(PDF) Reale Giovanni - Historia Del Pensamiento Filosofico Y Cientifico II - Del Humanismo A Kant.pdf | Isabella Romero - Academia.edu
GIOVANNI REALE y DARIO ANTISERI HISTORIA DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO Y CIENTÍFICO TOMO SEGUNDO DEL HUM ANISM O A KANT BARCELONA EDITORIAL H ERDER 1995 Version castellana de J u a n G io v a n n i R e a l e y D a r io A n t is e r i , tomo II, A n d r é s I g l e s ia s , de la obra de Il pensiero occidentale dalle origini ad oggi, Editrice La Scuola, Brescia 51985 Ilustraciones: Alinari, Arborio Mella, Farabola, Fototeca Storica Nacionale, Giorcelli, Ricciarini, Spectra Segunda edición 1992 Reimpresión 1995 © ©1983 Editrice La Scuola, Brescia 1988 Editorial Herder S.A., Barcelona Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, el almacenamiento en sistema informático y la transmisión en cualquier forma o medio: electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyrigth ISBN 84-254-1589-6 tomo II, rústica ISBN 84-254-1590-X tomo II, tela ISBN 84-254-1541-1 obra completa, rústica ISBN 84-254-1593-4 obra completa, tela D e p ó s it o l e g a l : B . E s p r o p ie d a d B. 42.848 (rústica) 42.849 (tela) L ib e r g r a f S .L . - B a r c e l o n a P r in t e d in S p a in ÍNDICE Prólogo................................................................................................................ 17 PARTE PRIMERA EL HUMANISMO Y EL RENACIMIENTO I. El pensamiento humanístico-renacentista y sus características generales 1. El significado historiográfico del término «humanismo»....................... 2. El significado historiográfico del término «renacimiento»..................... 3. Evolución cronológica y características esenciales del período huma­ nístico-renacentista ...................................................................................... 4. Los «profetas» y los «magos» orientales y paganos, considerados por los renacentistas como fundadores del pensamiento teológico y filo­ sófico: Hermes Trismegistos, Zoroastro y Orfeo.................................... 4.1. La diferencia de nivel histórico-crítico en el conocimiento que tuvieron los humanistas con respecto a la tradición latina y a la grie­ ga. 4.2. Hermes Trismegistos y el Corpus Hermeticum en su realidad histórica y en la interpretación renacentista. 4.3. El Zoroastro del renacimiento. 4.4. El Orfeo renacentista. II. Ideas y tendencias del pensamiento humanístico-renacentista....................... 1. Los debates sobre problemas morales y el neoepicureísmo.................. 1.1. Los comienzos del humanismo. 1.1.1. Francesco Petrarca. 1.1.2. Coluccio Salutati. 1.2. Debates sobre cuestiones ético-políticas en algunos humanistas del siglo xv: L. Bruni, P. Bracciolini, L.B. Alberti. 1.2.1. Leonardo Bruni. 1.2.2. Poggio Bracciolini. 1.2.3. León Battista Alberti. 1.2.4. Otros humanistas del siglo xv. 1.3. El neoepicu­ reísmo de Lorenzo Valla. 2. El neoplatonismo renacentista................................................................... 2.1. La tradición platónica en general y los sabios bizantinos del si­ glo xv. 2.2. Nicolás de Cusa: la docta ignorancia en relación con el infinito. 2.2.1. La vida, las obras y el contexto cultural de Nicolás de Cusa. 2.2.2. La docta ignorancia. 2.2.3. La relación entre Dios y el universo. 2.2.4. El significado del principio «todo está en todo». 2.2.5. La proclamación del hombre como microcosmos. 2.3. Marsilio Ficino y la Academia platónica de Florencia. 2.3.1. La posición de Ficino en el pensamiento renacentista. 2.3.2. La labor de Ficino co­ mo traductor. 2.3.3. Las directrices del pensamiento filosófico de Ficino. 2.3.4. La importancia de la doctrina mágica de Ficino. 26 26 33 38 40 50 50 61 2.4. Pico de la Mirándola: entre platonismo, aristotelismo, càbala y religión. 2.4.1. La posición de Pico de la Mirándola. 2.4.2. Pico y la càbala. 2.4.3. Pico de la Mirándola y la doctrina acerca de la dignidad del hombre. 2.5. Francesco Patrizi. 3. El aristotelismo renacentista...................................................................... 3.1. Los problemas de la tradición aristotélica en la época del huma­ nismo. 3.2. Pietro Pomponazzi y el debate sobre la inmortalidad. 4. El renacer del escepticismo........................................................................ 4.1. El resurgimiento de las filosofías helenísticas durante el renaci­ miento. 4.2. Michel de Montaigne y el escepticismo como fundamen­ to de la sabiduría. III. El renacimiento y los problemas religiosos y políticos.................................. 1. El renacimiento y la religión..................................................................... 1.1. Erasmo de Rotterdam y la philosophia Christi. 1.1.1. La posición de Erasmo. 1.1.2. La concepción humanista de la filosofía cristiana. 1.1.3. El concepto erasmista de «locura». 1.2. Martín Lutero. 1.2.1. Lutero y sus relaciones con la filosofía y con el pensamiento humanístico-renacentista. 1.2.2. Las directrices básicas de la teología lutera­ na. 1.2.3. Vertientes pesimistas e irracionalistas del pensamiento de Lutero. 1.3. Ulrico Zuinglio, el reformador de Zurich. 1.4. Calvino y la reforma de Ginebra. 1.5. Otros teólogos de la reforma y figuras vinculadas al movimiento protestante. 2. Contrarreforma y reforma católica............................................................ 2.1. Los conceptos historiográficos de «contrarreforma» y «reforma católica». 2.2. El concilio de Trento. 2.3. El relanzamiento de la escolástica. 3. El renacimiento y la política....................................................................... 3.1. Nicolás Maquiavelo y la autonomía de la política. 3.1.1. La posi­ ción de Maquiavelo. 3.1.2. El realismo de Maquiavelo. 3.1.3. La virtud del príncipe. 3.1.4. Libertad y azar. 3.1.5. La virtud de la antigua república romana. 3.1.6. Guicciardini y Botero. 3.2. Tomás Moro y la Utopía. 3.3. Jean Bodin y la soberanía absoluta del Esta­ do. 3.4. Hugo Grocio y la fundación del iusnaturalismo. 83 90 95 95 112 118 PARTE SEGUNDA LAS CUMBRES Y LOS RESULTADOS FINALES DEL PENSAMIENTO RENACENTISTA LEONARDO, TELESIO, BRUNO Y CAMPANELLA IV Cuatro figuras eminentes del renacimiento italiano: Leonardo, Telesio, Bruno y Campanella.......................................................................................... 1. Naturaleza, ciencia y arte en Leonardo.................................................... 1.1. El orden mecánico de la naturaleza. 1.2. Leonardo, entre el renacimiento y la edad moderna. 1.3. Reflexión mental y expe­ riencia. 2. Bernardino Telesio: la indagación de la naturaleza según sus propios principios....................................................................................................... 2.1. Su vida y sus obras. 2.2. La novedad de la física telesiana. 2.3. Los principios propios de la naturaleza. 2.4. El hombre como reali­ dad natural. 2.5. La moral natural. 2.6. La trascendencia divina y el alma como ente suprasensible. 133 133 138 3. Giordano Bruno: la religión como metafísica de lo infinito y el «he­ roico furor».................................................................................................... 3.1. Su vida y sus obras. 3.2. La característica fundamental del pensa­ miento de Bruno. 3.3. Arte de la memoria (mnemotecnia) y arte mágico-hermético. 3.4. El universo de Bruno y su significado. 3.5. La infinitud del Todo y el significado que Bruno otorga a la revolución copernicana. 3.6. Los «heroicos furores». 3.7. Conclusiones. 4. Tomás Campanella: naturalismo, magia y anhelo de reforma uni­ versal............................................................................................................... 4.1. Su vida y sus obras. 4.2. La naturaleza y el significado del conoci­ miento filosófico, y el replanteamiento del sensismo telesiano. 4.3. La autoconciencia. 4.4. La metafísica de Campanella: las tres primalidades del ser. 4.5. El panpsiquismo y la magia. 4.6. La Ciudad del Sol. 4.7. Conclusiones. PARTE TERCERA LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA La revolución científica 1. La revolución científica: rasgos generales................................................ 1.1.La revolución científica: los cambios que produce. 1.2. La forma­ ción de un nuevo tipo de saber, que exige la unión de ciencia y técnica. 1.3. Científicos y artesanos. 1.4. Una nueva forma de saber y una nueva figura de sabio. 1.5. 7 a legitimación de los instrumentos científicos y su uso. 2. La revolución científica y la tradición mágico-hermética...................... 2.1. Presencia y rechazo de la tradición mágico-hermética. 2.2. Las características de la astrología y de la magia. 2.3. J. Reuchlin y la tradición cabalística; Agrippa: magia blanca y magia negra. 2.4. El programa iatroquímico de Paracelso. 2.5. Tres magos italianos: Fracastoro, Cardano y Della Porta. 3. Nicolás Copérnico y el nuevo paradigma de la teoría heliocéntrica 3.1. El significado filosófico de la revolución copernicana. 3.2. Nico­ lás Copérnico: su formación científica. 3.3. Copérnico: un hombre comprometido socialmente. 3.4. La Narrado prima de Rheticus y la interpretación instrumentalista que Osiander formula con respecto a la obra de Copérnico. 3.5. El realismo y el neoplatonismo de Copér­ nico. 3.6. La problemática situación de la astronomía precopernicana. 3.7. La teoría de Copérnico. 3.8. Copérnico y la tensión esencial entre tradición y revolución. 4. Tycho Brahe: ya no es válida «la vieja distribución ptolemaica» ni «la moderna innovación introducida por el gran Copérnico»...................... 4.1. Tycho Brahe: el perfeccionamiento de los instrumentos y de las técnicas de observación. 4.2. Tycho Brahe niega la existencia de las esferas materiales. 4.3. Ni Ptolomeo ni Copérnico. 4.4. El sistema de Tycho Brahe: una restauración que contiene los gérmenes de la revolución. 5. Johannes Kepler: el paso del círculo a la elipse y la sistematización matemática del sistema copernicano......................................................... 5.1. Kepler, profesor en Graz: el Mysterium cosmographicum. 5.2. Kepler, matemático imperial en Praga: la astronomía nueva y la dióptrica. 5.3. Kepler en Linz: las Tablas rudolfinas y la Armonía del mundo. 5.4. El Mysterium cosmographicum: a la caza del divino orden matemático de los cielos. 5.5. Del círculo a la elipse. Las tres leyes de Kepler. 5.6. El Sol como causa de los movimientos plane­ tarios. 6. El drama de Galileo y la fundación de la ciencia moderna..................... 6.1. Galileo Galilei: su vida y sus obras. 6.2. Galileo y la fe en el anteojo. 6.3. El Sidereus Nuncius y la confirmación del sistema co­ pernicano. ti.4. Las raíces epistemológicas del enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia. 6.5. El realismo de Galileo contra el instrumentalismo de Belarmino. 6.6. La incomparabilidad entre ciencia y fe. 6.7. El primer proceso. 6.8. El Diálogo sobre los dos sistemas máximos y el derrocamiento de la cosmología aristotélica. 6.9. El segundo pro­ ceso: la condena y la abjuración. 6.10. La última gran obra: los Dis­ cursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias. 6.11. La imagen galileana de la ciencia. 6.12. La cuestión del método: ¿experiencias sensibles y/o demostraciones necesarias? 6.13. La ex­ periencia es el experimento. 6.14. La función de los experimentos mentales. 7. Sistema del mundo, metodología y filosofía en la obra de Isaac Newton........................................................................................................... 7.1. El significado filosófico de la obra de Newton. 7.2. Su vida y sus obras. 7.3. Las reglas del filosofar y la ontologia que presuponen. 7.4. El orden del mundo y la existencia de Dios. 7.5. El significado de la sentencia metodológica: hypotheses non fingo. 7.6. La gran máqui­ na del mundo. 7.7. La mecánica de Newton como programa de in­ vestigación. 7.8. El descubrimiento del cálculo infinitesimal y la .disputa con Leibniz. 8. Las ciencias de la vida................................................................................. 8.1. Los avances de la investigación anatómica. 8.2. W. Harvey: el descubrimiento de la circulación de la sangre y el mecanicismo bioló­ gico. 8.3. Francesco Redi se opone a la teoría de la generación es­ pontánea. 9. Las academias y las sociedades científicas.............................................. 9.1. La Accademia dei Lincei y la Accademia del Cimento. 9.2. La Royal Society de Londres y la Academia real de las ciencias de Francia. 223 257 273 277 PARTE CUARTA BACON Y DESCARTES LA EVOLUCIÓN SOCIAL Y TEÓRICA DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO ANTE LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA VI. Francis Bacon: el filósofo de la era industrial 1. Francis Bacon: su vida y su proyecto cultural 2. Los escritos de Bacon y su significado.................................................... 3. Por qué Bacon critica el ideal del saber mágico-alquímico.................. 4. Por qué Bacon critica la filosofía tradicional 5. Por qué Bacon critica la lógica tradicional............................................. 6. Anticipaciones e interpretaciones dela naturaleza............................... 7. La teoría de los ídolos............................................................................... 8. Sociología del conocimiento, hermenéutica y epistemología, y su relación con la teoría de los ídolos........................................................... 9. El objetivo de la ciencia: el descubrimientode las formas 10. La inducción por eliminación................................................................... 11. El experimentum crucis............................................................................. 12. Bacon no es el padre espiritual de un tecnicismo moralmente neutro.......................................................................................................... 283 283 285 288 290 292 293 294 297 298 300 302 303 VII. Descartes: «el fundador de la filosofía moderna».......................................... 1. La unidad del pensamiento de Descartes 2. Su vida y sus obras...................................................................................... 3. La experiencia del hundimiento cultural de una época 4. Las reglas del método............................................................................... 5. La duda metódica....................................................................................... 6. La certeza fundamental: cogito ergo sum 7. La existencia y el papel de D ios............................................................... 8. El mundo es una máquina........................................................................ 9. Las revolucionarias consecuenciasdel mecanicismo 10. La creación de la geometría analítica 11. El alma y el cuerpo..................................................................................... 12. Las reglas de la moral provisional........................................................... 305 305 308 311 314 317 318 322 326 330 331 334 336 PARTE QUINTA LAS GRANDES CONSTRUCCIONES METAFÍSICAS DEL RACIONALISMO EL OCASIONALISMO, SPINOZA Y LEIBNIZ VIII. La metafísica del ocasionalismo y Malebranche............................................ 1. Los precursores del ocasionalismo y A. Geulincx.................................. 2. Malebranche y la evolución del ocasionalismo........................................ 2.1. Vida y obras de Malebranche. 2.2. El conocimiento de la verdad y la visión de las cosas en Dios. 2.3. Las relaciones entre alma y cuerpo, y el conocimiento que el alma tiene de sí misma. 2.4. Todo está en Dios. 2.5. La importancia del pensamiento de Malebranche. IX. Spinoza y la metafísica del monismo y del inmanentismo panteísta............ 1. La vida y los escritos de Spinoza................................................................ 2. La búsqueda de la verdad que otorga un sentido a la vida.................... 3. La noción de Dios como eje central del pensamiento de Spinoza........ 3.1. El orden geométrico. 3.2. La substancia, o el Dios de Spinoza. 3.3. Los atributos. 3.4. Los modos. 3.5. Dios y el mundo: natura naturans y natura naturata. 4. La doctrina de Spinoza sobre el paralelismo entre ordo idearum y ordo rerum..................................................................................................... 5. El conocimiento........................................................................................... 5.1. Los tres géneros de conocimiento. 5.2. El conocimiento adecua­ do de cada realidad implica el conocimiento de Dios. 5.3. En las formas del conocimiento adecuado no hay lugar para la contingencia: todo resulta necesario. 5.4. Las consecuencias morales del conoci­ miento adecuado. 6. El ideal ético de Spinoza y el amor Dei intellectualis.............................. 6.1. El análisis geométrico de las pasiones. 6.2. El intento de Spinoza de colocarse más allá del bien y del mal. 6.3. El conocer como libera­ ción de las pasiones y fundamento de las virtudes. 6.4. La visión de las cosas sub specie aeternitatis y el amor Dei intellectualis. 7. La concepción de la religión y del Estado en Spinoza............................. 7.1. La negación del significado cognoscitivo de la religión. 7.2. El Estado.como garantía de libertad. 341 341 343 351 351 354 357 363 366 370 375 X. Leibniz y la metafísica del pluralismo monadológico y de la armonía preestablecida 1. La vida y las obras de Leibniz.................................................................. 2. La posibilidad de una mediación entre philosophia perennis y philosophi n o vi.................................................................................................... 3. La posibilidad de recuperar el finalismo y las formas substanciales... 3.1. El nuevo significado del finalismo. 3.2. El nuevo significado de las formas substanciales. 4. La refutación del mecanicismo y el origen de la noción de mónada... 4.1. El memorable error de Descartes. 4.2. Las consecuencias del descubrimiento de Leibniz. 5. Las líneas maestras de la metafísica monadológica.............................. 5.1. La naturaleza de la mónada como fuerza representativa. 5.2. Cada mónada representa el universo y es un microcosmos. 5.3. El principio de la identidad de los indiscernibles. 5.4. La ley de la continuidad y su significado metafísico. 5.5. La creación de las mó­ nadas y su indestructibilidad. 6. Las mónadas y la constitución del universo............................................ 6.1. La explicación de la materialidad y la corporeidad de las móna­ das. 6.2. La explicación de la constitución de los organismos anima­ les. 6.3. La diferencia entre las mónadas espirituales y las demás mónadas. 7. La armonía preestablecida....................................................................... 8. Dios y el mejor de los mundos posibles: el optimismo de Leibniz..... 9. Las verdades de razón, las verdades de hecho y el principio de razón suficiente..................................................................................................... 10. La doctrina del conocimiento: el innatismo virtual, o la nueva forma de reminiscencia......................................................................................... 11. El hombre y su destino 380 380 383 384 388 391 397 400 403 405 407 408 parte sexta LA EVOLUCIÓN DEL EMPIRISMO XI. Thomas Hobbes: el corporeísmo y la teoría del absolutismo político 1. Su vida y sus obras....................................................................................... 2. La concepción y la división de la filosofía en Hobbes............................. 3. Nominalismo, convencionalismo, empirismo y sensismo en Hobbes 4. Corporeísmo y mecanicismo....................................................................... 5. La teoría del Estado absolutista................................................................ 6. El Leviatán. Conclusiones acerca de Hobbes.......................................... XII. John Locke y la fundación del empirismo crítico.......................................... 1. La vida y las obras de Locke.................................................................... 2. El problema y el programa del Ensayo sobre el intelecto humano..... 3. El empirismo de Locke como síntesis entre el empirismo inglés tra­ dicional y el racionalismo cartesiano: el principio de la experiencia y la crítica del innatismo............................................................................... 4. La doctrina de las ideas y su estructura general..................................... 5. La crítica a la idea de substancia, la cuestión de la esencia, el univer­ sal y el lenguaje.......................................................................................... 6. El conocimiento, su valor y su extensión................................................ 7. La probabilidad y la fe............................................................................... 8. Las doctrinas morales y políticas............................................................. 413 413 414 417 420 422 425 428 428 430 432 435 437 440 442 443 9. La religión y sus relaciones con la razón y con la fe .............................. 10. Conclusiones acerca de Locke.................................................................. XIII. George Berkeley: una gnoseología nominalista y fenomenista, en función de una apologética renovada............................................................................ 1. La vida y el significado de la obra de Berkeley...................................... 2. Los Comentarios filosóficos y el programa investigador...................... 3. La teoría de la visión y la construcción mentales de los objetos.......... 4. Los objetos de nuestro conocimiento son ideas, y éstas son sensa­ ciones............................................................................................................ 5. Por qué las ideas abstractas son ilusorias................................................ 6. Es falsa la distinción entre cualidades primarias y cualidades secun­ darias ............................................................................................................ 7. La crítica a la idea de substancia material.............................................. 8. El gran principio: Esse est perd p i............................................................ 9. Dios y las leyes de la naturaleza............................................................... 10. La filosofía de la física: Berkeley, precursor de Mach........................... XIV David Hume y el epílogo irracionalista del empirismo 1. La vida y las obras de Hume.................................................................... 2. La nueva escena del pensamiento, o la ciencia de la naturaleza humana........................................................................................................ 3. Impresiones, ideas y el principio de asociación..................................... 4. La negación de las ideas universales y el nominalismo de Hume 5. Relaciones entre ideas y datos de hecho................................................. 6. La crítica de Hume a la idea de relación de causa a efecto.................. 7. La crítica a las ideas de substancia material y substancia espiritual: la existencia de los cuerpos y del «yo» como objeto de mera creencia ateórica........................................................................................................ 8. La teoría de las pasiones y la negación de la libertad y de la razón práctica........................................................................................................ 9. El fundamento arracional de la moral 10. La religión y su fundamento irracional................................................... 11. La disolución del empirismo en la razón escéptica y en la creencia arracional..................................................................................................... 444 446 447 447 450 453 455 456 458 459 460 462 464 468 468 471 472 474 476 477 479 481 482 485 485 PARTE SÉPTIMA PASCAL Y VICO, DOS PENSADORES ATÍPICOS DE LA ÉPOCA MODERNA XV El libertinismo. Gassendi: un empirista escéptico que defiende la religión. El jansenismo y Port-Royal 1. El libertinismo.............................................................................................. 1.1. En qué consiste la actitud libertina. 1.2. Libertinismo erudito y libertinismo mundano. 2. Pierre Gassendi: un empirista escéptico que defiende la religión........ 2.1. La polémica en contra de la tradición aristotélico-escolástica. 2.2. Por qué no conocemos las esencias. Por qué la filosofía aristotéli­ co-escolástica es perjudicial para la fe. 2.3. Gassendi contra Descar­ tes. 2.4. Por qué Gassendi vuelve a Epicuro. 3. El jansenismo y Port-Royal........................................................................ 3.1. Jansenio y el jansenismo. 3.2. La lógica y la lingüística de PortRoyal. 491 491 494 500 XVI. Blaise Pascal: autonomía de la razón, miseria y grandeza del hombre, y razonabilidad del don de la fe ........................................................................ •.. 1. La pasión por la ciencia............................................................................ 2. La primera y la segunda conversión........................................................ 3. Pascal en Port-Royal.................................................................................. 4. Las Provinciales.......................................................................................... 5. La frontera entre saber científico y fe religiosa..................................... 6. La razón científica, entre la tradición y el progreso.............................. 7. El ideal del saber científico: reglas para elaborar argumentaciones convincentes................................................................................................ 8. Esprit de géométrie y esprit de finesse....................................................... 9. Grandeza y miseria de la condición humana 10. El divertissement......................................................................................... 11. La impotencia de la razón para fundamentar los valores y demostrar la existencia de D ios.................................................................................. 12. «Sin Jesucristo no sabemos qué es nuestra vida, ni nuestra muerte, ni Dios, ni qué somos nosotros mismos»................................................ 13. Contra el deísmo y contra Descartes, inútil einseguro.......................... 14. Por qué apostar por Dios XVII. Giambattista Vico y la fundación del «mundo civil hecho por los hombres»............................................................................................................. 1. Su vida y sus obras...................................................................................... 2. Los límites del saber de los modernos.................................................... 3. El verum-factum y el descubrimiento de la historia............................. 4. Vico se muestra contrario a la historia de los filósofos....................... 5. Vico se muestra contrario a la historia de los historiadores............... 6. Los cuatro autores de Vico....................................................................... 7. La distinción y la unidad entre filosofía y filología............................... 8. La verdad que la filosofía proporciona a la filología............................ 9. La certeza que la filología ofrece a la filosofía..................................... 10. Los hombres como protagonistas de la historia, y la heterogénesis de los fines.................................................................................................. 11. Las tres edades de la historia.................................................................... 12. Lenguaje, poesía y mito........................................................................... 13. La Providencia y el sentido de la historia............................................... 14. Los retornos históricos............................................................................. 505 505 507 509 510 512 513 515 517 519 521 523 524 525 526 529 529 533 536 537 538 540 542 544 546 548 550 553 556 558 PARTE OCTAVA LA RAZÓN EN LA CULTURA ILUSTRADA XVIII. La razón en la cultura de la ilustración 1. El lema de la ilustración: «¡Ten la valentía de utilizar tu propia inteligencia!».............................................................................................. 2. La razón de los ilustrados.......................................................................... 3. La razón ilustrada contra los sistemasmetafísicos............................... 4. El ataque contra las supersticiones delas religiones positivas............. 5. Razón y derecho natural........................................................................... 6. Ilustración y burguesía.............................................................................. 7. Cómo difundieron las luceslos ilustrados................................................ 8. Ilustración y neoclasicismo....................................................................... 9. Ilustración, historia y tradición................................................................ 10. Pierre Bayle y el descubrimiento del error como tarea del histo­ riador ........................................................................................................... 563 563 564 566 568 569 572 574 576 578 580 PARTE NOVENA LA EVOLUCIÓN DE LA RAZÓN ILUSTRADA EN FRANCIA, INGLATERRA, ALEMANIA E ITALIA XIX. La ilustración en Francia 1. La Enciclopedia........................................................................................... 1.1. Origen, estructura y colaboradores de la Enciclopedia. 1.2. Fina­ lidades y principios inspiradores de la Enciclopedia. 2. D’Alembert y la filosofía como ciencia de los hechos............................. 2.1. El siglo filosófico es el siglo de la experimentación y del análisis. 2.2. Deísmo y moral natural. 3. Denis Diderot: del deísmo a la hipótesis materialista............................. 3.1. El deísmo, en contra del ateísmo y de la religión positiva. 3.2. Todo es materia en movimiento. 4. Condillac y la gnoseología del sensismo................................................... 4.1. Su vida y el significado de su obra. 4.2. La sensación como fundamento del conocimiento. 4.3. Una estatua organizada interna­ mente como nosotros y la construcción de las funciones humanas. 4.4. La perjudicial jerga metafísica y la ciencia como lengua bien estructurada. 4.5. Tradición y educación. 5. El materialismo ilustrado: La Mettrie, Helvetius, d’Holbach............. 5.1. «El hombre máquina» de La Mettrie. 5.2. Helvetius: la sensa­ ción es el principio de la inteligencia y el interés es el principio de la moral. 5.3. D’Holbach: «el hombre es obra de la naturaleza». 6. Voltaire y la gran batalla por la tolerancia............................................... 6.1. El significado de la obra y de la vida de Voltaire. 6.2. La defensa del deísmo contra el ateísmo y el teísmo. 6.3. La defensa de la huma­ nidad contra Pascal, sublime misántropo. 6.4. Contra Leibniz y su «mejor de los mundos posibles». 6.5. Los fundamentos de la toleran­ cia. 6.6. El caso Calas y el Tratado sobre la tolerancia. 1. Montesquieu: las condiciones de la libertad y el Estado dederecho 7.1. Su vida y el significado de su obra. 7.2. Las razonesde la exce­ lencia de la ciencia. 7.3. Las Cartas persas. 7.4. El Espíritu de las leyes. 7.5. La división de poderes: el poder que frena el poder. 8. Jean-Jacques Rousseau: el ilustrado hereje........................................... 8.1. Su vida y el significado de su obra. 8.2. El hombre en el «estado de naturaleza». 8.3. Rousseau contra los enciclopedistas. 8.4. Rous­ seau, ilustrado. 8.5. El contrato social. 8.6. El Emilio, o el itinerario pedagógico. 8.7. La naturalización de la religión. XX. La ilustración inglesa........................................................................................ 1. La controversia sobre el deísmo y la religión revelada......................... 1.1. John Toland: el cristianismo sin misterios. 1.2. Samuel Clarke y la prueba de la existencia de un Ser necesario e independiente. 1.3. Anthony Collins y la defensa del librepensamiento. 1.4. Matthew Tindal y la reducción de la revelación a la religión natural. 1.5. Joseph Butler: la religión natural es algo fundamental, pero no lo es todo. 2. La reflexión sobre la moral en la ilustración inglesa.............................. 2.1. Shaftesbury y la autonomía de la moral. 2.2. Francis Hutcheson: la acción mejor procura la mayor felicidad a la mayor cantidad de 585 585 589 593 598 605 613 627 635 653 653 664 personas. 2.3. David Hartley: la física de la mente y la ética sobr.e bases psicológicas. 3. Bernard de Mandeville y la Fábula de las abejas: «vicios privados, virtudes públicas»......................................................................................... 3.1. Cuando el vicio privado se convierte en beneficio público. 3.2. Cuando la virtud privada lleva la sociedad a la ruina. 4. La escuela escocesa del sentido común.................................................... 4.1. Thomas Reid: el hombre como animal cultural. 4.2. Reid y la teoría de la mente. 4.3. Reid: realismo y sentido común. 4.4. Dugald Stewart y las condiciones de la argumentación filosófica. 4.5. Thomas Brown: la filosofía del espíritu y el arte de dudar. XXI. La ilustración alemana..................................................................................... 1. La ilustración alemana: características, precedentes y ambiente so­ cio-cultural..................................................................................................... 1.1. Características. 1.2. Precedentes. 1.3. E.W. von Tschirnhaus: el ars inveniendi como confianza en la razón. 1.4. Samuel Pufendorf: el derecho natural es una cuestión de razón. 1.5. Christian Thomasius: la distinción entre derecho y moral. 1.6. Las relaciones del pietismo con la ilustración. 1.7. Federico n y la situación política. 2. La «enciclopedia del saber» de Christian Wolff..................................... 3. El debate filosófico en la época de Wolff................................................ 3.1. Martin Knutzen: el encuentro entre el pietismo y la filosofía de Wolff. 3.2. Christian A. Crusius: la voluntad es autónoma con res­ pecto al intelecto. 3.3. Johann H. Lambert: la búsqueda del reino de la verdad. 3.4. Johann N. Tetens: la fundamentación psicológica de la metafísica. 4. Alexander Baumgarten y la fundación de la estética sistemática........ 5. Hermann Samuel Reimarus: la defensa de la religión natural y el rechazo de la religión revelada................................................................... 6. Moses Mendelssohn y la diferencia esencial entre religión y Estado ... 7. Gotthold Ephraim Lessing y la pasión de la verdad.............................. 7.1. Lessing y la cuestión estética. 7.2. Lessing y la cuestión religiosa. XXII. La ilustración italiana 1. Los preilustrados italianos........................................................................ 1.1. El anticurialismo de Pietro Giannone. 1.2. Ludovico A. Muratori y la defensa del buen gusto, del sentido crítico. 2. La ilustración lombarda............................................................................. 2.1. Pietro Verri: el bien nace del mal. 2.2. Alessandro Verri: la desconfianza es la gran precursora de la verdad. 2.3. Cesare Beccaria: contra la tortura y la pena de muerte. 2.4. Paolo Frisi: el primero en sacudir del sueño a Lombardía. 3. La ilustración napolitana........................................................................... 3.1. Antonio Genovesi: el primer profesor italiano de economía polí­ tica. 3.2. Ferdinando Galiani: el autor del tratado Sobre la moneda. 3.3. Gaetano Filangieri: las leyes, racionales y universales, deben adecuarse al estado de la nación que las recibe. 670 674 683 683 687 691 694 696 697 699 705 705 709 716 PARTE DÉCIMA KANT Y LA FUNDACIÓN DE LA FILOSOFÍA TRASCENDENTAL XXIII. Kanty el giro crítico del pensamiento occidental.......................................... 1. La vida, la obra y la evolución del pensamiento de Kant........................ 1.1. La vida de Kant. 1.2. Los escritos de Kant. 1.3. El itinerario espiritual de Kant a lo largo de los escritos precríticos. 1.4. La gran iluminación de 1769 y la Memoria de cátedra de 1770. 2. La Crítica de la Razón pura........................................................................ 2.1. El problema crítico: la síntesis a priori y su fundamento. 2.2. La revolución copernicana de Kant. 2.3. La estética trascendental (la doctrina del conocimiento sensible y de sus formas a priori). 2.4. La analítica trascendental y la doctrina del conocimiento intelectivo y de sus formas a priori. 2.4.1. La lógica kantiana y sus divisiones. 2.4.2. Las categorías y su deducción. 2.4.3. El «yo pienso» o apercepción trascendental. 2.5. La analítica de los principios: el esquematismo trascendental y el sistema de todos los principios del intelecto puro, o la fundación trascendental de la física newtoniana. 2.6. La distinción entre fenómeno y noúmeno (la cosa en sí). 2.7. La dialéctica trascen­ dental. 2.7.1. La concepción kantiana de la dialéctica. 2.7.2. La fa­ cultad de la razón en un sentido específico y las ideas de la razón en un sentido kantiano. 2.7.3. La psicología racional y los paralogismos de la razón. 2.7.4. La cosmología racional y las antinomias de la razón. 2.7.5. La teología racional y las pruebas tradicionales de la existencia de Dios. 2.7.6. El uso normativo de las ideas de la razón. 3. La Crítica de la Razón práctica y la ética de Kant................................... 3.1. El concepto de «razón práctica» y los objetivos de la nueva Crítica. 3.2. La ley moral como imperativo categórico. 3.3. La esen­ cia del imperativo categórico. 3.4. Las fórmulas del imperativo cate­ górico. 3.5. La libertad como condición y fundamento de la ley mo­ ral. 3.6. El principio de la autonomía moral y su significado. 3.7. El bien moral y el tipo de juicio. 3.8. El rigorismo y el himno kantiano al deber. 3.9. Los postulados de la razón práctica y la primacía de la razón práctica con respecto a la razón pura. 4. La Crítica del Juicio...................................................................................... 4.1. La postura de la tercera Crítica en comparación con las dos precedentes. 4.2. Juicio determinante y juicio reflexivo. 4.3. El juicio estético. 4.4. La concepción de lo sublime. 4.5. El juicio teleológico y las conclusiones de la Crítica del Juicio. 5. Conclusiones: «El cielo estrellado por encima de mí y la ley moral dentro de mí» como clave espiritual de Kant, hombre y pensador....... Apéndice............................................................................................................. Tablas cronológicas...................................................................................... Bibliografía.................................................................................................... índice de nombres 723 723 731 760 773 779 781 782 805 817 PRÓLOGO «El último paso de la razón consiste en reconocer que hay infinitud de cosas que la superan.» Pascal ¿Cuál es la justificación de un tratamiento tan amplio de la historia del pensamiento filosófico y científico, dirigido a los centros de enseñanza secundaria? ¿Es posible acaso -quizás se pregunte el docente, al observar el tamaño de los tres volúmenes de la obra- afrontar y desarrollar, en las escasas horas disponibles cada semana, un programa tan vasto y lograr que el estudiante lo domine? Sin lugar a dudas, si se mide este libro por el número de páginas, hay que decir que es un libro extenso. Y no sólo esto: es el libro más extenso que se haya concebido y realizado hasta ahora, para su utilización en los centros de enseñanza secundaria. No obstante, es oportuno recordar aquí la razonable opinión de Terrasson, citada por Kant en el Prefacio a la Crítica de la razón pura: «Si se mide la extensión del libro no por el número de páginas, sino por el tiempo necesario para entenderlo, de muchos libros podría decirse que serían mucho más breves, si no fuesen tan breves.» En efecto, con mucha frecuencia los manuales de filosofía provocarían mucha menos cansancio si tuviesen unas cuantas páginas más sobre una serie de temas. En la exposición de la problemática filosófica la brevedad no simplifica las cosas, sino que las complica y en ocasiones las vuelve poco comprensibles o incluso del todo incomprensibles. En cualquier ca­ so, en un manual de filosofía la brevedad conduce fatalmente al simplis­ mo, a la enumeración de opiniones, a la mera panorámica de lo que han dicho a lo largo del tiempo los diversos filósofos, cosa si se quiere instruc­ tiva, pero poco formativa. La presente historia del pensamiento filosófico y científico pretende abarcar tres planos. Primero el de aquello que han dicho los filósofos, es decir, plano que los antiguos llamaban «doxográfico» (cotejo de opinio­ nes). Luego el porqué los filósofos han dicho lo que han dicho, ofreciendo un adecuado sentido de cómo lo han dicho. Finalmente aquel en que se indican algunos de los efectos provocados por las teorías filosóficas y científicas. El porqué de las afirmaciones de los filósofos nunca es algo simple, puesto que a menudo los temas sociales, económicos y culturales se entre­ cruzan y se entrelazan de distintas formas con los temas teóricos y especu­ lativos. Se ha ido dando razón gradualmente del trasfondo del cual han surgido las teorías de los filósofos, pero evitando el peligro de las reduc­ ciones sociologistas, psicologistas e historicistas (que en los últimos años han alcanzado una hipertrofia exagerada, hasta el punto de vaciar de contenido la identidad específica del discurso filosófico), y poniendo de manifiesto el encadenamiento de los problemas teóricos y los nexos con­ ceptuales y, por tanto, las motivaciones lógicas, racionales y críticas que en definitiva constituyen la substancia de las ideas filosóficas y científicas. Además, se ha tratado de ofrecer el sentido del cómo los pensadores y los científicos han propuesto sus doctrinas, utilizando con amplitud sus propias palabras. A veces, cuando se trata de textos fáciles, la palabra viva de los diversos pensadores ha sido utilizada en el mismo nexo expositivo. En otros casos, en cambio, se han efectuado citas de los distintos autores (los más complicados y más difíciles) en apoyo de la exposición, y -según el nivel de conocimiento acerca del autor que se desee obtener- pueden omitirse dichos textos sin perjuicio para la comprensión de conjunto. Las citas textuales de los diferentes autores se han graduado de un modo acorde con la curva discente del joven que al principio se adentra en un discurso completamente nuevo y, por tanto, necesita la máxima sencillez. Poco a poco, sin embargo, va adquiriendo las categorías del pensamiento filosófico, aumenta su propia capacidad y puede enfrentarse en conse­ cuencia con un tipo más complejo de exposición y comprender el diferente carácter del lenguaje con el que han hablado los filósofos. Por lo demás, así como no es posible darse una idea del modo de sentir y de imaginar de un poeta sin leer algunos fragmentos de su obra, resulta imposible hacerse una idea de la forma de pensar de un filósofo, si se ignora totalmente el modo en que expresaba sus pensamientos. Por último, los filósofos son importantes no sólo por aquello que di­ cen, sino también por las tradiciones que generan y que ponen en movi­ miento: algunas de sus posturas favorecen el nacimiento de ciertas ideas pero, al mismo tiempo, impiden el surgimiento de otras. Por tanto los filósofos son importantes por lo que dicen y por lo que impiden decir. Éste es uno de aquellos aspectos que a menudo silencian las historias de la filosofía y que aquí se ha querido poner de manifiesto, sobre todo al explicar las complejas relaciones entre las ideas filosóficas y las ideas científicas, religiosas, estéticas y sociopolíticas. El punto de partida de la enseñanza de la filosofía reside en los proble­ mas que ésta ha planteado y plantea, y por tanto se ha buscado con especial dedicación enfocar la exposición desde el punto de vista de los problemas. A menudo se ha preferido el método sincrónico con respecto al diacronico, si bien este último ha sido respetado en la medida de lo posible. El punto de llegada de la enseñanza de la filosofía consiste en formar mentes ricas en contenidos teóricos, sagaces en lo que respecta al método, capacitadas para plantear y desarrollar de forma metódica los distintos problemas, y para leer de modo crítico la compleja realidad que las rodea. A tal objetivo apuntan precisamente los cuatro planos antes indicados, que han servido para concebir y llevar a cabo toda la presente obra: crear en los jóvenes una razón abierta, capaz de defenderse con respecto a las múltiples solicitaciones contemporáneas de huida hacia lo irracional o de repliegue hacia posturas estrechamente pragmatistas o cientificistas. Y la razón abierta es una razón que sabe que lleva en sí misma los factores de corrección para todos los errores que -en cuanto que es una razón humana- pueda cometer y la fuerza para recomenzar itinerarios siempre nuevos. Este segundo volumen se divide en diez partes. Para ello se ha tenido en cuenta la sucesión lógica y cronológica de las cuestiones tratadas, pero ofreciendo asimismo a los profesores auténticas unidades didácticas en cuyo ámbito -según los intereses y el nivel de los alumnos- podrán selec­ cionar lo más apropiado. La amplitud del tratamiento no implica que haya que hacerlo todo, sino que pretende ofrecer una amplia posibilidad de opción y de profundización. La primera parte versa sobre el humanismo y el renacimiento, cuyas figuras y tendencias generales se exponen teniendo en cuenta, entre otros factores, los más recientes logros historiográficos. Éstos ponen de mani­ fiesto que una de las principales características de la época -la que le imprime su sello peculiar- procede del pensamiento atribuido a los profe­ tas y magos más antiguos, como por ejemplo Hermes Trismegistos, Zoroastro y Orfeo. Por lo tanto, se analizan estos personajes y los mitos crea­ dos por ellos, explicando el particular clima espiritual que su revivificación ha provocado desde las más variadas e interesantes perspectivas, y en particular haciendo mención de la revivificación del platonismo. Se concede una extensa atención a la revolución científica, aquel pode­ roso movimiento de ideas que, a partir de la publicación del De Revolutionibus de Copérnico (1543), adquiere en el siglo xvn sus rasgos representa­ tivos mediante la obra de Galileo, halla sus filósofos más propios en Bacon y en Descartes, y más adelante configurará su expresión clásica a través de la imagen newtoniana del universo concebido como un reloj. El proceso de la revolución científica lleva aparejada la revolución astronó­ mica, que se ha consolidado gracias no sólo a Copérnico sino también a Tycho Brahe y Kepler. Se ha dedicado una especial atención al pensa­ miento de Galileo: al desarrollo de su teoría científica, a su visión de la ciencia, a las razones de su rechazo a la filosofía aristotélica, a las raíces epistemológicas de su enfrentamiento con la Iglesia católica, a su concep­ ción de las relaciones entre ciencia y fe. También hemos querido insistir, en lo que se refiere a Newton, no sólo sobre sus ideas científicas (físicas y matemáticas) sino también sobre sus concepciones filosóficas y teológicas. De manera muy detenida, hemos estudiado su imagen de la ciencia, ya que ésta será la imagen que se encontrará en la base de la razón de los empiristas y de la de los ilustrados. Además, resultaba indispensable insis­ tir sobre Newton para poder comprender la obra de Kant, ya que la ciencia a la que se referirá Kant es, precisamente, la mecánica de Newton. Por otra parte, durante los ciento cincuenta años que transcurren entre Copér­ nico y Newton no sólo cambia la imagen del mundo. En efecto, comproba­ remos que, ligada a dicho cambio, se produce una mutación lenta y tor­ tuosa, pero decisiva, en las ideas acerca del hombre, la ciencia, el hombre de ciencia (a este respecto son de una notable importancia las complejas relaciones entre magia y ciencia), el trabajo artesanal y las instituciones científicas, las relaciones entre ciencia y sociedad, entre ciencia y filosofía, y entre saber científico y fe religiosa. Si Galileo ayudó de forma decisiva al desarrollo de la ciencia, y elabo­ ró teóricamente la naturaleza del método científico, Bacon fue el filósofo de la época industrial, puesto que «ningún otro en su tiempo, y muy pocos durante los trescientos años siguientes, se preocuparon con tanta profun­ didad y claridad por la influencia de los descubrimientos científicos sobre la vida humana» (B. Farrington). Desde tal perspectiva, Bacon critica la lógica tradicional, la filosofía de Aristóteles y la tradición mágico-alqui­ mista, e instaura un novum commercium mentís et reí mediante el cual -a través de una sistemática purificación de la mente con respecto a sus ídolos y de una también sistemática aplicación del método inductivo- se llega al verdadero conocimiento de las cosas, que es conocimiento de formas. Dicho conocimiento convierte al hombre en ministro e intérprete de la naturaleza, otorgándole sobre ella un poder que debe colocarse al servicio de la caridad y de la fraternidad. En Bacon, a pesar de toda su modernidad, todavía están presentes diversos rasgos de la tradición, que en cambio desaparecen en Descartes. Descartes es el auténtico fundador de la filosofía moderna. Según Leibniz, «quien lea a Galileo y a Descartes se encontrará en mejor posición para descubrir la verdad, que si hubiese explorado el género completo de los autores comunes». Puede afirmarse, junto con Whitehead, que la historia de la filosofía moderna es «la historia del desarrollo del cartesianismo en su doble aspecto de idealismo y de mecanicismo». En tales circunstancias, hemos tratado de conceder un notable desarrollo a la exposición de las concepciones de Descartes, mostrando cómo en su proyecto filosófico se hallan íntimamente vinculados y son sólidamente interfuncionales el mé­ todo, la física y la metafísica. Se ha otorgado una relevancia destacada a las grandes construcciones de la metafísica racionalista de Malebranche, de Spinoza y de Leibniz, haciendo un amplio uso de textos fundamentales, mostrando cómo -bajo su aparente carácter paradójico- los sistemas de estos autores manifiestan una fundamentación lógica de extraordinaria riqueza y cómo resultan de un interés notable hasta las aporías mismas en que desembocan tales construcciones. También se han expuesto con detenimiento los sistemas de los pensa­ dores empiristas y no sólo los de Hobbes, Locke y Hume -como suele hacerse, dada la unánime aceptación de la importancia de estos autoressino también el pensamiento de Berkeley, que acostumbra a infravalorar­ se. El amplio tratamiento que hemos dedicado a Berkeley se justifica porque es el pensador inglés, desde ciertos puntos de vista, más importan­ te de la primera mitad del siglo xviii. Dedicado a un proyecto apologético en contra del materialismo, el ateísmo y los librepensadores, Berkeley desarrolla una teoría del conocimiento instrumentalista y fenomenista, llena de ingeniosos argumentos y de intuiciones que con posterioridad a él seguirán preocupando e interesando a muchos filósofos durante largo tiempo. Contra libertinos, pirronistas y racionalistas excesivamente confiados en la razón humana, Pascal defiende la autonomía de la ciencia dentro de su propio ámbito y fija los límites de éste, investiga sobre la miseria y la grandeza del hombre, y proyecta una grandiosa Apología del cristianismo, considerado como la única religión que logra dar cuenta -y en profundi­ dad- de la naturaleza humana. «Deseamos la verdad y no hallamos más que incertidumbre. Buscamos la felicidad y no hallamos más que miseria y muerte. Somos incapaces de no desear la felicidad y la verdad, y somos incapaces de la certidumbre y de la felicidad (...). Para que una religión sea verdadera, tiene que haber conocido nuestra naturaleza. (...Y) ¿quién la ha conocido, si no es la religión cristiana?» La religión cristiana, en opinión de Pascal, únicamente enseña estos dos principios: «la corrupción de la naturaleza humana y la obra redentora de Jesucristo.» En cierto modo, Pascal es un pensador que avanza contra la corriente, lo mismo que sucede con Vico, al que se debe el descubrimiento y la fundamentación del «mundo civil hecho por los hombres». En efecto, «aunque asumía una actitud de incomprensión y de cerrazón ante la física y las ciencias naturales, ante las experiencias fundamentales de la edad moderna, en cambio en el terreno de la historia y de las cosas humanas y civiles, y a través de un diálogo de alcance europeo con Bacon, con Grocio y con Descartes, Vico replanteaba problemas esenciales y proponía solu­ ciones que, subrayando diversos aspectos de su pensamiento, más tarde harán suyas el positivismo y el historicismo» (P. Rossi). La historiografía más reciente ha llevado a cabo una revalorización de los distintos aspectos de la ilustración, con posterioridad a la condena romántica. Ello nos ha impulsado no sólo a describir los rasgos básicos de este importante movimiento de ideas, sino también a profundizar más en la riqueza específica de las diferentes ilustraciones: francesa, inglesa, ale­ mana e italiana. Debido a esto, hemos expuesto con cierta meticulosidad 1) las concepciones de los deístas ingleses (J. Toland, S. Clarke, A. Collins, M. Tindal y J. Butler); la reflexión acerca de la moral, realizada por Shaftesbury, F. Hutcheson y D. Hartley, y sobre todo las ideas eticopolíticas de Bernard de Mandeville; asimismo, las ideas gnoseológicas de la escuela escocesa: Reid, Stewart, Brown; 2) el proyecto de la Enciclopedia francesa, la filosofía de d’Alembert y Diderot, la gnoseología sensista de Condillac; las concepciones de los materialistas ilustrados: La Mettrie, Helvetius y d’Holbach; la gran batalla en favor de la tolerancia que com­ bate Voltaire; el pensamiento político de Montesquieu y la compleja arti­ culación de ideas éticas, políticas, sociales, pedagógicas y religiosas de Rousseau; 3) la influyente filosofía de Wolff; el nacimiento de la estética sistematizada, gracias a A. Baumgarten, y las concepciones de Lessing; 4) así como las ideas de los hermanos Verri y de P. Frisi y, sobre todo, de Cesare Beccaria, sin olvidar las aportaciones de Filangieri, Galiani y Genovesi. Gracias precisamente a este tratamiento específico de la ilustra­ ción inglesa, francesa, alemana e italiana, puede verse con toda claridad cómo -integrándose en diversas tradiciones culturales- la ilustración no se configura como un sistema compacto de doctrinas, sino más bien como un movimiento en cuya base se encuentra la confianza en la razón humana. El desarrollo de ésta es condición necesaria para el progreso de la humani­ dad y para liberarse de las cadenas ciegas y absurdas de la tradición, de los cepos de la ignorancia, de la superstición, del mito y de la opresión. En consecuencia, veremos que la razón de los ilustrados se presenta como una defensa del conocimiento científico y de la técnica en tanto que instru­ mento de la transformación del mundo y del progresivo mejoramiento de las condiciones espirituales y materiales de la humanidad; como una tole­ rancia ética y religiosa; como una defensa de los derechos naturales inalie­ nables del hombre y del ciudadano; como rechazo de los sistemas metafísicos dogmáticos, empíricamente incontrolables; como crítica de aquellas supersticiones en las que consistirían las religiones positivas, y como de­ fensa del deísmo (y a veces también del materialismo); como una lucha contra los privilegios y la tiranía. Estos «parecidos de familia» son los que nos permiten hablar, dentro de las diversas tradiciones, de movimiento ilustrado, que es un movimiento filosófico, pedagógico, político, y que ha influido además -y en gran medida- sobre la historiografía y sobre el arte. A Kant, por último, se le ha reservado una exposición que constituye una pequeña monografía, la cual -junto con una sintética descripción de los escritos precríticos- presenta un detallado análisis estructural de las tres Críticas, en el que se trata de conjugar la claridad didáctica con el rigor científico. El volumen concluye con un apéndice que contiene como complemen­ to indispensable unas tablas cronológicas sinópticas, una bibliografía pre­ parada especialmente para los lectores de esta obra y el índice de nom­ bres. Este apéndice ha sido realizado por el profesor Claudio Mazzarelli (cf. p. 781) quien, uniendo su doble competencia como profesor de en­ señanza secundaria desde hace muchos años y como investigador científi­ co, ha tratado de brindar un instrumento que resulte a la vez amplio y funcional. Queremos agradecer al profesor Dante Cesarini (Perugia) la ayuda que nos ha prestado en el tratamiento de las relaciones entre ilustración y neoclasicismo. Los autores expresan un agradecido recuerdo a la memoria del profesor Francesco Brunelli, que fue quien ideó y promovió la iniciati­ va de esta obra. Había llegado a dar inicio a la ejecución tipográfica del proyecto, poco antes de su repentino fallecimiento. Asimismo, transmiten un cordial agradecimiento al doctor Remo Bernacchia, por haber favore­ cido y convertido en realizable la concepción completamente nueva que inspira la presente obra. De manera especial, es mérito suyo el haber hecho posible la nueva edición y haber previsto los medios técnicos que permiten efectuar ulteriores mejoramientos. A la doctora Clara Fortina, que en calidad de redactora se ha entregado con dedicación y apasiona­ miento -mucho más allá de lo que exigiría el simple deber- debemos hacerle constar nuestra gratitud más viva. Los autores desean asumir en común la responsabilidad de toda la obra, porque han trabajado juntos (cada uno según su propia competencia, su propia sensibilidad y sus pro­ pios intereses) en la mejor realización posible de cada uno de los tres volúmenes, con una plena unidad de espíritu y de propósitos. Los autores PARTE PRIMERA EL HUMANISMO Y EL RENACIMIENTO «Magnum miraculum est homo. » Hermes Trismegistos, Asclepius «¡Oh suprema liberalidad de Dios padre! ¡Oh suprema y admirable felicidad del hombre! a quien le ha sido concedi­ do obtener aquello que desea y ser aquello que quiere. Los irracionales, al nacer, llevan consigo desde el seno de su madre todo aquello que tendrán. Los espíritus superiores, desde el comienzo o desde muy poco después, fueron lo que serán por los siglos de los siglos. En el hombre que nace, el Padre colocó semillas de todas clases y gérmenes de todas las vidas. Y según los que cultive cada uno, crece­ rán y darán sus frutos en él. Si son vegetales, será una planta; si sensibles, será una bestia; si racionales, se con­ vertirá en animal celestial; y si son intelectuales, será un ángel e hijo de Dios. Empero, si no contento con la suerte de ninguna criatura, se recoge en el centro de su unidad, transformándose en un solo espíritu junto con Dios, en la solitaria obscuridad del Padre aquel que fue colocado por encima de todas las cosas estará por encima de todas las cosas.» Pico de la Mirándola La Escuela de Atenas, de Rafael. Representa, mediante las figuras de los filósofos griegos y sus agrupamientos, una síntesis admirable del pensamiento renacentista, idealizado en todos sus componentes. La parte de la izquierda representa la corriente órfico-pitagórica (cf. el detalle de lap. 48 y la explicación correspondiente) y místico-trascendentalista, que culmina con Platón. Este señala el cielo con su mano derecha (cf. el detalle de la p. 63 y la correspon- líente explicación). La parte de la derecha simboliza de manera predominante a los filósofos le la naturaleza y a los científicos, encabezados por Aristóteles (cf. el detalle de la p. 84 y la xplicación correspondiente). El concepto general que Rafael ha querido expresar es el iguiente: el ideal filosófico supremo consiste en una síntesis capaz de unificar metafísica de i trascendencia, filosofía de la naturaleza, teología y magia. I EL PENSAMIENTO HUMANÍSTICO-RENACENTISTA Y SUS CARACTERÍSTICAS GENERALES C a p ít u l o 1. E l s i g n i f i c a d o h i s t o r i o g r á f i c o DEL TÉRMINO «HUMANISMO» Existe una inmensa bibliografía crítica sobre el período del humanismo y del renacimiento. Sin embargo, los expertos no han formulado una única definición de los rasgos de dicha época, que recoja una aprobación unáni­ me, y además han ido enmarañando hasta tal punto la complejidad de los diversos problemas, que al mismo especialista le resultan difíciles de des­ entrañar. La cuestión resulta complicada asimismo por el hecho de que durante este período no sólo se halla en curso una modificación del pensa­ miento filosófico sino también de toda la vida del hombre en todos sus aspectos: sociales, políticos, morales, literarios, artísticos, científicos y religiosos. Las cosas se complican aún más porque las investigaciones referentes al humanismo y al renacimiento han tomado una dirección predominantemente analítica y sectorial. Los expertos tienden a huir de las grandes síntesis o incluso de las meras hipótesis de trabajo con un carácter global o de las perspectivas de conjunto. Será preciso, por lo tanto, establecer conceptos básicos, sin los cuales resultaría imposible ni siquiera plantear los diversos problemas concernientes a este período his­ tórico. Comencemos por examinar el concepto mismo de «humanismo». El término «humanismo» aparece en época reciente. Al parecer, fue F.I. Niethammer quien lo utilizó por vez primera para indicar el área cultural a la que se dedican los estudios clásicos y el espíritu que les es propio, en contraposición con el área cultural que cubren las disciplinas científicas. No obstante, el término «humanista» (y sus derivados en las diversas lenguas) nació hacia mediados del siglo xv, inspirado en los términos «legista», «jurista», «canonista» o «artista», para indicar a quienes enseña­ ban y cultivaban la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filoso­ fía moral. Además, en el siglo xiv ya se había hablado de studia humanitatis y de studia humaniora, citando afirmaciones famosas de Cicerón y de Gelio, para señalar tales disciplinas. Para los autores latinos que acabamos de mencionar, humanitas signi­ ficaba aproximadamente lo que los griegos habían expresado con el térmi­ no paideia, es decir, educación y formación del hombre. Ahora bien, se Significado historiográfico del humanismo consideraba que en esta tarea de formación espiritual desempeñaban un papel esencial las letras, es decir, la poesía, la retórica, la historia y la filosofía. En efecto, éstas son las disciplinas que estudian al hombre en lo que posee de más específico, prescindiendo de toda utilidad pragmática. Por eso, resultan particularmente apropiadas para darnos a conocer la naturaleza peculiar del hombre mismo y para incrementarla y potenciarla. En definitiva, resultan más idóneas que todas las demás disciplinas para hacer que el hombre sea aquello que debe ser, de acuerdo con su naturale­ za espiritual específica. Sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xiv -y luego en una medida creciente, a lo largo de los dos siglos siguientes, alcanzando sus máximos grados en el xv- apareció una tendencia a atribuir a los estudios referentes a las litterae humanae un valor muy grande y a considerar que la antigüedad clásica latina y griega era una especie de paradigma y de punto de referencia, en lo que concierne las actividades espirituales y la cultura en general. Cada vez en mayor medida, los autores latinos y griegos apa­ recen como modelos insuperables de aquellas «letras humanas», auténti­ cos maestros de humanidad. «Humanismo», pues, significa esta tendencia general que, si bien po­ see precedentes a lo largo de la época medieval, a partir de Francesco Petrarca -debido a su colorido particular, a sus modalidades peculiares y a su intensidad- se presenta de una manera radicalmente nueva, hasta el punto de señalar el comienzo de un nuevo período en la historia de la cultura y del pensamiento. No nos dedicaremos aquí a describir el gran fervor que se despierta en torno a los clásicos latinos y griegos y a su redescubrimiento, gracias al paciente trabajo de investigación sobre códi­ ces antiguos en las bibliotecas y a su interpretación. Tampoco nos deten­ dremos a exponer las vicisitudes que condujeron a recuperar el conoci­ miento de la lengua griega, que hoy se considera como un patrimonio espiritual esencial para el hombre culto (las primeras cátedras de lengua y literatura griegas fueron instituidas en el siglo xiv, pero la difusión del griego se produjo sobre todo en el xv; en particular, primero el concilio de Ferrara y de Florencia de 1438/1439 y, poco después, la caída de Constantinopla que tuvo lugar en 1453, impulsaron a algunos doctos bizantinos a fijar su residencia en Italia: como consecuencia, la enseñanza de la lengua griega experimentó así un enorme incremento). Finalmente, tam­ poco nos dedicaremos a especificar las complejas cuestiones de carácter predominantemente erudito que se relacionan con este fervor estudioso: tal tarea corresponde sobre todo a la historia en general y a la historia literaria en particular. En cambio, queremos dar cuenta de dos de las más famosas interpretaciones que se han dado acerca del humanismo en época reciente, que ponen de manifiesto en toda su plenitud el significado filosó­ fico de la cuestión, que es el que aquí nos interesa por encima de todo. a) Por un lado, P.O. Kristeller ha tratado de limitar notablemente -hasta casi eliminarlo- el significado teórico y filosófico del humanismo. Según este experto, habría que dejar al término el significado técnico que poseía en sus orígenes, restringiéndolo así al ámbito de las disciplinas retoricoliterarias (gramática, retórica, historia, poesía, filosofía moral). Según Kristeller, los humanistas del período que estamos tratando han sido sobre valorados, atribuyéndoles una función renovadora del pensa- miento que en realidad no tuvieron, dado que sólo de forma indirecta se ocuparon de la filosofía y de la ciencia. En conclusión, de acuerdo con Kristeller los humanistas no fueron los auténticos reformadores del pensa­ miento filosófico, porque en realidad no fueron filósofos. He aquí algunas afirmaciones significativas realizadas por este especia­ lista: «El humanismo renacentista no fue tanto una tendencia o un sistema filosófico, cuanto un programa cultural y pedagógico que valoraba y des­ arrollaba un sector importante pero limitado de los estudios. Este sector se hallaba centrado en un grupo de materias que se referían esencialmente no a los estudios clásicos o a la filosofía, sino a lo que en un sentido amplio cabría calificar de literatura. Esta peculiar preocupación literaria fue la que imprimió su carácter peculiar al estudio verdaderamente intensivo y extensivo que los humanistas dedicaron a los clásicos griegos y en especial a los latinos. Gracias a esto, dicho estudio se diferencia del que los filólo­ gos clásicos realizaron a partir de la segunda mitad del siglo xviii. Además, los studia humanitatis incluyen una disciplina filosófica, la moral, pero excluyen por definición campos como la lógica, la filosofía de la naturale­ za y la metafísica, así como la matemática y la astronomía, la medicina, el derecho y la teología, para citar sólo algunas de las materias que tenían un lugar definido con claridad en el plan de estudios universitarios y en los esquemas clasificatorios de la época. En mi opinión este mero hecho pro­ porciona una prueba irrefutable en contra de los repetidos intentos de identificar el humanismo renacentista con la filosofía, la ciencia o la cultu­ ra del período en su conjunto.» Entre las pruebas a favor de su tesis, Kristeller cita, además de otros factores, el hecho de que durante todo el siglo xv los humanistas italianos no pretendieron substituir la enciclopedia del saber medieval por otra distinta y que «se mostraron conscientes de que su material de estudio ocupaba un lugar perfectamente definido y delimitado dentro del sistema contemporáneo de estudios». En consecuencia, interpretado de esta for­ ma, el humanismo no representaría en ningún caso «la suma total de la ciencia del renacimiento italiano»" Según Kristeller, por tanto, para en­ tender la época de la que estamos hablartdo, hemos de prestar atención a la tradición aristotélica, que se ocupaba ex profeso de la filosofía de la naturaleza y de la lógica y que desde hacía tiempo se había consolidado fuera de Italia (sobre todo en París y en Oxford), pero que en Italia sólo llegó a lograrlo dudante el siglo xvi. En la segunda mitad del siglo xiv, escribe Kristeller, «comenzó una tradición continuada de aristotelismo italiano, que puede seguirse a través de los siglos xv y xvi, y durante buena parte del xvn». Este aristotelismo renacentista utilizó los métodos propios de la esco­ lástica (lectura y comentario de textos), pero se vio enriquecido por los nuevos influjos humanísticos, que exigieron que los estudiosos y los pen­ sadores peripatéticos retornasen a los textos griegos de Aristóteles, aban­ donasen las traducciones latinas medievales y apelasen a los comentarios griegos y también a otros pensadores griegos. Así, los estudiosos hostiles a la edad media, señala Kristeller, confun­ dieron este aristotelismo renacentista con un residuo de tradiciones me­ dievales superadas. Por lo tanto, al constituir un residuo de una cultura superada, pensaron que debían ignorarlo en beneficio de los humanistas, Significado historiográfico del humanismo verdaderos portadores del nuevo espíritu renacentista. Sin embargo, esto representa un grave error de comprensión histórica, porque la condena del aristotelismo renacentista -advierte Kristeller- se ha llevado a menudo a cabo sin un conocimiento efectivo de aquello que se estaba condenando. Con excepción de Pomponazzi (de quien hablaremos más adelante), que en la mayoría de los casos fue tomado seriamente en consideración, el conocimiento acerca de esta fase de la historia del pensamiento se vio condicionado por un grave prejuicio. Por eso, concluye Kristeller: «La cantidad de estudiosos modernos que han leído de veras alguna obra de los aristotélicos italianos es relativamente reducida. El estudio de conjun­ to sobre esta escuela, que aún ejerce la máxima influencia al respecto, es el libro de Renán sobre Averroes y el averroísmo (Averroés et l’averroisme, París 21861), libro que en su tiempo mostró notables méritos, pero que contiene sin embargo numerosos errores y numerosas confusiones, que luego han sido repetidos por todos.» Es preciso estudiar a fondo las cuestiones discutidas por los aristotélicos italianos de este período. Se evitarían así muchos lugares comunes, que siguen vigentes sólo porque se los repite continuamente, pero que carecen de bases sólidas, con lo cual surgiría una nueva realidad histórica. En conclusión, el humanismo representaría sólo una mitad del fenó­ meno renacentista y, además, la no filosófica; por consiguiente, sería del todo comprensible sólo si lo considerásemos junto con el aristotelismo que se desarrolló en forma paralela, el cual expresaría las verdaderas ideas filosóficas de la época. Además, según Kristeller, los artistas del renaci­ miento no habría que interpretarlos desde la perspectiva de su gran genio creador (cosa que constituye una visión romántica y un mito decimonóni­ co) sino como excelentes artesanos, cuya perfección no depende de una especie de superior adivinación de los destinos de la ciencia moderna, sino del cúmulo de conocimientos técnicos (anatomía, perspectiva, mecánica, etc.) considerados como indispensables para la práctica adecuada de su arte. Por último, si la astronomía y la física hicieron notables progresos, fue a causa de su entronque con las matemáticas y no con el pensamiento filosófico. Los filósofos tardaron en ponerse al nivel de estos descubri­ mientos, porque tradicionalmente no existía una conexión concreta entre matemática y filosofía. b) Resulta diametralmente opuesta la perspectiva que nos ofrece Eu­ genio Garin, quien reivindicó con energía una valencia filosófica concreta para el humanismo, haciendo notar que la negación del significado filosó­ fico a los studia humanitatis renacentistas está en función del hecho de que «en la mayoría de los casos se entiende por filosofía una construcción sistemática de grandes proporciones y se niega que también pueda ser filosofía otro tipo de especulación no sistemática, abierta, problemática y pragmática». En polémica contra las acusaciones de diletantismo filosófi­ co que algunos especialistas han dirigido a los humanistas, Garin escribe: «La razón íntima de aquella condena del significado filosófico del huma­ nismo reside en el amor superviviente hacia una imagen de la filosofía que el pensamiento del siglo xv rechazó de manera constante. Porque aquello cuya pérdida se lamenta desde tantos sectores, es precisamente lo que los humanistas querían destruir, esto es, la construcción de grandes “catedra­ les de ideas”, grandes sistematizaciones lógico-teológicas, o una filosofía que subordina todos los problemas y todas las investigaciones al problema teológico, que organiza y clausura toda posibilidad dentro de la trama de un orden lógico preestablecido. A esa filosofía, que la edad del humanis­ mo ignora como vana e inútil, se la reemplaza por indagaciones concretas, definidas, precisas, en el ámbito de las ciencias morales (ética, política, economía, estética, lógica, retórica) y de las ciencias naturales (...) culti­ vadas iuxta propria principia, fuera de todo vínculo y de toda auctoritas.» Por lo tanto, afirma Garin, aquella atención «filológica» a los proble­ mas particulares «constituye precisamente la nueva filosofía, esto es, el nuevo método de plantearse los problemas, que no es considerado -como creen algunos (piénsese en la postura de Kristeller antes expuesta) en consonancia con la filosofía tradicional- como un aspecto secundario de la cultura renacentista, sino como un filosofar efectivo y auténtico». Una de las características relevantes de este nuevo método de filosofar es el sentido de la historia y de la dimensión histórica, con el correspon­ diente sentido de la objetivación, de la separación crítica con respecto al objeto historificado, es decir, considerado históricamente. Garin escribe: «Fue entonces cuando, gracias a aquellos poderosísimos investigadores de antiguas historias, se adquirió un igual distanciamiento con respecto a la física de Aristóteles y al cosmos de Ptolomeo, y se liberó al mismo tiempo de su clausura oprimente. Es cierto que los físicos y los lógicos de Oxford y de París habían comenzado a erosionar desde dentro aquellas estructu­ ras, que se hallaban muy debilitadas después del terrible hundimiento provocado por Ockham. Empero, sólo la conquista de lo antiguo como sentido de la historia -característica del humanismo filológico- permitió valorar aquellas teorías en su auténtica dimensión: pensamientos de hom­ bres, productos de una cultura determinada, resultados de experiencias parciales y particulares, y no oráculos de la naturaleza o de Dios, revela­ dos por Aristóteles o Averroes, sino imágenes y lucubraciones humanas.» No hay que atribuir la esencia del humanismo a lo que éste ha conoci­ do del pasado, sino al modo en que lo ha conocido, a la actitud peculiar que ha asumido en relación con él: «Precisamente la actitud que asume frente a la cultura del pasado y frente al pasado, es lo que define clara­ mente la esencia del humanismo. Y la peculiaridad de dicha actitud no reside en un movimiento específico de admiración y de afecto, ni en un conocimiento más extenso, sino en una conciencia histórica bien definida. Los bárbaros (los medievales) no fueron tales por haber ignorado a los clásicos, sino por no haberlos comprendido en la realidad de su situación histórica. Los humanistas descubren los clásicos porque toman sus distan­ cias con respecto a ellos, tratando de definirlos sin confundir el latín de ellos con el suyo propio. Por eso el humanismo descubrió realmente a los antiguos, ya se trate de Virgilio o de Aristóteles, aunque éstos eran cono­ cidísimos en la edad media: porque restituyó a Virgilio a su tiempo y a su mundo, y trató de explicar a Aristóteles en el ámbito de los problemas y los conocimientos de la Atenas del siglo iv a.C. De aquí que no se pueda ni se deba distinguir, en el humanismo, entre el descubrimiento del mun­ do antiguo y el descubrimiento del hombre, porque fueron una y la misma cosa; porque descubrir lo antiguo como tal fue compararse con él, y dis­ tanciarse de él, y ponerse en relación con él. Significó tiempo y memoria, y sentido de la creación humana y de la obra terrena y de la responsabili- Significado historiográfico del humanismo dad. No por azar los humanistas más importantes fueron en muchos casos hombres de Estado, hombres activos, acostumbrados a actuar libremente en la vida pública de su tiempo.» Sin embargo, la tesis de Garin no se reduce a esto. Vincula la nueva filosofía humanística con la realidad concreta de aquella fase de la vida histórica italiana, convirtiéndola en expresión de ésta, hasta el punto de explicar mediante razones sociopolíticas el súbito giro experimentado por el pensamiento del humanismo durante la segunda mitad del siglo xv. El primer humanismo fue una exaltación de la vida civil y de las problemáti­ cas afines a ella, porque estaba ligado con la libertad política del momen­ to. La aparición de las Signorie y el eclipse de las libertades políticas republicanas transformó a los literatos en cortesanos e impulsó la filosofía hacia una evasión de carácter contemplativo metafísico: «Eliminada la libertad en el plano político, el hombre se evade a otros terrenos, se repliega sobre sí mismo, busca la libertad de ensayar (...). De un filosofar socrático, todo él problema humano, se asciende al plano platónico (...). En Florencia, mientras Savonarola lanza su última invectiva contra la tiranía que todo lo corrompe y lo esteriliza, el “divino” Marsilio busca en lo hiperuranio una orilla serena adonde huir de las tempestades del mundo.» Las dos tesis contrapuestas de Kristeller y de Garin constituyen en realidad una antítesis muy fecunda, porque una pone de manifiesto lo que la otra deja de lado, y pueden integrarse entre sí, prescindiendo de algu­ nos supuestos peculiares a ambos autores. Es cierto que «humanista», en su origen, indicaba el oficio de literato, pero tal oficio va mucho más allá del claustro universitario y entra en la vida activa, ilumina los problemas de la vida cotidiana, convirtiéndose de veras en nueva filosofía. Además, el humanista se distingue en la práctica por el nuevo modo en que lee los clásicos: ha sido un humanismo de las letras, porque ha surgido un espíritu nuevo, una nueva sensibilidad, un nuevo gusto con el que han sido investidas las letras. Y lo antiguo ha alimentado al nuevo espíritu, porque éste -en reciprocidad- ha iluminado a aquél con una nueva luz. Kristeller tiene razón cuando lamenta que el aristotelismo renacentista sea un capítulo que haya que volver a estudiar ex novo, y también la tiene cuando insiste sobre el paralelismo de este movimiento con el movimiento estrictamente literario. No obstante, Kristeller mismo admite que el Aris­ tóteles de este período es un Aristóteles que a menudo es investigado y leído en su texto original, sin la mediación de las traducciones y las exégesis medievales, hasta el punto de que se llega a recabar en los comentado­ res griegos mismos. Por lo tanto, se trata de un Aristóteles revestido de un nuevo espíritu, que sólo el humanismo puede explicar. Por lo tanto, Garin tiene razón cuando subraya el hecho de que el humanismo mira el pasado con ojos nuevos, con los ojos de la historia, y que sólo teniendo en cuenta este hecho se puede entender toda aquella época. Adquirir un sentido de la historia significa adquirir, al mismo tiempo, el sentido de la propia individualidad y originalidad. Se comprende el pasado del hombre, únicamente si se comprende su diversidad con respec­ to al presente, y, por lo tanto, si comprendemos la peculiaridad y la espe­ cificidad del presente. Finalmente, por lo que respecta a la excesiva proximidad del humanis- El célebre David de Miguel Ángel, a través de la majestad y la nobleza de sus rasgos, es una representación visual paradigmática del concepto de hombre como el más grande milagro del universo, que constituye una de las claves espirituales más típicas del renacimiento mo a los hechos políticos -que lleva a Garin a ciertas afirmaciones que se arriesgan a incurrir en un historicismo sociologista- basta con advertir que el gran cambio del pensamiento humanístico no se halla ligado exclusiva­ mente a un cambio político, sino al descubrimiento y a las traducciones de Hermes Trismegistos y de los profetas magos, de Platón, de Plotino y de toda la tradición platónica, lo cual significa la apertura de nuevos horizon­ tes ilimitados, sobre los que hablaremos más adelante. Por lo demás, Garin no ha caído en excesos sociologistas, cosa que sí ha sucedido con otros autores influidos por él. Como conclusión, diremos que la señal distintiva del humanismo con­ siste en un nuevo sentido del hombre y de sus problemas: un nuevo senti­ do que halla expresiones multiformes y, a veces, opuestas, pero siempre llenas de contenido y con frecuencia muy originales. Este nuevo sentido culmina en las celebraciones teóricas de la dignidad del hombre como ser en cierta forma extraordinario con respecto a todo el resto del cosmos, como veremos más adelante. Sin embargo, estas reflexiones teóricas no son más que representaciones conceptuales, cuyos correlatos visuales y fantástico-imaginativos están constituidos por las representaciones de la pintura, de la escultura y de gran parte de la poesía. Éstas, a través de la majestad, la armonía y la belleza de sus imágenes, transmiten de diver­ sas maneras los mismos signos distintivos, con espléndidas variantes. 2. E l s i g n i f i c a d o h is t o r io g r á f ic o d e l t é r m in o « r e n a c im ie n t o » «Renacimiento» es un término que, en cuanto categoría historiográfica, se consolidó a lo largo del siglo xix, en notable medida gracias a una obra de Jacob Burckhardt, titulada La cultura del renacimiento en Italia (publicada en 1860, en Basilea), que se hizo muy famosa y que durante mucho tiempo se impuso como modelo y como punto de referencia indis­ pensable. En la obra de Burckhardt, el renacimiento aparecía como un fenómeno típicamente italiano en cuanto a sus orígenes, caracterizado por un individualismo práctico y teórico, una exaltación de la vida mundana, un marcado sensualismo, una mundanización de la religión, una tendencia paganizante, una liberación con respecto a las autoridades constituidas que antes habían dominado la vida espiritual, un acusado sentido de la historia, un naturalismo filosófico y un extraordinario gusto artístico. El renacimiento, según Burckhardt, sería una época en la que surge una nueva cultura opuesta a la medieval, y en ello habría desempeñado un papel importante -si bien no determinante en un sentido exclusivo- la revivificación del mundo antiguo. Burckhardt escribe: «Lo que debemos establecer como punto esencial es esto, que no la antigüedad resurgida por sí sola, sino ella junto con el nuevo espíritu italiano, ambos compene­ trados entre sí, son los que poseyeron la fuerza suficiente para arrastrar consigo a todo el mundo occidental.» Debido al renacimiento de la anti­ güedad, toda la época recibe el nombre de «renacimiento», que es sin embargo algo más complejo. En efecto, consiste en la síntesis del nuevo espíritu antes descrito -y que aparece en Italia- con la antigüedad misma, y ese espíritu es el que, al romper definitivamente con el de la época medieval, inaugura la época moderna. En nuestro siglo, tal interpretación ha sido discutida en numerosas ocasiones y algunos han llegado a exponer sus dudas con respecto a que el renacimiento constituya una realidad histórica efectiva, y no se limite a ser, por lo menos en gran parte, una invención y una construcción teórica de la historiografía decimonónica. Las consideraciones que se han formu­ lado son diversas y de géneros muy distintos. Algunos han señalado que las diferentes características que se consideran como típicas del renaci­ miento se pueden encontrar también en la edad media, si se estudian con atención. Otros han insistido mucho en el hecho de que, a partir del si­ glo xi -y sobre todo, durante los siglos xn y xm- puede considerarse que la edad media está llena de resurgimientos de obras y de autores antiguos, que poco a poco iban apareciendo y recuperándose. Por consiguiente, estos autores han negado la validez de los parámetros tradicionales sobre los que se había establecido la distinción entre la edad media y el renaci­ miento. Sin embargo, muy pronto se reconstituyó un nuevo equilibrio sobre bases más sólidas. Se ha llegado a comprobar que no puede considerarse que el término «renacimiento» sea una mera invención de los historiado­ res decimonónicos, por el simple hecho de que los humanistas utilizaron expresamente, de manera insistente y con plena conciencia, términos como «hacer revivir», «devolver al primitivo esplendor», «renovar», «restituir a una nueva vida», «hacer renacer el mundo antiguo», etc., contraponiendo la nueva época en la que vivían a la medieval, como la época de la luz en comparación con la época de la obscuridad y de las tinieblas. Antes de seguir adelante, citemos tres documentos, entre los numero­ sos que se hallan a nuestro alcance. A propósito de la lengua latina, Lorenzo Valla escribe: «Grande es, pues, el sacramento de la lengua latina, grande sin duda el divino poderío que entre los extranjeros, entre los bárbaros, entre los enemigos, piadosa y religiosamente es custodiado desde hace tantos siglos, de forma que nosotros, los romanos, no debemos lamentarnos, sino alegrarnos y gloriarnos ante el mundo. Perdimos Ro­ ma, perdimos el reino, perdimos el dominio, y no por culpa nuestra, sino de los tiempos; sin embargo, con este imperio aún más espléndido segui­ mos reinando en muchas partes del mundo (...). Porque donde domina la lengua romana, allí se encuentra el imperio romano (...). Empero, cuanto más tristes hayan sido los tiempos pasados, en los que no se halló ningún hombre docto, más debemos complacernos con nuestros tiempos, en los que, si nos esforzamos un poco más, confío en que pronto renovaremos, más que la ciudad, la lengua de Roma y, junto con ella, todas las disci­ plinas.» Cristoforo Landino describe así la obra de redescubrimiento de los clásicos emprendida por Poggio Bracciolini: «Y para sacar a la luz los monumentos de los antiguos, para no dejar que tristes lugares nos arreba­ tasen tantos bienes, fue preciso trasladarse a pueblos bárbaros y buscar las ciudades ocultas en las cumbres de los montes Lingónicos. Empero, gra­ cias a su obra, vuelva íntegro a nosotros en el Lacio, oh Quintiliano, el más docto de los retóricos; gracias a su obra, los divinos poemas de Silio vuelven a ser leídos por sus italianos. Y para que podamos conocer el cultivo de los diversos terrenos, nos vuelve a traer la gran obra de Columela. Y te restituye a la patria y a los conciudadanos a ti, oh Lucrecio, después de tanto tiempo. Pólux pudo rescatar a su hermano de las tinie­ blas del Tártaro, cambiándose por él; Eurídice sigue los armoniosos acor­ des de su esposo, destinada a regresar una vez más a los negros abismos; Poggio, en cambio, incólume, extrae de las obscuras tinieblas a hombres tan grandes que hay que colocarlos donde brille eternamente una luz clara. Una mano bárbara había arrojado a la negra noche al retórico, al poeta, al filósofo, al docto agricultor; Poggio logró restituirlos a una se­ gunda vida, liberándolos con arte admirable de un lugar infamante.» Giorgio Vasari habla expresamente del renacer de la pintura y de la escultura desde el enmohecimiento medieval y desde la grosería y despro­ porción hasta la perfección de la manera moderna. Podríamos seguir mul­ tiplicando las citas de documentos que se refieren a la idea de un renaci­ miento que inspiró efectivamente a los hombres de aquella época. Por lo tanto, se comprueba con toda claridad que los historiógrafos del siglo xix no se equivocaron sobre este punto. En cambio, se equivocaron al juzgar que la edad media fue realmente una época de barbarie, una época lóbre­ ga, un período de obscuridad. Es cierto que los renacentistas fueron de esta opinión. Sin embargo, lo fueron por razones polémicas y no objetivas: sentían su propio mensaje innovador como un mensaje de luz que apartaba las tinieblas. Lo cual no significa que realmente, es decir, históricamente, antes de esta luz hubiese tinieblas, en lugar de una luz distinta, para seguir haciendo uso de esta imagen. En efecto, los grandes logros historiográficos de nuestro siglo han mostrado que la edad media fue una época de gran civilización, llena de fermentos y de potencialidades de diversas clases, casi del todo desconoci­ dos para los historiadores del siglo xix. Por lo tanto, el renacer de la civilización en oposición a la incivilización, de la cultura en oposición a la incultura y la barbarie, o del saber en oposición a la ignorancia. Se trata, en cambio, del nacimiento de otra civilización, otra cultura, otro saber. Para comprender plenamente lo que estamos diciendo es preciso que nos detengamos específicamente sobre el concepto mismo de «renacer». Las aportaciones más significativas al respecto, si bien resultan unilatera­ les en ciertos aspectos, proceden de una obra monumental de Konrad Burdach, titulada Desde la edad media a la reforma (11 volúmenes, publi­ cados en Berlín entre 1912 y 1939), en la que se muestran los orígenes joánicos y paulinos (y por lo tanto, típicamente religiosos) de la idea de «renacer», entendida como renacimiento a una nueva vida espiritual. Se trata de un renacer a una forma de vida más elevada, una renovación en lo que el hombre tiene de más peculiar, la cual lo transforma por consiguien­ te en más plenamente él mismo. La vieja civilización que los renacentistas querían devolver a la vida era, precisamente, el instrumento más adecua­ do para la renovatio. Por lo tanto, el humanismo y el renacimiento en la intención originaria de los hombres de aquel período histórico «no se proponen una fatigosa acumulación de viejas ruinas, sino una nueva cons­ trucción, de acuerdo con un proyecto nuevo. No buscaban devolver a la vida una civilización muerta, lo que querían era una nueva vida». Burdach, además, estableció con toda claridad que el renacimiento también se enraizaba en la idea de resurgimiento del Estado romano, que se hallaba viva en la edad media, así como del renacer del espíritu nacio­ nal unido a la fe. En Italia esto se manifestó sobre todo a través de Cola di Cola di Rienzo: a mediados del siglo xiv fue portavoz de instancias de renovación y de renacer moral, espiritual y político. Hace ya tiempo que algunos especialistas han visto en él a uno de los precursores de la época renacentista Rienzo, en cuyo proyecto político la idea de renacimiento religioso se halla insertada en el proyecto político de resurgimiento histórico de Italia, engendrando una nueva vida. Así, Cola di Rienzo se convierte en el pre­ cursor más significativo (junto con Petrarca) del período más brillante del renacimiento italiano. Burdach escribe: «Rienzo, inspirándose en las con­ cepciones políticas de Dante, pero superándolas, proclamó -profeta de un lejano acaecer- la gran exigencia nacional del renacer de Roma. Y basán­ dose en ella, la exigencia de la unidad de Italia.» Señala asimismo que Cola di Rienzo «afirma siempre, de manera continua, que el objetivo de sus esfuerzos consiste en renovar, reformar, la renovatio y reformatio de Italia, de Roma y, luego, del mundo cristiano». Renacimiento y reforma son imágenes que expresan conceptos que se entrelazan, hasta constituir una unidad inescindible: «Cabe decir que el fundamento de ambas imágenes está en aquella mística noción de “rena­ cer”, de ser recreados, que hallamos en la antigua liturgia pagana y en la liturgia sacramental cristiana.» De este modo, queda radicalmente erosio­ nada en sus mismas bases la tesis del renacimiento como época irreligiosa y pagana. En ello concuerdan con Burdach muchos otros estudiosos actuales. F. Walser, por ejemplo, sostiene: «La vieja afirmación según la cual el renacimiento se muestra “indiferente desde el punto de vista reli­ gioso” resulta absolutamente equivocada con respecto a toda la evolución del movimiento.» Más aún: «El paganismo del renacimiento, bajo miles de formas, en la literatura, las artes, las fiestas populares, etc., constituía un elemento puramente externo, formal, procedente de la moda.» En consecuencia, el renacimiento representó un fenómeno grandioso de regeneración y de reforma espiritual, en el que el retorno a los antiguos significó una revivificación de los orígenes, un retorno a los principios, es decir, un retorno a lo auténtico. En este espíritu hay que entender la imitación a los antiguos, que se manifiesta como el estímulo más eficaz para reencontrarse, recrearse y regenerarse a sí mismo. Si eso es así, humanismo y renacimiento -como sostuvo Burdach- constituyen una sola cosa. Eugenio Garin en Italia ha comprobado esta tesis con brillantez, aunque sobre otras bases y apelando a documentos nuevos y a abundantes pruebas de diferentes clases. Por lo tanto, ya no se podrá sostener que los studia humanitatis, entendidos como fenómeno literario y filológico (retó­ rico), fueron los creadores del renacimiento y del espíritu renacentista (filosófico), como si se tratase de una causa accidental que produjo como efecto suyo un nuevo fenómeno substancial. En todo caso, se comprueba lo inverso: fue el renacer de un nuevo espíritu -el que antes hemos descri­ to- el que utilizó las humanae litterae como instrumento. El humanismo se convierte en fenómeno literario y retórico sólo al final, cuando se amorti­ guó el nuevo espíritu vivificador. Garin, que posee una concepción de origen basado en Burdach, acerca de la identidad entre humanismo y renacimiento, lleva dicha noción hasta sus últimas consecuencias, basándose en argumentos muy sólidos; «Única­ mente es posible darse cuenta de esto si, colocándonos en el centro de este vínculo eficaz de renovatio humanitas, y volviendo a examinar estas litterae humanísticas, comprendemos de veras desde este punto de vista más profundo el significado de la filología para el renacimiento. Esta representó el esfuerzo para construirse a sí mismo, en su verdad más peculiar y genuina, solicitando a los antiguos el camino para reencontrar­ se. Per litteras provocati, pariunt in seipsis, como dice admirablemente Marsilio Ficino, elaborando lo que parece una tajante contradicción: afir­ marse en la individual peculiaridad personal, precisamente a través de la imitación de las personalidades más poderosas de la historia. Policiano, ante el problema de las relaciones con Cicerón, había respondido con una eficacia no menor: non exprimís, inquit aliquis, Ciceronem. Quid tum? non enim sum Cicero; me tamen, ut opinor, exprimo. Aquí el exprimere se corresponde con el pariunt in seipsis de Marsilio Ficino, y puesto que ambos proceden del mismo ambiente platonizante, indican un mismo con­ cepto: todo estímulo externo es un instrumento y empuja a engendrar por uno mismo. Se trata de un concepto semejante, por cierto, al ya enuncia­ do por Salutati en el De Hercule, donde al sermo de los poetas se le adjudica precisamente esta función, remitirse a la interioridad más pro­ funda para encontrar allí una nueva realidad. La poesía, si es verdadero arte, ya sea pagana o cristiana, restituye el hombre a sí mismo, lo convier­ te a sí mismo y lo devuelve a un nuevo plano de realidad, le permite captar mediante lo sensible un mundo que se halla más allá de lo sensible.» En suma: si por «humanismo» se entiende la toma de conciencia con respecto a una misión típicamente humana, a través de las humanae litterae concebidas como productoras y perfeccionadoras de la naturaleza hu­ mana, dicha noción coincide con la renovado que hemos mencionado, con el renacer del espíritu del hombre. Por lo tanto, humanismo y renacimien­ to son dos caras de un idéntico fenómeno. 3. E v o l u c ió n c r o n o l ó g ic a y c a r a c t e r ís t ic a s e s e n c i a l e s DEL PERÍODO HUMANÍSTICO-RENACENTISTA Desde un punto de vista cronológico, el humanismo y el renacimiento abarcan dos siglos completos: el xv y el xvi. Sin embargo, como ya se ha manifestado, el preludio hay que buscarlo en el siglo xiv, sobre todo en la peculiar figura de Cola di Rienzo (cuya obra culmina hacia mediados de ese siglo) y en la personalidad y la obra de Francesco Petrarca (1304-1374). El epílogo alcanza hasta las primeras décadas del siglo xvn. Campanella es la última gran figura de hombre del renacimiento. Tradi­ cionalmente, se ha hablado del siglo xv como de la época del renacimiento en sentido estricto. No obstante, si desaparece la posibilidad de distinguir conceptualmente entre humanismo y renacimiento, por fuerza desaparece también esta distinción cronológica. Si tomamos en consideración los contenidos filosóficos, éstos demues­ tran -como veremos con amplitud más adelante- que durante el siglo xv predomina el pensamiento acerca del hombre, mientras que el pensamien­ to del xvi se ensancha para abarcar también la naturaleza. En este sentido, si por razones de comodidad se desea calificar de humanismo de manera preponderante a aquel momento del pensamiento renacentista cuyo obje­ to es sobre todo el hombre, y se denomina renacimiento a este segundo momento en el que el pensamiento también abarca la naturaleza, es lícito proceder de este modo, si bien con muchas reservas y gran cautela. En cualquier caso, hoy se entiende por «renacimiento» todo el pensamiento Evolución del período humanístico-renacentista de los siglos xv y xvi. Recordemos, por último, que los fenómenos de imitación extrínseca y de filologismo y gramaticismo no son propios del siglo xv sino del xvi, y en cuanto tales -como hemos expresado antesconstituyen síntomas de la incipiente disolución de la época renacentista. Por lo que se refiere a las relaciones entre edad media y renacimiento italiano, es preciso afirmar que en el estado actual de nuestros conoci­ mientos no son válidas 1) la tesis de la ruptura entre ambas épocas, ni tampoco 2) la tesis de la mera continuidad entre las dos. La tesis correcta es otra. La teoría de la ruptura supone la oposición y la contrariedad entre ambas épocas; la teoría de la continuidad postula una homogeneidad subs­ tancial. Sin embargo, entre contradicción y homogeneidad existe la diver­ sidad. Afirmar que el renacimiento es una época diferente de la edad media no sólo permite distinguir entre ambas épocas sin contraponerlas, sino que también consiente individualizar con comodidad sus vínculos y sus coincidencias, al igual que sus diferencias, con una gran libertad crítica. Por consiguiente, cabe resolver con comodidad otro problema. ¿Signi­ fica el renacimiento la inauguración de la época moderna? Los partida­ rios de la ruptura entre renacimiento y edad media eran fervorosos defen­ sores de la respuesta afirmativa a dicho interrogante. Por lo general hoy se tiende a considerar que la época moderna comienza con la revolución científica, es decir, con Galileo. Desde el punto de vista de la historia del pensamiento, ésta parece constituir la tesis más correcta. La época moder­ na se ve dominada por esta grandiosa revolución y por los efectos que ésta provocó en todos los terrenos. En este sentido, el primer filósofo moderno fue Descartes -y en parte, también Bacon-, como veremos más adelante con mayor detenimiento. Si esto es así, el renacimiento representa una época distinta, tanto respecto a la época medieval como con respecto a la moderna. Naturalmente, al igual que hay que buscar en la edad media las raíces del renacimiento, hemos de buscar en el renacimiento las raíces del mun­ do moderno. Cabe afirmar que la revolución científica es la que marca el epílogo del renacimiento. Sin embargo, tal revolución señala precisamen­ te el epílogo, pero no constituye la clave del renacimiento, indica su final pero no expresa su clima espiritual general. Nos queda ahora por examinar en particular cuáles son las diferencias más relevantes que existen entre el renacimiento y las épocas medieval y moderna, cosa que haremos a través de un análisis de las diversas corrien­ tes de pensamiento y de los pensadores más importantes. Antes que nada, sin embargo, es necesario prestar atención a uno de los aspectos que quizás es más típico del pensamiento renacentista: el resurgimiento de los elementos helenístico-orientalizantes. Tal resurgimiento se halla repleto de resonancias mágico-teúrgicas, difundidas a través de algunos escritos que la antigüedad en su fase más tardía había atribuido a dioses antiquísi­ mos o a profetas. En realidad, estos escritos no eran otra cosa que falsifi­ caciones, pero los renacentistas los consideraron auténticos, lo cual tuvo consecuencias de enorme importancia, como han puesto de relieve con gran claridad los estudios y las investigaciones que se han realizado duran­ te las últimas décadas. 4. Los «PROFETAS» Y LOS «MAGOS» ORIENTALES Y PAGANOS, CONSIDERADOS POR LOS RENACENTISTAS COMO FUNDADORES DEL PENSAMIENTO TEOLÓGICO Y f i l o s ó f i c o : H e r m e s T r i s m e g i s t o s , Z o r o ASTRO y O r f e o 4.1. La diferencia de nivel histórico-crítico en el conocimiento que tuvieron los humanistas con respecto a la tradición latina y a la griega De manera preliminar, debe aclararse una cuestión de relevancia: ¿có­ mo es posible que los humanistas, que descubrieron la crítica filológica de los textos y que lograron descubrir notables falsificaciones (como por ejemplo el acta de donación de Constantino) basándose en un examen lingüístico, hayan caído en errores tan groseros, tomando como auténticas las obras atribuidas a los profetas-magos Hermes Trismegistos, Zoroastro y Orfeo, que constituyen hoy para nosotros una falsificación tan evidente? ¿Por qué no aplicaron aquí los mismos métodos? ¿Cómo es que se produ­ jo una ausencia tan enorme de sagacidad crítica y una credulidad tan desconcertante con relación a estos documentos? La respuesta a dichos interrogantes resulta hoy muy clara para nos­ otros, gracias a los estudios más recientes. La labor de investigación con­ cerniente a los textos latinos, que comenzó con Petrarca, se consolidó antes de que se produjese la aparición de los textos griegos. Por lo tanto, la sensibilidad y las capacidades técnicas y críticas de los humanistas con respecto a los textos latinos se perfeccionaron mucho antes, en compara­ ción con las requeridas por los textos griegos. Además, los humanistas que se dedicaron a los textos latinos tuvieron intereses intelectuales más espe­ cíficos, en comparación con quienes estudiaron predominantemente tex­ tos griegos, que poseían en cambio intereses más abstractos y metafísicos. A los humanistas que se ocuparon en mayor medida de los textos latinos les interesaba sobre todo la literatura y la historia. En cambio, a los huma­ nistas que se ocupaban de los textos griegos les atraían en especial la teología y la filosofía. Además, las fuentes y las tradiciones utilizadas por los humanistas que se ocuparon de los textos latinos resultan mucho más nítidas que las empleadas por los humanistas especializados en textos grie­ gos, mucho más cargadas de incrustaciones multiseculares. Por último, los sabios griegos que llegaron a Italia desde Bizancio acreditaron con su autoridad una serie de convicciones carentes de fundamento histórico. Todo esto explica a la perfección la situación contradictoria que llegó a crearse: por una parte, humanistas como Valla denunciaban como falsifi­ caciones documentos latinos aceptados por muchos, mientras que por la otra, en cambio, humanistas como Marsilio Ficino insistían y volvían a consagrar la autenticidad de evidentes falsificaciones griegas que se re­ montaban a la antigüedad tardía, con resultados de enorme trascendencia para la historia del pensamiento filosófico, como veremos enseguida. 4.2. Hermes Trismegistos y el «Corpus Hermeticum» en su realidad histó­ rica y en la interpretación renacentista Comencemos por Hermes Trismegistos y el Corpus Hermeticum, que poseyeron durante el renacimiento la máxima importancia y celebridad. En la actualidad se conoce con certeza todo lo que a continuación exponemos. Como ya dijimos en el volumen i de esta obra (p. 296s), Hermes Trismegistos fue una figura mitológica y, por lo tanto, jamás existió. Esa figura mítica hace referencia al dios Toth de los antiguos egipcios, a quien se atribuye la invención de las letras del alfabeto y de la escritura, escriba de los dioses y, en consecuencia, revelador, profeta e intérprete de la sabiduría y del logos divinos. Cuando los griegos entraron en conocimien­ to de este dios egipcio, pensaron que mostraba muchas analogías con su dios Hermes (el dios Mercurio de los romanos), intérprete y mensajero de los dioses. Lo calificaron con el adjetivo «Trismegistos», que significa «Tres veces máximo» {trismegistos = termaximus). En la fase final de la época antigua, sobre todo durante los primeros siglos de la era imperial (siglos n y m d.C.), algunos teólogos y filósofos paganos -en contraposición al cristianismo cada vez más predominanteredactaron una serie de escritos, que hicieron públicos bajo el nombre de este dios, con la manifiesta intención de oponer, a las Escrituras divina­ mente inspiradas de los cristianos, otras escrituras que también constitu­ yesen revelaciones divinas. Las investigaciones modernas ya han compro­ bado, fuera de toda duda, que bajo el disfraz del dios egipcio se ocultan diversos autores, y que los elementos egipcios resultan más bien escasos. En realidad, se trata de uno de los últimos intentos de desquite del paga­ nismo, fundamentado en gran porcentaje sobre doctrinas platónicas de aquel momento (platonismo medio). Entre los numerosos escritos que se atribuyen a Hermes Trismegistos el grupo más interesante de todos está constituido por 17 tratados (el primero de los cuales se titula Poimandres), además de un escrito que sólo ha llegado hasta nosotros en una versión latina (antes atribuido a Apuleyo), consistente en un tratado que lleva el título de Asclepius (redactado quizás en el siglo iv d.C.). Este grupo de escritos es el que se denomi­ na Corpus Hermeticum (cuerpo de los escritos que llevan el nombre de Hermes). La antigüedad tardía aceptó como auténticos todos los escritos. Los Padres cristianos, que hallaron allí determinadas menciones a doctrinas bíblicas (como después veremos), se mostraron muy impresionados, y por consiguiente, convencidos de que se remontaban a la época de los patriar­ cas bíblicos, los consideraron como obra de una especie de profeta paga­ no. Así, por ejemplo, pensaba Lactancio y así pensó también san Agustín, por lo menos en parte. Ficino consagró solemnemente tal convicción y tradujo el Corpus Hermeticum, que se convirtió muy pronto en un texto básico para el pensamiento humanístico-renacentista. Hacia finales del siglo xv (1488), en la catedral de Siena, Hermes fue acogido con toda solemnidad y su efigie se representó en el pavimento con la siguiente inscripción: Hermes Mercurius Trimegistus Contemporaneus Moysi. El sincretismo entre doctrinas grecopaganas, neoplatonismo y cristia­ nismo -tan difundido en el renacimiento- se basa en gran medida sobre este enorme equívoco. Debido a él, muchos aspectos doctrinales del rena­ cimiento, considerados como extrañamente paganizantes y extrañamente híbridos, aparecen ahora en una correcta perspectiva. Para comprenderlo, cosa esencial para establecer las diferencias que posee el renacimiento con Hermes Trismegistós fue un personaje mitológico que los antiguos identificaron con el dios egipcio Toth, equivalente al Hermes griego y al Mercurio romano. Los escritos que se le atribuyeron -alcanzando gran celebridad- son falsificaciones pertenecientes a la época imperial, en las que se combinan el platonismo, ciertos elementos extraídos de la teología cristiana y una forma de gnosis místico-mágica. El renacimiento consideró que Hermes era una especie de profeta pagano que se remontaba aproximadamente a la misma época que Moisés, y se le otorgó una extraordinaria autoridad, hasta el punto de que en el último cuarto del siglo xv se le acoge de manera solemne en un mosaico de la catedral de Siena, que aquí reproducimos. Si no se tiene en cuenta el influjo de los escritos herméticos, no se comprenderá gran parte del pensamiento renacentista respecto a la edad media y a la edad moderna, conviene resumir la doctri­ na básica del Corpus Hermeticum. Dios es concebido con los atributos de la incorporeidad, la trascenden­ cia y la infinitud; también se le concibe como Mónada y Uno, «principio y raíz de todas las cosas». Por último, se le expresa asimismo a través de la imagen de la luz. Se entrelazan la teología negativa y la positiva: por un lado, tiende a concebirse a Dios por encima de todo, como lo totalmente diverso de todo lo que es, sin forma y sin figura. Por lo tanto, también carece de esencia, y resulta inefable. Por otro lado, se admite que Dios es bien y padre de todas las cosas y, por tanto, causa de todo; en cuanto tal, se tiende a representarlo de manera positiva. En uno de los tratados se afirma, por ejemplo, que Dios es al mismo tiempo lo que es invisible y lo que resulta más visible. La jerarquía de intermediarios que existen entre Dios y el mundo se imagina de la forma siguiente: 1) En la cima se encuentra el Dios supremo, que es Luz suprema, Intelecto supremo, capaz de engendrar por sí solo. 2) A continuación viene el Logos, hijo primogénito del Dios supremo. 3) Del Dios supremo también se deriva un intelecto demiùrgico que es un segundogénito, pero al cual se califica de «consubstancial» en relación con el Logos. 4) Viene después el anthropos, el hombre incorpóreo, que también él proviene de Dios y es imagen de Dios. 5) Finalmente aparece el intelecto que se concede al hombre terrenal (rigurosamente distinto del alma y, con toda claridad, superior a ella), que es lo que hay de divino en el hombre (en cierto modo, es Dios mismo en el hombre) y que desempeña un papel esencial en la ética, la mística y la soteriologia herméticas. El Dios supremo, además, es concebido como dándose a conocer mediante «una cantidad infinita de poderes» y también como «forma arquetípica» y como «principio del principio, que no tiene fin». El Logos y el intelecto demiùrgico son los creadores del cosmos. Actúan de modos diversos sobre la obscuridad o las tinieblas, que se separan de forma originaria del Dios-luz, oponiéndose a él de una manera dualista, y construyen un mundo ordenado. Se configuran y se ponen en movimiento las siete esferas celestiales. El movimiento de estas esferas producen los seres vivientes que carecen de razón (todos los cuales en un primer momento nacen bisexuales). La generación del hombre terrenal resulta más complicada. El anthropos u hombre incorpóreo, tercer hijo del Dios supremo, quiere imitar al intelecto demiùrgico y crear algo, él también. Una vez obtenida la aproba­ ción del padre, el anthropos atraviesa las siete esferas celestiales hasta llegar a la luna, recibiendo por participación los poderes de cada una de ellas. Luego, se asoma desde la esfera de la luna y contempla la naturale­ za sublunar. El anthropos pronto se enamora de dicha naturaleza y ésta, a su vez, se enamora de aquél. Más específicamente, el hombre se enamora de su propia imagen reflejada en la naturaleza (en el agua), se apodera de él el deseo de unirse a ella y de este modo cae. Nace así el hombre terreno, con su doble naturaleza: espiritual y corporal. En realidad, el autor hermético del Poimandres complica en grado sumo su antropogonía. En efecto, del emparejamiento del hombre incor­ póreo con la naturaleza corporal no nace de inmediato el hombre común, sino que nacen siete hombres (en el mismo número que las esferas de los planetas), que son varón y hembra al mismo tiempo. Todo continúa así hasta que, por voluntad del Dios supremo, se dividen los dos sexos de los hombres (y de los animales, que ya han nacido gracias al movimiento de los planetas) y reciben el mandato divino de crecer y multiplicarse: «Cre­ ced aumentándoos y multiplicaos en gran cantidad todos vosotros, que habéis sido creados y producidos, y quien posea intelecto se reconozca a sí mismo como inmortal, sepa que el amor (eros) es la causa de la muerte y conozca todo aquello que existe.» El mensaje del hermetismo, del cual procede todo su éxito, se reduce en substancia a una doctrina de la salvación, y sus teorías de orden metafísico, teológico, cosmológico y antropológico no son más que el soporte de dicha soteriología. Al igual que el nacimiento del hombre terreno se debe a la caída del anthropos (el hombre incorpóreo) que quiso unirse con la naturaleza material, del mismo modo su salvación consiste en la liberación de todo lazo material. Los medios para liberarse son los indicados por el conocimiento (gnosis) de la doctrina hermética. Ante todo, el hombre debe conocerse a sí mismo, convencerse de que su naturaleza consiste en el intelecto. Y dado que el intelecto forma parte de Dios (es Dios en nosotros), reconocerse a sí mismo de esta forma implica reconocer a Dios. Todos los hombres poseen intelecto, pero sólo en estado potencial; de­ pende de cada uno de ellos el poseerlo también en acto o el perderlo. Si el intelecto abandona al hombre, ello sólo se debe a la vida malvada que lleva éste y, por lo tanto, es su propia culpa: «A menudo el intelecto se aparta del alma y a partir de ese momento ésta ya no es capaz de ver o de oír, sino que se convierte en un ser sin razón: ¡tanto es el poder del intelecto! Por otra parte, el intelecto no puede soportar que el alma sea turbia y la abandona al cuerpo, que la oprime aquí abajo, en la tierra. Un alma tal, hijo mío, no posee intelecto; por tanto, no debe calificarse de hom­ bre a un ser de esa clase.» En cambio, si se encuentra presente en el hombre, se debe a que éste ha elegido hacer el bien, cosa que le convierte en merecedor de aquel don divino. El hombre no tiene que esperar a la muerte física para lograr su fin, es decir, para deificarse. En efecto, puede regenerarse -liberándose de las potencias negativas y malvadas y de los tormentos de las tinieblas- gracias a los divinos poderes del bien, hasta conseguir una separación del cuerpo, purificando su intelecto, que le per­ mitirá unirse de manera estática con el intelecto divino, por la divina gracia. Dentro de esta compleja visión, que se consideraba aproximadamente tan antigua como los más antiguos libros de la Biblia, no podían dejar de impresionar a los hombres del renacimiento las menciones al hijo de Dios, al logos divino que recuerda el Evangelio de Juan. El tratado xm del Corpus Hermeticum contiene además una especie de «Sermón de la mon­ taña» y afirma que la obra de regeneración y de salvación del hombre se deben al hijo de Dios, al que se define como «hombre por voluntad de Dios». Ficino considera que el Corpus Hermeticum es aún más rico que los textos mismos de Moisés, ya que en aquél se anuncia la encarnación del logos, del Verbo, y se dice que la palabra del Creador es el hijo de Dios. Esta admiración ante el Profeta pagano (tan antiguo como Moisés), que habla del hijo de Dios, llevó también a admitir -en parte, por lo menos- el aspecto astrológico y gnóstico de la doctrina. Entre otros te­ mas, en el Asclepius se habla asimismo -y de forma expresa- de magia por simpatía. Debido a ello, tanto Ficino como otros eruditos hallaron en Hermes Trismegistos una especie de justificación o de legitimación de la magia, aunque entendida en un sentido diferente, como veremos. La com­ pleja visión sincrética de platonismo, cristianismo y magia -que constituye una señal distintiva del renacimiento- halla así en Hermes Trismegistos, priscus theologus, una especie de modelo ante litteram o, en todo caso, una notable serie de estímulos extremadamente lisonjeros. Por lo tanto, sin el Corpus Hermeticum resulta imposible de entender el pensamiento rena­ centista. Con mucha razón, Yates extrae la siguiente conclusión: «Los mosaicos de Hermes Trismegistos y de las Sibilas fueron colocados en la catedral de Siena durante los años ochenta del siglo xv. La representación gráfica de Hermes Trismegistos en el edificio cristiano, tan marcadamente próxima a la entrada -cosa que equivale a atribuirle una preeminente posición espiri­ tual- no constituye un fenómeno local aislado, sino un símbolo de cómo el renacimiento italiano le consideraba y un presagio de su extraordinario destino a lo largo del siglo xvi, e incluso del xvn, en toda Europa.» 4.3. El Zoroastro del renacimiento Los llamados Oráculos Caldeos -obra escrita en hexámetros, de la cual nos han llegado numerosos fragmentos- son un documento que presenta gran analogía con los escritos herméticos. En efecto, tanto en unos como en otros hallamos la misma mezcla de filosofemas (procedentes del plato­ nismo medio y del neopitagorismo) con menciones del esquema triádico y trinitario, con representaciones míticas y fantásticas, con un tipo similar de inconexa religiosidad de inspiración oriental -característica de la última fase del paganismo- y unido todo ello con una análoga pretensión de comunicar un mensaje divino revelado. En los Oráculos, no obstante, predomina el elemento mágico en mayor medida que en el Corpus Herme­ ticum y el factor especulativo queda enturbiado y subordinado a objetivos práctico-religiosos, hasta perder toda su autonomía. ¿Cuál es el origen de esta obra? Según fuentes antiguas, cabe afirmar al parecer que su autor fue Juliano, apodado «el Teúrgo», hijo de Juliano, llamado «el Caldeo», que vivió en la época de Marco Aurelio, en el siglo n d.C. En efecto, dado que ya en el siglo m d.C. estos Oráculos son mencio­ nados por escritores cristianos y por filósofos paganos, y puesto que -co­ mo reconocen casi todos los especialistas- su contenido manifiesta una mentalidad y un clima espiritual típicos de la época de los Antoninos, no resulta imposible que su autor haya sido realmente Juliano el Teúrgo, como tienden a admitir hoy muchos expertos con las cautelas oportunas. Estos Oráculos no se remiten a la sabiduría egipcia, como sucede en el caso de los escritos herméticos, sino a la babilonia. La heliolatría caldea (el culto al Sol y al fuego) desempeña en ellos un papel fundamental. Este Juliano, que, como hemos dicho, puede ser considerado con ve­ rosimilitud como autor de los Oráculos Caldeos, fue también el primero Detalle de la parte derecha de la Escuela de Atenas de Rafael (cf. p. 24-25), que representa a Zoroastro, quien lleva en su mano un globo que representa el cielo (la figura que está ante él tiene en sus manos el globo terráqueo, y la peculiar posición de éste indica la influencia del cielo sobre la tierra). Zoroastro vivió unos siete siglos antes de Jesucristo. Los renacentistas le consideraron como autor de los Oráculos Caldeos, cuyas doctrinas mágico-teúrgicas ejercieron un amplio influjo (en realidad, los Oráculos son una obra perteneciente a la época imperial). Junto con Hermes Trismegistos y con Orfeo, Zoroastro contribuyó a crear aquel clima cultural tan peculiar, que distingue el renacimiento con respecto a la edad media y a la edad moderna El Orfeo renacentista en recibir la denominación de «teúrgo», o el primero en hacerse llamar así. El «teúrgo» difiere radicalmente del «teólogo»: éste se limita a hablar acerca de los dioses, mientras que aquél los evoca y actúa sobre ellos. ¿Qué es, exactamente, la teúrgia? Es la sabiduría y el arte de la magia, utilizada con finalidades místico-religiosas. Dichas finalidades constituyen la nota característica que distingue a la teúrgia de la magia corriente. Los estudiosos modernos han especificado que, mientras que la magia vulgar hace uso de nombres y de fórmulas de origen religioso con objetivos profanos, la teúrgia utiliza en cambio estas mismas cosas con finalidades religiosas. Estos propósitos consisten, como ya sabemos, en la liberación del alma con respecto de lo corporal y de la fatalidad vinculada al cuerpo, y en la unión con lo divino. Esto es todo lo que en la actualidad se ha llegado a establecer. Sin embargo, los renacentistas no pensaban lo mismo, inducidos a un grave error por un autorizado sabio bizantino, Jorge Gemisto, nacido en Constantinopla hacia 1355 y que se hizo llamar Plethon. Éste consideró que Zoroastro había sido el autor de los Oráculos Caldeos (inducido a tal error por uno de sus maestros). Llegado a Italia con motivo del concilio de Florencia, dio clases sobre Platón y sobre la doctrina de los Oráculos, afirmando que se trataba de una expresión del pensamiento de Zoroastro y suscitando un notable interés en torno a ellos. Así, Zoroastro fue toma­ do como Profeta (priscus theologus) y en algún caso se llegó a presentarle como anterior a Hermes, o como primero en el tiempo y en la dignidad, junto con éste. En realidad, Zoroastro (Zaratustra) fue un reformador religioso persa de los siglos vii/vi a.C., que no tiene nada que ver con los Oráculos Caldeos. Este nuevo equívoco, pues, contribuyó en gran medida a la difusión de la mentalidad mágica durante el renacimiento. 