"Irreversible": la refutación de la violencia | Código Cine

"Irreversible": la refutación de la violencia

Introducción

Como el que escucha el impacto de una bala que ha sido disparada en una casa ajena, así se podría definir la reacción de los espectadores cada vez que una pantalla de cine se convierte en un lienzo manchado por el color rojo de la violencia.

En Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez retrata minuciosamente el crimen perpetrado por dos hombres de pensamiento rudimentario y físico imponente que consideran que el asesinato es la única forma de reconquistar la honra de su hermana; una joven rechazada por su marido el mismo instante, la noche de bodas, en el que comprueba que no es virgen. Así, los hermanos de la joven terminan convirtiendo la plaza del pueblo en el más cruel de los mataderos al apuñalar con sus cuchillos de ira y desesperación a la persona que supuestamente ha mancillado a su consanguínea.

De otra forma: en Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez describe de forma pausada la última mañana de Santiago Nasar; un joven adinerado con un futuro prometedor guardado en los bolsillos que, tras quemar una noche de luces, bailes y alcohol, acude al puerto de su pueblo con la esperanza de ver al obispo para, acto seguido, ser recibido a cuchillazos por los hermanos de una esposa cuyo honor, supuestamente, ha ensuciado. Así, la plaza del pueblo termina convertida en la cama de sangre que guardará el lacerado cuerpo de Santiago a perpetuidad.

El escritor colombiano reconstruye en su novela los distintos puntos de vista desde los que se puede observar un homicidio que, desde el inicio, posee el tacto duro de la realidad, las imperfecciones propias de la herida mal cerrada. El mismo título se presenta como un elemento punzante cuya misión no es otra que disuadir al lector que busque una novela de intriga en la que, palabra tras palabra, se vaya creando una tensión dramática cuya desembocadura sea un clímax en el que se resuelva la incógnita planteada. Crónica de una muerte anunciada es otra cosa completamente distinta; aquí lo que importa es la perspectiva. El narrador —un amigo de la víctima— reconstruye con la calma, con la serenidad que otorga el paso del tiempo, los hechos que rodearon el trágico incidente, describiendo con la misma neutralidad las motivaciones de los ejecutores, la tranquilidad del cadáver andante que desconoce su destino y la acumulación de infortunios, o desidias, que permiten la consumación de un crimen fácilmente evitable.

La idea es convertir al lector en un personaje más, darle la información con la que podría salvar la vida de Santiago Nasar y coser su boca con el hilo del destino para impedir que pueda cambiar el curso de los acontecimientos, para mostrarle la fragilidad de la vida, el fuego igualador sobre el que caminan los pies del ser humano. La prosa aséptica y la equidistancia con la que se relatan los distintos puntos de vista son los elementos fundamentales de los que se sirve García Márquez para conseguir el efecto deseado en el lector. Un efecto, eso sí, que lejos de impactar por la violencia mostrada, la utiliza para desestabilizar la habitual serenidad de su público. No hay, por tanto, ningún elemento que impida la comodidad de la lectura, puesto que, ya se ha dicho, la distancia que el escritor, a través de su verbo austero, impone entre la sangre del protagonista y la pupila del lector impide que este se recree en la violencia, fuerza una frialdad a través de la cual llega la reflexión, pero al mismo tiempo, suaviza la posibilidad de generar una náusea.

Así, la persona que tiene el libro entre manos deviene no ya en un personaje abstracto que desea ayudar, sino en cualquiera de esos habitantes del pueblo (la tendera, el alcalde, etc.) que, a pesar de haber querido advertir al condenado, no llegan en ningún momento a hacer un esfuerzo real por salvarle la vida, puesto que lo están viendo todo desde fuera; que se estremece al ver el nivel de atrocidad al que es capaz de llegar el ser humano. La consumación del crimen no los convierte en víctimas, sino en testigos ajenos al dolor provocado y, por tanto, la cosa no va mucho con ellos. La bala, se ha dicho antes, suena en casa ajena.

