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Interrogatorio a un agente enviado por Metternich desde Austria para negociar en secreto con Fouche, en los jardines del palacio del Elíseo.

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Curiosidades de la historia: episodio 162

Fouché, el espía que se llevó a la tumba los secretos de Napoleón

Ejerciendo como todopoderoso ministro de Policía, Joseph Fouché tejió una vasta red de confidentes para desbaratar cualquier amenaza al poder de Napoleón Bonaparte.

Ejerciendo como todopoderoso ministro de Policía, Joseph Fouché tejió una vasta red de confidentes para desbaratar cualquier amenaza al poder de Napoleón Bonaparte.

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Interrogatorio a un agente enviado por Metternich desde Austria para negociar en secreto con Fouche, en los jardines del palacio del Elíseo.

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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

Pocos personajes de la historia francesa han dejado una fama más siniestra que Joseph Fouché. Implicado en algunos de los episodios más sangrientos de la Revolución de 1789, se mantuvo en el poder bajo los regímenes políticos más diversos, desde el Directorio (1795-1799) hasta Napoleón (1800-1815) y la Restauración borbónica de 1815. Como ministro de Policía, un cargo que prácticamente inventó, aparentaba saberlo todo y era implacable persiguiendo todo tipo de subversión, real o imaginaria. 

La frialdad con que actuaba y su misma apariencia física causaban impresión. Victor Hugo lo llamó «alma de demonio, cara de cadáver», y el novelista Stefan Zweig lo calificó de «traidor nato, miserable intrigante, naturaleza de reptil». Sin embargo, Fouché también ha tenido defensores, como el novelista Balzac, que lo consideraba «uno de los hombres más extraordinarios y peor juzgados».

La trayectoria vital de Fouché es tan escabrosa como fascinante. Nació en 1759, en el seno de una familia modesta enriquecida con la trata de esclavos, y se educó en una institución eclesiástica, el Oratorio, donde luego ejerció de profesor. Tras ingresar en la masonería, fue uno de los muchos jóvenes que en 1789 se lanzó de lleno a la política revolucionaria. 

Revolucionario radical

Tras el triunfo revolucionario, fue elegido en 1792 diputado en la Convención, y se sentó entre los moderados girondinos antes de pasarse a las filas jacobinas, desde las que votó a favor de la ejecución de Luis XVIII. No era buen orador, pero sí un organizador muy eficaz, como demostró en varias misiones en las que aplicó una brutal represión contra los enemigos de la Revolución, particularmente en Lyon.

 

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Joseph Fouché.

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Su fe republicana era total: «Todo está permitido a quienes actúan en el sentido de la Revolución. No hay otro peligro, para el republicano que quedarse por detrás de las leyes de la República. Quien va por delante a menudo sigue sin haber llegado a la meta. Mientras haya un solo desdichado en la Tierra, habrá pasos que dar en el camino hacia la libertad».

Fouché mantendría siempre estrechos lazos con los jacobinos, pese a que fue uno de los instigadores de la caída de su dirigente Robespierre. Pero bajo el Directorio (1795-1799) su prioridad fue encontrar un puesto a su medida en el Gobierno. Lo logró finalmente gracias a Barras, que en 1799 lo nombró ministro de Policía, el cargo que ambicionaba. Ello no impidió que apenas unos meses más tarde traicionara a su valedor. 

Fouché sabía que el Directorio estaba totalmente desprestigiado y que se necesitaba «una cabeza y un sable», un hombre que pusiera orden. Alguien como Napoleón Bonaparte, el general más popular del país, que en octubre de 1799 volvió de Egipto con el propósito secreto de tomar el poder en Francia.

Fouché resolvió no hacer nada contra la conspiración que el general puso en marcha y que concluyó con el golpe de Estado de Brumario y su proclamación como primer cónsul de la República. Para recompensarlo, Bonaparte lo confirmó como ministro de Policía

Desde ese puesto, Fouché creó un sistema de vigilancia policial que serviría de modelo para todos los regímenes posteriores. Contaba con un cuerpo de policías enteramente a su servicio, estructurado en comisarías y prefecturas, y estableció una extensa red de confidentes.

