La Gran Guerra

La Primera Guerra Mundial al completo

A principios del siglo XX se libró la guerra más cruenta de la historia hasta ese momento, la conocida como la Gran Guerra. Repasamos cómo empezó el conflicto, qué bandos se enfrentaron, qué papel jugaron Alemania e Inglaterra en el desarrollo de la guerra, qué batallas fueron decisivas para decantar la balanza del lado de la Entente...

 

Conocida también como la Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial fue uno de los conflictos más letales de la historia, un enfrentamiento que se extendió por tierra, mar y aire y que abarcó prácticamente la totalidad del Viejo Continente. De hecho, sus efectos fueron devastadores. En tan solo cuatro años, desde el 28 de julio de 1914 al 11 de noviembre de 1918, la guerra dejó tras de sí más de 10 millones de militares muertos y más de 6 millones de víctimas civiles. En aquella contienda perdería la vida el 60% de los combatientes, pero a esta tremenda cifra hay que añadir también un gran número de desaparecidos y aquellos que resultaron heridos o mutilados.

 

En aquel devastador conflicto se vieron involucradas un gran número de potencias militares e industriales, que se dividieron en dos grandes alianzas. Por un lado estaba la llamada Triple Alianza, formada por el Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro y el reino de Italia, que no obstante se acabaría uniendo al bando contrario tras el inicio de las hostilidades. Por otro lado se encontraba la conocida como Triple Entente, que estaba compuesta por el Reino Unido, Francia y el Imperio ruso. Ambas alianzas sufrirían cambios sustanciales, y no fueron pocas las naciones que se acabarían uniendo a las filas de uno u otro bando según avanzaba la guerra: por ejemplo, Japón y Estados Unidos se unieron a la Triple Entente, mientras que Imperio Otomano y Bulgaria lo hicieron a la Triple Alianza. España, por su parte, mantuvo su posición de neutralidad durante toda la Primera Guerra Mundial.

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Orígenes y causas de la Primera Guerra Mundial

Pero ¿qué desencadenó la Gran Guerra? La principal razón hay que buscarla en la rivalidad económico-colonial que en aquella época existía entre las grandes potencias, así como en las reivindicaciones nacionalistas por parte de Alemania, la cual consideraba que debía ejercer un papel aún más hegemónico a nivel mundial debido a su elevado desarrollo industrial. En aquellos momentos, Europa era el centro económico, político y cultural del mundo. Sin embargo, el Viejo Continente parecía no compartir los mismos objetivos. Francia, Gran Bretaña y Alemania competían entre ellas por ser líderes industriales en Europa a pesar de la incuestionable ventaja alemana. Por su parte, Rusia, los imperios austrohúngaro y otomano y las pequeñas naciones balcánicas habían empezado a modernizarse a pesar de que la mayoría de su población aún vivía de la agricultura.

La rivalidad económico-colonial que en aquella época existía entre las grandes potencias, así como las reivindicaciones nacionalistas por parte de Alemania fueron los detonantes de la contienda.

Así, la principal causa del estallido de la Primera Guerra Mundial debería buscarse tanto en la necesidad de hegemonía política y económica de las principales potencias industriales, Francia e Inglaterra por un lado y Alemania por otro, como en la exaltación nacionalista en los diferentes conflictos territoriales. La unificación de Alemania en el año 1871 la había convertido en una gran potencia que amenazaba de manera directa los intereses económicos tanto de Francia como del Reino Unido. Alemania se hallaba en plena búsqueda de nuevos mercados y pretendía ampliar su imperio colonial, todo lo cual ya había provocado tensiones, puesto que el reparto que habían diseñado Francia y Gran Bretaña distaba mucho de las pretensiones que tenía Alemania en aquellos momentos.

Tanto Francia como el Reino Unido eran dueños de amplias posesiones por todo el mundo, e incluso algunas naciones más pequeñas y no tan ricas como Bélgica y Portugal dominaban zonas mucho más extensas que sus propios estados nacionales. Por su parte, el Imperio austrohúngaro carecía de colonias mientras que Alemania únicamente pudo conseguir, tras muchas presiones, Togo, Camerún, el desierto de Namibia y la actual Tanzania, cuatro territorios africanos sin apenas riquezas y con escasas oportunidades económicas.

Tanto Francia como el Reino Unido eran dueños de amplias posesiones por todo el mundo.

Asimismo, en el ámbito político, la paulatina penetración de idearios nacionalistas en buena parte de Europa contribuyó a la creación de un clima prebélico. Las proclamas nacionalistas incidían en la unión sin reservas de toda la ciudadania contra la amenaza de un supuesto enemigo exterior, lo que provocó un incremento de las desigualdades sociales, un aumento en las discrepancias políticas y, lo que era inevitable, culpabilizar a los países vecinos de los propios problemas económicos. Todo aquel caldo de cultivo tuvo su cúlmen en las escuelas y en el ejército: Los actos patrióticos se multiplicaron, e incluso la prensa puso su grano de arena para descalificar a los supuestos enemigos de la nación.

Un soldado búlgaro junto a su compañero caído durante la primera guerra balcánica, en 1912.

Foto: CC

El fuerte espíritu nacionalista presente en la mayoría de discursos políticos acabó eclipsando los planteamientos de los líderes socialistas y los sindicatos obreros. Por ejemplo, las reivindicaciones territoriales que proponía el nacionalismo francés (devolución de Alsacia y Lorena, en poder de Alemania) o el nacionalismo italiano (la devolución de las regiones del norte de Italia, en poder del Imperio austrohúngaro) calaron de tal manera, que la ciudadanía creyó en la necesidad imperiosa de hacer lo imposible por liberar e incorporar de nuevo esas regiones a sus respectivos países. Europa central y oriental no fueron una excepción. Las minorías que vivían en los Balcanes empezaron a reclamar la creación de un Estado propio, mientras que Serbia y Bulgaria pretendían ampliar sus fronteras para acoger a todas aquellas personas que habían emigrado en el pasado, algo que, por otra parte, chocaba frontalmente con las pretensiones de los Imperios austro-hungaro y otomano.

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Llegados a este punto, las reivindicaciones de los pueblos eslavos fueron apoyadas por Rusia, que a su vez buscaba una salida geoestratégica al Mediterráneo. En medio de todo este complicado panorama, diversas corrientes de pensamiento alimentaban el afán de los distintos países por conseguir, más allá de sus propias fronteras, la unión de toda aquella población que tenía un origen común. Entre todas estas ideologías, una de las más destacadas fue el pangermanismo alemán, cuyo fin era volver a reunir en un gran imperio a todos los pueblos de origen germánico, y el paneslavismo serbio (apoyado por sus "hermanos" eslavos rusos), que proponía la unión bajo un mismo Estado de todos los pueblos eslavos.