En el cine, la facilidad con la que unos hechos se convierten en una píldora lista para el consumo de masas es mucho mayor que en la literatura. La imagen, al construirse sobre unos cimientos de realidad que proyecta sin que cada individuo particular pueda alterar su forma, adquiere un carácter polisémico que la palabra no tiene, por lo que las interpretaciones que se hagan de la realidad mostrada en pantalla dependen única y exclusivamente del ojo que hay tras la cámara, de la puesta en escena que propone el director. Dicho de otra forma, los elementos con los que este decide recrear la realidad afectan directamente a las ideas y emociones que se transmiten. Por eso no se debe juzgar una acción por el contenido de la misma, sino por la forma en que es mostrada, puesto que es eso, la visión particular del regista que narra la historia, lo que le arrebata a la imagen su abrigo de polisemia, lo que reduce sus interpretaciones al mínimo esencial, al desnudo particular de su creador. Nada nuevo.

Por otro lado, cuando un lector tiene que imaginar una escena de violencia, puede, inconscientemente, ejercer una censura mental a través de la cual prescinde de los matices gráficos que convierten lo leído en algo desagradable, mientras que en el cine dicha escena está frente al espectador y la única forma que tiene de no afrontarla es cerrar los ojos o, en el más radical de los casos, dejar de ver la película. Pero esa capacidad directa que tiene la imagen para horrorizar también puede ser utilizada para incitar a la reflexión o para convertir un gesto macabro en un chiste diabólicamente divertido. El director tiene que hilar muy fino para transmitir exactamente lo que quiere, puesto que el más banal de los elementos puede llegar a alterar el significado de lo que está siendo proyectado sobre la sábana blanca.

Irreversible (Irréversible, 2002) de Gaspar Noé fue tildada, en el momento de su estreno, de desagradable, morbosa e indescriptiblemente horrible, gracias, en gran medida, a la violencia que desprenden sus imágenes. Se llegó a decir incluso que su director comulgaba con las salvajes acciones que retrataba o que las había usado como elemento de marketing para darse a conocer. Nada más lejos de la realidad, el segundo largometraje del más subversivo de los enfants terribles del cine francés no es sino una refutación taxativa de la violencia, probablemente la más dura, indescriptible y valiente que ha dado el séptimo arte en los últimos años. Para demostrarlo, primero se analizarán distintas representaciones que se han hecho del derramamiento de sangre —o agresiones de cualquier tipo—, para, más tarde, abrir en canal la cinta de Noé, analizar su fondo y su forma con la intención de descubrir el porqué de cada una de sus decisiones; de desentrañar el sentido completo de sus imágenes.

Estreno de la película Irreversible dirigida por Gaspar Noé en el festival de Cannes de 2002. Aparecen Vincent Cassel, Monica Bellucci y Gaspar Noé.
Estreno de Irreversible (2002) en Cannes

La hipérbole de Tarantino

Las películas de Quentin Tarantino son, a grandes rasgos, bosques rojos llenos de cadáveres: su obra está plagada de asesinatos estrambóticos, torturas inimaginables y agresiones tan originales y crueles como finalmente desternillantes. Desde Reservoir Dogs (1992), su debut salvaje a principios de los noventa, pasando por Pulp Fiction (1994), ganadora de la Palma de Oro de Cannes, o Malditos Bastardos (Inglourious Basterds, 2009) hasta a Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time in... Hollywood, 2019), mucho más contenida y reflexiva de lo habitual, todas las cintas del de Knoxville le ofrecen al espectador una coreografía de violencia, humor negro, emoción y desenfreno que difícilmente le deja indiferente.