4.4. El Orfeo renacentista Orfeo fue un mítico poeta tracio. Con él estuvo vinculado aquel movi­ miento religioso y mistérico, llamado «órfico» en honor suyo, del cual ya hemos hablado en el volumen anterior de la presente obra (cf. p. 26ss). En el siglo vi a.C. a este poeta profeta ya se le denominaba «Orfeo, el del famoso nombre». Con respecto al Corpus Hermeticum y a los Oráculos Caldeos, el orfismo representa una tradición bastante más antigua, que influyó sobre Pitágoras y sobre Platón, en especial en lo que concierne a la doctrina de la metempsicosis. Sin embargo, entre los documentos que han llegado a nosotros bajo el nombre de «órficos», hay muchísimos que cons­ tituyen falsificaciones posteriores, surgidas en la época helenística e impe­ rial. El renacimiento conoció sobre todo los Himnos Órficos. Estos Him­ nos, en las ediciones actuales, se elevan a la cantidad de 87, además de un proemio. Están dedicados a distintas divinidades y se distribuyen de acuerdo con un orden conceptual específico. Junto con doctrinas que se remontan al orfismo originario, contienen doctrinas estoicas y doctrinas procedentes del ambiente filosófico y teológico alejandrino, y por lo tan­ to, de composición tardía, con toda seguridad. No obstante, los renacen­ tistas los consideraron auténticos. Ficino cantaba estos Himnos para gran­ jearse el benéfico influjo de las estrellas. Detalle de la parte izquierda de la Escuela de Atenas de Rafael, en el que se representa un rito órfico. El basamento de la columna significa que la revelación órfica constituye la base sobre la que se construye la filosofía. Esto ocurre así, en efecto, en el mundo antiguo, en numerosos casos. Sin embargo, bajo el nombre de Orfeo el renacimiento conoció en especial determinadas falsificaciones pertenecientes a la época imperial, como por ejemplo los célebres Himnos Orficos, traducidos por Ficino. Orfeo era considerado como un profeta y un mago antiquísimo, muy poco posterior a Moisés El Orfeo renacentista En la genealogía de los profetas, Orfeo -según el mismo Ficino- fue sucesor de Hermes Trismegistos y muy próximo a éste. Pitágoras está ligado de forma indirecta con Orfeo. Platón habría extraído sus doctrinas de Hermes y de Orfeo. Y así, Hermes, Orfeo y Platón fueron entrelazados mediante un nexo que constituye la clave de bóveda del edificio del plato­ nismo renacentista. Éste, por consiguiente, es completamente distinto del platonismo medieval. Es evidente, entonces, que si no se tienen en cuenta todos los factores que hemos expuesto hasta el momento, desaparece toda posibilidad de captar el significado del planteamiento metafísico, teológi­ co y mágico de la doctrina de la Academia florentina y de gran parte del pensamiento de los siglos xv y xvi. A todo esto hay que añadir asimismo la enorme autoridad que había adquirido el Pseudo-Dionisio Areopagita, que ya había sido bastante apreciado durante la edad media, pero que ahora se reinterpretaba desde otras perspectivas (Ficino también realizó una versión latina de los escri­ tos del Pseudo-Dionisio). Este autor, como es sabido, no es el santo que san Pablo convirtió en Atenas, sino un autor neoplatónico tardío (cf. volumen i, p. 369). También esta falsificación contribuyó a crear aquel clima particular del que hemos hablado. A la luz de todo lo dicho, pode­ mos afrontar ahora el examen del pensamiento de los diversos humanistas, y de las distintas tendencias y corrientes filosóficas del humanismo renacentista. II IDEAS Y TENDENCIAS DEL PENSAMIENTO HUMANÍSTICO-RENACENTISTA C a p ít u l o 1. LOS DEBATES SOBRE PROBLEMAS MORALES Y EL NEOEPICUREÍSMO 1.1. Los comienzos del humanismo 1.1.1. Francesco Petrarca Francesco Petrarca (1304-1374), como hemos dicho ya, es considerado con unánime consenso el primero de los humanistas. Durante las primeras décadas del siglo xv esto era evidente para todos y Leonardo Bruni escri­ bía solemnemente: «Francesco Petrarca fue el primero que tuvo tanta gracia de ingenio como para descubrir y traer a la luz la antigua hermosura del estilo perdido y apagado.» ¿Cómo llegó Petrarca al humanismo? Par­ tió de un atento análisis con respecto a la corrupción y la impiedad de su tiempo y trató de descubrir sus causas, para intentar ponerles remedio. En su opinión las causas eran básicamente dos, estrechamente vinculadas entre sí: 1) el recrudecimiento del naturalismo difundido por el pensamien­ to árabey sobre todo por Averroes, y 2) el predominio indiscriminado de la dialéctica y de la lógica, junto con su correspondiente mentalidad raciona­ lista. Contra estos dos males, creyó que era fácil señalar los antídotos: 1) en lugar de dispersarse en el conocimiento meramente exterior de la naturaleza, es preciso volver a uno mismo y buscar el conocimiento de la propia alma; 2) en lugar de dispersarse en los vacuos ejercicios dialécticos, hay que redescubrir la elocuencia, las humanae litterae cicero­ nianas. Con esto quedan perfectamente delineados el programa y el método de filosofar que son propios de Petrarca: la verdadera sabiduría reside en el conocerse a uno mismo y el camino (el método) para lograr tal sabiduría está en las artes liberales. Veamos un ejemplo elocuente de ello. En la obra Sobre la propia ignorancia y la de muchos otros, contra el naturalismo averroísta, Petrarca escribe: «Él (el averroísta) sabe muchas cosas acerca de las fieras, de los pájaros y de los peces, y conoce bien cuántos pelos tiene la melena del león y cuántas plumas hay en la cola del gavilán, y con cuántas vueltas el pulpo rodea al náufrago (sigue una larga y pintoresca lista de curiosidades Petrarca (1304-1374): con asentimiento unánime, es considerado el primero de los humanistas de este mismo género). Tales cosas, en gran parte, o son falsas -lo que se vuelve evidente cuando se tiene experiencia de ellas- o resultan descono­ cidas para aquellos mismos que las afirman. Por lo tanto, son creídas con excesiva facilidad, porque están lejos y se las acepta demasiado libremen­ te. Empero, aun cuando fuesen verdaderas, en nada auxiliarían a la vida bienaventurada. En efecto, me pregunto para qué sirve conocer la natura­ leza de las fieras, de los pájaros, de los peces y de las serpientes, pero ignorar o no preocuparse de conocer la naturaleza del hombre, para qué hemos nacido, de dónde venimos, y hacia dónde vamos.» No obstante, el pasaje más famoso es sin duda aquel que narra, en la Epístola, la ascensión al monte Ventoso. Después de un largo camino, al llegar a la cumbre del monte, Petrarca abrió las Confesiones de san Agus­ tín, y las primeras palabras que leyó fueron: «Y los hombres se dedican a admirar las altas montañas, las grandes tempestades y el curso de las estrellas; pero se olvidan de sí mismos.» Éste fue su comentario: «Quedé estupefacto, lo confieso, y le dije a mi hermano -que deseaba continuar escuchando- que no me molestase, cerré el libro, encolerizado conmigo mismo por la admiración que experimentaba hacia las cosas terrenas, cuando debería haber aprendido, desde hacía mucho tiempo -e incluso de los filósofos paganos- que no hay nada digno de admiración excepto el alma, para la cual nada es demasiado grande.» De manera análoga, en lo que se refiere al segundo de los puntos antes señalados, Petrarca insiste repetidamente sobre el hecho de que la dialéc­ tica lleva a la impiedad y no a la sabiduría. La acumulación de silogismos no desvela el sentido de la vida, sino que lo hacen las artes liberales, adecuadamente cultivadas: no como un fin en sí mismas, sino como instru­ mentos de formación espiritual. La antigua definición de filosofía que Platón ofrece en el Fedón apare­ ce como coincidente con la cristiana, según se afirma en la obra Invectiva contra un médico: «Meditar profundamente sobre la muerte, armarse en contra de ella, disponerse a despreciarla y a soportarla, afrontarla cuando sea necesario, dando esta breve y mísera vida a cambio de la vida eterna, de la felicidad, de la gloria: ésta es la verdadera filosofía, que algunos dijeron que no era más que el pensamiento de la muerte. Esta explicación de la filosofía, aunque hallada por paganos, es sin embargo propia de cristianos... Por consiguiente, se comprende la inevitabilidad de la contraposición entre Aristóteles y Platón. Aristóteles es, en sí mismo considerado, respe­ table, pero es también quien ha proporcionado a los averroístas sus armas y ha sido utilizado para construir aquel naturalismo y aquella mentalidad dialéctica tan vituperados por Petrarca. Platón -aquel Platón que él no podía leer, porque no sabía griego- se convierte en símbolo del pensa­ miento humanístico, «príncipe de toda filosofía». En su obra Sobre la propia ignorancia, leemos lo siguiente: «¿Quién, preguntarán algunos, otorgó a Platón este primado? No he sido yo, responderé, sino la verdad, como dicen, ya que si él no la alcanzó, se le aproximó, y bastante más que los otros, cosa que reconocen Cicerón, Virgilio -quien sin nombrarlo, le siguió-, Plinio, Plotino, Apuleyo, Macrobio, Porfirio, Censorino, Josefo y, entre los nuestros, Ambrosio, Agustín, Jerónimo y muchos otros, cosa que podríamos probar fácilmente, si no fuese algo conocido por todos. ¿Y Comienzos del humanismo quién le negó tal primado, si exceptuamos al necio y ruidoso rebaño de los escolásticos?» Para concluir, citemos una afirmación que muestra a qué altura había elevado Petrarca la dignidad de la palabra que, para el huma­ nista, se convertirá en cierto sentido en lo más importante: «Bien dijo Sócrates, contemplando a un hermoso joven en silencio: “Habla, para que te vea”, porque pensaba que el hombre se ve no tanto en el rostro, como en las palabras.» Esto podría servir como lema del movimiento humanis­ ta: «El hombre se ve no tanto en el rostro, como en sus palabras.» 1.1.2. Coluccio Salutati El camino abierto por Petrarca fue seguido con éxito por Coluccio Salutati, nacido en 1331 y que llegó a canciller de la república de Floren­ cia, desde 1374 hasta 1406. Se trata de una figura importante por los siguientes motivos: a) continuó con gran energía la polémica contra la medicina y las ciencias naturales, reiterando la tesis de la supremacía de las artes liberales; b) sostuvo, contra el planteamiento dialéctico raciona­ lista de su época, una perspectiva de la filosofía entendida como mensaje atestiguado y comunicado a través de la vida misma (como hizo el pagano Sócrates y como hicieron Cristo y los santos, como Francisco de Asís), y basado en el acto de la voluntad, en cuanto ejercicio de libertad; c) defen­ dió con ardor el primado de la vida activa sobre la contemplativa; d) como agente cultural, tuvo el gran mérito de haber promovido la creación de la primera cátedra de griego en Florencia; para ocuparla, fue llamado a Italia el sabio bizantino Manuel Crisolora. Los dos textos siguientes -procedentes, respectivamente, de una Epís­ tola y del tratado Sobre la nobleza de las leyes y de la medicina- ilustran a la perfección la noción de primacía de la vida activa sobre la contemplati­ va, sobre la cual volverá en diversas ocasiones el pensamiento del siglo xv y que constituye una de las claves del humanismo: No creas, oh Peregrino, que huir de la multitud, evitar la vista de las cosas bellas, encerrarse en un claustro o aislarse en un desierto, sea el camino de la perfección. Lo que otorga a tu obra el nombre de perfección está en ti; se halla en ti la facultad de acoger aquellas cosas externas que ni te tocan ni te pueden tocar, si tu mente y tu ánimo están recogidos y no van a buscarse en las cosas externas. Si tu ánimo no los deja entrar en tu interior, la plaza, el foro, la curia, los sitios más populosos de la ciudad, serán como un desierto, como una soledad alejadísima y perfecta. En cambio, si a través del recuerdo de las cosas lejanas o los halagos de las cosas presentes, nuestra mente se vuelca hacia fuera, ¿para qué aprovecha la vida solitaria? Porque es propio del alma pensar siempre en algo, que se aferra mediante los sentidos o que se finge con el recuerdo, que se halla gracias a la agudeza del entendimiento o que se imagina con la tensión del deseo. ¿Y qué? Dime, oh Peregrino, ¿a quién ha amado más Dios, a Pablo solitario e inactivo, o a Abraham laborioso? ¿Y no piensas que Jacob, con doce hijos, con tantos rebaños, con dos mujeres, con tantas riquezas y tantos bienes, haya sido más querido por el Señor que los dos Macarios, que Teófilo y que Hilarión? Créeme, oh Peregrino, son sin comparación mucho más aquellos que se extenúan en las cosas del mundo, que aquellos que sólo se dedican a la contemplación, también son mucho más numerosos los llamados a aquel estado, que no a éste. Para decir la verdad, afirmaré con valentía y confesaré sencillamente que abandono gustoso, sin envidia y sin disputas, a ti y a quien eleve al cielo la pura especulación, todas las demás verdades, con tal que se me deje el conocimiento de las cosas humanas. Queda tú colmado de contemplación; que pueda yo ser, en cambio, rico en bondad. Medita para ti solo; busca lo verdadero y goza cuando lo encuentres... Que yo, en cambio, esté siempre inmerso en la acción, tendiendo hacia el fin supremo; que todas mis acciones me aprovechen a mí mismo, a mi familia, a los parientes y, lo que es aún mejor, que pueda ser útil a los amigos y a la patria, y pueda vivir de un modo que sirva a la sociedad humana con el ejemplo y con las obras. 1.2. Debates sobre cuestiones ético-políticas en algunos humanistas del siglo XV: L. Bruni, P. Bracciolini, L.B. Alberti 1.2.1. Leonardo Bruni Discípulo, amigo y continuador de la obra de Salutati fue Leonardo Bruni (1370/74-1444), que primero trabajó como empleado en la Curia romana y, más tarde, fue canciller en Florencia. En Bruni se manifiestan, como frutos maduros y de manera extraordinaria, los efectos de la enseñanza del griego por parte de Crisolora. En efecto, tradujo a Platón (Fedón, Gorgias, Fedroy Apología, Gritón, Cartas y, en parte, el Banquete), Aristóteles (Etica a Nicómaco, Económicos, Política), así como a Plutarco y a Jenofonte, a Demóstenes y a Esquines. Poseen interés filosófico sus Diálogos (dedicados a Pier Paolo Vergerio) y la Introducción a la promoción moral, además de las Epístolas. La fama de Bruni se halla vinculada sobre todo con las traducciones de la Política y de la Ética de Aristóteles, que marcaron una época, no sólo porque contribuyeron a modificar el enfoque dado a estos textos, sino también porque suministraron una savia vital para la especulación misma. Bruni opuso al humanismo espiritualista e intimista de Petrarca un huma­ nismo civil y políticamente más comprometido. Los clásicos, en su opi­ nión, son maestros de virtudes civiles. Por lo tanto, para Bruni resulta paradigmático el concepto aristotélico de hombre entendido como animal político, que se convierte en el eje central de su pensamiento. El hombre se realiza de forma plena y auténtica únicamente en aquella dimensión social y^civil, que es la que Aristóteles indica en su Política. La Ética de Aristóteles también se ve notablemente revalorizada. Bru­ ni está convencido de que su dimensión contemplativa ha sido exagerada de una manera substancial y, en gran medida, deformada. Lo que vale más no es el objeto contemplado, sino el hombre que piensa y, en la medida en que piensa, actúa. El sumo bien del que habla la Ética a Nicómaco no es un bien abstracto o trascendente con respecto al hombre, sino el bien del hombre, la realización concreta de su virtud, que como tal otorga la felicidad. Al igual que Aristóteles, Bruni revaloriza el placer, entendido sobre todo como una consecuencia de la actividad que el hom­ bre desarrolla de acuerdo con su naturaleza, tal como había sostenido el Estagirita. También junto con Aristóteles, Bruni defiende que el verdadero pará­ metro de los juicios morales es el hombre bueno y no una regla abstracta. Escribe en una página memorable, algunos de cuyos conceptos típicamen­ te aristotélicos asumen el carácter de un humanismo realmente exquisito: «Antes que nada, es preciso comprender esto: si un hombre no es bueno (virtuoso), no puede ser prudente (sabio). En efecto, la prudencia (sabi­ duría) es una valoración exacta de la utilidad; y una valoración verdadera no está corrompida. Las cosas sólo se aparecen como son al hombre bue­ no. Los juicios de los malvados son como el gusto de los enfermos, que no capta el auténtico sabor. Los vicios, por lo tanto, perjudican más que nada a la prudencia; el perverso y el malvado pueden captar con exactitud las demostraciones matemáticas y los conocimientos físicos, pero se muestran por completo enceguecidos para las obras sabias, y en esto pierden la luz de la verdad... Ante el hombre bueno, por tanto, el camino de la felicidad se abre con toda rectitud y libertad. Es el único que no se engaña y que no se equivoca. Sólo él vive bien, mientras que lo contrario sucede con el malvado. En consecuencia, si queremos ser felices, esforcémonos por ser buenos y virtuosos.» Sobre este punto, concluye Bruni, los filósofos paganos y los cristianos se encuentran en perfecta armonía: «Unos y otros sostienen las mismas cosas acerca de la justicia, la templanza, la fortaleza, la liberalidad y las demás virtudes, y los vicios contrarios a éstas.» 1.2.2. Poggio Bracciolini Poggio Bracciolini (1380-1459), secretario en la Curia de Roma, y más tarde canciller en Florencia, también estuvo muy ligado con Salutati. Fue uno de los descubridores más laboriosos y activos de antiguos códices. En sus obras se debaten cuestiones que ya se habían convertido en canónicas dentro de los planteamientos humanistas: a) el elogio de la vida activa, en contra de la ascesis de la vida contemplativa llevada a cabo en la soledad; b) el valor form itivo de las litterae, desde el punto de vista humano y civil; c) la gloria y la nobleza como fruto de la virtud individual; d) la cuestión acerca de la suerte, que convierte en problemática e inestable la vida de los hombres, pero que puede ser superada por la virtud; e) la revaloriza­ ción de las riquezas (que L. Bruni ya había iniciado en la introducción a los Económicos de Aristóteles), consideradas como la fuerza propia del Estado y lo que hace posible que en la ciudad haya templos, monumentos, arte, ornamentación y toda clase de belleza. A propósito de este último tema, Eugenio Garin ha escrito que nos encontramos ante una «extraña y moderna valoración del dinero y hasta diríamos del capital... Se trata, pues, de una notable anticipación. Vamos a concluir con un texto de Bracciolini sobre la virtud en el que, a través de diversas variaciones sobre temas estoicos, sostiene que la vir­ tud es autártica por sí misma, no necesita nada y es la única fuente de auténtica nobleza: «Esta doctrina, además de ser muy verdadera, se mues­ tra de suma utilidad para nuestra vida. Porque si nos persuadimos de que los hombres se transforman en nobles gracias a la honradez y al bien, y de que la verdadera nobleza es la que cada uno conquista con sus obras, no la que se deriva de la habilidad o del trabajo de otros, nos veremos más empujados... hacia la virtud y no nos contentaremos con la gloria de los otros, permaneciendo nosotros vencidos por el ocio, sin hacer nada digno de alabanza, sino que tenderemos por nuestra propia cuenta a adueñar­ nos de las enseñas de la nobleza.» En este pasaje se halla expuesto uno de los pensamientos clave del humanismo: «la verdadera nobleza es la que cada uno conquista con sus obras», pensamiento que no es más que una León Battista Alberti (1404-1472): fue un humanista con intereses pluridimensionales, filósofo, matemático y arquitecto variante de otro concepto básico, de origen romano y no menos apreciado por esta época, según el cual cada uno es artífice de su propia suerte. 1.2.3. León Battista Alberti León Battista Alberti (1404-1472), que se ocupó de temas filosóficos, de matemáticas y de arquitectura, constituyó una figura de humanista con intereses pluridimensionales. Son especialmente famosos sus libros Sobre la arquitectura, De la pintura, De la familia, Del gobierno de la casa, Momo y los Intercenali (que Garin ha descubierto recientemente en su redacción íntegra). Éstos son algunos de los temas que, entre otros, desta­ can en Alberti: a) En primer lugar hay que mencionar la crítica a las investigaciones teológico-metafísicas, que se consideran vanas, contraponiendo a ellas las investigaciones morales. Según Alberti, es inútil tratar de descubrir las causas supremas de las cosas, porque a los hombres no se les ha concedido esto y sólo pueden conocer aquello que cae bajo sus ojos, esto es, bajo la experiencia. b) Relacionada con esta crítica se halla una exaltación del homofaber y de su actividad práctica y constructiva, que no acaba en la utilidad para el individuo, sino en la utilidad para todos los hombres y para la ciudad. Por eso, ataca la sentencia de Epicuro, «el cual piensa que en Dios la suma felicidad es no hacer nada», y sostiene que la verdad es exactamente lo contrario y que el vicio supremo es estar ocioso. Carece de sentido la contemplación sin la acción. En cambio, alaba a los estoicos, que decían que «la naturaleza constituyó al hombre en el mundo como especulador y realizador de cosas» y que «todas las cosas nacieron para servir al hombre, y el hombre, para conservar la compañía y la amistad entre los hombres». Elogia a Platón por haber escrito que «los hombres nacieron a causa de los hombres». c) En las artes Alberti señaló la gran importancia del orden y la pro­ porción entre las partes: el arte reproduce y recrea aquel orden entre las partes que subsiste en la realidad de las cosas. d) Algún autor ha descubierto en Alberti la presencia de una especie de filosofía urbanística ante litteram. L. Malusa escribe: «Entre las artes, la arquitectura es (...) para Alberti la más elevada y la más próxima a la obra de la naturaleza. En el hombre, edificar es natural, en la medida en que se halla destinado de forma eminente a crear un orden en la ciudad, orden que es manifestación de virtud y que es exigido por la naturaleza. La realización de una ciudad que resulte a la vez humana y natural ocupa gran parte del De re aedificatoria, que puede considerarse como un origi­ nal tratado de filosofía urbanística: en Alberti, el papel del edificio y de la ciudad se convierte en elemento fundamental para la instauración del orden moral y de la felicidad.» e) Sin embargo, uno de los temas más característicos en las obras de Alberti es el de la relación entre virtud y suerte. Para él, la virtud no es tanto la virtus cristiana como la arete griega, es decir, aquella peculiar actividad del hombre que le perfecciona y que garantiza su hegemonía sobre las cosas. En particular, a pesar de algunos ribetes de pesimismo, Lorenzo Valla (1407-1457): propuso una forma de epicureismo conciliable con la doctrina cristiana; además, fue un filólogo de gran valía (entre otras cosas, descubrió la falsedad del documento relativo a la célebre «Donación de Constantino») Alberti está firmemente convencido de que la virtud, cuando se considera y se ejerce de modo realista y no veleidoso, supera la suerte. Se han hecho muy famosas dos afirmaciones suyas acerca del sentido de la actividad humana, y sobre la superioridad de la virtud con relación a la suerte o la fortuna. Por ello, vamos a citar textualmente sus palabras: «En consecuencia, creo que el hombre nació, sin duda, no para marchitar­ se yaciendo, sino para estar de pie haciendo (...); el hombre no nació para entristecerse en el ocio, sino para esforzarse en cosas magníficas y gran­ des, con las cuales pueda complacer y honrar a Dios en primer lugar, y para ejercer por sí mismo la virtud perfecta, como fruto de felicidad.» «¿Cómo no confesaremos que es más nuestro que de la fortuna, aquello que nosotros con solicitud y diligencia determinamos mantener o conser­ var? No hay poder de la fortuna -no es, como creen algunos necios- tan fácil vencer a quien no quiera ser vencido. La fortuna sólo tiene bajo su yugo a quien se le somete.» Estos dos espléndidos epígrafes se aplican también a todo el movimiento humanista. 1.2.4. Otros humanistas del siglo xv Recordemos, para finalizar, los nombres de algunos humanistas céle­ bres que vivieron en este siglo. Giannozzo Manetti (1396-1459) tradujo a Aristóteles y los Salmos, pero es conocido sobre todo por su obra De dignitate et excellentia hominis, con la que dio comienzo la gran controver­ sia sobre la dignidad del hombre y su superioridad con respecto a todas las demás criaturas. Matteo Palmieri (1406-1475) combinó la vida contemplativa con la vida activa, y aunque reiteró la insistencia sobre la fecundidad de la obra humana y la importancia de la ciudad, deja entrever inflexiones platónicas que presagian un cambio de clima espiritual. Mencionemos, por último, a Ermolao Barbaro (1453-1493), que se distinguió como traductor de Aristóteles (ha llegado hasta nosotros su traducción de la Retórica), dedicado a devolver su antiguo espíritu a los textos del Estagirita, liberándolo de los añadidos medievales. A él perte­ nece la siguiente afirmación, que se hizo famosísima: «reconozco a dos señores: Cristo y las letras.» Esta divinización de las letras llevó a Ermolao casi a una posición de ruptura: en efecto, propuso que los hombres doctos se mantuviesen célibes y apartados de las ocupaciones civiles, para poder dedicarse por completo al oficio de las letras. 1.3. El neoepicureísmo de Lorenzo Valla Lorenzo Valla (1407-1457) fue una de las figuras más interesantes y más brillantes del siglo xv. Su postura filosófica, tal como se expresa en particular en su obra Del verdadero y del falso bien, se distingue por una ardorosa polémica contra el ascetismo estoico y contra los excesos del ascetismo monástico, en opo­ sición a los cuales enarbola la noción de «placer», entendido no obstante en su acepción más amplia y no como mero placer de la carne. Valla implica un curioso intento de recuperación del epicureismo, que se vuelve a fundamentar y a proponer sobre bases cristianas. El razonamiento de fondo de Valla es el siguiente: todo lo que ha hecho la naturaleza «no puede ser sino santo y laudable», y el placer es interpretado desde esta óptica, considerándolo también como santo y laudable. Sin embargo, puesto que el hombre está hecho de cuerpo y alma, el placer se da en diversos planos. Existe, pues, un placer sensible, que es el más bajo; después vienen los placeres del espíritu, de las leyes, de las instituciones, de las artes y de la cultura. Por encima de todos ellos, se encuentra el amor cristiano de Dios. Valla no duda de que pueda calificarse de «placer» aquella felicidad de la que el alma goza en el Paraíso. Escribe: «¿Quién dudaría en llamar a esta beatitud con un nombre mejor que el de placer?» Un poco más adelante, precisa lo siguiente: «Hay que señalar que, aunque afirmo que el único bien es el placer o deleite, sin embargo no amo el placer, sino a Dios. El placer mismo es amor, porque Dios hace el placer. Recibiendo, ama; recibido, es amado; el amar mismo es deleite, o placer, o beatitud, o felicidad, o caridad, que es el fin último y en relación al cual existen todas las demás cosas. Por eso no estoy de acuerdo con que se diga que se debe amar a Dios por sí mismo, como si el amor mismo y el deleite se den en vista de un fin, y no sea él mismo fin. Mejor sería decir que Dios es amado, no como causa final, sino como causa eficiente.» Eugenio Garin ha interpretado con mucha finura el sentido de la doc­ trina del placer de Valla: «Lo que se proclama como santidad de la volup­ tas -que, por lo demás, se siente muy a la manera lucreciana- es una defensa de la divinidad de la naturaleza, admirable manifestación de la bondad ordenada y providencial de Dios. Al igual que cualquier postura exageradamente antimaniquea, lo que Valla defiende en algunas ocasio­ nes parece deslizarse hacia el pelagianismo (cf. volumen i, p. 378), co­ rriendo el riesgo de deificar la naturaleza y, a través de ésta, el placer, hominum divomque voluptas. Sin embargo, todo lo dicho sigue siendo válido, y se justifica perfectamente su llamada a la experiencia cristiana, entendida no sólo como redención del alma, sino como redención del hombre, de todo el hombre, carne y alma, en contra de todo ascetismo pesimista y de cualquier maniqueísmo, manifiesto o en embrión.» Todo esto es verdad. No obstante, hay que agregar que la consecuen­ cia última de este ensanchamiento de la voluptas va más allá de la doctrina del mismo Epicuro. En efecto, el choque de esta doctrina con el cristianis­ mo cambia su signo, como afirma el propio Valle de manera expresa: «Así he refutado o condenado tanto la doctrina de los epicúreos como la de los estoicos y he mostrado que ni en unos ni en otros, ni tampoco en ninguno de los otros filósofos, existe el bien sumo o deseable, sino que éste se halla en nuestra religión y se alcanza en el cielo, no en la tierra.» Si se tienen en cuenta tales afirmaciones, no nos sorprenderán las conclusiones a las que llega Valla en otra célebre obra suya, Sobre el libre albedrío. En contra de la razón silogística y en contra del conocimiento de lo divino, entendido a la manera aristotélica, Valla opone las instancias de la fe tal como la entiende san Pablo, contraponiendo las virtudes teologales a las virtudes del intelecto. Escribe lo siguiente: «Huyamos del ansia de conocer las cosas supremas y acerquémonos más bien a las humildes. Al cristiano Neoplatonismo renacentista nada le importa más que la humildad: de este modo sentimos mejor la magnificencia de Dios, de la que se ha escrito: “Dios resiste a los sober­ bios, pero concede su gracia a los humildes.”» De forma análoga, sólo desde esta óptica y desde este espíritu se puede entender correctamente el Discurso sobre la falsa y engañosa donación de Constantino, en el que Valla demuestra a través de un riguroso razona­ miento filológico la falsedad del documento sobre el cual la Iglesia basaba la legitimidad de su poder temporal, fuente de corrupción. La correcta interpretación de la palabra restituye la verdad y ésta salva. Así finaliza este admirable escrito de Valla: No quiero, sin embargo, en esta primera disertación, exhortar a los príncipes y a los pueblos a que detengan al papa en su carrera desenfrenada y lo obliguen a permanecer dentro de sus límites; sólo quiero que le amonesten, y quizás entonces -una vez instruido por la verdad- vuelva espontáneamente desde la casa de los demás hasta la suya propia, y después del furioso oleaje y las tremendas tempestades, llegue a buen puerto. Si se niega a hacerlo, entonces nos dedicaremos a otro razonamiento, mucho más severo. Ojalá que pueda yo ver el día -y nada deseo con más fuerza que verlo, especialmente si sucede gracias a mi consejo- en el que el papa sea sólo el vicario de Cristo y no también del César. La labor de investigación filológica de Valla también se aplicó a los textos sagrados en su obra Comparaciones y notas sobre el Nuevo Testa­ mento, extraídas de los distintos códices en lengua griega y lengua latina, con el propósito de restituir el texto genuino del Nuevo Testamento, ha­ ciéndolo así más inteligible. Los expertos han señalado que Valla, me­ diante esta delicada operación, buscaba oponer el método filológico al método filosófico medieval de las quaestiones suscitadas por la lectura de los textos sagrados, eliminando todos los añadidos que se habían ido de­ positando en éstos. De esta manera, Valla inauguraba un camino que sería muy transitado en el futuro. La fuerza indudable de su método se pone de manifiesto a la perfección a través del término que utiliza para denominar la lengua latina: sacramentum. Para Valla -como ha puesto en claro Garin- la lengua es una encarnación del espíritu de los hombres, la palabra es la encarnación de su pensamiento. De aquí proviene la sacrali­ dad del lenguaje y la necesidad de respetar la palabra, devolviéndole su carácter genuino con objeto de entender el espíritu que expresa. Con Valla, el humanismo consigue algunos de sus logros más elevados y más duraderos. 2. E l n e o p la to n is m o r e n a c e n t i s t a La tradición platónica en general y los sabios bizantinos del siglo X V La época del humanismo y del renacimiento se caracteriza por un enorme resurgimiento del platonismo, que crea un inconfundible clima espiritual. Que resurja el platonismo no significa, sin embargo, que renazca el pensamiento de Platón tal como aparece en los diálogos. Es cierto que durante la edad media se leyeron poquísimos diálogos (Menón, Fedón y Timeo) y que en cambio durante el siglo xv se tradujeron todos los diálo2.1. gos al latín. Las versiones realizadas por Leonardo Bruni tuvieron un gran éxito y muchos humanistas, además, estuvieron en condiciones de leer y de entender el texto griego original. No obstante, los redescubiertos tex­ tos platónicos continuaron interpretándose a la luz de la tradición platóni­ ca posterior, es decir, en función de los criterios que habían fijado los neoplatónicos. Al lector actual, que se halla en posesión de las técnicas exegéticas más sofisticadas, esto puede resultarle paradójico. En realidad, no lo es. A partir de principios del siglo xix fue cuando se empezó a distinguir entre doctrinas auténticamente platónicas y doctrinas neoplatónicas. Y en nuestros días es cuando, gradualmente, se va configurando de modo sistemático la imagen filosófica de Platón con todos sus rasgos, como hemos visto en parte a lo largo del volumen precedente (cf. p. 122ss). Esto ha sucedido así por una serie de motivos que conviene resumir, porque nos ayudan a entender la época que estamos estudiando. Por lo general, la antigüedad se mostraba propensa a atribuir al funda­ dor de una escuela o de un movimiento filosófico todos los descubrimien­ tos posteriores que se inspiraban en él. En particular, esto fue lo que sucedió con Platón, dado que no dejó escritos sistemáticos, sino que trans­ mitió en sus lecciones aquellas doctrinas que versaban sobre los principios supremos y no permitió que sus discípulos trazasen un cuadro global de su pensamiento. La academia fundada por Platón, como hemos visto en el volumen anterior, estuvo afectada por toda clase de vicisitudes y en ella se produjeron cambios de gran relevancia (cf. volumen i, p. 155s y 245ss). Durante la época helenística se deslizó hacia el escepticismo, luego reco­ gió posturas eclécticas (integrando, sobre todo, elementos estoicos), mientras que en la época imperial buscó de manera laboriosa la creación de una sistematización metafísica de conjunto, que comenzó con los re­ presentantes del platonismo medio (cf. volumen i, p. 289ss) y culminó con Plotino y con los neoplatónicos tardíos (cf. volumen i, p. 299ss). Recorde­ mos también que a través de los neoplatónicos los escritos aristotélicos fueron en cierto modo integrados a la tradición, comentados desde una perspectiva determinada, y considerados como «pequeños misterios» cuya función consiste en introducir a los «grandes misterios»; es decir: son escritos propedéuticos que sirven para preparar la comprensión de Platón. Ténganse en cuenta, además, las complejidades que hemos mencionado anteriormente (p. 40-47) con respecto a la enmarañada cuestión del Cor­ pus Hermeticum y de los Oráculos Caldeos, esto es, aquellas corrientes de pensamiento mágico-teúrgico que utilizaron filosofemas platónicos, colo­ reando con un matiz peculiar toda una serie de nociones platónicas, que -así coloreadas- volvieron a aparecer otra vez, por reflujo, en la misma tradición platónica de origen. Finalmente, recordemos que el platonismo incrementó su patrimonio doctrinal propio con la especulación cristiana, alcanzando niveles muy elevados mediante los escritos del Pseudo-Dionisio Areopagita (cf. volumen i, p. 369), en los que se combinan elementos procedentes de Proclo con elementos extraídos de la teología cristiana y que ejercieron una enorme fascinación. El platonismo, en consecuencia, llegó a los renacentistas junto con todos estos añadidos pluriseculares, bajo la forma de neoplatonismo y unido a todas las infiltraciones mágico-herméticas y cristianas, acogiéndo­ lo y reconsagrándolo como tal. Empero, para completar el cuadro, es Rafael y los renacentistas imaginaron así a Platón. Este detalle de la escuela de Atenas jeñala a la perfección el deseo de presentar al fundador de la Academia como filósofo de la ^ascendencia en sentido estricto, y también como plenamente armonizable con Aristóteles, Jado su carácter complementario con él (Platón señala el cielo y Aristóteles, la naturaleza, Je modo que ambos se integran recíprocamente, cf. p. 24-25). Además, mediante el libro que le coloca bajo el brazo, el Timeo (que contiene su síntesis cosmológica), Rafael quiere ndicar la posibilidad concreta de transición desde la metafísica platónica hasta los intereses naturalistas de Aristóteles preciso mencionar un último punto. Cuando se produjo la decadencia de las escuelas filosóficas de Atenas y de Alejandría, Bizancio recogió y mantuvo viva la tradición helénica, aunque con una escasísima originali­ dad. Fueron los sabios bizantinos quienes entregaron al renacimiento ita­ liano aquella tradición, junto con todos los añadidos mencionados, a los que más tarde se sumaron algunos otros, provenientes del platonismo latino medieval. Los sabios bizantinos se trasladaron a Italia en tres momentos sucesi­ vos. 1) A comienzos del siglo xiv fueron llamados, en calidad de maestros (cf. antes, p. 53), personajes como Manuel Crisolora, que creó la tradi­ ción de estudios griegos en Florencia. 2) A partir de 1439 se produjo una afluencia masiva, con motivo del concilio de Ferrara-Florencia, en el que se discutió la unión entre las Iglesias griega y romana. 3) Después de 1453, tuvo lugar una auténtica diáspora de sabios griegos, como consecuencia de la caída de Constantinopla en poder de los turcos. Los historiadores ya han puesto en claro que la venida de sabios grie­ gos a Italia no fue la que generó el renacer de los estudios sobre los clásicos griegos (que, como hemos visto, posee raíces bastante más pro­ fundas), pero sí le otorgó un dinamismo y un auge notables. Por lo que se refiere a los contenidos filosóficos relacionados con el renacer platónico, estos sabios no aportaron elementos originales. Lo único que posee cierta relevancia es la polémica que fomentaron acerca de la superioridad de Platón con respecto a Aristóteles. Jorge Gemisto Plethon (1355-aprox. 1452) sostuvo con ardor la tajante superioridad de Platón, llegando a proponer una forma de neopaganismo sobre bases platónicas. En oposi­ ción a él, Jorge Scholarios Gennadio (1405-aprox. 1472) defendió decidi­ damente a Aristóteles, respaldado -aunque sobre bases distintas- por Jorge Trapezuncio (1395-1486). Bessarión (aprox. 1400-1472), creado car­ denal por el papa Eugenio iv, realizó un intento de solución del conflicto con gran delicadeza y haciendo uso de sus amplios conocimientos. Para Bessarión, armonizar Platón y Aristóteles significaba crear la base que sirviese para unificar también las Iglesias griega y romana. Debido a ello, Bessarión fue llamado el más griego de los latinos y el más latino de los griegos. Entre otras obras suyas se hizo famosa su traducción de la Metafí­ sica de Aristóteles. Sin embargo, a pesar de sus vastísimos conocimientos con respecto a las fuentes antiguas, también Bessarión propuso y legitimó ampliamente la interpretación neoplatónica de Platón. Por las razones antes expuestas, no podía suceder de otra manera. Sin embargo, el gran relanzamiento del neoplatonismo desde el punto de vista filosófico debía venir por otro camino: por un lado, a través de Nicolás de Cusa y, por el otro, gracias a la Academia Platónica de Floren­ cia, con Ficino a la cabeza, y luego con Pico de la Mirándola. Ahora debemos hablar de estos filósofos. 2.2. Nicolás de Cusa: la docta ignorancia en relación con el infinito 2.2.1. La vida, las obras y el contexto cultural de Nicolás de Cusa Una de las personalidades más destacadas del siglo xv -quizás el inge­ nio más dotado desde el punto de vista especulativo- fue Nicolás de Cusa, así llamado por la ciudad de Kues donde nació en 1401 (su apellido era Kryfts o, en la grafía modernizada, Krebs). Era alemán de nacimiento, pero italiano de formación, ya que había estudiado sobre todo en Padua. En 1426 fue ordenado sacerdote y en 1448 llegó a cardenal. Falleció en 1464. Recordemos entre sus obras: La docta ignorancia (1438-1440), Las conjeturas (redactadas entre 1440 y 1445), La búsqueda de Dios (1445), La filiación de Dios (1445), La apología de la docta ignorancia (1449), El idiota (1450), La visión de Dios (1453), El berilo (1458), El principio (1450), El poder ser (1460), El juego de pelota (1463), La caza de la sabiduría (1463), El compendio (1463), La cumbre de la teoría (1464). No obstante, Nicolás de Cusa sólo en parte se dedica a dar voz a instancias renacentistas. En un principio, se había formado sobre temas relacionados con las corrientes ockhamistas y, a continuación, se vio in­ fluido por las corrientes místicas emparentadas con Eckhart. La clave de su pensamiento, empero, está constituida sobre todo por el predominio del neoplatonismo, en la versión que habían formulado el Pseudo-Dionisio y Escoto Eriúgena (aunque este último en un grado inferior), al servi­ cio de destacados intereses teológicos y religiosos. Sin embargo, sería erróneo pensar que Nicolás de Cusa era un filósofo ligado básicamente al pasado. En efecto, si es cierto que no se alinea entre los humanistas, tampoco pertenece a las filas de los escolásticos. No se ajusta al método retórico -inspirado en la elocuencia antigua- propio de aquéllos, pero tampoco adopta el método de la quaestio y de la disputatio que es caracte­ rístico de los escolásticos. Nicolás de Cusa lleva a cabo una original utiliza­ ción de métodos tomados de los procesos matemáticos, pero no en su vertiente estrictamente matemática, sino en su vertiente analógico-alusiva. El tipo de conocimiento que se obtiene a través de este método es calificado por Nicolás como una docta ignorantia, fórmula en la que el adjetivo rectifica de modo esencial el substantivo. Veamos, con deteni­ miento, en qué consiste esta docta ignorancia del Gusano. 2.2.2. La docta ignorancia Por lo general, cuando se investiga la verdad acerca de las diferentes cosas, se compara y se pone en relación lo incierto con lo cierto, lo ignora­ do con lo conocido. Por lo tanto, cuando se indaga en el ámbito de las cosas finitas, el juicio cognoscitivo será fácil o, si se trata de cosas comple­ jas, difícil, pero será posible en todos los casos. No ocurre lo mismo cuando se investiga lo infinito, ya que esto en cuanto tal escapa a toda proporción y, por tanto, permanece desconocido para nosotros. Ésta es la causa de nuestro no saber acerca de lo infinito: precisamente, su carecer de proporción alguna con respecto a las cosas finitas. La conciencia de Nicolás de Cusa (1401-1464): fue un gran teólogo y filósofo neoplatónico; sus doctrinas constituyen una especie de gran puente entre la época medieval y la renacentista. (La foto­ grafía reproduce el monumento a Nicolás que se encuentra en la iglesia de San Pietro in Vincoli, en Roma) dicha desproporción estructural entre la mente humana (finita) y lo infini­ to -hacia lo que sin embargo aquella aspira y tiende- junto con la consi­ guiente investigación, que siempre se mantiene rigurosamente en el ámbi­ to de tal conciencia crítica, constituyen la docta ignorancia. Éstas son las conclusiones que extrae Nicolás de Cusa: El intelecto finito no puede entender con precisión la verdad de las cosas por el camino de la semejanza. La verdad no es un más o un menos, consiste en algo indivisible, y no puede medirla con precisión todo aquello que existe como distinto de lo verdadero: ocurre lo mismo que con el círculo, cuyo ser consiste en algo indivisible y no puede medir el no-círculo. El intelecto, que no es la verdad, jamás comprende la verdad de un modo tan preciso, cuya precisión no podría aumentar todavía más en el infinito, porque se encuentra respecto a la verdad en la misma relación que el polígono respecto del círculo. Cuanto más ángulos tenga el polígono inscrito, más semejante será al círculo. Sin embargo, nunca será idéntico a éste, aunque multipliquemos sus ángulos hasta el infinito, a menos que se establezca su identidad con el círculo. Una vez que se ha determinado esto, Nicolás de Cusa señala un correc­ to camino de investigación por aproximación a aquella verdad (en sí mis­ ma inalcanzable), centrada en la noción según la cual en lo infinito tiene lugar una coincidentia oppositorum. Por este camino, las diversas cosas finitas pueden aparecer no tanto en una antítesis con lo infinito, sino más bien como poseedoras de determinada relación simbólica -en cierto modo significativa y alusiva- con respecto al infinito mismo. En Dios, por lo tanto, y en cuanto infinito, coinciden todas las distinciones que en las criaturas se hallan en situación de recíproca oposición. ¿Qué significa esto? Nicolás de Cusa nos muestra con claridad qué entiende por «coinci­ dencia de los opuestos», apelando al concepto de «máximo». En Dios, que es el máximo absoluto, los opuestos «máximo» y «mínimo» son la misma cosa. Pensemos, en efecto, en una cantidad cuya magnitud sea máxima y en otra que sea máximamente pequeña. Eliminemos ahora con la mente la cantidad. Eliminar la cantidad -téngase en cuenta- significa prescindir de lo grande y de lo pequeño. ¿Qué queda, entonces? Queda la coincidencia de máximo y mínimo, dado que «lo máximo es un superlati­ vo, al igual que lo es lo mínimo». Por eso, Nicolás escribe: «La cantidad absoluta... no resulta más máxima que mínima, porque en ella coinciden mínimo y máximo.» Generalizando tal resultado, nuestro filósofo agrega: Las oposiciones son oportunas en el caso de cosas que admiten un excedente y un excedi­ do, y lo logran de modo diverso. En cambio, jamás se aplican al máximo absoluto que está por encima de cualquier oposición. Y puesto que el máximo absoluto es absolutamente en acto todas las cosas que pueden ser, y es tal sin ninguna oposición, coincidiendo el mínimo con el máximo, también se encuentra por encima de toda afirmación y negación. Todo aquello que se concibe como siendo, no es más de lo que no es. Empero, lo que es todo, lo es de un modo que le hace ser nada. Y es máximamente, aquello que es también mínimamente. Afirmar: «Dios, que es el máximo absoluto mismo, es luz», es idéntico a afirmar: «Dios es máximamente luz y es mínimamente luz.» De otro modo, en efecto, el máximo absoluto no sería en acto todos los posibles: por lo tanto, no sería infinito y no sería el límite de todas las cosas, sin estar limitado por ninguna de ellas. La geometría nos ofrece magníficos ejemplos alusivos de coincidencia de los opuestos en lo infinito. Tomemos, por ejemplo, un círculo e incre­ mentemos su radio hasta el infinito, hasta que se convierta en máximo. En esta hipótesis, el círculo acabará por coincidir con la línea, y la circunfe­ rencia se convertirá gradualmente en mínimamente curva y máximamente recta, como muestra la siguiente imagen: Además, en el círculo infinito, todos sus puntos serán centro y, al mismo tiempo, extremo; de manera análoga, coincidirán arco, cuerda, radio y diámetro, y todo coincidirá con todo. Lo mismo se aplica, por ejemplo, al triángulo. Si se va prolongando un lado hasta el infinito, el triángulo llegará a coincidir con la recta; y los ejemplos se podrían multi­ plicar. Por lo tanto, los opuestos coinciden en el infinito. Dios es compli­ cado oppositorum et eorum coincidentia. Todo esto implica superar la forma acostumbrada de razonar, que se fundamenta sobre el principio de la no contradicción. Nicolás de Cusa intenta justificar tal superación, aprovechando la distinción (de génesis platónica) de los grados de conocimiento en: a) percepción sensorial, b) razón (ivatio) y c) intelecto (intellectus). a) La percepción sensorial es siem­ pre positiva o afirmativa; b) la razón, que es discursiva, afirma y niega, distinguiendo entre los opuestos (afirmando uno, niega el otro, y vicever­ sa) según el principio de no contradicción; c) el intelecto, en cambio, por encima de toda afirmación y negación racional, capta la coincidencia de los opuestos, mediante un acto de intuición superior. Nicolás escribe: «De un modo incomprensible, pues, por encima de todo discurso racional, vemos que el máximo absoluto es él infinito, al cual nada se opone y con el cual coincide el mínimo.» Dentro de este marco, replantea con originali­ dad y finura las principales cuestiones del neoplatonismo cristiano. Hay tres elementos que vale la pena mencionar de una manera particu­ lar: a) la forma en que se presenta la relación entre Dios y el mundo; b) el relieve concedido al antiguo principio según el cual «todo está en todo», y c) el concepto de hombre como microcosmos. 2.2.3. La relación entre Dios y el universo Nicolás de Cusa justifica la procedencia de todas las cosas desde Dios en función de tres nociones claves (ya empleadas por algunos pensadores platónicos de la época medieval): 1) la complicación, 2) la explicación y 3) la contracción. 1) Dios contiene en sí mismo todas las cosas (como máximo de todos los máximos), y, por lo tanto, puede decirse que complica (incluye) todas las cosas. Dios es la complicación de todas las cosas, al igual que, por ejemplo, la unidad numérica es la complicación de todos los números, dado que éstos no son más que la unidad que se extiende y en cada número no hay otra cosa que unidades. Piénsese también en el punto, que es complicación de todas las figuras geométricas, en la medida en que la línea no es más que un punto que se extiende, y así sucesivamente. 2) De estos ejemplos se deduce con toda claridad el concepto de «explicación». Adviértase, empero, lo siguiente: en la medida en que se considera a Dios como complicación, debe afirmarse que todas las cosas están en Dios y son Dios en Dios. En cambio, cuando se considera a Dios como explicación, Dios es en todas las cosas lo que éstas son: Dios, en cuanto explicación, dice el Gusano, «es como la verdad en su imagen». Así, decir que el universo es la explicación de Dios, significa decir que es imagen de lo Absoluto. 3) El concepto de «contracción» aparece como consecuencia, en cuan­ to manifestación de Dios. Dios se halla contraído en el universo, al igual que la unidad está contraída (se manifiesta) en la pluralidad, la simplici­ dad en la composición, la quietud en el movimiento, la eternidad en la sucesión témpora, y así sucesivamente. 2.2.4. El significado del principio «todo está en todo» Si esto es así, entonces cada ser es contracción del universo, al igual que éste es a su vez contracción de Dios. Lo cual significa que cada ser resume todo el universo y también a Dios. Todo el universo es flor en la flor, es viento en el viento, agua en el agua, y todo está en todo, de acuerdo con la antigua máxima de Anaxágoras. En esta página hermosísi­ ma Nicolás de Cusa expresa de modo admirable esta concepción: Como del primer libro se deduce con claridad que Dios está en todas las cosas, de modo que todas están en Dios, y vemos ahora que Dios está en todas las cosas por la mediación del universo, de ello se sigue que todo está en todo y que cualquier cosa está en cualquier cosa. El universo, en la medida en que es perfectísimo según el orden de la naturaleza, ha precedi­ do todas las cosas, con objeto de que cualquier cosa puede ser cualquier cosa. En una criatura cualquiera, el universo es esta misma criatura; así, cada cosa acoge a todas, para que en ella de modo contraído sean esta misma criatura. Empero, dado que una cosa cualquiera no puede serlas todas en acto, al estar contraída, las contrae a todas, para que éstas sean ella. Si todas las cosas están en todas, parecería que todas las cosas preceden a una cualquiera de ellas. Por lo tanto, todas las cosas no son una pluralidad, porque la pluralidad no precede nada. Por eso todas las cosas sin pluralidad han precedido una cosa cualquiera, según el orden natural. En una cosa cualquiera, pues, no se hallan diversas cosas en acto, sino que todas son sin pluralidad esta cosa misma. El universo se encuentra contraído en las cosas y cada cosa que existe en acto contrae sus universos, para que éstos sean en acto lo que ella es. Todo lo que existe en acto está en Dios, porque Dios es el acto de todo. Sin embargo, el acto es la perfección y el fin de la potencia. Y al estar el universo contraído en cualquier cosa que exista en acto, es evidente que Dios -que está en el universo- está en cualquier cosa y que cualquier cosa que exista en acto, en cuanto universo, se halla en Dios. Decir que cualquier cosa está en cualquier cosa no es más que decir «Dios está en todo por el todo» y «todo está en Dios por el todo». Estas altísimas verdades pueden ser comprendidas con claridad por un intelecto sutil: en qué modo Dios está, sin diversidad, en todas las cosas (porque cualquier cosa está en cualquier cosa) y todas están en Dios (porque todas están en todo). Pero ya que el universo está en cualquier cosa, al igual que cualquier cosa está en él, el universo es en cualquier cosa -de modo contraído- aquello que el mismo es contraídamente. Todas las cosas del universo son el universo mismo, aunque el universo -en una cosa cual­ quiera- sea de un modo distinto, y esta cosa sea de manera diferente en el universo. He aquí unos elocuentes ejemplos: «Pongamos un ejemplo. Es eviden­ te que la línea infinita es línea, triángulo, círculo y esfera. Toda la línea finita deriva de su ser de aquella línea infinita que es todo lo que es. Por eso, en la línea finita todo lo que es la línea infinita (es decir, línea, triángulo, etc.) es línea finita. Cada figura, pues, es línea en la línea finita; y no se encuentra en ella como triángulo, círculo o esfera en acto, porque de diversas cosas en acto no surge en acto una sola, en la medida en que una cosa cualquiera en acto no se halla en cualquier cosa, sino que el triángulo en la línea es línea, el círculo en la línea es línea, y así sucesiva­ mente. Para que lo entiendas con más claridad: la línea en acto sólo puede estar en el cuerpo, como mostraremos más adelante. Y nadie duda de que en el cuerpo -que posee longitud, anchura y profundidad- estén complica­ das todas las figuras. En esta línea en acto, pues, todas las figuras son en acto línea; el triángulo es en el triángulo, y así sucesivamente. Todas las cosas en la piedra son piedra; en el alma vegetativa son alma, en la vida, vida; en el sentido, sentido; en la vista, vista; en el oído, oído; en la imaginación, imaginación; en la razón, razón; en el intelecto, intelecto; en Dios, Dios.» 2.2.5. La proclamación del hombre como microcosmos El concepto de hombre como microcosmos no es más que una conse­ cuencia de estas premisas. El hombre, en el marco del pensamiento de Nicolás de Cusa, es microcosmos en dos planos: a) en un plano ontológico general, porque contrae en sí mismo todas las cosas (al igual que, en este sentido, cada cosa es un microcosmos; b) en un plano ontológico especial, en la medida en que -al estar dotado de mente y de conocimiento- es, desde el punto de vista cognoscitivo, una implicación de las imágenes de todas las cosas. Citemos tres pasajes entre los más característicos a este respecto, dado que aquí el Cusano se halla en perfecta sintonía con los humanistas, que convierten la noción de hombres como microcosmos en su propia bandera ideal, el estandarte espiritual de la época. Leemos en las Conjeturas: Es evidente que la unidad de la humanidad, en la medida en que existe contraída en el hombre, complica todas las cosas según la naturaleza de dicha contracción. La virtud de su unidad abraza todas las cosas y las mantiene dentro de los límites de su ámbito, de modo que nada escapa a su poder. Supone, en efecto, que puede captarlo todo, con los sentidos, con la razón o con el intelecto, y complica en su unidad estas virtudes, y puede alcanzar humana­ mente todas las cosas mientras se contempla a sí misma. El hombre es dios, aunque no de un modo absoluto, porque es hombre. Es un dios humano. El hombre también es un mundo, aunque no es de manera contraído todo, porque es hombre. El hombre es un microcosmos o un mundo humano. La región de la humanidad abarca, en su potencia humana, a Dios y al mundo universo. El hombre puede ser un dios humano o humanamente un dios; puede ser un ángel humano, un animal humano, un león humano, un oso humano, etc. En la potencia de la humanidad existen todos los seres, según el modo que es particular de ella. En la humanidad están explicadas humanamente todas las cosas, como lo están de manera univer- Marsilio Ficino sal en el universo, porque existe un mundo humano. Todas las cosas se hallan humanamente complicadas en la humanidad, porque ésta es un dios humano. En efecto, la humanidad es unidad y es también infinidad, humanamente contraída. Y ya que es condición de la uni­ dad el explicar los entes por sí misma, en la medida en que es entidad que complica los entes en su simplicidad, de ello se sigue que la virtud de la humanidad explica por sí misma todo lo que se da dentro del círculo de su región, y de la potencia de su núcleo extrae todo. La condición de su unidad es constituirse como fin de sus explicaciones, en la medida en que es infinita. En el Juego de pelota, se precisa aún más: Sin duda, el hombre es un pequeño mundo que también forma parte del grande. En todas partes resplandece el todo, porque la parte es parte del todo, al igual que todo el hombre resplandece en la mano, que se halla proporcionada al todo. Sin embargo, en su cabeza la perfección total del hombre resplandece de un modo más perfecto. De la misma manera el universo resplandece en cada una de sus partes. Todas las cosas poseen una relación y una proporción con el universo. La perfección de la totalidad del universo resplandece más en aquella parte que se llama hombre, y por eso el hombre es un mundo perfecto, aunque sea pequeño y forme parte del grande. En consecuencia aquello que el universo posee de un modo universal, el hombre lo tiene de un modo particular, propio y diferente. Así como puede haber un solo universo y pueden existir muchos seres particulares y distintos, una multiplicidad de hombres particulares y distintos lleva en sí la especie y la imagen de un único universo perfecto, al igual que la estabilidad de la unidad del gran universo se explica de manera más perfecta a través de una multiplicidad tan diversa de numerosos mundos pequeños y mutables, que se suceden recíprocamente. En su obra La mente (que forma parte de El idiota) puede leerse, por último: Considero que la mente (del hombre) es la imagen más sencilla de la mente divina, entre todas las imágenes de la complicación divina. La mente es la primera imagen de la divina complicación que complica todas sus imágenes en su simplicidad y en su virtud de complica­ ción. En efecto, Dios es la complicación de las complicaciones; la mente, que es imagen de Dios, es la imagen de la complicación de las complicaciones. 2.3. Marsilio Ficino y la Academia platónica de Florencia 2.3.1. La posición de Ficino en el pensamiento renacentista En 1462 Cosme el Viejo de Medici donó a Ficino una villa en Carreggi, para que pudiese dedicarse allí con toda comodidad y tranquilidad al estudio y a la traducción de Platón. Esta fecha señala el nacimiento de la Academia platónica, que no fue una escuela organizada, sino más bien una sociedad de sabios y de cultivadores de la filosofía platónica, en la que Ficino actuó como mente rectora. Marsilio Ficino (1433-1499) representó un giro decisivo en la historia del pensamiento humanístico-renacentista. Dicho giro se explica, en par­ te, a través de las diferentes circunstancias políticas, que comportaron una transformación del literato-canciller de la República en el literato-cortesano al servicio de los nuevos señores. No obstante, la actividad intelectual de los literatos-cancilleres ya había llegado al final de sus posibilidades, y ahora se requería cimentar teóricamente aquella primacía y aquella digni­ dad del hombre, sobre la que habían insistido todos los humanistas de la primera mitad del siglo xv, pero sin avanzar más allá del ámbito fenome- Marsilio Ficino (1433-1499): fue la mente rectora de la Academia platònica de Florencia. Tradujo al latín todos los textos esenciales de la tradición platónica (desde Platón hasta Plotino pasando por el Pseudo-Dionisio) y divulgó las doctrinas herméticas, que consideraba como la fuente de la que Platón había recibido su filosofía Marsilio Ficino nológico y descriptivo, en la mayoría de los casos. Ficino fomentó precisa­ mente esta labor, basándose en la recuperación y el replanteamiento tan extendidos de la gran tradición platónica. Cada vez se vuelve más clara la importancia de Ficino, como factor auténticamente esencial para entender no sólo el pensamiento de la segunda mitad del siglo xv, sino también el del xvi. Ficino se dedicó a tres actividades fundamentales: 1) fue traductor; 2) fue pensador y filósofo, y 3) también fue mago. No agregaremos también la de sacerdote (se hizo ordenar como sacerdote en 1474, cuando ya tenía cuarenta años), porque -como veremos- para él son la misma cosa sacer­ dote y filósofo. Sus tres actividades se hallan estrechamente vinculadas entre sí y resultan inseparables. Ficino tradujo gran cantidad de textos (de los que hablaremos a continuación) y no lo hizo por erudición, sino para responder a necesidades espirituales concretas y de acuerdo con un claro programa filosófico. El teorizador, pues, guió las elecciones del traductor. Y a la actividad de traductor, así como a la de pensador, se añade la actividad de mago de manera esencial, no simplemente accidental, por las razones que veremos después. 2.3.2. La labor de Ficino como traductor Su actividad oficial como traductor comenzó en 1462, precisamente a través de las versiones de Hermes Trismegistos, con aquel Corpus Hermeticum que hemos mencionado extensamente (p. 40-44), y de los Himnos de Orfeo (cf. p. 47s), a los que siguieron en 1463 los Commentaria in Zoroastrem (cf. p. 45s.). En 1463 Ficino empezó a traducir las obras de Platón, en las que trabajó hasta 1477. Entre 1484 y 1490 tradujo las Ennéadas de Plotinio, y entre 1490 y 1492, los escritos del Pseudo-Dionisio Areopagita. Durante las etapas intermedias tradujo asimismo obras de los autores pertenecientes al platonismo medio, o de neopitagóricos y neoplatónicos: Porfirio, Jámblico, Proclo, así como el bizantino Miguel Pselo. Como puede apreciarse, el mapa de la tradición platónica aparece com­ pleto. Haber comenzado por Hermes Trismegistos, Orfeo y Zoroastro, antes que por Platón, se debe a que Ficino consideraba como auténticos y antiquísimos los documentos atribuidos a estos presuntos profetas y ma­ gos, y pensaba que Platón dependía de ellos, como hemos dicho antes y como expondremos ahora con más detenimiento. 2.3.3. Las directrices del pensamiento filosófico de Ficino En cuanto filósofo, Ficino se expresó sobre todo en las obras De la religión cristiana y en la Theologia platónica, además de en diversos co­ mentarios a Platón y a Plotino. Su pensamiento consiste en una forma de neoplatonismo cristianizado, repleto de interesantes observaciones, entre las que pueden citarse como peculiares: a) el nuevo concepto de filosofía como revelación, b) el concepto de alma como copula mundi y c) un replanteamiento en sentido cristiano del amor platónico. a) La filosofía nace como iluminación de la mente, como afirmaba Hermes Trismegistos. El disponer y encauzar el alma de un modo que la convierta en intelecto y le haga acoger la luz de la revelación divina, que es aquello en lo que consiste la actividad filosófica, coincide con la religión misma. Filosofía y religión son una inspiración y una iniciación a los sacros misterios de lo verdadero. Hermes Trismegistos, Orfeo y Zoroastro tam­ bién han sido iluminados por esta luz, y por consiguiente son profetas. Por lo tanto su obra es un mensaje sacerdotal, que se propone la divulgación de la verdad. El hecho de que estos prisci theologi hayan podido captar una misma verdad (a la que después llegan Pitágoras y Platón), en opinión de Ficino se explica perfectamente en función del Logos, es decir, del Verbo divino (de quien, además, Hermes Trismegistos habla expresamente), que es el mismo para todos. La venida de Cristo, la encarnación del Verbo, indica el acabamiento de esta revelación. En consecuencia, Hermes, Orfeo, Zo­ roastro, Pitágoras, Platón y los platónicos podían coincidir a la perfección con la doctrina cristiana, en la medida en que todos proceden de una misma fuente (el divino Logos). Para vencer la incredulidad y el ateísmo, no es suficiente con la religión de los simples: hay que fundamentar una docta religio que sintetice filosofía platónica y mensaje evangélico. Desde esta perspectiva, precisamente, se comprende la consagración sacerdotal de Ficino y su misión de sacerdote-filósofo. b) En lo que concierne la estructura metafísica de la realidad, Ficino la concibe, de acuerdo con el esquema platónico, como una sucesión de grados decrecientes de perfección. De una manera original en compara­ ción con los neoplatónicos paganos, distingue los cinco grados siguientes: Dios, ángel, alma, cualidad (forma) y materia. Los dos primeros grados y los dos últimos son claramente distintos entre sí, en cuanto mundo inteligi­ ble y mundo físico. El alma representa el nexo de conjunción, que posee las características del mundo superior y al mismo tiempo es capaz de vivificar el inferior. Ficino admite como los neoplatónicos un alma del mundo, las almas de las esferas celestiales y las almas de los seres vivien­ tes, pero en particular dirige su interés al alma racional del hombre. El alma siempre ocupa el tercer lugar, en cuanto mediadora, al recorrer los cinco grados de la jerarquía de lo real, desde abajo hacia arriba, o vicever­ sa, tal como se comprueba en el siguiente esquema: Dios ángel ALMA cualidad materia En consecuencia, Ficino escribe: Tal naturaleza parece sumamente necesaria en el orden del mundo: para que después de Dios y del ángel -que ni según el tiempo ni según la dimensión son divisibles- y por encima del cuerpo y de la cualidad que en el tiempo y en el espacio se disipan, haga de término medio adecuado: de término que se halle en cierto modo dividido por el decurso del tiempo, y sin embargo no dividido por el espacio. Se inserta entre las cosas mortales sin ser mortal, porque se inserta íntegra y no partida, y del mismo modo íntegra y no dispersa se retrae de ellas. Y como mientras rige los cuerpos, se adhiere también a lo divino, es señora de los Marsilio Ficino cuerpos, no compañera. Éste es el máximo milagro de la naturaleza. Las otras cosas que están por debajo de Dios son, cada una en sí misma, una entidad singular: ésta es simultánea­ mente todas las cosas. Tiene en sí misma la imagen de las cosas divinas, de las cuales depende, y las razones y los ejemplares de las cosas inferiores, que en cierto modo ella misma produce. Haciéndose la intermediaria de todas las cosas, posee las facultades de todas las cosas. Y por ello las traspasa todas. Empero, dado que es la verdadera conexión de todas, cuando migra a una no abandona la otra, sino que migra de una a otra sin abandonar ninguna, de modo que con justicia se la puede denominar el centro de la naturaleza, la intermediaria de todas las cosas, la cadena de! mundo, el rostro del todo, el nudo y la cópula del mundo. c) Estrechamente conectada con el tema del alma está, en Ficino, la cuestión del amor platónico (o amor socrático), en el que el Eros platóni­ co (que Platón había interpretado como fuerza que, ante la visión de la belleza, eleva al hombre hasta lo Absoluto, devolviendo al alma sus alas para que regrese a su patria celestial; cf. volumen i, p. 141s) se une al amor cristiano. En su manifestación más elevada, el amor según Ficino coincide con la reintegración del hombre empírico a su idea metaempírica existente en Dios, reintegración que se hace posible a través de un ascenso paulatino en la escala del amor y que, por lo tanto, es una especie de endiosamiento, un hacerse eterno en lo Eterno, como se afirma en este elocuente pasaje del Comentario al Banquete platónico: Aunque nos complazcan los cuerpos, las almas, los ángeles, no amamos propiamente a éstos, sino a Dios en éstos. En los cuerpos amamos la sombra de Dios; en las almas, la similitud con Dios; en los ángeles, la imagen de Dios. Así en el tiempo presente amamos a Dios en todas las cosas, y amamos finalmente todas las cosas en él. Al vivir así, llegaremos a aquel grado en el que veremos a Dios y todas las cosas en él. Y amaremos a Dios en sí mismo, y todas las cosas en él: cualquiera que en el tiempo presente con caridad se entrega todo a Dios, acaba por recuperarse en él. Porque regresará a su idea, por la que fue creado. Y allí será de nuevo reformado, si es que le faltara alguna parte; y así reformado, estará unido de manera sempiterna con su idea. Quiero que sepáis que el verdadero hombre, y la idea del hombre, son una sola cosa. Sin embargo, en la tierra ninguno de nosotros es verdadero hombre, mientras estamos separados de Dios, porque estamos desunidos de nues­ tra idea, la cual es nuestra forma. A ella nos llevará de nuevo el amor divino con una vida piadosa. Aquí ciertamente nos encontramos divididos y truncados, pero entonces, cuando el Amor nos una a nuestra idea volveremos a estar enteros. De este modo se pondrá de manifiesto que primero hemos amado a Dios en las cosas, para después amar las cosas en él, y que honramos las cosas en Dios, para recuperarnos sobre todo a nosotros: y amando a Dios, nos hemos amado a nosotros mismos. La teoría del amor platónico se difundió mucho en Italia (Pico de la Mirándola, Bembo Castiglione), donde había un terreno abonado gracias a la difusión del dolce stil novo y los temas afines, y también fuera de Italia (en especial, en Francia). León Hebreo (cuyo verdadero nombre fue Jehudah Abarbanel, naci­ do en 1460 y fallecido alrededor de 1521), en sus Diálogos de Amor, se distinguió entre todos por su frescura y su originalidad. Reelaboró esta doctrina de una forma que hará sentir su influencia hasta en la concepción del amor Dei intellectualis de Spinoza, del cual hablaremos más adelante (cf. p. 373s). Entre los numerosos documentos referentes al amor platónico citare­ mos, para concluir, este bello Altercado de Lorenzo de Medici, que mues­ tra la gran popularidad de esta doctrina amorosa. De la divina infinitud el abismo casi por una niebla contemplamos, por más que el alma en él su ojo fije; pero con amor perfecto y verdadero lo amamos. Aquel que a Dios conoce, Dios a sí atrae; amando su alteza nos alzamos. A aquél por sumo bien la mente aspira, que la contenta; pero no está contenta, si solamente a Dios contempla y mira. Porque la visión, aunque esté alerta, que el alma vidente en sí recibe, con cosas creadas y finitas se contenta. Y así estar en sus grados debe; si por potencia el alma es finita, también su operar es finito y breve. Pero el alma que de estos lazos salida sólo se contenta enteramente, y pone en cosas, las cuales son de inmensa vida; y sólo de aquel bien voluntad tiene, que es por Dios conocido; y tal deseo y el gozo de él parecen inmensa cosa; amando, empero, se convierte en Dios, y sobre Dios visto se dilata. 2.3.4. La importancia de la doctrina mágica de Ficino La doctrina mágica de Ficino aparece sobre todo en la obra De vita, de 1489, que está compuesta por tres escritos. No vaciló en proclamarse mago, seguidor de la magia natural y no de aquella otra perversa, que se dedica al comercio con los espíritus, ni con la magia vacua y profana, como pone de manifiesto el siguiente texto: Adelántate con viveza, oh Guicciardini, y responde a los curiosos que Marsilio no aprue­ ba la magia y sus figuras, sino que expone a Plotino. Esto queda escrito con claridad, para quien lo lea honradamente. Tampoco se habla de aquella magia profana que se funda en el culto a los demonios, sino de la magia natural que aprovecha los beneficios celestiales junto con los medios naturales para la buena salud del cuerpo. Esta facultad debe concederse a quien la utiliza de lin modo legítimo, al igual que con toda justicia se admiten la medicina y la agricultura, y más aún en la medida en que resulta más perfecta una actividad que une las cosas celestiales con las terrenas. De tal laboratorio salieron aquellos magos que fueron los primeros en adorar a Cristo, recién nacido. ¿Por qué temes tanto el nombre de mago? Es un nombre apreciado por el Evangelio y que no significa hombre maléfico y ponzoñoso, sino sabio y sacerdote. ¿Qué es lo que profesa aquel mago, el primer adorador de Cristo? Si quieres oírlo, es como un agricultor, es sin duda un cultivador del mundo. No por ello adora el mundo, como tampoco el agricultor adora la tierra. Empero, como el agricultor, para nutrir a los hombres, cuida el campo según el clima que exista, de modo que ese sabio, ese sacerdote, para la salud de los hombres une las cosas inferiores con las superiores y hace que germinen oportunamente las cosas terrenales al calor del cielo, como huevos que incuba la gallina. Es siempre Dios el que lo hace y, al hacerlo, enseña e induce a obrar de manera que las cosas ínfimas sean engendradas por las superiores y resulten movidas y dirigidas por éstas. Finalmente, hay dos clases de magia: la de quienes a través de determinados ritos convocan ante sí a los demonios, y confiando en la obra de éstos se dedican a elaborar portentos; esta magia fue del todo rechazada cuando fue expulsado el señor de este mundo. La otra clase es la de quienes someten de forma adecuada las materias naturales a causas Marsilio Ficino naturales, de donde las extraen por medio de una ley admirable. También este último artificio es de una doble clase: una procede de la curiosidad y la otra, de la necesidad. Aquélla crea prodigios vanos por ostentación, como cuando los magos persas -de la salvia putrefacta bajo el estiércol, cuando el Sol y la Luna ocupaban el favorable signo del León, y allí se encontraban- hacían nacer un pájaro semejante al mirlo, con una cola de serpiente, y después de haberlo reducido a cenizas, lo colocaban en una lámpara, de donde aparecía de improviso una casa llena de serpientes. Esto es del todo vano y hay que huir de ello porque es perjudicial. En cambio, es obligado salvar la parte necesaria de la magia, que junta la medicina con la astrología. Si alguno, oh Guicciardini, se obstina tanto como para continuar insistiendo, deja que no lea mis escritos, que no los comprenda, que no los utilice, ya que se trata de un hombre completamente indigno de tanto beneficio. Y también tú, con tu ingenio, podrás aducir numerosos argumentos en contra de su desagradecida ignorancia. La magia natural de Ficino se basaba en la estructura neoplatónica de su pensamiento, que implica la universal animación de las cosas, y en particular en la introducción de un elemento especial que llama «espíritu». Éste es una substancia material muy sutil, que se halla presente en todos los cuerpos y que constituye entre otros factores el medio a través del cual el alma actúa sobre los cuerpos y éstos sobre aquélla. Este espíritu (substan­ cia pneumática) está difundido por todas partes y, por lo tanto, se encuen­ tra presente en nosotros al igual que en el mundo y que en el cielo. Sin embargo, el espíritu del cielo es más puro. La magia natural de Ficino tendía -apelando a diversos medios naturales- a predisponer adecuada­ mente el espíritu que hay en el hombre para que reciba en la mayor medida posible el espíritu del mundo y absorba su vitalidad «mediante los rayos de los astros que resulten atraídos de la forma más oportuna». Las piedras, los metales, las hierbas o las valvas de un crustáceo, en cuanto portadores de vida y de espíritu, podían utilizarse de formas muy diversas, aprovechando sus presuntas simpatías de manera beneficiosa. Ficino también confeccionaba talismanes. Además, ponía en práctica en­ cantamientos musicales, cantando himnos órficos con un acompañamien­ to instrumental monódico, para así captar los influjos planetarios positi­ vos, a través de armonías que simpatizasen con las de los astros. Ficino ligaba estrechamente estas prácticas con la medicina. No veía en todo ello nada contrario al cristianismo: en muchos casos Cristo mismo había sido un sanador. Estas cosas -hay que advertirlo con claridad- no constituyen fenóme­ nos de simple excentricidad aislada: son comunes a muchos hombres del renacimiento y, por lo tanto, representan un elemento característico de la época, que sin él resultaría imposible de comprender. No obstante, la mayor sorpresa la han producido unos recientes descubrimientos, gracias a los cuales sabemos que Giordano Bruno -el más célebre de los pensado­ res renacentistas- se presentó en Oxford y dio clases en esa universidad, plagiando nada menos que el tercero de los tratados que integran el De vita de Ficino. ¡A tal punto llegaba la fascinación que ejercía esta doctri­ na! Volveremos más adelante sobre esta cuestión. 2.4. Pico de la Mirándola: entre platonismo, aristotelismo, cábala y religión 2.4.1. La posición de Pico de la Mirándola La postura de Ficino, tan rica en matices y en temáticas, posee una correspondencia analógica con la de Pico de la Mirándola (1463-1494), a pesar de que haya entre ellos numerosas diferencias y divergencias. Las novedades más destacadas que aportó con respecto a Ficino fueron las siguientes: a) a la magia y al hermetismo, añadió también la cábala, en­ salzando su extraordinaria eficacia, b) Quiso introducir también a Aristó­ teles en el programa general de irenismo doctrinal, autor que había estu­ diado en Padua sobre todo, c) Además experimentó la necesidad de reac­ cionar contra los síntomas de un incipiente fenómeno de involución en sentido gramaticista, y por tanto notablemente reduccionista, que se ma­ nifestaba en algunos humanistas, y quiso defender asimismo algunas con­ quistas de la escolástica (a este respecto es significativa la polémica que mantiene con Ermolao Barbaro), que estudió especialmente en París, d) Puso de relieve un vivo deseo de que la reforma religiosa no se limitase al plano teórico, sino que afectase también la vida y comportase un retorno a la pureza de costumbres (en este contexto fue elocuente la simpatía que le suscitó Savonarola). Nos detendremos en los dos puntos más relevantes de su doctrina. 2.4.2. Pico y la cábala ¿Cómo entendió Pico de la Mirándola la cábala y cómo pensó integrar­ la en su programa general de conciliación entre religión y filosofía? La cábala es una doctrina mística ligada a la teología hebrea, que se presenta como una revelación especial hecha por Dios a los judíos, con el fin de conocerlo mejor y de entender mejor la Biblia. La cábala conjunta dos aspectos: uno de ellos, teórico-doctrinal (que entre otras cosas implica una particular interpretación alegórica de la Biblia) y otro aspecto prácticomágico. Este último se desarrolla a través de una forma de autohipnosis que permite llevar a cabo la contemplación, o de una forma muy próxima a la magia, basada en el supuesto poder sagrado de la lengua hebrea y en el proveniente de los ángeles cuando son adecuadamente invocados, así como de los diez nombres que indican los poderes y los atributos divinos, las llamadas sefirot. La cábala es de origen medieval y manifiesta influjos helenísticos (desde ciertas perspectivas muestra un espíritu análogo al de los escritos herméticos, los Oráculos Caldeos o el orfismo). No obstante, los fundadores de la cábala afirmaron que se remontaba a la más antigua tradición judía. También en este caso un gigantesco error histórico fue el responsable de que Pico de la Mirándola asumiese una serie de posturas. En efecto, consideró que la cábala se remontaba auténticamente a la tradición más antigua y, además, a Moisés, quien la habría transmitido oralmente en forma de iniciación esotérica. Dado que, por lo general, se tienen ideas muy vagas sobre la cábala, resulta oportuno transcribir una página de Yates (procedente del libro Giordano Bruno e la tradizione ermetica, Laterza, Bari), donde esta autora -valiéndose sobre todo de una obra funda­ mental de G. Scholem- resume el enfoque general, tanto teórico como práctico, acerca de dicha doctrina con una claridad ejemplar y una gran eficacia. La càbala, tal como se desarrolló en España durante la edad media, se basaba en la doctrina de las diez sefirot y de las veintidós letras del alfabeto hebreo. La doctrina de las sefirot se halla expuesta en el libro de la creación, o Sefer yetsirah, y se hace una constante referencia a ella a lo largo de todo el Zohar> obra mística escrita en España durante el si­ glo xiii, que refleja las tradiciones de la cabalística española de la época. Las sefirot son «los diez nombres más corrientes de Dios y, en conjunto, forman su único y gran nombre». Son los «nombres creativos que Dios clamó al mundo», y el universo creado es el desarrollo externo de estas fuerzas que viven en Dios. Este aspecto creador de las sefirot las integra en un contexto cosmológico. En efecto, existe una relación entre ellas y las diez esferas del cosmos, que está compuesto por las esferas de los siete planetas, por la esfera de las estrellas fijas y por las esferas superiores, situadas más allá de éstas. Un rasgo peculiar de la cabalísti­ ca está constituido por la importancia que se atribuye a los ángeles o espíritus divinos como elementos intermediarios presentes en todo este sistema y dispuestos según jerarquías co­ rrespondientes a las demás jerarquías. También existen ángeles cautivos o demonios, cuyas jerarquías corresponden a las de sus antagonistas en el campo del bien. El sistema teosòfico del universo, sobre el cual se fundamentan las infinitas sutilezas del misticismo cabalístico, se vincula con las Escrituras a través de sofisticadas interpretaciones místicas de las palabras y de las letras del texto judío, en particular del Génesis (en buena parte el Zohar es un comentario de ese libro). Para el cabalista el alfabeto hebreo contiene el nombre o los nombres de Dios. Refleja la naturaleza espiritual básica del mundo y el lenguaje creativo de Dios. La creación, desde el punto de vista de Dios, es la expresión de su recóndito Sí mismo, que se atribuye un nombre, el santo nombre de Dios, el acto perpetuo de la creación. Al contemplar las letras del alfabeto hebreo y sus combinaciones, en la medida en que constituyen el nombre de Dios, el cabalista contempla al mismo tiempo a Dios y sus obras, a través del poder del nombre. Las dos ramas de la cabalística española se basan, pues, en el nombre o en los nombres; poseen características recíprocamente complementarias y en parte se superponen. Una rama recibe la denominación de «Sendero de las sefirot»; la otra es el «Sendero de los nombres». Un experto en el Sendero de los nombres fue Abraham Abü-l-Afiya, judío español del si­ glo , quien elaboró una técnica de meditación extremadamente compleja, fundamentada en un sistema de asociación de letras del alfabeto hebreo, a través de infinitas combinaciones y variaciones. En la medida en que la càbala es esencialmente una doctrina mística, un método para conocer a Dios, también se halla ligada a ella una actividad mágica, que puede ejercerse de manera mística o subjetiva, sobre uno mismo: una especie de autohipnosis que facilita la contemplación, y G. Scholem piensa que Abü-l-Afiya la practicaba precisamente en este sentido. Asimismo, puede desarrollarse a través de una forma de magia operativa, que se vale del poder de la lengua hebrea o de los poderes de los ángeles invocados, para llevar a cabo operaciones de magia. (Es obvio que hablo poniéndome en la postura de quien crea místicamente en la magia, como es el caso de Pico de la Mirándola.) Los cabalistas elabora­ ron muchos nombres angélicos desconocidos para las Escrituras (donde sólo se menciona a Gabriel, Rafael y Miguel), añadiendo a la raíz -que sirve para definir la función específica de un ángel determinado- un sufijo como «el» o «iah», que representa el nombre de Dios. A estos nombres angélicos, invocados o inscritos sobre talismanes, se les atribuía una gran eficacia. También se otorgaba un notable poder mágico a las abreviaturas de palabras he­ breas, obtenidas a través del método notarikon, o a las transposiciones y anagramas de palabras, formados siguiendo el método de la temurah. Uno de los métodos más complicados que se utilizaban en la càbala práctica, o magia cabalística, era la gematría, basada en los valores numéricos asignados a cada letra del alfabeto hebreo y que implicaba un sistema matemático de enorme complejidad. Gracias a la gematría, una vez que las palabras hubie­ sen sido convertidas en números y los números en palabras, podía leerse la organización global del mundo en términos de palabras-números, o se podía calcular exactamente la cantidad de huéspedes celestiales, que se elevaba a 301 655 172. La ecuación palabra-núme­ ro, como todos estos métodos, no posee necesariamente un carácter mágico y puede ser simplemente mística. Sin embargo, se trata de un aspecto importante de la càbala práctica, x iii Juan Pico de la Mirándola (1463-1494) fue un pensador platónico, ardiente defensor del pensamiento hermético y de la cábala. Fue el teorizador más conocido de la doctrina acerca de la dignidad del hombre gracias a la vinculación con los nombres de los ángeles. Por ejemplo, existen 72 ángeles a través de los cuales puede llegarse a las mismas sefirot, o bien invocarlos cuando se conocen sus nombres y números respectivos. Las invocaciones deben formularse siempre en hebreo, pero existen además invocaciones tácitas, que pueden llevarse a cabo mediante la simple manipulación o disposición en un orden determinado de palabras, signos o símbolos pertene­ cientes a la lengua hebrea. Debido a este motivo, Pico de la Mirándola se dedicó con intensidad al estudio del hebreo (además del árabe y del caldeo), porque sin un conoci­ miento directo del hebreo no se puede practicar la cábala con eficacia. Únicamente desde esta perspectiva pueden entenderse las famosas 900 Tesis inspiradas en la filosofía, la cábala y la teología, que formula Pico de la Mirándola y en las que debían unificarse aristotélicos, platónicos, filo­ sofía, religión, magia y cábala. Algunas de estas tesis fueron juzgadas como heréticas y, por lo tanto, condenadas. Como consecuencia, Pico de la Mirándola padeció una serie de desventuras y llegó a ser encarcelado en Saboya, mientras huía hacia Francia. Más tarde fue liberado por Lorenzo el Magnífico y perdonado por Alejandro vi en 1493. El Discurso sobre la dignidad del hombre, que se hizo muy famoso y que constituye uno de los textos más conocidos del humanismo, debía servir como premisa general de las Tesis. 2.4.3. Pico de la Mirándola y la doctrina acerca de la dignidad del hombre La doctrina de este grandioso manifiesto sobre la dignidad del hombre aparece como una derivación de la sabiduría de Oriente y, en particular, evoluciona a partir de la sentencia del Asclepius, obra atribuida (como ya hemos dicho) a Hermes Trismegistos: Magnum miraculum est homo. He aquí las palabras textuales de nuestro autor: «En los escritos de los árabes he podido leer, venerables padres, que Abdalah el sarraceno, al serle preguntado qué era lo que más admirable le parecía en este escenario del mundo, respondió que nada le resultaba más espléndido que el hombre. Y con este dicho coincide con aquel otro, tan famoso, de Hermes: “Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre.”» ¿Por qué el hombre es este gran milagro? Pico de la Mirándola da la siguiente explicación, que con toda justicia se ha hecho muy famosa. To­ das las criaturas están ontológicamente determinadas, por la esencia espe­ cífica que les ha sido dada, a ser aquello que son y no otra cosa. En cambio el hombre es la única criatura que ha sido colocada en la frontera entre dos mundos y que posee una naturaleza no predeterminada, sino consti­ tuida de un modo tal que sea él mismo quien se plasme y se esculpa de acuerdo con la forma previamente elegida. Así el hombre puede elevarse hasta la vida de la pura inteligencia y ser como los ángeles, e incluso subir todavía más. La grandeza y el milagro del hombre residen, pues, en ser artífice de sí mismo, autoconstructor. Éste es el discurso que Pico de la Mirándola pone en boca de Dios, dirigido al hombre recién creado, que tuvo un grandísimo eco en sus contemporáneos de todas las ten­ dencias: No te he dado, oh Adán, un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa específica, para que de acuerdo con tu deseo y tu opinión obtengas y conserves el lugar, el aspecto y las prerrogativas que prefieras. La limitada naturaleza de los astros se halla conte­ nida dentro de las leyes prescritas por mí. Tú determinarás tu naturaleza sin verte constreñi­ do por ninguna barrera, según tu arbitrio, a cuya potestad te he entregado. Te coloqué en el medio del mundo para que, desde allí, pudieses elegir mejor todo lo que hay en él. No te he hecho ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo, como libre y soberano artífice, te plasmes y te esculpas de la forma que elijas. Podrás degenerar en aquellas cosas inferiores, que son los irracionales; podrás, de acuerdo con tu voluntad, regenerarte en las cosas superiores, que son divinas. Por lo tanto, mientras que los irracionales sólo pueden ser irracionales, y los ángeles, ángeles, en el hombre existe el germen de todas las vidas. Según la simiente que cultive, el hombre se convertirá en planta o en animal racional, o en ángel. Además, si no está satisfecho con esas cosas, se recogerá en su unidad más íntima, y entonces, «hecho un único espíritu solo con Dios, en la solitaria obscuridad del Padre, aquel que fue colocado por encima de todas las cosas, estará por encima de todas las cosas». Véase a continuación este texto en el que la naturaleza camaleónica del hombre se descubre en Pitágoras (doctrina de la metempsicosis) al igual que en la Biblia y en la sabiduría oriental, con toda finura e ingenio. El mismo Pomponazzi, como veremos después, se inspirará aquí. ¿Quién no admirará a este camaleón? ¿O quién admirará más a alguna otra cosa? No se equivocaba el ateniense Asclepio cuando, por su aspecto cambiante y su naturaleza muda­ ble, afirmaba que en los misterios era representado por Proteo. De aquí surgen las metamor­ fosis celebradas por los judíos y los pitagóricos. En efecto, también la teología hebrea más secreta transforma al santo Enoch en ángel de la divinidad, o a otros, en otros espíritus divinos. Los pitagóricos transforman en animales irracionales a los malvados y, si creemos a Empédocles, hasta en plantas. Imitando esto, Mahoma repetía a menudo y con razón: «Quien se aleja de la ley divina se convierte en una bestia.» En efecto, no es la corteza la que hace la planta, sino la naturaleza sorda e insensible. No es su cuero el que hace la acémila, sino su alma violenta y sensual; no es el cuerpo circular el que hace el cielo, sino la recta razón; no es la separación del cuerpo la que hace al ángel, sino su inteligencia espiritual. Y si ves a alguien dedicado a su vientre, que se arrastra por la tierra, no es hombre aquel que ves, sino planta; si alguno, enceguecido como por Calipso, por los vanos espejismos de la fanta­ sía, aferrado por torpes halagos, siervo de los sentidos, es un irracional lo que estás viendo y no un hombre. Si contemplas un filósofo que todo lo discierne mediante la recta razón, venéralo; es un animal celestial y no terreno. Si ves a un puro contemplador, que ignora su cuerpo, del todo recogido en lo más íntimo de su mente, éste no es un animal terreno y tampoco celestial: éste es un espíritu más augusto, vestido de carne humana. ¿Quién, pues, no admirará al hombre? Con razón en el Antiguo y en el Nuevo Testamento se le llama con el nombre de todo ser de carne, o con el de toda criatura, porque forja, plasma y transforma su persona según el aspecto de cada ser, y su ingenio, según el de cada criatura. Por esto el persa Evantes, al explicar la teología caldea, dice que el hombre no tiene una imagen nativa propia, sino muchas extrañas y adventicias. De aquí procede el adagio caldeo, según el cual el hombre es un animal de variada naturaleza, multiforme y cambiante. En conclusión, como puede apreciarse, el célebre mensaje de Pico de la Mirándola sólo puede entenderse en el contexto mágico-hermético. Y sólo manteniéndose firmemente en esta perspectiva, se comprenderá la especificidad y la peculiaridad del humanismo renacentista, y por lo tanto sus diferencias con respecto al humanismo medieval y a las demás formas posteriores de humanismo. Aristotelismo renacentista 2.5. Francesco Patrizi Francesco Patrizi vivió en el siglo xvi (1529-1597), pero se movió en el mismo terreno que Ficino y que Pico de la Mirándola. Representa un ejemplo paradigmático de la persistencia tenaz de la mentalidad herméti­ ca que hemos expuesto. Estudió a fondo el Corpus Hermeticum, así como los Oráculos Caldeos. Su obra teórica más notable es la Nueva filosofía universal. Siguiendo a Hermes Trismegistos, al que no sólo toma como contem­ poráneo de Moisés sino como Paulo sénior, Patrizi estaba convencido de que sin filosofía no era posible ser religioso ni piadoso. No obstante, el endurecimiento de la filosofía de Aristóteles -que negaba la providencia y la omnipotencia de Dios- provocaba un daño gravísimo. Por lo tanto, había que oponerle a Aristóteles la filosofía platónica (Platón, Plotino, Proclo y los Padres), pero sobre todo la filosofía hermética (para él, un tratado de Hermes valía más que todos los libros de Aristóteles). Patrizi llega a invitar al papa a promover la enseñanza de las doctrinas del Corpus Hermeticum, cosa que en su opinión sería de una importancia enorme y que presumiblemente produciría el efecto de devolver la fe católica a los protestantes alemanes. Patrizi tampoco duda en recomendar al pontífice que se introduzca el hermetismo en el plan de estudios de los jesuítas. En definitiva: según Patrizi, el Corpus Hermeticum podría consti­ tuir un instrumento óptimo puesto al servicio de la restauración del cato­ licismo. Como resulta obvio, la Inquisición condenó como heterodoxas algunas de las ideas de Patrizi, quien aceptó someterse a juicio. Fracasó el intento de que la Iglesia acogiese oficialmente a Hermes Trismegistos. No obstan­ te, como señala con justicia Yates, las vicisitudes de Patrizi atestiguan «la confusión mental a que se había llegado a finales del siglo xvi y lo difícil que resultaba, incluso para un piadoso católico platónico como Patrizi, percibir las limitaciones de la propia postura teológica». 3. E l a ris to te lis m o r e n a c e n tis ta 3.1. Los problemas de la tradición aristotélica en la época del humanismo En las páginas precedentes (cf. p. 28s y 31) hemos puesto de relieve la importancia que en la actualidad los expertos atribuyen al aristotelismo en la Italia de los siglos xv y xvi, y cómo se ha puesto en claro que el marco del pensamiento renacentista quedaría incompleto y falseado si no se tu­ vieran en cuenta sus aportaciones. Aquí nos proponemos complementar lo que ya hemos anticipado antes. Recordemos que han sido tres las interpretaciones básicas de Aristóte­ les. La primera a) es la alejandrista, que se remonta al antiguo comenta­ dor de Aristóteles, Alejandro de Afrodisia (cf. volumen i, p. 287s). Ale­ jandro sostenía que en el hombre está el intelecto potencial, pero que el intelecto agente es la Causa suprema (Dios), la cual al iluminar el intelec­ to potencial posibilita el conocimiento. En tales circunstancias no hay lugar para un alma inmortal, dado que ésta habría de coincidir con el Rafael y los renacentistas imaginaron así a Aristóteles. El detalle de la Escuela de Atenas indica de manera elocuente el deseo de presentar al fundador del Peripato no sólo como un teórico de la naturaleza con la mano dirigida hacia el mundo de los fenómenos, sino también como amigo de los humanistas: en efecto, en la otra mano lleva la Ética, que es uno de los textos más apreciados por los humanistas. El sentido de la complementariedad y de la concordia entre Aristóteles y Platón (ver texto de las p. 24-25), que aquí se expresa, fue uno de los más grandes ideales renacentistas, que muchos se propusieron pero que en realidad nunca se consiguió (en muchos casos ambos filósofos fueron considerados cosímbolos de intereses espirituales opuestos) Aristotelismo renacentista intelecto agente (las interpretaciones más recientes han llevado a recono­ cer la presencia de una cierta forma de inmortalidad en Alejandro, pero de carácter completamente atípico e impersonal; en cualquier caso, a los cristianos no podía interesarles una inmortalidad impersonal), b) En el siglo xi Averroes elaboró notables comentarios sobre las obras aristotéli­ cas, comentarios que tuvieron un amplio éxito (cf. volumen i, p. 466ss). Es característica de esta interpretación la tesis según la cual existiría un intelecto único para todos los hombres y separado. Se desvanecía así toda posibilidad de hablar de inmortalidad del hombre, ya que sólo era in­ mortal el intelecto único. Asimismo era típica de esta corriente la llamada «doctrina de la doble verdad», que distinguía entre las verdades accesibles a la fuerza de la razón, de las accesibles a la sola fe (más adelante volvere­ mos sobre el sentido de esta doctrina), c) La interpretación tomista, que había intentado llevar a cabo una grandiosa armonización entre el aristotelismo y la doctrina cristiana, como se vio con amplitud en el volumen anterior (cf. p. 495ss). En la época renacentista vuelven a plantearse todas estas interpreta­ ciones. Sin embargo, en la actualidad se pone en tela de juicio la validez de este esquema tan cómodo, señalando que la realidad se muestra bas­ tante más compleja. No puede decirse que haya un solo aristotélico que siga en todos sus elementos a una cualquiera de estas tendencias: sobre cada problema concreto, las posturas de los diversos pensadores adoptan gran diversidad de combinaciones. Hay que usar, pues, tal división con una extremada cautela. En lo que concierne a los temas tratados, recorde­ mos que, debido a la estructura de la enseñanza universitaria, los aristoté­ licos de la época renacentista se ocuparon sobre todo de los problemas lógico-gnoseológicos y de problemas físicos (la política, la ética y la poéti­ ca constituyeron la parte de la herencia correspondiente a los humanistas filólogos). En lo que concierne a las fuentes del conocer, los aristotélicos distin­ guieron entre: a) la autoridad de Aristóteles, b) el razonamiento aplicado a los hechos y c) la experiencia directa. Sin embargo, poco a poco comen­ zaron a preferir a esta última, hasta el punto de que los expertos conside­ ran que pueden ser calificados, al menos tendencialmente, como empiristas. Además, profundizaron en problemas lógicos y metodológicos con debates elevados y la escuela de Padua acuñó la expresión «método cien­ tífico». Todos los conceptos de la física aristotélica fueron discutidos de mane­ ra analítica. No obstante, en este terreno, la estructura general de la cosmología del Estagirita -que diferenciaba entre el mundo celestial he­ cho de éter incorruptible, y el terreno, constituido por elementos corrupti­ bles- no permitía progresos notables, imponiendo una rigurosa separación entre astronomía y física. Además, la teoría de los cuatro elementos deter­ minados cualitativamente y de las formas, imposibilitaba la cuantificación de la física y la aplicación de la matemática. Se comentó y se discutió mucho el tratado De anima y su doctrina acerca del alma (que dentro del esquema aristotélico pertenecía al ámbito de la problemática física, en su parte fundamental, por lo menos). Sin embargo, hay un factor que merece ser considerado con una atención especial. En épocas pasadas se ha otor­ gado a la doctrina de la doble verdad, tal como se vuelve a plantear en el período renacentista, un significado inexacto, que hay que volver a discu­ tir en profundidad. Recientemente, los especialistas han llamado la aten­ ción sobre el hecho de que la relación entre teología y filosofía constituyó un problema que se desencadenó súbitamente en el siglo xm, como conse­ cuencia del choque de la teología -que se había configurado sobre bases lógicas, en cuanto conjunto coherente de doctrinas- con la filosofía de Aristóteles, que constituía a su vez un conjunto de doctrinas coherentes. De este choque habían surgido diversas clases de conflictos. El intento de síntesis propuesto por Tomás fue pronto colocado en tela de juicio: Esco­ to y Ockman ensancharon la distancia que separa ciencia y fe, mientras que Siger de Brabante planteaba aquella teoría de la doble verdad que los averroístas latinos asumieron como propia y que fue defendida por algu­ nos aristotélicos hasta el siglo xvn. ¿Qué significa «doble verdad»? P. Kristeller resume así los resultados del estudio que él mismo realizó sobre el tema, y que la crítica más recien­ te también comparte: Esta postura no afirma, como a menudo se lee, que una cosa pueda ser verdadera en filosofía, aunque lo opuesto sea verdadero en teología. Se limita a decir simplemente que una cosa puede resultar más probable de acuerdo con la razón y de acuerdo con Aristóteles, aunque haya que aceptar como verdadero lo opuesto basándose en la fe. Tal postura ha sido criticada como insostenible o insincera por muchos historiadores católicos o anticatólicos. En efecto, a muchos les complace la acusación de hipocresía, pero es difícil de probar y hasta ahora no se ha visto justificada con los suficientes argumentos. Sin duda la postura plantea sus dificultades, pero no me parece absurda, y brinda una salida, al menos aparentemente, ante un dilema que se presenta como una opción difícil para el pensador que quiere ceñirse al mismo tiempo a la fe y a la razón, a la religión y a la filosofía. Quizás esta postura no nos satisfaga como razonamiento, pero al menos debemos respetarla como expresión problemá­ tica de un auténtico conflicto intelectual. Sin ninguna duda, esta postura nos ayuda a distin­ guir con mucha claridad entre filosofía y teología, y a reservar a la filosofía un cierto grado de independencia con respecto a la teología. Por tanto es lógico que en París, en Padua y en las demás universidades italianas, esta posición haya sido defendida por aquellos filósofos de profesión que al mismo tiempo no eran también teólogos. La teoría mencionada desempeñó su papel en la emancipación de la filosofía y de las ciencias con respecto a la teología. No creo que la teoría de la doble verdad como tal haya sido una consciente expresión de libre­ pensamiento, como en tiempos recientes han afirmado sus enemigos y sus admiradores, pero es evidente que preparó el camino a los librepensadores de una época posterior, en especial a los del siglo xviii, que abandonaron la teología y la fe, y que se aprovecharon de una tradición que había establecido como empresa independiente la investigación puramente racional. Estas aclaraciones sirven como la premisa más adecuada para entender a una serie de pensadores aristotélicos y, en particular, al más conocido de ellos, de quien hablaremos a continuación. 3.2. Pietro Pomponazzi y el debate sobre la inmortalidad Pietro Pomponazzi (1462-1525), apodado Peretto Mantovano, sin du­ da fue el más discutido de los aristotélicos y, desde muchos puntos de vista, el más interesante. La obra suya que suscitó mayor polémica fue De immortalitate animae, en la que se discutía una cuestión de la máxima importancia en el siglo xvi. Pomponazzi había comenzado siendo averroísta, pero poco a poco su averroísmo había caído en crisis. Después de haber meditado mucho las opuestas soluciones de Averroes y de santo Tomás, tomó una posición considerada como alejandrista, pero que, si bien tenía puntos de contacto con la de Alejandro, él formula con un nuevo matiz. El alma intelectiva es principio del entender y del querer, inmanente al hombre. Con respecto al alma sensitiva de los animales, el alma intelecti­ va del hombre es capaz de conocer lo universal y lo suprasensible. Sin embargo, no es una inteligencia separada, ya que no puede conocer si no es a través de las imágenes que les llegan desde los sentidos. En tales circunstancias el alma no puede prescindir del cuerpo: si se la priva de éste, no podrá desempeñar la función que le es propia. Por lo tanto hay que considerarla como una forma que nace y perece junto con el cuerpo, ya que no tiene ninguna posibilidad de actuar sin el cuerpo. No obstante, dice Pomponazzi, al ser el alma el más noble de los seres materiales y encontrándose en la frontera con los inmateriales, «huele a inmateriali­ dad, aunque no absoluta». La tesis provocó una gran oposición, dado que el dogma de la inmortalidad del alma era considerado como absolutamen­ te fundamental por los platónicos y, en general, por todos los cristianos. A decir verdad, Pomponazzi no quería negar para nada la inmortali­ dad, sino negarla sólo en cuanto «verdad demostrable con seguridad por la razón». Es artículo de fe que el alma es inmortal, lo cual debe probarse con los instrumentos de la fe, es decir «con la revelación y con las escritu­ ras canónicas», mientras que los demás argumentos no resultan apropia­ dos. Pomponazzi afirma que no le cabe ninguna duda sobre este artículo de fe. Si se tienen en cue ita las observaciones antes formuladas acerca del significado de la doble verdad, la postura de Pomponazzi se aprecia con toda claridad. Hay que subrayar otro punto. Pomponazzi sostiene que la virtud (esto es la vida moral) se salva mejor con la tesis de la mortalidad que con la de la inmortalidad del alma, porque quien sea bueno en vista del premio que se otorgue en el más allá corrompe en cierto modo la pureza de la virtud, subordinándola a algo distinto de ella misma. Por lo demás, sigue diciendo nuestro autor, volviendo a plantear una célebre idea que ya había expresa­ do Sócrates y el estoicismo, la verdadera felicidad se halla incluida en la virtud misma, así como la infelicidad es consecuencia del vicio. A pesar de esta drástica reducción de la imagen metafísica del hombre, Pomponazzi recupera la noción del hombre como microcosmos y algunas ideas del célebre manifiesto de Pico de la Mirándola. El alma ocupa el primer plano en la jerarquía de los seres materiales y, debido a ello, se halla en la frontera de los seres inmateriales, «media entre unos y otros»: es material, si la comparamos con lo inmaterial; en cambio, es inmaterial si la comparamos con lo material. Comparte ciertas propiedades de las inteligencias puras, pero también posee propiedades materiales. Cuando lleva a cabo acciones mediante las cuales se asemeja a las inteligencias puras, se la llama divina y, en cierto sentido, se transforma en una reali­ dad divina; cuando realiza obras animales, se transforma en animal. Con un tono que recuerda mucho un texto de Pico de la Mirándola que antes hemos citado (p. 82), Pomponazzi escribe: Al hombre se le puede llamar serpiente o zorro por su malicia, tigre por su crueldad, etc. Y en el mundo no existe nada que de algún modo no pueda ceder sus propiedades al hombre. Pietro Pomponazzi, apodado Peretto Manto vano (1462-1525), fue el más insigne de los aristotélicos renacentistas, conocido especialmente por su problemática en torno al alma Por eso al hombre se le llama con razón «microcosmos», esto es, pequeño mundo. Se comprende que haya habido quien dijo que el hombre era el milagro más grande, que recoge en sí todo el mundo, y que puede transmutarse en cualquier materia, al tener la potestad de ajustarse a la propiedad natural que prefiera. Justificadamente, pues, los antiguos escribie­ ron aquellos apólogos en los que unos hombres aparecen como dioses, otros, como leones, otros, como lobos, otros, como peces, otros, como plantas, otros, como piedras, etc., porque ha habido de veras siempre hombres que sólo han empleado su intelecto, otros que sólo han utilizado sus fuerzas vegetativas, etc. Aquellos que anteponen los placeres corporales a las virtudes morales o intelectuales, se vuelven más parecidos a los animales que a Dios, y con razón se les llama bestias insensatas. Porque el alma sea mortal, pues, no se deben despreciar las virtudes y apreciar los vicios, a menos que se prefiera ser bestia antes que hombre, y más insensato que sensato y consciente. También resultó muy celebrado el De incantationibus (El libro de los encantamientos)y en el que se plantea el interrogante acerca de la posible existencia de causas sobrenaturales en la producción de fenómenos natu­ rales. Pomponazzi muestra que todos los acontecimientos, sin excepción, pueden explicarse a través del principio de la naturalidad, incluyendo también todo lo que ocurre en la historia de los hombres. En el pasado se había exagerado notablemente el valor de la formulación de este principio de la naturalidad y ie su correspondiente aplicación, afirmando que Pom­ ponazzi presentía lo nuevo y se adelantaba mucho a su tiempo. Sin embar­ go, la crítica más sagaz desde el punto de vista histórico ha llamado la atención del lector sobre el hecho de que Pomponazzi en este contexto lleva a cabo una operación que proclama expresamente circunscrita al punto de vista aristotélico, declarando al mismo tiempo que es muy cons­ ciente de la existencia de una verdad diferente, la de la fe. Esto replantea con claridad el sentido de su argumentación. Su postura en el De fato, de libero arbitrio et de praedestinatione es análoga. Sostiene allí que desde el punto de vista natural no existen solu­ ciones ciertas a la cuestión del destino y que las soluciones de los teólogos también resultan contradictorias. Para lograr una respuesta segura, en este caso también hay que confiarse a la fe y a la revelación. Sin embargo, en cuanto filósofo natural, prefiere la solución de los estoicos, que admi­ tían la soberanía del destino. En esta obra encontramos la sugerente imagen de Pomponazzi en la que asimila el trabajo del filósofo al de Prometeo: «El filósofo, realmente es Prometeo que, mientras quiere conocer los misterios de Dios, se ve roído por perpetuas preocupaciones y misterios; no tiene sed, no tiene hambre, no duerme, no come, no evacúa, todos se burlan de él, es consi­ derado como necio y sacrilego, le persiguen los inquisidores, y es un curioso espectáculo para el vulgo. Estos son los beneficios del filósofo, ésta es su recompensa.» Sin embargo, la modernidad de Pomponazzi en cuanto aristotélico reside en que, cuando la experiencia se oponga a los escritos de Aristóte­ les, prefiere la autoridad de aquélla. En una lección de 1523 (que B. Nardi señala de manera especial), comentando un pasaje de los Meteorológicos de Aristóteles sobre la habitabilidad de la tierra en la zona tórrida (entre los trópicos de Cáncer y de Capricornio), después de haber expuesto la opinión del mismo Aristóteles y la que aparece en el comentario de Averroes, y después de haber expuesto de forma silogística las demostraciones sobre la inhabitabilidad, afirma de manera repentina que está en condicio­ nes de desmentir los silogismos apodícticos de Aristóteles y de Averroes, gracias a la carta de un amigo veneciano que había atravesado la zona tórrida y la había encontrado habitada. ¿Qué hay que decir, entonces? La conclusión de Pomponazzi es: oportet stare sensui. La experiencia, y no Aristóteles, es la que siempre tiene razón. Después de Pomponazzi, hubo otros aristotélicos insignes: Cesare Cesalpino, Jacopo Zabarella, Cesare Cremonini, Giulio Cesare Vanini. He­ mos dicho antes que tienen razón quienes sostienen que el aristotelismo renacentista merece más atención de la que se le ha prestado en el pasado, y que constituye un componente indispensable para comprender esta épo­ ca. Esto es sin ninguna duda completamente cierto. No obstante de mo­ mento nos encontramos muy lejos de conocer con precisión ni siquiera las relaciones existentes entre las dos ramas del aristotelismo: el que resucita­ ron los literatos humanistas -el Aristóteles ético-político- y el Aristóteles lógico-naturalista de las universidades. Por lo demás, el tono general de la época lleva sobre todo el sello platónico, y el aristotelismo, dentro de la dialéctica global del pensamien­ to renacentista, funciona predominantemente como antítesis. Los filóso­ fos del siglo xvi que estudiaremos más adelante, que se encararon en primera instancia con la naturaleza, no sólo no lograron ningún auxilio a través de las páginas de Aristóteles, sino que hallaron en ellas motivos de incomodidad: Telesio encontrará a Aristóteles al mismo tiempo demasia­ do poco físico y demasiado poco metafísico; Giordano Bruno lo calificará de «viejo lastimoso», «con la cabeza caída, encorvado, jorobado, llagado, inclinado hacia delante como un Atlante, oprimido por el peso del cielo y sin poder verlo»; a su vez, los habitantes de la Ciudad del Sol de Campanella -que expresan las ideas de este filósofo- son enemigos de Aristóteles y lo califican de pedante. 4. E l r e n a c e r d e l e s c e p t i c i s m o 4.1. El resurgimiento de las filosofías helenísticas durante el renacimiento Las tradiciones dominantes en el siglo xv son el platonismo y el aristo­ telismo, como hemos visto. El epicureismo y el estoicismo sólo constitu­ yen instancias marginales, que se limitan a asomar en algunos autores, sin que en ningún caso se impongan de manera relevante. En cambio, fue muy diferente el prestigio de que gozaron durante el siglo xvi, junto con el renacido escepticismo, en la formulación que le había otorgado Sexto Empírico (cf. volumen i, p. 281s). El escepticismo logró, además, crear un clima cultural peculiar, sobre todo en Francia, que halló en Montaigne su expresión más elevada. ¿Cómo se produjo este resurgimiento? El primero que utilizó a Sexto Empírico de un modo sistemático fue Gianfrancesco Pico de la Mirándola (1469-1533), sobrino del gran Pico de la Mirándola, en su obra Examen de las vanidades de las teorías de los paganos y de la verdad de la doctrina cristiana (1520). En este libro se emplean los materiales escépticos con la finalidad de demostrar la insufi­ ciencia de las teorías filosóficas y, por lo tanto, de la razón en solitario: para alcanzar la verdad, hace falta la fe. En una postura similar a la de Gianfrancesco Pico de la Mirándola se encuentra Heinrich Cornelius (que se hizo llamar Agrippa de Nettesheim, 1486-1535, y que fue especialmente conocido como mago) en la obra Incertidumbre y vanidad de las ciencias y de las artes (escrita en 1526 y publicada en 1530). Cornelius defiende allí que la fe es la única que conduce al hombre a la salvación, y no las ciencias y las artes humanas, que son refutadas con argumentos tomados de Sexto Empírico. Con posterioridad, en Francia se publicaron nuevas versiones latinas de Sexto Empírico. En 1562 Stephanus (Henri Estienne, 1522-1598) tra­ dujo los Bosquejos pirronianos, y en 1569 Gentian Hervet (1499-1584) publicó las obras completas de Sexto en versión latina. Mientras tanto, Justo Lipsio (Joost Lips, 1547-1606) volvía a proponer el estoicismo en Alemania y en Bélgica, tomando como modelo sobre todo a Séneca y tratando de conciliario con el cristianismo. 