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Isabel de Portugal

Biografía

Isabel de Portugal. ?, ¿1428? – Arévalo (Ávila), 15.VIII.1496. Reina de Castilla, esposa de Juan II y madre de Isabel la Católica.

Isabel era hija de Juan, duque de Beja y administrador de la Orden de Santiago por decisión de su padre el rey Juan I de Portugal. Su madre era Isabel, la hija del conde de Barcelos, Alfonso, primer duque de Braganza. En consecuencia, Isabel era prima carnal del rey Alfonso V de Portugal (1438-1481). No se sabe exactamente ni cuándo ni dónde nació, aunque algunas fuentes señalan el año de 1428 como el de su venida al mundo. Nada se conoce sobre su niñez ni tampoco sobre su adolescencia en tierras portuguesas.

La primera noticia veraz de que se dispone acerca de ella es la de la negociación de su matrimonio, y dadas las circunstancias que la rodearon, no debió constituir un recuerdo agradable para la joven princesa. En 1445 el gobierno de Juan II de Castilla, dirigido por el condestable Álvaro de Luna, hacía frente al “partido nobiliario” de los infantes de Aragón en los alrededores de Olmedo. La confrontación tuvo lugar el 15 de mayo de aquel año, y no fue más que el típico encontronazo, con pocas bajas, en que se convirtieron muchas de las batallas medievales. Fue una victoria para el rey de Castilla y el “monarquismo” de su valido, pero, antes de que se resolviera con tanta facilidad, las predicciones en la Corte castellana apuntaban hacia un enfrentamiento de gran calado, tanto que el condestable no había dudado en solicitar los refuerzos que pudiera proporcionarle el vecino reino de Portugal, en aquel momento gobernado por un amigo personal de Álvaro de Luna, Pedro de Portugal, a quien le unía, además de la misma dignidad de condestable, una cierta afinidad en planteamientos políticos.

El valido portugués fue generoso en el ofrecimiento de efectivos, toda vez que su mantenimiento correría a cargo del erario castellano. Pero cuando los portugueses traspasaron la frontera de su reino, los realistas castellanos habían vencido ya a sus oponentes. La ayuda resultaba inútil pero había generado una deuda de 45.000 florines de oro del cuño aragonés que debía ser satisfecha. Castilla no estaba en condiciones de hacerlo y fue entonces cuando a Álvaro de Luna se le ocurrió la feliz idea de proponer el matrimonio en segundas nupcias de Juan II con la princesa portuguesa Isabel, parte de cuya dote incluiría la deuda de los 45.000 florines. El pequeño detalle de una importante diferencia de edad entre el Rey viudo y la adolescente Isabel, por supuesto, no planteaba el más mínimo problema. Tampoco el hecho de que el Rey hubiera pensado previamente en un eventual matrimonio con una princesa de la casa de Francia.

Las primeras conversaciones conducentes al matrimonio tuvieron lugar en Évora en los últimos meses de 1446, siendo el embajador García Sánchez de Valladolid el encargado de defender los intereses castellanos.

Contaba ya en su poder con un breve pontificio, el Percelsa dignitatis, que el papa Eugenio IV había firmado en Roma el 5 de noviembre de 1445, dispensando del tercer grado de consanguinidad a los futuros contrayentes. Las estipulaciones matrimoniales no dejaron ningún cabo sin atar, incluyendo el de la previsible viudedad de la portuguesa. En tal supuesto, la Reina podría volver a Portugal y contraer nuevo matrimonio, sin por ello renunciar a las rentas que le corresponderían vitaliciamente en Soria, Ciudad Real y Madrigal, ni tampoco al asentamiento de 3.000.000 de maravedís, que recibiría tras la celebración de la ceremonia nupcial. Se preveía también una generosa dotación para la cámara de la nueva Reina, una fuerte fianza para garantizar el cumplimiento de los acuerdos y el compromiso de dejar a Isabel plena libertad para efectuar los nombramientos que considerara oportunos para el gobierno de su propia casa.

Entre esos nombramientos figuraría el de Beatriz de Silva, la futura fundadora de las religiosas concepcionistas.

La boda se celebró en Madrigal en el verano de 1447, concretamente el 22 de julio, y constituyó todo un acto de afirmación monárquica que Álvaro de Luna, maestro de la propaganda, supo instrumentalizar en beneficio de su incierto futuro, y es que el empeño invertido en este interesado anudamiento de relaciones con Portugal debía dar sus frutos en el momento mismo de su inicio. Personalmente para Álvaro de Luna, sin embargo, el nuevo matrimonio del Rey no constituyó ningún beneficio. Se ha dicho a menudo que la reina Isabel jugó un papel decisivo en el proceso de desplazamiento del valido y en su trágico final. Desde luego, el cronista Pérez de Guzmán no duda en atribuirle en este punto un cierto protagonismo. Parece que el Rey, que ya en los días de su segundo enlace experimentaba un “gran desamor” hacia el condestable, consultó a la Reina sobre el procedimiento para desembarazarse de él, e Isabel se mostró pronta a colaborar en el final político de Álvaro de Luna. Los motivos de esta pronta enemistad no son fáciles de desentrañar. Se ha llegado a aducir el recelo de la Reina hacia un hombre que había sabido cautivar la voluntad del Rey. Quizá tampoco haya que descartar en todo ello las tempranas muestras de desequilibrio mental que marcarían su triste destino. De todas formas, no se puede simplificar una realidad tan compleja como la de la prisión y muerte de Álvaro de Luna en la primavera de 1453: la Reina participó en el hecho dando seguridades a la incrédula nobleza antilunista de que la verdadera intención del Rey era la de desembarazarse de su valido, pero la caída de éste fue la natural consecuencia de un giro aristocratizante en el reino, que ya no estaba dispuesto a admitir por más tiempo la “tiranía” de Álvaro de Luna.