Así, aunque a Tarantino también se le ha criticado mucho por las toneladas de sangre de juguete que derrama en cada set, su violencia es tan personal e intransferible como, final y obviamente, falsa. Además, su forma de retratarla varía dependiendo de la emoción que quiera dibujar en el rostro del público. Es de sobra conocida la entrevista en la que afirma que le gusta imaginar que es un director de orquesta y que las reacciones del espectador son, valga la redundancia, su orquesta. En pocas palabras, él guía en todo momento las emociones, siembra llanto o risa, construye una sinfonía de gritos y carcajadas siempre con la violencia como elemento fundamental, invariable, siendo, por tanto, el personaje que la recibe y la forma en la que lo hace los factores que alteran el resultado de la ecuación. Tarantino, en la mayoría de las ocasiones, estipula nada más empezar la película un orden moral que se va a mantener inalterable durante todo el metraje, establece una separación bastante clara entre el bien y el mal, crea unos personajes con unas motivaciones muy claras y, en los casos de ficticios —Kill Bill sería el ejemplo más claro—, tiñe de crueldad innecesaria, de arbitrariedad egoísta, las acciones de unos cuantos para que el espectador se posicione en su contra —en los casos reales los personajes, Hitler y la familia Manson, son despreciables por sí mismos, sin necesidad de que el director intervenga— y, por tanto, disfrute cuando sean castigados, cuando la fuerza letal que han ejercido sobre los protagonistas se vuelva en su contra. Por si esto no fuese suficiente, la puesta en escena cambia radicalmente dependiendo de quién es el sujeto sobre el que se ejerce la violencia. Tarantino se regodea en la sangre, se revuelca sobre ella y disfruta tiñendo la habitación de rojo. Su cámara, siempre delirante, no es sino la palabra de un narrador omnisciente que conoce la historia a la perfección y se moldea en base a las emociones que pretende provocar, se mueve entre la subjetividad ralentizada de un personaje, pasando por la crudeza de la realidad más desnuda hasta llegar al épico barroquismo capaz de sacar del gesto más desagradable una carcajada puramente infantil.

Un ejemplo muy claro se da en su última película. Toda Érase una vez… en Hollywood se construye sobre la tensión que siente el espectador por el simple hecho de saber que, a medida que los minutos de metraje se consumen, también lo hace el tiempo de vida de Sharon Tate —interpretada aquí por Margot Robbie—, angelical representación de la bondad suprema. Cuando, en el tercer acto, los miembros de la familia Manson que la asesinaron en la vida real reciben su castigo ficticio, la forma en la que son liquidados es de lo más brutalmente cómica posible. Y es que Tarantino utiliza todos los recursos que tiene en su mano para que dicha escena se convierta en un chiste macabro: los golpes, la cantidad de sangre, los gritos, las armas que se utilizan y la truculencia del dolor son tan exagerados, tan hiperbólicos, que terminan pareciendo irreales y, por tanto, completamente disfrutables. Además, la música jovial y los movimientos de cámara —travellings muy calculados, zooms rápidos— le dan un toque desenfadado que no es sino la guinda del pastel. La violencia como elemento cómico.

Fotograma de la película "Érase una vez... en Hollywood" (2019) dirigida por Quentin Tarantino.
Érase una vez… en Hollywood (2019)

La frialdad Haneke

El caso de Haneke es diametralmente distinto. El austríaco tiene la firme convicción de que la violencia que muestran tanto los medios de comunicación —informativos de la televisión, redes sociales, periódicos— como el arte, influye en la visión que las personas tienen de la misma para mal, banalizándola, convirtiéndola en algo fácilmente consumible. Haneke incluso cree que la exposición a este tipo de imágenes llega a afectar al comportamiento de las personas. En su obra, la reflexión sobre la brutalidad que un ser humano es capaz de ejercer sobre otro se mezcla con sus digresiones sobre el autismo que padece la sociedad actual, sobre los muros de vacío y silencio que dificultan el intercambio de sentimientos entre las personas, todo ello condimentado con las afiladas preguntas sobre la culpa, el fascismo y la vejez que rajan sus imágenes hasta, paradójicamente, hacerlas sangrar. Enfrentarse a su cine no es una tarea fácil ni cómoda: sus guiones plantean cuestiones complejas para que sea el espectador el que busque las respuestas, las interpretaciones de los actores son tan contenidas que a veces no resulta fácil empatizar con ellos y las puestas en escena que propone son, al mismo tiempo, ascéticas hasta rozar la fealdad e incómodas como una astilla clavada en la planta del pie. El Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975), todo Robert Bresson y el Bergman retratista de los huecos oscuros de la mente son los principales ingredientes con los que construye su estilo.

En Funny Games (1997) filmó su particular ensayo sobre la violencia en el cine y, aunque su forma de retratarla es la misma que en otras obras —objetiva hasta la extenuación, moviendo la cámara lo justo para mostrar las acciones de los personajes, manteniéndola siempre a una distancia considerable de los hechos— en las que esta no es el tema principal sobre el que reflexiona, las rupturas de la cuarta pared y el constante cuestionamiento al espectador con respecto a los motivos o emociones que le hacen seguir mirando a pesar de estar pasándolo mal, evitan que sea una representación al cien por cien realista. Por tanto, para analizar su forma de plasmar en imágenes la violencia, se va a analizar la escena de Caché. Escondido (Caché, 2005) en la que el personaje interpretado por Maurice Bénichou se suicida delante del de Daniel Auteuil.

