Noventa años del nefasto ascenso de Hitler al poder - Caras y Caretas
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Noventa años del nefasto ascenso de Hitler al poder

En 1923 había protagonizado un fallido intento de golpe de Estado en Munich. Antes, en la Gran Guerra, una evaluación psiquiátrica del Ejército lo había diagnosticado como “peligrosamente psicótico”. Así y todo, logró hacerse del poder y desplegar el exterminio masivo de seis millones de judíos.

Este 5 de marzo se cumplieron noventa años de la victoria de Adolf Hitler en las elecciones al Reichstag (parlamentarias) de 1933, un triunfo electoral clave para que, durante los siguientes doce años, se mantuviera en el poder el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (Nsdap).

Para decirlo de otro modo: el 5 de marzo se cumplieron noventa años de que, por la vía de la democracia parlamentaria, en elecciones irreprochables, subieron al poder el hombre y el partido que desatarían el aniquilamiento de millones de judíos en el país menos antisemita de Europa y someterían sin piedad a los trabajadores alemanes, que habían sabido construir el partido socialista de masas más importante del mundo.

Había pasado solo una década del fallido putsch de Munich cuando, desde una cervecería de la capital de Baviera, el Führer intentó, en nombre de la “germanidad amenazada”, avanzar sobre la República de Weimar, así como Mussolini había avanzado sobre Roma.

Se podría suponer que la tragedia histórica que constituyó el nazismo comenzó ese día en Munich. O, quizá, el 30 de enero de 1933, día en que Paul von Hindenburg, el presidente monárquico y derechista que había sido jefe del Estado Mayor durante la guerra, nombró a Hitler como su canciller (y además les otorgó a los nazis dos ministerios).

Para entonces, hacía tiempo que estaban destruidas las instituciones democráticas de la República de Weimar, jaqueada por revoluciones obreras que no llegaban a hacerse con el poder y alzamientos nacionalistas de extrema derecha.

La república había nacido en los últimos días de la guerra, cuando los consejos de obreros y soldados exigieron la abdicación de Guillermo II, tomaron el control de muchas ciudades y, en algunas, declararon la República Libre y Socialista de Alemania.

El moderado Partido Socialdemócrata (PSD), que tenía la mayoría parlamentaria, había apoyado la declaración de guerra y de hecho cogobernaba con la derecha, tomó a su cargo ahogar en sangre esa rebelión y negociar con las fuerzas de choque –los Freikorps– el asesinato de Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht, que hasta 1914 habían sido dirigentes del PSD.

La derrota de los consejos obreros no apaciguó a los trabajadores alemanes, que volvieron una y otra vez a intentar hacerse del poder como lo habían hecho los rusos. Del mismo modo, se sucedieron golpes militares y derechistas que repudiaban la democracia y la veían como la destrucción de la raza germánica. En un contexto de marasmo económico, inflación y desocupación, los cancilleres gobernaban de espaldas al Reichstag, a fuerza de decretos de emergencia firmados por Von Hindenburg.

Como se ve, las condiciones que permitieron que un partido racista y violento –dirigido por un desquiciado que prometía exterminar físicamente a sus enemigos– accediera al gobierno por la vía electoral se habían labrado mucho antes.

Lo de desquiciado no es una licencia. Una evaluación psiquiátrica del cabo Adolf Hitler, realizada por el Ejército durante la Primera Guerra Mundial, lo había diagnosticado como “incompetente para comandar gente” y “peligrosamente psicótico”.

Firmado el armisticio que sancionaba la derrota, el cabo fue rechazado en su pretensión de seguir la carrera militar. Pero el mismo Ejército lo contrató como espía con una tarea precisa: convencer a sus compañeros de armas de que los culpables de la derrota era una quinta columna de judíos y marxistas, que venían a ser lo mismo. Y la democracia, el socialismo y el pacifismo, que también venían a ser lo mismo.

El espía cayó en su celada y terminó creyendo a pie juntillas su propio embuste. Como se ve, la búsqueda de los judíos y comunistas como chivos expiatorios antecede netamente el protagonismo de Hitler.