De este modo, y precedida por diversos conflictos armados, la Primera Guerra Mundial puede considerarse la culminación de las desavenencias que venían desarrollándose entre las potencias europeas desde hacía tiempo. Durante las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del siglo XX, las potencias europeas habían configurado una política de alianzas que dio lugar a la aparición de dos bloques antagónicos. En 1882, la recién unificada Alemania firmó un tratado de colaboración militar con su aliado tradicional, el Imperio Austro-Húngaro, para aislar a su gran enemiga: Francia. A este acuerdo se uniría más adelante Italia, por lo que el pacto pasó a conocerse como Triple Alianza.

Ante la perspectiva de quedar aislada diplomáticamente, Francia buscó la amistad del imperio Ruso, que rivalizaba con Alemania y Austria por el control del este de Europa. Así, en 1894, firmaron un pacto secreto conocido como Alianza Franco-Rusa, en la que ambos países se aseguraban el apoyo del otro ante un ataque de sus enemigos. El miedo al poderío militar de los imperios centrales también era compartido por el Reino Unido, partidario históricamente de un equilibrio de poder continental que favorecía sus intereses. Así Francia y Gran Bretaña firmaron en 1907 la Entente Cordiale, un tratado de no agresión que ponía fin a las disputas coloniales de estos dos enemigos tradicionales. Estos pactos cristalizaron en 1907 en la Triple Alianza, por la que Francia mantenía sus responsabilidades con Rusia y Gran Bretaña se comprometía a mantenerse neutral en caso de conflicto ruso-alemán.

"La paz armada", en realidad una escalada armamentista que duró entre 1871 y 1914.

Así, antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, la mayoría de gobiernos hizo grandes inversiones para fortalecer y modernizar sus ejércitos, a los que se dotó de los últimos avances armamentísticos con la excusa de la defensa. Este período fue conocido como "La paz armada", en realidad una escalada armamentista que duró entre 1871 y 1914, y que no estuvo exenta de algunas graves crisis como la que provocó el dominio de Marruecos (1905-1911) y que se resolvió en contra de Alemania y a favor de Francia, que contaba con el apoyo del Reino Unido.

Caricatura satírica de la revista Punch que muestra a un alemán y a un francés durante "la paz armada".

Foto: Cordon Press

Así, la política de bloques y la carrera armamentística mantenían el continente en un equilibrio precario en el que la mutua desconfianza solo necesitaba la chispa de un conflicto local para convertirlo una guerra total. Finalmente, la mecha prendió en los Balcanes, convertidos en un polvorín y en el principal objeto del deseo del Imperio austrohúngaro, que al carecer de colonias y de una salida al mar vio en este territorio un gran mercado por conquistar. Por ese motivo, los austríacos no veían con buenos ojos las aspiraciones serbias de reunificar a todos los pueblos eslavos. Aunque no solo ellos, el Imperio otomano, que durante siglos había controlado la zona, quería seguir conservando su prestigio e influencia en la región. Por su parte, Rusia, que anhelaba una salida al mar Mediterráneo, se erigió en la gran defensora de los eslavos. Todo ello llevaría a que entre 1912 y 1913 se desatase la guerra de los Balcanes, un conflicto que incluso tras el estallido de la Primera Guerra Mundial seguiría abierto.

Ilustración que muestra el momento del atentado del archiduque Francisco Fernando de Austria.

Foto: PD

La detonación del polvorín europeo tendría lugar el 28 de junio de 1914, cuando el archiduque Francisco Fernando de Austria, acompañado de su esposa Sofía, visitó Sarajevo, la capital de Bosnia. A su llegada, un grupo de seis militantes de la organización revolucionaria Joven Bosnia, un grupo juvenil de la organización secreta Mano Negra, llamados Cvjetko Popović, Muhamed Mehmedbašić, Nedeljko Čabrinović, Trifko Grabež, Vaso Čubrilović y Gavrilo Princip, se habían reunido en la calle por donde estaba previsto que pasara la comitiva del archiduque con la intención de asesinarlo. En el preciso momento en que la comitiva se cruzo con Čabrinović, este lanzó una granada contra el coche en el que viajaban el archiduque y su esposa, pero incomprensiblemente falló. Algunos de los espectadores resultaron heridos, pero la comitiva continuó su marcha y una hora más tarde, cuando la pareja real se dirigía a un hospital para visitar a los heridos por el atentado, la comitiva se equivocó de ruta y giró por una calle donde, casualmente, se hallaba apostado otro de los conjurados, Gavrilo Princip. Al ver el coche del archiduque, Princip disparó sin pensarlo contra Francisco Fernando y Sofía, causándoles la muerte. Tras el asesinato, Princip intentó suicidarse, pero la muchedumbre que había presenciado el magnicidio se lo impidió facilitando de esta manera su detención.

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A pesar de la gravedad de los acontecimientos, y al contrario de lo que cabría esperar, la reacción de la población austríaca fue más bien tibia, rozando la indiferencia. El historiador Zbyněk Zeman escribió los siguiente: "El evento no provocó ninguna impresión en absoluto. El domingo y el lunes (días 28 y 29 de junio) las multitudes en Viena escucharon música y bebieron vino, como si nada hubiera sucedido". Pero las autoridades austro-húngaras alentaron a la población a llevar a cabo una serie manifestaciones antiserbias en Sarajevo, en las que algunos croatas y bosnios asesinaron a dos personas de origen serbio. También se organizaron acciones violentas en contra de los serbios fuera de Sarajevo, y en la capital se produjeron más de un centenar de detenciones de presuntos colaboracionistas en el asesinato del archiduque. Los ataques contra los serbios fueron en aumento y se extendieron a otras ciudades de la actual Bosnia, Croacia y Eslovenia. Tras todos estos altercados, las autoridades encarcelaron o extraditaron a unos 5.500 serbios, de los cuales entre 700 y 2.200 murieron en prisión. Más de 460 serbios fueron condenados a muerte y se creó una milicia especial de mayoría bosnia, llamada Schutzkorps, que comenzó a perseguir de forma sistemática a personas de origen serbio.

El asesinato del archiduque Francisco Fernando

Tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, entre el 28 de junio y el 6 de agosto de 1914 tuvo lugar lo que ha dado en conocerse como Crisis de Julio, un período en el que las principales potencias europeas (el Imperio austrohúngaro, Alemania, Rusia, Francia y el Reino Unido) llevaron a cabo diversas iniciativas diplomáticas para evitar males mayores, pero que terminó con el estallido de la Gran Guerra. Finalmente, y con el convencimiento de que funcionarios del Gobierno serbio estaban implicados en el complot para asesinar al archiduque, el 23 de julio de 1914 el Gobierno austrohúngaro dio un ultimátum a Serbia en el que, a sabiendas, le exigía diez demandas imposibles de aceptar y que justificarían una declaración de guerra.

El 23 de julio de 1914 el Gobierno austrohúngaro dio un ultimátum a Serbia en el que exigía diez demandas imposibles de aceptar y que justificarían una declaración de guerra.

Al día siguiente, después de celebrarse un consejo de ministros presidido por el mismísimo zar Nicolás II, Rusia ordenó la movilización de sus tropas y de las flotas fondeadas en el mar Báltico, en el mar Negro, Odesa, Kiev, Kazán y Moscú. El 25 de julio, Serbia ordenó asimismo la movilización general, y esa misma noche informó de que aceptaba todos los términos del ultimátum a excepción del artículo sexto, en el que se exigía al Gobierno serbio que aceptase el envió de una delegación austríaca a Sarajevo para participar en las investigaciones del asesinato del archiduque.

