron a mirar el Estado y el sistema económico con los ojos de la razón. No temían criticar y agitar en pro de la reforma, pedir cuentas al capitalismo, trabajar por un orden social mejor. El socialismo recibió su segunda gran inspiración de este movimiento basado en la filosofía liberal. En lo que se refiere a críticos particulares de la práctica y la teoría económicas, no siempre es posible separar las diferentes influencias, pues en todos ellos puede encontrarse una mezcla de ideas. La inspiración procede de la insatisfacción producida por la situación de la clase trabajadora y de las esperanzas frustradas de la revolución liberal. El contenido (por lo menos el que ahora nos interesa) es la crítica de determinadas conclusiones de la economía política clásica. No obstante la mezcla aludida, en general pueden distinguirse un pensamiento económico crítico más estrechamente relacionado con la experiencia de la clase obrera y con el movimiento obrero naciente, y un pensamiento económico que es más directamente producto de la filosofía social liberal. La diferencia se pone claramente de manifiesto al comparar el pensamiento socialista inglés y el francés. En Inglaterra, el desarrollo más temprano de la industria moderna y del movimiento obrero, el socialismo primitivo toma los elementos revolucionarios de los economistas clásicos y los aplica a los propósitos de la clase trabajadora. En Francia, la experiencia de la Revolución, la mayor lentitud del desarrollo industrial y la importancia de los intereses financieros dieron al pensamiento socialista primitivo su sentido liberal y en ocasiones romántico. No es necesario tratar aquí de todos los escritores que pueden pretender haber sido iniciadores del socialismo, ni podemos tratar in extenso a ninguno de ellos. Es indudable que en una historia del socialismo habría que estudiar a Saint-Simon, Fourier y Robert Owen; pero aquí los hemos omitido porque su influencia sobre el pensamiento económico no fue muy grande. Entre los franceses hemos seleccionado a Sismondi y Proudhon, y como representantes de Inglaterra a Thompson, Gray, Bray y Hodgskin. Sismondi es sólo poco más crítico que Malthus en la teoría económica, aunque lo es mucho más en la intención política. Proudhon es socialista en intención, pero su análisis económico carece de claridad. Los socialistas ingleses son los que están en contacto más estrecho con la economía política clásica y, por lo tanto, son los más claros en el uso crítico que hacen del análisis clásico del sistema capitalista. b) Sismondi. En Sismondi (1773-1842) hay mucho de romanticismo; pero hay también 193 un sentimiento de conmiseración por aquellos a quienes hace sufrir el capitalismo, y un intento sincero por descubrir las causas inherentes al sistema, que producen miseria. Las principales obras de Sismondi son históricas; sus voluminosas historias de Francia y de las repúblicas italianas de la Edad Media le conquistaron fama en su tiempo. Pero también escribió dos obras sobre economía, separadas una de otra por dieciséis años. En 1803 publicó La Richesse commerciale, y en 1819 Nouveaux Principes de l’Économie politique. En el primero de estos libros es todavía discípulo fiel de Adam Smith: librecambista incondicional y enemigo del intervencionismo. Acepta plenamente no sólo la estructura teórica de la obra de Smith, sino también sus conclusiones prácticas y su filosofía política. Presenta el laissez faire como la mejor política económica posible. Manifiesta su fe en la armonía natural que hace de la libre realización del egoísmo del individuo el medio de lograr el mayor provecho común. La ausencia de intervención gubernamental haría que el capital se distribuyera entre las diferentes fuentes de trabajo de acuerdo con la lucratividad relativa de las mismas. Esto tendría por consecuencia el uso más ventajoso de todo el capital de la nación. Pero aun en este cuadro agradable de un mundo de laissez faire, permite Sismondi que se filtren ciertas dudas. No se resigna por completo a que el destino del trabajador sea permanentemente el de productor de todo y consumidor de sólo una pequeña parte de lo que produce. Antes de decidirse a publicar otra obra de teoría económica, Sismondi realizó muchas investigaciones históricas y muchos viajes. En Italia, Suiza y Francia entró en contacto directo con las primeras crisis del siglo XIX, y descubrió que habían asolado Inglaterra, Alemania y Bélgica. Esta experiencia dejó huella en él, y cuando volvió a formular sus opiniones económicas, quedó muy poco de la repetición indiscriminada de las doctrinas de Smith. Sismondi no rompió nunca por completo con la escuela clásica. Conservó siempre su respeto por Adam Smith, y siempre sostuvo haber conservado intacto lo principal del aparato teórico del clasicismo. Como Malthus, a quien admiraba, Sismondi se oponía a la aplicación de la teoría clásica a los problemas prácticos, sobre todo en la forma en que lo hacía el sistema ricardiano. También, como Malthus, empezó por la crítica del método clásico, y a esto añadió una objeción a la concepción clásica del objeto de la ciencia económica. Sismondi formula contra Ricardo el cargo, muy repetido y mal fundado, de que había sido demasiado abstracto y ensalza a Malthus como ejemplo del equilibrio cuidadoso entre la deducción y la inducción que, dice, corresponde mejor a la tradición de Smith. Sostiene que la economía política tiene un campo tan amplio, que debe basarse en una experiencia y un conocimiento extensos de la historia a fin de abarcar plenamente las relaciones sociales que eran el objeto de su estudio. La economía política tiene una finalidad moral. No se interesa por la riqueza en sí misma, sino por la riqueza en relación con el hombre. Tiene que estudiar la actividad económica desde el punto de vista de su efecto sobre el bienestar humano.* Por esta razón, considera Sismondi los problemas de la distribución más importantes que cualesquiera otros problemas. En este punto está, por excepción, de acuerdo con Ricardo. Esta coincidencia pone también de manifiesto la diferencia de métodos y propósitos entre Malthus y Sismondi. El primero 194 empezó destacando el consumo, porque su finalidad era justificar al consumidor improductivo. Sismondi pone hincapié en la distribución porque se interesa principalmente por la justicia social. Así, aunque ambos llegan a conclusiones de modo expreso análogas, sus intenciones son completamente diferentes. Las observaciones de Sismondi acerca del método y objeto de la investigación económica no constituyen partes importantes de su teoría. Lo importante es su negación del clasicismo en cuanto implica optimismo y fe en la armonía y en el carácter autoequilibrador del sistema capitalista. La complacencia que caracterizaba su obra anterior ha desaparecido. El énfasis recae ahora por completo sobre todo lo que hay de malo en la época. Sismondi ve en todas partes la expansión de las fuerzas productivas sin el aumento equivalente del bienestar de las masas de la sociedad. La economía política no tiene razón para describir el sistema y después sentarse y esperar que las cosas mejoren. La perspectiva con que se enfrenta la humanidad es sombría y hay que ponerle remedio. La armonía de los intereses sociales también desapareció. Sismondi fue uno de los primeros economistas que hablaron de la existencia de dos clases sociales, los ricos y los pobres, los capitalistas y los obreros, cuyos intereses reputaba opuestos: estaban en constante conflicto uno con otro. Su formulación de la lucha de clases es casi tan rigurosa como la de Marx, y así lo reconocieron éste y Engels en el Manifiesto Comunista.38 Sismondi subraya también la desaparición de los pequeños trabajadores independientes del campo y del taller a causa de la despiadada competencia del capital concentrado y de las empresas en gran escala. La sociedad —dice— se está dividiendo en dos clases: los propietarios y el proletariado. La propiedad y el trabajo están separados. Habiendo arrojado por la borda el optimismo y la idea de la armonía social, Sismondi procede a analizar las causas inherentes al sistema capitalista que producen la miseria de las masas. Percibe que hay algo que anda mal en las condiciones de la producción capitalista. Ve que esta forma de producción tiende a aumentar la capacidad productiva y la producción de bienes, pero que cuanto más aumenta aquella capacidad mayores son las contradicciones entre el capital y el trabajo, entre la producción y la venta. Ve que el crecimiento de la producción tiene como corolario que los productores (los obreros) se limitaran en su consumo al mínimo necesario para subsistir. Como Malthus, considera inherente a la producción capitalista el que los trabajadores no pueden absorber toda la producción de la industria; pero no está dispuesto a aceptarlo como un fenómeno natural y a indicar como paliativo el uso de la válvula de seguridad del consumo improductivo. Todo esto está implícito en su obra; pero su análisis se basa principalmente en una idea: la sobreproducción y las crisis que surgen de la competencia y de la separación del trabajador de su propiedad. Esto último hace al obrero completamente dependiente del capitalista. Los obreros están a merced del patrono. Para vivir tienen que aceptar el trabajo por cualquier jornal que el patrono les ofrezca. La oferta de trabajo está totalmente determinada por la demanda del trabajo asalariado por parte de los capitalistas. La población no tiende, como había dicho Malthus, a superar a los medios 195 de subsistencia. La población depende de los ingresos. Cuando el trabajador es independiente, tiene el control de su ingreso, conoce su situación presente y puede calcular sus posibilidades futuras: y puede determinar si, y cuándo, ha de casarse y tener hijos. Desde que se separaron propiedad y trabajo, los ingresos están bajo el control del capitalista. Dependen de la demanda de trabajo por parte del capitalista, y esta demanda fluctúa constantemente, en razón de que está determinada, no por las necesidades del consumidor, sino por la necesidad de producir para emplear el capital provechosamente. La teoría se liga aquí a las ideas de competencia y sobreproducción. El capital está obligado, por su misma naturaleza, a buscar el aumento continuo de la producción. Los economistas clásicos habían visto con agrado esta tendencia; el mecanismo ricardiano mostró en qué estribaba la fuerza que producía el ajuste automático. Sismondi señala ahora que este aumento continuo de la producción tiene que originar excesos periódicos. La demanda de los trabajadores siempre es insuficiente para absorber todos los productos; y el progreso de la maquinaria crea una desocupación periódica que reduce más aún su poder adquisitivo. Ni el capital ni el trabajo pueden ser retirados fácilmente de industrias que se enfrentan a una demanda decreciente de sus productos. El capital fijo tendrá que permanecer en las industrias decadentes; los obreros aceptarán jornadas largas y jornales bajos, y la producción seguirá siendo excesiva. Sismondi reprueba la competencia, porque no sólo conduce a una explotación mayor, ya que cada capitalista anhela obtener la mayor ganancia posible, sino que, además, intensifica la sobreproducción. La competencia está determinada por el empleo lucrativo del capital, y no por las necesidades del público consumidor. La sobreproducción se hace más manifiesta en las crisis. Según Sismondi, son tres las cosas que producen la crisis: el carácter competitivo de la producción, que hace imposible a los productores conocer el mercado; el hecho de que el capital, no la necesidad, determine la producción; y la separación de la propiedad y el trabajo, que aumenta el ingreso de los capitalistas, pero no el de los trabajadores que constituyen la masa de los consumidores. Estos tres factores engendran el desequilibrio. La demanda aumentará en forma irregular: la de los productos de las industrias que abastecen al grueso de la población no puede crecer uniformemente con la capacidad de producción, porque lo que aumenta proporcionalmente con la producción es sólo el ingreso del capitalista. Éste demandará más artículos de lujo, pero esta demanda no puede compensar la otra, que se ha contraído; no hace más que ocasionar cambios en la distribución de los recursos productivos, cambios que producen fluctuaciones en la actividad económica y agravan las dificultades de la sobreproducción. La concentración progresiva del capital agrava esta disparidad de demandas. El sistema capitalista tiene, pues, una tendencia inherente a ensanchar el abismo entre la producción y el consumo.* La exposición que hizo Sismondi de las debilidades del capitalismo fue extraordinariamente perspicaz. Su análisis, completamente aparte de sus conclusiones heterodoxas, fue saludable aun para el progreso del pensamiento económico no socialista, porque obligó a los economistas (más que Malthus) a estudiar el problema del 196 desequilibrio. Su influencia en ambos campos fue menos grande de lo que pudo haber sido en parte por su incapacidad para enlazar la teoría del desequilibrio con el cuerpo de la teoría pura del análisis económico de Ricardo. La formulación que dio Sismondi a la mayor parte de los conceptos económicos fundamentales era vaga o confusa, y no obstante el fundamento real de sus conclusiones prácticas, carecían éstas del fondo teórico que las hubiera hecho importantes para los economistas o, a la larga, hasta para los socialistas. Los remedios que Sismondi propone revelan con mayor claridad aún esa falta de un principio analítico unificado. Encuentra la causa de los males económicos en la disparidad entre la capacidad productiva y las relaciones sociales que determinan su uso. Dudaba entre un remedio que remplazase el orden social existente por otro que estuviera en armonía con las capacidades productivas para hacerlas congruentes con las oportunidades que ofrecían las relaciones sociales existentes. Sin embargo, estaba seguro de que la política del laissez faire de los clásicos era inútil. El Estado debe intervenir para mitigar los males y suprimir sus causas; pero cuando llega el momento de decir cómo habría de hacer esto, Sismondi vaciló y en realidad expresó sus dudas acerca de su capacidad para prescribir la política correcta. Rechazó el comunismo porque tenía demasiada fe en la importancia del interés privado. Rechazó también el feudalismo porque lo consideraba un freno a las capacidades productivas de la humanidad; pero su política significaba, en definitiva, un retorno a condiciones más primitivas. Definía el objeto de la política [económica] como la reunión de la propiedad y del trabajo y el restablecimiento del equilibrio entre la producción y el consumo. Esto podía presentarse también como la finalidad socialista; pero mientras la mayor parte de los pensadores socialistas de la época, sobre todo en Inglaterra, llegaban a considerar la abolición de la propiedad privada de los medios de producción el método correcto, Sismondi quería ver la resurrección del productor independiente, del pequeño agricultor, del pequeño artesano. Mientras se operase este regreso a la edad de oro, competía al gobierno evitar que aumentase el desequilibrio, y la mejor manera de lograrlo sería retardar el progreso industrial. Sobre todo, el gobierno pondría un freno a los inventos y procuraría conseguir un ritmo de progreso en el que se realizaran suavemente los reajustes necesarios y sin ocasionar sobreproducción ni miseria.* De esta suerte, Sismondi se metió en un callejón sin salida en el que únicamente la medida retrógrada de retardar el progreso material, que se basa en el progreso científico, ofrece la apariencia de una solución. Con todo su interés histórico, Sismondi no penetró a fondo en la evolución económica, penetración que hubiera impedido que su conmiseración por los oprimidos lo llevara a una posición incompatible con sus intenciones.39 c) Proudhon (1809-1868). Proudhon es más conocido que Sismondi y ejerció una influencia mucho mayor sobre el pensamiento socialista. Es uno de los principales inspiradores de las doctrinas sindicalista y anarquista; pero su papel como teórico político fue más importante que como economista, y como ha sido objeto de muchos estudios de 197 especialistas, bastará un breve resumen de sus teorías. Para comprender el carácter de la crítica que hizo Proudhon del capitalismo y de otros pensadores socialistas, así como su teoría y su política positivas, es útil recordar que Marx lo calificó de pequeño burgués. Era hijo de un cervecero de poca importancia y nació en un ambiente de pequeños propietarios campesinos. Se hizo impresor y, aunque se llamó a sí mismo hijo de la clase trabajadora, sus raíces sociales eran, decididamente, de la baja clase media. Una insaciable sed de saber lo impulsó a leer y estudiar constantemente, y aunque nunca llegó a digerir completamente los conocimientos que adquiría, bastaron para darle conciencia de la importancia del estudio y hacerlo un tanto vano y desdeñoso hacia aquellos a quienes reputaba carentes de él. Desde edad temprana se interesó en los problemas sociales. Se mostraba a sí mismo poseído de un espíritu crítico que no temía atacar las ideas consagradas. A la edad de 31 años publicó su primer libro importante y quizá el más brillante de todos: Qué es la propiedad, o investigaciones sobre el principio del derecho y del gobierno. A éste siguió, en 1846, su otra gran obra, Contradicciones económicas, o filosofía de la miseria, a la que contestó Marx con su Miseria de la filosofía, contestación que le valió perder la amistad de Proudhon. En estos libros la influencia de su ambiente fue complementada por la inclinación del autor a la especulación filosófica y su afición a la dialéctica. El contacto con el movimiento obrero, que le llevó a participar activamente en el movimiento revolucionario de 1848, determinó el aspecto crítico de su teoría. El interés por la filosofía determinó su afición a la abstracción y a las paradojas verbales. Este factor se hizo aún más importante cuando, debido en gran parte a la influencia de Marx, Proudhon emprendió en serio el estudio de la filosofía de Hegel. Entre otras influencias ideológicas hay que mencionar la de la Biblia (aunque Proudhon no era religioso, su idea de la justicia procede en cierta medida del Antiguo Testamento) y la de las obras de los filósofos políticos del periodo que siguió a la Revolución francesa, en particular las de Fourier, quien había expresado la opinión de que la evolución social avanzaba por una continua contradicción entre aquello a que aspiraba y lo que alcanzaba. Una idea moral sirve de base a todo el pensamiento de Proudhon: la idea de justicia. Proudhon habla una y otra vez de la justicia como principio supremo de la vida humana. Pero, ¿cómo puede realizarse la justicia en la sociedad? En este punto echa mano de un concepto aristotélico. Justicia es lo mismo que reciprocidad, igualdad, equilibrio. La vida social, y hasta la naturaleza misma, contienen contradicciones inevitables. Las antinomias de Kant, después la tesis-antítesis de Hegel, sirven de inspiración a Proudhon para su teoría de que la contradicción es el principio eterno de los asuntos humanos. Habiendo elevado la contradicción a posición tan alta, Proudhon no investiga los medios políticos para cambiar las instituciones sociales, sino que trata de descubrir la idea correcta que aboliría las contradicciones en lo abstracto. Esa idea es el concepto de la justicia como equilibrio de fuerzas en pugna. La sociedad sólo puede usar plenamente sus capacidades cuando “les forces en fonctions dont il se compose soient en équilibre” (las fuerzas de que se compone estén en equilibrio).40 198 La idea de la reconciliación de las fuerzas antagónicas forma la base de toda su teoría y de sus proposiciones prácticas; es notoria de un modo particular en su actitud ante la propiedad. Aun en su primer libro, que lanzó al mundo la famosa definición “la propieteaété, c’est le vol” (la propiedad es un robo), la finalidad de Proudhon no era analizar las diferentes relaciones económicas en que se fundan las diferentes formas de la propiedad legal. No atacó la propiedad privada como tal, sino que, al contrario, la consideraba como condición esencial de la libertad. Habiendo aceptado la opinión de que el trabajo era la única fuente de riqueza y constituía el único título de propiedad, consideraba vital que cada uno pudiera disfrutar y poseer los frutos de su trabajo. A lo que se oponía era al abuso de la propiedad, al famoso droit d’aubaine, el poder de exigir un tributo no ganado que la empresa capitalista moderna y sus leyes otorgan al capitalista. Debieran abolirse la renta, el interés y la ganancia, pero debiera conservarse la propiedad. ¿Cómo habrían de eliminarse las excrecencias de la propiedad privada? Proudhon hizo muchas sugestiones para diversas reformas concernientes a la renta, pero no llegó nunca a proponer la propiedad en común de los medios de producción. Antes al contrario, así como se opuso a los socialistas franceses de su tiempo, tales como los sansimonianos, por utópicos y por ignorar las leyes de la evolución económica, también rechazó el comunismo porque lo creía basado en un análisis falso de la propiedad. En su Théorie de la propiété, publicada póstumamente en 1866, llegó a proponer la conservación de la propiedad privada en su forma existente, mitigando la facultad de usarla y destruirla únicamente con garantías “de equilibrio”.41 Pero su ideal no era, en realidad, diferente al de Sismondi. Se consigue el equilibrio entre las contradicciones y queda abolido el poder de explotación cuando la propiedad se parcela y la agricultura y la industria las ejercen muchos pequeños productores. Entonces puede decirse que ya no existe la propiedad, porque “les droits et les prétentions de chacun se faisant contrepoids… le droit d’aubaine est à peine exercé” (como los derechos y las pretensiones de cada uno se hacen contrapeso… el derecho al tributo se ejerce apenas).42 Y también análogamente a Sismondi, no obstante su explícito rechazo a la opinión de éste sobre los inventos, por retrógrada, a Proudhon le disgusta instintivamente la maquinaria, porque advierte que es incompatible con su república de pequeños productores. La organización política de esta sociedad ideal reflejaría también el equilibrio de fuerzas, o, como Proudhon lo llama, el “mutualismo” social. Pensaba que el Estado debía desaparecer. La anarquía era la forma ideal de la vida social, esto es, la ausencia de gobierno como fuerza coercitiva, sustituyéndolo la asociación voluntaria para la administración de las cosas, no para gobernar a las personas. Esta teoría no fue expuesta nunca de un modo completo, y no impidió que Proudhon aprobara algunos de los actos más coercitivos de un gobierno autoritario, pero le impulsó, sin embargo, a oponerse fuertemente a las teorías socialistas y comunistas que le parecían implicar el mantenimiento de un Estado coercitivo. Proudhon comprendió que la industria en gran escala no podía ser completamente abolida, y que tenía que integrarse con su sociedad 199 de pequeños agricultores y artesanos. La forma de hacerlo era entregarla a asociaciones voluntarias de trabajadores independientes, libres de la intervención del Estado. Los trabajadores deberían seguir el ejemplo de los capitalistas y formar compañías para dirigir grandes industrias. Este sueño sindicalista choca en seguida contra la realidad de que se necesita el capital, y esto lleva a Proudhon a formular su teoría y sus proposiciones mas específicamente económicas. El abuso de la propiedad privada —había dicho— consiste principalmente en la facultad de extraer un ingreso sin trabajar. Una de las maneras más importantes de hacer esto es cargar un interés al dinero. Sólo con que todo el mundo pudiera conseguir préstamos gratuitos, desaparecería la explotación, y no habría dificultad alguna para establecer sindicatos de trabajadores. Para Proudhon, el dinero no es más que un medio de circulación. Siguiendo a los canonistas, piensa que, como mercancía, debiera venderse y comprarse al costo, y no prestarse a interés. El préstamo a interés permite al propietario del dinero vender una y la misma cosa varias veces seguidas sin perder la propiedad de la misma. Proudhon, después de confundir el capital en su forma monetaria y el dinero como medio de circulación, aplica la idea del préstamo sin interés a los créditos bancarios, que son la forma más común en que se hacen los préstamos. La naturaleza, arguye, suministra al hombre gratuitamente las materias primas; por lo tanto, es el trabajo el productivo, no el capital. El crédito, que no es sino un cambio, debe concederse sin interés. La parte más importante del programa económico de Proudhon es la creación del crédito gratuito mediante el establecimiento de un “banco de cambio”. Debiera fundarse, afirma, un banco sin capital y, por lo tanto, sin ninguna carga de intereses. Este banco emitiría billetes (bons d’echange) que, no siendo convertibles en oro, costaría poco producir. Dichos billetes se emitirían contra letras comerciales que representaran una venta ya realizada o, por lo menos, ya concertada. Si todo el mundo estuviese de acuerdo en aceptar tales billetes en pago de bienes, circularían en lugar del dinero. El banco no correría ningún riesgo, porque lo único que haría sería descontar transacciones comerciales auténticas. Sin embargo, el punto esencial sería que este servicio no costaría nada. Suprimido el interés, quedaría también suprimida la explotación mediante la propiedad. Además, puesto que el banco de cambio permitiría que cada obrero o grupo de obreros obtuviese crédito gratuito para comprar los medios de producción, también desaparecería la división en clases. La propiedad y el trabajo, que estaban separados, como había deplorado Sismondi, volverían a reunirse ahora. Queda expedito el camino hacia la república ideal de productores libres e iguales, hacia la justicia y, por consiguiente, hacia la abolición del gobierno opresor. Así pues, el socialismo de Proudhon se convierte en el sueño irreal de una edad de oro, que se alcanzaría sólo con abolir el interés. Puede decirse, no obstante, que Proudhon vivió en un ambiente en que el poder de explotación parecía simbolizado en las finanzas; pero su incapacidad para analizar los principios de la producción capitalista y para comprender la naturaleza del capital y la función del dinero, hace tan ineficaces sus proposiciones prácticas como retrógrado es su ideal. El impulso que brindó al 200 socialismo francés se frustró por la confusión que sembró. Sus ideas han seguido viviendo en el anarquismo y en el cúmulo de falsas panaceas que aparecen periódicamente en los tiempos de crisis. Es indudable que movían a Proudhon una indignación justa y un celo reformador; pero tuvo cosas reaccionarias. Lo que dijo de las mujeres y de la guerra,43 así como la confusión que se evidencia en su análisis económico, le asemejan a los románticos. Obsesos de todas las épocas se han inspirado en Proudhon y Sismondi. d) Los precursores de Marx. El último grupo de los primeros pensadores socialistas (Bray, Cray, Thompson y Hodgskin) no vistieron su teoría con una filosofía tan tortuosa como lo hizo Proudhon. Todos ellos se basan en las enseñanzas de la escuela ricardiana, pero emplean las conclusiones clásicas para señalar una moral revolucionaria. Tuvieron oportunidad de observar los comienzos de un movimiento sindical vigoroso y de adquirir una teoría socialista más definida. Y lo que es aún más importante, la aparición de esa teoría socialista fue una transición fácil desde la economía política clásica misma. Estos pensadores no formularon la existencia de un conflicto de clases mejor de lo que lo hicieron Smith, Ricardo y Malthus; la lectura de su obra destruye la opinión de que fue Marx quien primero concibió la idea de la lucha clases. Como ha dicho un autor, lo sorprendente no es que Thompson, Hodgskin y Marx hayan sacado conclusiones socialistas del sistema de Ricardo, sino que no lo hayan hecho los mismos ricardianos.44 Tal como fueron las cosas, el triunfo de la escuela ricardiana, representado por la certidumbre doctrinal de un James Mill, fue acompañado por un diluvio de escritos de pensadores que no estaban dispuestos a aceptar las conclusiones pesimistas del clasicismo. Los autores que mencionamos aquí de un modo especial están muy lejos de ser los únicos de aquel movimiento.45 Los he escogido porque representan la tendencia en su forma más clara. Sus escritos presentan dos rasgos comunes. Todos parten de la formulación que dio Ricardo a la teoría del valor-trabajo. Aceptan la explicación de que la cantidad de trabajo incorporado en una mercancía es la esencia y la medida de su valor de cambio. Se atienen a la distinción entre trabajo productivo y trabajo improductivo, y todos ellos desarrollan en una forma u otra el concepto de la plusvalía. En el sistema capitalista, afirman, el salario que se paga al trabajador siempre es inferior que el valor del producto que el trabajador ha producido y que el capitalista se ha apropiado. De ahí la explotación, la opresión y la miseria. La otra característica común a todos estos escritores es su interpretación revolucionaria del utilitarismo. Todos ellos aceptaron el postulado utilitarista de la mayor felicidad del mayor número. Ya hemos visto que a este ideal podía dársele un contenido igualitario, y le fue dado hasta por algunos utilitaristas no socialistas. Los primeros socialistas ingleses aceptaron también la importancia que el utilitarismo concedía a la libertad y la actitud crítica ante las instituciones existentes que era consecuencia natural del radicalismo filosófico. Bentham había señalado el camino. Una estructura social existente, con todas sus concepciones de la ley, de los derechos y de los deberes, no 201 tenía nada de sacrosanta. Había que juzgarla a la luz del ideal utilitarista. Por tanto, cuando los socialistas se pusieron a investigar el porqué de la inexistencia del orden ideal en el que no hay explotación porque cada uno obtiene el fruto íntegro de su trabajo, no tuvieron dificultad para encontrar la respuesta en la organización y las leyes sociales vigentes. En particular dirigieron sus ataques a la distribución existente de la propiedad y al conjunto del sistema de propiedad privada. No obstante esta comunidad de ideas, los pensadores en cuestión hicieron hincapié en aspectos diferentes de su credo socialista. William Thompson (1783-1833) está muy cerca de los utilitaristas, lo mismo que John Gray (1799-1850?) en sus primeros escritos. Posteriormente, tanto él como John Francis Bray (1809-1895), habiéndose concentrado en determinados problemas prácticos, fueron llevados a formular proposiciones parecidas a las de Proudhon, pero como los autores eran ingleses, sus teorías no llegaron nunca a ser tan místicas. Thomas Hodgskin (1787-1869) fue quizá el economista socialista más decidido entre los pensadores premarxistas. En sus libros se encuentran los gérmenes de muchas ideas de Marx, quien al menos parcialmente reconocía su deuda con la obra de Hodgskin.46 Las principales obras de Thompson son: An Inquiry into the Principles of the Distribution of Wealth most conducive to Human Happiness (1824) y Labour Rewarded (1827). Esta última es una réplica a Hodgskin. En la primera de estas obras, da una interpretación socialista muy coherente de la economía ricardiana y de la filosofía de Bentham. El trabajo es la única fuente del valor y la clase obrera debiera ser la única en recibir el producto. En la sociedad capitalista las exigencias del capital y de la tierra despojan al trabajo de una parte de lo que le pertenece. Esto no significa tan sólo una distribución antinatural e injusta que nunca logrará la mayor felicidad del mayor número, sino que, además, crea la contradicción más sorprendente del capitalismo: la abundancia y la pobreza, y con ella todo género de males sociales. El remedio estaba en suprimir el tributo al capitalista. Thompson sabía que el capital consumido en el proceso de la producción sumaba su valor al producto. A lo que se oponía era a la facultad del capitalista de apropiarse toda la plusvalía, facultad resultante de la dependencia en que está el obrero respecto del capitalista propietario de los medios de producción. La política del socialismo no está expuesta con mucha claridad; pero como análisis del sistema capitalista incipiente y como requisitoria contra el mismo, Inquiry es un documento importante. En su segundo libro se ocupó Thompson del problema de política [económica]. En ese tiempo se había convertido ya en un discípulo fervoroso de Robert Owen y veía la salvación exclusivamente en el sistema cooperativo. En John Gray puede observarse un proceso semejante. Su primera obra, A Lecture on Human Happiness, publicada en 1825, fue una condenación mordaz del orden social existente. Se apoyaba en la idea de que el trabajo era la única fuente de riqueza y analizaba la sofisticación de la justicia natural en el capitalismo de su tiempo. Afirmaba que quienes todo lo producen sólo recibían una fracción de los frutos de su trabajo, mientras que las clases improductivas vivían una existencia de parásitos. El trabajo el único título de propiedad, y la explotación mediante la exacción de la renta, el interés y la 202 ganancia, la verdadera causa de todos los males sociales. En dos obras posteriores, The Social System: A Treatise on the Principle of Exchange (1831) y Lectures on the Nature and Use of Money (1848), Gray intentó describir los principios de la sociedad ideal. En ellas esbozó un sistema parecido en muchos aspectos al plan del banco de cambio formulado por Proudhon, pero a diferencia de éste aplicaba consecuentemente la teoría del valor-trabajo. El banco nacional de Gray tenía que determinar con exactitud la cantidad de tiempo de trabajo necesario para la producción de las diferentes mercancías. El productor recibiría a cambio de su producto un certificado de su valor que le daría derecho a recibir una mercancía en la que estuviese incorporada una cantidad igual de trabajo. Este sistema organizaría el cambio (lo cual constituía, para Gray, la gran necesidad) de manera tal que estuviera asegurado el equilibrio entre producción y consumo. Destruiría la tiranía del dinero como medida del valor de cambio y pondría en el lugar que le correspondía la única medida verdadera, o sea el tiempo de trabajo. Como política socialista, podía demostrarse que la de Gray es utópica, y así lo hizo Marx,47 porque carecía de una base analítica sólida. Gray quería abolir el cambio privado, pero que continuasen las condiciones capitalistas de producción, condiciones que implicaban el cambio privado. No analizó nunca con claridad el papel del dinero en la economía capitalista, y así se vio llevado a aislar el proceso del cambio como lo único que necesitaba ser reformado. Ideas análogas se encuentran en Labour’s Wrongs and Labour’s Remedies or The Age of Might and the Age of Right, de Francis Bray, publicada por primera vez en 1839. Bray se oponía al owenismo tal como lo exponía, por ejemplo, Thompson en su Labour Rewarded. Como Gray, encontró la fuente de todo mal en el cambio injusto. El tiempo de trabajo era la verdadera medida del valor de cambio, y el cambio era aquel en que se cambiaban una por otra cantidades iguales de trabajo. Pero Bray fue más lejos que Gray. Sus cambios universales implicaban el trabajo universal, es decir, la desaparición de la propiedad y producción privadas capitalistas. Pero al mismo tiempo el método de Bray para alcanzar ese estado de cosas ideal recordaba a Proudhon. Consistía en el establecimiento de compañías que, mediante la emisión de papel moneda, pudieran comprar tierra y equipo de capital. El resultado a que se llegaría con la ayuda de uniones laborales y de mutualidades sería una especie de sindicalismo. Thomas Hodgskin escribió muchos libros, de los cuales es el más importante Labour Defended against the Claims of Capital, Or the Unproductiveness of Capital proved with Reference to the Present Combinations among Journeymen, publicado anónimamente en 1825. Parece que ejerció influencia muy considerable, no sólo a través de los libros, sino también por conferencias. Aunque inspirado, como lo aclara el subtítulo, por el creciente movimiento sindical y por la oposición al mismo, Labour Defended no es meramente un folleto de importancia política momentánea. Contenía un análisis minucioso del sistema económico. Su objeto era demostrar que las uniones de trabajadores eran justificables si se dirigían contra los capitalistas que obtenían una ganancia injusta. Había que demostrar que el capital era improductivo, y el autor lo hace con un hábil análisis de la función del capital en el proceso de la producción, basado en 203 la teoría ricardiana del valor. En dicho análisis, Hodgskin sentó los cimientos de la distinción, completada después por Marx, entre la ayuda material a la producción, que los economistas llaman capital, y el capital en cuanto expresión de cierta forma de relación de propiedad, que convierte en capital las máquinas de vapor, las materias primas y los medios de subsistencia del obrero. Según Hodgskin, al usar indistintamente la palabra para designar tanto el trabajo acumulado, que es una ayuda material y una condición para la producción futura, como una relación social, que da al capitalista el dominio sobre el trabajo presente, los economistas se han creado el problema de la productividad del capital. Si por productividad de capital —dice Hodgskin— se entiende su poder de crear valor de cambio, y si esto implica que, en consecuencia, la propiedad capitalista tiene derecho a participar en el producto, el capital no es productivo, definitivamente. No obstante, admite que los resultados de la producción pasada, etc., son condiciones materiales necesarias para el empleo del trabajo presente y, por lo tanto, potencialmente productivos. No explica esta contradicción que se da en su propio razonamiento. Hodgskin no distingue muy claramente el valor de uso del valor de cambio; pero cuando habla del capital como de una fórmula mágica que se usa para ocultar la realidad de la explotación, está muy cerca de la teoría marxista. Según una tradición económica entonces admitida, Hodgskin distingue entre capital circulante y capital fijo. El primero —dice— no es sino “trabajo coexistente”. La acumulación de capital no es sino almacenamiento de trabajo; y el aumento de la habilidad de los trabajadores es un aspecto de la acumulación más importante que el almacenamiento de los productos de trabajo. Asimismo, el capital fijo es sólo una forma de trabajo acumulado que llega a ser útil en la producción. También depende, para su utilización, del trabajo presente. Sin la habilidad y energía del trabajo presente serían inútiles esas acumulaciones de trabajo pasado. El que sean o no productivas depende por completo de que sean o no usadas por el trabajo productivo. Si todas esas máquinas, edificios, etc., no se usan, no harán más que deteriorarse. El capital fijo no adquiere utilidad del trabajo pasado, sino del trabajo presente. Produce una ganancia a su propietario no porque contenga trabajo acumulado, sino porque le permite disponer de trabajo presente. Hodgskin intenta resolver todas las cualidades productivas usualmente atribuidas al capital, en trabajo coexistente. Lo hace así a fin de contar con un argumento en contra de quienes trasplantan esas cualidades a las incorporaciones materiales de trabajo y hacen así productivo al capital independientemente del trabajo. El capitalista, según Hodgskin, es el mediador entre el trabajo y las cosas con cuya ayuda se realiza el trabajo, y quien se apropia la mayor parte del producto. El orden social natural es aquel en el que se suprime esa separación entre el trabajo y sus medios de producción y subsistencia Sobre política [económica] no tiene Hodgskin mucho que decir. Adopta en gran parte el ideal anarquista. Estaba convencido de que la fórmula mágica de la productividad del capital había impresionado a tal grado las mentes de los hombres, que era escéptico respecto de cualquier otro ideal. Dudaba de la eficacia del gobierno, aun cuando éste 204 fuera democrático. Creía que la instrucción progresiva de los trabajadores y su fuerza creciente mediante la unión los llevarían a suprimir los privilegios, a obtener el fruto íntegro de su trabajo y a hacer de éste el único título de propiedad. Ya no sería necesario el gobierno, porque habría desaparecido la división de clases. En resumen, pues, la sociedad ideal a que aspiraba Hodgskin tenía las mismas características que las de los otros precursores ingleses y franceses del socialismo. Marx intentó formular sobre las mismas bases una teoría socialista diferente; pero, como veremos, aunque rechazó por utópicas las conclusiones de sus predecesores, terminó en un sistema más irracional que el que planteaban éstos. 205 206 1 Véase M. Dobb, Political Economy and Capitalism (1937), p. 41. [Economía política y capitalismo, trad. de Emigdio Martínez Adame, México, FCE (1945).] 2 James Mill, Elements of Political Economy (2a. ed. 1824), pp. 234-236. (Hay traducción española.) Una edición excelente de Selected Writings, de James Mill, editada por Donald Winch, fue hecha en 1966. 3 D. Ricardo, The Principles of Political Economy and Taxation (ed. Everyman), pp. 192-193. 4 James Mill, Elements, pp. 228-229. 5 D. Ricardo, ibid., p. 193. 6 D. Ricardo, Notes on Malthus’ “Principles of Political Economy” (ed. J. H. Hollander y T. E. Gregory, 1928), p. 159. [Nota a los principios de economía política de Malthus, ed. FCE, México, 1958, pp. 214-215.] * Los Whig eran los miembros de un partido político en Inglaterra durante el siglo XVIII y hasta mediados del siglo siguiente, campeones de la reforma y de los derechos parlamentarios; más adelante se convirtió en el partido Liberal (Ed.). 7 T. R. Malthus, Principles of Political Economy (1820), p. 1. [Principios de economía política, trad. de Javier Márquez, México, FCE (1946).] 8 Para un resumen útil del debate, véase M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, pp. 31-38. 9 M. Bowley, op. cit., pp. 8, 709, y Karl Marx, Theorien über den Mehrmert, vol. III, pp. 1-29. [Historia crítica de la teoría de la plusvalía, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE (1945).] 10 T. R. Malthus, op. cit., p. 119. 11 T. R. Malthus, op. cit., p. 119. 12 Ibid., libro II, cap. I, sección IX, passim. Para un examen detallado de este argumento desde su tendencioso punto de vista, véase Marx, Theorien über den Mehrwert, pp. 35-47. 13 Ibid., p. 463. 14 Ibid., p. 465. 15 En una carta del 7 de julio de 1821, citada por J. M. Keynes en Essays in Biography (1933), p. 142. 16 T. R. Malthus, op. cit., p. 471. 17 F. Bülow, en su introducción a una selección de los escritos de Adam Müller: A. Müller, Vom Geiste der Gemeinschaft (1931), p. XVII. 18 Más adelante se dan mayores referencias sobre algunas tendencias contemporáneas. 19 Véase H. J. Laski, The Rise of European Liberalism, pp. 195-205 [El liberalismo europeo, trad. de Victoriano Miguélez, México, FCE (1969)], para un breve y brillante resumen del pensamiento de Burke. * Véase E. Burke, Textos políticos, trad. de Vicente Herrero, México, FCE (1942). [T.] 20 J. G. Fichte, “Grundlage des Naturrechts”, en Sämmtliche Werke (1845), vol. III, p. 204. 21 Ibid., p. 208. 22 W. Roscher, “Die romantische Schule der Nationalökonomik in Deutschland”, en Zeitschrift für die gesammte Staatswissenchaft (1870), pp. 51-105. 23 A. Müller, Vom Geiste der Gemeinschaft, pp. 15-16. 24 Ibid., pp. 21-22. 25 Ibid., p. 23. 26 Ibid., p. 117. 27 Ibid., p. 150. 28 Ibid., p. 157. 29 Ibid., p. 159. 30 Ibid., pp. 152-155. 31 Ibid., p. 154. 32 Ibid., p. 195. 33 Ibid., p. XLIII. 34 Ibid., p. 49. 35 Ibid., p. 51. 36 Ibid., p. 53. 207 37 Ibid. * F. List, Sistema nacional de economía política, trad. de Manuel Sánchez Sarto, México, FCE (1942). [T.] * J. C. L. Sismonde de Sismondi, Nouveaux Principes d’Économie Politique, ou de la Richesse dans ses rapports avec la population (1819), vol. I, pp. 1-2 [T.] 38 Marx y Engels, Obras escogidas en dos tomos, T. 1, ed. en lenguas extranjeras, Moscú, 1955, p. 46. * Sismondi, op. cit., vol. I, libro 4. [T.] * Sismondi, op. cit., vol. II, pp. 312 ss. [T.]. 39 En la biblioteca de la Universidad de Texas, en Austin, Texas, hay un ejemplar de la primera edición (1819) de los Nouveaux Principes de Sismondi, no sólo bellamente encuadernado y en perfecto estado, sino también notable por haber pertenecido a J. B. Say, cuyo nombre aparece en las guardas. Contiene muchas notas de Say, con una objeción cuidadosamente pegada en los márgenes del libro para no afear las páginas. Debo reservar para otra ocasión la exposición detallada de esas notas, que están dedicadas principalmente a defender la teoría del mercado, de Say. Puedo citar estas dos observaciones a la última conclusión de Sismondi: “Arreter l’accroissement de l’industrie pour rendre service à la societé! Bone Deus!”, y “Le fait prouve contre vous, car le fait est que de nos jours, malgré nos progrès tant deplorés par vous, l’ouvrier est mieux nourri, mieux vètu, mieux logé, qu’il ne l’a étè à aucune autre époque”. 40 A. Cuvillier, Proudhon (1937), p. 253. [Proudhon, trad. de María Luisa Díez-Canedo, México, FCE (1939).] 41 A. Cuvillier, op. cit., pp. 194-195. 42 Ibid., p. 72. 43 A. Cuvillier, op. cit., pp. 162-166, 254-257. 44 G. Myrdal, Das Politische Element in der Nationalõkonomischen Doktrinbildung (1931), p. 124. 45 Para el estudio de algunos ejemplos, véase Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. III, pp. 281, 313. [Historia crítica de la teoría de la plusvalía, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE (1945).] 46 Marx, op cit., vol. III, pp. 313-380. 47 Marx, Zur Kritik der politischen Ökonomie, pp. 70-73. 