La reina Isabel dio dos hijos a Juan II: la infanta Isabel y el infante Alfonso. La primera —la futura Reina Católica— nació en la tarde del Jueves Santo del año 1451, un 22 de abril, y lo hizo en Madrigal, la pequeña villa de realengo que constituía parte de la dote de la Reina. Alfonso, por su parte, nació dos años más tarde, el 17 de diciembre de 1453, pocos meses antes de la muerte de Juan II.

A raíz del fallecimiento del Monarca, la jovencísima Reina viuda se trasladó con sus hijos a Arévalo, que también formaba parte del señorío creado para ella con motivo de su matrimonio. Allí estableció de manera definitiva su casa, administrada por Gutierre Velázquez y Catalina Franca, y compuesta principalmente por caballeros y damas portugueses, y allí también designó a un antiguo criado de Álvaro de Luna, Gonzalo Chacón, comendador de Montiel, para que supervisase la educación de los infantes.

El confinamiento casi conventual de Isabel entre los austeros muros de la recia fortaleza arevalense precipitó su desequilibrada psicología hacia el abismo de una depresión cada vez más profunda. Sus largos ensimismamientos se alternaban con arrebatos de ansiedad desenfrenada. En uno de ellos debió de inspirarse una leyenda hagiográfica tejida en torno a la más popular de sus damas de compañía, la futura santa Beatriz de Silva, una leyenda que convierte un ataque de celos de la Reina, envidiosa de la belleza de su sirvienta, en la causa del cruel castigo que le habría infringido encerrándola durante tres días en un arcón del palacio, al cabo de los cuales habría salido con una belleza todavía más acentuada. Si se pudiera dar crédito al fondo de esta ingenua tradición, se podría estar sobre la pista de una desequilibrada trayectoria simultaneada con períodos de lucidez. Precisamente en uno de ellos, Isabel, años después, se reencontraría en Toledo con su antigua doncella, recluida ahora voluntariamente en el monasterio cisterciense de Santo Domingo el Real, antes de proceder a la creación de su propia congregación de monjas franciscanas concepcionistas.

Sería ésta una de las contadísimas salidas de Isabel.

Su confinamiento, de hecho, era casi absoluto, turbado sólo por tristes acontecimientos, que cada vez eran menos capaces de hacer mella en el ánimo enajenado de la Reina. Sí debió todavía impresionarle la drástica separación de sus hijos, Isabel y Alfonso, decretada por los consejeros de Enrique IV en 1461: ambos infantes eran indiscutibles bazas políticas que convenía vigilar estrechamente en la Corte, máxime cuando el polémico embarazo de la nueva Reina, Juana de Portugal, prima carnal de Isabel y segunda mujer de Enrique IV, hacía presagiar conflictividad sucesoria. Diez años después de aquella cruel separación, la futura Reina Católica, todavía recordaba el hecho de cuando “inhumana y forzosamente fuimos arrancados de los brazos de nuestra madre y llevados a poder de la reina doña Juana, que esto procuró porque ya estaba preñada”. Para entonces, la mente de la “reclusa” de Arévalo ya no debía de ser consciente de casi nada. Probablemente tampoco lo había sido del reencuentro con sus hijos en los aciagos días de la guerra civil que entre 1465 y 1468 enfrentó a los partidarios del infante Alfonso, apoyado por la liga nobiliaria, contra la mal gestionada legitimidad de Enrique IV. Arévalo se convirtió entonces en bastión de los pretendidos derechos de quienes hicieron que se considerara Alfonso XII de Castilla. En Arévalo, y también en Madrigal, es decir, en los señoríos de su madre, tenían los rebeldes alfonsinos importantes bases de operaciones. La muerte de Alfonso en el verano de 1468 puso fin a la contienda, pero desde luego no al triste destino de la reina Isabel que, según se dice, acabó sus días en el más absoluto silencio, con el rostro cubierto permanentemente por un velo, y del todo indiferente a los cuidados que le siguió prodigando su hija Isabel, reina propietaria de Castilla desde 1474.

Al fin la muerte alcanzó a la Reina madre el 15 de agosto de 1496. Su cuerpo fue trasladado al monasterio burgalés de los cartujos de Miraflores, donde ya descansaban los restos de su marido, el rey Juan II, y de su hijo Alfonso, pretendiente a rey. Diego de Siloé sería el autor del magnífico grupo escultórico de imágenes yacentes en alabastro que cubre la sepultura de los reyes de Castilla.

 

Bibl.: F. Pérez de Guzmán, Crónica del Serenísimo Príncipe Don Juan, segundo rey deste nombre, ed. de C. Rosell, Crónicas de los Reyes de Castilla, III, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1953, págs. 654 y 676-681; T. de Azcona, Isabel la Católica. Estudio crítico de su vida y de su reinado, Madrid, 1993, págs. 10-11, 53-56 y 396-398; L. Suárez Fernández, Isabel I, Reina (1451-1504), Barcelona, 2000, págs. 9, 15 y 30; F. J. Campos y Fernández de Sevilla, “Beatriz de Silva y Meneses”, en C. Leonardi, A. Riccardi y G. Zarri, Diccionario de los Santos, t. I,Madrid, San Pablo, 2000, págs. 322-324.

 

Carlos de Ayala Martínez