Como era de esperar, Austria rompió relaciones diplomáticas con Serbia y el día 28 de julio de 1914 el Imperio austrohúngaro declaraba la guerra a Serbia. La decisión de Austria-Hungría de utilizar el crimen como coartada para atacar a Serbia y eliminarla como foco de agitación entre los eslavos del sur activó todos los mecanismos de alianzas fraguados en décadas anteriores que terminaron con las grandes potencias europeas cruzándose declaraciones de guerra mutuas en los días siguientes.

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El 29 de julio de 1914, Rusia acudió en ayuda de Serbia y declaró, de forma unilateral y haciendo caso omiso de los acuerdos militares franco-rusos, la movilización parcial de su ejército contra el Imperio austrohúngaro. El entonces canciller alemán, Theobald von Bethmann-Hollweg, decidió retrasar su respuesta hasta el día 31 de julio, aunque sin tiempo para meditarla, el día anterior Rusia ordenó una movilización general contra Alemania y, en respuesta, los germanos declararon el “estado de peligro de guerra”. El káiser alemán Guillermo II pidió a su primo, el zar Nicolás II de Rusia, que detuviera la movilización general de su país, y ante la negativa de este, Alemania respondió con un ultimátum a Rusia en el que exigía la desmovilización de su ejército y el compromiso de no apoyar a Serbia. Asimismo se envió otro ultimátum a Francia en el que se pedía al país galo que no apoyase a Rusia si esta salía en defensa de Serbia. Tanto Rusia como Francia ignoraron estas demandas.

El 1 de agosto, tras la negativa de Rusia, Alemania se movilizó y le declaró la guerra.

El 1 de agosto Alemania ordenó la movilización general de sus tropas y declaró la guerra a Rusia. El 3 de agosto declaró la guerra a Francia y penetraba en territorio belga, que era neutral, para cruzar el país en dirección a Francia. El 4 de agosto, Gran Bretaña, que no tenía ningún interés en Serbia ni obligación de luchar ni por Rusia ni por Francia, pero sí estaba expresamente comprometida a defender la neutralidad belga, declaró la guerra a Alemania. Ese mismo día, el Imperio Austro-Húngaro ordenaba la movilización general de su ejército y al día siguiente declaraba formalmente la guerra a Rusia. Finalmente, Francia y Gran Bretaña declararían la guerra a Austria-Hungría el 10 y el 12 de agosto, respectivamente.

Durante los primeros compases de la guerra, el avance alemán parecía imparable. Alemania cruzó fácilmente el territorio belga en dirección a Francia. Bajo el mando del general Helmuth von Moltke, el ejército alemán acabó con la resistencia belga y en pocos días se adentró en suelo francés. A finales de agosto, las Fuerzas Expedicionarias Británicas se encontraban ya en retirada y durante el primer mes de guerra las bajas francesas superaban las 260.000. La estrategia alemana permitía libertad de acción a los oficiales ante los posibles imprevistos que pudieran presentarse en primera línea del frente, pero aquella libertad acabaría llevándolos al fracaso: el general Alexander von Kluck desobedeció las órdenes y abrió una brecha en el ejército alemán en pleno avance hacia París. Fue entonces cuando los franceses, comandados por por el general Ferdinand Foch, aprovecharon la circunstancia para detener el avance alemán al este de París en la primera batalla del Marne, que tuvo lugar entre el 5 y el 12 de septiembre de 1914, obligando a los germanos a retroceder más de 50 kilómetros. Aquella decisiva victoria, en la que las tropas de refuerzo francesas llegaron al frente gracias a los taxis parisinos, acabó por completo con la idea de los alemanes de llevar a cabo una guerra rápida que los acercara hasta la capital de Francia.

Soldados alemanes esperando la orden para cargar durante la batalla del Marne en el año 1914.

Foto: PD

Tras el fracaso del plan alemán dio comienzo la llamada “carrera hacia el mar”, una toma de posiciones entre Alsacia y la costa belga en el mar del Norte. Los alemanes llevaban la iniciativa y escogían mejores posiciones donde detener su avance: normalmente se asentaban en lugares elevados y las trincheras que ya empezaban a cavarse estaban mejor construidas que las de sus contrincantes, ya que, inicialmente, la Entente pensó que serían temporales y un paso previo para poder atacar las defensas alemanas. Con el paso del tiempo, y con los nuevos combates que se estaban librando desde el río Marne hasta el Atlántico, el frente occidental se estabilizó encontrándose ambos bandos en una linde de tierra de unos ochocientos kilómetros que se extendía desde Suiza hasta la ciudad belga de Ostende, en la costa del mar del Norte.

Mientras tanto, en el frente oriental, Alemania tenía que hacer frente a la ofensiva lanzada por el ejército ruso, cuyas tropas, mal entrenadas y peor pertrechadas, fueron derrotadas por los generales Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff en la batalla de Tannenberg (26-30 de agosto de 1914). Pero las numerosísimas bajas sufridas por los rusos finalmente no fueron en vano ya que esa derrota posibilitó el éxito del ejército francés en el frente occidental: los galos obligaron al general alemán Helmuth von Moltke a trasladar diversas divisiones desde el frente occidental para frenar la ofensiva rusa. Así, sería la ausencia de aquellas divisiones lo que permitió a los hombres del general Foch inclinar a favor de Francia la balanza de la victoria en la batalla del Marne.

Fotografía coloreada de soldados franceses descansando durante la batalla del Marne.

Foto: PD

A tenor del desarrollo de los acontecimientos, a finales de 1914, y ante los insignificantes avances de tropas en la llamada “guerra de movimientos” (que consistía en rápidas movilizaciones de grandes contingentes para aplastar al enemigo), todos los bandos daban por hecho que la guerra sería larga. Alemania había fracasado en su objetivo de evitar una guerra indefinida y en dos frentes, lo que equivalía a una derrota táctica. En ese sentido, el príncipe Guillermo de Prusia declaró a un periodista estadounidense: “Hemos perdido la guerra, continuará por mucho tiempo, pero ya la hemos perdido”. Fue entonces cuando los estados mayores de ambos bandos empezaron a prepararse para una “guerra de posiciones”, que no era otra cosa que una guerra de desgaste que se prolongaría prácticamente hasta el final de la contienda.

La tregua de Navidad (24/12/1914)

Así, en diciembre de 1914, tras casi medio año de guerra, los contendientes seguían peleando con dureza en los campos de batalla de Bélgica y de Francia. Ocultos en sus trincheras anegadas por la lluvia e infestadas de ratas, prácticamente sin provisiones y muchos de ellos enfermos, los alemanes y los británicos luchaban por una franja de tierra en la que día a día se iban acumulando los cuerpos de los camaradas abatidos a tiros. Sin prácticamente saber ni en que día estaban, llegó la Nochebuena de 1914 y en varios puntos puntos del Frente Occidental los soldados alemanes instalaron árboles iluminados en el interior de sus trincheras, algo que los soldados británicos acabaron por imitar. Aquel alto el fuego espontáneo, llevado a cabo por unos jóvenes que echaban de menos su hogar y a sus familias y que solo querían volver a casa, se conoció como la Tregua Navidad de la Primera Guerra Mundial.

