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lunes, 18 marzo, 2024
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La Reina María Estuardo y la fragilidad humana

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Por: Mauro González Luna •

La gloria en este mundo es flor de un día. No en balde Tomás de Kempis, el autor de la «Imitación de Cristo», escribió: «Oh, cuan de prisa pasa la gloria de este mundo». 

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Los grandes, y en especial políticos y empresarios muy ricos, por regla, tienen la idea de que su grandeza humana dura para siempre. La insolencia los cubre de pies a cabeza, día y noche. Olvidan la brevedad de la vida, aquella de la que habló, llorando, Jerjes al contemplar su formidable flota; olvidan que la muerte es niveladora, como reseña Toynbee al citar a Plutarco hablando de la muerte de Pompeyo Magno. El caso del Tercer Reich, que duraría, según eso, mil años, cuando prevaleció doce, es buen ejemplo de ello.

Pero hay una gloria que se reconoce perecedera por las verdaderas almas grandes. Éstas reconocen lo frágil de la condición humana. La de Tomás Moro, una de ellas. Y otra, la de María Estuardo. 

De ella, de María Estuardo, querido lector, hablaré un poco, basándome en el drama, «María Estuardo» del alemán Friedrich von Schiller, el que cantó a la alegría, y a cuya Oda puso música el genio de Beethoven. Y, sobre todo, en el libro del español Luis Coloma, «La Reina Mártir», muy superior en veracidad al de Stefan Zweig.

María Estuardo, escocesa, nace en 1542, sus padres, Jacobo V, rey de Escocia, y María de Guisa. No conoce a su padre, quien muere al poco tiempo de nacida. Es proclamada reina con nueve días de edad, y coronada, a los nueve meses. Su madre acuerda con Francia que sea la prometida del Delfín Francisco, futuro rey, hijo de Enrique II y de Catalina de Médicis.

A los seis años, en 1548, es enviada a Francia por su madre, en compañía de fieles amigas de la infancia, las «cuatro Marías», de la misma edad, pertenecientes a ilustres familias de Escocia. No vuelve a ver a su madre.

En Francia, su futuro suegro, Enrique II, instala a su futura nuera en Saint-Germain. Es una niña «alegre, traviesa, linda como un ángel, instruida y docta como un doctor de la Sorbona» han dicho los historiadores serios; habla seis idiomas, incluyendo el latín.

Reina consorte de Francia por un año, enamorada de su esposo como él de ella. En 1560 muere Francisco II, y queda viuda a los 19 años y, desde entonces, en manos de enemigos, entre ellos su suegra, regente temible del reino. María se retira a Reims, donde «mide toda la extensión de su infortunio». María tiene una fe católica inquebrantable, en las buenas, y en las malas que abundaron.

Catalina de Médicis, decide enviar a María a Escocia, que entonces es «un país de salvajes», convertido por Isabel I de Inglaterra en un hervidero anticatólico de herejes, capitaneado por John Knox y secuaces protestantes, tal como lo comenta a Catalina el Cardenal de Tournon, tratando de proteger el futuro de María. 

María «teme como a la muerte ese viaje a Escocia y prefiere mil veces quedarse en Francia como Reina viuda», comenta Brantome. Pero la Médicis lo impone, diciendo irónica y proféticamente: «nuestra buena hermana Isabel se encargará de guardar a María». ¡Y vaya que se encarga después de ella, guardándola 19 años en prisión y firmando luego su sentencia de muerte en Inglaterra!

Isabel I de Inglaterra, hija adulterina de Enrique VIII y de Ana Bolena, pues nace en vida de la esposa del rey, Catalina de Aragón, reina consorte. Este rey la declara -a Isabel- bastarda al ser decapitada Ana Bolena, lo que por ley la incapacita para ser reina de Inglaterra. Por ende, es María Estuardo la heredera legítima del reino de Inglaterra, siendo nieta única de Margarita Tudor, hermana del felón Enrique VIII.

Y ese hecho explica la conducta cruel, aviesa e hipócrita de Isabel y las desventuras futuras de María.

En Escocia es María reina joven, cercada de enemigos anticatólicos. Elige a mala hora casarse con Lord Darnley. Este era varón vanidoso y revestido de ambición. A los tres meses de casado, saca las uñas y pide a la reina que le otorgue la mitad del poder supremo. María no cede a tal petición temerosa de «dejar tan grande poder en manos tan inhábiles». Y entonces, aflora el resentimiento de Darnley hacia ella. Tienen un hijo, futuro rey de Escocia e Inglaterra, un mal hijo que traiciona a su propia madre.

