Inspiró la Revolución Francesa

Rousseau: el filósofo que no quería ser ilustrado

Defensor de la libertad y la igualdad radical entre todos los seres humanos, el pensador franco-suizo arremetió contra las ideas de progreso propias de la Ilustración y ensalzó al hombre primigenio y amoral, el único realmente libre.

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Foto: Cordon Press

Jean-Jeacques Rousseau fue, tal vez, el más inclasificable de los ilustrados franceses. Escritor, músico, botánico, naturalista, filósofo... Se interesó por casi todos los campos del saber, representa como ningún otro el ideal de la Ilustración, que abogaba por combatir la tiranía a través de la razón y el conocimiento, y sus ideas influirían de manera decisiva en la Revolución Francesa. Pero también arremetió contra la idea de progreso que divulgaban los ilustrados, llegando a mantener un agrio enfrentamiento con Voltaire.

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Rousseau nació en Ginebra el 28 de junio de 1712 y desde muy joven se interesó por los personajes ilustres de Grecia y Roma y por la literatura clásica, convirtiéndose en un ávido lector de las Vidas paralelas de Plutarco. A la edad de 10 años quedó al cargó de un pastor calvinista de la vecina Bossey, en la Alta Saboya francesa, y seis años después abandonó la localidad, vagabundeando hasta que fue acogido por Françoise-Louise de Warens, mujer culta y muy liberal, que durante años le hizo de madre y de amante.

Sabio autodidacta

Junto a Madame de Warens, Rousseau se formó de manera autodidacta y adquirió un conocimiento enciclopédico. En 1741 marchó a París donde pretendía presentar un novedoso sistema de notación musical que había ideado. Allí, conoció al filósofo Louis Diderot, que lo introdujo en los ambientes ilustrados de la capital francesa y le encargó la redacción de los escritos de música de la Enciclopedia. En la capital francesa frecuentó los debates y reuniones ilustradas y conoció a Voltaire, D'Alembert, Rameau y otros intelectuales.

Las veladas literarias e intelectuales eran habituales en París. La pintura recrea la lectura de una obra de Voltaire en el salón de Madame Geoffrin.

Foto: Cordon Press

Pero a diferencia del resto de ilustrados, Rousseau fue muy crítico con la idea del progreso. Su teoría política se basa en que la civilización, las instituciones, la propiedad privada, la vida social, en definitiva, es el origen del sufrimiento y las injusticias que sufre el ser humano. En contraposición, reivindicaba las bondades de lo que él llamó el "buen salvaje".

El buen salvaje

El núcleo central de su pensamiento político fue fruto de una revelación que tuvo, según él mismo, durante una caminata en 1749: la corrupción que la vida social causa al hombre es el origen del sufrimiento y las injusticias que sufre. Ideas que expuso en el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750) y el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755). Según Rousseau, los hombres, en su estado "natural", no tenían "ni vicios ni virtudes", estaban "más inclinados a preservarse del daño que podían recibir que a pensar en el que podían infligir" y, por tanto, "sus disputas raramente tenían resultados sangrientos".

En su estado natural, los hombres no tenían "ni vicios ni virtudes" y vivían ajenos al concepto de bien y de mal. El origen del sufrimiento y las injusticias era la corrupción de la vida social, según Rousseau.

La época "más feliz y duradera de la humanidad" finalizaría con la invención de la agricultura y la metalurgia, cuando apareció "el primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y encontró personas lo bastante simples para creerle", se lamentaba. Cuántas calamidades hubiera evitado "quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes: '¡Guardaos de escuchar a este impostor! La tierra no es de nadie!'".

Contra todo y contra todos

Sus planteamientos lo convirtieron en una celebridad, pero lo enfrentaron al resto de filósofos ilustrados por sus diatribas contra el progreso. Voltaire lo acusó de haber escrito su Discurso sobre la desigualdad "contra la raza humana [...] jamás se desplegó tanta inteligencia para querer convertirnos en bestias". También lo enemistaron con a la Iglesia, que lo acusó de negar el pecado original, y por ellas renunció a la pensión real que que le había sido otorgada gracias a El adivino del pueblo, una ópera estrenada con enorme éxito en Fontainebleau y que había encandilado al propio Luis XV.

Una caricatura que recrea la animadversión entre Rousseau y Voltaire.