Llegó la Nochebuena de 1914 y en varios puntos puntos del Frente Occidental los soldados alemanes instalaron árboles iluminados en el interior de sus trincheras.

Durante la tregua de Navidad ambos bandos llegaron a jugar un partido de futbol.

EMPICS Sports Photo Agency / Cordon Press

A pesar de los edictos promulgados durante la contienda que prohibían los actos de confraternización entre soldados enemigos, aquella tregua "surgió de manera espontánea entre la tropa", según afirma el historiador estadounidense Stanley Weintraub en su libro Silent Night: The Remarkable Christmas Truce of 1914. Así, los que hasta hacía un minuto se estaban matando, empezaron a gritarse frases como: “Tú no disparar, nosotros no disparar”. Los jóvenes se deleitaron mutuamente cantando villancicos que por unas horas sustituyeron a los silbidos de las balas. Otros muchos se atrevieron incluso a salir de sus trincheras para estrecharse la mano y fumarse un pitillo juntos. Muchos también acordaron que aquella tregua seguiría en vigor durante día de Navidad para verse de nuevo y también para poder enterrar a sus muertos. Cada bando ayudó al contrario a cavar tumbas y se llevaron a cabo ceremonias en memoria de los caídos; incluso en una de ellas un capellán escocés hizo una lectura bilingüe de un salmo. Aquel día los soldados intercambiaron su comida y los regalos que les habían enviado sus familiares desde sus hogares así como los botones de sus uniformes para guardarlos como recuerdo de aquel día en el que aprovecharon para jugar a fútbol y que nunca volvería a repetirse.

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La batalla de Galípoli (1915)

El tiempo fue pasando, y a principios de 1915 ambos bandos construyeron complejas líneas de trincheras que recorrían serpenteantes los cientos de kilómetros de frente. Las defensas se mejoraron con alambre de espino, un obstáculo que frenaba los avances masivos y que ninguno de los contendientes lograría penetrar de manera decisiva. Al quedar protegidos del alcance de las ametralladores enemigas, la capacidad armamentística (morteros, lanzagranadas, lanzallamas), muy especialmente en cuanto a artillería pesada se refiere, se convirtió en la dueña incontestable del campo de batalla. Con todo, los altos mandos no lograron desarrollar una táctica que pudiese romper las posiciones enemigas sin dejar tras de sí un reguero de muertos en las propias filas. Pero con el tiempo, se lograría producir nuevas armas ofensivas como los carros de combate o el gas venenoso, elementos que darían una vuelta de tuerca al desarrollo de la Primera Guerra Mundial.

El tiempo fue pasando, y a principios de 1915 ambos bandos construyeron complejas líneas de trincheras que recorrían serpenteantes los cientos de kilómetros de frente.

Tropas de los Royal Irish Fusiliers en Gallipoli durante el otoño del año 1915.

Foto: PD

Con diversos frentes abiertos por todo el Viejo Continente, así como en Asia y África, la Entente había sufrido numerosas bajas en el Marne y en la primera batalla de Ypres, y para aliviar la presión se decidió abrir un nuevo frente. A principios de enero de 1915, Winston Churchill quiso dar un golpe de efecto atacando la península de Galípoli (Turquía) con la idea abrir un paso para suministrar armamento a los rusos e incitar a Rumania y Bulgaria a prestar ayuda a Serbia y abrir un tercer frente contra el Impero austro-húngaro.

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1914: Navidades en una Europa en guerra

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Churchill pensaba que la conquista del estrecho de los Dardanelos supondría un golpe estratégico que le permitiría tener acceso a los inmensos campos de trigo ucranianos y derrotar a una gran potencia como era el Imperio otomano. Winston Churchill, como Primer Lord del Almirantazgo del Imperio británico, propuso el 19 de febrero de 1915 una ofensiva que apenas durara "unas horas", y para ello hizo uso de las fuerzas conjuntas australianas y neozelandesas que se entrenaban en Egipto para su futuro despliegue. Así pues, el 19 de febrero de 1915, los buques de guerra de las fuerzas anglo-francesas iniciaron los bombardeos contra los fuertes otomanos (aliados de los alemanes) de la península de Galípoli. Pero mientras las defensas otomanas quedaron prácticamente intactas, gran parte de la flota anglo-franceses se fue a pique debido a las minas estratégicamente colocadas a lo largo del estrecho.

Churchill pensaba que la conquista del estrecho de los Dardanelos supondría un golpe estratégico que le permitiría tener acceso a los inmensos campos de trigo ucranianos.

Artillería alemana ubicada en algún punto de los Dardanelos.

Foto: Bundesarchiv, Bild 183-R36225 / CC-BY-SA 3.0

El 18 de marzo de 1915, el por entonces general Ian Hamilton, jefe de la Fuerza Expedicionaria del Mediterráneo, telegrafió a Londres advirtiendo la derrota: "Muy a mi pesar, me veo obligado a llegar a la conclusión de que no es probable que los estrechos sean forzados por acorazados […]. Ha de ser una operación militar pausada y metódica, llevada a cabo con nuestras fuerzas al completo, para así poder abrir un paso para la Armada".

Tras el estrepitoso fracaso, la estrategia cambió y se pasó del bombardeo naval al desembarco de tropas. El 25 de abril de 1915, británicos y franceses desembarcaron en la península de Galípoli y en Kumkale (costa asiática otomana). Doscientos buques mercantes escoltados por once navíos de guerra transportaron una fuerza de desembarco compuesta por 78.000 británicos y 17.000 franceses. Pero los esfuerzos de estas tropas en las zonas ocupadas en Galípoli resultaron inútiles a lo largo de los nueve meses que duró la campaña debido a la inesperada y contundente resistencia otomana, en especial de las fuerzas dirigidas por Mustafá Kemal (Ataturk) y del quinto Ejército Otomano bajo el mando del general alemán Otto Liman von Sanders. La operación, en la que participaron más de 500.000 soldados, acabaría el 9 de enero de 1916 con la evacuación anfibia de todas las unidades. La batalla de Galípoli supuso un enorme desastre ya que causó la muerte de casi medio millón de soldados; otra de sus consecuencias fue el cese de Winston Churchill como Primer Lord del Almirantazgo del Imperio británico.