208 209 VI. MARX 1. VIDA Y FUENTES UNA TRADICIÓN arraigada asigna a Marx un lugar en todas las historias del pensamiento económico, pero lo coloca en un capítulo aparte. En la actualidad se considera generalmente a Marx como un economista que trabajó dentro de la tradición clásica; pero tanto sus partidarios como sus críticos convienen en que fue no sólo un economista, especialmente en la manera en que se entiende el término en la actualidad. Fue un revolucionario que usó el estudio de la economía política como un instrumento de la lucha política. Él mismo sostuvo que era necesario descubrir las leyes de la evolución mediante el estudio de la economía política, para adquirir así un arma teórica sin la cual creía que la acción política estaba condenada a la impotencia. Pero, en realidad, como veremos, ni lógica ni cronológicamente pueden las opiniones de Marx sobre lo que constituye la ley de la evolución social considerarse derivadas de su análisis económico. La relación es casi exactamente la opuesta. Carlos Enrique Marx nació en Tréveris, en 1818. Pertenecía a una familia judía de la alta clase media; pero su padre abandonó la religión judía poco después de nacido Marx. El hijo estaba destinado a una carrera académica u oficial, y se le envió a estudiar a las Universidades de Bonn y de Berlín. Entró en relación con el grupo de jóvenes hegelianos que representaban en aquel tiempo el sector más avanzado de la intelectualidad alemana. No tardó Marx en sentirse insatisfecho del campo que la filosofía hegeliana ofrecía a sus energías y, en consecuencia, disintiendo de ella en su forma corriente, empezó a buscar un modo más práctico de expresión de la crítica social. Cuando advirtió que le era imposible una carrera académica en la situación reaccionaria que prevalecía en Alemania, adoptó el periodismo como la forma de actividad política más fácilmente asequible. Nunca abandonó la política, desde entonces. Durante casi un año trabajó en la Gaceta del Rin (Rheinische Zeitung), al cabo del cual fue nombrado redactor en jefe. Dejó este periódico porque la severidad de la censura le impedía expresar sus opiniones, cada vez más revolucionarias. Por aquel tiempo escribió su interesantísima crítica de la filosofía hegeliana del Estado, que ya muestra claramente la inclusión de elementos económicos, o, como él decía, de materialismo, en la dialéctica hegeliana. Después de la experiencia en su Rheinische Zeitung, empezó la larga etapa de destierro de Marx. Se fue a París, donde, a fines de 1843, se hizo cargo de la dirección del Deutsch-französische Jahrbücher, del cual no apareció más que un número, que contenía dos artículos importantes, uno sobre la cuestión judía y el otro era una crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Este último contiene una de las exposiciones más claras de la teoría de la historia, de la lucha de clases y de la naturaleza de la revolución que pueda encontrarse en todos los escritos de Marx. Habla de la unión inminente de la filosofía alemana y del socialismo francés, de la filosofía como cabeza de la revolución y 210 del proletariado como corazón de la misma. Es un análisis que refleja claramente el ardor juvenil del propio Marx, su búsqueda de un credo nuevo, tan típica de muchos de los intelectuales jóvenes de una Alemania que estaba saliendo entonces de la etapa precapitalista. Ya estaba presente mucho de lo que después caracterizó el pensamiento de Marx, aunque el escrito aún está pletórico de la fantasía y el idealismo de su juventud. La persecución del gobierno prusiano rebasó las fronteras alemanas y consiguió que Marx fuera expulsado de París. A principios de 1845 se trasladó a Bruselas, pero anteriormente habían ocurrido dos acontecimientos importantes, relacionados entre sí. Marx se había interesado por la economía política (su primera obra extensa de economía, que ofrece muchas huellas de sus antecedentes filosóficos, ha estado a nuestra disposición desde hace unos sesenta años),1 y conoció a alguien que estaba llamado a ser amigo y colaborador suyo por el resto de su vida: Federico Engels. Engels pertenecía a una familia burguesa de la Renania, establecida de antiguo en Inglaterra. Su padre era fabricante de textiles, y el mismo Federico entró en el negocio de la familia, la firma Ermen y Engels, que tenía una hilandería de algodón en Manchester. Conocía la economía política clásica inglesa y había llegado a una crítica de la misma que le condujo a resultados un tanto análogos, en sus implicaciones políticas, a los de la crítica de Marx sobre la filosofía hegeliana. La había expuesto en un breve artículo, “Umrisse zur Kritik der Nationalökonomie”, que Marx había publicado en el Deutschfranzösische Jahrbücher. Desde que se conocieron en París empezaron a colaborar entre sí, y uno de los frutos importantes de esa colaboración fue La ideología alemana, estudio crítico de la filosofía alemana, del que los autores afirmaban les había librado definitivamente del idealismo hegeliano.2 Marx abandonó Bruselas en 1848 y regresó a Alemania para tomar parte activa en la revolución de aquel año. Desterrado de nuevo, fue a Londres en 1850, y allí permaneció por el resto de sus días. Murió el 14 de marzo de 1883. Sus escritos económicos más importantes comenzaron en 1847 con Miseria de la filosofía, respuesta a Proudhon. En enero del año siguiente, en vísperas de la revolución, apareció el Manifiesto Comunista, escrito en colaboración con Engels, que presentaba la teoría y el programa de la Liga Comunista, organizada en Londres en 1847. Los dos años siguientes los dedicó casi por completo a trabajos periodísticos, pues en junio de 1848 había empezado a editar en Colonia la Nueva Gaceta del Rin. Al establecerse en Londres, Marx empezó a estudiar economía política de un modo sistemático. Sus investigaciones en el Museo Británico lo familiarizaron con los fundadores de la economía clásica, y sobre las bases que ellos sentaron empezó a levantar su propia teoría. La actividad política no desapareció nunca de su vida, y aun se intensificó. Su interés y participación en los acontecimientos de la época dieron nacimiento a muchas obras importantes. Tales como El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852) y La guerra civil en Francia en 1871 (publicada inmediatamente después de la Comuna de París). Pero desde nuestro punto de vista, los escritos más importantes de Marx en aquel periodo son los económicos. En 1859 publicó su Crítica de la economía política, que contiene el germen de El Capital. Es notable, sobre todo, porque contiene la única 211 exposición sistemática de la teoría monetaria de Marx, campo al que aportó pocas cosas. En 1867 apareció el primer volumen de El Capital; los demás volúmenes de esta obra, la más importante del autor, no aparecieron en vida de éste, sino que hubo de publicarlos Engels: en 1885 apareció el segundo y en 1894 el tercero. El cuarto, que se divide en tres partes y contiene una exposición de la historia de las doctrinas económicas, fue editado por Karl Kautski después de la muerte de Engels. Apareció en 1904-1910 con el título Therien über den Mehrwert. La exposición de la vida y obra de Marx tiene que ser, necesariamente, breve, pero puede servir de fondo a sus doctrinas. Para comprenderlas, tenemos que conocer todas las fuerzas que ejercieron influencia sobre Marx. En lo que concierne a las circunstancias económicas y políticas, hemos de recordar que Marx vivió en una época en que Alemania iba saliendo de un estado de atraso económico y de reacción política para incorporarse a sus vecinos de Occidente como una democracia capitalista. Lo tardío de esa evolución permitió a Marx observar el desarrollo de Alemania contra el fondo de la nueva sociedad establecida ya en otras partes. Toda la experiencia del industrialismo inglés y del sindicalismo que había producido, así como la de las luchas políticas posrevolucionarias de Francia, le sirvieron de inspiración y de fondo sobre el cual interpretar los conflictos sociales y políticos de la misma Alemania. El utilitarismo y el primer socialismo inglés, el pensamiento socialista francés y los comienzos del radicalismo alemán inspiraron la juventud de Marx. Respiraba un aire lleno de discusión política. Todos los jóvenes intelectuales con quienes entró en relación discutían los problemas de la emancipación política. El republicanismo, la democracia constitucional, la libertad de pensamiento y de prensa eran los temas del día, como lo habían sido en Francia e Inglaterra hacía más de un siglo. Pero quienes discutían estas cuestiones eran filósofos. Las soluciones que se ofrecían tenían que explicarse de algún modo en términos de la filosofía del día. Aquí está la segunda influencia poderosa que recibió Marx. La filosofía hegeliana aspiraba a una concepción comprensiva y dinámica de la sociedad mediante el uso del método dialéctico. Marx se interesó por las leyes del movimiento de la sociedad, por los principios que determinan los cambios sociales. Rechazó el conservadurismo de Hegel; sostuvo que era producto de su idealismo, y trató de conservar el lenguaje típico hegeliano, aunque infundiéndole los factores económicos que él consideraba cada vez más los únicos determinantes de los cambios sociales. Es dudoso que cuando Marx abordó el estudio de la economía política clásica hayan influido en él las doctrinas filosóficas que sustentaba en su juventud. Lo que subsistió de ellas se convirtió en un armazón sociológico para sus teorías económicas: la interpretación económica de la historia y la doctrina de la lucha de clases. También subsistió cierta predilección por las formulaciones dialécticas, pero serían sus seguidores quienes resucitarían y ampliarían estos elementos filosóficos en el sistema llamado del “materialismo dialéctico”, sistema particularmente adecuado para las necesidades casuísticas de la política absolutista, y que no tiene nada que ver con la valoración de la obra de Marx como economista político, no obstante las referencias ocasionales al 212 mismo que se encuentran en sus propios escritos. 2. MÉTODO En el prefacio de la Crítica de la economía política, el mismo Marx nos dice cómo fue impulsado a estudiar la estructura económica de la sociedad capitalista. Una de las razones fue la necesidad de definir su actitud ante la controversia política de la época, que tenía un contenido económico. La otra fue su deseo de explicar, mediante la crítica de la filosofía política y jurídica hegeliana, los determinantes de las diferentes formas del Estado y de las instituciones jurídicas. Llegó a la conclusión de que las raíces de éstas se encontraban en lo que él llamó la suma total de las condiciones materiales de la vida social. De esta conclusión derivó los dos elementos que constituyen la base sociológica de su análisis económico: la interpretación económica de la historia y la teoría de las clases y de la lucha de las mismas. Como estas dos doctrinas se han convertido en partes de un dogma político fieramente defendido y fieramente atacado, no es fácil, sin verse envuelto en batallas doctrinales, formularlas de una manera comprensible y sensata. Por lo tanto, el breve resumen que sigue se atiene todo lo posible a la formulación del propio Marx, aun a costa de perder algo de claridad. Más tarde veremos en qué medida puede decirse que estas ideas tengan validez aparte del objetivo particular para el cual las formuló el mismo Marx. El hombre, dice Marx, es un productor social de sus medios de subsistencia. La producción social implica ciertas relaciones sociales cuyo carácter dependerá del grado de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. Esas relaciones sociales constituyen la estructura económica de la sociedad, sobre la cual se construye una superestructura de instituciones políticas y jurídicas, de ideas y modos de pensar, que reflejan, en última instancia, la estructura económica existente. Para comprender esas instituciones e ideas en su forma existente y en sus cambios constantes, hay que estudiar la estructura económica que les ha dado nacimiento. La economía política es el estudio de la anatomía de la sociedad, es decir, de las relaciones sociales de producción que constituyen el sistema económico. Esta afirmación, dice Marx, señala a la vez el principio fundamental de la sociedad y la contradicción a él inherente, que es la causa de los cambios sociales. El principio es la relación social en que entran los hombres para los fines de la producción social, relación que es apropiada a un desarrollo dado de la capacidad de producción. Él permite a la sociedad emplear al máximo esas capacidades productivas y aumentarlas; pero este aumento mismo de las capacidades productivas las hace entrar en conflicto con la relación social que habían creado. La relación se hace inadecuada: en vez de ayudar a la plena utilización de la capacidad del hombre para producir y reproducir todas sus condiciones materiales de vida, empieza a impedirla, y tarde o temprano los hombres modificarán esa relación social para permitir que las capacidades productivas, cada vez mayores, encuentren campo adecuado. Las instituciones políticas y jurídicas tendrán que 213 cambiar, y lo mismo las ideas. Así pues, el cambio social implica en cierta fase una revolución política para completar la evolución precedente: la abolición de una estructura política existente para sustituirla por otra más apropiada al nuevo orden económico. Marx sostenía que las relaciones de producción en sociedad puede decirse que consisten, en esencia, en la distribución de los miembros de la sociedad en relación con la propiedad de los medios materiales de producción. En términos jurídicos, es una relación de propiedad. Cuando existe propiedad privada, la sociedad se divide en clases que pueden ser definidas según su situación vis-à-vis de los medios de producción. Esta división determina el lugar que cada clase ocupa en el proceso de la producción, y es también la base de los demás fenómenos económicos. La estructura económica de la sociedad es simplemente una organización social particular de la producción. Es el determinante último de todos los fenómenos sociales. Una vez establecidas las relaciones económicas, el proceso mismo de producción las somete a determinados cambios: se convierten en categorías históricas. “Si, para un periodo, parecían las condiciones naturales de la producción, para otro, eran el resultado histórico de ella. Cambian constantemente dentro de la producción misma.”3 Marx aplica esta filosofía de la historia al capitalismo, y es el modo particular de aplicarlo lo que le distingue tan marcadamente hasta de los economistas clásicos que habían sustentado opiniones no muy diferentes acerca de la evolución social previa. Marx considera el capitalismo no como un orden social inmutable, sino como un eslabón de una cadena. No está dispuesto a aceptar como sacrosantas las relaciones de propiedad existentes, base de la sociedad capitalista, sino que las considera tan transitorias como las que pertenecen al pasado. Esta actitud crítica, más que ninguna otra cosa, es el rasgo distintivo del análisis económico marxista.4 Si el capitalismo está sujeto a cambio, ¿cuál es la fuerza motriz de ese cambio? Según esta filosofía de la historia, habrá de ser alguna contradicción inherente al sistema la que produzca el conflicto, el movimiento y el cambio. Incumbe a la economía política, dice Marx, descubrir esa contradicción. La contradicción básica del capitalismo es el carácter cada vez más social y cooperativo de la producción que hacen inevitable las nuevas fuerzas productivas que la humanidad posee y la propiedad individual de los medios de producción. Esta contradicción se pone de manifiesto en la existencia de dos clases, capitalistas y obreros, la una dueña de los medios de producción (de las condiciones materiales de la producción), la otra dueña únicamente de su fuerza de trabajo (los medios para poner en marcha la producción). Este antagonismo inevitable tiene por consecuencia la lucha entre las dos clases cuyos intereses son incompatibles. La lucha entre capital y fuerza de trabajo, consecuencia del antagonismo inherente a la organización social productiva, toma muchas formas, la más amplia de las cuales es la política. Para Marx fue elemento esencial de la actividad política, centro de sus intereses, el estudio de la estructura económica y el mostrar cómo refleja la contradicción fundamental en todas sus partes. Es importante subrayar la peculiaridad del método que sigue Marx para tratar el problema. Este método está expuesto en la Introducción a la crítica de la economía 214 política, y sin su conocimiento es difícil comprender el análisis subsiguiente en El Capital. Primero analiza los cuatro departamentos en que los economistas han dividido la actividad económica: producción, consumo, distribución y cambio. Distingue las cualidades universales de estas categorías, que poseen validez para todos los tiempos, y las cualidades históricas, que sólo son importantes para una fase particular de la evolución social. En las obras de los economistas no socialistas, dice Marx, esas dos series de cualidades andan constantemente mezcladas, confusión que es una parte del error general de considerar eterno el sistema capitalista. Admite que hay una relación entre esos cuatro departamentos. “La producción crea las cosas necesarias para satisfacer las necesidades; la distribución las reparte de acuerdo con las leyes sociales; el cambio distribuye lo que ya se ha repartido, de acuerdo con las necesidades individuales; y en el consumo, en fin, el producto sale de la esfera social, se convierte directamente en objeto y servidor de la necesidad individual, y la satisface.”5 Pero ésa, dice Marx, no es sino una relación superficial, que supedita la producción a las leyes naturales y la distribución a las leyes sociales. Coloca al cambio en un lugar incómodo entre las dos, y excluye el consumo de la esfera económica, excepto en cuanto fin de un proceso y punto de partida de otro nuevo. Marx pasa a explicar lo que él considera conexión natural, es decir, universal, entre la producción y el consumo. Primero, hay un consumo productivo, que es el empleo del producto en un nuevo proceso de producción, y una producción consuntiva, que es la reproducción de la vida humana misma. Segundo, la producción suministra el material para el consumo, y el consumo satisface la necesidad, es decir, el objeto de la producción. Finalmente, ambas cosas son parte la una de la otra: el consumo es el acto final de la producción, y sólo mediante él realiza su función el producto; la producción es parte del consumo porque crea necesidades. Pero, arguye Marx, la identidad de producción y consumo sólo existe si ignoramos la relación social que media entre ellos. Esta mediación es la distribución. Superficialmente, distribución significa distribución de productos; pero antes de que pueda ser esto, tiene que ser: “primero, una distribución de los medios de producción, y segundo (lo que no es sino una cualidad más de la misma relación), una distribución de los miembros de la sociedad entre las diferentes ramas de la producción”.6 Por consiguiente, la producción debe presuponer dicha distribución. Y la distribución en el sentido convencional está determinada por la distribución como elemento social del proceso de la producción. Según Marx, Ricardo se acercó a la verdad cuando hizo de la distribución, y no de la producción el objeto de estudio de la economía política; pero se equivocó al pensar que las leyes de la distribución eran naturales, y no históricas. Por último, el cambio es parte de la producción y está completamente determinado por ella. No puede haber cambio sin división del trabajo (factor productivo), y la naturaleza del cambio depende de la producción (el cambio privado nace, por ejemplo, de la producción privada). Para conocer las relaciones historicosociales que están detrás de la conexión universal superficial de estos elementos, hay que tener presente, dice Marx, la interacción entre ellos. 215 Marx hace un análisis semejante del método de la investigación económica. Sería natural, dice, considerar los fenómenos económicos de la sociedad en su realidad concreta. Así es como empezó la investigación económica. Tomó como punto de partida “la población, la nación, el Estado…” y acabó habiendo descubierto en su análisis “ciertas relaciones determinantes, abstractas y generales, como la división del trabajo, el dinero, el valor, etc.”7 Una vez hechas estas abstracciones, la economía política las tomó como punto de partida y se abrió camino hacia la realidad concreta. Aunque éste es el método científico correcto, tiene sus peligros, pues invierte el orden en que procede la realidad misma. Por lo tanto, hay que recordar siempre que aun el concepto económico más abstracto presupone una realidad concreta existente de la cual representa aquél un solo elemento. Las categorías económicas simples han tenido una existencia histórica real en su sencillez abstracta; pero no alcanza su plena significación sino en un sistema económico muy desarrollado. La economía política debe estudiar las categorías más abstractas en relación con la anatomía del capitalismo. Marx no sólo procura constantemente relacionar los conceptos económicos elementales, tales como valor, trabajo, dinero, etc., con las condiciones de la producción capitalista, sino que también sigue el proceso histórico que ha conducido al capitalismo moderno, y muestra las formas de existencia anteriores más primitivas de esos conceptos económicos. Este método hace de El Capital un tratado de economía muy distinto de la mayoría de los que siguieron al de Ricardo. Puede encontrarse cierta semejanza con este método en tres obras anteriores: La riqueza de las naciones, de Adam Smith; los Principios de Steuart, y los Principios de Marshall. Todas ellas son intentos de combinar la teoría económica, la historia de la economía y la historia de las doctrinas económicas. Una actitud análoga, en un campo más limitado, está subyacente en la obra de Schumpeter, titulada Business Cycles; Keynes, en su Teoría general, cubre el mismo campo, aunque lo presenta menos sistemáticamente. 3. TEORÍA DEL VALOR-TRABAJO El concepto más sencillo que se refiere a la actividad del hombre para producir sus medios de subsistencia, es el del trabajo humano. El trabajo puede ser considerado en su forma natural (universal) y en su calidad social (histórica). La primera es la de una “actividad deliberada dirigida a apropiarse objetos naturales de una forma u otra”. En este sentido, “el trabajo es una condición natural de la existencia humana, una condición del metabolismo del hombre y la naturaleza independiente de todas las formas sociales”.8 Como tal, el trabajo produce objetos que satisfacen necesidades humanas; en otras palabras, objetos que poseen valor de uso. El valor de uso es inseparable de las cualidades concretas del objeto: valores de uso diferentes coinciden con diferencias en las cualidades materiales de las mercancías. Como valores de uso, esas mercancías realizan su finalidad en el consumo. El trabajo, considerado como productor de valor de uso, no es la única fuente de valor, ya que el trabajo no puede realizarse sin algún 216 material natural. Valores de uso diferentes encierran proporciones diferentes de trabajo y naturaleza; pero este último elemento tiene que estar siempre presente. Todavía podemos distinguir otros dos aspectos del trabajo en esta forma: el trabajo particular, y la suma total de los trabajos individuales de todos los miembros de la sociedad que producen la suma total de los valores de uso que la sociedad requiere. En su segundo aspecto, el trabajo adquiere importancia social. Tan pronto como el hombre produce socialmente, el valor de uso se hace independiente del trabajo individual particular. El valor de uso se convierte en el producto de una fracción del trabajo total de la sociedad. Esto significa, además, que se ha generalizado el trabajo individual: se ha convertido en una parte del trabajo social. Se han encontrado algunos arreglos sociales para distribuir el trabajo de todos los miembros individuales de la sociedad en la producción de todos los valores de uso necesarios. En cuanto a los valores de uso, es indiferente el arreglo y ordenación social particular en que se basa su producción. Las cualidades materiales de los bienes (que constituyen su valor de uso) no se afectan con ello. “Por el sabor del trigo no podemos decir si lo cultivó un siervo ruso, un pequeño propietario francés o un capitalista inglés.”9 Pero es evidente que tienen que existir algunas relaciones sociales de producción. “Cualquier niño sabe que un país que dejara de trabajar… moriría. Cualquier niño sabe también que la masa de productos correspondientes a las diferentes necesidades requiere masas diferentes y cuantitativamente determinadas del trabajo total de la sociedad. Es evidente por sí mismo que esta necesidad de distribuir el trabajo social en proporciones definidas no puede eliminarse mediante la forma particular de la producción social, sino que únicamente puede cambiar la forma que asume. No puede eliminarse ninguna ley natural. Lo que puede cambiar, al cambiar las circunstancias históricas, es la forma en que operan esas leyes.”10 El modo como se produce la transformación del trabajo individual en una fracción del trabajo social dependerá de las relaciones en que el trabajo de cada individuo sea prorrateado al orden social mismo. Por ejemplo, en una familia campesina patriarcal que satisface todas sus necesidades produciendo trigo, ganado y productos derivados, hilados, lienzo y ropa, las relaciones sociales de los miembros implican una planificación social de la producción de acuerdo con las necesidades sociales de la familia y su capacidad productiva. El trabajo de cada uno se ejerce sólo “como órganos de la fuerza colectiva de trabajo de la familia”.11 Análogamente, dice Marx, con un símil típicamente sobresimplificado, en una asociación de hombres libres que poseyesen en común los medios de producción, cada uno de ellos emplearía su fuerza de trabajo como parte de la fuerza de trabajo de la sociedad.12 Hay sociedades, empero, en que la identidad de trabajo individual y trabajo social hay que conseguirla de un modo especial. Las características del capitalismo son la propiedad privada de los medios de producción, la empresa particular y la apropiación y el cambio privados. ¿Cómo se prorratea el trabajo social en esa sociedad? El modo como “generaliza el trabajo” es hacer bienes que sean portadores no sólo de valor de uso, sino también de valor de cambio. “La forma en que opera esta división proporcional del 217 trabajo en una sociedad donde la interconexión del trabajo social se manifiesta en el cambio privado de los productos individuales del trabajo, es precisamente el valor de cambio de esos productos.”13 En la producción capitalista todos los bienes tienen un doble carácter: valor de uso, por sus cualidades materiales, y valor de cambio, porque se ha invertido en ellas una porción de trabajo social. Un bien puede tener “valor de uso sin tener en absoluto ningún valor de cambio, por ejemplo, los dones o bienes naturales. Pero el valor de cambio presupone el valor de uso. Las cualidades que dan a un bien valor de uso son, en el sistema capitalista, material del valor de cambio”.14 El valor de cambio de un bien no es más que una fracción de “trabajo humano abstracto”, y su medida, “la cantidad de sustancia constitutiva de valor, es decir, de trabajo, que contiene”. La cantidad misma puede medirse por el tiempo de trabajo empleado en la producción de ese bien. Ese tiempo de trabajo no debe considerarse como el tiempo gastado por un trabajador particular en aquel bien en particular, pues no puede pensarse que “cuanto menos hábil o más perezoso es un hombre”, más valioso será su producto. La medida del valor de cambio de un bien es el “tiempo de trabajo socialmente necesario” para producirlo. “El tiempo de trabajo socialmente necesario es aquel que se requiere para producir un valor de uso cualquiera en las condiciones normales de producción y con el grado medio de destreza e intensidad de trabajo imperantes en la sociedad.”15 En la producción capitalista también el trabajo tiene un doble carácter, pues produce valor de uso y valor de cambio. En el primer caso, es trabajo concreto, particular; en el segundo, “es trabajo abstracto, general e igual”.16 A la variedad de valores de uso en la sociedad corresponde una variedad de trabajo humano. Esta variedad puede existir sin que exista cambio privado; pero en el capitalismo, en que hay cambio privado de productos, aparece también el fenómeno del valor de cambio que ignora las diferencias materiales individuales de los bienes como valores de uso y crea una equivalencia general de ellos. Análogamente, el trabajo en dicha sociedad, en la medida en que se traduce en valor de cambio, es una abstracción de las diferentes formas de trabajo útil: es “gasto de fuerza humana de trabajo”.17 En relación con el valor de uso, el trabajo incorporado en un bien no tiene más que una importancia cualitativa; y en relación con el valor de cambio, sólo cuantitativa. La existencia de diferentes tipos de trabajo y de distintas habilidades no importa, pues cada tipo de trabajo puede expresarse en términos de la forma de trabajo humano más sencillo, que menos habilidad requiere. Los tipos de trabajo más complejo y de mayor pericia producen en un tiempo dado bienes con un valor de cambio superior al de los que requieren menos habilidad. Pueden reducirse a múltiplos de las formas más sencillas de trabajo. Tal reducción tiene lugar constantemente, en realidad: tipos diferentes de trabajo se reducen en el proceso económico a un equivalente universal. Al formular de esta suerte la teoría del valor-trabajo, Marx se aleja de modo importante de los economistas clásicos: si el valor de cambio de un bien no es sino la expresión del tiempo de trabajo socialmente necesario empleado en su producción; el trabajo en sí mismo no puede tener valor. “Hablar del valor del trabajo… equivale a 218 hablar del valor del valor, o a querer determinar no el peso de un cuerpo, sino el peso del peso mismo.”18 El doble carácter de las mercancías y del trabajo que las produce crea dos dificultades. A una la llamó Marx, en una frase célebre, “el fetichismo de la mercancía”. Decía que si consideramos una mercancía meramente como un valor de uso, no hay en ella nada misterioso. Ni es tampoco difícil de entender el valor de cambio, considerado en sí mismo. No es difícil, decía, pensar en el trabajo social humano en abstracto, como gasto de cerebro, nervios y músculo, ni pensar en su cantidad como cosa distinta de su calidad. La dificultad está en la naturaleza contradictoria de la mercancía, que es, al mismo tiempo, valor de uso y valor de cambio. Esto se manifiesta de tres modos: la equivalencia del trabajo humano conduce a la equivalencia de los valores de cambio de los productos del trabajo; el gasto de trabajo humano, en términos de tiempo, aparece en la forma de la medida del valor de cambio de los productos; finalmente, la relación social de los productores toma la forma de una relación social de los productos.19 La mercancía refleja el carácter social del trabajo. Los productores no advierten su propia relación social, que les parece una relación social de sus productos. El valor de cambio no es más que una relación entre personas; “pero es una relación que está oculta detrás de las cosas”.20 La relación social de los productores —relación que, como hemos visto, Marx considera la esencia de la estructura económica— se manifiesta como una relación de mercancías. La segunda dificultad inherente al carácter contradictorio de la mercancía es ésta: una mercancía debe poseer valor de uso, pero no para su propietario, porque, si lo tuviese, dejaría de ser una mercancía. Para él no es más que un valor de cambio: es un medio de cambio. Para adquirir valor de uso, la mercancía tiene que satisfacer la necesidad que está destinada a cubrir. Tiene que haber un proceso general de cambio entre todas las mercancías antes de que puedan todas convertirse en valores de uso. En este proceso, cada mercancía deja al propietario para quien no tiene valor de uso y va a manos de una persona para quien lo tiene. No altera sus cualidades materiales, pero altera su relación con el hombre. “En manos del panadero, el pan es únicamente el portador de una relación económica…”;21 en las del parroquiano, se convierte en un valor de uso, o sea, en alimento. En el proceso de cambio las mercancías también se convierten en valores de cambio. El valor de cambio es sólo un concepto teórico hasta el momento en que la mercancía cambia de manos. Marx concluye, por lo tanto, que en el proceso del cambio las mercancías se convierten en valores de uso y valores de cambio. Esto significa que la relación entre las mercancías que se establece con el cambio tiene que ser doble: una relación de valores de cambio y de valores de uso. Como valores de cambio, las mercancías son todas de igual calidad, y sólo difieren en cantidad; pero como valores de uso, todas son cualitativamente diferentes. Por consiguiente, el cambio mismo debe ser una equivalencia de cosas que tienen incorporadas las mismas cantidades de tiempo de trabajo; y debe ser también una relación de valores de uso específicos, destinados a satisfacer diferentes necesidades. El cambio aparece como una equivalencia y como una 219 no equivalencia al mismo tiempo. La dificultad consiste en que “para convertirse en valor de cambio… un bien cualquiera tiene que consumirse como valor de uso.. y su consumo como valor de uso presupone su existencia como valor de cambio”.22 La dificultad, dice Marx, se resuelve convirtiendo una mercancía en el equivalente universal. A esta mercancía se le da algo, además de la capacidad limitada de un valor de uso específico, a saber, la facultad de representar trabajo social incorporado. Al excluir una mercancía del resto y darle esa facultad, adquiere, además de su propio valor específico de uso, uno nuevo y general que es igual para todo el mundo. Se convierte en el portador del valor de cambio. Una vez hecho esto, las diferentes mercancías (que son sólo diferentes cantidades de tiempo de trabajo socialmente necesario) aparecen como diferentes cantidades de una y la misma mercancía. Este equivalente universal es el dinero. “Es una cristalización del valor de cambio de mercancías que ellas mismas producen en el proceso del cambio.”23 No es el dinero lo que hace conmensurables las mercancías, “sino al revés: por ser todas las mercancías, consideradas como valores, trabajo humano materializado, y por tanto conmensurables de por sí, es por lo que todos sus valores pueden medirse en la misma mercancía específica y ésta convertirse en su medida común de valor, o sea en dinero”.24 En un sistema de producción de mercancías, es decir, en un sistema basado en la propiedad y el cambio privados, “el dinero como medida de valor de cambio es la forma en que, necesariamente, aparece la medida inmanente del valor de las mercancías, esto es, el tiempo de trabajo”.25 Lo que Marx ha hecho hasta aquí es formular una teoría de la producción en determinadas y específicas circunstancias sociales. Le hemos concedido tanto espacio, en parte, porque ha sido el aspecto más discutido de la teoría económica “pura” de Marx, y en parte también, porque representa la formulación más persistente de las teorías clásicas de Smith y de Ricardo en algo parecido a una estructura lógica. Dicha estructura no es, naturalmente, una teoría del valor en el sentido moderno. No obstante el complicado ropaje seudofilosófico en que aparece, la teoría dice poco más, y lo dice menos bien que Adam Smith más de ciento cincuenta años antes. Después veremos cuán poco útil resulta como instrumento de análisis económico. Para Marx, su finalidad principal fue la de servir de base a su teoría de la explotación. 4. LA PLUSVALÍA Marx resume las posibles objeciones a la teoría del valor-trabajo bajo cuatro rubros o títulos.26 En primer lugar, puede argumentarse que el trabajo mismo es una mercancía y tiene, por lo tanto, valor de cambio, conclusión que Marx rechazó. En segundo lugar, “si el valor de cambio de un producto es igual al tiempo de trabajo que contiene”, el valor de cambio de una cantidad dada de tiempo de trabajo, digamos “de un día de trabajo, debe ser igual a su producto”. En otros términos, “los salarios del trabajo deben ser iguales al producto del trabajo”.27 La cuestión de por qué el valor de cambio del trabajo es menor 220 que el de su producto, exige una respuesta. En tercer lugar, el precio de mercado de las mercancías fluctúa constantemente. ¿Cómo puede conciliarse este hecho con la teoría del valor-trabajo? Y, por último, si el trabajo crea el valor de cambio, y el tiempo de trabajo lo mide, ¿cómo se explica que haya mercancías, es decir, cosas que poseen valor de cambio, en las cuales no se ha empleado trabajo? En otras palabras, ¿cómo podemos explicar el valor de cambio de los dones de la naturaleza? Marx pretende haber dado contestación a estas preguntas en las partes restantes de su teoría: a las cuestiones primera y segunda, en su teoría de los salarios y del capital, a la tercera, en la teoría de la competencia, y a la cuarta, en la teoría de la renta. El primer problema consiste en explicar los salarios a partir de la teoría del valor como producto del trabajo. Aunado a éste está el segundo problema, a saber: el surgimiento de un excedente. Marx los trata juntos en su análisis de las relaciones entre salario y capital, análisis que le lleva al concepto de la plusvalía. El punto de partida es el análisis del capital. Ya hemos visto lo que le sucede a la mercancía en el proceso del cambio, y hemos determinado el origen del dinero. El proceso de la circulación de las mercancías en su forma más simple es M—D—M: una mercancía se vende por dinero, y con éste se compra otra mercancía. Pero también hay otra forma de circulación, D— M—D, en la que se compra una mercancía con dinero para venderla otra vez por dinero. En esta forma el dinero adquiere por primera vez el carácter de capital. La finalidad de esta circulación es, evidentemente, que la segunda D sea mayor que la primera. Así pues, la naturaleza de la segunda forma de circulación es esencialmente diferente de la de la primera. En la primera forma, el resultado final es el gasto de dinero en una mercancía que sirve como valor de uso. En la segunda forma, el dinero es sólo un anticipo y tiene que volver a su punto de partida. En la primera, el fin es el valor de uso; en la segunda, lo es el valor de cambio. Esto es lo que diferencia la circulación del dinero como capital, de su circulación como moneda. En tanto que el primer proceso se basa en la diferencia cualitativa de dos bienes, el segundo debe basarse, si ha de tener alguna finalidad, en una diferencia cuantitativa entre dos cantidades de dinero. También puede haber diferencias cuantitativas en la primera forma, en el sentido de que una mercancía se vende por encima de su valor de cambio y otra por debajo de él. Pero esta diferencia sólo es accidental. La circulación de dinero como capital implica, pues, el comprar una mercancía para venderla por una cantidad mayor de dinero. Pero, ¿la aparición del dinero como capital no contradice la equivalencia que, según Marx, se establece en el proceso del cambio? Por lo que respecta a los valores de uso, el cambio no se basa en la equivalencia. Por el contrario, precisamente porque difieren los valores de uso de dos mercancías para las dos partes que intervienen en el cambio, éste puede llevarse a cabo. Pero la forma originaria del cambio debe implicar una equivalencia de valores de cambio. Por consiguiente, el cambio de mercancías por sí mismo no puede ser fuente del excedente. Hay todavía otra dificultad: el excedente no puede nacer del cambio, pero es imposible que se origine de otra manera. El valor de cambio no aparece hasta que no se realiza el cambio. 221 El problema parece más difícil que nunca, porque hemos concluido que el excedente, o la “plusvalía”, como lo llama Marx, no puede tener su origen en el proceso de la circulación de mercancías, y, sin embargo, únicamente es en ese proceso donde puede aparecer la plusvalía. El problema se resuelve de la siguiente manera: en el proceso D— M—D’ (en donde D’ es mayor que D), el aumento de la cantidad originaria de dinero no puede realizarse en la segunda mitad de la transacción: en ella, “la mercancía en su forma natural no hace más que transformarse en su forma monetaria”. El aumento debe tener lugar, pues, en la primera mitad de la transacción, es decir, en la compra de M por D. Pero el aumento no puede ser debido al valor de cambio de M, sino que tiene que deberse al valor de uso de M. Ahora bien, si el propietario del dinero (que él usa como capital) encontrase en el mercado alguna mercancía “cuyo valor de uso tuviese la cualidad peculiar de ser fuente de valor de cambio”, la solución de nuestro problema estaría a la mano. Dicha mercancía, al ser consumida, crearía valor de cambio. Pero tal mercancía, según la teoría del valor de Marx, no puede ser sino una mercancía cuyo consumo produzca incorporación de trabajo. Semejante mercancía existe realmente: es la fuerza humana de trabajo, que en las condiciones capitalistas de la producción puede comprarse y venderse libremente en el mercado.28 Marx analiza cómo se determina el valor de cambio de la fuerza de trabajo. Como el de cualquier otra mercancía, está formado y es medido por la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario que se requiere para su producción: lo determina la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado en los medios de subsistencia del trabajador, es decir, en su valor de cambio. Esos medios de subsistencia están históricamente determinados, contendrán un elemento tradicional, y tendrán, además, que ser suficientes para asegurar la perpetuación de la clase trabajadora permitiendo al obrero procrear una familia. El comprador, al consumir la mercancía que ha comprado, se apropia su valor de uso. El capitalista que ha comprado fuerza de trabajo la consume en el proceso de la producción. El capitalista pone a trabajar al obrero y le hace incorporar su trabajo a mercancías cuyo valor de cambio está determinado entonces por la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario que contienen. El producto corresponde al capitalista que ha empleado al productor y le ha hecho emplear su trabajo en materiales y con medios de producción que contienen trabajo incorporado. Los valores de cambio de esos materiales, etc., forman parte del valor de cambio del producto acabado. A eso hay que añadir el tiempo de trabajo empleado en su producción, medido por el promedio social necesario. Éste es el valor de uso que ha comprado el capitalista al comprar la mercancía fuerza de trabajo; pero lo que ha pagado por ella es su valor de cambio, determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado en los medios de subsistencia del trabajador. La fuerza humana de trabajo puede ser empleada durante más tiempo del necesario para producirla. De esta facultad depende la plusvalía. Si, por ejemplo, el tiempo necesario para producir los medios de subsistencia del obrero para un día completo fuesen cuatro horas, éstas medirían el valor de cambio de un día de fuerza de trabajo; pero el capitalista que la compra obtiene su valor de uso, que puede ser una 222 porción cualquiera de ese día, por ejemplo, ocho horas. De esta diferencia nace la plusvalía. El capital que emplea el capitalista puede dividirse en capital constante, que incluye materias primas y maquinaria, etc., y capital variable, que es la parte gastada en la compra de fuerza de trabajo. El primero se llama constante, porque no altera su valor en el proceso de la producción, sino que lo único que hace es añadirlo a la mercancía que se está produciendo. El último sí altera su valor: produce su propio equivalente y la plusvalía, que es una magnitud variable. Como veremos, esta distinción es de capital importancia en el sistema marxista. Marx distingue luego un nuevo concepto: la “cuota de plusvalía”. Esta cuota es la porción entre el aumento de capital que aparece al final del proceso de la producción (plusvalía) y el capital variable. Si C es el capital total, c y v sus dos partes componentes, y p la plusvalía, el proceso total será aquel en que de c + v se llegue a c + v + p. La cuota de la plusvalía será p/v. Esta cuota expresa, según Marx, el “grado de explotación” de la fuerza de trabajo por el capital. La parte del producto que representa la plusvalía es el producto excedente —el produit net de los fisiócratas, pero bajo otra apariencia—. De la misma manera en que la plusvalía se expresa únicamente en términos del capital variable, el producto excedente se mide también en relación no con el producto total, sino con la parte de él que representa el tiempo de trabajo socialmente necesario para crear la fuerza de trabajo usada. Marx distingue también entre la cuota simple de la plusvalía p/v (que es la proporción entre el trabajo “pagado” y el “no pagado”) y la cuota anual de la plusvalía pn/v, donde n es el periodo de rotación del capital variable en un año. Esto último es lo que tiene importancia para la relación entre plusvalía y cuota de ganancia. Marx procede a examinar los diferentes factores que determinan la cuota de la plusvalía y la magnitud relativa del producto excedente. Estos capítulos, principalmente los párrafos que dedica a la lucha por la duración de la jornada de trabajo, son, como todos los capítulos históricos de El Capital, mucho más interesantes y de lectura más fácil que el resto de la obra. Desde el punto de vista teórico, presentan uno o dos conceptos nuevos. Establece una distinción entre cuota de la plusvalía y la masa total de la misma. Esta última depende de la primera y de la cantidad de capital variable empleado. Puede variar con ambas, de donde se sigue que si uno de los determinantes disminuye, el otro tendrá que aumentar más que proporcionalmente si ha de aumentar la masa de plusvalía. Se sigue también que aunque el capital total empleado por diferentes capitalistas se divida en constante y variable en proporciones diferentes, la plusvalía producida por cantidades diferentes de capital debe estar, ceteris paribus, en proporción directa a la cantidad de capital variable que contienen. Esta última consecuencia es importante porque parece contradecir la experiencia común de todos los capitalistas, que saben que no obtienen una ganancia menor si emplean una cantidad relativamente pequeña de capital variable. La solución que Marx intenta de esta contradicción está ligada con el problema que originan las divergencias entre los precios de mercado y el valor, de que se trata después. 223 Sin embargo, Marx señala que si se considera el capital total de la sociedad que se emplea en la producción, la masa total de plusvalía que obtenga dependerá de la duración media de la jornada de trabajo y del número de la población trabajadora. Así pues, la plusvalía total creada en la sociedad capitalista se ajusta a las leyes que él ha formulado, no obstante que parecen no observarse cuando esa plusvalía se divide entre los capitalistas individuales.29 Otra distinción que Marx establece es la que se refiere a la plusvalía absoluta y a la relativa. Según su teoría, hay dos maneras posibles de aumentar la plusvalía que produce para el capitalista un obrero individual. Una de las maneras es prolongar la jornada de trabajo. A la plusvalía que depende de ese factor la llama Marx “plusvalía absoluta”. La otra forma es reducir la parte de la jornada que representa el tiempo de trabajo requerido para producir las subsistencias del trabajador y alargar la que se incorpora al producto excedente. A la plusvalía que depende de esta alteración de las proporciones en que se divide la jornada de trabajo, la denomina Marx “plusvalía relativa”. El aumento de la plusvalía relativa depende del incremento de la productividad del trabajo. En particular, para reducir el valor de cambio de la fuerza de trabajo es necesario reducir el tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado en los medios de subsistencia. La productividad del trabajo debe acrecentarse en las ramas de la producción que proporcionan “bienes-salario”. Pero cualquier aumento de la productividad elevará la plusvalía para el capitalista individual que propicia el aumento, ya que producirá más unidades de una mercancía con la misma cantidad de fuerza de trabajo. El valor de cambio de la unidad de producto disminuye; pero si no disminuye el tiempo de trabajo incorporado en la referida mercancía por otros productores, el promedio social necesario descenderá menos que el trabajo incorporado en el producto del primer capitalista. Por esta razón obtendrá una plusvalía mayor. Este aumento puede considerarse también como un aumento de la plusvalía relativa, puesto que el aumento de la productividad (aun cuando no se aplicara necesariamente a los medios de subsistencia) ha alterado las proporciones de los constituyentes de la jornada de trabajo. Puesto que la plusvalía relativa es directamente proporcional a la productividad del trabajo, proporciona un estímulo poderoso al capitalista individual para mejorar su técnica. Empero, la competencia también obliga a sus rivales a adoptar métodos nuevos de producción, y así tienden a desaparecer los superávit individuales. Esto significa un incentivo constante a cada capitalista para aumentar la productividad y reducir así el valor de cambio de los productos (incluida la fuerza de trabajo), porque en el proceso aumenta su plusvalía relativa. Según Marx, la finalidad es siempre reducir la parte de la jornada que el obrero trabaja para sí y aumentar la que trabaja para el capitalista. En este punto, este teorema queda implicado en la teoría general de Marx sobre el desarrollo económico. Una vez establecida la producción capitalista, la diferencia entre plusvalía absoluta y plusvalía relativa explica los medios que se adoptan en diferentes circunstancias con el fin de aumentar el grado de explotación.30 En cierto sentido, la plusvalía tiene una base natural. Aparece en cuanto un 224 trabajador es capaz de trabajar más de lo necesario para su propio sustento, y puede, por lo tanto, producir para sostener a otros. Para Marx, sin embargo, el punto decisivo es el hecho de la explotación mediante la cual “el trabajo excedente de un hombre se convierte en condición de la existencia de otras”.31 En los últimos párrafos de su estudio sobre la relación capital-trabajo, Marx trata con mucho detalle el problema de los salarios. Aquí sólo precisa mencionar uno de esos puntos. Subraya sobre todo el hecho de que los salarios representan el valor de la fuerza de trabajo. Sostiene que el contrato de salario ayuda a ocultar la verdadera naturaleza del cambio que tiene lugar entre el capitalista y el trabajador, porque los salarios parecen representar el valor del trabajo, y no el de la fuerza de trabajo, y desarrolla esto en relación con los diferentes métodos de pago de salarios. 5. TEORÍA DE LA COMPETENCIA CAPITALISTA El precedente análisis muestra las respuestas de Marx a los dos primeros problemas que la teoría del valor-trabajo ha planteado: el valor del “trabajo” y el origen de la plusvalía. La cuestión siguiente se refiere al hecho de que, en realidad, los precios de las mercancías no varían de acuerdo con los cambios del tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado en ellas. Podemos sumar a este problema otro: ¿Qué relación existe entre la ganancia que obtiene cada capitalista individual y la plusvalía que se apropia el capital total de la sociedad? Las respuestas de Marx a estas cuestiones se resumen mejor asociándolas. Su primer paso es establecer una distinción entre cuota de plusvalía y cuota de ganancia. Ya hemos visto el estudio de Marx acerca del origen de la primera. Pero lo que interesa al capitalista individual no es saber a qué parte especial de su capital total debe ese aumento. El capitalista está obligado a emplear capital, tanto constante como variable, y las dos partes de su capital le parecen indispensables para crear plusvalía. De esta suerte, lo que le importa es la tasa de aumento de su capital total, es decir, no p/v, sino p/c+v. Esta tasa es la cuota de ganancia. La diferencia entre ambas puede ilustrarse con un ejemplo. Hay dos fábricas capitalistas, A y B. A tiene un capital constante de £ 250 000 y un capital variable de £ 50 000. Supongamos que, en el caso de B, las proporciones son £ 150 000 y £ 50 000, respectivamente. Supongamos que en las dos la plusvalía es de £ 50 000. La cuota de plusvalía será entonces de 100 por ciento en los dos casos; pero la cuota de ganancia es de 16.6 por ciento para A y de 25 por ciento para B. Se ve, pues, que la cuota de ganancia varía con la proporción en que se unen las dos clases de capital. A la razón entre c y v la llama Marx “composición orgánica del capital”, y cuanto más elevada es, más baja es la cuota de ganancia. La distinción puede aclararse de la siguiente manera. Cuando el capitalista individual vende una mercancía, quiere recobrar lo que le ha costado producirla, es decir, su parte de capital constante y variable que emplea (a esto lo llama Marx “precio de costo”), más 225 un incremento que es su participación en la plusvalía. A esto lo llama “ganancia”. La ganancia, pues, no es otra cosa que plusvalía pero en una forma mistificada; aparece como “engendrada por el capital”.32 La cuota de ganancia es, entonces, la manera en que el capitalista llega a conocer la cuota de plusvalía. Pero, como ya hemos visto, la cuota de ganancia no es igual a la cuota de plusvalía, si bien existe una relación entre ambas, que puede expresarse por la fórmula donde g’ es la tasa de ganancia y p’ la cuota de plusvalía. Por lo tanto, la primera es directamente proporcional al “grado de explotación”, pero inversamente proporcional a la composición orgánica del capital. Dentro de poco veremos el uso que hace Marx de esta conclusión. Una consecuencia del análisis precedente es que la cuota de ganancia variará en las diferentes empresas de acuerdo con su composición orgánica de capital. Pero la diferencia no puede persistir a causa de la competencia, la cual producirá una tendencia en todo capital, independientemente de su composición orgánica, a obtener la cuota media de ganancia. En otras palabras, la competencia tiende a hacer que cada capitalista reciba sólo una proporción del volumen total de plusvalía (o volumen de ganancia) igual a la proporción que guarda su capital con el capital total. Pero esta tendencia implica algo más. Significa que cada capitalista tiene que vender su producto al mismo precio que todos los demás capitalistas de la misma industria. Como los capitalistas producen con diferentes composiciones orgánicas de capital, sus productos no pueden tener todos el mismo valor de cambio. El que la cuota de ganancia tienda a un promedio y, por lo tanto, la reducción del precio fijado por cada capitalista a un mismo nivel, implican una discrepancia entre el precio normal, que Marx llama “precio de producción”, y el valor. El primero es el precio de costo más la cuota media de ganancia, y el último el tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado en una mercancía. Podemos resumir las doctrinas de Marx sobre el valor y el precio, en esta fase, del modo siguiente. Es preciso distinguir tres conceptos: 1. El valor, que se mide por la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado en una mercancía. Puede representarse como c + v + p (donde c es la parte de capital constante que corresponde a la mercancía, v la cantidad de trabajo que se ha pagado, o capital variable, y p la cantidad no pagada, o plusvalía). 