4.2. Michel de Montaigne y el escepticismo como fundamento de la sabiduría En el cuadro que antes hemos trazado de manera resumida se integra el pensamiento de Michel de Montaigne (1533-1592), autor de los Ensayos (1580 y 1588), auténticas obras maestras que aún hoy resultan notable­ mente atractivas. En él también, el escepticismo convive junto con una fe sincera. Esto ha sorprendido a muchos historiadores pero, en realidad, al ser el escepticismo una desconfianza de la razón, no pone en discusión la fe, que se mueve en un plano diferente y en consecuencia resulta estructu­ ralmente inatacable por la duda. Montaigne escribe: «El ateísmo es... una proposición casi contra natura y monstruosa, difícil, además, e incómoda de establecerse en el ánimo humano, por insolente y desenfrenado que pueda ser éste.» Sin embargo, la naturalidad del conocimiento de Dios depende de manera total y exclusiva de la fe. Por lo tanto, un escéptico siempre será fideísta. Éstas son algunas de las afirmaciones más representativas de nuestro filósofo: «Así, juzgo que en una cosa tan divina y tan elevada, que supera tanto la inteligencia humana, como es aquella verdad con la que la bondad de Dios se ha complacido en iluminarnos, es muy necesario que él nos otorgue su ayuda, con un favor extraordinario y privilegiado, para que podamos concebirla y acogerla en nosotros; y no creo que los medios puramente humanos sean de ningún modo capaces de ello; y si lo fuesen, tantas almas selectas y excelentes, y tan abundantemente dotadas de fuer­ zas naturales a lo largo de los pasados siglos, no habrían dejado de llegar a este conocimiento mediante su propia razón. La fe es la única que abarca de manera íntima y segura los altos misterios de nuestra religión.» El fideísmo de Montaigne no es el de un místico, y el interés de los Ensayos se centra de forma predominante en el hombre y no en Dios. La antigua exhortación que contenía la sentencia grabada en el templo de Delfos, «hombre, conócete a ti mismo», que Sócrates y gran parte del pensamiento antiguo hicieron suya, se convierte para Montaigne en pro­ grama del auténtico filosofar. Más aún: los filósofos antiguos se proponían conocer al hombre con objeto de alcanzar la felicidad. Este objetivo tam- Michel de Montaigne (1533-1592): en sus Ensayos propuso un pensamiento de trasfondo próximo al escepticismo, lleno de cuestiones debatidas por las antiguas filosofías helenísti­ cas, pero traducidas a un lenguaje muy moderno, a través de páginas que aún hoy resultan muy atractivas bién se encuentra en el centro de los Ensayos de Montaigne. La dimensión más auténtica de la filosofía es la de la sabiduría, que enseña cómo vivir para ser felices. Hay que plantearse cuál es el camino que sigue la razón escéptica, la que sostiene Montaigne, para alcanzar estos objetivos, aque­ lla razón escéptica que con respecto a todas las cosas se interroga con cautela: «¿qué sé?» {que sais-je?). Sexto Empírico había escrito que a los escépticos les había tocado solucionar el problema de la felicidad, precisamente mediante una renun­ cia al conocimiento de la verdad. A este respecto recordaba el conocido apólogo del pintor Apeles. Éste, que no lograba pintar de manera satisfac­ toria la espuma que salía de la boca de un caballo, arrojó con rabia una esponja sucia de colores contra la pintura, y la esponja dejó allí una señal que parecía espuma. Así como Apeles a través de una renuncia consiguió su propósito, del mismo modo los escépticos, renunciando a encontrar la verdad, esto es, suspendiendo el juicio, hallaron la tranquilidad. La solución que adopta Montaigne se inspira en ésta, pero es mucho más rica en matices, más sofisticada y más articulada, y también incluye sugerencias epicúreas y estoicas. ¿Es el hombre un ser miserable? Pues bien, captemos el sentido de esta miseria. ¿Es limitado? Captemos el sentido de tal limitación. ¿Es mediocre? Captemos el sentido de dicha mediocridad. Ahora bien, si comprendemos esto, comprenderemos que la grandeza del hombre reside precisamente en su mediocridad. Este elo­ cuente pasaje ilustra algunas de estas nociones básicas: Los otros forman al hombre; yo lo describo, y presento un ejemplar suyo bastante mal formado, de manera que si tuviese que volver a modelarlo lo haría de veras muy diferente de lo„que es. Empero, ya está hecho. Los símbolos de mi pintura, aunque cambien y varíen, son siempre fieles. El mundo no es más que un perpetuo columpio. Todas las cosas oscilan sin pausa... La constancia misma no es más que un movimiento más débil. No puedo dar fijeza a mi objeto. Éste avanza de forma incierta y vacilante, con una natural embriaguez, Yo lo tomo en este punto, tal como es, en el instante en que me intereso por él. No describo el ser. Describo el pasaje: no el pasaje desde una época hasta otra o, como dice el pueblo, de siete años en siete años, sino de día en día, de minuto en minuto. Es preciso que adapte mi descripción al momento. Podré cambiar de un momento a otro no sólo por azar, sino tam­ bién intencionadamente. Se trata de registrar acontecimientos diversos y mudables, ideas inciertas y a veces contrarias: ya sea porque yo mismo sea diferente, o porque capte los objetos de acuerdo con otros aspectos y consideraciones. Hasta el punto de que quizá me contradiga, pero la verdad... jamás la contradigo. Si mi alma pudiese estabilizarse, no haría ensayos, encontraría soluciones; ella siempre está en precario, a prueba. Llevo una vida humilde y sin esplendor, pero es lo mismo. En su totalidad, la filosofía moral se aplica a la perfección a una vida común y privada, así como a una vida más rica en substancia; cada hombre lleva en sí mismo la forma completa de la condición humana. Se aprecia con claridad, entonces, que el «conócete a ti mismo» no podrá llegar a una respuesta sobre la esencia del hombre, sino únicamente sobre las características del hombre individual, respuesta que se obtiene viviendo y observando cómo viven los demás, tratando de reconocerse a uno mismo reflejado en la experiencia de los otros. Los hombres son notablemente distintos entre sí, y ya que no es posible establecer las mis­ mas normas para todos, cada uno debe construirse una sabiduría a la medida. Cada uno sólo puede ser sabio con su propia sabiduría. No obs­ tante, en esta búsqueda de una sabiduría a la medida del individuo, Mon­ taigne dispone de una regla general, muy apreciada por las filosofías hele­ nísticas: decir que sí a la vida, en cualquier circunstancia. Marcel Conche comprendió este mensaje de Montaigne y lo expresó mediante una lúcida monografía, cuyas tesis de fondo resumiremos. La voluntad de afirmar la vida constituye el fondo de la sabiduría. La vida nos es otorgada como algo que no depende de nosotros. Detenerse en sus aspectos negativos (muerte, dolores, enfermedades) sólo sirve para depri­ mirnos y llevarnos a una negación de la vida. El sabio debe tratar de rechazar todo argumento en contra de la vida y debe decir incondicional­ mente «sí» a la vida, y por lo tanto, «sí» a todo aquello de lo que está hecha la vida, sí al dolor, a las enfermedades, a la muerte. En particular, morir no es más que el último acto del vivir, y por lo tanto saber morir forma parte del vivir. Saber vivir quiere decir no tener necesidad, para ser felices, de nada más que del acto presente del vivir. El sabio vive en el presente y para él el presente es la totalidad del tiempo. «El sabio se ha hecho una promesa a sí mismo: no lanzar jamás una imprecación contra la vida, y él vive como si estuviese manteniendo un juramento. En suma, el sabio es aquel hombre que sabe ser lógico consigo mismo y que no hace otra cosa que extraer todas las consecuencias que surgen de la decisión de vivir.» EL RENACIMIENTO Y LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS Y POLÍTICOS 1. E l r e n a c im ie n to y l a r e lig ió n 1.1. Erasmo de Rotterdam y la «philosophia Christi» 1.1.1. La posición de Erasmo Todo el pensamiento renacentista y humanístico se halla penetrado por un poderoso anhelo de renovación religiosa. Hemos comprobado có­ mo incluso el término «renacimiento» posee unas raíces típicamente reli­ giosas. Hemos visto asimismo aparecer temáticas específicamente religio­ sas en ciertos humanistas, además del grandioso intento de construir una docta religió en Ficino, junto con posiciones similares en Pico de la Mirán­ dola. No obstante, el estallido -por así decirlo- de la problemática religio­ sa tiene lugar fuera de Italia, con Erasmo de Rotterdam y, sobre todo, con Lutero (y luego con los demás reformadores). El primero colocó el huma­ nismo al servicio de la reforma y no rompió con la Iglesia católica; el segundo, en cambio, invirtió el sentido del humanismo y quebró la unidad cristiana. Comencemos con la figura de Erasmo. Desiderio Erasmo (latinización del nombre flamenco Geer Geertsz) nació en Rotterdam en 1466 (tam­ bién es posible que su fecha de nacimiento sea 1469). Ordenado sacerdote en 1492, pidió y obtuvo la dispensa de los sagrados oficios y del hábito. Sin embargo, no por ello se debilitaron sus intereses religiosos. En muchas de sus posturas intelectuales, sobre todo en la crítica a la Iglesia y al clero renacentista, Erasmo se anticipó, aunque de forma atenuada y con gran finura, a algunas posiciones de Lutero, hasta el punto de que fue acusado de haber preparado el terreno al protestantismo. No obstante, después de la frontal ruptura de Lutero con Roma, Erasmo no se puso de parte de éste, sino que llegó a escribir en contra suya (si bien bajo el estímulo recibido de sus amigos y no de manera espontánea) un tratado Sobre el libre arbitrio. Empero, tampoco se declaró a favor de Roma y decidió asumir una ambigua posición de neutralidad. Esto, que le aprovechó durante un de­ terminado período, con el transcurso del tiempo le perjudicó, dejándolo irasmo de Rotterdam (1466-1536): fue uno de los más cultos y finos humanistas. Su pensaniento se basa sobre temas cristianos. Su obra más conocida es el Elogio de la locura, onsiderada -de diversos modos y con distintas acepciones- como una dimensión esencial del vivir humano aislado y sin seguidores. Por ello, la gran fama que adquirió mientras vivía se desvaneció rápidamente después de su muerte, en 1536. Entre sus obras hay que citar en especial El manual del soldado cristia­ no (1504), los Proverbios (publicados en 1508 en su redacción definitiva), El elogio de la locura de 1509 (impreso en 1511), el ya citado tratado Sobre el libre arbitrio (1524), sus ediciones de muchos Padres de la Iglesia y, sobre todo, la edición crítica del texto griego del Nuevo Testamento (1514-1516) con su correspondiente traducción. 1.1.2. La concepción humanista de la filosofía cristiana Erasmo se opone a la filosofía entendida como construcción de tipo aristotélico-escolástico, centrada sobre problemas metafísicos, físicos y dialécticos. En contra de esta forma de filosofía Erasmo asume un tono más bien despreciativo, y escribe en el Elogio de la locura: ¡De veras dulce es el delirio que les [los filósofos que se dedican a tales problemas] domina! Erigen en su mente mundos innumerables, miden casi como con una escuadra el Sol, las estrellas, la Luna, los planetas, explican el origen de los rayos, de los vientos, de los eclipses y de todos los demás fenómenos inexplicables de la naturaleza, y jamás muestran vacilaciones, como si fuesen confidentes secretos del supremo regulador del universo, o bien viniesen a traernos noticias sobre las asambleas de los dioses. No obstante, la naturaleza se mofa mucho de ellos y de sus lucubraciones. En efecto, no conocen nada con certeza. Lo prueba de modo más que suficiente el hecho de que entre los filósofos, sobre todas las cuestiones, surgen interminables polémicas. No saben nada, pero afirman que lo saben todo; no se conocen a sí mismos, a veces no logran darse cuenta de los hoyos o de las rocas que tienen delante, porque la mayoría de ellos están ciegos o porque siempre están en las nubes. Y, sin embargo, proclaman con orgullo que ven bien las ideas, los universales, las formas separadas, las materias primeras, las quididades, las haecceitates, todas estas cosas tan sutiles que ni siquiera Linceo, en mi opinión, lograría penetrar con su mirada. Para Erasmo la filosofía es un conocerse a sí mismo a la manera de Sócrates y de los antiguos: es un conocimiento sapiencial de vida; se trata, sobre todo, de una sabiduría y una práctica de vida cristiana. La sabiduría cristiana no necesita complicados silogismos, y se reduce a pocos libros: los Evangelios y las Cartas de san Pablo. Según Erasmo, «¿qué otra cosa es la doctrina de Cristo, que él mismo denomina “renacer”, si no un retorno a la naturaleza bien creada?» Esta filosofía de Cristo, por lo tanto, es un renacer, un volver a la naturaleza bien creada. Los mejores libros de los paganos contienen «gran cantidad de cosas que concuerdan con la doctrina de Cristo». La gran reforma religiosa, en opinión de Erasmo, consiste sólo en esto: quitarse de encima todo aquello que el poder eclesiástico y las dispu­ tas de los escolásticos han agregado a la sencillez de las verdades evangéli­ cas, confundiéndolas y complicándolas. Cristo ha indicado el camino más sencillo para la salvación: fe sincera, caridad no hipócrita y esperanza que no decae. Si contemplamos a los grandes santos, veremos que no hicieron otra cosa qué vivir con libertad de espíritu la genuina doctrina evangélica. Lo mismo puede comprobarse en los orígenes del monaquismo y en la vida cristiana primitiva. Es preciso, en consecuencia, volver a los orígenes. En esta perspectiva de regreso a las fuentes hay que enmarcar la edición crítica y la traducción del Nuevo Testamento (que Erasmo habría querido poner al alcance de todos), así como las ediciones de los antiguos Padres: Cipriano, Arnobio, Ireneo, Ambrosio, Agustín y otros (en este aspecto, puede considerarse que Erasmo fue el iniciador de la patrología). La reconstrucción filológica del texto y su correcta edición poseen en Erasmo un significado filosófico muy preciso, que va mucho más allá de la mera actividad técnica y erudita. 1.1.3. El concepto erasmista de «locura» El espíritu filosófico erasmista en su manifestación más peculiar se encuentra en el Elogio de la locura. Se trata de una obra que muy pronto se hizo muy famosa, y entre las pocas de este autor que aún se leen con mucho agrado. ¿En qué consiste esta «locura»? No resulta fácil de preci­ sar y de definir, ya que Erasmo la presenta a través de una extensa gama de fenómenos, que van desde aquel extremo (negativo) en el que se mani­ fiesta la parte peor del hombre, hasta el extremo opuesto que consiste en la fe cristiana, que es la locura de la cruz (como la define el propio san Pablo). Entre ambos extremos Erasmo muestra una amplia gama de gra­ dos de locura, mediante un juego muy hábil, empleando a veces la ironía socrática, en ocasiones utilizando paradojas atrayentes, o la crítica lace­ rante y la palmaria oposición (como ocurre cuando denuncia la corrupción de costumbres de los hombres de Iglesia en aquella época). En determina­ dos momentos Erasmo denuncia la locura con la intención evidente de condenarla; en otras ocasiones, como sucede con la fe, con la clara inten­ ción de exaltar su valor trascendente; a veces se limita a mostrar la huma­ na ilusión, presentándola no obstante como elemento indispensable para vivir. La locura es como una mágica escoba que barre todo lo que se opone a la comprensión de las verdades más profundas y más serias de la vida. Nos permite ver cómo, bajo los ropajes de un rey, a veces no hay más que un pobre mendigo, y cómo bajo la máscara del poderoso no existe otra cosa que un sujeto despreciable. La locura erasmista aparta los velos y nos permite ver la comedia de la vida y los auténticos rostros de quienes se ocultan bajo las máscaras. Al mismo tiempo, sin embargo, nos permite comprender el sentido de los escenarios, de los disfraces, de los actores, y busca en cierto modo que las cosas se acepten en todos los casos tal como son. Así, la locura erasmista se convierte en reveladora de ver­ dad. Véase esta página tan elocuente: Supongamos que alguien quisiese arrancar sus disfraces a los actores que llevan a cabo su papel en un escenario, revelando a los espectadores sus auténticos rostros. ¿No perjudicará así toda la ficción escénica y no merecerá que se le considere como un loco furioso y se le eche del teatro a pedradas? De forma súbita, el espectáculo adquirirá un nuevo aspecto: donde antes había una mujer, ahora hay un hombre; antes había un viejo y ahora hay un joven; el que era rey se ha convertido en un granuja, y quien era un dios se nos aparece allí como un hombrecillo. Empero, quitar la ilusión significa hacer desaparecer todo el drama, porque es precisamente el engaño de la ficción io que seduce el ojo del espectador. Ahora bien, ¿qué es la vida del hombre, si no una comedia en la que cada uno va cubierto con su propio disfraz y cada uno declama su pápei, hasta que el director le aparta del escenario? El director siempre confía a un mismo actor la tarea de vestir ia púrpura real o ios andrajos de un miserable esclavo. En el escenario todo es ficticio, pero la comedia de la vida no se desarrolla de una manera distinta. La culminación de la locura erasmista se halla, como hemos dicho antes, en la fe: «Por último, es evidente que los locos más frenéticos son precisamente aquellos que se hallan por completo dominados por el ardor de la piedad cristiana: de ello es signo manifiesto el derroche que hacen con sus bienes, el no tener para nada en cuenta las ofensas, el resignarse ante los engaños, el no distinguir entre amigos y enemigos [...]. ¿Qué es acaso todo esto, si no locura?» Y luego, la culminación de las culminacio­ nes de la locura consiste en la felicidad celestial, propia de la otra vida, pero de la cual a veces aquí en la tierra los piadosos están en condiciones de percibir su sabor y su aroma, aunque sea durante un instante. Éstos, cuando recobran la conciencia, están convencidos de un hecho: han «toca­ do la culminación de la felicidad mientras duró su locura. Por eso, lloran por haberse vuelto cuerdos, y no quisieran más que estar locos de este modo durante toda la eternidad». La rigidez con que Erasmo fustigó a papas, prelados, eclesiásticos y monjes de su época, determinadas costumbres que se habían infiltrado en la Iglesia, así como determinadas afirmaciones doctrinales, le atrajeron la animadversión de los católicos. Más adelante algunas de sus obras serán prohibidas, y se recomendará una cierta cautela crítica con respecto a otras. Lutero, en cambio, se enfureció debido a la polémica acerca del libre arbitrio, y con una enorme violencia calificó a Erasmo de ridículo, necio, sacrilego, charlatán, sofista e ignorante, y afirmó que su doctrina era como una «mezcla de cola y de barro», «de escoria y excrementos». Lutero, como veremos a continuación, no admitía oposiciones. Los dos personajes, para llegar a objetivos que en parte eran idénticos, empren­ dieron caminos que seguían direcciones opuestas. 1.2. Martín Lutero 1.2.1. Lutero y sus relaciones con la filosofía y con el pensamiento humanístico-renacentista Con justa razón se ha dicho que ubi Erasmus innuit ibi Luterus irruit En efecto, Lutero (1483-1546) irrumpió en el escenario de la vida espiri­ tual y política de su época como un auténtico huracán, que sacudió a Europa y provocó una dolorosa fractura en la unidad del mundo cristiano. Desde el punto de vista de la unidad de la fe, el medievo acaba con Lutero y con él se inicia una fase importante del mundo moderno. Entre los numerosos escritos de Lutero recordemos el Comentario a la Carta a los Romanos (1515-1516), las 95 Tesis sobre las indulgencias (1517), las 28 tesis referentes a la Disputa de Heidelberg (1518), los grandes escritos de 1520, que constituyen los auténticos manifiestos de la reforma: Llamada a la nobleza cristiana de nación alemana para la reforma del culto cristiano, El cautiverio de Babilonia de la Iglesia, y en 1525 -en contra de ErasmoLa libertad del cristiano y el Esclavo arbitrio. Desde una perspectiva histórica el papel de Lutero posee una impor­ tancia primordial, dado que a su reforma religiosa muy pronto se añadie­ ron elementos sociales y políticos que modificaron el rostro de Europa, y por supuesto es de una importancia primordial para la historia de las Martín Lutero (1483-1546): fue el teórico de la Reforma protestante, el defensor de la teoría de la salvación mediante la sola fe (iustus vivit ex fide) religiones y del pensamiento teológico. Sin embargo, también merece un lugar en la historia del pensamiento filosófico, ya que Lutero fue portavoz de aquella misma voluntad de renovación que manifestaron los filósofos de la época, su pensamiento religioso poseyó determinadas vertientes teó­ ricas (sobre todo de carácter antropológico y teológico), y el nuevo tipo de religiosidad que él defendía influyó sobre los pensadores de la época mo­ derna (por ejemplo, sobre Hegel y sobre Kierkegaard) y contemporáneos (por ejemplo, sobre determinadas corrientes del existencialismo y de la nueva teología). Lutero asumió con respecto a los filósofos una postura completamente negativa: la desconfianza en las posibilidades de la naturaleza humana de salvarse por sí sola, sin la gracia divina (como veremos enseguida), debía conducir a Lutero a quitar todo valor a una búsqueda racional autónoma, o al intento de afrontar los problemas humanos fundamentales basándose en el logos, en la mera razón. Para él, la filosofía no es más que un vano sofisma o, aún peor, fruto de aquella soberbia absurda y abominable tan característica del hombre, que quiere basarse en sus solas fuerzas y no sobre lo único que salva: la fe. Aristóteles, desde este punto de vista, es considerado como la expresión en cierto sentido paradigmática de esta soberbia humana. (El único filósofo que parece no estar del todo incluido en esta condena es Ockham. Ockham, al escindir fe y razón -contrapo­ niéndolas- había abierto uno de los caminos que debían conducir a la postura luterana.) La siguiente página en contra de Aristóteles (y contra las universida­ des que, como sabemos, se basaban sobre todo en la lectura y el comenta­ rio de Aristóteles) resulta muy representativa: También a las universidades les hace falta una adecuada y radical reforma. Me veo obligado a decirlo, y que se lamente quien quiera. Todo lo que el papa ha ordenado e instituido está dirigido en realidad a acrecentar el pecado y el error. ¿Qué son las universida­ des? Hasta ahora al menos, no han sido instituidas para otra cosa que para ser, como dice el libro de los Macabeos, «gimnasios de efebos y de la gloria griega», en los cuales se lleva una vida libertina, se estudia muy poco sobre la Sagrada Escritura y la fe cristiana, y el único que allí reina es el ciego e idólatra maestro Aristóteles, por encima incluso de Cristo. Mi consejo sería que los libros de Aristóteles -Physica, Metaphysica, De anima y Ethica- que hasta ahora han sido reputados como los mejores, sean abolidos junto con todos los demás que hablan de cosas naturales, porque en ellos no es posible aprender nada de las cosas natura­ les, ni de las espirituales. Además, hasta ahora nadie ha logrado comprender su opinión, y a través de un trabajo, un estudio y unos gastos inútiles, muchas generaciones y almas nobles se han visto vanamente oprimidas. Puedo decir con justicia que un alfarero posee más conocimiento de las cosas naturales que el que aparece en libros de esta guisa. Me duele en el corazón que aquel maldito, presuntuoso y astuto idólatra haya extraviado y embaucado con sus falsas palabras a tantos de entre los mejores cristianos; con él, Dios nos ha enviado una plaga como castigo de nuestros pecados. En efecto, ese desventurado enseña en su mejor libro, De anima, que el alma muere junto con el cuerpo, aunque muchos hayan querido salvarlo con inútiles palabras; como si no poseyésemos la Sagrada Escritura, gracias a la cual somos abundantemente instruidos en todas las cosas de las cuales Aristóteles no experimen­ tó jamás ni el más mínimo barrunto. No obstante, ese muerto idólatra venció y expulsó, y casi pisoteó, el libro del Dios vivo; hasta tal punto que, cuando pienso en tales desventuras, llego a creer que el espíritu del mal ideó el estudio para conseguir este objetivo. Lo mismo se aplica al libro de la Ethica, el más triste de todos, completamente opuesto a la gracia divina y a las virtudes cristianas, y que sin embargo descuella. ¡Oh, lejos, lejos de los cristianos tales libros! Nadie me acuse de hablar demasiado, ni me reproche el no saber nada. ¡Querido amigo, sé bien lo que me digo! Conozco a Aristóteles igual que tú y que tus iguales, lo he leído y escuchado con más atención que santo Tomás y que Escoto, y puedo vanagloriarme de ello sin ninguna presunción y, cuando seai necesario, demostrarlo. No me preocupo por el hecho de que, durante tantos siglos, muchos intelectos sublimes se hayan esforzado en torno a él. Estos argumentos me traen sin cuidado, porque resulta evidente que, aunque hayan hecho algo, lo cierto es que numerosos errores han permanecido durante muchos años en el mundo y en las universidades. Veamos en primer lugar cuál es la posición de Lutero en el ámbito de la época renacentista, para examinar a continuación cuáles son los núcleos centrales de su pensamiento religioso teológico. En la actualidad, están muy claras las relaciones que existen entre Lutero y el movimiento huma­ nístico (en parte, ya las hemos anticipado). a) Por un lado Lutero encarna de la manera más potente -e incluso, prepotente- aquel deseo de renovación religiosa, aquel ansia de renacer a una nueva vida, aquella necesidad de regeneración, que constituyen las raíces mismas del Renacimiento: desde este punto de vista, la reforma protestante puede ser considerada como resultado de este amplio y multi­ forme movimiento espiritual. b) Además, Lutero recupera y lleva hasta sus últimas consecuencias el gran principio del retorno a los orígenes, el regreso a las fuentes y a los principios que los humanistas habían pretendido llevar a cabo mediante el retorno a los clásicos, Ficino y Pico de la Mirándola a través de la vuelta a los prisci theologi (a los orígenes de la revelación sapiencial: Hermes, Orfeo, Zoroastro, la cábala), y que Erasmo ya había hallado con toda claridad en el Evangelio y en el pensamiento de los primeros cristianos y de los Padres de la Iglesia. El retorno al Evangelio -a diferencia de Eras­ mo, que había tratado de mantener el equilibrio y la mesura- se convierte en Lutero en revolución y destrucción: todo lo que la tradición cristiana ha construido a lo largo de siglos le parece a Lutero una incrustación postiza, una edificación artificial, un peso sofocante del que hay que liberarse. La tradición ahoga al Evangelio; más aún, aquélla es la antítesis de éste, hasta el punto de que, según Lutero, «el acuerdo se hace imposible». Por lo tanto, la vuelta al Evangelio significa para Lutero no sólo un replantea­ miento drástico, sino además una eliminación del valor de la tradición. c) Como es obvio esto comporta una ruptura con la tradición religiosa y con la tradición cultural, que por muchos motivos constituía el substrato de aquélla. Como consecuencia se rechaza en bloque el humanismo, como pensamiento y como actividad teórica. En este sentido la postura de Lute­ ro se muestra decididamente antihumanística: el núcleo central de la teo­ logía luterana niega todo valor realmente constructivo a la fuente misma de donde surgen las humanae litterae, así como a la especulación filosófi­ ca, como hemos recordado antes, en la medida en que considera que la razón humana no significa nada ante Dios y atribuye la salvación única­ mente a la fe. 1.2.2. Las directrices básicas de la teología luterana Las directrices doctrinales de Lutero son en substancia tres: 1) la doc­ trina de la justificación radical del hombre a través de la sola fe; 2) la doctrina de la infalibilidad de la Escritura, considerada como única fuente de verdad; 3) la doctrina del sacerdocio universal, y la doctrina -emparen­ tada con ella- del libre examen de las Escrituras. Todas las otras proposi- dones teológicas de Lutero no son más que corolarios o consecuencias que proceden de estos principios. 1) La doctrina tradicional de la Iglesia era y sigue siendo que el hom­ bre se salva por la fe y por las obras (la fe es verdadera fe cuando se prolonga y se expresa concretamente mediante las obras; y las obras son auténtico testimonio de vida cristiana cuando se hallan inspiradas y movi­ das por la fe, y cuando están impregnadas de ella). Las obras son indispen­ sables. Lutero discutió con energía el valor de las obras. ¿Por qué motivo? Mencionamos sólo de pasada las complejas razones de carácter psicológi­ co y existencial sobre las que los estudiosos han insistido mucho, porque aquí nos interesan de modo predominante las motivaciones doctrinales. Lutero se sintió durante mucho tiempo profundamente frustrado e inca­ paz de merecer la salvación gracias a sus propias obras, que siempre le parecían inadecuadas, y la angustia ante la problematicidad de la salva­ ción eterna lo atormentó constantemente. La solución que adoptó, afir­ mando que basta la fe para salvarse, servía para liberarlo completa y radicalmente de dicha angustia. En cambio, éstas son las motivaciones conceptuales: nosotros, los hombres, somos criaturas hechas de la nada y, en cuanto tales, no pode­ mos hacer nada bueno que sea de valor ante los ojos de Dios: nada que permita, pues, convertirnos en aquellas «nuevas criaturas», en las que se dé aquel renacer exigido por el Evangelio. Al igual que Dios nos ha creado de la nada con un acto de voluntad libre, del mismo modo nos regenera con un acto análogo de libre voluntad, completamente gratuito. Después del pecado de Adán el hombre decayó hasta el punto de que por sí solo no puede hacer absolutamente nada. Todo lo que proviene del hombre, en sí mismo considerado, es concupiscencia, término que en Lutero designa todo lo que se halla ligado al egoísmo, al amor propio. En tales circunstancias, la salvación del hombre sólo depende del amor divi­ no, que es un don absolutamente gratuito. La fe consiste en comprender esto y en confiarse totalmente al amor de Dios. En la medida en que es un acto de confianza total en Dios, la fe nos transforma y nos regenera. Éste es uno de los pasajes más significativos acerca del tema, perteneciente al Prefacio de la Epístola a los Romanos, de Lutero: Fe no es aquella humana ilusión y aquel sueño que algunos piensan que es la fe. Y si ven que de ésta no proviene un mejoramiento de la vida, ni buenas obras, aunque oigan hablar -o hablen mucho ellos mismos- de fe, caen en el error y dicen que la fe es insuficiente y que es necesario hacer obras, convertirse en piadosos y santos. Por lo tanto, si escuchan el Evangelio, profieren en su corazón un pensamiento propio, y dicen: «Yo creo.» Se imaginan que esto es verdadera fe; pero puesto que se trata únicamente de un pensamiento humano que lo más íntimo del corazón desconoce, no tiene eficacia y de ello no se deriva ningún mejoramiento. En cambio, la fe es una obra divina en nosotros, que nos transforma y nos hace nacer de nuevo en Dios (...). Mata al viejo Adán, nos transforma por completo desde nuestro corazón, nuestro ánimo, nuestro sentir y todas las energías, y trae consigo al Espíritu Santo. Oh, la fe es algo vivo, activo, operante, poderoso, y le resulta imposible no estar obrando continuamente el bien. Ni siquiera exige que haya que llevar a cabo obras buenas; antes de que se planteen, ya las ha hecho, y siempre está en acción. Pero quien no realiza tales obras es un hombre sin fe, camina a ciegas y busca a su alrededor la fe y las obras, y no sabe qué son la fe o las obras buenas, pero parlotea mucho acerca de la fe y de las buenas obras. La fe justifica sin ninguna obra; y aunque Lutero admite, una vez que existe la fe, que se produzcan buenas obras, niega que posean el sentido y el valor que se les atribuía tradicionalmente. Conviene recordar, por ejemplo, lo que implica esta doctrina con respecto a la cuestión de las indulgencias (y las consiguientes polémicas que se entablaron), ligada con la teología de las obras (que nos limitaremos sólo a mencionar), pero que va mucho más allá de tales polémicas, afectando los cimientos mismos de la doctrina cristiana. Lutero no se limitó a rectificar los abusos vinculados con la predicación de las indulgencias, sino que eliminó de raíz la base doctrinal en que se aplicaban, lo cual tuvo gravísimas consecuencias, de las que más adelante hablaremos. 2) Todo lo que ya se ha dicho basta para dar a entender el sentido de la segunda directriz básica del luteranismo. Todo lo que sabemos de Dios y de la relación entre hombre y Dios nos lo dice Dios en las Escrituras. Éstas deben entenderse con un absoluto rigor y sin la intromisión de razonamientos o de glosas rnetafísico-teológicas. La Escritura, por sí sola, constituye la infalible autoridad de la que tenemos necesidad. El papa, los obispos, los concilios y la tradición en su conjunto no sólo no favorecen, sino que obstaculizan la comprensión del texto sagrado. Hemos visto que esta enérgica llamada a la Escritura era algo caracte­ rístico de muchos humanistas. Sin embargo, los estudios más recientes han demostrado también que, cuando Lutero decidió afrontar la traducción y la edición de la Biblia, ya circulaban numerosas ediciones, tanto del Anti­ guo como del Nuevo Testamento. Según cálculos efectuados sobre bases bastante exactas, debían circular al menos cien mil ejemplares del Nuevo Testamento, y unos ciento veinte mil de los Salmos. No obstante, la de­ manda resultaba aún muy superior a la oferta. Y la gran edición de la Biblia de Lutero respondía precisamente a esta necesidad, lo que causó su gran éxito. No fue Lutero, por lo tanto, quien -como antes se decía- llevó a los cristianos a leer la Biblia, pero fue Lutero quien supo satisfacer mejor que nadie aquella imperiosa necesidad de lectura directa de los textos sagrados, que había madurado en su época. Hay que poner de relieve un aspecto. Los especialistas han observado que, en la Biblia, los humanistas buscaban algo diferente a lo que buscaba Lutero. Aquéllos querían hallar en ella un código de comportamiento ético, las reglas del vivir moral. Lutero, en cambio, buscaba allí la justifi­ cación de la fe, ante la cual (de la forma en que él la entiende) pierde todo significado el código moral, en sí mismo considerado. 3) La tercera directriz básica del luteranismo se explica adecuadamen­ te, no sólo con la lógica interna de la nueva doctrina (entre el hombre y Dios, el hombre y la palabra de Dios, no hay ninguna necesidad de un intermediario especial), sino a través de la situación histórica que había aparecido a finales de la edad media y durante el renacimiento: el clero se había mundanizado, había perdido credibilidad, y ya no se apreciaba una distinción efectiva entre sacerdotes y laicos. Las rebeliones de Wyclif y de Hus, hacia finales del medievo (cf. volumen I, p. 555s) son particularmen­ te significativas. A propósito de estos precedentes históricos, J. Delumeau escribe: «Al rechazar los sacramentos, Wyclif rechaza al mismo tiempo la Iglesia jerárquica. Los sacerdotes (que deben ser todos iguales) para él no son más que los dispensadores de la palabra, pero Dios es el único que obra todo en nosotros y hace que descubramos su doctrina en la Biblia. Unos años más tarde Jan Hus enseña que un sacerdote en estado de pecado mortal ya no es un auténtico sacerdote, cosa que también se aplica a los obispos y al papa» (La Riforma, Mursia, Milán 1975). No era preciso esforzarse demasiado, pues, para llegar a las últimas conclusiones, como hizo Lutero: un cristiano aislado puede tener razón contra un concilio, si se halla iluminado e inspirado directamente por Dios. Por lo tanto, no es necesario que haya una casta sacerdotal, ya que cada cristiano es sacerdote con respecto a la comunidad en la que vive. Todo hombre puede predicar la palabra de Dios. Se elimina así la distin­ ción entre clero y laicos, aunque no se elimine el ministerio pastoral en cuanto tal, indispensable para una sociedad organizada. A este respecto las cosas tomaron un cariz muy negativo. La libertad de interpretación abrió el camino a una serie de perspectivas no deseadas por Lutero, que gradualmente se convirtió en dogmático e intransigente, y pretendió en cierto sentido estar dotado de aquella infalibilidad que le había discutido al papa (con razón se le llegó a llamar «el papa de Wittenberg»). Peor aún fue lo que sucedió cuando, perdida toda confianza en el pueblo cristiano organizado sobre bases religiosas, debido a una infinidad de abusos, Lutero entregó a los príncipes la Iglesia que había reformado: nació así la Iglesia de Estado, antítesis de aquella a la cual habría debido conducir la reforma. Mientras Lutero afirmaba solemnemente la libertad de la fe, en la práctica se contradecía de una forma radical. En 1523 había escrito (em­ pleamos los documentos de Delumeau, antes citado): «Cuando se habla de la fe, se habla de algo libre, a lo que nadie puede obligar. Sí, es una operación de Dios en el espíritu, y por tanto queda excluido que un poder externo al espíritu pueda obtenerla mediante la fuerza.» En enero de 1525 insistía: «En lo que se refiere a los herejes y a los falsos profetas y docto­ res, no debemos extirparlos ni exterminarlos. Cristo dice con claridad que debemos dejarlos vivir.» Sin embargo, a finales de ese mismo año, Lutero escribía: «Los príncipes deben reprimir los delitos públicos, los perjurios, las blasfemias manifiestas del nombre de Dios», si bien añadía: «pero en esto, no ejerzan ninguna constricción sobre las personas, dejándolas en libertad... de maldecir a Dios en secreto o de no maldecirlo.» Poco des­ pués, escribía al elector de Sajonia: «En una localidad determinada no debe haber más que un solo tipo de predicación.» De esta manera gra­ dual, Lutero indujo a los príncipes a controlar la vida religiosa y llegó a exhortarles a amenazar y a castigar a todos los que descuidaban las prácti­ cas religiosas. El destino espiritual del individuo se transformaba así en privilegio de la autoridad política y nacía el principio: cuius regio, huius religio. 1.2.3. Vertientes pesimistas e irracionalistas del pensamiento de Lutero Los componentes pesimistas e irracionalistas del pensamiento luterano se hacen evidentes en todas sus obras, pero de un modo especial en el Esclavo arbitrio, escrito contra Erasmo. En esta obra, se invierte del todo y se expone al revés aquella dignidad del hombre tan apreciada por los humanistas italianos, y de la cual el propio Erasmo había sido defensor. El hombre sólo se puede salvar si comprende que no puede ser en absoluto artífice de su propio destino. Su salvación no depende de él mismo, sino de Dios, y mientras esté neciamente convencido de poder actuar por su cuenta, se engaña y no hace otra cosa que pecar. Es preciso que el hombre aprenda a desesperar de sí para encontrar el camino hacia la salvación, ya que al desesperar de sí mismo se confía a Dios y todo lo espera de su voluntad, con lo cual se aproxima a la gracia y a la salvación. El género humano, en sí mismo considerado -esto es, sin el espíritu de Dios- es el reino del Diablo, es un confuso caos de tinieblas. El arbitrio humano es, siempre y únicamente, esclavo: de Dios, o del Demonio. Lutero compara la voluntad humana a un caballo que se encuentra entre dos jinetes: Dios y el Demonio. Si lleva a Dios en su lomo, quiere ir y va adonde Dios quiera; si lleva encima al Demonio, quiere ir y va donde vaya el Demonio. Ni siquiera posee la facultad de elegir entre los dos jinetes; éstos disputan entre sí para apoderarse de ella. A quienes encuentren injusta esta fatalidad humana, que implica una predestinación, Lutero responde lo siguiente, con una doctrina precedente del voluntarismo ockhamiano: Dios es Dios, precisamente porque no tiene que dar cuentas de lo que quiere y de lo que hace, y se halla muy por encima de aquello que parece justo o injusto al derecho de los hombres. La naturaleza y la gracia, al igual que razón y fe, se hallan radicalmen­ te escindidas. El hombre, cuando actúa de acuerdo con su naturaleza, no puede hacer otra cosa que pecar, y cuando piensa únicamente con su intelecto, sólo puede equivocarse. Las virtudes y el pensamiento de los antiguos no son más que vicios y errores. Ningún esfuerzo humano salva al hombre, sino exclusivamente la gracia y la misericordia de Dios: ésta es la única certidumbre que, según Lutero, nos otorga la paz. 1.3. Ulrico Zuinglio, el reformador de Zurich Ulrico Zuinglio (1484-1531) fue primero discípulo de Erasmo y, a pe­ sar de haber roto formalmente con él, siguió ligado en profundidad a la mentalidad humanista. Aprendió el griego y el hebreo, y no sólo estudió la Sagrada Escritura, sino también a los pensadores antiguos: Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca. Por lo menos al comienzo de su evolución espiritual, compartió la convicción de Ficino y de Pico de la Mirándola acerca de la revelación difundida con universalidad, fuera incluso del ámbito de la Biblia. A partir de 1519 comenzó su actividad como predica­ dor luterano en Suiza. Zuinglio fue un ardiente defensor de algunas de las tesis fundamentales de Lutero, y en particular, de las siguientes: a) la Escritura es la única fuente de la verdad, b) El papa y los concilios no poseen una autoridad que vaya más allá de las de las Escrituras, c) La salvación proviene de la fe y no de las obras, d) El hombre está predes­ tinado. A Zuinglio le separaban de Lutero, además de ciertas ideas teológicas (en particular, sobre los sacramentos, a los que concedía únicamente un valor casi simbólico), su cultura humanística con grandes ribetes de racio­ nalismo y un profundo patriotismo helvético (este último le llevó incons- cientemente a otorgar una consideración privilegiada a los habitantes de Zurich, como si éstos fuesen los elegidos por excelencia). Para dar una idea concreta de la derivación en sentido humanístico-renacentista de la doctrina de Zuinglio, analicemos dos puntos de gran importancia: el pecado y la conversión, y la reaparición de temas ontológicos de carácter panteista. En lo que concierne al pecado, Zuinglio repite que tiene sus raíces en el amor propio (egoísmo). Todo lo que hace el hombre en cuanto hombre, está determinado por este amor propio y5por lo tanto, es pecado. La conversión es una iluminación de la mente. Estas son las palabras textuales de Zuinglio: «Quienes tienen confianza en Cris­ to se transforman en hombres nuevos. ¿De qué modo? ¿Abandonando quizá su antiguo cuerpo para revestirse de uno nuevo? Ciertamente no, el cuerpo viejo subsiste. ¿Subsiste también la enfermedad? Subsiste. ¿Qué se renueva entonces en el hombre? La mente. ¿De qué modo? Así: antes ella ignoraba a Dios, pero donde hay ignorancia de Dios, no queda otra cosa que carne, pecado, amor a sí mismo. Una vez que ha reconocido a Dios, el hombre se comprende de verdad a sí mismo, interior y exteriormente. Y después de haberse conocido, se desprecia. En consecuencia, ocurre que piensa que todas sus obras -inclusive aquellas que hasta aquel momento solía considerar como buenas- carecen de valor. Cuando a tra­ vés de la iluminación de la gracia celestial la mente humana reconoce a Dios, el hombre se convierte en nuevo.» El subrayar la iluminación de la mente muestra con toda claridad el intento de recuperar (dentro de los límites concretos que se han indicado) las facultades racionales del hombre. En lo que concierne al segundo punto, conviene señalar que Dios vuelve a ser concebido en sentido ontologico como Aquel que es por su propia naturaleza y, por lo tanto, como fuente de lo que es. Para Zuinglio, el ser de las cosas no es más que el ser de Dios, puesto que Dios extrajo de su propia esencia el ser de las cosas al crearlas. Por eso afirma Zuinglio: «Dado que el ser de las cosas no procede de Dios como si su existir y su esencia fuesen diferentes de la de Dios, de ello se sigue que, por lo que respecta a la esencia y la existencia, no existe nada que no sea la divinidad: en efecto, ésta es el ser de todas las cosas.» La predestinación, en opinión de Zuinglio, se integra dentro de un contexto determinista y es considerada como uno de los aspectos de la providencia. Hay un signo seguro para reconocer a los elegidos y consiste precisamente en el tener fe. Los fieles, en cuanto elegidos, son todos iguales. La comunidad de los fieles se constituye asimismo como comuni­ dad política. De esta manera la reforma religiosa desembocaba en una concepción teocrática, sobre la que pesaban ambigüedades de distintos tipos. Zuinglio murió en 1531, combatiendo contra las tropas de los cantones suizos católicos. Las iras de Lutero contra él -comenzadas apenas Zuin­ glio dio señales de autonomía- no cesaron ni siquiera con la muerte de éste, que Lutero comentó en estos términos: «Zuinglio ha tenido el final de un asesino (...); amenazó con la espada y tuvo la recompensa que merecía.» Lutero había afirmado solemnemente (citando las palabras del Evangelio) que «quien utilice la espada, con espada perecerá», y que no había que usar la espada en defensa de la religión. Sin embargo, ya en 1525, exhortó a Felipe de Hesse a reprimir con sangre la rebelión campesi­ na dirigida por Tomás Müntzer, que había sido convertido por el propio Lutero y nombrado pastor en una localidad de Sajonia. En aquel momen­ to se hacía ya imposible detener la espiral de violencia: se estaba difun­ diendo inevitablemente el germen de las guerras de religión, que se iban a convertir en una de las mayores calamidades de la Europa moderna. 1.4. Calvino y la reforma de Ginebra Jean Cauvin nació en Noyon (Francia), en 1509, y se formó sobre todo en París, donde estuvo sometido al influjo humanístico del círculo de Jacques Lefévre d’Étaples (Faber Stapulensis, 1455-1536). No obstante, su fortuna se halla ligada con la ciudad de Ginebra, donde actuó en par­ ticular entre 1541 y 1564, año en que murió. Allí supo llevar a la práctica un gobierno teocrático inspirado en la reforma, muy rígido en sus relacio­ nes con la vida religiosa y moral de los ciudadanos, y sobre todo en rela­ ción con los disidentes. Se ha dicho que el calvinismo fue el más dinámico entre los diversos tipos de protestantismo. Comparado con Lutero, Calvi­ no fue más pesimista con respecto al hombre, pero más optimista con respecto a Dios. Si para Lutero el texto básico era Mateo 9,2: «Tus peca­ dos te son perdonados», para Calvino en cambio se trataba de la Epístola a los Romanos 8,31: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra de nosotros?» Calvino se convenció de que Dios estaba con él al construir la ciudad de los elegidos en la tierra, Ginebra, el nuevo Israel de Dios. R.H. Bainton (La riforma protestante, Einaudi, Turín 1958) señala que «para Calvi­ no la doctrina de la elección constituía un consuelo inefable», porque libera al hombre de todas las angustias y preocupaciones, «de modo que pueda consagrar todas sus energías al servicio constante del Dios sobera­ no. Por eso el calvinismo educó una raza de héroes». Bainton resume así el objetivo de los calvinistas: «Su labor consistía en instaurar una teocra­ cia, una réplica de santos, una colectividad en la que cada miembro no tuviese otro pensamiento que la gloria de Dios. No se trataba de una colectividad gobernada por la Iglesia o el clero, ni tampoco de una colec­ tividad de tipo bíblico en sentido estricto, porque Dios es más grande que cualquier libro, incluido aquel que contiene su palabra. La colectividad de los santos habría debido caracterizarse por aquel paralelismo entre Iglesia y Estado que había sido el ideal de la edad media y de Lutero, pero qpe nunca se había llevado a la práctica y que jamás podría llevarse a la práctica, a no ser en una colectividad selectísima (como Calvino había intentado en Ginebra), en la que clero y laicado, consejo municipal y ministros de Dios estuviesen inspirados en todos los casos por el espíritu divino. Calvino se aproximó a tal realización en mayor medida que cual­ quier otro dirigente religioso del siglo xvi.» La doctrina de Calvino se halla expuesta sobre todo en la Institución de la religión cristiana, de la que a partir de 1536 se hicieron numerosas ediciones, tanto en latín como en francés. Al igual que Lutero, Calvino estava convencido de que la salvación está únicamente en la palabra de Dios revelada en la Sagrada Escritura. Toda representación de Dios que Calvino no provenga de la Biblia, sino de la sabiduría humana, es un vano produc­ to de la fantasía, es un mero ídolo. La inteligencia y la voluntad humanas fueron condicionadas de manera irreparable por el pecado de Adán, de forma que la inteligencia confunde lo verdadero y la voluntad se inclina hacia el mal. Más en particular, explica Calvino, el pecado original redujo y debilitó (aunque no eliminó del todo) los dones naturales del hombre, al tiempo que eliminaba por completo los sobrenaturales. Al igual que Lutero, Calvino insiste sobre el arbitrio esclavizado y plantea la obra de la salvación -que únicamente se consigue a través de la fe- como obra del poder de Dios. Si nosotros pudiésemos hacer lo más mínimo con nuestras solas fuerzas, gracias a nuestro libre arbitrio, Dios dejaría de ser en plenitud nuestro creador. Sin embargo, mucho más allá de Lutero, Calvino insiste sobre la predestinación, ensanchando el senti­ do de la omnipotencia del querer divino, hasta el punto de que la voluntad y las decisiones humanas se encuentran subordinadas casi por completo a dicho querer de Dios. Substituye el determinismo de tipo estoico, de carácter naturalista y panteísta, por una forma de determinismo teísta y trascendentalista tan extremada como la precedente. Por lo tanto, «provi­ dencia» y «predestinación» son dos conceptos básicos para el calvinismo. La providencia, en cierto modo constituye la prolongación del acto creador y su actividad se extiende sobre todos, no sólo en general, sino también en los detalles, sin ninguna limitación: «Dios (...) mediante su designio secreto, gobierna enteramente todo lo real, hasta el punto de que no sucede nada que él mismo no haya determinado, en conformidad con su sapiencia y su voluntad.» Calvino, de esta manera, lleva su determinis­ mo teológico hasta sus últimas consecuencias: «Todas las criaturas, las in­ feriores y las superiores, se hallan a su servicio, de modo que él las emplea para aquello que quiera.» Además, especifica: «No sólo están en su poder los acontecimientos naturales, sino que gobierna asimismo los corazones de los hombres, conduce arbitrariamente sus voluntades hacia aquí o ha­ cia allá, guiando sus acciones de un modo que hace que ellos no puedan realizar más que lo que él ha decretado.» La predestinación es «el eterno designio de Dios, mediante el cual él determinó lo que quería hacer de cada hombre. En efecto, Dios no crea a todos en iguales condiciones, sino que ordena a unos hacia la vida eterna, y otros, hacia la eterna condenación. Así, según el fin para el cual haya sido creado el hombre, decimos que está predestinado a la muerte o a la vida». Sería sencillamente absurdo buscar las causas de tal decisión de Dios. O mejor dicho, la causa consiste en la libre voluntad de Dios mismo, y «ninguna ley y ninguna norma puede estar mejor pensada, y ser más equitativa, que su voluntad». El pecado original de Adán no fue simplemente permitido por Dios, sino querido y determinado por él. Esto sólo puede parecer absurdo a quienes no temen a Dios y no comprenden que la culpa misma de Adán, así concebida, se inscribe en un diseño providencial admirable y superior. De la postura protestante, según Max Weber, procede el espíritu del capitalismo. En efecto, Lutero fue el primero que tradujo el concepto de trabajo mediante el término Beruf, que en alemán significa «vocación» en el sentido de «profesión», pero limitándolo a las actividades agrícolas y artesanas. Los calvinistas lo extendieron a todas las actividades producto- Felipe Melanchthon (1497-1560): trató de recuperar algunas conquistas del humanismo en el ámbito de la teología luterana. Buscó llevar a cabo una mediación entre luteranismo y catolicismo, empleando para ello una gran delicadeza. Sin embargo, los acontecimientos ya se habían precipitado de forma irreparable ras de riqueza, y en dicha producción de riqueza -y en el éxito vinculado con ésta- vieron una especie de signo tangible de la predestinación y, por tanto, un notable incentivo para el compromiso profesional. 1.5. Otros teólogos de la reforma y figuras vinculadas al movimiento protestante Entre los discípulos de Lutero tuvo bastante importancia Felipe Melanchthon (1497-1560), quien fue gradualmente atenuando determinadas asperezas de su maestro, intentando una especie de mediación entre las posiciones de la teología luterana y de la teología católica ortodoxa. La obra que le hizo famoso se titula Loci communes (que contiene exposicio­ nes sintéticas acerca de los fundamentos teológicos), publicada en 1521 y reeditada varias veces, en versiones cada vez más moderadas. Melanchthon trató de corregir a Lutero en tres puntos claves. 1) Sostu­ vo la tesis de que la fe desempeña un papel esencial para la salvación, pero que el hombre colabora con sus obras y actúa casi como una concausa de la salvación. 2) Devolvió su valor a la tradición, con objeto de acabar con los conflictos teológicos que había desencadenado la teoría de libre exa­ men. 3) Pareció otorgar un espacio, aunque exiguo, a la libertad. Repro­ chó a Lutero su carácter despótico, su rigidez y su belicosidad. Sus hábiles designios de reconciliación entre los cristianos se esfumaron en 1541 en Ratisbona, donde las partes en cuestión (luteranos, calvinistas y católicos) no aceptaron las bases de acuerdo propuestas por él. En Miguel Servet (1511-1553) se descubren acusadas señales de racio­ nalismo. En su obra Los errores de la Trinidad (1531) puso en tela de juicio el dogma trinitario y, por consiguiente, la divinidad de Cristo. Para Servet, se trataba de un hombre que se había aproximado a Dios de una manera extraordinaria, y al que los hombres deben tratar de imitar. Fue condenado a muerte por Calvino, intolerante con respecto a cualquier disenso en materia de dogma. Son dignos de mención Lelio Socino (1525-1563) y, sobre todo, su sobrino Fausto Socino (1539-1604), quien, refugiado en Polonia, creó una secta religiosa llamada de los «hermanos polacos». Según Socino, el hom­ bre, a diferencia de lo que afirmaban los demás reformadores, puede merecer la gracia, porque es libre. La Escritura es la única fuente a través de la cual conocemos a Dios y la inteligencia humana debe ejercitarse en la labor de interpretación de los textos sagrados. En esta interpretación, todos son realmente libres. Socino tiende a interpretar los dogmas en una clave pretendidamente ética y racionalista, de manera antitética al irracionalismo de fondo de luteranos y calvinistas. En cambio, el aspecto místico que es propio de la reforma protestante fue llevado hasta sus últimas consecuencias por Sebastian Franck (1499-1542), de quien se hicieron famosas sus Paradojas (1534), Valentín Weigel (1533-1588), cuyas obras sólo circularon después de su muerte, y Jakob Bóhme (1575-1624), de quien son muy conocidas las obras La auro­ ra naciente (1612) y Los tres principios de la naturaleza divina (1619). Este último pensador influirá sobre todo en los pensadores de la época román­ tica. Es imposible resumir el conjunto de ideas de Bóhme, ya que se trata de expresiones de una experiencia mística vivida y sufrida con intensidad. Se trata de alucinaciones metafísicas en sentido estricto, como alguno ha llegado a decir. G. Fraccari resume el sentido de esta experiencia en los siguientes términos: «Para Bóhme la verdadera Vida es la angustia del individuo desesperadamente solo, frente a un infinito que permanece mudo ante sus requerimientos; es la tensión explosiva hacia una solución, es el relámpa­ go que repentinamente aparta las tinieblas, es el reino de la alegría en el que se realiza la gran conciliación entre las partes y el Todo, es la majestad de Dios, en la que la potencia de Dios se despliega en su armoniosa totalidad. Bóhme, sin duda, estaba convencido de que escribía para unos pocos (lo cual explica su esoterismo) y estaba persuadido de que su len­ guaje mismo, a pesar de su carácter lleno de imágenes y de la magia de su estilo, era por sí mismo insuficiente para iluminar a las almas de los hom­ bres, sin la intervención de algo más, que les ayudase a recorrer el último tramo que va desde el mundo visible hasta el invisible. Escribía en su Epistolario: “Os digo, egregio Señor, que hasta ahora en mis escritos sólo habéis visto un reflejo de semejantes misterios, puesto que jamás pueden ser descritos. Si Dios os reconoce podréis oír, gustar, oler, sentir y ver las inexpresables palabras de Dios.” Existe en el proceso místico un instante en el que, cuando la tensión del individuo llega a su culminación, intervie­ ne una fuerza superior, para llevar a cabo el pasaje definitivo desde lo visible hasta lo invisible.» Las obras de Bóhme suscitaron una gran oposición, pero, quizás por haber elegido una vida sencilla, trabajando como artesano, no se le persi­ guió y substancialmente fue tolerado. 2. C o n t r a r r e f o r m a y r e f o r m a c a t ó l ic a Los conceptos historiográficos de «contrarreforma» y «reforma católica» Hubert Jedin ha observado con agudeza que «los conceptos históricos son como las monedas que, por lo general, se manejan sin observar con atención su acuñación. No obstante, cuando se las observa con cuidado bajo su luz, a menudo se advierte que no están grabadas con la nitidez que cabría esperar en monedas de curso legal». Esto está en función del hecho de que los conceptos históricos son extremadamente complejos y en la mayoría de los casos están generados por una serie de causas difíciles de determinar, como hemos visto por ejemplo en el caso de las nociones de humanismo y de renacimiento. Esta observación también se aplica al concepto de «contrarreforma». El término fue acuñado en 1776 por Pütter -jurista de Gotinga- y tuvo enseguida un éxito enorme. En el término se halla implícita una connota­ ción negativa (contra, anti), es decir, la idea de conservación y de reacción y, casi, como de una especie de retroceso con respecto a las posturas de la reforma protestante. Sin embargo, los estudios realizados sobre este mo­ vimiento, que fue bastante amplio y articulado, llevaron paulatinamente a descubrir la existencia de un complejo movimiento -que se manifestó de 2 .1 . formas diversas- cuyo objetivo era regenerar la Iglesia desde su interior, cuyas raíces se remontan al final del medievo y que luego se extiende en el transcurso de la época renacentista. A este proceso de renovación desde el interior de la Iglesia se le ha dado el nombre de «reforma católica», que en la actualidad recibe una aceptación casi general. Se ha llegado a la conclu­ sión, hoy en día, de que aquel complicado proceso que se denomina «con­ trarreforma» habría sido imposible sin la existencia de dichas fuerzas rege­ neradoras desde el interior del catolicismo. Jedin señala: «La Iglesia recibe de la reforma católica la fuerza necesa­ ria para defenderse de las innovaciones. Esa reforma constituye la premi­ sa para la contrarreforma. Todo lo que hace, favorece indirectamente la defensa, pero considerada en sí misma, no es una defensa, sino el desarro­ llo de las leyes vitales de la Iglesia misma. Para defenderse del enemigo, la Iglesia busca nuevos métodos y nuevas armas, que le ayudan a atacar para reconquistar lo que había perdido. Al conjunto de características que se desarrollaron en la Iglesia con posterioridad a esta reacción y a su puesta en práctica, se le da el nombre de “contrarreforma”.» La contrarreforma posee un aspecto doctrinal que se expresa a través de la condena a los errores del protestantismo y mediante una formulación positiva del dogma católico. También se manifiesta por medio de una peculiar forma de militanci *activa, sobre todo como la que fue propugna­ da por Ignacio de Loyola y por la Compañía de Jesús que él fundó (apro­ bada oficialmente por la Iglesia en 1540). La contrarreforma también se manifestó en una serie de medidas restrictivas y coercitivas, como por ejemplo la institución de la Inquisición romana en 1542 y la compilación del índice de libros prohibidos. (Sobre este último punto, cabe recordar que la imprenta se había convertido en el más eficaz instrumento de difu­ sión de las ideas protestantes, lo cual suscitó la creación del índice mencio­ nado.) La conexión entre reforma católica y contrarreforma se produce, se­ gún Jedin, en la función central del papado: «El papado interiormente renovado se transforma en promotor de la contrarreforma, impulsando a las fuerzas religiosas a reaccionar contra las novedades con los medios políticos existentes. Los decretos del concilio de Trento son para los papas un medio de alcanzar ese objetivo, y la orden de los jesuítas, un instru­ mento realmente potente que tienen a su servicio.» Algún historiador se muestra partidario de omitir la distinción entre las nociones de «reforma católica» y «contrarreforma». Sin embargo, Je­ din posee buenas razones para defender su mantenimiento, ya que expre­ san dos caras diferentes del fenómeno. Es evidente que en toda una serie de acontecimientos los dos movimientos son inseparables y avanzan en paralelo, pero no por ello deben confundirse. Jedin resume así, con una claridad ejemplar, la diferencia entre los conceptos historiográficos de «reforma» y «contrarreforma», y su complementariedad: «A mi parecer (...) es necesario conservar la dualidad de conceptos. La historia de la Iglesia la necesita, para mantener separadas dos líneas evolutivas, diferen­ tes en su origen y en su esencia: una espontánea, apoyada sobre la conti­ nuidad de la vida interna; otra dialéctica, provocada por la reacción contra el protestantismo. En la reforma católica, la fractura religiosa sólo ejerce una función disgregadora, mientras que en la contrarreforma actúa como impulso. En la noción de “restauración católica”, la primera de las dos funciones no queda suficientemente simbolizada, ya que falta el paralelis­ mo con la reforma protestante; la segunda función resulta indicada con aún menor propiedad, ya que se ignora por completo la acción recíproca católica. El concepto de “contrarreforma” la pone en evidencia, pero infravalora el elemento de continuidad. Si queremos comprender la evolu­ ción de la historia de la Iglesia durante el siglo xvi, hemos de tener en cuenta siempre estos elementos fundamentales: el elemento de la conti­ nuidad, expresado mediante el concepto de “reforma católica”, y el ele­ mento de reacción, expresado mediante el concepto de “contrarrefor­ ma”.» Por eso, a la pregunta de si se debe hablar de «reforma católica» o de «contrarreforma», Jedin responde: «No se debe decir: reforma católica o contrarreforma, sino reforma católica y contrarreforma. La reforma católica es la reflexión sobre sí misma que realiza la Iglesia, para llegar al ideal de vida católica que se puede alcanzar mediante una renovación interna: la contrarreforma es la autoafirmación de la Iglesia en la lucha contra el protestantismo. La reforma católica se basó en la autorreforma de los miembros de la Iglesia durante la baja edad media; creció bajo el aguijón de la apostasía y logró la victoria mediante la conquista del papa­ do y la organización y realización del concilio de Trento: es el alma de la Iglesia que recobra su vigor originario, mientras que la contrarreforma es su cuerpo. A través de la reforma católica se hace acopio de las fuerzas que, más adelante, se utilizarán en la contrarreforma. El papado es el punto en que ambas se intersecan. La ruptura religiosa le substrajo fuer­ zas muy valiosas a la Iglesia, aniquilándolas, pero también despertó a aquellas fuerzas que todavía existían, las acrecentó y las obligó a luchar hasta el final. Fue un mal, pero un mal del que también surgió algo positi­ vo. En los dos conceptos de “reforma católica” y de “contrarreforma” se incluyen asimismo los efectos que de ellos se derivan.» 2.2. El concilio de Trento Hasta el momento, la Iglesia católica ha convocado 21 concilios ecu­ ménicos, desde el concilio de Nicea en el 325 hasta el Vaticano n de 1962-1965. El concilio de Trento -decimonoveno, y celebrado entre 1545 y 1563- fue sin duda uno de los más importantes. También es, quizás, uno de los más famosos, aunque no haya sido el más concurrido ni el más fastuoso, e incluso su duración se reduce de manera notable si se tienen en cuenta los años en que estuvo interrumpido (desde 1548 hasta 1551, y desde 1552 hasta 1561). En efecto, tuvo una grandísima importancia para la historia de la Iglesia y del catolicismo, y su eficacia fue muy notable. La importancia de este concilio reside en el hecho de que a) adoptó una postura doctrinal clara con respecto a las tesis protestantes y b) pro­ movió la renovación de la disciplina eclesiástica, que los cristianos anhela­ ban desde hacía mucho tiempo, dando indicaciones precisas acerca de la formación y conducta del clero. Para dar una idea sobre el espíritu refor­ mador que animaba al concilio, citemos el canon i del «decreto de re­ forma» (sesión xxn, 17 de setiembre de 1562): «No hay nada que impul­ se más y con mayor asiduidad a los demás a la piedad y al culto de Dios, que la vida y el ejemplo de aquellos que se han dedicado al ministerio divino. Al verles por encima de los afanes del mundo, y en un mundo más elevado, los otros se miran en ellos como en un espejo y obtienen de ellos un ejemplo que imitar. Por lo tanto es absolutamente necesario que los clérigos, llamados a tener a Dios como su propia heredad, den a su vida, a sus costumbres, a su vestido, a su modo de comportarse, de caminar, de hablar, y a todas sus otras acciones, un tono que muestre gravedad, mode­ ración y una plena religiosidad. Desaparezcan, pues, las faltas ligeras, que en ellos parecerían grandísimas, para que sus acciones puedan inspirar veneración a todos.» Los temas que aparecen en las lamentaciones -real­ mente generalizadas- con respecto a las disipadas costumbres del clero de la baja edad media y del renacimiento se enumeran aquí de manera total y perfecta, concretándose con gran precisión en los demás cánones del decreto. Hay que destacar además que en el concilio de Trento la Iglesia reco­ bra su plena conciencia de ser Iglesia de cura de almas y de misión, y se fija a sí misma este objetivo primordial: Salus animarum suprema lex esto. Se trata de un cambio de dirección básica, que asume una trascendencia histórica y que Jedin valora en estos términos: «Nos hallamos ante un giro que, para la historia de la Iglesia, tiene el mismo significado que los descu­ brimientos de Copérnico y de Galileo poseen para la imagen del mundo elaborada por las ciencias n Atúrales.» En lo que concierne al primer punto antes mencionado, que es lo que aquí más nos interesa, hay que observar lo siguiente. En los documentos del concilio se emplean con parsimonia y con cau­ tela los términos y los conceptos tomistas y escolásticos. Como ha sido advertido con razón por los intérpretes más atentos de este fenómeno, la medida que se utiliza es la fe de la Iglesia y no una escuela teológica en particular. Se analizan sobre todo las cuestiones de fondo suscitadas por los protestantes: la justificación por la fe, las obras, la predestinación y, con una gran amplitud, los sacramentos. Los protestantes solían reducir­ los exclusivamente al bautismo y la eucaristía. En particular, se reitera la doctrina de la transubstanciación eucarística, según la cual la substancia del pan y del vino se transforma, durante el sacrificio de la misa, en la carne y la sangre de Cristo. En cambio Lutero hablaba de consubstancia­ ción, que implicaba la permanencia del pan y del vino, aunque se diese la presencia de Cristo, mientras que Zuinglio y Calvino tendían a una inter­ pretación simbólica de la eucaristía. Asimismo se reafirma el valor de la tradición. Citemos algunos de los documentos más significativos, que sirven para ilustrar alguno de estos puntos. Con respecto a la justificación por la fe, se dice: Son causas de esta justificación: causa final, la gloria de Dios y de Cristo, y la vida eterna; causa eficiente, la misericordia de Dios, que purifica y santifica gratuitamente, señalando y ungiendo con el Espíritu de la promesa, aquel santo que es prenda de nuestra herencia; causa meritoria es el amadísimo unigénito de Dios y señor nuestro Jesucristo, quien -aunque nosotros fuésemos sus enemigos- por el amor infinito con que nos ha amado, nos ha mereci­ do la justificación a través de su santísima pasión sobre el madero de la cruz, y ha satisfecho a Dios Padre en nuestro nombre. Causa instrumental es el sacramento del bautismo, que es el sacramento de la fe, sin la cual a nadie se le concede, jamás, la justificación. Por último, la Tiziano Vecellio, el concilio de Trento (1545-1563). Este concilio señala el giro más significa­ tivo de la Iglesia durante la época moderna única causa formal es la justicia de Dios, no ciertamente aquella por la cual él es justo, sino aquella por la que nos transforma en justos; gracias a ésta, es decir, a su don, somos interior­ mente renovados en el espíritu, y no solamente somos considerados justos, sino que somos llamados tales y lo somos de hecho, recibiendo en cada uno de nosotros la propia justicia, en la medida en que el Espíritu Santo la distribuye entre los hombres como quiere, y según la disposición y la cooperación propias de cada uno. Por lo tanto nadie puede ser justo, sino aquel a quien se le comunican los méritos de la pasión de nuestro señor Jesucristo, lo cual se realiza, sin embargo, en la justificación del pecador, cuando, por el mérito de la misma santísima pasión, el amor de Dios se difunde mediante el Espíritu Santo en los corazones de quienes son justificados y se introduce en ellos. Junto con la misma justificación el hombre, además de la remisión de los pecados, recibe al mismo tiempo todos estos dones por medio de Jesucristo, en cuyo seno se encuentra: la fe, la esperanza y la caridad. La fe, si a ella no se añaden la esperanza y la caridad, no une perfectamente a Cristo, ni convierte en miembros vivos de su cuerpo. Por este motivo, es absolutamente cierta la afirmación de que la fe, sin las obras, está muerta y es inútil, y que en Cristo no valen la circuncisión o la incircuncisión, sino la fe que actúa por medio de la caridad. A propósito de la gratuidad de la justificación por la fe, se matiza: Cuando el apóstol afirma después que el hombre resulta justificado por la fe y de manera gratuita, estas palabras hay que entenderlas según la interpretación admitida y expresada por el juicio permanente y concorde de la Iglesia católica: somos justificados mediante la fe, porque la fe es el principio de la salvación humana, el fundamento y la raíz de toda justifica­ ción, sin la cual es imposible agradar a Dios y alcanzar la comunión con él a la que llegan sus hijos. Más adelante se dice que somos justificados de manera gratuita, porque nada de lo que precede la justificación -tanto la fe como las obras- merece la gracia de la justificación: en efecto, ésta es por gracia, no por las obras; o de lo contrario (como dice el mismo apóstol) la gracia ya no sería gracia. Sobre la obediencia a los mandamientos y sobre las obras, se mani­ fiesta: Nadie, con la excusa de estar justificado, debe considerarse exento de observar los man­ damientos, nadie debe proferir aquella expresión temeraria y prohibida por los padres conci­ liares bajo pena de excomunión, según la cual al hombre justificado le resulta imposible obedecer los mandamientos de Dios. En efecto, Dios no manda cosas imposibles; sino que, cuando manda, te advierte que hagas lo que puedas y que pidas lo que no puedas, y te ayuda para que puedas: sus mandamientos no son gravosos, su yugo es suave y su peso es ligero. Aquellos que son hijos de Dios, aman a Cristo, y quienes le aman -como él mismo diceobservan sus palabras, cosa que sin duda pueden hacer, con la ayuda de Dios. Cuando a lo largo de esta vida mortal, aunque sean santos y justos, caen por lo menos en faltas ligeras y cotidianas, llamadas veniales, no por ello dejan de ser justos. Es propia de los justos la expresión humilde y veraz: «Perdónanos nuestras deudas.» Ahora bien, a los hombres así justificados, ya sea que siempre hayan conservado la gracia recibida, o que, después de haberla perdido, la hayan recuperado, deben proponerse las palabras del apóstol: «Abundad en toda obra buena, sabiendo que no es vano vuestro trabajo en el Señor. Él no es injusto y no olvida lo que habéis hecho, ni el amor que habéis demostrado por su nombre.» Y: «No abandonéis, pues, vuestra confianza, a la que le está reservada una gran recompensa.» Por eso, a los que obran bien hasta el final y esperan en Dios, debe ofrecerse la vida eterna, como gracia prometida misericordiosamente a los hijos de Dios por los méritos de Cristo Jesús, y como recompensa a entregarse con fidelidad, por la promesa de Dios mismo, a las buenas obras y a sus méritos. Ésta es aquella corona de justicia que, después de su lucha y de su carrera, el apóstol decía que le había sido reservada a él y que le sería entregada por el justo Juez, y no sólo a él, sino también a todos los que desean su venida. Por último, con respecto a la eucaristía, se proclama: Cristo, nuestro redentor, dijo que era verdaderamente su cuerpo aquello que daba bajo la especie de pan. Por eso, siempre existió el convencimiento en la Iglesia de Dios -y ahora lo declara otra vez este santo concilio- de que con la consagración del pan y del vino se lleva a cabo la transformación de toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de Cristo, nuestro Señor, y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre. Esta transfor­ mación, pues, de un modo adecuado y propio es llamada por la santa Iglesia católica «transubstanciación». 2.3. El relanzamiento de la escolástica Lutero no sólo fue un encarnizado adversario de Aristóteles, sino tam­ bién del pensamiento tomista y escolástico en general. Las razones son claras: el intento de conciliar fe y razón, la naturaleza y la gracia, lo humano y lo divino, se hallaban en una antítesis con su pensamiento básico, que suponía la existencia de un corte radical entre ambos tipos de realidad. Sin embargo, también se hacía evidente que las decisiones del concilio de Trento debían exigir una recuperación del pensamiento esco­ lástico, el cual además había resurgido en el transcurso del siglo xv y a comienzos del xvi (antes, por lo tanto, del concilio mismo), como lo de­ muestra la figura ilustre de Tommaso de Vio (1468-1534), más conocido con el nombre de cardenal Cayetano. Más aún, Cayetano fue el primero que introdujo la Summa Theologica de santo Tomás como texto base de la teología, substituyendo a las tradi­ cionales Sentencias de Pedro Lombardo. A partir de entonces la Summa se convirtió en punto de referencia, tanto para los dominicos como para los jesuítas. Recordemos también que a lo largo del siglo xvn los comenta­ rios a Aristóteles fueron substituidos por los Cursus philosophici, inspira­ dos básicamente en el tomismo y que tendrían más adelante una difusión y un éxito notables. La cumbre más destacada de esta «segunda escolástica» tuvo lugar en España, país al que habían llegado muy atenuados tanto los debates hu­ manísticos como los religiosos, y que ofrecía por lo tanto condiciones muy favorables. El principal exponente de la segunda escolástica fue Francisco Suárez (1548-1617), llamado doctor eximius, cuyas obras más famosas son las Disputationes metaphysicae (1597) y el De legibus (1612). La ontología de Suárez ejerció una cierta influencia sobre el pensamiento moderno, en particular sobre Wolff. Así, sobre todo en los seminarios y en las faculta­ des de teología, la escolástica continuó su camino, de manera paralela a la evolución del pensamiento filosófico moderno, aunque separada de él. Éste, como veremos después, se había internado por vías completamente distintas, como consecuencia de la revolución científica. 3. E l r e n a c i m i e n t o y l a p o l í t ic a Nicolás Maquiavelo y la autonomía de la política 3 . 1 . 1 . La posición de Maquiavelo Con Nicolás Maquiavelo ( 1 4 6 9 - 1 5 2 7 ) se inicia una nueva época del pensamiento político: la investigación política tiende a separarse del pen­ samiento especulativo, ético y religioso, asumiendo como canon metodo3 .1 . Nicolás Maquiavelo (1469-1527): fue el iniciador de una nueva fase del pensamiento político, inspirado en un realismo crudo, y que se proponía fundamentar la autonomía de la esfera política lógico el principio de la especificidad de su objeto propio, que hay que estudiar (utilizando una expresión de Telesio) iuxta propria principia, au­ tónomamente, sin verse condicionado por los principios aplicables a otros ámbitos, pero que sólo de una manera indebida podrían emplearse para la indagación política. La posición de Maquiavelo puede resumirse mediante la fórmula «la política por la política», que expresa de modo sintético y elocuente el concepto de autonomía antes mencionado. Sin ninguna duda, el brusco viraje que hallamos en las reflexiones de Maquiavelo, en comparación con los anteriores humanistas, se explica en gran parte por la nueva realidad política que había aparecido en Florencia y en Italia, pero supone asimismo una considerable crisis de los valores morales, que ya se había difundido ampliamente. No sólo atestiguaba la escisión entre «ser» (las cosas como son, efectivamente) y «deber ser» (las cosas como deberían ser para ajustarse a los valores morales), sino que transformaba en principio fundamental esa escisión misma, colocándola en la base de una nueva óptica de los hechos políticos. Es preciso fijar nuestra atención en los elementos siguientes: a) el realismo político, al que se une un porcentaje notable de pesimismo antro­ pológico; b) el nuevo concepto de «virtud» del príncipe, que debe gober­ nar con eficacia el Estado y que debe saber oponerse al azar; c) la cuestión del retorno a los principios, como condición de regeneración y de renova­ ción de la vida política. 3.1.2. El realismo de Maquiavelo En lo que concierne el realismo político, el capítulo xv del Príncipe (escrito en 1513, pero publicado en 1531, cinco años después de la muerte de su autor) resulta esencial, ya que en él se expone el principio según el cual es preciso atenerse a la verdad efectiva de la cosa y no perderse en investigar cómo debería ser la cosa: se trata, en efecto, de aquella escisión entre «ser» y «deber ser» que antes mencionábamos. Éstas son las pala­ bras textuales de Maquiavelo: Nos queda por ver ahora cuáles deben ser lo modos y el gobierno de un príncipe con sus súbditos y sus amigos. Y puesto que sé que muchos han escrito acerca de esto, dudo en escribir ahora yo, para no ser tenido como presuntuoso, máxime cuando me aparto de los criterios de los demás, en la discusión de esta materia. No obstante, ya que mi intento consiste en escribir algo útil para el que lo entienda, me ha parecido más conveniente avanzar hacia la verdad efectiva de la cosa y no a su imaginación. Muchos se han imaginado repúblicas y principados que jamás se han visto ni se han conocido en la realidad; porque hay tanta separación entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que aquel que abandona aquello que se hace por aquello que se debería hacer, aprende antes su ruina que no su conservación: un hombre que quiera hacer profesión de bueno en todas partes es preciso que se arruine entre tantos que no son buenos. Por lo cual, se hace necesario que un príncipe, si se quiere mantener, aprenda a poder ser no bueno, y a utilizarlo o no según sus necesidades. Maquiavelo añade además que el soberano puede hallarse en condicio­ nes de tener que aplicar métodos extremadamente crueles e inhumanos; cuando a los males extremos es necesario aplicar remedios extremos, debe adoptar tales remedios y evitar en todos los casos el camino intermedio, que es la vía del compromiso que no sirve para nada, ya que únicamente y siempre causa un perjuicio extremo. He aquí un pasaje muy crudo, perte­ neciente a los Discursos sobre la primera Década de Tito Livio (escritos entre 1513 y 1519, y publicados en 1532): Todo el que se convierta en príncipe de una ciudad o de un Estado, y tanto más cuando sus fundamentos sean débiles, y no se quiera conceder una vida civil en forma de reino o de república, el mejor método que tiene para conservar ese principado consiste en, siendo él un nuevo príncipe, hacer nuevas todas las cosas de dicho Estado; por ejemplo, en las ciudades colocar nuevos gobiernos con nuevos nombres, con nuevas atribuciones, con nuevos hom­ bres; convertir a los ricos en pobres, y a los pobres en ricos, como hizo David cuando llegó a rey: qui esuríentes implevit bonis, et divites dimisit inanes; además, edificar nuevas ciudades, deshacer las que ya están construidas, cambiar á los habitantes de un lugar trasladándolos a otro; en suma, no dejar cosa intacta en aquella provincia, y que no haya quien detente un grado, o un privilegio, o un nivel o una riqueza, que no los reconozca como algo procedente de ti; poniéndose como ejemplo a Filipo de Macedonia, padre de Alejandro, que gracias a esta manera de actuar se convirtió en príncipe de Grecia, de pequeño rey que era. Quien escribe sobre él, afirma que trasladaba a los hombres de provincia en provincia, al igual que los pastores hacen con sus rebaños. Estos modos de actuar son muy crueles y opuestos a toda vida no sólo cristiana, sino también humana; un hombre debe huir de ellos y preferir la vida privada, antes que ser rey con tanta ruina de los demás hombres. No obstante, aquel que no se decida por el primer camino, el del bien, cuando se quiera mantener es preciso que entre por este otro, el del mal. Los hombres, empero, toman ciertos caminos intermedios que son muy dañosos; porque no resultan ni del todo malos ni del todo buenos. Estas consideraciones tan amargas se hallan en relación con una visión pesimista del hombre. Según Maquiavelo el hombre no es por sí mismo ni bueno ni malo, pero en la práctica tiende a ser malo. Por consiguiente, el político no puede tener confianza en los aspectos positivos del hombre, sino que, por lo contrario, debe tener en cuenta sus aspectos negativos y proceder en consecuencia. Por lo tanto no vacilará en mostrarse temible y en tomar las oportunas medidas para convertirse en temido. Sin duda alguna, el ideal del príncipe tendría que ser, al mismo tiempo, que sus súbditos le amen y le teman. Ambas cosas, empero, son difícilmente con­ ciliables, y por consiguiente, el príncipe elegirá lo que resulte más eficaz para el adecuado gobierno del Estado. 3.1.3. La virtud del príncipe Maquiavelo llama «virtudes» a aquellas dotes del príncipe que surgen de un cuadro como el que acaba de pintar. Como es obvio, la virtud política de Maquiavelo nada tiene que ver con la virtud en sentido cristia­ no. Él utiliza el término en la antigua acepción griega de arete, es decir, virtud como habilidad entendida a la manera naturalista. Más aún, se trata de la arete griega tal como se la concebía antes de haber sido espiritualiza­ da por Sócrates, Platón y Aristóteles, que la habían transformado en «razón». En particular, recuerda la noción de arete que habían empleado algunos sofistas. En los humanistas asoma en diversas ocasiones este con­ cepto, pero Maquiavelo es quien lo lleva hasta sus últimas consecuencias. L. Firpo lo ha descrito muy bien: «La virtud es vigor y salud, astucia y energía, capacidad de previsión, de planificar, de constreñir. Es, sobre todo, una voluntad que sirva de dique de contención ante el total desbor­ damiento de los acontecimientos, que imprima una norma -siempre par­ cial, por desgracia, y caduca- al caos, que construya con tenacidad inde­ fectible un orden dentro de un mundo que se desmorona y se disgrega de forma permanente. El común de los hombres es vil, desleal, codicioso e insensato; no persevera en sus propósitos; no sabe resistir, comprometer­ se, sufrir para conquistar una meta; en el momento en que el aguijón o el látigo dejan de ser empuñados por el dominador, las débiles turbas de inmediato se quitan de encima los pesos, se escabullen, traicionan. Para la gran tradición medieval de la política cristiana, el hombre caído y pecador también había sido confiado en la tierra a la potestad civil, portadora de la espada, para que los prevaricadores fuesen mantenidos bajo el freno de una fuerza material inexorable. Sin embargo, esta fuerza quedaba justifi­ cada en vista de la salvación de los buenos, y gracias a la investidura divina de los soberanos, que eran instrumentos de una severidad moralizadora. Aquí, en cambio, es toda la masa humana la que se sumerge en la obtusa maldad, y la virtud misma, que otorga y justifica el poder, no tiene nada de sagrado, porque constriñe y edifica, pero no educa y tampoco redime.» 3.1.4. Libertad y azar Esta virtud es la que hay que contraponer al azar. Vuelve de este modo el tema de la oposición entre libertad y azar, que tanto habían discutido los humanistas. Muchos consideran que la fortuna es la causa de los acon­ tecimientos y que por lo tanto resulta inútil oponerse a ella: lo mejor es dejar que ella gobierne. Maquiavelo confiesa haber experimentado la ten­ tación de compartir tal opinión. Sin embargo, ofrece una solución distinta: las cosas humanas dependen de dos causas, la suerte por una parte, y la virtud y la libertad, por otra. «Con razón, para que no se extinga nuestro libre arbitrio, juzgo que es cierto que el azar es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que etiam nos deja a nosotros el gobierno de la otra mitad, o casi.» Con una imagen que se convirtió en célebre y que es un reflejo típico de la mentalidad de la época, Maquiavelo -después de mencionar poderosos ejemplos de fuerza y de virtud que se han opuesto al curso de los acontecimientos- escribe lo siguiente: «Porque la fortuna es mujer; y si se la quiere tener sometida, es necesario pegarle y golpearla. Se ve que se deja vencer más por éstos (los temperamentos intempestuosos) que por aquellos que proceden fríamente. Como mujer, además, siempre se muestra amiga de los jóvenes, porque son menos respetuosos, más feroces, y la mandan con más audacia.» 3.1.5. La virtud de la antigua república romana A pesar de todo, el ideal político de Maquiavelo no es el príncipe descrito por él -que es más bien una necesidad del momento históricosino el de la república romana, basada sobre la libertad y las buenas cos­ tumbres. Al describir esta república, parece emplear en un nuevo sentido su concepto de «virtud», en particular cuando discute la antigua cuestión sobre si el pueblo romano, cuando conquistó su imperio, se vio más favo­ recido por el azar que por la virtud. A este interrogante responde, sin sombra de duda, demostrando «en qué medida pudo más la virtud que el azar en la adquisición de aquel imperio». 3.1.6. Guicciardini y Botero En Francesco Guicciardini (1482-1540), sobre todo en sus Recuerdos políticos y civiles (acabados en 1530), se encuentran ideas análogas a las de Maquiavelo, en lo que se refiere a la naturaleza del hombre, la virtud, el azar y la vida política. Guicciardini, empero, se muestra más sensible ante la dimensión de lo particular que ante la dimensión histórica. Dos pensa­ mientos suyos son muy conocidos. Uno de ellos afirma que antes de morir quisiera ver realizados tres deseos: 1) vivir en una república adecuada­ mente ordenada; 2) ver a Italia libre de los bárbaros, y 3) ver el mundo liberado de la tiranía de los sacerdotes. En el otro, con unos cuantos trazos, dibuja un espléndido autorretrato espiritual: No sé a quién podrá desagradarle más que a mí la ambición, la avaricia y la molicie de los sacerdotes: sea porque cada uno de estos vicios es odioso en sí mismo, sea porque cada uno de ellos y todos en conjunto se avienen muy poco con quien hace profesión de una vida dependiente de Dios, y también porque se trata de vicios tan contrarios que no pueden estar juntos si no es en un sujeto muy extraño. No obstante, el cargo que he ocupado con diversos pontífices me ha obligado a amar para el mío en particular la grandeza de ellos; si no fuese por esto, habría amado a Martín Lutero tanto como a mí mismo; no para liberarme de las leyes promulgadas por la religión cristiana en el modo en que se la interpreta y se la entiende comúnmente, sino para que esta caterva de desventurados se reduzca a sus debidas propor­ ciones conservándose sin vicios, o sin autoridad. La doctrina de Maquiavelo ha sido resumida en la fórmula «el fin justifica los medios», fórmula que no hace justicia a la talla efectiva de su pensamiento, pero que sin embargo pone de manifiesto una determinada lección que la época moderna extrajo de su obra. También se atribuye a Maquiavelo la noción de «razón de Estado». Sobre todos estos aspectos del pensamiento de Maquiavelo apareció una bibliografía muy amplia, constituida por obras de diversos géneros y de diversa consistencia, entre las cuales destaca de forma especial el libro de Giovanni Botero (1544-1617) titulado De la razón de Estado, que se propone atenuar el crudo realismo de Maquiavelo, mediante una llamada activa a la inciden­ cia de los valores morales y religiosos. 3.2. Tomás Moro y la Utopía Thomas More nació en Londres, en 1478. Fue amigo y discípulo de Erasmo, y humanista poseedor de un primoroso estilo literario. Participó activamente en la vida política, ocupando cargos muy elevados. Permane­ ció firme en la fe católica, negándose a reconocer a Enrique vm como jefe de la Iglesia, por lo que fue condenado a muerte en 1535. Pío xi lo canoni­ zó en el siglo actual. La obra que otorgó a Moro una fama inmortal fue su Utopía, título que constituye la denominación de un antiquísimo género literario, muy culti­ vado antes y después de Moro, y que también sirve para referirse a una Tomás Moro (1478-1535): es el autor de Utopía, uno de los libros más conocidos en la época renacentista y que se ha hecho célebre a partir de entonces. Además, se ha tomado como denominación del género literario que representa y de la dimensión fundamental del espíritu que se encuentra en su base dimensión del espíritu humano que, a través de la representación más o menos imaginaria de aquello que no es, describe lo que debería ser o cómo quisiera el hombre que fuese la realidad. «Utopía» (del griego ou = no, y topos = lugar) indica un «lugar que no es» o, también, «lo que no está en ningún lugar». Platón ya se había aproximado mucho a esta acep­ ción, al escribir que la ciudad perfecta que describe en la República no existe «en ninguna parte sobre la tierra». Sin embargo, se hizo necesaria la creación semántica de Moro para llenar una laguna lingüística. El enorme éxito del término demuestra la necesidad que a este respecto experimenta­ ba el espíritu humano. Adviértase, empero, que Moro insiste en esta dimensión del «no estar en ningún lugar»: la capital de Utopía se llama Amauroto (del griego amauros = evanescente), que quiere decir «ciudad que huye y se desvanece como un espejismo». El río de Utopía se llama Anidro (del griego anhydros = carente de agua), es decir, «río que no es una corriente de agua», «río sin agua». El príncipe se llama Ademo (pala­ bra formada por la a privativa en griego, y demos, pueblo), que significa «jefe que no tiene pueblo». Evidentemente, se trata de un juego lingüísti­ co que se propone insistir en aquella tensión entre lo real y lo irreal -y, por lo tanto, ideal- de la cual es expresión la Utopía. Las fuentes a las que se remonta Moro son, por supuesto, platónicas, con amplios añadidos de doctrinas estoicas, tomistas y erasmistas. Como trasfondo se encuentra Inglaterra, con su historia, sus tradiciones, los dramas sociales de la época (la reestructuración del sistema agrario que privaba de tierra y de trabajo a gran número de campesinos; las luchas religiosas y la intolerancia; la insaciable sed de riquezas). Los principios básicos del relato -que en la ficción es narrado por Rafael Itlodeo quien, al tomar parte en uno de los viajes de Américo Vespucio, habría visto la isla de Utopía- son muy sencillos. Moro está profundamente convencido -cosa en la que se ve influido por el optimis­ mo humanista- de que bastaría con seguir la sana razón y las más elemen­ tales leyes de la naturaleza, que están en perfecta armonía con aquélla, para evitar los males que afligen a la sociedad. Utopía no presentaba un programa social de obligada realización, sino unos principios destinados a ejercer una función normativa, los cuales, mediante un hábil juego de alusiones, señalaban los males de la época e indicaban los criterios que servían para curarlos. El punto clave reside en la ausencia de propiedad privada. Platón, en la República, ya había dicho que la propiedad divide a los hombres me­ diante la barrera de lo «mío» y lo «tuyo», mientras que la comunidad de bienes devuelve la unidad. Donde no existe la propiedad, nada es «mío» ni «tuyo», sino que todo es «nuestro». Moro se inspira en Platón, cuando propone la comunidad de bienes. Además, en Utopía todos los ciudada­ nos son iguales entre sí. Una vez que han desaparecido las diferencias de riqueza, desaparecen también las diferencias de status social. Por eso, los habitantes de Utopía llevan a cabo de forma muy equilibrada los trabajos propios de la agricultura y de la artesanía, de manera que no vuelvan a reproducirse, como consecuencia de la división del trabajo, las divisiones sociales. El trabajo no es destructivo del individuo y no dura -como ocu­ rría en aquellos tiempos- toda la jornada, sino seis horas diarias, para dejar espacio a las diversiones y a otras actividades. En Utopía también hay sacerdotes dedicados al culto y se garantiza un lugar especial a los literatos, es decir, a quienes, por haber nacido con unas dotes y unas inclinaciones especiales, se proponen dedicarse al estudio. Los habitantes de Utopía son pacifistas, se ajustan al sano placer, admiten diferentes cultos, saben honrar a Dios de maneras distintas y saben comprenderse y aceptarse recíprocamente en esta diversidad. He aquí una de las páginas en las que se ataca a los ricos de todos los tiempos y a las riquezas (adviértase la atractiva paradoja: sería mucho más fácil procurarse el sustento, si no lo impidiese precisamente la búsqueda de aquel dinero que, en la intención de quien lo inventó, servía para conse­ guir con más comodidad dicho propósito): Estos funestos individuos, después de haberse repartido con una avidez insaciable el conjunto completo de bienes que habrían bastado para todos ¡qué lejos se hallan, no obstan­ te, de la felicidad que se goza en Utopía! Allí, una vez que se ha sofocado del todo cualquier codicia de dinero, gracias a la abolición del empleo ¡qué muchedumbre de molestias ha sido expulsada, qué densa cosecha de delitos ha sido arrancada de raíz! ¿Quién podría ignorar que todos aquellos fraudes, hurtos, robos, riñas, desórdenes, disputas, tumultos, asesinatos, traiciones o envenenamientos que las cotidianas ejecuciones capitales logran castigar pero no reprimir, desaparecen de inmediato apenas se ha quitado de en medió el dinero? ¿Y que en ese mismo instante se desvanecen el temor, la ansiedad, los afanes, los tormentos y el insomnio? ¿Y que la pobreza misma, que sólo parece sufrir penuria de dinero, una vez que éste haya sido suprimido por completo, también llegaría a atenuarse? Para aclarar mejor el asunto, reflexiona un poco en tu corazón sobre un año que haya resultado avaro y de escasas cosechas, en el que hayan muerto de hambre muchas personas. Yo sostengo, con toda seguridad, que si al final de aquella escasez se inspeccionasen los graneros de los ricos, se habría encontrado una abundancia tal que, distribuyéndola entre todos aquellos que habían sucumbido por inanición o por enfermedad, nadie habría padecido en lo más mínimo por aquella esterilidad del terreno o del clima. ¡Sería tan fácil asegurarnos el sustento, si no nos lo impidiese precisamente el bendito dinero, esa invención tan sutil que debería allanarnos el camino para procurarnos aquél! Con justa razón, L. Firpo ha dicho que Utopía es uno de aquellos pocos libros de los cuales se puede afirmar que han incidido sobre el curso de la historia: «A través de él, el hombre angustiado por las violencias y las disipaciones de una sociedad injusta elevaba una protesta que ya no ha podido ser acallada. El primero de los reformadores impotentes, rodeados por un mundo demasiado sordo y demasiado hostil para escucharles, en­ señaba a luchar del único modo que les está permitido a los inermes hombres de cultura, lanzando una llamada a los siglos venideros, deli­ neando un programa que no está destinado a inspirar una acción inmedia­ ta, sino a fecundar las conciencias. A partir de entonces, aquellos lúcidos realistas que el mundo denomina con el término acuñado por Moro, “utópicos”, se dedican justamente a la única cosa que está a su alcance: como náufragos arrojados a la orilla de remotas e inhospitalarias islas, lanzan a quienes vienen después mensajes dentro de una botella.» 3.3. Jean Bodin y la soberanía absoluta del Estado Jean Bodin (1529/30-1596), en sus Seis libros sobre la República, se muestra tan alejado del realismo excesivo de Maquiavelo como del utopismo de Moro. Para que exista el Estado, es necesario que haya una sobera­ nía fuerte, que mantenga unidos a los diversos miembros de la sociedad, ligándolos entre sí como si fuesen un cuerpo. Esta soberanía sólida no se consigue a través de los métodos recomendados por Maquiavelo, que adolecen de inmoralismo y ateísmo, sino instaurando la justicia y apelan­ do a la razón y a las leyes naturales. Ésta es la famosa definición de «Estado» que formula Bodin: «Se entiende por “Estado” el gobierno justo, que se ejerce con un poder soberano sobre diversas familias, y en todo aquello que éstas tienen de común entre sí», donde hay que considerar con especial atención los tér­ minos subrayados. Nos ofrece el siguiente ejemplo: «Al igual que la nave no es más que un madero informe, si se le quitan el armazón que sostiene sus lados, la proa, la popa y el timón, del mismo modo el Estado deja de ser tal si no tiene aquel poder soberano que conserva unidos todos sus miembros y sus partes, que convierte en un solo cuerpo a todas las familias y a todas las corporaciones. Para continuar con la semejanza, al igual que pueden mutilarse diversas partes de una nave o puede ser quemada del todo, también un pueblo puede verse dispersado por diferentes lugares y ser totalmente destruido, aunque permanezca intacta su sede territorial. En efecto, no es ésta, ni tampoco la población, las que forman el Estado, sino la unión de un pueblo bajo un solo señorío soberano (...). En conclu­ sión, la soberanía es el verdadero fundamento, el quicio en el que se apoya toda la estructura del Estado y del cual dependen todas las magis­ traturas, las leyes y las ordenanzas; ella es el único lazo y el único vínculo que convierte a familias, cuerpos, gremios e individuos en un solo cuerpo perfecto, que es precisamente el Estado.» Bodin entiende por «soberanía» el poder absoluto y perpetuo que es propio de todos los tipos de Estado. Esta soberanía se manifiesta, en especial, al imponer leyes a sus súbditos, sin que éstos presten su consenti­ miento. Como hemos dicho con anterioridad, el absolutismo de Bodin posee límites objetivos bien definidos: las normas éticas (la justicia), las leyes de la naturaleza y las leyes divinas; estas limitaciones constituyen asimismo su fuerza. La soberanía que no respetase estas leyes no sería una sobera­ nía, sino una tiranía. También manifiesta una cierta relevancia la obra de Bodin titulada Colloquium heptaplomeres (coloquio entre siete personas) sobre el tema de la intolerancia religiosa, y cuyo desarrollo se imagina en Venecia entre siete seguidores de diferentes religiones: un católico, un seguidor de Lutero, un seguidor de Calvino, un judío, un musulmán, un pagano y un defensor de la religión natural. La tesis de la obra es que existe una base natural que es común a todas las religiones, tal como había sostenido el humanismo florentino. Sería posible hallar un general acuerdo religioso sobre dicha base común, sin necesidad de sacrificar las diferencias -el plus- existentes entre las distintas religiones positivas. Si nos atenemos, pues, al fundamento natural que encontramos implícito en las diferentes religiones, lo que une es más fuerte que lo que divide. 3.4. Hugo Grocio y la fundación del iusnaturalismo Entre los últimos lustros del siglo xvi y las primeras décadas del xvn se formula y se consolida la teoría del derecho natural, por obra del italiano Alberico Gentile (1552-1611) en su escrito De iure belli (1558) y, sobre todo, el holandés Hugo Grocio (Huig de Groot, 1583-1645) con su obra De iure belli ac pacis (1625, reeditado con ampliaciones en 1646). Aún se advierten las raíces humanísticas de Grocio, pero éste avanza ya por el camino que conduce al racionalismo moderno, si bien lo recorre sólo en parte. Los cimientos de la convivencia entre los hombres son la razón y la naturaleza, que coinciden entre sí. El derecho natural, que regula la con­ vivencia humana, posee este fundamento racional-natural. Consiste en «un dictamen de la recta razón, el cual, según esté en conformidad o disconformidad con respecto a la naturaleza racional, comporta necesaria­ mente una aprobación o una reprobación moral, y que por consiguiente es ordenado o prohibido por Dios, autor de la naturaleza». Adviértase la consistencia ontologica que Grocio concede al derecho natural: es tan estable y se halla tan fundamentado que ni siquiera el mismo Dios podría cambiarlo. Esto significa que el derecho natural refleja la racionalidad, que es el criterio con el cual Dios creó el mundo y que, como tal, Dios no podría alterar sin contradecirse consigo mismo: lo cual es impensable. El derecho civil, que depende de las decisiones de los hombres, y que es promulgado por el poder civil, es algo distinto del derecho natural. Tiene como objetivo la utilidad y está regido por el consenso de los ciuda­ danos. La vida, la dignidad de la persona y la propiedad pertenecen a la esfera de los derechos naturales. El derecho internacional está basado en la identidad de naturaleza entre los hombres y, por lo tanto, los tratados internacionales son válidos aunque hayan sido estipulados entre hombres pertenecientes a diferentes confesiones religiosas, ya que la pertenencia a fes distintas no modifica la naturaleza humana. El objetivo del castigo por las infracciones a los derechos debe ser de carácter correctivo y no puniti­ vo: se castiga al que se ha equivocado no porque se haya equivocado, sino para que no se equivoque otra vez (en el futuro). Y el castigo debe ser proporcionado a un tiempo tanto a la entidad del delito como a la conve­ niencia y a la utilidad que se quiera extraer del castigo mismo. Reformulando una idea ya aparecida en el renacimiento florentino, pero de una manera más racionalizada, Grocio sostiene que hay una reli­ gión natural que es común a todas las épocas y que, por lo tanto, se halla en la base de todas las religiones positivas. Esta religión natural consta de cuatro criterios rectores: 1) Existe un único Dios; 2) Dios es superior a todas las cosas visibles y perceptibles; 3) Dios es providente; 4) Dios lo creó todo. Algunos intérpretes de Grocio han considerado que su obra representa el triunfo de un nuevo tipo de mentalidad con un carácter racionalistacientífico. Empero, L. Malusa ha observado con razón que «Grocio está mucho más ligado a la concepción clásico-medieval y escolástica del dere­ cho natural que no a la moderna». En efecto, la naturalización de la ley divina que se lleva a cabo en el De iure belli ac pacis «no es más que la acentuación del momento jurídico (debido a las preocupaciones que plan- Hugo Grocio tean los problemas de la guerra) en comparación con el momento teológi­ co de la ley natural. Ésta, al igual que para santo Tomás, sigue siendo siempre ley divina, criterio objetivo y eterno». Por lo tanto el racionalis­ mo de Grocio se presenta como tal en la medida en que es «un intelectualismo que se contrapone al voluntarismo (de tipo ockhamista o protestan­ te), y no en cuanto afirmación del apartamiento (autonomía) de la razón humana con respecto al gobierno divino del mundo». LAS CUMBRES Y LOS RESULTADOS FINALES DEL PENSAMIENTO RENACENTISTA LEONARDO, TELESIO, BRUNO Y CAMPANELLA «Es mejor una pequeña certeza que una gran mentira.» Leonardo de Vinci «Que no lea mis principios quien no sea matemático.» Leonardo de Vi «[...] aunque en nuestra obra no haya nada divino, nada digno de admiración, y ni siquiera una vista lo bastante aguda, en lo que diremos no habrá nada que esté en oposi­ ción consigo mismo o con las cosas: porque nos limitaremos a seguir a los sentidos y la naturaleza. Ésta, siempre de acuerdo consigo misma y siempre idéntica, actúa siempre del mismo modo.» Bernardino Telesio «Al filósofo natural no se le exige que trate de todas las causas y todos los principios, sino exclusivamente de los físicos, y entre éstos, los principales y específicos.» Giordano Bruno «Nací para triunfar sobre tres males extremos: tiranía, so­ fismas, hipocresía.» Tommaso Campanella eonardo (1452-1519): fue uno de los artistas más grandes y una de las mentes má: universales del renacimiento C apítulo IV CUATRO FIGURAS EMINENTES DEL RENACIMIENTO ITALIANO: LEONARDO, TELESIO, BRUNO Y CAMPANELLA 1. N a t u r a l e z a , c ie n c ia y a r t e e n L eonardo 1.1. El orden mecánico de la naturaleza Conocido y admirado en todo el mundo por sus obras maestras artísti­ cas, Leonardo es conocido también por sus maravillosos diseños y por sus proyectos técnicos repletos de intuiciones brillantes. No obstante, resulta menos conocido por sus pensamientos filosóficos. Leonardo nace en Vinci (Valdarno) en 1452, hijo de Pietro, notario, y de una campesina del lugar, llamada Caterina. Leonardo realiza en Flo­ rencia sus primeros estudios. Entra en 1470 en el taller de Verrocchio, lo cual representó una experiencia fundamental para su formación. Estudia matemática y perspectiva; se interesa por la anatomía y la botánica; se plantea problemas de geología; realiza proyectos mecánicos y arquitectó­ nicos. En 1482 se halla en Milán, junto a Ludovico el Moro, y allí permanece hasta 1499, es decir, hasta la caída de Ludovico. En Milán escribe diversos Tratados, desarrolla actividades como ingeniero y durante este período alcanza su plena madurez artística. Después de pasar temporadas en Man­ tua, Venecia y Florencia, Leonardo entra en 1502 al servicio de César Borgia, como arquitecto e ingeniero militar. Una vez caído éste, Leonar­ do vuelve a Florencia en 1503, para dedicarse a estudios de anatomía, esforzándose por solucionar los problemas referentes al vuelo, que le per­ mitiesen construir una máquina de volar. A esta fase se remonta también la Gioconda. En 1506 regresa a Milán, al servicio del rey de Francia. Cuando en 1512 vuelven los Sforza a Milán, se traslada a Roma, esta vez al servicio de León x, hasta que en 1516 viaja a Francia, para trabajar allí como pintor, ingeniero, arquitecto y mecánico del Estado. Leonardo muere el 2 de mayo de 1519 en Amboise, en el castillo de Cloux, huésped de Francisco i. «Sus contemporáneos acostumbraban a llamarle “maestro” y “maes­ tro pintor”; en el edicto ducal de César Borgia se le llama “arquitecto e ingeniero general” Sin embargo, Francisco i solía llamarlo “grandísimo filósofo” y Vasari también le llama “filósofo”, si bien en un tono casi irónico, como alguien que amaba “los caprichos del filosofar acerca de las cosas naturales” y prefería ser “más filósofo que cristiano”» (C. Carbonara). Veamos cuáles fueron, pues, los pensamientos filosóficos de Leonardo. Antes que nada, Leonardo no sólo es un hombre del renacimiento porque sea un pensador universal -es decir, un no especialista- sino tam­ bién porque en él existen huellas de neoplatonismo, como por ejemplo cuando bosqueja el paralelismo entre el hombre y el universo: «Los anti­ guos llamaron mundo menor al hombre; y sin duda esa denominación es acertada, porque al igual que el hombre está compuesto de tierra, agua, aire y fuego, este cuerpo de la tierra es semejante; si el hombre tiene en sí mismo huesos, sostén y armazón de la carne, el mundo tiene rocas, sostén de la tierra.» Como puede apreciarse, la noción platónica del paralelismo entre microcosmos y macrocosmos presenta en Leonardo un aspecto dis­ tinto, sin embargo, al que asumía en la concepción místico-animista del neoplatonismo. Más aún, Leonardo la utiliza para legitimar el orden mecanicista de toda la naturaleza. Este orden procede de Dios y se trata de un orden necesario y mecánico. Leonardo no niega el alma, que sin embargo desarrolla su función «en la composición de los cuerpos anima­ dos». No obstante, abandona los incontrolables discursos en torno a ella a la «mente de los frailes, los cuales por inspiración conocen todos los secretos». No existe, pues, un saber cuya validez proceda de la inspiración. Y tampoco es saber aquel que manifiestan quienes se respaldan en la pura y simple autoridad de los antiguos. Estos repetidores de la tradición son «trompetas y recitadores de las obras de otros». No es saber, tampoco, el de los magos, los alquimistas y el de todos «los buscadores de oro»: éstos hablan de fantásticos hallazgos y de explicaciones que apelan a causas espirituales. Para Leonardo, en cambio, el pensamiento matemático es el que sirve para proyectar o, mejor dicho, para interpretar el orden mecáni­ co y necesario de toda la naturaleza: «La necesidad es maestra y guía de la naturaleza; la necesidad es argumento e inventora de la naturaleza, y freno y regla eterna.» Leonardo, por lo tanto, elimina de los fenómenos naturales -mecánicos y materiales- toda intervención de fuerzas y de po­ tencias animistas, místicas y espirituales: «¡Oh matemáticos, arrojad luz sobre ese error! El espíritu no es voz (... porque) no puede haber voz, donde no hay movimiento ni percusión de aire; no puede haber percusión, cuando no hay instrumento; no puede haber un instrumento incorpóreo; así, un espíritu no puede tener voz, ni forma, ni fuerza (...) donde no hay nervios ni huesos, no puede existir una fuerza que actúe en virtud de los movimientos que realice un espíritu imaginado.» 1.2. Leonardo, entre el renacimiento y la edad moderna Con Leonardo nos hallamos ante un concepto de naturaleza, de causa y -como veremos enseguida- de experiencia que difieren mucho de los de la mayor parte de pensadores renacentistas. La búsqueda de Leonardo «se dirige hacia una comprensión más rigurosa de los fenómenos y hacia un naturalismo matemático-experimental completamente ajeno a las preocu­ paciones de orden místico y cosmológico de un Nicolás de Cusa o de un Ficino» (M. Dal Pra). Estos son algunos de los rasgos más modernos de Leonardo, quien, a pesar de todo, no es un científico en el sentido que tendrá el término después de la revolución científica. «En Leonardo buscamos inútilmente las líneas esenciales y constitutivas de nuestra actual imagen de la ciencia. Es fácil coincidir con Randall, Sarto o Koyré cuando ponen de manifiesto que la investigación de Leonardo, llena de intuiciones brillantes y de pers­ pectivas geniales, no superó jamás el plano de los experimentos curiosos, para llegar a aquella sistematización que es rasgo fundamental de la cien­ cia y de la técnica moderna. Su búsqueda, siempre oscilante entre el expe­ rimento y la apostilla, se nos aparece fragmentada y dispersa, a través de una serie de observaciones desperdigadas, de apuntes escritos por él mis­ mo. Leonardo no posee ningún interés por la ciencia como corpus organi­ zado de conocimientos ni la concibe como una actividad pública y colecti­ va. Esta diferencia resulta muy importante para aquellos que creen que la revolución científica no se agota en una enumeración o una suma de teorías, instrumentos y experimentos. Situar a Leonardo entre los funda­ dores de la ciencia moderna sería colocar su retrato en un lugar equivoca­ do de la galería. Sobreponer a su ciencia y a su imagen de la ciencia nuestra propia imagen sólo ha servido para obscurecer las cuestiones» (Paolo Rossi). Sin embargo, quizá no pueda excluirse la posibilidad de que, si bien Leonardo es una planta que tiene las raíces en su propia época, las hojas de esta planta respiran el aire de tiempos aún por venir. Esto quiere decir que, si bien es cierto que en Leonardo no se halla el conjunto de rasgos propios de la moderna ciencia, algunas de estas carac­ terísticas parecen dibujarse con bastante claridad en su pensamiento. Así, por ejemplo, éste parece ser el caso de la noción de «experiencia», al igual que el de la relación entre teoría y práctica. 1.3. Reflexión mental y experiencia ¿Cuál es la idea de experiencia y de saber en Leonardo? A Leonardo le gustaba definirse, en contraposición a la figura del sabio de su época, como hombre sin letras. Sin embargo, había frecuentado el taller de Ver­ rocchio. Aquí había practicado diversas artes mecánicas. Y precisamente de la práctica de las artes mecánicas en distintos talleres iba surgiendo paulatinamente un concepto de experiencia que ya no consistía en el empirismo desarticulado de quienes practicaban las diversas artes, ni tam­ poco en el mero discurso de los expertos en artes liberales, que carecían de todo contacto con las operaciones, los controles y las aplicaciones que se daban en el mundo de la naturaleza. La experiencia que se realizaba en los talleres como el de Verrocchio era un constructo en el que confluían gradualmente las artes mecánicas y las artes liberales, como por ejemplo la geometría y la perspectiva. Por consiguiente, Leonardo se rebela contra quienes consideran que los sentidos -es decir, la sensación o la observa­ ción- constituyen un obstáculo a la «física y sutil reflexión mental». Por otra parte, está convencido de que «ninguna investigación humana puede considerarse como una verdadera ciencia, si no pasa por las demos­ traciones matemáticas». No es suficiente con la mera observación en bru­ to; los fenómenos de la naturaleza, en definitiva, sólo se comprenden con la condición de que descubramos sus razones. Este descubrimiento se logra a través de un razonamiento, de una reflexión mental: la razón es la que demuestra por qué «una experiencia determinada se ve obligada a actuar de cierto modo». En resumen: «la naturaleza está llena de infinitas razones que nunca estuvieron en una experiencia»; «todos nuestros cono­ cimientos comienzan en los sentidos»; «los sentidos son terrenales, pero la razón, cuando contempla, está fuera de ellos». Y «aquellos que se enamo­ ran de la práctica sin la ciencia son como el piloto que entra a un navio sin timón y sin brújula, y que nunca sabe con certeza adonde va». Según Leonardo, «la ciencia es el capitán, y la práctica, los soldados». Si se tiene ciencia que verse sobre cosas, entonces dicha ciencia acabará por una parte en experiencia conocida, es decir, las teorías quedarán confirmadas. Por otro lado, permite todas aquellas realizaciones tecnológicas que Leo­ nardo proyecta con sus máquinas. Cassirer hace notar que «en toda esta cadena de pensamientos no representa una contradicción insistir por un lado en el hecho de que todo conocimiento comienza en la sensación, y reconocer por el otro que la razón tiene una función específica, por enci­ ma de la percepción y en el exterior de ésta. Estas dos posturas resultan perfectamente conciliables, al menos para Leonardo (...). La especula­ ción de Leonardo, evidentemente, tiende a buscar un concepto interme­ dio entre estos dos factores fundamentales. No hemos de perdernos en consideraciones de detalle, sino que debemos tratar de comprender la ley general que lo rige y lo domina. Sólo el conocimiento de la ley nos provee­ rá -en el mar de los hechos particulares y los datos prácticos aislados- de una brújula. Si la perdemos, quedaremos ciegos y desprovistos de timón. La teoría es la que otorga una dirección a la experiencia». «De este modo -prosigue Cassirer- Leonardo se habría anticipado al método resolutivo de Galileo y de la moderna ciencia de la naturaleza.» La interpretación de Geymonat coincide con ésta: «De enorme impor­ tancia (en Leonardo) es su concepción del saber científico y del método que hay que seguir para adquirirlo. Desde el punto de vista metodológico, puede ser considerado como precursor de Galileo, por la importancia esencial que atribuye tanto a la experiencia como a la matemática; más aún, no puede excluirse que Galileo, al elaborar su método matemáticoexperimental, haya recibido el influjo de Leonardo, aunque sea de modo indirecto.» Empero, se muestra contraria a esta interpretación la de quien piensa que no pueden unirse fácilmente experiencia y matemática en el pensa­ miento de Leonardo, quien en ningún caso podría ser precursor de Gali­ leo. Por ejemplo, Enrico Bellone escribe: «¿Qué Leonardo se puede re­ construir? ¿El que exalta las virtuosas capacidades de la experiencia o bien el que reniega de ellas para celebrar los méritos de la abstracción matemática? Con toda sencillez, hemos de aceptar el primero y el segun­ do: la oscilación entre dos criterios metodológicos es la auténtica realidad de un Leonardo que busca entender aquello que observa, y no una des­ agradable contradicción que habría que eliminar con el fin de obtener un Leonardo homogéneo, un Leonardo consciente de la necesidad de hallar un núcleo metodológico que constituya la raíz o la causa de nuevas cien­ cias (...). En la época de Leonardo se están produciendo complejos cam­ bios en el interior de aquellas formas de conocimiento que Leonardo trata de comentar por medio de rápidos apuntes o de aforismos descarnados. Las lagunas dentro de la conciencia de estas mutaciones son el signo de que Leonardo es, auténticamente, un hijo del renacimiento y, en cuanto tal, imposible de colocar en las raíces de un Galileo.» Sobre esta cuestión, E. Garin escribió hace unos treinta años: «No fue él (Leonardo), por cierto, quien creó el método experimental y la síntesis entre matemática y experiencia, o la física nueva, pero con razón puede tomársele como símbolo del pasaje desde una profunda elaboración críti­ ca, cuyos resultados a veces compendia, hasta la formulación de concep­ ciones renovadas.» Se trata de interpretaciones que, muy atentas a no trasplantar a Leonardo fuera de su propio ambiente y a no caer en el error sistemático de la historiografía de la anticipación, quizá corran el riesgo de desviar la atención con respecto a las novedades, que existen a pesar de todo y que le convierten por diversos motivos en un pensador excepcional en comparación con su tiempo. En todo caso, en oposición a la autoridad y a la tradición, Leonardo piensa que la gran maestra es la experiencia; en su escuela podemos com­ prender la naturaleza, cosa que no lograremos mediante la transmisión y la repetición de aquellas copias suyas descoloridas, que aparecen en los libros. «La sabiduría es hija de la experiencia» y no de las grandes cons­ trucciones teóricas incontrolables, que quizás hagan referencia a los pro­ blemas supremos: «Es mejor una pequeña certeza que una gran mentira», dice Leonardo. Más aún: «La mentira resulta tan despreciable, que si dijese algo bueno de Dios, le quitaría gracia a su deidad, y es tan excelente la verdad que, si alabase cosas mínimas, éstas se convertirían en nobles; y la verdad en sí misma posee tanta excelencia que, aunque se aplique a materias humildes y bajas, excede incomparablemente las dudas y menti­ ras que se aplican a razonamientos grandiosos y elevadísimos (...). Pero a ti, que vives de sueños, te gustan más las razones sofísticas y las fullerías de los ilusionistas en las cosas grandes e inseguras, que las cosas naturales y de no tanta cultura.» Por lo tanto, para comprender la naturaleza, es preciso volver a la experiencia. En resumen, quizá no se esté muy lejos de la verdad si se afirma que, para Leonardo, la experiencia problemática es el punto de partida; gracias al razonamiento, se descubre la causa de aquélla; y luego, se vuelve a la experiencia para controlar nuestros razonamientos. Debido a ello, si la naturaleza produce efectos basándose en causas, el hombre debe remontarse desde los efectos hasta las causas. Para lograrlo hace falta la matemática, la ciencia que descubre relaciones de necesidad entre los diversos fenómenos, es decir, aquellas razones que nunca estuvieron en la experiencia. Repetimos una vez más, junto con Leonardo: «La nece­ sidad es argumento e inventora de la naturaleza, es freno y regla eterna.» Como consecuencia, afirma Leonardo, «que no lea mis principios quien no sea matemático». Y todavía más: «Quien ataca la suprema certeza de la matemática, se alimenta de confusión y jamás impondrá silencio a las contradicciones de las ciencias sofísticas, con las que se aprende un grite­ río eterno.» «Esta necesidad excluye toda fuerza metafísica o mágica, toda interpretación que prescinda de la experiencia y que quiera someter la naturaleza a principios que son ajenos a ella. Esta necesidad, finalmente, se identifica con la necesidad propia del razonamiento matemático, que expresa las relaciones de medidas que constituyen las leyes. Entender la razón de la naturaleza significa entender aquella proporción que no sólo se halla en los números y las medidas, sino también en los sonidos, los pesos, los tiempos, los espacios y en cualquier potencia natural» (N. Abbagnano). En la mecánica Leonardo se aproximó al principio de inercia, «intuyó también el principio de composición de las fuerzas y el del plano inclina­ do, que tomó como base para explicar el vuelo de los pájaros. Lo auténti­ camente maravilloso es que, en él estas intuiciones no se quedan a un nivel exclusivamente teórico, sino que se traducen en intentos de realización o, por lo menos, de proyecto técnico» (L. Geymonat). Buen conocedor de la hidráulica aplicada, Leonardo tuvo muy presente el principio de los vasos comunicantes. Fueron numerosos sus proyectos de hidráulica, pero tam­ bién lo fueron sus trabajos en el arte de las fortificaciones, la construcción de armas, la industria textil y el arte tipográfico. Obtuvo resultados en el terreno de la geología (explicando por ejem­ plo el origen de los fósiles), la anatomía y la fisiología. Su interés por la anatomía estaba motivado por su voluntad de conocer mejor la naturale­ za, para perfeccionar sus actividades artísticas. En efecto, en Leonardo no se puede separar al científico del artista. Y no por azar la pintura es para él una ciencia, o más bien se halla en la cumbre de las ciencias. La pintura posee un valor cognoscitivo y el pintor debe conocer muchas ciencias (anatomía, geometría, etc.) para poder penetrar en la naturaleza: «Oh especulador de las cosas, no te vanaglories de conocer las cosas que, por sí misma, la naturaleza lleva a cabo ordinariamente; alégrate, empero, de conocer el fin de aquellas cosas que tu mente ha diseñado.» 2. B e r n a r d in o T e l e s io : la in d a g a c ió n d e la n a t u r a l e z a se g ú n sus PROPIOS PRINCIPIOS 2.1. Su vida y sus obras Bernardino Telesio nació en 1509, en Cosenza. En sus primeros años, recibió una sólida educación humanística gracias a su tío Antonio Telesio, que era hombre de letras. Acompañó a su tío a Milán y luego a Roma, donde fue hecho prisionero por la soldadesca en 1527, con motivo del conocido saco de Roma. Fue liberado después de dos meses de prisión, gracias a la intervención de un conciudadano suyo. Se trasladó a Padua, donde seguían muy activos los debates sobre Aristóteles y donde estudió filosofía y ciencias naturales (quizá medicina, en particular), licenciándose en 1535. Después de su licenciatura, Telesio viajó inquieto por diversas ciudades de Italia y al parecer se retiró durante algunos años a un monasterio de monjes benedictinos para meditar en soledad (algunos piensan que se trató del monasterio de Seminara). A continuación, desde 1544 a 1553, Telesio fue huésped de los Carafa, duques de Mocera. Durante este período puso los cimientos y trazó la estructura de su sistema y efectuó una primera redacción de su obra principal, De rerum natura Bernardino Telesio (1509-1588): trató de fundamentar un tipo de indagación física compietamente diferente a la de Aristóteles, anticipándose en sus exigencias -aunque no en sus resultados- a algunos planteamientos de la física moderna iuxtapropriaprincipia. A partir de 1553, Telesio se estableció en Cosenza, donde permaneció hasta 1563. Luego pasó a Roma y a Nápoles, pero volvió a Cosenza en varias ocasiones, donde murió en 1588. Publicó en 1565 los dos primeros libros del De rerum natura, después de muchas vacilaciones y no sin haber consultado en Brescia al principal exponente del aristotelismo de aquella época, Vicenzo Maggi. El resulta­ do positivo de su confrontación con Maggi -que desde muchos puntos de vista había que considerar como un adversario ideal- convenció a Telesio de la oportunidad de la publicación. No obstante, la obra completa en nueve libros no se publicaría hasta 1586, a causa de las dificultades finan­ cieras de nuestro filósofo. Las otras obras de Telesio son de carácter marginal y se limitan a explicar algunos fenómenos naturales (Sobre los terremotos, Sobre las cometas, Sobre los rayos, etc.). La fama de nuestro filósofo alcanzó un nivel considerable y dio co­ mienzo antes de la publicación de sus obras. La Academia Cosentina, de la que fue miembro, se convirtió en el centro más activo de difusión del telesianismo. Sus amigos poderosos e influyentes le protegieron de los ataques de los aristotélicos, aunque no le faltaron debates y polémicas. Entre los entusiastas partidarios de la obra de Telesio se contaba Campanella, que no le conoció personalmente, pero que visitó su cadáver expuesto en la catedral de Cosenza, inmediatamente después de su muer­ te. Campanella dedicó diversas composiciones poéticas al «supremo Tele­ sio», y en un soneto que ha llegado hasta nosotros, se dice de él, entre otras cosas: Telesio, el dardo* de tu aljaba mata sofistas en medio del campo; de los ingenios el tirano, sin escapatoria libertad dulce a la Verdad impetra. A pesar de las apariencias, Campanella constituirá en muchos aspectos el continuador ideal de Telesio. 