El empleo de las armas químicas durante la Primera Guerra Mundial

Mientras tanto, en el frente, a medida que la guerra de trincheras iba avanzando, ambos bandos empezaron a evaluar sus opciones de victoria. El encargado de supervisar las operaciones alemanas era el jefe del Estado Mayor Erich von Falkenhayn, que prefería concentrarse en ganar la guerra en el frente occidental ya que consideraba que se podía conseguir la paz por separado con Rusia. Aquel enfoque contrastaba con el del general Paul von Hindenburg, que deseaba, por el contrario, dar un golpe decisivo en el este. A pesar de ello, Falkenhayn planificó una operación contra Ypres, una ciudad situada en el oeste de Bélgica, que tenia que dar comienzo en el mes de abril. Falkenhayn buscó desviar la atención del enemigo durante el movimiento de tropas hacia el este y asegurar de este modo una posición más dominante en Flandes, así como probar una nueva arma: el gas venenoso. Aunque los gases lacrimógenos ya se habían utilizado contra los rusos en enero en la batalla de Bolimov, en la segunda batalla de Ypres hizo su debut el letal gas de cloro.

En el frente, a medida que la guerra de trincheras iba avanzando, ambos bandos empezaron a evaluar sus opciones de victoria.

Soldados australianos con máscaras antigás en los alrededores de Ypres.

Foto: Frank Hurley / CC

El jueves 22 de abril de 1915, un globo de color rojo ascendió por encima de las trincheras alemanas y una bengala del mismo color fue la señal para que, a primeras horas de la tarde, Ypres, una población del Flandes occidental belga y enclave estratégico en la larga línea de trincheras que separaba los ejércitos enemigos, se convirtiera en el tristemente célebre primer testigo de la utilización de gas venenoso. En un frente de alrededor de 6,5 kilómetros, los soldados alemanes abrieron los grifos de más de 5.700 bombonas presurizadas de gas de cloro que tenían preparadas desde hacía ya varias semanas. En pocos instantes se liberaron 168 toneladas métricas de cloro que el viento del nordeste se encargó de empujar hacia las posiciones que ocupaban las tropas francesas y las argelinas. En un principio, los comandantes franceses creyeron que aquello era una cortina de humo que usaban los alemanes para avanzar y ordenaron a sus tropas que se preparasen para repeler el ataque.

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La guerra química durante la Primera Guerra Mundial

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Pero aquel no era el mismo tipo de humo al que los soldados estaban acostumbrados; era una nube tóxica de color gris verdoso que rápidamente fue envolviéndolo todo provocando ceguera, tos, náuseas violentas y fuertes dolores de cabeza y pulmonares a todos aquellos que tenían la desgracia de respirarlo. En poco más de una hora, unos 10.000 hombres presas del pánico huyeron en desbandada, dejando abierta una brecha de más de dos kilómetros que los alemanes aprovecharon para dividir a las tropas enemigas y poner en peligro a más de 50.000 soldados que estaban atrincherados en otras posiciones. Pero los alemanes, sorprendidos por el éxito del ataque, reaccionaron con lentitud, y la primera división canadiense tuvo el tiempo justo de taponar de manera heroica la brecha dejada por sus compañeros en retirada. Dos días más tarde, fueron los propios canadienses los que sufrieron un nuevo ataque con gas, pero los oficiales lograron descubrir a tiempo que se trataba de gas de cloro y ordenaron a sus hombres que mojasen trapos con agua o con su propia orina y los mantuvieran en sus bocas para intentar neutralizar sus terribles efectos. A pesar de que murieron 1.500 canadienses, estos lograron mantener las posiciones.

Una nube tóxica de color gris verdoso rápidamente fue envolviéndolo todo provocando ceguera, tos, náuseas violentas y fuertes dolores de cabeza y pulmonares.

Soldados británicos provistos de cascos antigás con tubos de respiración disparando una ametralladora.

Foto: PD

Con todo, las víctimas mortales causadas por el efecto directo del gas de cloro durante la segunda batalla de Ypres no fueron excesivamente elevadas. El gas no resultó letal para muchos soldados, aunque sí que dejó desorientados y vulnerables a muchos frente a las ametralladoras o frente a los francotiradores, que acabaron con sus vidas cuando salieron huyendo. Se calcula que en Ypres unos 5.000 soldados murieron asfixiados o quedaron gravemente incapacitados a causa del gas, que les produjo ceguera e insuficiencia respiratoria. Aquel no sería desgraciadamente el único ataque con gas que tendría lugar durante la Primera Guerra Mundial; de hecho, los franceses ya habían realizado uno y los alemanes incluso tres, pero sus efectos habían sido tan inocuos que nadie sospechó que se estaba empleando gas para acabar con sus vidas.

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A pesar del éxito del ataque con gas en la segunda batalla de Ypres, los alemanes no lograron que los enemigos retrocediesen más que unos pocos kilómetros. Además, y aunque los germanos tuvieron 35.000 bajas frente a las 60.000 enemigas, el curso de la batalla, e incluso de la guerra, no se vio alterado. De hecho, el empleo del gas en el frente occidental durante la Primera Guerra Mundial resultó finalmente un grave error táctico por parte del Estado Mayor alemán, ya que los vientos en la zona soplan normalmente del oeste, así que cuando británicos y franceses respondieron con la misma moneda, los alemanes sufrieron más los estragos del gas que sus enemigos. La nueva y letal arma obligó a todos los países en contienda a desarrollar protecciones para defenderse de los diversos tipos de gas que se iban desarrollando. Se estima que gracias a ello se pudieron salvar muchas vidas: del millón de soldados que durante la Primera Guerra Mundial sufrieron ataques con gas murieron alrededor de 91.000 hombres.

El hundimiento del Lusitania (7 de mayo de 1915)

Pero los enfrentamientos no fueron solo por tierra. El mar también se convirtió en un gigantesco campo de batalla. En el año 1915, los submarinos alemanes desplegados en las gélidas aguas del Atlántico intentaban por todos los medios poner coto al tráfico comercial en dirección a Gran Bretaña. En su afán por combatirlos, el Primer Lord del Almirantazgo, que entonces era Winston Churchill, dio la orden de camuflar los buques de guerra como si de barcos mercantes se tratara. El resultado fue que los submarinos alemanes, tras torpedearlos, abandonaban a la tripulación a su suerte una vez alcanzado su objetivo.

Así, unos días antes de que el Lusitania, el mayor y más lujoso transatlántico del momento se hiciera a la mar, la embajada alemana había publicado en varios periódicos norteamericanos el siguiente anuncio: "Se recuerda a los viajeros que tengan la intención de cruzar el Atlántico que existe el estado de guerra entre Alemania y sus aliados y Gran Bretaña y sus aliados; que la zona de guerra incluye las aguas adyacentes a las islas británicas y que, según advertencias formales del Gobierno Imperial Alemán, los barcos que lleven la bandera de Gran Bretaña, o de cualquiera de sus aliados, son susceptibles de ser destruidos en estas aguas y que los pasajeros que viajen a la zona de guerra en barcos de Gran Bretaña o de sus aliados lo hacen por su cuenta y riesgo".

'Se recuerda a los viajeros que tengan la intención de cruzar el Atlántico que existe el estado de guerra entre Alemania y sus aliados y Gran Bretaña', anunció la embajada alemana en Estados Unidos.

El Lusitania a su llegada al puerto de Nueva York durante su viaje inaugural en 1907.