2. El precio de producción, que puede expresarse como c + v + g (donde g es la tasa media de ganancia). Puede ser mayor o menor que c + v + p, según las diferentes composiciones orgánicas de capital. 3. Tenemos, en fin, el precio de mercado, que representa las fluctuaciones a plazo corto en torno del precio de producción causadas por el mecanismo de la oferta y la demanda en una rama determinada de la producción. Marx distingue dos tipos de competencia:33 dentro de una misma rama de la producción, y entre todas las ramas de la producción. El primero tiende a igualar el precio de mercado con el precio de producción. El segundo, promediando la cuota de ganancia, 226 reduce los valores a los precios de producción. Puede haber, por lo tanto, excesos temporales, tanto de la cuota de ganancia de una empresa determinada dentro de una industria sobre la cuota media de ganancia en dicha industria, como de la cuota media en toda una industria sobre la cuota media general. Tales excesos dan origen a dos clases de “plusganancia”. La tendencia normal de la competencia es eliminar constantemente esos excedentes. Si se impide cualquiera de los dos tipos de competencia, como ocurre en el caso de la producción agrícola, la plusganancia puede subsistir. Veremos, poco más adelante, la aplicación de este tipo de razonamiento al problema de la renta. Entretanto, puede señalarse que una de las controversias más fuertes sobre la doctrina marxista se ha centrado en la relación entre la teoría del valor-trabajo, tal cual aparece en el volumen I de El Capital, y la teoría de los precios de producción, del volumen III, publicado por Engels a la muerte de Marx. Se ha acusado a Marx de inconsecuencia lógica y de haber intentado en el último instante salvar del desplome total la teoría del valor-trabajo. Formulados de este modo, los cargos no están totalmente justificados: no sólo hay muchos indicios de la teoría de los precios de producción en las primeras obras de Marx, sino que, si nos atenemos a su propio sistema de análisis, puede demostrarse que existe un vínculo entre las dos teorías. Esto, naturalmente, sin prejuzgar nuestra propia opinión acerca de la utilidad de toda doctrina como instrumento analítico, de lo cual hablaremos más tarde.34 Otra dificultad es explicar la conducta del capitalista individual en relación con todo el proceso en el que se crea la plusvalía. Puede argüirse que si únicamente el capital variable produce plusvalía, interesaría a todo capitalista, una vez que hubiese averiguado cómo se produce la plusvalía, mantener todo lo baja posible la composición orgánica del capital. Esto está en oposición manifiesta con la conducta corriente. La composición orgánica del capital de los capitalistas individuales, y de todos los capitalistas en conjunto, sube constantemente, y todo capitalista sabe que esa elevación no va acompañada de alguna disminución de sus ganancias. La explicación de este hecho se encuentra en el deseo de cada capitalista individual de aumentar su parte de plusvalía. Bajo el estímulo de la competencia, todo capitalista procura ser el primero en presentarse en su ramo con una mejora de la productividad del trabajo, porque mientras no se generalice dicha mejora aumentará su plusvalía individual relativa. Ahora bien, las mejoras de la productividad del trabajo implican, por lo general, un empleo mayor de capital constante, y además hacen bajar el valor de cambio del producto por debajo del promedio social y, por lo tanto, aumentan la ganancia del capitalista individual. Un ejemplo que ofrece el mismo Marx ilustrará esto.35 Hay cuatro empresas con diferentes composiciones orgánicas de capital, pero con la misma cuota de plusvalía. El siguiente cuadro muestra sus capitales, los valores de sus productos y sus cuotas individuales de ganancia. Para simplificar, suponemos que todo el capital constante entra en el valor del producto. 227 La competencia tenderá a establecer una cuota media uniforme de ganancia que será de 133/4 por ciento. Esto tendrá por consecuencia que la plusvalía total se repartirá entre los cuatro capitalistas en proporción a su parte del capital total; pero, para conseguirlo, cada capitalista tendrá que vender su producto no en su valor, sino en su precio de producción, que es 1133/4. Los capitalistas 1 y 4 venderán sus productos por encima de su valor, mientras que los capitalistas 2 y 3 tendrán que realizarlos por debajo de él. Es evidente, pues, que al capitalista individual le resulta ventajoso aumentar la composición orgánica del capital antes que los otros; pero como todos lo hacen, el resultado es un esfuerzo general por mejorar la productividad del trabajo y abaratar los productos y, en consecuencia, aumentar de manera general la composición orgánica de capital. Habremos de estudiar otras consecuencias de esta tendencia en la dinámica del sistema marxista. Resta sólo un punto importante que tratar en esta sección. El problema final de Marx en cuanto a la teoría del valor-trabajo se refiere al origen del valor de cambio de los dones de la naturaleza. Marx trata esto en relación con la renta. Advierte que hay cuatro teorías posibles sobre la renta de la tierra.36 A la primera la llama teoría del monopolio, y va implícita en las opiniones de muchos escritores socialistas, como Proudhon y Sismondi. Según esta teoría, la renta nace del precio de monopolio de los productos agrícolas, y los precios de monopolio nacen de la existencia de la propiedad territorial. Esto significa que la ley del valor no funciona en el caso de los productos agrícolas, cuyo precio es siempre más alto que su valor, porque su oferta es siempre inferior a su demanda. La única explicación posible de este déficit constante de la oferta la ofrece la teoría de que la tierra agrícola pierde su fertilidad, o sea, la ley de los rendimientos decrecientes en la forma en que aparece en la teoría ricardiana de la renta. Por lo tanto, la primera teoría coincide, en último término, con la segunda, o sea la de la renta diferencial. Ya hemos visto que esta teoría implica la identificación del precio de producción y el valor de cambio en la tierra marginal, cosa que Marx rechaza. 228 También rechaza la tercera teoría, que considera la renta idéntica al interés del capital invertido en la mejora de la tierra. Esta teoría admite elementos diferenciales, pero niega, como la ricardiana, la existencia de la renta absoluta. Sin embargo, es incapaz de explicar la renta de la tierra en que no se ha invertido capital. Marx la considera como un esfuerzo por salvar a la renta del ataque del análisis ricardiano identificándola con un ingreso “legítimo” del capitalista. Queda, pues, su propia teoría, que, dice Marx, coincide con la primera en que la propiedad privada de la tierra tiene alguna relación con la renta, y toma en cuenta también la existencia de la renta diferencial. Sin embargo, sus caracteres distintivos consisten en que no basa la renta diferencial en la fertilidad decreciente y en que admite la renta absoluta. Esto es posible una vez que se abandona la identidad entre precio de producción y valor de cambio. En el sistema marxista, los productos se venden por arriba o por debajo de su valor porque la competencia, dadas las diferentes composiciones orgánicas de capital, hace que se vendan a un precio de producción uniforme. La existencia de la renta no tiene por qué, dice Marx, invalidar la teoría del valor trabajo, pues no es más que un ejemplo de lo que él llama “ganancia extraordinaria”, es decir, un excedente por encima de la cuota media de ganancia, que puede surgir de dos maneras. Debido a la competencia, se pagará el mismo precio por el mismo producto, cualesquiera que sean las condiciones en que haya sido producido. Si el precio de producción de un capitalista individual es menor que el precio medio de producción del producto, entonces (puesto que suponemos que la demanda es suficientemente alta para permitirle participar en el mercado) obtendrá un excedente sobre y por encima de la cuota media de ganancia. La diferencia depende del precio de costo individual, del precio de costo medio y de la cuota media de ganancia. Dada la cuota media de ganancia, está determinada, en consecuencia, por la diferencia entre la productividad del trabajo en una empresa individual y la productividad media del trabajo en toda aquella rama de la producción. Cuanto más alta sea la productividad individual del trabajo comparada con la productividad media, más bajo es el valor de cambio individual; y cuanto más bajo sea el precio de costo individual, más grande será, por consiguiente, la cuota individual de ganancia comparada con la cuota media. (Advertiremos, de pasada, cuánto se ve obligado a acercarse en esta explicación a una teoría de “la oferta y la demanda”, y qué poca relevancia queda a la teoría del valor-trabajo.) La renta diferencial es una forma de esa especie de ganancia extraordinaria; pero ofrece una diferencia importante con otras formas de la misma. La mayor productividad, causa de la ganancia extraordinaria, tiende normalmente a hacerse general. Siempre que la fuente de la productividad mayor esté al alcance de todos, la competencia entre los capitalistas tenderá a hacer que todos adopten esa fuente, y tenderá también constantemente a eliminar las ganancias extraordinarias igualando el precio de mercado y el precio de producción. Pero en el caso de ciertos dones de la naturaleza, una caída de agua o tierra excepcionalmente fértil, por ejemplo, la situación de una productividad mayor no está al alcance de todos los empresarios individuales de aquella rama de la 229 producción, sino que está monopolizada, y la ganancia extraordinaria puede apropiársela el propietario de esa sección monopolizada de la naturaleza en forma de renta.37 El mismo tipo de argumentación sirve para explicar la renta absoluta. Aquí, sin embargo, Marx considera no una empresa individual, sino toda una rama de la producción. La competencia tenderá a promediar la cuota de ganancia no sólo en todas las empresas de una esfera dada de la producción, sino también en todas las esferas de la misma. Supongamos que tenemos dos esferas de producción, la industria y la agricultura, cuya composición orgánica media es, respectivamente, 80c + 20v y 60c + 40v. Suponemos que la cuota de plusvalía es la misma, o sea de 50 por ciento, de suerte que el valor de los productos industriales será 110 y la cuota de ganancia el 10 por ciento, mientras que el valor de los productos agrícolas será 120 y la cuota de ganancia el 20 por ciento. Sabemos que la competencia tenderá normalmente a nivelar la diferencia entre las dos cuotas de ganancia y a obligar a todas las mercancías a venderse al precio de producción. Esto implicaría que la producción agrícola tendría que venderse por debajo de su valor. Pero en el caso postulado, esta tendencia encuentra una barrera. La existencia de la propiedad territorial es un obstáculo a la competencia, porque restringe el libre empleo de capital en todas las ramas de la producción. Impide que la plusvalía se acerque a una cuota media de ganancia y se apropia una parte del excedente o de todo él, de acuerdo con la oferta y la demanda y con las relaciones históricas y jurídicas entre el terrateniente y el capitalista.38 “El terrateniente se interpone y se queda con la diferencia.”39 La renta absoluta sólo desaparece cuando la composición orgánica del capital agrario es la misma que la del capital histórico. Cuando esto ocurre, el terrateniente aunque legalmente puede hacerlo, económicamente no puede sacar la renta absolutamente. Así pues, Marx sólo admite dos ingresos básicos en la sociedad capitalista, los salarios y la plusvalía. La renta es sólo una parte de la plusvalía. También elimina el interés en cuanto ingreso independiente, y demuestra que no es sino una parte de la plusvalía. Sostiene que el dinero se presta como capital en un doble sentido. El prestamista espera que vuelva a él con un aumento, y el prestatario lo adquiere como una mercancía cuyo valor de uso consiste en su capacidad para procurar una plusvalía.40 El dinero que se presenta como capital tiene cierta semejanza con la mercancía fuerza de trabajo, por lo que respecta al capitalista industrial, porque es un valor de uso que toma cuerpo como un valor de cambio aumentado.41 Prestamista y prestatario consideran la misma suma de dinero como capital; pero únicamente el prestatario —el capitalista industrial— lo hace funcionar como tal. Ese capital no puede producir una ganancia doble. La ganancia se obtiene sólo una vez, esto es, cuando el capital es de hecho empleado como capital. La cantidad de dinero puede parecer capital a las dos partes únicamente si la ganancia que produce se distribuye entre ellas. La parte que va al capitalista prestatario es el interés. Se expresa como el precio de la mercancía, dinero capital; pero como, según Marx, el interés es sólo una parte de la ganancia, su límite superior es el importe de la ganancia misma. No hay límite inferior definido. 230 Las proporciones en que se divide la plusvalía variarán según las circunstancias, y en particular con la magnitud de la clase rentista (que aumenta a medida que progresa la comunidad) y con el desarrollo de diferentes formas financieras de las empresas, y de la banca y el crédito. 6. TEORÍA DEL DESARROLLO ECONÓMICO La parte final del análisis marxista es la que trata del desarrollo económico. No va unida de un modo especial al cuerpo principal de la teoría, pero es parte integrante de ella. Es imposible distinguir la teoría marxista estática de la dinámica, porque hasta los conceptos de lo que pudiera parecer análisis estático están condicionados por la finalidad dinámica de toda la teoría, sobre todo aquella que está implícita en el marco sociológico en que aparece situado el análisis económico. El pronóstico de la evolución del capitalismo que surge inevitablemente de sus conceptos analíticos, es la parte más espectacular de la obra de Marx, y ha tenido un atractivo mucho más dramático que el complicado análisis de la teoría del valor. Pero no está contenida en una sección especial de sus escritos. Las principales partes, comprendidas en El Capital, son el estudio de la acumulación, en el volumen I, y las teorías de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia y de las crisis, en el volumen III. Éstas se complementan con el análisis de las crisis del volumen II de Theorien über den Mehrwert, y el problema de la reproducción en el volumen III de El Capital. A continuación ofrecemos un breve resumen. La reproducción es la primera condición del movimiento, condición que opera en todas las formas de sociedad. La producción social ha de incluir la reproducción, y las condiciones particulares que determinan la una determinan también la otra. Por lo tanto, la producción capitalista implica la reproducción capitalista. Esto significa que el capital empleado con objeto de obtener plusvalía deberá emplearse de nuevo del mismo modo. El incremento de plusvalía debe aparecer periódicamente; si es totalmente consumido por el capitalista, habrá sólo reproducción simple. La acumulación, pues, es la transformación de la plusvalía en capital. La plusvalía existe, en primer lugar, como parte del valor del producto. Una vez que el producto se ha vendido y se ha realizado su valor, la plusvalía aparece como una suma de dinero capaz de ser usada como capital, unida a la suma originaria que se usó de ese modo. Pero para ser empleada de esta manera (en lugar de que la consuma enteramente el capitalista), tiene que haber disponibles medios materiales de producción adicionales y fuerza de trabajo adicional. Ambas cosas se producen en el proceso anterior de producción. Una parte de la plusvalía de que dispone el capitalista ha sido empleada en producir medios adicionales de producción y medios de subsistencia, es decir, maquinaria y bienessalario, y según la teoría ricardiana se supone que los salarios tienen que ser suficientemente elevados para permitir multiplicarse a la clase trabajadora. Así, hay un aumento de reproducción en espiral. El grado de acumulación dependerá de muchos factores, el primero de los cuales lo constituyen las proporciones en que la plusvalía sea consumida y 231 transformada en capital. A lo primero lo llama Marx ingreso (emplea el concepto en dos sentidos: para denotar la aparición periódica de la plusvalía y para designar la parte de la plusvalía que consume el capitalista). Dada la cantidad total de plusvalía, y a igualdad de todas las demás condiciones, la acumulación será inversamente proporcional al ingreso. Marx rechazó las diversas variantes de la teoría de la “abstinencia” del capital basadas en el “ahorro” por parte del capitalista, puesto que las consideraba opuestas a su propia teoría de la explotación, según la cual el capitalista tiene que decidir meramente qué cantidad de la plusvalía que ha ganado empleará para obtener nuevas ganancias. La decisión del capitalista acerca de estas proporciones no es la misma, pensaba, en las diferentes fases del desarrollo capitalista. En las primeras fases lo general es la restricción del consumo; en las siguientes, la tendencia es a gozar de más ingreso. En todo caso, siempre hay un conflicto en la mente del capitalista entre el deseo de acumulación y el de aumentar el consumo.42 La cuota de plusvalía y la productividad del trabajo son otros factores que determinan el grado de acumulación. La primera es el principal determinante de la masa total de plusvalía. Y las jornadas más largas, el uso más intensivo de la fuerza de trabajo y la reducción de los salarios son otros tantos medios por los cuales pueden aumentarse las posibilidades de la explotación. Estas posibilidades también aumentan con los incrementos de la productividad del trabajo. Las mejoras de dicha productividad aumentan la masa de productos en que se incorpora una cantidad dada de valor (y de plusvalía). La producción excedente, o plusproducto, aumenta, y el consumo del capitalista puede aumentar sin que sea obstáculo para la acumulación. La fuerza de trabajo también se hace más barata, y la misma cantidad de capital variable puede poner en movimiento más fuerza de trabajo. Los medios de producción también han aumentado, y la acumulación puede proseguir con más rapidez que antes.43 ¿Cuáles son los resultados de la acumulación? Marx los describe en su famosa ley general de la acumulación capitalista. El factor más importante de la acumulación progresiva es la composición orgánica del capital. La acumulación tiene que implicar un aumento absoluto del capital variable. Si suponemos que la composición orgánica del capital permanece constante, la acumulación implicará un aumento en la demanda de fuerza de trabajo. El aumento de la demanda puede algunas veces superar al aumento de la oferta y hacer subir los salarios; pero lo importante es que el aumento de la reproducción, o sea la acumulación, implica un aumento de trabajadores y un aumento del número o “magnitud” de los capitalistas. En la situación supuesta (composición orgánica del capital constante), Marx se vio obligado a admitir que la acumulación beneficiaba en alguna medida a la clase obrera. Pero la situación, decía Marx, no puede seguir subsistiendo. El aumento de la productividad del trabajo es uno de los medios más poderosos de acumulación. El aumento de la productividad es el aumento de los medios materiales de producción en los cuales puede emplearse una cantidad dada de fuerza humana de trabajo. Una parte del aumento de los medios de producción es una causa, y la otra una consecuencia, del aumento de la productividad. El aumento de la productividad implica un cambio en la 232 composición técnica del capital, cambio que va acompañado de otro en su composición orgánica. El capital variable disminuye relativamente a medida que la acumulación progresa. Otra consecuencia de la acumulación que se sigue de la anterior es la concentración del capital. La competencia obliga a los capitalistas a abaratar sus productos, lo cual implica mayor productividad y mayor capital. La acumulación va de la mano con la eliminación de los pequeños capitalistas. El gran capital dirige un número cada vez mayor de ramas de la producción. El desarrollo de las compañías por acciones, de la banca y de las facilidades del crédito estimula la concentración y le permite avanzar con rapidez mucho mayor de la que, en otro caso, le sería posible. La disminución relativa del capital variable tiene por consecuencia la creación de lo que Marx llamó el “ejército industrial de reserva”. La acumulación y la concentración implican, a la vez, un aumento absoluto y una disminución relativa del capital variable. Esto requiere cierta elasticidad en la magnitud de la población trabajadora. La población tiene que crecer para ir al paso de la acumulación; pero a medida que las diferentes ramas de la producción adoptan métodos perfeccionados y reducen así relativamente su capital variable, su demanda de fuerza de trabajo sufriría una disminución relativa. Se da una sobrepoblación relativa. Estas constantes fluctuaciones de la demanda de fuerza de trabajo traen consigo la creación de un depósito de reserva del cual puede sacarse fuerza de trabajo cuando se necesite. La magnitud relativa de este ejército de reserva aumenta a medida que el capitalismo se desarrolla, y está disponible siempre que se le necesite. Ejerce presión sobre los salarios en los tiempos en que hay poca demanda de fuerza de trabajo, y evita que suban con exceso cuando aumenta la demanda de dicha fuerza. Esta función es particularmente importante en los altibajos de la actividad capitalista que constituyen las crisis. Esta sobrepoblación relativa se pone de manifiesto, según Marx, en la fluctuante ocupación que ofrece la industria, en la relación entre la industria y la agricultura, en la existencia de una gran masa de trabajadores eventuales y en la clase “olvidada” de los indigentes. Cuanto más alto es el grado del desarrollo capitalista, mayor es la riqueza de la sociedad y mayor es el ejército industrial de reserva en todas sus ramas en relación con la población obrera total. Tal es “la ley general de la acumulación capitalista”: significa que cuanto mayor es el volumen de los medios de producción que la sociedad posee y cuanto mayor es la capacidad productiva, más precarias son las condiciones de existencia de la clase trabajadora. Para Marx, dicha ley revela el antagonismo fundamental inherente a la producción capitalista. El capital se acumula, la riqueza aumenta y se concentra en menor número de manos, pero, sobre todo, en el campo del capitalismo hay también una acumulación de miseria.44 Ésta es la famosa ley de la “miseria creciente” de la clase trabajadora en el sistema capitalista. Una consecuencia de la acumulación, la creciente composición orgánica del capital, se manifestará gradualmente en todas las ramas de la producción mediante la fuerza de la competencia. Pero como la cuota de ganancia está en relación inversa con la composición orgánica del capital, la acumulación produce una tendencia inevitable a la disminución de la cuota media de ganancia. Marx llega así a una conclusión que parece 233 análoga a la de Ricardo. Pero mientras que la explicación que da Ricardo de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia descansaba, en definitiva, en su creencia en la fertilidad decreciente del suelo (es decir, en un factor natural), Marx pretende deducir su teoría de las condiciones inherentes al capitalismo.45 La tendencia decreciente de la cuota de ganancia puede neutralizarse y retardarse mediante muchos factores, tales como el mayor grado de explotación, la reducción de los salarios por debajo del valor de la fuerza de trabajo, el abaratamiento de los materiales que forman el capital constante, el aumento del ejército industrial de reserva, el comercio exterior y una organización financiera más compleja de las empresas capitalistas. Marx examina estos puntos brevemente,46 y algunas indicaciones se encuentran también en un fragmento de Engels que estaba escribiendo por el tiempo en que murió.47 Pero quedó reservado a sus discípulos acometer el intento de conciliar la teoría básica de la acumulación con los hechos observados de la evolución histórica que están en violento contraste con las tendencias postuladas en dicha teoría. Volveremos sobre esto en breve. En la propia obra de Marx, esta teoría conduce a una teoría de las crisis. Marx estudia cómo se manifiestan estas contradicciones. El objeto de la producción capitalista es la creación de plusvalía y la transformación de una parte de ella en nuevo capital. Este proceso depende sólo de la magnitud de la población trabajadora y del grado de explotación. Pero la creación de plusvalía tiene que completarse por un proceso en el que ésta se realiza o hace efectiva. Hay que vender el producto que contiene plusvalía, y si no puede venderse todo o si sólo puede venderse a precios inferiores a los precios de producción, el proceso de explotación quedará incompleto. El capitalista no realizará su plusvalía, y hasta puede perder una parte de su capital. Las condiciones para realizar la plusvalía no son las mismas que para crearla. Aquéllas dependen sólo de la capacidad productiva de la sociedad, y éstas de capacidad de consumo y de la proporción entre los diferentes campos de la producción. Pero la capacidad de consumo de la sociedad está limitada por el incentivo de acumular, que es inevitable a causa de los cambios continuos de la productividad y de la competencia que obligan a todos los capitalistas a seguir el paso por miedo a ser eliminados de la carrera. El resultado es un aumento constante de la capacidad productiva social que implica una intensificación progresiva del conflicto entre producción y consumo, entre la creación de plusvalía y su realización.48 Así pues, Marx no desconocía el aspecto del subconsumo que presentan las crisis. Por otra parte, se opuso enérgicamente a la idea de que la esencia del capitalismo podía explicarse como un simple conflicto entre el consumo y la producción. Consideraba este conflicto sólo como un aspecto de las crisis y, al igual que otros aspectos, como parte de la naturaleza contradictoria de todo el sistema capitalista de producción. Esos otros aspectos eran la desproporción entre las diferentes ramas de la producción capitalista que se revela en las crisis, y la cuota decreciente de ganancia y las causas que la neutralizan.49 Para Marx, las crisis son soluciones violentas de toda una serie de conflictos interiores de la economía capitalista. Restablecen el equilibrio, pero su efectividad sólo es temporal. Son medios violentos para establecer una armonía precaria de la producción. Los procesos ordinarios de la competencia tratan de establecer el equilibrio entre el 234 consumo y la producción en las esferas individuales de la producción, y entre las diferentes esferas de ésta. Se proponen establecer lo que Marx llama en cierto lugar un “comunismo capitalista”.50 Pero como esos procesos comprenden la acumulación, la creciente composición orgánica del capital, la baja de la tasa de ganancia y todos sus resultados mutuamente antagónicos, el establecimiento del equilibrio crea las condiciones para que se agudicen las perturbaciones de dicho equilibrio. Marx considera las crisis como los medios más radicales para restablecer la armonía. En su esfuerzo por detener la caída de la tasa de ganancia y por estimular nuevas acumulaciones, aniquilan el valor de una parte del capital existente; pero no pueden salvar las barreras que impone el capitalismo. En la crisis se hace más impresionante el conflicto entre la capacidad productiva y las relaciones productivas que constituyen el capitalismo. “La contradicción, expresada en términos muy generales, consiste en que, de una parte, el régimen capitalista de producción tiende al desarrollo absoluto de las fuerzas productivas, prescindiendo del valor y de la plusvalía implícita en él y prescindiendo también de las condiciones sociales dentro de las que se desenvuelve la producción capitalista, mientras que, por otra parte, tiene como objetivo la conservación del valor-capital existente y su valoración hasta el máximo (es decir, la incrementación constantemente acelerada de este valor …).”51 El fin de la producción capitalista es la creación y la acumulación de plusvalía; los medios, la expansión continua de las fuerzas productivas de la sociedad. Los medios, según Marx, son más grandes que el fin. El capitalismo está envuelto en una contradicción insoluble. ¿Cómo ve Marx, pues, el futuro de este sistema? A medida que el capitalismo avanza en el cumplimiento de su misión histórica, consistente en desarrollar el dominio del hombre sobre la naturaleza, menos capaz es su base social de sostener su aparato productivo. La concentración del capital y el creciente carácter social del trabajo se hacen incompatibles con la continuación de la apropiación individual de la plusvalía que nace de la propiedad privada de los medios de producción. La producción capitalista trae consigo la expropiación de los productores individuales cuya propiedad privada se basaba en su propio trabajo. Pero si las fuerzas productivas de la sociedad han de seguir desarrollándose, el capitalismo desaparece a su vez. La propiedad privada capitalista es expropiada, y se establece un sistema de producción basado en la propiedad común de los medios de producción.52 Y así, al finalizar su análisis económico, vuelve Marx a su teoría sociológica, a su concepción del cambio social. 7. APRECIACIÓN CRÍTICA No es cosa fácil formular una apreciación crítica breve de la obra que hemos resumido en las páginas precedentes. El campo que abarca la obra, que va mucho mas allá de la economía propiamente dicha, la innumerable bibliografía interpretativa a que ha dado lugar, la belicosidad con que se ha propagado su mensaje y la vehemencia con que ha 235 sido criticado, todo se combina para hacer difícil y aventurada la empresa. Lo que siempre ha hecho difícil una apreciación objetiva de la obra de Marx ha sido la casi inseparable interrelación entre un esfuerzo de erudición y la irrefrenable intención política en la obra misma, y los usos totalmente políticos a que, en muchos casos, se la ha destinado.53 El mismo Marx habría dejado a un lado la acusación de que, al usar la investigación científica para fines políticos, infringía el precepto de que la ciencia tiene que ser imparcial y de que el conocimiento debía ser buscado por sí mismo. Su filosofía le impedía admitir el aserto de que la ciencia podía ser definitivamente pura, tanto en el sentido de mantenerse divorciada de todo uso práctico como libre de toda implicación política. Su teoría era que las ciencias sociales tenían que llegar a ser un estudio tan exacto y penetrante de la sociedad como las ciencias naturales lo eran de la naturaleza. Estas últimas, al dar a conocer al hombre las leyes que rigen los fenómenos naturales, le permiten dominarlos mejor; aquélla, al revelar las leyes de la sociedad, capacita al hombre para dominar el problema de las relaciones sociales. La insistencia en una finalidad práctica difícilmente podría, por sí misma, suscitar objeciones. Aun cuando han proclamado en alta voz la “pureza” de su ciencia, los economistas nunca han negado que, a la postre, tiene una importancia práctica y, por lo tanto, una aplicación política potencial. Ni podía la teoría económica de Marx explicar por sí sola la hostilidad que ha suscitado. Si tomamos aisladamente elementos del sistema marxista, podremos decir que son relativamente pocos los que no se encuentran ya en la doctrina clásica. Ni se puede reprobar a Marx por haber querido erigir un sistema en que se integrasen al análisis económico, la filosofía política y las políticas mismas. Como hemos visto, precisamente esa integración era el rasgo distintivo de la escuela clásica. Tampoco esta finalidad es, en sí misma, contraria a los cánones de la ciencia. Pero no hay duda que en los sectores científicos la reacción contra Marx fue, por lo general, extremadamente violenta. ¿Cómo se explica esto? La razón puede encontrarse no en los detalles de las ideas económicas de Marx, ni en los de su sociología, sino en el carácter particular de la relación que estableció entre una y otra. Quizá los economistas hubieran sido más capaces de juzgarlo con fría objetividad; pero la interpretación marxista de la teoría clásica (derivada de su seudosociología más bien que de la teoría misma) chocaba de manera tan violenta con las interpretaciones dominantes (basadas en premisas totalmente distintas) que durante mucho tiempo resultó imposible adoptar una actitud imparcial. Ya se ha reconocido que Marx puso al desnudo un conflicto inherente al clasicismo económico. La existencia de este conflicto entre la interpretación conservadora y la radical de la doctrina clásica era muy propia para inquietar a los economistas. Marx acentuó la inquietud al llevar la doctrina clásica a una conclusión extrema y distorsionada irritando a los economistas pues los obligaba a encarar las grandes contradicciones clásicas.54 El resultado de tal irritación fue, con frecuencia, el abandono de los juicios objetivos. Las posibilidades de apreciar seria y equilibradamente el lugar de Marx en las ciencias sociales han variado según la interacción entre el progreso de la ciencia misma y la 236 situación social en torno. El empleo de nuevos instrumentos analíticos en la economía propiamente dicha ha proyectado nueva luz sobre los conceptos de Marx y permiten juzgar en qué medida pueden tener valor analítico; además el flujo de amplios movimientos sociales y políticos ha incrementado el interés de los economistas por las ciencias hermanas con que se mezcla la economía de Marx. Hoy día la posibilidad de hacer un compendio objetivo parece mayor de lo que fue durante largo tiempo, no porque se disponga de nuevo material relativo al mismo Marx, sino porque los movimientos de los últimos años, tanto teóricos como políticos, aportan un mejor y más completo marco de referencia a los investigadores serios. Por lo que respecta a los elementos económicos de Marx, los acontecimientos de los últimos veinte años nos permiten ver en una perspectiva más amplia la relación entre el clasicismo, el marginalismo y el cuerpo actual de teoría económica general y, por consiguiente, valuar la posición de Marx, que queda a un lado de la corriente principal de ideas, pero relacionada con ella. Los otros elementos son, lo mismo que antes, los más inquietantes. No obstante, también aquí es posible tener ahora una visión más clara. Las consecuencias últimas a que puede llevar la fe política militante (que es el ingrediente más activo del marxismo) son ahora claras y están fuera de toda duda; y es posible separar más tajantemente lo afín a aportaciones reales al cuerpo de la ciencia de la sociedad de lo que debe continuar en el submundo del irracionalismo (elemento no menos poderoso, por amenazador). En primer lugar, pues, veamos el armazón sociológico que Marx construyó con anterioridad a todo estudio económico e independientemente de él. Las dos partes principales son su interpretación de la historia y, estrechamente relacionada con ella, su teoría de las clases y de la lucha entre éstas. La primera, por lo menos en su forma más flexible (que Engels se vio cada vez más obligado a darle, de todos modos) es, explícita o implícitamente, una de las hipótesis de trabajo más ampliamente aceptadas en la investigación histórica. Naturalmente, está lejos de ser creación exclusiva de Marx, ni tiene nada de común con la opinión, explotada durante tanto tiempo, de que la ficción del “hombre económico” es una representación válida de los orígenes de la conducta humana (aunque en la teoría de las clases, de Marx, reaparece la falacia del “interés económico”). Pero las proposiciones: a) “las condiciones en que los hombres producen sus medios de subsistencia son sumamente poderosas y, en última instancia, el determinante aislado (aunque de ninguna manera el único) más poderoso del desarrollo de la organización social”; y b) “estas condiciones de producción están sujetas a ciertas leyes de desarrollo”, una vez y otra han demostrado ser instrumentos valiosos de la investigación histórica.55 Tampoco es difícil encontrar muchos hombres de ciencia que admitirían como hipótesis de trabajo extremadamente útil la proposición de que dichas condiciones de producción ejercen también influencia poderosa sobre el cuerpo de ideas, etc., que forman la estructura ideológica de la sociedad, sobre todo en aquella parte de ella relacionada con la sustancia misma de la producción, es decir, la economía. La mala voluntad que ha llegado a proyectarse sobre estas proposiciones debe reservarse en justicia a las formulaciones extremosas y unilaterales de las mismas que se encuentran en 237 la obra de Marx, y que fueron indispensables, sobre todo a sus seguidores, interesados primordialmente en formular artículos de fe indiscutibles e instrumentos de propaganda política. Para que sea valiosa en la investigación histórica, hay que consentir en esta teoría un proceso de interacción. Además, hay que admitir que la historia de las ideas, instituciones e ideologías muestra ejemplos notables de longevidad, a pesar de los cambios radicales de la mayor parte de las características del proceso social de producción. Por lo tanto, más allá de las relaciones más manifiestas y, particularmente, si se toma un espacio de tiempo suficientemente largo, el asunto de la especulación necesariamente se traslada a las “condiciones del hombre” y se aleja de “las condiciones sociales de la producción”. Aunque éste es un punto de vista que Marx no habría admitido, por lo menos después de haber cumplido —digamos— los treinta años. No es tampoco una teoría de las clases sin algo de respetabilidad como instrumento analítico. La mayor parte del saber histórico y sociológico más valioso utiliza considerablemente la noción de clases o grupos sociales y económicos diferentes con intereses antagónicos y muestra cómo las rivalidades entre dichas clases constituyen el resorte más poderoso de los cambios sociales. Lo importante en toda teoría, incluso la de Marx, es cómo se definen las clases y cómo se relaciona esa definición con los intereses que se supone que mueven a esas clases. La definición de Marx —en términos de la propiedad de los medios de producción— no carece de valor en cuanto descripción de algunas características importantes de algunas sociedades. Pero se ha demostrado que es seriamente deficiente para ser considerada como la única definición importante; y esa deficiencia llega a ser absolutamente destructora del patrón postulado cuando entran en consideración sociedades modernas muy complejas. Además, se encuentra poco en Marx, si es que se encuentra algo, que permita explicar las fluctuaciones efectivas de la distribución de los individuos, las familias y los grupos en las clases sociales que él ha postulado. En otras palabras, aunque su definición puede ser una abstracción interesante, si bien anticuada y, por lo tanto, desorientadora en muchos casos para describir una estratificación en clases que surgió en algún periodo histórico, por ejemplo, en los primeros tiempos del capitalismo industrial, no dice cómo los miembros de esas clases abstractas han sido reclutados y cómo continúan los procesos de reclutamiento y expulsión. En este punto es donde se manifiesta la otra deficiencia importante del esquema marxista. No basta que la abstracción “clase” se base en características distintivas que tienen una importancia especial, también es esencial que las clases actúen de acuerdo con intereses que son uniformemente percibidos, y percibidos de una manera que corresponda a los papeles que el autor les ha asignado. En Marx, esta segunda condición es postulada más bien que probada: se dan por descontados el antagonismo entre las clases y la solidaridad entre los individuos de cada una de ellas (lo cual lleva a la “conciencia de clase”); aunque después se hace el intento de darles un fundamento económico mediante la teoría de la plusvalía. Es evidente que había alguna fuerza en estos postulados, en relación con las condiciones de la industria a mediados del siglo XIX, lo cual explica, sin duda, el grado con que fueron aceptados como doctrinas para la 238 acción política. Pero en la forma precisa en que fueron expresados han perdido gran parte de su fuerza inicial mientras que como categorías científicas resultan, por lo menos, sumamente inadecuadas cuando se consideran comunidades industriales complejas. Esto resulta particularmente evidente, como veremos en seguida, en relación con la teoría de la “miseria creciente” de la clase trabajadora. La apreciación de la parte económica de la obra de Marx es más fácil, y toda la historia de las ideas económicas posteriores a Marx, que veremos en las páginas siguientes de este libro, sirve para revelar los límites de sus teorías. Digamos de una vez que el complejo de teoremas económicos fundamentales: la teoría del valor-trabajo y la de la plusvalía, así como las del capital, de la competencia (con la doctrina aliada de la relación entre valor y precios), del desarrollo del capitalismo incluyendo la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, y la de la concentración y las crisis, contienen cierto grado de coherencia lógica interna, en realidad probablemente más alto que el de todas las escuelas posclásicas de aquel tiempo. Esto no quiere decir que no haya en ellos alguna debilidad lógica. Así por ejemplo, la teoría del valor de la fuerza de trabajo, al carecer de la formulación extrema de los salarios como costo de la subsistencia que se encuentra en la llamada “ley de bronce”, y de una teoría de la población del tipo de la de Malthus como substrato, no podía subsistir por sí misma como explicación del modo en que los salarios son determinados en cualquier momento ni de su tendencia histórica. Estas debilidades teóricas pasan a la teoría de la plusvalía y a su desarrollo en el tiempo como resultado de la competencia y de las mejoras e innovaciones técnicas. El papel de la productividad creciente, la relación entre los móviles y las acciones del capitalista individual (la “firma” en la terminología marshalliana posterior) con la industria o con toda la economía no están satisfactoriamente explicados. Ni hay en Marx, aunque resulte paradójico, una teoría satisfactoria del capital. La distinción entre capital constante y capital variable se deduce, desde luego, con rigurosa lógica de la teoría de la plusvalía. Fue un instrumento sumamente útil comparado con los que habían forjado sus predecesores; y la teoría de la creciente composición orgánica del capital (juntamente con la de la concentración industrial) han sido calificadas con justicia de anticipaciones brillantes. Pero la estructura entera no equivale a una teoría adecuada que relacione los salarios, el capital, las ganancias y el interés ya en condiciones estacionarias o mediante la introducción de elementos dinámicos, evolucionando en el tiempo. Quizá no sea ésta una crítica que pueda hacérsele con justicia a Marx: la materia tuvo que esperar decenios, si no generaciones, para que se diera un progreso que superase el análisis elemental de Ricardo; y, en la actualidad, sigue siendo la parte menos redondeada de la teoría económica general. Las debilidades de las partes dinámicas de la teoría de Marx se manifiestan con particular claridad en la doctrina de la “miseria creciente” de la clase trabajadora. Basada en el dudoso recurso del “ejército industrial de reserva” que había tomado, prácticamente sin ninguna modificación, del extremoso ejemplo de Ricardo (su famosa “caja fuerte”) acerca de los efectos de la introducción en una empresa de maquinaria que ahorra trabajo, la doctrina ha chocado con los hechos más inflexiblemente 239 contradictorios. Los posteriores intentos de los discípulos de Marx, ante las mejoras no soñadas en aquella época del nivel de vida de la clase trabajadora, de hacer la teoría aplicable a la posición económica relativa, y no a la absoluta, de dicha clase, han sido inútiles para reforzarla teóricamente y para adaptarla mejor a los hechos observados. De ahí que los seguidores de Marx de última hora se hayan visto obligados a introducir complicaciones crecientes formulando una teoría de la explotación colonial que explica al mismo tiempo, según se pretende, cómo se retrasa la disminución de la cuota de ganancia (con lo que se pospone la quiebra definitiva) y cómo puede aliviarse — temporalmente— la tendencia a la miseria creciente de la clase obrera. Detenernos a analizar estas teorías nos alejaría del tema que ahora nos ocupa. Podemos señalar, simplemente, que no sólo los hechos observados no las apoyan más de lo que apoyaron a la primera versión, sino que también es cierto que estas complicaciones llevan a toda la doctrina a otro campo totalmente diferente en el que casi todo lo que es esencial en la doctrina básica de Marx, principalmente la teoría de la lucha de clases, sufre daños irreparables. En la teoría de las crisis, Marx hizo, indudablemente, aportaciones de gran importancia que los economistas pudieron haber seguido en general ventajosamente antes de lo que lo hicieron. Por ejemplo, mucho de lo que aparece en la obra de Marx sobre evaluación cuantitativa real y descripción del proceso de las fluctuaciones de la actividad económica, puede clasificarse al lado de los logros de los iniciadores de la materia. También en formulaciones teóricas, particularmente en lo que se refiere a las relaciones entre consumo y acumulación y entre ganancias y valores de capital, hay muchas ideas individuales que muy bien pudieron haber sido adoptadas por otros. Entre ellas y ciertas teorías modernas se han encontrado analogías.56 En cuanto a la teoría del valor-trabajo, núcleo y centro de la teoría económica marxista, por el resumen que aquí hemos dado de ella se verá suficientemente claro que representa la culminación lógica de un elemento de la doctrina clásica cuyos antecedentes se remontan a Aristóteles. Podría intentarse (y se ha intentado) representarla también como una expresión posible de la teoría más “ortodoxa” del valor, o sea la de los precios relativos, del tipo de la que el mismo Ricardo parece haber adoptado hacia el final de su vida. Y entonces puede demostrarse que, sobre esa base, la teoría del valor-trabajo no es más que una teoría muy anticuada de los precios en las condiciones muy determinadas de un equilibrio estacionario dentro de una competencia perfecta. Por lo tanto, es inadecuada como teoría general, aun cuando sea completamente satisfactoria desde el punto de vista lógico para las condiciones postuladas. Pero es indudable que Marx no quiso escribir una teoría de precios relativos y, por consiguiente, no tiene derecho al beneficio de la duda en esta controversia. Su investigación de la “sustancia” y la “causa” del valor (aun despojada de toda connotación metafísica o ética) se concibió para descubrir la manera como la producción (y todo cuanto según Marx estaba determinado por ella) se organiza en ciertas circunstancias sociales específicas. En este sentido, sin embargo, debe estar claro que la teoría no es otra cosa que a) la fórmula original de Smith, según la cual el trabajo es la fuente del fondo que originalmente proporciona 240 todos los medios de subsistencia (es decir, lo que el mismo Marx habría llamado una verdad “universal”); b) una afirmación de que el valor de cambio en cuanto fenómeno económico sólo puede surgir cuando existe una economía de cambio con las condiciones sociales y legales apropiadas para ello, y c) que en dicha economía el valor de cambio (o sea el mecanismo del precio), más que alguna forma de “planificación central”, determina cómo se organizará la producción. De aquí que se sigue también que el concepto básico del plusproducto o plusvalía significa simplemente que el trabajo humano es capaz de arrancarle a la naturaleza más que los meros medios para la subsistencia humana; que todo el progreso (y la civilización misma) depende de la magnitud de ese excedente; y que la división de dicho excedente entre el consumo y la acumulación y entre varios miembros (o “clases”) de la comunidad es un problema económico central que determina, en gran medida, el desarrollo de la economía misma. Formuladas así, no es necesario, y en realidad ni siquiera posible, oponerse a alguna de estas proposiciones, ni es preciso denigrar la aportación que hicieron al progreso de la toma de conciencia de sí misma operada por la economía.57 Pero, fuera de eso, no contribuyen en nada a nuestro conocimiento del proceso económico. Finalmente, Marx se mostró incapaz de forjar otros instrumentos para tratar los fenómenos cada vez más complejos de una economía moderna. Así, todo su sistema se ha revelado como esencialmente estéril. Sus seguidores no han hecho a la economía aportación de importancia. Pero el problema principal del marxismo surge, no en relación con los conceptos económicos básicos mismos, sino en cuanto al uso a que los destina Marx para los fines de su dinámica económica y de su fe política. No obstante, es importante, para apreciar justamente la obra de Marx, comprender que estos elementos dinámicos y políticos no son inherentes a los mismos conceptos económicos primitivos sino que se derivan de un postulado sociológico: la teoría marxista de la lucha de clases. No hay conexión lógica entre ambas cosas. Por razones metodológicas generales no se necesita rechazar como necesariamente ilegítimo, ni posiblemente infructuoso, el intento de combinar principios sociológicos o doctrinas sobre la evolución histórica con los teoremas producidos por el análisis económico “puro”. Lo que, sin embargo, es completamente inaceptable, aun desde un punto de vista estrictamente lógico, es la transferencia ilegítima de un campo al otro que el sistema marxista hace de postulados no demostrados y cuyos silogismos utiliza como racionalizaciones de lo que antes se había postulado. No obstante, es precisamente esta combinación absolutamente ilegítima de dos órdenes dispares de ideas y de métodos de análisis lo que ha constituido la especial fascinación del sistema y lo ha hecho tan curiosamente impenetrable a la crítica de la lógica corriente. Esto es lo que hace de un análisis económico anticuado, de una provechosa hipótesis de trabajo en la investigación histórica (aunque se le debe emplear con la mayor cautela) y de una sociología muy de aficionado, una Weltanschuung muy amplia y muy intransigente. Esta combinación es la que, en definitiva, hace que la herencia de Marx no se diferencie, así en esterilidad científica como en horror político, de la de los románticos. No puede negarse que hay cierta audacia grandiosa en el método; ni es difícil ver por 241 qué la teoría ha ejercido influencia tan dilatada y poderosa, dados los elementos individuales de verdad parcial que se encuentran tanto en la sociología como en la economía, dado el modo como fueron fundidos en uno en el fuego de una saeva indignatio sobre los males de la sociedad y al mismo tiempo relacionado con una visión del futuro. Pues, como quiera que se vea cada una de las partes individuales al microscopio del análisis científico la amalgama es algo completamente diferente de la suma de esas partes: tiene todos los atributos de una fe militante y, sobre todo, posee la peculiar característica de combinar la acción de fuerzas sobrehumanas (que se supone producen inevitablemente un destino) con la necesidad de ciertas creencias y comportamiento individuales para lograr la salvación. Es ocioso especular, como algunos lo han hecho, si Marx buscó intencionalmente este resultado, o si jugó el papel del aprendiz de brujo. Pero, en este caso, resulta especialmente adecuada la sentencia bíblica “por sus frutos los conoceréis”; lo cierto es que, a pesar de su insistencia en el carácter científico de su sistema, Marx legó a la posteridad, no una ciencia política o económica, sino una idolatría política. A pesar de su erudición, a pesar de la tradición de racionalismo con que empezó sus estudios, Marx ha dejado tras sí un legado irracional, o más bien antirracional, en realidad. Por consiguiente, su viabilidad ha sido afectada sólo parcialmente por los argumentos puramente lógicos. A sus discípulos —y parece que a él mismo, a medida que iba envejeciendo— ese legado parecía ofrecerles a la vez la explicación de todos los problemas sociales más desconcertantes. Pero, en definitiva, su economía descansaba sobre argumentos que hay que considerar esencialmente tautológicos y, por lo tanto, resultó incapaz de todo desarrollo ulterior en un sentido científico. Verdaderamente, es significativo que el desarrollo habido haya huido de los concienzudos métodos de la investigación económica (estadístico y deductivo) que aun el mismo Marx había empleado al principio, y se haya inspirado en la fantasmagoría del “materialismo dialéctico”.58 Como han mostrado los acontecimientos de la Unión Soviética y de los países de Europa central y del Este, fue propiamente el fracaso del sistema económico basado supuestamente en principios marxistas junto con la dictadura política e intelectual —que ya no era soportable al final—, que habían creado y mantenido el sistema lo que causó su colapso, más que su lógica inadecuación. Bien podríamos ponerle como epitafio estas palabras, aplicadas primeramente por un gran escritor a otras formas de antirracionalismo y no sin relevancia para algunas afirmaciones modernas extremas de la teoría económica mencionada más adelante: …siempre que es creída y practicada la doctrina de la salvación exclusiva, se formarán en torno de ella hábitos mentales diametralmente opuestos al espíritu de investigación y absolutamente incompatibles con el progreso humano. La indiferencia a la verdad, un espíritu de credulidad ciega y al mismo tiempo voluntariosa, recibirá estímulos que multiplicarán las ficciones de toda clase, asociará a la investigación las ideas de peligro y pecado, hará que los hombres reputen por cosa impía la imparcialidad de juicio y el estudio que son el alma misma de la verdad, y castrará así sus facultades hasta producir un embotamiento general en todos los individuos. 