Darnley, rencoroso, planea un crimen con el concurso de herejes como Morton, Ruthwen y Lindsay. Pretenden estos prender a la reina, disolver el parlamento y asesinar a David Riccio, agente secreto de S.S. Pío IV. Riccio está encargado de apoyar a la reina María en la difícil tarea de restaurar el catolicismo en Escocia. 

Asesinan a Riccio, pero los conjurados no logran su cometido de derrocar a la reina. María perdona a Darnley, y después se reconcilia con él. Y aparece en escena el Conde Bothwell, quien en el Castillo de Edinburgo, sirve con lealtad y cortesía a la Reina, a diferencia de los otros groseros y falaces Lores escoceses.

La reina María intenta a toda costa restaurar el catolicismo en Escocia, pero infructuosamente a causa de la labor de zapa de los presbiterianos, por la indecisión incomprensible de algunos reyes como Felipe II, y por el misterioso destino, entre otras.

Los enemigos de María y del catolicismo no cejan en su intento de hacerla a un lado. Traman con el Conde de Bothwell el asesinato de Darnley. Morton y otros prometen a Bothwell que apoyarán el que se case con María. Asesinan a Darnley, y Escocia entera se hunde en un mar de intrigas, inconsecuencias y flaquezas humanas, como narra Coloma.

Bothwell propone a María funesto casamiento. Ella no acepta. Él entonces, la toma prisionera por diez días «con brutal audacia». María lo perdona y acepta el casamiento. Atribuye Coloma dicha conducta de María a la flaqueza humana de su juventud y a las peligrosas circunstancias, pero nunca a un crimen. A raíz de ello, María cae del trono de Escocia por las intrigas, calumnias y violencias de sus herejes y encarnizados enemigos; Bothwell huye y muere después de algunos años lejos de Escocia, declarando que la Reina María no tiene responsabilidad alguna en el asesinato de Darnley.

Ingenua, suplicante, pide ayuda a su tía la reina de Inglaterra, Isabel I, llamada la «Reina Virgen». Ésta accede hipócritamente, para luego guardarla 19 años en calabozos, despreciando las leyes de hospitalidad y el derecho de gentes. A través de terceros para encubrir su felonía, cartas falsificadas y otros ardides, la reina que no tiene nada de virgen pues abundan sus amantes, acusa falsamente a María de pretender arrebatarle el reino.

Incitan sus captores a que reniegue María de su fe católica a cambio de salvar libertad y vida; pretenden que claudique, pero ella, la gran Reina, se mantiene incólume en sus convicciones religiosas.

Y finalmente, María Estuardo muere decapitada en 1587, con serena dignidad, como Reina de Escocia y Francia, como heredera legítima del trono de Inglaterra, como campeona de la fe católica.

Ante el patíbulo, dice María: «…De dos delitos me acusan, que son, el haber tratado de la muerte de la Reina, y de haber procurado mi libertad. Mas por el paso en que estoy y por aquel Señor que es Rey de los reyes, …. ni ahora ni en ningún tiempo jamás traté de la muerte de la Reina… Mi libertad he procurado, y no veo que el procurarla, sea un crimen, pues soy libre, y Reina y soberana señora. ….. y que con mi ejemplo aprendan los hombres en qué paran los cetros y las grandezas de este mundo… , y que muero en la comunión de la fe católica, apostólica y romana». Y en puridad, por eso muere mártir.

Bien dice Schiller que los postreros instantes de la vida, cuando se sabe morir «a tiempo y con gracia», añado yo, «redimen y ennoblecen al ser humano».

La vida de la Reina Mártir María Estuardo y la de Isabel de Inglaterra, en suma, representan, siguiendo a un intérprete de Schiller -por cierto, luterano-, «la lucha trágica entre dos religiones, entre dos concepciones muy diferentes. La protestante, una regla dura, hipócrita y feroz; la católica de María, como humana y piadosa… La muerte de María es una apoteosis; la victoria de Isabel una derrota moral». Isabel muere arrastrándose por la muerte de un amante al que condena a muerte por una descortesía, como lo narra Coloma.

Dedico este artículo con simpatía y cordialidad al brillante y muy joven profesor de Derecho Romano, Rodrigo Fernández Diez, quien, por defender sus convicciones antiabortistas en comunicación privada, fue despedido de su alma mater universitaria, a la que, a pesar de ello, trata con lealtad en entrevista reciente, sin dejar de defender, Fernández Diez, los principios y valores que dieron origen a su Universidad, y que mucho lo honran como católico y gran jurista.

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