Foto: PD

Tras ser informado de este hecho por el Almirantazgo, William Turner, capitán del Lusitania, había dado la orden de redoblar la vigilancia. Pero cuando llegó a la altura de las costas de Irlanda no encontró ningún buque de la Royal Navy para escoltarlos hasta el puerto. A pesar de ello tomó la decisión de proseguir la ruta para llegar a Liverpool cuanto antes. A las 14.00 horas del 7 de mayo de 1915 la fatalidad hizo que un submarino U-20 de la marina alemana al mando del capitán Walther C. se cruzara con el transatlántico cuando regresaba a su base tras haber consumido casi todo el combustible. Después de haber hundido ya otros buques, al submarino tan solo le quedaba un torpedo en los tubos de lanzamiento. A través del periscopio, uno de los marineros, Walther Schwieger, divisó un enorme barco que navegaba por estribor. En el cuaderno de bitácora se anotó lo siguiente: "Un cuatro chimeneas y dos mástiles. Parece ser un buque de pasajeros de grandes dimensiones".

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Al final, la decisión de atacar el navío se retrasó diez minutos, el tiempo justo para que el cielo se abriera ante ellos. Aprovechándose de la lenta velocidad del transatlántico, el U-20 se colocó frente al objetivo a una distancia de unos 700 metros y fue entonces cuando se dio la orden de disparar el último torpedo de que disponían. El informe oficial dejó anotado lo siguiente: "Impacto detrás del puente. La nave se detiene y escora rápidamente. Al mismo tiempo se hunde a proa". Tras el impacto, el Lusitania tan solo pudo arriar seis de sus cuarenta y ocho botes salvavidas. El único impacto había sido tan devastador que tan solo dieciocho minutos más tarde, el enorme transatlántico se hundía para siempre en las gélidas aguas con sus 1.192 ocupantes, entre los que se contaban 94 niños y 35 bebés, que murieron en el que se ha considerado como el mayor desastre marítimo ocurrido en el transcurso de la Primera Guerra Mundial.

'Impacto detrás del puente. La nave se detiene y escora rápidamente. Al mismo tiempo se hunde a proa', decía el informe oficial.

La magnitud de la tragedia conmocionó enormemente a la opinión pública del Reino Unido y de Estados Unidos, que era de donde procedía la mayoría de los pasajeros fallecidos. Aquella fue la primera ocasión en la que se habló de "crimen de guerra". Aunque en realidad, el mar del Norte, lugar donde se produjo el hundimiento, había sido declarado zona de guerra por los propios británicos, que eran partidarios de hundir cualquier embarcación con pabellón alemán, aunque esta solo transportara alimentos. Esta estrategia se apoyaba en el poderío naval británico, que imponía su gran superioridad en los mares. Sin embargo, el Almirantazgo no tuvo en cuenta la irrupción de los submarinos U-Boot, a los que Londres despreciaba por considerarlos un arma "huidiza, tramposa y asquerosamente no inglesa". Sin embargo estas "armas huidizas" resultaron finalmente ser terriblemente efectivas y letales.

Ilustración que muestra el hundimiento del Lusitania.

Foto: Bundesarchiv, DVM 10 Bild-23-61-17 / CC-BY-SA 3.0

Sea como fuere, Alemania se defendió de las acusaciones que se vertieron contra ella argumentando que el Lusitania era un barco militar camuflado como si de un barco de pasajeros se tratara para romper el bloqueo de las islas británicas. En sus alegaciones, los alemanes hicieron constar que en las bodegas del navío iban almacenados cuatro millones de proyectiles fabricados en Estados Unidos repartidos en 5.400 cajas, además de cobre y latón para uso militar. El paso de los años ha demostrado que aquello era cierto. Investigaciones posteriores han demostrado que los manifiestos de carga reales fueron sustituidos por otros que solo informaban del embarque de comida y pasaje. Pero entre las “provisiones" que se subieron al barco en Nueva York figuraba ese material de guerra.

Portada del diario estadounidense Boston Journal tras la tragedia del Lusitania.

Foto: PD

Muchos años más tarde, todos estos datos fueron ratificados por una expedición submarina que en el verano de 2011 accedió a los restos del Lusitania que siguen descansando en el fondo del mar. La investigación confirmó que, en este caso, los alemanes no mintieron y que las bodegas del gran transatlántico estaban repletas de munición, cuya presencia explicaría las diversas explosiones que se sucedieron en el barco tras el impacto del torpedo alemán y que acabaron hundiendo al gran transatlántico pese a que fue alcanzado por un solo proyectil.

Tras el desastre del Lusitania, se acusó a Churchill de haber sabido que la probabilidad de un ataque contra el transatlántico era muy elevada, y más aún cuando, el 1 de mayo, en una reunión mantenida en la sala de mapas del Almirantazgo se le advirtió de que espías británicos desplegados en Alemania habían informado de la salida del U-20 del capitán Walther y de que este tenía muchas probabilidades de cruzarse en la ruta del Lusitania. Pero a pesar de las advertencias del servicio de espionaje británico, Churchill ordenó que el Juno, el crucero que debía escoltar al Lusitania una vez hubiera entrado en el mar del Norte, abandonase la zona y se dirigiera a puerto.

Tras el desastre del Lusitania, se acusó a Churchill de haber sabido que la probabilidad de un ataque contra el transatlántico era muy elevada.

A pesar del tiempo sucedido desde la tragedia, el hundimiento del Lusitania deja todavía muchas cuestiones en el aire: ¿Fue el gran transatlántico una víctima sacrificada ex profeso para que Estados Unidos pudiera justificar su participación en la Primera Guerra Mundial? ¿Fueron las 1.200 personas que murieron en el ataque "daños colaterales" perfectamente asumibles? Y aunque Estados Unidos no participaría en la contienda hasta dos años más tarde de este acontecimiento, hay historiadores que consideran que el ataque al Lusitania fue determinante para que Washington decidiera finalmente entrar en el conflicto.

La batalla de Verdún (21 de febrero de 1916)

Durante la Primera Guerra Mundial se vivieron muchas situaciones límite, sobre todo en las trincheras que, como una cicatriz, recorrían el Viejo Continente. Un ejemplo del horror que se vivió en ellas es Verdún, un municipio francés situado en el departamento del Mosa, en la región del Gran Este. El mensaje que un joven soldado alemán llamado Johannes Has dirigió a sus padres desde una de las trincheras del ejército germano es bastante clarificador al respecto: "Queridos padres, estoy acostado en el campo de batalla y tengo una bala en el vientre. Creo que me estoy muriendo". El 18 de diciembre de 1916 marcaría el final de aquella terrible carnicería, que había dado comienzo nueve meses atrás, el 21 de febrero de 1916. En aquel triste escenario, en las trincheras donde tantos jóvenes vivieron y murieron, ahora reina el silencio, convertidas en ejemplo de lo que nunca más debería volver a pasar.

'Queridos padres, estoy acostado en el campo de batalla y tengo una bala en el vientre. Creo que me estoy muriendo', escribió un soldado alemán en una carta.

