Latinoamerica sin Reyes 2a parte

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Segunda parte.

El Reino Unido en 2023 es un país al borde de Europa que está luchando con su pasado imperial y afrontando un futuro incierto. Desde la campaña del Brexit en 2016, invocar la “grandeza” de la historia del Reino Unido —al mencionar acontecimientos o nombres como la batalla de Agincourt o Winston Churchill— se ha vuelto usual para los políticos de derecha que quieren articular una visión del futuro del Reino Unido fuera de Europa. Y quizá precisamente porque el futuro del Reino Unido fuera de Europa parece depender tanto de su pasado, hay un tono cada vez más duro e insulso en las conversaciones sobre la historia británica: un patriotismo que no admite ninguna crítica. Los intentos de volver a analizar la historia imperial del Reino Unido han sido desestimados como “tratar de dañar al Reino Unido”, promover “una agenda progre” o “sentir una gran vergüenza sobre nuestra historia”.

Al mismo tiempo, la economía del Reino Unido es una de las de más lento crecimiento en el Grupo de los Siete. Hay una “crisis del costo de vida” (niveles altos en tasas de interés, inflación y precios de energéticos). Un número histórico de familias usan bancos de alimentos y uno de cada cinco británicos vive en la pobreza.

Este es el momento complejo y polarizado al que la ceremonia del sábado debe tratar de adaptarse. Camila, la reina consorte, no portará en su corona el diamante Koh-i-Noor, que fue robado de la India durante el dominio británico y es un símbolo para muchos de hurto colonial; el aceite sagrado será vegano (sin civeta, almizcle o ámbar gris), y la ceremonia en sí será más breve y menos fastuosa, con una lista de invitados reducida, que se supone es una señal de ahorro y conciencia ambiental.

No obstante, esta coronación reducida todavía les costará millones a los contribuyentes británicos; aunque la cantidad exacta no se hará pública sino hasta después del evento, se reporta que rondará los 125 millones de dólares. Para muchos, el simple hecho de que se realice la coronación es señal de un país en negación, aferrado a una grandeza del pasado. Para otros, cualquier concesión al presente es demasiado insoportable.

“Es en particular perturbador que no se le haya solicitado al conde de Derby que proporcionara halcones, como lo ha hecho su familia desde el siglo XVI”, escribió Petronella Wyatt, una columnista en The Daily Telegraph, con aparente seriedad. “Estos pequeños detalles privan a las personas de su propósito en la vida”.

Es un acto de equilibrio delicado: despilfarrar la cantidad correcta y estar a la altura de las circunstancias; recortar de más y perder cualquier poder que tenga la ceremonia. Sin embargo, las coronaciones, como las monarquías, han tenido que evolucionar durante mucho tiempo.

Para el siglo XVIII, el Reino Unido era una monarquía constitucional en la que el equilibrio de poder había cambiado de la Corona al Parlamento. En la convulsión de la primera Revolución industrial y a medida que las monarquías europeas —incluida la opulenta corte francesa en Versalles— eran derrocadas en olas de revolución política, ceremonias como las coronaciones se volvieron una parte integral de la imagen propia de un país que podía incorporar cambios sin ruptura, que había optado por la evolución en vez de la revolución.

La coronación de Jorge IV en 1821, tras la victoria del Reino Unido en las guerras napoleónicas, fue una de las más fastuosas en la historia británica, un intento, en parte, de eclipsar a Napoleón y celebrar la supremacía británica, pero también un síntoma del despilfarro escandaloso que lo hizo tan impopular. En 1831, su sucesor, Guillermo IV, tal vez al percibir los ánimos, quiso suspender la ceremonia de coronación por completo. Al final, cedió ante la presión de sus consejeros y accedió a celebrar un festejo más sencillo sin banquete y una procesión más pequeña. Aun así, fue demasiado para algunos.

La coronación de Victoria, la sobrina de Guillermo, en 1838, tras una crisis financiera transatlántica, se vio restringida hasta el punto de ser apodada despectivamente como la “coronación del centavo”. Sin embargo, fue grande en un aspecto importante: se estima que alrededor de 400.000 británicos presenciaron la procesión de Victoria; además, hubo una feria enorme en Hyde Park y pirotecnia.

Una ceremonia que siempre había estado reservada para la nobleza comenzó a hacerse más pública. Para el siglo XX, la lista de invitados incluía a miembros de las clases media y, después, trabajadora. Para la coronación de Eduardo VII, en 1902, a los trabajadores se les concedió un día feriado para celebrar el acontecimiento (todavía lo tienen, este año es el 8 de mayo).

La coronación de Isabel II, en 1953, tras años de racionamiento y austeridad en la posguerra y con el Imperio británico ya en decadencia, trató de proyectar la imagen de un país que todavía era una potencia mundial al invitar a representantes de las colonias y dominios británicos. Sin embargo, para el jubileo de platino el verano pasado, no fue festejada como la cabeza de una potencia global, sino como un símbolo de un sentimiento británico nostálgico y de posguerra que fue invocado con una flota de Mini Coopers retro y un juego de té de media tarde hecho por completo de fieltro. Fue un brillo alegre que, para algunos, solo subrayó la brecha entre la ficción imperial y la realidad que vive el Reino Unido moderno.

Si la coronación del sábado resulta exitosa, para el 9 por ciento de los británicos a los que, según una encuesta de YouGov, les importa “mucho”, será otro punto bien zurcido del hilo que une nuestro presente a nuestro pasado. Para el 64 por ciento al que, según la misma encuesta, no le importa mucho o nada, el 8 de mayo será, en el mejor de los casos, un día libre muy caro.

Para Carlos III, el sábado es la primera gran prueba para saber si puede llevar el timón de una monarquía moderna y más austera que sea relevante —o al menos no objetable— para la mayoría de los británicos. La corona de San Eduardo pesa poco más de 2 kilogramos. Eso es mucho peso para los hombros de un solo hombre.