59 242 243 1 Aparece con el título de “Ökonomisch-philosophische Manuscripte” en Marx-Engels-Gesamtausgabe, vol. parte I, publicadas por el Instituto Marx-Engels-Lenin, de Moscú. Otra edición con una introducción interesante y comentarios que contienen observaciones no aceptables para los “fieles” es: K. Marx, Der Historische Materialismus, ed. S. Landshut y J. P. Mayer (1932). La primera edición completa de las obras de Marx y Engels en inglés, planeada para constar de cerca de cincuenta tomos, ha estado en proceso de publicación durante veinte años. A la fecha, ha aparecido más de la mitad. 2 Se ha argumentado de un modo convincente que la discusión sobre el contenido “materialista” o “idealista” de la filosofía marxista-hegeliana no tiene importancia (Schumpeter, en Capitalism, Socialism, and Democracy, reimpreso en Ten Great Economist [1952], p. 12). Es cierto que Marx reaccionó violentamente contra las conclusiones conservadoras de Hegel, y como permaneció fiel toda su vida a una especie de filosofía hegeliana, se complacía en presentar esa reacción como filosofía hegeliana “sobre sus pies” y no de cabeza. Pero aunque el ropaje filosófico con que vistió sus doctrinas explica la extensión de su influencia en Alemania y Rusia (y las grotescas excrecencias nacidas en torno a ellas), no tiene importancia en relación con lo fundamental de la obra económica y sociológica de Marx. 3 Marx, Zur Kritik der politischen, Ökonomie, p. XXI. [Existe una versión española de Jacinto Barriel, con el título de Crítica de la Economía Política, F. Granada y Cía., s. f., Madrid.] 4 Esta inclusión de una sociología crítica e histórica en el análisis económico, aunque poco frecuente en la economía posclásica, no es desconocida. Entre los economistas modernos son ejemplos notables de una actitud parecida Schumpeter y Keynes. 5 Marx, op. cit., p. XX. 6 Ibid, p. XXX. 7 Marx, op. cit., pp. XXV-XLV. 8 Marx, op. cit., pp. XXXV-XLV. 9 Ibid., p. 2. 10 Marx, Letters to Dr. Kugelmann (sin fecha), p. 73. 11 C. Marx, El Capital. Crítica de la economía política, vol. I, p. 43. México, Fondo de Cultura Económica, 1959. 12 Ibid. 13 Marx, Letters to Dr. Kugelmann, pp. 73-74. 14 Marx, El Capital, vol. I, p. 4. 15 Ibid., pp. 6-7. 16 Marx, Zur Kritik der politischen Ökonomie, p. 13. 17 Marx, El Capital, vol. I, p. 11. 18 Engels, Herr Eugen Dühring’s Umwälzung der Wissenschaft (1928), p. 212. [Existen varias versiones españolas, pero la mejor es la que hizo directamente del alemán W. Roces, editada en 1932 por Cenit, de Madrid, con el título de Anti-Dühring y el subtítulo de “Filosofía. Economía. Política. Socialismo”.] 19 Marx, El Capital, vol. I, pp. 36 ss. 20 Marx, Zur Kritik der politischen Ökonomie, p. 10. 21 Ibid., pp. 20-21. 22 Ibid., p. 23. 23 Ibid., p. 28. 24 Marx, El Capital, vol. I, p. 59. 25 Marx, Zur kritik der politischen Ökonomie. 26 Ibid., pp. 44-46. 27 Ibid., p. 45. 28 Marx, El capital, vol. I, pp. 120 ss. Véase también vol. II, parte I, pp. 117 ss donde Marx explica esta doctrina en relación con las dificultades que encontraba Ricardo en el mismo problema. 29 Ibid., vol. I, p. 245. 30 Marx, op. cit., vol. I, pp. 505-513. 31 Ibid., p. 476. III , 244 32 Marx, op. cit., vol. III, parte I, pp. 57-63. Marx, Theorien über den mehrwert, vol. II, parte I, p. 14. 34 Sobre el punto particular que estudiamos, véase L. von Bortkiewicz: “Wertrechung und Preirechnung im Marx’schen System”, en Archiv für Sozialwissenschaft (vols. XXIII y XXV). 35 Karl Marx y Friedrich Engels, Correspondence, 1846-1895, p. 130. 36 Marx, Theorien über den Merhwert, vol. II, parte II, pp. 2-4. 37 Marx, El Capital, vol. III, pp. 573 ss. 38 Ibid., vol. III, pp. 178-203. 39 Karl Marx y Friedrich Engels, Correspondence, p. 132. 40 Marx, El Capital, vol. III, parte I. 41 Ibid. 42 Ibid., vol. I, pp. 498 ss. 43 Ibid., pp. 505 ss. 44 Ibid., cap. XXIII. 45 Marx, op. cit., vol. III, parte III. 46 Ibid. 47 F. Engels, “Supplement to Volume III of Capital”, Engels on Capital (1938), pp. 94-99. 48 Para una exposición esquemática del proceso de reproducción y acumulación, véase principalmente Marx, El Capital, vol. II, cap. XXI. Para un intento de estructurar todos los elementos que se encuentran en las diversas sentencias en que Marx habla de la crisis en algo que parezca una teoría coherente, véase M. Dobb, Economía política y capitalismo, cap. IV, México, FCE (1945). 49 Marx, op. cit., vol. III, cap. XIV. 50 Karl Marx y Friedrich Engels, Correspondence, p. 243. 51 Marx, El Capital, vol. III, p. 247. 52 Ibid., vol. I, pp. 647-649. 53 Para un amplio e interesante estudio, véase Main Currents of Marxism, de Leszek Kowalkowski, 3 vols. 1978. 54 G. Myrdal, Das Politische Element in der Nationalökonomie Daktrinbildung, pp. 123-124. 55 Los ejemplos son sumamente numerosos, y pueden bastar tres (muy diferentes entre sí) para hacer ver cómo en manos de grandes pensadores el “factor económico” encuentra su aplicación correcta y más fructífera: J. E. Cairnes, The Slawe Power: its character, areer and probable desings (1862); A. de Tocqueville, L’Ancien Régime et la Revolution (1856); y, finalmente, una obra norteamericana contemporánea mucho menos conocida, infortunadamente, de lo que merece: W. P. Webb, The Great Plains (1936). Libre de todo “tinte” político y de ningún modo basada en proposiciones característicamente marxistas, esta obra da una explicación muy instructiva del desarrollo del Suroeste norteamericano en relación, en gran parte, con las condiciones económicas del área. 56 Por ejemplo, J. Robinson, “Marx on Unemployment”, Economie Journal, junio-septiembre, 1941. 57 Sin embargo, hay que decir, en justicia, que el mérito de haber formulado estas proposicones básicas que señalan la emergencia de la economía de su fase precientífica, pertenece a Smith y a Ricardo. El entusiasmo que acompañó a su redescubrimiento por Marx es, quizá, una experiencia típica del autodidacta. Es interesante pensar en lo que habría ocurrido si la economía hubiera seguido ocupándose, como lo hizo con los clásicos, de los problemas de los agregados del proceso económico (sin la seudosociología marxista, naturalmente). Sin embargo, como veremos en los capítulos siguientes, la ciencia tuvo que pasar por un largo periodo de preocupación en cuanto al mecanismo de determinación del precio (forjando, en ese proceso, algunos instrumentos analíticos de valor inestimable) antes de poder volver fructuosamente a los grandes problemas del equilibrio de la economía en su conjunto. 58 Del cual pueden considerarse descendientes grotescos y monstruosos, pero de ningún modo increíbles, el “newspeak” y el “doublethink” de la pesadilla de que habla George Orwell. 59 W. E. F. Lecky, History of the Rise and Influence of the Spirit of Rationalism in Europe (Nueva York, 1876), vol. I, p. 404. 33 245 246 247 VII. LA TRANSICIÓN 1. LA HERENCIA CLÁSICA EN ESTE capítulo nos proponemos estudiar los principales escritores e ideas del periodo de transición comprendido entre los primeros clásicos y el nacimiento de la economía contemporánea en el último cuarto del siglo XIX. Concedemos la mayor importancia a las tendencias, y no a las aportaciones individuales, de suerte que tratamos con suma brevedad a muchos escritores y a otros los omitimos del todo. En los dos capítulos anteriores estudiamos las actitudes romántica, crítica y revolucionaria hacia la economía política clásica. La primera no fue una amenaza seria; la última fue más formidable. Tal como la formularon los socialistas ingleses y Marx, basada como estaba en los postulados clásicos, asumió una forma peligrosa para la aceptación continuada de las conclusiones clásicas. Marx podía pretender, y así lo hizo, hallarse en la línea directa de descendencia de Smith y Ricardo. Tenía argumentos admisibles para afirmar que había tomado la esencia de ambos, que había evitado únicamente sus errores y confusiones, y que había llevado su análisis a su conclusión lógica. Esta conclusión era hostil al sistema capitalista, si bien, como hemos visto, no brotaba del análisis económico mismo, ni era tampoco resultado inevitable de la teoría de la historia que rodeaba a dicho análisis. Además, en sus consecuencias, no era diferente de la escuela romántica. Pero al mismo tiempo se desarrolló un movimiento teórico que, arrancando de los clásicos, tomó un rumbo opuesto. Este movimiento criticó la teoría clásica en algunas de sus partes y procedió a un nuevo análisis teórico que proporcionó una base más firme a las principales conclusiones políticas y prácticas del clasicismo. Fue labor de este movimiento mostrar a los críticos como culpables de un abuso de la teoría clásica o, por lo menos, de interpretarla erróneamente. El clasicismo tenía que convertirse en la base de una nueva tendencia. En realidad, la teoría clásica contenía muchos elementos que contradecían a los que los críticos habían tomado por punto de partida. No se necesitaba sino tomar estos elementos y desarrollar sus implicaciones. La teoría resultante podía pretender, pues, no ser otra cosa que lo que Smith y Ricardo habían buscado y que no habían podido alcanzar. El camino que siguió este movimiento durante el siglo XIX no fue, en modo alguno, fácil. Asumió diversas formas (sobre todo en los distintos países), y hasta finales del siglo no se constituyó un cuerpo de doctrinas que, con muchas diferencias secundarias, ha dominado el pensamiento y la enseñanza económicos hasta el presente. Las páginas que siguen son un examen de los cincuenta años que siguieron a los Principios de Ricardo y que, vistos retrospectivamente, parecen un periodo de transición. El sistema clásico, tanto por la teoría de la política económica que contenía como por su análisis de la estructura económica, reinó durante mucho tiempo en su país de origen. 248 En Inglaterra se consideraba sacrosanto el legado de Ricardo, y en 1848 John Stuart Mill se consideraba todavía, en materias teóricas, poco más que un exponente del ricardismo puro. Para apreciar correctamente las razones de la supremacía del clasicismo, su expansión y su decadencia, es necesario distinguir cuidadosamente entre su contenido teórico y su contenido político. Una vez establecida esta distinción, bastará una ojeada al escenario ideológico y político de Inglaterra en la primera mitad del siglo para hacer ver que el clasicismo fue aceptado tanto por su análisis como por la teoría de la política económica que contenía de la estructura económica. La solidez de sus argumentos en favor del laissez faire, más que el análisis puramente teórico en que descansaban aquellos argumentos, es lo que le valió a la escuela clásica la autoridad de que gozaba. La teoría de Ricardo había llegado a ser algo así como una institución. Con frecuencia aparecía recogida en libros de texto secos y dogmáticos, y se la popularizaba en folletos, artículos y cuentos que apuntaban a una moraleja económica. James Mill y McCulloch, los primeros y más fieles discípulos de Ricardo, atestiguan el hecho de que ya se había perdido gran parte del vigor de la especulación económica. Con frecuencia se repiten mecánicamente las palabras del maestro, y si es verdad que eliminaron sus ambigüedades, también lo es que desapareció su brillantez. En las manos de los discípulos, las teorías de Ricardo se habían convertido en “la fe de una secta”.1 Tanto el viejo Mill como McCulloch, toman como su “materia prima, no la realidad, sino la nueva forma teórica en que el maestro la había compendiado”.2 Por lo tanto, sus escritos tienen relativamente poco interés teórico. En ellos, las inconsecuencias y las confusiones de Ricardo se repiten, se glosan o pasan por alto. Su principal función, aparte de la mera exposición popular de las doctrinas de Ricardo, consistió en defender la teoría ricardiana del valor contra los críticos que le habían imputado sus contradicciones. Más adelante, en este mismo capítulo, veremos que su defensa fue inútil. Cuando John Stuart Mill exponía una pobre versión de Ricardo, ya existía —tanto en Inglaterra como en otras partes— una teoría del valor que no tenía sino una relación muy atenuada con la de los clásicos. Pero aquellos precursores de una nueva teoría económica no perturbaron gravemente la armonía de la economía posricardiana en aquel aspecto de ella que era el único importante para el mundo de los negocios, o sea la filosofía política que le servía de base. La desintegración de la estructura teórica ricardiana fue acompañada por el triunfo total del liberalismo. Ningún país ni ninguna esfera de ideas o de acción se vieron libres de su influencia. La práctica política, sobre todo, parecía estar dando expresión a las partes más importantes de la doctrina liberal, y la economía política, aunque dividida todavía entre las interpretaciones conservadora e igualitaria, pretendía tener un origen utilitarista. Durante la primera y más larga parte de nuestro periodo de transición, el conflicto entre esas dos tendencias dentro del liberalismo tenía todavía poca importancia. La posición exacta de los economistas ante dichas tendencias es asunto discutible. Había, sin duda, diferencias considerables de opinión acerca de problemas específicos de política económica. Sin duda también, algunos economistas habían rebasado los estrechos 249 confines del laissez faire doctrinario. Pero los intentos de calificar toda la escuela posricardiana como reformadores sociales, cuyo interés en el laissez faire era sólo el de los adversarios de los monopolios y los privilegios, en general no han tenido éxito. James Mill, McCulloch y otros, ciertamente eran enemigos de los abusos de los monopolios, y hubieran expresado preocupación si hubieran visto en su tiempo todas las posibilidades de los mismos. Senior se opuso terminantemente a algunos de los intentos por dominar el mercado que tuvo ocasión de observar. También es verdad que algunos discípulos ingleses del clasicismo creían en una sociedad “distributista”, en un liberalismo que admitía la propiedad privada, pero que quería que el Estado tomase medidas positivas para resguardar la competencia y garantizar la igualdad de oportunidades. Pero es innegable que los ataques más acres de los economistas estaban reservados para las asociaciones de trabajadores, que estaban creando “monopolios”, y para el Estado cuando intervenía, con la legislación social, en el libre juego de las fuerzas económicas. Los intereses capitalistas eran tratados con más benevolencia. Ésta es la fuerte impresión general que deja el estudio de los escritores de aquel tiempo; y fue entonces cuando la economía, no del todo injustamente, adquirió su mala fama de ser la racionalización de una apología de las malas condiciones en que se veía obligada a vivir la inmensa mayoría de la población.3 Debe recordarse, además, que en Inglaterra podía demostrarse que las virtudes del liberalismo económico tenían una base sólida en los hechos de la economía. La oposición a toda restricción de la competencia, que descansaba ella misma sobre un monopolio efectivo del mercado mundial, podía apoyarse con éxito en las grandes leyes económicas de la escuela clásica. Todo el mundo convenía en que el supremo objetivo de un gobierno prudente era la mayor felicidad para el mayor número. En la economía inglesa, que crecía constantemente, también podía sostenerse sin miedo a ser contradicho que la empresa individual y la competencia libre eran los medios mejores para conseguir aquel fin. Para destruir la oposición podían usarse una teoría bien trabada e innumerables ejemplos prácticos. Ningún economista inglés distinguido volvió a hablar de la mano invisible; pero durante cincuenta años por lo menos, ningún economista que no fuera socialista, o por lo menos un reformador social, negó la conveniencia, por lo menos en la esfera de la producción, de la libertad en el sentido de competencia sin restricciones. Ricardo había manifestado ciertas dudas acerca de los efectos de tal libertad en la esfera de la distribución; pero no se permitió que la sombra que proyectaba sobre el futuro de la clase trabajadora fuera obstáculo para la fe en la armonía definitiva de los intereses que todos los liberales conservaban. Ya no era una armonía providencial; en realidad surge aquí y allá la sospecha de que es una armonía sólo para las clases ricas. Pero la evolución que intensificó la oposición socialista hizo también de Inglaterra la fábrica del mundo; y un optimismo moderado basado en la expansión económica pudo sobrevivir a los años hambrientos de la década de 1840. Hasta los últimos años de John Stuart Mill no ganó el movimiento de la clase obrera sus primeros adeptos en el campo liberal y obligó al liberalismo a revisar muchas de sus doctrinas. 250 Como hemos visto, las circunstancias históricas particulares que dieron al liberalismo inglés cierto atractivo universal, que lo hicieron realista y pronto a transigir en caso necesario, no se repitieron en ninguna otra parte. En Francia, el surgimiento del capitalismo se caracteriza desde un principio por una fuerte corriente crítica que se alimenta del recuerdo reciente de la Revolución. El proteccionismo de los románticos y, mucho más aún, el socialismo de la Revolución eran corrientes tan poderosas, que el liberalismo económico tuvo desde un principio que ser más intransigente y menos realista que lo había sido en su país natal. Podemos recordar que la ley del mercado, conclusión verdadera y, sin embargo, no siempre útil de la teoría clásica, recibió su formulación más dogmática y árida en Francia y no en Inglaterra. Y el deseo de perfección y de coherencia que había llevado a Say a expurgar a Smith encontró su plena expresión en la resurrección de la armonía providencial operada por Bastiat; el optimismo característico de su obra no tiene los sólidos cimientos del clasicismo inglés, ni su campaña en pro de la libertad de comercio la firme base práctica que había dado el éxito a Cobden y a Bright. Los absurdos a que redujo todos los intentos proteccionistas pueden hacer las delicias de los liberales del presente, exasperados por los excesos del nacionalismo económico contemporáneo, pero su influencia en la política económica de la Francia de Bastiat fue mínima. Sólo en otro ambiente pudo la fe absoluta de los primeros clásicos en el progreso infinito y en la armonía natural manifestarse con toda la intransigencia de un Bastiat y seguir teniendo, sin embargo, un fundamento realista. Pero es significativo que Henry C. Carey, el apóstol norteamericano del optimismo, fuese también un proteccionista decidido. Carey y Adam Smith, Bastiat y Ricardo: evidentemente, a las doctrinas económicas de la escuela clásica se les podía hacer significar muchas cosas diferentes. En cuanto a Alemania, ya hemos señalado (cap. v) algunas de las condiciones que crearon un suelo desfavorable para el liberalismo económico. En efecto, aunque el movimiento romántico perdió rápidamente su fuerza y no persistió sino como una turbia corriente de antirracionalismo, no lo remplazó el ricardismo. No volvió a intentarse obstaculizar la inevitable victoria del liberalismo. Pero List y los románticos, las exigencias de la unidad nacional, la tradición de gobierno autoritario y, por debajo de todo eso, la debilidad de la industria alemana frente a la de sus rivales, hicieron imposible que el liberalismo económico se convirtiera en la doctrina ortodoxa. La primera aportación sustancial y original del pensamiento económico alemán tuvo un carácter diferente. Aunque ya no tenga importancia por sí misma, y aunque cronológicamente esté aquí fuera de lugar, es lo mejor tratarla inmediatamente después de las otras reacciones suscitadas por el clasicismo. 2. LA ESCUELA HISTÓRICA La escuela histórica fue durante cerca de cuarenta años la que mayor influencia ejerció en los países de habla alemana. Su preponderancia data de 1843, cuando apareció el 251 Grundriss de Roscher. No fue atacada con éxito hasta 1883, cuando Carl Menger publicó sus Untersuchungen y la desalojó de su lugar prominente. La escuela histórica representa un ejemplo notable de la dificultad que encuentra para sobrevivir la doctrina clásica pura cuando se halla ante situaciones económicas nuevas o, como en este caso, en un ambiente nacional diferente. Es interesante, además, porque contiene las mismas interpretaciones antagónicas que ya hemos encontrado en la reacción inmediata contra el clasicismo. Una de sus partes está en la línea de descendencia del romanticismo, y esto da a la escuela su tendencia antiindividualista. Pero en la época en que la escuela histórica estaba en su apogeo, el capitalismo avanzaba ya rápidamente y el Historismus no fue nunca, por consiguiente, anticapitalista en un sentido reaccionario. En realidad, una de sus partes representaba una crítica socialista del capitalismo, aunque nunca llegó a serlo explícitamente en Alemania. Dio nacimiento a una variedad específicamente alemana del movimiento de reforma social, el llamado Kathedersozialismus. Cuando su influencia pasó más tarde a otros ambientes —los Estados Unidos, de Veblen—, sus implicaciones revolucionarias tomaron un carácter más marcado. Una tendencia análoga posricardiana puede encontrarse en Inglaterra en la obra de Richard Jones. Así, no debe considerarse la escuela histórica como ejemplo de tendencias teóricas esencialmente diferentes de las que ya hemos examinado en el capítulo V. Su derecho a que se le preste atención especial descansa en el hecho de que encarna esa tendencia en el campo de un problema particular de la investigación económica: su método. El interés por la historia de la economía no era en absoluto cosa nueva. Muchos teóricos habían contribuido a la erudición histórica, y algunas de las obras más importantes de la escuela clásica, La riqueza de las naciones, por ejemplo, se distinguieron por el uso de métodos tanto históricos como teóricos. Pero lo que hace que escritores como Roscher, Knies, Hildebrand y Schmoller constituyan una escuela, es la importancia abrumadora que asignan a la historia en el estudio del proceso económico. Existe desacuerdo entre los historiadores del pensamiento económico acerca de la exacta clasificación de los escritores de la escuela y sobre la esencia de sus ideas. Gide y Rist, en su Histoire des doctrines économiques,4 adoptan la opinión más generalmente aceptada de que la escuela histórica tuvo dos ramas, una antigua y otra nueva, la primera representada por Roscher, Knies y Hildebrand, y la segunda por Schmoller. El profesor Schumpeter, en sus Epochen der Dogmen-und Methodengeschichte, sostiene que la más antigua de esas escuelas no debe considerarse histórica, estrictamente hablando; la nueva, la de Schmoller, es verdaderamente histórica por su insistencia en la investigación histórica detallada y realista. Sin embargo, Menger no establece la distinción que implanta Schumpeter (a la cual volveremos en seguida). La opinión de los más decididos y célebres adversarios del Historismus es de considerable importancia, y sucede que está más en armonía con la exposición ya hecha aquí de los antecedentes de la escuela histórica.5 El primer incentivo para la formación de esta escuela procedió de fuentes relacionadas con aquéllas de donde brotó el romanticismo. Menger establece una distinción entre la escuela histórica de jurisprudencia, de Savigny, con sus conclusiones 252 políticas conservadoras, y la escuela de los historiadores políticos que enseñaron a fines del siglo XVIII y principios del XIX en Gotinga y Tubinga y se caracterizaron como liberales. A la primera —añade— pertenecen los economistas románticos (como Müller), y a la segunda, la escuela histórica.6 Es absolutamente cierto que los miembros de la escuela histórica en economía no eran medievalistas ni reaccionarios; pero esto, como se ha alegado, puede explicarse por las etapas diferentes en que se encontraba el capitalismo. La similitud de actitudes aún subsiste. El primer economista de la escuela histórica fue Wilhelm Roscher (1817-1894). Hizo su preparación histórica y política dentro de la tradición de Gotinga. Como sus maestros, consideraba el empirismo histórico la base de toda política sensata. En 1843 publicó su Grundriss zu Vorlesungen über die Staatswirttschaft nach geschichtlicher Methode. En esta obra, y en sus escritos posteriores, principalmente en System der Volkswirtschaft, asegura basarse en los métodos de la escuela de jurisprudencia de Savigny. A pesar de que era liberal y no quería, como Savigny, recurrir a la investigación histórica con el objeto de hallar justificación a las instituciones existentes en su evolución pasada, Roscher daba gran importancia a la necesidad de infundir espíritu histórico a la investigación económica. No llegó a rechazar el método deductivo de Ricardo, pero afirmó que el empirismo era un complemento esencial de él. No tuvo ideas completamente claras acerca de los problemas metodológicos. Unas veces produce la impresión de que propugna la mera recolección de datos históricos para que sirvan de ilustración a la materia, y por la inspiración que puedan proporcionar al estudio teórico; otras veces considera la historia tan importante, porque sólo ella puede procurar el sentido histórico que permite a los estadistas resolver acertadamente los problemas políticos. Otras veces aún, parece sugerir que la descripción de las instituciones y las circunstancias económicas agotan el campo de la economía. Oposición al clasicismo mucho más elaborada y consistente es la que brotó de la pluma de Bruno Hildebrand (1812-1878). En 1848 publicó Die Nationalökonomie der Gegenwart und Zukunft, en donde rechazaba explícitamente la pretensión que sustentaba la escuela clásica de haber descubierto, o en todo caso, estar buscando leyes económicas naturales válidas para todos los tiempos y todos los países. Se oponía a la idea —que en ocasiones aparece en Roscher— de que fuera posible descubrir una “fisiología” de la vida económica. También separaba —en lo que Roscher había fracasado— las cuestiones prácticas de la política económica del análisis teórico, y centraba su atención en este último. Su gran fuente de inspiración fue la filología histórica. Lo que había que estudiar —dice en un artículo programático que escribió para el primer número de su revista— es la evolución de la experiencia económica de la humanidad. La economía tiene que examinar minuciosamente el desarrollo de cada pueblo en particular y el de la humanidad en general. Tiene que producir una historia económica de la cultura, y debe trabajar en estrecha colaboración con las otras ramas de la historia y con la estadística.7 Se habla poco en ese programa de descubrir las grandes leyes de la evolución económica que Hildebrand había propuesto anteriormente a la economía. En realidad, no produjo nunca la obra que había prometido, y en las ocasiones en que abandonó la crítica por el 253 estudio especializado histórico-estadístico, parece haber dado por descontado la mayor parte de las conclusiones clásicas. El último de los tres fundadores de la escuela, Karl Knies (1821-1898), fue más preciso que sus antecesores en la formulación de las cuestiones metodológicas. Su Die Politische Oekonomie vom Standpunkte der geschichtlichen Methode (1853) es, ahora, menos conocido que su Geld und Kredit. Esta última obra, aunque contiene material histórico, ofrece muy pocas huellas de la adhesión de Knies a la escuela histórica. En la primera, sin embargo, se presenta como un adversario de la escuela clásica más decidido que Roscher y Hildebrand, a los cuales se opone también. Knies advirtió las confusiones de Roscher, y sabe que éste no vio con claridad la relación entre los campos, métodos y objetos de las diferentes ramas de la investigación económica. Objeta la aprobación modificada que Roscher da al método clásico, y hasta en Hildebrand encuentra una comprensión incompleta de la misión del Historismus. Pensaba que las leyes de evolución de Hildebrand eran una concesión excesiva a la teoría pura. Con una consecuencia absoluta, Knies sostiene que el estudio histórico es la única forma legítima de la economía. No puede formular leyes en el sentido en que puede decirse que lo hacen las ciencias físicas; pero puede descubrir ciertas regularidades en la secuencia real de la evolución social y sugerir analogías. El programa que propone a los economistas es evitar la afirmación de la superioridad del método histórico y producir obras que, de hecho, traten los problemas económicos desde un punto de vista histórico. Knies mismo no actuó de acuerdo con su propio precepto. Fue Gustav Schmoller, fundador de la nueva escuela histórica, quien realmente puso en marcha un movimiento activo de investigación histórica en el campo de la economía. Es interesante advertir que, en las manos de Schmoller y de sus discípulos, el primer objetivo de la escuela histórica empezó a desaparecer. Ya no negaban la existencia de leyes de la sociedad. En una de sus últimas obras, Grundriss der Volkswirtschaftslehre (1904), Schmoller admite que la vida económica tiene sus leyes, pero expresaba sus dudas de que el método clásico pudiera descubrirlas. Era más que escéptico acerca de las leyes de la evolución humana y rechazaba la búsqueda de una filosofía de la historia. Lo que en realidad produjeron él y sus discípulos fue historia de la economía. Podría pensarse que esto hacía menos temible la amenaza del Historismus al trabajo teórico. Pero hasta la década de 1880, cuando ya se hablaba poco de los ambiciosos propósitos de Roscher y de Hildebrand, no comenzó la gran controversia sobre el método. Puesto que esta controversia no se debió a los objetivos de la escuela histórica, hay que buscar sus causas en otra parte. Están estrechamente relacionadas con el nacimiento —que estudiaremos en el capítulo siguiente— de una nueva tendencia teórica que, a su vez, se relacionaba con ciertas corrientes filosóficas y lógicas. La discusión sobre el método fue más un medio por el cual trató la nueva teoría de aclarar sus propias ideas, que un ataque contra la escuela histórica. Pero hizo su aparición revistiendo esta última forma. El Methodenstreit, como se le llamó, comenzó con la publicación, en 1883, de las Untersuchungen über die Methode der Sozialwissenschaften una der Politischen Oekonomie insbesondere, de Carl Menger, y duró más de veinte años. Menger lanzó un 254 ataque contra los objetivos de los viejos representantes del Historismus, y lo combinó con un estudio del método de las ciencias sociales en general. Para comprender la significación exacta de la actitud positiva de Menger, es necesario resumir los puntos principales de la crítica que la escuela histórica había formulado contra el clasicismo. Se refieren a la forma en que los economistas clásicos abordan los problemas, a su filosofía social, implícita con mucha frecuencia, a sus opiniones sobre el campo del análisis económico y a su método. La escuela histórica se oponía, en primer lugar, a la creencia en que pudieran tener validez universal las leyes económicas establecidas por el mero desarrollo de las implicaciones contenidas en unos pocos postulados. Las leyes de Smith y de Ricardo —decían— no pueden ser consideradas como absoluta y perpetuamente operantes ni en la teoría económica ni en la práctica de la política económica. Las leyes económicas, en el caso de que puedan descubrirse, deben ser consideradas esencialmente relativas y variables en el tiempo y el espacio. Las condiciones económicas están cambiando constantemente y evolucionando; las conclusiones de la teoría económica no pueden, por lo tanto, conservar su validez original. Aunque este punto fue muchas veces expuesto de una manera exagerada por los partidarios de la escuela, contribuyó a llamar la atención hacia una diferencia importante, por lo menos de grado, entre las leyes físicas y las sociales, diferencia que ya entonces aceptaron los teóricos y que Menger expuso con claridad. Estaban de acuerdo los economistas teóricos en que aunque sus conclusiones no fueran formalmente diferentes de las de las ciencias físicas (ideales unas y otras en el sentido de que sólo tienen validez dentro de una estructura dada de circunstancias supuestas), había una diferencia importante en su relación con la realidad. Las condiciones en que operan las leyes físicas con mayor frecuencia; existen en la práctica; ellas y las desviaciones de ellas son fácilmente medidas, y pueden admitirse algunas divergencias respecto del ideal. Las leyes económicas operan en una realidad que contiene un número incesantemente creciente de circunstancias concretas variables de las cuales ha tenido que hacer abstracción el primer análisis. Además, dichas circunstancias concretas son difíciles o imposibles de medir, y rara vez es fácil descubrir la manera exacta en que las tendencias implícitas en las leyes económicas son modificadas en la práctica. La crítica del método clásico está estrechamente relacionada con este primer punto. La escuela histórica se impresionó tanto con las limitaciones prácticas a que están sujetas las leyes económicas, que quiso abandonar por completo el método deductivo y remplazarlo por el inductivo. Encontraba dificultades en distinguir entre los errores que pueden cometerse con el razonamiento deductivo, o con otro método científico cualquiera, y el lugar que la deducción correcta ocuparía en un método equilibrado de investigación. No veía que, aunque los clásicos pudieran haber sido culpables de una elección errónea de supuestos, o de conclusiones defectuosas o precipitadas de los mismos, subsistía la posibilidad de usar premisas pertinentes y una lógica impecable. No vio que los dos métodos contrastados no se excluían mutuamente y que, en efecto, habían sido empleados conjuntamente por el más grande de los clásicos. Evidentemente, pueden suscitarse serias discrepancias sobre la elección de premisas; pero en general se 255 admite que las mismas premisas que sirven de punto de partida en el proceso deductivo tienen un origen empírico. La inducción y la deducción son interdependientes. En el fondo de las objeciones que la escuela histórica formuló contra la deducción clásica, había un desacuerdo sobre las premisas. Los clásicos, dice Knies, y otros muchos lo han dicho después que él, partían del supuesto de que el hombre se mueve únicamente por el interés propio o egoísmo. Este supuesto no tiene base. Los móviles de la conducta humana son numerosos y complejos; aislar uno, es exponerse a llegar a conclusiones erróneas. Hay que subrayar aquí que esta objeción particular no tiene nada en común con el cargo formulado por Marx de que la escuela clásica no había sabido ver el capitalismo como una fase transitoria de la historia humana, y que había supuesto la conducta de los burgueses de su propio tiempo como típica de la humanidad en toda clase de ambientes sociales. La escuela histórica, no obstante su insistencia en el relativismo, no se planteó en serio la supervivencia del sistema capitalista. Lo que le objetaba era simplemente la importancia que concedía al móvil del lucro, importancia que decía encontrar en Smith y en Ricardo. A este cargo, economistas como Menger podían replicar, y replicaron, que los clásicos no ignoraban la existencia de móviles distintos del egoísmo o interés propio. El mismo Smith se había tomado gran trabajo en estudiar y clasificar los diferentes resortes de acción. Todo lo que los clásicos habían hecho fue descartar el móvil que podía considerarse como más persistente y estudiar sus efectos. O, como afirmaban otros economistas, los clásicos habían aislado el móvil cuyas consecuencias podían observarse y medirse con más facilidad. La escuela histórica, por último, insistió en la unidad de la vida social, en la interrelación de los procesos sociales individuales con la concepción orgánica de la sociedad, en cuanto opuesta a la concepción mecánica. Aunque no impulsada por los motivos “totalitarios” de los románticos o de Marx, la escuela histórica fue inspirada aquí por consideraciones análogas a las del romanticismo. Empezó por sostener, como lo había hecho Adam Müller, que la vida económica social era algo más que la suma de las actividades económicas de los individuos. La sociedad, en su totalidad, tenía una existencia orgánica aparte de la de sus miembros. Esta concepción llevó a desear una disciplina muy amplia que comprendiese el organismo todo de la vida social, e implicaba la depreciación de los esfuerzos realizados por las ciencias sociales particulares. Pero esta concepción no tardó en desaparecer, y todo lo que quedó fue la importancia asignada a la interacción íntima entre las diferentes ramas de la vida social que hacen imposible el que una ciencia social sola se acerque a agotar el campo de su interés. También quedó el estímulo para la investigación histórica detallada. La escuela histórica dejó como legado un vivo deseo de conocer la realidad concreta en todas sus manifestaciones particulares a través del tiempo, y esto produjo obras valiosas; pero era un deseo que, después de todo, los teóricos más ilustrados habían comprendido y apreciado siempre. En su tierra natal, el Methodenstreit desapareció por no haber suscitado controversias sobre algún punto importante. De modo tácito se admitió mutuamente que eran indispensables las dos ramas de la investigación económica, la realidad-histórica y la analítica-abstracta, aun cuando persistió la diferencia, que todavía subsiste en la 256 actualidad, acerca de los aspectos considerados más importantes. A Inglaterra también llegó una versión del Methodenstreit, pero en la patria de la economía política clásica la controversia no despertó nunca gran entusiasmo. En 1857 publicó Cairnes una obra metodológica titulada The Character and Logical Method of Political Economy, en la que exponía la importancia de la deducción. Este libro formó parte de una larga controversia entre Mill, Senior y Cairnes sobre la relación exacta entre el objeto y método de la economía y las demás ciencias. Pero esta controversia no interesa a nuestros fines presentes. Hasta que no apareció la segunda edición de la obra de Cairnes, en 1875, la tradición metodológica clásica no fue atacada por los partidarios de la escuela histórica. En 1879 publicó Cliffe Leslie sus Essays on Political and Moral Philosophy, en los que encontraron expresión todos los argumentos de los alemanes. Otros autores que intentaron influir en el pensamiento económico inglés en la misma dirección fueron J. K. Ingram y W. J. Ashley; pero no lograron nunca constituir una escuela independiente, aunque el movimiento histórico ejerció gran influencia sobre algunos economistas teóricos, como Marshall, por ejemplo. Su único logro positivo fue estimular la investigación en el campo de la historia de la economía. No obstante, es de interés advertir que algunos de los exponentes ingleses del Historismus, particularmente Ashley, estuvieron estrechamente vinculados con el movimiento pro reforma arancelaria. Se les puede considerar representantes de una tendencia nueva de la política económica inglesa, que quizá era un reflejo de la cambiante posición de Inglaterra en los mercados del mundo. La influencia de la escuela histórica en Francia fue menor todavía: se manifestó nuevamente como un incremento de la investigación histórica y encontró una tendencia relacionada en el acrecentamiento de los estudios sociológicos que casi siempre subrayaban el punto de vista histórico. 3. JONES Aunque no fue contemporáneo de la escuela histórica, y ni siquiera un verdadero representante de sus teorías, conviene mencionar aquí a un economista inglés de la primera mitad del siglo XIX. A Richard Jones rara vez se le concede mucha atención en las historias de las doctrinas económicas; por lo general, se le considera como “un representante aislado del método histórico en Inglaterra durante la década de 1830”.8 Superficialmente, esto es cierto. Jones pedía a los economistas que prestasen más atención a las diferencias históricas entre las instituciones económicas, y expresaba la opinión de que sólo mediante estudios comparativos podrían los economistas ser consejeros de política económica. También subrayaba la relatividad de las leyes económicas; pero empleó la historia en el análisis económico de una manera mucho más radical que Roscher y Schmoller. Desgraciadamente, no pudo terminar su magnum opus; pero en la primera parte de la misma, que dejó acabada, están indicados con suficiente 257 claridad los propósitos que perseguía. En 1831 publicó Richard Jones An Essay on the Distribution of Wealth and on the Sources of Taxation. Parte I: Renta. Dos años después, apareció su An Introductory Lecture on Political Economy, surgido en King’s College, el 27 de febrero de 1883 en Londres, al cual se puede agregar Syllabus of a Course of Lectures on the Wages of Labour; y, finalmente en 1852, su Text-book of Lectures on the Political Economy of Nations. Estas tres obras contienen la exposición explícita de las ideas del autor sobre el método del análisis económico, el uso implícito de dicho método en el estudio de ciertos problemas importantes del sistema capitalista, y una elaboración más completa de este método en el estudio más detallado de un problema particular: la renta. En el largo prefacio a Essay on Distribucion, Jones define su posición vis-à-vis de los economistas clásicos. Encuentra el origen de la economía política en el estudio de las medidas mercantilistas; advierte el gran avance que representa Smith; y manifiesta su opinión de que los problemas de la distribución todavía no habían sido tratados satisfactoriamente. El estudio de la producción —dice— ha llevado al enunciado de leyes importantes de validez universal; pero en la esfera de la distribución los economistas no han logrado más que formular opiniones mutuamente contradictorias. Condena a los fisiócratas porque habían insistido erróneamente en que la agricultura era la única fuente de un excedente del cual sacaban sus ingresos todas las clases de la sociedad. Elogia a Malthus por haber contribuido a desarrollar la teoría de la renta y, en menor medida, la teoría de la población; pero censura a Ricardo y a otros por haber erigido una superestructura falsa sobre esos cimientos. Dice Jones que Malthus hizo ver que cuando la producción capitalista ha llegado a ser la forma dominante de producción, el costo de producción de los productos agrícolas en la peor tierra cultivada determinará “el precio medio del producto bruto, mientras que la diferencia de calidad en las tierras mejores mide las rentas que se obtienen de ellas”.9 Pero Ricardo había omitido la limitación, que era de carácter histórico, y dio al principio validez universal. De manera análoga, en la teoría de la población el mismo Malthus y sus discípulos habían olvidado la posibilidad de cambios importantes en los factores de que trataban y habían expuesto una visión del futuro de la sociedad que no estaba justificada. Jones rechazaba la idea de una “disminución continua de los rendimientos de la agricultura —sus supuestos efectos sobre el progreso de la acumulación— y… la correspondiente incapacidad de la humanidad para proporcionar recursos a una población cada vez mayor”.10 Puso de manifiesto que, en realidad, las rentas eran más altas en los países en que la agricultura era muy productiva y en que vivía una población numerosa en un nivel elevado de vida, y que los países más ricos y las clases más ricas se multiplican con menos rapidez que los otros. Esta discrepancia manifiesta entre las teorías de los economistas y los hechos de la experiencia era —pensaba Jones— la causante, en gran medida, de la desconfianza acerca de la validez de las leyes económicas que se había apoderado del público. La gente empezaba a pensar que la materia de estudio de la economía política era demasiado compleja para admitir un análisis preciso. 