Memoria histórica. Batalla de Gravelinas. 3 - Tres foramontanos en Valladolid

Memoria histórica. Batalla de Gravelinas. 3

Por Carlos de Bustamante

(Sitio de Gravelinas, 1652, pintura de Pieter Snayers)

Resulta realmente llamativo que, en circunstancias diversas, nada fácil de prever, las naciones que fueron amigas, por un quítame allá esas pajas se tornan en enemigas encarnizadas.

Si eso sucede con las naciones, ¿no será similar, digo, con las personas?

Dice la sabiduría popular que del amor al odio no hay más que un paso. Los que ayer nos ayudaron sin pedírselo en Gravelinas, mañana nos combatirán a muerte en Trafalgar. Y los que hoy son enemigos, mañana serán firmes amigos.

Constato solamente que, desde Caín y   Abel, de una u otra formas   siempre los hombres andamos a la greña. Igualmente, se explica la herencia perniciosa que, de alguna forma, nos dejaron en el matrimonio aquéllos nuestros mayores. Los que ayer fueron matrimonios de conveniencia entre naciones, hoy lo son a prueba o aún sin   ella.  Error tras error.  Como si el matrimonio   no fuera un sacramento y “sacramento grande”. Dicho esto, sigo para mis amigos  y probables únicos lectores la  narración  de Fernando Martínez Laínez  en Vientos  de  Gloria.

LOS BARCOS «FANTASMAS»

La batalla se inclinaba ya del lado español cuando apareció en la costa una escuadra, posiblemente inglesa, aunque algunos autores dicen que eran barcos guipuzcoanos, y otros, vizcaínoingleses. El hecho es que los cañones de la imprevista armada entraron en acción y bombardearon severamente la retaguardia francesa. Para el historiador francés Rosseeuw, «la mayor oscuridad reina sobre este hecho». Por otra parte, Almirante señala: Para algunos las naves eran españolas, y hasta desembarcaron sus tripulaciones; pero está averiguado […] que eran diez barcos ingleses. De todos modos, el socorro no pudo ser más imprevisto y casual, y en nada amengua la gloria de los brillantes escuadrones de Egmont. A partir de ahí, los mercenarios alemanes que formaban la reserva del ejército francés, sometidos al cañoneo de los barcos, iniciaron la desbandada. Unos trataron de escapar cruzando el río hacia el norte, y otros intentaron alcanzar la playa y huir a Calais. Los que buscaban ponerse a salvo tirándose al mar murieron ahogados o fueron capturados por los barcos que habían intervenido en la batalla. El desmoronamiento de la reserva contagió también a los alemanes del cuerpo central. Los hispano-flamencos no concedían cuartel y apenas hicieron prisioneros. El cerco sobre las últimas unidades franco-alemanas se fue estrechando a medida que los cadáveres se amontonaban y el desenlace de la pelea resultó nefasto para los franceses. Solo hubo unos 1.500 supervivientes del gran ejército que se había adentrado en Flandes.

EGMONT, AMONESTADO

Según Esteban Rivas, los muertos en batalla del ejército francés fueron 6.000, pero otros 1.000 murieron a manos de los habitantes del contorno, que vengaron así los atropellos y saqueos padecidos, y otros 500 fenecieron ahogados en el río o en la costa. Eso elevaría la cifra de muertos a 7.500. Otras fuentes dan 12.000 bajas entre muertos y heridos, y unos 3.000 prisioneros. Entre estos últimos, además de un nutrido grupo de nobles, estaba el mariscal Thermes, herido en la cabeza, que hubo de esperar a la firma del Tratado de Cateau-Cambrésis para ser liberado. A su regreso a Francia fue nombrado gobernador de París y murió en 1562. Las bajas del bando hispano, entre muertos y heridos, se calculan alrededor de 1.800, en su mayor parte de valones y alemanes, por ser los que más efectivos humanos aportaron al combate aquel día. Pese a su gran victoria, las crónicas atestiguan que el conde de Egmont fue amonestado por Felipe II por jugarse la suerte de Flandes en una sola batalla. «Costóle al conde de Egmont ser reprendido, que estaba por debajo del orden del duque de Saboya, y si perdiera, peligraba Flandes». Un rasgo típico del «Rey prudente», que, celoso de que su voluntad no fuese estrictamente cumplida, pecaba en ocasiones de excesiva cautela, como ya había demostrado en San Quintín, donde no se aventuró a seguir hasta París el camino que le abrió la victoria. La batalla de Gravelinas, también conocida como «primera de las Dunas», resultó un golpe demoledor para las ambiciones de revancha de Francia. Guisa retrocedió sobre el río Somme y allí se hizo fuerte con un ejército de 70.000 hombres, mientras el duque de Saboya, Manuel Filiberto, se encontraba en Doullens, una plaza fuerte en la orilla del río Authie. Ambos ejércitos tantearon sus fuerzas con algunas escaramuzas, hasta que se abrieron negociaciones de paz el 17 de octubre que culminaron en la paz definitiva de Cateau-Cambrésis el 3 de abril de 1559.

FRANCIA RESPIRA

En conjunto, puede decirse que el armisticio supuso un valioso respiro para Francia, que, tras las derrotas de San Quintín y Gravelinas y el fracaso de su campaña en Italia, se hallaba contra las cuerdas. Pero Felipe II, deseoso de ocuparse cuanto antes de los asuntos de España, no quería arriesgar demasiado y no creía posible una derrota definitiva de la potencia adversaria.

Tras su victoria en Gravelinas, Egmont ni siquiera fue autorizado a intentar reconquistar Calais ni a adentrarse en Francia para amenazar París o capturar alguna ciudad importante. El Tratado de Cateau-Cambrésis, contra lo que cabía esperar tras las derrotas sufridas, resultó bastante ventajoso para Francia, que supo aprovechar el ansia de Felipe II por alcanzar una solución pacífica. Un deseo justificado en gran parte porque sus arcas estaban vacías y el ejército reclamaba las pagas adeudadas. Francia retuvo Calais y las tres estratégicas ciudades de Metz, Toul y Verdún, en Alsacia-Lorena, que en adelante serían una amenaza permanente y letal para el Camino Español que comunicaba el norte de Italia con los Países Bajos, pero tuvo que renunciar a sus pretensiones sobre Milán y cedió a España un gran número de pueblos y pequeñas plazas fuertes cercanas a la frontera de Flandes. La República de Génova, aliada de España, se posesionó de la isla de Córcega, de la que se habían apoderado los franceses en 1553, y Saboya y el Piamonte (excepto Turín) quedaron para el duque Manuel Filiberto. El historiador José Luis Beltrán señala: El acuerdo se sitúa en el umbral de dos etapas diferenciadas. Por un lado, enterró el equilibrio inestable de la rivalidad entre Valois y Habsburgo durante la primera mitad de la centuria, y, por el otro, inició un nuevo orden europeo bajo la hegemonía de la monarquía católica de Felipe II, que imponía, sin discusión, su supremacía en el sur europeo, aunque no así en el centro y oeste del continente. Como muestra de buena voluntad y garantía de lo acordado, el tratado concertó también el matrimonio de Felipe II con Isabel de Valois —hija de Enrique II— y el del duque de Saboya con la hermana del rey francés, Margarita de Valois.

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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