Fotograma del film "Caché. Escondido" (2005) de Michael Haneke.
Caché. Escondido (2005)

Todo sucede en un único plano secuencia. La cámara encuadra en plano general el salón de una casa, dos hombres entran, uno de ellos, cuya vida se vio truncada tiempo atrás por culpa de los caprichos infantiles del otro, saca una navaja y se corta el cuello. El segundo, observa, se sobresalta, se mueve desesperado intentando comprender lo que acaba de ver… y Haneke mantiene el plano fijo, no corta, obliga al espectador a contemplar, desde lejos, una acción tan inesperada como desagradable. No hay música, solo silencio y horror. La violencia se muestra de forma traslúcida, en tiempo real, sin que haya cortes que alivien la tensión o el desasosiego del público, sin que nada enturbie el color de la muerte. La frialdad con la que se muestran estos hechos, la sensación de realidad que desprenden dichas imágenes provoca que el respetable rechace de forma tajante la violencia. Haneke no se regodea, no hay planos cortos del cadáver ni de la sangre, porque eso sería ceder ante ese amarillismo que tanto detesta. La violencia como un objeto pétreo que tomar en serio.

La refutación de Irreversible

En Irreversible, Gaspar Noé retrata el crimen perpetrado por dos hombres, uno fuerte e impulsivo (Vincent Cassel), el otro reflexivo y calmado (Albert Dupontel), heridos de furia y vacío, que creen que asesinar al violador de Alex (Monica Bellucci), novia del primero, expareja del segundo, es la única forma de hacerle justicia, de equilibrar la balanza del bien y el mal, de ajustar cuentas con un destino que ha roto la columna vertebral de sus vidas de forma irreparable.

De otra forma: en Irreversible, Gaspar Noé describe de forma pausada la última tarde de Alex y Marcus (Cassel), una pareja que ha construido una convivencia común basada en la tranquilidad y el respeto que, un día como otro cualquiera, asiste junto a Pierre (Dupontel), un antiguo novio de Alex, a una fiesta que cambiará el curso de sus vidas. Una discusión entre la pareja provoca que ella se vaya de la fiesta, siendo salvajemente violada y golpeada por un proxeneta en el camino de vuelta a casa. Así, cuando Pierre y Marcus se enteran, salen en busca del asaltante y, por error, terminan asesinando al hombre equivocado, convirtiendo París en una tumba urbana en la que se pudre cualquier posibilidad de futuro.

La cinta de Gaspar Noé, al igual que Crónica de una muerte anunciada, deja claras sus intenciones desde su propio título: aquí no se busca construir una escalada de tensión que desemboque en un incidente profundamente violento que, debido a la naturaleza que lo ha provocado, pueda incluso llegar a resultar catártico, sino convertir al espectador en los propios personajes, inyectarle en la pupila el odio, la ansiedad, el desasosiego que les ciega y, a través de su punto de vista completamente subjetivo, hacer una recapitulación de todos esos gestos que, por culpa del azar, convirtieron una noche cualquiera en la peor, y última, de sus vidas. De la misma forma que hace García Márquez en su novela, Irreversible presenta la venganza como única forma que encuentran sus personajes de calmar las olas sucias del dolor para mostrar el sinsentido de la misma; convierte el delito perpetrado contra personas inocentes en el eje del relato; introduce pequeños detalles que, si hubiesen sido diferentes, podrían haber evitado el derramamiento de sangre; nombra al azar conductor de una narrativa llamada existencia; y cierra con un final que no es sino el propio principio.

La diferencia radica, precisamente, en la forma que tiene cada uno de narrar la violencia. Porque Gaspar Noé, lejos de mostrarla de forma objetiva y fría, como hace el escritor colombiano, se regodea en ella, mueve la cámara entre la carne abierta y mancha la lente de sangre, pero no para evitar que el espectador reflexione sobre ella, sino para provocar en él un rechazo tajante de la misma, para eliminar la barrera de ficción que le protege y conseguir que su reacción sea igual de visceral que si estuviese contemplando la masacre en la vida real. La reflexión está implícita en las propias imágenes.