258 Jones no participaba de la opinión de que fuera imposible descubrir leyes económicas de validez universal, sino que insistía únicamente en la importancia de basar dichas leyes en la experiencia. El sentido histórico y un amplio radio de observación (que entonces era posible en grado mucho mayor que en cualquier momento del pasado) tenían que ser auxiliares constantes del análisis económico. “La verdad se ha escapado no porque el estudio constante y amplio de la historia y de la situación de la humanidad no pudieran alcanzarla, aun en esta intrincada materia, sino porque los que más han sobresalido en la difusión del error, realmente se han alejado de la tarea de realizar ningún examen y han limitado las observaciones sobre las que fundaban sus razonamientos a la pequeña porción de la superficie de la tierra que les rodeaba inmediatamente.”11 Esto suena claramente a pedir más empirismo, tal como podía haberlo hecho cualquier exponente moderado del Historismus. Pero el estudio de la manera como Jones seguía su propio precepto revela que abogaba por determinada forma de observación histórica. Su objeto era estudiar la acción de los principios económicos “entre conjuntos de hombres que vivieran en circunstancias diferentes”.12 Deseaba vivamente poner al desnudo la distinción entre lo que es común a todas las estructuras sociales y las diversas formas en que eso se manifiesta a consecuencia de las diferencias de estructura social. Jones distinguía las distintas formas de producción social que aparecen en el curso de la historia, y se esforzó en mostrar sus diferencias, así como su unidad. En la Introductory Lecture habla de la relación que existe entre producción y distribución y de las diversas estructuras económicas, en los términos siguientes: “Aunque tenga que producirse alguna riqueza antes de que pueda distribuirse, las formas y modos de distribuir el producto de sus tierras y trabajo, adoptadas en las primeras etapas del progreso de un pueblo, ejercen sobre el carácter y costumbres de las comunidades una influencia que se remonta siglos atrás…; y esta influencia debe comprenderse y tomarse en cuenta para que podamos explicar adecuadamente las diferencias existentes entre las capacidades productivas y los métodos de producción de las diferentes naciones.” No es difícil descubrir los diferentes métodos de distribución. Puesto que la tierra puede producir al cultivador más de lo que necesita para su subsistencia, el excedente se lo puede apropiar otra clase. “De aquí nace la división de la sociedad en clases; y el modo como se verifica la distribución de ese excedente, la naturaleza de la clase que lo consume, es la causa primera y más influyente del carácter y costumbres futuros de la comunidad.”13 Este lenguaje recuerda a Steuart y a Turgot. La estructura económica de la sociedad depende de las formas sociales de trabajo, o sea del modo como el trabajador obtiene sus medios de subsistencia y cómo es apropiado y acumulado el excedente que él produce. “Por estructura económica de las naciones entiendo las relaciones que existen entre las diferentes clases y que son establecidas en primer lugar por la institución de la propiedad del suelo y por la distribución del excedente de su producción, y modificadas y cambiadas después (en mayor o menor grado) por la intervención de capitalistas como agentes de la producción y el cambio de riqueza y de la alimentación y empleo de la población trabajadora.”14 Toda la Introductory Lecture es una definición de la estructura económica como relación 259 entre las diferentes clases, en términos de propiedad de la tierra, o de capital y, por lo tanto, de función en el proceso económico. Y al subrayar la base social del proceso económico, Jones pone en juego también un punto de vista marcadamente histórico. Jones utiliza el concepto de “fondo de trabajo”, que comprende la manera de apropiación del producto por el trabajador y la relación de las clases con los medios de producción. Aunque no distingue estos factores con mucha claridad, están sin duda alguna implícitos en su análisis. Divide el fondo de trabajo en tres partes: una, en que el ingreso es consumido por su productor; otra, en que el ingreso pertenece a clases distintas de la trabajadora y es usado por esas clases directamente para el mantenimiento de los trabajadores, y la tercera, el capitalismo, en que hay una acumulación de ingresos que se emplea para obtener una ganancia. Ejemplo de la primera clase son los campesinos propietarios; de la segunda, los soldados, los marinos, los sirvientes, etc., y de la tercera, el capitalismo moderno. Las tres clases tienen existencia real. En Inglaterra, excepto la tercera, carecen de importancia; en otros países todavía tienen importancia las formas precapitalistas de producción.15 Jones ve claramente, aunque no siempre lo dice con claridad, que la existencia de un producto excedente y de la acumulación es independiente de las formas sociales particulares en que se manifiestan en distintas etapas históricas. El capitalismo es una de esas formas. Cuando predomina este sistema, al trabajador se le paga con capital. En la producción precapitalista, el trabajo se paga con el ingreso. Así, Jones lleva aún más lejos la distinción establecida por Smith, entre trabajo productivo e improductivo.16 Se advierten ciertas inconsecuencias, sobre todo en la descripción del ingreso del trabajador como salarios en la producción no capitalista. Pero Jones insiste en señalar el ahorro del capitalista, y todo su análisis proclama el carácter puramente histórico de la acumulación. Advierte que la acumulación existía antes del capitalismo, y antes que el móvil del lucro, y que sólo en determinada etapa histórica el capitalista —que es quien se apropia el excedente e inicia la producción— realiza también la función de la acumulación. “El capital, o acervo acumulado, después de desempeñar otras varias funciones en la producción de riqueza, sólo más tarde emprende la de anticipar al trabajador sus salarios.”17 Jones subraya repetidamente la cualidad histórica en su descripción de las instituciones y las funciones económicas. He aquí un ejemplo típico: “En el futuro puede existir un estado de cosas, y es posible que algunas partes del mundo se estén acercando a él, en el que sean las mismas personas los trabajadores y los propietarios de acervo acumulado; pero en el progreso de las naciones, que ahora estamos observando, ese caso no se ha dado nunca, y para advertir y comprender ese progreso debemos observar cómo pasan los obreros gradualmente de las manos de un grupo de parroquianos, que les pagan sus ingresos, a las de un grupo de patrones, que les pagan con anticipos de capital de los que los propietarios pretenden obtener un ingreso aparte. Quizá este estado de cosas no es tan deseable como aquel en que trabajadores y capitalistas son unas y las mismas personas; pero, a pesar de todo, tenemos que aceptarlo como una etapa en la marcha de la industria que ha distinguido hasta ahora el adelanto de las naciones que 260 progresan.”18 Este punto de vista histórico está subyacente en el interés de Jones por el problema de la renta y en el modo de tratarlo. En el “Syllabus” que añadió a su Introductory Lecture, plantea el problema desde el punto de vista de las diferentes formas sociales de trabajo, cuyo reflejo era la propiedad. Pero en su obra primera y más extensa el procedimiento se invierte. En el Essay parte de las diferentes formas de propiedad de la tierra que se encuentran en diversos países o que han existido en épocas diversas. Adscribe el origen de toda renta a “la capacidad de la tierra para rendir, hasta con el trabajo humano más primitivo, más de lo necesario para la subsistencia del cultivador mismo”.19 Y esa capacidad, una vez que la tierra ha pasado a ser de propiedad privada, permite al cultivador pagar un tributo al propietario. A diferencia de Ricardo, Jones cree en la existencia de la renta absoluta, independiente de las diferencias en la renta debidas a las diferencias en la fertilidad del suelo. “En el progreso real de la sociedad humana, la renta se ha originado usualmente en la apropiación del suelo, en un tiempo en que la gran masa del pueblo se ve obligada a cultivarlo en las condiciones que se le impongan, o morir de hambre… La necesidad que les obliga a pagar una renta… es totalmente independiente de cualquier diferencia en la calidad de la tierra que ocupan.”20 A continuación Jones estudia las formas reales de renta en diferentes sistemas de tenencia de la tierra hasta su aparición final en un sistema capitalista. Observa que el capitalismo empieza en la manufactura y después se extiende a la agricultura. Su característica consiste en la posibilidad “de transferir a placer el trabajo y el capital empleados en la agricultura a otras ocupaciones… y a menos de que empleando a los trabajadores en la tierra pueda ganarse tanto como haciéndoles trabajar en otros empleos diversos…, el negocio del cultivo será abandonado. La renta, en tal caso, consiste por necesidad sólo en las plusganancias”.21 Jones no examina las condiciones de que depende la uniformidad o la no uniformidad de la tasa de ganancia en la agricultura. Para él, la renta del suelo más pobre (cuya existencia admite) se debe simplemente a la existencia de la propiedad privada sobre un don de la naturaleza escaso: la tierra. A Jones le interesa más dilucidar el problema de la renta diferencial y sus cambios, y controvertir la explicación de Ricardo. Distingue tres causas que puedan hacer subir la renta. “Primera, el aumento de la producción de la acumulación de mayores cantidades de capital en su cultivo; segunda, la aplicación más eficaz del capital ya empleado; tercera (si el capital y la producción no varían), la disminución de la parte del producto que corresponde a las clases productoras, y el aumento correspondiente de la parte del terrateniente.”22 A Ricardo sólo le había interesado el tercer factor; pero Jones demuestra muy claramente que una vez aparecida la renta, puede subir sin que haya ningún cambio en la fertilidad de las diferentes parcelas de tierra. (Probablemente Ricardo hubiera admitido esto.) Así resulta innecesario acudir a los ingresos decrecientes para explicar la subida de la renta. Jones afirmó también que la mejora de la producción agrícola no iba necesariamente contra los intereses de los terratenientes. Sólo ocurrirá así cuando la mejora sea más rápida que el aumento de población y la demanda del producto. El progreso, por lo general, es lento; a medida que se introducen mejoras, “cada aumento 261 de la producción ocasionado por la aplicación general de más capital a las tierras viejas, actuando sobre ellas con efectos desiguales según las diferencias de su fertilidad originaria, eleva las rentas”.23 La gran aportación de Jones a la teoría de la renta consistió en poner claramente de manifiesto la base social subyacente en la teoría de Ricardo. Al hacerlo, pudo señalar lo erróneo de la creencia de Ricardo en el empobrecimiento progresivo del suelo y formular una teoría de la renta que muestra un adelanto considerable sobre la doctrina que prevalecía en aquel tiempo. Pero su mérito no se reduce a esto. Su explicación de la evolución histórica de las diferentes estructuras económicas, y su distinción, extraordinariamente penetrante, entre las categorías universales de la actividad económica y sus variables expresiones sociales, lo colocan en el grupo selecto de los que acertaron a combinar el riguroso análisis deductivo con la comprensión del amplio curso de la historia. 4. ESCISIÓN DE LA TEORÍA DEL VALOR-TRABAJO a) Francia. La crítica socialista a la economía política clásica pasó, si no inadvertida, sin ejercer ninguna influencia perdurable y positiva sobre el desarrollo del pensamiento económico. Su influencia fue negativa. La presión de los problemas asociados al nacimiento de la clase trabajadora, y sus expresiones teóricas en los escritos de los socialistas y de otros autores, fue lo bastante fuerte para conducir a ciertas modificaciones de la doctrina clásica. El análisis clásico se fue libertando lentamente de las implicaciones políticas directas contenidas en la teoría económica liberal. Este proceso empieza con las dificultades que implicaba la formulación dada por Adam Smith a la teoría del valor, ya que la teoría del valor-trabajo no podía sostenerse, a la larga, sin introducir algún postulado no económico, tal como la doctrina de la explotación. En vez de continuar los esfuerzos para mantener la doctrina del valor-trabajo a través de las complicaciones de un sistema capitalista maduro, muchos economistas de Francia, Alemania e Inglaterra eligieron un camino diferente. No intentaron demostrar que, a pesar de ciertas modificaciones, la teoría del valor-trabajo seguía siendo válida, aun cuando se usara en la producción un gran equipo de capital; no siguieron usando el concepto de excedente para explicar la ganancia del capital. Gradualmente abandonaron la teoría del valor-trabajo en favor de un principio explicativo diferente, que eliminaba la idea del excedente, en la medida, por lo menos, en que implicaba una teoría de la explotación. En términos técnicos, supone esto la formulación de una teoría utilitarista del valor y, como corolario de la misma, la admisión de la productividad del capital. Los comienzos de este proceso, que en modo alguno fue continuo, se manifiestan con la mayor claridad en un discípulo inmediato y de los más fieles de Smith. Jean Baptiste Say (1767-1832) se consideró siempre a sí mismo como un intérprete de Adam Smith. Su Traité d’Économie Politique, publicado por primera vez en 1803, pretendía ser poco más que una exposición sistemática de las principales ideas de Smith, pero era 262 mucho más (y mucho menos) que eso. En el proceso de seleccionar y refinar, Say dio a las doctrinas de Smith un sesgo que era, en realidad, una disyuntiva al desarrollo que habían tenido en manos de Ricardo. La aportación personal de Say —aparte de su ya citada teoría del mercado— consiste en la importancia que concede a la utilidad como determinante del valor. De ahí brotaron su teoría del valor de los factores de la producción, su crítica de la fisiocracia y su teoría de las funciones del empresario. La teoría utilitarista del valor, de Say, tenía una tradición en qué basarse. Durante el siglo XVIII, algunos economistas italianos habían concedido gran importancia a la utilidad, y en 1776 el abate Condillac había publicado un libro titulado Le Commerce et le Gouvernement considérés relativement l’un à l’autre, que contiene una de las primeras exposiciones de la teoría de la utilidad. Para Condillac, el valor es el problema central de la economía política. La fuente del valor —dice— es la utilidad, pero no en el sentido corriente de la palabra. En Condillac, como en la contemporánea teoría subjetiva del valor, la utilidad como concepto económico no es ya una cualidad física de los bienes, sino la importancia que el individuo da a un bien como capaz de satisfacer una necesidad. La utilidad, por consiguiente, es una relación, y sube y baja al aumentar o disminuir la necesidad. Condillac percibió la importancia de explicar el efecto de la cantidad variable sobre el valor de los bienes, y trató de relacionar la utilidad y la cantidad, sin conseguirlo. Afirmaba que, aunque el valor sube y baja a consecuencia de la escasez y de la abundancia, esto ocurre sólo porque la utilidad está también presente. Añadía que una necesidad sentida con más fuerza daría a los bienes más valor que una necesidad sentida menos intensamente, y que, “por lo tanto”, el valor aumentaba con la escasez y disminuía con la abundancia.24 Pero correspondió a los economistas posteriores desarrollar ese “por lo tanto” mediante el análisis marginal. Condillac aplicó la teoría de la utilidad de manera muy consecuente a los problemas del cambio, el precio y la distribución. El punto de vista de la utilidad era claramente incompatible con las ideas fisiocráticas sobre el trabajo productivo y el trabajo estéril. Estas ideas implicaban inevitablemente la negación de que el valor pudiera ser creado en el proceso del cambio. Si el valor ya inherente a las mercancías aumenta en el cambio, esto no puede deberse más que a un engaño fortuito y pasajero de que una de las partes hace víctima a la otra. Condillac decía que ganaban las dos partes en el cambio, puesto que sólo lo realizaban si sus juicios respectivos de los valores de las mercancías para ellas eran diferentes. En efecto, cada parte daba algo que para ella tenía menos utilidad por algo que tenía más utilidad. De ahí se sigue, por lo tanto, que toda actividad — agricultura, industria, comercio— que adapte los recursos de la naturaleza a la satisfacción de necesidades es creadora de utilidad y productiva. La agricultura fue destronada de su preeminencia fisiocrática. Se consideró como copartícipe en el proceso productivo a la tierra, el capital y el trabajo. Sus ingresos son los precios, determinados, como los de las demás mercancías, por la oferta y la demanda; y estos precios representan su participación en el producto cooperativo. No obstante sus oscuridades e inconsecuencias, Condillac puede ser considerado como uno de los precursores más definidos de la escuela subjetiva contemporánea. Su 263 influencia se dejó sentir indirectamente a través de Say. La tradición de Condillac y la necesidad aún existente de eliminar lo que quedaba de fisiocracia, explican la interpretación peculiar que Say dio a las doctrinas de Smith. Say consumó la emancipación respecto de la fisiocracia por una aplicación radical del principio de la utilidad. Los detalles del análisis de Say acerca del valor y el precio no son de gran importancia. Partió del principio de Condillac de que el valor depende de la escasez y la utilidad. El valor de cambio era una expresión cuantitativa de estimaciones subjetivas de utilidad. El costo de producción influye en el precio sólo a través de cambios en la oferta. Constituye un límite mínimo por encima del cual el determinante es la utilidad. Así echó Say las bases de la relación funcional entre costo, precio y preferencia del consumidor, que encontraremos como rasgo característico de todas las variantes de la teoría contemporánea. Lo que tuvo una importancia inmediata fue el uso que Say dio a su teoría del valor para formular una teoría de la distribución. En primer lugar, rechazó por completo la distinción establecida por Smith entre trabajo productivo y trabajo improductivo; pero lo hizo teniendo en cuenta exclusivamente el criterio material que Smith había empleado ocasionalmente, e ignorando la otra distinción sentada por Smith (y por los fisiócratas) entre trabajo productor de un excedente y trabajo que no lo producía. Esto le facilitó el demostrar que, puesto que el valor depende de la utilidad, la productividad del trabajo debe ser juzgada con el criterio de la utilidad y no por referencia a la naturaleza material o no material del producto. De esta suerte fue posible considerar como productivas todas las actividades que crean utilidades evidenciadas por su capacidad para tener un precio en el mercado. Lógicamente, ésta era una posición más satisfactoria que el criterio “material”. Pero en su esfuerzo por evitar lo que los economistas posteriores han considerado algunas veces como el escolasticismo de Smith, Say eliminó también la preocupación por el excedente, y asimismo prescindió de la base histórica de los ingresos de las diferentes clases de la comunidad que, explícita o implícitamente, han sido la principal característica de la economía política clásica inglesa y francesa. Say desarrolla plenamente las leves insinuaciones de Condillac sobre la relación entre la distribución y el valor. Es evidente que, una vez abandonada la búsqueda del origen del excedente —y esto es consecuencia de la eliminación de la teoría del valor-trabajo— la noción de Condillac acerca de la producción como proceso cooperativo en el que todos los factores tienen igual categoría, aunque participaciones diferentes, es la única alternativa lógica. En realidad, esto es lo que enuncia la teoría de la distribución de Say. Los conceptos “servicios productivos” y “empresario” son las características centrales de esta teoría. El trabajo, los recursos naturales y el capital tienen valor porque proporcionan servicios productivos, esto es, medios para crear utilidades. Say fue de los primeros de una larga serie de economistas en formular el principio de que el valor de los factores de la producción se derivaba del valor de sus productos. Todos los factores poseen las dos cualidades necesarias para la creación de valor: escasez y utilidad 264 indirecta. ¿Cómo se establece la relación entre el valor de los productos y el valor derivado de los factores? Say no dio una respuesta cabal a esta pregunta, pero sí los primeros indicios de ella. Los empresarios suministran el vínculo entre los productos y los mercados de factores. Son “los intermediarios que demandan los servicios productivos requeridos por todo producto en relación con la demanda del producto”.25 Los factores de la producción, impulsados por móviles diversos, ofrecen sus servicios productivos; se establece un mercado y aparece un precio que fluctúa con la oferta y la demanda. Say no coincidía con Ricardo en asignar un lugar especial a la renta, por lo menos en el plazo corto. Para él, los precios de todos los factores dependían de los precios de sus productos y, en definitiva, por lo tanto, de las demandas de los consumidores. Aunque quizá no lo dijo con mucha claridad, Say parece haber tenido presente la especie de relación funcional entre costo, precio, salarios, renta, interés y ganancia que desarrollaría más tarde la escuela del equilibrio. Su búsqueda de un análisis del proceso económico en función del equilibrio se pone más de manifiesto aun en sus opiniones metodológicas. Fue uno de los primeros economistas en subrayar el elemento positivo del método económico. Era opuesto al interés de los preclásicos por la política económica práctica, y pensaba que hasta Adam Smith se había mostrado demasiado inclinado a creer que la ciencia económica estaba destinada a servir de guía a los estadistas. En opinión de Say, la economía establece los principios generales inherentes a la actividad económica. Describe el modo como se produce, distribuye y consume la riqueza, no acumulando hechos, que es la función de la estadística, sino descubriendo las leyes que gobiernan las relaciones entre esos hechos. Esas leyes son inherentes “a la naturaleza de las cosas; no se imponen, sino que se descubren; gobiernan a los legisladores y a los principios, y nunca se violan impunemente”.26 Para descubrir esas leyes hay que aplicar el método baconiano, que tanto éxito tuvo en otras ciencias. La esencia de dicho método consiste en “admitir como verdaderos sólo aquellos hechos que por la observación y la experiencia se ha demostrado que tienen realidad, y admitir como verdades permanentes sólo aquellas conclusiones que de un modo natural puedan deducirse de esos hechos”.27 La economía es afín a la física; no se propone reunir una colección completa de hechos, sino descubrir la relación de causa y efecto que hay entre ellos. Los físicos pueden hacer experimentos; los economistas, no. Say no enunció con claridad cómo podía salvarse esta discrepancia. Parece no haber abandonado nunca la idea de que la economía era análoga a las ciencias físicas, aunque no podía usar el método experimental. Lo que Say pedía era que los economistas partieran de premisas generales y completas. Hay que tomar “hechos esenciales y verdaderamente importantes”, sacar de ellos conclusiones correctas y “cerciorarse de que el efecto que se les atribuye es realmente debido a ellos y no a otras causas”.28 Dada la corrección de la deducción, la validez de las conclusiones depende de lo completas que sean las premisas. En la controversia metodológica entre Malthus y Ricardo, Say estaba del lado de Malthus. Creía que, por ignorar ciertos aspectos de la realidad, Ricardo había omitido, no 265 influencias modificadoras de importancia secundaria, sino partes indispensables de las premisas necesarias. Sin embargo, no estaba de acuerdo con Malthus en aplicar esta diferencia metodológica al problema de la acumulación y la sobresaturación. Él mismo era un empresario demasiado afortunado para no ver la importancia de la argumentación de Malthus en favor del consumo improductivo. Pero lo aplicó al problema de la renta. La sobrepoblación y el aumento del costo de las subsistencias parecían en Inglaterra peligros reales que podían oponerse al progreso industrial continuado. En Francia no sucedía lo mismo, y Say pudo dejar a un lado la teoría de la renta, de Ricardo, por carecer de importancia en periodos cortos, aun cuando lógicamente fuera válida en periodos largos lejanos. La importancia de la obra de Say es la siguiente: fue el primer economista que se liberó por completo de la teoría del valor-trabajo y de todas sus consecuencias sobre la teoría de la distribución; fue también el primero en hacer hincapié en el tratamiento positivo de la economía. Por consiguiente, Say puede ser considerado como uno de los principales fundadores del análisis formalista del equilibrio, que es la esencia de la teoría económica actual. Say, sin embargo, no estaba solo. En Francia, así como en Alemania e Inglaterra, aparecieron pensadores que, en parte por influencia de Say, en parte independientemente, desarrollaban una teoría utilitaria del valor y otra del capital productivo. En su país natal la influencia de Say se convirtió casi inmediatamente en una tradición. Después de él, ningún economista francés de importancia volvió a la teoría ricardiana del valor. La teoría de la utilidad subsistió como una parte de las bases; las teorías del capital formuladas en Inglaterra —en parte bajo la influencia de Say— fueron otro sector de esas bases. Si el espacio lo permitiera, merecerían ser estudiados aquí algunos de esos pensadores. Uno de ellos, Jules Dupuit, debe ser mencionado como uno de los iniciadores importantes de la teoría de la utilidad y del método geométrico. En particular, su estudio sobre la discriminación de los precios debe ser considerado como una aportación importante a la teoría del monopolio. Disponemos hoy de una excelente edición francesa de sus escritos más importantes.29 Entre los pensadores franceses que siguieron la tradición de Say hay uno tan importante, que debe ser mencionado aquí por separado. Augustin Cournot (1801-1877) no era un descendiente directo de la escuela de Say ni conquistó un lugar entre los fundadores más importantes de la economía moderna por ninguna aportación a la teoría utilitaria del valor en sí misma. Cournot no hizo investigación alguna sobre las causas del valor. En su Recherches sur les principes mathématiques de la théorie des richeses (1838) concentró su atención sobre el valor de cambio, al que consideraba como el único fundamento de la riqueza en el sentido económico de la palabra. Rehuyó discutir la relación entre el valor de cambio y la utilidad —porque pensaba que no había para ésta una medida fija—, aunque no quería suponer que la utilidad asignada a cosas diferentes por personas distintas no tuviese nada que ver con la formación del valor de cambio.30 Pero, como era matemático, vio que las relaciones en el mercado podían considerarse como relaciones puramente formales; que ciertas categorías, como la demanda, el precio, 266 la oferta, podían considerarse como funciones las unas de las otras; que, por lo tanto, era posible expresar las relaciones del mercado en una serie de ecuaciones funcionales; y que las leyes económicas podían formularse en lenguaje matemático. Los economistas anteriores, dice Cournot, evitaron el uso de símbolos matemáticos. “Imaginaban que el uso de símbolos y fórmulas no podía llevar sino a cálculos numéricos, y como claramente se veía que el asunto no era adecuado para tal determinación numérica…, se llegó a la conclusión de que el aparato matemático… era, por lo menos, ocioso y pedante.”31 Pero los símbolos matemáticos —advertía— podían usarse para expresar las relaciones entre magnitudes sin asignar a esas magnitudes valores numéricos. El valor de cambio era por esencia un concepto relativo que implicaba “la idea de una razón entre dos términos”.32 Era, por lo tanto, campo natural para la aplicación del cálculo. Los resultados del tratamiento matemático dado por Cournot a los problemas del precio en régimen de competencia, del monopolio y de lo que hoy llamamos duopolio, estuvieron olvidados durante mucho tiempo. Hasta la década de 1870, cuando escritores como Jevons y Walras recapitularon, corrigieron y aumentaron el volumen acumulado de teorías posclásicas, no recibió nueva vida la obra de Cournot. Algo hemos de decir más adelante sobre ciertos detalles de esa obra en relación con la escuela contemporánea, de la cual se separa Cournot sólo por accidente histórico. Pero es interesante señalar la relación entre los papeles que representaron Say y Cournot en la destrucción de la teoría del valor como producto del trabajo. La diferencia entre sus métodos parece muy grande, vista superficialmente. Cournot se interesaba por una teoría funcional del precio; Say, por una teoría genética-causal del valor. Cournot no investigó los factores subyacentes en la conducta de los individuos en el mercado tal como se manifiesta en ofertas y demandas. Sus puntos de partida no eran lo que él llamaba “causas morales” (utilidad, costumbres, etc.), sino sólo la conducta a que éstas daban origen. Tuvo una idea bastante clara de los “precios limitados”33 en las mentes mismas de las partes que intervienen en el cambio y que eran las expresiones cuantitativas de las causas morales y los determinantes próximos de la conducta en el mercado. En otras palabras, Cournot sentó las bases de las escuelas económicas conductistas que han operado con los conceptos de “precios de reserva” de Walras, de las “curvas de indiferencia” de Pareto, y en la actualidad con el de la “tasa marginal de sustitución”. Say, por otra parte, da un paso atrás en su análisis. En realidad, concentra su atención casi exclusivamente en la fuerza que, en última instancia, determina la conducta de compradores y vendedores. Esta fuerza, en su opinión, es la utilidad. No examina en detalle el problema de la formación del precio a que da lugar dicha conducta. Esta diferencia entre Say y Cournot se repite en nuestros días entre la escuela de la utilidad y las escuelas matemáticas que desconocen el concepto de valor. Cournot consideraba su manera de abordar el problema contrario al método tradicional de Smith y de Say. Aún persisten las polémicas entre las dos escuelas. Pero mucho más fundamental que la diferencia es la semejanza entre estas dos 267 corrientes posclásicas. Se ha dicho que el desenvolvimiento de la escuela matemática en Francia se debió, en gran parte, a la existencia de la tradición de la teoría del valorutilidad.34 Esto es, desde luego, cierto en el siguiente sentido: la ruptura con la investigación clásica de las causas que crean el valor llevó a acentuar la importancia de la conducta de los individuos en régimen de competencia, o sea, en régimen de exclusivo “nexo de dinero”. Tanto la escuela de la utilidad como las escuelas matemáticas acentúan dicha importancia. Comparados con los que separan a una y otras, de los economistas clásicos, los puntos que las separan entre sí, aunque importantes, son secundarios. Las dos tienden a ser positivas y formalistas; las dos evitan toda referencia explícita a un orden social determinado; ambas sostienen, primero implícitamente, después explícitamente, que la validez de sus conclusiones no es limitada por la existencia o la inexistencia de lo que Richard Jones llamaba una “estructura económica” determinada. Estas características de la teoría posclásica han seguido existiendo hasta la actualidad. b) Alemania. Alemania experimentó una evolución semejante. Sin embargo, ninguno de los pensadores que la produjeron tuvo la talla de Say ni de Cournot. Muchos de ellos intentaron desarrollar las doctrinas de Smith en la dirección de una teoría subjetiva de la utilidad. El primero, Soden, llegó hasta desconocer por completo el valor de cambio y tratar exclusivamente de la utilidad. En su Die Nationalökonomie (1804) distinguió el valor positivo del comparativo. Este último —equivalente al valor de cambio— no es valor ninguno, según Soden. El valor es valor positivo, es decir, la propiedad que tienen las mercancías de satisfacer necesidades humanas. Sirve de base al valor comparativo; pero éste también se funda en otras consideraciones, tales como la escasez. Por lo tanto, no debe ser considerado como valor. Después vino Lotz por un camino parecido. En su Revision der Grundbegriffe der Nationalwirtschaftslehre (1811) y en su Handbuch der Staatswitschftslehre (1820), acepta la definición del valor positivo dada por Soden, pero hace que el valor comparativo nazca de la comparación de dos valores positivos. El valor de cambio, o valor comparativo, depende de dos factores: uno interno, la propiedad de la mercancía para satisfacer una necesidad de otra persona que no sea su propietario; y otro externo, su escasez. Si la mercancía posee utilidad para más de una persona y si su adquisición implica algún sacrifico, entonces, y sólo entonces, tendrá la mercancía valor de cambio. Lotz fue aún más lejos al distinguir el valor (positivo) y el precio. Advirtió que se relacionan entre sí en el sentido de que una mercancía que no tuviese valor no tendría precio, y que la mercancía que tiene mucho valor, por lo general, tiene precio elevado. Pero ahí termina la relación. El valor es la expresión de necesidades humanas intangibles; el precio, el de los obstáculos concretos que hay que vencer para crear las mercancías. El libro de Hufeland titulado Neue Grundlegung der Staatswirtschaftskunst (18071813), así como Staatswirschaftliche Untersuchungen (1832) de Hermann y Lehrbuch der politischen Ökonomie (1826) de Rau, deben mencionarse entre el número considerable de escritos alemanes de la primera mitad del siglo XIX que contribuyeron a crear una teoría subjetiva del valor. Hubo un acuerdo muy extenso de opiniones entre los 268 teóricos alemanes acerca de este problema económico central. Las exposiciones se basaban, por lo general, en la distinción formulada por Lotz entre valor y precio. Se admitía que entre los dos había una relación, pero no se exponía en detalle la naturaleza de la misma. Esto se debía, probablemente, a que el principal interés de los pensadores alemanes estribaba en elaborar el nuevo concepto del valor subjetivo y hacer ver con la mayor claridad posible en qué grado difería del concepto de precio, por el cual entendían lo que Smith había llamado valor de cambio. El empleo de un concepto de valor de cambio como diferente tanto del valor de uso como del precio, fue uno de los principales resultados del pensamiento alemán de principios del siglo XIX. Si el valor de uso se basaba en la propiedad de satisfacer necesidades (o sea, en la utilidad), el valor de cambio se basaba en la propiedad de poder ser cambiada la mercancía. El valor de uso nacía cuando las mercancías eran consideradas desde el punto de vista del consumo. El valor de cambio era la cualidad que tenían las mercancías cuando se les considera con fines de intercambio. El precio tenía relación con esos valores, pero no de manera que hiciera posible decir que el precio, en cualquier caso particular, estuviera determinado por ellos. No interesa seguir aquí la evolución posterior de esta orientación de las ideas económicas. La dicotomía de Lotz no satisfacía los requisitos de una teoría del valor, y sus discípulos se fueron apartando gradualmente de ella. Las categorías independientes del valor persistieron (aún volvieron a surgir en la complicada estructura de la primera escuela austriaca), pero cada vez se les consideró más estrechamente relacionadas entre sí. La tendencia fue hacer la explicación psicológica del valor menos limitada en alcance, demostrando que la utilidad también era el determinante definitivo del precio. Quien primero lo intentó fue uno de los principales representantes de la escuela histórica. Hildebrand trató de demostrar35 que la utilidad —en el sentido económico— era función de la cantidad, y que esto proporcionaba una relación entre el valor subjetivo y el precio. También adoptó esta opinión, que debe considerarse como un nexo entre la primera escuela de la utilidad y la última. Su desarrollo ulterior en Alemania (independiente, en gran parte, de lo que había sido antes, e ignorado durante mucho tiempo por los autores posteriores) se debió a Gossen; pero su obra corresponde propiamente al capítulo siguiente. Otro pensador alemán de ese periodo que merece ser mencionado aquí es Johann Heinrich von Thünen. Su Der Isolierte Staat (primera parte, 1826; segunda parte, 1850) fue producto de un interés práctico. Como descendiente de una antigua familia de terratenientes, y como agricultor que era, Thünen se interesaba, sobre todo, por los problemas de la economía agraria, si bien los trató de un modo rígidamente teórico. Tenía gran fe en el uso de los métodos matemáticos, aunque no del todo en el sentido de Cournot. Thünen usa los ejemplos numéricos, más que el cálculo; pero su procedimiento tiene algo de común con el de Cournot, porque si bien expone sus argumentos con palabras, en sustancia son matemáticos. Fue muy cuidadoso en fundamentar sus postulados, en definir la validez de sus conclusiones de conformidad con sus abstracciones iniciales, y en indicar el camino que conducía desde sus supuestos 269 simplificados a las complicaciones de la realidad. Thünen no dijo nada acerca del valor ni de las causas del precio. Su puesto, empero, está entre los primeros teóricos de la utilidad por dos razones. En primer lugar, en general da por sentada la existencia de cierto precio de mercado, y después se esfuerza en desprender una serie de conclusiones relacionadas particularmente con la distribución sobre la base del precio supuesto. Este procedimiento no indica por sí mismo que Thünen sustentase una teoría subjetiva del valor y del precio; pero es perfectamente compatible con las teorías de la utilidad que estaban muy generalizadas en Alemania por aquel tiempo. Thünen dice repetidamente que consideraba a Adam Smith maestro suyo en materia de economía, y debe recordarse que las doctrinas de Smith eran expuestas entonces en Alemania por partidarios de la escuela de la utilidad. En ausencia de toda declaración explícita hecha por Thünen en persona, no es ilógico suponer que nada tenía que oponer a la tendencia dominante en la teoría del valor. Pero lo que es aún más importante es que las aportaciones de Thünen a la teoría de la producción y la distribución siguen orientación muy parecida a la de los teóricos de la utilidad de otros países, en especial con los ingleses. El uso del análisis marginalista y la aceptación de la productividad del capital hacen de su obra un importante elemento contributivo a la formación de la economía contemporánea. Las ideas de Thünen pueden resumirse brevemente como sigue: en la primera parte de su libro se propone descubrir los efectos sobre la agricultura y la renta del precio de los productos agrícolas, de la situación de la tierra en relación con el mercado y de los impuestos. Con tal propósito supone primero un estado aislado que tiene las siguientes características: una población importante está situada en medio de una fértil llanura en la que no hay canales ni ríos navegables; a una distancia considerable, la llanura termina en una zona baldía; la población consume los productos de la llanura, a la que provee de artículos manufacturados. En tales circunstancias, ¿cómo debe organizarse la agricultura de la llanura?36 La respuesta, aunque obvia, fue expuesta tan minuciosamente por Thünen, que se le considera con razón como un precursor de la teoría contemporánea de la localización de la industria. Señaló que ciertos productos (como las fresas, las verduras, la leche, etc.), difíciles de transportar o que sólo pueden venderse frescos y en pequeñas cantidades, debían producirse en las proximidades de la población. Después vendrían otras formas de cultivo dispuestas en círculos concéntricos en torno de la población, de acuerdo con el precio de sus productos y el costo del transporte. Anticipándose al moderno principio del costo de sustitución, advirtió que el precio de la leche había de ser tal que la tierra en la que se producía no pudiera ser dedicada con mayor ganancia a ningún otro producto. Aplicó también este principio a los demás productos. Así, por ejemplo, el precio de los granos debía ser suficientemente elevado “para reembolsar al menos el costo de producción y de transporte del productor más distante cuya producción necesita aún la ciudad”.37 Dicho precio tendrá que ser, por supuesto, un precio uniforme vigente en el mercado de la población; pero de ese precio cada círculo de cultivo tendrá que deducir una suma equivalente al costo de transportar el grano al mercado. Este costo aumenta 270 con la distancia al mercado, y es fácil comprender que, dado un precio, el costo de transporte lo absorberá por completo después de cierto límite. Más allá de este límite cesará el cultivo, aunque el trigo pudiera producirse sin costo. De hecho, cesará un poco antes de llegar a dicho límite. Aquí tenemos, pues, expuesta la relación existente entre el costo y el precio que forma parte de las teorías más modernas del costo. Dada cierta demanda de un producto, la producción aumentará hasta el punto en que el precio cubra precisamente el costo de producción. De un modo natural se deduce de aquí una teoría de la renta. Thünen distingue entre la renta de la tierra y los pagos que generalmente se le añaden y que tienen el carácter de un interés sobre capital invertido. La primera es la renta en el sentido propio de la palabra, y nace de la manera siguiente: el precio debe ser lo bastante elevado para compensar al productor situado menos favorablemente. Como Thünen dice, “el precio del trigo debe ser suficientemente alto para evitar que la renta descienda por debajo de cero en la granja que tiene el costo más alto de producción y transporte hasta el mercado, pero cuya producción es aún necesaria para satisfacer la demanda de trigo”.38 Como otros productores tienen costos más bajos, obtienen un excedente que mide la renta producida por sus tierras. La teoría de Thünen no difiere sustancialmente de la doctrina de la renta diferencial de Ricardo. Aunque habla de diferencias en la fertilidad, Thünen no las usa como factor en su análisis, sino que elabora todo el concepto únicamente en relación con las diferencias de situación y de costo de transporte. La importancia de este método estriba en el hecho de que lleva a un concepto de la renta como mero “excedente del productor”, que hizo mucho más fácil para los economistas subsiguientes extender el concepto a otros factores de la producción además de la tierra. Por otra parte, Thünen usa el concepto del margen más aún que Ricardo, lo que de nuevo hace posible relacionar la renta con la teoría marginal general de la remuneración de los factores de la producción. Thünen mismo dio el primer paso en este sentido. En la segunda parte de Der Isolierte Staat, aplicó esencialmente la misma técnica a los salarios y el capital. Anticipándose casi de un modo absoluto a la teoría de la productividad marginal, sostuvo que el empleo de dosis adicionales de capital y trabajo aumentaría el rendimiento de la agricultura pero aumentaría también el costo. Acerca de la distancia del mercado a la que podría cultivarse, puede decirse que el trabajo o el capital empleados aumentarían hasta el punto en que el aumento del costo fuese igual al aumento de rendimiento que produjesen. En palabras del mismo Thünen, el aumento de trabajadores “debe ser llevado hasta el punto en que el rendimiento extra obtenido del último trabajador empleado iguale en valor al salario que recibe”.39 “El valor del trabajo del último trabajador empleado es también su valor.”40 “Y el salario que el último trabajador empleado recibe debe constituir la norma para todos los trabajadores de la misma destreza y capacidad, puesto que es imposible pagar salarios diferentes por los mismos servicios.”41 Lo mismo puede decirse del capital, que Thünen define como “producto acumulado del trabajo”.42 Su rendimiento “está determinado por el rendimiento de la 271 última partícula de capital empleada”,43 y todo capital tomado en préstamo se pagará a esta tasa uniforme. Bastan estas pocas citas para hacer ver que Thünen tenía una idea clara de los puntos fundamentales de la teoría de la productividad marginal. Toda la segunda parte de Der Isolierte Staat es un examen detallado de las implicaciones de esa teoría, incluyendo hasta un análisis de los efectos que sobre la remuneración de cada factor ejerce un aumento de la cantidad de otro. También contiene otra idea, que Thünen consideraba su aportación más importante: la doctrina del salario natural. Valiéndose de un cálculo muy complicado (que incluye el uso del cálculo diferencial), Thünen pretende demostrar que el salario natural depende de las necesidades del trabajador y del producto de su trabajo (expresadas ambas cosas en especie o en dinero), y que si estos dos factores se representan por a y p, respectivamente, la fórmula V ap representa el salario natural.44 Tan alta idea tenía Thünen de esta fórmula, que la hizo grabar sobre su tumba; mas, para aquellos de los economistas subsiguientes que cayeron bajo su influencia, siguió siendo merecedor de la fama de que gozaba por su exposición de la teoría de la productividad marginal. c) Gran Bretaña. Inglaterra, como es natural en la patria del ricardismo, fue mucho más lenta en abandonar la teoría del valor-trabajo. Sin embargo, no faltaron indicios ya en tiempos de Ricardo de un modo distinto de enfocar los problemas del valor y la distribución. Los puntos de partida de esta nueva tendencia fueron las vacilaciones de Smith al formular la teoría del valor y el esfuerzo de Ricardo para librarse de las contradicciones que engendraban esas vacilaciones. La solución de Ricardo descansa en la admisión de excepciones a la teoría del valor como producto del trabajo. Tales excepciones —causadas por las diferentes estructuras de capital y por los diversos periodos de giro o ciclo del capital— eran la regla, como observó Malthus. Como hemos visto, Malthus empleó esta debilidad de la estructura ricardiana para volver a las inconsecuencias de la teoría del valor de Smith, que a su vez usó para atacar la teoría de la acumulación de Ricardo. Los discípulos de Ricardo se sintieron perturbados, como es natural, por la debilidad de la teoría del valor-trabajo que les había sido legada, y durante los diez años siguientes a la publicación de la tercera edición de los Principios, se discutió animadamente este problema. Robert Torrens insistió en él en An Essay on the Production of Wealth (1821). Dio por descontada la existencia de una tasa uniforme de ganancia (aunque no dijo cómo se producía) y concluyó que capitales de igual cuantía ponen en acción cantidades diferentes de trabajo presente, sin hacer que sus productos tengan valores diferentes.45 De esta suerte formuló las excepciones de Ricardo en términos que pusieron de manifiesto que en las condiciones de la producción capitalista las apariencias por lo menos, contradecían la teoría del valor-trabajo. Torrens no explicó la contradicción, sino que, en vez de hacerlo, volvió a formularla. La teoría del valor-trabajo, dice, se aplica a la etapa de la evolución social en que todavía no ha aparecido una clase capitalista; pero una vez en existencia esta clase, ya no es la cantidad de trabajo presente la que 272 determina el valor de cambio, sino la de trabajo acumulado.46 Esto, en realidad, es regresar a una posición sostenida ya por Adam Smith. James Mill tropezó con la misma dificultad. En su Elements of Political Economy (1821), se esforzó en revisar la teoría del valor-trabajo insistiendo en que el capital no es sino trabajo acumulado. Así pues, las ganancias son la recompensa del trabajo atesorado.47 De esta manera pensó Mill haber resuelto a la vez el problema del origen de las ganancias y el de las “excepciones” a la teoría del valor-trabajo; pero es evidente que no lo hizo. Había admitido que el capital es productivo y que es uno de los determinantes del valor de cambio, pero creyó que esto no afectaba a la teoría del valor-trabajo, porque el capital podía, en definitiva, resolverse en trabajo. Tal actitud de certeza (que contrasta notablemente con las dudas de Ricardo) envolvió a Mill en muchos absurdos. Por ejemplo, intentó superar el ejemplo desconcertante del vino que, cuando se le deja en la bodega, gana en valor con el mero transcurso del tiempo. Quienes habían presentado este ejemplo lo hicieron para debilitar la teoría de Ricardo y obligarle a admitir, como al fin lo hizo, que el giro o ciclo de capital tenía influencia sobre el valor, creando de este modo una excepción a la teoría del valor-trabajo. No así James Mill. “El tiempo — repitió, siguiendo a McCulloch— no hace nada. ¿Cómo podría, pues, crear valor?”48 Normalmente —dice Mill—, cuando afirmamos que el tiempo añade valor, queremos decir que se gastó cierta parte de capital, que no es sino trabajo atesorado. Por consiguiente, concluía que “si el vino que está en la bodega aumenta de valor un décimo en un año, puede considerarse correctamente que se ha gastado en él un décimo más de trabajo”.49 Esto, manifiestamente, era absurdo. Como dijo Samuel Bailey, uno de los críticos más vigorosos de Ricardo, “en el ejemplo aducido, ningún ser humano se acercó al vino en el plazo supuesto, ni empleó en él un momento ni un solo movimiento de sus músculos”.50 En realidad, lo que hacía Mill era sencillamente tratar de explicar algo sólo con llamarlo de otra manera. McCulloch siguió un camino parecido. Los subterfugios a que recurrió para presentar la teoría de Ricardo con una coherencia formal perfecta sólo condujeron a una mezcla indiscriminada de ideas que revela la más completa incomprensión del verdadero problema de Ricardo. McCulloch siguió a Mill en considerar