"El final de la guerra de 1870, que enfrentó a los franceses y a los prusianos, se decidió en París; el de esta se decidirá en Verdún", afirmó el káiser Guillermo II el 1 de abril de 1916, cuando la batalla, que llevaba ya seis semanas en marcha, se había llevado por delante más de 100.000 vidas. La opinión del emperador alemán se basaba en el criterio del general Erich von Falkenhayn, que había abierto dos frentes, uno en Rusia y otro en Verdún. Pero no todos habían estado de acuerdo con aquel plan. Indignado por la pedantería mostrada por Von Falkenhayn, Erich Ludendorff, uno de los más brillantes generales de Alemania, llegó a decir de él: "Puedo odiar a ese hombre, y le odio". Pero a pesar de lo que el general Ludendorff pudiera pensar de su colega, este contaba con el favor del Estado Mayor, y hacia finales de 1915 ya había concebido un plan de ataque en Verdún.

El 1 de abril de 1916, la batalla de Verdún, que llevaba ya seis semanas en marcha, se había llevado por delante más de 100.000 vidas.

Descripción de un corresponsal de La Vanguardia de lo visto en el frente: "Los cuerpos están mutilados, vestidos con el uniforme militar hecho trizas, manchado de sangre, asqueroso. Los rostros están contraídos por espasmos macabros de rabia y de dolor supremos. [...] Hay miembros sueltos, descuajados del tronco."

Foto: Cordon Press

Los servicios de inteligencia alemanes habían informado de que la artillería y la infantería francesas se habían retirado de la zona para trasladarse a otros puntos donde se estaban llevando a cabo encarnizados combates. De este modo, Von Falkenhayn había ideado una estrategia basada en un ataque rápido al flanco galo que obligara a los franceses a movilizarse hacia un punto y una vez allí atacarles. Así, con la maquinaria alemana en marcha, Von Falkenhayn dispuso más de ochocientas piezas de artillería de forma estratégica, pero el mal tiempo lo obligó a posponer el ataque hasta que la lluvia remitiera.

Von Falkenhayn había ideado una estrategia basada en un ataque rápido al flanco galo que obligara a los franceses a movilizarse.

Sería el 21 de febrero de 1916, a las 7,15 horas de la mañana, cuando se abrieron las puertas del infierno en Verdún. El conocido como Gran Berta, el temido cañón alemán de 420 mm capaz de lanzar proyectiles a doce kilómetros de distancia y provocar cráteres de seis metros de profundidad, y el efectivo cañón antitanque Skoda de 35 mm, empezaron a abrir fuego a discreción. A las cuatro de la tarde ya habían caído del cielo más de un millón de obuses que habían convertido el suelo francés en un auténtico paisaje lunar lleno de cráteres: las trincheras se habían hundido y la mayoría de sus defensores quedaron sepultados bajo el barro. Al teniente coronel Driant le pareció que el bosque "era barrido por una tormenta, un huracán de adoquines que crecía cada vez con mayor fuerza". Y eso solo ocurrió durante el primero de los 302 días que duraría la cruenta batalla.

El 21 de febrero de 1916, a las 7,15 horas de la mañana, se abrieron las puertas del infierno en Verdún.

Soldados ocultos en su trinchera durante los bombardeos en Verdún. 

Foto: CC

El pintor y paisajista alemán Franz Marc, que se había alistado como voluntario unos años antes, escribió sobre lo que vivió en Verdún: "He visto las cosas más terribles que puede concebir la imaginación humana". A Marc, un obús lo destripó el 4 de marzo durante uno de los terribles bombardeos que se producían a diario. Pero la crónica de aquella carnicería constante continuó de la mano de un soldado francés encargado de una ametralladora: "La trinchera dejó de existir, había quedado sepultada. Estábamos agachados dentro de los agujeros hechos por los obuses, el lodo de cada explosión nos enterraba cada vez más. Nuestros propios soldados heridos o ciegos caían sobre nosotros rugiendo y gritando. Morían salpicándonos con su sangre". El 10 de abril, el capitán Cochin describió en una carta los primeros días del asalto: "Regreso de la prueba más dura de mi vida: cuatro días y cuatro noches, 92 horas, los dos últimos días sumergido en barro helado, bajo un terrible bombardeo, sin otro refugio que la estrechez de la trinchera que aparecía incluso demasiado ancha; ni un agujero, ni una cueva, nada [...]. Llegué allí con 175 hombres; he regresado con 34, varios de ellos enloquecidos". Después de aquel ataque llovió sin parar durante doce días. La crónica oficial alemana decía lo siguiente: "El agua en las trincheras nos llegaba por encima de las rodillas; no había ni una cueva que pudiera proporcionar un acomodo seco. El número de enfermos crecía de manera alarmante”.

Soldados alemanes abandonan sus trincheras para atacar la Colina del Hombre Muerto (Le mort homme) cerca de Verdun.

Foto: CC

El comandante alemán Erich von Falkenhayn había creído que las fuerzas francesas se desangrarían durante los bombardeos, pero lo que no pudo prever es que durante el avance de la infantería esta quedaría desprotegida de la artillería y que la lluvia y la nieve convertirían los bosques de Verdún, arrasados por los obuses, en una gigantesca piscina de barro que no permitía el avance de los pesados cañones alemanes. Por su parte, el encargado de organizar la defensa francesa fue el general Philippe Pétain, el cual ideó un sistema basado en la logística: mantuvo abierta la arteria principal que llegaba a Verdún, por la que circulaban diariamente 6.000 camiones que abastecían de alimentos a toda la población durante el asedio alemán. Conocida más tarde como la Ruta Sagrada, fue el propio Pétain quien dijo a su Estado Mayor: "On les aura!" (les cogeremos). Pero la frase más famosa salió de la boca de su segundo al mando, el general Robert Nivelle, que arengó a sus hombres al grito de: "Ils ne passeront pas!", (no pasarán). Pétain coincidió en Verdún con Charles de Gaulle, por entonces un joven capitán de 25 años, que a pesar de ser uno de los primeros en caer herido fue condecorado por sus audaces escuchas de las trincheras enemigas. Tras recuperarse, y de nuevo en el frente, De Gaulle logró sobrevivir a ataques con bayoneta, metralla, una mina y con gas; asimismo fue capturado por los alemanes y protagonizó cinco intentos de fuga.

El encargado de organizar la defensa francesa fue el general Philippe Pétain, el cual ideó un sistema basado en la logística.

Soldados franceses que avanzan hacia el ataque desde su trinchera durante la batalla de Verdún, 1916.