2.2. La novedad de la física telesiana El sentido y el valor del pensamiento telesiano cambian completamen­ te según sea la perspectiva desde la cual se lo contemple y se lo interprete. Como consecuencia, también varía el tipo de exposición que se efectúe. Si lo contemplamos tomando como parámetro la revolución científica que Galileo iba a llevar a cabo, entonces la conclusión debe ser la misma que ya extraía Patrizi, si bien basándose en otros elementos: el telesianis­ mo «parece más una metafísica que una física», en oposición a sus inten­ ciones explícitas. En cambio, si lo miramos con la óptica de su época, el pensamiento de Telesio se convierte en uno de los intentos más radicales y avanzados de llevar la física hacia el camino de una rigurosa investigación autónoma, alejándola de dos clases de supuestos metafísicos: a) los su­ * Hay un juego de palabras: «dardo» se dice «telo» en italiano arcaico, palabra que se relaciona con el nombre de Telesio. (N. del T.) puestos de los magos renacentistas, ligados con la tradición hermético-platónica, y b) los supuestos de la metafísica aristotélica. a) Sobre el primer punto hay que advertir el hecho de que en el De rerum natura no sólo están ausentes los intereses y los supuestos mágicoherméticos, sino que Telesio declara con todas sus letras, formulando una evidente alusión a aquéllos, que en su obra no se hallará nihil divinum y nihil admiratione dignum. Sin embargo, en Telesio, como veremos, per­ manece un rasgo en común con las doctrinas mágicas: la convicción de que en la naturaleza todo está vivo. b) Sobre la segunda cuestión es preciso advertir lo siguiente. Aristóte­ les y los peripatéticos consideran que la física era un conocimiento teórico referente a un género particular de ser o de substancia, el sujeto en movi­ miento. Para el Estagirita, el marco de la metafísica (ciencia del ser o de la substancia en general) y los principios de ésta constituían los principios necesarios para fundamentar la física. Una consideración de la substancia sensible había de desembocar necesariamente en una consideración de la substancia suprasensible y el estudio de la substancia móvil finalizaba con la demostración metafísica de la substancia inmóvil. Telesio lleva a cabo un corte radical con este planteamiento. No niega -y lo veremos más adelante con más detenimiento- la existencia de Dios ni de un alma suprasensible, pero coloca temáticamente, tanto a uno como a otra, fuera del ámbito de la investigación física, estableciendo así la autonomía de la naturaleza y de sus principios, y por consiguiente la autonomía de la investigación de estos principios. De este modo Telesio efectúa lo que se ha llamado «reducción naturalista», proclamando la substancialidad autónoma de la naturaleza. N. Abbagnano, en una valiosa monografía dedicada a este filósofo, ha puesto de manifiesto este hecho, en los términos siguientes: «Esta subs­ tancialidad autónoma de la naturaleza constituye el fundamento de lo que se puede denominar “reducción naturalista”: la exigencia de hallar en todas y cada una de las cosas el principio explicativo natural, excluyendo a todos los demás. La reducción naturalista supone la autonomía substan­ cial de la naturaleza, es decir, su capacidad de articularse por sí misma y de explicarse por sí misma. El título de la obra de Telesio expresa todo esto con una fórmula oportuna y sintética: De rerum natura iuxta propria principia, que significa: la naturaleza posee en sí misma los principios de su propia constitución y de su propia explicación. Para conocerlos, el hombre debe limitarse -por así decirlo- a dejar que hable la naturaleza, confiándose a la revelación que ésta le hace de sí misma, como parte de sí misma. En efecto, el hombre sólo puede conocer la naturaleza en la medi­ da en que es, él mismo, naturaleza. De aquí se deriva la preeminencia que muestra la sensibilidad como medio de conocimiento. El hombre, en cuanto naturaleza, es sensibilidad. Su capacidad de aprender y de en­ tender es una capacidad que posee como parte o como elemento de la naturaleza (...). Telesio es el primero en afirmar con tanta energía la autonomía de la naturaleza y el primero en tratar de ponerla en práctica hasta el fondo, mediante una indagación rigurosa.» En este sentido, pue­ de decirse que, aunque sea sobre bases inadecuadas, Telesio defiende una postura (la autonomía de la investigación física) que se mostraría muy fecunda en el futuro. x Hay que poner en claro un punto adicional. Telesio, como veremos, construye una física cualitativa; sin embargo, vislumbra la perspectiva cuantitativa, aunque diga que no puede desarrollarla. Desea que otro pueda lograrlo, para que los hombres no sólo se conviertan en scientes sino también en potentes. Se trata de dos temas que más adelante veremos como centrales en Galileo y en Bacon, respectivamente. También a este respecto N. Abbagnano vio la cuestión con claridad cuando escribía: «És­ ta es una de las intuiciones telesianas que mejor revelan lo profundamente que Telesio había llevado a cabo su exigencia de una explicación autóno­ ma de la naturaleza.» 2.3. Los principios propios de la naturaleza Telesio reconstruye los principios de su física sobre bases sensistas, convencido de que el sentido revela la realidad de la naturaleza, al ser ésta en su propia esencia vitalidad y sensibilidad. En esta concepción vitalista de la naturaleza, Telesio se remite al hilozoísmo y al panpsiquismo presocráticos, según los cuales todo está vivo, con ciertos ribetes jónicos (hay que recordar sobre todo el esquema de interpretación de la realidad que había sido propuesto por Anaxímenes; cf. volumen i, p. 41 s). Sus modelos no son, por tanto, los neoplatónicos, sino los físicos más antiguos. Ahora bien, el sentido nos revela que el calor y el frío son principios fundamentales. El primero posee una acción dilatadora, hace que las co­ sas se aligeren y las pone en movimiento. El segundo, en cambio, provoca la condensación y, en consecuencia, hace que las cosas pesen y tiende a inmovilizarlas. El sol es, por excelencia, cálido, mientras que la tierra es fría. El sol, no obstante, como todo lo que arde, no es exclusivamente calor, al igual que la tierra no se reduce a simple frío. El calor y el frío son incorpóreos, y por tanto necesitan una masa corpórea a la que adherirse. Telesio concluye que es necesario colocar tres principios en la base de los entes: «dos naturalezas agentes, el calor y el frío, y una masa corpórea: ésta ha de ser, con respecto a ambas naturalezas, propia, congruente y tan capaz de expandirse y de extenderse como de condensarse y restringirse, y de asumir cualquier disposición de la que gocen el calor y el frío». Si no fuese así, los entes no podrían transformarse unos en otros y desaparece­ ría aquella unidad que, en cambio, hallamos en la naturaleza. De esta manera, se elimina la física de los cuatro elementos y la con­ cepción general de las cosas como compuestos de materia y forma, tal como la defendían los peripatéticos. Los elementos proceden de los prin­ cipios antes descritos y lo mismo ocurre con todas las formas de las cosas. Los dos principios agentes penetran cada cuerpo, se oponen, se expulsan y se substituyen alternativamente en los cuerpos, y tienen la facultad de percibirse de forma recíproca. Esta facultad que posee cada uno de ellos y que les permite percibir sus propias acciones y pasiones -y las conexio­ nes que mantienen con las del otro- da lugar a sensaciones placenteras con respecto a lo que les es afín y favorece la propia conservación, y provoca sensaciones desagradables en el caso contrario. Por lo tanto, concluye Telesio, «todos los entes sienten la relación recíproca». ¿Por qué, en­ tonces, sólo los animales poseen órganos sensoriales? Los animales son entes complejos y sus órganos actúan como vías de acceso de las fuerzas externas a la substancia que siente. Las cosas simples, precisamente por serlo, sienten de forma directa. La física de Telesio es, por lo tanto, una física basada sobre las cualida­ des elementales del calor y el frío. A este respecto, como ya se ha mencio­ nado, Telesio comprende que para su concepción sería de gran interés una indagación posterior, destinada a determinar cual es la cantidad de calor necesaria para producir los diversos fenómenos. Él afirma que no ha podi­ do realizar esta investigación cuantitativa y que deja esta tarea a los que vengan después que él. 2.4. El hombre como realidad natural Si se le considera como una realidad natural, el hombre puede expli­ carse de igual modo que todas las demás realidades naturales. Aristóteles explicaba los organismos naturales en función del alma sensitiva. Como es obvio, Telesio no puede aceptar esta tesis, pero necesita introducir algo que sea capaz de diferenciar al animal del resto de las cosas, y para ello recurre a lo que llama «espíritu producido por el semen» (spiritus e semine eductus). La terminología (de origen estoico) se remonta probablemente a la tradición médica antigua (que Telesio conocía bien). El espíritu, sutilísi­ ma substancia corpórea, se incluye en el cuerpo, que constituye su propio revestimiento y su propio órgano. Por consiguiente, el espíritu explica todo lo que Aristóteles explicaba mediante el alma sensitiva (recuérdese la análoga concepción del espíritu en Ficino, aunque en éste desarrolle una función completamente diferente). Telesio advierte de inmediato que en el hombre, además del espíritu, existe algo más, «una clase de alma divina e inmortal», que no sirve para explicar los aspectos naturales del hombre, sino únicamente aquellos aspectos que trascienden su naturalidad, de los cuales hablaremos ense­ guida. El conocimiento en sus diversas formas se explica mediante el espíritu y consiste en la percepción de las afecciones, los cambios y los movimientos que las cosas producen sobre él. En otras palabras: el calor y el frío que producen las cosas que actúan por contacto sobre el organismo, provocan acciones de movimiento, dilatación y restricción sobre el espíri­ tu, y de este modo tiene lugar la percepción, que es conciencia de la modificación. La inteligencia nace de la sensación y, más exactamente, de la seme­ janza que constatamos entre las cosas percibidas, cuyo recuerdo conserva­ mos, y la aplicación por vía analógica a otras cosas, que no percibimos en este momento. Por ejemplo, cuando vemos a un hombre joven, la inteli­ gencia nos dice que envejecerá. Este envejecer no es percibido por nos­ otros, porque aún no ha llegado y no puede producir en nosotros ninguna sensación. A pesar de ello, podemos entenderlo con el auxilio de pasadas experiencias y a través de la semejanza entre lo que hemos percibido y lo que ahora estamos percibiendo, esto es, por analogía. Telesio declara expresamente que no desprecia en absoluto a la razón; más aún, dice que hay que confiar en ella «casi como en los sentidos». Éstos, empero, son más creíbles que la razón, porque lo que se aprehende a través de ellos no tiene necesidad de ser investigado posteriormente. Las matemáticas, según Telesio, también se hallan basadas en los sentidos, en las similitudes y en las analogías, de la manera que se ha explicado antes. 2.5. La moral natural La vida moral del hombre, por lo menos en un primer plano, también puede explicarse mediante los principios naturales. Para el hombre, como para cualquier otro ser, el bien consiste en la propia autoconservación, al igual que el mal es el daño propio y la propia destrucción. En este proceso de conservación y destrucción intervienen el placer y el dolor. Es placen­ tero aquello que deleita al espíritu; y deleita al espíritu lo que lo vivifica, constituyendo así una fuerza favorable. Es doloroso lo que debilita y pos­ tra al espíritu; y debilita al espíritu lo que le es nocivo. El placer, pues, es «la sensación de la conservación», mientras que el dolor es «la sensación de la destrucción». Como consecuencia, el placer y el dolor poseen un objetivo funcional concreto. El placer no es la finalidad última que perse­ guimos, sino el medio que nos facilita la consecución de dicha finalidad, consistente, como ya hemos dicho, en nuestra autoconservación. De una manera general, todo lo que desea el hombre se halla en función de dicha conservación. Las virtudes, entendidas desde un punto de vista naturalis­ ta, se practican y se ejercen con ese mismo objetivo: facilitan la conserva­ ción y el perfeccionamiento del espíritu. 2.6. La trascendencia divina y el alma como ente suprasensible Telesio, como ya hemos mencionado, lleva a cabo la reducción natura­ lista en su investigación física y en la reconstrucción de la realidad natural, pero está muy lejos de otorgar a dicha reducción una validez metafísica general. Admite la existencia de un Dios creador, por encima de la natu­ raleza, y se limita a negar que haya que recurrir a él durante las investiga­ ciones físicas. A este respecto, conviene advertir el hecho de que Telesio, quien suele reprochar a Aristóteles el ser demasiado metafísico en física, le objeta precisamente lo contrario en lo que concierne al Motor Inmóvil. Considera completamente inadecuada una noción de Dios que le reduzca a mera función motriz, a la manera aristotélica (cf. volumen i, p. 171ss). Asimismo, Telesio escribe que, en relación con esto, Aristóteles «no sólo se muestra digno de crítica, sino también de abominación». El movimien­ to del cielo podía atribuirse perfectamente a la naturaleza misma de éste, sin apelar a Dios como causa de ello. En cualquier caso, lo mejor habría sido considerar a Dios como inactivo. Además, resulta inconcebible que Aristóteles niegue a su Dios la dimensión providente en relación con los hombres. En definitiva, el Dios de Telesio es el Dios bíblico, creador y rector del mundo. De su actividad creadora depende la naturaleza estruc­ turada del modo en que hemos visto, así como el destino superior de los hombres en comparación con todos los demás seres. Dios infunde la mens superaddita, es decir, el alma intelectiva, que es inmortal. El alma está unida al cuerpo y, en especial, al espíritu natural, como forma suya. El hombre conoce y apetece mediante el espíritu aque­ llas cosas que se refieren a su conservación natural. A través de la mens superaddita, conoce y tiende a las cosas divinas, que no se refieren a su salud natural sino a la eterna. Por lo tanto, hay en el hombre dos apetitos y dos intelectos. Debido a ello, está en condiciones de entender no sólo el bien sensible, sino también el eterno, y asimismo puede quererlo (en esto consiste el libre arbitrio). Por consiguiente, el hombre debe tratar de que su mente no sucumba ante las fuerzas del espíritu material y de que se mantenga pura y se asemeje a la de su creador. Esta mente es la que realiza la actividad religiosa del hombre y demuestra su especificidad con respecto a todo lo real. En estas doctrinas de Telesio los intérpretes han visto con frecuencia una actitud de debilidad o unas concesiones indebidas (hechas quizá pro bono pacis) o, en cualquier caso, tesis que contradicen su naturalismo. En realidad, no sucede tal cosa. Más bien habría que afirmar exactamente lo contrario. Su originalidad reside precisamente en el intento de instaurar una clara distinción entre ámbitos de investigación, sin que tal distinción implique una exclusión. También en este sentido, con todas las limitacio­ nes que se quiera, Telesio presenta semejanzas con Galileo, quien distin­ guirá de forma paradigmática entre ciencia y religión, asignando a aquélla la tarea de mostrar cómo va el cielo (con sus leyes específicas), mientras que la segunda enseña cómo se va al cielo (creyendo y obrando en conse­ cuencia). 3. G io r d a n o B runo : l a r e l ig ió n c o m o m e t a f ís ic a de l o in f in it o y e l «HEROICO FUROR» Su vida y sus obras Giordano Bruno nació en Ñola en 1 5 4 8 . Su nombre de pila era Filippo; el nombre de Giordano se le impuso cuando, aún muy joven, entró en el convento de Santo Domingo de Nápoles, donde fue ordenado sacerdote en 1 5 7 2 . Siendo estudiante ya tuvo ocasión de manifestar su espíritu de intolerancia y rebeldía, hasta el punto de que en 1 5 6 7 se inició un proceso en contra suya, que luego quedó en suspenso. Más grave fue el nuevo proceso de 1 5 7 6 , no tanto por las sospechas de herejía que había suscita­ do, como por la sospecha de que fuese responsable del asesinato de un miembro de su misma orden religiosa, que le había denunciado. En reali­ dad se trataba de una sospecha infundada. No obstante, la situación se complicó hasta el punto de que Bruno, que había huido a Roma, decidió colgar los hábitos y se refugió en el Norte (Génova, Noli, Savona, Turín, Venecia), para acabar en Suiza, en Ginebra, donde frecuentó ambientes calvinistas. Muy pronto acabó también rebelándose contra los teólogos calvinistas. Bruno vivió en Francia desde 1 5 7 9 . Primero estuvo en Toulouse du­ rante dos años y en 1 5 8 1 se traslada a París, donde logró atraerse la atención de Enrique m, que le protegió y le apoyó. En 1 5 8 3 viajó a Ingla­ terra en el séquito del embajador francés y vivió sobre todo en Londres. También pasó una temporada en Oxford, donde pronto entró en colisión 3 .1 . Giordano Bruno (1548-1600): fue el más original de los pensadores renacentistas. Trató de combinar, en una síntesis audaz, neoplatonismo, hermetismo y magia con los profesores de la universidad (a los que consideraba pedantes). Documentos que han sido hallados en época reciente demuestran entre otras cosas que los sabios locales le acusaron de haber plagiado en sus lecciones a Marsilio Ficino (doctrinas mágico-herméticas). En 1585 volvió a París. Rápidamente se dio cuenta de que ya no goza­ ba de los favores del rey y tuvo que huir después de un tempestuoso choque con los aristotélicos. Se decidió esta vez por la Alemania luterana. En 1586 se estableció en Wittenberg, donde elogió públicamente el luteranismo. Sin embargo, tampoco aquí permaneció mucho tiempo y en 1588 se propuso conseguir los favores del emperador Rodolfo n de Habsburgo, cosa que no logró, y pocos meses después regresó a Alemania. En 1589, en Helmstádt, se inscribió en la comunidad luterana, de la que fue expul­ sado apenas un año después. En 1590 se trasladó a Francfort, donde publicó la trilogía de sus grandes poemas latinos. Estando allí, recibió a través de unos libreros la invitación del noble veneciano Giovanni Mocenigo, quien deseaba aprender mnemotecnia, disciplina en la que Bruno era maestro. Repentinamente, aceptó la invitación y volvió a Italia en 1591. Ese mismo año Mocenigo denunciaba a Bruno ante el Santo Oficio. En 1592 comenzó en Venecia el proceso de Bruno, que acabó con una retractación de éste. En 1593 se trasladó a Roma y fue sometido a un nuevo proceso. Des­ pués de un laborioso intento de convencerlo de que se retractase de algu­ nas de sus tesis, se produjo una ruptura final. Fue condenado a morir en la hoguera, sentencia que se cumplió en el Campo dei Fiori, el 17 de febrero de 1600. Bruno no renegó de su credo filosófico-religioso y murió para atestiguarlo. A. Guzzo señala: «Así, una vez muerto, hace acto de presen­ cia para exigir que su filosofía viva. De esta manera, presentó una apela­ ción: su juicio se volvió a abrir, la conciencia italiana examinó en segunda instancia su proceso y, en primer lugar, incriminó a quienes le mataron.» Las obras de Bruno son muy numerosas. Entre ellas merecen una atención particular la comedia El fabricante de velas (1582), el De umbris idearum (1582), La cena de las cenizas (1584), De la causa, principio y uno (1584), Del infinito universo y mundos (1584), Expulsión de la bestia triun­ fante (1584), De los heroicos furores (1585), De mínimo (1591), De monade (1591) y De immenso et innumerabilibus (1591). 3.2. La característica fundamental del pensamiento de Bruno Para comprender el mensaje de un filósofo es preciso captar el núcleo de su pensamiento, el origen de sus concepciones y el espíritu que les infunde vida. En el caso de Bruno, ¿cuál es este núcleo, este origen, este espíritu? Los estudios más recientes han logrado ponerlo en claro: el rasgo distintivo del pensamiento de Bruno es de carácter mágico-hermético. Bruno sigue las huellas de los magos-filósofos renacentistas y avanza nota­ blemente en el tipo de razonamiento que Ficino había iniciado con caute­ la, tratando de mantenerse dentro de los límites de la ortodoxia cristiana. Bruno, en cambio, se propone llegar a sus últimas consecuencias. Más aún: cabe interpretar el pensamiento bruniano como una especie de gnosis renacentista, un mensaje de salvación con el sello de la religiosidad egip­ cia, como la que aspiran a tener los escritos herméticos. Su neoplatonismo sirve de base y de armazón conceptual a esta visión religiosa y se ajusta continuamente a sus exigencias. Tal es la documentadísima tesis que ha expuesto F.A. Yates, en el volumen ya citado, Giordano Bruno e la tradizione ermetica, Laterza, Bari. Queremos centrar nuestra atención en ella, aunque sea de forma resumida, porque soluciona muchas dificultades que se plantean en la interpretación de las obras de Bruno. Según esta autora, la filosofía de Bruno «es fundamentalmente hermética (...), él era un mago hermético del tipo más radical, con una especie de misión mágico-religiosa». ¿Qué fue, entonces, lo que Bruno trató de llevar a cabo? Sostiene Yates: «Es muy sencillo. Reconduce la magia renacentista hasta sus fuen­ tes paganas, abandonando los débiles intentos de Ficino, que se proponía elaborar una magia innocua ocultando su fuente principal, el Asclepius (en el que se enseñaba a construir ídolos y amuletos, y que había sido condenado por san Agustín), escarneciendo violentamente a los herméti­ cos religiosos (que, como antes se ha dicho, eran muy numerosos durante la época renacentista) que habían creído basar un hermetismo cristiano prescindiendo del Asclepius y proclamándose un egipcio convencido, que (...) deplora la destrucción -por parte de los cristianos- del culto a los dioses naturales de Grecia y de la religión a través de la cual los egipcios habían alcanzado las ideas divinas, el sol inteligible, el Uno del neopla­ tonismo.» En la Expulsión, Bruno cita en estos términos la lamentación del As­ clepius y su profecía final, infundiéndole un acento conmovedor: No sabes, oh Asclepio, como Egipto es la imagen del cielo (...), nuestra tierra es templo del mundo. No obstante, vendrá un tiempo en el que parecei i que Egipto ha sido en vano un religioso cultivador de la divinidad (...). Oh Egipto, Egipto, de tus religiones sólo quedarán las fábulas (...). Las tinieblas ocultarán la luz, se juzgará que la muerte es más útil que la vida, nadie elevará sus ojos al cielo, el religioso será considerado como demente, se pensará que el impío es prudente, el furioso, fuerte, y el pésimo, bueno. Y creedme, entonces se le aplicará la pena capital a aquel que se dedique a la religión de la mente; porque se hallarán nuevas justicias y nuevas leyes, no se hallará nada santo y nada religioso: no se oirá cosa digna del cielo o de lo celestial. Sólo quedarán los ángeles perniciosos, quienes -mezclados con los hombres- forzarán a los miserables a osar todos los males, como si fuese justicia; dando pie a guerras, robos, fraudes y todas las demás cosas contrarias al alma y a la justicia natural; ésta será la vejez, el desorden y la irreligión del mundo. Pero no dudes, Asclepio, porque después que hayan acaecido tales cosas, entonces el señor y padre Dios, gobernador del mundo, providencia omnipotente (...) acabará seguramente con tal inmundicia, devol­ viendo al mundo su antiguo rostro. El egipcianismo de Bruno es una religión, la «buena religión» destrui­ da por el cristianismo, a la que hay que regresar y de la cual él se siente profeta, con la misión de hacerla revivir. Un último texto de Yates sirve para completar el cuadro de esta nueva exégesis: «Así, el intento de Ficino en su totalidad -construir una theologia platónica cristiana, con sus prisci theologi y sus magos y con su platonismo cristiano, en el que se incrustan furtivamente algunos elementos mágicos- era menos que nada a los ojos de Giordano Bruno. Este, aceptando en su plenitud y sin ningún prejuicio la religión mágica egipcia del Asclepius (y dejando de lado las presuntas anticipaciones del cristianismo que aparecen en el Corpus Hermeticum), consideró que la religión mágica egipcia era una experiencia teúrgica y extática genuinamente neoplatónica, una ascensión hacia el Uno. Así era, de hecho, puesto que el egipcianismo hermético se reducía al egipcianismo interpretado por los neoplatónicos de la antigüedad tardía. Sin embar­ go, el problema de la interpretación de Bruno no se resuelve convirtiéndo­ lo en servil continuador de este tipo de neoplatonismo y considerándolo como mero seguidor de un culto misteriosófico egipcio. Bruno estuvo influido, sin lugar a dudas, por el gran aparato que Ficino y Pico de la Mirándola pusieron en movimiento, con toda su fuerza psicológica, sus asociaciones cabalísticas y cristianas, su sincretismo abarcador de diversas posturas filosóficas y religiosas, antiguas o medievales, y asimismo, con su magia. Además, conviene recordar -cosa que, en mi opinión, es uno de los aspectos más significativos de Giordano Bruno- que sale a escena hacia finales del siglo xvi, aquel siglo que contempló manifestaciones terri­ bles de intolerancia religiosa y en el cual se buscó en el hermetismo reli­ gioso un refugio de tolerancia, una vía que condujese a la unión de las diversas sectas que luchaban entre sí. Hemos visto que existían distintas variedades de hermetismo cristiano, católico y protestante, y que la mayor parte de éstas rechazaba la magia. En una situación de esta clase aparece Giordano Bruno, tomando como base y de forma incondicional el herme­ tismo mágico egipcio. Predica una especie de contrarreforma egipcianista, profetiza un regreso a la tradición egipcia, gracias al cual las dificultades religiosas se conciliarán a través de una nueva solución. Finalmente, pro­ pugna asimismo una reforma moral, acentuando la importancia de las buenas obras en su dimensión social y de una ética que responda a crite­ rios de utilidad social.» Es evidente, como consecuencia, que Bruno no podía coincidir con los católicos ni con los protestantes (en último término, ni siquiera podía llamarse cristiano, porque acabó por poner en duda la divinidad de Cristo y los dogmas fundamentales del cristianismo), y que los apoyos que buscó -primero en un sitio y luego en otro- no eran otra cosa que apoyos tácticos para realizar su propia reforma. Esto fue, precisamente, lo que provocó violentas reacciones en todos los ambientes en que enseñó. No podía formar parte de ninguna secta, porque su objetivo consistía en fundar su nueva religión. No obstante, estuvo ebrio de Dios (para utilizar una ex­ presión que Novalis aplicó a Spinoza), y el infinito fue su principio y su fin (empleando otra expresión que Schleiermacher también aplica a Spino­ za). Se trata, empero, de una Divinidad y de un Infinito de carácter neopagano, que gracias al aparato conceptual del neoplatonismo -que Nicolás de Cusa y Ficino habían hecho resurgir- podía manifestarse casi a la per­ fección. 3.3. Arte de la memoria (mnemotecnia) y arte mágico-hermético Las primeras obras de Bruno están dedicadas a la mnemotecnia y entre ellas destaca sobre todo el De umbris idearum, redactado en París y dedi­ cado a Enrique m. Sin embargo, incluso su mnemotecnia se halla teñida de fuertes componentes mágico-herméticos. El arte de la memoria era muy antiguo. Los oradores romanos, para memorizar sus discursos, aso­ ciaban la estructura y la sucesión de conceptos y de argumentos en favor de dichos conceptos a un edificio y a la sucesión de sus partes. Ramón Llull en la edad media había desarrollado la mnemotecnia, como pudo verse en el volumen precedente (cf. p. 572s), tratando de establecer reglas que favorecieran la memorización a través de una precisa utiliza­ ción de las reglas de la mente, y buscando la coordinación existente entre las reglas de la mente y la estructura de lo real. La mnemotecnia resurgió en el renacimiento y alcanzó su grado culminante con Giordano Bruno. F. Yates, que brinda las aportaciones más notables que a este respecto se han formulado en los últimos tiempos, resume en estos términos la concepción renacentista de la mnemotecnia y la contribución realizada por Bruno: «En el renacimiento (el arte de la memoria) se puso de moda entre los neoplatónicos y los herméticos. Se le consideraba como un méto­ do que imprimía imágenes fundamentales y arquetipos en la memoria, que presuponía, como sistema de localización mnemónica, el orden cós­ mico mismo y permitía así un profundo conocimiento del universo. Esta concepción ya se ponía en evidencia a través del pasaje del De vita coelitus comparanda, en el que Ficino escribe que las imágenes o los colores plane­ tarios, memorizados en la manera en que habían sido reproducidos en el techo de una habitación (mediante frescos ordenados de acuerdo con los cánones exactos de las correspondencias mágico-simpáticas), le servían -a quien los hubiese aprendido de este modo- como principio organizador de todos los fenómenos con los que uno se topase al salir de casa.» Según Yates, además, «la experiencia hermética de la reflexión sobre el universo a través de la mente se encuentra en la base de la memoria mágica rena­ centista. La mnemónica clásica, fundamentada en lugares e imágenes, hay que entenderla y aplicarla en el ámbito de la memoria mágica renacentista como método para obtener aquella experiencia hermética, imprimiendo en la memoria imágenes arquetípicas o mágicamente activadas. Emplean­ do imágenes mágicas o talismánicas en calidad de imágenes mnemónicas, el mago aspiraba a conseguir conocimiento y poderes universales, adqui­ riendo -mediante la organización mágica de la imaginación- una persona­ lidad dotada de poderes mágicos, en sintonía, por así decirlo, con los del cosmos. Esta singular transformación o adaptación del arte clásico de la memoria a lo largo del renacimiento, posee una historia previa a Giorda­ no Bruno, pero con éste alcanza su punto culminante». En el De umbris idearum Bruno se remite expresamente a Hermes Trismegistos, convencido de que la religión egipcia es mejor que la cristia­ na, en la medida en que es una religión de la mente, que se realiza supe­ rando el culto al sol, imagen visible del sol ideal que es el intelecto. Las «sombras de las ideas» no son las cosas sensibles, sino más bien (en el contexto propio de Bruno) las imágenes mágicas, que reflejan las ideas de la mente divina y de las cuales las cosas sensibles son copia. Al imprimir en la mente estas imágenes mágicas se obtendrá una especie de reflejo de todo el universo en la mente, adquiriendo así una maravillosa potencia­ ción de la memoria y un reforzamiento global de las capacidades operati­ vas del hombre. La obra prosigue con la presentación de una serie de listas de imáge­ nes, en las que Bruno se basa para organizar el sistema de la memoria. Al igual que había empezado a hacer Ficino, otorga a su construcción un fundamento plotiniano. El Bruno parisiense, pues, con la obra que dedica nada menos que a Enrique m, se presenta como exponente y renovador de la tradición mági­ co-hermética inaugurada por Ficino, pero en un sentido mucho más radi­ cal: ya no le interesa la conciliación que Ficino propone entre esta doctri­ na y la dogmática cristiana, y se muestra decidido a llegar hasta el final de este camino. 3.4. El universo de Bruno y su significado Después del período que pasó en Francia, la fase más significativa de la carrera de Bruno fue su etapa inglesa, donde redactó y publicó sus diálogos italianos, que constituyen sus obras maestras. Antes de hablar del contenido de éstos (los poemas latinos posteriores, redactados y publi­ cados en Alemania, no son más que desarrollos y profundizaciones de dichos diálogos), es oportuno determinar bajo qué aspecto se presentó Bruno ante los ingleses y, en particular, ante los sabios de la universidad de Oxford. Ciertos documentos que han sido descubiertos en los últimos años (en especial, por R. McNulty) nos informan acerca de los temas que Bruno trató en Oxford y las reacciones que suscitó en sus oyentes. Expuso una visión copernicana del universo, centrada en la concepción heliocén­ trica y en la infinitud del cosmos, relacionándola con la magia astral y con el culto solar tal como Ficino lo había propuesto, hasta el punto de que uno de los sabios «halló que tanto la primera como la segunda lección habían sido extraídas, casi palabra por palabra, de las obras de Marsilio Ficino» (en particular, de la obra De vita coelitus comparando). Esto pro­ vocó un escándalo, que obligó a Bruno a despedirse con presteza de los «pedantes gramáticos» de Oxford, que no habían entendido nada de su mensaje. La imagen de sí que quería dar, por lo tanto, era la del mago renacentista, que propone la nueva religión egipcia de la revelación her­ mética, el culto del deus in rebus, del Dios que está presente en las cosas. En la Expulsión, el egipcianismo se presenta de una manera temática, afirmando que «Mercurio egipcio sapientísimo» -es decir, Mermes Trismegistos- es la fuente de la sabiduría. La visión del «dios en las cosas» está expresamente vinculada con la magia, entendida como sabiduría prove­ niente del «sol inteligible», que se revela al mundo en grados variables. La magia, sostiene Bruno, «puesto que versa sobre los principios sobrenatu­ rales, es divina; y en la medida en que versa sobre la contemplación de la naturaleza y escruta sus secretos, es natural; y se le llama intermediaria y matemática, porque se dedica a las razones y actos del alma, que se halla en el horizonte de lo corporal y lo espiritual, espiritual e intelectual». El egipcianismo de Bruno es una forma de religión paganizante, sobre la que él quisiera fundar una reforma moral universal. ¿En qué consisten sus fundamentos filosóficos? Hemos mencionado en diversas ocasiones que dichos fundamentos proceden básicamente del neoplatonismo, y que en Bruno reciben nuevos matices y un acento muy notable de tipo panteísta, junto con la insistencia en algunos elementos eleáticos y la introduc­ ción explícita de temas de Avicebrón, Por encima de todo, Bruno admite la existencia de una causa o un principio supremo, que también denomina «mente sobre las cosas», de lo que se deriva todo lo demás, pero que permanece incognoscible para nosotros. Todo el universo es obra de este primer principio; pero del conocimiento de sus efectos no puede uno remontarse al conocimiento de la causa, al igual que, a partir de la visión de una estatua, no se puede llegar a la visión del escultor que la ha construido. Este principio no es más que el Uno plotiniano, replanteado por un renacentista. Bruno escri­ be: «De la divina substancia, por ser infinita y por hallarse muy alejada de los efectos que constituyen el término último de nuestra facultad discursi­ va, nada podemos conocer, si no es a la manera de vestigio, como dicen los platónicos, de efecto remoto, como dicen los peripatéticos, de indu­ mento, como dicen los cabalistas, de espaldas o traseros, como dicen los talmudistas, de espejo, sobra y enigma, como dicen los apocalípticos.» Bruno añade que la comparación con la estatua es, en gran medida, inade­ cuada, porque la estatua -que está acabada- puede ser conocida en su plenitud; el universo, en cambio, es infinito, y «sucede que con mucha menos razón conoceremos por su efecto al primer principio o causa». Se equivocaría quien concediese a tales afirmaciones sobre la trascendencia del primer principio un significado que sólo puede tener en un contexto metafísico creacionista. En efecto, aquí nos encontramos en un contex­ to de metafísica procesionista plotiniana, y dichas afirmaciones poseen el sentido que les otorga lo que viene a continuación. Al igual que en Plotino el intelecto procede del principio supremo, Bruno también habla de un intelecto universal, pero lo entiende -de una forma inmanentista más marcada- como mente en las cosas. Más exacta­ mente, es una facultad del alma universal, de la que surgen todas las formas inmanentes a la materia y con la que constituye un todo insepara­ ble: «Esto afirma el Nolano, que existe un intelecto que da el ser a todas las cosas, llamado por los pitagóricos y el Timeo “dador de las formas”; un alma y principio formal, que se hace todas las cosas y las informa, llamada por los mismos “origen que las forma”; una materia, con la cual se hace y se forma cada cosa, que todos llaman “receptáculo de las formas”.» La estructura hilemórfica de la realidad es concebida, en consecuencia, de un modo muy diferente al aristotélico: las formas son la estructura dinámica de la materia, «van y vienen, se terminan y se renuevan», porque todo está animado, todo está vivo. El alma del mundo se halla en cada cosa y el intelecto universal está presente en el alma, fuente perenne de formas que se renuevan continuamente. Según Bruno, todo está vivo en un sentido muy diferente al de Telesio. En Bruno se trata de la vida del alma y de la mente universal, que es Dios -esto es, lo Divino- que se expande en el universo, mientras que en Telesio se trata de una visión panvitalista reducida a los límites mucho más estrechos de un sensismo que, como hemos visto, tiene raíces presocráticas. En Telesio, Dios es realmente trascendente, y la vida del mundo es la vitalidad que Dios ha concedido a la materia y a sus principios en el acto de la creación, y que nada tiene que ver con la vida divina. En Bruno, Dios se convierte en inmanente y la vida del cosmos se convierte en vida divina, en el infinito expandirse de la misma vida de Dios. Por eso se comprende que en este contexto Dios y la naturaleza, forma y materia, acto y potencia, acaben por coincidir, hasta el punto de que Bruno puede escribir: «Por lo cual no es difícil u oneroso acabar por admitir que el todo, según la substancia, es uno, como quizás entendió Parménides, tra­ tado innoblemente por Aristóteles.» La página siguiente, que pertenece al De la causa, principio y uno, bosqueja a la perfección la nueva imagen bruniana del universo uno, infinito y (además) eleáticamente inmóvil: El universo es uno, infinito, inmóvil. Una, digo, es la posibilidad absoluta, uno el acto, una la forma o alma, una la materia o cuerpo, una la cosa, uno el ente, uno el máximo y óptimo; el cual no debe poder ser comprendido; es empero inacabable e interminable, y por lo tanto infinito e interminado, y por consiguiente inmóvil. No se mueve localmente, porque no tiene nada fuera de él adonde transportarse, dado que es el todo. No engendra; por­ que no hay otro ser que él pueda desear o esperar, ya que tiene todo el ser. No se corrompe; porque no hay otra cosa en que cambiarse, puesto que él es cada cosa. No puede disminuir ni crecer, dado que es infinito; no se le puede añadir ni substraer nada, porque lo infinito no tiene partes proporcionales. No se altera en otra disposición, porque no tiene exterior que le influya y por el que llegue a alguna afección. Además, puesto que abarca todas las contrariedades en su ser en unidad y conveniencia, y no puede tener ninguna inclinación a otro y nuevo ser, y tampoco a otro modo de ser, no puede estar sujeto a mutación según cualidad alguna, ni puede tener contrario o diverso que lo altere, porque en él toda cosa es concorde. No es materia, porque no es figurado ni figurable, no está terminado ni es termi­ nable. No es forma, porque no informa ni figura a otro, porque es todo, es máximo, es uno, es universo. No es mensurable ni mesura. No se abarca, porque no es mayor que él. No es abarcado, porque no es menor que él. No se iguala, porque no es otro y otro, sino uno y mismo. Siendo mismo y uno, no tiene ser y ser, y como no tiene ser y ser, no tiene parte y parte; y porque no tiene parte y parte, no es compuesto. Es término de suerte que no es término, es talmente forma que no es forma, es talmente materia que no es materia, es talmente alma que no es alma: porque es el todo indiferentemente, y sin embargo es uno, el universo es uno. 3.5. La infinitud del Todo y el significado que Bruno otorga a la revolución copernicana Lo infinito, como ya hemos dicho, se convierte en símbolo representa­ tivo de la concepción filosófica de Giordano Bruno. Si la Causa o el primer Principio es infinito, también ha de serlo el efecto. Por eso Bruno escribe en el De immenso: La Divinidad no se explica completamente en el plano físico, sino en lo infinito (en efecto, los cuerpos están divididos en partes, de modo que donde hay una parte no hay ninguna otra, ni puede haberla), y en ello sólo se manifiesta en su propia universalidad, según los propios órdenes innumerables, y según la disposición de lo infinito: en cualquier lugar pone un principio que concurre con el fin, o bien el centro que es referido por cada parte a lo infinito, y al cual cada parte refiere lo infinito. Esto es lo que procede ab aeterno de la Divinidad, de acuerdo con todo el ser, como difusión de la infinita bondad, acto y efecto externos de la omnipotencia divina. Sobre esta misma base, Bruno no sólo apoya la infinitud del mundo en general, sino también -volviendo a utilizar la idea de Epicuro y de Lucre­ cio- la infinitud en el sentido de la existencia de mundos infinitos semejan­ tes al nuestro, con otros planetas y otras estrellas: «y esto es lo que se llama universo infinito, en el que hay innumerables mundos.» La vida es infinita, porque en nosotros viven infinitos individuos, al igual que en todas las cosas compuestas. Morir no es morir, porque «nada se aniquila»; por lo tanto, morir no es más que una mutación accidental, mientras que lo que muta permanece eternamente. ¿Por qué se da, en­ tonces, esta mutación? ¿Por qué la materia particular siempre busca otra forma? ¿Busca quizás otro ser? Bruno responde, de una forma bastante ingeniosa, que la mutación no busca «otro ser» (que está ya todo, siem­ pre), «sino otro modo de ser». Y en esto reside precisamente la diferencia entre el universo y cada una de las cosas de éste: «Aquél abarca todo el ser y todos los modos de ser; cada una de éstas tiene todo el ser, pero no todos los modos de ser.» Desde este punto de vista, Bruno puede afirmar que el universo es esferiforme y al mismo tiempo infinito, y escribe con audacia: «Parménides dijo que el uno era igual, desde todas sus partes, a sí mismo, y Meliso afirma que es infinito; entre ellos no existe contradicción, sino que el uno aclara más bien al otro.» El concepto de Dios como «esfera que posee el centro en todas partes y la circunferencia en ningún lugar», que aparece por primera vez en un tratado hermético y que Nicolás de Cusa hizo famoso, le sirve perfecta­ mente a Bruno, y es sobre esta base donde se lleva a cabo la conciliación antes citada. A modo de conclusión, citaremos otra de las muchas y hermosísimas consideraciones de Bruno sobre lo infinito. Dios es todo infinito y total­ mente infinito, porque es todo en todo y también totalmente en cada una de las partes del todo. El universo, como efecto que procede de Dios, es todo infinito, pero no totalmente infinito, porque es todo en todo, pero no totalmente en todas sus partes (no puede ser infinito del mismo modo en que lo es Dios, causa de todo en todas sus partes). Afirmo que el universo es todo infinito, porque no tiene márgenes, término ni superficie; digo que el universo no es totalmente infinito, porque cada una de sus partes que podamos tomar es finita, y de los mundos innumerables que contiene, cada uno es infinito. Digo que Dios es todo infinito, porque excluye de sí todo término, y cada atributo suyo es uno e infinito; y digo que Dios es totalmente infinito, porque todo él es en todo el mundo, y en cada una de sus partes es infinita y totalmente: al contrario de la infinitud del universo, la cual es totalmente en todo y no en las partes (si es que, hablando de lo infinito, pueden llamarse partes) que podamos descubrir en aquél. Ahora estamos en condiciones de entender las razones de la entusiásti­ ca aceptación de la revolución copernicana por parte de Bruno. En efecto, el heliocentrismo a) concordaba a la perfección con su gnosis hermética, que atribuía al sol -símbolo del intelecto- un significado muy peculiar, y b) le permitía dejar sin efecto la estrecha visión de los aristotélicos, que defendía la finitud del universo, con lo cual se desvanecían todas las «mu­ rallas fantásticas» de los cielos, sin límites hasta el infinito. 3.6. Los «heroicos furores» Desde la perspectiva de Bruno, la contemplación plotiniana y el hacer­ se uno con el Todo se convierte en «heroico furor». También en el caso de Bruno hay que retroceder ascendiendo, recorriendo en sentido inverso el descenso que se produjo desde el principio hasta lo principiado. En Bru­ no, empero, la contemplación se transforma en una forma de «endiosa­ miento», que es furor de amor, anhelo de convertirse en uno con la cosa anhelada, en el que el éxtasis plotiniano se transforma en experiencia mágica. (Ficino ya había denominado «furor divino» el amor que conduce al hombre a «endiosarse».) Yates escribe: «Pienso que aquello a lo que en realidad se refieren las experiencias religiosas que se describen en el De los heroicos furores es a la gnosis hermética, la mística poesía amorosa del hombre mago, que fue creado divino, con poderes divinos, y que se dispo­ ne a reconquistar este atributo de la divinidad, junto con los correspon­ dientes poderes (...). Por consiguiente, aunque De los heroicos furores pueda ofrecer escasos elementos mágicos explícitos, esta obra es, por así decirlo, el diario espiritual de un hombre que aspiró a ser un mago reli­ gioso.» El elemento central del libro y el sentido de los «heroicos furores» reside en el mito del cazador Acteón, que vio a Diana y de cazador fue transformado en ciervo, es decir, en pieza de caza, y que fue destrozado por sus perros. Diana es símbolo de la Divinidad inmanente en la natura­ leza y Acteón simboliza el intelecto que se propone la caza de la verdad y de la belleza divinas; los mastines y los lebreles de Acteón simbolizan, en el primer caso (son los más fuertes), las voliciones, y en el segundo (son los más veloces), los pensamientos. Acteón, pues, se ve convertido en aquello que buscaba (pieza de ca­ za), y sus perros (pensamientos y voliciones) hacen presa de él. ¿Por qué? Porque la verdad buscada está en nosotros mismos, y cuando descubrimos esto, nos convertimos en anhelo de nuestros propios pensamientos y com­ prendemos que «teniéndola ya en nosotros, no era necesario buscar fuera la divinidad». Bruno concluye lo siguiente: «Una vez que los perros, pen­ samientos de cosas divinas, devoran a este Acteón, matándolo para el vulgo, para la muchedumbre, desatado de los lazos de los sentidos pertur­ bados, libre de la prisión carnal de la materia, ya no verá a su Diana por un agujero o por una ventana, sino que habiendo caído a tierra las mura­ llas, es todo ojos con respecto a todo el horizonte.» Cuando culmina el «heroico furor», el hombre todo entero ve todo, porque se ha asimilado a este todo. 3.7. Conclusiones Sin ninguna duda, Bruno es uno de los filósofos más difíciles de en­ tender y, en el ámbito de la filosofía renacentista, el más complejo de todos. Ello provoca las exégesis tan diversas que se han formulado con res­ pecto a su pensamiento. Sin embargo, en el estado actual de nuestros conocimientos, hay que revisar muchas de las conclusiones que se habían extraído en épocas pasadas. No parece posible transformarlo en precursor de la revolución del pensamiento moderno, en el sentido propio de la revolución científica: sus intereses eran de naturaleza muy distinta, mági­ co-religiosos y metafísicos. Su defensa de la revolución copernicana se basa en factores completamente distintos a aquellos en que se había basa­ do Copérnico, hasta el punto de que se ha llegado a dudar de que Bruno haya entendido el sentido científico de tal doctrina. Tampoco es posible conceder relevancia al aspecto matematizante de muchos de sus escritos, dado que la matemática bruniana no es más que numerología pitagorizante y, por lo tanto, metafísica. En definitiva, Giordano Bruno -con su visión vitalista y mágica- no es un pensador moderno, en el sentido de que no se anticipa a los descubri­ mientos del siglo veinte, apoyados en bases muy distintas. No obstante, Bruno se anticipa de un modo sorprendente a ciertas posiciones de Spinoza y, sobre todo, de los románticos. La embriaguez de Dios y de lo infini­ to, que es peculiar de estos filósofos, ya se encuentra en muchas páginas de Bruno. Schelling es el pensador que mostrará, por lo menos durante una fase de su pensamiento, una más destacada afinidad electiva con nuestro filósofo. Bruno, precisamente, es el título de una de las obras más bellas y más sugerentes de Schelling. En conjunto, la obra de Bruno señala una de las cimas del renacimiento y, al mismo tiempo, uno de los finales más representativos de esta época irrepetible del pensamiento occi­ dental. 4. T om ás C a m panella: n a t u r a l is m o , m a g ia y a n h e l o d e r e f o r m a UNIVERSAL 4.1. Su vida y sus obras Con Tomás Campanella concluye el pensamiento renacentista. Nacido en 1568 en Stilo (Calabria), entró a los quince años en la orden dominica­ na (su nombre de pila era Giandomenico, pero en el momento de la entrada al convento le fue cambiado por el de Tomás, en honor de santo Tomás). En muchos aspectos se asemeja a Bruno. Mago y astrólogo, dominado por un ansia de reforma universal, seguro de tener una misión que cumplir, infatigable trabajador, extraordinariamente culto, era capaz de escribir y reescribir sus obras con una fuerza indomeñable, como un volcán en erupción. Sometido a torturas y encarcelado en diversas ocasio­ nes, se evadió de una condena a muerte fingiendo a la perfección estar loco. Debido a esto no acabó en la hoguera como Bruno y, después de haber pasado casi la mitad de su vida en prisión, logró poco a poco readquirir credibilidad, que fue reconstruyendo con una incansable labor coti­ diana. Finalmente, un inopinado triunfo en tierras de Francia coronó su ajetreada existencia. En esta vida realmente novelesca pueden distinguirse cuatro períodos: 1) el de juventud, que finaliza con el fracaso de una revuelta política que había organizado en contra de España; 2) el de su prolongada prisión en Nápoles; 3) el período de la rehabilitación romana, y 4) el período de los grandes honores franceses. Recorramos brevemente estas etapas, muy significativas. 1) El período de su juventud estuvo lleno de aventuras. Insatisfecho con el aristotelismo y el tomismo, leyó a distintos filósofos (tanto antiguos como modernos) y escritos orientales. La indisciplina existente en los conventos dominicos del Sur le permitió frecuentar en Nápoles a Giambattista della Porta, cultivador de las artes mágicas. En 1591 se vio someti­ do a un primer proceso por herejía y prácticas de magia. Fue encarcelado durante unos cuantos meses y, al salir de la prisión, en lugar de volver a los conventos de su provincia, contraviniendo lo que le había sido ordena­ do, partió hacia Padua, donde conoció entre otros a Galileo. Siguieron otros tres procesos: uno en Padua (1592) y dos en Roma (1596 y 1597). Al final fue obligado a regresar a Stilo, prohibiéndosele predicar y confesar, y encomendándole la tarea de esclarecer la ortodoxia de sus escritos. No obstante, sus anhelos de renovación, los sueños de reformas reli­ giosas y políticas y las visiones de tipo mesiánico -exaltadas por sus con­ cepciones astrológicas- le empujaron a tramar y a predicar una rebelión contra España, que habría debido constituir el inicio de este grandioso proyecto. En 1599, empero, Campanella -traicionado por dos de los cons­ piradores- fue arrestado, encarcelado y condenado a muerte. 2) Así se inicia el segundo período. Campanella se salvó de la muerte, como hemos dicho ya, mediante una habilísima simulación de locura, que supo mantener con una firmeza heroica, incluso a través de las pruebas testificales más duras y crueles. La condena a muerte fue conmutada por la de prisión perpetua. La cárcel, en la que estuvo durante 27 años, fue al principio muy dura, pero poco a poco fue haciéndose más tolerable, hasta convertirse en algo casi formal. Campanella pudo escribir sus libros, man­ tener correspondencia epistolar y recibir visitas. 3) En 1626 el rey de España ordenó su excarcelación, pero la libertad duró muy poco, porque el nuncio apostólico ordenó que se le encarcelase de nuevo y que fuese trasladado a Roma, a las prisiones del Santo Oficio. Aquí, sin embargo, cambió radicalmente la suerte de Campanella, gracias a la protección de Urbano viii, hasta el punto de que tuvo a su disposición, como loco carceris, nada menos que el palacio del Santo Oficio. Mientras estuvo encarcelado en Nápoles, sus designios políticos se habían orientado hacia España, considerada como la potencia que habría podido realizar su ansiada «reforma universal» (de aquí su excarcelación); en Roma, sin embargo, Campanella se transformó en filofrancés. Por este motivo, cuando en Nápoles se descubrió una conjura contra los españoles en 1634, organizada por un discípulo de Campanella, a nuestro filósofo se le consideró injustamente como corresponsable, por lo que debió huir a París, bajo la protección del embajador francés. 4) A partir de 1634, Campanella vivió en París momentos de gloria, admirado y reverenciado por muchos sabios y nobles. El rey Luis xm le asignó una adecuada pensión; gozó del favor del poderosísimo Richelieu. Murió en 1639, mientras se proponía inútilmente, con sus artes mágico-astrológicas, mantener alejada a la muerte. Recordemos entre sus numerosísimos escritos los siguientes: Philosophia sensibus demonstrata (1591), Del sentido de las cosas y de la magia (1604), Apología pro Galileo (1616, publicada en 1622), Epílogo magno (1604-1609), La Ciudad del Sol (1602), la imponente Metafísica en diecio­ cho libros (de la que Campanella hizo cinco redacciones, habiendo llegado a nosotros la versión latina publicada en París en 1638), y la gigantesca Teología en treinta libros (1613-1624). Encarcelado durante el período correspondiente a los mejores años de su vida, Campanella no pudo crear discípulos y, cuando en Francia pudo disfrutar del reconocimiento que antes se le había negado, ya era demasiado tarde. Su pensamiento constituía ya un fruto fuera de tempora- Tomás Campanella (1568-1639): fue la última de las grandes figuras del pensamiento renacentista. Trató de edificar una síntesis entre metafísica, teología, magia y utopía. Fue rehabilitado, después de una prisión muy prolongada, cuando el pensamiento europeo ya se había adentrado por vías muy diferentes a las suyas da. Descartes dominaba el escenario intelectual y las vanguardias estaban con él. 4.2. La naturaleza y el significado del conocimiento filosófico, y el replanteamiento del sensismo telesiano Campanella comenzó siendo telesiano, pero a su manera. Para él, el mensaje de Telesio significaba un contacto directo, a través de los senti­ dos, con la naturaleza, única fuente de conocimientos, y por lo tanto una ruptura con la cultura libresca. La Carta a Monseñor Antonio Quarengo, de 1607, bastante atractiva y justamente famosa, muestra algunas de las ideas esenciales del programa de Campanella. Extractamos de ella algu­ nos de sus pasajes más importantes. El juicio que emite sobre mí, afirmando que yo esté por encima de Pico o que sea como Pico, es demasiado alto para mí; y creo que me mide con la medida de su perfección. Yo, señor mío, jamás poseí los favores y las gracias singulares de Pico, que fue nobilísimo y riquísimo, y tuvo libros abundantes y también maestros, y comodidad para filosofar, y vida tranquila: cosas todas ellas que hacen fructificar admirablemente a un fecundo ingenio. Yo, empero, nací con baja fortuna, y desde los veintitrés años de mi vida hasta ahora, que tengo treinta y nueve a cumplir en septiembre, siempre fui perseguido y calumniado, desde que escribí en contra de Aristóteles a los dieciocho años... Hace ocho años continuos que estoy en manos de enemigos, y per sapientiam et per stultitiam siete veces de la presentísima muerte el Juicio eterno me liberó; y antes de estos ocho años, estuve otras veces en la cárcel, hasta el punto de que no puedo contar un mes de verdadera libertad, si no de relegación; padecí tormentos inusitados, y los más espantosos del mundo, cinco veces, y siempre con temor y dolores. Por eso es distinto mi filosofar, comparado con el de Pico; y yo aprendo más de la anatomía de una hormiga o de una hierba (dejo aquella del mundo, admirabilísima) que de todos los libros que han sido escritos desde el comienzo de los siglos hasta ahora, después que aprendí a filosofar y a leer el libro de Dios: con este ejemplar corrijo los libros humanos mal copiados a capricho, y no según está en el universo, libro original. Y esto me ha hecho leer a todos los autores con facilidad y tenerlos en la memoria, de la cual me hizo don el Altísimo; empero, enseñándome más a juzgarlos en contraste con su original. Pico fue en verdad un ingenio noble y docto; pero más filósofo sobre las palabras de otros que en la naturaleza, donde casi nada aprendió; y dañó a los astrólogos por no haber mirado a las experiencias. Y yo les dañé cuando tenía diecinueve años, y luego vi que albergaban altísima sapiencia entre mucha estulticia, y lo demostré con un libro sobre esto precisamente, y en la Metafísica nueva, que la de Aristóteles es en parte lógica y en parte impiedad nefanda; a este respecto, sólo Parménides supo algo. Pico también fue muy limitado en las cosas morales y políticas, y se entregó a cultivar la nomancia del hebraísmo y a traducir libros; pero si no hubiese muerto tan pronto, se habría convertido en un gran héroe de la verdadera sabiduría, pues ya había reunido los autores que necesitaba, pero aún no había hecho la selección de trabajos, etc. Considero que es hombre más grande por lo que se aprestaba a hacer, que no por lo que hizo. Si bien yo creo no sólo en él, sino en cualquier otro ingenio que me dé testimonio de aquello que se aprende en la escuela de la naturaleza y del arte, en cuanto concuerden con la primera Idea y Verbo, del que dependen; pero cuando los hombres hablan como opinantes en las escuelas humanas, los considero iguales y sin secuela; porque san Agustín y Lactancio negaron los antípodas por argumentos y por opinión, pero un marinero los convirtió en mentirosos con su testimonio de visu. Este modo de filosofar me ha consolado el ánimo; ya que, una vez examinadas todas las sectas y religiones que ha habido y que hay en el mundo, espero haber asegurado más a mí mismo y a todos los hombres en las verdades cristianas y en el testimonio de los apóstoles, y haber vindicado al cristianismo, liberándolo casi del maquiavelismo y de las infinitas dudas que atormentan a los corazones humanos en este siglo oscuro, donde todos, filósofos y sofistas, religión, impiedad y superstición, reinan por igual y parecen de un solo color. Hasta el punto de que parece a Boccaccio que no se puede discernir por silogismo, cuál es la ley más verdadera, la cristiana, la mahometana o la hebraica; y todos los escritores vacilan acerca de las impiedades aristotélicas; y las escuelas hablan con dudas y en susurros: y sobre esto Vuestra Señoría tendrá alguna muestra en el libro dedicado a mi ángel, cuya fuerza se verá en la Metafísica. Por lo tanto, filosofar es aprender a leer «el libro de Dios», la creación, de visu, o mejor -como dice Campanella- per tactum intrinsecum, aunán­ dose con las cosas. Los especialistas han hecho notar en diversas ocasiones que el nuevo significado que Campanella otorga al conocer, entendido a la manera sensista, se expresa simbólicamente a través de la interpretación que formula con respecto a la palabra «sapiencia», que se derivaría de «sabor» («de los sabores que el gusto saborea»). El gusto implica un llegar a la intimidad con la cosa y el sabor es la revelación de lo que hay de más íntimo en la cosa, mediante una unión con la cosa misma. E. Garin (en L ’umanesimo italiano, Laterza, Bari) ha sabido captar a la perfección la vena mística que aparece en esta exposición y, por lo tanto, el nuevo significado que asume el telesianismo. Escribe Garin: «Jamás se insistirá lo bastante sobre el valor particular de este sentir, ya que no por azar Campanella lo aproxima en repetidas ocasiones a la su­ prema culminación de la intuición platónica, más que a la percepción telesiana; o si se prefiere, se trata de una percepción telesiana que luego se transfigura en términos de sabiduría intuitiva (intuitiva sapientia, et tactus quidam gustusque divinus, faciens scire res sine motu et discursu, ut etiam Plato dixit...). No por azar dicha imagen procede directamente de la tradi­ ción mística musulmana, del sufismo, y ya en Gundisalino la hallamos en los mismos términos, cuando asumía la transformación efectuada por los árabes del ver plotiniano y platónico, convertido en un gustar.» Nos hallamos, pues, a una enorme distancia de la tradición aristotéli­ ca, que sin embargo proclamaba la prioridad de los sentidos (nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu). Eugenio Garin señala asimismo, a la perfección, cuáles son las novedades que Campanella plantea al res­ pecto: «El sentido, pues, posee aquí un significado distinto al empirismo aristotélico, y se plantea como una interiorización y, por lo tanto, una coparticipación en la cosa, en aquella intimidad de la cosa que es el proce­ so expresivo de Dios (Dios escribe el libro de la naturaleza), el hacer divino, que es el Ser que combina Potencia y Amor. No es un ver, o un reflejar, reproduciendo imágenes, sino un penetrar el proceso vital del todo; un gustar, en suma, la suavidad de la vida universal (Hic, in mundo, Deus... Verbo ipsum exprimit...). La experiencia, que derriba las barreras entre interior y exterior, vuelve íntima la intimidad de la cosa, reconduciéndola a aquella real manifestación divina a través de cuya coparticipa­ ción nos transformamos en cierto sentido en equivalentes a Dios. Como ya había sucedido en Rogerio Bacon, el empirismo se establece y se con­ vierte en un misticismo.» 4.3. La autoconciencia En sus reflexiones sobre el conocimiento, que se encuentran en el primer libro de la Metafísica, Campanella nos brindó una refutación del escepti­ cismo, basándose en la autoconciencia. Esta noción ha tenido un gran éxito entre sus intérpretes posteriores, que han hallado en ella un parecido sorprendente con la que Descartes hizo célebre en su Discurso del méto­ do. El Discurso de Descartes es de 1637. La Metafísica de Campanella -como ya se dijo- fue publicada en París al año siguiente, pero había sido redactada varios años antes. ¿Campanella, por lo tanto, se anticipó al descubrimiento cartesiano (del que hablaremos con más amplitud en las p. 318-321)? Leamos algunos documentos -extraídos sobre todo de la Metafísica antes de responder. En contra de los escépticos, nuestro filóso­ fo escribe: «Aquellos que proclaman no saber si saben o no saben algo, se equivocan. En efecto, saben necesariamente que no saben, y aunque esto no sea saber, ya que se trata de una negación, al igual que la visión de las tinieblas no es una visión sino una privación de visión, sin embargo el alma humana posee esta propiedad, que sabe que no sabe, en la medida en que percibe que no ve en las tinieblas y no oye en el silencio. Si no percibiese tal cosa, sería una piedra, para la cual es indiferente el estar o no estar iluminada.» Préstese una especial atención al pasaje siguiente: «El alma se conoce a sí misma con un conocimiento de presencialidad (en cuanto que es presencia de sí ante sí), y no con un conocimiento objetivo (como representación de un objeto diferente de sí), salvo en el plano de la refle­ xión. Es primer principio muy cierto que nosotros somos y podemos, sabemos y queremos; luego en segundo lugar es cierto que somos algo y no todo, y que podemos conocer algo, y no todo, y no totalmente. Cuan­ do, luego, desde el conocimiento de presencialidad, se procede a los parti­ culares por un conocimiento obj tivo, comienza la incertidumbre* por el hecho de que el alma se ve alienada (veremos enseguida en qué sentido), a causa de los objetos, del conocimiento de sí, y los objetos no se revelan total y claramente, sino parcial y confusamente. Y en verdad, podemos, sabemos y queremos lo otro, porque podemos, sabemos y queremos a nosotros mismos.» Existen analogías con Descartes, pero poseen un origen diferente y, sobre todo, se enmarcan en una perspectiva metafísica panpsíquica gene­ ral con respecto de la realidad, opuesta a la de Descartes. Según Campa­ nella, el conocimiento de sí mismo no es una prerrogativa del hombre en cuanto pensamiento, sino de todas las cosas, que están todas ellas sin excepción vivas y animadas. Para Campanella, en efecto, todas las cosas están dotadas de una sapientia indita o innata, por medio de la cual saben que son y se encuentran apegadas a su propio ser (aman su propio ser). Esta autoconciencia es un sensus sui, un autosentirse. El conocimiento que las cosas tienen de lo distinto de sí es una sapien­ tia illata, una sabiduría que se adquiere por contacto con las demás cosas. Cada cosa es modificada por la otra y, en cierto modo, se transforma, se aliena en la otra. El sintiente no siente el calor, sino a sí mismo modificado por el calor; no percibe el color sino, por así decirlo, se percibe coloreado a sí mismo. La conciencia innata que cada cosa posee con respecto de sí se ve obscurecida por el conocimiento que le sobreviene sobreañadido, de mo­ do que la autoconciencia se convierte, por lo tanto, casi en un sensus abditus, oculto por los conocimientos que se le superponen. En las cosas el sensus sui permanece predominantemente oculto; en el hombre puede llegar a elevados niveles de conciencia y en Dios se manifiesta en toda su perfección. Es preciso poner de relieve que Campanella, además del alma-espíri­ tu, admite en el hombre la mente incorpórea y divina. Telesio también había afirmado esto. Pero Campanella atribuye a la mente un papel con una importancia muy distinta, hasta el punto de que -ajustándose a las doctrinas neoplatónicas- le otorga la capacidad de conocer, asimilándose a lo inteligible que hay en las cosas, los modos y las formas (las ideas eternas) que le ha servido a Dios para crearlas. En esta doctrina existe un elemento que, por su originalidad, merece un relieve particular. El conocimiento, al mismo tiempo, es pérdida y adquisición: es adquisición, precisamente a través de la pérdida. Ser es saber. Se sabe lo que se es (y lo que se hace). «Quien lo es todo, lo sabe todo; quien es poco, sabe poco.» Conociendo, nos alienamos; pero en esta alienación, adquirimos lo diferente a nosotros: «Convertirse en muchas otras cosas a través de la pasividad de la experiencia equivale a ensanchar el propio ser, convirtiéndose en muchos a partir de uno, del mismo modo es C9sa divina el saber, también en la pasividad de la experiencia.» Éste es uno de los textos más significativos: «Todos los cognoscentes quedan alienados del propio ser, acabando casi en la locura y en la muer­ te; estamos en el reino de la muerte.» Una vez más, E. Garin acierta en su explicación de esta doctrina de Campanella: «Conocer es morir, “porque toda muerte es cambiarse en otro, y todo cambio es una muerte” Consistiendo la mutación en hacerse el objeto, también es muerte eso, aunque parcial, al estar siempre acom­ pañado nuestro internarnos en el objeto por la conciencia de nosotros mismos (...), por la íntima sensación de que no nos perdemos en la cosa, sino que nos mantenemos firmes en nosotros mismos. Aquí precisamente es donde interviene aquella inversión desde los sentidos hasta la sabiduría, sobre la que insiste Campanella. Si el sentir en cuanto hacerse el objeto, y por lo tanto padecer, significa asumir un nuevo límite, y por lo tanto morir, contemplar a Dios intrínseco a todas las cosas, el Ser que las consti­ tuye a todas, significa quebrar la negatividad de la realidad, y hacerse verdaderamente reales. “Y el aprender y el conocer, al ser una mutación en la naturaleza de lo cognoscible, son asimismo una muerte, y sólo trans­ mutarse en Dios es vida eterna, porque no se pierde el ser en el infinito mar del ser, sino que se engrandece.”» Este último pasaje citado por E. Garin puede verse aclarado por este otro, que pertenece a la Teología: «Nos encontramos verdaderamente en una tierra extranjera, alienados de nosotros mismos; anhelamos una pa­ tria, y nuestra sede está en Dios.» 4.4. La metafísica de Campanella: las tres primalidades del ser Tal como lo entiende Campanella, el conocimiento revela la estructura de las cosas, su «esenciación», como dice nuestro filósofo. Todas las cosas están constituidas «por la potencia de ser, por el saber que se es, y por el amor de ser». Éstas son las primalidades del ser, que se corresponden en cierto modo con lo que la ontología medieval llamaba trascendentales. Todo ente, en la medida en que puede ser 1) es potencia de ser; 2) ade­ más, todo lo que puede ser sabe que es; 3) y si sabe que es, ama el propio ser. Lo comprueba el hecho de que, si no se supiese que se es, no se huiría ante aquello que daña y destruye el ser. Las tres primalidades son iguales en dignidad, orden y origen: cada una de ellas es inmanente a las otras dos. Como es obvio, puede hablarse también de «primalidades del no-ser», que son la impotencia, la insipiencia y el odio. Éstas constituyen las cosas finitas, en la medida en que toda cosa finita es potencia, pero no de todo aquello que es posible; conoce, pero no conoce todo lo cognoscible; ama, pero al mismo tiempo odia. Dios, por lo contrario, es Potencia suprema, Sabiduría suprema y Amor supremo. Por lo tanto, la creación repite en planos diferentes el esquema trinitario. Se trata de una doctrina de origen agustiniano, que Campanella amplía en un sentido panpsiquista. 4.5. El panpsiquismo y la magia Campanella, partiendo una vez más de Telesio y de su doctrina de la animación universal de las cosas, avanza mucho más que él, no sólo mo­ viéndose en la dirección conceptual de los neoplatónicos, sino mezclando con ella visiones nacidas en su ardiente fantasía, con lo cual formula una doctrina mágico-animista muy extrema. Las cosas, según Campanella, hablan y se comunican entre ellas de forma directa. La estrella, al lanzar sus rayos, comunica «sus conocimientos». Los metales y las piedras «se nutren y crecen, modificando el suelo donde antes nacieron con la ayuda del sol, al igual que las hierbas en el líquido, y atrayéndolo a sí mismos por sus venas, gracias a lo cual los diamantes crecen en forma de pirámides, los cristales en forma de figuras cúbicas (...)». Hay plantas cuyos frutos se convierten en pájaros. Hay generación espontánea de todos los vivientes, hasta de los superiores, porque todo está en todo y, por lo tanto, puede derivarse de todo. En Del sentido de las cosas y de la magia Campanella bosqueja su visión general al respecto: El mundo, pues, es todo sentido, vida, alma, cuerpo, estatua del Altísimo, hecha para su gloria con potestad, discreción y amor. De nada se lamenta. Se producen en él muchas muertes y vidas, que sirven para su gran vida. Muere en nosotros el pan, y se hace quilo, luego muere éste, y se convierte en sangre, luego muere la sangre y se hace carne, nervios, huesos, espíritu, semen, y padece varias muertes y vidas, dolores y voluptuosidades; pero sirven para nuestra vida, y nosotros no nos dolemos, sino que gozamos. Así para todo el mundo todas las cosas son gozo y sirven, y cada cosa está hecha para el todo, y el todo para Dios a su gloria. Están como lombrices dentro del animal todos los animales dentro del mundo, y no piensan que él sienta, como las lombrices de nuestro vientre no piensan que nosotros senti­ mos y tenemos un alma mayor que la suya, y no están animados por la común alma feliz del La Ciudad del Sol de Campanella refleja, al mismo tiempo, las aspiraciones de renovación espiritual y las convicciones mágico-astrológicas de su autor. Los círculos de murallas son tantos como los planetas, y la Ciudad está construida de un modo que le permita conseguir los influjos favorables que proceden del cielo. (En las tradiciones mágico-herméticas el Sol es el Dios visible, símbolo del intelecto) mundo, sino cada uno por la propia, como las lombrices en nosotros, que no poseen nuestra mente por alma, sino su propio espíritu. El hombre es epílogo de todo el mundo y admirador de éste, si es que quiere conocer a Dios, pero es algo creado. El mundo es estatua, imagen, templo vivo de Dios, donde ha pintado sus gestos y escrito sus conceptos, lo adornó C9n estatuas vivas, simples en el cielo y mixtas y débiles en la tierra; pero desde todas hacia Él se camina. Bienaventurado aquel que lee en este libro y aprende de él lo que las cosas son, y no de su propio capricho, y aprende el ajte y el gobierno divino, y por consiguiente se hace a Dios semejante y unánime, y ve con Él que cada cosa es buena y que el mal es relativo, y máscara de las partes que representan gozosa comedia al Creador, y consigo goza, admira, lee y canta al infinito, inmortal Dios, Primera Potencia, Primera Sapiencia y Primer Amor, de donde todo poder, saber y amor deriva y es y se conserva y muda, según los fines que se propone el alma común, que del Creador aprende, y siente el arte del Creador presente en las cosas, y mediante aquél cada cosa hacia el gran fin guía y mueve, hasta que cada cosa se haga cada cosa y muestre a toda otra cosa las bellezas de la idea eterna. En lo que concierne estrictamente al arte de la magia, Campanella distingue tres formas: 1) divina, 2) natural y 3) demoníaca. La primera es la que Dios concede a los profetas y a los santos. La última es la que se vale de las artes de los espíritus malignos, y Campanella la condena. La segunda, la magia natural, «es un arte práctico que emplea las propieda­ des activas y pasivas de las cosas naturales para producir efectos maravi­ llosos e insólitos, de los cuales se suele ignorar la causa y el modo de provocarlos. En esta dirección, Campanella amplía la noción de magia hasta que llega a abarcar todas las artes, todas las invenciones y los descu­ brimientos, por ejemplo, la invención de la imprenta, de la pólvora, etc. Hasta los mismos oradores y poetas pertenecen al número de los magos: «son magos segundos». No obstante, concluye Campanella, «la acción mágica más grande del hombre consiste en dar leyes a los hombres». 4.6. La Ciudad del Sol Estamos ahora en condiciones de entender la Ciudad del Sol y su significado: representa la suma de las aspiraciones de Campanella. Es portavoz de su afán reformador del mundo y de su anhelo liberador de los males que nos afligen, haciendo uso de los poderosos instrumentos de la magia y de la astrología. Se trata, pues, de una especie de crisol en el que se contienen todas las aspiraciones del renacimiento. Veamos una breve descripción al respecto. La Ciudad se levanta sobre una colina que domina un terreno muy extenso. Está dividida en «siete círculos grandísimos, que reciben su nom­ bre de los siete planetas, y se pasa de uno a otro por cuatro caminos y por cuatro puertas, que miran a los cuatro rincones del mundo». En la cima de la colina hay un templo redondo, sin murallas a su alrededor, pero «situa­ do sobre columnas muy gruesas y hermosas». Sobre la cúpula hay otra cúpula más pequeña, con una lumbrera colocada sobre el altar que está en el centro. Sobre el altar «sólo hay un planisferio bastante grande, en el que se representa todo el cielo, y otro, donde está la tierra. En el cielo de la cúpula están todas las principales estrellas del firmamento, anotadas junto con sus nombres y el influjo que ejercen sobre las cosas terrenas, con tres versos para cada una (...), siempre hay encendidas siete lámparas que reciben el nombre de los siete planetas». La ciudad está regida por un príncipe-sacerdote que se llama Sol, al cual alude Campanella en sus manuscritos con el correspondiente signifi­ cado astrológico, aclarando que «en nuestra lengua se llama Metafísico». Éste es el «jefe de todos, en lo espiritual y lo temporal». Los príncipes que le asisten se llaman Pon, Sin y Mor, que significan «Potestad, Sapiencia y Amor» (esto es, representan las primalidades del ser), y cada uno desarro­ lla las tareas apropiadas a su nombre. Todos los círculos de murallas se hallan historiados. En ellos se representan -tanto en la parte interna como en la externa- todas las imágenes-símbolo de todas las cosas y de los acontecimientos del mundo. En el exterior del último círculo aparecen «todos los inventores de las leyes, de las ciencias y de las armas», y además, «en un lugar muy venerado estaba Jesucristo y los doce Após­ toles (...)». En la ciudad todos los bienes son comunes (como en la República de Platón). Las virtudes, además, vencen a los vicios, hasta el punto de que hay magistrados que velan por las virtudes y que llevan sus nombres: «Cada una de las virtudes que tenemos posee su propio funcionario encargado. Se llaman: Liberalidad, Magnanimidad, Castidad, Fortaleza, Justicia cri­ minal y civil, Diligencia, Verdad, Beneficencia, Gratitud, Misericordia, etcétera.» Estas descripciones nos permiten comprender que se trata de una ciu­ dad mágica (los especialistas han señalado la existencia de un modelo de esta clase en una conocida obra de magia que se titula Picatrix). Es una ciudad construida de forma que le permite captar todo el benéfico influjo de los astros en todos sus detalles. Sin embargo, se halla presente en ella todo el crisol sincrético del renacimiento. Ya hemos hablado de la influen­ cia de Platón. Además, dice Campanella, los habitantes de la Ciudad «ensalzan a Ptolomeo y admiran a Copérnico», y -como sabemos- «son enemigos de Aristóteles, le llaman pedante». Como es natural, profesan la filosofía de Campanella. Su espera mesiánica es muy fuerte: «Creen que es verdad lo que Cristo dijo de los signos de las estrellas, del Sol y la Luna, que a los necios no les parecen verdaderos, pero a ellos les llegará -como un ladrón, por la noche- el final de las cosas. Por lo cual esperan la renovación del siglo, y quizás su fin.» 4.7. Conclusiones Contrastan mucho entre sí las valoraciones que se realizan con respec­ to al pensamiento de Campanella. No puede decirse que sus obras sean tan conocidas y hayan sido estudiadas tan a fondo como lo merecen. Ello se debió a su vida agitada, pero también al hecho de que nuestro filósofo representa, como hemos dicho con anterioridad, un fruto que en parte maduró fuera de temporada. Es muy representativa su última etapa, la parisiense. Fue honrado por aquellos que miraban hacia el pasado y hacia el presente inmediato, pero fue menospreciado o incluso rechazado por quienes miraban hacia el futu­ ro. Mersenne, que tuvo relación con él y habló largo y tendido con Cam­ panella, escribió de forma categórica: «No puede enseñarnos nada en el campo de la ciencia.» Descartes no quiso recibir una visita de Campanella en Holanda, que Mersenne le proponía, aduciendo que lo que de él sabía era suficiente como para hacerle desear no saber nada más. En efecto, Campanella era un superviviente: la última de las grandes figuras renacentistas. Fue un hombre que vivió toda su vida bajo el signo de una misión renovadora integral, como afirma él mismo en este soneto simbólico: Nací para triunfar sobre tres males extremos: tiranía, sofismas, hipocresía; por eso me doy cuenta de con cuánta armonía Temis me enseñó Potencia, Cordura y Amor. Estos principios son verdaderos y supremos de la descubierta gran filosofía, remedio contra la triple mentira, bajo la cual llorando, oh mundo, tiemblas. Carestías, guerras, pestes, envidia, engaño, injusticia, lujuria, pereza, ira, todos a aquellos tres grandes males subyacen, que en el ciego amor propio, hijo digno de ignorancia, raíz y alimento tienen. Por tanto, a desarraigar la ignorancia ya vengo. PARTE TERCERA LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA «Pero, señor Simplicio, venid con razones, vuestras o de Aristóteles, y no con textos y meras autoridades, porque nuestros razonamientos tienen que versar sobre el mundo sensible, y no sobre el mundo de papel.» Galileo Galilei «(...) y no invento hipótesis. En efecto, todo lo que no se deduce de los fenómenos, hay que llamarlo “hipótesis”; y las hipótesis, ya sean metafísicas o físicas, ya sean acerca de cualidades ocultas o mecánicas, no tienen sitio alguno en la filosofía experimental.» Isaac Newton «La naturaleza y las leyes de la naturaleza estaban escondi­ das en la noche. Dios dijo: ¡que sea Newton! Y se hizo la luz.» Alexander Pope Gerolamo Cardano (1501-1576): fue uno de los magos más famosos del renacimiento C a p ít u l o V LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA 1. L a r e v o l u c ió n c ie n t íf ic a : r a s g o s g e n e r a l e s 1.1. La revolución científica: los cambios que produce El período de tiempo que transcurre aproximadamente entre la fecha de publicación del De Revolutionibus de Nicolás Copérnico, en 1543, has­ ta la obra de Isaac Newton, cuyos Philosophiae Naturalis Principia Mathematica fueron publicados por primera vez en 1687, se acostumbra a deno­ minar en la actualidad como «período de la revolución científica». Se trata de un poderoso movimiento de ideas que adquiere en el siglo xvn sus rasgos distintivos con la obra de Galileo, que encuentra sus filósofos desde perspectivas diferentes en las ideas de Bacon y de Descartes, y que más tarde llegará a su expresión clásica mediante la imagen newtoniana del universo, concebido como una máquina, como un reloj. En este proceso conceptual, resulta sin duda determinante aquella revolución astronómica cuyos representantes más prestigiosos son Copér­ nico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo, y que confluirá en la física clásica de Newton. Durante este período, pues, se modifica la imagen del mundo. Pieza a pieza, trabajosa pero progresivamente, van cayendo los pilares de la cosmología aristotélico-ptolemaica. Por ejemplo, Copérnico pone el Sol -en lugar de la Tierra- en el centro del mundo. Tycho Brahe, aunque es anticopernicano, elimina las esferas materiales que en la antigua cosmolo­ gía arrastraban con su movimiento a los planetas, y reemplaza la noción de orbe (o esfera) material por la moderna noción de órbita. Kepler brin­ da una sistematización matemática del sistema copernicano y realiza el revolucionario paso desde el movimiento circular (natural y perfecto, se­ gún la vieja cosmología) hasta el movimiento elíptico de los planetas. Galileo muestra la falsedad de la distinción entre física terrestre y física celeste, demostrando que la Luna posee la misma naturaleza que la Tie­ rra, y apoyándose -entre otras cosas- en la formulación del principio de inercia. Newton, con su teoría gravitacional, unificará la física de Galileo y la de Kepler. En efecto, desde el punto de vista de la mecánica de Newton se puede afirmar que las teorías de Galileo y de Kepler son correctas aproximaciones a determinados resultados obtenidos por Newton. Sin embargo, durante los 150 años que transcurren entre Copérnico y Newton, no sólo cambia la imagen del mundo. Entrelazado con dicha mutación se encuentra el cambio -también en este caso, lento, tortuoso, pero decisi­ vo- de las ideas sobre el hombre, sobre la ciencia, sobre el hombre de ciencia, sobre el trabajo científico y las instituciones científicas, sobre las relaciones entre ciencia y sociedad, sobre las relaciones entre ciencia y filosofía y entre saber científico y fe religiosa. 1) Copérnico desplaza la Tierra del centro del universo, con lo que también quita de allí al hombre. La Tierra ya no es el centro del universo, sino un cuerpo celestial como los demás. Ya no es, en especial, aquel centro del universo creado por Dios en función de un hombre concebido como culminación de la creación y a cuyo servicio estaría todo el universo. Y si la Tierra ya no es el lugar privilegiado de la creación, si ya no se diferencia de los demás cuerpos celestes, ¿no podría ser que existiesen otros hombres* en otros planetas? Y si esto fuese así, ¿cómo compaginarlo con la verdad de la narración bíblica sobre la paternidad de Adán y Eva con respecto a todos los hombres? ¿Cómo es que Dios, que bajó a esta Tierra para redimir a los hombres, podría haber redimido a otros hombres hipotéticos? Estos interrogantes ya habían aparecido con el descubrimien­ to de los «salvajes» de América, descubriendo que, además de provocar cambios políticos y económicos, planteará inevitables cuestiones religiosas y antropológicas a la cultura occidental, colocándola ante la experiencia de la diversidad. Y cuando Bruno haga caer las fronteras del mundo y convierta en infinito al universo, el pensamiento tradicional se verá obli­ gado a hallar una nueva morada para Dios. 2) Cambia la imagen del mundo y cambia la imagen del hombre. Más aún: cambia paulatinamente la imagen de la ciencia. La revolución cientí­ fica no sólo consiste en llegar a teorías nuevas y distintas a las anteriores, acerca del universo astronómico, la dinámica, el cuerpo humano, o incluso sobre la composición de la Tierra. La revolución científica, al mismo tiem­ po, constituye una revolución en la noción de saber, de ciencia. La ciencia -y tal es el resultado de la revolución científica, que Galileo hará explícito con claridad meridiana- ya no es una privilegiada intuición del mago o astrólogo individual que se ve iluminado, ni el comentario a un filósofo (Aristóteles) que ha dicho la verdad y toda la verdad, y tampoco es un discurso sobre «el mundo de papel», sino más bien una indagación y un razonamiento sobre el mundo de la naturaleza. Esta imagen de la ciencia no surge de golpe, sino que aparece gradualmente, mediante un crisol tempestuoso de nociones y de ideas donde se combinan misticismo, her­ metismo, astrología, magia y sobre todo temas provenientes de la filosofía neoplatónica. Se trata de un proceso realmente complejo cuya consecuen­ cia, como decíamos hace un momento, es la fundación galileana del méto­ do científico y, por tanto, la autonomía de la ciencia con respecto a las proposiciones de fe y las concepciones filosóficas. El razonamiento cientí­ fico se constituye como tal en la medida en que avanza -como afirmó Galileo- basándose en «experiencias sensatas» y en las «necesarias demos­ traciones». La experiencia de Galileo consiste en el experimento. La cien­ cia es ciencia experimental. A través del experimento, los científicos tien­ den a obtener proposiciones verdaderas acerca del mundo. Esta nueva imagen de la ciencia, elaborada mediante teorías sistemáticamente con­ troladas a través de experimentos, «representaba el certificado de naci­ miento de un tipo de saber entendido como construcción perfectible, que surge gracias a la colaboración de los ingenios, que necesita un lenguaje específico y riguroso, que requiere para sobrevivir y crecer en sí mismo instituciones específicas propias (...). Un tipo de saber (...) que cree en la capacidad de crecimiento del conocimiento, que no se fundamenta en el mero rechazo de las teorías precedentes, sino en su substitución a través de teorías más amplias, que sean más fuertes desde el punto de vista lógico y que tengan un mayor contenido controlable» (Paolo Rossi). 3) Con la revolución científica «se abrieron camino las categorías, los métodos, las instituciones, los modos de pensar y las valoraciones que se relacionan con aquel fenómeno que, después de la revolución científica, acostumbramos a denominar ciencia moderna» (Paolo Rossi). El rasgo más peculiar del fenómeno constituido por la ciencia moderna consiste precisamente en el método: éste exige, por una parte, imaginación y crea­ ción de hipótesis, y por la otra, un control público de dicha imaginación. La ciencia en su esencia es algo público; es pública por razón de su méto­ do. Se trata de una noción de ciencia regulada metodológicamente y pú­ blicamente controlable, que exige nuevas instituciones científicas: acade­ mias, laboratorios, contactos internacionales (piénsese en la gran cantidad de importantes epistolarios). Es sobre la base del método experimental donde se fundamenta la autonomía de la ciencia: ésta halla sus verdades con independencia de la filosofía y de la fe. No obstante, esta independen­ cia muy pronto se transforma en colisión, enfrentamiento que en el «caso Galileo» se convierte en tragedia. Cuando Copérnico publica su De Revolutionibus, el teólogo luterano Andreas Osiander se apresura a redactarle un Prólogo en el que afirma que la teoría copernicana, contraria a la cosmología que aparece en la Biblia, no debe considerarse como una descripción verdadera del mundo, sino más bien como un instrumento para efectuar previsiones. Tal será la idea que sostendrá también el carde­ nal Belarmino con respecto a la defensa del copernicanismo que realiza Galileo. Lutero, Melanchthon y Calvino se opondrán de forma tajante a la concepción copernicana. La Iglesia católica procesará en dos ocasiones a Galileo, quien se verá condenado y obligado a una abjuración. Entre otros factores, nos encontramos ante un enfrentamiento entre dos mun­ dos, entre dos modos de contemplar la realidad, entre dos maneras de concebir la ciencia y la verdad. Para Copérnico, para Kepler y para Gali­ leo, la nueva teoría astronómica no es una simple suposición matemática, no es un mero instrumento de cálculo, útil en todo caso para perfeccionar el calendario, sino una descripción verdadera de la realidad, que se logra a través de un método que no mendiga garantías en el exterior de sí mismo. El saber de Aristóteles es una pseudofilosofía y las Escrituras no tienen como función informarnos sobre el mundo, sino que se trata de una pala­ bra de salvación cuyo objetivo es brindar un sentido a la vida de los hombres. 4) Junto con la cosmología aristotélica, la revolución científica provo­ ca un rechazo de las categorías, los principios y las pretensiones esencialistas de la filosofía de Aristóteles. El viejo saber pretendía ser un saber de esencias, una ciencia elaborada con teorías y conceptos definitivos. En cambio, el proceso de la revolución científica confluirá en la noción de Galileo, quien escribe: «El escudriñar la esencia, lo tengo por empresa no menos imposible y por tarea no menos vana en las substancias elementales próximas, que en las remotísimas y celestiales: y me parece que ignoro por igual la substancia de la Tierra y la de la Luna, la de las nubes elementales como la de las manchas del Sol (...). (Empero), aunque sea inútil preten­ der investigar la substancia de las manchas solares, ello no impide que nosotros podamos aprehender algunas de sus afecciones, como el lugar, el movimiento, la figura, la magnitud, la opacidad, la mutabilidad, la pro­ ducción y la desaparición.» En consecuencia, la ciencia ya no versa sobre las esencias o substancias de las cosas y de los fenómenos, sino sobre las cualidades de las cosas y de los acontecimientos que resulten objetiva y públicamente controlables y cuantificables. Tal es la imagen de la ciencia que se configura al final del largo proceso de la revolución científica. Ya no se trata del «qué», sino del «cómo»; la ciencia galileana y postgalileana ya no indagará sobre la substancia, sino sobre la función. 5) Si bien el proceso de la revolución científica constituye asimismo un proceso de rechazo de la filosofía aristotélica, no debemos pensar en absoluto que carezca de supuestos filosóficos. Los artífices de la revolu­ ción científica estuvieron ligados también con el pasado, y de diversas formas: se remontan, por ejemplo, a Arquímedes y a Galeno. La obra de Copérnico, la de Kepler o la de Harvey, por ejemplo, están llenas de vestigios de la mística hermética o neoplatónica referente al Sol. Y el gran tema neoplatónico del Dios que hace geometría y que al crear el mundo le imprime un orden matemático y geométrico que el investigador debe des­ cubrir, caracteriza gran parte de la revolución científica, como por ejem­ plo la investigación de Copérnico, Kepler o Galileo. 6) Por lo tanto, el neoplatonismo -podemos afirmar con cierta caute­ la- constituye la filosofía de la revolución científica. En cualquier caso, es sin duda el supuesto metafísico que sirve de eje a la revolución científica, es decir, a la revolución astronómica. Sin embargo, las cosas son aún más complejas de lo que hasta ahora hemos ido exponiendo. En efecto, la reciente historiografía más actualizada (Eugenio Garin, por ejemplo, o Francés A. Yates) ha puesto de relieve con abundantes datos la notable presencia de la tradición mágica y hermética en el interior del proceso que conduce a la ciencia moderna. Sin duda alguna, habrá quien -como por ejemplo Bacon o Boyle- critique con la máxima aspereza la magia y la alquimia, o quien -como Pierre Bayle- lance invectivas contra las supers­ ticiones de la astrología. Sin embargo, en todos los casos, magia, alquimia y astrología constituyen ingredientes activos en aquel proceso que es la revolución científica. También lo es la tradición hermética, es decir, aque­ lla tradición que, remontándose a Hermes Trismegistos (recordemos que Marsilio Ficino había traducido el Corpus Hermeticum), poseía como principios fundamentales el paralelismo entre macrocosmos y microcos­ mos, la simpatía cósmica y la noción de universo como ser viviente. En el transcurso de la revolución científica, algunos temas y nociones de carác­ ter mágico y hermético -según el diferente contexto cultural en que vivan o revivan- serán utilizados en el origen y el desarrollo de la ciencia moder­ na. A pesar de todo, esto no siempre era posible o no siempre ocurría. La revolución científica, en resumen, avanza en un marco de ideas que no siempre resultaron funcionales o no lo fueron del todo para el desarrollo de la ciencia moderna. Así, por ejemplo, si Copérnico se remite a la autoridad de Hermes Trismegistos (y también a la filosofía neoplatónica) para legitimar su heliocentrismo, Bacon reprocha a Paracelso (que sin embargo, como veremos, posee ciertos méritos) no tanto el haber deserta­ do de la experiencia, como el haberla traicionado, el haber corrompido las fuentes de la ciencia y el haber despojado a las mentes de los hombres. De manera similar los astrólogos reaccionaron violentamente ante el «nuevo sistema del mundo». El mundo, gracias a los descubrimientos de Galileo, se volvió más grande, y la cantidad de cuerpos celestes aumentó de mane­ ra repentina y muy notable. Este hecho conmocionaba los fundamentos mismos de la astrología, y en consecuencia los astrólogos se rebelaron. Véase a este respecto la carta que el mecenas napolitano G.B. Manso, amigo de Porta, dirige a Paolo Beni, profesor de griego en la universidad de Padua, quien le había puesto al corriente sobre los maravillosos descu­ brimientos efectuados por Galileo con su telescopio: «Escribiré también un durísimo reproche que me manifiestan todos los astrólogos, y gran parte de los médicos; los cuales, al añadirse tantos planetas nuevos a los que ya antes se conocían, creen que por fuerza la astrología quedará destruida y gran parte de la medicina también caerá, puesto que queda­ rían eliminadas desde la raíz la distribución de los signos del Zodíaco, sus dignidades esenciales, la cualidad de las naturalezas de las estrellas fijas, el orden de las crónicas, el gobierno de las épocas humanas, los meses de la formación del embrión, las razones de los días críticos, y más de cien y más de mil otras cosas, que dependen del número septenal de los plane­ tas.» En realidad, la gradual consolidación de la visión copernicana del mundo reducirá cada vez más el espacio de la astrología. No obstante, también tuvo que luchar contra la astrología. Todo esto implica que la ciencia moderna, autónoma con respecto a la fe, con controles públicos, regulada mediante un método, perfectible y progresiva, con un lenguaje específico y claro, y con sus instituciones típicas, es de veras la consecuen­ cia de un proceso largo e intrincado, en el que se entrelazan la mística neoplatónica, la tradición hermética, la magia, la alquimia y la astrología. La revolución científica, en definitiva, no es una marcha triunfal. Y mien­ tras se van distinguiendo e investigando sus senderos racionales, es preciso tener siempre en cuenta las eventuales contrapartidas místicas, mágicas, herméticas y ocultistas de dichos senderos. 1.2. La formación de un nuevo tipo de saber, que exige la unión de ciencia y técnica El resultado del proceso cultural que llamamos «revolución científica»' es una nueva imagen del mundo que, entre otras cosas, plantea problemas religiosos y antropológicos de envergadura. Al mismo tiempo es la pro­ puesta de una nueva imagen de la ciencia: autónoma, pública, controlable y progresiva. Sin embargo, la revolución científica constituye precisamen­ te un proceso, y para comprenderlo hay que distinguir en él sus diversos componentes: la tradición hermética, la alquimia, la astrología o la magia, que fueron siendo sucesivamente abandonadas por la ciencia moderna pero que para bien o para mal actuaron sobre su génesis y, por lo menos, sobre su evolución inicial. Empero, hay que seguir avanzando, porque otro rasgo fundamental de la revolución científica lo constituye la forma­ ción de un saber -la ciencia- que, a diferencia del saber precedente, el medieval, reúne teoría y práctica, ciencia y técnica, dando origen así a un nuevo tipo de sabio muy distinto al filósofo medieval, al humanista, al mago, al astrólogo, o incluso al artesano o al artista del renacimiento. Este nuevo tipo de sabio, engendrado por la revolución científica, ya no es el mago o el astrólogo poseedor de un saber privado y para iniciados, ni tampoco el profesor universitario que comenta e interpreta los textos del pasado, sino el científico que crea una nueva forma de saber, público, controlable y progresivo, una forma de saber que para resultar válida necesita un control continuo que proceda de la praxis, de la experiencia. La revolución científica crea al científico experimental moderno, cuya experiencia es el experimento, que cada vez se vuelve más riguroso gracias al empleo de nuevos instrumentos de medida cada vez más exactos. El nuevo sabio actúa muy a menudo desde fuera (si no lo hace en contra) de las viejas instituciones del saber, como por ejemplo las universidades. En efecto, «durante los siglos xvi y xvn las universidades y los conventos ya no son, como había sucedido en el medievo, las únicas sedes en las que se elabora y se produce cultura; el ingeniero o el artista-ingeniero que pro­ yecta canales, diques, fortificaciones, llega a asumir una posición de pres­ tigio igual o superior a la del médico, del astrónomo de la corte o del profesor universitario. Las condiciones de existencia y el papel social de artistas, artesanos y científicos de diversas clases sufren, a lo largo de estos siglos, una serie de profundas modificaciones» (Paolo Rossi). Antes del período que estamos tratando, las artes liberales (el trabajo intelectual) se habían distinguido de las artes mecánicas. Estas últimas son bajas, viles, implican un trabajo manual y un contacto con la materia; se identifican con el trabajo servil constituido por las operaciones manuales. Las artes mecánicas son indignas de un hombre libre. No obstante, durante el pro­ ceso de la revolución científica desaparece tal separación: la experiencia del nuevo científico consiste en el experimento, y éste exige una serie de operaciones y de medidas. El nuevo saber y la unión entre teoría y prácti­ ca -que a menudo desemboca en una cooperación entre científicos por una parte, y artesanos superiores (ingenieros, artistas, técnicos en hidráu­ lica, arquitectos, etc.) por la otra- son, por lo tanto, una misma cosa. Se trata de la misma noción de saber experimental, públicamente controla­ ble, que modifica el status de las artes mecánicas. 1.3. Científicos y artesanos E. Zilsel sostuvo que «durante el siglo xvi, bajo la presión del desarro­ llo tecnológico, comenzó a agrietarse el muro que desde la antigüedad venía separando las artes liberales de las mecánicas». El saber que posee un carácter público, participativo y progresivo, habría nacido primero entre los artesanos superiores (navegantes, ingenieros constructores de fortifi­ caciones, técnicos artilleros, agrimensores, arquitectos, artistas, etc.) y, a continuación, habría influido sobre la transformación de las artes libera­ les. Ahora bien, el contacto o, mejor dicho, el enfrentamiento entre saber científico y técnico, entre el intelectual y el artesano, es un hecho que se da en la revolución científica. Lo que importa, sin embargo, es la naturale­ za de dicho contacto. ¿Fueron los artesanos quienes brindaron el nuevo tipo de saber a quienes practicaban las artes liberales? ¿O fue acaso la sociedad, es decir, la clase burguesa en ascenso, la que impuso como saber general el que era específico de los artesanos superiores? Por lo que se refiere al nexo entre ciencia y sociedad, sirve muy poco el proclamar su existencia, «y tampoco parece demasiado útil en vista de una posible solu­ ción el desenfado de quienes pretenden agotar todo trabajo posible en esta línea, etiquetando como “burgués” a cualquier intelectual que le haya tocado vivir en el amplio período de tiempo que transcurre entre Guillermo de Ockham y Albert Einstein. Investigar las conexiones entre la relatividad galileana, la doctrina cartesiana de los vértices o los axiomas newtonianos del movimiento, y las condiciones sociales y la evolución tecnológica de la sociedad italiana, francesa e inglesa del siglo xvn, carece de un sentido específico. La introducción de la pólvora y la aparición del cañón no sirven, sin duda, para explicar el nacimiento de la nueva ciencia dinámica, ni las necesidades de la navegación o las exigencias de la refor­ ma del calendario dan razón de los siete axiomas de la astronomía copernicana, al igual que la revolucionaria novedad de las teorías de Galileo o de Newton no está motivada por las visitas de Galileo al arsenal de Venecia, por la constatación de que una bomba no puede elevar el agua por encima de treinta pies, o por la actividad de Newton en la casa de la moneda de Londres» (jPaolo Rossi). Examinemos la tesis de quienes afirman que la ciencia que halla en Galileo su típico investigador práctico y en Bacon y Newton sus teorizadores metodológicos y sus filósofos, sería la ciencia del artesano o del inge­ niero, del homo faber del renacimiento «dominador de la naturaleza», del hombre que coloca la vida activa en el lugar de la vida contemplativa. Esta tesis la defienden, en el marco de pensamientos muy diferentes, L. Laberthonniére y Edgard Zilsel. A ella se opone otra tesis según la cual «la ciencia no fue hecha por ingenieros y por artesanos», sino por científi­ cos: Kepler, Galileo, Descartes, etc. Esto es lo que afirma A. Koyré: «La nueva balística no fue inventada por operarios o artilleros, sino en contra de ellos. Y Galileo no aprendió su profesión de la gente que trabajaba en los arsenales y en los astilleros de Venecia. Al contrario: se la enseñó a ellos.» Naturalmente, añade Koyré, «la ciencia de Galileo y de Descartes fue de una grandísima importancia para la ingeniería y para la técnica; en conclusión, produjo una revolución en la técnica; no obstante, fue creada y desarrollada por teóricos y por filósofos, no por técnicos e ingenieros». Al subrayar el papel de los artesanos en la formación de la noción de una ciencia perfeccionable (y por lo tanto, progresiva), que fue obra de gene­ raciones enteras de investigadores, «Zilsel prestó (...) una escasa conside­ ración al hecho de que esa misma idea se había ido consolidando a través de empresas con un carácter más académico» (A.C. Keller). En cualquier hipótesis, no fueron los técnicos del arsenal quienes crearon el principio de inercia. Sin duda, Galileo frecuentaba el arsenal, y las conversaciones con los técnicos que allí trabajaban -como dice él mismo- «me han ayuda­ do en diversas ocasiones para investigar la razón de efectos no sólo mara­ villosos, sino también recónditos y casi inimaginables». Las técnicas, los hallazgos y los procesos que se dan en el arsenal ayudan a la reflexión teórica de Galileo. Asimismo, le plantean nuevos problemas: «Es verdad que a veces me ha llevado a la confusión y a la desesperación el no darme cuenta de cómo puede ser aquello que, alejado de toda opinión mía, los sentidos me demuestran que es cierto.» Los ópticos fueron quienes descu­ brieron el hecho de que, si se colocan de forma oportuna dos lentes, las cosas que están lejos se acercan, pero por qué funcionan así las lentes fue algo que no descubrieron los ópticos, y tampoco Galileo: fue Kepler quien comprendió las leyes del funcionamiento de las lentes. Tampoco los técni­ cos que excavaban pozos comprendieron por qué las bombas no elevaban el agua por encima de los diez metros y treinta y seis centímetros. Tuvo que ser Torricelli quien demostrase que la longitud máxima de 34 pies (= 10,36 m) de la columna de agua en el interior de un cilindro revela sencillamente la presión total de la atmósfera sobre la superficie del pozo. ¿Y cuántos navegantes expertos tuvieron que luchar con las mareas altas y bajas? Sin embargo, únicamente con Newton se llegó a una correcta teoría sobre las mareas (Kepler, sin embargo, la había vislumbrado; hay que recordar que Galileo ofreció una explicación equivocada). Se trata, pues, de dos tesis sobre un solo hecho, la aproximación entre técnica y saber, entre artesanos e intelectuales, fenómeno típico de la revolución cien­ tífica. En nuestra opinión, esta aproximación, esta fusión entre técnica y saber, constituye precisamente la ciencia moderna. Una ciencia que se basa sobre el experimento exige, en sí misma, técnicas de comprobación, aquellas operaciones manuales e instrumentales que sirven para controlar una teoría. Requiere, por lo tanto, saber unido con tecnología. Entonces, empero, ¿quién creó la ciencia? La respuesta más plausible parece ser la de Koyré: los científicos fueron quienes crearon la ciencia. Sin embargo, ésta surgió y se desarrolló porque encontró también toda una base tecno­ lógica, una serie de máquinas y de instrumentos que constituían para ella una especie de base empírica para la prueba, que ofrecían técnicas de comprobación y que en ocasiones planteaban nuevos problemas, profun­ dos y fecundos. Galileo no aprendió la dinámica de los técnicos del arse­ nal, al igual que Darwin más adelante no aprenderá de los criadores de animales la teoría de la evolución. Empero, así como Darwin hablaba con los criadores, Galileo visitaba el arsenal. No se trata de un hecho banal. El técnico es aquel que sabe «qué», y a menudo, también sabe «cómo». El científico, sin embargo, es el que sabe «por qué». En nuestros días, un electricista sabe muchas cosas sobre las aplicaciones de la corriente eléctri­ ca y sabe cómo construir un aparato, pero ¿qué electricista sabe por qué la corriente funciona como funciona o sabe algo sobre la naturaleza de la luz? 1.4. Una nueva forma de saber y una nueva figura de sabio En sus Discursos en torno a dos nuevas ciencias, Galileo escribe: «Paréceme, señores venecianos, que la práctica frecuente de vuestro famoso arsenal, abre un amplio campo al filosofar de los intelectos especulativos, en particular en lo que se refiere a la mecánica; allí, gran número de Rasgos generales artífices ponen continuamente en ejercicio toda clase de instrumentos y de máquinas, y entre ellos -gracias a las observaciones hechas por sus antece­ sores, así como a las que realizan continuamente por su cuenta- es obliga­ do que haya hombres de enorme pericia y de un razonamiento muy per­ feccionado.» De igual modo, «hombres de enorme pericia y de razona­ miento muy perfeccionado» se ponen de manifiesto a través de «los escritos de Brunelleschi, Ghiberti, Piero della Francesca, Leonardo, Cellini, Lomazzo, las obras sobre arquitectura de León Battista Alberti, de Filarete y de Francesco de Giorgio Martini, el libro sobre máquinas milita­ res de Valturio de Rimini (impreso por vez primera en 1472), el tratado de Durero sobre las fortificaciones (1527), la Pirotechnia de Biringuccio (1540), la obra sobre balística de Niccoló Tartaglia (1537), los tratados de ingeniería minera de Georg Agrícola (1546 y 1556), las Diversas y artifi­ ciosas máquii as de Agostino Ramelli (1588), los tratados sobre el arte de la navegación de William Barlow (1597) y Thomas Harriot (1594), la obra sobre la declinación de la aguja magnética del ex marino y constructor de brújulas Robert Norman (1581)» (Paolo Rossi). La ciencia es obra de los científicos. La ciencia experimental adquiere validez a través de los expe­ rimentos. Éstos consisten en técnicas de comprobación como resultado de operaciones manuales e instrumentales que se llevan a cabo mediante objetos y sobre éstos. La revolución científica constituye precisamente un proceso histórico del que emerge la ciencia experimental, es decir, una nueva forma de saber, nueva y distinta del saber religioso, del metafísico, del astrológico y mágico, y también del técnico y artesanal. La ciencia moderna, tal como se configura al final de la revolución científica, ha dejado de ser el saber de las universidades, pero no puede reducirse tam­ poco a la mera práctica de los artesanos. Se trata de un saber nuevo que, uniendo teoría y práctica, sirve por una parte para poner en contacto las teorías con la realidad, volviéndolas públicas, controlables, progresivas y participativas. Por otro lado, introduce en el saber y en el conocimiento (en cuanto banco de pruebas de las teorías y de sus aplicaciones) diversos hallazgos de las artes mecánicas y artesanales, confiriendo a éstas un nue­ vo status epistemológico e incluso social. Resulta evidente que la génesis, el desarrollo y el éxito de esta nueva forma de saber son paralelos a los propios de una nueva figura de sabio y, asimismo, a nuevas instituciones que se proponen como mínimo controlar los diversos segmentos de este saber en formación: «En aquella época, para llegar a ser “científicos” no se requerían el latín o la matemática, ni un conocimiento amplio de los libros, ni una cátedra universitaria. Publicar en las actas de las academias y la pertenencia a las sociedades científicas estaba abierto a todos, profe­ sores, experimentadores, artesanos, curiosos y aficionados» (Paolo Rossi). Se trata de un proceso complicado que a menudo se lleva a cabo fuera de las universidades, «ajenas -sigue diciendo Rossi- a las doctrinas de la nueva filosofía mecánica y experimental que iba difundiéndose a través de los libros, las publicaciones periódicas, las cartas privadas, las actas de las sociedades científicas, pero no ciertamente a través de los cursos universi­ tarios. Los observatorios, los laboratorios, los museos, los talleres, los lugares de discusión y de debate a menudo nacieron fuera de las universi­ dades y, en algún caso, en contra de ellas». Sin embargo, a pesar de esta ruptura, no debemos olvidar aquellos elementos de continuidad que enla­ zan la revolución científica con el pasado. Se trata de un retorno a autores y a textos que resultan aprovechables en beneficio de la nueva perspectiva cultural: Euclides, Arquímedes, Vitrubio, Herón, etc. 1.5. La legitimación de los instrumentos científicos y su uso El nexo que se establece entre teoría y práctica, entre saber y técnica, da cuenta de otro fenómeno evidente creado por la revolución científica y que en parte se identifica con aquél. Nos estamos refiriendo a aquel fenó­ meno mediante el cual comprobamos que el nacimiento y la fundamentación de la ciencia moderna se ven acompañados por un repentino creci­ miento de la instrumentación, en el sentido de que a la fase de constante perfeccionamiento y de lenta evolución de los instrumentos (por ejemplo, el compás, la balanza, los relojes mecánicos, los astrolabios, los hornos, etc.) que había sido típica del pasado le sigue, en el siglo xvn, «de forma casi imprevista, una fase de rápida invención» (Paolo Rossi). A principios del siglo xvi la instrumentación se reducía a unos cuantos elementos liga­ dos con la observación astronómica y con los relevamientos topográficos; en mecánica, se utilizaban palancas y poleas. En pocos años, empero, aparecen el telescopio de Galileo (1610); el microscopio de Malpighi (1660), de Hooke (1665) y de van Leeuwenhoek; el péndulo cicloidal de Huygens se remonta a 1673; en 1638 Castelli describe el termómetro de aire galileano; en 1632 Jean Rey crea el termómetro de agua y en 1666 Magalotti inventa el termómetro de alcohol; el barómetro de Torricelli es de 1643; Robert Boyle describe la bomba neumática en 1660. Empero, lo que interesa a efectos de una historia de las ideas no es tanto una enumeración de instrumentos -que podría ser muy larga- sino más bien comprender que los instrumentos científicos, en el transcurso de la revolución científica, se convierten en parte integrante del saber cientí­ fico: no existe el saber científico por una parte y, junto a él, los instrumen­ tos. El instrumento está dentro de la teoría; se convierte él mismo en teoría. En una nota manuscrita de Vincenzo Viviani, miembro de la Accademia del Cimento de Florencia, leemos lo siguiente: «Preguntar al Gonfia (un hábil soplador de vidrio): Cuál es el líquido que se eleva con más rapidez por la acción del calor, al recibir el calor del ambiente.» Más adelante, en estas mismas páginas, veremos la valiente operación de Gali­ leo, que logró llevar a través de un mar de inconvenientes una serie de «viles mecanismos» como el telescopio al interior del saber, utilizándolos con finalidades cognoscitivas, si bien al principio les hace propaganda mencionando sus objetivos prácticos, por ejemplo, de carácter militar. Por su parte, en la introducción a la primera edición de los Principia, Newton se opuso a la distinción que los antiguos efectuaban entre una mecánica racional y una mecánica práctica. Profundicemos en cierta medida en la teoría, o en las teorías, de los instrumentos que se encuentran en el interior de la revolución científica. La primera idea acerca de los instrumentos que aflora en los escritos de algunos grandes exponentes de la revolución científica afirma que el ins­ trumento es una ayuda y una potenciación de los sentidos. Galileo sostie­ ne que en la utilización de las máquinas antiguas, como la palanca o el Rasgos generales plano inclinado, «la ventaja mayor que nos aportan los instrumentos me­ cánicos consiste en algo que sirve al moviente (...) como cuando emplea­ mos el curso de un río para hacer girar un molino, o la fuerza de un caballo para hacer algo que no podrían lograr cuatro o seis hombres». El instru­ mento, pues, se nos presenta aquí como una ayuda a los sentidos. En lo que respecta al telescopio, Galileo escribe que «es algo hermosísimo y muy atrayente de contemplar, poder mirar el cuerpo lunar, que está a una distancia de nosotros de casi sesenta semidiámetros terrestres, desde tan cerca como si sólo nos separasen de él dos semidiámetros». Hooke se mueve en la misma línea, cuando afirma que «lo que primero hay que hacer con relación a los sentidos es un intento de suplir su debilidad con instrumentos, agregando órganos artificiales a los naturales». Por otra parte, interpretaciones que utilizan un aparato técnico más complejo -como la que efectúa A.C. Crombie- han demostrado que algu­ nas de las «experiencias sensatas» de Galileo (por ejemplo, los experimen­ tos sobre la ley de la caída de los graves) implican un uso del instrumento no como una potenciación de los sentidos, sino como un ingenioso medio «para correlacionar magnitudes esencialmente distintas (es decir, no ho­ mogéneas y, por lo tanto, no comparables según los cánones de la antigua ciencia), como por ejemplo el espacio y el tiempo, a través de una diferen­ te concepción de las representaciones espaciotemporales, y la idea de correlacionar sus medidas» (S. D’Agostino). Al hablar de la instrumentación científica, no se puede dejar de men­ cionar el hecho de que la utilización de instrumentos ópticos como el prisma o las láminas delgadas se ve acompañada por reflexiones -en Newton, por ejemplo- que consideran que el instrumento no es tanto una potenciación del sentido como un medio que sirve para liberarse de los engaños oculares: «Un ejemplo representativo consiste en el uso newtoniano del prisma como instrumento que, a diferencia del ojo, distingue entre colores homogéneos (los colores puros) y no homogéneos, el verde (puro) espectral de aquel que resulta de la composición entre azul y amari­ llo» (S. D ’Agostino). En este sentido, pues, el instrumento aparece como medio que, adentrándose en los objetos y no sólo aplicándose a más objetos, garantiza una mayor objetividad en contra de los sentidos y sus testimonios. Las cosas no quedarán aquí, sin embargo. En la importante polémica que se produce entre Newton y Hooke acerca de la teoría de los colores y acerca del funcionamiento del prisma aparece otro elemento de la teoría de los instrumentos, elemento que estaría destinado a ejercer una función de primer orden en la física contemporánea. Se trata del tema del instru­ mento como perturbador del objeto investigado y, por consiguiente, el tema del posible control del instrumento perturbador. Hooke apreciaba los experimentos de Newton con el prisma, debido a su precisión y su elegancia, pero lo que le discutía era la hipótesis según la cual la luz blanca poseía una naturaleza compuesta y que, en cualquier caso, ésta pudiese ser la única hipótesis correcta. Hooke no creía que el color constituyese una propiedad originaria de los rayos de luz. En su opinión, la luz blanca está producida por el movimiento de las partículas que componen el pris­ ma. Esto significa que la dispersión de los colores sería consecuencia de una perturbación provocada por el prisma. Hoy diríamos que «el prisma analiza en la medida en que modula» (S. D’Agostino). Para concluir, digamos que en el transcurso de la revolución científica vemos cómo en­ tran los instrumentos dentro de la ciencia: la revolución científica legitima a los instrumentos científicos. Por una parte, se concibe a algunos instru­ mentos en tanto que potenciación de nuestros sentidos. Por otro lado, surgen dos nuevos temas: el instrumento contrapuesto a los sentidos y el instrumento como perturbador del objeto que se investiga. Estos dos últi­ mos temas se volverán a plantear con frecuencia en la posterior evolución de la física. 