El historiador Ian Kershaw, autor de Hitler, una biografía definitiva, afirma que para principios de los años 20 Hitler ya había desarrollado “un pronunciado sentido de su ‘misión nacional'” que podría resumirse en “nacionalizar a las masas; apoderarse del Estado; destruir al enemigo interno –los ‘criminales de noviembre’ (refiriéndose a judíos y marxistas, más o menos lo mismo para su punto de vista); construir defensas; llevar a cabo la expansión ‘por la espada’ para garantizar el futuro de Alemania, superando la ‘escasez de tierra’ (Raumnot) y adquiriendo nuevos territorios en el este de Europa”.

Los años de Weimar

Mientras Alemania tuvo cierta estabilidad política y económica, no hubo lugar para la “misión nacional”. Un informe confidencial del gobierno en 1927 describía al Nsdap como “un grupo radical revolucionario escindido, numéricamente insignificante, incapaz de ejercer ninguna influencia apreciable sobre la gran masa de la población y sobre el curso de los acontecimientos políticos”. En las elecciones parlamentarias de 1928, el Nsdap obtuvo apenas el 2,6 por ciento de los sufragios.

Sin embargo, Hitler y Joseph Goebbels, su futuro ministro de Propaganda, lograron amalgamar a la sombra del partido nazi a los que pensaban que todos los males de Alemania provenían de la República de Weimar.

En esa bolsa cabían los militares enfurecidos por las condiciones ruinosas que había impuesto el Pacto de Versalles, agricultores, pequeños empresarios, funcionarios públicos y, claro, los Freikorps.

La guerra había desmantelado al ejército alemán pero nadie –incluidos los socialdemócratas– quiso avanzar sobre las Freikorps, brutales fuerzas de choque que habían aplastado físicamente la revolución de los Consejos Obreros y asesinado a Luxemburgo y Liebknecht.

Ese amplio universo de descontentos, empobrecidos por la inflación y la depresión económica, confluía en el partido nazi bajo la bandera de la supremacía racial germánica, el anticomunismo y el odio a los judíos.

En la vereda de enfrente se situaban los partidos socialistas. El Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) era uno de los partidos políticos más viejos del mundo, tenía más de un millón de afiliados y una influencia enorme, si bien vapuleada por su reformismo, su creciente alianza con los partidos de la derecha y su hostilidad a toda iniciativa que no fuera parlamentaria.

El Partido Comunista (PDK), la escisión de la socialdemocracia que respaldó la Revolución de Octubre y se alineó con la URSS, había dirigido heroicamente alguna de esas insurrecciones. Pero no se repuso del asesinato de Luxemburgo y Liebknecht, entre otros revolucionarios. Era una organización débil, con dirigentes inexpertos que reproducían obedientemente los volantazos a derecha e izquierda de la política internacional de Stalin, desinteresado de la extensión de la revolución mundial.

Entre 1924 y 1929, Alemania pareció volver a pararse sobre sus propios pies no solo por la estabilización política sino por un mejoramiento general de la economía. Simultáneamente, la cultura vivió una explosión extraordinaria de las vanguardias: Paul Klee y Kandinsky en las artes plásticas, el cine neoimpresionista (Friedrich Murnau, Fritz Lang), el teatro de Bertolt Brecht, la música de Arnold Schönberg, la escuela de la Bauhaus.

En ese contexto, el SDP ganó los comicios al Reichstag de mayo de 1928 con la mejor elección en su historia, al superar los nueve millones de votos.

La bonanza fue breve. El crac de la Bolsa de Nueva York, en 1929, impactó con ferocidad sobre la economía alemana. La crisis dejó un tendal de pequeños empresarios, campesinos y comerciantes quebrados y otro tendal de desocupados. Las calles se llenaron de mendigos que peleaban por restos de comida, de hombres y mujeres que se prostituían, crecieron los robos y asesinatos. En una caída que parecía imparable, en 1931 quebraron dos de los grandes bancos, el Darmstädter y el Dresdner.

La propaganda nazi culpó sistemáticamente a la izquierda de la debacle social, explotando el nacionalismo germánico. Los enfrentamientos físicos entre la Sección de Asalto (SA) del Partido Nazi y la Liga Roja de Combate (RFB) eran cotidianos. El Mayo Sangriento de 1929 en Berlín culminó con treinta muertos, doscientos heridos y 1.200 detenciones.

El auge del partido nazi

Encabalgado en la crisis, hacia fines de los años 20, el partido nazi tenía más de cien mil afiliados, potenciados por el implacable aparato de propaganda de Joseph Goebbels. Había organizado una sección femenina y otra juvenil, y comenzado a ganar peso donde nunca había hecho pie: los centros de estudiantes.