Foto: Cordon Press

Rousseau se distanció de sus contemporáneos intelectualmente, pero también puso distancia física con ellos. Se instaló en l'Hermitage, una casa de campo al norte de París, donde pretendía vivir acorde con sus principios, de manera austera. En ese entorno aislado de la civilización y en contacto con la naturaleza escribe de religión, música o amor, pero sobre todo, alumbra un texto fundamental en su obra política El contrato social (1762), que se convirtió rápidamente en un clásico del pensamiento político moderno.

En 1762 alumbró un texto que se convertiría rápidamente en un clásico del pensamiento político moderno, El contrato social.

Se trata de un contrato que intenta hacer compatible el interés del individuo con el interés colectivo. Este pacto social se reduce a los siguientes términos: "cada uno ponemos en común nuestra persona y todo nuestro poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibimos corporativamente cada miembro como parte indivisible del todo". La soberanía reside en el pueblo, es decir, en todos y cada uno de los individuos que de manera libre se constituyen en un cuerpo político "compuesto de tantos miembros como votos integran su asamblea". Todos estos individuos son a la vez "ciudadanos, en tanto que depositarios de la autoridad suprema, y súbditos en tanto que sometidos a las leyes del Estado".

Perseguido y paranoico

En este nuevo "yo común", ningún individuo está por encima de los otros y el Estado no está dominado por los ricos y los poderosos. El contrato social contenía unos fundamentos radicalmente democráticos y era una enmienda a la totalidad del Antiguo Régimen, por lo que no es de extrañar comenzara una persecución política por sus ideas y sus escritos. Las autoridades francesas y suizas decretan órdenes de arresto contra él, y sus obras, especialmente El contrato social y Emilio, o de la educación (un tratado pedagógico que suponía una crítica descarnada de las religiones escrito en las mismas fechas), fueron quemadas en las plazas.

Este grabado del siglo XX recrea la quema pública de 'El contrato Social' organizada en Ginebra en 1763.

Foto: Cordon Press

Refugiado en el principado de Neuchâtel (actual Suiza) bajo la protección del rey de Prusia, intentó retomar su vida austera. Escribe sobre botánica y redacta un diccionario y un proyecto de constitución para Córcega. Pero su vieja enemistad con Voltaire reaparece de la manera más cruda. En 1764, el filósofo parisino imprimió un panfleto en el que acusaba al ginebrino de sifilítico, falso; de haber matado a la madre de su pareja, falso; y de haber abandonado a sus cinco hijos, cierto. Al año siguiente su casa fue apedreada por una turba furiosa excitada por el pastor calvinista de Ginebra.

Las ideas de Rousseau contenían una enmienda a la totalidad del Antiguo Régimen, por lo que no es de extrañar que las autoridades políticas y religiosas iniciaran una persecución implacable de sus ideas y su persona.

La hostilidad política, religiosa e intelectual desplegada contra él hace mella en su salud mental y comienza a desarrollar una manía persecutoria. Rousseau vuelve a exiliarse, esta vez a Londres, donde paso un par de años acogido por David Hume. Las relaciones entre ambos se deterioran y Rousseau decide regresar a París bajo un nombre falso para evitar su detención.

En 1770 logró recuperar su verdadero nombre y su libertad a condición de no publicar nada más. Obsesionado por su reputación tras la publicación del libelo de Voltaire, Rousseau organizó lecturas de textos autobiográficos autoexculpatorios, que fueron prohibidas a raíz de la intervención de Madamme Épinay, una antigua amante de la alta sociedad, temerosa que salieran a la luz escándalos que la salpicaran.

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Legado inmortal

Muy lejos del ideal que perseguía, pasó los últimos años de su vida paranoico, prohibido, vilipendiado por los demás ilustrados y perseguido políticamente. Se dedicó a copiar partituras, recoger hierbas y a redactar textos autobiográficos defendiéndose de sus detractores. Murió el 2 de julio de 1778, enfermo y al borde de la miseria.

La civilización que tanto detestaba y a la que había dedicado su vida a combatir parecía haber aniquilado a aquel que había puesto de manifiesto su injusticia y su corrupción. Pero en realidad, Rousseau seguía siendo un pensador político de referencia, y sus escritos inspirarían la revolución que una década más tarde certificaría la muerte del régimen que había intentado acabar con él y con su reputación. En un giro del destino, sus restos, trasladados en 1794 a la cripta del Panteón de hombres ilustres de París, descansan junto a los de su enconado enemigo, Voltaire.