el capital como trabajo atesorado. En The Principles of Political Economy, publicado por primera vez en 1825, reproduce, sobre poco más o menos, los alegatos de Mill en el caso del vino guardado en la bodega.51 Sus aseveraciones sobre el valor son, para decirlo suavemente, eclécticas. Distingue entre valor real (definido de acuerdo con la teoría del trabajo) y valor relativo o de cambio (que nace en el cambio de dos mercancías). El valor real y el de cambio pueden ser iguales. Normalmente, todo cambio será un cambio de valores reales equivalentes. Esto es cierto para el cambio que tiene lugar entre el capitalista y el trabajador. Para explicar el origen del excedente a pesar de eso, McCulloch vuelve sencillamente a la doctrina de Smith y de Malthus, según la cual el valor de una mercancía está determinado por la cantidad de trabajo que puede comprar. Por regla general, esta cantidad es mayor que el valor real de la mercancía, y la diferencia es la ganancia. A menos que exista tal diferencia, “un capitalista no tendrá motivo para invertir 273 capital en emplear trabajo, porque su ganancia depende de que recoja el producto de una cantidad de trabajo mayor que la que él anticipa”. Esto, visto superficialmente, parece una deducción de la teoría de Ricardo casi tan rigurosa como la teoría de la plusvalía de Marx. Verdaderamente —añade McCulloch—, “cuando él [el capitalista] compra trabajo, da el producto de lo que ya se ha hecho por lo que ha de hacerse”.52 Y este cambio entre trabajo “vivo” y trabajo “incorporado” (o entre trabajo y capital) tiene la cualidad peculiar de dar nacimiento a un excedente. Pero esto no es sino una semejanza superficial, porque en Ricardo, y más aún en Marx, el problema estaba en cómo explicar el excedente dentro de una teoría-trabajo. Con McCulloch, sin embargo, se abandonó el inútil intento de proporcionar tal explicación. El excedente se convirtió en algo parecido a “la ganancia proveniente de la alienación” de que hablan los mercantilistas. Estas dificultades con que tropezaron los economistas posricardianos se debieron a su incapacidad para conciliar entre sí los fenómenos del mercado en régimen de producción capitalista y la teoría del valor-trabajo. Por lo tanto, los ataques a la teoría del valor-trabajo obtenían un refuerzo adicional con la ineficacia de las defensas que hacían pensadores como Torrens, James Mill y McCulloch. Tal vez el más fuerte de esos ataques fue el de Samuel Bailey. Su A Critical Dissertation on the Nature Measures and Causes of Value, publicada en 1825, fue escrita, como nos dice su subtítulo, “Principalmente con referencia a los escritos de Mr. Ricardo y de sus discípulos”. Bailey acertó a descubrir muchos errores de Ricardo, desacreditando así la teoría del valor-trabajo. No la remplazó con ninguna otra teoría del valor, pero inició un modo de enfocar el problema que fue adoptado más tarde. Adam Smith había dilucidado el significado de la teoría del valor-trabajo concentrando su atención en el origen del fenómeno del valor de cambio. Sin embargo, no logró llevar el análisis del concepto a sus conclusiones lógicas. Ricardo llegó hasta el otro extremo. Descuidó el estudio de las bases históricas del fenómeno y la naturaleza social del concepto. Puso su interés principalmente en las variaciones del valor de cambio, es decir, en su aspecto relativo. No aclaró la distinción entre la naturaleza del valor de cambio como tal, la cuantía del valor de cambio y la relación entre los valores de cambio de diferentes mercancías. Es aquí donde Bailey sitúa su crítica. Ve que el valor de cambio se manifiesta como relación cuantitativa entre dos cosas, y se niega a ir más lejos. Para él, todo el problema del valor queda resuelto con decir que el valor de cambio implica, en la práctica, una relación. Al fin y al cabo —dice—, el valor significa “la estimación en que es tenido un objeto”.53 Refleja un estado de espíritu del sujeto y no una cualidad del objeto. Esa estimación no puede originarse cuando los objetos son vistos aisladamente, sino que tiene su origen en la comparación de dos cosas. La estimación relativa a que da lugar una comparación “sólo puede expresarse cuantitativamente”.54 Bailey, pues, adopta una de las definiciones con que había jugado Adam Smith, la cual identifica el valor con el poder adquisitivo. Dos ideas se desarrollan paralelamente en el libro de Bailey. La más importante es la que hace consistir el valor en una relación y nada más. “Así como no podemos hablar de 274 la distancia a que se encuentra un objeto sin suponer otro entre el cual y el primero se establece la relación, así no podemos hablar tampoco del valor de una mercancía sino por referencia a otra mercancía con la cual se le compara. Una cosa no puede ser valorada en sí misma sin referencia a otra cosa.”55 La teoría-trabajo del valor era, evidentemente, incompatible con este punto de vista. Por otra parte, parece que Bailey mismo consideró insuficiente la concepción puramente relativa del valor. La mención de la estimación y de la utilidad al principio de su estudio (que parece haberse debido a la influencia de Say) revela que intentaba enlazar las relaciones funcionales que aparecen en el mercado con una influencia causativa fundamental, o sea que trataba de hallar una constante. No lo consiguió, y los teóricos de la utilidad subsiguientes lo criticaron por no haber acertado a descubrir la conexión que hay entre utilidad y valor de cambio.56 Es cierto que Bailey sostiene que “la investigación de las causas del valor es, en realidad, la investigación de las circunstancias externas que actúan con tanta constancia sobre las mentes de los hombres en el intercambio de cosas necesarias, útiles y convenientes para la vida, como para ser objeto de inferencia y de cálculo”.57 Pero no pasa a estudiar las implicaciones de la valoración subjetiva. Realmente, al fin se muestra de acuerdo en que, en la clase de mercancías que pueden aumentarse a voluntad y en cuya producción no hay la restricción de la competencia, el costo de producción es el determinante del valor. El costo de producción “puede ser trabajo, capital o ambas cosas”.58 En otros casos, como el de los monopolios y el de las mercancías producidas en condiciones de rendimiento decreciente (por ejemplo, las que requieren el factor tierra), lo que hay que analizar es el precio de monopolio. La crítica de Bailey contra Ricardo se derivó de la búsqueda que éste hacía de una medida invariable del valor. En Ricardo esto fue sólo un modo confuso de buscarle explicación al fenómeno del valor como tal; pero dio a Bailey ocasión de decir cosas muy pertinentes sobre la cuestión de la medida del valor. Aquí tiene su “relativismo” particular importancia: contribuyó a hacer ver la diferencia que hay entre medida de valor en el sentido trascendental en que los clásicos, siguiendo a Aristóteles, lo habían entendido, esto es, la causa y la sustancia inherentes al valor (con las cuales Bailey no tenía nada que ver) y medida de valor en el sentido de una relación cuantitativa entre dos mercancías, y en especial entre una mercancía y el dinero. Esta última concepción llevó a Bailey a demostrar que los cambios de valor tienen que afectar a las mercancías que se comparan. Por lo tanto, es ilusoria la búsqueda de una medida invariable del valor. Bailey pone de manifiesto59 que el dinero cumple adecuadamente la función de una medida externa del valor, aunque de su definición se sigue que tampoco éste puede tener un valor constante. Utiliza este punto como argumento para limitar rigurosamente la validez de las comparaciones de los precios a través del tiempo. La teoría contemporánea de los números índices sigue una orientación parecida.60 Sin embargo, Bailey se proponía mostrar que, una vez desaparecido el problema de encontrar una medida invariable del valor, también desaparecía el problema de descubrir los determinantes del valor como algo independiente del precio. Creía que con esto había 275 puesto un clavo más en el ataúd de la teoría del valor como producto del trabajo. Además de estos ataques frontales, la posibilidad de enfocar de modos diversos el problema del valor contribuyó a destruir esta parte de la estructura ricardiana. Ya en 1804 el conde de Lauderdale, en An lnquiry into the Nature and Origin of Public Wealth, and into the Means and Causes of its Increase, había expuesto opiniones muy parecidas a las de Say. Lauderdale se basaba también en Condillac e introdujo el factor utilidad en su interpretación de la teoría del valor de Adam Smith. Riqueza —dice— es todo lo que posee utilidad; pero toda riqueza individual posee utilidad y escasez. Estos dos elementos determinan el valor. Encuentran expresión en la demanda y la oferta, y la alteración de cualquiera de ellos afecta al valor. Lauderdale examina los efectos de los aumentos y los descensos de la demanda y la oferta sobre el valor de manera un tanto parecida a la que adoptan los economistas contemporáneos cuando analizan la elasticidad de la demanda. Rechazó la distinción entre trabajo productivo e improductivo, y adoptó la opinión de Say sobre los factores de la producción. Aplicó su teoría de manera excéntrica a los problemas de las finanzas públicas; pero su principal título para recordarle en la historia de la doctrina económica inglesa lo constituye definitivamente su afinidad con Say. El desarrollo subsiguiente del análisis de la utilidad parece haberse debido a ciertos economistas que permanecieron olvidados durante mucho tiempo. En 1903 se prestó atención a algunos de ellos,61 y desde entonces se reconoce ampliamente su participación en la historia de la doctrina. La atribución de la paternidad de ciertas ideas a estos escritores es materia que aún se discute, y el orden en que mencionamos aquí a algunos de ellos no hay que tomarlo, necesariamente, como el orden cronológico correcto en que nacieron las ideas que representan. Richard Whately, que después fue arzobispo de Dublín, tuvo ocasión de ocuparse en materias económicas durante el breve tiempo en que desempeñó (como segundo ocupante) en Oxford, de 1830 a 1831, la Cátedra Drummond de Economía Política. Las condiciones para desempeñar la cátedra incluían una que exigía la publicación de una conferencia al año por lo menos. Resultado de esta exigencia fue la publicación, en 1831, de su Introductory Lectures on Political Economy. Con anterioridad Whately había entrado en contacto con Nassau Senior, que le había precedido en la Cátedra Drummond y había escrito la parte económica de un apéndice sobre “Términos ambiguos” en Elements of Logic de Whately, publicado por primera vez en 1826. Es difícil saber si Whately exponía opiniones originales o si repetía las que había oído a otros, principalmente a Senior. De cualquier modo, Introductory Lectures tiene importancia por el hincapié que en ellas se hace sobre la utilidad y por una referencia de pasada, pero que ejerció mucha influencia, a la relación entre el costo y el valor. Whately revela de una vez su manera de enfocar los problemas cuando sugiere que el mejor nombre para la ciencia económica sería el de Cataláctica, o ciencia de los cambios, porque “el hombre puede ser definido como ‘un animal que hace cambios’: ningún otro, ni aun aquellos animales que en otros aspectos se acercan más a la racionalidad, tiene, según todas las apariencias, la menor noción del trueque o de cambiar 276 en cualquier forma una cosa por otra”. Para Whately, la utilidad y la riqueza eran relativas y subjetivas, y los subjetivistas contemporáneos han usado muchas veces la palabra “cataláctica”, propuesta por Whately, para subrayar el hecho de que consideran la elección como la esencia del problema económico. Whately62 no desarrolló en absoluto una teoría subjetiva del valor. Rechazó la idea, sin embargo, de que el trabajo era esencial para crear valor; y en un pasaje que ha sido muy citado expuso la que él creía que era la relación verdadera entre el costo y el precio. “No es —dice— que las perlas alcancen un precio elevado porque los hombres se hayan zambullido para buscarlas, sino al contrario, los hombres se zambullen para buscarlas porque tienen un precio elevado.63 Recientemente se ha sugerido también que Whately fue uno de los economistas que, junto con Nassau Senior, ampliaron el análisis de la renta haciéndola nacer de la estabilidad de los factores de la producción.64 Por lo demás, no puede decirse que las aportaciones de Whately sean muchas. Su sucesor en Oxford, W. F. Lloyd, fue también representante de la escuela de la utilidad. De nuevo es imposible decir si, como alguien ha sugerido,65 Lloyd repetía opiniones aprendidas de Senior. Lo cierto es que estaba dentro de la misma tradición. Como Bailey, describe el valor como algo que, en definitiva, es un “sentimiento de la mente”; pero añade el importante punto de que ese sentimiento se presentará “en el margen de separación entre las necesidades satisfechas y las insatisfechas”. A esta clara anticipación de una formulación que hizo famosa la escuela marginalista, Lloyd añadió la afirmación de la relación existente entre la cantidad y utilidad que forma un todo con aquélla. Porque “un aumento de la cantidad —dice— a la larga agotará o satisfará hasta lo sumo la demanda de cualquier objeto específico de deseo.66 Una anticipación todavía más completa de la doctrina de la utilidad marginal se encuentra en Lectures on Political Economy (1834) de Mountifort Longfield, primer profesor de la Cátedra de Economía Política del Trinity College, de Dublín, fundada por Whately después de haber sido nombrado arzobispo. Evidentemente, la tradición se iba extendiendo. La utilidad, según Longfield, es el poder que tiene un artículo “de satisfacer una o más de las varias necesidades o deseos de la humanidad”, definición que, como su autor advierte con razón, da a la palabra un sentido más amplio que el que tiene en el lenguaje ordinario. El valor —dice— implica utilidad, y para cada artículo son proporcionales el uno a la otra, por lo que respecta a una sola persona. El cambio permite que una persona tenga la combinación de artículos que “en proporción a su valor posean mayor utilidad para ella”. En el cambio, “cada parte que interviene en él gana algo, al recibir por el artículo que tenía algo que, desde su punto de vista, es de mayor utilidad”. En cuanto a la medida del valor, Longfield comparte el relativismo de Bailey; admite que muchas veces el trabajo es la mejor medida.67 Más adelante, este autor examina el valor detalladamente. El cambio se origina porque una cantidad definida de determinada mercancía es suficiente para satisfacer la necesidad de ella. Por lo tanto, las personas se ven inducidas a desprenderse de sus excedentes a cambio de los de otros. Todo el mundo estará ansioso de comprar lo más barato y vender lo más caro posible. La competencia —que Longfield describe 277 detalladamente— asegurará la igualdad entre la oferta y la demanda. El costo de producción influirá en el proceso a través de sus efectos sobre la oferta.68 En su sexta conferencia amplía sus ideas sobre el valor para incluir en ellas una referencia al concepto marginal. Repite la afirmación de que el precio está determinado por la oferta y la demanda (tras la una está el costo de producción, y tras la otra, la utilidad), y que será una cantidad que equilibre la oferta con la demanda efectiva, o sea la demanda respaldada por el poder adquisitivo. Examina luego con mayor extensión la influencia de la demanda sobre el precio. “La medida de la intensidad de la demanda de una persona por una mercancía es la cantidad que esté dispuesta a dar, y pueda dar por ella, antes que privarse de la misma.” Ahora bien, aunque puede haber demandas que no terminen en compra, ejercen, sin embargo, influencia sobre el precio. “Ejemplo de esto es la demanda por parte de aquellos que no comprarán a los precios vigentes, pero que irían al mercado y comprarían si ocurriera una ligera reducción de los mismos. Esta demanda existe siempre, y tiene el efecto de mantener altos los precios, exactamente igual que en un remate o subasta que hace la persona que ofrece una cantidad inferior a la que paga el comprador.”69 Esto nos lleva al punto siguiente, según el cual, aunque las intensidades de la demanda difieran entre los distintos compradores, todos ellos compran a un precio uniforme de mercado que equilibra la oferta y la demanda. De aquí se sigue la afirmación más importante de Longfield: si el precio sube sólo ligeramente por encima del precio de mercado, “los demandantes que por dicho cambio dejarán de ser compradores deben ser aquellos cuya intensidad de demanda se medía exactamente por el primer precio. Antes de operarse el cambio, la demanda que era menos intensa no terminó en compra, y después del cambio la demanda que es más intensa aún terminará en compra. Así, el precio de mercado se mide por la demanda que, siendo de pequeña intensidad, termina en compras efectivas”.70 Ningún partidario contemporáneo de la teoría de la utilidad marginal tendría nada que objetar a esta formulación. Aplicando esta doctrina a los salarios, Longfield vuelve a anticiparse otra vez a la teoría de la productividad marginal. Rechazó la teoría de la subsistencia, y sostuvo que los salarios de los trabajadores dependen “del valor de su trabajo y no de sus necesidades. ya sean naturales o adquiridas…”. El nivel de subsistencia sólo tiene influencia sobre la población.71 (Longfield aprovecha aquí la ocasión para distinguir cuidadosamente este movimiento a corto y a largo plazo, o lo que él llama “causas primarias o inmediatas… y aquellas cuya influencia es remota y secundaria”.72) Los salarios dependen de la oferta y la demanda. La primera la forman los “trabajadores existentes”. La demanda depende de “la utilidad o valor del trabajo que ellos [los trabajadores] son capaces de ejecutar”. Para determinar los salarios de los obreros hay que aplicar los principios que —dice concretamente Longfield— ya han sido expuestos.73 “La parte del artículo que cada obrero recibirá se determina calculando cuánto del valor total es trabajo y cuánto es ganancia, y después dividiendo la primera parte entre los trabajadores, proporcionalmente a la cantidad y el valor del trabajo de cada uno.”74 278 Este principio se aplica al capital con mayor claridad.75 El capital es útil porque anticipa los salarios a los obreros antes de que el consumidor haya comprado el producto. También contribuye a hacer más productivo el trabajo. Las ganancias del capital, dada su oferta, dependerán de la demanda, es decir, de su productividad. De nuevo, sin embargo, establece la competencia una tasa uniforme que “estará regulada por la parte de él [de capital] que es obligado a gastar con la menor eficacia en ayudar al trabajo… Esto extiende a las ganancias del capital el principio de la igualdad entre la oferta y la demanda efectiva que en todos los casos regula el valor”.76 5. SENIOR De todos los precursores del análisis de la utilidad, Nassau William Senior ha sido el menos olvidado, y aun así ha tenido que esperar hasta años muy recientes para ser objeto de un estudio detenido. Senior no fue un exponente tan notable de la teoría subjetiva del valor como algunos de los autores ya mencionados. En particular, su exposición del análisis de la utilidad marginal está lejos de ser tan completa como la de Longfield. Aunque Senior fue influido por Say y por los autores alemanes, su teoría del valor y de la distribución tendía menos a proporcionar una alternativa a la de Ricardo que a conciliarla con la nueva corriente de ideas. Por lo tanto, Senior puede ser considerado como el primer representante destacado de la tendencia a la transigencia y la síntesis que ha sido rasgo característico de la tradición del pensamiento económico inglés, que representan mejor que nadie John Stuart Mill y Alfred Marshall. La actitud de Senior ante los problemas de política económica y social es también interesante por la influencia que ejerció sobre sus ideas acerca del campo y método de la economía. Nassau William Senior (1790-1864) era un tipo de hombre que se hizo más frecuente después de su tiempo: el del economista que desempeña un papel importante como consejero en cuestiones de gobierno. Fue dos veces profesor de Economía Política en Oxford (como primer ocupante de la Cátedra Drummond, de 1825 a 1830, después, en 1847-1852), y, durante breve tiempo, del King’s College de Londres. La mayor parte del resto de su vida lo ocupó en el estudio de muchas cuestiones sociales y económicas como miembro de comisiones oficiales, y de otras maneras. Sus opiniones teóricas se desarrollaron, pues, en estrecho contacto con su experiencia de los negocios prácticos y sobre el fondo de su actitud política. De la amplia información de que ahora disponemos acerca de su obra, resulta la clara impresión de que Senior tiene derecho a compartir con John Stuart Mill la distinción de haber sentado las bases de la transigencia teórica y política que es el gran legado de la economía neoclásica inglesa. Pero aun cuando Senior puede pretender la prioridad, no sólo fue una figura mucho menor y menos influyente que Mill, sino que sus escritos no reflejan con tanta claridad los problemas que implicaba la posición de transigencia. En lo que respecta a las teorías del valor y de la distribución, Senior trató de conciliar a Say y a Ricardo. En la exposición más completa de su obra teórica, An Outline of the 279 Science of Political Economy (publicada por vez primera en 1836 como artículo de la Encyclopaedia Metropolitana) define la riqueza como todo lo que es susceptible de cambio o que posee valor. Para ese fin, son necesarias tres cualidades: transferibilidad, escasez relativa y utilidad. Esta última se definía, en el sentido amplio ya común en aquel tiempo, como la propiedad de proporcionar una satisfacción de cualquier clase. Es un constituyente indispensable del valor, pero como la modifican innumerables causas, Senior insinúa que la escasez relativa es el determinante principal del valor. Esta limitación de la oferta es puramente relativa y resulta de la comparación con la necesidad. La transferibilidad significa que la utilidad de la mercancía en cuestión puede ser apropiada permanentemente o por tiempo limitado. La inclusión de esta cualidad tenía por objeto destruir el criterio material heredado de Adam Smith.77 Esta exposición preliminar de los determinantes del valor (y de la riqueza) es digna de tenerse en cuenta, porque incluye una referencia a la utilidad decreciente que, si bien no tan completa como las de algunos otros precursores de la doctrina, es perfectamente explícita. “Nuestros deseos —dice Senior— no apetecen tanto la cantidad como la diversidad. No sólo hay un límite al placer que pueden proporcionar las mercancías de todas clases, sino que el placer disminuye con un ritmo rápidamente creciente mucho antes de llegar a aquel límite. Dos artículos de la misma clase rara vez ofrecen el doble de placer que uno, y menos aún diez proporcionarán cinco veces el placer de dos. Así pues, en la proporción en que es abundante un artículo, el número de quienes lo tienen y no desean, o desean muy tenuemente, aumentar su provisión del mismo, probablemente es grande; y por lo que a esas personas concierne, la oferta adicional pierde toda, o casi toda, su utilidad.”78 En el examen más detallado del valor no se le da a la utilidad explícitamente una posición prominente. Esto, indudablemente, explica el hecho de que la teoría de Senior generalmente haya sido considerada como una ampliación de la teoría del costo de producción, en la cual habían convertido los posricardianos la teoría del valor-trabajo. Bajo el rubro de “valor”, Senior hace poco más que afirmar que la utilidad relativa y la escasez relativa determinarán la proporción en que una mercancía se cambiará por otra. No es sino bajo el rubro “distribución” donde analiza la determinación del precio —como él dice entonces— más detalladamente. Advierte que “la limitación relativa de la oferta…, aunque no suficiente para constituir el valor es, con mucho, su elemento más importante; la utilidad o, en otras palabras, la demanda, depende principalmente de ella”. La oferta es afectada por tres instrumentos de la producción: “el trabajo y la abstinencia humanos, y la acción espontánea de la naturaleza”. Senior toma esta clasificación como dato básico antes de proceder a examinar “los obstáculos que limitan la oferta de todo lo que se produce y el modo como esos obstáculos afectan a los valores recíprocos de los diferentes objetos de cambio”.79 Este examen gira en torno de la relación existente entre costo y precio. En él hizo Senior dos cosas con la teoría del valor que encontró. En primer lugar, eliminó las excepciones de Ricardo a la teoría del valor como producto del trabajo, rechazando la idea de que el trabajo incorporado en una mercancía era la fuente y la medida de su 280 valor, y adoptó una definición del costo de producción que admitía la productividad del capital con el nombre de “abstinencia”. Esto representa un intento de solución del dilema posricardiano, consistente en explicar las ganancias y al mismo tiempo conservar la teoría del valor-trabajo. En segundo lugar, Senior limitó la influencia del costo de producción, aun como él lo había definido, y subrayó la influencia de la demanda o utilidad. Esta segunda línea de pensamiento representa la influencia de Say y de otros teóricos de la utilidad. Senior comienza por afirmar que “los obstáculos para la oferta de las mercancías producidas por el trabajo y la abstinencia, con la sola ayuda de la naturaleza de que cada uno puede disponer, consisten únicamente en la dificultad de encontrar personas dispuestas a someterse al trabajo y abstinencia necesarios a su producción. En otras palabras, su costo de producción limita su oferta”.80 Define el costo de producción como “la suma de trabajo y abstinencia necesarios para la producción”.81 La inclusión de la abstinencia tenía por finalidad vencer la dificultad que hallaron James Mill, McCulloch, Torrens y otros que no supieron cómo hacer de las ganancias una parte del valor de las mercancías. Evitó el absurdo de Mill en el caso del vino guardado en la bodega, que hacía al tiempo equivalente al trabajo; y si bien eludió la inclusión de las ganancias como tales, añadió “aquella conducta que es recompensada por las ganancias”,82 esto es, algo que Senior evidentemente pretendía que fuera de la misma naturaleza que la actividad denominada trabajo. Pero este costo de producción determinaba el precio sólo en el caso de aquellas mercancías en cuya producción, como se dijo anteriormente, la ayuda de la naturaleza es “aquélla de que cada uno puede disponer”; en otras palabras, en que los factores de la producción son libremente accesibles a todos, y en que, por tanto, hay libre competencia. Pero incluso en estas condiciones, el costo de producción es solamente “el regulador del precio”, ya que, en la realidad de los hechos, el ajuste de la oferta que produce igualdad de costo y precio todavía tarda algún tiempo en alcanzarse. La importancia del costo de producción es aún menor en otras circunstancias de tipo monopolista. Senior distinguía cuatro casos de monopolio: En el primero, “el monopolista no es el único capaz de producir, pero tiene ciertas facilidades exclusivas como productor por las que puede aumentar su producción sin merma, y aun con una facilidad acrecentada, la cantidad de su producto”.83 Aquí la fuerza del monopolista (el propietario de una patente, por ejemplo) es limitada. No puede elevar el precio por encima del costo de producción a que pueden producir quienes no poseen su especial facilidad. Por otra parte, como probablemente gozará de las economías de la producción en gran escala, su precio tenderá a bajar a fin de estimular una demanda mayor, y aun cuando seguirá obteniendo grandes ganancias, su interés particular y el del público coincidirán.84 En el segundo caso, el monopolista tiene el control absoluto de la producción, pero el volumen de ésta no puede variar. Aquí el costo de producción marcará el límite inferior al precio; pero no hay límite superior: el precio estará determinado por la demanda. El tercer caso es intermedio entre los dos anteriores: el monopolista “es el único productor, 281 pero, mediante la aplicación de trabajo y abstinencia adicionales, puede aumentar indefinidamente su producción”. Aquí tampoco hay límite superior, pero en lo demás las condiciones serán las mismas del primer caso.85 Por último, existe una situación en la cual “el monopolista no es el único productor, pero tiene facilidades especiales que disminuyen y finalmente desaparecen a medida que aumenta el volumen de su producción”.86 En esta situación se utiliza un factor de producción de calidad variable, y los rendimientos disminuyen. Rige principalmente en la tierra, y da origen a la renta. Senior llama a este caso “competencia desigual”. El precio “tiene una tendencia constante a coincidir con el costo de producción de aquella parte que se sigue produciendo con el mayor gasto”.87 Quienes produzcan a costo más bajo tendrán una ganancia adicional. Hasta aquí la teoría del valor de Senior no es más que un desarrollo coherente de una tendencia que ya existía. Es una teoría del valor como producto de la oferta y la demanda, en la que se asigna al costo de producción un lugar como determinante de la oferta. No es muy señalada la influencia de la utilidad sobre ella. Se da por cosa sabida la demanda, y no se hace el menor intento por investigar las causas que la determinan. No hay la actitud que caracteriza los escritos de los economistas alemanes de aquel tiempo y aun los de Longfield y de Lloyd. El método es el de Bailey, es decir, un desarrollo consciente sobre bases ricardianas, pero eludiendo las dificultades que encontró Ricardo. En su estudio de la distribución, Senior deja ver con algo más de claridad la influencia de la corriente subjetivista. El derivar el valor de los factores del valor de sus productos estaba más en la tradición de Say y de los alemanes. En lo que respecta a la renta, Senior admitía, en primer lugar, que la renta existiría en la medida en que se usara un factor de producción escaso (por ejemplo, la tierra), aun cuando todas sus partes fueran igualmente productivas.88 En segundo lugar —consecuentemente con su opinión sobre la renta—, extendió la aplicación del concepto a otros factores de producción, como por ejemplo, el capital fijo y los talentos naturales.89 El estudio de los salarios es un tanto oscuro. No desarrolló una teoría de los asalariados basada en el costo de producción, probablemente porque en esta conexión la ruptura con la teoría del valor-trabajo habría parecido menos sorprendente; además, excluyó totalmente la población de su análisis de los salarios. En conjunto, parece haberse inclinado por una teoría de la productividad, en armonía con la actitud de Say y de Longfield; pero le dio la forma de la doctrina del fondo de salarios que durante algún tiempo fue una característica perturbadora de la teoría económica. La noción de que había un fondo reservado para el pago de los salarios no era nueva, sino que la habían usado ya Smith y Ricardo. Senior formuló la aseveración perfectamente obvia de que, por término medio, los salarios reales ganados por el trabajador durante un año deben ser la razón entre la cantidad de mercancías reservadas durante el año para el sostenimiento de la población trabajadora y la cuantía de esa población.90 Sin embargo, consideró esto como la causa próxima de los salarios; el fondo reservado para éstos había que determinarlo después. Senior no llevó más adelante este problema, pero señaló los elementos para su solución. El primero era la productividad del trabajo, cuyos 282 determinantes estudia con algún detenimiento.91 El segundo (que Senior complica añadiéndole otros) era la relación entre salarios y ganancias.92 En otras palabras, Senior hizo que la teoría de los salarios desembocase en la teoría del capital. El carácter sobresaliente de la teoría de Senior fue la admisión de la productividad del capital y la introducción del término abstinencia. Define ésta como “aquel agente, distinto del trabajo y de la acción de la naturaleza, cuya concurrencia es necesaria al capital y que guarda con la ganancia la misma relación que el trabajo con los salarios”.93 Senior no dijo mucho acerca de los determinantes de la abstinencia; aunque los que así lo deseen pueden encontrar en algunas de sus observaciones la iniciación de una teoría preferencia-tiempo que más tarde desarrollaron los austríacos.94 Pero examinó con un poco más de detenimiento la causa que está en la base de la demanda de capital, a saber, su aptitud para hacer más productivo el trabajo. La exposición del lugar de los bienes de capital (para cuya producción es un agente indispensable la abstinencia) en el proceso de la producción95 puede considerarse en justicia como un antecedente de la teoría austriaca de la producción indirecta. Cuando se le estudia a la luz de su análisis del capital, la formulación que da Senior a la doctrina del fondo de salarios parece también más próxima a sus versiones contemporáneas, más refinadas, que al axioma que los economistas posteriores rechazaron por inadecuado. El problema de la importancia que deba atribuirse a los diferentes ingredientes que vinieron a formar la teoría económica de Senior, resulta fútil y en cierto sentido basado en una interpretación errónea. La opinión tradicional expresada por Cannan y BöhmBawerk,96 por ejemplo, considera las aportaciones de Senior como meras correcciones del ricardismo basadas todavía sobre el concepto del “costo real”, mucho más complicado que el expuesto en la teoría del valor-trabajo. El más reciente intérprete de Senior se afana por demostrar que éste se apartó de Ricardo mucho más de lo que hasta aquí se ha admitido, y que se encaminaba hacia una teoría del equilibrio formal —con un fuerte elemento subjetivo— de tipo contemporáneo.97 Ambas opiniones tienen algo de verdad. El estudio del costo de producción, por ejemplo, con la introducción del concepto de abstinencia, y el análisis de la renta llevan las huellas manifiestas de las controversias posricardianas entre Bailey, Malthus, Torrens, Mill y McCulloch. Por otra parte, es cierta la afirmación de que la teoría del capital de Senior equivale “a decir que la tasa de equilibrio de las ganancias, o el interés, está determinada por la igualación de la demanda, que depende de la productividad del capital, y de la oferta en un nivel suficiente para pagar el sacrificio que significa el ahorro”, teoría similar a la de Marshall.98 Pero no tiene por qué haber desacuerdo entre ambas interpretaciones. Lo importante no es si Senior estaba más cerca de la escuela continental o de los posricardianos ingleses, sino hasta qué punto se había alejado del mismo Ricardo. Los predecesores de Senior en Inglaterra, no menos que los autores continentales, habían roto efectivamente con Ricardo antes de que Senior viniera a sumar sus aportaciones. Lo hicieron de maneras un tanto diferentes, aunque esas maneras, por último, se fundiesen (fusión que 283 ya es obvia en Senior); pero el abandono de la búsqueda de un concepto objetivo del “costo real” es característico de una y otra manera. Una escuela lo hizo insistiendo en la utilidad y derivando de ésta la noción de servicios productivos; la otra, formulando una teoría del costo de producción que admite la productividad del capital. Y una vez que hizo esto, no es sino natural que se haya incorporado el punto de vista de la utilidad. El propósito es el mismo: evitar los conceptos “costo real” y “excedente”, sólo en relación con los cuales tiene sentido la teoría del valor-trabajo, o cualquier otra teoría del valor basada en el costo real. Es verdad que en la formulación que le dio Senior la teoría del costo de producción contiene todavía un “costo real” (con la abstinencia aliada ahora al trabajo); pero esto es completamente distinto de la doctrina de Ricardo, porque ahora se ha convertido en una doctrina subjetiva. En ésta y, como veremos, en las posteriores versiones inglesas de la misma teoría, la inclusión de la ganancia y del interés en el costo de producción, y de su fuente (llámesele de un modo u otro) en los factores creadores de valor, destruye la base de la teoría del valor fundada en el “costo real”. Puede verse en este cambio un reflejo del grado más avanzado de desarrollo del capitalismo industrial. El principal factor no es ya la hostilidad de los terratenientes (de aquí la generalización que Senior hace de la renta, en contra de la actitud de Ricardo, que la consideraba una forma muy especial de ingreso). El efecto de las nuevas doctrinas fue hacer del capital una fuente de ingresos tan legítima como el trabajo; y cualesquiera que sean las atenuaciones que la “abstinencia” de Senior haya sufrido en manos de los economistas posteriores, evidentemente quería que la palabra tuviese cierto sentido moral. Al aceptarse esta teoría, el debate pasó del terreno del antagonismo de clase al de la justicia. El problema consistía ahora en determinar las proporciones justas en que el producto de la industria debía repartirse en ganancias y salarios. El monopolio y la explotación evitable, más bien que el sistema como tal, se convirtieron en los objetivos que la clase trabajadora podía atacar con justicia. En esta situación puede verse, por una parte, la nueva posición del capitalista y del obrero (y de sus intereses antagónicos); y por la otra, una generalización mayor de la teoría misma, cuyo pleno florecimiento tuvo lugar unos decenios más tarde. No es sorprendente que la política económica se haya convertido en un campo importante de discusión. Dado por sentado el orden económico, la atención se centró en el problema de hacer que el capitalismo funcionara sin tropiezos. Los escritos de Senior revelan claramente que el interés por ese problema iba en aumento. Ahora parece que, sobre la cuestión general del campo propio de la acción gubernamental, sustentó opiniones menos rígidas de lo que se supuso en otro tiempo. En el problema paralelo del campo de la economía y sus límites, parece que sus opiniones fluctuaron ampliamente de acuerdo con su propia experiencia de los problemas específicos de la política económica. Se ha dicho que Senior no fue un defensor incondicional del laissez faire.99 En sus primeras proposiciones limitó la esfera de la acción gubernamental a los tradicionales deberes de “policía”. Pero pronto advirtió —cosa significativa, como consecuencia de estudiar los problemas sociales de la atrasada economía de Irlanda— que podía existir miseria a pesar de la tendencia del proceso económico a crear una producción y una 284 distribución de acuerdo con el esfuerzo y previsión de los trabajadores. Aquella miseria ofrecía un campo adecuado para la acción del gobierno. No sólo era un derecho, sino hasta “un imperioso deber del gobierno” aliviarla. Pero el argumento decisivo en favor de todos los servicios sociales era la conservación de “la laboriosidad, la previsión y la caridad”.100 En una ocasión llegó Senior a propugnar el anticipo de dinero por el Estado “para facilitar la emigración y para la construcción de caminos, canales y puertos”, juntamente con medidas encaminadas a liberar a Irlanda de supervivencias feudales.101 Las obras públicas se proponían elevar la productividad del trabajo irlandés a fin de evitar la necesidad de recurrir a la beneficencia pública; pero es interesante que tales medidas fueran sugeridas para Irlanda, y que Senior nunca sugiriera nada parecido para Inglaterra. Por lo tanto, quizá no se les deba considerar como pruebas evidentes de que Senior había abandonado el camino liberal.102 Fueron muchos los problemas sociales ingleses sobre los cuales dio Senior su consejo, ya como miembro de comisiones oficiales o como particular. Los tres casos mejor conocidos son la reforma de la Poor Law de 1834, la discusión de la Factory Act en 1837, y la investigación de la situación de los obreros de telares de mano, en 1841. No es necesario estudiar en detalle los argumentos de Senior en todos estos casos. No siempre se manifiesta como defensor doctrinario del no intervencionismo. En realidad, puede concederse sin esfuerzo que estaba dispuesto a defender la acción del gobierno mientras no obstaculizase indebidamente el libre funcionamiento de las leyes económicas. Se opuso a la Factory Act con el conocido argumento (acremente atacado por Marx103) de que las dos últimas horas de la jornada de trabajo eran las únicas que constituían la ganancia del capitalista. En lugar de acortar la jornada de trabajo a diez horas (lo cual hubiese perjudicado a los industriales), proponía la mejora de las viviendas obreras (haciendo recaer la carga sobre los propietarios). El Report of the Commission on the Condition of Hand-loom Weavers (1841), no es muy dogmático. Acepta, sin embargo, la decadencia relativa de la demanda de productos de los obreros de telares de mano como consecuencia de la competencia, y se rinde a la doctrina de la impotencia del Estado para evitarlo. Educación, prohibición de las asociaciones obreras o sindicatos, limitaciones al ingreso en los diferentes oficios, mejores viviendas (a expensas del propietario y del constructor), abolición de algunos impuestos sobre las importaciones que elevaban el costo de la vida, tales eran los paliativos que aconsejó Senior. Sus opiniones sobre la Poor Law estaban quizá más definidamente permeadas por la creencia radical en las virtudes de la libre competencia. Sin embargo, estaba de acuerdo con la necesidad de ayudar a los pobres físicamente aptos, siempre que pudiera establecerse un sistema de administración que evitara los males de la antigua Poor Law, y que no perturbara el libre mercado de trabajo. El principio de “menor elegibilidad” y la prueba del taller de pobres (workhouse) representaban una transigencia entre el deseo de no obstaculizar la competencia y la necesidad de aliviar la indigencia. En general, Senior parece haber estado más dispuesto a transigir de lo que comúnmente se ha creído. Pero aunque esta disposición se debió a la ausencia de una fe 285 dogmática en la no intervención como principio político, no era consecuencia de ninguna teoría claramente pensada sobre la relación entre la teoría económica y la política. Se ha dicho que las opiniones de Senior acerca de dicha relación fluctuaban.104 Su primera posición fue la tradicional, que reconocía la existencia de una ciencia y un arte de la economía estrechamente relacionados entre sí. Pero sus experiencias en los negocios prácticos parecen haberle llevado a una concepción mucho más formal de los resultados de la investigación teórica. En Political Economy (1836) se concibe la función del economista como puramente positiva y analítica. El economista no debe aconsejar ni aun cuando esté dilucidando principios que el legislador y el estadista probablemente tendrán que tener en cuenta. Los problemas del bienestar humano se resuelven por referencia a otras muchas consideraciones además de las económicas, y muchas veces hasta con exclusión de estas últimas. Por último, durante el segundo periodo en que desempeñó la Cátedra Drummond, Senior distinguió una vez más entre la ciencia de la economía y dos artes económicas dedicadas al estudio de las instituciones y de las relaciones entre la riqueza y el bienestar. La ciencia y el arte estaban estrechamente relacionados entre sí; pero como la ciencia no era aún perfecta, no podía uno hablar de cuestiones prácticas sino únicamente con base en la propia interpretación de las conclusiones de la ciencia. Y, en todo caso, los hombres toman sus decisiones no en cuanto economistas, sino en cuanto estadistas. Esta actitud general, aunque indeterminada, se adaptaba muy bien a las cuestiones prácticas sobre las cuales se pedía entonces consejo a Senior y otros economistas. Los ataques a ciertos fenómenos del capitalismo y al propio capitalismo, realizados principalmente por la clase trabajadora, eran ya suficientemente fuertes para hacer imposible a los defensores del sistema recurrir a un no intervencionismo a priori. La opinión delineada por Senior dio a la defensa la posibilidad de tratar lo mejor posible cada caso individual. Que ese “lo mejor posible” se concebía en términos no fundamentalmente diferentes en cuanto a su finalidad del anterior y más intransigente laissez faire, lo demuestran claramente las conclusiones de Senior en cada caso concreto. Y nada arroja más luz sobre su actitud general que su violenta oposición al sindicalismo.105 6. MILL a) Filosofía política. Ningún escritor fue nunca más cuidadosamente preparado para continuar una tradición, que John Stuart Mill (1806-1873). Se le destinaba a ser un exponente incondicional de la teoría económica clásica pura y de la filosofía liberal. Hoy podemos ver más claramente que su recapitulación de los estudios económicos y políticos de medio siglo fue necesaria para terminar el proceso de desintegración de doctrinas que resultaban inadecuadas por virtud de los cambios habidos en las condiciones económicas. Las apreciaciones de la posición de Mill han tendido a dos extremos. Para muchas generaciones de estudiantes, su Principles* fue la biblia 286 indiscutida de la doctrina económica. Representaba la síntesis final de la teoría clásica y de los perfeccionamientos introducidos por los autores posricardianos. Era comprensivo, sistemático y, con pocas excepciones, presentaba sus teoremas sin pugnacidad, lo cual reforzaba la impresión de seguridad y de autoridad indiscutida. Esa autoridad descansaba, en parte, en la creencia de que el ricardismo había encontrado en Mill su formulación más acabada. Sin embargo, más recientemente, se le ha considerado a medio camino en la evolución del análisis económico a partir de las doctrinas de Ricardo. En relación con lo que en definitiva ha subsistido, difícilmente se le puede considerar como figura preeminente entre los precursores. La aparición de la escuela marginalista en el último cuarto del siglo desalojó a Mill. De ser un texto indispensable, su Principios pasó a ser objeto de un interés en gran parte histórico. La contribución de Mill al establecimiento de las bases de la nueva economía se reputó relativamente insignificante, y su utilidad para los estudiantes contemporáneos casi desdeñable. Desde el punto de vista de la historia de la teoría económica, el interés se desplazó de Mill a pensadores anteriores y menos conocidos. La posición de Mill en el desarrollo de la filosofía política reforzó este cambio de apreciación. Su teoría económica carece del rigor lógico y su filosofía social de la firme coherencia que son las características sobresalientes de los “constructores de sistemas”. Para los adversarios de la intervención del gobierno, para los creyentes en el benthamismo puro, el abandono por Mill del laissez faire doctrinario fue no sólo una apostasía, sino que disminuyó también su importancia como representante del liberalismo de principios del siglo XIX. A los adversarios rigurosos del laissez faire la actitud de Mill les parecía demasiado débil para ser satisfactoria. Pero aunque no fue original como economista ni dejó tras de sí uno de los grandes sistemas de filosofía política, Mill no puede ser considerado como figura sin importancia, según la tendencia que prevaleció mientras predominó la escuela marginalista. Su importancia estriba precisamente en el hecho de que fue capaz de hacer del eclecticismo en teoría y de la transigencia en política algo así como un sistema generalmente aceptado y de calidad impresionante. Su influencia mayor fue reconocidamente pasajera; pero su actitud así ante la economía pura, como ante los problemas de política, se convirtió en una característica de la tradición académica inglesa. Mill sigue siendo la figura simbólica del eclecticismo y de la transigencia. Él, más que ningún otro economista inglés, refleja el tiempo en que alcanzó su cenit el capitalismo competitivo, acompañado por el predominio inglés en los mercados del mundo. Pero también refleja el hecho de que los nuevos problemas reclamaban la atención pública. En particular, su obra sólo puede ser comprendida viéndola contra el fondo del creciente desafío del socialismo En su Autobiografía describe Mill el sorprendente proceso educativo a que le sometió su padre. De él resulta claro que el hijo estaba destinado a continuar a la vez la tradición de la teoría económica ricardiana en la forma en que apareció en la obra de su padre, Elements, y la filosofía social utilitaria cuyo principal exponente era Bentham. Pero en el curso de su experiencia del mundo —sacudido por el cartismo, el sindicalismo y los ataques cada vez más generalizados de la teoría socialista—, no tardó en 287 encontrarse frente a frente con el dilema de las interpretaciones radical y conservadora del liberalismo económico. Mill advirtió la necesidad de elegir entre ellas, principalmente en el campo de la teoría y la práctica políticas. Describe la crisis mental que acompañó a su emancipación de los rigores de la opinión benthamista, según la cual el interés personal es el móvil principal de la conducta humana, con su corolario de la eterna búsqueda de la felicidad individual.106 Por la influencia de las críticas románticas y socialistas al utilitarismo, se interesó por el punto de vista histórico, conoció la complejidad de los fenómenos sociales y dudó de la perpetua bondad del libre juego de las fuerzas del egoísmo. Aunque no abandonó nunca la teoría utilitarista de la armonía, ni la creencia general en la superioridad del capitalismo competitivo sobre otros sistemas económicos, se mostró dispuesto, desde entonces, a tomar en cuenta y defender la reforma de las instituciones existentes, aun cuando tales reformas implicasen la intervención del gobierno en los intereses privados. En su ensayo sobre Bentham (escrito en 1838) da una interpretación que empieza por subrayar lo que de revolucionario implica el escepticismo