La leyenda hablaba de 40.000 soplones (mouchards), aunque en 1800 no eran probablemente más de 800. Esos espías estaban en todos los lugares y estratos sociales. A través de un cocinero, Fouché espiaba a Luis XVIII, exiliado en Inglaterra, pero hacía lo mismo con Napoleón mediante su esposa, Josefina de Beauharnais, a la que captó merced a una mezcla de amabilidad y dinero. La información era poder, y Fouché poseía la mejor. 

Para Bonaparte, Fouché resultaba imprescindible por su control sobre los enemigos del régimen napoleónico, tanto los jacobinos como los monárquicos. Que existía un peligro real lo demostró el atentado con bomba que Bonaparte sufrió en la Nochebuena de 1800, cuando se dirigía a la Ópera. Hubo víctimas mortales, aunque él salió ileso.

El cónsul reprochó agriamente a Fouché el fallo de seguridad y lo acusó de proteger a sus antiguos amigos jacobinos, a los que consideraba responsables del intento de asesinato, pero el ministro estaba convencido de que se trataba de una conspiración monárquica y probó que estaba en lo cierto. 

En 1802, Bonaparte suprimió el Ministerio de Policía, pero dos años más tarde, cuando se coronó emperador, volvió a necesitar una mano firme a cargo de la policía y eligió a Fouché, el único capaz de cumplir aquella misión  satisfactoriamente. 

Desconfianza imperial

Con todo, Napoleón veía con gran desconfianza a su ministro. Para empezar, sabía que se enriquecía con los fondos públicos. «Coge a manos llenas, debe de tener millones», decía. Pero no era eso lo que le molestaba, sino la independencia de criterio de Fouché.

 

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Joseph Fouché.

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En una ocasión le advirtió: «Vuestro deber es seguir mi opinión, y no actuar según vuestro capricho». «Buscaba siempre dominarme para luego parecer que me dirigía», dijo en otra oportunidad. Esas diferencias escondían una discrepancia sobre la dirección que seguía el Imperio napoleónico. Frente al empeño de Bonaparte por hacer la guerra a toda Europa, Fouché se erigió en una suerte de oposición silenciosa, partidaria de la pacificación

En 1809, Fouché alcanzó quizá la cúspide de su carrera al dirigir, en ausencia del emperador, la defensa del país frente a una invasión británica desde los Países Bajos, una gesta que le valió el ducado de Otranto. Sin embargo, cuando al año siguiente mantuvo negociaciones de paz con Inglaterra a espaldas del emperador, este, al enterarse, lo fulminó del Gobierno. «Hace cosas demasiado importantes sin consultarme», se justificó. El flamante duque quemó los documentos sensibles del ministerio antes de retirarse.

Tras la derrota del Imperio francés en 1814, Fouché asistió sin inmutarse a la primera abdicación del emperador y estableció contactos con el nuevo Gobierno borbónico, lo que no impidió que al volver Napoleón de su exilio en Elba aceptara ser su ministro de Policía por tercera vez.

Durante los Cien Días se manifestó el hilo conductor de su política entre sus tantos vaivenes: la fidelidad al legado de la Revolución. Por eso hizo suprimir la censura, evitó los juicios militares a los traidores, conminó a la policía a desempeñarse con respeto a la ley y las libertades, y sugirió a Napoleón que actuara como un monarca constitucional

Al servicio de Luis XVIII

Fouché sabía que los días de Napoleón estaban contados y enseguida estableció contactos con el extranjero. «Me traicionáis, señor duque de Otranto», le espetó Napoleón, sin atreverse a destituirlo. Tras la derrota del emperador en la batalla de Waterloo, Fouché se convirtió en presidente de un Gobierno provisional.

Su deseo habría sido establecer una república inspirada en los ideales de 1789, pero a la postre resolvió facilitar el regreso de Luis XVIII, tratando, eso sí, de que el liberalismo no muriese y de entregar «la Revolución al rey y el rey a la Revolución». El nuevo rey lo mantuvo en el puesto de ministro de Policía, pero el escándalo de tener a un regicida en el Gobierno fue insostenible, y Fouché fue destituido y condenado al exilio. Poco antes de morir, en Trieste, Fouché, el maestro del secreto, mandó prender fuego a gran parte de su archivo personal.