La maquinaria propagandística de Goebbels fue exitosa: fundó una escuela de oratoria donde entrenaba oradores capaces de adecuar el discurso a gusto del consumidor. En su diario, Goebbels predicaba una disposición de sacrificio para “destruir el poder del capitalismo y el judaísmo”; de esta manera, añadía, “terminaría la lucha de clases” y “los alemanes serían libres”. Infatigable, organizaba hasta setenta mítines por día, que culminaban con actos de violencia. Una de sus tácticas era el uso de la provocación para atraer la atención sobre el Nsdap.

La rama paramilitar del partido nazi, las SA, era poderosa. Tenía 80 mil miembros, ex soldados y jóvenes lumpenizados, expertos en montar provocaciones callejeras, atacar locales, teatros e imprentas socialistas y romper los actos de las agrupaciones obreras. Era una organización paramilitar que a su paso infundía terror.

Para entonces Hitler –el ex delirante de la cervecería de Munich– había ganado el financiamiento de militares, empresarios y grandes industriales. De hecho, Hindenburg lo nombró canciller a pedido de una veintena de grandes empresarios. Entre ellos, Alfred Hugenberg, dueño de varios periódicos.

Ejemplar de Caras y Caretas, del 27 de agosto de 1932, dando cuenta del crecimiento del nazismo en Alemania.

La crisis económica empeoró exponencialmente, con cinco millones de desocupados, un tercio de la población activa. En julio de 1932, los nazis cosecharon su mejor resultado electoral, con el 37 por ciento (228 diputados). Los votos no provenían de los desocupados sino de quienes les temían y veían en Hitler al garante del orden, la autoridad y la disciplina.

En enero de 1932, en un discurso ante el Club de la Industria de Düsseldorf, Hitler prometió a la plana mayor del empresariado que aboliría la democracia, suprimiría la lucha de clases y el “bolchevismo” y conquistaría un nuevo Lebensraum (espacio vital) para Alemania. Y juró que respetaría a rajatablas la propiedad privada.

Hitler no asaltó al poder sostenido por las masas ni por las fuerzas de choque. Las élites políticas, económicas y militares, que sabían perfectamente lo que tramaba, le entregaron el aparato del Estado.

Ninguno de los dos partidos obreros fue capaz de enfrentar al nazismo. El Partido Socialista, después de defender durante un año y medio las políticas de ajuste, decidió apoyar la candidatura presidencial del viejo Von Hindenburg, con el argumento de que era el único que podía detener el ascenso de Hitler.

El Partido Comunista, siguiendo el viraje ultraizquierdista de Stalin, concluyó que para poder enfrentar al nazismo primero había que liquidar a los “socialfascistas”, que era como llamaban a los militantes del PSD. A partir de los acuerdos de los socialistas con Hindenburg, habían concluido que todos eran lo mismo.

Mientras los nazis quemaban sin distingos los locales de unos y otros, socialistas y comunistas se molían a palos en las calles.

La situación política avanzaba a barquinazos y giros sorprendentes, impulsada por la catástrofe económica. El 6 de noviembre de 1932 el Nsdap, aunque había perdido dos millones de votos, volvió a ser el partido más votado, con el 33,1 por ciento. Los otros partidos de derecha fueron eclipsados de la escena política.

Hitler en el poder

Una vez instalado en el poder, entre enero y marzo de 1933, el “canciller” Hitler sentó las bases del reino del terror que desplegaría a lo largo de doce años.

A partir del incendio del Reichstag la noche del 27 de febrero, que los nazis atribuyeron a los comunistas, consiguió que Von Hindenburg instaurase el estado de excepción, que autorizaba a Hitler a firmar leyes sin que interviniera el Parlamento.

Los comunistas afirmaron que el incendio había sido planeado y ejecutado por los nazis. Fue en vano. Miles de comunistas, socialistas y pacifistas fueron enviados a los primeros campos de concentración. Simultáneamente, se aprobaron las primeras medidas contra los judíos y, en mayo, se creó la Gestapo. Hacía un mes que Hitler era canciller.

Para confirmar su legitimidad, seguro de lograr la mayoría absoluta, Hitler consiguió que Von Hindenburg convocase a nuevas elecciones el 5 de marzo.