benthamista. Lo llama “el gran subversivo o, en el lenguaje de los filósofos del Continente, el gran pensador crítico de su tiempo y país”,107 pero rechaza el cuadro que Bentham traza de la naturaleza humana. Le parece demasiado estrecha la opinión de Bentham, según la cual la conducta de los seres humanos obedece exclusivamente “ya al egoísmo, ya al amor o el odio a otros seres sensibles”.108 Acusa a Bentham de olvidar móviles que implican la búsqueda de la perfección, el honor y otros fines enteramente por lo que son en sí mismos. Por lo tanto, concluye que la filosofía de Bentham sólo puede “enseñar los medios de organizar y regular la parte meramente mercantil de la estructura social”.109 Pero Mill pensaba que, con toda su grandeza en este respecto —grandeza particularmente evidente en su constante denuncia del egoísmo detrás de los disfraces más pretenciosos con que frecuentemente se presenta—, Bentham no fue capaz de mostrar cómo los medios para regular el lado material de la vida podían adaptarse a la tarea de mejorar el carácter nacional. Esta crítica de Bentham fue inspirada en gran parte por el respeto que Mill sentía por Coleridge, la otra de “las dos grandes mentes de vasto influjo de la Inglaterra de su tiempo”.110 Mill admiraba la obra de la escuela romántica cuando era —como en las manos de Coleridge— no un movimiento partidista, sino una filosofía. Encontraba en ella los fundamentos de una filosofía de la sociedad—, una importancia justa concedida a la educación y un sentimiento de lealtad y de cohesión nacional. Consideraba la filosofía conservadora como un auxiliar esencial para la reforma. Pensaba que proporcionaría una prueba decisiva para todas las propuestas de reforma dilucidando los buenos propósitos a que habían sido destinadas originariamente las instituciones existentes. “¿De qué modo —preguntaba— podría determinarse si una cosa merece existir, sin pensar primero para qué fines existe y si todavía es capaz de conseguirlos?”111 Mill vio en el conservadurismo de Coleridge un arma crítica poderosa. Según pensaba, tal conservadurismo formulaba la sátira más severa de los males existentes, y estaba más próximo en propósitos al movimiento de reforma que al conservadurismo político tory, al cual se pensaba que 288 pertenecía. Mill estuvo también de acuerdo con las severas críticas de Coleridge al principio del laissez faire. Pensaba que la “doctrina de la no intervención, o teoría de que lo mejor que pueden hacer los gobiernos es no hacer nada”, se debía al “egoísmo y la incompetencia manifiestos de los gobiernos europeos modernos”. Sin embargo, como teoría general creía que “una mitad de ella era verdadera y la otra mitad falsa”.112 También era escéptico en cuanto a la conveniencia de la intervención gubernamental cuando intenta “encadenar la libre acción de los individuos”; pero estaba conforme con Coleridge en que, una vez cumplidos sus deberes de policía, el gobierno podía hacer mucho, directa e indirectamente, para ayudar a mejorar el bienestar material de la gente y para conseguir que las facultades esenciales a su existencia moral se desarrollaran plenamente.113 Mill aprobaba asimismo las objeciones de Coleridge a la comercialización de la propiedad territorial. Pensaba que la propiedad de la tierra tenía carácter de monopolio, y que confería un gran poder al propietario, poder que el Estado tenía el deber de controlar. Es dudoso que Mill tuviese razón en acogerse en ésta y en otras cuestiones a la autoridad de Coleridge. Posiblemente a éste le hubiera disgustado tanto el verse asociado al utilitarismo como al conservadurismo político tory. Es significativo que Mill sacara de la doctrina conservadora los elementos que podían interpretarse como críticos de las prácticas vigentes y que al mismo tiempo permitían la acción del gobierno en los casos apropiados. Es indudable que Mill no aceptaba ninguna de las posibles implicaciones reaccionarias de las teorías de Coleridge. No permitió nunca que la ilusión romántica invadiera la ciudadela del capitalismo industrial, o sea, su teoría económica. “En economía política especialmente —dice de Coleridge— escribe como un tonto redomado, y mejor hubiera convenido a su reputación no haberse ocupado nunca de este asunto.”114 Otra influencia que actuó sobre Mill, análoga a la de Coleridge, fue la de Comte, el fundador del positivismo. Aunque discípulo de Saint-Simon, Comte fue intensamente influido por la reacción romántica que suscitaron los resultados revolucionarios prácticos de la filosofía del siglo XVIII. Opinaba que la reforma había ido demasiado lejos. También él quería reformar por completo la sociedad humana, pero tomó de los románticos el disgusto por el individualismo extremado y el respeto a la autoridad; mas en lugar de la teología medieval, había que entronizar la ciencia positiva como fuerza directriz. No nos interesan aquí los detalles y las consecuencias prácticas, fantásticas con frecuencia, de la filosofía de Comte; pero es evidente que su mezcla de racionalismo y de romanticismo era muy a propósito para impresionar a Mill en el momento en que empezaba a no satisfacerle el benthamismo. La filosofía de Comte llevaba directamente al deseo de una nueva ciencia general de la sociedad y esto implicaba la creación de una filosofía de la historia. Con ambas cosas simpatizaba Mill. Sin embargo, el distanciamiento de Mill del benthamismo sólo en parte se debió a las influencias románticas y seudotradicionalistas de Coleridge y de Comte. Mill conoció a los primeros socialistas ingleses y franceses, y parecen haberlo impresionado sus ataques 289 a los males del capitalismo incipiente. El examen que hace de sus críticas a la propiedad en su Principios es, en general, favorable. En la segunda edición de esta obra advierte que “los ataques a la institución de la propiedad [continuarán] mientras las leyes de la propiedad no se vean libres de la última porción de injusticia que contengan”.115 En todos sus estudios sobre problemas de política social toma de la filosofía del derecho natural, que es el fondo sobre el que se mueve, su elemento potencialmente radical; pero hace una crítica de las instituciones (formulada también por los primeros socialistas) compatible con el principio de libertad derivado del utilitarismo y del derecho natural. El resultado es una combinación de principios liberales y de reforma social. Antes de que intentemos investigar las consecuencias de esta actitud sobre sus doctrinas económicas, vale la pena observar un poco más de cerca sus resultados teóricos y prácticos sobre la visión política de Mill. En primer lugar, Mill no abandonó los principios generales de libertad individual y de libre competencia que había aprendido de su padre. Su declaración teórica más explícita se encuentra en su ensayo On Liberty (1859). El principio absoluto que debiera gobernar las relaciones entre la sociedad y sus miembros individuales es formulado aquí en términos vigorosamente liberales. “Ese principio es que el único fin para el que la humanidad está autorizada, individual o colectivamente, a intervenir en la libertad de acción de cualquiera de sus miembros, es la autodefensa. Que el único objetivo para el cual puede ejercerse justamente la fuerza sobre cualquier miembro de una sociedad civilizada, contra su voluntad, es el de impedir el daño de los demás. Su propio bien, físico o moral, no es razón suficiente.”116 Pero la actitud de Mill ante los problemas prácticos no estaba en realidad determinada por el principio contenido en esta declaración. Exceptuaba determinadas cosas de su regla general de la no intervención. Por ejemplo, consideraba a los niños incapaces de saber dónde está su mejor interés; la educación y la legislación relativa al trabajo de los niños eran, por lo tanto, materias propias para la acción del gobierno. Otros problemas, como la prostitución, concernientes a los adultos, eran también exceptuados; aunque era posible, evidentemente, el conflicto entre la máxima utilitarista de la supremacía del juicio individual y las ideas convencionales de lo justo y lo injusto, lo útil y lo nocivo. En materias económicas, el principio asentado en On Liberty era aún más difícil de sostener congruentemente con el deseo de reforma de Mill, nacido de la simpatía por los débiles y los explotados. Lógicamente, la posición teórica de Mill era que no podían admitirse excepciones a la regla de la libertad individual absoluta. Pero esto le llevó a dificultades cuando intentó conciliarlo con su deseo de justificar ciertas restricciones a la competencia. La actitud de Mill ante los sindicatos es un ejemplo notable. Los primeros utilitaristas se habían opuesto a las leyes sobre asociaciones porque no creían necesaria la restricción por el Estado del derecho de organizar sindicatos. Mill procuró reforzar su defensa de los sindicatos no negando sus posibles efectos monopolistas, sino apelando al principio mismo del laissez faire. Impedir la formación de sindicatos de oficios era — según pensaba— violar un derecho evidentemente incluido en la regla general de la libertad de contrato.117 290 La actitud inconsecuente de Mill hacia el laissez faire hizo inevitable ese subterfugio casuístico. La inconsecuencia de Mill se pone de manifiesto una vez más en su defensa del apoyo del Estado para un tipo de asociación voluntaria que se proponía modificar las condiciones del contrato que resultaban del mercado libre. Entre las excepciones al laissez faire que enumera en su Principios figura el famoso caso de la reducción de las horas de trabajo. Si —dice Mill— los trabajadores quisieran reducir las horas de diez a nueve (y si esta reducción no había de modificar materialmente sus ganancias), no es posible que se adopte tal reducción a menos que los trabajadores se organicen para imponerla. Si una asociación voluntaria pudiese estar segura de tener poder suficiente, no habría dificultad alguna; pero es muy probable que, en las circunstancias supuestas, ninguna asociación voluntaria logrará reunir a la gran mayoría de los trabajadores interesados. Por consiguiente, el único remedio es imponer por la ley la reducción de la jornada.118 En realidad, las vacilaciones teóricas de Mill revelan que buscaba una teoría que le permitiera conservar el principio del laissez faire y reconocer todas las excepciones al mismo que consideraba deseables. Porque Mill sentía una simpatía emocional por el incipiente movimiento de la clase obrera, que le disponía a hacer concesiones. Muchas veces habló del socialismo con respeto. “No hay que esperar —dice— que la división de la especie humana en dos clases hereditarias, patrones y trabajadores, pueda durar indefinidamente.”119 “No hay duda… que la relación entre patronos y trabajadores será gradualmente sustituida por la asociación en una de estas dos formas: en unos casos, asociación de los trabajadores con los capitalistas; y en otros, y quizá en todos, por último, asociación de los trabajadores entre sí.”120 Del mismo modo, en su famoso estudio sobre el comunismo, no dudó en afirmar que si “hubiera que elegir entre el comunismo con todas sus posibilidades, y el presente [1852] estado de la sociedad con todos sus sufrimientos e injusticias; si la institución de la propiedad privada necesariamente llevara consigo el que el producto del trabajo fuera repartido como ahora vemos que lo es, casi en razón inversa del trabajo… si esto o el comunismo fuese la disyuntiva, todas las dificultades, grandes o pequeñas, del comunismo no pesarían más que el polvo en una balanza”.121 Pero contra éstas y otras afirmaciones semejantes que parecen favorables al socialismo, hay que recordar muchas otras que revelan que fundamentalmente, Mill permaneció fiel a una economía liberal en general. Suavizó sus observaciones sobre la probabilidad de un futuro sistema colectivista con disquisiciones sobre la deseabilidad de que los capitalistas tratasen con justicia a sus trabajadores, tanto en interés suyo como en el de los obreros. No dejó de subrayar su hostilidad hacia una de las doctrinas centrales del socialismo: “Estoy en completo desacuerdo con la parte más destacada y vehemente de su enseñanza, sus declamaciones contra la competencia.”122 Ni hay que olvidar que, según él, no debía compararse el comunismo con el vigente estado degenerado de la propiedad privada, sino con un orden social que contuviese sólo las mejores características del capitalismo. En otras palabras, pensaba que en un estado de la sociedad en que la existente distribución de la propiedad, producida por las conquistas y 291 las violencias del pasado, hubiera sido eliminada, en que la desigualdad de oportunidades hubiera sido reducida al mínimo, en que la legislación se dirigiera a favorecer la difusión de la riqueza, en que la educación fuera universal y donde la población fuera limitada. En esa sociedad se encontraría que “el principio de la propiedad privada no tendría ninguna conexión necesaria con los males materiales y sociedades que casi todos los escritores socialistas suponen ser inseparables de él”.123 Mill era, pues, un radical y un reformador social. Fue el primer liberal distinguido con inclinaciones “fabianas”. Sostuvo estrechas relaciones con los cartistas, y con la ayuda de sus partidarios obreros obtuvo una curul en el Parlamento. Confiaba en las restricciones al derecho de sucesión, en la generalización de la cooperación, en la extensión de la pequeña propiedad entre los campesinos, en la educación y en otras medidas análogas para evitar los males del capitalismo sin sacrificar sus bases. Si Malthus pedía a los capitalistas industriales concesiones en favor de la clase terrateniente, Mill pedía concesiones parecidas para los trabajadores. En cierto sentido, la aparición de su mezcla especial de teoría política es un síntoma de la fuerza que había adquirido la clase obrera; es también un reflejo del grado de desarrollo económico que hacía posible que se hicieran tales concesiones. El capitalismo y la democracia política en Inglaterra estaban suficientemente avanzados para permitir a la clase obrera (aunque haya que reconocer que como consecuencia de una presión incesante) un nivel ascendente de vida y una influencia política creciente. Es significativo que, como factor importante de la reforma social, este movimiento que simboliza Mill empezase en Inglaterra mucho antes que en otras partes. Su equivalente en Alemania, por ejemplo, el Kathedersozialismus, nació más tarde, aunque cuando apareció, tras el progreso del capitalismo industrial alemán, se pareció mucho a su paralelo inglés. b) Economía. Es difícil estudiar en detalle ese mismo proceso de transigencia en la teoría económica de Mill. Como tipo, la importancia de Mill radica más en el campo del pensamiento político. El principal trabajo de adaptación de la doctrina económica clásica ya había sido realizado antes de él. Senior, que intervino mucho menos que Mill en la teoría y la práctica políticas, ilustra mucho mejor la transformación que estaba experimentando el ricardismo. No podemos encontrar en la teoría de Mill muchas proposiciones que tengan relación directa con sus dificultades políticas. Su transigencia se refleja más bien en un eclecticismo general. Sin embargo, algunos de sus teoremas, incluyendo los cambios que sufrieron en el curso del tiempo, muestran que se daba cuenta de la necesidad de lograr una economía que armonizara con su filosofía política. Tomemos, en primer lugar, las ideas de Mill sobre el campo y método de la ciencia. No estaba dispuesto a abandonar el cuerpo de doctrina que había heredado; mas por deferencia a los esfuerzos de Comte para lograr una ciencia social comprensiva, sí a volver a definir el campo de la economía abstracta. Para él, la economía política no era más que un departamento de la sociología que aún estaba por crearse. Se completaría con la etología, ciencia del carácter, y con la etología política, o sea la aplicación de la etología a los problemas de las naciones y de las épocas. Sostenía que el método de la 292 ciencia era hipotético, y de un pasaje famoso de su primer libro sobre cuestiones económicas, Essays on Some Unsettled Questions in Political Economy (1844), expuso la naturaleza de la hipótesis principal que hace la economía. Es ésta la abstracción del “hombre económico”. “La economía política —dice— no trata de toda la conducta del hombre en sociedad. Le interesa sólo en cuanto ser que desea poseer riquezas y que es capaz de juzgar de la eficacia relativa de los medios para alcanzar ese fin. Sólo predice los fenómenos del estado social que se producen como consecuencia de la búsqueda de riquezas, y hace abstracción total de toda otra pasión o móvil humanos… Para la economía política la humanidad se ocupa únicamente en adquirir y consumir riqueza… No es que ningún economista político haya llegado al absurdo de suponer que la humanidad está en realidad constituida así, sino porque éste es el modo en que la ciencia tiene que proceder necesariamente… El economista político investiga qué acciones produciría ese deseo si… otros deseos no lo impidieran.”124 Mill mismo no se atuvo a esta rígida limitación. En efecto, por el subtítulo de su obra deja ver claramente que se ocupaba de la economía en un sentido más amplio. En 1848 publicó su Principles of Political Economy with some of their applications to Social Philosophy, y en esta obra no sólo hay continuas referencias a factores que modifican la acción de las fuerzas de la competencia, sino también muchos estudios en que usa argumentos de carácter normativo. Uno de los capítulos más interesantes es “Competencia y costumbre” (Libro II, capítulo 4), en el que presenta la competencia como una fuerza social relativamente nueva, cuya acción está limitada por la tradición. Parecería, en realidad, que la definición rígida que encontramos en el ensayo anterior se utilizaba con el objeto de permitir que se tomaran en cuenta explícitamente consideraciones éticas, aun cuando esto significara extender el estudio de la economía política hasta la filosofía social. Lo más característico de la posición política de Mill es su actitud hacia las diferentes ramas de la investigación económica. Senior ya había hecho una distinción entre la naturaleza de las leyes de la producción y del cambio y las de la distribución. Mill subraya esa distinción. “Las leyes y condiciones de la producción de riqueza tienen el carácter de verdades físicas. No hay en ellas nada discrecional ni arbitrario… No sucede lo mismo con la distribución de la riqueza. Éste es asunto de las instituciones humanas exclusivamente. Una vez que las cosas existen, la humanidad, individual o colectivamente, puede hacer con ellas lo que le plazca… La distribución de la riqueza, por lo tanto, depende de las leyes y costumbres de la sociedad.”125 Esta proposición permite a Mill abogar por el mantenimiento de la libre competencia en la esfera de la producción y el cambio, y propugnar reformas que llevarían a una nueva distribución de la propiedad y de los ingresos. No advirtió que la distribución estaba íntimamente relacionada con la producción y que intervenir en una implicaba intervenir en la otra. Las proposiciones centrales de la teoría de Mill —las relativas al valor y a la producción— revelan su esfuerzo por demostrar que son leyes inmutables de la naturaleza y por formularlas en términos tales que no tengan conexión con las leyes de la distribución. En la esfera del valor, esto significa un nuevo debilitamiento del análisis del 293 costo real, ya que la teoría clásica del costo real implicaba ciertas proposiciones relativas a materias que, por lo general, se tratan bajo el rubro “Distribución”. Esto conduce a cierta diferenciación entre los factores de la producción y las fuentes de los ingresos, diferenciación a la que seguía el concepto de excedente. Así pues, vemos que Mill adopta, sin modificaciones importantes, la teoría expuesta por Senior. Acepta la utilidad como límite superior del valor; repite la teoría del costo de producción que incluye la “abstinencia”, y añade el riesgo del capitalista como un factor más. Distingue entre artículos producidos en condiciones de rendimiento constante y competencia perfecta (en que tienden a igualarse costo y precio) y los diferentes casos de monopolio (en que la oferta y la demanda determinan el precio de mercado). Aunque Mill admitía todavía un elemento de costo en su teoría, concedía mucho mayor importancia a los fenómenos de mercado de la oferta y la demanda. Su atención se dirigió principalmente a la acción de la competencia que produce y atenúa las diferencias entre los valores de mercado y el valor natural, que era ya un valor de monopolio, ya un valor determinado por el costo de producción. En cuanto al elemento de costo, el análisis de Mill carece de congruencia. Unas veces habla del trabajo y la abstinencia en términos de una teoría subjetiva del costo real, esto es, los emplea para denotar la cantidad real de esfuerzo y de abstinencia incorporados en el producto. Pero con más frecuencia define el costo en términos de remuneración pagada a los trabajadores y a los abastecedores de capital. Esto, por supuesto, significa abordar el problema desde el punto de vista del empresario, y no obstante sus vacilaciones, Mill parece haber dado gran impulso a este modo de considerar el costo. Su confusión se deja ver particularmente cuando incluye las diferencias permanentes en las tarifas de salario o en las ganancias como factores que afectan al valor. Vio que estos casos existen y que tienen alguna influencia en el precio de mercado; pero no advirtió que esto tuviera consecuencias considerables para el concepto subjetivo del costo real, porque las diferencias en la remuneración no guardan necesariamente una relación con la cantidad relativa de esfuerzo y de abstinencia que reclamaban. Cairnes señaló esto, e incluyó en el problema en la teoría de los grupos no competidores. La teoría de la producción sustentada por Mill es notable por la importancia que concede a la teoría malthusiana de la población y por las bases en que hace descansar a esta misma teoría. En Mill se completa la relación entre la teoría de la población y la ley de los rendimientos decrecientes. “Es ley de la producción de la tierra —dice— que, en cualquier estado de conocimientos y de pericia agrícola, aumentando el trabajo no se aumenta la producción en el mismo grado”, y consideraba esto como “la proposición más importante de la economía política”.126 De ella se seguía inevitablemente el peligro de la sobrepoblación. La naturaleza ha sido mezquina, y aunque cada boca nueva que alimentar trae consigo dos manos, estas manos no pueden producir tanto como las anteriores.127 Mill pensaba que en los países populosos y desarrollados era un peligro grave la sobrepoblación. Y aunque la distribución injusta de la riqueza puede hacer que se sientan prematuramente los males de la sobrepoblación, y aunque esos males puedan ser mitigados por la emigración y la libre importación de alimentos, la verdadera 294 esperanza de mejora para las masas del pueblo estriba en restringir la reproducción. Esta sombría opinión se relaciona íntimamente con la aceptación de la teoría del fondo de salarios. La idea de que la oferta y la demanda determinan el nivel medio de los salarios, no era nueva; pero Mill le dio en su Principios una formulación más completa que las que había tenido anteriormente, e hizo de ella la única explicación de los salarios. Desde el punto de vista del subsiguiente desenvolvimiento de la teoría de la productividad de los salarios y del capital, la exposición que de la doctrina del fondo de salarios ofreció Senior era más avanzada que la de Mill. La posición de este último está resumida en el siguiente pasaje: “Los salarios, pues, dependen principalmente de la demanda y la oferta de trabajo; o, como se dice con frecuencia, de la proporción entre la población y el capital. Por población se entiende aquí el número de la clase trabajadora solamente, o más bien el de los que alquilan su trabajo; y por capital, únicamente el circulante, y ni aun todo éste, sino aquella parte de él que se gasta directamente en comprar trabajo… Los salarios no sólo dependen de las cantidades relativas de capital y población, sino que, bajo el imperio de la competencia, no pueden ser afectados por ninguna otra cosa. Los salarios (entiéndase, naturalmente, la tasa general de los mismos) no pueden subir sino por el aumento del total de los fondos empleados en contratar trabajadores o por la disminución del número de quienes compiten por contratarse; ni bajar, como no sea por la disminución de los fondos destinados a pagar trabajo, o por el aumento del número de trabajadores a quienes hay que pagar.”128 Siguiendo a Senior, Mill añade a esta declaración un análisis de las objeciones que se le pueden hacer. Pero no examina detalladamente las causas que determinan la cuantía del fondo destinado al pago de salarios. El principal empleo a que Mill consagra esta doctrina es reforzar su argumentación en favor de la limitación de la población y pedir que los capitalistas dedicaran una parte creciente de sus medios a hacer anticipos a los trabajadores. Este último deseo llevó a Mill a formular, como corolario de la doctrina del fondo de salarios, las proposiciones de que la parte del capital destinada al mantenimiento de los obreros puede ser “aumentada indefinidamente sin producir la imposibilidad de encontrar en qué invertirse”,129 y que “la demanda de mercancías no es demanda de trabajo”.130 Pero la doctrina de fondo de salarios se usaba generalmente para demostrar que los intentos de los obreros para elevar los suyos eran inútiles y este uso la hacía incompatible con el apoyo que Mill prestaba a las reformas y al sindicalismo. Por lo tanto, no es extraño que Mill haya abandonado esa doctrina al final de su vida. Su famosa retractación, contenida en la reseña de un libro de Thornton publicada en Fortnighty Review (mayo de 1869), fue dictada, indudablemente, por el deseo de oponerse a la idea de que los esfuerzos de los sindicatos estaban condenados al fracaso por la acción de las leyes económicas. En esta ocasión afirma Mill que, aunque la cantidad destinada a salarios no podía exceder del “total de los medios de que disponen las clases patronales” y que no podía “agotar esos medios, porque los patronos tienen que mantenerse a sí mismos y a sus familias”, esa cantidad no es fija. La totalidad de los medios del capitalista es potencialmente capital (en el sentido ricardiano de anticipos a los 295 trabajadores); y la cantidad que realmente se constituye en capital depende de los gastos personales del capitalista.131 Pero, como lo demostraron hechos posteriores, esta retractación no era más (posiblemente era menos) satisfactoria que la posición anterior, pues no sólo dejó Mill de analizar los factores que están tras la oferta y la demanda de capital, sino que, además, se aferró a la noción de capital como “anticipos” y no distinguió entre capital fijo y circulante. Ni prestó atención tampoco a las diferencias entre las corrientes monetarias de ahorro e inversión, ni a las corrientes de los diversos tipos de bienes de producción y de consumo. Cuando más adelante Taussig y los austriacos resucitaron la doctrina del fondo de salarios, tuvieron en cuenta estas consideraciones al elaborar la nueva versión. Para concluir podemos dedicar unas palabras a la opinión de Mill sobre el futuro de la sociedad. En conjunto, su dinámica sigue a la de Ricardo, pero le añadió su famoso capítulo “Sobre el estado estacionario”.132 El aumento de riqueza, pensaba Mill, llegaría a su límite en algún momento, y la sociedad entrará en un estado estacionario. Los progresos técnicos, la ley de los rendimientos decrecientes, la acumulación de capital y la acción de la competencia se combinan para producir la disminución de las ganancias, el alza de las rentas y, si se impide que la población crezca indebidamente, una mejoría de actuación de la clase obrera. Pero aunque los progresos de la técnica y la exportación de capital pueden permitir la continuidad del progreso aun en países muy desarrollados, en última instancia no podrá retrasarse el advenimiento del estado estacionario. Mill mira con complacencia ese estado venturoso de equilibrio en el que la riqueza estará repartida con más igualdad como consecuencia tanto de la prudencia y frugalidad individuales, como de la legislación. Los intentos de Mill por llegar a un acuerdo en el campo de la teoría económica tuvieron menos éxito en éste que en los de la filosofía social y la política pública. Dejan en pie demasiadas inconsecuencias para que puedan servir de complemento adecuado a la filosofía de la transigencia y de la reforma incesante; pero, no obstante sus insuficiencias analíticas, Mill dejó un legado extremadamente valioso en su intento de combinar el análisis con las conclusiones de política económica: al hacer de aquél un instrumento al servicio de ésta. Hasta la fecha éste ha sido el rasgo más sobresaliente del pensamiento económico en los países de habla inglesa; y aunque puede haber dado a ese pensamiento cierta apariencia de eclecticismo, ausente de los sistemas más rigurosamente lógicos, también la ha preservado de un espíritu doctrinario y le ha infundido un fuerte interés práctico por el bienestar humano aunado con un espíritu tolerante, cosas ambas que le han mantenido en muy buen lugar.133 296 297 1 E. Halévy, The Growth of Philosophic Radicalism (1928), p. 343. Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. III, p. 94. [Historia crítica de la teoría de la plusvalía, trad. de W. Roces, México, FCE (1945).] 3 Véase L. Robbins, The Theory of Economic Policy (1952) para una excelente defensa del clasicismo. 4 C. Gide y C. Rist, Histoire des doctrines économiques, pp. 450-485. 5 C. Menger, Untersuchungen über die Methode der Sozialwissenchaften und der politischen Oekonomie insbesondere. Collected Works, vol. II (London School of Economics Reprint, 1933), pp. 209-231. 6 Ibid., pp. 212-213. 7 Jahrbücher für Nationalökonomie und Statistik (1863), pp. 145 ss. 8 M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, p. 40. 9 R. Jones, An Essay on the Distribution of Wealth and on the Sources of Taxation (1831), p. VII. 10 Ibid., p. XIII. 11 Ibid., p. XXIII. 12 Ibid p. XXIV. 13 The Literary Remains consisting of Lectures and Tracts on Political Economy of the late Rev. Richard Jones (ed. W. Whewell, 1859), pp. 552-553. 14 The Literary, p. 560. 15 Ibid., pp. 79 ss. 16 Ibid., pp. 392 ss., 414 ss. 17 The Literary, p. 457. 18 Ibid., p. 445. 19 R. Jones, Essay, p. 4. 20 Ibid., p. 11. 21 Ibid., p. 188. 22 Ibid., p. 189. 23 Ibid, p. 212. 24 E. B. Condillac, Le Commerce et le Gouvernement considérés relativement l’un à l’autre (1776), parte I, cap. I. 25 J. B. Say, Traité d’Économie politique (6a. ed., 1841), p. 349. 26 J. B. Say, op. cit., p. 13. 27 Ibid., p. 3. 28 Ibid., p. 10. 29 Jules Dupuit, De l’Utilité et de sa Mesure (ed. Marie de Bernardi, Turín, 1933). 30 A. Cournot, The Mathematical Principles of the Theory of Weatlh (ed. I. Fisher, 1927), pp. 10-11. 31 Ibid., p. 3. 32 Ibid., p. 24. 33 Ibid., p. 47. 34 M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, p. 80. 35 B. Hildebrand, Die Nationalökonomie der Gegenwart und Zukunft (1848), pp. 314 ss. 36 J. H. V. Thünen, Der Isolierte Staat (ed. H. Waentig, 1930), pp. 11-12. 37 J. H. V. Thünen, op. cit., p. 226. 38 Ibid., p. 226. 39 Ibid., p. 415. 40 Ibid., p. 576. 41 Ibid., p. 577. 42 Ibid., p. 423. 43 Ibid., p. 498. 44 Ibid., pp. 542-549. 45 R. Torrens, An Essay on the Production of Wealth (1821), pp. 28 ss. 2 298 46 Ibid., p. 39. J. Mill, Elements of Political Economy, pp. 70 ss. 48 Ibid., p. 99. 49 Ibid., pp. 97-98. 50 S. Bailey, A Critical Dissertation on the Nature, Measures, and Causes of Value (1825), London School of Economics Reprint, 1931, pp. 219-220. 51 J. R. McCulloch, The Principles of Political Economy (1849), pp. 372-373. 52 J. R. McCulloch, op. cit., p. 320. 53 S. Bailey, A Critical Dissertation, p. 1. 54 Ibid., p. 3. 55 Ibid., p. 5. 56 Véase R. Zuckerkandl, Zur Theorie des Preises, pp. 72-74. 57 S. Bailey, A Critical Dissertation, p. 180. 58 Ibid., p. 205. 59 Ibid., caps. V, VI, VII. 60 Véase, por ejemplo, G. Haberler, Der Sinn der Indexzahlen (1927). 61 E. R. A. Seligman, “On Some Neglected British Economists”, Economic Journal, vol. XIII, 1903, pp. 335 ss. y 511 ss.; reimpreso en Essays in Economics (1925), cap. III. 62 R. Whately, Introductory Lectures on Political Economy (segunda edición, 1832), pp. 6-7. 63 Ibid., p. 253. 64 M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, pp. 106, 131-132. 65 Ibid., p. 108. 66 W. F. Lloyd, Lecture on the Notion of Value (1834), pp. 9 y 19, citado por M. Bowley, en Nassau Senior and Classical Economics, p. 108. 67 M. Longfield, Lectures on Political Economy (1834, London School of Economics Reprint, 1931), pp. 2528. 68 Ibid., pp. 44-63. 69 M. Longfield, op. cit., pp. 11-12. 70 Ibid., p. 113. 71 Ibid., p. 206. 72 Ibid., p. 207. 73 Ibid., pp. 209-210. 74 M. Longfield, op. cit., pp. 211-212. 75 Ibid., Conferencia IX. 76 Ibid., p. 193. 77 N. W. Senior, An Outline of the Science of Political Economy (1836, separata de la Encyclopaedia Metropolitana), pp. 131-132. 78 N. W. Senior, op. cit., p. 133. 79 Ibid., p. 168. 80 Ibid., p. 169. 81 Ibid., cap. XX, p. 171. 82 Ibid., p. 170. 83 Ibid. 84 Ibid., p. 172. 85 Idem. 86 Ibid., p. 175. 87 Ibid., p. 176. 88 Ibid., p. 178. 89 Por ejemplo, ibid., pp. 166-167; véase también M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, parte 47 299 I, cap. III. 90 N. W. Senior, op. cit., p. 193. 91 Ibid., pp. 201-204. 92 Ibid., p. 206. 93 Ibid., p. 153. 94 Ibid., pp. 153, 187. M. Bowley (Nassau Senior and Classical Economics, pp. 148 ss.) admite que Senior no desarrolló en realidad una teoría de la oferta de capital basada en disagio-tiempo, pero dice que estaba en camino de hacerlo. 95 Ibid., pp. 153 ss. 96 E. Cannan, Theories of Production and Distribution (1924), pp. 213-214; A Review of Economic Theory (1929), p. 187; E. V. Böhm-Bawerk, Capital and Interest (1922), libro IV, cap. II. 97 M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, especialmente sección I, caps. II y IV. 98 Ibid., p. 103. 99 M. Bowley, op. cit., sección II, cap. I. 100 N. W. Senior, Letter to Lord Howick on a legal provision for the Irish Poor (1831), pp. 11-12. 101 Ibid., pp. 45-46. 102 M. Bowley, op. cit., pp. 247-248. 103 Marx, El Capital, vol. I, pp. 413 ss. Theorien über der Meherwert, vol. III, p. 566. 104 M. Bowley, op. cit., sección I, cap. I y sección II. 105 Sidney y Beatrice Webb, History of Trade Unionism (1926), pp. 139-141. * J. S. Mill, Principios de economía política con algunas de sus aplicaciones a la filosofía social, trad. de T. Ortiz, México, FCE (1951). [T.] 106 J. S. Mill, Autobiography (1873), cap. V. 107 J. S. Mill, “Bentham”, en Dissertations and Disquisitions (1867), vol. I, p. 334. 108 Ibid., p. 354. 109 Ibid., p. 366. 110 J. S. Mill, op. cit., p. 331. 111 J. S. Mill, “Coleridge”, Disertations and Disquisitions, p. 438. 112 Ibid., pp. 453-454. 113 Ibid., pp. 454-455. 114 J. S. Mill, op. cit., p. 452. 115 J. S. Mill, Principles of Political Economy (ed. Ashley, 1923), p. 203. En 1965 apareció una edición moderna excelente, en dos tomos, editada por Bladon y Robson. 116 J. S. Mill, On Liberty (ed. Fawcett, World’s Classic, 1924). p. 15. 117 J. S. Mill, Principles, pp. 933-939. 118 Ibid., pp. 963-965. 119 Ibid., p. 761. 120 Ibid. 121 Ibid. 122 Ibid., p. 792. 123 Ibid., p. 209. 124 J. S. Mill, Essays on Some Unsettled Questions of Political Economy (1874), pp. 137-140. 125 J. S. Mill, Principles, pp. 199-200. 126 J. S. Mill, op. cit., p. 177. 127 Ibid., p. 191. 128 Ibid., pp. 343-344. 129 Ibid., p. 66. 130 Ibid., p. 79. 131 Ibid., pp. 992-993. 300 132 Ibid., pp. 746-751. Una interesante intepretación de Mill se puede encontrar en The New Political Economy of John Stuart Mill, de Pedro Schwartz (1968). 133 301 302 VIII. LA ECONOMÍA MODERNA 1. CARÁCTER DE LA ECONOMÍA MODERNA EL TEMA de este capítulo lo constituye el pasado inmediato del pensamiento económico de hoy. Nos limitamos al cuerpo de doctrinas que aparecieron en los últimos decenios del siglo pasado y en los primeros de éste. Aun así, nos sentiremos incómodamente próximos a los problemas que son objeto de la actividad teórica común. Las ideas que constituyen el fondo inmediato sobre el cual nos movemos están todavía en fermentación; más adelante estudiaremos los aspectos más recientes de la teoría contemporánea. En el presente siglo nos encontramos ante un número muy crecido de pensadores cuya importancia relativa todavía no puede determinarse con certeza. Están demasiado cerca de nosotros para hacerlos pasar por el tamiz de la historia. Por lo tanto, la selección que hacemos en las páginas que siguen debe ser considerada como una tentativa. Cabría advertir, en particular, que este capítulo versa sobre el cuerpo principal de teoría económica y que ignora casi por completo muchas manifestaciones que caen fuera de los campos académico y profesional, y que podrían posteriormente adquirir significación. Ha sido habitual considerar los cambios operados en el aparato del análisis económico durante el decenio de 1870 como determinantes de una revolución completa en la economía. El clasicismo —se decía— daba la mayor importancia a la producción, la oferta y el costo; la teoría moderna se interesa principalmente por el consumo, la demanda y la utilidad. El concepto de utilidad marginal fue introducido para efectuar este cambio de los puntos considerados importantes, y desde entonces domina el pensamiento académico. Sin embargo, se le ha considerado no sólo como una adición a la “caja de herramientas” de la economía, sino también como una innovación vital del método para tratar la ciencia. Comparada con la teoría clásica de Ricardo, la escuela de la utilidad marginal presenta diferencias de género muy marcadas. Pero el origen de esas diferencias hay que situarlo antes de la aparición del concepto de utilidad marginal en las obras de Jevons, Menger y Walras. Como hemos mostrado en el capítulo anterior, el progreso técnico que culminó en las obras de estos pensadores empezó con los sucesores de Ricardo. Los elementos esenciales de la técnica moderna —la importancia que se da a la demanda y la utilidad y el reconocimiento de la utilidad decreciente— fueron expuestos por diversos autores de principios del siglo XIX. Su obra es ahora conocida, y la continuidad del pensamiento desde su tiempo hasta el nuestro es reconocida. Si esta evolución técnica implica un cambio importante en cuanto a énfasis y a método de tratamiento es a McCulloch, Say, Bailey y Senior a quienes se debe, antes que a Jevons y los austriacos, primeros responsables de ella. Pero cualquiera que sea su fecha exacta, el cambio operado a partir del clasicismo es 303 muy real. Señala una transformación importante en el desarrollo del pensamiento económico posmercantilista, y sus comienzos hay que situarlos cronológicamente en el periodo que siguió a la terminación de la obra de Ricardo. Puede admitirse que la década de 1870 conoció un perfeccionamiento y sistematización considerables del punto de vista subjetivo que se había iniciado en la década de 1820. Los cambios que señalan ese proceso de perfeccionamiento son bastante importantes en la evolución de la economía moderna y pueden ser identificados fácilmente, aun después de haber tenido en cuenta ampliamente el gran número de precursores de la escuela moderna. Esto es particularmente cierto en lo que respecta a la importancia concedida al nuevo método de estudiar los efectos de los pequeños incrementos y decrementos en las cantidades económicas. Una interpretación de la escuela marginalista la ha proclamado la economía de la clase rentista.1 Enlaza la aparición en la economía de un método subjetivo y ahistórico (que toma el consumo como punto de partida) con la aparición de una clase de personas que vive de “cortar cupones”. Esta clase ociosa —se dice— no es ya una parte del proceso de producción, y se interesa exclusivamente en disponer del ingreso derivado de sus inversiones. Es la clase de los propietarios absentistas de que habla Veblen, y es natural que no considere la actividad económica sino desde el punto de vista del consumo. La falta de interés por el carácter social de la producción y por sus formas históricas cambiantes, y el concentrar la atención sobre la conducta de Robinson Crusoe, parecen así convertirse en resultado directo de los cambios estructurales del capitalismo moderno. Esta interpretación no resiste la prueba del análisis serio; ante la complejidad enormemente mayor del trabajo teórico en los nueve últimos decenios, debe ser considerada, por lo menos, como una tosca yuxtaposición de la realidad y el pensamiento económicos. Hemos visto, a lo largo de este libro, que rara vez puede establecerse una relación directa entre ambas cosas, aun en las etapas más primitivas de la teorización económica. En el decenio de 1870, cuando ya existía un cuerpo importante de teoría económica, cuyo desarrollo ulterior estuvo en gran parte a cargo de un cuerpo de profesionales muy institucionalizados, presentar el marginalismo como la economía de la clase rentista tenía que ser considerado como una farsa grotesca. Está particularmente claro cuando recordamos los lejanos antecedentes de la nueva escuela y el hecho de que se le identificase en gran medida con Austria, país de desarrollo capitalista muy retrasado. La verdad es que la teoría que había roto con el clasicismo y que, como hemos visto, hundía sus raíces en el desarrollo del capitalismo del siglo XIX, hizo inevitables los cambios operados en el decenio de 1870. Sería más acertado considerar el interés de la nueva teoría por la conducta del individuo como una señal del progreso de la filosofía política liberal. Antes de abordar el estudio de los últimos progresos de la escuela de la utilidad, merece la pena lanzar una ojeada a las características de la economía moderna y compararlas con las del sistema clásico. Un economista moderno podría formular el problema cuyo estudio acomete en términos parecidos a los siguientes: lo primero con 304 que se enfrenta el economista teórico es una realidad económica que, no obstante todas sus complicaciones, puede reducirse inmediatamente a una red de transacciones comerciales en el mercado. Los fenómenos superficiales son los de la oferta, la demanda y el precio. Se necesita relativamente poco esfuerzo mental para reconocer estos factores en todos los mercados que son teatro de la actividad económica moderna. Por lo que se refiere a los artículos y servicios que el individuo requiere directamente para satisfacer sus necesidades, es fácil de reconocer el carácter general de compraventa que reviste la conducta individual. Pero aun las transacciones del proceso productivo se ve que se resuelven también en la compra y la venta de materias primas, de bienes de capital, de capital dinero y de trabajo. Así pues, si consideramos el sistema económico como un conglomerado enorme de mercados interdependientes, el problema central de la investigación económica estriba en la explicación del proceso de cambio, o más concretamente en la explicación de la formación del precio. No es que los economistas clásicos olvidasen los fenómenos más obvios del mercado. Algunos de los análisis más fáciles de Adam Smith fueron precisamente los relativos a los efectos de la competencia en el mercado. Pero en todas las obras de los clásicos está, además, subrayado el hecho de que el mecanismo del mercado requiere, finalmente, ser explicado por conceptos más fundamentales, ya referentes a la conducta humana, ya derivados de una concepción de la sociedad y de su evolución histórica. De aquí que las explicaciones de la oferta y la demanda se basaran en una teoría del valor de cambio de un tipo especial. La primera teoría del valor-trabajo es un reflejo del propósito de encontrar esa explicación “fundamental” del proceso económico. Ya hemos visto que entre los economistas posclásicos la teoría del valor-trabajo sufrió modificaciones importantes y finalmente fue abandonada. Sin embargo, muchos economistas sentían aún la necesidad de una explicación que fuera más allá de los fenómenos de la oferta y la demanda, y el resultado fue la adición de una subestructura psicológica que hizo de la teoría posricardiana del valor una teoría subjetiva del costo real. La introducción del elemento psicológico se advierte en la nueva importancia concedida a la utilidad y en el cambio de opinión respecto del trabajo como determinante del valor. En vez de un gasto de esfuerzo mensurable en unidades de tiempo, que es lo que el trabajo había tendido a ser en Ricardo, en las posteriores teorías del costo de producción se convirtió en expresión de un sacrificio subjetivo, cuya inspiración venía del “esfuerzo y trabajo” de Adam Smith. La importancia de la nueva teoría era ésta: se basaba en la investigación continuada de algo más que una teoría del precio; pero con la transición de la actitud objetiva a la subjetiva produjo un cambio fundamental en la relación entre el análisis económico y sus antecedentes sociológicos. En casi todos los escritos clásicos el análisis económico iba aliado a una concepción histórica de la estructura de la sociedad, subyacente en todo el proceso económico. En su lugar se puso la concepción de la sociedad como una aglomeración de individuos. La teoría subjetiva del valor (aun en su primera forma de costo de producción) sólo es compatible con una concepción individualista, y aun “atomística”, según algunas de las formulaciones más extremas, de la sociedad. 305 Sin embargo, en un sentido más formal las teorías clásica y subjetiva muestran una semejanza considerable. Como se ha señalado, ambas se proponen dar una explicación fundamental del proceso del cambio. La primera pretende hacerlo entrando en la esfera de la producción y de las relaciones sociales que implica; la segunda, investigando el funcionamiento de las mentes de los individuos, es decir, los procesos psicológicos que dan por resultado determinada conducta en el mercado. Esta última orientación conduce, en definitiva, a la escuela moderna de la utilidad marginal, que toma el consumo como punto de partida. Otra semejanza consiste en que las dos escuelas alegan haber formulado teorías universalmente válidas. Tanto la teoría del valor-trabajo como la que se deriva de la utilidad, parten de supuestos que pueden considerarse pertinentes a todos los sistemas sociales: una, parte del destino que ha de darse a los recursos, asunto que tiene que decidir toda sociedad; la otra, de las valuaciones subjetivas de los individuos, que siempre preceden o acompañan a la oferta y la demanda. Sin embargo, hay diferencias. La teoría clásica estaba, en definitiva, basada en una concepción un tanto exánime y mecánica de una sociedad estratificada en que se hacía corresponder a las funciones del proceso económico determinados grupos sociales. Esta identificación (trabajo-salarios, renta-terratenientes, ganancia-capitalistas) se tomó por un tipo o patrón implícito pero inmutable. Las escuelas de la utilidad pretenden la validez universal por una razón diferente: porque sostienen que formulan una teoría del valor independiente de todo orden social específico. Sin embargo, no puede dudarse que en sus orígenes la escuela de la utilidad también fue influida muchas veces por el deseo de reforzar los aspectos potencialmente apologéticos de la teoría económica. La teoría clásica no era bastante fuerte para resistir los ataques del creciente movimiento obrero. No podía defenderse lógicamente la pretensión de que determinada estructura social —en particular cuando, como ocurría en la obra de Ricardo, dicha estructura contenía graves antagonismos de intereses— fuera considerada como el final de la historia. Ni las condiciones existentes podían hacerse tolerables por la mera apelación a leyes universales. La retirada de la teoría objetiva del valor como producto del trabajo fue la retirada de esta posición. Se realizó mediante la introducción de un subjetivismo que dispensaba a los economistas de interesarse por un orden social determinado. Unos teoremas que habían sido formulados sobre la base de que individuos iguales se dedican a la abstinencia, al trabajo y al esfuerzo, no podían decir nada acerca de la diferenciación social real de esos individuos, sino que la mayor parte de las veces estaban excelentemente acomodados para la defensa (por una falacia en que han incurrido con frecuencia los sistemas de ideas derivados de la filosofía del derecho natural) de cualquier realidad existente por alejada que estuviera de los supuestos abstractos. El hecho de que el primer uso que se dio a la nueva doctrina fuese reforzar la idea de la productividad del capital, mediante la introducción del concepto de abstinencia, fue ideado, en las circunstancias del momento, para despertar la sospecha de que había nacido una nueva racionalización. La teoría subjetiva del costo real era, sin embargo, intrínsecamente débil. Seguía considerando el trabajo como determinante del valor, idea que había tomado de otro 306 sistema de ideas. Era difícil hacer que este concepto fuera plenamente psicológico, en particular si la finalidad era tener un sistema uniforme de sacrificio que incluyese la “abstinencia”. Era difícil conseguir la ecuación de la abstinencia del capitalista con el trabajo del obrero, aunque, como veremos, Marshall lo intentó una y otra vez. Por consiguiente, surgió la tendencia a abandonar el punto de vista del costo de una manera más completa de lo que hasta entonces se había hecho y sustituirlo por un análisis de la utilidad más plenamente desarrollado. La aparición de la escuela de la utilidad marginal representa, pues, una ruptura con su pasado inmediato, en el sentido de que es la conclusión lógica del abandono de la teoría del valor-trabajo. También merece ser señalada en esta etapa de nuestro estudio una característica de las manifestaciones teóricas más recientes, y es el aumento en número e importancia de las aportaciones no inglesas. La economía política clásica había sido una ciencia casi exclusivamente inglesa. Se había producido en el ambiente económico más avanzado que entonces existía. Pero a fines del siglo XIX Inglaterra no era ya el único país industrial del mundo; en realidad, ya estaban actuando las fuerzas que acabarían por socavar su preeminencia. Y si bien la primera exposición completa de la nueva doctrina proviene de un economista inglés, su formulación en términos particularmente significativos para su desarrollo ulterior fue obra de pensadores del continente europeo. Jevons estaba aún influido por la filosofía utilitaria; pero Menger, el fundador de la escuela austriaca, dio a la nueva teoría una interpretación no utilitaria y así le proporcionó credenciales metodológicas nuevas y, en definitiva, más efectivas. 