2. La 2.1. Presencia y rechazo de la tradición mágico-hermética Todo lo que hemos venido diciendo aquí sobre la magia no debe hacer pensar que, durante el período que analizamos ahora, la magia haya ido por un lado y la ciencia por otro. La ciencia moderna -con la imagen que de ella brindará Galileo y que consolidará Newton- y tal como se ha dicho antes, es un resultado del proceso de la revolución científica. En el trans­ curso de tal proceso, a medida que va tomando consistencia esta nueva forma de saber que es la ciencia moderna, la otra forma de saber -esto es, la magia- será gradualmente calificada de pseudociencia y de saber espu­ rio, y se luchará en contra de ella. Sin embargo, los lazos entre filosofía neoplatónica, hermetismo, tradición cabalística, magia, astrología y alqui­ mia, junto con las teorías empíricas y la nueva idea de saber que se va abriendo camino en este tejido cultural, sólo pueden irse desatando con lentitud y esfuerzo. En efecto, prescindiendo del componente neoplatónico que está en la base de toda la revolución astronómica, en la actualidad ya no se puede negar el peso relevante que ha ejercido el pensamiento mágico-hermético incluso en los exponentes más representativos de la revolución científica. Además de astrónomo, Copérnico también fue mé­ dico y practicó la medicina por medio de la teoría de los influjos astrales. No es que exista un Copérnico médico que se comporte como astrólogo y un Copérnico astrónomo que se conduzca como un científico puro (en la forma en que nosotros concebimos al científico): cuando Copérnico se propone justificar la centralidad del Sol en el universo, se remite asimismo a la autoridad de Hermes Trismegistos, que llama «Dios visible» al Sol. Por su parte, Kepler conocía bien el Corpus Hermeticum; buena parte de su labor consistió en compilar efemérides; y cuando contrajo matrimonio en segundas nupcias, tomó consejo de sus amigos, pero también consultó a las estrellas. En especial, su concepción de la armonía de las esferas se halla colmada de misticismo neopitagórico. En el Mysterium Cosmographicum, con respecto a su investigación referente «al número, la extensión y el período de los orbes», sostendrá: «La admirable armonía de las cosas inmóviles -el Sol, las estrellas fijas y el espacio- que se corresponden con la Trinidad de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo me dio ánimos en este intento.» El maestro de Kepler, Tycho Brahe, también estaba convencido del influjo que los astros tenían sobre la marcha de las cosas y sobre los acontecimientos humanos; en la aparición de la estrella nova de r e v o l u c i ó n c i e n t íf ic a y l a t r a d ic ió n m á g ic o h e r m é t ic a 1572 vio paz y riqueza. Los horóscopos de Kepler eran muy estimados, pero también Galileo tenía que elaborar horóscopos en la corte de los Medici. William Harvey, el descubridor de la circulación de la sangre, en el prólogo a su gran obra De motu coráis atacó con gran rigor la idea de que había espíritus que regían las distintas operaciones del organismo («Suele suceder que, cuando los necios e ignorantes no saben cómo expli­ car un hecho, entonces apelan a los espíritus, causas y artífices de todo, que salen a escena como resultado de extrañas historias, como el Deus ex machina de los poetastros»). Empero, siguiendo las huellas de la concep­ ción solar de la tradición neoplatónica y hermética, escribe que «el cora­ zón (...) bien puede ser designado como principio de la vida y el Sol del microcosmos, de forma análoga a como puede designarse corazón del mundo al Sol». También en el pensamiento de Newton estarán presentes el hermetismo y la alquimia. Por lo tanto, constituye un hecho indudable la presencia de la tradición neoplatónica y de la neopitagórica, del pensamiento hermético y de la tradición mágica a lo largo del proceso de la revolución científica. Una vez establecido esto, veremos cómo algunas de estas ideas son aprovechables para la creación de las ciencias: pensemos en el Dios que hace geometría del neoplatonismo; la naturaleza que se manifiesta a través de los números de los pitagóricos; el culto neoplatónico y hermético al Sol; la noción kepleriana de la armonía de las esferas; la idea del contagium de Fracastoro; la concepción del cuerpo humano como un sistema químico, o la idea de la especificidad de las enfemedades y de sus remedios correspondien­ tes, que fueron propuestas y defendidas a través de la iatroquímica de Paracelso, etc. Por otro lado, el proceso de la revolución científica -que lleva a su madurez, en la praxis y en la teoría, a aquella única forma de saber que es la ciencia moderna- de una forma gradual va detectando, criticando y suprimiendo el pensamiento mágico. Por ejemplo, Kepler manifiesta una lúcida conciencia acerca de que, mientras el pensamiento mágico queda apresado en el torbellino de los «tenebrosos enigmas de las cosas», «en cambio yo me esfuerzo por llevar a la claridad del intelecto las cosas que están envueltas en obscuridad». Según Kepler, la tenebrosi­ dad es el rasgo distintivo del pensamiento de los alquimistas, los herméti­ cos y los seguidores de Paracelso, mientras que el pensamiento de los matemáticos se distingue por su claridad. Boyle también atacará a Para­ celso. Y aunque Galileo se viese obligado a redactar horóscopos, en sus escritos se muestra del todo ajeno al pensamiento mágico. Lo mismo hay que decir de Descartes. Pierre Bayle (1647-1706), en sus Diversos pensamientos sobre el come­ ta (1682) efectuó un riguroso ataque contra la astrología: «Sostengo que los presagios específicos de los cometas, al no apoyarse en otra cosa que en los principios de la astrología, no pueden ser más que extremadamente ridículos (...) sin que haya que repetir todo lo que ya he dicho sobre la libertad del hombre (y que sería suficiente para decidir nuestra cuestión), ¿cómo se puede imaginar que un cometa sea la causa de guerras que estallan en el mundo uno o dos años después de que el cometa haya desaparecido? ¿Cómo puede ser que los cometas sean causa de la prodi­ giosa diversidad de acontecimientos que se producen a lo largo de una guerra prolongada? ¿No es bien sabido, acaso, que si se intercepta una carta puede fracasar todo el plan de una campaña de operaciones? ¿O que una orden que se ejecute una hora más tarde de lo necesario hace que fra­ casen proyectos laboriosamente elaborados? ¿O que la muerte de un solo hombre puede variar el signo de una situación, y que a veces una tontería -la más fortuita que pueda darse- hace que no se gane una batalla, lo cual provoca una infinidad de males? ¿Cómo puede pretenderse que los áto­ mos de un cometa, que giran en el aire, produzcan todos estos efectos?» Las reglas de la astrología, en opinión de Bayle, son sencillamente misera­ bles. Más tarde, también Bacon se mostró muy duro en contra del pensa­ miento mágico. Según este autor, «los métodos y los procedimientos de las artes mecánicas, y sus rasgos de progresividad y de intersubjetividad proporcionan el modelo al que se ajusta la nueva cultura» (Paolo Rossi). En opinión de Bacon, la ciencia está formada por aportaciones individua­ les que, integrándose en el patrimonio cognoscitivo de la humanidad, ayudan al éxito y al bienestar de ésta. Por ello, Bacon no condena los fines nobles de la magia, la astrología y la alquimia, pero rechaza con decisión su ideal del saber, que pertenecería a un individuo iluminado, y por lo tanto es ajeno al control público de la experiencia, mostrándose arbitrario y obscuro. A la genialidad incontrolada Bacon opone la publicidad del saber; al individuo iluminado, contrapone una comunidad científica que actúa según reglas reconocidas por todos; a la obscuridad, la claridad; a la síntesis apresurada, la cautela y el paciente control. «Esta imagen de la ciencia, y la ética que de ella se derivaba, fue compartida en grados diver­ sos por los iniciadores de la ciencia moderna. Para Boyle y para Newton, para Descartes y para Galileo, para Hooke y para Borelli, el rigor lógico, la publicidad de los métodos y de los resultados, la voluntad de claridad fueron cosas que había que afirmar dentro de un mundo y de una cultura que no las aceptaba como cosas obvias, en los cuales prosperaban creen­ cias, actitudes y visiones del mundo que manifestaban un contraste radical con la ciencia, y que parecían constituir frente a ella una alternativa real para la cultura» (Paolo Rossi). 2.2. Las características de la astrología y de la magia En el marco de las ideas del siglo xvi, resulta imposible delimitar las distintas disciplinas científicas, cosa que más tarde sí se hizo posible. En la cultura del xvi tampoco se puede trazar una separación demasiado nítida «entre el conjunto de las ciencias, por un lado, y la reflexión especulativa y mágico-astrológica por el otro. La magia y la medicina, la alquimia y las ciencias naturales, y hasta la astrología y la astronomía actúan en una especie de simbiosis estrecha, en la que se entrelazan mutuamente, de un modo con frecuencia inextricable, prácticas investigadoras que en la actualidad valoraríamos de maneras muy diferentes, desde un perfil teóri­ co epistemológico. No sorprenderá a nadie, entonces, que muchos estu­ diosos de esa época pasen con notable facilidad desde el ámbito de investi­ gaciones definibles como científicas, a ámbitos disciplinares de un tipo distinto, que no se ajustan a los criterios modernos de cientificidad» (C. Vasoli). Entre el medievo y la edad moderna, el renacimiento colocó ideas de la tradición neoplatónica, ideas procedentes de la cábala y de la tradición hermética, e ideas mágicas y astrológicas, con mucha frecuencia vinculadas con el pasado. Se trata de nociones que la historiografía más actual reconoce como ingrediente imposible de eliminar de la revolución científica. Vemos, así, que cada disciplina o conjunto de teorías (en un sentido moderno) posee su contrapartida ocultista. Sin lugar a dudas, una de las consecuencias más maduras de la revolución científica consistirá en la gradual (y, en cierto modo, nunca total ni definitiva) expulsión de las ideas mágico-hermético-astrológicas del seno de la ciencia. No obstante, se plantea también otro problema: ¿habría surgido acaso la ciencia moder­ na, si no se hubiese producido la ruptura que dichas ideas implicaron con respecto al mundo medieval? Dentro de poco veremos de qué manera la revolución astronómica hallará su garantía filosófica en el platonismo y en el neoplatonismo. ¿Acaso no resultó fecundo para la ciencia el programa de Paracelso, que veía el cuerpo humano como un sistema químico? No siempre los principios no científicos, las fantasías absurdas y los sistemas que parecen apoyarse en el vacío constituyen obstáculos para el desarrollo de la ciencia. Existen ideas no científicas que se muestran fecundas para la ciencia, que influyen positivamente sobre su evolución. Y aunque una de las características de la ciencia moderna sea su lenguaje claro, específico, controlable, no cabe excluir que ciertas ideas confusas puedan resultar útiles para la génesis de algunas teorías científicas. En la época actual, ha habido quien ha puesto de manifiesto los méritos de la confusión; en realidad, puede suceder que la claridad sea quizás el último refugio de quien no tiene nada que decir. A finales del siglo xix, el filósofo norteame­ ricano Charles S. Peirce escribió: «Dadme un pueblo cuya medicina origi­ naria no esté mezclada con la magia y los encantamientos, y hallaré un pueblo carente de toda capacidad científica.» 1) La astrología, de origen egipcio y caldeo, era para los hombres de los siglos xv y xvi una ciencia, es decir, auténtico saber. Desde la antigüe­ dad están ligadas astrología y astronomía. Ptolomeo, como sabemos, fue autor de un famoso y enormemente influyente tratado de astronomía, el Almagesto. Sin embargo, también escribió un voluminoso tratado de as­ trología (el Tetrabiblon). Estaba convencido de que «existe una cierta influencia del cielo sobre todas las cosas que pasan en la Tierra». La estrecha unión que encontramos en la antigüedad entre astrología y astro­ nomía llega hasta la edad media, la volvemos a encontrar en la época del humanismo y del renacimiento y, a veces, aún más adelante. El astrólogo es aquel que, a través de la observación de los astros compila las efeméri­ des, es decir, aquellas tablas en las que se detalla la posición que asumen cada día los diversos planetas. Tomando como base estas configuraciones y posiciones de los astros, el astrólogo trataba los temas de nacimiento: fijaba qué astros habían estado más cerca de una persona en la fecha de su nacimiento, para a continuación establecer su influjo positivo o negativo sobre la persona, elaborando así el horoscopo de ésta. Entre paréntesis digamos que el actual término «influencia» se origina en este contexto. Durante los siglos xv y xvi, la astrología judicial tuvo gran éxito. Era la astrología que se proponía desvelar el juicio de los astros sobre las perso­ nas y, al mismo tiempo, sobre los acontecimientos. El astrólogo, en defini­ tiva, escudriñaba en las conjunciones de los astros la marcha de la salud y el destino de las personas, pero también la marcha de las estaciones, las conmociones populares, la suerte de los monarcas, las políticas y las reli­ giones, así como las guerras futuras. El astrólogo era quien contemplaba y sabía estas cosas tan importantes, y por ello no hubo príncipe o poderoso que no tuviese su astrólogo de palacio. A la astrología se agregaron otras prácticas adivinatorias, como la fisiognómica. En el De Fato (V,10) Cice­ rón habla del fisonomista Zopiro, que afirmaba conocer el carácter de un hombre a través de un examen de su cuerpo y, más en particular, median­ te el examen de sus ojos, su frente y su rostro. Durante el renacimiento se cultivó este arte con mucha frecuencia y con indudable éxito. Giovan Battista della Porta, en 1580, publicó su libro Sobre la fisiognómica huma­ na. También en el siglo x v i ii -recuérdese a Lavater- estuvo presente la fisiognómica, y sus huellas se descubren hasta en nuestros días. Otras formas de adivinación fueron la quiromancia (la previsión del futuro de una persona a través de las líneas de su mano) y la metoposcopia (la previsión del futuro a través de las arrugas de la frente). 2) El paralelismo entre macrocosmos y microcosmos, la simpatía cós­ mica y la concepción del universo como un ser viviente son los principios fundamentales del pensamiento hermético, que Marsilio Ficino relanzó con su traducción del Corpus Hermeticum. De acuerdo con dicho pensa­ miento, está fuera de toda duda el influjo de los acontecimientos celestia­ les sobre los sucesos humanos y terrenos. Puesto que el universo es un ser viviente en el que cada parte afecta al resto, cualquier acción e interven­ ción humana producirá sus propios efectos y consecuencias. Por eso, si la astrología es la ciencia que pronostica el curso de los acontecimientos, la magia es la ciencia de la intervención sobre las cosas, sobre los hombres y sobre los acontecimientos, con objeto de dominar, dirigir y transformar la realidad según nuestros deseos. La magia es el conocimiento de la manera en que puede actuar el hombre para hacer que las cosas vayan en el sentido que a él le plazca. De este modo se configura en la mayoría de los casos como una ciencia que integra en sí el saber astrológico: la astrología indica el curso de los acontecimientos (favorables y desfavorables), y la magia brinda instrumentos de intervención sobre este curso de los aconte­ cimientos. La magia interviene para cambiar aquellas cosas que están escritas en el cielo y que la astrología ha leído. Evidentemente, la in­ tervención sobre el curso de los acontecimientos presupone un conoci­ miento sobre dicho curso. De esto dependía el prestigio y el enorme éxito de la figura del astrólogo mago, el sabio que domina las estrellas. 2.3. J. Reuchlin y la tradición cabalística; Agrippa: magia blanca y magia negra La primera figura de mago que posee un cierto interés, el alemán Johann Reuchlin (1455-1522), está relacionada con la cábala. La cábala -que quiere decir «tradición»- es la mística hebraica que, mediante una articulada y compleja simbología, contempla los fenómenos humanos co­ mo reflejo de los divinos. Reuchlin (o Capnion, que fue la forma en que helenizó su nombre) conoció en Italia a Pico de la Mirándola. Quizás haya sido éste quien le introdujo en los estudios cabalísticos. Profesor de griego en la universidad de Tubinga, Reuchlin es autor de un De arte cabalística. Reuchlin cree que en la cébala se da una revelación divina inmediata; la cébala es la ciencia de la Divinidad: «La cébala es una teología simbólica en la cual no sólo las letras y los nombres, sino también las cosas son signos de las cosas.» Y el conocimiento de estos símbolos puede obtenerse a través del arte cabalístico, el cual -puesto que eleva a quien lo practica al mundo suprasensible, del cual dependen las cosas sensibles- permite obrar cosas milagrosas. El cabalista -escribe Reuchlin en Capnion sive de verbo divino- es un taumaturgo que, si posee una fe intensa, puede obrar milagros en nombre de Jesucristo. Según el médico, astrólogo, filósofo y alquimista Cornelio Agrippa de Nettesheim (nacido en Colonia en 1486 y fallecido en Grenoble en 1535), las partes del universo se hallan en relación entre sí a través del espíritu que anima al mundo en su totalidad. Al igual que una cuerda en tensión vibra toda ella cuando se la toca en un punto, del mismo modo el universo -escribe Agrippa en su De occulta philosophia- si es tocado en uno de sus extremos resuena en el extremo opuesto. El hombre se halla situado en el centro de aquellos tres mundos que, según la cébala y tal como afirmaban también Pico de la Mirándola y Reuchlin, son el mundo de los elementos, el mundo celestial y el mundo inteligible. En cuanto microcosmos, conoce la fuerza espiritual que penetra y une al mundo, y se sirve de ella para llevar a cabo acciones milagrosas. En esto consiste, pues, la magia que es «la ciencia más perfecta». Esta, en efecto, convierte al hombre en amo de las potencias ocultas que actúan sobre el universo. La ciencia del mago se refiere tanto al mundo de los elementos como al mundo celestial y al inteligible. Como consecuencia, Agrippa habla de tres tipos de magia. La primera es la magia natural: lleva a cabo acciones prodigiosas, empleando el conocimiento de las fuerzas ocultas que animan a los cuerpos materia­ les. La segunda es la magia celestial: es un conocimiento y control de los influjos ejercidos por los astros. La tercera es la magia religiosa o ceremo­ nial, que se propone mantener a raya y poner en fuga a las fuerzas demo­ níacas. La magia natural y la magia celestial fueron denominadas «magia blanca». La magia religiosa o ceremonial es aquella que también recibe el nombre de «magia negra» o «nigromántica». Según Agrippa, además, el principio y la clave de toda la actividad mágica consistía en la dignificación del hombre, dignificación por la cual el hombre se separa de la carne y de los sentidos, y se eleva mediante una repentina iluminación hasta aquella virtud divina que permite conocer las obras secretas. Esta sabiduría reve­ lada debe permanecer en secreto: el mago tiene la obligación de no divul­ gar a nadie «ni el lugar, ni el tiempo, ni la meta que se persigue». El sabio iluminado no debe confundirse con los necios y, por consiguiente, escribe Agrippa, «hemos utilizado un estilo que sirve para confundir al necio y que, en cambio, es comprensible con facilidad por la mente iluminada». El ideal del saber de Agrippa no es en absoluto el de un saber público, claro y controlable. Es el ideal de un saber privado, oculto y que debe ocultarse, que carece de un método y de un lenguaje rigurosos y públicos. Se trata de uñ ideal de saber distinto y muy alejado del de la ciencia moderna. Durante los últimos años de su vida, Agrippa -en el De vanitate et incertitudine scientiarum (1527)- condenó el saber y exaltó la fe. Sin embargo, dos años antes de su muerte mandó publicar de nuevo su De occulta philosophia. 2.4. El programa iatroquímico de Paracelso Sin ninguna duda Paracelso (1493-1541) fue la figura de mago más importante que existió en la época. Theofrasto Bombast von Hohenheim, hijo de médico, y médico él mismo, cambió su nombre por el de Philippus Aureolas Theophrastus Bombastus Paracelsus. Se cambió el nombre por el de Paracelso porque se consideraba más grande que el médico romano Celso. En 1514 trabaja en las minas y los talleres metalúrgicos de Segis­ mundo Fugger, banquero alemán que también es alquimista. Estudió me­ dicina en Basilea, donde enseñó después durante dos años. La ruptura de Paracelso con la tradición se pone de manifiesto con toda evidencia a partir de la época en que se dedicó a la docencia: pronunció sus lecciones en alemán y no en latín; invitó a ellas a los farmacéuticos y los barberos-cirujanos de Basilea; y al igual que Lutero había quemado la bula pontificial, Paracelso inauguró sus enseñanzas quemando los libros de las dos auctoritates en el terreno médico: las obras de Galeno y de Avicena. Por eso se le llamó el «Lutero de la química». Paracelso también fue un gran viajero y tuvo un gran prestigio. Las polémicas que estimuló, provocó o padeció fueron de una enorme ferocidad. En opinión de Paracelso, la alquimia era la ciencia de la transforma­ ción de los metales groseros que se encuentran en la naturaleza, en pro­ ductos acabados que resulten útiles para la humanidad. No creía que la alquimia pudiese producir oro o plata; según él, es una ciencia de las transformaciones. Su noción de alquimia «abarca todas las técnicas quími­ cas y bioquímicas. El fundidor que transformaba los minerales en metales era alquimista, y también lo eran el cocinero y el panadero que prepara­ ban los alimentos con carne y con trigo» (S.F. Mason). Interesado por la magia natural, Paracelso reestructuró la medicina. Rechazó la idea de que la salud o la enfermedad dependiese del equilibrio o del desorden en los cuatro humores fundamentales y propuso la teoría de que el cuerpo huma­ no es un sistema químico en el que desempeñan un papel fundamental los dos principios tradicionales de los alquimistas: el azufre y el mercurio, a los que Paracelso añade un tercero, la sal. El mercurio es el principio común a todos los metales; el azufre es principio de la combustibilidad; la sal representa el principio de inmutabilidad y de resistencia ai fuego. Las enfermedades aparecen como consecuencia del desequilibrio entre estos tres principios químicos y no por la falta de armonía entre los humores, que mencionaban los galénicos. Tanto es así que, en opinión de Paracelso, puede restablecerse la salud a través de las medicinas de naturaleza mine­ ral, y no de naturaleza orgánica. (No olvidemos que, todavía en 1618, la primera farmacopea londinense enumeraba, entre los medicamentos que había que suministrar por vía oral, la bilis, la sangre, los gorgojos y las crestas de pollo.) Con Paracelso, pues, nació y se impuso la iatroquímica. Los iatroquímicos lograron a veces grandes éxitos, si bien las justificacio­ nes de sus teorías -vistas con los ojos de la ciencia actual- parecen bastan­ te fantasiosas. Por ejemplo, basándose en la idea de que el hierro está asociado a Marte, el planeta rojo, dios de la guerra cubierto de sangre y de hierro, administraron con éxito -y hoy conocemos las razones científicas de dicho éxito- sales de hierro a enfermos de anemia. En la medicina de Paracelso se mezclan elementos teológicos, filosóficos, astrológicos y al- Paracelso químicos, pero lo importante -importante por lo que vendría a continua­ ción- es que del crisol de ideas de Paracelso haya surgido el programa de investigación centrado en la idea de que el cuerpo humano es un sistema químico. El paso desde un sistema de ideas hasta otro sistema no se pro­ duce de golpe: suele ser lento y laborioso. Una idea acertada necesita tiempo para crecer y consolidarse. Al final las ideas iatroquímicas de Paracelso se mostraron más fecundas y más útiles para la ciencia que las constituidas por la teoría de los humores. Paracelso se consideraba un revolucionario que restauraba la doctrina hipocrática en toda su pureza, y los médicos galénicos -según él- «ignoran por completo los grandes secre­ tos de la naturaleza que en estos días de gracia me han sido revelados desde lo Alto». A propósito del revolucionario programa de Paracelso, el epistemólogo contemporáneo Paul K. Feyerabend ha escrito reciente­ mente: «Innovadores como Paracelso son los que volvieron a ideas ante­ riores y perfeccionaron la medicina. La ciencia se enriquece en todas partes con métodos no científicos y con resultados no científicos, mientras que procedimientos que a menudo eran considerados como partes esen­ ciales de la ciencia, son tácitamente suspendidos y cambian de dirección.» Otra idea interesante que forma parte del programa iatroquímico de Para­ celso es la siguiente: las enfermedades son procesos muy específicos, para las que son útiles remedios también específicos. Esta noción rompía con la tradición en la que se administraban remedios que se suponían buenos para todas las enfermedades y que contenían muchos elementos. Paracel­ so defendió y practicó la administración de fármacos específicos para en­ fermedades específicas. También en este caso, aunque la noción de espe­ cificidad de las enfermedades y de los remedios se convertirá en una idea triunfante, no tan triunfadora será la justificación en que la base Paracel­ so. La enfermedad es específica porque cada ente, cada cosa que existe en la naturaleza es un ser viviente autónomo. Puesto que Dios crea las cosas de la nada, las crea como semillas en las que «está grabado desde el principio el objetivo de su utilización y de su función». Cada cosa se desarrolla «a partir de aquello que es en sí misma». Paracelso llama «ar­ queo» a aquella fuerza que, en el interior de las diversas semillas, estimula su crecimiento. El arqueo es una especie de forma aristotélica materializa­ da. El arqueo es el principio vital organizador de la materia, y Paracelso compara su acción con la del barniz: «Fuimos esculpidos por Dios y colo­ cados en las tres substancias. A continuación, fuimos barnizados de vida.» Como cabe apreciar, también en el caso de la idea de especificidad de las enfermedades y de los correspondientes remedios -noción que más ade­ lante se convertirá en algo fecundo desde el punto de vista científico- su justificación se halla muy alejada de la ciencia, si la contemplamos desde la perspectiva de la ciencia moderna. Como ocurre a menudo en la histo­ ria de la ciencia, también aquí una idea metafísica se revela como madre mala (incontrolable) de hijos buenos (teorías controlables). Paracelso, pues, sigue siendo un mago. Pero su magia contiene proyectos cognosciti­ vos positivos: su iatroquímica quiere revelar los procesos secretos de la naturaleza, pero también pretende completarlos artificialmente. 2.5. Tres magos italianos: Fracastoro, Cardano y Della Porta Gerolamo Fracastoro (1478-1553) fue médico, astrónomo y poeta. De origen noble, siempre vivió en una villa propiedad suya en Verona. Estu­ dió en Padua, donde conoció a Copérnico y trabó amistad con él. En la obra De sympathia et antipathia Fracastoro defiende el influjo recíproco entre las cosas; afirma que se da una atracción entre las cosas semejantes y una repugnancia entre las diferentes. En su opinión, los flujos de átomos son los que establecen las relaciones existentes entre las cosas, de modo que ninguna acción puede llevarse a cabo sin contacto. En 1495, cuando Carlos v i ii , rey de Francia, sitió la ciudad de Nápoles, se manifestó una enfermedad nueva y terrible: la sífilis. Se dijo que dicha enfermedad había sido llevada a España por Colón y que los españoles la habían llevado después a Nápoles. Los españoles de Nápoles, luego, la habrían transmiti­ do a los franceses, que llamaron «napolitana» a dicha enfermedad, mien­ tras que para los españoles era el «mal francés». Fracastoro fue el primero que usó el nombre de «sífilis». En 1530 publicó el poema titulado Syphylis sive morbus Gallicus. Sífilo, pastor mitológico, provocó la ira de los dioses y fue castigado con una enfermedad contagiosa y repugnante. El poema no tiene una trama en sentido estricto y la figura de Sífilo no es más que un pretexto que le sirve a Fracastoro para describir la sífilis y el tratamiento de la enfermedad, por medio de mercurio y de guayaco -o palo santo-, un remedio que también se había importado de América, junto con la en­ fermedad. Fracastoro no sólo se ocupó de la sífilis; también logró aislar el tifus exantemático. En 1546 publicó su obra maestra de medicina, el De contagione, donde se escriben tres modos de infección: por contacto direc­ to, por «fomes» (a través de la ropa, etc.) o a distancia (como ocurría, en su opinión, con la viruela o la peste). Fracastoro desarrolla su obra desde una perspectiva filosófica (basada esencialmente en Empédocles). Se trata de una obra «con una magnífica modernidad y, aunque en aquella época no se conocía la existencia de los microbios, Fracastoro admite la existen­ cia de partículas invisibles o seminaria, las simientes de la enfermedad, que se multiplican con rapidez y que propagan sus semejantes. Tuvie­ ron que pasar siglos antes de que ideas tan iluminadas adquiriesen conse­ cuencias prácticas, pero ello no quita que Fracastoro deba ser considerado como el fundador de la moderna epidemiología» (D. Guthrie). Gerolamo Cardano es otro médico mago que hay que recordar. Nació en Pavía en 1501, fue profesor de medicina en Padua y en Milán, y murió en Roma en 1576. Autor de una autobiografía {De vita propria), nos dejó diversos escritos, los más importantes de los cuales son el De Subtilitate (1547), el De varietate rerum (1556) y los Arcana aeternitatis. Se trata de «escritos carentes de organización y llenos de digresiones; una especie de enciclopedias sin ningún plan unitario» (N. Abbagnano). Cardano fue un escritor muy fecundo, como lo atestigua su Opera omnia en diez volúme­ nes densamente impresos. En su tratado de álgebra Ars Magna (1545) expone el método para resolver las ecuaciones de tercer grado, que en realidad había descubierto su rival Tartaglia. Famoso matemático, trece años después del Ars Magna, Cardano publica un libro de naturaleza muy diferente sobre la metoposcopia, la interpretación de las líneas de la cara. Se hizo muy popular su obra De Subtilitate, que un especialista contempo- Tres magos italianos ráneo (Douglas Guthrie) ha definido como una especie de «enciclopedia casera» donde puede uno encontrar un poco de todo: cómo marcar la ropa blanca doméstica, la forma de recuperar navios hundidos, cómo seleccio­ nar hongos, el origen de las montañas, el señalamiento por medio de antorchas, o la junta universal que se conoce con el nombre de «junta cardànica». Su autobiografía es un libro que, aún hoy, se lee con mucho agrado. Cardano se presenta a sí mismo como un hombre excepcional, con poderes sobrenaturales que lo sitúan por encima de los demás morta­ les; los sucesos de su vida nos lo muestran como alguien siempre acompa­ ñado por lo milagroso y lo extraordinario. «Su vida es una de las más singulares de las que se tenga noticia. Mientras oscila de uno a otro extre­ mo, y de contradicción en contradicción, se mezclan en él una sublime sabiduría y absurdos increíbles» (H. Morley). Su infeliz niñez y su dura juventud, la batalla contra la pobreza, la triste experiencia de médico rural, el ascenso a la universidad, la gloria, los descubrimientos matemáti­ cos, la celebridad como médico, la ejecución de su hijo condenado por asesinato, la vejez como pensionista del pontífice en Roma, son cosas todas ellas que Cardano describe en el De vita propria liber (1575), libro que merece ponerse al mismo nivel que aquel otro excepcional documen­ to, la autobiografía de Benvenuto Cellini (D. Guthrie). He aquí unas pinceladas de la obra, que sirven para darse una idea de su tono. «Durante muchos años me he dedicado a ambos juegos: el aje­ drez durante más de cuarenta, y a los dados alrededor de veinticinco, y durante tantos años -no me avergüenza el decirlo- he jugado todos los días.» Añade que ha dedicado un libro al ajedrez, en el cual -declara- «he descubierto varios problemas notables». Básicamente misántropo, confie­ sa: «Si miro al alma, ¿qué animal resulta más malvado, engañador y des­ leal que el hombre?» Después de la ejecución de su hijo, Cardano no encuentra la paz, por todas partes ve enemigos y conjuras, y no logra dormir: «En 1560, en el mes de mayo, como consecuencia del dolor por la muerte de mi hijo, perdí poco a poco el sueño (...). Pedí entonces a Dios que tuviese misericordia de mí: en efecto, corría el riesgo de que aquel ininterrumpido insomnio me llevase a la muerte o a la locura (...). Le rogué entonces que me hiciese morir, lo cual se le concede a todos los hombres, y fui a tenderme sobre el lecho.» Al dormirse, Cardano oyó una voz que le dice que llevara a la boca la esmeralda que le colgaba del cuello. Realizó esta operación y de inmediato se le pasó el dolor y el penoso recuerdo. Esto sucedía mientras llevaba en la boca la esmeralda; sin embargo, nos narra, «cuando comía o daba clase, y no podía disfrutar del auxilio de la esmeralda, me retorcía de dolor hasta sudar mortalmen­ te». Cardano también cuenta que aprendió milagrosamente el latín, el griego, el francés y el castellano; dice que gracias a un zumbido en el oído se daba cuenta de que alguien estaba tramando algo en contra suya; escri­ be asimismo: «Entre los acontecimientos naturales de los que he sido testigo, el primero y el más excepcional fue el de haber nacido en esta época nuestra, en la que ha llegado a ser conocido todo el mundo por primera vez.» Célebre médico, en 1552 Cardano fue llamado a consulta en Escocia, para curar al arzobispo Hamilton, cuyo asma trató «en una línea extraordinariamente moderna y con resultados bastante brillantes, ya que el infeliz arzobispo sobrevivo durante veinte años, hasta que fue condena- do a muerte por traición» (D. Guthrie). Durante su viaje a Escocia Cardano conoció en París al médico Jean Fernel (que será criticado por Harvey, a causa de su teoría sobre los espíritus del organismo) y al anatomista Sylvius; en Zurich se encontró con el naturalista Conrad Genser; en Lon­ dres trabó conocimiento con el rey Eduardo vi. Cardano también escri­ bió un librito de preceptos para sus hijos, uno de los cuales -como ya hemos dicho- será ajusticiado por asesinato. En este Praeceptorum Filiis Líber hallamos consejos como los siguientes: «No habléis a los demás de vosotros mismos, de vuestros hijos, de vuestra esposa»; «jamás acom­ pañéis a extraños en una vía pública»; «si habláis con un hombre malo o deshonesto, no le miréis la cara:, sino las manos». Contra el ideal del saber y del sabio que Cardano profesaba y defendía (un saber de iniciados, colmado de maravillas y de milagros), Bacon arremetió con fuerza. En nombre de un saber público, claro y que se incrementa mediante la parti­ cipación de los demás, Bacon calificará a Cardano de afanoso constructor de telarañas. El mismo Bacon dirá que Paracelso es un monstruo que colecciona fantasmas, y Agrippa, un bufón trivial. Cultivador de la óptica fue el napolitano Giovan Battista Della Porta (1535-1615), autor del De refractione, obra dedicada precisamente a la óptica, y de un libro muy afortunado: la Magia naturalis sive de miraculis rerum naturalium (1558). Aquí distingue entre magia diabólica (la que se sirve de las acciones de los espíritus inmundos) y la magia natural: ésta consiste en la perfección de la sabiduría, el punto más alto de la filosofía natural. La Magia naturalis «es un libro extraño, en el cual, aprovechando una infinidad de elementos físicos y naturalistas, se describen numerosos trucos y efectos que sirven para atraer la curiosidad del lector o para excitar su asombro» (V. Ronchi). Nos dan una idea de lo que es este libro -del que se hicieron 23 ediciones del original latino, diez traducciones italianas, ocho francesas, y otras traducciones castellanas, holandesas e incluso árabes- los títulos de sus veinte partes: 1) Causas de las cosas; 2) Cruzamientos de animales; 3) Modos de producir nuevas plantas; 4) Eco­ nomía doméstica; 5) Transformación de metales; 6) Adulteración de pie­ dras preciosas; 7) Maravillas del imán; 8) Experiencias médicas; 9) Cos­ mética femenina; 10) Las destilaciones; 11) Los ungüentos; 12) El fuego artificial; 13) El tratamiento del hierro; 14) Arte culinario; 15) La caza; 16) Las claves cifradas; 17) Las imágenes ópticas; 18) La Mecánica; 19) Aerología (Depneumaticis); 20) Varios (Chaos). En definitiva, se trata de una auténtica enciclopedia. En realidad, «él prefería seguir su propia pa­ sión de conocimientos, sin olvidar jamás que estaba relacionada con una esfera más amplia de pasiones e intereses. Sobre éstos le informaban la tradición que daba pie a sus investigaciones y a la sociedad que le rodeaba, los asentimientos, las expectativas y las desconfianzas que suscitaba su obra (...). Indudablemente, al hacer ciencia tenía presentes muchas cosas: lo útil y lo superfluo, lo absolutamente verdadero y lo vagamente proba­ ble, el éxito de público y el tribunal de la Inquisición, la tradición mágica y los experimentos de Arquímides (...). Muchas de estas referencias ya no las encontraremos en la síntesis racional que efectuó la ciencia moderna (...). Della Porta, en consecuencia, se dedicó con morosidad al teatro de nuestra vida, de nuestras pasiones y de nuestra muerte. El juicio resulta irreversible para todo aquello que ocurrió mientras tanto y, en particular, para lo que ha sido el curso de la ciencia después de él. Lo cual no es ningún óbice para que su obra aún suscite nuestra curiosidad, incluso en sus aspectos arcaicos» (L. Muraro). 3. N ic o l á s C o p é r n ic o y e l n u e v o p a r a d ig m a d e l a t e o r ía h e l io c é n t r ic a El significado filosófico de la revolución copernicana «Mientras la Tierra se mantuvo firme, la astronomía también se man­ tuvo firme»: son palabras de Georg Lichtenberg, a propósito de Copérni­ co. En realidad, al haber situado al Sol en el centro del mundo, en el lugar ocupado antes por la Tierra, y al afirmar que ésta es la que gira alrededor del Sol y no al revés, Copérnico volvió a poner en movimiento la investi­ gación astronómica. Ésta adquirió un ritmo tan veloz que, cuando Newton -150 años después de Copérnico- otorgó a la física la forma que hoy conocemos con el nombre de «física clásica», ya no quedaba casi nada de las concepciones de Copérnico, salvo la idea de que el Sol está en el centro del universo. En efecto, Kepler -a pesar de proclamarse copernicanopublica en 1609 su Astronomía nueva. En aquel momento, cuando aún no habían pasado sesenta años desde la aparición del De Revolutionibus de Copérnico, «el avance de la astronomía ya ha abandonado en la obscuri­ dad del pasado las órbitas circulares de las que trató la obra de Copérnico a lo largo de toda su vida, para substituirlas por las órbitas planetarias elípticas. Las novedades se suceden rápidamente, una tras otra: el desple­ garse del mundo cerrado de Copérnico -aunque fuese vastísimo- hasta un universo infinito; el descubrimiento de un elemento dinámico en el movi­ miento de los cuerpos celestes, que ya no se consideran móviles a la manera copernicana en virtud de su misma forma esférica. En el transcur­ so de un siglo y medio, el sistema de Newton -que concluye una etapa de aquel camino que Copérnico había hecho tomar a la astronomía- contiene ya muy poco del sistema copernicano; quizás únicamente el heliocentrismo» (F. Barone). Sin duda, «el primer significado de la revolución coper­ nicana es (...) el de una reforma de las concepciones fundamentales de la astronomía» (T.S. Kuhn), pero el alcance del De Revolutionibus va mu­ cho más allá de una mera reforma técnica de la astronomía. Al desplazar la Tierra del centro del universo, Copérnico cambió también el lugar del hombre en el cosmos. La revolución astronómica implicó también una revolución filosófica: «Los hombres que creían que su morada terrestre no era más que un planeta, que giraba ciegamente en torno a una entre billones de estrellas, evaluaban su posición en el esquema cósmico de un modo muy distinto a sus predecesores, que veían la Tierra como único centro focal de la creación divina» (T.S. Kuhn). Al desplazar la posición de la Tierra, Copérnico expulsó al hombre del centro del universo. En su conocido libro La revolución copernicana (1957), Kuhn afirma también lo siguiente: «Su doctrina planetaria y la concepción ligada a ella de un universo centralizado en el Sol fueron instrumentos para el paso de la sociedad medieval a la sociedad occidental moderna, en la medida en que afectaban (...) la relación del hombre con el universo y con Dios. Iniciada como una revisión estrictamente técnica de la astronomía clásica, 3 .1 . con alto despliegue matemático, la teoría copernicana se convirtió en cen­ tro focal de terribles controversias en el terreno religioso, filosófico y de las doctrinas sociales, que -a lo largo de los dos siglos siguientes al descu­ brimiento de América- determinaron la orientación del pensamiento eu­ ropeo.» En resumen, la revolución copernicana fue una revolución en el mundo de las ideas, una transformación en las ideas inveteradas y venera­ bles que el hombre tenía sobre el universo, sobre su relación con éste y sobre su puesto en él. Actualmente, «nada nos parece más lejos de nues­ tra ciencia que la visión del mundo de Nicolás Copérnico» y, sin embargo, sin la concepción de Copérnico «jamás habría existido nuestra ciencia» (A. Koyré). Como tampoco habría existido, para decirlo con palabras de Antonio Banfi, «el hombre copernicano», es decir, el hombre «que se ha liberado de la ilusión de estar en el centro del universo y, junto con ella, ha perdido también muchos otros mitos que se habían entretejido en su saber» (F. Barone). Éste es el sentido en el cual, todavía hoy, Copérnico representa una innovación radical y revolucionaria. En efecto, incluso en nuestros días se suele utilizar la expresión «revolución copernicana» o «giro copernicano» para dar a entender un cambio notable y significativo. Tampoco podemos olvidar que, cuando Kant contemple la profunda transformación que había provocado también él en el ámbito de la teoría del conocimiento, hablará de ella calificándola de «revolución coper­ nicana». 3.2. Nicolás Copérnico: su formación científica Nicolás Copérnico (Niklas Koppernigk) nació en Torun (pequeña po­ blación polaca a orillas del Vístula, en Pomerania, llamada Thorn en alemán), el 19 de febrero de 1473. Fue hijo de Nicolás, comerciante y juez de paz, y de Barbara Watzenrode. Tuvo tres hermanos: Andrzej, canónigo de Varmia, que falleció antes de 1518; Bárbara, que tomó el hábito bene­ dictino en el convento de Chelm, y Catalina, que contrajo matrimonio con un comerciante de Torun y tuvo cinco hijos, de los que Nicolás se ocupó hasta su muerte. En otoño de 1491 -el año anterior al descubrimiento de América- Nicolás se matriculó en la Universidad Jagellonica de Cracovia, en la Facultad de Artes, como consta en el libro de matrículas: «Nicolaus Nicolai de Thorunia.» Permanece en Cracovia hasta mediados de 1495 y estudia «bajo la dirección de Wojciech de Brudzewo, Wojciech de Szamotuly, Jan de Glogow y otros famosos miembros de la escuela astronómica de Cracovia» (Z. Wardeska). En Cracovia aprende geometría, trigonome­ tría, cálculo astronómico y los fundamentos teóricos de la astronomía. Nos lo atestiguan también los libros que adquirió durante, aquel período y que han llegado hasta nosotros: los Elementos de Euclides en la edición veneciana de 1482; la Astrología de Abenragel, publicada en 1485; las Tablas Alfonsíes (las tablas de los movimientos planetarios que había mandado elaborar Alfonso x el Sabio, monarca de León y de Castilla, en el siglo xm), editadas en 1492; las Tablas de las direcciones y de las proyec­ ciones de Johann Müller -el Regiomontano- en la edición de 1490. Ahora bien, hay que advertir que en Cracovia, al igual que en las demás universi­ dades europeas, los fundamentos teóricos de la astronomía se exponían mediante dos tipos distintos de enseñanza, según fuesen tratados por los naturales -es decir, los cosmólogos físicos- o por los mathematici, es decir, los astrónomos interesados en el cálculo de las posiciones de los cuerpos celestes y en el control de las previsiones a través de la observación. La diversidad existente entre las enseñanzas de los naturales y de los mathe­ matici consistía en el importante hecho de que los naturales se inspiraban fielmente en Aristóteles y, por lo tanto, en el sistema (revisado por los árabes) de las esferas homocéntricas. Los mathematici, en cambio, se mos­ traban fieles al Almagesto de Ptolomeo, a aquel sistema de cálculo -tam­ bién retocado por los astrónomos posteriores a Ptolomeo- conocido con el nombre de «sistema de los excéntricos y de los epiciclos». En el sistema de las esferas homocéntricas, la octava esfera portadora de estrellas fijas gira cada día de Este a Oeste, alrededor del propio eje, con una velocidad uniforme, y este movimiento explicaría los movimientos aparentes de las estrellas, su salida, su ocaso, etc. Los movimientos aparentes del Sol y de los demás planetas, más complejos e irregulares, «eran explicados hacien­ do que cada uno de estos cuerpos celestes fuese llevado por un sistema de esferas concéntricas con la esfera de las estrellas fijas, pero cada una de ellas tenía el eje con la inclinación adecuada, un sentido rotatorio específi­ co y la oportuna velocidad (angular) uniforme» (F. Barone). En cambio, en el sistema ptolemaico de los excéntricos y los epiciclos los movimientos planetarios se explicaban «con mayor fidelidad a las observaciones, ha­ ciendo en general que el cuerpo celeste girase sobre la circunferencia de un círculo (el epiciclo), cuyo centro giraba a su vez a lo largo de la circun­ ferencia de otro círculo (el excéntrico), el centro del cual no coincidía con el centro de la Tierra» (F. Barone). Sin duda, entre ambos sistemas, además de las diferencias, existían núcleos comunes y núcleos tan impor­ tantes como para que pueda hablarse de un sistema aristotélico-ptolemaico. Consistían en lo siguiente: a) la Tierra está en el centro del universo y éste se halla limitado por la esfera de las estrellas fijas; b) el movimiento natural de los cuerpos celestes (las esferas, y por lo tanto los planetas, entre los cuales se cuenta la Luna) es el circular uniforme, a diferencia del movimiento de los cuerpos en el mundo sublunar, que no es circular uniforme, sino un movimiento rectilíneo acelerado de caída hacia el cen­ tro de la Tierra, en el caso de los cuerpos pesados. Ambos sistemas po­ seían fuerza explicativa, pero cada uno de ellos mostraba también puntos débiles. Por ejemplo, aunque el sistema de las esferas homocéntricas se configuraba en su conjunto como una discreta teoría física (no olvidemos que las esferas están compuestas de éter) que aspira a explicar los movi­ mientos celestes, no lograba sin embargo dar razón del hecho de que los planetas aparezcan alternativamente más lejanos o más cercanos a la Tie­ rra. Se trataba sin duda de un acontecimiento problemático y desconcer­ tante, dado que el sistema de las esferas homocéntricas implicaba una distancia constante entre los planetas y la Tierra. A su vez, el sistema de los excéntricos y los epiciclos trataba de ser fiel a las observaciones, pero dicha fidelidad entre otros defectos había que pagarla al alto precio de la continua introducción de hipótesis ad hoc para «salvar los fenómenos», es decir, para englobar en el sistema todas aquellas desviaciones de los cuer­ pos celestes y todas las predicciones que no coincidían con el sistema. Tal es, en pocas palabras, la situación ante la cual se hallaba Copérnico. Por lo Nicolás Copérnico (1473-1543): es el constructor del «paradigma» de la teoría heliocéntrica general, sus contemporáneos aceptaban el sistema aristotélico en cuanto descripción verdadera del sistema del mundo, y el sistema ptolemaico, en cuanto instrumentó de cálculo para explicar y prever los movimientos celestes. Como es obvio, se admitían los núcleos comunes a ambos siste­ mas: la inmovilidad y centralidad de la Tierra, la perfección del movimien­ to circular, la finitud del universo, nociones todas éstas que se enmarca­ ban en el supuesto de que Dios había creado un universo al servicio de un hombre que se hallaba colocado en el centro de todo. La grandeza y «el carácter excepcional de Copérnico, quizá desde los años de Cracovia, residen (...) precisamente en no haber aceptado este compromiso de una forma pasiva» (F. Barone). 3.3. Copérnico: un hombre comprometido socialmente Por iniciativa de su tío materno Lukasz Watzenrode, Copérnico viaja a Italia en 1496, para proseguir sus estudios jurídicos. Su tío, que era obispo de Varmia, se proponía que el sobrino siguiese una carrera eclesiástica. Mientras tanto, en 1497, Copérnico había recibido una canonjía en la diócesis de Varmia. Desde 1496 hasta 1501, estudió en Bolonia no sólo derecho canónico sino también astronomía: colabora en las investigacio­ nes realizadas por el famoso astrónomo boloñés Domenico María Novara. La observación de la estrella Aldebarán en la constelación de Tauro, efectuada en Bolonia el 9 de marzo de 1497, fortalece en el joven Copérni­ co la idea de la necesidad de investigar con respecto a un nuevo sistema astronómico, que pudiese dar cuenta de los fenómenos observados. En 1500 se celebra un año jubilar y Copérnico lo pasa en Roma, donde es muy probable que se haya dedicado a realizar prácticas legales en la Curia romana. Regresa a Varmia en 1501 y el 28 de julio de ese año el capítulo catedralicio le autoriza a proseguir sus estudios en el extranjero. Vuelve a Italia y en Padua -donde enseñan Montagnana, Gerolamo Fracastoro, G. Zerbi y A. Benedetti- sigue cursos de medicina. Por lo que sabemos, «durante su estancia en Padua (...) Copérnico consolidó de ma­ nera definitiva su idea de basar el nuevo sistema del universo sobre el principio de la movilidad de la Tierra» (Z. Wardeska). En la primavera de 1503 viaja a Ferrara, donde después de aprobar los exámenes correspon­ dientes se doctora en derecho canónico. De regreso en Varmia en el otoño de 1503, Copérnico asume las funciones de secretario y médico de con­ fianza de su tío, el obispo Watzenrode. Junto con su tío, político influyen­ te, participa en numerosas misiones diplomáticas, en los congresos de los Estados de Prusia. Cuando fallece su tío, Copérnico ocupa el cargo de canónigo en Frombork (Frauenburg), donde adquiere la torre noroccidental de las murallas de la fortaleza, para emplearla como observatorio. Es nombrado administrador de los bienes comunes del capítulo catedrali­ cio de Varmia, con residencia en Olsztyn. En su labor como administra­ dor, hace que se vuelvan a cultivar las tierras baldías y asigna las hereda­ des abandonadas a campesinos polacos procedentes de Mazuria. Con objeto de mejorar las relaciones económicas, promueve una reforma mo­ netaria basada en limitar la emisión de moneda, revaluar ésta y unificar el sistema monetario de Prusia y del reino de Polonia. Es interesante señalar que Copérnico formula la ley -que después será llamada «ley de Gresham»- según la cual la moneda más débil, es decir, la que contiene un menor porcentaje de metal precioso, elimina a la más fuerte. Médico prestigioso, Copérnico asiste a las poblaciones afectadas por la epidemia en 1519. No obstante, sus «méritos polacos» van mucho más allá, con su infatigable actividad en contra de las invasiones y las ocupaciones perpe­ tradas en los territorios de Varmia por los militares de la Orden Teutóni­ ca. En 1520, Olsztyn se ve amenazada por los Caballeros Teutónicos. Copérnico organiza la defensa de la ciudad, ayudado por la caballería lituano-rutena y por tropas polacas bajo el mando de N. Peryk. Se logra rechazar al peligroso enemigo. El 16 de noviembre de 1520, en medio de la guerra, Copérnico envía una carta pidiendo ayuda al rey Segismundo i. Dicha carta acaba con las siguientes manifestaciones: «Queremos (...) comportarnos como corresponde a hombres buenos, honrados y devotos de Vuestra Majestad, aunque tengamos que morir. Recurriendo a la pro­ tección de Vuestra Majestad, entregamos y confiamos todos nuestros bie­ nes, así como nuestros cuerpos. Siervos devotísimos, canónigos y capítulo de la Iglesia de Varmia.» 3.4. La «Narratio prima» de Rheticus y la interpretación instrumentalista que Osiander formula con respecto a la obra de Copérnico A pesar de todas estas obligaciones y tareas, Copérnico no descuida sus estudios de astronomía y hacia 1532 acaba su obra más célebre, las Revoluciones de los cuerpos celestes (De Revolutionibus orbium celestium). Mientras tanto, la fama del astrónomo de Frombork había traspa­ sado las fronteras de Polonia. A través de una carta fechada el 1.° de noviembre de 1536, el arzobispo de Capua, Nicolás Schónberg (fallecido en 1537), le ruega que le envíe un ejemplar de su obra y añade: «Te ruego de forma muy calurosa que des a conocer tus descubrimientos a los estu­ diosos.» No obstante, Copérnico solía decir que custodiaba su secreto «como los seguidores de Pitágoras» y que mantenía el libro «encerrado en un escondrijo». En mayo de 1538 llega a Frombork, para conocer a Co­ pérnico y su obra, Georg Joachim Lauschen (1516-1574; fue llamado Rhe­ ticus, ya que procedía de la antigua provincia de los romanos denominada Rhetia). Rheticus, profesor de la universidad de Wittenberg, se gana la confianza de Copérnico y en muy poco tiempo entusiasmado con las teo­ rías de su maestro, prepara un resumen de ellas que se imprime en Gdansk en 1540 y al año siguiente en Basilea, con el título de Narratio prima. Rheticus logra convencer a Copérnico de que publique el De Revo­ lutionibus. De la impresión del manuscrito de Copérnico se ocupó el teó­ logo protestante Andreas Osiander (Andreas Hosemann, 1498-1552), quien, sin autorización del autor, colocó antes del texto un prólogo anóni­ mo, titulado Al lector, sobre las hipótesis de esta obra. En él Osiander defiende una interpretación no realista, sino instrumental, de la teoría de Copérnico: «La tarea del astrónomo consiste en (...) elaborar, mediante una observación diligente y hábil, la historia de los movimientos celestes y buscar sus causas, o bien -si no es posible establecer de ningún modo cuáles son las verdaderas causas- imaginar e inventar hipótesis sobre cuya base, tanto en relación con el futuro como en relación con el pasado, puedan calcularse con exactitud aquellos movimientos, en conformidad con los principios de la geometría. Estas dos tareas las ha realizado de una manera sobresaliente el autor de esta obra. En efecto, no es preciso que estas hipótesis sean verdaderas, y ni siquiera verosímiles, sino que basta con lo siguiente: que ofrezcan cálculos conformes a la observación.» Co­ mo vamos a comprobar en las páginas dedicadas a la controversia entre el realista Galileo y el instrumentalista cardenal Belarmino, ni Giordano Bruno ni Kepler ni Galileo aceptaron la interpretación instrumentalista de la teoría copernicana, según la cual las teorías de Copérnico no serían verdaderas descripciones de la realidad, sino únicamente útiles instrumen­ tos para efectuar previsiones y dar una explicación con respecto a las posiciones de los cuerpos celestes. Antes que nadie el propio Copérnico juzgó errónea la interpretación de Osiander: «Todas las esferas giran alre­ dedor del Sol como punto central y por lo tanto el centro del universo está en el Sol (...). Por consiguiente el movimiento de la Tierra basta por sí solo para explicar todas las irregularidades que aparecen en el cielo.» Copérnico murió el 24 de mayo de 1543 «debido a una hemorragia, pero hacía ya mucho tiempo que había perdido la memoria y el conocimiento». El día de su muerte Copérnico recibió el primer ejemplar impreso del De Revolutionibus. Los despojos mortales de Copérnico fueron inhumados en la catedral de Frombork. 3.5. El realismo y el neoplatonismo de Copérnico Algunos años antes de la publicación del De Revolutionibus, Copérni­ co había hecho circular entre sus amigos un breve compendio de su obra, llamado el Commentariolus. Sin embargo, como confiesa Copérnico en la carta de dedicatoria al papa Paulo m que precede al De Revolutionibus, «mi larga vacilación y hasta mi resistencia fueron vencidas por personas amigas (... una de las cuales) de forma repetida me alentó y llegó a exigir­ me la publicación de este libro, que había quedado suspendida no sólo durante nueve años, sino durante más de tres veces nueve años (...). Me exhortaban a no negar más mi obra, a causa de mis temores, al patrimonio común de los estudiosos de la matemática». Lo primero que perturba a Copérnico es la novedad de su propia teoría heliocéntrica, tan nueva que a la mayoría le parecerá absurda. En la misma carta de dedicatoria a Paulo m, se afirma: «Santísimo Padre, me es fácil pronosticar que algunos -apenas hayan sabido que en estos libros míos, acerca de las revoluciones de las esferas del universo, atribuyo de­ terminados movimientos al globo terráqueo- de inmediato exigirán con grandes voces que sea proscrito, por sostener tal opinión.» Copérnico sabía muy bien que se había «atrevido a ir en contra de la opinión estable­ cida de los matemáticos y del sentido común mismo», hasta el punto de que, en palabras suyas, «el menosprecio que temía me causase la novedad y lo absurdo de la idea casi me había convencido de abandonar el proyecto emprendido». En segundo lugar, hay que reiterar -si es que se considera necesario hacerlo una vez más- que en la carta de dedicatoria de la obra se comprue­ ba con toda claridad la concepción realista que Copérnico defiende, en relación con su teoría: «Es tarea (del filósofo) buscar la verdad en todas las cosas, hasta donde Dios haya concedido a la razón humana»; «conside­ ro (...) que hay que refutar las ideas absolutamente contrarias a la ver­ dad». Por otro lado, Copérnico se declara convencido de que, con la publicación de sus comentarios, «se habría podido descorrer el velo de lo absurdo, a través de demostraciones clarísimas». En pocas palabras: Co­ pérnico, debido a la situación desastrosa por la que pasaba la astronomía de su época, buscaba «un sistema que respondiese con seguridad a los fenómenos». Un tercer elemento, que no puede olvidarse, es la metafísica de cuño platónico y neoplatónico que se halla tras la empresa científica de Copér­ nico. «A finales del siglo xv se hacía difícil para un estudioso que viviese en Italia y estuviese abierto a los valores del humanismo no experimentar el atractivo del resurgimiento de las doctrinas platónicas y neoplatónicas» (F. Barone). Copérnico, como sabemos, fue discípulo en Bolonia de Domenico María Novara. Éste estaba vinculado con la escuela neoplatónica de Florencia; había estudiado a los neoplatónicos, entre ellos a Proclo, y junto con Proclo creía que la matemática era la clave para la com­ prensión del universo. En opinión de los neoplatónicos, las propiedades matemáticas constituyen los rasgos verdaderos e inmutables de las cosas reales, que profundizan mucho más allá de las apariencias. Si se contem­ plan los cielos desde la perspectiva neoplatónica, se hace evidente que los cálculos que especifican posiciones y movimientos de los cuerpos celestes no constituyen meros artificios de utilidad, sino que revelan las estructuras ordenadas y las inmutables simetrías que el Dios geómetra ha dejado impresas en el mundo. Cabe afirmar que «también en Copérnico, más que cálculos y observaciones rigurosas, se halla el eco de un culto solar» (tema neoplatónico, mediante el cual se identifica simbólicamente a Dios con el Sol). Al mismo tiempo, empero, aunque el mito neoplatónico de la centralidad del Sol haya podido sugerir a Copérnico su nueva teoría astronó­ mica, hay que reconocer que Copérnico, en virtud de los temas neoplató­ nicos y en el interior de éstos, efectúa numerosos cálculos y lleva a cabo y ordena numerosas observaciones. Si así no fuese, señala Francesco Baro­ ne, «resultaría difícil (...) detectar qué es lo que distingue por ejemplo el De Revolutionibus del Liber de Solé de Marsilio Ficino». Copérnico escri­ be: «Muy grande es, sin duda, la obra divina del Perfecto Creador Supre­ mo.» Sostiene, asimismo, que los astrónomos que le han precedido, con los medios teóricos de que disponían, no estaban en condiciones de com­ prender siquiera lo más importante: «es decir, la forma del universo y la inmutable simetría de sus partes.» El Dios del platonismo y de los neopla­ tónicos es un Dios geómetra: debido a ello, el universo es simple y está ordenado geométricamente. Por consiguiente, el investigador se propone penetrar y descubrir este orden, estas estructuras simples y racionales, esta simetría inmutable. En opinión de Rheticus, esto fue lo que hizo Copérnico: «Como demuestra Copérnico, todos estos fenómenos (movi­ miento directo, estacional y retrógrado de los planetas) pueden explicarse a través del movimiento uniforme del globo terráqueo. Es suficiente con suponer que el Sol se halla inmóvil en el centro del universo y que la Tierra gira alrededor del Sol en un círculo excéntrico que Copérnico deno­ minó orbe magno. El verdadero entendimiento de las cosas celestes viene a depender así de los movimientos uniformes y regulares que efectúa únicamente el globo terráqueo: en éste, sin duda, está presente algo divi­ no (...). Mi maestro se dio cuenta de que sólo así era posible que el conjunto de las revoluciones y movimientos de los orbes sucediesen con regularidad y proporción alrededor de sus propios centros, como ocurre en los movimientos circulares. Los matemáticos, al igual que los médicos, deben coincidir con lo que enseña Galeno en sus escritos: la naturaleza no hace nada que carezca de sentido, y nuestro Creador es tan sabio que cada una de sus obras no tiene un solo objetivo, sino dos, tres y a veces más.» Por lo tanto, Rheticus habla con claridad de la estructura organizada, simple y geométrica del universo, y de la fuerza que posee la teoría de su maestro Copérnico, teoría que refleja fielmente la simplicidad y la organi­ zación racional de la creación divina. Rheticus agrega, de una manera muy significativa: «Ahora bien, puesto que comprobamos que mediante este único movimiento de la Tierra hallan explicación una cantidad casi infinita de fenómenos, ¿por qué no atribuir a Dios, creador de la naturale­ za, la habilidad que observamos en los simples fabricantes de relojes? Éstos ponen gran cuidado en evitar que en sus mecanismos haya ruedecillas inútiles, o cuya función pueda ser desempeñada mejor por otra rueda, en virtud de un pequeño cambio de posición. ¿Qué podía inducir a mi maestro, que era un matemático, a no adoptar la conveniente teoría del movimiento del globo terráqueo?» 3.6. La problemática situación de la astronomía precopernicana Realista y neoplatónico, convencido de la novedad de su propia teoría, Copérnico no ignoraba el enfrentamiento que habría podido estallar entre ciertas interpretaciones de determinados pasajes de la Biblia y su teoría heliocéntrica. Da la sensación de que se evade de este problema con unas cuantas salidas ingeniosas: «Si aparecen por ventura gandules que, aun­ que sean totalmente ignorantes de la matemática, se arroguen el derecho de juzgar mi obra, y basándose en algún pasaje de la Escritura, interpreta­ do erróneamente según su propio interés, osan criticar y escarnecer mi proyecto, no me preocuparé por ellos: por lo contrario, despreciaré su opinión por ser temeraria.» Copérnico aduce el ejemplo de Lactancio: «Sé que Lactancio, ilustre escritor pero poco versado en matemática, se expre­ sa en términos pueriles acerca de la forma de la Tierra, poniendo en ridículo a aquellos que han afirmado que la Tierra tiene la forma de una esfera. Por lo tanto, no debe soprender a los estudiosos que alguien seme­ jante también se mofe de mí. La matemática está hecha para los matemá­ ticos y a ellos -si no voy errado- les parecerá que mis trabajos contribuyen un poco incluso al gobierno de la Iglesia, de la que Vuestra Santidad es ahora príncipe.» A este respecto, Copérnico menciona la gran cuestión de la reforma del calendario. Én consecuencia, Copérnico detecta y mencio­ na el eventual conflicto entre su teoría heliocéntrica y ciertos pasajes bíblicos. Se evade del problema con pocas consideraciones, pero muy penetrantes. No podía imaginarse la tempestad que setenta años después de su muerte se iba a desencadenar alrededor de su teoría, tempestad que llegó a su punto culminante con el drama de Galileo. Mientras tanto, Copérnico narra al papa Paulo m cómo se vio inducido en contra de la tradición «a concebir que la Tierra se movía» y «a pensar en otro método para calcular el movimiento de las esferas». Según Copér­ nico, esto sucedió debido a que llegó a ver con claridad «que los matemáti­ cos no poseen ideas claras acerca de estos movimientos». Prescindiendo incluso del hecho de que Copérnico los halla «muy inseguros sobre el movimiento del Sol y de la Luna, hasta el punto de que no logran siquiera explicar y observar la longitud constante del año estacional», lo más grave es que «para determinar el movimiento de estos planetas y de los otros cinco, no utilizan los mismos principios ni las mismas demostraciones que se emplean en las revoluciones de los movimientos aparentes». Así, algu­ nos utilizan el sistema aristotélico de las esferas homocéntricas (defendido por ejemplo por Fracastoro y Amici), mientras que otros se sirven de excéntricos y epiciclos. Por lo tanto, existe una pluralidad de teorías que no puede ser positiva. Más aún: los aristotélicos no aciertan en muchas de sus previsiones, «no logran sus objetivos en su integridad»; en cambio, si bien los ptolemaicos consiguen un mayor éxito en sus propósitos, deben pagarlo a un precio demasiado elevado. Copérnico señala que estos últi­ mos «se vieron (...) obligados a añadir muchas cosas que parecen que­ brantar los principios fundamentales de la uniformidad del movimiento. Tampoco lograron descubrir o deducir lo más importante: la forma del Universo y la inmutable simetría de sus partes. Les ocurrió lo mismo que le ocurriría a un pintor que tome manos, pies, cabeza y demás miembros de modelos distintos, y que los dibuje a la perfección, pero no en función de un único cuerpo. Dado que todas estas partes para nada se armonizan entre sí, conforman un ser monstruoso y no un hombre, Así, a lo largo de la demostración que llaman método, se descubre que han omitido algo indispensable o bien que han introducido elementos extraños o irrelevan­ tes. Cosa que no habría ocurrido, por cierto, si se hubiese ajustado a principios seguros. En efecto, si las hipótesis emitidas por ellos no estuvie­ sen equivocadas, todo lo que de ellas se sigue hallaría una confirmación indudable». La metafísica neoplatónica sostiene la existencia de un mun­ do simple, pero el sistema (o los sistemas ptolemaicos) se convierte (o se convierten) en algo cada vez más complejo (o complejos). El neoplatonis­ mo impulsa a Copérnico a rechazar el sistema ptolemaico: «El orden matemático de la naturaleza puede resultar difícil de penetrar, pero en sí mismo es simple; no es lícito aumentar arbitrariamente la cantidad de círculos en el sistema explicativo de los movimientos planetarios, cuando tal sistema se muestre inadecuado para el conjunto de las observaciones. La simplicidad matemática también consiste en la armonía y la simetría de las partes. De aquí procede el rechazo decisivo del sistema ptolemaico, y la necesidad que tiene Copérnico de partir de principios completamente nuevos» (F. Barone). La realidad era que, retocada en ciertos detalles, rectificada en un punto o modificada en el otro, de la teoría del Almagesto habían surgido una docena de sistemas llamados todos ellos «ptolemai­ cos», «y su número iba aumentando con rapidez, al multiplicarse los astró­ nomos técnicamente preparados» (T.S. Kuhn). La situación se había vuel­ to insoportable. Alfonso x en el siglo xm, había declarado -como recuerda Kuhn- que si Dios le hubiese consultado mientras creaba el universo, podría haberle dado buenos consejos. Domenico Maria Novara expresó la idea de que un sistema tan farragoso como el ptolemaico no podía poseer una naturaleza verdadera. Copérnico, por su parte, consideró que la as­ tronomía de su época se hallaba en un estado monstruoso. Sin ninguna duda, la crisis del sistema ptolemaico había sido agudizada por muchos factores: las críticas de los medievales a la cosmología aristotélica, la con­ solidación del neoplatonismo, las exigencias de reforma del calendario. Y sin embargo, sus lagunas más peligrosas consistían en las previsiones no cumplidas, a pesar de la hipertrofia de su aparato teórico, contraviniendo las exigencias básicas e irrecusables de la metafísica neoplatónica del Dios geómetra. 3.7. La teoría de Copérnico Al hallarse las cosas en una situación tan poco halagüeña, Copérnico escribe: «Habiendo meditado mucho sobre tal incertidumbre de la tradi­ ción matemática, para determinar los movimientos del mundo de las esfe­ ras, comenzó a turbarme el hecho de que los filósofos no pudiesen estable­ cer con seguridad una teoría con respecto al movimiento del mecanismo de un universo creado para nosotros por un Dios que es bondad y orden supremo, aunque realizasen en cambio observaciones tan cuidadosas en lo que concernía a los más mínimos detalles de dicho universo.» Atormenta­ do por este problema, Copérnico nos narra que se puso a «releer las obras de los filósofos» con la intención de ver «si alguno de ellos había pensado alguna vez que las esferas del universo podían moverse de acuerdo con movimientos distintos a los que proponen los que enseñan matemáticas en las escuelas». Descubre que Cicerón cita la opinión de Hicetas de Siracusa (siglo v a.C.), para quien era la Tierra la que se movía. Se encuentra con que tanto el pitagórico Filolao (siglo v a.C.) como Heráclides Póntico y Ecfanto el pitagórico (siglo iv a.C.) han pensado que la Tierra giraba. Alentado por el hecho de que otros antes que él hubiesen sostenido una idea que a la mayoría le parecía absurda, Copérnico comenzó «a pensar en la movilidad de la Tierra». Por consiguiente, «supuestos (...) los movi­ mientos que en la obra atribuyo a la Tierra, a través de muchas y prolon­ gadas observaciones he acabado por hallar que, si se relacionan los movi­ mientos de las demás estrellas errantes con el circuito de la Tierra, y se calculan de acuerdo con la revolución de cada estrella, no sólo pueden confirmarse sus fenómenos sino también el orden y la magnificencia de todas las estrellas y esferas, resultando el cielo tan compenetrado que en ninguna parte podría desplazarse nada sin engendrar confusión en las demás partes y en el todo». Copérnico se siente seguro de la verdad de su propia teoría y por ello afirma que hace públicos sus pensamientos. No quiere substraerse «al juicio de nadie» y tampoco duda de que «los mate­ máticos dotados de ingenio y de cultura coincidirán conmigo, si quieren conocer y apreciar de manera no superficial sino en profundidad -ya que esto es precisamente lo que exige la filosofía- lo que aduzco en esta obra como demostración de tales cosas». En el primero y fundamental libro del De Revolutionibus, Copérnico defiende las tesis siguientes: 1) el mundo tiene que ser esférico; 2) la Tierra tiene que ser esférica; 3) la Tierra, en unión con el agua, forma una esfera única; 4) el movimiento de los cuer­ pos celestes es uniforme, circular y perpetuo, o bien está compuesto de movimientos circulares; 5) la Tierra se mueve en una órbita circular alre­ dedor del centro y también gira alrededor de su eje; 6) la enorme vastedad de los cielos, en comparación con las dimensiones de la Tierra. En el capítulo 7 se discuten las razones por las que los antiguos consideraban que la Tierra se encontraba inmóvil, en el centro del mundo. La insufi­ ciencia de dichas razones se demuestra en el capítulo 8. En el capítulo 9 se discute si a la Tierra se le pueden atribuir otros movimientos, así como también se habla del centro del universo. El capítulo 10 está dedicado al orden de las esferas celestes. 3.8. Copérnico y la tensión esencial entre tradición y revolución Copérnico provoca una conmoción en el sistema del mundo. Y a pesar de ello, en su nuevo mundo subsisten numerosos elementos y diversas estructuras pertenecientes al viejo mundo. El mundo de Copérnico no es un universo infinito; es mayor, por supuesto, que el de Ptolomeo, pero continúa siendo un mundo cerrado. La forma perfecta es la esférica y el movimiento perfecto y natural es el circular. Los planetas no se mueven en órbitas; son transportados por esferas cristalinas que efectúan una rota­ ción. Las esferas poseen una realidad material. Butterfield ha llegado a hablar del «conservadurismo de Copérnico». Sin lugar a dudas, hallamos en Copérnico todos los elementos del viejo mundo que acabamos de re­ cordar y también hallamos vestigios de la tradición hermética. Quien in­ gresa a un nuevo mundo, siempre lleva consigo algo más o menos moles­ to, que procede del mundo anterior. Lo importante, empero, es que se haya llegado a un nuevo mundo, que se haya desembarcado en él. Esto fue lo que sucedió con Copérnico. Aunque su teoría «no era más perfec­ cionada que la de Ptolomeo, y no introdujo ninguna mejora inmediata en el calendario» (T.S. Kuhn), lo cierto es que resultó revolucionaria: rom­ pió con una tradición más que milenaria. Copérnico no se limitó -cosa que podía hacer- a mejorar o retocar en este o aquel aspecto el sistema ptolemaico, que se había transformado en un monstruoso conjunto de teorías que ya no servían para nada. La grandeza de Copérnico estuvo en tener el valor suficiente para cambiar de camino: propuso un paradigma o gran teoría alternativa, que al principio no parecía aportar demasiadas ventajas y ni siquiera se presentaba como mucho más sencilla que la de Ptolomeo (éste proponía cuarenta círculos, mientras que al final Copérnico tuvo que suponer la existencia de treinta y seis). No obstante, su teoría no tenía nada que ver con las constantes e insuperables dificultades del viejo siste­ ma (tenía otras dificultades, pero eran diferentes), y contenía toda una serie de previsiones (semejanza entre los planetas y la Tierra, las fases de Venus, un universo más grande, etc.) que más tarde resultaron brillante­ mente confirmadas por Galileo. El hecho más interesante de la obra de Copérnico consiste en haber impuesto al mundo de las ideas una nueva tradición de pensamiento: «después de Copérnico, los astrónomos vivie­ ron en un mundo diferente» (T.S. Kuhn). «Construyó (...) un sistema astronómico completo, susceptible de un ulterior desarrollo, apenas hu­ biese aparecido un observador infatigable que se plantease la necesidad de someter con perseverancia el cielo a una observación muy minuciosa» (J.L.E. Dreyer). El De Revolutionibus, según Kuhn, «llegó a ser el punto de partida de una nueva tradición astronómica y cosmológica y, al mismo tiempo, la culminación de una antigua tradición. Aquellos a quienes Copérnico logró convertir a la idea de una Tierra en movimiento iniciaron su labor de investigación a partir del punto en que se había detenido Copérnico. Su punto de partida (...) consistía en todo aquello que tomaron de Copérnico, y los problemas a los que se dedicaron ya no fueron los de la vieja astronomía qúe habían ocupado a Copérnico, sino los de la nueva, centrada en el Sol, que fue descubierta por el De Revolutionibus». Copérnico murió en 1543 y ese mismo año se publicó el De Revolutio­ nibus. Los ataques en contra de la nueva teoría no tardaron en producirse. También hubo quien llamó a Copérnico «segundo Ptolomeo». Poco a poco se fue abriendo camino la concepción heliocéntrica. La Narrado prima de Rheticus había difundido la teoría copernicana antes de 1543. En 1576, el astrónomo inglés Thomas Digges (aprox. 1546-1596) publica una popularizada defensa de la teoría copernicana, que ejerció un gran influjo en Inglaterra: propagó la idea de la movilidad de la Tierra y no sólo lo hizo entre los astrónomos. Michael Maestlin (1550-1631), profesor de astrono­ mía en la universidad de Tubinga, fue copernicano y Kepler se contó entre sus discípulos. A pesar de estos y de otros adeptos, la teoría copernicana no obtuvo de inmediato un gran consenso, ni siquiera entre los astróno­ mos: éstos adoptaron el sistema matemático de Copérnico, pero negaron su verdad física; en definitiva, siguieron el camino que Osiander había indicado. De este modo, sin embargo, no se rechazaba a Copérnico; adop­ tar los cálculos copernicanos por parte de más de un astrónomo fue algo que permitió que la teoría copernicana se infiltrase en las filas de sus adversarios. Y a dicha infiltración se debió la progresiva modificación de la concepción inicial de los astrónomos, para quienes la idea del movi­ miento de la Tierra resultaba simplemente absurda. Entre aquellos astró­ nomos que se mostraban copernicanos en sus cálculos y anticopernicanos en lo referente al sistema físico, estaba Erasmus Reinhold (1511-1553), que prestó un grandísimo servicio al copernicanismo. En efecto, a él se deben las Tabulae Prutenicae (1551) que -compiladas según los cálculos de Copérnico- iban a convertirse en un instrumento cada vez más indis­ pensable para la cultura astronómica. 4. T ycho B r a h e : y a n o e s v á l id a « la v ie j a d i s t r i b u c i ó n p t o l e m a i c a » n i «LA MODERNA INNOVACIÓN INTRODUCIDA POR EL GRAN COPERNICO» 4.1. Tycho Brahe: el perfeccionamiento de los instrumentos y de las técnicas de observación La gran obra de Copérnico vio la luz en 1543. En 1609 Kepler publicó su trabajo sobre Marte, en el que se asestaba otro golpe decisivo a la cosmología tradicional: en efecto, Kepler demostraba que las órbitas de Tycho Brahe: es un gran astrónomo que propugna una restauración astronómica, aunque lleva en sí los gérmenes de la revolución los plañe , is no son circulares, sino elípticas. Sin embargo, entre la obra de Copérnico y la de Kepler se sitúa el trabajo de otro personaje que influiría notablemente en la astronomía: el danés Tycho Brahe. Tycho (latinización del nombre danés Tyge) nació tres años después de la muerte de Copérnico, en 1546, y murió en 1601. Y al igual que Copérnico fue el astrónomo más importante de la primera mitad del siglo xvi, Tycho Brahe fue en astronomía la auctoritas correspondiente a la segunda mitad del siglo. Federico n de Dinamarca fue un gran protector de Brahe, a quien concedió unos honorarios fijos y la isla de Hven en el estrecho de Copen­ hague. En esta isla Brahe mandó construir un castillo, un observatorio, diversos laboratorios, una imprenta privada, y allí, auxiliado por numero­ sos colaboradores, trabajó entre 1576 y 1597, recogiendo gran cantidad de observaciones precisas. A la muerte de Federico n, su sucesor no se com­ portó como un mecenas en relación con Brahe, que en 1599 se trasladó a Praga, al servicio del emperador Rodolfo n. Brahe llamó a Praga al joven Kepler, quien, al morir Brahe (1601), le sucedió en el cargo de matemáti­ co imperial. A diferencia de Copérnico, Tycho Brahe fue sobre todo un virtuoso de la observación astronómica: transformó las técnicas de observación y de medida, logrando un elevado nivel de precisión; proyectó y construyó nuevos instrumentos, más grandes, más estables, y con un mejor ajuste que los precedentes. De esta manera logró corregir numerosos erro­ res que estaban causados por la utilización de instrumentos menos perfec­ cionados que los suyos. En particular, introdujo la técnica de observar los planetas mientras éstos se mueven en el cielo. Se trataba de un hecho nuevo y de gran relevancia, ya que antes de Brahe los astrónomos solían observarlos únicamente cuando se hallaban en una configuración favora­ ble. Además, si tenemos en cuenta que Brahe observaba a simple vista, debemos reconocer que sus habilidades de observador fueron realmente excepcionales. En efecto, «la observación realizada con telescopios mo­ dernos nos muestra que, cuando Brahe puso una particular atención para determinar la posición de una estrella fija, sus datos obtuvieron una apro­ ximación de hasta un minuto, o incluso menos: lo cual es un resultado excepcional para observaciones hechas a simple vista» (T.S. Kuhn). A través de sus precisas observaciones, Tycho Brahe y sus colaboradores pudieron eliminar toda una serie de problemas astronómicos basados pre­ cisamente en las erróneas observaciones del pasado. 4.2. Tycho Brahe niega la existencia de las esferas materiales En 1577 Brahe estudió el movimiento de un cometa; logró medir su paralaje, demostrando así que dicho cometa -que giraba alrededor del Sol en una órbita exterior a la de Venus- puesto que tenía una paralaje muy pequeña, se hallaba a mayor distancia que la Luna y su trayectoria interse­ caba las órbitas planetarias. Esto constituía un resultado desconcertante: significaba que las esferas cristalinas de la cosmología tradicional, conce­ bidas como físicamente reales y destinadas a trasladar los planetas, no existían en realidad. Desaparecía así otro trozo de la vieja imagen del mundo. Brahe le escribió a Kepler lo siguiente: «En mi opinión, la reali­ dad de todas las esferas (...) debe excluirse de los cielos. Esto lo he aprendido de todos los cometas que han aparecido en los cielos (...). En efecto, no se ajustan a las leyes de ninguna esfera, sino que actúan más bien en contradicción con ellas (...). El movimiento de los cometas prueba con claridad que la máquina del cielo no es un cuerpo duro e impenetra­ ble, compuesto por diversas esferas reales, como hasta ahora habían creí­ do muchos, sino que es fluido y libre, está abierto en todas direcciones, de modo que no opone en absoluto el más mínimo obstáculo al libre despla­ zamiento de los planetas, regulado de acuerdo a la sabiduría legislativa de Dios, sin que haya una maquinaria o un rodamiento de esferas reales (...). De tal modo, no es preciso admitir una penetración real e incoherente entre las esferas: éstas no existen realmente en los cielos, sino que se admiten en exclusivo beneficio de la enseñanza y del aprendizaje.» Des­ aparecían así del mundo las esferas materiales, de las que ni siquiera Copérnico se había apartado. Eran reemplazadas por las órbitas, entendi­ das en nuestro actual sentido de trayectorias. La capacidad de innovación de Tycho Brahe no se detuvo aquí, ya que también puso en crisis la vieja idea de la perfecta naturalidad y circularidad de los movimientos celestes. Esta idea antigua constituía un verdadero dogma, pero Brahe defendió la opinión según la cual el cometa tendría una órbita oval. Esto significaba, asimismo, abrir otra gran grieta en el interior de la cosmología tradicional. Éstos son los aspectos innovadores y abiertamente revolucionarios de la obra de Tycho Brahe. Ante la muchedumbre de sistemas que contrasta­ ban entre sí, perfeccionó técnicas e instrumentos capaces de establecer datos más precisos y seguros. Basándose en estas numerosas y exactas observaciones, logró echar por tierra dos ideas fundamentales de la cos­ mología tradicional. Empero, quedaba planteado el problema más consi­ derable y más agudo: ¿quién tenía razón, Ptolomeo o Copérnico? Es entonces cuando Tycho Brahe deja de ser un atento y puntilloso observa­ dor, para convertirse en hábil teorizador. 4.3. Ni Ptolomeo ni Copérnico A lo largo de toda su vida, Tycho Brahe se opuso al copernicanismo, y «su inmenso prestigio hizo que se retrasase la conversión de los astróno­ mos a la nueva doctrina» (T.S. Kuhn). Sin lugar a dudas, Brahe era muy consciente de que, como él mismo escribe, «la moderna innovación intro­ ducida por el gran Copérnico» permitía «evitar sabiamente todo lo que resulta superfluo e incoherente dentro de la disposición ptolemaica, sin contravenir los principios de la matemática». Sin embargo, se mostró anticopernicano: «se hallaba aún demasiado familiarizado con el modo de pensar aristotélico como para poder evadirse del influjo de los argumentos en contra de la posibilidad de un movimiento de la Tierra, que habían sido adoptados por Ptolomeo y refutados por Oresme y Copérnico» (E.J. Dijksterhuis). He aquí algunos de sus argumentos anticopernicanos: «Puesto que (la innovación de Copérnico) establece que el cuerpo de la Tierra, voluminoso, torpe e inhábil para moverse, es movido por un movi­ miento que ya no forma parte (más bien, es un movimiento triple) del de los demás astros etéreos, (dicha innovación) no sólo chocaba con los prin- ripios de la física, sino también con la autoridad de las Sagradas Escritu­ ras, que confirman en diversos pasajes la estabilidad de la Tierra, para no hablar del espacio vastísimo que se interpone entre el orbe de Saturno y la Octava esfera, que esta doctrina deja vacío hasta las estrellas, y otros inconvenientes que acompañan esta especulación.» En el epistolario -muy rico- que Tycho Brahe intercambió con el astrónomo copernicano alemán Christopher Rothmann (astrónomo del landgrave Guillermo iv de Hesse), especificó una argumentación anticopernicana que estaría destinada más adelante a convertirse en una objeción muy popular: si fuese cierto que la Tierra gira desde occidente hacia oriente, entonces -según la objeción de Brahe- el trayecto de una bala disparada por un cañón hacia el Oeste tendría que ser más largo que el de una bala disparada por el mismo cañón hacia el Este. La razón sería que, en el primer caso, la Tierra se movería en dirección opuesta a la bala, mientras que en el segundo la Tierra se movería en la misma dirección que la bala, de modo que el recorrido de ésta tendría que ser más corto que el de la bala disparada hacia el Oeste. Sin embargo, dado que en la práctica no se registra esta previsible diferen­ cia de longitud en los recorridos, Brahe concluía que la Tierra permanece inmóvil. Por consiguiente, el sistema copernicano no es válido, según el criterio de Tycho Brahe. No obstante, en su opinión tampoco es válido el sistema ptolemaico. Aunque en Brahe no se dé el pathos neoplatónico que anima los escritos de Copérnico y que a continuación guiará la obra de Kepler, no es tan ingenuo como para no darse cuenta de «que la vieja distribución ptolemaica de los orbes celestes no era lo bastante coherente, y resultaba superfluo recurrir a tan numerosos y tan grandes epiciclos, por medio de los cuales se justifican los comportamientos de los planetas con respecto al Sol, sus retrocesos y sus detenciones, y sus otras aparentes irregularidades». 4.4. El sistema de Tycho Brahe: una restauración que contiene los gérmenes de la revolución En consecuencia, ni Ptolomeo ni Copérnico. Entonces, sostiene Brahe, «habiendo comprendido bien que ambas hipótesis admitían absurdos no­ tables, me puse a meditar en mi interior con profundidad, para tratar de encontrar una hipótesis que no se hallase en contraste con la matemática ni con la física, y que no tuviese que ocultarse de las censuras teológicas y que, al mismo tiempo, satisficiese del todo las apariencias celestes». «Fi­ nalmente, de un modo casi inesperado -prosigue Brahe- me vino a la mente cuál era la forma en que había que disponer oportunamente el orden de las revoluciones terrestres, para eliminar cualquier ocasión en que se pudiesen presentar todas estas incongruencias.» Llegamos, así, al sistema tychónico. En este sistema del mundo la Tierra se halla en el centro del universo. Sin embargo, está en el centro de las órbitas del Sol, de la Luna y de las estrellas fijas; el Sol, en cambio, está en el centro de las órbitas de los cinco planetas. Para una idea del sistema de Brahe, véase la figura 1, donde se aprecia entre otras cosas que al intersecarse las órbitas en varios puntos, era necesario que las esferas perdiesen su carácter material. En la figura 2 aparece la representación del sistema copernicano, de un modo en el que se hacen visibles las diferencias con el de Tycho Brahe. La Tierra permanece en el centro del universo: «Más allá de cualquier duda, pienso que se debe afirmar-junto con los astrónomos antiguos y los criterios que hoy aceptan los físicos, y con el testimonio ulterior de las Sagradas Escrituras, que la Tierra que nosotros habitamos ocupa el centro del universo, y no la mueve en círculo ningún movimiento anual, como quería Copérnico.» El Sol y la Luna giran alrededor de la Tierra: «Consi­ dero que los circuitos celestes están gobernados de un modo tal que sólo los dos luminares del mundo [el Sol y la Luna], que presiden la discrimina­ ción del tiempo, y junto con ellos la lejanísima y octava esfera [de las estrellas fijas], que contiene a todas las demás, miran hacia la Tierra como centro de sus revoluciones.» Los otros cinco planetas giran alrededor del Sol: «Afirmo además que los cinco planetas restantes [Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno] cumplen sus propios giros alrededor del Sol, en cuanto guía y rey de ellos, y que siempre lo observan cuando se coloca en el espacio intermedio de sus revoluciones.» El sistema tychónico no convenció ni a Kepler ni a Galileo. En el lecho de muerte Brahe confió su sistema a su joven ayudante Kepler, pero éste se hallaba demasiado atraído por la gran simetría de Copérnico. En cam­ bio, el sistema de Brahe no estaba estructurado de una forma simétrica: por ejemplo, el centro geométrico del universo ya no constituye el centro de la mayoría de los movimientos celestes. Galileo, por su parte, en el Diálogo sobre los dos sistemas máximos, confrontará el sistema aristotélico-ptolemaico con el copernicano y ni siquiera tomará en consideración «el tercer sistema del mundo», el de Tycho Brahe. Sin embargo, tuvo un M ovimiento cotidiano en dirección oeste Marte •Sjóh \ I Stellarum fixarum sphaera immobilis \ \ t T T ®ySJ/ J Luna-v Esfera de las estrellas Figura 1. Sistema tychónico (cf. Thomas S. Kuhn, La rivoluzione copernicana, trad: it., Einaudi, Turin 1972) Figura 2. Sistema copernicano (cf. Paolo Rossi, La rivoluzione scientifica da Co­ pernico a Newton, Loescher, Turin 1973) éxito importante: fue abrazado por la mayor parte de los astrónomos no copernicanos que se sentían descontentos con el sistema ptolemaico. En realidad, el sistema de Brahe se hallaba configurado ingeniosamente: con­ servaba las ventajas matemáticas del de Copérnico y además evitaba las críticas de carácter físico y las acusaciones de orden teológico. El éxito del sistema thychónico es el éxito de un compromiso. Y aunque tal compromi­ so tenía el aspecto de una restauración, no podía ignorar sin embargo la revolución que se había producido: incluso Tycho Brahe negó el sistema ptolemaico y afirmó que la Tierra no era el centro en torno al cual giraban todos los planetas. Por último, hay que formular dos observaciones. En Uraniborg, en la isla de Hven, además de su observatorio Brahe tenía un laboratorio químico. Y aunque criticaba las prácticas astrológicas, «estaba convencido de que existía una esencial afinidad entre los fenómenos celes­ tes y los acontecimientos terrestres» (E.J. Dijksterhuis). Esta creencia de origen estoico en la existencia de una relación entre todas las cosas, afirma también Dijksterhuis, ha sido una creencia que constituye fuente de inspi­ ración para muchos grandes científicos. 5. Jo h a n n e s K e p l e r : e l p a s o d e l c ír c u l o a l a e l ip s e y l a s is t e m a t iz a c ió n MATEMÁTICA DEL SISTEMA COPERNICANO Kepler, profesor en Graz: el «Mysterium cosmographicum» Kepler nació el 27 de diciembre de 1571 en Weil, cerca de Stuttgart. Hijo de Enrique, funcionario de religión luterana al servicio del duque de Brunswick, y de Catalina Guldenmann, hija de un posadero, Johannes Kepler nació prematuramente (septem mestris sum, escribió de sí mismo) y siempre tuvo una salud enfermiza. En su infancia padeció la viruela, que le dejó las manos tullidas y la vista debilitada. Su padre también fue soldado mercenario. Dejando a su hijo a los abuelos, Enrique, en com­ pañía de su mujer, fue a combatir en el ejército del duque de Alba contra los belgas. Al volver de la guerra en 1575, los padres de Kepler abrieron una hostería en Ellmendingen (Badén). En la hostería paterna el pequeño Kepler -apenas pudo hacerlo- se encargaba de lavar los vasos, y luego tenía que ayudar a servir las mesas y a trabajar en el campo. En 1577 empezó a frecuentar la escuela de Leonberg. Se mostró muy inteligente e interesado por los estudios, de modo que sus padres decidieron enviarlo en 1584 al seminario de Adelberg. De aquí pasó al de Maulbronn, desde donde, cuatro años después, ingresó en la universidad de Tubinga. Allí tiene como maestro al astrónomo y matemático Michael Maestlin, quien lo convence de la bondad del sistema copernicano. En aquellos años arre­ ciaba mucho la lucha entre católicos y protestantes. Kepler, protestante, consideraba que tales luchas eran absurdas. Y permaneciendo en aquella libertad en la cual le había hecho nacer Dios, atribuía «a la necedad de este mundo (...) las persecuciones que llevaban a cabo los partidos religio­ sos; la presunción de que sus labores fuesen también las de Dios; la arro­ gancia de los teólogos, a quienes había que creer ciegamente y, finalmen­ te, la petulancia con que condenaban a aquellos que hacen uso de la libertad evangélica» (G. Abetti). 5 .1 . A los veintidós años Kepler abandonó la teología y, al mismo tiempo, la idea de dedicarse a la carrera eclesiástica. Recibió una oferta de enseñar matemática y moral en un centro docente de enseñanza secundaria, en Graz. Una de sus tareas consistió en preparar el calendario para Estiria correspondiente al año 1594. Dicha preparación implicaba también un trabajo de previsión, referente por ejemplo a la mayor o menor crudeza del invierno, las agitaciones campesinas, etc. En 1596 Kepler publicó el Prodromus o Mysterium cosmographicumy en el que -como veremos ense­ guida- ponía en relación los cinco sólidos regulares (el cubo, el tetraedro, el dodecaedro, el octaedro y el icosaedro) con la cantidad y las distancias de los planetas entonces conocidos. El libro, que fue publicado con un prólogo de Maestlin, se envió de inmediato a Tycho Brahe y a Galileo Galilei. Brahe contestó a Kepler invitándole a contemplar la eventual relación existente entre los descubrimientos del Prodromus y el sistema de Brahe. El 4 de agosto de 1597 desde Padua Galileo respondió a Kepler con una carta en la que, entre otras cosas, se lee: «También te agradezco, y de un modo muy particular, que te hayas dignado concederme una prueba tal de tu amistad. De tu obra hasta ahora sólo he visto el prólogo, a través del cual he podido comprender tu intención, y me siento de veras satisfecho de tener un aliado de esta clase en la indagación de la verdad y un amigo así de ésta. Es deplorable que sean tan pocos los que combaten por la verdad y que no siguen una vía errónea en el filosofar. No es éste, empero, el lugar para deplorar la miseria de nuestro siglo, sino por lo contrario de congratularme contigo por las bellas ideas que expones como prueba de la verdad (...). He escrito mucho para dar pruebas que aniqui­ len los argumentos contrarios a la hipótesis copernicana, pero hasta ahora no me he atrevido a publicar nada, atemorizado por lo que le sucedió a Copérnico, nuestro maestro, que se ganó fama inmortal entre algunos, mientras que infinidad de otros -tan grande es el número de los necios- le ridiculizaron y le criticaron. Me atrevería a comunicar abiertamente mis pensamientos, si hubiesen muchas personas como tú, pero como esto no es así, debo aplazarlo.» 5.2. Kepler, matemático imperial en Praga: la astronomía nueva y la dióptrica En 1597 Kepler contrae matrimonio con Barbara Müller von Muhlek, una rica y joven viuda, de veintitrés años. Mientras tanto, después de la visita del archiduque Fernando al papa Clemente vm, todos los no católi­ cos fueron expulsados de Estiria. Kepler, a través de su viejo maestro Maestlin, se esfuerza por conseguir trabajo en la universidad de Tubinga, pero no lo consigue. Entonces se presenta una solución inesperada: Brahe invita a Kepler a que le visite al castillo de Benatek, en las cercanías de Praga. El 1.° de agosto de 1600 son expulsados de Estiria más de un millar de ciudadanos. Kepler confía a Maestlin que jamás hubiese creído que habría que soportar tantos sufrimientos, abandonar la casa y los amigos, perder los propios bienes, por motivos religiosos y en nombre de Cristo. En Praga Tycho Brahe toma a Kepler como ayudante suyo. Poco después, el 24 de octubre de 1601, y cuando sólo contaba con 55 años de edad, Johannes Kepler (1571-1630): es el sistematizador matemático del sistema copernicano fallece Brahe. Entonces el emperador Rodolfo n nombra a Kepler mate­ mático imperial, con una retribución que ascendía a la mitad de la que recibía Brahe y encargándole que llevase a buen término las Tablas rudolfinas. En 1604 Kepler publica el volumen A d Vitellionem paralipomena. Se trata de una obra de óptica geométrica, que señala una fecha relevante para la historia de la ciencia. La obra consta de once capítulos. En ella se reiteran conceptos ya expresados por Alhazín y por Vitellio, y se encuen­ tran nociones muy semejantes a las de Francesco Maurolico (1494-1577). El capítulo v del libro posee una gran importancia: «Aquí, por vez prime­ ra después de dos mil años de estudios en torno a la visión, se hace llegar el estímulo luminoso hasta la retina; se reconoce que la figura así proyec­ tada sobre la retina está invertida, pero no se considera perjudicial dicha inversión, porque -como es el ojo quien se encarga de la localización de las imágenes que están fuera de él- el problema está en determinar cuál es el criterio con que debe actuar dicho ojo para colocar la imagen, cuando recibe un estímulo en particular. Por lo tanto, el criterio es el siguiente: cuando el estímulo sobre el fondo del ojo se halla abajo, la figura que se ve fuera debe estar arriba, y viceversa; así, cuando el estímulo sobre la retina se encuentra a la derecha, la figura vista desde fuera debe estar a la izquierda, y viceversa» (V Ronchi). Además, en el capítulo primero Ke­ pler ofrecía una definición de la luz en términos completamente nuevos: 1) «A la luz le compete la propiedad de afluir o de ser lanzada desde su origen hacia un lugar lejano»; 2) «Desde un punto cualquiera, la afluencia de la luz se produce a través de una cantidad infinita de líneas rectas»; 3) «En sí misma considerada, la luz es apta para avanzar hasta el infinito»; 4) «Las líneas de estas emisiones son rectas y se llaman rayos». Vasco Ronchi comenta que en estas cuatro proposiciones se encuentra la defini­ ción del rayo luminoso, que más tarde adoptará definitivamente la óptica geométrica. En 1609 se publica la Astronomía nueva que, junto con una carta de dedicatoria fechada el 29 de marzo, Kepler envía al emperador Rodolfo n. Se trata de la obra más memorable de Kepler. Se establecen en ella dos principios fundamentales de la astronomía moderna (las dos primeras le­ yes de Kepler, sobre las que volveremos de inmediato). Estudia el movi­ miento de Marte y Kepler acaba por declararse vencedor sobre el dios de la guerra. Podía, pues, entregar el planeta que había convertido en prisio­ nero, a los pies del emperador. No obstante, Marte tiene muchos parien­ tes: Júpiter, Saturno, Venus, Mercurio, etc., que también es preciso com­ batir y vencer. Para proseguir la batalla se necesita disponer de medios y Kepler pide dinero al emperador. En marzo de 1610 Galileo entrega a la imprenta el Sidereus Nuncius, que, dada la gran cantidad de descubrimientos astronómicos que conte­ nía, suscitó el máximo interés en el mundo científico. Galileo envió un ejemplar a Kepler, a través de Giuliano dei Medici, embajador de Toscana en Praga. Como respuesta a Galileo, Kepler escribe su Dissertatio cum Nuncio Sidereoy en la que hace constar sus propias dudas, sobre todo con respecto a la existencia de los satélites de Júpiter. El místico neoplatónico que era Kepler, para quien «el Sol era el cuerpo más hermoso» y «el ojo del mundo», no podía admitir que Júpiter tuviese satélites y que reclamase una dignidad análoga a la del Sol. Además, «no se comprende bien por qué (dichos satélites) habrían de existir, cuando en ese planeta no hay nadie que admire tal espectáculo». Más tarde, utilizando un buen anteojo -el que Galileo había enviado a Ernesto de Baviera, príncipe elector del Sacro Romano Imperio en Colonia, y que éste había cedido a KeplerKepler se convierte a la opinión de Galileo y publica la Narratio de observatis a se quatuor Jovis satellitibus erronibus. Mientras tanto, Martin Horky de Lochovic -que había asistido a las demostraciones que Galileo había realizado con su anteojo en Bolonia, hacia finales de abril de 1610, en casa de Antonio Magini, profesor de matemática en Bolonia y adversario de Galileo- había escrito a Kepler una carta sobre la ineficacia del anteojo: In inferioñbus facit mirabilia; in coelofallit quia aliae stellaefixae duplicatae videntur. Habeo testes excellentissimos viros et nobilissimos doctores (...) omnes instrumentum fallere sunt confessi. A t Galileus obmutuit, et die 26 (...) tristis ab Illustrissimo D. Magino discessit. Horky también escribió un libelo en contra de los recientes descubrimientos de Galileo: Brevissima peregrinatio contra Nuncium sidereum, y el 30 de junio de 1610 se lo envió a Kepler. Éste, aunque quizá con cierto retraso, reprobó la obra de Horky. Como constataremos en las páginas dedicadas a él, Galileo intro­ dujo el anteojo -instrumento que entonces era considerado como un obje­ to típico de los «viles mecánicos» e indigno de los «filósofos»- en el inte­ rior de la ciencia. Kepler, por su parte, era la persona que poseía la preparación matemática más adecuada para estudiar y desarrollar la teo­ ría de dicho aparato. En efecto, en la primavera de 1611 apareció en Augsburgo la Dióptrica, o «demostración de aquellas cosas, antes nunca vistas por nadie, que se observan con el anteojo». La Dióptrica, escribe Kepler, es importante porque ensancha las fronteras de la filosofía. Y con respecto al anteojo, afirma: «El sabio tubo óptico es tan precioso como un cetro: quien observa a través de él se convierte en rey y puede comprender la obra de Dios. A él se aplican las palabras: sometes a la inteligencia humana, los confines del cielo y el camino de los astros.» Puede afirmarse, sin duda, que la Dióptrica constituye «el inicio y el fundamento de una ciencia óptica capaz de explicar el funcionamiento de las lentes y de sus diversas combinaciones, del tipo de las utilizadas en el anteojo galileano o en el kepleriano, también llamado “astronómico”» (G. Abetti). 5.3. Kepler en Linz: las «Tablas rudolfinas» y la «Armonía del mundo» En 1611 el emperador Rodolfo ii se vio obligado a abdicar en favor de su hermano Matías. Kepler, que ya había tenido que luchar inútilmente para recibir su salario, comprendió que permanecer en Praga no sería demasiado prudente. En consecuencia, se pone al servicio del gobernador de la Alta Austria, trasladándose a Linz para completar las Tablas rudolfi­ nas y para dedicarse a sus estudios de matemática y filosofía. No obstante, la suerte sigue siéndole desfavorable: muere su hijo predilecto a causa de la viruela; poco después fallece su esposa. Su salud empeora, y no sólo esto: el pastor protestante Hitzler se encarniza con él, como sospechoso de herejía. Para tener una prueba de su ortodoxia, el consistorio de Stuttgart obliga a Kepler a firmar la llamada «fórmula de concordia». Sin embargo, Kepler no quería aceptar en conciencia la fórmula luterana ortodoxa, que afirmaba la presencia corpórea de Dios. En su opinión, esto se oponía a la idea de la sublimidad de Dios. Ante su reticencia los teólogos suabos decretaron que si Kepler no firmaba sería expulsado co­ mo si fuese calvinista. Hitzler le negó los sacramentos. Kepler había teni­ do que escapar de Graz porque le perseguían los católicos, y ahora en Linz eran los protestantes quienes renegaban de él. Al quedar viudo y teniendo que ocuparse de sus hijos pequeños, Ke­ pler decidió volver a casarse. Existe una extensa carta dirigida al barón Strahlendorf, presidente del Consejo Imperial en Praga, en la cual Kepler invita al barón a su boda y le narra el modo en que llegó a la decisión. Había once candidatas; éstas fueron examinadas una a una, discutiendo sus méritos y las probabilidades de triunfar como esposa. La primera candidata, viuda, con dos hijas casaderas y un hijo, convenía en ciertos aspectos a un filósofo que ya no era un mozalbete; sin embargo, y entre otras, la mujer no tenía buena salud. La segunda candidata fue descartada por su excesiva juventud y su afición a los lujos. Descartada una tercera opción, también por motivos económicos, se llega a la cuarta candidata: ésta, alta y atlética, no podía ir bien, dada la baja estatura de Kepler. La quinta era una mujer pobre, y Kepler no quiso decidirse enseguida. La sexta era demasiado pobre, al igual que la quinta. Los amigos le desa­ consejaron la séptima. Por motivos religiosos descartó a la octava mujer. La novena también era pobre y de escasa salud, también rechazada por Kepler. La décima era pequeña, demasiado gorda y muy fea. Entonces, un amigo le propuso la undécima, que era demasiado joven. A esta altura, Kepler vuelve sobre sus pasos, se decide por la quinta y se casa con ella. Se trataba de Susana Reutlinger, una hermosa y atractiva muchacha, po­ bre pero de buena familia. La elección de Kepler enseguida se reveló como adecuada. En 1613 Kepler entrega a la imprenta su Nova stereometria doliorum vinariorum. En ella resuelve un problema práctico que en aquellos tiem­ pos no carecía de importancia: cómo determinar el contenido de los tone­ les de vino. La cuestión tenía su importancia porque el contenido de los toneles se medía entonces introduciendo en ellos un bastón. Éste, conve­ nientemente inclinado, indicaba el número de cántaros que había en el tonel. Como es obvio, se trataba de una medición aproximativa. Y es interesante advertir que Kepler soluciona el problema a través de procedi­ mientos muy parecidos a los del cálculo infinitesimal. En 1616, mientras tanto, da comienzo la desdichada aventura de la infeliz madre de Kepler, que se vio acusada de brujería y sometida a un proceso interminable, en el que también interviene la facultad de derecho de Tubinga. Kepler se comprometió a fondo en defensa de su madre y al final tuvo éxito. En 1621 la madre de Kepler queda libre de la acusación. Sin embargo, sea por lo avanzado de su edad o por el encarcelamiento y el proceso, la pobre mujer falleció en abril de 1622. Al mismo tiempo, entre 1618 y 1622, Kepler había publicado en Linz su tratado de astronomía en siete libros: Epitome astronomiae copernicanae. Mientras tanto, en los primeros meses de 1619 aparecía en Augsburgo la obra Harmonices mundi libri V, en la que nos detendremos dentro de un momento. Se trata del «acto final de la fecunda vida de Kepler» (J.L.E. Dreyer). Aparecen finalmente en 1627 las Tablas rudolfinas: allí se encuentran las tablas de logaritmos, las tablas para calcular la refracción y un catálogo de las 777 estrellas que Tycho Brahe había observado, cifra que se eleva hasta 1005, al agregar las obser­ vaciones realizadas por Kepler. Gracias a estas tablas, «durante más de un siglo los astrónomos pudieron calcular con suficiente exactitud -jamás lograda antes de Kepler- las posiciones de la tierra y de los diversos planetas con respecto al Sol» (G. Abetti). En 1628 Kepler regresa a Praga, desde donde pasa a Sagan -pequeña ciudad de Silesia, entre Oreste y Wroclaw- al servicio de Albrecht Wallenstein, duque de Friedland. Éste había prometido a Kepler pagarle los 12 000 florines de atrasos que se le debían por sus anteriores trabajos. Kepler, por su parte, habría entregado las efemérides calculadas hasta 1626. Sin embargo, haciendo caso omiso del ofrecimiento de Wallenstein, Kepler decidió trasladarse a Ratisbona con el propósito de conseguir de la Dieta el pago de los salarios atrasados. El viaje, a lomos de un asno enclenque -del que Kepler se deshizo por dos florines, apenas llegó a su destino- fue realmente desastroso. La fiebre hizo presa en él y, a pesar de las sangrías que se le efectuaron, nada se consiguió. Murió el 15 de noviembre de 1630, lejos de su hogar y de sus seres queridos. Tenía 59 años de edad. Fue enterrado fuera de los muros de la ciudad, en el cementerio de San Pedro, ya que no se acostumbraba a dar sepultura dentro de la ciudad a los luteranos. Hubo unos funerales muy solemnes y el sermón fúnebre se basó en un versículo del evangelio según san Lucas (11,28): «Bienaventurados aquellos que escuchan la pala­ bra de Dios y la ponen en práctica.» 5.4. El «Mysterium cosmographicum»: a la caza del divino orden matemático de los cielos Si Tycho fue siempre un anticopernicano, Kepler siempre fue coperni­ cano: «Durante toda su vida se refirió a la pertinencia del papel que Copérnico le había atribuido al Sol, con el tono entusiástico del neoplato­ nismo renacentista» (T.S. Kuhn). Kepler fue un neoplatónico matemático o un neopitagórico que creía en la armonía del mundo. Por esto no pudo apreciar el escasamente armónico sistema de Brahe. Kepler creía que la naturaleza se hallaba ordenada por reglas matemáticas, que el científico tiene el deber de descubrir. Cuando en 1596 Kepler publicó el Mysterium cosmographicum, creyó haber cumplido con ese deber, por lo menos en parte. En esta obra se conjugan la fe en el sistema copernicano con la fe neoplatónica en una Razón matemática divina, que ha presidido la crea­ ción del mundo. Después de haber desarrollado ampliamente -utilizando Figura 3 (cf. Thomas S. Kuhn, La rivoluzione copernicana, o.e.) dibujos detallados- los argumentos en favor del sistema copernicano, Kepler afirma que el número de los planetas y la dimensión de sus órbitas podían comprenderse siempre que se hubiese comprendido la relación que existe entre las esferas planetarias y los cinco sólidos regulares, plató­ nicos o cósmicos. Estos sólidos, ya mencionados con anterioridad, son el cubo, el tetraedro, el dodecaedro, el icosaedro y el octaedro. Como es fácil de apreciar, si se observa la figura 3, estos poliedros tienen la propie­ dad de que todas sus caras son idénticas, y están constituidas por figuras equiláteras. Desde la antigüedad se sabía que sólo había cinco cuerpos que poseyesen tales características, los cinco indicados, que aparecen en la figura 3. En su trabajo, Kepler sostuvo que si la esfera de Saturno circuns­ Saturno cubo Júpiter tetraedro Marte dodecaedro Tierra icosaedro Venus octaedro Mercurio Figura 4 cribiese al cubo en el cual estuviese inscrita la esfera de Júpiter, y si el tetraedro estuviese inscrito en la esfera de Júpiter, mientras circunscribía la esfera de Marte, y así sucesivamente con las otras esferas y los otros tres polígonos (véase la figura 4), entonces, mientras se demostraban las di­ mensiones relativas de todas las esferas, se llegaba a comprender también la razón por la que sólo existían seis planetas. Éstas son las palabras de Kepler: «El orbe de la Tierra es la medida de todos los demás orbes. Circunscríbela con un dodecaedro, circunscrito a su vez por la esfera de Marte. Circunscribe la esfera de Marte con un tetraedro, contenido a su vez por la esfera de Júpiter. Circunscribe la esfera de Júpiter con un cubo, la esfera que lo rodea a éste será la de Saturno. En el orbe de la Tierra inscribe un icosaedro, que tendrá inscrita en él la esfera de Venus. En Venus inscribe un octaedro, en el que estará inscrita la esfera de Mercu­ rio. Aquí encuentras la razón del número de los planetas.» Dios es mate­ mático. Y el trabajo de Kepler consistió precisamente en apresar las armonías matemáticas y geométricas del mundo. Creyó haber encontrado muchas, aunque las que tendrían un futuro más prometedor fueron sólo tres, sus famosas tres leyes de los planetas. En todo caso, «la convicción de que el mundo posee una estructura matemática definible, que hallaba su formulación teológica en la creencia de que Dios se había guiado por consideraciones matemáticas durante la creación del mundo; la inamovi­ ble certidumbre de que la simplicidad constituye un signo de la verdad y de que la simplicidad matemática se identifica con la armonía y con la belleza; y, finalmente, la utilización de la sorprendente circunstancia de que existan exactamente cinco poliedros que satisfacen las más rigurosas exigencias de regularidad y que por lo tanto deben tener por fuerza un vínculo con la estructura del universo: todos éstos son síntomas inequívo­ cos de una concepción del mundo pitagorico-platonico, que se nos aparece más viva que nunca. Este era el estilo de pensamiento del Timeo, el cual -después de haber desafiado el predominio del aristotelismo a través de todo el medievo- se hace fuerte una vez más, siguiendo una tradición continuada, aunque a veces resulte invisible» (E.J. Dijksterhuis). 5.5. Del círculo a la elipse. Las tres leyes de Kepler La ciencia necesita mentes creativas (de hipótesis, de teorías), tiene necesidad de imaginación y al mismo tiempo de rigor en el control de estas hipótesis. En la historia del pensamiento científico no ha existido quizás otro científico que haya poseído tanta fuerza imaginativa como Kepler y que al mismo tiempo haya asumido -como lo hizo él- una actitud tan crítica con respecto a sus propias hipótesis. Más tarde, se reveló que era insostenible la idea de una relación entre los planetas y los poliedros. Empero, lo que ésta expresaba era un programa de investigación que aún tenía que demostrar toda su fecundidad. Ptolomeo no había sido capaz de explicar el irregular movimiento de Marte y ni siquiera Copérnico lo había logrado. Tycho Brahe había llevado a cabo innumerables observaciones al respecto, pero incluso él había tenido que ceder ante las dificultades. Después de la muerte de Brahe, Kepler afronta el problema. Trabajó en él alrededor de diez años. El propio Kepler nos informa sobre este trabajo agotador, del que nos dejó una apasionante y detallada descripción. Los intentos se suceden unos a otros y todos son en vano. No obstante, a través de esta larga serie de ensayos fallidos, Kepler llega a la conclusión de que era imposible resolver el problema apelando a una determinada combinación de círculos: todas estas combinaciones no se correspondían con los datos observables, y por lo tanto las órbitas propuestas quedaban eliminadas. Además de círculos utilizó en sus ensayos figuras ovales. Una vez más las observaciones no concedieron validez a las propuestas teóri­ cas. Finalmente cayó en la cuenta de que teoría y observaciones podían conjugarse, si los planetas se movían en órbitas elípticas a velocidades variables que se podían determinar de acuerdo con una sencilla ley. Fue un descubrimiento sensacional: quedó definitivamente superado el anti­ guo y ya venerable dogma de la naturalidad y la perfección del movimien­ to circular. Mediante un sencillísimo procedimiento matemático se podía dominar, dentro de un universo copernicano, una cantidad indeterminada de observaciones y podían efectuarse previsiones (y postvisiones) seguras y precisas. De este modo, «introduciendo su propia hipótesis elíptica en el lugar del plurisecular dogma de la circularidad y la uniformidad de los movimientos planetarios, (Kepler) llevó a cabo un giro profundamente revolucionario en el interior de la revolución copernicana misma» (A. Pasquinelli). Éstas son las dos leyes que contienen la solución final del problema, que sigue siendo válida en la actualidad. Primera ley: Las órbi­ tas de los planetas (Marte) forman elipses, uno de cuyos focos está ocupa­ do por el sol (véase la figura 5). Segunda ley: La velocidad orbital de cada planeta varía de forma tal que la línea que une al Sol con el planeta cubre, en intervalos de tiempo iguales, porciones iguales de la superficie de la elipse (véase la figura 6; ambas figuras han sido tomadas de Kuhn, o.c.). Figura 5 Figura 6 La substitución de las órbitas circulares de Ptolomeo, de Copérnico e incluso de Galileo, mediante la elipse (1.aley); y la substitución del movi­ miento uniforme alrededor de un centro, mediante la ley de las superficies iguales (2.a ley), son suficientes para eliminar toda la multitud de los excéntricos y los epiciclos. «Por primera vez, una única curva geométrica, no combinada con otras curvas, y una única ley del movimiento son sufi­ cientes para poder prever la posición de los planetas. Y por primera vez estas previsiones resultan tan precisas como las observaciones. El sistema astronómico copernicano que ha heredado la ciencia moderna, por lo tanto es un producto conjunto de la obra de Kepler y de Copérnico» (T.S. Kuhn). En 1618, en el Epitome astronomiae copernicanae, Kepler extiende estas dos leyes a otros planetas, a la Luna y a los cuatro satélites de Júpiter que habían sido descubiertos pocos años atrás. En 1619, en las Armonías del mundo, Kepler anuncia su Tercera ley: Los cuadrados de los períodos de revolución de los planetas se hallan en la misma relación que los cubos de sus respectivas distancias al Sol. Si T, y T2 son los períodos de tiempo necesarios para que dos planetas den una vuelta completa a sus órbitas; y si R1 y R2 son las respectivas distancias medias entre los planetas y el sol, entonces la relación entre los cuadrados de los períodos orbitales es igual a la relación existente entre los cubos de las distancias medias al sol: (T1/T2)2 = (R1/R2)3 Se trata de «una ley llena de fascinación, porque establece una regla que nunca había sido observada antes en el sistema planetario» (T.S. Kuhn). Sin embargo, lo fundamental consistía en que los principios de la cosmología aristotélica eran arrancados de raíz: «en su lugar, se colocaban relaciones matemáticas racionales» (C. Singer). En efecto, a partir de ahora el sistema solar se había desvelado a través de toda una red de claras y sencillas relaciones matemáticas, y «sus compo­ nentes por primera vez habían sido conectados mediante la ley que es­ tablecía una relación entre las distancias con respecto al Sol y los períodos de revolución» (J.L.E. Dreyer). 5.6. El Sol como causa de los movimientos planetarios Misticismo, matemática, astronomía y física -escribe Dijksterhuis- se encuentran estrecha o, mejor dicho, inextricablemente asociados en la mente de Kepler. En la Armonía del mundo, habla de un frenesí divino y de un rapto inefable a través de la contemplación de las armonías celestia­ les. En las Armonías del mundo es donde Kepler pone de manifiesto más que en ningún otro sentido su fe en las armonías, en el orden matemático de la naturaleza. En esta armonía el Sol desempeña un papel fundamen­ tal. Sin ninguna duda, el modo en que Kepler describe el logro de su primera ley se ensalza en nuestros días como ejemplo perfecto de procedi­ miento científico. Existe un problema: las irregularidades en el movimien­ to de Marte. Se elabora toda una serie de conjeturas, como ensayos de solución del problema. Sobre este conjunto de conjeturas se dispara el mecanismo de la prueba selectiva, descartándose todas aquellas hipótesis que no resisten el contraste con las observaciones empíricas, hasta llegar a la teoría correcta. No sólo se considera que el procedimiento constituye un modelo de investigación científica, sino que también se valora mucho el relato que Kepler ofrece acerca de la manera en que llegó hasta la ley. Comprobamos la pasión ante un problema que persiguió a Kepler durante diez años, y en compañía de éste pasamos por las esperas gozosas y las amargas desilusiones, las reiteradas batallas y los sucesivos fracasos, los callejones sin salida a los que llegó, la tenacidad con que emprende el desarrollo de cálculos dificultosos, su constancia y su perseverancia en la búsqueda de un orden que debe existir, porque Dios lo ha puesto allí: es una auténtica lucha con el Ángel, que al final no le niega su bendición. Nos encontramos ante la descripción de una investigación donde la retóri­ ca de las conclusiones está substituida por el pathos de la más noble de las aventuras: el pathos de la búsqueda de la verdad. Sin embargo, la manera en que Kepler obtiene su segunda ley, de la que además depende la primera, no resulta menos interesante e instructi­ va. En el cuarto capítulo de la Astronomía nova, Kepler describe el Sol como el «único cuerpo apto, en virtud de su dignidad y potencia (para mover los planetas en sus órbitas), y digno de convertirse en morada del mismo Dios, por no decir el primer motor». En el Epitome astronomiae copernicanae leemos lo siguiente: «El Sol es el cuerpo más hermoso; en cierta manera, es el ojo del mundo. En tanto que fuente de la luz o fanal resplandeciente, adorna, pinta y embellece los demás cuerpos del mundo (...). En lo que respecta al calor, el Sol es el hogar del mundo, que sirve para calentar los globos existentes en el espacio intermedio (...). En lo que respecta al movimiento, el Sol es la causa primera del movimiento de los planetas, el primer motor del universo, a causa de su propio cuerpo.» En Kepler hay una metafísica del Sol. Los planetas ya no se mueven con un movimiento natural circular. Recorren elipses y, en consecuencia, ¿qué es lo que los mueve? Son movidos por una fuerza motriz como la fuerza magnética, fuerza que emana del Sol. Nos hallamos ante una intui­ ción metafísica que hace referencia al mundo físico, de acuerdo con la cual los planetas recorren sus órbitas impulsados por los rayos de un anima motrix, provenientes del Sol. Según Kepler, estos rayos actúan sobre el planeta; la órbita de éste, empero, es elíptica; por tal motivo, los rayos del anima motrix que caen sobre un planeta que se encuentra a una distancia doble del sol se reducirán a la mitad, y por consiguiente la velocidad del planeta también disminuirá a la mitad, en comparación con la velocidad orbital que posee cuando se halla más cerca del Sol. Kepler supuso que «en el Sol existía un intelecto motor capaz de mover todas las cosas alrede­ dor de él, pero sobre todo las más cercanas, debilitándose en cambio con respecto a las más distantes, ya que al aumentar las distancias se atenúa su influencia». La figura 7 (tomada también de Kuhn) ilustra gráficamente la idea de Kepler. La fe neoplatónica lleva a Kepler hasta su segunda ley: 2d «Él creía que las leyes matemáticamente simples estaban en la base de todos los fenómenos naturales y que el Sol era la causa de todos los fenómenos físicos» (T.S. Kuhn). Acerca de esta última convicción, influi­ do también por la lectura del De Magnete, que había publicado en 1600 el médico inglés William Gilbert (1540-1603), Kepler esboza una teoría mag­ nética del sistema planetario. Habla de la fuerza con la que la Tierra atrae los cuerpos, y en la introducción a la Astronomía nova habla también de una atracción recíproca. En las notas a su Somnium (redactado entre 1620 y 1630), atribuye las mareas «a los cuerpos del Sol y de la Luna que atraen las aguas del mar con una fuerza parecida a la magnética». Algunos han querido ver en estas ideas una anticipación de la teoría de la gravitación de Newton. Con toda verosimilitud, esto no es así. Es verdad, sin embargo, que la sistematización matemática del sistema copernicano y el paso desde el movimiento circular (natural y perfecto) hasta el elíptico, planteaba problemas que Kepler advirtió, aisló y trató de resolver. Junto a los resul­ tados obtenidos Kepler dejó en herencia estos problemas a la generación siguiente. Él falleció en 1630 y a principios del 1642 moría Galileo. En este último año, en Woolsthorpe, condado de Lincoln (Inglaterra), nació Isaac Newton, el hombre que -recogiendo los resultados logrados por Kepler y Galileo- estaba destinado a resolver los problemas que éstos habían deja­ do abiertos y a dar así a la física la estructura que hoy conocemos con el nombre de «física clásica». En realidad, como escribió W. Whewell, «si los griegos no hubiesen estudiado las secciones cónicas, Kepler no habría substituido a Ptolomeo; si los griegos hubiesen desarrollado la dinámica, Kepler hubiese podido anticiparse a los descubrimientos de Newton». 