Los recursos del Estado fueron puestos a disposición de la campaña electoral: “Ahora será fácil llevar a cabo la lucha, porque podemos recurrir a todos los recursos del Estado. La prensa y la radio están a nuestra disposición”, escribió Goebbels en su diario personal.

Las elecciones de marzo de 1933 fueron las últimas en las que se utilizó el sistema de representación proporcional por listas y las últimas que se realizaron en una Alemania unida hasta 1990. Atenazados por sus direcciones, los trece millones de votantes del SPD y del KPD no supieron ofrecer batalla.

La hora del exterminio

En mayo de 1933, los nazis protagonizaron las primeras jornadas de quema de libros políticos o artísticos “antigermanos”.

Un año más tarde, el 30 de junio de 1934, en la conocida Noche de los Cuchillos Largos, fue descabezada la cúpula de las SA, las fuerzas paramilitares que habían acompañado el ascenso del nazismo. Hitler desconfiaba de su autonomía y pretendía el apoyo de los jefes de la Reichswehr, la organización militar oficial de Alemania, que temía y despreciaba a las SA.

El 2 de agosto de 1934, a la muerte de Hindenburg, Hitler asumió el cargo de jefe de Estado, comandante de las fuerzas armadas y se proclamó Führer, líder indiscutido del III Reich. Ante los jefes militares defendió la superioridad racial de los alemanes y les prometió una “ampliación del espacio vital del pueblo alemán con las armas en la mano”. Para llegar a esa meta, dijo, “toda opinión subversiva debe ser suprimida de la manera más enérgica posible” y “el marxismo debe ser completamente destruido”.

Progresivamente, leyes contra los judíos fueron preparando el terreno de su aniquilamiento. En abril de 1933, se limitó el número de estudiantes judíos en las escuelas y universidades, y se redujo la “actividad judía” en las profesiones médicas y legales.

En la reunión anual del partido, en 1935, en Nuremberg, se anunció que los judíos alemanes quedaban excluidos de la ciudadanía del Reich, perdieron la mayoría de sus derechos políticos y les prohibieron casarse o tener relaciones sexuales con personas “alemanas o de sangre alemana”.

Muchos alemanes asimilados, a veces alejados de la identidad judía por varias generaciones, fueron arrastrados por el terror nazi que no consideraba nociones religiosas sino raciales.

En 1937 y 1938, las autoridades comenzaron a “arianizar” la propiedad, lo que en buen romance significaba la apropiación de las empresas y el despido de los empleados judíos. Los médicos judíos ya no pudieron atender a pacientes no judíos. Se les prohibió ejercer la abogacía.

Después del pogrom de Kristallnacht –la Noche de los Cristales Rotos– del 9 al 10 de noviembre de 1938, se reforzó la “arianizacion”. Los judíos ya no pudieron asistir a escuelas y universidades, tampoco a teatros, cines o espacios deportivos. En muchas ciudades se limitó su circulación y se les prohibió ingresar a las zonas arias.

En agosto de 1938, fueron obligados a portar tarjetas de identidad y les marcaron los pasaportes. La barbarie nazi alcanzó su punto más alto con el aniquilamiento de seis millones de judíos en los campos de exterminio, a los que se sumaron varios millones de gitanos, homosexuales y discapacitados.

Aproximadamente dos de cada tres judíos que vivían en Europa antes de la guerra murieron en el Holocausto; un millón eran niños.

Del “espacio vital” a Stalingrado

El 1 de septiembre de 1939, Hitler invadió Polonia y dio inicio a la Segunda Guerra Mundial. Para 1941, las fuerzas alemanas y sus aliados habían ocupado la mayor parte de Europa y África del Norte. Ese verano, los nazis comenzaron una guerra de exterminio contra la Unión Soviética que habían planificado meticulosamente: mataron a 27 millones de ciudadanos soviéticos.

Diez años después de la llegada de Hitler al poder, el 2 de febrero de 1943, la derrota de la Wehrmacht a manos del Ejército Rojo en Stalingrado representó un punto de inflexión de la guerra.

Cientos de miles de civiles murieron en los bombardeos de los Aliados en el territorio alemán. Cuando Hitler se disparó en la cabeza el 30 de abril de 1945 y Alemania capituló, el país estaba en ruinas.

El 2 de mayo de 1945, la bandera roja del Ejército soviético se izó en la terraza del Reichstag.

Las lecciones históricas del ascenso de Hitler tienen una relevancia urgente.

Escrito por
Olga Viglieca
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