La estructura de la película es el primer elemento del que se sirve Gaspar Noé para refutar la violencia: como ya se ha mencionado anteriormente, los eventos suceden en orden cronológicamente inverso, siendo el final de la historia lo primero que el director le revela al espectador y el inicio, lo último; y, por ello, lo más amargo, lo más hermoso y, en última instancia, lo más doloroso, lo que realmente deja una huella profunda en su memoria. Que la imagen que sucede a los créditos iniciales —obviando el prólogo en el que el carnicero de Solo contra todos habla con otro preso de sus filias— muestre al personaje de Cassel salir del Rectum, el local donde se oculta el hombre que ha violado a su pareja, tumbado, inconsciente, en una camilla, y al personaje encarnado por Dupontel entrar en un camión de la Policía esposado, es una declaración de intenciones muy significativa por parte de Noé. La pregunta clásica sobre la que se sostiene cualquier narración —¿qué pasará?— recibe su correspondiente respuesta apenas unos minutos después de que el telón se haya levantado, desactivando así la posibilidad de trazar una tensión ascendente que enganche al espectador y le haga desear que la venganza se materialice. La inexistencia de dicha tensión ascendente evita en todo momento que la violencia que desfila por la pantalla resulte climática o redentora, que el espectador sienta un profundo alivio en el momento en el que el asesinato se hace carne. Si a eso se le suma la visceralidad con la que el derramamiento de sangre es mostrado, la caótica y desagradable puesta en escena que el director propone, se obtiene una de las escenas más descarnadas de la historia reciente del cine: la de Pierre destrozando con un extintor el cráneo de la persona equivocada; la de un hombre manchando la propia lente de la cámara con las vísceras de otro, mientras su amigo está en el suelo con el brazo roto fruto de la pelea.

Fotograma de la película "Irreversible" de Gaspar Noé.
Irreversible (2002)

La pregunta que asola al respetable una vez ha concluido dicha escena es: ¿qué ha sucedido para que estos dos hombres hayan llegado a comportarse como verdaderos salvajes? En las siguientes escenas, Noé desarrolla con todo lujo de detalles la barbarie provocada por Marcus y Pierre desde que hallan, al salir de la fiesta, a Alex, en coma, siendo atendida por los servicios de emergencia, hasta que descubren, ayudados por unos mafiosos de mala muerte, quién ha sido su victimario y dónde se esconde. Por el camino, dejan una serie de agresiones a taxistas, prostitutas, transeúntes y demás personas que tienen la mala suerte de cruzarse con ellos. La violencia como espiral generadora de más violencia.

Así, hasta llegar a la escena clave, la que convirtió la película en un verdadero escándalo, la que hizo que más de doscientas personas saliesen de la sala durante su proyección en el Festival de Cannes de 20021, la que parte la cinta en dos mitades claramente diferenciadas: la explícita violación que sufre el personaje interpretado por Monica Bellucci. Explícita, porque son nueve minutos en plano secuencia con la cámara estática a la altura de los ojos de la víctima. Noé opta por un hiperrealismo que, lejos de convertir la escena en un desmesurado ejercicio de voyerismo, consigue transmitir el desasosiego, el dolor y la impotencia de la víctima sin convertirla en un mero mcguffin con el que justificar la venganza. La violencia en Irreversible sucede en tiempo real, sin cortes; golpea la pantalla con la brutalidad intacta; abre la pupila de un espectador que está encerrado en el cuerpo del personaje, que siente como propias las agresiones físicas y verbales que recibe. La escena de la violación golpea por segunda vez al respetable cuando le desvela que la persona asesinada por Pierre al inicio de la cinta no era el agresor de Alex. Ya no es que la cruzada emprendida por los personajes haya resultado inútil —que siempre lo fue—, es que para lo único que ha servido ha sido para derramar sangre inocente. A partir de aquí, el espectador puede suponer que no hay ningún círculo en el infierno más doloroso, que no puede descender más en ese pozo de desasosiego y muerte. Nada más lejos de la realidad.