6. El d ra m a d e G a l i l e o y l a f u n d a c ió n d e l a c ie n c ia m o d e rn a 6.1. Galileo Galilei: su vida y sus obras Galileo Galilei nació en Pisa el 15 de febrero de 1564, hijo de Vicenzo, músico y comerciante, y de Giulia Ammannati di Pescia. En 1581 se halla matriculado entre los «escolares artistas» del Estudio de Pisa. Habría de­ bido llegar a médico, pero se dedica en cambio a los estudios de matemáti­ ca bajo la dirección de Ostilio Ricci, discípulo del algebrista Niccoló Tartaglia, a quien debemos la fórmula para solucionar las ecuaciones de ter­ cer grado. En 1585 Galileo escribe en latín los Teoremas sobre el centro de gravedad de los sólidos; y en 1586, la Balancita, donde se hace evidente el influjo del «divino Arquímedes» y donde -esto es lo más importante- en vez de indagar sobre la naturaleza de los cuerpos, se determina su peso específico. Para Galileo la Balancita constituye «su primer paso en la producción científica». Al mismo tiempo no descuida sus intereses huma­ nistas, como lo atestiguan sus dos cursos en la Academia florentina Sobre la figura, lugar y tamaño del Infierno de Dante (1588), y las Consideracio­ nes sobre Tasso, que se remontan a 1590. En sus lecciones sobre el In­ fierno de Dante, Galileo se propone defender la hipótesis de Antonio Manetti sobre la topografía del Infierno. Sin embargo, lo que hay que destacar «es el modo en que se desarrolla esta defensa, que da lugar a una serie de problemas geométricos concretos, que Galileo trata con una rigu­ rosa habilidad matemática y con un perfecto dominio del texto que in­ terpreta» (L. Geymonat). Con el apoyo del cardenal Francesco del Mon­ te, fue nombrado profesor de matemática en Pisa en 1589. Al año siguien­ te escribe el De Motu, donde sigue siendo central la teoría del Ímpetus, aunque modificada en parte. Llamado a ejercer la docencia en Padua, Galileo pronuncia el 7 de diciembre de 1592 su discurso de ingreso en el claustro universitario. Per­ manecerá allí durante dieciocho años, hasta 1610. Éstos serán los años más fecundos de su vida. Como profesor de matemática, comenta el Almagesto de Ptolomeo y los Elementos de Euclides. Entre 1592 y 1593 redacta la Breve instrucción para la arquitectura militar, el Tratado de las fortificaciones y las Mecánicas. El Tratado de la esfera, o Cosmografía, es de 1597, y en él Galileo expone todavía el sistema geométrico de Ptolo­ meo. Sin embargo, dos cartas (la primera dirigida a Jacopo Mazzoni el 30 de mayo de 1597; la segunda, a Kepler, el 4 de agosto de ese mismo año) dan a entender que en aquella época ya había abrazado la teoría copernicana. Frecuenta los ambientes culturales paduanos y venecianos; traba amistad con Giovanfrancesco Sagredo (noble veneciano, estudioso de la óptica), con fray Paolo Sarpi y con fray Fulgenzio Micanzio. También en Venecia entra en relación con Marina Gamba, de la que tendrá tres hijos: Virginia, Livia y Vincenzo. En Padua frecuenta la amistad del aristotélico Cesare Cremonini. En 1606 publica Las operaciones del compás geométri­ co militar. Al tener noticia, en 1609, del anteojo, lo construye por su cuenta, lo perfecciona, se atreve a dirigirlo in superioribus y consigue los magníficos descubrimientos astronómicos expuestos en el Sidereus Nuncius de 1610. Convertido en un personaje célebre, ese mismo año el gran duque Cosme n de Medici le otorga el cargo muy rentable de «matemático extraordinario del estudio de Pisa», sin obligación de residencia ni de dar clases, y de «filósofo del Serenísimo Duque». Prosigue en Florencia sus investigaciones astronómicas, pero al mismo tiempo su adhesión al copernicanismo le provoca sus primeras dificultades. En 1613 y 1615 escribe las famosas cuatro cartas copernicanas sobre las relaciones entre ciencia y fe: una a su discípulo, el benedictino Benedetto Castelli; dos a monseñor Piero Dini y otra a Madama Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana. Acusado de herejía debido a su copernicanismo y denunciado más tarde al Santo Oficio, fue procesado en Roma en 1616, y se le prohibió enseñar o defender de palabra o por escrito las teorías incriminadas. Co­ mo consecuencia de la polémica con el jesuíta Orazio Grassi sobre la naturaleza de los cometas, surge el Ensayador, publicado en 1623. En esta obra se defiende una teoría de los cometas cuyo carácter erróneo se com­ probará más adelante: Galileo sostiene que los cometas son meras apa­ riencias, producidas por la luz que se refleja sobre vapores de origen terrestre. Sin embargo, también se exponen aquí algunas de las directrices básicas de la concepción filosófica y metodológica de Galileo. En 1623 sube al trono pontificio, con el nombre de Urbano vm, el cardenal Maffeo Barberini, amigo de Galileo, que ya le había favorecido en el pasado y que también había protegido a Campanella. Recobrado el valor y la esperanza, Galileo escribe el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. A pesar de sus precauciones no es difícil imaginarse que esta nueva obra constituía la más acérrima defensa del copernicanis­ mo. Procesado una vez más en 1633, Galileo es condenado y obligado a la abjuración. La prisión perpetua se le conmuta enseguida por el confina­ miento, primero junto a su amigo Ascanio Piccolomini, arzobispo de Sie­ na, que lo trata con mucha deferencia; más adelante, en su propia casa de Arcetri, donde no podía recibir a nadie ni escribir nada, sin previa autori­ zación. En la soledad de Arcetri Galileo escribe su obra más original y de mayor relevancia: los Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias, que aparecerán en Leiden en 1638. Más tarde Lagrange escribirá: «La dinámica es una ciencia que se debe por entero a los científicos de la época moderna. Galileo le sirve de padrino de bautismo (...). Galileo dio el primer paso importante, abriendo así el camino nuevo e inmenso al progreso de la mecánica en cuanto ciencia.» En Arcetri Galileo tuvo el consuelo de verse asistido durante una temporada por su hija sor Maria Celeste (en el siglo, Virginia). Ésta muere el 2 de abril de 1634, a los 33 años. Su muerte es para Galileo «causa de un llanto inconso­ lable». Pocos días después, en una carta al hermano de su nuera, Geri Bocchineri, empleado en las oficinas del gobierno del gran ducado, Gali­ leo escribe estas palabras: «(...) una tristeza y una melancolía inmensas, una extremada inapetencia, me odio a mí mismo, y continuamente oigo que me llama mi querida hijita.» Para comprender las relaciones entre Galileo y su hija predilecta, mujer de sentimientos muy finos y de un «elevado intelecto», haremos referencia a algunas cartas enviadas por ella a su padre, estando éste en Roma, después de la condena de 1633. Galileo no quería que la noticia de su condena llegase a oídos de su hija, que era monja y poseía una gran sensibilidad religiosa. No obstante, fue imposible conservar el tema en secreto. Apenas sor Maria Celeste se entera de la condena de su padre, le envía una carta, fechada el 30 de abril: «Queridísi- Galileo Galilei (1564-1642): es el fundador de la ciencia moderna. Él fue quien elaboró la teoría del método científico y de la autonomía de la investigación científica mo señor padre, he querido escribirle ahora, para que sepa que comparto sus dificultades, cosa que debería serle de algún alivio: ya le he dado indicios de ello en alguna otra ocasión, queriendo que estas cosas poco agradables sean todas mías.» A primeros de julio le escribe: «Queridísimo señor padre, ahora es el momento de apelar más que nunca a aquella prudencia que le ha concedido el Señor Dios, soportando estos golpes con aquella fortaleza de ánimo que es propia de su religión, su profesión y su edad. Y ya que usted, por sus muchas experiencias, puede conocer en su plenitud la falacia y la inestabilidad de todas las cosas de este mundo traidor, no haga demasiado caso de estas borrascas, sino más bien esperar a que pronto se serenen y se transformen en una satisfacción muy gran­ de.» Y el 16 de julio: «Cuando V.S. estaba en Roma, yo me decía: Si tengo la alegría de que salga de allí y venga a Siena, esto me basta, podré decir que casi está en su casa; pero ahora no estoy satisfecha, sino que deseo tenerle aquí, aún más cerca.» Sor María Celeste fallece en 1634. Galileo queda destrozado. Luego paulatinamente se va recobrando. Se dedica de nuevo a !a ciencia y escribe sus grandes Discursos. Durante la última fase de su vida. Galileo pierde la vista y padece numerosos y graves sufrimientos. Acompañado por sus discípulos, Vincenzo Viviani y Evan­ gelista Torricelli, en la noche del 8 de enero de 1642 -como leemos en el Relato histórico de Viviani- Galileo «con filosófica y cristiana constancia entregó su alma al Creador, pasando ésta -como sucede a quienes tienen fe- a gozar y a contemplar más de cerca aquellas eternas e inmutables maravillas que, mediante frágil artificio, había procurado con tanto anhe­ lo e impaciencia que se aproximasen a los ojos de nosotros, los mortales». 6.2. Galileo y la fe en el anteojo En 1597, en una carta dirigida a Kepler, Galileo afirma haberse adhe­ rido «desde hace ya muchos años (...) a la doctrina de Copérnico». Agre­ ga lo siguiente* «Partiendo de esa posición, he descubierto la causa de muchos efectos naturales que sin ninguna duda resultan inexplicables a la luz de las hipótesis corrientes. Ya he escrito muchos argumentos y muchas refutaciones de los argumentos contrarios, pero hasta ahora no me he atrevido a publicarlos, atemorizado por el destino del mismo Copérnico, nuestro maestro,» Estas preocupaciones y temores llegarán a desvanecer­ se del todo, sin embargo, pocos años después, cuando en 1609, dirigiendo su anteojo hacia ei cielo, Gaiiieo comienza a acumular toda una serie de pruebas que por un lado, asestan un golpe decisivo a !a venerable imagen aristotéliro-ptolemaica del mundo y por el otro los obstáculos que se oponían a ia aceptación del sistema copernicano, brindándole a éste un sólido respaldo. En !a primavera de 1609 Galileo recibe ia noticia de que «un flamenco había fabricado un lente mediante e! cual ios obietc« visibles, por muy lejos que estuviesen de los ojos deí observador, se veían con tanto detalle como si estuviesen cercanos». Poco despues un ex discípulo suyo, Jacopo Badovere, le confirma lo mismo desde París, «cosa que me llevó a aplicar­ me del todo a buscar !.as razones y a idear los medios por los cuales pudiese liegái a un instrumento sirni!/- C:x \co prepara un tubo de plomo, en cuyos extremos coloca dos lentes, «ambas planas por un lado, mientras que por otro una era convexa y otra, cóncava; luego, acer­ cando un ojo a la lente cóncava, vi los objetos bastante grandes y cerca­ nos, ya que parecían tres veces más cerca y nueve veces más grandes de lo que se contemplaban a simple vista. Después preparé otro más perfecto, que representaba los objetos con un aumento de más de sesenta veces». Finalmente, sigue diciendo Galileo, «sin ahorrarme trabajo ni gasto algu­ no, llegué a construirme un instrumento tan excelente que las cosas vistas a través de él parecían casi mil veces más grandes y más de treinta veces más cerca que si se mirasen sólo con la facultad natural. Sería del todo superfluo enumerar cuántas y cuáles son las ventajas de este instrumento, tanto en tierra como en el mar». El 25 de agosto de 1609 Galileo presenta este aparato, como invención de su propiedad, al gobierno de Venecia Ei entusiasmo es tan grande que se le aumenta a Galileo su retribución anua! desde 500 a mil florines y se le propone una renovación vitalicia del con­ trato como profesor que habría caducado al año siguiente. Como ha hecho notar Vasco Ronchi, la invención del anteojo por unos holandeses o, incluso antes, por un italiano, o el redescubrimiento y ia reconstrucción del anteojo por Galileo, no es un episodio que suscite demasiada admiración. El hecho de veras interesante es que Galileo haya introducido el anteojo en la ciencia, utilizándolo como instrumento cientí­ fico v concibiéndolo como potenciador de nuestros sentidos. «Ei principal interés de ía cuestión (del anteojo) no reside en ia lenta y. si se quiere modesta colaboración de tantas personas que. involuntariamente y sin gran esfuerzo, han puesto el nuevo instrumento a disposición de ía huma­ nidad. El auténtico, el gran interés está en la definición del proceso lógica con el cua! se ha modificado la mentalidad del mundo científico que principio no quería saber nada de esta novedad, pero luego acabó p.o reconocer que constituía un verdadero tesoro, transformándolo en uno H*. los recursos más poderosos para el conocimiento del mundo» (V Ror* chi). La filosofía medieval había ignorado las lentes para anteojos, como objetos propios para enfermos, para ancianos o para realizar trucos rante las ferias populares. Francesco Maurolico estudiará lus lentes. r^rrfue Giambattista delia Porta quien en su Magia naturalis (1589) rescató ias lentes del mundo de los artesanos y las incluyó en la filosofía. Tanto Porta como Kepler (en los Paralipomena ad Vitellionem, 1604) «se habían apro­ ximado al anteojo hasta casi rozarlo, llegando a escribir frases que podían dar a entender que lo habían encontrado, pero no lo fabricaron». No se confiaba en las lentes, se pensaba que engañaban. Existía la idea de que los oíos que Dios nos dio eran suficientes para ver las cosas que hay en el mundo y no necesitan perfeccionamientos. Además, y ames que naca existían prejuicios arraigados en la cultura académica y eclesiástica con respecto a las artes mecánicas. Incluso la expresión «vil mecánico» será utilizada corno insulto. Ei mismo Porta, eí 28 de agosto de 1609, cuatro días después de que Galileo hubiese escrito al dux Leonardo Donato presentándole el anteojo, escribirá desde Nápoles a Federico Cesi, funda­ dor de la Accademia dei Lincei. una carta en la que se lee: «He viste secreto de ios lentes y se trata de un ardid pueril, tomado de mi libro noveno De refractione, y se lo describiré, para que haciéndolo V.h. se divierta con ello » En esencia, la grandeza de Galileo en relación con el anteojo está en haber superado toda una serie de obstáculos epistemológicos, de ideas que vetaban otras ideas y nuevas investigaciones. Los militares no se ha­ bían inmutado ante la novedad y el público culto no sintió ninguna con­ fianza en el anteojo. Por ejemplo, se decía que no brindaba imágenes verídicas, pero Galileo confiesa a Matteo Carozio haber experimentado su telescopio «cien mil veces con cien mil estrellas y objetos diversos». Según Geymonat, la observación de estos «diversos objetos tenía la finalidad de proporcionar una prueba de la veracidad del aparato; la observación de las estrellas, proporcionar una prueba de su importancia». Después de «centenares de miles de experiencias con miles y miles de objetos, cerca­ nos y lejanos, grandes y pequeños, iluminados y obscuros», Galileo se sentía tranquilo ante la veracidad del instrumento. Lo que cuenta es que tuvo confianza en él, creyó en su valor científico, introduciéndolo como arma decisiva en la lucha entre el sistema ptolemaico y el copernicano. En resumen, lo que hay que destacar es «la confianza de Galileo en un instru­ mento que había nacido en el ambiente de los “mecánicos”, que había progresado sólo a través de la práctica, que había sido parcialmente acogi­ do en los ambientes militares, pero ignorado, cuando no despreciado, por la ciencia académica y oficial» (Paolo Rossi). El aristotélico paduano, amigo de Galileo, Cesare Cremonini no quiso mirar por el anteojo («[y] luego, de mirar con esos lentes me deja la cabeza atontada: basta, no quiero saber más del asunto»). No obstante, Galileo dirigió su anteojo hacia el cielo, cosa que nos parece ahora un acto sencillo, razonable y normal, pero que en aquellos tiempos era como si hoy un ilustre clínico utilizase sanguijuelas para curar una pulmonía. Contemplar el cielo a tra­ vés del anteojo era entonces, para la mayoría de los sabios, un acto irra­ zonable. Cuando Galileo vio que en la Luna había montañas y valles, enseguida comprendió que podía desencadenarse una ofensiva sin precedentes en contra de los peripatéticos. Galileo convierte el anteojo en elemento deci­ sivo para el saber, dejando de ser un simple aparato carente de significado científico como era antes. En sus manos o, mejor dicho, en sus proyectos cognoscitivos se transforma en algo distinto a lo anterior. A diferencia de Kepler, Galileo tuvo fe (una fe que para él estaba justificada, aunque para los demás fuese irrazonable) en el anteojo. Pensó que éste potenciaba nuestros ojos: «Incluso aquellas estrellas que no suelen aparecer ante nuestra vista y ante nuestros ojos, por su pequeñez y por la debilidad de nuestra vista, pueden verse por medio de este instrumento.» Más aún: «¿Pretenderemos acaso (...) que nuestros ojos son la medida de todas las luces, de modo que, cuando el aspecto de los objetos luminosos no se vuelve sensible ante nosotros, hay que afirmar entonces que no llega la luz de aquéllos? Quizá las águilas o los linces ven esas estrellas, que permane­ cen ocultas ante nuestra débil vista.» En realidad, no basta con mirar, «hay que mirar con ojos que quieran ver, que crean en lo que ven y que crean ver cosas que tienen valor» (V Ronchi). 6.3. El «Sidereus Nuncius» y la confirmación del sistema copernicano El 12 de marzo de 1610 Galileo publica en Venecia el Sidereus Nun­ cius. Al principio de la obra escribe: «Grandes son, en verdad, las cosas que en este tratado propongo ante la visión y la contemplación de quienes estudian la naturaleza. Grandes, digo, tanto por la excelencia de la mate­ ria en sí misma, como por su novedad jamás oída en todas las épocas precedentes, y también por el instrumento en virtud del cual aquellas mismas cosas se han puesto de manifiesto ante nuestros sentidos.» Éstas son las grandes cosas que Galileo propone a la visión y la contemplación de los estudiosos de la naturaleza: 1) el añadir a la multitud de las estrellas fijas, visibles a simple vista, «otras innumerables estrellas, jamás vistas antes». El universo, pues, aumenta de tamaño; 2) «con la certeza que nos da la experiencia sensible» se puede saber «que la Luna no se halla para nada revestida de una superficie lisa y plana, sino escarpada y desigual, y del mismo modo que la faz de la Tierra, está cubierta en todas partes por grandes prominencias, valles profundos y anfractuosidades». Esto es un descubrimiento de enorme trascendencia, porque destruye la distinción entre cuerpos terrestres y cuerpos celestes, distinción que constituía un auténtico pilar de la cosmología aristotélico-ptolemaica; 3) la galaxia no es «otra cosa que una acumulación de innumerables estrellas, diseminadas en grupos; si se dirige a cualquier región de ella el anteojo, enseguida se presenta ante la vista una ingente muchedumbre de estrellas». Mediante tal observación Galileo considera que se solucionan «con la certeza que procede de los ojos todas las disputas que durante tantos siglos atormenta­ ron a los filósofos, y nosotros quedamos liberados de discusiones verbalis­ tas»; 4) «además (maravilla aún más grande) las estrellas que los astróno­ mos habían llamado hasta hoy “nebulosas” son rebaños de pequeñas es­ trellas dispuestas de un modo admirable»; 5) empero, «el argumento más importante» del Sidereus Nuncius consiste para Galileo en el descubri­ miento de los satélites de Júpiter (que llamó «estrellas de los Medid», en honor de Cosme n de Medici), en la posibilidad de «revelar y divulgar cuatro planetas, que desde los orígenes del mundo jamás habían sido vistos, la ocasión de haberlos descubierto y estudiado, y además, sus colo­ caciones y las observaciones realizadas durante los dos últimos meses so­ bre su comportamiento y sus mutaciones». Este descubrimiento ofreció a Galileo la inesperada visión en el cielo de un modelo a escala reducida del universo copernicano. Al tiempo que se obtenían confirmaciones de la teoría copernicana, simultáneamente se iba resquebrajando la concepción del mundo aristoté­ lico-ptolemaica. En primer lugar, Galileo en contra de Aristóteles y de Ptolomeo puede sostener que no existe una diferencia de naturaleza entre la Tierra y la Luna. Ello se debe a que entre los astros al menos la Luna no posee los rasgos de perfección absoluta que le atribuía la tradición. Ade­ más, si siendo igual que la Tierra, la Luna se mueve, ¿por qué, entonces, no habría de moverse la Tierra, cuya naturaleza no difiere de la de la Luna? La imagen del universo no sólo queda ampliada a través de la ob­ servación de las galaxias, las nebulosas y otras estrellas fijas, sino que cambia: el mundo sublunar ya no es distinto del lunar. Cambia también por el hecho de que la observación de las estrellas fijas nos permite afir­ mar que se hallan mucho más lejos que los planetas y no inmediatamente detrás del cielo de Saturno, como exigía la tradición. Como ya se ha dicho, Júpiter con sus satélites servía de modelo a escala reducida del sistema copernicano. Por lo tanto hay dos grandes teorías que compiten entre sí. Se trata de dos sistemas: el ptolemaico (con la Tierra inmóvil en el centro y el Sol que gira a su alrededor) y el copernicano (donde es la Tierra la que gira en torno al Sol). En el Sidereus Nuncius Galileo aduce argumentos en contra del primero y en apoyo del segundo: cada argumento que corrobora la teoría copernicana es un nuevo golpe que se asesta a la concepción ptolemaica. Sin embargo, las cosas no quedan aquí. En efecto, poco antes de abandonar Padua para trasladarse a Florencia e inmediatamente después de comenzar su período florentino (el 11 de septiembre de 1611), Galileo efectúa otras observaciones de enorme importancia para el fortalecimien­ to de la doctrina de Copérnico y que, al mismo tiempo, sirven para demo­ ler la doctrina de Ptolomeo. Advierte el aspecto tricorpóreo de Saturno (se trata del anillo de Saturno, que no podía distinguirse a través del anteojo de Galileo), pero en particular descubre las fases de Venus y las manchas del Sol. Venus presenta fases al igual que la Luna: se trata de una «experiencia sensata», explicable mediante la teoría copernicana, pero no con la de Aristóteles y Ptolomeo. De este modo «nos hemos (...) cerciora­ do de que todos los planetas reciben la luz desde el Sol, al ser tenebrosos por su propia naturaleza». Además, Galileo está «segurísimo de que las estrellas fijas son por sí mismas luminosísimas y no necesitan la irradiación del Sol; la cual Dios sabe si llega tan lejos». En carta a Federico Cesi, fechada el 12 de mayo de 1612, Galileo -a propósito de las manchas solares- afirma que dicha novedad es «el funeral o, más bien, el juicio extremo y final de la pseudofilosofía». A diferencia de cuanto se afirma en la concepción aristotélica, también en el Sol se producen mutaciones y alteraciones. A este respecto, a Galileo no se le ocurre cómo podrán los peripatéticos salvar y conservar «la inmutabilidad de los cielos». En reali­ dad, los peripatéticos idearán «imaginaciones» como un intento de salva­ mento (hoy las llamaríamos hipótesis ad hoc) en apoyo del sistema ptole­ maico en peligro. Por ejemplo, el jesuita Cristóbal Scheiner interpretará las manchas solares como enjambres de astros que giran ante el Sol. Esta hipótesis pretendía llevar la causa de las manchas solares fuera del Sol, restableciendo la inmutabilidad y la perfecta constitución del Sol. No obs­ tante, Galileo hizo notar que la formación y la desaparición de las man­ chas eran fenómenos irregulares, carecían de una forma específica y, por lo tanto, no presentaban en absoluto los rasgos de un sistema de astros. Otro jesuita, el padre Clavio (Cristóbal Klau) -profesor de matemática en el Colegio Romano- con el propósito de salvar la perfección de la Luna, emitió la hipótesis de que las montañas y los valles que Galileo había observado en la superficie lunar estarían cubiertos de una substancia cris­ talina transparente y perfectamente esférica. De esta manera, ante los ataques fácticos que Galileo lanzaba contra la teoría ptolemaica, Clavio respondía con un contraataque teórico, que se proponía restablecer la vieja teoría. Tal contraataque era lógicamente posible, pero metodológi­ camente incorrecto: al negarse a descubrir los errores de una teoría, pro­ híbe el avance hacia teorías mejores y, en consecuencia, el progreso del saber. Galileo responde a Clavio lo siguiente: «Verdaderamente se trata de una imaginación muy hermosa... lo único que le falta es no estar de­ mostrada ni ser demostrable.» En aquella época, en efecto, la hipótesis sugerida por Clavio no era controlable empíricamente (como lo sería hoy, en cambio): ¿cómo podía Clavio probar la existencia de una esfera cristali­ na alrededor de la Luna? Y si se hubiese dicho que en la superficie de la Luna sí existe una substancia cristalina, pero se halla dispuesta en forma de hondonadas y de montañas, ¿de qué manera habría logrado demostrar Clavio que esta hipótesis era falsa? Lo cierto es que «la revolución científi­ ca efectuada por Galileo no sólo se basa en las novedades contenidas en (sus) descubrimientos, sino también y sobre todo en la nueva madurez metodológica que revela» (L. Geymonat). En cualquier caso, Galileo por medio de sus descubrimientos astronómicos decide en beneficio total del sistema copernicano la disputa entre éste y el sistema ptolemaico. Thomas S. Kuhn escribe: «La teoría de Copérnico (...) sugería que los planetas eran semejantes a la Tierra, que Venus presentaba fases y que el universo debía ser mucho más amplio de lo que antes se había supuesto. Por consi­ guiente, cuando sesenta años después de su muerte, el telescopio reveló súbitamente la existencia de montañas en la Luna, las fases de Venus y un número inmenso de estrellas cuya existencia era insospechada, tales observaciones convirtieron a numerosos científicos a la nueva teoría, so­ bre todo a aquellos que no eran astrónomos.» Sin embargo, con esto Galileo dejaba sentadas todas las condiciones que lo habían de llevar a enfrentarse con la Iglesia. Muy pocos le defendieron abiertamente: Campanella fue uno de ellos. 6.4. Las raíces epistemológicas del enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia Copérnico había afirmado que «todas las esferas giran alrededor del Sol como su punto central y, por lo tanto, el centro del Universo se halla en el Sol». Pensaba que esto constituía una representación verdadera del Universo. No obstante, como ya hemos advertido, el prólogo al De Revolutionibus escrito por el luterano Andreas Osiander (1498-1552) afirmaba que «no es necesario que estas hipótesis sean verdaderas y ni siquiera verosímiles, sino que basta únicamente con esto: con que ofrezcan cálcu­ los en conformidad con la observación». Ptolomeo, cuyas teorías entraban en colisión con la física de Aristóteles, también había defendido que sus propias hipótesis sólo eran «cálculos matemáticos» que servían para «sal­ var las apariencias», y no descripciones verdaderas de los movimientos reales. Para Osiander, como para Ptolomeo, las teorías astronómicas sólo eran instrumentos aptos para realizar, de una forma más expeditiva, pre­ visiones acerca de los movimientos celestes. En contra de la interpretación instrumentalista de las teorías de Copérnico, ofrecida por Osiander, se alza Giordano Bruno en La cena de las cenizas, afirmando que lo que Copérnico escribe en la carta de dedicatoria a Paulo III que precede al De Revolutiombus indica con toda claridad que Copérnico no es un mero «matemático que supone» sino también un «físico que demuestra el mo­ vimiento de la Tierra». Agrega, asimismo, que el anónimo prólogo (de Osiander) fue «enganchado» a la obra de Copérnico «por no se sabe qué asno ignorante y presuntuoso». También para Kepler, «las hipótesis de Copérnico no sólo no se equivocan con respecto a la naturaleza, sino que son las que más concuerdan con ella. En efecto, la naturaleza ama la sencillez y la unidad». Copérnico logró «no sólo (...) demostrar los movi­ mientos transcurridos, que se remontaban a la lejana antigüedad, sino también los futuros, si no en un modo certísimo, por lo menos de una manera más segura que la de Ptolomeo, Alfonso y otros». Ahora bien, la defensa de la tesis realista (según la cual el sistema copernicano constituiría una descripción verdadera de la realidad y no un conjunto de instrumentos de cálculo para efectuar previsiones o elaborar un calendario más perfecto) no podía menos que presentarse como algo peligroso ante todos aquellos que, católicos o protestantes, pensaban que la Biblia, en su redacción literal, no podía errar. El Eclesiastés (1,4-5) dice que «la Tierra permanece siempre en su lugar», y que «el Sol se eleva y se pone, volviendo al lugar desde donde se había alzado»; en Josué (10,13) leemos que Josué ordena al Sol que se detenga. Basándose en estos pasa­ jes de la Escritura, Lutero, Calvino y Melanchthon se opusieron con gran dureza a la tesis copernicana. Lutero, en una de sus Charlas de sobremesa, parece haber afirmado (1539): «La gente ha prestado oídos a un astrólogo de morondanga, que ha tratado de demostrar que es la Tierra la que gira, y no los cielos y el firmamento, el Sol y la Luna (...). Este insensato pretende echar abajo toda la ciencia astronómica; pero la Sagrada Escritu­ ra nos dice que Josué ordenó al Sol, y no a la Tierra, que se detuviera.» En el Comentario al Génesis, Calvino cita el versículo inicial del Salmo 93, que dice: «también la Tierra permanece estable y no vacilará», y se pre­ gunta: «¿Quién tendrá la osadía de anteponer la autoridad de Copérnico a la del Espíritu Santo?» Melanchthon, discípulo de Lutero, seis años des­ pués de la muerte de Copérnico, escribe: «Los ojos nos dan testimonio de que los cielos efectúan una revolución en el transcurso de veinticuatro horas. Ciertos hombres, empero, por amor a las novedades o para dar prueba de ingenio, han establecido que la Tierra se mueve, y afirman que ni la octava esfera ni el Sol giran (...). Y bien: es una falta de honestidad y de dignidad sostener públicamente estos conceptos, y el ejemplo resulta peligroso. Toda mente sana debe aceptar la verdad tal como nos ha sido revelada por Dios, y someterse a ella.» Si el copernicanismo parecía peli­ groso a los protestantes, que propugnaban un contacto directo del creyen­ te individual con las fuentes escriturísticas, mucho más peligroso debía parecer ante los católicos, según los cuales la interpretación de la Sagrada Escritura depende del magisterio eclesiástico. La contrarreforma no podía admitir que un creyente cualquiera -aunque se tratase de Galileo- es­ tableciese los principios hermenéuticos de interpretación de la Biblia y propusiese interpretaciones peculiares de este o de aquel pasaje. Ésta es la raíz del enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia. Aquí están las razones de la interpretación instrumentalista del copernicanismo, que propone Belarmino y que rechaza el realista Galileo. 6.5. El realismo de Galileo contra el instrumentalismo de Belarmino Antonio Foscarini (1565-1616), matemático y teólogo carmelita, publi­ ca en 1615 en Nápoles -donde enseñaba filosofía y teología- una Carta sobre la opinión de los pitagóricos y de Copérnico, en la que se concilian y se apaciguan los lugares de la Sagrada Escritura y las proposiciones teológi­ cas, que nunca podrán aducirse en contra de tal opinión. Foscarini envía su opúsculo a Belarmino, pidiendo al purpurado que le dé su parecer. Belar­ mino le responde con una breve carta, «porque usted tiene ahora poco tiempo para leer y yo tengo poco tiempo para escribir». Esta breve carta es un texto clásico del instrumentalismo. Belarmino recuerda al padre Foscarini que, «como usted sabe, el concilio prohíbe exponer las Escritu­ ras en contra del consenso común de los santos Padres; y si Vuestra Pater­ nidad se fija, no sólo en los santos Padres, sino también en los modernos comentadores del Génesis, los Salmos, el Eclesiastés, o Josué, descubrirá que todos coinciden en exponer ad litteram que el Sol está en el cielo y gira alrededor de la Tierra a una velocidad enorme, y que la Tierra está muy lejos del cielo y en el centro del mundo, inmóvil. Considere ahora usted, con la prudencia que le es propia, si la Iglesia puede tolerar que se dé a las Escrituras un sentido contrario a los santos Padres y a todos los exposito­ res griegos y latinos». Por otra parte, en su opinión no se puede objetar que «ésta no sea materia de fe, porque aunque no sea materia de fe ex parte obiecti, lo es ex parte dicentis\ sería herético afirmar que Abraham no tuvo dos hijos, y Jacob doce, como lo sería afirmar que Cristo no nació de virgen, porque lo uno y lo otro lo dice el Espíritu Santo, por boca de los profetas y de ios apóstoles». Más aún: en el supuesto de que «hubiese verdadera demostración» de que la Tierra gira alrededor del Sol, «entonces habría que andar con mucha consideración en explicar las Escrituras que parecen contrarias, y más bien decir que no las entendemos, que decir que es falso aquello que se demuestra». Sin embargo, «en cuanto al Sol y a la Tierra, no hay ningún sabio que tenga necesidad de corregir el error, porque claramente experimenta que la Tierra está quieta y que el ojo no se engaña cuando juzga que la Luna y las estrellas se mueven». En tales circunstancias, y teniendo en cuenta que el concilio tridentino prohíbe que la Escritura se interprete «contra el consenso común de los santos Pa­ dres», Belarmino afirma: «Me parece que Vuestra Paternidad y el señor Galileo obrarán prudentemente contentándose con hablar ex suppositione y no absolutamente, como siempre he creído que hizo Copérnico. Porque decir, que supuesto que la Tierra se mueve y el Sol esté quieto se salvan todas las apariencias mejor que con poner los excéntricos y los epiciclos, está muy bien dicho, y no tiene peligro alguno, y esto basta al matemático: pero querer afirmar que realmente el Sol esté en el centro del mundo y sólo gire sobre sí mismo sin correr desde oriente hasta occidente, y que la Tierra esté en el tercer cielo y gire con velocidad suma alrededor del Sol, es cosa muy peligrosa, no sólo para irritar a todos los filósofos y teólogos escolásticos, sino también para dañar a la santa fe ya que convierte en falsas las Sagradas Escrituras.» Sin embargo, Galileo no compartía la opinión de Belarmino. Para él, las «experiencias sensatas» y las «demostraciones ciertas» proclamaban la verdad del sistema copernicano. Monseñor Pietro Dini -que ahora ocupa­ ba el cargo de refrendario apostólico en la corte pontificia- envió el 7 de marzo de 1615 una carta a Galileo en la que le comunicaba haber celebra­ do una larga conversación con el cardenal Belarmino, y le notifica que: «En cuanto a Copérnico, dice Su Señoría Ilustrísima que no puede creer que haya que prohibirlo, pero lo peor que podría sucederle, en su opinión, sería que se le hiciese alguna apostilla, que se introdujese su doctrina para salvar las apariencias, o algo similar, a la manera de aquellos que han introducido los epiciclos, pero no creen en ellos.» Respondiendo a Dini desde Florencia, con fecha 23 de marzo, Galileo insiste en la verdad del sistema copernicano. Copérnico, en opinión de Galileo, habló de la cons­ titución del universo, describió lo que subsiste realmente in rerum natura, «hasta el punto de que el querer persuadirse de que Copérnico no conside­ raba como verdadera la movilidad de la Tierra, a mi parecer, no podría hallar acuerdo más que quizás en quien no lo hubiese leído, ya que todos sus seis libros están llenos de doctrina que depende de la movilidad de la Tierra, y de doctrina que la explica y la confirma. Y si en su dedicatoria entiende muy bien y declara que afirmar la movilidad de la Tierra le concedería una reputación de necio ante el vulgo, cuyo juicio dice que no le preocupa, mucho más necio habría sido si se hubiese ganado tal reputa­ ción mediante una opinión introducida por él, pero no creída del todo y verdaderamente por él». Copérnico, pues, no es un matemático que emita hipótesis como puros instrumentos de cálculo, sino un físico que pretende decir cómo son realmente las cosas. Por consiguiente, continúa Galileo, Copérnico «no puede ser interpretado con moderación, ya que la movili­ dad de la Tierra y la estabilidad del Sol son el elemento principalísimo de su doctrina y su fundamento universal; hay que condenarlo del todo, o que permanezca en su ser». Copérnico es realista y también lo es Galileo. Si se supone, empero, como hacía Belarmino y junto con él la Iglesia, que los pasajes de la Biblia referentes al sistema del mundo, interpretados por la tradición de una forma literal, resultan absolutamente verdaderos e intocables, entonces -dada la interpretación realista que Galileo efectúa con respecto al pensamiento de Copérnico, que contrasta con los pasajes bíblicos citados e interpretados de un modo literal- se hacía inevitable un choque frontal entre la Iglesia y Galileo. Karl Popper escribe: «Como es natural, también Galileo estaba muy dispuesto a colocar el acento sobre la superioridad del sistema copernicano en cuanto instrumento de cálculo. Al mismo tiempo, no obstante, suponía -y además, creía- que se trataba de una descripción verdadera del mundo, y para él (como para la Iglesia) esto era con mucha diferencia el aspecto más importante de la cuestión.» Fue sobre este importante aspecto que se produjo el enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia. Galileo se vio obligado a ceder. Veamos, en primer lugar, cómo concebía Galileo las relaciones entre ciencia y fe. 6.6. La incomparabilidad entre ciencia y fe La elaboración teórica que formula Galileo con respecto a la frontera entre proposiciones científicas y proposiciones de fe reclama, por una parte, la autonomía de los conocimientos científicos, que se prueban y se valoran por medio del mecanismo constituido por las reglas del método experimental («sensatas experiencias» y «demostraciones ciertas»). Por otro lado, esta autonomía de las ciencias en relación con las Sagradas Escrituras halla su justificación en el principio (que Galileo, en la carta a Madama Cristina de Lorena, en 1615, declara haberle oído al cardenal Baronio) según el cual «la intención del Espíritu Santo consiste en en­ señarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo». Apoyándose en san Agustín (In Genesim ad literam, lib. //, c. 9), Galileo afirma que «no sólo los autores de las Letras Sagradas no pretendieron enseñarnos las consti­ tuciones y movimientos de los cielos y de las estrellas, y sus figuras, tama­ ños y distancias, sino que -aunque todas estas cosas fueron conocidísimas para ellos- se abstuvieron de hacerlo de una manera expresa». Según Galileo, Dios nos ha dado sentidos, razonamiento e intelecto: es por me­ dio de ellos como podemos llegar a aquellas «conclusiones naturales», obtenibles «a través de la sensatas experiencias o de las demostraciones necesarias». La Escritura no es un tratado de astronomía: hasta el punto de que, «si los escritores sagrados hubiesen querido enseñarle al pueblo las disposiciones y movimientos de los cuerpos celestes, y que en conse­ cuencia nosotros hubiéramos de recibir tales conocimientos de las Sagra­ das Escrituras, en mi opinión, no habrían tratado tan poco de estas cues­ tiones, que es apenas nada en comparación con las infinitas y admirables conclusiones que se contienen y se demuestran en tal ciencia». En efecto, en la Escritura «no se nombran siquiera los planetas, excepto el Sol y la Luna, y sólo una o dos veces Venus, con el nombre de Lucero de la mañana». En resumen: no es intención de la Sagrada Escritura «enseñar­ nos que el cielo se mueve o está quieto, ni si tiene una figura en forma de esfera, de disco, o si se extiende en un plano, ni si la Tierra está contenida en su centro o se encuentra a un lado». Por lo tanto «tampoco tuvo la intención de otorgarnos una certeza con respecto a otras conclusiones del mismo género y vinculadas con las que acabamos de nombrar, que sin determinar aquéllas no se puede afirmar nada de éstas; como son el deter­ minar el movimiento y la quietud de la Tierra y del Sol». Por consiguiente, puesto que no es función de la Escritura determinar «las constituciones y movimientos de los cielos y de las estrellas», Galileo llega a afirmar que «me parece que en las disputas acerca de problemas naturales no habría que comenzar por la autoridad de los pasajes de las Escrituras, sino por las experiencias sensatas y las demostraciones necesarias: porque, precedien­ do igualmente del Verbo divino tanto la Escritura Sagrada como la natu­ raleza, aquélla como dictado del Espíritu Santo y ésta como fidelísima ejecutora de las órdenes de Dios; y hallándose además que en las Escritu­ ras, para acomodarse el entendimiento del hombre en general, se dicen muchas cosas distintas -en su aspecto y en cuanto al puro significado de las palabras- de lo verdadero absoluto; por el contrario, empero, siendo la naturaleza inexorable e inmutable, y al no traspasar jamás los límites que las leyes le han impuesto, como por ejemplo la ley que en ella se cuida de que sus íntimas razones y modos de operar estén manifiestos o no ante la capacidad de los hombres; parece que aquel efecto natural que la expe­ riencia sensata nos coloque delante, o nos ofrezcan las demostraciones necesarias, no deba en ningún momento verse puesto en duda, y tampoco condenado, mediante pasajes de la Escritura cuyas palabras mostrasen un aspecto distinto, puesto que no todo dicho de la Escritura está ligado a una necesidad tan severa como la de todos los efectos naturales, ni se descubre a Dios de un modo menos excelente en los efectos de la naturale­ za que en las sagradas palabras de las Escrituras». Se reclama, pues, la autonomía de la ciencia: todo aquello de lo que podamos tener noticia a través de «las sensatas experiencias» y las «de­ mostraciones necesarias» queda substraído a la autoridad de las Escritu­ ras. Ahora bien, si las Escrituras no son un tratado de astronomía, ¿cuál es su finalidad? ¿De qué hablan? ¿Cuál es el ámbito de las verdades que, al no ser abarcables por la ciencia, pueden proponer y establecer? Galileo responde así a tales interrogantes: «Considero (...) que la autoridad de las Letras Sagradas tiene como propósito enseñar principalmente a los hom­ bres aquellos artículos y proposiciones que, superando cualquier razona­ miento humano, no podían hacérsenos creíbles mediante otra ciencia o por ningún otro medio, que no fuese por boca del Espíritu Santo mismo.» Las proposiciones de fide se refieren a nuestra salvación («cómo se va al cielo»), y constituyen «decretos de verdad absoluta e inviolable». La Es­ critura, en otras palabras, es un mensaje de salvación que deja intacta la autonomía de la indagación científica. Galileo continúa efectuando otras importantes consideraciones: 1) Se equivocan quienes pretenden detenerse exclusivamente en el «puro significado de las palabras», ya que, si se hiciese tal cosa, entonces en la Escritura -escribe Galileo en su carta de 1613 al monje Benedetto Castelli- «no sólo aparecerían diversas contradicciones, sino también gra­ ves herejías e incluso blasfemias; sería necesario, así, darle a Dios pies, manos y ojos, y asimismo efectos corporales y humanos, como la ira, el arrepentimiento, el odio, y a veces hasta el olvido de las cosas pasadas y la ignorancia de las futuras». 2) De esto se sigue que, viéndose obligada la Escritura a «adaptarse a la incapacidad del vulgo», «los sabios expositores indican los verdaderos sentidos, y en ellos señalan las razones particulares por las que han sido proferidos, utilizando determinadas palabras». 3) La Escritura «no sólo da pie a exposiciones distintas al significado aparente de las palabras, sino que las requiere necesariamente». Los escri­ tores sagrados se dirigían «a pueblos rudos e indisciplinados». 4) «Y siendo por lo demás manifiesto que jamás pueden contradecirse dos verdades, el oficio de los sabios expositores consiste en esforzarse para hallar los sentidos verdaderos de los pasajes sagrados, que concuerden con aquellas conclusiones naturales de las que estamos seguros y ciertos con anterioridad, a través de una sensación evidente o de las de­ mostraciones necesarias.» 5) De esta manera la ciencia se convierte en uno de los instrumentos que hay que usar para interpretar algunos pasajes de la Escritura. En efecto, «cuando nos cercioremos de algunas proposiciones naturales, de­ bemos servirnos de ellas como medios muy apropiados para la verdadera exposición de las Escrituras y para investigar aquellos sentidos que en éstas se contienen necesariamente, como algo muy verdadero y concorde con las verdades demostradas». 6) Por otra parte Galileo afirma en la carta de 1615 a monseñor Piero Dini qué es preciso manejar con mucha circunspección «aquellas conclu­ siones naturales que no son de fe, a las que pueden llegar la experiencia y las demostraciones necesarias», y afirma que «sería algo pernicioso afir­ mar como doctrina definida por las Sagradas Escrituras una proposición de la cual en algún momento pudiese obtenerse una demostración en contrario». En efecto, «¿quién pondrá límite a los ingenios humanos? ¿quién osará afirmar que ya se sabe todo lo que en el mundo hay de cognoscible?» 7) La Escritura, por lo tanto, no debe verse comprometida por in­ térpretes falibles y no inspirados, en materias que pueda resolver la razón humana. La ciencia progresa y por ello resulta equivocado tratar de com­ prometer la Escritura acerca de proposiciones (por ejemplo, las de Ptolomeo) que más adelante puedan verse contradichas. «Además de los ar­ tículos referentes a la salvación y al establecimiento de la fe, contra cuya solidez no hay ningún peligro de que jamás pueda surgir una doctrina válida y eficaz, quizá la decisión óptima sería no agregar ningún otro sin necesidad: y si esto es así, ¿no sería acaso un desorden mucho mayor añadirlos por solicitud de personas que, además de ignorar nosotros si hablan inspirados por virtud celestial, vemos con toda claridad que care­ cen por completo del entendimiento que sería necesario no ya para impug­ nar, sino para comprender siquiera las demostraciones que emplean las ciencias tan perspicaces en la confirmación de sus conclusiones?» Por consiguiente: 1) la Escritura es necesaria para la salvación del hombre; 2) los «artículos referentes a la salvación y al establecimiento de la fe» son tan firmes que «no hay ningún peligro de que jamás se pueda alzar ninguna doctrina válida y eficaz» en contra de ellos; 3) la Escritura, debido a sus finalidades específicas, no posee ninguna autoridad con res­ pecto a todos aquellos conocimientos que pueden ser descubiertos me­ diante «experiencias sensatas y demostraciones necesarias»; 4) cuando la Escritura habla sobre lo que es necesario para la salvación (o sobre cosas no cognoscibles por otros medios o por otra ciencia) no puede verse des­ mentida; 5) sin embargo, dado que los escritores sagrados se dirigían al «vulgo rudo e indisciplinado», la Escritura necesita ser interpretada en muchos pasajes; 6) la ciencia puede constituir un medio para efectuar interpretaciones correctas; 7) no todos los intérpretes de la Biblia son infalibles; 8) no se puede comprometer la Escritura en aquellas cosas que el hombre puede conocer con su sola razón; 9) la ciencia es autónoma: sus verdades se establecen a través de experiencias sensatas y determinadas demostraciones, pero no basándose en la autoridad de la Escritura; 10) ésta ocupa el último puesto en lo referente a cuestiones naturales. Por lo tanto, en opinión de Galileo, la ciencia y la fe son imposibles de comparar. Sin embargo, son compatibles, a pesar de ser incomparables. No se trata de un aut-aut, sino más bien de un et-et. El discurso científico es un discurso empíricamente controlable, que nos permite comprender cómo funciona este mundo. El razonamiento religioso es un mensaje de salvación que no se preocupa del «que», sino del sentido de estas cosas y de nuestra vida; la fe es incompetente con respecto a cuestiones fácticas. Tanto la ciencia como la fe poseen sus propios hechos: por esta razón siempre están de acuerdo. No se contradicen, ni pueden contradecirse, porque no son comparables: la ciencia nos dice «cómo va el cielo», y la fe, «cómo se va al cielo». Cuando surge algo que parezca una contradicción, hay que sospechar enseguida que el científico se ha transformado en metafisico, o bien que el hombre religioso convierte el texto sagrado en un tratado de física o de biología (o en un capítulo de dichos tratados). 6.7. El primer proceso El día de los Fieles Difuntos de 1612, durante un sermón en la iglesia de San Mateo de Florencia, el dominico Niccoló Lorini acusó de herejía a los copernicanos. Dos años más tarde, en 1614, otro dominico -Tommaso Caccini- en un sermón pronunciado el cuarto domingo de Adviento en la iglesia de Santa Maria Novella, dirige un nuevo ataque contra los defenso­ res de la doctrina copernicana. El 7 de febrero de 1615 Niccoló Lorini denuncia a Galileo al Santo Oficio, enviando una copia de la carta de Galileo a Benedetto Castelli y llamando la atención sobre algunas propo­ siciones peligrosas, como aquellas que afirmaban «que ciertos modos de hablar de la Santa Escritura no son válidos; que las Escrituras ocupan el último lugar en las cosas naturales; que los intérpretes yerran con frecuen­ cia; que las Escrituras sólo se refieren a la fe; que en las cosas naturales es superior la argumentación matemático-filosófica». El 19 de febrero de 1616 el Santo Oficio entregó a sus teólogos, para que las examinasen, las dos proposiciones que expresaban el núcleo de la cuestión. Dichas propo­ siciones eran las siguientes: a) «Que el Sol sea el centro del mundo, y por consiguiente, carente de movimiento local»; b) «Que la Tierra no esté en el centro del mundo ni inmóvil, sino que se mueva toda ella en sí misma, etiam con movimiento diurno». Cinco días después, el 24 de febrero, todos los teólogos sentenciaron de manera unánime que la primera propo­ sición era necia y absurda en filosofía, y formalmente herética en la medi­ da en que contradecía las sentencias de la Sagrada Escritura en su signifi­ cado literal, y de acuerdo con el comentario general de los santos Padres y de los doctores en teología. Agregaron, asimismo, que la segunda propo­ sición era merecedora de la misma censura en lo filosófico, y que teológi­ camente por lo menos era errónea en lo que se refiere a la fe. El Santo Oficio trasladó su sentencia a la congregación del índice y el 3 de marzo de 1616 dicha congregación emitió una condena del copernicanismo. Mien­ tras tanto, el 26 de febrero el cardenal Belarmino por orden del Papa exhortaba a Galileo a que abandonase las ideas copernicanas, y le ordena so pena de prisión «no enseñarla y no defenderla de ningún modo, ni de palabra ni por escrito». Galileo dio su consentimiento (acquievit) y prome­ tió obedecer. (Aquí hemos de advertir que se ha discutido la autenticidad del sumario de este proceso, sumario que adquirirá relevancia para el segundo proceso. De Santillana sostiene que se trata de una falsificación de las actas judiciales efectuadas por el comisario padre Seguri, particular­ mente hostil a Galileo.) Después de la amonestación Galileo permaneció en Roma durante tres meses. Como se había corrido la voz de que había abjurado de sus propias teorías ante el cardenal Belarmino, Galileo le pidió a éste una declaración, que Belarmino no tuvo inconveniente en dar, para rebatir las acusaciones y las calumnias que circulaban al respecto. En dicha declaración se lee: «Nos, Roberto, cardenal Belarmino, habiendo oído que el señor Galileo Galilei ha sido calumniado o se le ha imputado el haber abjurado ante nos y de haber sido por ello castigado con peniten­ cias saludables, y habiendo investigado la verdad, decimos que el susodi­ cho señor Galileo no abjuró ante nos ni ante ningún otro aquí en Roma, y menos aún en ningún otro lugar que sepamos, de ninguna opinión o doc­ trina suya, ni tampoco recibió penitencias saludables ni de ninguna otra clase, sino que únicamente se le conoce la declaración (...) en la que se dice que la doctrina atribuida a Copérnico, según la cual la Tierra se mueve alrededor del Sol y el Sol está quieto en el centro del mundo, sin moverse desde oriente hasta occidente, es contraria a las Sagradas Escri­ turas y no puede defenderse ni compartirse. Y en fe de lo cual hemos escrito y firmado la presente con nuestra propia mano.» Con tal declara­ ción en su poder Galileo partió de Roma camino de Florencia el 4 de junio de 1616. No sólo Belarmino, sino también los cardenales Alessandro Orsini y Francesco Maria del Monte expresaron sentimientos de «suprema consideración» a Galileo. Éste, empero, había tenido que enfrentrarse a su primera derrota. Tenía razón el embajador de Toscana en Roma, Piero Guicciardini, quien, cuando se enteró de que Galileo había ido a Roma para defender­ se, escribió una carta a Curzio Picchena, ministro de los Medici, en la que se señalaba que Galileo era un iluso si pretendía llevar ideas nuevas a la capital de la Contrarreforma: «Bien sé -escribía entre otras cosas el emba­ jador- que algunos frailes de santo Domingo, que tienen mucho que ver con el Santo Oficio, y otros, le miran con malos ojos; y éste no es un país en el que se pueda venir a disputar de la Luna, ni en los tiempos que corren defender ni llevar nuevas doctrinas.» 6.8. El «Diálogo sobre los dos sistemas máximos» y el derrocamiento de la cosmología aristotélica Dentro de la polémica con el jesuita Orazio Grassi a propósito de la naturaleza de los cometas Galileo publica en 1623 el Ensayador, obra sobre la que volveremos a hablar cuando tratemos la cuestión del método, puesto que en ella se contienen doctrinas filosófico-metodológicas muy importantes. Mientras tanto, en ese mismo año de 1623, el 6 de agosto, es elegido papa con el nombre de Urbano viii el cardenal Maffeo Barberini, amigo y persona que estima sinceramente a Galileo. Durante el proceso de 1616 Galileo ya había tenido pruebas de la estimación de Barberini. Confortado por este acontecimiento, Galileo reemprende su batalla cultu­ ral: responde a la pretendida refutación del sistema copernicano que había propuesto el ravenés Francesco Ingoli, secretario de la congregación de Propaganda Fide. Vuelve a tratar el problema de las mareas (Diálogo sobre el flujo y el reflujo del mar), convencido de que tiene en sus manos una prueba contundente de orden físico del movimiento de la Tierra y, por lo tanto, del copernicanismo. En efecto, Galileo interpretaba las ma­ reas como consecuencia del movimiento de rotación diaria de la Tierra y del movimiento anual de traslación. Su interpretación es errónea y será Newton quien más adelante solucione el problema de las mareas mediante la teoría de la gravitación. En cualquier caso, Galileo debate estos temas en la cuarta jornada de su Diálogo de Galileo Galilei Lince, donde en los coloquios de cuatro jornadas se discurre sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicanoy de 1632. En el proemio de la obra Galileo escribe que considera que la teoría de Copérnico es una «pura hipótesis matemática», y añade que el trabajo pretende demostrar a los protestantes y a todos los demás que la condena del copernicanismo, efectuada en 1616 por la Iglesia, había sido una cosa seria, fundamentada en motivos procedentes de la piedad, la religión, el reconocimiento de la omnipotencia divina y la conciencia de lo débil que es el conocimiento humano. Obviamente la trampa no era difícil de desenmascarar: «la estra­ tagema de querer demostrar a los herejes la seriedad de su cultura católi­ ca, como resulta evidente, no es más que una pura ficción: lo que a él le interesa es que tal estratagema reabra la discusión y permita en particular dar a conocer también a los católicos las nuevas razones recientemente descubiertas, en favor de la verdad copernicana» (Geymonat). En el Diálogo hay tres interlocutores: Simplicio, Salviati y Sagredo. Simplicio representa al filósofo aristotélico, defensor del saber constitui­ do, propio de la tradición. Salviati es el científico copernicano, cauteloso pero resuelto, paciente y tenaz. Sagredo representa al público abierto a las novedades, pero que quiere conocer las razones de una y otra parte. His­ tóricamente, Filippo Salviati (1583-1614) fue un noble florentino amigo de Galileo; Giovanfrancesco Sagredo (1571-1620), un noble veneciano muy vinculado a Galileo, y Simplicio recuerda probablemente a un co­ mentador de Aristóteles, que vivió en el siglo vi. El diálogo está escrito expresamente en lengua vulgar, ya que «el público al que Galileo quiere convencer es el de las cortes, las nuevas clases intelectuales de la burgue­ sía y el clero» (Paolo Rossi). El Diálogo transcurre a lo largo de cuatro jornadas de coloquios. La primera jornada se dedica a demostrar lo infun­ dado de la distinción aristotélica entre el mundo celestial -que sería inco­ rruptible- y el mundo terreno de los elementos que, en cambio, sería mudable y alterable. No existe tal distinción: de ello nos dan testimonio los sentidos potenciados por el anteojo. Y así como para Aristóteles lo que dicen los sentidos sirve de base al razonamiento, también ahora -le indica Salviati a Simplicio- «filosofaréis más aristotélicamente diciendo que el cielo es alterable porque así me lo muestran los sentidos, que si dijerais que el cielo es inalterable porque así ha discurrido Aristóteles». Las montañas existentes en la Luna, las manchas solares y el movimiento de la Tierra atestiguan que existe una sola física, y no dos físicas, una válida para el mundo celeste y la otra para el mundo terrestre. Sobre la perfección de los movimientos circulares, Aristóteles fundamenta la per­ fección de los cuerpos celestes y luego, basándose en esta última, afirma la verdad de aquélla. En realidad el movimiento circular pertenece no sólo a los cuerpos celestes, sino también a la Tierra. En consecuencia, durante la segunda jornada el Diálogo versa sobre la crítica a aquellos argumentos procedentes de la típica observación común y que se aducen en contra de la teoría copernicana. Sin embargo, antes de pasar a la segunda jornada (y luego á la tercera, dedicadas al análisis y a la solución de las dificultades que se plantean en contra del movimiento diario y anual de la Tierra), Galileo efectúa interesantes consideraciones sobre el lenguaje, al que ve como «el sello de todas las admirables invenciones humanas». Escribe lo siguiente: «Sobre todas las invenciones magníficas, ¿cuál fue la mente eminente que imaginó hallar un modo de comunicar sus recónditos pensa­ mientos a cualquier otra persona, aunque se hallara separada de ésta por un prolongadísimo intervalo de espacio y de tiempo? ¿Hablar con aque­ llos que están en las Indias, hablar a quienes no han nacido aún y existirán de aquí a mil y a diez mil años? ¿Y con qué facilidad? Con los diversos amontonamientos de veinte letras sobre un papel.» Existen argumentos en contra del movimiento de la Tierra, que proce­ den de la antigüedad y de la época actual. Éstos son algunos de ellos: los cuerpos pesados caen perpendicularmente, cosa que no ocurriría si la Tierra se desplazase; las cosas que «se mantienen durante largo tiempo en el aire» -las nubes, por ejemplo- deberían aparecer ante nosotros en un movimiento veloz, si la Tierra efectivamente se desplazase; si se disparan dos proyectiles iguales, con la misma culebrina, pero uno hacia oriente y el otro hacia occidente, el alcance de este último debía ser mucho mayor que el del otro, porque mientras que el proyectil se mueve hacia el Oeste, la culebrina -siguiendo el movimiento de la Tierra- debería desplazarse hacia el Este. Sin embargo, no ocurre tal cosa; por lo tanto, concluye Simplicio, la Tierra no está en movimiento. Además, sigue diciendo Sim­ plicio, si en una nave en reposo se deja caer una piedra desde la extremi­ dad de uno de sus palos, la piedra cae perpendicularmente a la base del mismo palo. En cambio, si se está en una nave en movimiento, entonces la piedra que se deja caer desde lo alto del palo cae lejos de la base de éste, en dirección a popa. Lo mismo tendría que ocurrir con una piedra que se deje caer desde lo alto de una torre, si se supone que la Tierra está en movimiento. Esto no sucede, y por lo tanto la Tierra está inmóvil. En este momento, tomando como base la experiencia que dice Simplicio que se da en la nave, Galileo -por boca de Salviati y Sagredo- establece el principio de la relatividad de los movimientos, con lo que destruye con un solo golpe todas estas experiencias del sentido común, que se aducían en con­ tra de la teoría del movimiento terrestre. En resumen: con sus teorías logra desembarazarse de todo aquel conjunto de hechos contrarios a Copérnico y favorables a Ptolomeo, reemplazándolos con otros hechos, otras experiencias, otras evidencias. En efecto, cualquiera que haga la expe­ riencia de la piedra sobre la nave, se encontrará con que dicho experimen­ to «muestra todo lo contrario de lo que se afirma». Salviati dice: «En­ cerraos con un amigo en la mayor estancia que haya bajo cubierta, en un gran navio, y colocad allí moscas, mariposas y otros pequeños animales volantes; haya allí también un gran recipiente con agua, y dentro de éste, pececillos; cuélguese en una altura un pequeño cántaro, que vaya vertien­ do agua, gota a gota, en otro jarro con el cuello estrecho, colocado más abajo. Si la nave está quieta, observad con diligencia cómo todos los animalillos voladores se dirigen con la misma velocidad a todos los rincones de la estancia; los peces nadarán con indiferencia en todas direcciones; las gotas que caen entrarán todas en el jarro que está abajo. Y vos, al arrojar a vuestro amigo alguna cosa, cuando las distancias sean iguales, no habréis de emplear más vigor en una dirección que en la otra. Y si saltáis, como se dice, a pie juntillas, recorreréis espacios iguales hacia todas las partes. Una vez que hayáis observado con diligencia todas estas cosas, de modo que no exista la más mínima duda de que mientras el barco permanezca quieto deban suceder así, haced que la nave se mueva con la velocidad que se quiera; siempre que el movimiento sea uniforme y no fluctúe de aquí para allá, no reconoceréis ni la más mínima mutación en todos los efectos nombrados, ni ninguno de éstos os hará saber si la nave se mueve o está quieta; recorreréis sobre el suelo los mismos espacios que antes, y no porque la nave se mueva a gran velocidad, saltaréis más hacia popa que hacia proa, ni tampoco durante el tiempo que permanezcáis en el aire el suelo se desplazará hacia la parte contraria a vuestro salto; y al tirar algo a vuestro compañero, no tendréis que arrojarlo con más fuerza para que le llegue cuando él esté hacia proa, y vos hacia popa, que si ocupáis sitios opuestos; las gotas igual que antes caerán en el jarrón inferior, sin que ninguna se vaya hacia popa, aunque la nave recorra muchos palmos mien­ tras la gota está en el aire.» Todo esto nos muestra que, basándose en observaciones mecánicas realizadas en el interior de un sistema determinado, es imposible estable­ cer si dicho sistema se halla en reposo o en movimiento rectilíneo unifor­ me: «Sea, pues, principio de nuestra contemplación el considerar que, sea cual sea el movimiento que se le atribuya a la Tierra, es necesario que para nosotros, como habitantes de ella y, por consiguiente, participantes en el movimiento, resulte del todo imperceptible, como si no existiese, mien­ tras miramos sólo las cosas terrestres.» La importancia de este principio de relatividad (galileana) salta a la vista de inmediato, si se recuerda que «la relatividad restringida de Einstein no es más que una ampliación de la relatividad galileana, es decir, una extensión de ésta, desde los fenómenos mecánicos considerados por Galileo hasta todos los fenómenos naturales, incluso los pertenecientes a la electrodinámica y a la óptica» (Geymonat). No se debe olvidar, sin embargo, que a través de dicho principio Galileo logra neutralizar toda una serie de experiencias que se oponían al sistema copernicano: construye nuevos hechos, interpreta de modo diferente los antiguos. Más aún, que todo movimiento sea relativo significa que el movimiento no es atribuible a un cuerpo en sí mismo: «es el final de la concepción que comparten la doctrina aristotélica y la teoría medieval del impetus, sobre un movimiento que tiene necesidad de un motor que lo produzca y que lo conserve en movimiento durante su desplazamiento. Tanto el reposo como el movimiento se convertirán en dos estados persis­ tentes de los cuerpos. El estado de reposo de un cuerpo también necesita explicación. En ausencia de resistencias externas, para detener un cuerpo en movimiento es preciso que haya una fuerza. La fuerza no produce el movimiento, sino la aceleración. Galileo abrió el camino que llevará a la formulación del principio de inercia» (Paolo Rossi). De este modo, se produce un ataque radical a la cosmología aristotélica. Según A. Koyré, el Diálogo «no es un libro de astronomía, y tampoco de física. Antes que nada es un libro de crítica; una obra polémica y de combates (...) una obra filosófica». El Diálogo está dirigido contra la tradición aristotélica, y «si Galileo combate la filosofía de Aristóteles, lo hace en provecho de otra filosofía bajo cuyas banderas se integra: en provecho de la filosofía de Platón. De una determinada filosofía de Platón». 6.9. El segundo proceso: la condena y la abjuración Los adversarios de Galileo convencieron a Urbano vm de que el Diálo­ go sobre los dos sistemas máximos del mundo constituía un escarnio y un descrédito de la autoridad e incluso del prestigio del papa, que habría sido ridiculizado en la figura de Simplicio, defensor de aquella «admirable y verdaderamente angélica doctrina» a la que «es obligado atenerse» y de la que se habla en la última página del Diálogo. Inmediatamente después de su publicación, el inquisidor de Florencia ordenó que se suspendiese su difusión. En octubre de 1632 se mandó a Galileo que se trasladase a Roma para ponerse a disposición del Santo Oficio. Galileo aplazó, pretextando motivos de salud, su viaje a Roma, pero la reacción de la Inquisición fue muy dura, como lo demuestra la carta que llegó el primero de enero de 1633 al inquisidor de Florencia: «Ha sido muy mal considerado el que Galileo Galilei no se haya adherido con prontitud al precepto que le ordenaba venir a Roma; y no debe excusar su desobediencia con la esta­ ción del año, porque por su culpa se ha retrasado hasta este tiempo; y hace muy mal tratando de justificarse fingiéndose enfermo (...). Si no obedece de inmediato, se enviará un comisario acompañado de médicos para que le detengan y lo conduzcan a las cárceles de este supremo tribunal, sujeto con cadenas, porque desde aquí se ve que ha abusado de la benignidad de esta congregación.» El 13 de febrero Galileo está en Roma, como huésped de Nicolini, embajador de los Medici. Nicolini, que aprecia la situación con claridad, escribía: «Pretende defender muy bien sus opiniones, pero yo le he exhortado, con objeto de acabar antes, a que no se preocupe de sostenerlas, y se someta.» El 12 de abril Galileo se halla ante el Santo Oficio, donde se le acusa de haber engañado al padre Riccardi -que había concedido el imprimatur al Diálogo- ya que no le había transmitido el precepto que en 1616 se le había impuesto, según el cual Galileo no podía «enseñar ni defender en ningún modo» la teoría de Copérnico. Galileo se defendió diciendo que había escrito el Diálogo para mostrar la invalidez del copernicanismo; no recordaba que se le hubiese dado ningún precepto en presencia de testigos y muestra la declaración que en 1616 le había entregado Belarmino. Convencidos de que Galileo quería engañarlos, ya que el Diálogo cons­ tituía una acérrima defensa de la idea copernicana, elaborada además con «argumentos nuevos, que jamás había propuesto ningún ultramontano»; irritados por el hecho de que Galileo no hubiese escrito su obra en latín sino en lengua vulgar «para arrastrar tras de sí al vulgo ignorante en el que el error hace presa con más facilidad»; centrando su atención en que «el autor sostiene haber discutido una hipótesis matemática, pero le confiere realidad física, cosa que jamás hacen los matemáticos», los inquisidores, después de otro interrogatorio, el 22 de junio dictan una sentencia conde­ natoria, y ese mismo día Galileo de rodillas pronuncia su abjuración. El texto de la condena acaba en estos términos: Decimos, pronunciamos, sentenciamos y declaramos que tú, susodicho Galileo, por las cosas deducidas en el proceso, por ti confesadas como antes, te has vuelto ante este Santo Oficio vehemente sospechoso de herejía, esto es, de haber defendido y creído doctrina falsa y contraria a las Sagradas y divinas Escrituras, que el Sol sea centro de la Tierra y que no se mueve de oriente hacia occidente, y que la Tierra se mueve y no está en el centro del mundo, y que se puede pensar y defender como probable una opinión, después que haya sido declarada y definida como contraria a la Sagrada Escritura; y consiguientemente, has incurri­ do en todas las censuras y penas de los sagrados cánones y demás constituciones generales y particulares que se hayan impuesto y promulgado en contra de semejantes delincuentes. De las que nos contentamos con que seas absuelto, siempre que antes, con un corazón sincero y fe no fingida, en nuestra presencia abjures, maldigas y detestes los susodichos errores y herejías, y cualquier otro error y herejía contraria a la católica y apostólica Iglesia, en el modo y la forma que te demos. Éstas son la parte inicial y la final del texto de la abjuración de Galileo: Yo, Galileo, hijo de Vicenzo Galileo de Florencia, a los 70 años de edad, constituido personalmente en juicio, y arrodillado ante vosotros, eminentísimos y reverendísimos carde­ nales, generales inquisidores contra la herética maldad en toda la república cristiana; tenien­ do ante mis ojos los sacrosantos Evangelios, que toco con mis propias manos, juro que siempre he creído, creo ahora y, con la ayuda de Dios, creeré en lo porvenir, todo lo que defiende, predica y enseña la santa católica y apostólica Iglesia (...). Por lo tanto, queriendo levantar de la mente de Vuestras Eminencias y de la de todos los fieles cristianos esta vehemente sospecha, justamente concebida sobre mí, con corazón sincero y fe no fingida abjuro, maldigo y detesto los susodichos errores y herejías, y de modo general todos y cualquier otro error, herejía y secta contraria a la santa Iglesia; y juro que en lo porvenir nunca diré ni afirmaré de viva voz o por escrito cosas tales que puedan justificar una sospe­ cha semejante con respecto a mí; y si conozco algún hereje o un sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio, o al inquisidor o al ordinario del lugar, donde me encuentre. La Iglesia de la contrarreforma y del temor fue la que condenó a Galileo. Y lo condenó en una Roma en cuyas clases dirigentes no se daba en absoluto «aquella burguesía desenfadada y arriesgada que señala el advenimiento de la época moderna, sino el imperio de las leyes y de los precedentes, es decir, de los leguleyos y los escribanos, una sociedad intemporal, una ciudad conformista de burócratas, mozos de cuadra, pres­ tamistas, recaudadores, vinateros, intermediarios, picapleitos, comercian­ tes en artículos sacros y directores en busca de conciencias principescas, donde siempre se acaba, adondequiera que se vaya, entre picaros y cara­ duras» (De Santillana). En la historia de las ideas -escribe Paolo Rossi1633 está marcado como un año decisivo. En su opinión, una carta que Descartes escribe al padre Marsenne pocos meses después de la condena «sirve mejor que cualquier otra consideración para precisar el sentido de la trágica situación en la que muchos llegaron a encontrarse y a la que muchísimos se adaptaron». Descartes manifiesta su sorpresa ante la con­ dena de Galileo, «italiano y (...) muy querido también del papa». Sin lugar a dudas, reconoce Descartes, la teoría del movimiento de la Tierra «fue censurada en otros tiempos por algún cardenal, pero me parecía haber oído decir que a continuación no se impedía enseñarla públicamen­ te, ni siquiera en Roma». Descartes añade que si la teoría de Copérnico es falsa, entonces resultan ser falsos todos los fundamentos de su filosofía, ya que la teoría de la movilidad de la Tierra se encuentra sólidamente ligada a «todas las partes» de su sistema. Empero, como no tiene la intención de publicar ningún escrito «en el que se pueda encontrar ni una sola palabra que desapruebe la Iglesia, prefiero más bien suprimirlo que dejar que aparezca alterado». El escrito al que Descartes se refiere es su tratado sobre el Mundo, que se publicará por primera vez en 1664, más de catorce años después de la muerte de Descartes. 6.10. La última gran obra: los «Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias» Después del segundo proceso y de su abjuración, Galileo escribe los Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias, que versan sobre la mecánica y los movimientos locales. El dedicarse al problema del movimiento ha sido una constante en el trabajo de Galileo, desde la época de su obra juvenil De Motu (1590). El hecho se justifica porque los «principios de la dinámica y la defensa del sistema copernicano se conjugan indisolublemente en el sistema de Galileo, y va por mal cami­ no la crítica que pretenda eliminar este nexo» (F. Enriques). Por ello, los Discursos «no son menos copernicanos que el Diálogo sobre los sistemas máximos» (S. Timpanaro). Lo son, porque profundizan y consolidan las leyes de la mecánica que Galileo había empleado para rebatir y refutar las objeciones de carácter mecánico (por ejemplo, la caída vertical de los graves) aducidas en contra del copernicanismo. Los Discursos también están redactados en forma de diálogo y en ellos encontramos los mismos protagonistas del Diálogo sobre los dos sistemas máximos: Salviati, Sagredo y Simplicio. Asimismo, los Discursos se des­ arrollan en cuatro jornadas. En las dos primeras jornadas se discute sobre la ciencia que versa sobre la resistencia de los materiales. Éste es el pro­ blema que se plantea: cuando se construyen máquinas de proporciones distintas, «la máquina más grande, fabricada de la misma materia y con las mismas proporciones que la más pequeña, en todas las circunstancias res­ ponderá de modo perfectamente simétrico a la más pequeña, excepto en su robustez y resistencia ante un ataque violento; cuanto más grande sea, en proporción será más débil». En otras palabras, en todos los cuerpos sólidos se encuentra una «resistencia a ser partidos en trozos», y la cues­ tión que Galileo quiere resolver consiste en descubrir la relación matemá­ tica que existe entre dicha resistencia y la «longitud y la anchura» de esos cuerpos. Durante la primera jornada se ve enseguida que lo primero que se necesita es investigar la estructura de la materia: se habla de la «conti­ nuidad», del «vacío», del «átomo». Se analizan las analogías y las diferen­ cias entre las subdivisiones que realiza el matemático y las del físico. A propósito del vacío, Galileo polemiza en contra de la idea aristotélica según la cual el movimiento resultaría imposible en el vacío. También se critican las ideas de Aristóteles sobre la caída de los graves, según las cuales existiría una proporcionalidad entre el peso de los distintos graves y la velocidad de su caída. En cambio, Galileo reitera la opinión de que «si se eliminase por completo la resistencia del medio, todas las materias descenderían con igual velocidad». Luego, se pasa a examinar las oscila­ ciones del péndulo y sus leyes: isocronismo y proporcionalidad entre el período de oscilación y la raíz cuadrada de la longitud del péndulo. Se discute acerca de la acústica, proponiendo aplicaciones en los resultados obtenidos sobre las oscilaciones pendulares. En la segunda jornada, la resistencia de los cuerpos sólidos se vincula con sistemas y combinaciones de palancas. Así, la nueva ciencia (que se remite al «sobrehumano Arquímedes, a quien jamás nombro sin admiración»), la estática, permite a Galileo mostrar la virtud, es decir, la eficacia de la geometría para el estudio de la naturaleza física (y también biológica: la naturaleza de los huesos huecos, la proporción en los miembros de los gigantes, etc.). Dice Sagredo: «¿Qué hemos de decir, señor Simplicio? ¿No conviene confesarle que la virtud de la geometría es el instrumento más poderoso de todos para agudizar el ingenio y disponerlo al perfecto discurrir y especular? ¿No tenía mucha razón Platón cuando quería que sus discípu­ los estuviesen primero bien fundamentados en matemáticas? Había yo comprendido muy bien la facultad de la palanca, y cómo aumentando o recortando su longitud, aumentaba o se reducía la magnitud de la fuerza y de la resistencia; a pesar de todo esto me engañaba en la determinación del problema presente, y no por poco, sino infinitamente.» Simplicio aña­ de: «Verdaderamente comienzo a comprender que la lógica, aunque sea un potentísimo instrumento para regular nuestro discurso, en lo que se refiere a estimular la mente hacia la invención, no llega a la agudeza de la geometría.» Las jornadas tercera y cuarta se dedican a la segunda nueva ciencia, la dinámica. Salviati lee un tratado en latín sobre el movimiento, que dice que fue compuesto por su amigo Accademio (es decir, Galileo). Mientras Salviati lee, los otros dos interlocutores, Sagredo y Simplicio, piden poco a poco aclaraciones, que se les van dando. Más en particular, durante la tercera jornada se demuestran -como lo resume Geymonat- las leyes clásicas sobre el movimiento uniforme, sobre el movimiento naturalmente acelerado y sobre el uniformemente acelerado o retardado. Galileo toma como base definiciones «concebidas y admitidas en abstracto» de los mo­ vimientos, y a continuación deduce con todo rigor sus características. Ante las objeciones que Sagredo y Simplicio le plantean, según las cuales es preciso realizar experiencias que confirmen que las leyes de los movi­ mientos se corresponden con la realidad, Galileo, por boca de Salviati, narra la célebre experiencia de los planos inclinados. Resulta muy oportu­ no exponerla aquí: En un listón o viga de madera con una longitud de unas 12 brazas, media braza de ancho y 3 dedos de grosor, se excava un canalillo, apenas más ancho de un dedo, en su lado más estrecho; ese canalillo debe ser muy recto, y para que esté bien pulimentado y alisado, se le adhiere en su interior un pergamino lo más bruñido y pulido que sea posible, haciendo bajar por él una bola de bronce muy duro, bien redondeada y pulida; una vez que se había colocado en pendiente dicho listón, elevando una o dos brazas -como se prefiera- por encima del plano horizontal uno de sus extremos, se deja caer (como he dicho) la bola por ese canal, anotando en la forma que diré después el tiempo que tardaba en recorrer­ lo por completo, repitiendo muchas veces lo mismo, para asegurarse bien de la cantidad de tiempo, que jamás difería ni siquiera en la décima parte de una pulsación. Realizada y establecida con precisión dicha operación, haremos descender la misma bola a lo largo de únicamente la cuarta parte del canal; si se mide el tiempo de descenso, se descubre siempre que es puntualísimamente la mitad del anterior: y realizando después la experiencia en otras partes, comparando el tiempo correspondiente a toda la longitud con el tiempo correspon­ diente a la mitad, o a los dos tercios o los tres cuartos, en definitiva, con cualquier otro tamaño, en experiencias cien veces repetidas se descubría siempre que los espacios recorri­ dos se hallaban entre sí al igual que los cuadrados de los tiempos, cosa que sucede en cualquiera de las inclinaciones del plano, es decir, del canal por donde baja la bola; por lo cual observamos asimismo que los tiempos de descenso, en las diversas inclinaciones, conser­ van entre sí con toda exactitud aquella proporción que más abajo el autor les asignará y demostrará. En lo que se refiere a la medida del tiempo, se colgaba en lo alto un gran cántaro lleno de agua, del que, a través de un pequeñísimo orificio practicado en el fondo, iba saliendo hilo muy fino de agua, que se recogía en un vasito durante el tiempo que tardaba la bola-en bajar por el canal o por sus segmentos más cortos. El agua que así se recogía se pesaba cada vez con una balanza muy exacta, dándonos las diferencias y proporciones entre sus pesos las diferencias y proporciones existentes entre los tiempos; esto se conseguía con tanta precisión que, como he dicho, dichas operaciones, repetidas innumerables veces, ya no diferían en una magnitud apreciable. Como puede apreciarse, esta experiencia no consiste en una observa­ ción carente de teoría; la experiencia no viene dada, se construye, se elabora. Se elabora y se construye porque la teoría la exige. Antes que nada la experiencia no es un dato o una observación pura y simple; la experiencia es experimento. Y el experimento se hace, se construye. El hecho del experimento es un dato únicamente después de que ha sido realizado. El experimento está penetrado de teoría en su integridad. Ade­ más, en los debates correspondientes a la tercera jornada, resulta notable la aparición en estado confuso de los conceptos de infinito e infinitésimo. Estos conceptos o, para decirlo con más exactitud, la noción de límite, resultan esenciales para las ideas de velocidad en un instante y de acelera­ ción. En la actualidad las cosas nos parecen muy sencillas. Galileo, empe­ ro, no conocía el cálculo infinitesimal que será descubierto más tarde por Newton y por Leibniz (y sobre el cual Bonaventura Cavalieri deseó en vano que su maestro Galileo aplicase sus esfuerzos). En cualquier caso, Galileo habla de «infinitos grados de tardanza». Esto también constituye una de sus glorias. Durante la cuarta jornada se discute con gran amplitud y profundidad la trayectoria de los proyectiles (trayectoria que posee una forma parabólica). Este análisis se basa en la ley de la composición de los movimientos. Los Discursos fueron impresos en Holanda, adonde habían llegado en forma clandestina. Representan la contribución más madura y más original realizada por Galileo con relación a la historia de las ideas científicas. 6.11. La imagen galileana de la ciencia La ciencia moderna es la ciencia de Galileo, en la explicitación de sus supuestos, en la delimitación de su autonomía y en el descubrimiento de las reglas del método. Ahora bien, ¿cuál es, exactamente, la imagen de la ciencia que tuvo Galileo? O mejor aún, ¿cuáles son las características de la ciencia que se deducen de las investigaciones efectivas de Galileo, o bien de las reflexiones filosóficas y metodológicas sobre la ciencia que lleva a cabo el mismo Galileo? La pregunta es muy pertinente, y después de todo lo que hasta aquí se ha dicho estamos en condiciones de exponer toda una serie de rasgos distintivos que sirven para restituirnos la imagen galileana de la ciencia. 1) Ante todo, la ciencia de Galileo ya no es un saber al servicio de la fe; no depende de la fe; posee un objetivo distinto al de la fe; se acepta y se fundamenta por razones diversas a las de la fe. La Escritura contiene el mensaje de salvación y su función no consiste en determinar «las constitu­ ciones de los cielos y de las estrellas». Las proposiciones defi.de nos dicen «cómo se va al cielo»; las científicas, obtenibles «mediante las experien­ cias sensatas y las demostraciones necesarias», nos dan testimonio en cam­ bio de «cómo va el cielo». En pocas palabras, basándose en sus diferentes finalidades (la salvación, para la fe; el conocimiento, para la ciencia), y en sus distintas modalidades de fundamentación y aceptación (en la fe: auto­ ridad de la Escritura y respuesta del hombre ante el mensaje revelado; en la ciencia: experiencias sensatas y demostraciones necesarias), Galileo separa las proposiciones de la ciencia de las de la fe. «Me parece que en las disputas naturales (la Escritura) debería colocarse en último lugar.» 2) Si la ciencia es autónoma con respecto a la fe, con mayor razón aún debe ser autónoma de todos aquellos lazos humanos que -como la fe en Aristóteles y la adhesión ciega a sus palabras- vedan su realización. «¿Y qué puede ser más vergonzoso -dice Salviati en el Diálogo sobre los siste­ mas máximos- en los debates públicos, mientras se está tratando de con­ clusiones demostrables, que el oír a uno aparecer de pronto con un texto -a menudo escrito con un objetivo muy distinto- y cerrar con él la boca de su adversario? (...). Señor Simplicio, venid con razones y con demostra­ ciones, vuestras o de Aristóteles, y no con textos o meras autoridades, porque nuestros discursos han de versar sobre el mundo sensible y no sobre un mundo de papel.» 3) Por lo tanto la ciencia es autónoma de la fe, pero también es algo muy distinto de aquel saber dogmático representado por la tradición aris­ totélica. Esto no significa, sin embargo, que para Galileo la tradición resulte negativa en cuanto tradición. Es negativa cuando se erige en dog­ ma, en dogma incontrolable que pretende ser intocable. «Tampoco digo que no haya que escuchar a Aristóteles, por lo contrario, alabo que se le oiga y se le estudie con diligencia, y únicamente critico el entregársele de forma que se suscriba a ciegas todo lo que dijo y, sin buscar ninguna otra razón, haya que tomarlo como decreto inviolable; lo cual constituye un abuso que sigue a otro extremo desorden y que consiste en dejar de es­ forzarse por entender la fuerza de sus demostraciones.» Así sucedió en el caso de aquel aristotélico que, basado en los textos de Aristóteles, soste­ nía que los nervios se originan en el corazón. Cuando una disección anató­ mica desmintió tal teoría, afirmó: «Me habéis hecho ver esto de un modo tan abierto y sensato, que si el texto de Aristóteles no dijese lo contrario -que los nervios nacen del corazón- tendría por fuerza que confesar que es verdad.» Galileo ataca el dogmatismo y el puro Ipse dixit, la «autoridad desnuda» y no las razones que aún hoy podrían hallarse, por ejemplo, en Aristóteles: «Empero, señor Simplicio, venid con las razones y las demos­ traciones, vuestras o de Aristóteles.» A la verdad no hay que pedirle el certificado de nacimiento, y en todas partes pueden encontrarse razones y demostraciones. Lo importante es dar a entender que son válidas y no que estén escritas en los libros de Aristóteles. Y en contra de los aristotélicos dogmáticos y librescos, Galileo apela al propio Aristóteles: es «el mismo Aristóteles» quien «antepone (...) las experiencias sensatas a todos los razonamientos». Hasta tal punto es así, que «no me cabe la menor duda de que, si Aristóteles viviese en nuestra época, cambiaría de opinión. Esto se deduce manifiestamente de su propio modo de filosofar: cuando escribe que considera que los cielos son inalterables, etc., porque en ellos no ha visto engendrarse ninguna cosa nueva ni desvanecerse ninguna cosa vieja, nos da a entender implícitamente que, si hubiese visto uno de estos acci­ dentes, habría considerado lo contrario, anteponiendo, como conviene, la experiencia sensata al razonamiento natural». En consecuencia, Galileo pretende liberar el camino de la ciencia de un obstáculo epistemológico en sentido estricto, del autoritarismo de una tradición sofocante que bloquea el avance de la ciencia. Galileo, en definitiva, celebra «el funeral (...) de la pseudofilosofía», pero no el funeral de la tradición en cuanto tal. Esto es tan cierto que con las debidas cautelas cabe decir que es platónico en filosofía y aristotélico en el método. 4) Autónoma en relación con la fe, contraria a las pretensiones del saber dogmático, la ciencia de Galileo es la ciencia de un realista. Copérnico es realista y Galileo también lo es. No razona como un matemático puro, sino como físico; se consideraba más filósofo (es decir, físico) que matemático. En otras palabras, en opinión de Galileo la ciencia no es un conjunto de instrumentos (calculísticos) útiles (para efectuar previsiones). Al contrario, consiste en una descripción verdadera de la realidad: nos dice «cómo va el cielo». Como hemos visto con anterioridad, la raíz más auténtica y profunda del enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia está precisamente en la concepción realista de la ciencia que defiende Galileo. 5) Sin embargo, la ciencia sólo puede ofrecernos una descripción ver­ dadera de la realidad, sólo puede llegar hasta los objetos -y ser por lo tanto objetiva- con la condición de establecer una distinción fundamental entre las cualidades objetivas y subjetivas de los cuerpos. En otras pala­ bras, la ciencia debe limitarse a describir las cualidades objetivas de los cuerpos, cuantitativas y mensurables (públicamente controlables), exclu­ yendo de sí misma al hombre, esto es, las cualidades subjetivas. Leemos en el Ensayador: «Por eso, cuando concibo una materia o substancia cor­ pórea, me siento atraído por la necesidad de concebir al mismo tiempo que está determinada y configurada de esta manera o de la otra, que es grande o pequeña en comparación con otras, que está en este lugar o en aquél, en este o en aquel tiempo, que se mueve o está quieta, que toca o no a otro cuerpo, que es una, pocas o muchas, y mediante ninguna imagi­ nación puedo separarla de estas condiciones; empero, que sea blanca o roja, dulce o amarga, sorda o muda, que tenga un aroma grato o desagra­ dable, no siento que mi mente esté forzada a entenderla necesariamente acompañada por tales condiciones: más aún, si los sentidos no nos sirvie­ sen de guía, quizás el razonamiento o la imaginación por sí misma jamás llegaría hasta ellas.» En resumen: los colores, los olores, los sabores, etc., son cualidades subjetivas; no existen en el objeto, sino únicamente en el sujeto que siente, al igual que las cosquillas no existen en la pluma, sino en el sujeto sensible a ellas. La ciencia es objetiva porque no se interesa por las cualidades subjetivas que varían para cada hombre, sino que atiende a aquellos aspectos de los cuerpos que, al ser cuantificables y mensurables, son iguales para todos. La ciencia tampoco pretende «determinar la esen­ cia verdadera e intrínseca de las substancias naturales». Por lo contrario, escribe Galileo, «determinar la esencia lo considero una empresa tan imposible y un esfuerzo tan vano en las substancias próximas y elementa­ les como en las muy remotas y celestiales: y me creo tan ignorante de la substancia de la Tierra como de la substancia de la Luna, de la nubes elementales y de las manchas del Sol». Por lo tanto, ni las cualidades subjetivas ni las esencias de las cosas constituyen el objetivo de la ciencia. Ésta debe contentarse con «tener noticia dQ algunas de sus afecciones». Por ejemplo, «sería inútil intentar una investigación de la substancia de las manchas solares, pero esto no impide que podamos conocer algunas de sus afecciones, por ejemplo el lugar, el movimiento, la figura, el tamaño, la opacidad, la mutabilidad, la producción y la desaparición». La ciencia, pues, es conocimiento objetivo, conocimiento de las cualidades objetivas de los cuerpos: y éstas son cualidades cuantitativamente determinables, esto es, medibles. 6) La ciencia describe la realidad; es conocimiento y no pseudofilosofía porque describe las cualidades objetivas (es decir primarias) de los cuerpos, y no las subjetivas (secundarias). Aquí encontramos un elemento central para el pensamiento de Galileo: esta ciencia descriptiva de la reali­ dad, objetiva y mensurable, se vuelve posible porque el libro de la natura­ leza «está escrito en lenguaje matemático». En el Ensayador se halla el texto siguiente: «La filosofía está escrita en este libro grandísimo que continuamente tenemos abierto ante los ojos (quiero decir el universo), pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua y a conocer las letras en que está escrito. Está escrito en lengua matemática, y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, y sin estos medios resulta imposible que los hombres entiendan nada: sin ellos, no habría más que un vano dar vueltas por un obscuro laberinto.» Estamos ante la explicitación del supuesto metafísico de cuño platónico de la cien­ cia de Galileo. «Si se reclama un estado superior para la matemática, y si además se le atribuye un valor real y una posición dominante dentro de la física, se es platónico», escribe Koyré. Para este autor, es evidente que en Galileo y en sus discípulos, al igual que en sus contemporáneos y predece­ sores, «matemática significa platonismo», y «el Diálogo y los Discursos nos narran la historia del descubrimiento, o mejor dicho, del redescubri­ miento del lenguaje de la Naturaleza. Nos explican la manera de interro­ garla, es decir, contienen la teoría de aquella investigación experimental en la que la formulación de los postulados y la deducción de sus conse­ cuencias precede y guía la observación. Ésta, para Galileo por lo menos, es una prueba de hecho. La nueva ciencia es para él una prueba experi­ mental del platonismo». 7) La ciencia es conocimiento objetivo de las afecciones o cualidades cuantificables y mensurables de los cuerpos. Es un redescubrimiento del lenguaje del libro de la Naturaleza, libro «escrito en lengua matemática». La ciencia es objetiva porque no se queda empantanada en las cualidades subjetivas o secundarias, y porque no se propone «determinar las esen­ cias». Sin embargo, aunque a criterio de Galileo determinar la esencia sea empresa imposible y vana, en la filosofía galileana de la ciencia se integra un cierto esencialismo. El hombre no lo conoce todo; de las substancias naturales que conoce, desconoce su esencia verdadera e intrínseca, pero a pesar de ello el hombre posee algunos conocimientos definitivos y no revisables (en esto consiste el esencialismo de Galileo): «Conviene recu­ rrir a una distinción filosófica, diciendo que el entender puede tomarse en dos modos, intensive o extensive; extensive, es decir en cuanto a la muche­ dumbre de los inteligibles, que son infinitos, el entender humano es como nada, aunque entienda mil proposiciones, porque mil comparado con una infinidad es igual a cero. Tomando empero el entender intensive, en tanto que dicho término conlleva intensivamente, esto es., perfectamente, una proposición, afirmo que el intelecto humano entiende algunas con tanta perfección y está tan cierto de ellas como pueda estarlo de la misma naturaleza; tales son las ciencias matemáticas puras, la geometría y la aritmética, de las que el intelecto divino conoce infinitas proposiciones más, porque las sabe todas, pero creo que en aquellas pocas que entiende el intelecto humano, el conocimiento se iguala al conocimiento divino en su certeza objetiva, porque llega a comprender su necesidad, y no puede existir una seguridad mayor que ésta.» Ahora bien, ya que los conoci­ mientos geométricos y matemáticos son definitivos, necesarios y seguros; ya que, por otra parte, la Naturaleza está escrita en un lenguaje geométri­ co y matemático; y ya que el conocimiento es un redescubrimiento del lenguaje de la Naturaleza, es muy fácil de advertir la confianza que Galileo ponía en la razón y en el conocimiento científico. Este último es algo muy distinto de un mero conjunto de instrumentos más o menos útiles. 8) Evidentemente, limitarse a las cualidades objetivas o primarias de los cuerpos, a sus cualidades geométricas y mensurables, implica toda una serie de consecuencias: á) excluye al hombre del universo investigado por la física; b) al excluir al hombre, excluye un cosmos de cosas y de objetos que se encuentre ordenado y jerarquizado en función del hombre; c) excluye la indagación cualitativa en favor de la cuantitativa; d) elimina las causas finales en favor de las causas mecánicas y eficientes. En pocas palabras: el mundo descrito por la física de Galileo ya no es el mundo de que habla la física de Aristóteles. He aquí algunos ejemplos que ilustran la diferencia entre el mundo de Galileo y el de Aristóteles. En el Diálogo, Simplicio afirma que «ninguna cosa ha sido creada inútilmente ni está ociosa en el universo», ya que vemos «esta bella ordenación de planetas, dispuestos en torno a la Tierra en distancias proporcionadas a producir en ella sus efectos en beneficio nuestro». Por lo tanto, sin dejar de lado el plan de Dios en favor del hombre, ¿cómo podrá «interponerse (...) entre el orbe supremo de Saturno y la esfera estrellada un espacio vastísimo sin ninguna estrella, superfluo y vano? ¿Con qué finalidad? ¿Para beneficio y utilidad de quién?» Salviati responde a Simplicio de inmediato: «Cuando se me dice que sería inútil y vano un espacio inmenso entre los orbes de los planetas y la esfera estrellada, carente de estrellas y ocioso, al igual que sería superflua tan gran inmensidad como receptáculo de las estrellas fijas, que supera cualquier aprehensión nuestra, afirmo que es temerario con­ vertir nuestro débilísimo razonamiento en juez de las obras de Dios y llamar vano o superfluo a todo lo que hay en el universo y que no nos sirve a nosotros.» El universo determinista y mecanicista de Galileo ya no es el universo antropocéntrico de Aristóteles y de la tradición. Ya no está jerar­ quizado y ordenado en función del hombre, y éste ya no constituye la finalidad de aquél. Está ordenado geométricamente, con un orden que se muestra ciego ante el hombre. 9) Una consecuencia ulterior de la noción galileana de conocimiento científico es la demostración de la vaciedad o, incluso, de la insensatez de las teorías y los conceptos aristotélicos. Tal es el caso, por ejemplo, de la idea de perfección de algunos movimientos y de algunas formas de los cuerpos. En opinión de los aristotélicos, la Luna no podía tener montañas y hondonadas porque éstas la habrían privado de aquella forma esféri­ ca y perfecta que corresponde a los cuerpos celestes. Galileo, no obstante, señala lo siguiente: «Este razonamiento es muy frecuente en las escuelas peripatéticas, pero dudo de que su principal eficacia consista únicamente en hallarse de manera inveterada en las mentes de los hombres, aunque sus proposiciones no sean necesarias ni hayan sido demostradas; creo, al contrario, que muy vacilantes e inseguras. En primer lugar, que la figura esférica sea más o menos perfecta que las demás, no veo yo cómo pueda afirmarse con carácter absoluto, sino sólo en relación con algo; como por ejemplo para un cuerpo que haya de girar por todas partes, la figura esférica es la más perfecta, por eso los ojos y las extremidades de los huesos del fémur han sido hechos por la naturaleza perfectamente esféri­ cos; al contrario, en un cuerpo que deba permanecer estable e inmóvil, tal figura sería la más imperfecta de todas; y quien se sirviese de piedras esféricas para edificar murallas haría pésimamente, cuando las más per­ fectas son las piedras angulares.» Ésta es la forma en que Galileo muestra la vaciedad de un concepto propuesto de manera absoluta, poniendo en tela de juicio su eficacia cuando se le coloca en el plano empírico y se lo relativiza. La idea de perfección sólo funciona cuando se habla de ella con relación a algo, es decir, en la perspectiva de un fin determinado: una cosa es más o menos perfecta según resulta más o menos adecuada a un fin prefijado o establecido. Y dicha perfección es un atributo controlable. 6.12. La cuestión del método: ¿experiencias sensibles y lo demostraciones necesarias? En la carta a Madama Cristina de Lorena, Galileo escribe: «Me parece que en las disputas acerca de problemas naturales no habría que comenzar por la autoridad de los pasajes de las Escrituras, sino por las experiencias sensibles y las demostraciones necesarias.» Más todavía: «Parece que aquello de los efectos naturales que la experiencia sensible nos pone ante los ojos, o las necesarias demostraciones nos concluyen, no pueda en ningún caso ser puesto en duda, y tampoco condenado, por aquellos pasa­ jes de la Escritura cuyas palabras tuviesen un aspecto diferente.» En esta frase se encierra el núcleo esencial del método científico según Galileo. La ciencia es lo que es -conocimiento objetivo con todos los rasgos específi­ cos que hemos analizado antes- precisamente porque avanza de acuerdo con un método definido, porque comprueba y funda sus teorías a través de las reglas que constituyen el método científico. En opinión de Galileo, este método no consiste sino que en las experiencias sensibles y en las demostraciones necesarias. Las experiencias sensibles son aquellas expe­ riencias que se realizan a través de nuestros sentidos, es decir las observa­ ciones y, en especial, las que hacemos con la vista. Las demostraciones ciertas son las argumentaciones en las que, partiendo de una hipótesis (ex suppositione; por ejemplo, de una definición físico-matemática del movi­ miento uniforme), se deducen con rigor aquellas consecuencias («yo de­ muestro de forma concluyente muchos accidentes») que luego tendrían que darse en la realidad. Mediante el anteojo Galileo trataba de potenciar y perfeccionar la vista natural. Del mismo modo, sobre todo al llegar a una edad más avanzada, reconoció que Aristóteles en su Dialéctica nos enseña a ser «cautos al huir de las falacias del razonamiento, encauzándo­ lo y capacitándolo para elaborar silogismos correctos y para deducir de las premisas (...) la conclusión necesaria»; Galileo hace decir a Salviati que «la lógica (...) es el órgano de la filosofía». Por lo tanto se da por un lado una llamada a la observación, a los hechos, a las experiencias sensorias o sensibles, mientras que por el otro se produce una acentuación del papel de las hipótesis matemáticas y de la fuerza lógica que sirve para extraer las consecuencias a partir de ellas. Éste es el problema en el que han tropeza­ do los estudiosos: ¿qué relación existe entre las experiencias sensibles y las demostraciones necesarias? No sólo se trata de un problema típico de la contemporánea filosofía de la ciencia, sino de un problema que ya existe en Galileo y que surge con toda claridad en sus escritos. En efecto, está fuera de toda duda el que Ga­ lileo fundamenta la ciencia sobre la experiencia. Se remite en esto a Aristó­ teles, quien «antepone (...) las experiencias sensibles a todos los razona­ mientos». Galileo, además, afirma inequívocamente que «lo que nos de­ muestra la experiencia y los sentidos, debe anteponerse a cualquier razo­ namiento, por bien fundado que éste parezca». Sin embargo, a pesar de estas declaraciones tan terminantes, hay bastantes casos en los que Gali­ leo parece anteponer el razonamiento a la experiencia y acentuar la importancia de las suposiciones en perjuicio de las observaciones. Por ejemplo, en una carta dirigida el 7 de enero de 1639 a Giovanni Battista Baliani le comunica lo siguiente: «Volviendo empero a mi tratado sobre el movimiento, argumento ex suppositione acerca del movimiento, definido de la manera establecida; y aunque las consecuencias no correspondiesen a los accidentes del movimiento natural, poco me importaría, al igual que para nada deroga las demostraciones de Arquímedes el que en la naturale­ za no se halle ningún móvil que se mueva en líneas espirales.» Tal es el problema: por un lado, Galileo fundamenta la ciencia en la experiencia y, por el otro, parece condenar la experiencia en nombre del razonamiento. Ante una situación de esta clase los intérpretes y los especialistas en metodología científica han optado por los caminos más diversos. Algunos han visto en las experiencias sensibles y en las demostraciones ciertas una especie de antítesis entre experiencia y razón; en cambio, otros no consi­ deran que se dé tal antítesis y sostienen, de manera más acertada, que en esa contraposición Galileo expresa «su plena conciencia (...) de la imposi­ bilidad de confundir deducción matemática con demostración física». Al­ gunos, acentuando el papel de la observación, han llegado a decir que Galileo era un inducirvista. También ha habido quien defiende, en cam­ bio, que se trata de un racionalista deductivista, más confiado en los poderes de la razón que en los de la observación. No falta quien dice que Galileo, de acuerdo con las conveniencias de cada momento, utiliza alter­ nativamente y sin ningún prejuicio tanto el método inductivo como el deductivo. Aquí no podemos detenernos en las vicisitudes de la noción galileana de método científico a lo largo de la edad moderna y de las controversias epistemológicas contemporáneas. No obstante, a los autores de estas páginas les parece legítimo considerar que las experiencias sensi­ bles y las demostraciones necesarias que se desarrollan a partir de suposi­ ciones constituyen dos ingredientes que se implican recíprocamente y que juntos configuran la experiencia científica. Ésta no es una mera observa­ ción ordinaria. Las observaciones ordinarias, entre otras cosas, pueden estar equivocadas. Galileo lo sabía perfectamente: a lo largo de toda su vida tuvo que combatir contra los hechos y las observaciones que se efec- tuaban a la luz (de las teorías) de lo que entonces era considerado como sentido común. La experiencia científica, empero, tampoco puede redu­ cirse a una teoría o a un conjunto de suposiciones carentes de cualquier contacto con la realidad: Galileo quería ser físico, y no matemático. En efecto, en estos términos le escribe el 7 de mayo de 1610 a Belisario Vinta, en una carta donde fija las condiciones de su traslado a Florencia: «Final­ mente, en lo que concierne al título y motivo de mi servicio, desearía que al nombre de “matemático” Su Alteza añadiese el de filósofo, ya que he estudiado más años de filosofía que meses de matemática pura.» Por lo tanto: experiencias sensibles y demostraciones necesarias, no unas u otras. Unas y otras, integrándose y corrigiéndose recíprocamente, dan origen a la experiencia científica: ésta no consiste en una pura observación pasiva, ni tampoco en una teoría vacía. La experiencia científica es el experimen­ to. Aquí reside la gran idea de Galileo. Tannery y Duhem, entre otros, han puesto de manifiesto que la física de Aristóteles, al igual que la de Buridán y la de Nicolás Oresme, estaba muy cercana a la experiencia del sentido común. En cambio, esto no se da en Galileo: la experiencia de Galileo es el experimento, y «el experimento es un metódico interrogar a la naturaleza, que presupone y exige un lenguaje en el que se formulan las preguntas y un vocabulario que nos permita leer e interpretar las respues­ tas. Según Galileo, como es sabido, debemos hablar con la Naturaleza y recibir sus respuestas mediante curvas, círculos, triángulos, en un lenguaje matemático o, más precisamente, geométrico, no en el lenguaje del senti­ do común ni en el de los símbolos» (A. Koyré). En resumen, el método de Galileo consiste en «una síntesis muy adecuada de observación organizada y de razonamiento riguroso, que ha contribuido mucho al posterior des­ arrollo de la ciencia de la naturaleza» (A. Pasquinelli - G. Tabarroni). 6.13. La experiencia es el experimento La experiencia científica es, por lo tanto, experimento científico. Eri el experimento la mente no se muestra pasiva en absoluto. La mente actúa: formula suposiciones, extrae con rigor sus consecuencias, y a continuación comprueba si éstas se dan o no en la realidad. Geymonat escribe: «Es cierto que Galileo no pensó en recoger inductivamente de la experiencia los conceptos utilizados para interpretarla; en particular, no hizo tal cosa en lo que se refiere a los conceptos matemáticos. Su falta de interés por el origen de los conceptos utilizados para interpretar la experiencia constitu­ ye, quizás, el elemento en el que la metodología se separa de un modo más tajante de todas las formas de empirismo filosófico; de igual modo, su desinterés por las causas es el factor que le separa con mayor nitidez de las viejas metafísicas de la naturaleza.» La mente se somete a una expe­ riencia científica, la hace, la proyecta. Y la lleva a cabo para comprobar si es verdad una suposición suya: con objeto, pues, de «transformar una casualidad empírica en algo necesario, regulado por kyes» (E. Cassirer). La experiencia científica está constituida por teorías que instituyen hechos y por hechos que controlan las teorías. Existe una integración recíproca, y una corrección y un perfeccionamiento mutuos. Aristóteles, en opinión de Galileo, habría cambiado de opinión si hubiese visto hechos contrarios a sus propias ideas. Además, las teorías (o suposiciones) pue­ den servir para modificar o para corregir teorías consolidadas, que nadie se atreve a poner en discusión, pero que han aislado la observación a través de interpretaciones inadecuadas, creando así muchos hechos obsti­ nados, pero falsos. Esto ocurre con el sistema aristotélico-ptolemaico: antes de Copérnico, todos veían que el Sol se elevaba al amanecer; des­ pués de Copérnico la teoría heliocéntrica nos hace ver en el alba la Tierra que baja. Veamos otro ejemplo de cómo una teoría puede modificar la interpretación de una observación de hechos. Sagredo, en los Discursos, al responder a las objeciones de carácter empírico que se formulan ante la ley por la cual la velocidad del movimiento naturalmente acelerado debe aumentar de forma proporcional al tiempo, afirma: «Al principio, esta dificultad me dio que pensar, pero poco después la eliminé; y lo hice por efecto de la misma experiencia que ahora os la suscita a vos. Vos decís: la experiencia parece mostrar que, apenas un grave abandona la quietud, entra en una velocidad muy notable; y yo digo que esta misma experiencia nos pone en claro que los primeros ímpetus del cuerpo que cae -por más pesado que sea- son muy lentos y muy tardos.» La discusión concluye en estos términos: «Véase ahora cuán grande es la fuerza de la verdad, ya que la misma experiencia que al principio parecía mostrar una cosa, si se la considera mejor nos asegura lo contrario.» Sin duda, «lo que la expe­ riencia y los sentidos nos demuestran» debe anteponerse «a cualquier razonamiento, por bien fundado que éste parezca». No obstante, la expe­ riencia sensata es fruto de un experimento programado, un intento de obligar a responder a la naturaleza. 6.14. La función de los experimentos mentales La idea de que en el pensamiento de Galileo la experiencia desarrolla una función secundaria y accesoria, ha sido sugerida por el hecho de que Galileo razona sobre experimentos que él no ha realizado y, a veces, resultan tan idealizados que no pueden llevarse a la práctica. Por ejemplo, es necesario suponer la ausencia de toda resistencia; hay que imaginar que el movimiento tiene lugar en el vacío; debemos pensar en planos casi incorpóreos y en cuerpos móviles que sean perfectamente esféricos, y así sucesivamente. Ahora bien, es preciso que primero definamos, y luego distingamos. Hay que definir dos cosas. Ante todo: en la carta dirigida a Baliani -en la que Galileo afirma que, aunque una teoría contraste con los accidentes, ello no hará que él la descarte- Galileo continúa diciendo lo siguiente: «Pero en esto habría sido atrevido, porque el movimiento de los graves y sus accidentes se corresponden con precisión a los accidentes que demostré en el movimiento definido por mí.» La teoría, matemáticamente perfecta -y por tanto poseedora de un valor por sí misma- resultó asimis­ mo verdadera. Galileo la había construido precisamente para que resulta­ se verdadera. En segundo lugar, hay que establecer que no es cierto -como se ha dicho y repetido- que, por ejemplo, los experimentos de los planos inclinados no hayan sido llevados a la práctica, ya que eran dema­ siado idealizados y no resultaban practicables. T.B. Settle, hace unos veinte años, reprodujo los experimentos sobre los planos inclinados que Galileo había descrito con tanta minuciosidad, constatando que se cum­ plen dentro de los límites de precisión exigida por Galileo. Ahora hay que efectuar la distinción que hemos anunciado antes: se trata de la distinción entre experimentos practicables y experimentos mentales o imaginarios. Por lo que respecta a los primeros, ya hemos hablado lo suficiente: se trata de experimentos técnicamente realizables, en los que se controla una teo­ ría basándose en sus consecuencias observables (por ejemplo, se prueba que el anteojo brinda imágenes verídicas; se prueba que existen montañas en la Luna; se prueba la ley del movimiento uniformemente acelerado; se prueba que hay manchas en el Sol, etc.). Existen además los experimentos mentales, y en los escritos de Galileo aparecen muchos. Prescindiendo de las idealizaciones geométricas (modelos geométricos de acontecimientos empíricos) que, interpretadas sobre la realidad, nos dicen en qué grado ésta se aproxima o se aleja de dichos modelos ideales (geométricos), se trata de experimentos que habría que llevar a cabo en condiciones que no se pueden dar y que resultan impracticables. Sin embargo, tales experi­ mentos no son inútiles, sino todo lo contrario. Lo importante es ver el uso que se hace de ellos. Y si su utilización no es apologética (o justificativa) sino crítica, entonces -como señala Popper— pueden servir precisamente a la utilización crítica que el mismo Galileo hace de los experimentos mentales. «Uno de los experimentos imaginarios más importantes en la historia de la filosofía natural, que constituye al mismo tiempo una de las argu­ mentaciones más sencillas e ingeniosas de la historia del pensamiento racional sobre el universo, se encuentra en las críticas de Galileo a la teoría del movimiento de Aristóteles. Prueba la falsedad de la suposición aristotélica de que la velocidad natural de un cuerpo más pesado es mayor que la de un cuerpo más ligero. Éstos son los argumentos del personaje que representa a Galileo: “Si tuviésemos dos móviles, cuyas velocidades naturales fuesen desiguales, es evidente que si juntásemos el más lento con el más veloz, este último sería arrastrado en parte por el más lento, y el lento sería acelerado en parte por el más rápido.” Así, “si esto es así, también es verdad que si una piedra grande se mueve, por ejemplo, con ocho grados de velocidad, y una más pequeña con sólo cuatro, si se juntan las dos, el conjunto de ambas se moverá con una velocidad inferior a ocho grados: empero, las dos piedras juntas conforman una piedra mayor que la primera, la que se movía con ocho grados de velocidad. Por lo tanto, este conjunto (mayor que la primera piedra sola) se moverá más lenta­ mente que la primera sola, menor que ella, lo cual es contrario a vuestra suposición.” Como el razonamiento toma pie en esta suposición de Aris­ tóteles, ésta se ve refutada: se ha comprobado que es absurda. En el experimento imaginario de Galileo encuentro un modelo perfecto del me­ jor uso que se puede dar a los experimentos imaginarios. Se trata del uso crítico.» Galileo, que se veía obligado a destruir la base empírica de la concepción aristotélico-ptolemaica, tenía una gran necesidad de experi­ mentos imaginarios como el que acaba de analizar Popper. En realidad, «los aristotélicos proponen un argumento (el de la caída de la piedra desde una torre) que refuta a Copérnico recurriendo a la observación, Galileo invierte el argumento con objeto de descubrir las interpretaciones naturales que son responsables de la contradicción. Las inconciliables interpretaciones son substituidas por otras (...). De este modo, surge una experiencia enteramente nueva» (P.K. Feyerabend). No distinguir entre experimentos practicables y experimentos imagina­ rios y no haber comprendido siempre el papel del experimento mental (función que, además, no sólo es crítica, sino que también puede ser heurística), han originado interpretaciones incorrectas o parciales. Tam­ bién ha sido origen de errores el haber identificado la experiencia científi­ ca con la mera observación (¿acaso es posible una observación pura?). La experiencia científica de Galileo es el experimento científico. Éste consis­ te en el denso conjunto de teorías que instituyen hechos (hechos por la teoría) y de hechos que controlan teorías. Planteada la cuestión en estos términos, se comprende con facilidad en qué sentido y de qué forma Galileo fue el teorizador del método hipotético-deductivo. En la Crítica de la razón pura, Kant escribirá: «Cuando Galileo hizo rodar sus esferas sobre un plano inclinado con un peso que él mismo había elegido, y Torricelli hizo que el aire soportase un peso, que él sabía que era igual al de una columna de agua conocida (...) se dio una luminosa revelación ante todos los investigadores de la naturaleza. Éstos comprendieron que la razón sólo ve aquello que ella misma produce según su propio designio, y que debe pasar adelante y obligar a la naturaleza a que responda a sus preguntas; y no dejarse guiar, por así decirlo, con las riendas de ella; si así no fuese, nuestras observaciones -hechas al azar y sin un designio preestablecidono se encaminarían hacia una ley necesaria, que sin embargo es lo que la razón busca y de la cual tiene necesidad.» 7 . S is t e m a del m undo , m e t o d o l o g ía Isaac N y f il o s o f ía en la obra de ew ton El significado filosófico de la obra de Newton Galileo murió el 8 de enero de 1642. Ese mismo año, el día de Navi­ dad, nacía en Woolsthorpe -cerca del pueblo de Colsterworth, en el Lin­ colnshire- Isaac Newton. Newton fue el científico que llevó a su culmina­ ción la revolución científica, y con su sistema del mundo se configuró la física clásica. No fueron únicamente sus descubrimientos astronómicos, ópticos o matemáticos (de forma independiente de Leibniz, inventó el cálculo diferencial e integral) los que le otorgan un lugar en la historia de las ideas filosóficas. Newton, además, estuvo preocupado por importantes cuestiones teológicas y elaboró una cuidadosa teoría metodológica. Sin embargo, quizá lo más importante a nuestros efectos sea que, sin una comprensión adecuada del pensamiento de Newton, no estaríamos en con­ diciones de entender a fondo gran parte del empirismo inglés, ni tampoco la ilustración -sobre todo la francesa- y ni siquiera el mismo Kant. En realidad, como veremos enseguida, la razón de los empiristas ingleses, limitada y controlada por la experiencia, que ya no la deja moverse a su arbitrio en el mundo de las esencias, es precisamente la razón de Newton. Por otra parte, la temporada que Voltaire pasó en Inglaterra llegó a trans­ formar sus ideas. Voltaire, que será el pensador más típico de la ilustra­ ción, «vio que allí los burgueses podían aspirar a todas las dignidades, que 7 .1 . la libertad no creaba incompatibilidades con el orden, que la religión toleraba la filosofía (...). La lectura de Locke le proporcionó una filosofía, la de Swift, un modelo, y la de Newton, una doctrina científica» (A. Maurois). La razón de los ilustrados es la del empirista Locke, razón que halla su paradigma en la ciencia de Boyle o en la física de Newton: ésta no se pierde en hipótesis sobre la naturaleza íntima o la esencia de los fenóme­ nos, sino que, controlada de forma continua por la experiencia, busca y comprueba las leyes de su funcionamiento. Por último, tampoco hemos de olvidar que la ciencia de la que habla Kant es la ciencia de Newton, y que la conmoción kantiana ante los cielos estrellados es una conmoción ante el orden del universo-reloj de Newton. Kant, escribe Popper, creyó que la tarea del filósofo consistía en explicar la unicidad y la verdad de la teoría de Newton. Sin comprender la imagen de la ciencia newtoniana, resulta del todo imposible comprender la Crítica de la razón pura de Kant. El libro más famoso de Newton son los Philosophiae naturalis principia mathematica, cuya primera edición se publicó en 1687. «La publicación de los Principia (...) fue uno de los acontecimientos más importantes de toda la historia de la física. Este libro puede ser considerado como la culmina­ ción de miles de años de esfuerzo por comprender la dinámica del univer­ so, los principios de la fuerza y del movimiento, y la física de los cuerpos en movimiento en medios distintos» (I.B. Cohén). Y «en la medida en que la continuidad de la evolución del pensamiento nos permite hablar de una conclusión y de un nuevo punto de partida, podemos decir que con Isaac Newton acaba una fase en la actitud de los filósofos hacia la naturaleza y comienza otra nueva. En su obra, la ciencia clásica (...) consiguió una existencia independiente y a partir de entonces comenzó a ejercer todo su influjo sobre la sociedad humana. Si alguien quiere emprender la labor de describir este influjo con todas sus numerosas ramificaciones (...) Newton podría constituir el punto de partida: todo lo que se había hecho antes no era más que una introducción» (E.J. Dijksterhuis). 