2. LA UTILIDAD MARGINAL a) Hermann Heinrich Gossen. La primera generación de teóricos modernos de la utilidad marginal la integran la famosa trinidad William Stanley Jevons, Carl Menger y Leon Walras. Pero hay por lo menos otro autor que no podemos dejar de mencionar en su compañía. No nos ocupamos de Gossen en el capítulo anterior, porque es un anticipador más bien que un precursor. No ejerció influencia durante su vida. Su libro, Entwicklung der Gesetze des menschlichen Verkehrs und der daraus fliessenden Regeln für menschliches Handeln, permaneció totalmente ignorado durante muchos años. De su primera edición (1854) se vendieron muy pocos ejemplares, y el amargado autor retiró el libro de la circulación. Únicamente después de su redescubrimiento en el decenio de 1870 y de haber sido alabado por Jevons y Walras, fue reeditado en 1889. Desde entonces, Gossen no sólo ha sido reconocido como iniciador, sino que sus teoremas han influido en el pensamiento económico, después de haber sido dados a conocer por otros. El análisis que hace Gossen de las leyes de la conducta humana se caracteriza por estos rasgos: utilitarismo decidido, punto de vista del consumo y método matemático. Con referencia a este último, Gossen declara en su prefacio que la economía se ocupa de los resultados producidos por una combinación de fuerzas y que es imposible determinar dichos resultados sin la ayuda de las matemáticas.2 Gossen empieza por asentar que el 307 objeto de toda la conducta humana es lograr el máximo de goce. De aquí su manera de enfocar las cuestiones. Es necesario examinar el modo como se produce el goce. Gossen formula ciertas leyes del goce humano, dos de las cuales, conocidas ahora como primera y segunda leyes de Gossen, son las más importantes. La primera de dichas leyes formula de manera explícita el principio de la utilidad decreciente: “La cantidad de uno y el mismo goce disminuye constantemente a medida que experimentamos dicho goce sin interrupción, hasta que se llega a la saciedad.”3 Gossen ilustra esta idea de la saciabilidad de las necesidades con ejemplos muy conocidos, tales como el goce decreciente que producen los bocados sucesivos de alimento. Pero quedó reservado a los marginalistas posteriores exponer este principio en términos más relativos. La segunda ley de Gossen se refiere a la manera como puede conseguir el máximo de todos los goces. “Para obtener la cantidad máxima de goce, un individuo que puede elegir entre muchos pero no disponer de tiempo suficiente para procurárselos todos plenamente, está obligado, por mucho que difiera la cantidad absoluta de los goces individuales, a procurárselos todos parcialmente, aun antes de que haya terminado el más grande de ellos. La relación entre ellos tiene que ser tal que, en el momento en que son discontinuados, las cantidades de todos los goces son iguales.”4 De esta manera tan pesada formuló Gossen el principio de que el placer máximo resulta de un nivel uniforme de necesidad-satisfacción. La segunda ley se deduce de la primera y del postulado adicional de que es imposible obtener la plena satisfacción de todas las necesidades. En seguida veremos qué papel representan ahora estas leyes en la teoría económica. El resto de la obra de Gossen es una elaboración de estas leyes. El valor de una cosa se medirá por completo en relación con el goce que puede procurar.5 Debido a la acción de la primera ley, las unidades individuales de un mismo bien tendrán valores diferentes según la cantidad que de ellos se posea; mas allá de cierta cantidad, una unidad dejará de tener valor en absoluto.6 El valor debe concebirse sólo en términos relativos. “Nada del mundo exterior posee valor absoluto”; el valor depende por completo de la relación entre el objeto y el sujeto.7 Los objetos que pueden poseer valor cabe clasificarlos como bienes de consumo, los que son inmediatamente capaces de proporcionar goce; bienes “de segunda clase”, que se necesitan conjuntamente para obtener el goce (los que hoy se llaman bienes complementarios); y “bienes de tercera clase”, los usados en la producción de los otros bienes.8 El trabajo que crea medios de goce también va acompañado de “dolor” (o “desutilidad”). De ahí se sigue que podemos aumentar nuestro goce por el trabajo mientras se estime que el goce resultante supera al dolor que implica el trabajo.9 De las dos leyes se sigue el cambio. El cambio es ventajoso para un individuo “hasta que los valores de las últimas unidades de los dos artículos que tiene en su posesión lleguen a ser iguales”.10 Así pues, el libro de Gossen contiene los principales elementos de la teoría jevoniana y austriaca. Hasta el aparato geométrico y algebraico está allí pero las circunstancias del momento no estaban maduras para un uso tan decidido del método subjetivo. Con Jevons empieza un nuevo reinado. 308 b) William Stanley Jevons (1835-1882). Jevons trabajó mucho en campos diferentes del de la teoría pura. Su Investigations in Currency and Finance, publicado póstumamente en 1884, contiene muchos artículos sobre problemas de economía aplicada que revelan que Jevons se interesaba particularmente —y a menudo con éxito— en enlazar la investigación estadística con el análisis teórico. En uno de esos trabajos, que figura entre sus primeros escritos, The Serious Fall in the Value of Gold, estudió el efecto que sobre los precios tiene un aumento de la oferta de oro; y en ése y en otros trabajos impulsó considerablemente el estudio de los números índices. The Coal Question (1865) es un serio esfuerzo por servirse de la información estadística para demostrar la probabilidad de un agotamiento próximo de los recursos carboníferos de Inglaterra. Aunque no del todo feliz en sus conclusiones más lejanas, indudablemente llamó la atención hacia un factor que todavía sigue actuando. Por otra parte, el esfuerzo de Jevons por elaborar una teoría de las crisis a partir de material empírico fue un fracaso. La teoría de las “manchas solares”, que establecía una relación entre el ciclo de las cosechas y el comercio, y atribuía aquél a fluctuaciones meteorológicas periódicas, ahora ha caído en desuso, aunque la teoría de Moore sobre los ciclos económicos generativos es afín a ella. Pero la obra de Jevons se extendió más allá de los límites de la economía, pura o aplicada. Por mucho que haya deseado mantenerse en el estrecho sendero de la teoría académica, fue llevado al estudio de problemas de política económica. Su aportación no es voluminosa; la única exposición amplia que hizo se contiene en The State in Relation to Labour (1882). Es de interés considerable porque revela la persistencia e intensificación de las dificultades de la doctrina del laissez faire que ya hemos encontrado en Mill. La posición general de Jevons al comienzo parece basarse en el primitivo principio utilitario de la viabilidad. Según él, “no podemos sentar normas rígidas y precipitadas, sino que tenemos que tratar cada caso en detalle y según sus méritos. La experiencia específica es nuestra mejor guía, o el experimento expreso cuando sea posible, pero la verdadera dificultad está en la interpretación de la experiencia. Estamos reducidos a equilibrar las probabilidades antagónicas del bien y del mal”.11 Pero —dice en el mismo lugar— “hay que tener en cuenta todas las consecuencias de un acto propuesto”. Lo posición de Jevons, aun con esta salvedad, no puede parecerle satisfactoria a un economista liberal que cree en la existencia de un argumento económico en favor del laissez faire como norma general de política. Y realmente Jevons mismo parece haberse dado cuenta de su carácter insatisfactorio, porque exceptuaba específicamente la protección contra la competencia extranjera del principio general de juzgar cada caso por sus méritos. Se llama a sí mismo “partidario ferviente de la libertad de comercio” y da a entender que no considera esta doctrina como incongruente con las medidas de intervención en el interior del país que estaba dispuesto a apoyar.12 Pero había una contradicción manifiesta y fundamental, y su presencia revela el grado en que las reclamaciones de la clase trabajadora estaban presionando y obligando a concesiones que tenían que ser justificadas en el terreno teórico. En el campo del comercio exterior, el laissez faire era todavía la política más ventajosa para Inglaterra, y no había, por 309 consiguiente, necesidad de abandonarla en teoría. Así, Jevons ensanchó notablemente la brecha abierta ya por Mill, y más tarde tendremos ocasión de referirnos al modo como fue más ensanchada aún por el sucesor de Jevons. Cualesquiera que sean los méritos de Jevons como estadístico y su importancia en el desarrollo del pensamiento político, su derecho a la notoriedad descansa principalmente en su aportación a la teoría pura. Él fue quien hizo con los fragmentos dispersos del antiguo análisis de la utilidad una teoría del valor, del cambio y de la distribución. Ya en 1862, en un trabajo leído en la Sección F de la British Association, había dado a conocer la tendencia de sus ideas. En ese esbozo de una “teoría matemática general de la economía política”13 expresó su creencia en que las leyes de la economía podían reducirse a unos cuantos principios expuestos en términos matemáticos, y en que esos principios tenían que ser derivados de “los grandes resortes de la acción humana, los sentimientos de placer y de dolor”.14 Y su obra principal, The Theory of Political Economy, publicada por vez primera en 1871, repite y amplía la vindicación de la abstracción y del método matemático, junto con una referencia explícita al hedonismo. Como estadístico que era, Jevons no negaba que los estudios empíricos fueran parte esencial del conjunto de los estudios económicos; pero quería que las leyes esenciales de la economía tuviesen un carácter tan general que pudieran ser justamente comparadas con las leyes de las ciencias físicas, las cuales “se fundamentan más o menos obviamente en los principios generales de la mecánica”.15 La economía se parecía mucho “a la ciencia de la mecánica estática”.16 La analogía se extendía al método: la economía había de tener un carácter tan matemático como las ciencias físicas. Las razones de esto están expresadas en términos que recuerdan a Cournot (cuya obra no conocía Jevons en aquel tiempo). “Me parece a mí que nuestra ciencia tiene que ser matemática, sencillamente porque se ocupa de cantidades. Siempre que las cosas estudiadas son susceptibles de ser mayores o menores, las leyes y relaciones tienen que ser de carácter matemático… Los economistas no pueden cambiar su naturaleza sólo con negarles el nombre… Que las leyes matemáticas de la ciencia económica se expresen con palabras o por los símbolos usuales, x, y, z, p, q, etc., es cosa accidental o de pura conveniencia.”17 Esta opinión del carácter de la economía no llevó a Jevons, como había llevado a Cournot, a limitarse a enunciar los principios generales de las relaciones entre la demanda, la oferta y el precio. Criticó a Cournot por su interés exclusivo en el sistema de la interdependencia funcional entre esas cantidades que se observa en el mercado. “Cournot —dice— no forjó ninguna teoría definitiva del fundamento y naturaleza de la utilidad y el valor”;18 y más adelante: “Cournot no retrocede a una teoría de la utilidad, sino que comienza con las leyes fenoménicas de la oferta y la demanda.”19 Jevons se propuso dar una exposición matemática de las leyes del mercado, así como una teoría “definitiva” del valor, sobre la cual creía que descansaban dichas leyes. EI principio fundamental de esa teoría es la afirmación de que “el valor depende por entero de la utilidad”.20 La aceptación de este principio central le parecía a Jevons que marcaba una innovación del pensamiento económico. Sólo más tarde se dio cuenta de la 310 medida en que se le habían anticipado pensadores anteriores: pero cuando expuso por primera vez sus opiniones, la tradición ricardiana —es cierto que en su forma atenuada — era aún suficientemente fuerte para hacerle considerarse a sí mismo un revolucionario. Su innovación fue bastante importante. Los clásicos y sus continuadores no habían desconocido la utilidad; Adam Smith, en particular, había subrayado su importancia. Pero nunca se le había considerado base adecuada para una explicación del valor de cambio, a causa de las notorias discrepancias que hay entre ellos. La teoría clásica del valor era objetiva, es decir, se refería al conjunto de la actividad económica de la sociedad. Con tal actitud, era natural que los clásicos ignorasen los factores individuales subjetivos. Es en este respecto donde Jevons efectuó un cambio importante que hizo posible por vez primera formular una teoría del valor basada en la utilidad, como alternativa a la teoría clásica. Su punto de partida fue el individuo y sus necesidades; y para el estudio de la conducta individual encontró al alcance de la mano una filosofía completa cuyo objeto era precisamente formular los principios de la acción humana. Además, la filosofía hedonista se presentaba en una forma que parecía hacerla especialmente adecuada para los métodos matemáticos. En consecuencia, Jevons empieza con una teoría del placer y del dolor basada en A Table of the Springs of Action de Bentham. Aquí se considera al hombre como una máquina de placer; su finalidad es llevar éste al máximo. Luego se define la utilidad como la cualidad que posee un objeto de producir placer o evitar el dolor, “a condición de que se tome como único criterio en la ocasión de lo que es o no es útil la voluntad o inclinación de la persona inmediatamente interesada”.21 En otras palabras, la utilidad no es una cualidad intrínseca, sino que expresa una relación entre un objeto y un sujeto. Sin embargo, sólo puede llegar a ser concepto importante en una teoría del valor si la utilidad total de una mercancía es cuidadosamente diferenciada de la utilidad que un individuo, en un momento dado, atribuye a una parte de aquella mercancía. Jevons examina, de una manera que recuerda a Gossen, el efecto de los cambios de la cantidad total de una mercancía sobre la utilidad que tienen para una persona partes de la misma, y concluye que los incrementos sucesivos reducen la utilidad de cada unidad. Así se distingue, en cualquier punto, la utilidad del grado de utilidad, de donde resulta el concepto de “grado final de utilidad”. Esta expresión denota “el grado de utilidad de la última adición, o de la posible adición siguiente, de una cantidad muy pequeña, o infinitamente pequeña, del acervo existente”,22 y se convierte en el concepto fundamental de la teoría de Jevons sobre el cambio y la distribución. La esencia de la explicación que da Jevons de la formación del valor de cambio y del precio se encuentra en su adaptación de la segunda ley de Gossen. De acuerdo con dicha ley, Jevons afirma que, cuando una mercancía es capaz de satisfacer necesidades en varios usos diferentes, se distribuirá en ellos de modo tal que su grado final de utilidad sea el mismo en cada uso. De aquí pasa, por medios un tanto toscos que hubieron de ser afinados más tarde, a la conclusión de que, cuando dos individuos cambian dos mercancías, la razón del cambio “será la recíproca de la razón de los dos grados finales 311 de utilidad de las cantidades de mercancía disponibles para el consumo después de verificado el cambio”.23 Dicho de otro modo, en equilibrio, o sea en una situación en que ninguna de las partes pueda obtener ninguna ventaja más continuando el cambio, la utilidad marginal para cada participante será proporcionada al precio. De aquí se sigue que “una persona distribuye su ingreso de manera que resulte igual la utilidad de los incrementos finales de todas las mercancías consumidas”.24 Jevons no tuvo mucho éxito en el desarrollo detallado de su teoría del cambio. Tocó a teóricos posteriores presentar un argumento más plausible para relacionar las estimaciones subjetivas de los individuos con la formación de los precios de mercado. Se ha dicho que Jevons mismo —no obstante la gran importancia que concede a la utilidad — abandonó a medio camino su intento de dar una explicación del origen del valor en función de la utilidad, en favor de una teoría puramente “funcional”. Consideraba el precio de mercado como dado, y describió su relación con las cantidades y los grados finales de utilidad sólo cuando el equilibrio ya se había alcanzado.25 Pero ya hemos visto que incluso la exposición que Jevons hace de esa relación es defectuosa. Para estructurar en una teoría válida para el cambio social la noción de las valuaciones subjetivas de los individuos y sus esfuerzos por alcanzar el máximo de satisfacción (incluido el cambio), Jevons empleó dos conceptos muy toscos: el de la “ley de indiferencia” y el del “cuerpo comercial”. La difererencia de precios —dice Jevons— tiene que deberse a la diferencia de preferencias. Como es evidente que a una persona le ha de dar lo mismo obtener ésta o aquella parte de una mercancía perfectamente homogénea, no puede haber dos precios en un mercado para el mismo artículo al mismo tiempo. Como han demostrado economistas posteriores, principalmente Walras, Edgeworth, Marshall y Wicksell, esta ley de indiferencia sólo expresa (torpemente) el supuesto de la competencia perfecta. El concepto del cuerpo comercial está aún más expuesto a objeciones. Jevons entiende por tal todo grupo de compradores o vendedores, desde un solo individuo hasta el total de los habitantes de un país. Jevons aplica sin modificación su teoría del cambio entre dos individuos al caso del cambio entre una multitud de compradores y vendedores. Pero este procedimiento no estaba justificado, pues confundía el problema de la competencia. Como muy acertadamente observó Wicksell, en el tratamiento que Jevons da al asunto, el cambio competitivo no se diferencia del cambio aislado (es decir, el cambio entre dos individuos).26 Y en esta situación, que Jevons tampoco analizó plenamente, podrían satisfacer las condiciones del equilibrio muchos precios. Edgeworth suponía caritativamente que los cuerpos comerciales de Jevons eran en cierto sentido comerciantes típicos;27 pero es evidente que éste entendía que representaban el conjunto de compradores y vendedores que actúan en condiciones de competencia perfecta. Para esta situación ideó sus ecuaciones del cambio. Representó el equilibrio del cambio de este modo: 312 donde a y b son las cantidades totales de dos artículos, x y y, las cantidades respectivas que han cambiado de manos (por tanto, y/x el precio), y las diferentes funciones los grados finales de utilidad. Pero no explica en ningún lado cómo se determinaban esas utilidades marginales colectivas. En realidad, lo que tenía en mente era un caso de cambio aislado en el cual hoy en día se admite que la razón del cambio es indeterminada dentro de ciertos límites. Quedó reservado para Walras y otros demostrar la relación que hay entre la utilidad marginal, la demanda y el precio en régimen de competencia, y sus análisis forman hoy parte aceptada de la explicación del precio de la teoría del valor. Por muy lejos que haya estado Jevons de dar una teoría subjetiva completa, su abandono de la teoría del valor-trabajo es total. Negó que el trabajo pudiera ser considerado como la fuente del valor. El trabajo empleado en la producción de una mercancía era cosa “perdida para siempre”,28 y no podía influir en el precio que alcanzaría un artículo en el mercado. Sin embargo Jevons admitía que, como el grado final de utilidad (del cual depende el valor) podía ser alterado por cambios en la oferta, el trabajo podía afectar indirectamente el valor. La relación era: “El costo de producción determina la oferta; la oferta el grado final de utilidad; y el grado final de utilidad el valor.”29 Jevons definía el trabajo en términos puramente subjetivos, y por analogía con su teoría de la utilidad formuló una teoría de la desutilidad análoga a la que formuló después Marshall. La escuela inglesa de la utilidad marginal tendió durante mucho tiempo, después de Jevons, a conservar el concepto de la desutilidad del trabajo, afirmando que ayudaba a determinar el valor mediante su influencia en la oferta de trabajo. En otras palabras, Jevons y sus discípulos ingleses evidentemente anhelaban no romper del todo con la tradición posclásica. Jevons se limitó a añadir la utilidad al aparato explicativo ya existente. La relación de equilibrio entre el trabajo y la utilidad era tal, que “los incrementos de utilidad derivados de las diversas ocupaciones [del trabajo]” eran iguales. Se necesitaba otra relación para que el equilibrio pudiera ser plenamente determinado. Ésta se daba en la afirmación de que “se prolongará el trabajo hasta que el incremento de utilidad de cualquiera de los empleos u ocupaciones compense exactamente el incremento de esfuerzo”.30 En palabras de Edgeworth: “utilidad y desutilidad son variables independientes de esa expresión, cuyo máximo determina el equilibrio económico”.31 Jevons no produjo una teoría comprensiva de la distribución. Quien intentó investigar las consecuencias de la teoría del valor como producto de la utilidad en la esfera de la distribución, fue su contemporáneo austriaco. Jevons adoptó sin grandes modificaciones la teoría clásica de la renta, y esto casi le llevó a una teoría de los salarios basada en la productividad. “Todo trabajador —dice— busca el trabajo en que sus facultades peculiares producen mayor utilidad, medida por lo que otras personas están siempre 313 dispuestas a pagar por su producción. Así pues, los salarios son evidentemente efecto y no causa del valor de la producción.”32 Pero no desarrolló esta idea para convertirla en una teoría de la productividad marginal. Más aún, cuando llegó a tratar específicamente de los salarios, abandonó la explicación anterior en favor de otra. Señaló que la teoría del fondo de salarios no era sino un axioma y rechazó también la teoría clásica de la subsistencia. Concluyó, en cambio, que “los salarios de un trabajador coinciden, en definitiva, con lo que produce una vez deducidos la renta, los impuestos y el interés del capital”.33 Se definen, pues, los salarios como la participación residual del producto total. Sin embargo, la doctrina del fondo de salarios entra en la teoría como explicación del mecanismo a corto plazo de la determinación de los salarios. Los capitalistas invierten capital y compran trabajo de acuerdo con los cálculos que hacen de los mercados. “Mantienen el trabajo antes de conseguir resultados”, y si los resultados son superiores a lo que esperaban, harán grandes ganancias. Pero la competencia aumentará y hará que esas ganancias bajen al tipo medio, apropiándose ahora los trabajadores el exceso anterior en forma de salarios más altos a los consumidores en forma de precios más bajos, o bien lo compartirán aquéllos y éstos.34 La teoría de Jevons acerca del capital tiene un sabor más moderno. Está expuesta un tanto oscuramente en Theory of Political Economy; pero su esencia se parece a la de los austriacos. Según Jevons, la función del capital es permitirnos “hacer un gran desembolso en la adquisición de herramientas, máquinas u otros trabajos preliminares, que tienen por único objeto la producción de alguna mercancía importante, producción que facilitarán grandemente cuando la emprendamos”. El capital nos permite superar el “tiempo que transcurre entre el principio y el final del trabajo”.35 Y “cualesquiera mejoras en la oferta de mercancías que alarguen el intervalo medio entre el momento en que se realiza el trabajo y aquel en que queda realizado su resultado o finalidad, dichas mejoras dependen del empleo de capital”.36 La mayor productividad de los procesos que implican un periodo de tiempo —los que más tarde había de llamar Böhm-Bawerk procesos “indirectos” (roundabout processes)— sólo puede conseguirse con el empleo de capital (que, en último término, consiste “en las mercancías necesarias para sostener a los trabajadores”),37 y la tasa de interés que es “la tasa de aumento de la producción (ocasionada por el alargamiento del periodo de producción) dividida por la totalidad de la producción”.38 Jevons conserva el elemento abstinencia; pero la relación entre el sacrificio de la abstinencia y la productividad del capital como determinante de la tasa de interés no está explicada. Puede decirse que Jevons se detuvo en el umbral de la teoría de la productividad marginal. Quizás valga la pena, antes de terminar, decir unas palabras más sobre el fracaso de Jevons en la teoría del cambio. El recurso primitivo —y manifiestamente equívoco— de los cuerpos comerciales fue un intento por pasar de las valuaciones subjetivas de los individuos a la formación del precio en régimen de competencia. Con su finalidad técnica se relacionaba otra: el deseo de dar una justificación económica de la libre competencia y del laissez faire. Jevons negó, tan explícitamente como después de él lo hizo Wicksteed, que las valuaciones subjetivas de un individuo pudieran compararse con las de otro. “No 314 veo el modo —decía— de que esa comparación pueda hacerse… Pero aunque pudiésemos comparar sentimientos de diferentes personas, no necesitaríamos hacerlo, porque una mente sólo afecta a otra de manera indirecta. Cada acontecimiento del mundo exterior se representa en la mente por un motivo que le corresponde, y la voluntad se decide después de contrapesarlos… Cada persona es para las demás una parte del mundo exterior… Así, los motivos presentes en la mente de A pueden originar fenómenos que quizás están representados por motivos en la mente de B; pero entre A y B hay un abismo. De ahí que la valoración de los motivos haya de estar siempre confinada en la intimidad del individuo.”39 Y, sin embargo, Jevons no pudo librarse por completo de su tradición utilitaria. No obstante su extremado hedonismo individualista, operó con un concepto —el cuerpo comercial— que implicaba la suma (o el promedio) de muchas escalas individuales de valores subjetivos. Esa operación no sólo permitió a Jevons eludir un problema técnico difícil, sino que también introdujo (por implicación, más bien que explícitamente) la idea de que la libre competencia lleva la satisfacción al máximo en todos los sectores. Si el cambio entre dos individuos se realizaba de acuerdo con la segunda ley de Gossen hasta que ambos alcanzaran la máxima satisfacción, la idea de Jevons acerca del cambio sujeto a competencia implicaba el máximo de satisfacciones sociales. Podía esperarse que al poner de manifiesto el error en el análisis técnico, quedara destruida la implicación; pero tenía ésta raíces demasiado profundas, y muchos economistas posteriores, que usaron un aparato técnico más refinado, todavía siguieron aferrados a una implicación similar siempre que se trataba de problemas de política. c) Carl Menger (1840-1921). Aunque más importante que Jevons desde el punto de vista de la teoría de hoy en día, podemos tratar con mayor brevedad a Menger porque su obra ofrece precisamente la cualidad de que carecía la de Jevons: un alto grado de coherencia. Cualquiera que sea nuestra opinión acerca de la posición que Menger representa, su aportación personal a dicha teoría se caracterizó por la gran atención que prestó a los requisitos de un sistema comprensivo. Así, le resulta fácil al cronista resumir su obra. Las aportaciones de Menger a la economía pueden clasificarse bajo tres epígrafes principales: método, dinero y teoría pura. Del primero ya hemos tratado al estudiar la escuela histórica; bastará con añadir una o dos palabras acerca de la relación existente entre la posición metodológica de Menger y su trabajo analítico. En su Untersuchungen insiste en que el método económico debe descansar sobre una base individualista. Afirma que los fenómenos económicos de la sociedad no son la expresión directa de alguna fuerza social, sino sólo las resultantes de la conducta de los individuos, de los wirtschaftende Menschen (de los hombres dedicados a la actividad económica), como él los llama. Para comprender el proceso económico total, hay que analizar sus elementos: la conducta de los individuos.40 Como Jevons y Gossen, Menger sitúa al individuo en el centro del cuadro; pero lo hace de un modo completamente diferente al de esos pensadores y al de otros autores posclásicos que habían sido influidos por la filosofía 315 hedonista. Menger sostiene que el punto de vista “atomístico” es una necesidad metodológica y que no tiene implicaciones éticas ni filosoficosociales. Él fue, pues, el primero en intentar elaborar una teoría subjetiva del valor libre de todo supuesto hedonista. Aquí podemos hacer poco más que mencionar su obra en el campo del dinero. Escribió muchos artículos y memoranda sobre la reforma monetaria austriaca que siguen siendo aportaciones importantes a la teoría aplicada del dinero. Su exposición principal sobre teoría monetaria pura está contenida en un largo artículo, Geld, publicado por primera vez en Handwörterbuch der Staatswissenschaften en 1892.41 La mayor importancia de este trabajo estriba en que es la primera aplicación de la teoría subjetiva del valor a los problemas del dinero. Ha servido de base a muchas obras modernas sobre teoría monetaria, y contiene una de las mejores exposiciones breves de la función del dinero en el proceso del cambio y en la formación del precio. Sin embargo, donde la fama de Menger descansa es en su teoría subjetiva del valor, la que desarrolla en su primer libro, Grundsätze der Volkswirtschaftslehre, publicado en 1871, el mismo año que la Teoría de Jevons. Menger empieza con lo que evidentemente considera los dos polos de la actividad económica: las necesidades humanas y los medios de satisfacerlas. Define la utilidad en un sentido relativo, es decir, como la capacidad de una cosa para ser puesta en relación causal con una necesidad. Las cosas que poseen esa capacidad se convierten en mercancías cuando la necesidad está presente, cuando la relación causal es reconocida por el individuo que experimenta la necesidad, y cuando ese individuo puede aplicar la cosa a la satisfacción de dicha necesidad. Estas mercancías pueden clasificarse por dos razones técnicas en mercancías de primer, segundo, tercer orden y de orden superior. Las primeras (por ejemplo, el pan) son las que sirven directamente para satisfacer necesidades; las últimas (por ejemplo, la harina, el molino, el trigo, etc.), sólo satisfacen las necesidades indirectamente: son necesarias conjuntamente para producir las mercancías de primer orden. Su propiedad de ser mercancías depende totalmente de nuestra capacidad para disponer a un mismo tiempo de todas las mercancías (complementarias) necesarias para un fin determinado. El objeto de esta clasificación es destacar las condiciones técnicas de la producción (que adquieren después importancia en las teorías de la producción y del capital) y establecer inmediatamente una relación entre el valor de las mercancías de primer orden (las de importancia inmediata para los wirtschaftende Mensch) y el valor de las mercancías de producción de todas clases. Cuando llega a ocuparse de este problema, Menger puede desarrollar el aspecto de la productividad de los factores de la producción que Say y otros habían tratado de introducir. La siguiente clasificación de las mercancías se basa en su relación cuantitativa con las necesidades. De todas las relaciones posibles, la más importante es aquella en que la cantidad de mercancías es menor que la necesidad que hay de ellas. Esas mercancías son mercancías económicas; el individuo tiene que economizarlas, pues sabe que no puede perderse ni abandonarse ninguna cantidad de ellas sin sacrificar la satisfacción de las necesidades. Esta línea divisoria entre mercancías económicas y no económicas no es 316 permanente; las mercancías pueden pasar de la categoría de económicas a la de no económicas, y viceversa, al cambiar las necesidades, la oferta de las mercancías, la técnica, etc. Cuando están en la clase de las económicas puede decirse que poseen “escasez”, término que los pensadores ingleses anteriores no habían asimilado nunca plenamente al sistema. Auguste Walras, padre de Leon, había empleado “rareza” (rareté) en un sentido muy parecido al mengeriano. Pero Menger, sin usar la palabra, fue el primero que expresó con precisión esta relación cuantitativa entre fines y medios a que ahora se aplica la palabra. La teoría de Menger sobre el valor se deriva de su estudio de las mercancías económicas. El hecho de que un individuo se dé cuenta de la naturaleza económica de una mercancía origina en su mente un juicio que llamamos valor. Según las propias palabras de Menger, “valor es la importancia que las mercancías concretas o determinadas cantidades de ellas adquieren para nosotros por el hecho de que sabemos que la satisfacción de nuestras necesidades depende de que dispongamos de dichas mercancías”.42 El valor nace de la limitación de las mercancías en relación con las necesidades, y es esto lo que da a esas mercancías su carácter económico. Los bienes ilimitados no pueden poseer valor, porque no hay ninguna necesidad cuya satisfacción dependa de que dispongamos de alguna cantidad de ellos. ¿Cómo se determina este valor subjetivo? Sabemos —dice Menger— que experimentamos distintas necesidades con diferente intensidad: unas, aquellas de que depende nuestra misma existencia, son muy intensas; otras, de naturaleza más refinada, son menos apremiantes. Pero aun la misma clase de necesidad aparece en unidades de diferente apremio. Cada acto concreto de satisfacción tiene diferente importancia para nosotros, según el grado de satisfacción que hayamos alcanzado. Menger ilustra este razonamiento (que es una formulación más formal de la primera ley de Gossen) con ejemplos numéricos, pero insiste en el carácter puramente “ordinal” de su comparación de la intensidad de las sucesivas manifestaciones de las necesidades. Pasa a afirmar que sería sencillo determinar el valor subjetivo de una mercancía si sólo hubiera una adecuada exclusivamente para la satisfacción de cada necesidad concreta. En este caso, el valor sería igual a la importancia de la necesidad. Pero en la realidad el asunto se complica por el hecho de que generalmente tratamos con una multitud de mercancías acompañada por un complejo de necesidades concretas. En consecuencia, parecerán tener diferente importancia las partes aisladas de la mercancía, según las necesidades a que se apliquen. El individuo usará esas partes para satisfacer sus necesidades en orden descendente de apremio, satisfaciendo con la última porción disponible la necesidad menos intensa. Para averiguar el valor de una porción, nos basta preguntarnos de qué satisfacción habría que prescindir si aquella porción fuera deducida de la cantidad total. La respuesta debe ser: de la satisfacción de la necesidad menos intensa. Menger concluye, por lo tanto, que el valor para el individuo de una porción de la cantidad disponible de mercancías es igual a la importancia dada a la menor satisfacción posible con una sola porción de la cantidad total disponible.43 Esto es lo mismo que el “grado final de utilidad” de Jevons. Menger mismo no usó nunca una frase 317 de este tipo; fueron Marshall y Wieser quienes introdujeron la expresión “utilidad marginal” (aunque el primero la aplicó a un concepto ligeramente distinto). Ahora es preciso usar este valor subjetivo como base para la determinación del precio. Menger niega el dicho de Smith según el cual el cambio se debe a la propensión humana a traficar. Es sencillamente una parte de la actividad económica general dirigida a obtener el máximo de satisfacción con los medios disponibles, y se debe, simplemente, a la existencia de diferencias en las valuaciones subjetivas relativas que de las mismas mercancías hacen individuos diferentes. “Siempre que —debido a diferencias de cantidad o a otras razones— A dé a una unidad de X más valor que a una de Y, y B dé a una unidad de Y más valor que a una de X, será posible el cambio. Cuando A y B cambian de hecho porciones de X y de Y, la relación entre los valores subjetivos de las mercancías para cada individuo se modificará hasta que sea igual para ambos. En este punto cesará el cambio, puesto que no habrá incentivo para continuarlo.” En otras palabras, en equilibrio, la razón de las utilidades marginales de las dos mercancías será la misma para ambas partes. De este modo, los valores subjetivos determinarán los límites del cambio y los del precio. Cada individuo, cuando se presente la ocasión de cambiar, formulará alguna razón cuantitativamente determinada a la cual estará dispuesto a cambiar. Esa razón reflejará la de sus valores subjetivos; pero los valores subjetivos mismos no pueden ser concebidos como cantidades determinadas. Según Menger y sus sucesores, ésta es la relación entre la teoría del precio de mercado basada en la oferta y la demanda y la teoría “definitiva” de los valores subjetivos. En la elaboración ulterior de su teoría del precio, menger examina por turno diferentes situaciones que van desde el cambio aislado, donde sólo intervienen dos partes, hasta la competencia perfecta. Lo que dijo a este respecto no ha sido modificado de manera apreciable por los escritores subsiguientes, tales como Wieser y Böhm-Bawerk, que adoptaron un punto de vista similar. Menger hizo ver que en el cambio aislado el precio estará entre los límites marcados por las razones de cambio máxima y mínima del comprador y del vendedor, y tenderá — dada la igualdad del deseo de conseguir la ventaja máxima y la misma habilidad para negociar— a la razón media entre aquellas dos. Los economistas posteriores han solido considerar el precio como indeterminado dentro de esos límites; y aunque el mismo Menger no lo dijo, sí afirmó que las variaciones en torno a la razón media, debidas a las diferencias en la capacidad para negociar, eran de naturaleza no económica. Por lo que se refiere al monopolio, Menger concluyó que, si sólo se ofrecía una unidad, los límites del precio estarían marcados por la puja del comprador más “fuerte” y la del que le siguiera en fuerza (el extramarginal); y que se fijaría dentro de esos límites de acuerdo con las leyes del cambio aislado. Si se ofrece más de una unidad, el precio lo fijan también la puja del comprador marginal y la del primer comprador extramarginal; y todos aquellos cuyas licitaciones están por encima de la marginal adquieren sus unidades a ese precio. O bien el monopolista puede discriminar, es decir, negociar por separado con cada comprador. El análisis que hace Menger de los factores que determinarán la 318 elección de política difiere poco del que se encuentra en muchos libros de texto posteriores. En régimen de competencia, la discriminación es imposible, ni puede ningún vendedor individual tener un incentivo para retener una parte de la oferta. El precio se fija también en este caso por las demandas y las licitaciones marginales; pero en esta ocasión hay lo que Böhm-Bawerk llamó después “parejas marginales” de compradores y vendedores. Después de un resumen general de los cambios que tienen lugar en la relación entre valor subjetivo y precio, Menger pasa a estudiar el origen del dinero. Su exposición en Grundsätze y en el artículo “Geld” empieza con los inconvenientes del trueque, debido a los diferentes grados de Marktgängigkeit (vendibilidad o aceptabilidad) de las diferentes mercancías. El dinero se convirtió gradualmente en la más marktgängig de todas las mercancías, en el medio universal de cambio. Al llenar esa función, también facilita la “cuantificación” de los valores subjetivos: actúa como un índice de precios, como el medio en que se expresa la equivalencia del cambio. Menger examina los problemas a que da lugar la existencia de una unidad de cómputo, y de él se deriva mucho de la teoría austriaca actual sobre el problema de la política monetaria en relación con los precios. En la teoría de la distribución, Menger fue quien planteó lo que se conoce con el nombre de problema de la imputación, es decir, el problema del valor de las mercancías de orden superior. Habiendo adoptado un punto de vista subjetivo, Menger afirma que el valor de las mercancías de un orden superior (incluso los factores de la producción) está “condicionado por el valor anticipado de las mercancías de un orden inferior para cuya producción sirven”.44 La solución que da al problema de cómo se han de determinar las partes del valor del producto que corresponden a las mercancías productivas cooperantes en la producción no es del todo clara. Dice que la parte de todo factor aislado hay que determinarla por la pérdida de valor que sufriría el producto si dicho factor fuera retirado de la combinación cooperativa.45 Pero es justo interpretar esto insertando la expresión “en el margen”; es decir, debemos pensar que Menger sostenía una teoría de la productividad marginal, aunque fuera de un tipo primitivo. Viene a reforzar esta opinión el hecho de que Menger aplicaba el mismo análisis a la tierra, el trabajo y el capital. Pero, como Jevons, no logró acomodar en su sistema el problema del costo, aunque su teoría de la distribución lo llevó hasta el borde de la ley del costo, o del principio del costo de sustitución, que iba a ser enunciado por su discípulo Friedrich Wieser. d) Leon Walras (1834-1910). Como el último de los fundadores de la escuela de la utilidad marginal, Walras se encuentra en cierto modo entre Jevons y Menger. Como el primero, se basa en el hedonismo, y emplea el método matemático todavía más que él. Como el segundo, evita algunos de los errores de Jevons al traducir los valores subjetivos en precios de un mercado competitivo. A causa de esto, y no obstante su hedonismo, la influencia de Walras sobre la escuela matemática moderna fue más considerable que la de Jevons. Walras fue influido por Cournot, y probablemente fue esta influencia la que le permitió combinar una teoría del valor-utilidad con una teoría matemáticamente precisa del equilibrio del mercado. A pesar, o quizás a causa de las dificultades que encontró en 319 esa tarea, Walras fue llevado, cada vez más, a enunciar una teoría general, no “utilitaria”, del equilibrio económico, expresada en términos de ecuaciones funcionales. Por lo tanto, es esencialmente el economista de los economistas, más que del lector general o del político. En 1874, tres años después que Jevons y Menger, pero independientemente de ellos, Walras enunció la doctrina de la utilidad marginal en su Éléments a Économie politique pure. Divídese esta obra en dos partes: una trata de la teoría del cambio, y la otra (publicada en 1877) de la teoría de la producción. Walras opera esencialmente con los mismos conceptos que Jevons, pero busca constantemente soluciones de carácter más general. Al igual que Jevons y Menger, basa el valor de cambio en la utilidad y en la limitación de la cantidad. Siguiendo a su padre, usa el término “rareza” (rareté), que define como la “derivada de la utilidad efectiva en relación con la cantidad poseída”.46 En otras palabras, “rareza” es lo mismo que utilidad marginal. El deseo de igualar utilidades marginales (de acuerdo con la segunda ley de Gossen) conducirá al cambio. Y este deseo, junto con las existencias de mercancía que posee cada individuo, dará una demanda o una oferta determinadas para cada individuo. Esto puede representarse por una ecuación funcional o por una curva. En un mercado donde rija la competencia se logrará el equilibrio cuando el precio sea tal, que se igualen la oferta y la demanda. Walras emplea un recurso especial para hacer ver cómo ese precio resulta de la competencia. Es la noción del “precio pregonado” (prix crié), llamado así porque lo pregona o grita un pregonero. Si en este precio no son iguales la oferta y la demanda, se pregonará un precio nuevo, y se procederá así hasta que quede establecida la igualdad. De este modo se conseguirá por tanteos el precio de equilibrio.47 Hay en todo esto poco de nuevo en relación con otras exposiciones de la relación existente entre la oferta y la demanda, excepto la insistencia en su interdependencia funcional con el precio y en su determinación última por la “rareza”. No obstante, Walras no dijo claramente si concebía que podían realizarse operaciones a precios fuera del desequilibrio o no. Si pueden hacerse, evidentemente las razones de la utilidad marginal de los participantes cambian, así como sus demandas y ofertas. En consecuencia, el precio de equilibrio será diferente de lo que habría sido de otra manera. Si no se verifican transacciones, surge el equilibrio de Walras. Mas, para incluir esta condición en los supuestos, habría que pensar, con Edgeworth, que hay una “recontratación continua”, y que cada transacción anterior al establecimiento del equilibrio es sólo provisional.48 Una vez que se tienen estas ecuaciones de oferta y demanda en los precios de equilibrio para cada mercancía, puede pasarse, como hizo Walras, al problema del equilibrio general del cambio. También aquí usa Walras un recurso de su invención: el del “numerario” (numéraire), que es una mercancía que se emplea como patrón de cuenta. Pero no es dinero, en el sentido corriente de la palabra, porque Walras supone que es meramente una unidad de cuenta y que no hay demanda de ella si no es la que se refiere a sus cualidades no monetarias. El empleo de este recurso nos permite decir que si hay n mercancías, tenemos n-l ecuaciones de la oferta y la demanda (la del numerario se deriva 320 de las otras) y n-l precios desconocidos que hay que determinar. Esto significa —dice Walras— que hay una solución determinada para el problema del equilibrio general.49 El método de análisis empleado por Walras ofrece un cuadro del sistema general de la interdependencia de los precios, las demandas y las ofertas; pero lo debilita la ya mencionada oscuridad de su método para relacionarlo con las utilidades marginales. Es evidente que Walras deseaba vivamente conservar esa relación, por las implicaciones que podía decirse que tenía para la política económica. Wicksell afirma que Walras fue conducido a su análisis económico por el deseo de encontrar un argumento sólido en favor del laissez faire, para contestar al ataque de un discípulo de Saint-Simon.50 Como resultado de ello, Walras da otra serie de ecuaciones que invierten el procedimiento de Jevons y toma como variables independientes los precios, más bien que las cantidades cambiadas. Pone de manifiesto que, dados ciertos precios, cada individuo procederá a cambiar hasta que la razón de las utilidades marginales de las dos mercancías sea para él igual a su razón de cambio. Esto nos da unas funciones determinadas de oferta y demanda, un número de ecuaciones igual al de incógnitas, y con ello un equilibrio determinado.51 Recientemente se ha argumentado contra este razonamiento que, como el de Jevons, en realidad separa el problema causal-genético, es decir, el problema del origen del precio de sus raíces de valor subjetivo.52 Este juicio parece justificado, y hace de Walras un iniciador importante de la tendencia moderna, consistente en abandonar la investigación del origen del valor en favor de una teoría de la interdependencia funcional, puramente formal pero absolutamente general. Se afirma que economistas posteriores, mediante el uso de complejas herramientas matemáticas especializadas, completaron el modelo walrasiano del equilibrio general. La obra decisiva en este aspecto fue terminada en 1950 por dos ganadores del Premio Nobel, Kenneth Arrow y Gerard Debreu, a quienes se hará referencia más adelante en relación con los teoremas del equilibrio y de clarificación de mercado de la “nueva macroeconomía clásica”. De manera breve, se afirma que lo comprobado es que, sin importar la cantidad de entradas y salidas, nunca dejará de existir una serie de precios que los mercados utilicen, siempre y cuando se cumplan ciertas condiciones. Entre éstas, las necesarias para este teorema elegantemente matemático, están la completa flexibilidad de salarios y precios, la no existencia de incertidumbre a la cual no se pueda responder, la no existencia de recurrencia o ganancia creciente, y la de oligopolios o monopolios. Por ello, su valor práctico para fines de política económica parece muy limitado. Otra de las críticas que se hacen a la teoría de Walras se dirige contra las conclusiones que saca de ella. Como Jevons, se inclinaba a sostener que la libre competencia llevaba a su máximo la utilidad.53 Pero como demostraron pensadores posteriores, el hecho de que unas partes quieran seguir cambiando a un precio distinto del fijado por la competencia, mientras otras no quieren, no nos autoriza a decir que, hecho el balance, resulte sacrificada la satisfacción. No tenemos un canon de comparación por el cual pudiera esto resolverse científicamente; pero el sentido común apoya la opinión de Wicksell de que como los cambios en la distribución de la propiedad pueden ser manifiestamente ventajosos para algunas personas (en ciertos casos, para la 321 mayoría de la gente), la intervención en la competencia que altera los precios y, por lo tanto, la distribución de la propiedad, también puede producir una ventaja a la ma