Fotograma de "Irreversible" de Gaspar Noé con Monica Bellucci. La famosa escena de la violación en plano secuencia.
Irreversible (2002)

Las escenas restantes muestran a los personajes bailando y bebiendo en una fiesta, charlando sobre la sexualidad y la vida, disfrutando de una paz tocada de muerte. Las pequeñas coincidencias se van sucediendo una detrás de otra hasta poner a los personajes en el sitio equivocado en el momento equivocado, quebrando sus vidas para siempre. La última escena, en la que el personaje de Bellucci descubre que está embarazada, golpea al espectador de forma definitiva y, esta vez, sin violencia. Ver a los protagonistas haciendo planes de futuro sabiendo que en apenas unas horas todo saltará por los aires no hace sino sumir al respetable en un estado de desolación. La violencia como puñal que corta la vida para siempre, que le tatúa la palabra trauma en la piel, que dibuja una sensación de pérdida constante en su rostro.

La puesta en escena de Noé sumerge al espectador en las emociones de los protagonistas, evitando que sea un mero observador de la violencia, convirtiéndole en víctima o ejecutor. La cámara es plenamente subjetiva; se mueve acorde al éxtasis o al dolor de los personajes; transmite su nerviosismo, su alegría, su ira y su incertidumbre; se desquicia al mismo tiempo que el personaje de Cassel, sufre con la misma intensidad que el de Bellucci y duda sobre el mismo vacío que el de Dupontel. Todo para que, como ellos hacen, viva en primera persona las consecuencias de la violencia —no solo las inmediatas, también las que surgen a largo plazo—, para que se cuestione con obsesiva constancia qué habría pasado si aquella noche algo hubiese sido diferente, si el azar no se hubiese vestido con el traje rojo de la sangre.

La cámara empieza moviéndose de forma completamente caótica, de arriba a abajo, haciendo paneos y barridos tocados por la locura, evitando que el espectador tenga una imagen clara de lo que está sucediendo. Esta furia, este nerviosismo, no es sino equiparable al que sienten Marcus y Pierre. La escena del Rectum es truculenta y salvaje, visceral y profundamente realista, de ahí que la mayoría de los espectadores no sea capaz de verla sin cerrar los ojos. No hay exageración en la violencia que se muestra, por lo que cualquiera acostumbrado al cine de terror podría enfrentarse a ella sin ningún problema; siendo, por tanto, la puesta en escena la que convierte el asesinato en algo completamente repulsivo al transformar al público en victimario, al envenenar su mirada con rencor y destrucción.

Fotograma de "Irreversible" de Gaspar Noé con Monica Bellucci.
Irreversible (2002)

Lo mismo sucede con la escena de la violación en el túnel. Desde la salida del Rectum hasta llegar aquí, la cámara ha visto reducida su agitación levemente y la luz ha ido arrojando algo más de claridad sobre los hechos. La violación del personaje de Bellucci es, cronológicamente, el segundo momento más desagradable de la cinta, aunque, por duración y horror, supera con creces al primero. La cámara se mantiene, por primera vez, estática en el momento en el que comienza la agresión y no se mueve en ninguno de los nueve minutos que dura la escena. Noé, de nuevo, pone al espectador en la misma situación que el personaje, le hace sufrir durante esa eternidad, no le ofrece escapatoria alguna. Y es ahí cuando el dolor se vuelve insoportable. Cuando el rechazo se vuelve taxativo y el abandono de la sala de cine aparece como única opción.

Ya en las escenas finales, las que preceden, en orden cronológico, a la escena de la violación, las que muestran a los personajes viviendo felices, la cámara se estabiliza por completo, la luz adquiere un enfoque profundamente estético y la belleza aparece en pantalla para cerrar el relato, como ya se ha mencionado, de la forma más cruel de todas. En Irreversible no hay un distanciamiento que refleje la aversión que su director siente por la violencia, como en el caso de Haneke, ni una conversión del derramamiento de sangre en gag a través de la exageración y el posicionamiento, como en el de Tarantino, lo que hay es un acercamiento visceral, en primera persona, a esos actos aberrantes que el ser humano comete todos los días, una reflexión oculta bajo una catarata de emociones fuertes, una compleja e incómoda refutación de la violencia.

Referencias

[1] KEATON, B. (2023). Las películas más controvertidas de la historia del Festival de Cannes. Vogue Spain. Recuperado el 29 de julio de 2023 de: https://www.vogue.es/celebrities/articulos/peliculas-controvertidas-festival-cannes.

Ávido espectador de cine, colaborador en diversas revistas digitales.

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