7.2. Su vida y sus obras Isaac Newton nació en 1642. En 1661, después de una adolescencia no demasiado halagüeña, ingresó en el Trinity College de Cambridge. Aquí recibió el estímulo de su profesor de matemática, Isaac Barrow (1630-1677), autor de unas influyentes Lectiones mathematicae y de otros escritos sobre matemática griega. Barrow se dio cuenta de la gran inteli­ gencia de su discípulo, que en un tiempo bastante reducido había llegado a dominar todas las partes esenciales de la matemática de la época. En el período que corresponde al final de sus estudios, Newton ya había llegado al cálculo de las fluxiones, es decir, al cálculo infinitesimal, y lo utilizaba para solucionar algunos problemas de geometría analítica. Entregó su cuaderno de notas a Barrow y a unos pocos amigos más, para que lo leyesen. Mientras tanto, en 1665-1666, a causa de la peste Newton abando­ nó Cambridge al igual que muchos otros profesores y alumnos. Volvió a Woolsthorpe a reflexionar en la pequeña casa de piedra, aislada en un extenso territorio. Según Da Costa Andrade, a pesar de las extraordina­ rias realizaciones de los años posteriores, éste fue el período más fecundo de la vida de Newton. Él mismo, en su ancianidad, recordaba en estos términos su extraordinario trabajo en Woolsthorpe: «Todo esto sucedía en los dos años de la peste, en 1665 y 1666, ya que en aquella época me encontraba en la flor de la edad creadora y me ocupaba de la matemática y de la filosofía más de lo que haya hecho nunca después.» (La filosofía, o filosofía natural, de Newton es lo que hoy llamamos «física».) En efecto, en Woolsthorpe fue donde Newton tuvo la idea de la gravitación universal. Se hizo famosa la anécdota (que la sobrina de Newton contó a Voltaire, quien después se encargó de difundirla) según la cual esa idea se le ocurrió mientras meditaba sobre la caída de una manzana, desde un árbol bajo el cual estaba reposando. Al mismo tiempo, se dedicó a problemas de ópti­ ca, continuando con estos estudios después de su regreso a Cambridge. Después de haber adquirido una notable habilidad en el pulimento de espejos metálicos, y dados los defectos que tenía el telescopio de Galileo, Newton construyó un telescopio reflector. En 1669 Barrow pasó a la cáte­ dra de teología y cedió la cátedra de matemática al joven Newton. Éste llevó a cabo sus experimentos sobre la descomposición de la luz blanca a través de un prisma. Presentó la correspondiente memoria a la Roy al Society en 1672; fue publicada, con el título de Nueva teoría en torno a la luz y a los colores, en las «Philosophical Transactions» de la Roy al Socie­ ty. En este trabajo -al igual que en otro posterior, de 1675- Newton formulaba la audaz teoría de la naturaleza corpuscular de la luz, según la cual la explicación de los fenómenos luminosos había de buscarse en la emisión de partículas de diferentes tamaños: las partículas más pe­ queñas daban origen al violeta, y las más voluminosas, al rojo. Estas ideas «provocaron, también por parte de muy fastidiosos filósofos dogmáticos, que no sabían ver en ello más que una opinión filosófica, una tempestad de polémicas que disgustaron a Newton. Éste insistió vanamente en que no se podía deducir de su obra una nueva metafísica de la luz, sino única­ mente una hipótesis (un modelo, diríamos hoy) que se proponía interpre­ tar y sistematizar una serie de hechos experimentales» (G. Preti). La teoría corpuscular de la luz venía a competir con la teoría ondulatoria, propuesta en su Traité de la lumière por un físico holandés, el cartesiano Christian Huygens (1629-1695). Irritado y disgustado por tales polémicas, Newton no publicó su Optica hasta 1704. En cualquier caso, su trabajo en este campo le había otorgado el nombramiento de miembro de la Royal Society (1672). En 1671 el francés Jean Picard (1620-1682) había efectuado unas medi­ ciones muy perfectas de las dimensiones de la Tierra; en 1679 Newton se enteró de la medida del diámetro terrestre que Picard había calculado. Volvió a analizar sus notas sobre la gravitación; rehízo sus cálculos, que en Woolsthorpe no daban resultados exactos, y esta vez, gracias a la nueva medida de Picard, los cálculos fueron correctos, con lo que la idea de la gravitación se convertía en teoría científica. Sin embargo, hallándose aún bajo la impresión de las acres polémicas anteriores, no publicó sus resulta­ dos. Continuó con sus lecciones de óptica, publicadas en 1729 con el título de Lectiones Opticae; sus lecciones de álgebra aparecieron en 1707, bajo el título de Arithmetica Universalis. A comienzos de 1684 el gran astrónomo Edmond Halley (1656-1742) se reunió con sir Christopher Wren (1632-1723) y con Robert Hooke (1635-1703) para debatir la cuestión de los movimientos planetarios. Hoo­ ke afirmó que las leyes del movimiento de los cuerpos celestes se ajusta­ ban a la ley de la fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Wren concedió a Hooke dos meses de plazo para formular una demostración de la ley, pero éste no cumplió con el compromiso. En el mes de agosto Halley se trasladó a Cambridge para oír la opinión de Newton. Al preguntarle Halley cuál sería la órbita de un planeta atraído por el Sol con una fuerza gravitacional inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, Newton contestó: una elipse. Lleno de alegría Halley preguntó a Newton cómo lo sabía. Y éste le contestó que lo sabía porque ya había heho los cálculos correspondientes. Halley le pidió en­ tonces que le dejase ver estos cálculos, pero como Newton no logró hallar­ los, le prometió que se los enviaría más tarde. Cuando lo hizo, iban acom­ pañados de un opúsculo, el De motu corporum, que también envió a Halley. Éste comprendió de inmediato la grandeza del trabajo de Newton y le convenció de que escribiese un tratado que diese a conocer sus descu­ brimientos. Así nació lo que se consideraba como la obra maestra más importante de la historia de la ciencia, los Philosophiae naturalis principia mathematica. Newton puso manos a la obra en 1685. El manuscrito del primer libro fue enviado en el mes de abril de 1686 a la Royal Society, en cuyas actas encontramos -con fecha 28 de abril- la siguiente anotación: «El doctor Vicent ha presentado a la Sociedad el manuscrito de un tratado con el título Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, que el señor Isaac Newton dedica a la Sociedad y en el que se ofrece una demostración matemática de la hipótesis copernicana tal como la propone Kepler, expli­ cando todos los fenómenos de los movimientos celestes por medio de la única hipótesis de una gravitación hacia el centro del Sol, decreciente de acuerdo con el inverso de los cuadrados de las distancias a éste.» A conti­ nuación fueron redactados los libros segundo y tercero. El mismo Halley se encargó de publicar la obra. A esta altura, sin embargo, se desencadenó una gran controversia con Hooke, que reclamaba la prioridad en el descu­ brimiento de la ley de la fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Newton se ofendió terriblemente: amenazó con no entregar a la imprenta el tercer libro de la obra, que hacía referencia al sistema del mundo. El conflicto se apaciguó más tarde y Newton incluyó en su obra una nota en la que se deja constancia que la ley del inverso del cuadrado ya había sido propuesta antes por Wren, Hooke y Halley. Los Principia aparecieron en 1687. Dos años después Newton fue elegido como diputa­ do en representación de la universidad de Cambridge y durante este perío­ do conoció a John Locke, con quien trabó una amistad sólida y sincera. Prosiguió sus estudios sobre el cálculo infinitesimal, publicando una parte en 1692. Se interesó vivamente por la química, «partiendo desde donde la había dejado Boyle y volviendo a utilizar sus conceptos. No obstante, su laboratorio, junto con muchísimos apuntes, se vio destruido por un incen­ dio. Newton, que ya padecía un notable agotamiento, tuvo una gran crisis nerviosa rayana en la locura (1692-1694), de la cual nunca curó del todo. A partir de este momento está prácticamente acabada la historia del cien­ tífico Newton» (G. Preti). Publicó sus obras inéditas y perfeccionó las ya editadas, volviéndolas a publicar otra vez. Al mismo tiempo dio comienzo a su prestigiosa carrera pública. En 1696 fue nombrado director de la Casa de la Moneda de Londres; tres años después llegó a gobernador de ésta. Desarrolló su labor con gran entusiasmo y adquirió así un auténtico presti­ gio nacional. En 1703 fue elegido presidente de la Royal Society. En 1704 publicó su Optica, en 1713 la segunda edición de los Principia y en 1717 la segunda edición de la Optica. En febrero de 1727, Newton se desplazó a Londres desde Kensington (donde residía y que entonces era una aldea vecina a Londres, que hoy forma parte integrante de la ciudad), para presidir una sesión de la Royal Society. Al regresar a Kensington se sintió muy mal. No logró superar la crisis y falleció el 20 de marzo de 1727. Fue sepultado en la Abadía de Westminster. Voltaire asistió a su funeral y, como veremos al hablar de la ilustración, contribuyó en gran manera a dar a conocer en Francia el pensamiento de Newton. 7.3. Las reglas del filosofar y la ontologia que presuponen Al comienzo del libro m de los Principia, Newton establece cuatro reglas del razonamiento filosófico. Se trata sin duda de reglas metodológi­ cas, pero como ocurre en toda metodología -ya que las reglas que explicitan cómo debemos buscar, presuponen qué debemos buscar- presuponen y se hallan entremezcladas con cuestiones de orden metafisico sobre la naturaleza y sobre la estructura del universo. «Regla I. No debemos admitir más causas de las cosas naturales que aquellas que sean al mismo tiempo verdaderas y suficientes para explicar sus apariencias.» Esta primera regla metodológica constituye un principio de parsimonia en la utilización de hipótesis, una especie de navaja de Ockham aplicada a las teorías explicativas. ¿Por qué hemos de proponer­ nos obtener teorías simples? ¿Por qué no debemos complicar el aparato hipotético de nuestras explicaciones? Newton responde a este interrogante diciendo que «la naturaleza no hace nada inútil, y con muchas cosas se hace inútilmente lo que se puede hacer con pocas; la naturaleza, en efec­ to, ama la simplicidad y no se excede en causas superfluas». Este es el postulado ontologico -el postulado de la simplicidad de la naturaleza- que subyace en la primera regla metodológica de Newton. Estrechamente interrelacionada con la primera está la «regla II. Por eso, a los mismos efectos debemos, en lo posible, asignar las mismas causas. Por ejemplo, a la respiración en el hombre y en el animal; a la caída de las piedras en Europa y en América; a la luz del fuego de nuestra cocina y a la del Sol; a la reflexión de la luz sobre la Tierra y sobre los planetas». Esta regla expresa otro postulado ontologico: la uniformidad de la naturaleza. Nadie puede controlar el reflejo de la luz en los planetas; pero basándose en el hecho de que la naturaleza se comporta de manera uniforme en la Tierra y en los planetas, nos es posible decir también cómo actúa la luz en los planetas. Veamos la «regla III: las cualidades de los cuerpos, que no admiten aumento ni disminución de grado y que se encuentran en todos los cuer­ pos pertenecientes al ámbito de nuestros experimentos, deben ser consi­ deradas como cualidades universales de todos los cuerpos». Esta regla también presupone el principio ontologico de la uniformidad de la natura­ leza. Newton afirma: «Puesto que las cualidades de los cuerpos sólo las conocemos a través de los experimentos, debemos considerar como uni­ versales todas aquellas que universalmente están de acuerdo con los expe­ rimentos y no pueden verse disminuidas ni eliminadas. No hemos de aban­ donar, sin duda, la evidencia de los experimentos por amor a los sueños y a las vanas fantasías de nuestras especulaciones; y no debemos abandonar tampoco la analogía de la naturaleza, que es simple y está en conformidad consigo misma.» La naturaleza, pues, es simple y uniforme. Estos dos pilares metafísicos rigen la metodología de Newton. Y una vez que se han fijado estos supuestos, Newton se dedica a establecer algunas cualidades fundamentales de los cuerpos, por ejemplo, la extensión, la dureza, la impenetrabilidad y el movimiento. Logramos establecer estas cualidades gracias a nuestros sentidos. «La extensión, la dureza, la impenetrabilidad, la movilidad y la fuerza de inercia del todo son una consecuencia de la extensión, la dureza, la impenetrabilidad, la movilidad y la fuerza de inercia de las partes; de aquí concluimos que las partes más pequeñas de todos los cuerpos también deben poseer extensión, ser duras, impenetra­ bles, móviles y estar dotadas de propia inercia. Éste es el fundamento de toda la filosofía.» Se trata del corpuscularismo. Llegado a este punto, sin embargo, Newton no podía evitar una cuestión importante: los corpúscu­ los de los que están hechos los cuerpos materiales, ¿son ulteriormente di­ visibles o no? Desde el punto de vista matemático, una parte siempre es divisible, pero ¿ocurre lo mismo en física? A este respecto, la argumenta­ ción de Newton es la siguiente: «que las partículas de los cuerpos, dividi­ das pero contiguas, pueden separarse entre sí es cuestión observable; y en las partículas que permanecen indivisas, nuestras mentes están en disposi­ ción de distinguir partículas aún más pequeñas, como se demuestra en matemática. Empero, no nos es posible determinar con certidumbre si las partes que así se distinguen y que no están divididas entre sí, pueden dividirse efectivamente y separarse las unas de las otras por medio de los poderes de la naturaleza. Sin embargo, si a través de un único experimen­ to tuviésemos la prueba de que una partícula cualquiera no dividida, rom­ piendo un cuerpo sólido y duro, se somete a una división, podremos concluir en virtud de esta regla que las partículas no divididas, al igual que las divididas, pueden ser divididas y efectivamente separadas hasta el infi­ nito.» En consecuencia, a una seguridad matemática le corresponde -en lo que se refiere a la divisibilidad hasta el infinito de las partículas- una incertidumbre fáctica. Esta incertidumbre, empero, no se da en lo concer­ niente a la fuerza de gravitación. «Siendo universalmente evidente, me­ diante los experimentos y las observaciones astronómicas, que de todos los cuerpos que giran alrededor de la Tierra gravitan hacia ella y lo hacen en proporción a la cantidad de materia que contiene cada uno de ellos por separado; que, por otra parte, nuestro mar gravita hacia la Luna; y que todos los planetas gravitan unos hacia otros; y que los cometas gravitan hacia el Sol, de igual manera; entonces, como consecuencia de esta regla, debemos admitir universalmente que todos los cuerpos están dotados de un principio de gravitación recíproca. Por esto, el argumento procedente de los fenómenos es mas concluyente en lo que respecta a la gravitación universal de todos los cuerpos que en lo referente a su impenetrabilidad, porque de ésta no tenemos ningún experimento y ninguna manera de efectuar observaciones en los cuerpos celestes. No afirmo que la gravedad es esencial a los cuerpos: con los términos vis ínsita me refiero únicamente a su fuerza de inercia. Ésta es inmutable. Su gravedad disminuye en rela­ ción a su alejamiento de la Tierra.» Por lo tanto, la naturaleza es simple y uniforme. Partiendo de los sentidos -es decir, de las observaciones y los experimentos- pueden es­ tablecerse algunas de las propiedades fundamentales de los cuerpos: extensión, dureza, impenetrabilidad, movilidad, fuerza de inercia del todo y la gravitación universal. Estas cualidades se establecen a partir de los sentidos, inductivamente, a través de lo que Newton considera como único procedimiento válido para conseguir y fundamentar las proposiciones de la ciencia: el método inductivo. Llegamos así a la «regla IV : en la filosofía experimental las proposiciones inferidas por inducción general desde los fenómenos deben ser consideradas como estrictamente verdaderas, o co­ mo muy próximas a la verdad, a pesar de las hipótesis contrarias que puedan imaginarse, hasta que se verifiquen otros fenómenos que las con­ viertan en más exactas todavía, o bien se transformen en excepcionales». 7.4. El orden del mundo y la existencia de Dios Las reglas del filosofar están colocadas al comienzo del libro tercero de los Principia. Al final de este mismo libro hallamos el Scholium generale donde Newton enlaza los resultados de sus indagaciones científicas con consideraciones de orden filosófico-teológico. El sistema del mundo es una gran máquina. Las leyes del funcionamiento de las diversas piezas de esta máquina pueden hallarse de manera inductiva a través de la observa­ ción y el experimento. Se plantea, así, un nuevo interrogante de naturale­ za filosófica, muy importante: ¿dónde se ha originado este sistema del mundo, este mundo ordenado y legalizado? Newton responde: «Este ex­ tremadamente admirable sistema del Sol, de los planetas y de los cometas sólo pudo originarse por el proyecto y la potencia de un Ser inteligente y potente. Y si las estrellas fijas son centros de otros sistemas análogos, todos éstos -ya que han sido formados por un proyecto idéntico- deben sujetarse al dominio del Uno; sobre todo, porque la luz de las estrellas fijas es de la misma naturaleza que la luz del Sol, y la luz pasa desde cada sistema a todos los demás sistemas: y para que los sistemas de las estrellas fijas no caigan por causa de su gravedad, los unos sobre los otros, colocó estos sistemas a una inmensa distancia entre sí.» El orden del universo revela, pues, el proyecto de un Ser inteligente y potente. Este Ser «gobierna todas las cosas, no como alma del mundo, sino como señor de todo; y basándose en su dominio suele llamársele Señor Dios jTavToxpáxooQ o regidor universal (...). El sumo Dios es un ser eterno, infinito, absolutamente perfecto; pero un ser, aunque sea perfec­ to, no puede ser llamado Señor Dios si no tiene dominio (...). Y de su verdadero dominio se sigue que el verdadero Dios es un Ser viviente, inteligente y potente; y de sus demás perfecciones, que se trata de un Ser supremo y perfectísimo. Es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente». El orden del mundo muestra con toda evidencia la existencia de un Dios sumamente inteligente y potente. Pero además de su existencia, ¿qué otra cosa podemos afirmar acerca de Dios? «Al igual que el ciego no posee ninguna idea de los colores -responde Newton- tampoco nosotros tenemos idea alguna del modo en que Dios sapientísimo percibe y entien­ de todas las cosas. Carece por completo de cuerpo y de figura corpórea, por lo cual no puede ser visto, ni oído ni tocado; ni debe ser adorado bajo la representación de algo corporal.» De las cosas naturales, dice Newton, conocemos lo que podemos constatar con nuestros sentidos: figuras, colo­ res, superficies, olores, sabores, etc.; pero ninguno de nosotros conoce «qué es la substancia de una cosa». Y si esto se aplica al mundo natural, con mucha mayor razón se aplicará a Dios: «mucho menos tendremos idea de la substancia de Dios». De Dios podemos decir que existe, que es sumamente inteligente y perfecto. Y esto lo podemos decir a partir de la constatación del orden del mundo, porque en lo que respecta a Dios «es función de la filosofía natural hablar de Él partiendo de los fenómenos». En consecuencia, la existencia de Dios puede ser probada por la filoso­ fía natural basándose en el orden de los cielos estrellados. Sin embargo, los intereses teológicos de Newton fueron mucho más amplios de lo que po­ drían dar a entender los pasajes antes citados del Scholium generale. Entre los libros que Newton dejó a sus herederos se cuentan las obras de los Padres de la Iglesia, una docena de ejemplares distintos de la Biblia y muchos otros libros de tema religioso. Después de haber acabado los Principia, Newton se ocupó a fondo de las Sagradas Escrituras y en 1691 -en cartas intercambiadas con John Locke- discute acerca de las profecías de Daniel, entre otros temas. Después de su muerte se publicaron otras dos obras suyas: Informe histórico sobre dos notables corrupciones de las Escrituras, y las Observaciones sobre las profecías de Daniel y sobre el Apocalipsis de san Juan. Este último trabajo le costó un gran esfuerzo. En él, «se proponía vincular las profecías con los acontecimientos históricos que sucedieron después; por ejemplo, la bestia citada por Daniel tiene diez cuernos, en medio de los cuales aparece un cuerno más pequeño. Newton identificó estos cuernos con los distintos reinos y decidió que el cuerno más pequeño era la Iglesia católica. En sus cuidadosas referencias a los primeros tiempos de la Iglesia da pruebas de una profunda erudi­ ción» (E.N. Da Costa Andrade). 7.5. El significado de la sentencia metodológica: «hypotheses non fingo» El mundo está ordenado: y «por la sapientísima y óptima estructura de las cosas y por las causas finales» estamos legitimados para afirmar la existencia de un Dios ordenador, omnisciente y omnipotente. «Hasta aho­ ra -escribe Newton al final del Scholium generale- hemos explicado los fenómenos del cielo y de nuestro mar recurriendo a la fuerza de la grave­ dad, pero no hemos establecido aún cuál es la causa de la gravedad. Es cierto que ésta procede de una causa que penetra hasta el centro del Sol y de los planetas, sin que sufra la más mínima disminución de su fuerza; que no obra en relación con la cantidad de las superficies de las partículas sobre las cuales actúa (como suelen hacer las causas mecánicas); sino en relación con la cantidad de materia sólida que contienen aquéllas, y su acción se extiende hacia todas partes a inmensas distancias, decreciendo en razón inversa al cuadrado de las distancias. La gravitación hacia el Sol está compuesta por las gravitaciones hacia cada una de las partículas que componen el cuerpo del Sol; y alejándose del Sol, decrece exactamente en razón inversa al cuadrado de las distancias hasta la órbita de Saturno, como se aprecia claramente a través de la quietud del afelio de los plane­ tas, y hasta los últimos afelios de los cometas, si estos afelios están en reposo.» Existe, pues, la fuerza de la gravedad. La observación nos da testimo­ nio de ella. Empero, hay una pregunta que no puede evitarse, si se quiere profundizar en la cuestión: ¿cuál es la razón, la causa, o si se prefiere, la esencia de la gravedad? «En verdad -responde Newton- no he logrado aún deducir de los fenómenos la razón de estas propiedades de la grave­ dad, y no invento hipótesis.» Hypotheses nonfingo: es la célebre sentencia metodológica de Newton, que se cita tradicionalmente como irreversible llamada a los hechos y como decidida y justificada condena de las hipóte­ sis o conjeturas. Sin embargo, es obvio que Newton también formuló hipótesis; es famoso y su grandeza supera todas las fronteras no porque haya visto caer una manzana o haya observado la Luna; es célebre y es grande porque formuló hipótesis y las comprobó, hipótesis que expli­ can por qué la manzana cae al suelo y por qué la Luna no cae sobre la Tierra, por qué los cometas gravitan hacia el Sol y por qué se producen las ma­ reas. Entonces, si esto es así, ¿qué quería decir Newton mediante la pala­ bra «hipótesis» cuando afirmaba «no inventar hipótesis»? Ésta es la res­ puesta de Newton: «(...) y no invento hipótesis; en efecto, todo lo que no se deduce a partir de los fenómenos, debe ser llamado “hipótesis”; y las hipótesis, tanto las metafísicas como las físicas, ya versen sobre cualidades ocultas o mecánicas, no pueden ocupar un lugar en la filosofía experimen­ tal. En tal filosofía, se deducen proposiciones particulares a partir de los fenómenos, y a continuación se vuelven generales mediante la inducción. Así fueron descubiertas la impenetrabilidad, la movilidad y la fuerza de los cuerpos, las leyes del movimiento y de la gravitación. Para nosotros es suficiente con que la gravedad exista de hecho y actúe según las leyes que hemos expuesto, y esté en condiciones de dar cuenta con amplitud de todos los movimientos de los cuerpos celestes y de nuestro mar.» La gravedad existe de hecho; explica los movimientos de los cuerpos; sirve para prever sus posiciones futuras. Al físico le basta con esto. Cuál sea la causa de la gravedad es cuestión que rebasa el ámbito de la observación y del experimento y, por lo tanto, está fuera de la filosofía experimental. Newton no quiere perderse en conjeturas metafísicas incontrolables. Tal es el sentido de su expresión hypotheses non fingo. 7.6. La gran máquina del mundo Tanto en lo que concierne al método como en lo que se refiere a los contenidos, los Principia representan la puesta en práctica de aquella re­ volución científica que, iniciada por Copérnico, había hallado en Kepler y Galileo dos de sus más geniales y prestigiosas representaciones. Como sugiere Koyré, Newton recoge y plasma dentro de un todo orgánico y coherente la herencia de Descartes y de Galileo, y al mismo tiempo la de Bacon y Boyle. Efectivamente, al igual que para Boyle, en Newton «el libro de la naturaleza está escrito en caracteres y términos corpusculares, pero -como para Galileo y Descartes- es una sintaxis puramente matemá­ tica la que vincula entre sí a estos corpúsculos, otorgando de este modo un significado al texto del libro de la naturaleza». En substancia, las letras del alfabeto con el que está escrito el libro de la naturaleza están constituidas por un número infinito de partículas, cuyos movimientos se hallan regula­ dos por una sintaxis configurada por las leyes del movimiento y por la de la gravitación universal. A continuación veremos las tres leyes newtonianas del movimiento, leyes que representan la enunciación clásica de los principios de la dinámi­ ca. La primera ley es la ley de la inercia, sobre la que había trabajado Galileo y que Descartes había formulado con toda exactitud. Newton es­ cribe: «Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme, a menos que se vea obligado a modificar dicho estado por fuerzas que se apliquen sobre él.» Newton ejemplifica así este princi­ pio fundamental: «Los proyectiles perseveran en sus movimientos hasta que no se vean entorpecidos por la resistencia del aire o no sean atraídos hacia abajo por la fuerza de la gravedad. Un trompo (...) no deja de girar, si no es porque se le opone la resistencia del aire. Los cuerpos más volumi­ nosos de los planetas y los cometas, al encontrarse en espacios más libres y con menos resistencia, mantienen sus movimientos de avance y al mismo tiempo circulares durante un tiempo mucho más largo.» La segunda ley, ya formulada por Galileo, dice: «El cambio de movimiento es proporcio­ nal a la fuerza motriz que se aplica, y se da en la dirección de la línea recta según la cual ha sido aplicada la fuerza.» Una vez formulada la ley, New­ ton agrega las siguientes consideraciones: «Si una fuerza determinada ge­ nera un movimiento, una fuerza doble generará un movimiento doble, una fuerza triple, un movimiento triple, ya sea que aquella fuerza haya sido aplicada toda ella a la vez y de golpe, o bien de una forma paulatina y sucesivamente. Este movimiento (que siempre se dirige en la misma direc­ ción que la fuerza generadora), si el cuerpo ya estaba en movimiento, se añade o se substrae del primer movimiento, según que cooperen directa­ mente o que sean contrarios directamente el uno al otro; o bien se añade oblicuamente, si son oblicuos entre sí, con lo que se produce un nuevo movimiento compuesto por lo que determinan ambos.» Estas dos leyes, junto con la tercera que expondremos enseguida, constituyen los elemen­ tos centrales de la mecánica clásica que se aprende en la escuela. La tercera ley, formulada por Newton, afirma que «a toda acción se opone siempre una reacción igual: las acciones recíprocas de dos cuerpos son iguales siempre, y dirigidas en sentido contrario». Newton ilustra así este principio de la igualdad entre acción y reacción: «Toda cosa que ejerza una presión sobre otra, o que atraiga a otra cosa, se ve presionada por la otra o atraída por ella. Si presionas con un dedo una piedra, también el dedo será presionado por la piedra. Si un caballo tira de una piedra atada con una cuerda, también el caballo -por así decirlo- se ve tirado hacia atrás, hacia la piedra.» Éstas son, por tanto, las leyes del movimiento. Ahora bien, los estados de reposo y de movimiento rectilíneo uniforme sólo pueden determinarse en relación con otros cuerpos que estén en reposo o en movimiento. Puesto que no se puede llegar hasta el infinito en la referencia a nuevos sistemas de encuadramiento, Newton introduce las nociones de tiempo absoluto y de espacio absoluto, que suscitarán grandes debates y una viva oposición. «El tiempo absoluto verdadero y matemático, en sí y por su propia naturaleza, fluye de manera uniforme sin relación con nada exter­ no, y por otro nombre se le llama duración; el tiempo relativo, aparente y común, es la medida sensible y externa (...) de la duración a través del medio del movimiento, y se lo utiliza comúnmente en lugar del tiempo verdadero: es la hora, el día, el mes, el año.» «El espacio absoluto, que por su propia naturaleza carece de toda relación con nada externo, perma­ nece siempre semejante a sí mismo e inmóvil.» Estos dos conceptos de tiempo absoluto y espacio absoluto no tienen significado operativo, son conceptos incontrolables empíricamente y, entre otras críticas que se han alzado en su contra, se hizo célebre la de Ernst Mach, quien en el libro La mecánica en su desarrollo histórico-crítico afirmará que el espacio y el tiempo absolutos de Newton son «monstruosidades conceptuales». En cualquier caso, en el interior del espacio absoluto -que Newton llama también sensorium Dei- la maravillosa y hermosísima conjunción de cuerpos se mantiene unida mediante la ley de la gravedad, que Newton expone en el Libro tercero de los Principia. Este libro, escribe Da Costa Andrade, «constituye un triunfo. Después de resumir el contenido de los dos primeros libros, Newton anuncia que basándose en los mismos princi­ pios pretende ahora demostrar la estructura del sistema del mundo, y lo consigue con tanta meticulosidad que todo lo que hicieron durante los doscientos años siguientes algunas de las mentes más capaces de la ciencia no fue más que una ampliación y un enriquecimiento de su obra». La ley de la gravedad señala que la fuerza de gravitación con que dos cuerpos se atraen es directamente proporcional al producto de sus masas, e inversa­ mente proporcional al cuadrado de su distancia. Utilizando símbolos, esta ley se expresa mediante la conocida fórmula: mi m2 donde F es la fuerza de atracción, m, y m2 son las dos masas, D es la distancia que separa las dos masas, y G una constante que se aplica a todos los casos: en la recíproca atracción entre la Tierra y la Luna, entre la Tierra y una manzana, etc. Con la ley de la gravedad, Newton llegaba a un único principio que era capaz de dar cuenta de una cantidad indefinida de fenómenos. En efecto, la fuerza que hace que caigan al suelo una piedra o una manzana es de la misma naturaleza que la fuerza que mantiene a la Luna vinculada con la Tierra, y a la Tierra vinculada con el Sol. Esta fuerza es la misma que explica el fenómeno de las mareas (como efecto combinado de la atracción del Sol y de la Luna sobre la masa de agua de los mares). Con base en la ley de la gravitación, «Newton llegó a explicar los movimientos de los planetas, de los satélites, de los cometas, hasta en sus detalles más menudos, así como el flujo y el reflujo, el movimiento de precesión de la Tierra: todo un trabajo deductivo de grandeza única» (A. Einstein). De su obra «surgía un cuadro unitario del mundo y una unión sólida y efectiva entre la física terrestre y la física celeste. Caía definitivamente el dogma de una diferencia esencial entre los cielos y la tierra, entre la mecánica y la astronomía, y también se derrumbaba aquel mito de la circularidad que había condicionado durante más de un milenio el desarrollo de la física y que había pesado incluso sobre el razonamiento de Galileo: los cuerpos celestes se mueven de acuerdo con órbitas elípti­ cas, porque actúa sobre ellos una fuerza que los aleja continuamente de la línea recta según la cual, por inercia, continuarían su movimiento» (Paolo Rossi). 7.7. La mecánica de Newton como programa de investigación Al final del Scholium generale, Newton propone un claro programa de investigación, en el cual la fuerza de la gravedad no sólo está en condicio­ nes de explicar fenómenos como la caída de los graves, las órbitas de los cuerpos celestes o las mareas. Newton sostiene que dicha fuerza podrá dar cuenta en el futuro de los fenómenos eléctricos, ópticos o incluso fisiológi­ cos. Newton añadía que «no es posible exponer estas cosas en pocas pala­ bras, y no disponemos de los experimentos suficientes para una cuidadosa determinación y demostración de las leyes con que opera este espíritu eléctrico y elástico». El propio Newton trató de llevar a cabo este progra­ ma a través de sus investigaciones en el campo de la óptica «cuando supu­ so que la luz estaba compuesta de corpúsculos inertes» (A. Einstein). La verdad es que, sigue diciendo Einstein, «Newton fue el primero que logró hallar una base formulada con claridad desde la que se podía deducir un gran número de fenómenos mediante el razonamiento matemático, lógi­ co, cuantitativo y en armonía con la experiencia. Por eso, podía esperar correctamente que la base fundamental de su mecánica llegaría con el tiempo a suministrar la clave para la comprensión de todos los fenómenos. Sus alumnos pensaron lo mismo, con mayor seguridad que él, y también lo pensaron sus sucesores, hasta el final del siglo xvm». La mecánica de Newton ha sido uno de los más poderosos y fecundos paradigmas o progra­ mas de investigación de la historia de la ciencia: después de Newton, para la comunidad científica «todos los fenómenos de orden físico deben ser referidos a las masas que obedecen a la ley del movimiento de Newton» (A. Einstein). La realización del programa de Newton seguirá avanzando durante mucho tiempo, hasta que se encuentre con problemas que, para ser solucionados, exigirán una auténtica revolución científica, es decir, un cambio radical de las ideas fundamentales de la ciencia newtoniana. La física newtoniana admite una razón limitada: la ciencia no tiene como tarea el descubrir substancias, esencias o causas esenciales. La cien­ cia no busca substancias, sino funciones; no busca la esencia de la grave­ dad, sino que se contenta con que ésta exista de hecho y explique los movimientos de los cuerpos celestes y de nuestro mar. Sin embargo, escri­ be Newton en la Optica, «la causa primera, ciertamente, no es mecánica». Tanto la razón limitada y controlada por la experiencia como el deísmo serán dos herencias centrales que la ilustración recibirá de Newton, mien­ tras que los materialistas del siglo xvm tomarán como base teórica sobre todo el mecanicismo cartesiano. Puesto que citamos el mecanicismo carte­ siano, hemos de tener en cuenta que, mientras que para los cartesianos el mundo está lleno, para Newton no lo está, y entre los cuerpos actúa una acción a distancia. Los cartesianos, y también Leibniz, verán en estas fuerzas misteriosas que actúan a distancias indefinidas ni más ni menos que un retorno a las cualidades ocultas del pasado. 7.8. El descubrimiento del cálculo infinitesimal y la disputa con Leibniz Durante sus primeros años de estudio en el Trinity College de Cam­ bridge, Newton se dedicó de manera predominante a la matemática: arit­ mética, trigonometría y sobre todo geometría, estudiándola a través de los Elementos de Euclides, que leyó con mucha facilidad, y de la Geometría de Descartes, con algo más de dificultad, por lo menos al principio. Como ya hemos dicho, en Cambridge, Barrow comprendió muy pronto las gran­ des cualidades que tenía su discípulo y apreció de manera especial sus nuevas ideas en el sector matemático. Cuando en 1669 recibió de él su escrito Analysis per aequationes numero terminorum infinitas, elaborado en los tres años anteriores, le cedió su cátedra en esa universidad. En realidad -cosa que es importante para la histórica controversia con Leib­ niz, que mencionaremos enseguida- los primeros escritos matemáticos de Newton son todavía anteriores. En cualquier caso, presumiblemente es posterior en cuatro años al trabajo de 1669 el breve tratado Methodus fluxionum et serierum infinitarum, que sirve de coronamiento a sus prime­ ras investigaciones. Se trata de estudios sobre los infinitésimos, es decir, sobre las pequeñas variaciones arbitrarias de determinadas magnitu­ des, sobre sus relaciones -que más tarde recibirán el nombre de «deriva­ das»- y sobre sus sumas, que serán llamadas «integrales». Para esto, la geometría analítica de Descartes, en cuanto traducción de curvas y super­ ficies en ecuaciones algebraicas, le sirvió como un magnífico instrumento. También empleó con gran aprovechamiento los estudios de François Viéte (1540-1603), y sobre todo la Isagoge in artem analyticam, en la que se elaboraba teóricamente la aplicación del álgebra a la geometría mediante la introducción de los rudimentos del cálculo literal, con la correspondien­ te y adecuada escritura simbólica. Newton halló otras fuentes para sus investigaciones matemáticas en la Clavis Mathematicae de William Oughtred (1574-1660) y en diversos escritos de John Wallis (1616-1703). Los estudios sobre infinitesimales habían recibido su máximo impulso de los problemas geométricos, más específicamente, de los problemas de medición de las figuras sólidas: la estereometría. Bonaventura Cavalieri (15987-1647) es la figura central de este terreno de estudio. En su Geome­ tría indivisibilibus continuorum nova quadam ratione promota -que se publicó en 1635 después de muchos años de preparación- establece el principio que todavía hoy lleva su nombre, según el cual la relación entre las áreas o los volúmenes de dos figuras geométricas es igual a la que se da entre sus secciones indivisibles, obtenidas mediante los métodos oportu­ nos. Otras aportaciones previas al estudio del cálculo infinitesimal proce­ dían de Kepler, en su Nova stereometria doliorum vinariorum (1615); Evangelista Torricelli (1608-1647) fue un gran difusor y aplicador del mé­ todo de Cavalieri; Pierre Fermât (1601-1665) otorga a este método una formulación matemática más perfecta y más rigurosa. Newton trabajó so­ bre estas bases, pero introduciendo desde un principio ciertas referencias concretas a la acústica y a la óptica, ramas de la física a cuyo estudio se dedicaba simultáneamente. Muy pronto, en sus investigaciones matemáti­ cas se hará notar de forma determinante la matriz física. Newton publicó más tarde, en 1687, al comienzo de su obra más impor­ tante -los Philosophiae naturalis principia mathematica- la primera sínte­ sis referente al cálculo infinitesimal. Con posterioridad, aparecerán sus otras obras importantes sobre la cuestión: en 1711 se publica un escrito de 1669, titulado De analysis per aequationes numero terminorum infinitas; en 1704, y como apéndice al tratado de Optica, ve la luz el Tractatus de quadratura curvarum que había escrito en 1676; el ya citado opúsculo Methodus fluxionum et serierum infinitarum, redactado en latín en 1673, aparecerá en edición inglesa en 1736, como obra postuma. Veamos ahora la teoría, que el propio Newton denomina «de las fluentes y de las fluxiones». En sus primeros escritos se limita a ampliar y a desarrollar el estudio algebraico del problema, basándose sobre todo en los trabajos de Fermat y Wallis. Muy pronto, sin embargo, una intuición de tipo físico -y más exactamente, de carácter mecánico- le indicará el camino adecuado para solucionar el problema. Gracias a la aportación conceptual de esta rama fundamental de la física supera la noción según la cual las líneas no son más que un agregado de puntos, considerándolas en cambio como trayectorias del movimiento de un punto; por consiguiente, las superficies se transforman en movimientos de líneas, y los cuerpos sólidos, en movimientos de superficies. Por ejemplo, las superficies son descritas por movimientos proporcionales a la ordenada, mientras aumen­ ta la abscisa con el transcurso del tiempo; esto hace que el incremento infinitesimal reciba el nombre de «momento», el área sea la «fluente» y la ordenada sea la «fluxión», en un instante dado. Sobre esta base, introduce la notación xy z para indicar la velocidad de un punto en las tres direcciones coordenadas. Esto hace surgir distintos problemas, en especial dos: calcular las relacio­ nes que existen entre las fluentes, coincidiendo las relaciones entre fluxio­ nes, y viceversa. En el caso particular de la mecánica: conocido el espacio en función del tiempo, calcular la velocidad; y a la inversa, conocida la velocidad en función del tiempo, calcular el espacio recorrido. En térmi­ nos actuales, se diría: derivar el espacio con respecto al tiempo, e integrar la velocidad en el tiempo. Sin adentrarnos demasiado en los detalles de carácter técnico, hemos de decir sin embargo que Newton logró demostrar muchas de las reglas de derivación y de integración más importantes; introdujo los conceptos de derivada segunda (derivada de la derivada; en el caso de la mecánica, la aceleración) y de derivada de cualquier orden; elaboró con rigor teórico el vínculo entre derivación e integración, e intro­ dujo y solucionó las primeras ecuaciones diferenciales (es decir, con una función incógnita y consistentes en una igualdad entre expresiones que contienen la función incógnita y sus derivadas). Todo esto pone en eviden­ cia la poderosa contribución conceptual efectuada por la mecánica para la elaboración de su nueva teoría matemática. En efecto, Newton poseía una concepción instrumental de la matemática: para él no era más que un lenguaje que servía para describir acontecimientos naturales. Coincidía en esto con el pensamiento de Thomas Hobbes, mientras que George Berkeley, en 1734 -en la obra El analista, o discurso a un matemático incrédulole acusará de falta de rigor. Quizá no sea algo casual el que la notación newtoniana (que utiliza un punto sobre la variable, para indicar la deriva­ da con respecto al tiempo) en la actualidad sólo se siga utilizando en el terreno de la mecánica racional, la física matemática y otros campos afi­ nes: resulta poco frecuente y tiende a desaparecer. La teoría newtoniana, pues, se remite con toda claridad a sus orígenes específicos. Además, su formalismo (x, y, z, para las fluentes; x, y yz, ... para lasfluxiones; xo, yo, z o ,... para los momentos o diferenciales) es muy útil sin duda para quienes estudian la mecánica, en la que sólo se deriva con respecto al tiempo, y cuyas derivadas poseen un significado previamente fijado (la derivada primera es la velocidad, y la derivada segunda, la aceleración), pero resulta poco flexible y básicamente estéril en otros sectores. Además, la formalización newtoniana carece de símbolo para la integral. Tales son, en substancia, las críticas que le formuló el otro gran fundador del cálculo infinitesimal: Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Leibniz enfoca la cuestión desde una perspectiva fundamental distinta y, en ciertos aspectos, complementaria. Toma como punto de partida las notables aportaciones inéditas de Blaise Pascal y, sobre todo, la geometría analítica. Sobre esta base matemática, y no física, Leibniz plantea la deri­ vada de un punto de una curva como el coeficiente angular de la recta tangente en ese punto (es decir, lo que hoy llamamos tangente trigonomé­ trica del ángulo que forma ésta con el eje de las abscisas), considerando dicha recta tangente como una secante ideal en aquel punto y en otro punto infinitamente vecino al dado. Con dichas consideraciones está rela­ cionada la conocida notación, tan difundida en la actualidad dx dy para los diferenciales de las variables x e y, y dy_ dx para la derivada de y con respecto a x. Leibniz, además, introdujo una gran S mayúscula para simbolizar la integral, notación que se ha convertido en uso común. Por lo demás, su teoría no difiere mucho de la de Newton; en mayor o menor medida, en la elaboración posterior sus puntos de llegada son análogos. Le falta, sin embargo, un rigor matemático de fondo, y tal deficiencia la provoca el hecho de que aún no se haya elaborado teóricamen­ te ni consolidado la necesaria noción de «límite». En realidad, las bases conceptuales de esta noción fundamental se hallaban ya en la Arithmetica infinitorum de John Wallis, a quien hemos mencionado antes; y si queremos remontarnos hasta los orígenes, la idea está presente en el método de la exhaustión de Eudoxo (408-355 a.C.), aplicado con éxito por Euclides y por Arquímedes a diversos problemas geométricos. Sin embargo, para un trata- Ciencias de la vida miento riguroso de dicha noción y su planteamiento fundamentado en el análisis infinitesimal, habrá que esperar al siglo xix, con Bernhard Bolzano (1781-1848) y Agustin-Louis Cauchy (1789-1857). La obra de Leibniz corresponde a los años 1672-1673, es decir, posterior -o todo lo más, contemporánea- a la de Newton. No obstante, su obra fundamental, Nova methodus pro maximis et minimis itemque tangentibus se publicó en 1684, tres años antes que los Philosophiae naturalis principia mathematica newtonianos. Alimentada por equívocos, entre Newton y Leib­ niz estalló una feroz disputa sobre la prioridad del descubrimiento. Se trató de una disputa muy poco elegante, en la que predominaron la animosidad y las acusaciones, y que además estuvo teñida de orgullo nacionalista. No es preciso, empero, que nos entretengamos más sobre tal controversia. 8. L a s c ie n c ia s d e l a v id a 8.1. Los avances de la investigación anatómica Durante el siglo xvi se asiste a un gran florecimiento de la investigación anatómica, cuyos representantes más conocidos son Andrea Vesalio (1514-1564), Miguel Servet (1509-1553), Gabriele Falloppio (1523-1562), Realdo Colombo (aprox. 1516-1559), Andrea Cesalpino (1529-1603) y Fabrizio Acquapendente (1533-1619). El mismo año en el que Nicolás Copérnico publicó su De Revolutionibus, Vesalio -de origen flamenco y profesor en Padua- entregó a la imprenta su De corporis humani fabrica. Este libro, basado en las observaciones realizadas por su autor, «fue el primer texto preciso de anatomía humana que se haya presentado ante el mundo» (I. Asimov). Dado que ya se había inventado la imprenta, se difundió por toda Europa a través de millares de copias. Contenía ilustraciones muy hermosas; algunas de ellas habían sido realizadas por Jan Stevenzoon van Calcar, discípulo de Ticiano. Galeno había sostenido que la sangre pasaba desde el ventrículo derecho del corazón hasta el izquierdo, atravesando la pared de separación llamada tabique. Vesalio, en oposición a Galeno, hizo notar que el tabique del corazón poseía una naturaleza muscular y densa. En la segunda edición de su obra (1555) negó rotundamente que la sangre pudiese atravesarlo: «Hasta no hace mucho tiempo, no habría osado alejar­ me ni siquiera en lo más mínimo de la opinión de Galeno -escribe Vesalio-. El tabique, sin embargo, no es menos espeso, denso y compacto que el resto del corazón. Por lo tanto, no veo cómo podrá la más mínima partícula pasar desde el ventrículo derecho hasta el izquierdo del corazón.» A pesar de todo, Vesalio no logró explicar el movimiento de la sangre. Miguel Servet, el reformador religioso que Calvino había enviado a la hoguera en 1553 y que había estado con Vesalio en París, supuso que la sangre circulaba desde el ventrículo derecho hasta el izquierdo pasando por los pulmones. Después de Servet, Realdo Colombo -también profesor de anatomía en Paduaexpuso la idea de que la respiración era un proceso de purificación de la sangre y no un proceso de enfriamiento. En la Restitutio Christianismi (obra que fue quemada junto con su autor, Servet, y de la que quedan tres ejem­ plares: uno en París, otro en Viena y otro en Edimburgo) se afirma: «La sangre se traslada desde las arterias pulmonares hasta las venas pulmonares mediante un prolongado pasaje a través de los pulmones, durante el cual adquiere un color carmesí», y se ve «purificada por los vapores fuliginosos a través del acto de la respiración». En el De re anatómica, Realdo Colombo escribe: «La sangre llega a los pulmones a través de la vena arteriosa; luego, mezclada con el aire, pasa al corazón izquierdo a través de la arteria veno­ sa.» Andrea Cesalpino fue anatomista, botánico y mineralogista, y asimis­ mo, fue profesor de anatomía en Pisa y Padua. En contra de la doctrina galénica, afirmó que los vasos sanguíneos tienen su origen en el corazón y no en el hígado; también sostuvo que la sangre llega a todas las partes del cuerpo. En Padua también trabajó Fabrizio di Acquapendente, anatomista y embriólogo, que estudió las válvulas venosas, sin llegar empero a la circula­ ción de la sangre. Falloppio, mientras tanto, como continuador de la tradi­ ción de Vesalio, describió los canales que van desde los ovarios hasta el útero y que hoy se denominan trompas de Falopio. Bartolomé Eustachio (1500 aprox.-1574), opositor de Vesalio y seguidor de Galeno, estudió entre otras cosas el conducto que va desde el oído hasta la garganta, llamado «trompa de Eustaquio». 8.2. W. Harvey: el descubrimiento de la circulación de la sangre y el mecanicismo biológico Lo dicho hasta ahora sirve para damos una idea de los avances de la anatomía durante el siglo xvi. Sin embargo, las investigaciones anatómicas cambiaron de signo cuando William Harvey (1578-1657) publicó en 1628 su De motu coráis, donde se expone la teoría de la circulación de la sangre. Esto constituyó un descubrimiento revolucionario, por tres razones como mínimo: en primer lugar, significó un nuevo golpe, y de carácter decisivo, a la tradición galénica; en segundo lugar, se llegaba a un elemento clave para la fisiología experimental; en tercer lugar, la teoría de la circulación de la sangre, aceptada por Descartes y por Hobbes, se convirtió en una de las bases más sólidas del paradigma mecanicista en biología. En efecto, aunque Harvey diga que «el corazón puede (...) ser correctamente designado como principio de la vida y sol del microcosmos», organiza los resultados de la investigación anatómica precedente dentro de un modelo estrictamente me­ canicista: «Tal es (...) el verdadero movimiento de la sangre: (...) la sangre (...) por la acción del ventrículo izquierdo es expulsada fuera del corazón y distribuida a través de las arterias en el interior del organismo y en cada una de sus partes, al igual que por las pulsaciones del ventrículo derecho es impulsada y distribuida por los pulmones a través de la vena arteriosa; y (...) de nuevo, a través de las venas, la sangre vuelve a la vena cava hasta llegar a la aurícula derecha, del mismo modo que, a través de la arteria llamada venosa, pasa desde los pulmones hasta el ventrículo izquierdo, en la manera que antes hemos indicado.» Se considera que el corazón es una bomba, las venas y las arterias son tubos, la sangre es un líquido en movimiento bajo presión, y las válvulas de las venas cumplen la misma función que las válvu­ las mecánicas. Provisto de este modelo mecanicista, Harvey ataca al médico francés Jean Femel (1497-1559), quien -al examinar los cadáveres y com­ probar que las arterias y el ventrículo izquierdo del corazón se hallan vacíoshabía afirmado en su Universa Medicina (1542) que existía un cuerpo etéreo, Ciencias de la vida un espíritu vital que llenaba esos lugares mientras el hombre tenía vida y que desaparecía con la muerte. Harvey dice que «Femel, y no sólo Femel, sostiene que estos espíritus son substancias invisibles (...). Nos hemos de limitar a afirmar que, a lo largo de las indagaciones anatómicas, jamás hemos hallado ninguna forma de espíritu en las venas, ni en los nervios, ni en ninguna otra parte del organismo». La teoría de Harvey representa una aportación de primera magnitud a la filosofía mecanicista. Descartes extenderá a todos los animales la idea -ya expuesta por Leonardo y presente en Galileo- según la cual el orga­ nismo viviente es una máquina. Dicha idea servirá de fundamento a las investigaciones de Alfonso Borelli (1608-1679), miembro de la Accademia del Cimento, profesor de matemática en Pisa y autor de la gran obra De motu animalium, publicada postumamente en 1680. Borelli, que será re­ cordado por Newton en su obra principal, estudió la estática y la dinámica del cuerpo, calculando la fuerza desarrollada por los músculos al caminar, al correr, al saltar, al levantar pesos y en los movimientos internos del corazón. Así midió la fuerza muscular del corazón y la velocidad de la sangre en las arterias y en las venas. El corazón, para Borelli, funciona como el pistón de un cilindro, y los pulmones, como dos fuelles. Con los mismos objetivos, Borelli analizó también el vuelo de los pájaros, la nata­ ción de los peces y el arrastrarse de los gusanos. 8.3. Francesco Redi se opone a la teoría de la generación espontánea Otro miembro de la Accademia del Cimento que contribuyó al des­ arrollo de las ciencias médico-biológicas fue el aretino Francesco Redi (1626-1698), quien con un experimento que se ha hecho famoso en la historia de la biología formuló lo que para aquellos tiempos constituía una cjítica decisiva en contra de la teoría de la generación espontánea. En las Experiencias en torno a la generación de los insectos, Redi escribe: «Según lo que os dije, los antiguos y los nuevos escritores, y la común opinión del vulgo, afirman que cualquier podredumbre de cadáver corrompido y toda inmundicia de cualquier otra cosa putrefacta engendra gusanos y los pro­ duce; queriendo yo hallar la verdad, a principios del mes de junio hice matar tres serpientes, llamadas culebras de Esculapio; apenas estuvieron muertas, las coloqué en una caja abierta, para que allí se pudriesen; no pasó mucho tiempo antes de que las viese todas cubiertas de gusanos con forma de cono, y sin patas, según podía verse; tales gusanos, a medida que devoraban aquella carne, iban creciendo de tamaño.» Redi presenta de esta manera la teoría de la generación espontánea, que en su tiempo ya poseía una venerable antigüedad. Repitiendo los experimentos, narra Re­ di, «casi siempre vi sobre aquellas carnes y sobre aquellos peces, y alrede­ dor de los orificios de las cajas en que estaban colocados, no sólo los gusanos, sino también los huevos de los que, como antes he dicho, nacen los gusanos. Estos huevos me hicieron recordar a aquellos otros que dejan las moscas sobre los pescados o sobre la carne y que después se convierten en gusanos; cosa que ya fue perfectamente observada por los compilado­ res del vocabulario de nuestra Academia y observan asimismo los cazado­ res en las fieras que matan durante los días estivales, y también los carni- ceros y las vendedoras que, para proteger durante el verano las carnes de tal inmundicia, las colocan en una fresquera y las cubren con paños blan­ cos. Por lo cual, con mucha razón el gran Homero, en el libro decimono­ veno de la Ilíada, hizo que Aquiles temiese que las moscas ensuciasen con gusanos las heridas del fallecido Patroclo, mientras él se disponía a ven­ garse de Héctor (...). Por eso su piadosa madre le prometió que, con su divino poder, mantendría alejados de aquel cadáver los inmundos enjam­ bres de moscas, y en contra del orden natural lo conservaría incorrupto y entero durante un año (...). Por esto comencé a dudar si por acaso todas las larvas que aparecían en las carnes procedían solamente de las moscas y no de las carnes mismas putrefactas; tanto más me confirmaba en mis dudas el ver que, en todas las generaciones que yo había provocado, antes de que las carnes se agusanasen, se habían posado moscas de la misma especie que la que luego nacía en ella; la duda, empero, habría sido vana, si la experiencia no la hubiese confirmado. A mediados del mes de julio coloqué en cuatro frascos de boca ancha una serpiente, algunos peces de río, cuatro anguilillas del Arno y un trozo de ternero lechal; luego, des­ pués de cerrar muy bien las bocas con papel y cordeles, sellándolas a la perfección, en otros frascos coloqué otras cosas semejantes y dejé los frascos abiertos: no transcurrió mucho tiempo sin que estos segundos reci­ pientes quedasen agusanados, y se veía cómo las moscas entraban y salían de ellos a su capricho. Empero, en los frascos cerrados no vi nacer una sola larva, aunque hubiesen transcurrido muchos meses desde el día en que se encerraron allí los cadáveres; a veces se encontraba, por fuera del papel, algún huevo o algún gusanillo que ponía todo su esfuerzo y solici­ tud en tratar de hallar alguna grieta para entrar a alimentarse en aquellos frascos». Volvamos a Harvey. La teoría de la circulación propuesta y comproba­ da por Harvey constituyó un avance de enorme trascendencia. Como su­ cede siempre, sin embargo, una teoría soluciona un problema y crea otros nuevos. La teoría de Harvey postulaba la existencia de vasos capilares entre las arterias y las venas, pero Harvey no los había visto. No podía verlos, ya que para ello se necesitaba el microscopio. Marcello Malpighi (1628-1694), el gran técnico en microscopía del siglo xvn, observó en 1661 la sangre en los capilares de los pulmones de una rana. Malpighi fue un investigador genial e infatigable. En 1669 fue nombrado miembro de la Roy al Society: muy hábil en técnicas experimentales, estudió los pulmo­ nes, la lengua, el cerebro, la formación del embrión en los huevos de gallina, etc. En 1663 Robert Boyle (1627-1691) logró observar la dirección de los capilares inyectando líquidos coloreados y cera fundida. Antony van Leeuwenkoek (1623-1723) padre de la microscopía (construyó micros­ copios hasta de 200 aumentos), pudo ver la circulación de la sangre en los capilares de la cola de un renacuajo y de la pata de una rana. 9. L as a c a d e m ia s y l a s s o c i e d a d e s c ie n t íf ic a s La «Accademia dei Lincei» y la «Accademia del Cimento» «Organizar y coordinar las investigaciones, convertir en estables y fe­ cundas las relaciones entre la cultura de los mecánicos y técnicos y la de los teóricos y científicos; comunicar a un público lo más amplio posible los resultados de los experimentos y de las investigaciones; abrir posibilidades cada vez más numerosas de colaboración y de contrastación: con base en estas exigencias -compartidas por Descartes y por Mersenne, por Boy le y por Leibniz- nacieron en Europa las primeras sociedades y academias científicas. Fuera de las universidades, controladas tradicionalmente por el poder eclesiástico, nacieron a lo largo del siglo xvii nuevos lugares de discusión y de investigación. Los grandes epistolarios de ese siglo docu­ mentan, por su parte, el grado tan notable en que se advertía la exigencia de una amplia colaboración intelectual, que superase las fronteras de los Estados y los particularismos de las culturas nacionales» (Paolo Rossi). La ciencia es un hecho social: lo es, porque siempre surge en el interior de una tradición cultural (con unos problemas específicos, un lenguaje, etc.); es social en sus aplicaciones; pero, sobre todo, lo es en su método de legitimación como ciencia, puesto que para que el conocimiento científico se transforme en tal, debe ser controlable, y el control es un asunto públi­ co. La teoría científica aspira a tener validez para todos. Sólo puede satis­ facerse tal pretensión si las consecuencias de la observación y de la experi­ mentación de la teoría obligan a todos a aceptarla. En cambio, el saber filosófico -tal como se practicaba en las universidades, en los seminarios y en los colegios eclesiásticos- se configuraba y se entendía como fidelidad a una escuela o a la doctrina de un maestro y no como fiel aplicación de un método que exponga a la crítica pública las teorías, las técnicas de com­ probación y los resultados de la investigación. Justamente en contraposición a la enseñanza universitaria eclesiástica («y confiesan comúnmente los oyentes e incluso los profesores que en el estudio no se aprende otra cosa que los primeros términos y reglas, el camino y el modo de estudiar y de abrir los libros»), el jovencísimo prínci­ pe Federico Cesi fundó en Roma, en 1 6 0 3 , a expensas suyas, la Accade­ mia dei Lincei (Academia de los Linces), provista de biblioteca, un gabi­ nete de historia natural y un jardín botánico anexo. En Del natural deseo de saber y fundación de los Linces para su consecución ( 1 6 1 6 ) , Cesi escri­ bió que «al no existir una institución ordenada, una milicia filosófica para empresa tan digna, tan grande y tan propia del hombre como es la adquisi­ ción de la sabiduría, y de modo particular con los medios de las disciplinas principales, con esta finalidad e intención se erigió la Academia o verda­ dera asamblea de los Linces, para que -con una proporcionada unión de sujetos aptos y preparados para dicha obra- procure con buen orden su­ plir todos los errores y carencias que se han dicho antes, quitar todos los obstáculos e impedimentos y llevar a cabo este buen deseo, proponiendo al sagacísimo lince como continuo estímulo y recuerdo de la búsqueda de aquella agudeza y penetración del ojo de la mente, necesaria para conocer las cosas, y contemplando minuciosa y diligentemente, desde fuera y des­ de dentro, en todo lo que convenga, todos los objetos que se encuentran 9 .1 . en el gran teatro de la naturaleza». Galileo formó parte de la Academia de los Linces. Ésta acabó sus actividades en 1651 y, luego de algunos resurgi­ mientos no demasiado significativos, volvió a funcionar en 1847. No duró más de diez años la Accademia del Cimento (Academia del Experimento), fundada en 1657 por el príncipe Leopoldo de Toscana, amigo y discípulo de Galileo. Lorenzo Magalotti (1637-1712) -que fue miembro de esta Academia- nos dejó escrito que «fue propósito de nues­ tra Academia el experimentar no sólo con lo que nos haya sucedido a nosotros, sino también con aquellas cosas que, por curiosidad provechosa o por simple hallazgo, hallan sido escritas o hechas por otros; pues se ve que, bajo este nombre de experiencia, a menudo toman pie y ganan crédi­ to los errores. Esto fue lo que llevó al comienzo la mente perspicacísima e infatigable del Serenísimo Príncipe Leopoldo de Toscana, quien para des­ cansar de los asiduos trabajos y de los solícitos cuidados que le comporta el ejercicio de su elevada condición, quiere esforzar el intelecto ascendien­ do el empinado camino de los conocimientos más nobles. Habiendo sido muy fácil para el sublime entendimiento de su Alteza Serenísima com­ prender cómo el crédito que poseen los grandes autores mueve en la mayoría de los casos a los ingenios, los cuales, por un exceso de confianza o por reverencia a un nombre, no osan poner en duda lo que aquéllos proponen con autoridad, juzgó que debía ser obra de su gran ánimo con­ trastar con más exactas y más sensatas experiencias el valor de sus afirma­ ciones, y una vez conseguida la comprobación o el desengaño, otorgar este don tan deseable y tan preciado a cualquiera que se halle muy ansioso de los descubrimientos verdaderos». Estos «prudentes dictados del Sere­ nísimo Protector nuestro», sigue diciendo Magalotti, no se proponían con­ vertir a los académicos en «censores indiscretos de las doctas fatigas aje­ nas o en presuntuosos dispensadores de desengaños y de verdades, sino que la intención principal ha sido dar a otros la ocasión de reiterar con sumo rigor las mismas experiencias, en el modo que a veces hemos osado hacer nosotros». La ciencia es un hecho social: exige la comprobación pública, la «sinceridad» de «desapasionados y respetuosos sentimientos» y la intervención de muchas fuerzas («y para tal empresa se requieren otras fuerzas»). A través del Diario original de las actas de la Academia, podemos apreciar que los académicos del Cimento fueron únicamente los siguien­ tes: Vincenzo Viviani, Candido y Paolo del Buono, Alessandro Marsili, Antonio Uliva, Cario Rinaldini, Giovanni y Alfonso Borelli, y como se­ cretario, el conde Lorenzo Magalotti. Sin embargo, además de estas per­ sonas nombradas en el manuscrito, también fueron académicos Alessan­ dro Segni (secretario de la Academia hasta el 20 de mayo de 1660, fecha en que le substituyó Lorenzo Magalotti), Francesco Redi y Cario Roberto Dati. Entre los socios correspondientes en el extranjero hay que mencio­ nar a Stenone y, en cierta forma, también a Huygens, con su epistolario sobre temas astronómicos dirigido al príncipe Leopoldo. El lema distinti­ vo de la Academia fue la expresión «probando y volviendo a probar», y las investigaciones científicas de los académicos del Cimento abarcaron toda la gama de las ciencias naturales: fisiología, botánica, farmacología, zoo­ logía, mecánica, óptica, meteorología, etc. No podemos olvidar tampoco la gran atención que los académicos concedieron a la construcción de instrumentos cada vez más exactos: termómetros, higrómetros, microsco­ pios, péndulos, etc. El patrimonio instrumental de la Accademia del Ci­ mento, que ha llegado hasta nuestros días, se conserva en el Museo de Historia de la Ciencia, de Florencia, y está constituido por 223 piezas, algunas de ellas incompletas. Al parecer, al morir Leopoldo (1675) había 1282 piezas de cristal. Muchos de estos instrumentos todavía existían en 1740, como atestigua Targioni-Tozzetti, que los vio en una estancia conti­ gua a la Biblioteca del Palazzo Pitti. En sus Noticias sobre los crecimientos de las ciencias físicas que ocurrieron en Toscana en el transcurso de los años L X del siglo XVII, G. Targioni-Tozzetti escribe: «Luego, los instru­ mentos eran infinitos, por así decirlo, todos los que se habían publicado en las Tablas de Cobre de los Ensayos, y casi el doble o más, no publicados. En 1740 vi la mayor parte de éstos, colocados dentro de magníficos arma­ rios, en un salón junto a la biblioteca del real palacio de los Pitti, que era el mismo donde se celebraban regularmente las sesiones de la Accademia del Cimento (...). Otros fueron abandonados aquí o allá, y se dispersaron, o pasaron a otras manos, y otra gran parte se la llevó a su casa el señor Vayringe, maquinista de Su Majestad Católica, sin conocerlos al princi­ pio. Recuerdo a este propósito que, estando en una ocasión en casa del citado Vayringe, adonde acostumbraba a ir de vez en cuando, ya que me complacía sumamente la conversación de aquel valiosísimo mecánico y hombre honradísimo, él me hizo ver una masa inmensa y confusa de instrumentos del Cimento, de cristal, de metal, de madera, etc., y me preguntó si yo sabía para qué podían servir. Yo los reconocí de inmediato, le dije qué eran, y como desconocía por completo el nombre de la Accade­ mia del Cimento, le hablé un poco de ella, y a la mañana siguiente le llevé los Ensayos y le hice encontrar las figuras, le expliqué las descripciones, que entonces no entendía del todo. Después de la muerte de Vayringe, los instrumentos del Cimento y de los otros hermosísimos que eran propiedad de Vayringe, una parte fue colocada en cajones por orden del Augustísi­ mo Emperador Francisco, y enviada a Viena, y al parecer, regalada al Gran Colegio Teresiano; todos los demás fueron nuevamente colocados en el citado salón del palacio de los Pitti y en una estancia contigua. Luego, las tablas de cobre, tanto las publicadas en los Ensayos como algunas otras no publicadas y destinadas probablemente a una proyectada continuación de los Ensayos, se conservan en el Guardarropa Real (...). Hay que creer, por lo demás, que los instrumentos elaborados a expensas del príncipe Leopoldo fueron numerosísimos, porque el señor Vayringe me hizo ver un gran número, muchos otros se habían ido rompiendo con el paso del tiempo o los habían robado, y el cardenal Leopoldo le había mandado muchos como regalo al papa Alejandro vn, con instrucciones sobre la manera de emplearlos, elegantemente redactadas por el conde Lorenzo Magalotti.» 9.2. La Roy al Society de Londres y la Academia real de las ciencias de Francia La Sociedad Real de Londres para la promoción de los conocimientos naturales (Royal Society of London for the Promotion of Natural Know- ledge) nació como consecuencia de las reuniones celebradas a partir de 1645 por un grupo de partidarios de la filosofía nueva o filosofía experi­ mental. En 1662 Carlos n concedió el estatuto (charter) que establecía los derechos y las prerrogativas de la Royal Society. El objetivo de la Socie­ dad consistía en redactar «informes fidedignos de todas las obras de la naturaleza» y redactarlos en un lenguaje austero y natural, un lenguaje de «expresiones positivas» y con «significados claros». La Sociedad quería un lenguaje que se acercase al de «los artesanos, los campesinos, los comer­ ciantes», más que al de los «filósofos». Un lenguaje de esta clase era, lógicamente, el lenguaje de las ciencias: la matemática, la anatomía, el magnetismo, la mecánica o la fisiología. Nullius in verba fue, y es, el lema de la Sociedad Real de Londres: «no es necesario jurar sobre las palabras de nadie». El fundamento de la ciencia no reside en la autoridad de un pensador, sino únicamente en las pruebas de los hechos: y «contra los hechos y los experimentos -dijo Newton, que fue miembro y luego secre­ tario de la Sociedad Real- no se puede discutir». Desde 1662 hasta 1677 (año en que murió) fue secretario de la Sociedad Henry OIdenburg, quien inició en 1665 la publicación de las actas de la sociedad (las «Philosophical Transactions», que siguen publicándose en la actualidad). Las «Transactions» de la Royal Society constituyen el primer ejemplo que se da en Europa de revista periódica dedicada a temas científicos. OIdenburg inició su publicación con el convencimiento de que dar a conocer a los demás los descubrimientos científicos era un elemento necesario para el avance del conocimiento científico. Su intención era que las «Transactions» fuesen una invitación y un estímulo a que los estudiosos «investigasen, experi­ mentasen y descubriesen nuevas cosas, a que se comunicasen recíproca­ mente sus propios conocimientos, contribuyendo así en el mayor grado posible al gran proyecto consistente en el enriquecimiento del conoci­ miento de la naturaleza y en el perfeccionamiento de todas las artes y las ciencias filosóficas». Y todo esto, «para gloria de Dios, honor y provecho de este reino, y bien universal de la humanidad». Debido al interés del ministro Colbert, en 1666, bajo el reinado de Luis xiv, se constituyó la Academia real de las ciencias (Académie royale des sciences). Pertenece a Christian Huygens un famoso Memorándum dirigido al ministro Colbert, en el que se afirma que «la ocupación funda­ mental y más útil» de los miembros de la Academia es «dedicarse a !a historia natural según el plan trazado por Bacon». Éste es el proyecto de Huygens en sus líneas maestras: experimentar sobre el vacío a través de bombas y determinar el peso del aire; analizar la fuerza explosiva de la pólvora dentro de un recipiente de hierro o de cobre lo suficientemente grueso; examinar la fuerza del vapor; examinar la fuerza y la velocidad de los vientos, y estudiar su utilización para la navegación y para las máqui­ nas; analizar «la fuerza (...) del movimiento provocado por un golpe». Según Huygens, existen muchas cosas que, aunque sería muy útil conocer­ las, nos son del todo -o casi del todo- desconocidas: la naturaleza del peso, del calor, del frío, de la luz, de la atracción magnética, la respiración animal, la composición de la atmósfera, la manera en que crecen las plan­ tas, y así sucesivamente. BACON Y DESCARTES LA EVOLUCIÓN SOCIAL Y TEÓRICA DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO ANTE LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA «Estas tres cosas (el arte de la imprenta, la pólvora y la brújula) modificaron la disposición del mundo en su con­ junto, la primera en las letras, la segunda en el arte militar, la tercera en la navegación; de ello surgieron infinitos cam­ bios, hasta el punto de que ningún imperio, ni secta, ni estrella alguna parece haber ejercido mayor influjo y efica­ cia que estas tres invenciones.» Francis Bacon «Si me abstengo de pronunciar un juicio sobre una cosa, cuando no tengo de ella una idea lo suficientemente clara y distinta, es evidente que hago un óptimo uso del juicio y que no me engaño, pero si me determinase a negar o a afirmar dicha cosa, entonces ya no me sirvo como debería de mi libre arbitrio.» René Descartes Francis Bacon (1561-1626): fue el profeta de la revolución tecnológica moderna FRANCIS BACON: EL FILOSOFO DE LA ERA INDUSTRIAL 1. F r a n c is B aco n: su v id a y s u p r o y e c t o c u l t u r a l Francis Bacon escribe en el Novum Organum, que es su obra más famosa: «Hay que considerar la fuerza, la virtud y los efectos de las cosas descubiertas, que no aparecen con tanta claridad en otras cosas, como en aquellas tres invenciones que resultaban desconocidas para los antiguos y cuyo origen -aunque reciente- es obscuro y poco glorioso: el arte de la imprenta, la pólvora y la brújula. En efecto, estas tres cosas modificaron la disposición del mundo en su conjunto, la primera en las letras, la segun­ da en el arte militar, la tercera en la navegación; de ello surgieron infinitos cambios, hasta el punto de que ningún imperio, ni secta, ni estrella alguna parece haber ejercido mayor influjo y eficacia que estas tres invenciones.» Si Galileo, entre otras cosas, reflexionó sobre la naturaleza del método científico; si Descartes, entre otras cosas, propone una metafísica extra­ ordinariamente influyente sobre la ciencia, Bacon en cambio fue el filóso­ fo de la era industrial, porque «ningún otro en su época, y muy pocos durante los trescientos años siguientes, se ocuparon con tanta profundidad y claridad del problema planteado por la influencia que los descubrimien­ tos científicos ejercen sobre la vida humana» (B. Farrington). En la época de Bacon, durante el período que va desde 1575 a 1620, Inglaterra marcha en vanguardia del resto de Europa en los sectores minero e industrial. «La historia de Francis Bacon [...] es la historia de una vida dedicada por completo a una gran idea. Esta idea se apoderó de él cuando no era más que un muchacho, se encarnó a través de las diversas experiencias de su vida y estuvo presente hasta en su lecho de muerte. En la actualidad dicha idea parece obvia, en parte se ha convertido en realidad, en parte ha perdido su esplendor y a menudo ha quedado desnaturalizada. Sin embar­ go, en tiempos de Bacon constituía una novedad. Consistía simplemente en creer que el saber debía llevar sus resultados a la práctica, la ciencia debía ser aplicable a la industria, los hombres tenían el deber sagrado de organizarse para mejorar y para transformar sus condiciones de vida. Esta idea, que en sí misma es muy grande, recibió gracias al pensamiento de Bacon un desarrollo tan notable que la llevó a iluminar todo el curso de la historia humana. Partiendo de esta nueva idea, Bacon sometió a revisión la cultura humana en su integridad, para descubrir cómo era que había producido tan escasos resultados prácticos y de qué manera podía perfec­ cionarse» (B. Farrington). En realidad Bacon propuso y defendió tesis que en la actualidad forman parte integrante de nuestra cultura. Dichas tesis son: «La ciencia puede y debe transformar las condiciones de vida humana; no es una realidad indiferente a los valores de la ética, sino un instrumento construido por el hombre en vista de la realización de los valores de la fraternidad y el progreso; a través de la ciencia -donde está vigente la colaboración mutua, la humildad ante la naturaleza, la voluntad de claridad- hay que potenciar y fortalecer estos valores; la ampliación del poder del hombre sobre la naturaleza no es nunca obra de un investigador individual, que mantenga en secreto sus resultados, sino que es necesaria­ mente fruto de una colectividad organizada de científicos; el saber siem­ pre posee una función concreta en el seno del mundo histórico, y toda reforma de la cultura es también -siempre- una reforma de las institucio­ nes culturales, de las universidades, de las instituciones y, por supuesto, de la mentalidad de los intelectuales» (Paolo Rossi). Francis Bacon nació en Londres, en la York House del Strand, el 22 de enero de 1561. Su padre, sir Nicholas Bacon, era Lord Guardasellos de la reina Isabel, y de este modo Francis se vio introducido en la vida de la corte desde muy niño. Ingresó en la universidad de Cambridge a la edad de doce años y permaneció en el Trinity College hasta 1575. William Rawley, que fue su secretario privado y que ha escrito una conocida bio­ grafía de Bacon, nos cuenta -a propósito de los años que su señor pasó en la universidad- lo siguiente: «Mientras se encontraba aún en la universi­ dad, a los dieciséis años de edad, experimentó por primera vez, como su señoría tuvo a bien comunicarme, una pérdida de aprecio por la filosofía de Aristóteles: y no porque el autor careciese de valor -siempre le tributó grandes alabanzas- sino por la inutilidad del método; al ser la aristotélica (como acostumbraba a decir su señoría) únicamente una filosofía apta para las disputas y las controversias, pero estéril de obras provechosas a la vida del hombre; conservó este modo de pensar hasta el día de su muerte.» Aristóteles, para Bacon, fue el símbolo de una filosofía «estéril en lo que respecta a la producción de obras provechosas para la vida humana». Como los estudios jurídicos eran necesarios para emprender la carrera política, en junio de 1575 Bacon entró en el Gray’s Inn de Londres, una escuela de jurisprudencia donde se formaban jurisconsultos y abogados. Enseguida, sin embargo, partió hacia Francia en el séquito del embajador inglés sir Amias Paulet. Recibió una pésima impresión de Francia (el rey era un hombre desarreglado; el país estaba corrompido y mal administra­ do, era pobre). En 1579 regresó a Londres, a causa de la muerte de su padre. Aunque se esforzó mucho en ello, durante el reinado de Isabel no logró avanzar mucho en su carrera política, si bien en 1584 fue elegido miembro de la Cámara de los Comunes, donde permaneció unos veinte años. Entre 1592 y 1601 destaca la amistad entre Bacon y Robert Devereux, segundo conde de Essex, que protegió a Bacon durante aquellos años. Tal amistad acabó de una forma trágica, porque el conde de Essex fue acusado de traición y de insurrección, y Bacon -como experto legal de la Corona- defendió dichas acusaciones. El conde, antiguo favorito de la reina, fue condenado a muerte y decapitado. Mientras tanto, en 1603, subió al trono Jacobo i, hombre amante de la cultura y protector de intelectuales. Bajo el reinado de Jacobo i la carrera de Bacon adquirió velocidad y brillantez: fue abogado general en 1607, procurador general de la Corona en 1613, Lord Guardasellos en 1617 y Lord Canciller en 1618. En este mismo año Bacon recibió del rey el título de barón de Verulam, y tres años más tarde, el de vizconde de Saint Albans. A pesar de su trabajo y de las ocupaciones y las preocupaciones políticas, Bacon no descuidó su compromiso intelectual, hasta el punto de que en 1620 publicó su obra más famosa, el Novum Organum que en intención de su autor debía substituir el Organum aristotélico. La obra era presentada como la segunda parte de un proyecto enciclopédico mucho más amplio y ambicioso: la Instaurado Magna, de la cual en 1620 se publi­ caron, junto con el Novum Organum, la introducción y el plan general. Mientras tanto, en 1621, la carrera de Bacon se vio interrumpida brus­ camente y su fama quedó en serio entredicho. En la primavera de? 1621 Bacon fue acusado de corrupción ante la Cámara de los Lores. Bacon, que durante toda su vida necesitó mucho dinero, había aceptado dádivas de una de las partes contendientes en un juicio, antes de emitir su sentencia como juez. Por lo tanto, fue acusado de corrupción. Éste es el texto de la sentencia que emitió al respecto la Cámara de los Lores: «Este Alto Tri­ bunal [...] sentencia: 1) que el Lord vizconde de Saint Albans, Lord Can­ ciller de Inglaterra, debe pagar una indemnización y una multa de 40 000 libras esterlinas; 2) que debe ser encarcelado en la Torre hasta que el rey lo decida; 3) que se le aparte a perpetuidad de todo empleo, cargo o compromiso del Estado; 4) que sea excluido a perpetuidad del parlamento y no pueda acercarse a la corte.» Sin embargo, a pesar del rigor de la sentencia, la prisión en la Torre de Londres sólo duró unos cuantos días y la multa le fue condonada por el rey. Bacon pudo proseguir así sus estu­ dios, pero su carrera había acabado para siempre. Murió el día de Pascua, el 9 de abril de 1626. Los ESCRITOS DE BACON Y SU SIGNIFICADO Los Ensayos son la primera obra de Bacon. Publicados en 1597 por primera vez, consisten en eruditos análisis referentes a la vida moral y política. Se convirtieron en un clásico de la literatura inglesa. Fueron traducidos al latín con el título de Sermones fideles sive interiora rerum. Al año 1603 corresponde el De interpretatione naturae proemium. Jacobo i sube al trono en 1603 y Bacon incluye en su obra anotaciones de carácter autobiográfico, considerando que sus propias cualidades como persona se adaptaban al proyecto de reforma cultural. «En lo que a mí respecta, he comprendido que estoy -más que a ninguna otra cosa- adaptado al estu­ dio de la verdad. Poseo una mente lo bastante ágil para captar las seme­ janzas de las cosas (lo cual es muy importante) y lo bastante sólida y capaz de concentrarse como para observar las sutiles diferencias entre ellas, estoy dotado del deseo de indagar, la paciencia de dudar, la pasión de meditar, la prudencia en el afirmar, la prontitud en el cambiar de opinión 2. y la diligencia en el ordenar; no estoy enamorado de las novedades, ni soy admirador de las antigüedades en cuanto tales, y odio cualquier forma de impostura. Por estas razones, considero que mi naturaleza posee una cier­ ta familiaridad y una cierta consonancia con la verdad.» Más aún: «La razón de esta publicación mía es la siguiente: quiero que todo lo que atañe a establecer relaciones intelectuales y a liberar las mentes se difunda entre las multitudes y pase de una a otra boca [...]. Libre de cualquier forma de impostura, veo con claridad que la fórmula de la interpretación y las invenciones que de ella saldrán resultarán más provechosas y seguras si se reservan a los ingenios adecuados y bien escogidos. En definitiva, pongo en movimiento una verdad que otros van a experimentar [...]. Me basta con la conciencia de un servicio bien cumplido y con realizar una obra sobre la cual no podría interferir ni siquiera el destino mismo.» El De interpretatione naturaeproemium es de 1603. El año anterior, sin embargo, Bacon había escrito el Temporis Partus Masculus. El Parto mas­ culino del tiempo es un escrito muy polémico en contra de los filósofos antiguos (Platón, Aristóteles, Galeno, Cicerón), medievales (santo To­ más, Escoto) y renacentistas (Cardano, Paracelso). Todos estos filósofos, en opinión de Bacon, son moralmente culpables de no haber prestado el acatamiento debido a la naturaleza y el necesario respeto por ia obra del Creador, que hay que escuchar con humildad e interpretar con la necesa­ ria cautela y paciencia. La filosofía del pasado es estéril y está llena de palabrería. Una crítica similar de la cultura tradicional volverá a aparecer varias veces en las obras posteriores de Bacon, entre otras, en el Valerius Terminus (1603), los Cogitata et visa (1607-1609), la Redargutio Philosophiarum (1608), la Descriptio Globi Intellectualis (1612). Es de 1605 el trabajo titulado O f Proficience and Advancement o f Learning, Human and Divine (De la dignidad y el progreso del saber humano y divino). Esta obra, que será ampliada en 1623, es una especie de defensa y de elogio del saber; en el segundo libro de la misma se analiza el estado de decadencia del saber; se proyecta una enciclopedia del saber dividido en historia (que se basa en la facultad de la memoria), poesía (basada en la fantasía) y ciencia (basada en la razón). De 1607 son los Cogitata et visa; en 1609 entrega a la imprenta el De Sapientia Veterum, donde -mediante la inter­ pretación de algunos mitos de la antigüedad- el autor presenta al público docto las doctrinas de la nueva filosofía. Probablemente en 1608 Bacon da comienzo al Novum Organum, en el que vuelve a utilizar nociones elabo­ radas en obras precedentes no publicadas. En esta obra, que vio la luz en 1620, Bacon trabajó durante casi diez años y la presentó como segunda parte de la Instauratio Magna, un proyecto no realizado cuyo plan era el siguiente: 1) División de las ciencias; 2) Nuevo órgano, o indicios para la interpretación de la naturaleza; 3) Fenómenos del universo, o historia natural y experimental para construir la filosofía; 4) Escala del intelecto; 5) Pródromos o anticipaciones de la filosofía segunda; 6) Filosofía segun­ da o ciencia activa. Bacon consideró al Novum Organum como segunda parte del proyecto, y el De Dignitate et augmentis scientiarum (1623) como la primera parte. Este último escrito es la traducción latina ampliada del O f Proficience and Advancement of Learning, Human and Divine. La tercera parte de la Instauratio está representada por la Historia naturalis et experimentalis ad condendam philosophiam sive phenomena universi, pu­ blicada en 1622 y 1623 en dos volúmenes que contienen una Historia ventorum y una Historia vitae et mortis. En 1624 Bacon revisa el texto del New Atlantis (la Nueva Atlántida), donde «sueña con una constitución en la que el favor más ilimitado y el interés más pródigo, que se concedan a los nuevos métodos de la investigación científica y de la experimentación aplicada a todas las ramas de lo cognoscible permitan un estado tan eleva­ do de florecimiento y de bienestar, que no carezca ya ningún dolor de su remedio adecuado, ni haya deseo humano que no se vea satisfecho de la forma oportuna» (E. Bonaiuti). De una manera más específica, «las pági­ nas de la Nueva Atlántida que describen las fundaciones científicas, los institutos de investigación, la actividad laboriosa y la fraterna cooperación entre los sabios, se nos aparecen [...] como la manifestación -proyectada en el plano de la utopía- de las esperanzas más elevadas de Francis Ba­ con» (Paolo Rossi). En la primera historia de la Roy al Society, escrita por Thomas Sprat, obispo de Rochester, leemos: «Sólo recordaré a un gran hombre, que poseyó una clara visión de todas las posibilidades de esta nueva institución tal como es ahora; me refiero a Lord Bacon. En sus libros aparecen por todas partes los argumentos más válidos que puedan aducirse en defensa de la filosofía experimental y las mejores directrices aptas para promoverla: argumentos que adornó con tanto arte que, si mis deseos hubieran prevalecido sobre los de algunos de mis óptimos amigos -que me han inducido a escribir esta obra- alguna de sus obras habría sido el mejor escrito que podría servir como prólogo a la historia de la Royal Society.» Se puede afirmar sin vacilación alguna -comenta Benjamin Farrington- que «la Royal Society representa el mayor monumento conme­ morativo de Francis Bacon». Y si la Nueva Atlántida prefigura lo que serán las sociedades científicas, el proyecto enciclopédico de la Instauratio Magna inspiró a Diderot y a d’Alembert, los autores del proyecto de la Enciclopedia ilustrada. Lo cierto es que «con Bacon da comienzo, en la historia de Occidente, una nueva atmósfera intelectual. Bacon quiere ser el buccinator o heraldo de esta novedad. Indagó y escribió acerca de la función de la ciencia en la vida y en la historia humana; formuló una ética de la investigación científi­ ca que se contraponía de manera tajante a la mentalidad de carácter mágico que, todavía en sus años, dominaba ampliamente; trató de elabo­ rar teóricamente una nueva técnica de enfoque de la realidad natural; edificó las bases de aquella moderna enciclopedia de las ciencias que se convertirá en una de las empresas más importantes de la filosofía europea. La liberación con respecto a los idola, la separación entre lo que humana­ mente se pueda descubrir y el dogma religioso, la identificación de la metafísica con una “física generalizada” basada en la historia natural, el materialismo atomista, la valorización de la técnica y la polémica contra el empirismo ciego de los magos y los alquimistas, el ideal cooperativo de la investigación científica, la identificación de la búsqueda de la verdad con la búsqueda de mejores condiciones de vida para el hombre, la carga de responsabilidad que se atribuye a la investigación científica: Bacon ayudó de forma muy notable al planteamiento y la propagación de ideas como éstas, y con razón puede afirmarse que también a aquel que “escri­ bía de filosofía como un Lord Canciller” (de acuerdo con la conocida expresión de Harvey) se le ha de otorgar un lugar de relieve, no sólo en la historia de la filosofía, sino también en el desarrollo del saber científico» (Paolo Rossi). 3. P or qué B a c o n c r it i c a e l i d e a l d e l s a b e r m á g i c o - a l q u í m i c o Bacon, a pesar de todos los elementos anticipatorios y revolucionarios que se encuentran en su pensamiento, es un hombre de su tiempo. Y a pesar de ser un hombre de su tiempo, su pensamiento contiene elementos decididamente anticipatorios y revolucionarios. Bacon es un hombre de su época: recibe de la tradición la idea de que el saber, aunque esté estrecha­ mente ligado con la experiencia, es saber de formas, es decir, de substan­ cias y no de funciones o de leyes cuantificadas. Pero no le basta con esto, ya que toma de la filosofía renacentista temas como el que todos los cuerpos sean capaces de percibir, o el que afirma la existencia de una relación universal entre todos los seres, vínculo que se expresaría como fuerza de atracción y repulsión; o incluso el que la imaginación tenga poderes que le permitan, por ejemplo, detener el proceso de fermentación de la cerveza. Por lo tanto, el vitalismo renacentista está muy presente en la filosofía de Bacon, y de ella tampoco están ausentes elementos que provienen de la tradición alquímica. Por ejemplo, en el Novum Organum y en la Historia vitae et mortis leemos que en los cuerpos hay un spiritus sive corpus pneumaticum, y la detentio de este spiritus o corpus pneumaticum sería la que impediría el proceso de degeneración de los cuerpos. Por lo tanto, sin ninguna duda, en el pensamiento de Bacon se dan temas y motivos de la tradición mágico-alquímica. «A dicha tradición, tal como viene configurándose durante la época del renacimiento, están ligadas dos nociones centrales de la filosofía de Bacon, que se hallan en la base de su concepción de la naturaleza, del hombre y de las relaciones entre el hom­ bre y la naturaleza. Estos conceptos son: 1) el ideal de la ciencia como potencia y como obra activa, que se encamina a modificar la situación natural y humana; 2) la definición del hombre como ministro e intérprete de la naturaleza (naturae minister et interpres) que Bacon utilizó para substituir a la venerable definición del hombre como animal racional» (Paolo Rossi). Hay que subrayar que, en el contexto del pensamiento filosófico de Bacon, estos dos elementos (el saber como potencia y la ciencia como ministra de la naturaleza) adquieren un nuevo significado, porque lo que Bacon toma de la tradición del pensamiento mágico-alquímico son las finalidades del saber, pero rechaza con decisión en el saber mágico y alquímico sus modalidades de adquisición y de transmisión. En efecto, como puede verse, por ejemplo, a través de la revaloración que lleva a cabo en relación con las artes mecánicas, Bacon piensa en un saber que sea una ciencia progresiva, hecha de resultados obtenidos por genera­ ciones de científicos que se van sucediendo y que trabajan de manera cooperativa. La verdad es filia temporis y no filia auctoritatis. «Los méto­ dos y los procedimientos de las artes mecánicas, su carácter de progresividad y de intersubjetividad proporcionan el modelo de la nueva cultura» (Paolo Rossi). Un saber que nazca de la colaboración entre investigadores es un saber que exige instituciones nuevas (universidades, laboratorios, sociedades científicas, etc.) que un poder político con visión a largo plazo Crítica de la magia y atento al bienestar de los hombres tendría que favorecer con un gran interés. La magia busca causas ocultas, pero el verdadero saber es saber de naturalezas experimentables; la magia es un saber de individuos o de iniciados, mientras que el verdadero saber puede ser alcanzado o, al me­ nos, controlado por todos, resultado de una cooperación. La magia sólo por azar llega a algún trozo de auténtico saber, mientras que el verdadero saber alcanza sus resultados a través de un procedimiento metódico; la magia es saber de un individuo, con objetivos de dominio sobre los demás; el verdadero saber, en cambio, es útil para los hombres. El saber de los magos y los alquimistas es un saber que éstos conservan en secreto, pero el verdadero saber es todo lo contrario de un secreto, es público y debe estar expuesto y debe escribirse en términos claros; la magia corrompe la expe­ riencia, mientras que el verdadero saber está compuesto por auténticas experiencias. En tales circunstancias, se vuelve fácilmente comprensible el ataque de Bacon a la tradición mágico-alquímica. En el Tempoñs Partus Masculus reprocha Bacon a Paracelso no tanto que engendre mentiras, sino que produzca monstruos: «¿Qué semejanzas entre los productos de tus ele­ mentos, qué correspondencias, qué paralelismos estás soñando, oh fanáti­ co coleccionador de fantasmas? [...]. Escucha ahora la enumeración de los delitos más graves. Tú, confundiendo las cosas divinas con las naturales, lo profano con lo sagrado, las herejías con las fábulas, has profanado, oh sacrilego impostor, tanto la verdad humana como la religiosa. No te has limitado, como los sofistas, a obscurecer la luz de la naturaleza (cuyo santísimo nombre tu impura boca pronuncia con tanta frecuencia) sino que has llegado a apagarla. Ellos desertan de la experiencia, pero tú la has traicionado.» ¿Por qué Paracelso traiciona la experiencia? Porque Para­ celso, según Bacon, sometió las cosas «a una interpretación ya prefijada». Así, continúa, «en vez de cálculo de los movimientos, has buscado las transformaciones de las substancias, y así, has intentado corromper los orígenes de la ciencia y despojar las mentes de los hombres. Has añadido nuevos y extraños obstáculos a las dificultades y las tinieblas de los experi­ mentos, ante los cuales los sofistas se muestran hostiles y los empíricos titubeantes. Por lo tanto, no es cierto que hayas conocido o hayas seguido la guía de la experiencia. Has hecho todo lo posible, al contrario, para acrecentar la voracidad de los magos». Todo esto hace referencia a Para­ celso, pero en lo que respecta a los alquimistas, Bacon afirma: «Éstos van de acuerdo entre sí, basándose en una serie de mentiras recíprocas, y hacen ostentación siempre de las esperanzas más vastas; y si al vagar por azar a lo largo del camino de la experiencia, se topan en alguna ocasión con algo útil, esto sucede de manera fortuita y no por el método que emplean.» Sin duda, no todos los alquimistas son del mismo tipo, pues entre ellos «hay hombres útiles que, sin preocuparse en exceso por las teorías, han buscado ensanchar el campo de los descubrimientos a través de las sutilezas de la mecánica: a este tipo pertenece Rogerio Bacon». Al mismo tiempo, hay también «una clase de hombres perversos y malditos, formada por aquellos que piden a todas partes que aplaudan sus teorías y que andan mendigando la aprobación, apelando a la esperanza y la impos­ tura». En opinión de Bacon, esto es lo que sucede con la mayoría de los alquimistas. 4 . P or qué B a c o n c r it i c a l a f i l o s o f í a t r a d i c i o n a l En nombre de un ideal de saber público, controlado, que procede con cautela a partir de la experiencia y que es un saber construido a través de la colaboración mutua en vista de la transformación del mundo en benefi­ cio de todos los hombres, Bacon se aparta nítidamente del ideal del saber mágico. El verdadero saber, a diferencia del mágico, no es algo privado ni obscuro; por lo contrario, es un saber público y escrito en un lenguaje claro e intersubjetivo. Siempre en nombre de este ideal de saber progresi­ vo, público, claro, construido mediante la cooperación entre los hombres y que se propone como objetivo el bien de todos, Bacon lanza un ataque contra la tradición filosófica del pasado, intentando substituir la «filosofía de las palabras» por la «filosofía de las obras». Para Bacon, lo importante es darse cuenta de que el saber posee una función diferente de aquella que le ha atribuido la tradición; por consiguiente, no se trata de defender a un filósofo en contra de otro, o viceversa. Se trata de rechazar y de alzarse en contra de una tradición en conjunto a la que se considera como una guerra en la que combaten «filosofastros más llenos de fábulas que los mismos poetas, corruptores de espíritus y falsificadores de las cosas [...], una turba venal de profesores». Hay que olvidarse de la tradición en conjunto. «Lo que Bacon reprocha a los filósofos de la antigüedad (Platón, Aristóteles, Galeno, Cicerón, Séneca, Plutarco) y de la edad media y el renacimiento (santo Tomás, Duns Escoto, Ramo, Cardano, Paracelso, Telesio) no es una serie de errores de tipo teórico. Todas estas filosofías pueden ser colocadas en cierto modo en el mismo plano, son dignas de acusaciones similares y participan a la fuerza del mismo destino, porque son expresión de una actitud moralmente culpable» (Paolo Rossi). Ésta es la culpa: «Al acatamiento ante la realidad, a la conciencia de las limitaciones, al respeto por la obra del Creador que hay que escuchar e interpretar con humildad, la tradición los ha reemplazado por “las astucias del ingenio y las obscuri­ dades verbales”, por “una religión adulterada” o por “las observaciones populares y las mentiras teóricas basadas sobre determinados experimen­ tos de infeliz memoria” Estas degeneraciones se derivan en todos los casos de aquel pecado de soberbia intelectual que ha convertido a la filosofía en absolutamente estéril de obras, transformándola en un instru­ mento para vencer en las disputas» (Paolo Rossi). Casi toda la cultura tradicional gira alrededor de unos pocos nombres: Aristóteles, Platón, Hipócrates, Galeno, Euclides y Ptolomeo. En la Redargutio Philosophiarum, Bacon escribe: «Ved, pues, que vuestras rique­ zas son posesión de muy pocos y que las esperanzas de todos los hombres se hallan confiadas a sólo seis cerebros. Dios no os ha concedido almas racionales para que rindáis a hombres el tributo que le debéis a vuestro Autor (es decir, la fe que se debe a Dios y a las cosas divinas), ni os ha otorgado firmes y válidos sentidos para estudiar los escritos de unos cuan­ tos hombres, sino para estudiar el cielo y la tierra que son obra de Dios.» Aristóteles, «que ha reducido a la esclavitud a tantos otros espíritus libres y a tantos ingenios, nunca fue de ningún modo útil a la humanidad». Y sin embargo, «se han establecido prejuicios innumerables y se han adoptado, recibido y difundido opiniones falsas. Los teólogos han utilizado amplia­ mente tal filosofía y han fundado un tipo de especulación en la que se Crítica de la filosofía combinan a la vez una y otra doctrina. Los hombres de Estado, que consi­ deran útil para su reputación el ser considerados hombres doctos, llenan sus escritos y sus discursos de conceptos derivados de la misma fuente». Las palabras, los conceptos, los preceptos de esta filosofía están tan gene­ ralizados que «en el momento mismo en que aprendíais a hablar, por fuerza comenzabais a beber y a alimentaros con lo que tengo la tentación de llamar una cébala de errores. Y dichos errores no sólo han sido confir­ mados en la práctica por el uso de los individuos, sino que además se han visto consagrados por las instituciones académicas, los colegios, las diver­ sas órdenes y hasta los gobiernos». Para Bacon, en el fondo, la filosofía de los griegos es una filosofía pueril: «Los griegos fueron eternos niños, no sólo en la historia y en su conocimiento del pasado, sino sobre todo en el estudio de la naturaleza. ¿Y no es acaso similar a la infancia aquella filosofía que únicamente sabe parlotear y litigar, sin jamás engendrar y producir, una filosofía inhábil para el debate y estéril en obras? [...] La edad en que nació [...] estaba muy cerca de las fábulas, carecía de historia, estaba escasamente informada e iluminada por los viajes y por los conoci­ mientos acerca de la Tierra: no poseía ni la veneración por la antigüedad, ni la riqueza de los tiempos modernos y le faltaba dignidad y nobleza.» En lo que concierne a Aristóteles, más específicamente, Bacon se pregunta «si en su física y en su metafísica no oís más a menudo las voces de la dialéctica que las de la naturaleza. ¿Qué otra cosa cabría esperar de un hombre que ha construido un mundo, por así decirlo, a partir de las categorías, que ha tratado acerca de la materia y del vacío, de la rarefac­ ción y de la densidad, basándose en la distinción entre potencia y acto? [...]. En él no se pueden descubrir buenos “signos”, porque su ingenio era demasiado impaciente e intolerante, incapaz de detenerse a ponderar el pensamiento de los demás y, a veces, ni siquiera su propio pensamiento [...] de obscuro propósito. Otras muchas cualidades suyas son más propias de un maestro de escuela que de un investigador de la verdad». La opinión de Bacon sobre Platón es la siguiente: Platón fue sobre todo un político, y «todo lo que escribió en torno a la naturaleza carece de fundamento, mientras que con su teología corrompió la realidad natural, al igual que lo había hecho Aristóteles con su dialéctica». La condena que Bacon hace de la tradición está presente en sus escri­ tos, por ejemplo, en el Temporis Partus Masculus (1602), el Valeñus Terminus (1603), el Advancement of Learning (1605), los Cogitata et visa (1607) y la Redargutio Philosophiarum (1608), de la que hemos extraído los pasajes precedentes. Resulta interesante advertir también que Bacon no publicó estos escritos, porque creía que lo polémico de su contenido podía en cierto modo obstaculizar su difusión. De cualquier forma, la polémica en contra de la tradición también la encontraremos en el prólogo a la Instaurado Magna y en el primer libro del Novum Organum (1620). Es precisamente en este primer libro del Novum Organum donde Bacon, entre otras cosas, lleva a cabo un ataque a fondo en contra de la lógica aristotélico-escolástica. 5. P or qué B a c o n c r it i c a l a l ó g i c a t r a d i c i o n a l De acuerdo con el criterio de Bacon, las ciencias de su época no son capaces de realizar nuevos hallazgos. Asimismo, «también la lógica tradi­ cional -se afirma en el Novum Organum- es inútil para la investigación de las ciencias». Es inútil, y además perjudicial, porque no sirve más que para consolidar y transmitir los errores de la tradición. En efecto, en el silogismo no se hace otra cosa que reducir consecuencias desde unas pre­ misas. Empero, no es la lógica la que fija y establece las premisas: el silogismo «es un instrumento incapaz de penetrar en la profundidad de la naturaleza. Constriñe a nuestro asentimiento, pero no a la realidad». El silogismo consta de proposiciones y las proposiciones, de palabras; éstas, a su vez, representan nociones. No obstante, continúa Bacon, en las no­ ciones que figuran en los silogismos de la filosofía tradicional y, en espe­ cial, de la escolástica, «nada hay que sea riguroso, ni en las nociones lógicas ni en las físicas; substancia, cualidad, acción, pasión, y tampoco el ser mismo, no son verdaderos conceptos; menos aún pesado-ligero, denso-tenue, húmedo-seco, generación-corrupción, atracción-repulsión, ele­ mento, materia-forma, y así sucesivamente; todas ellas son nociones fan­ tásticas, conceptos que se nos presentan como auténticas aberraciones «porque no han sido recogidos y abstraídos de los objetos siguiendo un método». Lo mismo que se dice de los conceptos puede aplicarse a los axiomas: «en la constitución de los axiomas no se hallan menos caprichos y aberraciones.» En la filosofía tradicional los axiomas se obtienen de forma indebida, por medio de un pasaje precipitado e ilegítimo desde unos cuantos casos particulares hasta lo universal. En esto consiste preci­ samente la falsa inducción, a la que Bacon opone la verdadera inducción, que avanza hacia los principios a través de los axiomata media y que procede con cautela y paciencia, controlada de forma continua por los casos de la experiencia. «Dos son, y pueden ser sólo dos, los caminos para buscar y descubrir la verdad. Uno, desde los sentidos y desde lo particular vuela de inmediato hasta los axiomas más generales y juzga de acuerdo a estos principios, ya fijados en su verdad inmutable, extrayendo de ellos los axiomas medios: tal es el camino que se sigue comúnmente. El otro, de los sentidos y de lo particular extrae los axiomas, ascendiendo de manera gradual e ininterrumpida la escala de la generalización, hasta llegar a los axiomas más generales: éste es el camino verdadero, aunque todavía los hombres no lo hayan recorrido.» No obstante, hay que recorrerlo si queremos substituir la cultura retórico-literaria por una cultura de tipo técnico-científico. En la Instaurado Magna Bacon escribe que «el fin de nuestra ciencia no es descubrir argumentos, sino artes; no es descubrir consecuencias que derivan de los principios previamente supuestos, sino los principios mismos». Para descubrir estos principios fecundos, de útil aplicación, «se necesita un método (...) hay que obtener los axiomas de forma continuada y por grados, para llegar sólo al final de los conceptos más generales»; éstos serán, entonces, «principios adecuadamente deter­ minados, reconocidos por la naturaleza misma como los más conocidos en sí mismos, e intrínsecos a las cosas mismas». Interpretación de la naturaleza 6. A n t ic ip a c io n e s e i n t e r p r e t a c i o n e s d e l a n a t u r a l e z a Al comienzo del primer libro del Novum Organum, Bacon escribe lo siguiente: «El hombre, ministro e intérprete de la naturaleza, hace y en­ tiende en la medida en que haya observado el orden de la naturaleza, mediante la observación de la cosa o con la actividad de la mente; no sabe ni puede nada más.» Por lo tanto, continúa Bacon, «coinciden la ciencia y la potencia humana, ya que la ignorancia de la causa impide el efecto, y a la naturaleza sólo se la puede mandar si se la obedece: lo que en la teoría desempeña el papel de causa, en la actividad práctica se convierte en regla». Por lo tanto, se puede actuar sobre los fenómenos, es posible intervenir con eficacia sobre ellos, con la única condición de que se conoz­ can sus causas. Ahora bien, es cierto que «el mecánico, el matemático, el alquimista y el mago» se ocupan de la naturaleza y tratan de comprender sus fenómenos, pero también es cierto -señala Bacon- que se han ocupa­ do de ello «todos, al menos hasta ahora, con una energía limitada y con escaso éxito». Por consiguiente sería necio y contradictorio pensar que todo lo que hasta el momento no se había logrado hacer, pueda hacerse en el futuro sin recurrir a métodos nuevos y aún no ensayados. El hecho es que nosotros admiramos las fuerzas de la mente humana, pero no le pro­ porcionamos al ingenio del hombre una ayuda auténtica. La mente tiene necesidad de tales ayudas, porque «la finura de las operaciones de la naturaleza superan infinitamente a los sentidos y al intelecto». Bacon considera que el saber de su época se halla entrelazado con axiomas que, al haber sido producidos a través de ejemplos escasos e insuficientes, ni siquiera llegan a rozar la realidad y sólo sirven para alimentar estériles disputas. La lógica silogística, al presuponer esta clase de axiomas tan débilmente fundamentados, es «más perjudicial que útil», ya que sólo sirve para «establecer y consolidar los errores que provienen de la cogni­ ción vulgar y no auxilia a la búsqueda de la verdad». En tales circunstancias Bacon se propone «reconducir a los hombres a los fenómenos particulares, respetando su sucesión y su orden, de modo que aquéllos se vean obligados a renegar durante un cierto tiempo de las nociones y comiencen a habituarse a las cosas mismas». Con este objetivo Bacon distingue entre anticipaciones de la naturaleza e interpretaciones de la naturaleza. Las anticipaciones de la naturaleza son nociones cons­ truidas y obtenidas «de un modo prematuro y temerario»; son nociones que arrancan fácilmente el asentimiento, «porque al proceder de datos escasos, y básicamente de aquellos que se dan por regla general, de in­ mediato ocupan el intelecto y llenan la fantasía; son nociones elaboradas con un método equivocado». En cambio, las interpretaciones de la natura­ leza son resultados de «aquel otro modo de indagar, que se desarrolla a partir de las cosas mismas en los modos adecuados»; dichas interpretacio­ nes, «recogidas a partir de datos diversos y muy distanciados entre sí, no pueden captar de inmediato al intelecto; por consiguiente, ante la opinión común se presentan como difíciles y extrañas, casi semejantes a los miste­ rios de la fe». No obstante, son las interpretaciones de la naturaleza -y no las anticipaciones- las que constituyen el auténtico saber: el saber obteni­ do con el verdadero método. Las anticipaciones seducen al asentimiento, pero no llevan «a nuevos fenómenos particulares»; las interpretaciones seducen a la realidad, y precisamente por esto, son fecundas. Seducen a la realidad y son fecundas porque existe un método -del que hablaremos dentro de poco- que es un novum organum, un instrumento nuevo y de veras eficaz para la consecución de la verdad. Si lo dicho hasta ahora es cierto, entonces se vuelve evidente que, reuniendo el saber del pasado -saber compuesto de anticipaciones- no se contribuiría en absoluto al progreso de las ciencias. Tanto es así, que «sería inútil esperar una gran renovación de las ciencias mediante la super­ posición y la introducción de lo nuevo sobre lo viejo: es necesario llevar a cabo una completa instauración del saber, comenzando por los fundamen­ tos mismos de las ciencias, si no queremos limitarnos a dar vueltas en círculo, con un avance muy escaso y prácticamente inexistente». Lo más urgente, pues, es instaurar el saber «empezando por los fundamentos mismos de las ciencias». Esta labor imprescindible y radical tiene dos fases: la primera (la pars destruens) consiste en desembarazar la mente de aquellos ídolos (idolá) o falsas nociones que han invadido el intelecto humano; la segunda (la pars construens) consiste en la exposición y la justificación de las reglas del único método que puede volver a poner en contacto a la mente humana con la realidad y que es el único que sirve para establecer un novum commercium mentís et reí. 7. La te o r ía d e lo s íd o lo s «Los ídolos y las nociones falsas que han invadido el intelecto humano, echando profundas raíces, no sólo bloquean la mente humana de un modo que dificulta el acceso a la verdad, sino que, aunque tal acceso pudiese producirse, continuarían perjudicándonos incluso durante el proceso de instauración de las ciencias, si los hombres, teniéndolo en cuenta, no se decidiesen a combatirlos con todo el denuedo posible.» Por lo tanto, la primera función de la teoría de los ídolos consiste en hacer que los hom­ bres tomen conciencia de aquellas nociones falsas que entorpecen su men­ te y que les impiden el camino hacia la verdad. En pocas palabras, descu­ brir dónde están los ídolos es el primer paso que hay que dar para poder desembarazarse de ellos. ¿Cuáles son estos ídolos? Bacon responde en estos términos a dicho interrogante: «La mente humana se ve sitiada por cuatro géneros de ídolos. Con un objetivo didáctico, los denominaremos respectivamente ídolos de la tribu, ídolos de la cueva, ídolos del foro e ídolos del teatro. Sin ninguna duda, el medio más seguro para expulsar y mantener alejados los ídolos de la mente humana consiste en llenarla con axiomas y conceptos producidos a través del método correcto que es la verdadera inducción. Sin embargo, descubrir cuáles son los ídolos repre­ senta ya un gran beneficio.» 1) Los ídolos de la tribu («idola tribus») «están fundamentados en la misma naturaleza humana y sobre la familia humana misma o tribu [...]. El intelecto humano es como un espejo desigual con respecto a los rayos de las cosas; mezcla su propia naturaleza con la de las cosas, que deforma y transfigura». Por ejemplo, el intelecto humano «por su estructura mis­ ma» se ve empujado a suponer que en las cosas existe «un mayor orden» que el que poseen en realidad. «El intelecto [...] se imagina paralelismos, correspondencias y relaciones que en realidad no existen. Así surgió la idea de que “en los cielos todo movimiento se produce siempre de acuer­ do con círculos perfectos”, nunca (excepto de nombre) según espirales o en forma de serpentín.» Más aún: «El intelecto humano, cuando encuen­ tra una noción que lo satisface porque la considera verdadera o porque es convincente y agradable, lleva todo lo demás a legitimarla y a coincidir con ella. Y aunque sea mayor la fuerza o la cantidad de las instancias contrarias, se las menosprecia sin tenerlas en cuenta, o se las confunde a través de intenciones y se las rechaza, con perjuicio grave y dañoso, para mantener intacta la autoridad de sus primeras afirmaciones.» En pocas palabras: el intelecto humano tiene el vicio que hoy calificaríamos como errónea tendencia verificacionista, opuesta a la adecuada actitud falsacionista, para la cual, si se quiere que haya progreso científico, hay que estar dispuestos a descartar una hipótesis, una conjetura o una teoría siempre que se hallen hechos contrarios a ella. Sin embargo, las perniciosas ten­ dencias del intelecto no se limitan a suponer unas relaciones y un orden de los que carece este complejo mundo, sino que tampoco tienen en cuenta los casos contrarios. El intelecto se ve llevado asimismo a atribuir con superficialidad aquellas cualidades que posee una cosa que le ha impresio­ nado con profundidad a otros objetos que, en cambio, no las poseen. En definitiva, «el intelecto humano no sólo es luz intelectual, sino que padece el influjo de la voluntad y de los afectos, y esto hace que las ciencias sean como se quiera. Ello sucede porque el hombre cree que es verdad aquello que prefiere y rechaza las cosas difíciles debido a su poca paciencia para investigar; evita la realidad pura y simple, porque deprime sus esperanzas; substituye por supersticiones las supremas verdades de la naturaleza; la luz de la experiencia, por la soberbia y la vanagloria [...]; las paradojas las elimina, para ajustarse a la opinión del vulgo; y de modos muy numerosos y a menudo imperceptibles, el sentimiento penetra en el intelecto y lo corrompe». Los sentidos engañadores también nos plantean obstáculos: con frecuencia «la especulación se limita [...] al aspecto visible de las cosas, y falta -o se reduce a muy poco- la observación de lo que hay en ellas de invisible». «El intelecto humano, por su propia naturaleza, tiende a las abstracciones, e imagina que es estable aquello que, en cambio, es mutable.» Éstos son, por consiguiente, los ídolos de la tribu. 2) Los ídolos de la cueva («idola specus») «proceden del sujeto indivi­ dual. Cada uno de nosotros, además de las aberraciones propias del géne­ ro humano, posee una cueva o gruta particular, en la que se dispersa y se corrompe la luz de la naturaleza; esto sucede a causa de la propia e indivi­ dual naturaleza de cada uno; a causa de su educación y de la conversación con los demás, o debido a los libros que lee o a la autoridad de aquellos a quienes admira u honra; o a causa de la diversidad de las impresiones, según que éstas se encuentren con que el ánimo está ocupado por preconceptos, o bien se encuentra desocupado y tranquilo». El espíritu de los individuos «es diverso y mudable, y resulta casi fortuito». Por ello, escribe Bacon, Heraclito no se equivocaba al afirmar: «Los hombres van a buscar las ciencias en sus pequeños mundos, no en el mundo más grande, idéntico para todos.» Los ídolos de la cueva, por lo tanto, «tienen [...] su origen en la naturaleza específica del alma y del cuerpo del individuo, de la educación y de los hábitos de éste, o de otros azares fortuitos». Puede suceder, por ejemplo, que algunos se aficionen a sus especulaciones particulares «porque se crean autores o descubridores de ellas, o porque hayan coloca­ do en ellas todo su ingenio y se hallan acostumbrado a ellas». También es posible que, basándose en un trozo de saber construido por ellos, lleguen a extrapolarlo, proponiendo sistemas filosóficos completamente fantásti­ cos: «Incluso Gilbert, después de haberse dedicado al estudio del imán, pasó sin más a construir una filosofía que se derivaba únicamente del argumento específico que había atraído su atención.» De igual modo, «los alquimistas construyeron una filosofía natural del todo fantástica, y de un alcance mínimo, porque se encuentra fundada en unos cuantos experi­ mentos de laboratorio». Asimismo, hay otros «que se ven dominados por la admiración hacia la antigüedad, y otros, por el amor y el atractivo de la novedad; escasos son los que se arriesgan a defender un camino interme­ dio, sin despreciar lo que haya de adecuado en la doctrina de los antiguos, sin condenar lo que los modernos hayan acertadamente descubierto». 3) Los ídolos del foro o del mercado («idola fori»). Bacon escribe: «También hay ídolos que dependen, por así decirlo, de un contacto o del recíproco contacto entre los integrantes del género humano: los llamamos ídolos del foro, refiriéndonos al comercio y a la relación entre los hom­ bres.» En realidad «la vinculación entre los hombres tiene lugar a través del habla, pero los nombres se imponen a las cosas de acuerdo con la comprensión del vulgo, y esta deforme e inadecuada adjudicación de nombres es suficiente para conmocionar extraordinariamente el intelecto. Para recuperar la relación natural entre el intelecto y las cosas, tampoco sirven todas aquellas definiciones y explicaciones que a menudo emplean los sabios para precaverse y defenderse en ciertos casos». En otras pala­ bras, Bacon parece excluir lo que hoy llamamos «hipótesis ad hoc», hipó­ tesis elaboradas e introducidas en las teorías en peligro, con el único propósito de salvarlas de la crítica y de la refutación. En cualquier caso, dice Bacon, «las palabras ejercen una gran violencia al intelecto y pertur­ ban los razonamientos, arrastrando a los hombres a innumerables contro­ versias y consideraciones vanas». En opinión de Bacon, los ídolos del foro son los más molestos de todos «porque se insinúan ante el intelecto me­ diante el acuerdo de las palabras; pero también sucede que las palabras se retuercen y reflejan su fuerza sobre el intelecto, lo cual convierte en sofís­ ticas e inactivas la filosofía y las ciencias». Los ídolos que penetran en el intelecto a través de las palabras son de dos clases: se trata de nombres de cosas inexistentes (por ejemplo, la suerte, el primer móvil, etc.), o bien son nombres de cosas que existen, pero confusos e indeterminados, y abstraídos de manera impropia de las cosas. 4) Los ídolos del teatro («idola theatri») «entraron en el ánimo de los hombres por obra de las diversas doctrinas filosóficas y a causa de las pésimas reglas de demostración». Bacon les llama ídolos del teatro porque considera «todos los sistemas filosóficos que han sido acogidos o elabora­ dos como otras tantas fábulas aptas para ser representadas en un escenario y útiles para construir mundos de ficción y de teatro». No sólo hallamos fábulas en las filosofías actuales o en las «sectas filosóficas antiguas», sino también en «muchos principios y axiomas de las ciencias que fueron afir­ mados por tradición, fe ciega y descuido». Bacon con todo esto no preten­ de ser infiel a los antiguos ni dañar su respetabilidad. Según él, se trata de un nuevo método, desconocido para los antiguos, que permite a ingenios menos notables que los antiguos llegar mucho más allá en sus resultados: «También un cojo, si se halla en el buen camino, puede superar a un corredor que se haya salido de su ruta; porque quien está fuera de la ruta, cuanto más rápido corre, más se aparta y yerra.» Hemos llegado así al momento en que debemos exponer cuáles son, para Bacon, el verdadero objetivo de la ciencia y el verdadero método de investigación. 8 . S o c io l o g ía d e l c o n o c im ie n t o , h e r m e n é u t ic a y e p is t e m o l o g ía , y s u RELACIÓN CON LA TEORÍA DE LOS ÍDOLOS No obstante, antes de hablar del método inductivo de Bacon, quizás resulte oportuno recordar que Karl Mannheim, uno de los expertos con­ temporáneos más importantes en el terreno de la sociología del conoci­ miento (ámbito de investigación que consiste en la investigación de las relaciones que existen entre sociedad y producciones mentales), ha escrito que «la teoría [...] de los ídolos puede considerarse, al menos hasta cierto punto, como un precedente del moderno concepto de ideología. Los ído­ los eran apariencias o preconceptos y se dividían, como sabemos, en pro­ cedentes de la tribu, de la cueva, del mercado y del teatro. Todas estas fuentes de error provienen de la naturaleza humana misma o de los indi­ viduos particulares. Pueden ser atribuidos a la sociedad o a la tradición. En cualquier caso, los ídolos constituyen obstáculos en el camino hacia el verdadero conocimiento. Existe, sin duda, una cierta conexión entre el moderno término “ideología” y el término que Bacon utilizó para indicar una fuente de error. Además, el hecho de que la sociedad y la tradición puedan convertirse en fuente de error constituye una anticipación directa del punto de vista sociológico». Por su parte, Hans-Georg Gadamer, el más famoso experto contemporáneo en hermenéutica (o teoría de la in­ terpretación), aunque crítico con respecto a las «desilusionadoras» pro­ puestas metodológicas de Bacon, sostiene que «el resultado de su [de Bacon] labor consiste más bien en haber investigado de manera global los prejuicios que aprisionan el espíritu humano y le apartan del verdadero conocimiento de las cosas; esto es, haber realizado una metódica autopurificación de la mente, que representa más una disciplina (en el sentido latino) que una metodología en sentido estricto. La famosa doctrina de Bacon acerca de los prejuicios tiene la relevancia de haber sido la primera que hizo posible una utilización metódica de la razón. Se interesa precisa­ mente por este punto, en la medida en que formula explícitamente -aun­ que con el propósito de una exclusión crítica- determinados momentos de la experiencia concreta que no se hallan ordenados teleológicamente hacia el objetivo de la ciencia. Por ejemplo, cuando Bacon enumera entre los idola tribus la tendencia del espíritu humano a conservar en la memoria siempre y exclusivamente lo positivo, olvidando las instantiae negativae. La fe en los oráculos, por ejemplo, se nutre según él de esta falta de memoria en el hombre, que recuerda las profecías que se cumplen pero olvida las demás». Para Gadamer, los prejuicios son un elemento constitu­ tivo de la mente humana. Ésta no es ni será jamás una tabula rasa; siem­ pre será una mente llena de ideas, es decir, de prejuicios que hay que someter a una criba continua por parte de la experiencia, para corregirlos o para eliminarlos. El epistemólogo Karl R. Popper también ha insistido en esta cuestión, afirmando que una mente vacía (de ideas, conjeturas o prejuicios) no ve nada: la ciencia está hecha precisamente de prejuicios o conjeturas que la experiencia debe someter a comprobación. Sin lugar a dudas, el Bacon que nos presenta Popper es más una imagen típico-ideal que no una reconstrucción historiográfica escrupulosa. Sin embargo, co­ mo señala Paolo Rossi, «estas anticipaciones de la naturaleza que Bacon había eliminado de la ciencia, considerándolas como un fruto de la arbi­ trariedad o del disgusto ante la experiencia, se manifestarán como algo esencial para el progreso de la ciencia». Empero, «aquella llamada a los experimentos, aquel no ponerle alas sino “polo y pesas” al intelecto huma­ no, aquella desconfianza en la audacia de las hipótesis, ejercieron una función histórica de decisiva importancia. Boyle, los fundadores de la Royal Society, Gassendi en la Europa continental, y el propio Newton, se consideraron seguidores y continuadores del método de Bacon». Lo mis­ mo sucedió con Darwin. 9. E l o b je t iv o d e l a c ie n c i a : e l d e s c u b r im ie n t o d e l a s f o r m a s Una vez que la mente se ha desembarazado de los ídolos, cuando el espíritu se ve libre de las apresuradas anticipaciones de la naturaleza, el hombre -en opinión de Bacon- puede ceñirse al estudio de la misma. «La obra y el propósito de la potencia humana reside en el engendrar e introducir en un cuerpo determinado una nueva naturaleza, o varias natu­ ralezas distintas. La obra y el propósito de la ciencia humana reside en el descubrimiento de la forma de una naturaleza en particular, es decir, su verdadera diferencia, o naturaleza naturante, o fuente de emanación.» Este pasaje central del pensamiento de Bacon requiere ciertas aclaracio­ nes. Ante todo: ¿qué quería decir Bacon mediante la expresión «generar e introducir en un cuerpo determinado una nueva naturaleza»? Estos son los proyectos que ejemplifican la idea de Bacon: un proyecto para realizar aleaciones de metales con diversos propósitos; para hacer más transparen­ te, o irrompible, el cristal; para conservar los limones, las naranjas o las cidras durante el verano, o para que maduren con más rapidez los guisan­ tes, las fresas o las cerezas. Otro proyecto suyo consistía en tratar de obtener -a través del hierro unido con el sílice o algún otro mineral- un metal menos pesado que el hierro y resistente ante la herrumbre. Bacon veía en tal compuesto (el acero actual) los siguientes empleos: «en primer lugar, para los utensilios de cocina, asadores, hornillos, hornos, ollas, etc.; en segundo lugar, para instrumentos bélicos, piezas de artillería, rastrillos a la entrada de los castillos, rejas, cadenas, etc.» Estos ejemplos nos dan a entender qué entendía Bacon por «introducir una nueva natura­ leza en un cuerpo determinado». También nos permiten comprender la afirmación de Bacon según la cual «la obra y el propósito de la potencia humana reside en el engendrar e introducir en un cuerpo determinado una nueva naturaleza, o varias naturalezas distintas». Todo esto hace referen­ cia a la primera parte del pasaje de Bacon. En la segunda, se establece que «la obra y el fin de la ciencia humana reside en el descubrimiento de la Objetivo de la ciencia forma de una naturaleza en particular, es decir, su verdadera diferencia, o naturaleza naturante, o fuente de emanación». Bacon halla en Aristóteles la doctrina de las cuatro causas necesarias para la comprensión de una cosa. Se trata de las causas material, eficiente, formal y final. Si consideramos una estatua, por ejemplo, podremos com­ prenderla si entendemos de qué está hecha (causa material: el mármol, por ejemplo); quién la hizo (causa eficiente: por ejemplo, el escultor); su forma (causa formal: la idea que el escultor esculpe en el mármol); y el motivo por el que fue hecha (causa final, verbigracia, la razón que empujó a hacerla al escultor). Pues bien, Bacon coincide con Aristóteles en el hecho de que «el verdadero saber es el saber mediante causas». Sin embargo, agrega, entre tales causas «la final se halla tan lejos de aprove­ char a las ciencias, que más bien las corrompe; puede valer sólo para el estudio de las acciones humanas»; y por otra parte, la causa eficiente y la materia «como causas remotas e independientes del proceso latente que lleva a la forma, son causas extrínsecas y superficiales, y que casi carecen de importancia para la ciencia verdadera y activa». Por lo tanto, sólo queda la causa formal. Esta es la que debemos conocer si queremos intro­ ducir nuevas naturalezas en un cuerpo determinado. «Un hombre que conozca las formas puede descubrir y obtener efectos jamás conseguidos con anterioridad; efectos que las mutaciones naturales, el azar o la expe­ riencia y la laboriosidad de los hombres nunca produjeron y que tampoco habría podido prever la mente humana.» Conocer las formas de las diver­ sas cosas o naturalezas quiere decir, en suma, penetrar en los íntimos secretos de la naturaleza y otorgarle poder sobre ésta. Bacon opinaba que estos secretos de la naturaleza no eran demasiados en comparación con la gran variedad y riqueza de fenómenos tan diversos en apariencia. En el fondo, Bacon pretendía adueñarse de aquel alfabeto de la naturaleza que a continuación permitiría entender las expresiones de su lenguaje, es de­ cir, los fenómenos tan variados. En otras palabras: las palabras del len­ guaje de la naturaleza serían los fenómenos, y las letras del afabeto seríanlas formas, pocas y simples. Pero, ¿qué son tales formas? ¿Cómo las concibe Bacon? Para comprender la idea de forma es preciso hablar de dos nuevos conceptos introducidos por Bacon: el proceso latente y el esquematismo latente. El proceso latente es aquel que no se ve a través de la observación de los fenómenos: «No pretendemos, en efecto, hablar de medidas, signos o grados del proceso visible en los cuerpos, sino de un proceso reiterativo, que en su mayor parte no es apreciable por los senti­ dos.» Con respecto al esquematismo latente, Bacon afirma que «ningún cuerpo puede dotarse de una nueva naturaleza, ni puede transmutarse adecuadamente y con éxito en un cuerpo nuevo, si no conoce a la perfec­ ción la naturaleza del cuerpo que hay que alterar o transformar». La anatomía de los cuerpos orgánicos -en opinión de Bacon- proporciona una cierta idea del esquematismo latente, si bien resulta insuficiente. En pocas palabras, cabría decir que el esquematismo latente es la estructura de una naturaleza, la esencia de un fenómeno natural.; en cambio, el proceso latente es como una ley que regula la generación y la producción del fenómeno. Comprender la forma significa, por consiguiente, com­ prender la estructura de un fenómeno y la ley que regula el proceso que le es peculiar. Los acontecimientos se producen de acuerdo con una ley, y «en las ciencias dicha ley -su investigación, su descubrimiento y su expli­ cación- es la que sirve como fundamento del saber y del obrar. Bajo el nombre de forma entendemos esta ley y sus artículos». «Quien conozca la forma, abraza la unidad de la naturaleza incluso en las materias más dese­ mejantes [...]. Por eso, del descubrimiento de las formas se sigue la ver­ dad en las especulaciones y la libertad en el obrar.» Casi podría llegarse a decir que, con estas especulaciones, Bacon ha vislumbrado en cierto modo la realidad del bioquímico o, incluso, la aventura de los físicos atómicos contemporáneos. 10. L Una vez que la mente se ha purificado de los ídolos y que se ha fijado como verdadero objetivo del saber el conocimiento de las formas de la naturaleza, es necesario establecer cuáles son los caminos o los procedi­ mientos, cuál es el método mediante el cual resulta alcanzable dicho obje­ tivo. Según Bacon, éste es alcanzable si se lleva a cabo un procedimiento investigador en dos partes: «La primera consiste en extraer y hacer surgir los axiomas desde la experiencia, y la segunda, en deducir y derivar nue­ vos experimentos procedentes de los axiomas.» ¿Qué hay que hacer para extraer y hacer surgir los axiomas de la experiencia? En opinión de Bacon, hay que seguir el camino de la inducción, pero de una «inducción legítima y verdadera, que constituye la clave misma de la interpretación», y no de la inducción aristotélica. Bacon nos dice que ésta no es más que una inducción por simple enumeración de casos particulares; «pasa muy veloz­ mente por sobre la experiencia y los fenómenos particulares»; desde pocos hechos particulares -ajustándose a la equivocada tendencia de la mente a elevarse de inmediato hasta los principios más abstractos, partiendo de experiencias muy escasas- «constituye enseguida, desde el comienzo, con­ ceptos tan generales como inútiles». La inducción de Aristóteles sobrevo­ laría los hechos, mientras que la propuesta por Bacon -una inducción por eliminación- estaría en condiciones de asir la naturaleza, la forma o la esencia de los fenómenos. A criterio de Bacon, la investigación de las formas procede de la mane­ ra siguiente. Ante todo, cuando se indaga sobre una naturaleza, por ejem­ plo el calor, «debemos citar, ante el intelecto, a todas las instancias cono­ cidas que coincidan en una misma naturaleza, aunque se encuentren en materias muy diversas». Así, si buscamos la naturaleza del calor, hemos de compilar una tabla de presencia (tabula praesentiae), en la que se regis­ tren todos los casos o instancias en que se presenta el calor: «1) los rayos del Sol, sobre todo en el verano y al mediodía; 2) los rayos del Sol que se reflejan y se reúnen en un espacio reducido, como sucede entre montañas, entre paredes o, mejor aún, en los espejos ustorios; 3) los meteoros in­ candescentes; 4) los rayos ardientes; 5) las erupciones de las llamas en los cráteres de las montañas, etc.; 6) las llamas; 7) los cuerpos encendidos; 8) los baños termales naturales; [...] 18) la cal viva, al ser rociada con agua; [...] 20) los animales, sobre todo, y siempre, en su parte interior; etc.» Una vez que se ha compilado la tabla de presencia, se compila la tabla de ausencia {tabula declinationis sive absentiae in proximo), donde se regis­ a in d u c c ió n po r e l im in a c ió n tran los casos próximos, es decir, afines a los precedentes, pero en los que el fenómeno -el calor, en nuestro caso- no está presente: cosa que sucede en los rayos de la Luna (que son luminosos como los del Sol, pero no son cálidos), los fuegos fatuos, los fuegos de Santelmo (fenómeno de fosfores­ cencia marina), y así sucesivamente. Una vez acabada la tabla de ausen­ cias, se pasa a compilar la tabla de los grados (tabula graduum), en la que se registran todos los casos e instancias en que el fenómeno se presenta con mayor o menor intensidad. En el caso que nos ocupa habrá que prestar atención al variar del calor en el mismo cuerpo, según le coloque en ambientes diversos o en condiciones particulares. Provisto de estas tablas Bacon lleva a cabo la inducción en sentido estricto, de acuerdo con el procedimiento de la exclusión o la eliminación. «El objetivo y la función de estas tres tablas -escribe Bacon- consiste en citar instancias ante la presencia del intelecto [...]. Realizada la citación, hay que poner en práctica la inducción misma.» Dios, «creador e introduc­ tor de las formas», y «quizás también los ángeles y las inteligencias celes­ tiales», poseen «la facultad de aprehender las formas de manera inmediata por una vía afirmativa y desde el comienzo de la especulación». Esta facultad, sin embargo, el hombre no la posee, y a él «sólo le está permitido avanzar primero por una vía negativa, y sólo al final -después de un proceso completo de exclusión- pasar a la afirmación». La naturaleza, por lo tanto, debe ser analizada y descompuesta a través del fuego de la men­ te, «que es un fuego casi divino». Más en detalle, ¿en qué consiste el procedimiento por exclusión o eliminación? Por «exclusión» o «elimina­ ción» Bacon entiende exactamente la exclusión o eliminación de la hipóte­ sis falsa. Retomemos el ejemplo de la investigación de la naturaleza del calor. De acuerdo con las tablas de presencia, de ausencia y de grados, el investigador debe excluir o eliminar como propias de la forma o naturale­ za naturante del calor todas aquellas cualidades que no posee algún cuer­ po cálido, las cualidades poseídas por los cuerpos fríos y las que permane­ cían invariables ante un incremento del calor. Con objeto de exponerlo con mayor claridad aún, y siguiendo aquí a Farrington, a propósito de la investigación de la naturaleza del calor el procedimiento por exclusión podría adquirir la siguiente marcha argumentativa: ¿es el calor únicamen­ te un fenómeno celeste? No, también son cálidos los fuegos terrestres. ¿Es, entonces, sólo un fenómeno terrestre? No, puesto que el Sol es cálido. ¿Són cálidos todos los cuerpos celestes? No, ya que la Luna es fría. ¿Depende acaso el calor de que en el cuerpo cálido se dé la presencia de una determinada parte constitutiva, como podría ser el antiguo elemento llamado «fuego»? No, por la causa de que cualquier cuerpo puede ser calentado por fricción. ¿Dependerá entonces de la composición específica de los cuerpos? No, dado que puede calentarse cualquier cuerpo, con independencia de su composición. Se continúa así, hasta llegar a una «primera vendimia» (vindemiatio prima), es decir, a un primera hipótesis coherente con los datos expuestos en las tres tablas y cribados mediante el procedimiento selectivo de la exclusión. En lo que concierne al ejemplo del calor, Bacon llega a la conclusión siguiente: «El calor es un movimien­ to expansivo, constreñido, que se desarrolla según las partes menores.» Al proceder de este modo en la búsqueda de la verdad, Bacon se internaba por un camino distinto al de los empíricos y al de los racionalistas: «Los que se ocuparon de las ciencias fueron empíricos y dogmáticos. Los empí­ ricos, al igual que las hormigas, acumulan y consumen. Los racionalistas, como las arañas, producen por sí mismos su tela. La vía intermedia es la de las abejas, que obtienen la materia prima en las flores de los jardines y de los campos, transformándola y digiriéndola en virtud de su propia capacidad. Es semejante la labor de la filosofía verdadera, que no se debe servir única o principalmente de las fuerzas de la mente; la materia prima que obtiene de la historia natural y de los elementos mecánicos no debe conservarse intacta en la memoria, sino que el intelecto tiene que transfor­ marla y trabajarla. Así, nuestra esperanza reside en la unión cada vez más estrecha y más sólida de ambas facultades, la experimental y la racional, que hasta ahora no se ha puesto en práctica.» 11. E l « e x p e r im e n tu m c r u c is » Al llegar a la «primera vendimia», Bacon toma dicha primera hipótesis como guía de la investigación posterior, que consiste en la deducción y el experimento, en el sentido de que de la hipótesis obtenida deben deducir­ se los hechos que implica y prevé, y experimentar con objeto de compro­ bar en condiciones diversas si es que tales hechos implicados y previstos por la hipótesis se verifican en la práctica. De este modo se elabora una especie de red investigadora de la que parte toda una serie de interrogan­ tes que urgen a la naturaleza para que responda. A tal efecto Bacon idea un numeroso conjunto de técnicas experimentales (o de instancias prerro­ gativas) a las que denomina con nombres muy fantasiosos (instancias soli­ tarias; instancias emigrantes; instancias ostensivas; instancias clandesti­ nas; instancias constitutivas; instancias conformes o proporcionadas; ins­ tancias monádicas; instancias desviadas; etc.), entre las cuales asumen particular relevancia las «instancias de la cruz», así llamadas «con una metáfora extraída de las cruces que se colocan en el encuentro de dos caminos, para señalar la bifurcación». Se pone en práctica la estrategia del experimentum crucis «cuando, durante la búsqueda de una naturaleza, el intelecto se muestra inseguro y no se decide entre a cuál de dos o más naturalezas hay que asignar o atribuir la causa de la naturaleza examina­ da; debido al frecuente y ordinario concurso de varias naturalezas las instancias cruciales muestran que el vínculo entre una de éstas con la naturaleza dada es constante e indisoluble, mientras que el de las demás resulta variable y separable. Así se resuelve la cuestión y se toma como causa aquella primera naturaleza, mientras que se rechaza y se repudia a la otra. Estas instancias, pues, llevan una luz muy grande y poseen una especie de fuerte autoridad; de modo que el proceso de la interpretación, una vez que ha llegado hasta ellas, a veces se detiene allí». En el libro segundo del Novum Organum no faltan ejemplos de inves­ tigaciones que, para ser solucionadas, han de apelar a experimenta crucis. Bacon menciona las teorías diversas sobre las mareas; las teorías referen­ tes a la rotación o no de la Tierra alrededor del Sol, o del Sol alrededor de la Tierra; las teorías sobre el desplazamiento de la aguja magnética (¿es el imán, o la tierra, quien se desplaza?); las teorías acerca de la substancia que forma la Luna (es una «substancia tenue, hecha de fuego o de aire», o bien «sólida y espesa»); las teorías referentes «al movimiento de los cuer­ pos arrojados por el aire, por ejemplo los dardos, las flechas o las balas»; o también las teorías que disputan acerca de la forma del peso. Para algunos, el peso de los cuerpos se debía a una propiedad intrínseca de los mismos, y para otros, en cambio, a la gravedad. Tal es la opción: «Los cuerpos pesados y graves tienden hacia el centro de la Tierra por su misma naturaleza, es decir, según su propio esquematismo; o bien, son atraídos y arrebatados por la fuerza misma de la masa terrestre.» Si fuese cierta la primera hipótesis, todos los objetos tendrían entonces el mismo peso siempre; en cambio, si fuese cierta la segunda, resultaría que «a medida que los graves se aproximan a la Tierra, mayor será la fuerza y el ímpetu con el que se ven empujados hacia ella; y cuanto más se alejen de ella, dicha fuerza se vuelve más débil y lenta». En tales circunstancias, he aquí la instancia crucial: «Tómense dos relojes, uno de los cuales se mueve por contrapesos de plomo, y el otro, por contracción de un muelle de hierro; compruébese si alguno de ellos es más veloz o más lento que el otro; luego, coloqúese el primero en la parte más elevada de un templo muy alto, después de haberlo regulado de forma que vaya en igualdad con el otro, al que se dejará por debajo; esto se propone advertir con diligencia si el reloj situado en un sitio alto se mueve con más lentitud que antes, debido a la menor fuerza de la gravedad. Hay que repetir él experimento llevando el reloj a las profundidades de una mina, muy por debajo de la superficie de la Tierra, para ver si se mueve con más velocidad que antes, debido al aumento en la fuerza de la atracción. Sólo si se descubre que, en efecto, el peso de los cuerpos disminuye al elevarse, o aumenta al bajar hacia el centro de la Tierra, podrá constatarse entonces que la causa del peso es la atracción de la masa terrestre.» Como veremos cuando nos adentremos en el debate epistemológico contemporáneo, la controversia acerca de la fuerza de los experimenta crucis es en el momento actual más activa que nunca. Y mientras el físico y epistemólogo francés Pierre Duhem a principios de este siglo trataba de negar no sólo el poder de decisión que Bacon y muchos otros filósofos y científicos junto con él* atribuían a los experimenta crucis, sino también su posibilidad -esta idea de Duhem fue aprovechada y relanzada hace poco por el lógico norteamericano W. V.O. Quine- Karl Popper, en cambio, ha sostenido la posibilidad de los experimenta crucis y la validez (no eterna, por cierto) de los resultados que se obtienen a través de ellos. 12. B a c o n n o e s e l p a d r e e s p ir it u a l d e u n t e c n ic is m o m o r a l m e n t e neutro Ahora bien, prescindiendo de la problemática más específica de los experimenta crucis y limitándonos a lo que afirma Popper, debemos poner de manifiesto que a primera vista la inducción por eliminación de Bacon parece similar al método popperiano según el cual la ciencia avanza por el camino de las conjeturas y las refutaciones. No obstante, Popper se apre­ sura a decir que la inducción eliminatoria de Bacon es muy distinta del método que aquél defiende: «En efecto, Bacon, Mili y los demás difusores de este método de inducción por eliminación creían que, eliminando todas las teorías falsas, podía hacerse valer la teoría verdadera. En otras pala­ bras, no se daban cuenta de que el número de las doctrinas rivales es siempre infinito, aunque por lo general en cada momento en particular podamos tomar en consideración sólo un número finito de teorías.» En realidad, como hace notar también B. Farrington, es bastante evidente que Bacon «se engañaba con respecto a las dimensiones y la complejidad del universo, cuando proponía tratar de los “términos de la investiga­ ción”, o sea, por su definición misma de la “sinopsis de todas las naturale­ zas del universo”». En cualquier caso, el procedimiento de Bacon «obtuvo como mínimo el resultado negativo de expulsar los últimos residuos de la antigua teoría griega de los elementos» (Farrington). Y aunque hoy nos hallemos muy justificados para pensar que la idea de que «podamos, si así lo queremos, y como propedéutica a la investigación científica, purificar nuestra mente de los prejuicios» es una noción «ingenua y equivocada», este dogma de Bacon sin embargo «ejerció una influencia increíble sobre la práctica y la teoría de la ciencia, y su influjo continúa siendo todavía muy notable. En mi opinión, Bacon no era un científico y su concepción de la ciencia se hallaba muy errada. Sin embargo, era un profeta: no sólo en el sentido de que propagó la idea de una ciencia experimental, sino también en el de que previo e inspiró la revolución industrial. Tuvo la visión de una nueva edad, que sería también una edad tecnológica y cientí­ fica [...]. Así, la nueva religión de la ciencia incluía la promesa de un paraíso en la tierra, la promesa de un mundo mejor que los hombres pueden preparar con sus propios medios, gracias al conocimiento. Saber es poder, decía Bacon: y su idea, su peligrosa idea del hombre que obtie­ ne poder sobre la naturaleza -la idea de los hombres semejantes a diosesfue una de las nociones gracias a las cuales la religión de la ciencia ha transformado nuestro mundo» (K.R. Popper). No debemos olvidar, a pesar de todo, que sería erróneo considerar a Bacon como «padre espiri­ tual de aquel tecnicismo moralmente neutro contra el cual, desde diversas perspectivas, se han elevado críticas y protestas [...]. La liberación del hombre -y sobre este punto Bacon se muestra bastante explícito- no se realiza a través de la ciencia o de la técnica en cuanto tales, sino únicamen­ te mediante una ciencia y una técnica puestas al servicio -utilizando sus palabras- del ideal de la caridad y de la fraternidad, concebidas como instrumentos de redención y de liberación» (Paolo Rossi). Tampoco sería legítimo pensar que la filosofía de Bacon es una concepción utilitarista para la cual sólo cuentan las obras y no la verdad. Una interpretación de esta clase sería errónea, porque es obvio que Bacon prefería los experi­ menta lucífera a los experimenta fructífera: aquéllos -los experimentos que dan luz- «poseen ciertamente la maravillosa virtud o condición de no engañar y de no desilusionar nunca, porque no tienen la tarea de producir una obra, sino de revelar una causa natural. Así, cualquiera que sea el resultado que proporcionen, satisfacen su objetivo y solucionan el proble­ ma». Hoy podríamos decir: lo útil supone lo verdadero y el ámbito de lo verdadero siempre es mayor que el de lo útil. VII DESCARTES: «EL FUNDADOR DE LA FILOSOFÍA MODERNA» C a p ít u l o 1. La u n id a d d e l p e n s a m ie n to d e D e s c a r t e s Alfred N. Whitehead escribió que «la historia de la filosofía moderna es la historia del desarrollo del cartesianismo en su doble faceta de idealis­ mo y de mecanicismo». Para Whitehead, los temas implicados en la res cogitans y la res extensa de Descartes son los que determinan de un modo decisivo los desarrollos de la filosofía moderna. Por su parte, Bertrand Russell afirmó que es justo considerar que Descartes es «el fundador de la filosofía moderna». Descartes, dice Russell, «es el primer pensador de alta capacidad filosófica cuya perspectiva está profundamente influida por la nueva física y la nueva astronomía. Es verdad que aún conserva mucho de escolástico, pero no acepta los cimientos edificados por sus predeceso­ res y se esfuerza por construir ex novo un edificio filosófico completo. Esto ya no ocurría desde la época de Aristóteles y es un síntoma de la nueva confianza que los hombres tienen en sí mismos, engendrada por el progreso científico. En su trabajo encontramos un frescor que no se halla en ningún filósofo precedente -aunque sean notables- desde los tiempos de Platón. Durante ese período de tiempo, los filósofos habían sido maes­ tros, con la actitud de superioridad profesional que lleva consigo ese atri­ buto. En cambio, Descartes no escribe como un maestro, sino como un descubridor y un explorador, ansioso de comunicar aquello que ha encon­ trado. Posee un estilo fácil y nada pedante, que se dirige a todos los hombres inteligentes del mundo y no a alumnos. Además, se trata de un estilo realmente excelente. Es una fortuna para la filosofía moderna que su pionero haya poseído un estilo literario tan admirable. Sus sucesores, tanto en el continente como en Inglaterra, conservaron hasta Kant su carácter no profesoral, y bastantes de ellos también conservaron algunos de sus méritos estilísticos». Kepler y Galileo estaban profundamente convencidos (convicción ésta de orden metafísico) de que la estructura del mundo constituía una estruc­ tura de tipo esencialmente matemático, y de que el pensamiento matemá­ tico estaba por consiguiente en condiciones de penetrar en la armonía del universo. «El punto de vista de Descartes no podría describirse mejor que diciendo que, al llevar tal concepción hasta sus últimas consecuencias, René Descartes (1596-1650) fue el fundador de la filosofía moderna, tanto desde el punto de vista de los contenidos como desde el punto de vista del planteamiento metodológico identificó virtualmente la matemática con la ciencia de la naturaleza. La ciencia de la naturaleza posee un carácter matemático no sólo en su senti­ do más amplio, según el cual la matemática le sirve de ayuda, cualquiera que sea su función, sino también en el sentido mucho más restringido según el cual la mente humana produce el conocimiento de la naturaleza con sus propias fuerzas, del mismo modo que produce la matemática» (E. J. Dijksterhuis). En el proyecto filosófico de Descartes se hallan estrecha­ mente vinculados y son sólidamente interfuncionales método, física y me­ tafísica. En efecto, Descartes está convencido -como lo manifiesta en sus Principios de filosofía- de que el saber en conjunto, esto es, «toda la filosofía, es como un árbol cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física, y las ramas que proceden del tronco son todas las demás cien­ cias». W. Whewell dijo con mucha agudeza que «los descubridores físicos se han diferenciado de los especuladores estériles no porque en sus cabe­ zas no tuviesen ninguna metafísica, sino por el hecho de que tenían una metafísica correcta, mientras que sus adversarios tenían una equivocada; y además, porque vincularon su metafísica con su física, en vez de mante­ nerlas separadas entre sí». La metafísica cartesiana, señala Joseph Agassi, es una metafísica correcta porque, por una parte, logra interpretar los resultados más destacados de la ciencia de su época, y por otra -al decir de qué está hecho el mundo y cómo está hecho- ha constituido el paradigma o, si se prefiere, el programa de investigación que influyó en la ciencia posterior. En este sentido el mecanicismo cartesiano demostró ser una metafísica influyente y fecunda para la investigación, no sólo física sino también biológica y fisiológica, puesto que el cuerpo humano es una má­ quina y el animal no es más que un autómata. No obstante, ¿cuál es la metafísica de Descartes? Como veremos, el fundamento del sistema metafísico cartesiano se encuentra en la identidad de materia y espacio. Tal principio nos lleva de inmediato a una serie de consecuencias: «a) el mun­ do tiene una extensión infinita; b) está constituido en todas sus partes por la misma materia; c) la materia es infinitamente divisible; d) el vacío, es decir, un espacio que no contenga ninguna materia, es una noción contra­ dictoria y, por lo tanto, imposible». La metafísica, pues, nos dice de qué y cómo está hecho el mundo. Por consiguiente, la ciencia -afirma Descartes en las Regulae ad directionem ingenii- se ocupará «sólo de aquellos obje­ tos sobre los cuales nuestro espíritu parece capaz de adquirir conocimien­ tos ciertos e indudables». La metafísica preestablece al científico qué debe buscar, qué problemas son relevantes o no, y a qué tipo de leyes hay que llegar. Para ello se necesita un método: «El método es necesario para buscar la verdad. El método en su totalidad consiste en el orden y la disposición de las cosas hacia las cuales es preciso dirigir la fuerza del espíritu para descubrir alguna verdad. Lo seguiremos exactamente, si reconducimos gradualmente las proposiciones complicadas y obscuras hasta las más simples, y si a continuación, partiendo de las intuiciones más simples, nos elevamos por los mismos grados al conocimiento de todas las demás.» 2. Su VIDA Y SUS OBRAS «Acostumbro a llamar los escritos de Descartes -afirma Leibniz- el vestíbulo de la verdadera filosofía, porque, aunque no haya llegado a su núcleo íntimo, se le ha aproximado más que ningún otro, con la única excepción de Galileo, de quien el cielo consintió que recibiésemos todas sus meditaciones sobre diversos temas que un destino adverso había redu­ cido al silencio. Quien lea a Galileo y a Descartes se hallará en una posi­ ción mejor para descubrir la verdad, que si hubiese explorado el género entero de los autores comunes.» Se trata del juicio ponderado de un gran filósofo sobre otro gran filósofo, que nos da la exacta medida de la perso­ nalidad de Descartes, calificado con toda razón de «padre de la filosofía moderna». En efecto, su figura marcó un giro radical en el terreno del pensamiento, debido a la crítica a que sometió la herencia cultural, filosó­ fica y científica de la tradición, y por los nuevos principios sobre los que edificó un tipo de saber que ya no se centraba en el ser o en Dios, sino en el hombre y en la racionalidad humana. René Descartes (Cartesius) nació en La Haye (Turena), el 31 de marzo de 1596, el año de la publicación del Mysterium cosmographicum de Kepler. De familia noble -su padre, Joachim, era consejero del parlamento de Bretaña- fue muy pronto enviado al colegio jesuita de La Fleche en Anjou, que era uno de los centros de enseñanza más famosos de su tiem­ po. Allí recibió una sólida formación filosófica y científica, de acuerdo con la ratio studiorum de la época, vatio que abarcaba seis años de estudios humanísticos y tres de matemática y de teología. Aquella enseñanza -ins­ pirada en los principios de la filosofía escolástica, considerada como la defensa más válida de la religión católica en contra de los siempre recu­ rrentes gérmenes de herejía- dejó insatisfecho y confuso a Descartes, aunque mostrase sensibilidad ante las novedades científicas y se abriese al estudio de la matemática. Pronto se dio cuenta de la distancia enorme entre aquella corriente cultural y los nuevos fermentos científicos y filosó­ ficos que pugnaban por salir a la luz en diversos contextos, y sobre todo percibió con rapidez la ausencia de una metodología seria, que estuviese en condiciones de instituir, controlar y ordenar las ideas existentes, y guiar hacia la búsqueda de la verdad. La enseñanza de la filosofía, impartida según la codificación elaborada por Suárez, remitía los ánimos hacia el pasado, a las interminables contro­ versias entre los tratadistas escolásticos, dejando poco espacio a los pro­ blemas del presente. Al recordar aquellos años Descartes escribe en el Discurso del método: «Conversar con los hombres de otros siglos es casi lo mismo que viajar; es bueno, sin duda, saber algo acerca de las costumbres de los pueblos, para juzgar mejor las nuestras y no calificar de ridículo e irracional todo lo que sea contrario a nuestras costumbres, como creen aquellos que jamás han visto nada; empero, cuando se dedica demasiado tiempo a viajar, al final uno se vuelve extranjero en el propio país, y así, quien se muestra demasiado curioso por las cosas del pasado se convierte, en la mayor parte de los casos, en muy ignorante de las presentes.» Aun­ que critique la filosofía aprendida en aquellos años, Descartes no olvida por supuesto el espacio dedicado a los problemas científicos y al estudio de la matemática. Sin embargo, al término de sus estudios también se Vida y obras siente profundamente insatisfecho a propósito de tales disciplinas, y escri­ be a este respecto: «Lo que más me gustaba era la matemática, por la certeza y evidencia de sus razonamientos, pero aún no me daba cuenta de cuál era el mejor uso de ella: al contrario, pensando que sólo servía para las artes mecánicas, me asombraba que sobre cimientos tan firmes y sóli­ dos todavía no se hubiese construido algo más elevado e importante.» Por lo que concierne a la enseñanza de la teología, se limita a señalar que «al saber que el camino del cielo está abierto a los muy ignorantes al igual que a los sabios, y que las verdades reveladas para llegar allí son superiores a nuestra inteligencia, nunca habría osado someter éstas a mis débiles razo­ namientos». Descartes, pues, abandonó desorientado el colegio de La Fiòche y sin un trozo de saber que le sirviese como asidero. Por ello, después de haber continuado sus estudios en la universidad de Poitiers, donde obtuvo el bachillerato y la licenciatura en derecho, y al continuar en la máxima confusión espiritual y cultural, decidió dedicarse a la carrera de las armas. En 1618, cuando comenzó la Guerra de los Treinta Años, se alistó en las tropas de Mauricio de Nassau, quien combatía contra España y en favor de la libertad de los Países Bajos. En Breda trabó amistad con un joven cultivador de la física y la matemática, Isaac Beeckman, quien le estimuló a estudiar física. Dedicado a un proyecto de «matemática universal» en Ulm, donde se halla formando parte del ejército del duque Maximiliano de Baviera, a cuyas filas había pasado, manifestó haber tenido entre el 10 y el 11 de noviembre de 1619 una especie de revelación intelectual acerca de los fundamentos de «una ciencia admirable». Debido a esta revelación Descartes pronunció el voto de peregrinar a la Santa Casa de Loreto. En un pequeño diario donde anotaba sus reflexiones habla de un inventum mirabiley que más tarde desarrollará en el Studium bonae mentis, de 1623, y en las Regulae ad directionem ingenii (Reglas para la dirección del inge­ nioj, que redactó entre 1627 y 1628. Se estableció en Holanda, tierra de tolerancia y de libertades, donde -por sugerencia del padre Marino Mersenne, considerado como el «secretario de la Europa docta», y del carde­ nal Pierre de Bérulle- se dedicó a elaborar un tratado de metafísica que muy pronto interrumpió para dedicarse a una gran obra física: el Traité de Physique dividido en dos partes, la primera de las cuales sobre tema cos­ mológico, Le Monde ou Traité de la lumière, y la segunda de carácter antropológico, L ’Homme. El 22 de julio, desde Deventer en Holanda le anunció a Mersenne que el Tratado sobre el mundo y sobre el hombre estaba casi acabado: «Sólo me falta corregirlo y copiarlo», y esperaba enviárselo a fin de año. Sin embargo, enterado de la condena de Galileo, a causa de la tesis copernicana que también él compartía y cuyas razones había expuesto en el Tratado en cuestión, Descartes se apresuró a escribir a Mersenne: «Estoy casi decidido a quemar todos mis papeles o, por lo menos, a no dejar que nadie los vea.» El recuerdo de la hoguera a la que fue condenado Giordano Bruno, o la prisión de Campanella -que la con­ dena de Galileo le hacía venir a la memoria- influyeron decisivamente en su ánimo esquivo, contrario a las desazones que perturban la paz del espíritu, tan necesaria para los estudios. Una vez superado su grave descorazonamiento, Descartes advirtió la urgente necesidad de afrontar el problema de la objetividad de la razón y de la autonomía de la ciencia en relación con el Dios omnipotente. A ello también le llevó el hecho de que Urbano vm hubiese condenado la tesis galileana como contraria a la Escritura. Desde 1633 a 1637, combinando los estudios de metafísica -iniciados y después interrumpidos- y las in­ vestigaciones científicas, escribió el famoso Discurso del método como elemento previo a tres ensayos científicos en los que compendiaba sus resultados: la Dioptrique, los Météores y la Géométrie. A diferencia de Galileo, que no había elaborado un tratado explícito sobre el método, Descartes consideró que era importante demostrar el carácter objetivo de la razón e indicar las reglas en las que había que inspirarse para alcanzar dicha objetividad. Nacido en un contexto polémico y como defensa de la nueva ciencia, el Discurso del método se convirtió en la carta magna de la nueva filosofía. Se remonta a este período su amor por Heléne Jans, con la que tuvo a Francine, la hijita que amó con ternura y que murió cuando sólo tenía cinco años. El dolor causado por la pérdida de la niña afectó profunda­ mente su ánimo y, en parte, también su pensamiento, si bien sus escritos siempre fueron severos y rigurosos. Reemprendió la redacción del Trata­ do de Metafísica, pero en forma de Meditaciones, escritas en latín porque estaban reservadas a los doctos, y cuyas referencias a «la enfermedad y la debilidad de la naturaleza humana» dan testimonio de un ánimo lleno de angustia. Las Meditationes de prima philosophia enviadas a Mersenne para que las pusiese en conocimiento de los doctos y recogiese las objecio­ nes de éstos -son famosas las de Hobbes, Gassendi, Arnauld y el propio Mersenne- se publicarán definitivamente, junto con las Respuestas de Descartes, en 1641, bajo el título de Meditationes de prima philosophia in qua Dei existentia et animae immortalitas demonstrantur (Meditaciones me­ tafísicas, en las que se demuestra la existencia de Dios y la inmortalidad del alma). A los ataques del teólogo protestante Gisbert Voët, replicó con la Epístola Renati Des Cartes ad celeberrimum virum Gisbertum Voëtium (Carta de R.D. al famosísimo G. Voët), en la que trató de demostrar la debilidad y la inconsistencia de las concepciones filosóficas y teológicas del adversario. A pesar de las numerosas polémicas que suscitaban sus escritos de metafísica y de temas científicos, Descartes se dedicó con afán a la elabo­ ración de los Principia Philosophiae (Principios de filosofía), obra en cua­ tro libros y redactada en artículos breves, según el modelo de los manuales escolásticos de la época. Se trata de una exposición resumida y sistemática de su filosofía y de su física, que otorga una relevancia particular al víncu­ lo entre filosofía y ciencia. La obra se publicó en Amsterdam, y está dedicada a la princesa Isabel, hija de Federico v del Palatinado. Amarga­ do por las polémicas que habían desencadenado los profesores de la uni­ versidad de Leiden, que llegaron a prohibir el estudio de sus obras, y na­ da dispuesto a regresar a Francia, debido a la caótica situación por la que atravesaba este país, Descartes aceptó en 1649 la invitación de la reina Cristina de Suecia y, después de haber entregado a la imprenta el manus­ crito de su último trabajo, Les passions de l’âme, dejó definitivamente Holanda, que ya no era hospitalaria con él, sino que estaba llena de contradicciones. A pesar de sus graves preocupaciones Descartes conser­ vó una relación epistolar con la princesa Isabel, que es muy importante para aclarar muchos puntos oscuros de su doctrina, y en particular la relación entre alma y cuerpo, el problema moral y el libre arbitrio. En la corte sueca Descartes, para celebrar el final de la Guerra de los Treinta Años y la paz de Westfalia, escribe La naissance de la paix. No obstante, fue muy breve el tiempo que pasó en la corte sueca, ya que la reina Cristina, dada su costumbre de mantener sus conversaciones a las cinco de la mañana, obligaba a Descartes a levantarse muy temprano, a pesar de la inclemencia del clima y la nada robusta constitución del filósofo. En con­ secuencia, en la mañana del 2 de febrero de 1650, el filósofo al salir de palacio cayó enfermo de pulmonía y murió después de una semana de sufrimientos. Sus despojos mortales, trasladados a Francia en 1667, descansan en la iglesia de Saint Germain des Prés, en París. Con carácter postumo fueron publicadas las siguientes obras: Compendium Musicae (1650), Traité de I homme (1664), Le Monde ou Traité de la lumière (1664), Cartas (1657-1667), Regulae ad directionem ingenii (1701) e' Inquisitio veritatis per lumen naturale (1701). 3. La e x p e r ie n c ia d e l h u n d im ie n to c u l t u r a l d e u n a é p o c a En un pasaje autobiográfico, después de reconocer que fue «alumno de una de las escuelas más célebres de Europa», Descartes menciona el estado de incertidumbre profunda en el que se halló al terminar sus estu­ dios: «Me encontré perdido entre tantos errores y dudas, que me parecía que al tratar de instruirme no había conseguido otro provecho que haber descubierto cada vez más mi ignorancia.» Veamos con algún detalle las razones de su insatisfacción y su desconcierto. Con respecto a la filosofía, repitiendo una frase de Cicerón, escribe: «Sería difícil imaginar algo tan extraño y tan increíble como para que no haya sido dicho por algún filóso­ fo.» Aunque la filosofía «haya sido cultivada por los espíritus más excelen­ tes que hayan vivido» -continúa Descartes en el Discurso del método- no puede ufanarse «de nada que no se discuta y que por ello no sea dudoso». A la lógica -que él reduce a la silogística tradicional- está dispuesto a acordarle, como máximo, un valor didáctico-pedagógico: «[No pretendo condenar] -leemos en las Reglas- aquella manera de filosofar que los otros han practicado hasta ahora y los mecanismos de los silogismos pro­ bables, muy aptos para la polémica, propios de los escolásticos: porque ejercitan y estimulan a través de la emulación la inteligencia de los jóve­ nes, a la que es mucho mejor darle forma a través de opiniones de esta especie, aunque parezcan inciertas.» Aunque le reconoce determinado valor didáctico-pedagógico, niega que la lógica de los dialécticos -a la que reconduce precisamente la silogística- posea ninguna fuerza de carácter fundacional y la más mínima capacidad heurística: «Dejamos de lado to­ dos los preceptos con los que los dialécticos consideran que dirigen la razón humana, cuando prescriben ciertas formas de razonar, las cuales son conclusivas con tanta necesidad que, al confiarse a ellas, la razón, aunque se desinterese en cierta manera de la consideración atenta y evi­ dente de la inferencia misma, pueda concluir sin embargo algo cierto, en virtud de la forma: con frecuencia nos damos cuenta de que la verdad se substrae a dichos vínculos, mientras que aquellos mismos que se sirven de ellos se ven allí enredados.» Mediante la tradicional cadena silogística «los dialécticos no pueden formar con arte ningún silogismo que concluya lo verdadero, si antes no tenemos su contenido, es decir, si no hemos conoci­ do previamente aquella verdad que se deduce de él». Por consiguiente «mediante tal procedimiento ellos no conocen nada nuevo y, en conse­ cuencia, la dialéctica común es del todo inútil para quien anhela indagar la verdad de las cosas, y únicamente puede servir a veces para exponer a los demás con más facilidad las razones ya conocidas, y por eso hay que trasladarla desde la filosofía hasta la retórica». La lógica tradicional, pues, en el mejor de los casos se limita a servir de ayuda para exponer la verdad, pero no la conquista. Por esto, volviendo a reiterar esta opinión de juven­ tud, Descartes escribe en el Discurso del método: «Sus silogismos y la mayor parte de sus demás instrucciones sirven más bien para explicar a los otros cosas que ya saben, o también, como en el arte de Llull, para hablar sin discernimiento de las cosas que se ignoran, en lugar de aprenderlas; y aunque esa lógica contenga realmente muchos preceptos muy verdaderos y óptimos, mezclados con éstos hay sin embargo muchos otros nocivos, o superfluos, que separar resulta tan arduo como extraer una Diana o una Minerva de un bloque de mármol apenas desbastado.» Si el juicio sobre la filosofía tradicional es severo, aún más drástico se muestra el relativo a la lógica. Debido a estas insatisfacciones profundas y a estos enfoques, la filosofía aprendida en el colegio de La Fleche le parece llena de lagunas. En una época en la que se habían afirmado y se desarrollaban con vigor nuevas perspectivas científicas y se abrían nuevos horizontes filosóficos, Descartes advierte la falta de un método que es­ tablezca un orden y, al mismo tiempo, constituya un instrumento heurísti­ co y fundacional de veras eficaz. Además, aunque admire el rigor del saber matemático, critica tanto la aritmética como la geometría tradicionales, porque han sido elaboradas con procedimientos no subordinados a una dirección metodológica clara, aunque se muestren lineales. Que sus deducciones sean rigurosas y cohe­ rentes no significa que la aritmética y la geometría hayan sido establecidas en el marco de un método correcto, que jamás fue elaborado teóricamen­ te. Cuando ante nuevos problemas nos vemos como desarmados y casi inducidos a comenzar desde el principio, la razón de ello reside en la falta de un criterio rector que nos acompañe en la solución de los nuevos pro­ blemas. En efecto, a propósito de la geometría y del álgebra, Descartes señala que éstas «hacen referencia a materias muy abstractas y al parecer de ninguna utilidad». La geometría, «porque está ligada a la consideración de las figuras», y la aritmética, porque es «tan confusa y oscura» que «desconcierta el espíritu». De aquí surge su propósito de crear una especie de matemática universal, liberada de los números y de las figuras, para que pueda servir de modelo a todos los saberes. No puede tomar como modelo del saber la matemática tradicional, porque carece de un método unitario. Para elaborar teóricamente este modelo Descartes cree que es necesario demostrar que las diferencias entre aritmética y geometría no son relevantes, porque ambas se inspiran, aunque de modo implícito, en el mismo método. A tal objeto, convierte los problemas geométricos en problemas algebraicos, mostrando su homogeneidad substancial. ¿Có­ mo le fue posible hacerlo? A través de lo que se denomina «geometría analítica», de la que hablaremos dentro de poco y por medio de la cual Descartes otorga una mayor nitidez a los principios y a los procedimientos matemáticos. En el fondo, éste era el objetivo que él se había fijado, como lo prueban sus palabras dirigidas a la princesa Isabel del Palatinado: «Gracias a este medio veo con más claridad todo lo que hago.» Después de haber justificado por qué no desciende a otros detalles, agrega: «Espe­ ro que nuestros descendientes no sólo me agradezcan las cosas que he explicado, sino también aquellas que he omitido voluntariamente, para dejarles a ellos el placer de descubrirlas.» En este contexto de crítica y de recuperación de las ciencias matemáticas hay que leer el pasaje en el que Descartes, siempre en el Discurso del método, afirma que quiere inspirar el método del nuevo saber en la claridad y el rigor típicos de los procedi­ mientos geométricos: «Aquellas largas cadenas de razonamientos, todas ellas sencillas y fáciles, de las que se suelen servir los geómetras para llegar hasta sus más difíciles demostraciones, me habían dado la ocasión de imaginar que todas las cosas que el hombre puede conocer se producen del mismo modo y que, si nos abstenemos de aceptar por verdadera una cosa que no lo es, y siempre que se respete el orden necesario para reducir una cosa de otra, no habrá nada que esté tan lejano que al final no pueda llegarse allí, ni nada tan oculto que no pueda descubrirse.» Si toda la casa se derrumba, si se hunden la vieja metafísica y la vieja ciencia, entonces el nuevo método aparecerá como el principio de un saber nuevo, que está en condiciones de impedir que nos dispersemos en Una serie inarticulada de observaciones o se caiga en formas nuevas y más refinadas de escepticismo. En efecto, éstas son dos lógicas consecuencias del derrumbamiento de las antiguas concepciones, bajo la presión de nue­ vas conquistas científicas y de las nuevas instancias filosóficas. Tan difun­ dida como la confianza en el hombre y en su poder racional, se halla la incertidumbre acerca del camino que hay que tomar para garantizar aquella confianza, superando toda duda. La filosofía tradicional, demasia­ do ajena a aquel conjunto de nuevos descubrimientos y elaboraciones teóricas -que habían sido posibles gracias a instrumentos técnicos que, potenciados o corrigiendo a nuestros sentidos, se introducían en reinos inexplorados hasta entonces- no puede evitar el conflicto. Se hace urgente diseñar una filosofía que justifique la confianza general en la razón. Al escepticismo disgregador no se le podía oponer más que una razón metafísicamente fundamentada, capaz de dirigir la búsqueda de la verdad, y un método universal y fecundo. No se trata, pues, de la puesta en discusión de esta o de aquella rama del saber, sino del fundamento mismo del saber. Por ello Descartes, aun­ que admire a Galileo, lo critica, y lo critica porque éste no habría ofrecido un método que permitiese llegar hasta la raíz de la filosofía y de la ciencia. A quien le preguntó cuál era su opinión sobre los escritos de Galileo, Descartes respondió: «Iniciaré esta carta con las observaciones acerca del libro de Galileo. Encuentro que, hablando de forma general, él hizo filo­ sofía mucho mejor que las personas corrientes, ya que, apenas puede, se desembaraza de los errores de la escuela y trata de examinar los proble­ mas físicos mediante razones matemáticas. Sobre este punto me hallo completamente de acuerdo con él y sostengo que no existe ningún otro método para descubrir la verdad. Sin embargo, me parece que se equivoca bastante en la realización de continuas digresiones y en el no detenerse a explicar de modo exhaustivo cada problema. Esto prueba que no examinó las cuestiones de una manera sistemática y que, al no haber tomado en consideración las causas primeras de la naturaleza, sólo buscó las razones de determinados efectos particulares, con lo que su construcción carece de todo fundamento.» Descartes llama la atención sobre el fundamento, porque de éste de­ pende la amplitud y la solidez del edificio que hay que construir y contra­ poner al edificio aristotélico, sobre el cual se apoya la tradición en su conjunto. Descartes no separa la filosofía de la ciencia. Lo que urge poner en claro es el fundamento que permita un nuevo tipo de conocimiento de la totalidad de lo real, por lo menos en sus líneas esenciales. Se hacen necesarios nuevos principios y no importa que después se aprovechen en un sentido o en otro. Se trata de principios que, substituyendo a los aristo­ télicos -a los que sigue siendo escrupulosamente fiel la cultura académicacontribuyan a la edificación de la nueva casa. El propio Descartes nos dice que éste es el proyecto teórico que desea elaborar, cuando casi al final de su actividad escribe al sacerdote Claudio Picot, traductor de su obra Principia philosophiae: «Así, toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física, y las ramas que salen de este tronco son todas las demás ciencias, que se redu­ cen a tres principales: la medicina, la mecánica y la moral -me refiero a la moral más elevada y perfecta, que presuponiendo un conocimiento com­ pleto de las demás ciencias, constituye el último grado de la sabiduría. Ahora bien, como los frutos no cuelgan de las raíces, ni del tronco de los árboles, sino de los extremos de sus ramas, tampoco la principal utilidad de la filosofía depende de aquellas partes suyas que sólo se pueden apren­ der en último lugar.» Descartes, pues, quiso llegar a las raíces, a los cimientos, para que después sea posible recoger frutos maduros. El méto­ do, con sus reglas y sus propias justificaciones, pretende satisfacer tal exigencia. 4. L a s r e g l a s d e l m étodo En las Regulae ad directionem ingenii Descartes quiere ofrecer «reglas fáciles y ciertas que, a quien las observe escrupulosamente, le impidan tomar lo falso por verdadero, y sin ningún esfuerzo mental, aumentando gradualmente la ciencia, lo conduzca al conocimiento verdadero de todo aquello que sea capaz de conocer». Sin embargo, si en la obra que acaba­ mos de citar llega a enumerar veintiuna reglas -e interrumpió la redacción de la obra para evitar un exceso de prolijidad- en el Discurso del método reduce a cuatro tales reglas. Descartes justifica así dicha simplificación: «A menudo, una gran cantidad de reglas no sirve más que como pretexto a la ignorancia y al vicio, por lo que una nación mejor se regulará cuanto menos reglas tenga, siempre que sean observadas con rigor; del mismo modo, pensé que -en lugar de la multitud de reglas de la lógica- me bastaban las cuatro siguientes, con la condición de que decidiese observar­ las con firmeza y de manera constante, sin ninguna excepción.» 1) La primera regla, que es también la última, ya que constituye el punto de llegada y no sólo el de partida, es la regla de la evidencia, que él anuncia en estos términos: «Nunca acoger nada como verdadero, si antes no se conoce que lo es con evidencia: por lo tanto, evitar con cuidado la precipitación y la prevención; y no abarcar en mis juicios nada que esté más allá de lo que se presentaba ante mi inteligencia de una manera tan clara y distinta que excluía cualquier posibilidad de duda.» Más que una regla, es el principio normativo fundamental, porque todo debe converger hacia la claridad y la distinción, a las que precisamente se reduce la evi­ dencia. Hablar de ideas claras y distintas, y hablar de ideas evidentes, es la misma cosa. ¿Cuál es el acto intelectual mediante el cual se logra la evi­ dencia? Es el acto intuitivo o la intuición, que Descartes describe así en las Regulae: «No es el testimonio fluctuante de los sentidos o el juicio falaz de la imaginación erróneamente combinadora, sino un concepto de la mente pura y atenta, tan fácil y distinto que no queda ninguna duda alrededor de lo que pensamos; o, lo que es lo mismo, un concepto no dudoso de la mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la razón y que es más cierto que la deducción misma.» Se trata de un acto que se autofundamenta y se autojustifica, porque no le sirve de garantía una base argumentativa cual­ quiera, sino únicamente la recíproca transparencia entre razón y conteni­ do del acto intuitivo. Se trata de aquella idea clara y distinta que refleja «sólo la luz de la razón», sin que todavía se haya puesto en relación con otras ideas, sino considerada en sí misma, intuida y no argumentada. Se trata de la idea presente ante la mente y de la mente abierta a la idea sin mediación alguna. El objetivo jde las otras tres reglas consiste en llegar a esta transparencia mutua. 2) La segunda regla es «dividir todo problema que se someta a estudio en tantas partes menores como sea posible y necesario para resolverlo mejor». Se trata de una defensa del método analítico, el único que puede llevar hasta la evidencia, porque al desmenuzar lo complicado en sus elementos más sencillos permite que la luz del intelecto disipe sus ambi­ güedades. Es una fase preparatoria esencial, ya que si la evidencia es necesaria para la certeza y la intuición es necesaria para la evidencia, para la intuición es necesaria la simplicidad que se logra a través de una des­ composición de lo complejo «en partes elementales hasta el límite mínimo posible». En las Regulae Descartes precisa lo siguiente: «Sólo llamamos simples a aquellas cosas cuyo conocimiento sea tan claro y distinto que la mente no pueda dividirlas aún más, cuyo conocimiento sea todavía más distinto.» Se llega a las grandes conquistas etapa por etapa, segmento por segmento. Éste es el camino que permite huir de generalizaciones presun­ tuosas; y si las dificultades existen porque lo verdadero está mezclado con lo falso, el procedimiento analítico permite que aquél se libere de las escorias de éste. 3) La reducción de lo complejo a sus elementos simples no es suficien­ te, porque ofrece un conjunto inarticulado de elementos, pero no el nexo cohesivo que lo transforma en un todo complejo y real. Por esto al análisis debe seguir la síntesis, finalidad de la tercera regla, que Descartes -tam­ bién en el Discurso del método- enuncia con los siguientes términos: «La tercera regla es la de conducir con orden mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ascender poco a poco, como a través de escalones, hasta el conocimiento de los más com­ piejos; suponiendo que hay un orden, asimismo, entre aquellos cuyos objetos no preceden naturalmente a los objetos de otros.» Por lo tanto es preciso recomponer los elementos en que ha sido dividida una realidad compleja. Se trata de una síntesis que debe partir de elementos absolutos (ab-solutus) o no dependientes de otros, y proceder hacia los elementos relativos o dependientes, dando lugar a una cadena de argumentos que iluminen los nexos del conjunto. Se trata de reconstituir un orden o de crear una cadena de razonamientos, que van desde lo sencillo hasta lo compuesto y que no pueden dejar de tener una correspondencia con la realidad. Cuando no exista tal orden es preciso suponerlo mediante la hipótesis más conveniente para interpretar y expresar la realidad efecti­ va. Si la evidencia es necesaria para tener una intuición, para el acto deductivo se vuelve obligado el proceso desde lo simple hasta lo complejo. ¿Cuál es la importancia de la síntesis? «Puede parecer que a través de este doble trabajo no surge nada realmente nuevo, ya que acabamos por en­ contrar el mismo objeto del cual habíamos partido. En realidad, ya no es el mismo objeto: el compuesto reconstituido es otra cosa, ya que está penetrado por la luminosidad transparente del pensamiento. Uno es un hecho en bruto, el otro es un saber cómo está hecho: entre ambos existe la mediación de la conciencia» (De Ruggiero). 4) Por último, para impedir toda precipitación -madre de todos los errores- hay que controlar los pasos individuales. Por esto, Descartes concluye diciendo: «La última regla es la de efectuar en todas partes enu­ meraciones tan complejas y revisiones tan generales que se esté seguro de no haber omitido nada.» Enumeración y revisión: aquélla controla si el análisis es completo, y la segunda, la corrección de la síntesis. En las Regulae se enuncia así esta necesaria cautela en contra de cualquier super­ ficialidad: «Es preciso recorrer con un movimiento continuado e ininte­ rrumpido del pensamiento todas las cosas que se refieren a nuestro fin, y abrazarlas mediante una enumeración suficiente y ordenada.» Son reglas simples y subrayan la necesidad de que se tenga una plena conciencia de los pasos mediante los cuales se articula cualquier investiga­ ción rigurosa. Constituyen el modelo del saber, porque la claridad y la distinción evitan los posibles equívocos o las generalizaciones apresura­ das. A tal efecto, ante problemas complejos y ante fenómenos confusos, hay que llegar hasta los elementos simples, que no pueden descomponerse más, para que queden iluminados plenamente por la luz de la razón. En resumen, para proceder con corrección, hay que repetir en toda investiga­ ción aquel movimiento de simplificación y de encadenamiento riguroso, que son las operaciones típicas del procedimiento geométrico. Ahora bien, ¿qué es lo que supone asumir un modelo de esta clase? Antes que nada, y de una forma general, acarrea el rechazo de todas aquellas nocio­ nes aproximativas, imperfectas o fantásticas, o meramente verosímiles, que se escapen de la operación simplificadora, considerada como indis­ pensable. Lo simple de Descartes no es lo universal de la filosofía tradicio­ nal, al igual que la intuición no es la abstracción. Lo universal y la abstrac­ ción, que son dos momentos fundamentales de la filosofía aristotélicoescolástica, son substituidos por las naturalezas simples y por la intuición. Del Noce señala con mucha agudeza: «Para Descartes, inspirarse en las matemáticas quiere decir substituir lo universal por lo simple. De este Duda metódica modo se comprende que la condición para conocer las cosas es dejarse descomponer en naturalezas simples, objetos de intuición simple y que se encadenan [...] mediante lazos que también pueden reducirse a relaciones intuidas directamente (la meditación metafísica obedece a la matematicidad, en la medida en que obedece al método de la descomposición).» 5. La d u d a m e t ó d ic a Una vez establecidas las reglas del método, es necesario justificarlas o, mejor dicho, dar cuenta de su universalidad y su fecundidad. Es cierto que la matemática siempre se ha atenido a estas reglas. Sin embargo, ¿quién nos autoriza a extenderlas fuera de su ámbito, convirtiéndolas en modelos del saber universal? ¿Cuál es su fundamento? ¿Existe una verdad no ma­ temática que refleje en sí misma los rasgos de la evidencia y de la distin­ ción y que sin verse en ningún caso sometida a la duda pueda justificar tales reglas y ser considerada como fuente de todas las demás verdades posibles? Para responder a esta serie de preguntas Descartes aplica sus reglas al saber tradicional para comprobar si contiene alguna verdad tan clara y distinta que permita eliminar cualquier motivo de duda. Si el resul­ tado es negativo, en el sentido de que con estas reglas no es posible llegar a ninguna certeza, a ninguna verdad que posea los caracteres de claridad y distinción, entonces habrá que rechazar ese saber y admitir su esterilidad. Al contrario, si la aplicación de estas reglas nos conduce a una verdad indubitable, entonces habrá que asumir que ésta es el comienzo de una larga cadena de razonamientos o el fundamento del saber. La condición que habrá que respetar a lo largo de esta operación es la siguiente: no es lícito aceptar como verdadera una aserción que se vea teñida por la duda o por una posible perplejidad. Es obvio -escribe Descartes en las Meditacio­ nes metafísicas- que «no será necesario, para llegar a esto probar que [las opiniones formadas previamente] sean todas falsas, tarea que no tendría fin». Es suficiente con tomar en examen aquellos principios sobre los cuales está fundado el saber tradicional. Si caen tales principios, las conse­ cuencias perderán todo valor. En primer lugar señalemos que buena parte del saber tradicional pre­ tende estar basado en la experiencia sensible. Ahora bien, ¿cómo es posi­ ble considerar como cierto e indudable un saber que se origina en los sentidos, si es verdad que éstos a veces se nos revelan como engañadores? «Dado que los sentidos -afirma Descartes en el Discurso del métodoalgunas veces nos engañan, decidí suponer que ninguna cosa era tal como nos la representaban los sentidos.» Además, si gran parte del saber tradi­ cional se fundamenta en los sentidos, una parte relevante de dicho saber se fundamenta en la razón y en su poder discursivo. Sin embargo, tampo­ co este principio parece exento de obscuridad e incertidumbre. En efecto, «puesto que hay quien se equivoca al razonar y comete paralogismos [...], rechacé como falsas todas las demostraciones que antes había aceptado como demostrativas». Finalmente, existe el saber matemático que parece indudable, porque es válido tanto en estado de vigilia como en el sueño. Dos más dos suman cuatro, en cualquier circunstancia y en cualquier estado. No obstante, ¿quién me impediría pensar que existe «un genio maligno, astuto y engañador» que mofándose de mí me lleva a considerar como evidentes cosas que no lo son? Aquí la duda se convierte en hiper­ bólica, en el sentido de que se aplica a sectores que antes se presumían fuera de toda sospecha. ¿Acaso el saber matemático no podría ser una construcción grandiosa, basada en un equívoco o en una colosal mixtifica­ ción? «Supondré, pues, que exista no ya un Dios verdadero, fuente sobe­ rana de verdad, sino un cierto genio maligno, no menos astuto y engaña­ dor que potente, que empleó toda su industria en engañarme.» No existe en el saber ningún sector válido. La casa se hunde porque los cimientos están socavados. Nada resiste a la fuerza corrosiva de la duda. Por lo tanto, en las Meditaciones metafísicas Descartes escribe: «Yo su­ pongo que todas las cosas que veo son falsas; me digo a mí mismo que jamás ha existido nada de lo que mi memoria llena de mentiras me repre­ senta; pienso que no tengo ningún sentido; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar no son más que ficciones de mi espíri­ tu. ¿Qué podrá, pues, ser considerado como verdadero? ¿Ninguna otra cosa, quizás, que no sea que en el mundo nada hay de cierto?» Es obvio que aquí no nos encontramos ante la duda de los escépticos. Aquí la duda quiere llevar hasta la verdad. Por esto se la llama «metódica», en la medi­ da en que constituye un paso obligado, pero también provisional, para llegar hasta la verdad. Descartes señala lo siguiente: «No es que yo imite a los escépticos, que dudan por dudar y hacen gala de estar siempre indeci­ sos; por el contrario, todo mi plan tendía a concederme seguridad y a apartar la tierra y la arena para encontrar la arcilla y la roca.» Descartes quiere poner en crisis el dogmatismo de los filósofos tradicionales y, al mismo tiempo, combatir aquella actitud próxima al escepticismo que se dedicaba a ponerlo todo en duda, sin ofrecer nada a cambio. En las pági­ nas de Descartes se pone de manifiesto su anhelo de verdad. Aquí, la negación remite a la afirmación, y toda duda, a la certeza. En definitiva, a través de la duda Descartes quiere remover las aguas estancadas de la conciencia tradicional, quiere que se perciba el fecundo peso de la duda, para que surja algo más auténtico, más seguro. Quien no lleva a cabo esta experiencia no estará después en condiciones de crear y ni siquiera de pensar, y se limitará a repetir fórmulas vacías o a rumiar una cultura ya digerida por otros. ¿Cómo huir ante el acoso de la duda, si no sabemos cuál es nuestra naturaleza, cuáles son los rasgos de nuestra conciencia, cuáles son las exigencias de la lógica de la razón? No se pueden aprove­ char debidamente las implicaciones de la duda si a través de sus sombras no percibimos una luz que se esfuerza por salir a la superficie, pero que hay que hacer que brille para que el hombre vuelva a pensar con plena libertad. 6. La certeza fu n d a m en ta l: « c o g it o ergo s u m » Después de haberlo puesto todo en duda, «inmediatamente después, hube de constatar -prosigue Descartes en el Discurso del método- que, aunque quería pensar que todo era falso, era por fuerza necesario que yo, que así pensaba, fuese algo. Y al observar que esta verdad “pienso, luego soy” era tan firme y tan sólida que no eran capaces de conmoverla ni siquiera las más extravagantes hipótesis de los escépticos, juzgué que po­ día aceptarla sin escrúpulos como el primer principio de la filosofía que yo buscaba». Sin embargo, ¿acaso esta certeza no podría verse puesta en tela de juicio por el genio maligno? Descartes afirma en las Meditaciones meta­ físicas: Existe una potencia que no conozco, engañadora y muy astuta, que se esfuerza al máxi­ mo por engañarme siempre. Ahora bien, si me engaña, no hay ninguna duda de que existo; me engaña porque quiere -no podrá hacer que yo no sea nada- que yo piense que soy algo. Por lo tanto, después de haber pensado y examinado todo con gran cuidado, es necesario concluir que la proposición: Yo soy, yo existo, es absolutamente verdadera cada vez que la pronuncio o que la concibo en mi espíritu. ¿Qué es lo que estamos obligados a admitir como indudable, por la evidencia misma de la verdad? «En el instante en que rechazamos [...] todo aquello de lo que podemos dudar [...], no podemos suponer al mis­ mo tiempo que no existamos nosotros, que dudamos de la verdad de todo aquello: en efecto, la aversión a concebir que aquello que piensa no existe en el acto de pensar, no nos impide -a pesar de cualquier suposición extravagante- creer que la conclusión: Pienso, luego soy, es verdadera, y por lo tanto es la primera cosa y la más cierta que se presenta a un pensamiento ordenado.» Descartes afirma esto en los Principia Philosophiae. En consecuencia, la proposición «pienso, luego soy» es absoluta­ mente verdadera, porque incluso la duda -por extremada y radical que se muestre- la confirma. ¿Qué entiende Descartes por «pensamiento»? «Me­ diante el término “pensamiento” -afirma en las Respuestas- comprendo todo lo que en nosotros está hecho de forma que nos permite ser inmedia­ tamente conscientes de ello; así, todas las operaciones de la voluntad, del intelecto, de la imaginación y de los sentidos son pensamientos. He agre­ gado “inmediatamente” para excluir todo aquello que se sigue de tales operaciones; por ejemplo, un movimiento voluntario tiene como punto de inicio el pensamiento, pero en sí mismo no es pensamiento.» Nos hallamos, pues, ante una verdad que carece de intermediarios. La transparencia del «yo» ante sí mismo -y por lo tanto el pensamiento en acto- elimina cualquier duda e indica por qué la claridad es la regla básica del conocimiento y por qué la intuición constituye su acto fundamental. Aquí no se admite la existencia o mi ser si no es en la medida en que se hace presente a mi yo, sin ningún paso discursivo. Aunque esté formulada como si fuese un silogismo, la proposición «pienso, luego soy» no es un razonamiento, sino una pura intuición. No consiste en una abreviación de una argumentación como la siguiente: «Todo lo que piensa existe; yo pienso, por lo tanto existo.» Se trata simplemente de un acto intuitivo gracias al cual percibo mi existencia en tanto que pensante. Descartes, en efecto, cuando trata de definir la naturaleza de nuestra propia existencia, sostiene que ésta es una res cogitans, una realidad pensante, en la que no hay ninguna ruptura entre pensamiento y ser. La substancia pensante es el pensamiento en acto y el pensamiento en acto es una realidad pen­ sante. Descartes llega aquí a un punto firme, que nada puede poner en tela de juicio. Sabe que el hombre es una realidad pensante, y es muy cons­ ciente del hecho fundamental que representa la lógica de la claridad y la distinción. De este modo conquista una certeza inquebrantable, la prime­ ra e irrenunciable, porque está relacionada con la propia existencia, la cual, en la medida en que es pensante, resulta clara y distinta. La aplica­ ción de las reglas del método ha llevado así al descubrimiento de una verdad que de manera retroactiva confirma la validez de aquellas reglas, que encuentran un fundamento y pueden entonces tomarse como norma de cualquier saber. En el Discurso del método se lee: «Al notar que en la afirmación “pienso, luego soy” no hay nada que me asegure que estoy diciendo la verdad, a no ser el que veo clarísimamente que para pensar es preciso existir: juzgué que podía tomar como regla general el que las cosas que concebimos de manera muy clara y distinta son verdaderas en todos los casos.» Se pone el acento en que la claridad y la distinción, como reglas del método de investigación, se encuentran fundamentadas. Empero, ¿en qué están fundamentadas? ¿Acaso sobre el ser, finito o infinito, o sobre los principios generales de la lógica, que también son principios ontológicos, como el principio de no contradicción o el principio de identidad, cosa que ocurre en la filosofía tradicional? No: tales reglas se basan en la certeza adquirida de que nuestro «yo» o la conciencia propia como realidad pen­ sante se presenta con los rasgos de la claridad y la distinción. A partir de ahora la actividad cognoscitiva, sin preocuparse por fundamentar sus con­ quistas en un sentido metafísico, tendrá que buscar la claridad y la distin­ ción, que son los rasgos típicos de aquella primera verdad que se ha impuesto a nuestra razón, y que deben caracterizar a todas las demás verdades. Nuestra existencia, en tanto que res cogitans, fue aceptada co­ mo algo indudable sobre un único fundamento: la claridad y la distinción. Del mismo modo sólo se podrá admitir otra verdad en el caso de que ésta muestre asimismo los rasgos de claridad y distinción. Para llegar a tales verdades es preciso recorrer el itinerario señalado por el análisis, la sínte­ sis y el control. Una aserción que posea estas cualidades ya no estará sujeta a la duda. La filosofía deja de ser la ciencia del ser, para transfor­ marse en doctrina del conocimiento. Se convierte antes que nada en gnoseología. Éste es el nuevo enfoque que Descartes otorga a la filosofía, proponiéndose hallar o hacer surgir en cualquier proposición la claridad y la distinción: una vez que las hayamos conseguido, ya no tenemos necesi­ dad de otros apoyos u otras garantías. La certidumbre de mi existencia en tanto que res cogitans no necesita otra cosa que claridad y distinción. De la misma forma cualquier otra verdad no necesitará más garantía que la claridad y la distinción, inmediata (intuición) o derivada (deducción). Por lo tanto el banco de pruebas del nuevo saber filosófico y científico es el sujeto humano, la conciencia racional. Cualquier tipo de investiga­ ción únicamente habrá de preocuparse por obtener el máximo grado de claridad y distinción, y una vez conseguidos, no tendrá que preocuparse de otras justificaciones. El hombre está hecho así, y sólo debe aceptar verdades que reflejen tales exigencias. Nos enfrentamos con una radical humanización del conocimiento, que se ve reconducido a su fuente primi­ genia. En todas las ramas del conocer el hombre debe ajustarse a la cade­ na de deducciones que proceden de verdades claras y distintas o de princi­ pios evidentes por sí mismos. Cuando tales principios no se descubran con facilidad, es necesario suponerlos por hipótesis, ya sea para imponer un orden a la mente humana, o para hacer que surja el orden de la realidad -se confía en la racionalidad de lo real- cubierto a veces por elementos secundarios o por la superposición de elementos subjetivos, que se pro­ yectan acríticamente fuera de nosotros. Este desplazamiento desde el plano del ser hasta el del pensamiento puede percibirse con claridad a través del distinto peso teórico que tiene el cogito en san Agustín -que lo elaboró teóricamente por primera vez- y en Descartes, que volvió a plantearlo. En su polémica contra los escépticos, Agustín había señalado que si fallor sum, si dudo soy. La duda es una forma de pensamiento, y el pensamiento no se concibe fuera del ser, que queda en consecuencia reafirmado por el acto mismo de dudar. Se trata de una defensa de la primacía fundamentante del ser y, por lo tanto, de Dios, que nos es más íntimo que nosotros mismos. Descartes, en cambio, utiliza la expresión cogito ergo sum para subrayar las exigencias del pensamiento humano: la claridad y la distinción, en las que deben inspirarse los demás conocimientos. En Agustín en última instancia se revela Dios, mientras que en Descartes el cogito revela al hombre o, mejor dicho, las exigen­ cias que deben caracterizar su pensamiento y sus conquistas intelectuales. Y mientras que en Agustín el cogito se sosiega remitiéndose a Dios, con el que está relacionado -porque se fundamenta en Él- en Descartes, al reve­ larse como claro y distinto, el cogito convierte en problemático a todo lo demás, en el sentido de que -obtenida la verdad de la propia existencianecesita partir a la conquista de lo real distinto de nuestro «yo», buscando los caracteres de la claridad y la distinción. Descartes, pues, aplica las reglas del método y encuentra su primera certeza fundamental, el cogito. Esta, sin embargo, no es una de tantas verdades que se consiguen mediante aquellas reglas, sino la verdad que una vez adquirida sirve de fundamento a dichas reglas, porque revela la naturaleza de la conciencia humana que en su calidad de res cogitans es transparencia de sí ante ella misma. Todas las demás verdades sólo podrán acogerse en la medida en que se ajusten o se aproximen a tal evidencia. Inspirado inicialmente en la claridad y la evidencia de la matemática, ahora Descartes subraya que las ciencias matemáticas sólo representan un sector del saber que, desde siempre, se había inspirado en un método que posee un alcance universal. A partir de ahora todo saber tendrá que inspi­ rarse en dicho método, porque no está fundamentado por la matemática, sino que la fundamenta a ésta, al igual que a cualquier otra ciencia. Aque­ llo a lo que este método conduce y aquello sobre lo que se fundamenta es la razón humana, aquella recta razón (bona mens) que pertenece a todos los hombres y que -como dice Descartes en el Discurso del método- «es la cosa que se halla mejor distribuida en el mundo». ¿Qué es esta recta razón? «La facultad de juzgar correctamente y distinguir lo verdadero de lo falso, es lo que se llama buen sentido o razón [y que], es naturalmente igual en todos los hombres.» La unidad de los hombres está representada por la razón bien dirigida y desarrollada. En el ensayo de juventud Regú­ lete ad directionem ingenii lo explícita en estos términos: «Las diversas ciencias no son más que la sabiduría humana, que permanece siempre una e idéntica aunque se aplique a diferentes objetos, y no recibe de éstos mayor diversidad de la que recibe la luz del sol de las diferentes cosas que ilumina.» Más que sobre las cosas iluminadas -las ciencias particulares- es preciso poner el acento sobre el sol -la razón- que debe surgir, imponer su lógica y hacer que se respeten sus exigencias. La unidad de las ciencias remite a la unidad de la razón y la unidad de la razón remite a la unidad del método. Si la razón es una res cogitans, que se constituye a través de la duda universal -hasta el punto de que ningún genio maligno puede tender­ le artimañas y ningún engaño de los sentidos puede obscurecerla- en­ tonces el saber tendrá que fundarse sobre ella, habrá de imitar su claridad y su distinción, que son los únicos postulados irrenunciables del nuevo saber. 7. L a e x is t e n c ia y el p a p e l d e D io s La primera certeza fundamental que se consigue a través de la aplica­ ción de las reglas del método es la conciencia de sí mismo como ser pen­ sante. Luego, la reflexión de Descartes se concentra sobre el cogito y sobre su contenido, al que se le plantean ciertos interrogantes fundamen­ tales: ¿me abren de verdad al mundo de las reglas del método, son aptas para darme a conocer el mundo? ¿Está éste abierto a dichas reglas? ¿Es­ tán adaptadas mis facultades cognoscitivas para conocer efectivamente lo que no es identificable mediante mi conciencia? Son preguntas estas que postulan una ulterior fundamentación de la actividad cognoscitiva del hombre. El «yo», como ser pensante, se revela como lugar de una multiplicidad de ideas, que la filosofía debe cribar con todo rigor. Si el cogito es la primera verdad evidente por sí misma, ¿qué otras ideas se presentan con el mismo grado de evidencia? ¿Es posible tomarlo como punto de partida y reconstruir con ideas claras y distintas -como el cogito- el edificio del saber? Más aún: ya que Descartes coloca el fundamento del saber en la conciencia, ¿cómo se logrará salir de ésta y reafirmar el mundo exterior? En resumen, las ideas, que Descartes no considera en el sentido tradicio­ nal de esencias o de arquetipos de lo real, sino como presencias reales ante la conciencia, ¿poseen acaso un carácter objetivo, en el sentido de que representen un objeto, una realidad? En otras palabras: como formas mentales resultan indudables, porque tengo de ellas una percepción inme­ diata, pero en la medida en que representan una realidad distinta de mí, ¿son verídicas, representan una realidad objetiva o son simples ficciones mentales? Antes de responder a esta pregunta, conviene recordar que Descartes divide las ideas en tres clases: ideas innatas, las que encuentro en mí, nacidas junto con mi conciencia; ideas adventicias, que me llegan desde fuera y se refieren a cosas por completo distintas de mí; e ideas artificiales o construidas por mí mismo. Descartando estas últimas como ilusorias -porque son quiméricas o construidas arbitrariamente por el sujeto- el problema hace referencia a la objetividad de las ideas innatas y de las adventicias. Si bien las tres clases de ideas no difieren entre sí desde el punto de vista de su realidad subjetiva -todas ellas son actos mentales de los que poseo una percepción inmediata- resultan profundamente diferen­ tes desde la perspectiva de su contenido. En efecto, las ideas artificiales o arbitrarias no constituyen problema Existencia de Dios alguno, pero las ideas adventicias -que me remiten a un mundo exterior¿son realmente objetivas? ¿Quién garantiza tal objetividad? Podría res­ ponderse: la claridad y la distinción. Empero, ¿y si las facultades sensibles nos engañasen? ¿Estamos de veras seguros de la objetividad de las facul­ tades sensibles e imaginativas a través de las cuales llegan hasta nosotros la claridad y la distinción, y nos abrimos al mundo? Incluso en la duda universal estoy seguro de mi existencia en su actividad cogitativa. ¿Quién me garantiza, no obstante, que dicha actividad sigue siendo válida cuando sus resultados pasan desde la percepción en acto al reino de la memoria? ¿Puede ésta conservar intactos tales resultados con su claridad y distinción originarias? Para hacer frente a esta serie de dificultades y para fundamen­ tar de manera definitiva el carácter objetivo de nuestras facultades cog­ noscitivas, Descartes plantea y soluciona el problema de la existencia y de la función de Dios. A tal efecto, siempre en el ámbito de la conciencia, entre las muchas ideas que ésta posee, Descartes tropieza -como se lee en las Meditaciones metafísicas- con la idea innata de Dios, en cuanto «substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, y por la cual yo mismo y todas las demás cosas que existen (si es verdad que existen cosas) hemos sido creados y producidos». A propósito de esta idea Descartes se pregun­ ta si es puramente subjetiva o si no habría que considerarla subjetiva y al mismo tiempo objetiva. Se trata del problema de la existencia de Dios, que ya no se plantea a partir del mundo exterior al hombre, sino a partir del hombre mismo o, mejor dicho, de su conciencia. Con respecto a esta idea, que posee los rasgos mencionados, Descartes afirma: «Es algo manifiesto a la luz natural el que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total, como la hay en su efecto: porque, ¿de dónde sacaría el efecto su realidad, si no es de su propia causa, y cómo podría comunicársela ésta, si no la poseyese en sí misma?» Ahora bien, supuesto tal principio, es evidente que el autor de esta idea, que está en mí, no soy yo, imperfecto y finito, ni ningún otro ser igualmente limitado. Tal idea, que está en mí pero no procede de mí, sólo puede tener como causa adecuada a un ser infinito, es decir, a Dios. La misma idea innata de Dios puede proporcionarnos una segunda reflexión que confirma los resultados de la primera argumentación. Si la idea de un ser infinito que está en mí, también procediese de mí, ¿no me habría producido yo mismo de un modo perfecto e ilimitado, y no por el contrario imperfecto, como se aprecia a través de la duda y de la aspira­ ción jamás satisfecha a la felicidad y a la perfección? En efecto, quien niega a Dios creador, por ello mismo se considera productor de sí mismo. En tal caso, sin embargo, al tener la idea de un ser perfecto, me habría concedido todas las perfecciones que encuentro en la idea de Dios, lo cual está en contradicción con la realidad. Finalmente, apoyándose en las implicaciones de dicha idea, Descartes formula un tercer argumento, conocido con el nombre de prueba ontolo­ gica. La existencia es parte integrante de la esencia, por lo cual no es posible tener la idea (esencia) de Dios sin admitir al mismo tiempo su existencia, al igual que no es posible concebir un triángulo sin pensarlo con la suma de sus ángulos igual a dos rectos, o no es posible concebir una montaña sin un valle. La diferencia está en lo siguiente: del hecho de no poder «concebir una montaña que carezca de valle, no se sigue que haya en el mundo montañas y valles, sino únicamente que la montaña y el valle -ya sea que existan o que no existan- no pueden separarse de ningún modo la una del otro [...], mientras que del solo hecho de que no puedo concebir a Dios sin existencia, se sigue que la existencia es algo insepara­ ble de él y, por lo tanto, existe verdaderamente». Ésta es la prueba ontológica de Anselmo, que Descartes vuelve a plantear haciéndola suya. ¿Por qué Descartes se dedica con tanta insistencia al problema de la existencia de Dios, si no es para poner en claro la riqueza de nuestra conciencia? En efecto, en las Meditaciones metafísicas se sostiene que la idea de Dios es «como la marca del artesano que se coloca en su obra, y ni siquiera es necesario que esta marca sea algo diferente a la obra misma». Por lo tanto, al analizar la conciencia Descartes tropieza con una idea que está en nosotros pero no procede de nosotros y que nos penetra profunda­ mente, como el sello del artífice a la obra de sus manos. Ahora bien, si esto es verdad y si es cierto que Dios -puesto que es sumamente perfectotambién es sumamente veraz e inmutable, ¿no deberíamos entonces tener una inmensa confianza en nosotros, en nuestras facultades, que son obra suya? La dependencia del hombre con respecto de Dios no lleva a Descartes a las mismas conclusiones que habían elaborado la metafísica y la teología tradicionales: la primacía de Dios y el valor normativo de sus preceptos y de todo lo que está revelado en la Escritura. La idea de Dios en nosotros, como la marca del artesano en su obra, es utilizada para defender la positividad de la realidad humana y -desde el punto de vista de las poten­ cias cognoscitivas- su capacidad natural para conocer la verdad y, en lo que concierne al mundo, la inmutabilidad de sus leyes. Aquí es donde se ve derrotada de forma radical la idea del genio maligno o de una fuerza destructiva que pueda burlar al hombre o burlarse de él. Bajo la pro­ tectora fuerza de Dios las facultades cognoscitivas no nos pueden engañar, porque en tal caso Dios mismo -su creador- sería el responsable de este engaño. Y como Dios es sumamente perfecto, no puede mentir. Aquel Dios, en cuyo nombre se intentaba obstaculizar la expansión del nuevo pensamiento científico, aparece aquí como el que, garantizando la capaci­ dad cognoscitiva de nuestras facultades, nos espolea a tal empresa. La duda se ve derrotada y el criterio de evidencia está justificado de modo concluyente. Dios creador impide considerar que la criatura lleva dentro de sí un principio disolvente o gue sus facultades no se hallan en condicio­ nes de realizar sus funciones. Únicamente para el ateo la duda no ha sido vencida de manera definitiva, porque siempre puede poner en duda lo que le indican sus facultades cognoscitivas, al no reconocer que éstas fueron creadas por Dios, suma bondad y verdad. De este modo el problema de la fundamentación del método de in­ vestigación se soluciona de forma concluyente. La evidencia que se había propuesto a título de hipótesis se ve confirmada por la certeza inicial referente a nuestro cogito, y éste, con sus correspondientes facultades cognoscitivas, queda reforzado ulteriormente por la presencia de Dios, que garantiza su carácter objetivo. Además del poder cognoscitivo de las facultades, Dios también garantiza todas aquellas verdades claras y distin­ tas que el hombre está en condiciones de alcanzar. Se trata de aquellas Existencia de Dios verdades eternas que, manifestando la esencia de los diversos sectores de lo real, constituirán el esqueleto del nuevo saber. Dichas verdades son eternas, no porque obliguen al mismo Dios, o porque sean independientes de él. Dios es el creador absoluto, y por lo tanto también es el responsable de las ideas o verdades a cuya luz ha creado el mundo. «Preguntáis -escri­ be Descartes a Mersenne el 27 de mayo de 1630- quién ha obligado a Dios a crear estas verdades; y os digo que él fue libre de hacer que no fuese verdad que todas las líneas que van desde el centro hasta la circunferencia sean iguales, al igual que fue libre de no crear el mundo. Y es cierto que estas verdades no son contingentes en su esencia con más necesidad que las criaturas.» Entonces, ¿por qué se califica de eternas a las verdades creadas libremente por Dios? Porque Dios es inmutable. Y así aquel vo­ luntarismo de origen escotista, que llevaba a los metafísicos a hablar de una radical contingencialidad del mundo y a considerar imposibles un saber universal, lo aprovecha Descartes para garantizar la inmutabilidad de ciertas verdades y, por lo tanto, para defender el desarrollo de la ciencia y garantizar su objetividad. Además, puesto que estas verdades contingentes y al mismo tiempo eternas no son una participación de la esencia de Dios, nadie, a partir del conocimiento de tales verdades, puede pensar que conoce los designios inescrutables de Dios. El hombre conoce y nada más, sin la menor pretensión de emular a Dios. Se defiende a la vez el sentido de la finitud de la razón y el sentido de su objetividad. La razón del hombre es específicamente humana, no divina, pero su actividad se halla garantizada por aquel Dios que la ha creado. Sin embargo, si bien es cierto que Dios es veraz y no engaña, también es cierto que el hombre yerra. ¿Cuál es entonces el origen del error? Ciertamente el error no es imputable a Dios sino al hombre, porque no siempre se muestra fiel a la claridad y la distinción. Las facultades del hombre funcionan bien. Pero de éste depende el hacer buen uso de ellas, no tomando como si fuesen claras y distintas ideas aproximátivas y confu­ sas. El error tiene lugar en el juicio, y para Descartes -a diferencia de lo que ocurrirá en Kant- pensar no es juzgar, porque en el juicio intervienen tanto el intelecto como la voluntad. El intelecto, que elabora las ideas claras y distintas, no se equivoca. El error surge de la inadecuada presión de la voluntad sobre el intelecto. «Si me abstengo de emitir un juicio sobre una cosa, cuando no la concibo con la suficiente claridad y distinción, es evidente que hago un uso óptimo del juicio y no me engaño; pero si decido negar o afirmar esa cosa, entonces ya no empleo como es debido mi libre arbitrio; y si afirmo lo que no es cierto, es evidente que me engaño; [...] porque la luz natural nos enseña que el conocimiento del intelecto debe preceder siempre a la determinación de la voluntad. Y precisamente en este mal uso del libre arbitrio se encuentra la privación que constituye la forma del error.» Con mucha razón comenta F. Alquié: «El error proce­ de, pues, de mi actividad y no de mi ser; soy el único responsable de él y puedo evitarlo. Puede apreciarse lo lejos que se encuentra esta concep­ ción de la noción de naturaleza caída y de pecado original. Es ahora, y a través de un acto presente, cuando yo me engaño o yo peco.» Con esta inmensa confianza en el hombre y en sus facultades cognosci­ tivas y después de haber señalado las causas y las implicaciones del error, Descartes puede avanzar ahora hacia el conocimiento del mundo y de sí mismo, en cuanto se halla en el mundo. Ya se ha justificado el método, se ha fundamentado la claridad y la distinción, y la unidad del saber ha sido reconducida a su fuente, la razón humana, sostenida e iluminada por la garantía de la suprema veracidad de su Creador. 8. El m u n d o e s u n a m á q u in a Descartes llega hasta la existencia del mundo corpóreo profundizando en las ideas adventicias, es decir, aquellas ideas que nos llegan desde una realidad externa a la conciencia, que no es su artífice, sino su depositaría. Antes que nada la posibilidad de la existencia del mundo corpóreo está demostrada porque éste constituye el objeto de las demostraciones geo­ métricas, que se basan en la idea de extensión. Además en nosotros se da una facultad diferente del intelecto y que no se puede reducir a él: la facultad de imaginar y de sentir. En efecto, el intelecto es «una cosa pensante o una substancia, cuya esencia o naturaleza sólo consiste en pensar», algo esencialmente activo. En cambio la facultad de imaginar es esencialmente representativa de entidades materiales o corpóreas, por lo cual «me inclino a pensar que se encuentra íntimamente ligada al cuerpo o que depende de él». El intelecto puede dedicarse a reflexionar sobre el mundo corpóreo en la medida en que se sirve de la imaginación y de las facultades sensibles, que se manifiestan como pasivas o receptivas de estí­ mulos y de sensaciones. Ahora bien, si este poder de adhesión al mundo material ejercido por la facultad imaginativa y las facultades sensibles nos engañase, habría que concluir que Dios, que nos ha creado así, no es veraz. Esto es falso, empero, como ya hemos dicho. Por lo tanto si las facultades imaginativas y sensibles atestiguan la existencia del mundo cor­ póreo, no hay razón alguna para ponerlo en discusión. Esto, a pesar de todo, no debe inducirnos a «admitir temerariamente todas las cosas que los sentidos parecen enseñarme»; tampoco debe llevarnos, sin embargo, a «ponerlas en duda a todas en general». ¿Cómo se lleva a cabo tal selec­ ción? Aplicando el método de las ideas claras y distintas, y admitiendo como reales únicamente aquellas propiedades que logro concebir de un modo claro y distinto. Entre todas las cosas que me llegan hasta mí desde el mundo exterior a través de las facultades sensibles, sólo logro concebir como clara y distinta la extensión, que por consiguiente he de considerar como constitutiva o esencial. «En efecto, cualquier otra cosa que se pueda atribuir al cuerpo presupone la extensión y no es más que un modo de la cosa extensa; al igual que todas las cosas que hallamos en la mente no son más que diversos modos de pensar. Por ejemplo, la figura no se puede entender si no es en la cosa extensa, ni el movimiento, fuera del espacio extenso; tampoco la imaginación, el sentido o la voluntad pueden en­ tenderse si no es en la cosa pensante. Sin embargo, puede entenderse la extensión sin la figura o el movimiento, como se hace manifiesto a cual­ quiera que preste atención en ello.» Aplicando las reglas de la claridad y la distinción Descartes llega a la conclusión siguiente: la única propiedad esencial que se puede predicar del mundo material es la extensión, porque sólo ésta puede concebirse de un modo claro y con total distinción de las demás propiedades. El mundo El mecanicismo espiritual es res cogitans y el mundo material es res extensa. Todas las demás propiedades -el color, el sabor, el peso o el sonido- Descartes las considera como secundarias, porque no es posible tener de ellas una idea clara y distinta. Atribuir tales cualidades al mundo material en cuanto componentes constitutivos sería un menosprecio a las reglas del método. La inclinación a considerarlas como algo objetivo es fruto de las experien­ cias infantiles, que no han sido sometidas a una crítica rigurosa, porque no hemos caído en la cuenta de que se trata de una serie de respuestas del sistema nervioso ante los estímulos del mundo físico. Este prejuicio se remonta a la época de nuestras experiencias infantiles y, en lo que respec­ ta a la tradición, a tesis heredadas y no puestas en discusión. En los Principia Philosophiae Descartes insiste: «No hay más que una misma materia en todo el universo, y la conocemos precisamente por esto, por­ que es extensa; ya que todas las propiedades que percibimos en ella de manera distinta, se relacionan con aquélla: puede ser dividida y movida según sus partes, y puede recibir todas las diferentes disposiciones, que observamos que pueden llevarse a cabo mediante el movimiento de sus partes.» Este elemento posee un alcance revolucionario, que Galileo ya había puesto de manifiesto y que Descartes vuelve a plantear porque sabe que de él depende la posibilidad de dar inicio a un discurso científico riguroso y nuevo. El entretenimiento de los sentidos puede ser una fuente de estí­ mulos, pero no es el lugar de la ciencia. Ésta pertenece al mundo de las ideas, claras y distintas. En este punto, reducida la materia a extensión, Descartes se encuentra ante una realidad global, que se divide en dos vertientes muy diferentes e irreductibles entre sí: la res cogitans, en lo que concierne al mundo espiritual, y la res extensa, en lo que concierne al mundo material. No existen realidades intermedias. Este planteamiento posee una fuerza devastadora, sobre todo en relación con las concepcio­ nes renacentistas de signo animista, según las cuales todo se hallaba impregnado de espíritu y de vida, y mediante las cuales se explicaban las conexiones entre los fenómenos y su naturaleza más íntima. Entre la res cogitans y la res extensa no existen grados intermedios. Tanto el cuerpo humano como el reino animal deben encontrar -al igual que el mundo físico- una explicación suficiente por medio de los principios de la mecáni­ ca, sin apelar a ninguna doctrina mágico-ocultista y en oposición a éstas. «La naturaleza de la materia -sostiene Descartes- o del cuerpo tomado en general, no consiste en ser una cosa dura, pesada, coloreada o que incide en nuestros sentidos de alguna otra forma, sino sólo en que es una subs­ tancia extensa en longitud, anchura y profundidad [...]. Su naturaleza consiste sólo en esto: es una substancia que posee extensión.» La doctrina del carácter puramente subjetivo del reino de la cualidad es la primera resultante de esta nueva filosofía. Su importancia reside en la capacidad de eliminar todos aquellos obstáculos que habían impedido la afirmación de la nueva ciencia. ¿Cuáles son, empero, los elementos esenciales que sirven para explicar el mundo físico? El universo cartesiano está constituido por unos pocos elementos y principios: «Materia y movi­ miento, o mejor dicho -porque la materia cartesiana homogénea y unifor­ me no es más que extensión- extensión y movimiento; y mejor aún -por­ que la extensión resulta estrictamente geométrica- espacio y movimiento» (A. Koyré). La materia en cuanto pura extensión, carente de toda profun­ didad, lleva a rechazar el vacío. El mundo está lleno como un huevo. El vacío de los atomistas es inconcebible y no conciliable con la continuidad de la materia misma ¿Cómo explicar entonces la multiplicidad de los fenó­ menos y su carácter dinámico? A través del movimiento, o de aquella «cantidad de movimiento» que Dios insufló en el mundo cuando lo creó y que permanece constante, porque no crece ni disminuye. En realidad el universo está «compuesto sólo de materia en movimiento, y todos sus acontecimientos están causados por el choque de partículas que se mue­ ven una sobre otra. El calor, la luz, la fuerza magnética, el crecimiento y las plantas y cualquier otra función fisiológica (salvo las controladas por la voluntad humana) se interpretan como casos particulares de esta acción dinámica. Los espacios que parecen vacíos se ven repentinamente atrave­ sados por acciones que se producen entre las partículas, puesto que se hallan llenos de éter, un éter que constituye de hecho la fuente última del movimiento y, por lo tanto, de todos los fenómenos, dado que la materia en bruto le transfiere a ella su propio movimiento, y de ella vuelve a recibirlo» (A.R. Hall M. Boas Hall). Al identificar el espacio con la extensión, Descartes elimina el espacio vacío, dando lugar a un mundo lleno de torbellinos, como materia sutil que permite que el movimiento se traslade de un sitio a otro. «El mundo es un inmenso reloj mecánico, que se compone de numerosas ruedecillas dentadas: los torbellinos hacen que éstas se engranen, de modo que se hagan avanzar recíprocamente» (K.R. Popper). ¿Cuáles son las leyes fundamentales que rigen el mundo? Ante todo, el principio de conservación, según el cual permanece constante la canti­ dad de movimiento, en contra de cualquier degradación de energía o entropía. El segundo principio es el de inercia. Al haber excluido de la materia todas sus cualidades, sólo puede darse en ella un cambio de direc­ ción a través del impulso producido por otros cuerpos. Un cuerpo no se detiene ni se vuelve más lento su propio movimiento, si no es cediéndolo a otro cuerpo. El movimiento por sí mismo tiende a proseguir en la misma dirección una vez que se ha iniciado. Por lo tanto el principio de conserva­ ción y el principio de inercia son dos principios básicos que rigen el univer­ so. A ellos se agrega otro principio, según el cual cada cosa tiende a moverse en línea recta. El movimiento rectilíneo es el movimiento origi­ nario, del cual se derivan los demás. Esta extremada simplificación de la naturaleza se halla en función de una razón que quiere mediante modelos teóricos conocer y dominar el mundo. Se trata de un relevante intento de unificar la realidad, a primera vista múltiple y variable, mediante una especie de modelo mecánico que resulte fácilmente dominable por el hombre. Más que en la variabilidad de los fenómenos, Descartes se halla interesado en su unificación por medio de modelos mecánicos de inspira­ ción geométrica. El mecanicismo de Descartes «representa el triunfo de la imaginación sobre la razón abstracta de la que se servía la investigación tradicional: en lugar de puras suposiciones racionales abstractas, como las formas substanciales o las facultades naturales, el científico mecanicista apela a modelos mecánicos comprensibles y evidentes, porque se hallan dotados de un contenido imaginativo concreto. La concreción efectiva, de la que está dotado el modelo mecánico de una forma intrínseca, no es EJ mecanicismo inmediata, sin embargo: constituye el resultado de prolongadas y laborio­ sas operaciones de la razón, por las que se llega a ofrecer a la imaginación aquella evidencia figurativa -y por tanto aquella concreción- que es índice de una comprensión efectiva. Como es obvio, la imaginación no actúa arbitrariamente, porque los modelos se hallan construidos de un modo exclusivo en base a postulados precisos establecidos por la razón. Gracias al mecanicismo se conquista una nueva dimensión de la concreción empí­ rica y de la evidencia racional, que contrasta de una forma radical con las nociones tradicionales y con las nuevas formulaciones renacentistas. Por lo tanto se llega a una nueva unidad de experiencia y razón, íntimamente compenetradas en la investigación efectiva, y a una también provechosa conjunción entre investigación teórica y técnica, fundamentadas ambas sobre las mismas bases y tendiendo las dos hacia las aplicaciones prácti­ cas» (G. Micheli). Se trata de un proceso de unificación al que no se substraen aquellas realidades tradicionalmente reservadas a las demás ciencias, como por ejemplo la vida y los organismos animales. Tanto el cuerpo humano como los organismos animales son máquinas y funcionan de acuerdo con princi­ pios mecánicos que rigen sus movimientos y sus relaciones. En contraste con la teoría aristotélica de las almas, del mundo vegetal y animal queda excluido todo principio vital (vegetativo y sensitivo). También en este caso, lo que cuenta es la modificación del marco sistemático, porque a partir de ahora el cuerpo y los demás organismos serán objetos de análisis científico en el marco de los principios mecanicistas. Los animales y el cuerpo humano no son sino máquinas, «autómatas», como los define Descartes, o «máquinas semovientes» más o menos com­ plicadas, semejantes a «relojes, compuestas simplemente de ruedecillas y muelles, que pueden contar las horas y medir el tiempo». ¿Qué decir de las numerosísimas operaciones realizadas por los animales? Lo que llama­ mos «vida» se reduce a una especie de entidad material, a elementos muy sutiles y muy puros, que llevados desde el corazón hasta el cerebro por medio de la sangre se difunden por todo el cuerpo y presiden las funciones principales del organismo. Esto explica el énfasis concedido a la teoría de la circulación de la sangre propuesta por Harvey, contemporáneo suyo, que publicó en 1627 su famoso ensayo sobre el Movimiento del corazón. Descartes niega a los organismos todo principio vital autónomo, tanto vegetativo como sensitivo, convencido de que si tuviesen alma la habrían revelado a través de la palabra, que «es el único signo y la única prueba segura del pensamiento que se halla oculto y encerrado en el cuerpo». En el Tratado del hombre Descartes escribe: Supongo que el cuerpo no es más que una estatua o una máquina de tierra, formada expresamente por Dios para asemejarla lo más posible a nosotros: y por lo tanto [...] imita todas aquellas funciones que cabe imaginar que proceden de la materia y dependen exclusi­ vamente de la disposición de los órganos [...]. Os ruego que consideréis que estas funciones son una consecuencia del todo natural en dicha máquina de la simple disposición de sus órganos, ni más ni menos que los movimientos de un reloj o de cualquier otro autómata provienen de sus contrapesos y de sus ruedas; por eso en esta máquina no hay que concebir un alma vegetativa ni sensitiva, ni ningún otro principio de movimiento y de vida, además de su sangre y de sus espíritus. 9. L as r e v o l u c io n a r ia s c o n s e c u e n c ia s d e l m e c a n ic is m o El universo es simple, lógico y coherente, como los teoremas de Euclides. No hay que descubrir ninguna profundidad. Desaparece definitiva­ mente el modo de pensar substancialista. La matemática no es sólo la ciencia de las relaciones entre los números, sino el modelo mismo de la realidad física. La matemática, a la que los escolásticos atribuían una importancia muy escasa para la descripción del universo, se convierte en algo central. Aquel mundo compuesto de cualidades, significados, fines, que la matemática no podía interpretar, se ve substituido por un mundo cuantificado y matematizable, en el que ya no hay vestigios de cualidades, valores, fines o profundidad. Aquel mundo cualitativo de origen aristoté­ lico va cediendo y desaparecen gradualmente. El mundo de las cualidades queda reducido a meras respuestas dei sistema nervioso ante los estímulos del mundo exterior. «La naturaleza es opaca, silenciosa, sin aroma, sin color: sólo es un impetuoso entrechocar de materia, sin finalidad, sin moti­ vo» (A.N. Whitehead). Se ha invertido la concepción tradicional. Se está ante un mundo cuan­ titativo y dinámico. El movimiento y la cantidad substituyen los genera y las species de la cosmología tradicional. Si en el mundo grecomedieval el reposo es la condición natural de los cuerpos y el movimiento constituye una anomalía, ahora tanto movimiento como reposo son estados diferen­ tes. Si en la concepción precedente cada cosa tiende a su lugar natural, donde está ordenada en el marco de una visión jerárquica, ahora las cosas ya no tienen una dirección hacia la que se encaminen de un modo apreciable. Se asiste a una radical transformación de la concepción de naturaleza, porque ya no se cae en la primitiva ilusión de considerarla como mater o refugio. Ya no es posible moverse en un mundo con rasgos humanos y con consuelos religiosos. La res cogitans se distingue nítidamente del mundo corpóreo. El mismo Dios le es ajeno. El Dios cartesiano es creador y conservador del mundo, pero no tiene nada más que compartir con éste. Dios no es el alma que penetra, vivifica y mueve el mundo. Puesto que es infinito y espiritual, Dios está fuera del mundo. Urgido por el teólogo Henry More a decir dónde estaba Dios, Descartes se vio obligado a con­ testar nullibi, en ninguna parte. A causa de dicha respuesta Descartes y los cartesianos fueron llamados «nullibistas» y ateos. Cuando el mecanicismo abarca todo el mundo no espiritual se derrum­ ba una concepción de la naturaleza y ocupa su lugar otra cualitativamente distinta, como nuevo programa de investigación. Nacen nuevas estructu­ ras mentales y lingüísticas, que dan lugar a audaces modelos interpretati­ vos de la realidad, que desde una perspectiva crítica se caracterizan por el rechazo de toda implicación axiológica, ya que el mundo ha dejado de ser la sede de los valores; desde un punto de vista constructivo se caracterizan por la utilización exclusiva de elementos geométricos y mecánicos. Como señala R. Lenoble, «puede pensarse en una crisis de extraversión de la conciencia colectiva, que se vuelve capaz de abandonar la naturaleza ma­ ter para concebir una naturaleza mecanicista. Las polémicas entre eruditos no harán más que disfrazar su simplicidad y su grandeza». Finalmente la construcción de un modelo interpretativo mecánico con elementos teóri­ cos simples facilita la elaboración de instrumentos técnicos con los que se realizará el paso desde el conocimiento teórico hasta la transformación práctica del mundo. De aquí procede la conversión efectiva del espíritu humano desde la theoria a la praxis, desde la scientia contemplativa hasta la scientia activa. El proyecto programático de Bacon, enunciado pero no llevado a la práctica, que se proponía conocer el mundo para dominarlo, empieza a caminar hacia su realización efectiva, primero con Galileo y luego con Descartes. 10. La «Podemos comparar la geometría griega con una elegante elaboración manual, y el álgebra árabe, con una producción automática, a máquina. Pues bien, cabe decir que la matemática moderna se inicia tres siglos antes, cuando la máquina algebraica comienza a aplicarse también a la geometría, y el estudio de curvas, superficies y figuras geométricas se traduce en el estudio de determinadas ecuaciones» (L. Lombardo-Radice). Esta idea revolucionaria se debe a Descartes; y «como todas las cosas verdaderamente grandes en matemáticas, es de una simplicidad fronteriza con la evidencia» (E.T. Bell). El núcleo central de la geometría analítica, que Descartes expone en el breve tratado Géométrie (1638), estaba sin duda en el ambiente. En la época de Descartes «lo tenía in mente y lo aplicaba en esos mismos años, o quizás antes, otro francés genial, un hombre de leyes, Pierre Fermat, que se dedicaba a la matemática en las horas que le dejaban libre los procesos judiciales» (L. Lombardo-Radice). Podemos explicar en los siguientes términos la idea de fondo de la geome­ tría analítica. Tracemos (como se ve en la figura 8) dos semirrectas (ejes) perpendiculares entre sí (ejes horizontal y vertical), que salen del mismo punto de origen 0; establézcase, además, una unidad de medida para las distancias. Consideremos el plano (el cuadrante) comprendido entre ambas semirrectas. Entonces: 1) a un punto del cuadrante se pueden c r e a c ió n d e l a g e o m e t r ía a n a l í t i c a asociar dos números perfectamente determinados (coordenadas): la absci­ sa y la ordenada, que miden respectivamente la distancia entre P y el eje vertical y el horizontal, es decir, la longitud de los segmentos OP, y OP2; 2) (véase la figura 8): a un par de números (1,2) les corresponde un punto P -y sólo uno- del cuadrante, aquel que tiene como abscisa a 1, y como ordenada a 2, esto es, el único punto separado por la distancia 1 del eje vertical, y por la distancia 2 del eje horizontal (L. Lombardo-Radice). Supongamos ahora que el punto en cuestión se desplace sobre el pla­ no. Es evidente que las coordenadas (x, y) de todos los puntos de la curva generada por el punto que se desplaza están determinadas por una ecua­ ción llamada «ecuación de la curva». A continuación hay que tratar alge­ braicamente dicha ecuación, y luego, traducir los resultados de todos nuestros cálculos algebraicos a sus equivalentes -en forma de coordena­ das de puntos- sobre el diagrama que a lo largo de estos cálculos hemos dejado expresamente a un lado. Como es obvio, uno puede orientarse mejor y de manera más expedita en álgebra que a través de las complica­ das telarañas de la geometría elemental al modo de los griegos. Por eso el procedimiento ideado por Descartes nos permite partir de ecuaciones con el grado de complejidad que se quiera o se suponga, e interpretar geomé­ tricamente sus propiedades algebraicas y analíticas. En suma, nos servi­ mos del álgebra para descubrir y estudiar los teoremas geométricos (E.T. Bell). Así, sigue diciendo Bell, «no sólo dejamos de utilizar como timonel a la geometría, sino que le colocamos una piedra atada al cuello antes de arrojarla por la borda. A partir de este momento, el álgebra y la mate­ mática serán nuestros timoneles a través de los mares sin brújula del espacio y su geometría. Todo lo que hemos hecho puede ser aplicado de una sola vez a un espacio que posea una cantidad indeterminada de di­ mensiones; en el plano se necesitan dos coordenadas; en el espacio ordi­ nario de los cuerpos, se requieren tres; para la geometría de la mecánica y la relatividad hay que utilizar cuatro coordenadas [...], Descartes no efec­ tuó una revisión de la geometría, la creó». Descartes quedó sorprendido por la potencia que mostraba su método y comprendió a la perfección su novedad y su importancia; «se vanagloriaba con razón de haber creado una geometría superior a la que existía antes que él, en una medida mucho mayor que la diferencia que separa la retórica de Cicerón del abecedario» (J. Hadamard). En definitiva Descartes se había encontrado con una geometría dema­ siado dependiente de figuras que, entre otras cosas, fatigaban inútilmente la imaginación; y tenía ante sí un álgebra que se presentaba como técnica confusa y obscura. En consecuencia, a través de su Géométrie se propuso lograr un doble objetivo: «1) liberar a la geometría del recurso a figuras, por medio de los procedimientos algebraicos; 2) dar un significado a las operaciones de álgebra a través de una interpretación geométrica [...]. El procedimiento que siguió en la Géométrie fue entonces el de partir desde un problema geométrico, traducirlo al lenguaje de una ecuación algebrai­ ca y, luego, después de haber simplificado lo más posible esta ecuación, solucionarla de un modo geométrico» (C.B. Boyer). El método de las coordenadas cartesianas ya no nos impresiona dema­ siado, puesto que en la actualidad es parte integrante de nuestro patrimo­ nio. Sin embargo, en aquella época constituyó un acontecimiento de importancia decisiva. Los griegos, afirma Descartes, no habían llegado a poseer el «método correcto»; no habían captado la identidad que existe entre el álgebra y la geometría: «Los antiguos no parecen haberlo adverti­ do o no se habrían tomado el trabajo de escribir tantos libros en los que la mera disposición de sus teoremas nos permite ver que no poseían el méto­ do verdadero con el que se obtienen todos los teoremas, sino que se limitan a recoger aquellos con los que han tropezado.» El hecho revolu­ cionario consiste en que la concepción cartesiana representa el golpe de gracia a la concepción y la valoración propias de la geometría griega: ésta «se ve definitivamente desposeída de su trono de reina de la matemática, y el lugar de la matemática geometrizada es ocupado por la matemática algebraica» (E. Colerus). El cartesiano Erasmo Bartholin expresa con claridad una convicción de este tipo en el prólogo a la edición de 1659 de la Geometría: «Al principio fue útil y necesario conceder una ayuda a nuestra capacidad de pensar abstractamente; por eso los geómetras apela­ ron a las figuras, los aritméticos a las cifras, y otros, a diversos medios. Pero estos métodos no parecen dignos de grandes hombres, que aspiren al título de sabios. Una gran mente, precisamente, fue la de Descartes.» Cuando durante el frío invierno de 1619 Descartes formaba parte del ejército bávaro, se quedaba en el lecho hasta las diez de la mañana, y en esas horas elaboraba soluciones a problemas matemáticos. Fue entonces cuando descubrió aquella fórmula para los poliedros (que hoy lleva el nombre de Euler) según la cual: v + c = a + 2, donde v, c y a substituyen respectivamente el número de vértices, de caras y de aristas de un polie­ dro convexo. Prescindiendo de la formalización algebraica que en subs­ tancia es la misma que hoy se utiliza, Descartes efectuó otros descubri­ mientos técnicos en el terreno de la matemática. En el fondo, sin embar­ go, lo que de veras interesaba a Descartes no eran los descubrimientos aislados o los resultados técnicos. Inmediatamente después de la publica­ ción de la Geometría escribió al padre Mersenne: «Por lo que respecta a la geometría, no esperéis más de mí. Sabed, en efecto, que desde hace mu­ cho tiempo me resisto a ocuparme de ella.» La Geometría, en realidad, no es más que un apéndice a un proyecto de alcance mucho más vasto, el Discurso del método. La matemática es el instrumento apto para tal obje­ tivo. «Algoritmo y notación, búsqueda de la forma más general, hermana­ miento entre aritmética y geometría: éstas son las premisas que Descartes necesita para seguir avanzando. No obstante, las coor