Foto: CC

Pero las múltiples historias que se sucedieron durante la cruenta batalla no fueron solo protagonizadas por seres humanos. No menos coraje que estos demostró Satán, un cruce de galgo y de collie que había sido entrenado como perro mensajero. En una ocasión, una de las posiciones francesas estaba siendo masacrada por la artillería alemana y apenas les quedaba munición. De pronto, los desesperados soldados franceses vieron una extraña silueta negra que atravesaba rauda las líneas enemigas hacia su posición. Era Satán con una máscara de gas, unas alforjas y un mensaje atado al cuello. En ese momento, una bala alemana lo alcanzó en una pata y el perro cayó, pero volvió a levantarse y, cojeando, continuó su avance hasta las trincheras francesas. El mensaje decía: "¡Por el amor de Dios, aguantad! Mañana enviamos refuerzos". En las alforjas que Satán llevaba atadas al lomo había asimismo dos palomas mensajeras. Los soldados anotaron las coordenadas de la artillería alemana y las enviaron con las aves. Una de ellas fue abatida, pero la otra logró llegar a su destino, y así la artillería francesa consiguió silenciar definitivamente a la alemana y liberar a los suyos.

No menos coraje que los propios soldados demostró Satán, un cruce de galgo y de collie que había sido entrenado como perro mensajero.

Finalmente, el 18 de diciembre de 1916, en plena víspera de Navidad, los cañones enmudecieron por fin. Los alemanes detuvieron su avance. Verdún finalmente se había salvado, pero a un precio descomunal: 700.000 bajas (305.000 muertos y 400.000 heridos) repartidas casi a partes iguales entre los dos bandos. El consumo de munición durante los primeros siete meses ascendió nada menos que a 24 millones de proyectiles, nueve pueblos enteros habían sido borrados del mapa y el paisaje quedó absolutamente calcinado. Los cuatro millones de proyectiles que cayeron sobre la colina de Mort-Homme, donde ahora se erige un monumento conmemorativo, la convirtieron en un volcán de lodo y rocas. Aunque los bosques replantados en la década de 1930 han crecido y ocultan la mayoría de los cráteres provocados por los obuses, los actuales visitantes aún pueden contemplar un panorama selenita moldeado por unos 50 obuses por metro cuadrado. De hecho, cien años después, el público tiene aún prohibido el acceso a unas 800 hectáreas de bosque, conocidas como Zone Rouge, debido al peligro de que los millones de proyectiles que cayeron y no explotaron en su momento puedan hacerlo por accidente. El Département du Déminage (departamento de remoción de minas) estima que en las colinas y bosques alrededor de Verdún quedan todavía doce millones de obuses sin detonar.

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En su momento, la prensa se hizo amplio eco de la batalla de Verdún. Quizás uno de los reporteros que mejor supo describir aquel horror fue Agustí Calvet Gaziel, el enviado del periódico español La Vanguardia, que en su crónica escribió lo siguiente: "En una fosa yacen un montón de cadáveres. ¡Su visión es horrible! Los cuerpos están mutilados, vestidos con el uniforme militar hecho trizas, manchado de sangre, asqueroso. Los rostros aparecen contraídos por espasmos macabros de rabia y de dolor supremos. Algunos cuerpos están despedazados. En el montón hay miembros sueltos, descuajados del tronco [...]. Los circunstantes permanecen en un rudo mirar de infinita ternura ante los despojos horribles de sus hermanos, absortos, resignados, con los ojos encendidos por la santa esperanza de vengar su muerte".

La escuadrilla Lafayette (abril 1916)

Mientras tenían lugar aquellos cruentos acontecimientos, y aunque Estados Unidos se había declarado neutral ante el conflicto europeo, Edmund Louis Gros, director médico de la American Field Service (AFS), y Norman Prince, un famoso piloto norteamericano y expatriado en Francia, propusieron al Gobierno francés la posibilidad de crear un escuadrón de pilotos estadounidenses que hiciera frente a la aviación alemana. Aquella propuesta tenía como telón de fondo la posibilidad de que sus acciones hiciesen cambiar de opinión al pueblo norteamericano para que dejasen de lado su neutralidad y el país entrara de una vez por todas en la guerra.

Aquella propuesta tenía como telón de fondo la posibilidad de hacer cambiar la opinión de los norteamericanos para que el país entrara de una vez por todas en la guerra.

El general Joffre felicita al piloto de combate René Dorme por su última victoria.

Foto: PD

Así pues, tras recibir la consiguiente autorización el 21 de marzo de 1916, la escuadrilla se formó en el mes de abril con el nombre de Escuadrilla Lafayette en honor del general Gilbert du Motier De Lafayette, una figura prominente de la Guerra de Independencia de Estados Unidos. La escuadrilla se desplegó el 20 de abril en Luxeuil les Bains, muy cerca de la frontera con Suiza. Inicialmente estaba compuesta por 38 pilotos, de los cuales siete eran estadounidenses. Pero tanto las aeronaves como los mecánicos y los uniformes eran franceses, así como el comandante de la escuadrilla, el capitán Georges Thénault. De este grupo de pilotos también formaría parte Raoul Lufbery, un estadounidense nacido en Francia que finalmente se acabaría convirtiendo en un as de aviación con 16 victorias confirmadas.

En el transcurso de la guerra, los pilotos de la escuadrilla Lafayette llegaron a ser 209, y en 1917, con la entrada de Estados Unidos en el conflicto, muchos de ellos ingresaron en las filas de la Sección de Aviación, U.S. Signal Corps. Pero las cosas no fueron tan fáciles. A pesar de la valentía y el coraje desplegado por los pilotos norteamericanos de la Escuadilla Lafayette en todas sus actuaciones, la sociedad norteamericana seguía sin querer aceptar su participación en una guerra que para ellos estaba muy lejos, y la sociedad civil no presionó al presidente Wilson para que tomara parte en la contienda. Finalmente, con la definitiva entrada de los norteamericanos en la guerra en el año 1917, la Escuadrilla Lafayette fue absorbido por el Cuerpo del Ejército de Estados Unidos manteniendo durante los primeros meses la estructura original, y desapareció oficialmente el 18 de febrero de 1918.

La escuadrilla Lafayette posando junto a sus mascotas.

Foto: PD

La escuadrilla estuvo formada al final por 267 voluntarios estadounidenses entre los que destacaron Eugene Bullard, el primer piloto militar afroamericano de la historia, y Willis Bradley Haviland. Algunos años después de la finalización del conflicto, el 8 de abril de 1924, el escuadrón fue disuelto e incorporado en el 94º Escuadrón de Caza de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, del que forma parte en la actualidad. La escuadrilla Lafayette fue reconocida por sus acciones heroicas y fue condecorada con 31 cruces de guerra, 7 medallas por valor militar y 4 Legiones de Honor.

La batalla del Somme

El año 1916 marcaría un punto de inflexión en el devenir de la Primera Guerra Mundial. El 1 de julio de ese año, el ejército británico libró su primera gran batalla en el frente occidental. Hasta aquel momento, las tropas británicas habían combatido en sectores restringidos y con la ayuda del ejército francés, que por aquel entonces luchaba denodadamente en la batalla de Verdún y que insistió en que sus aliados debían dar un paso al frente. Algo que acabó sucediendo. Numerosos historiadores consideran que de entre todas las grandes batallas de la Primera Guerra Mundial (Marne, Verdún, Gallípoli o Tannenberg), tal vez la batalla de Somme sea una de las más sangrientas e inútiles de todo el conflicto, e incluso también de la historia. La razón de esta ofensiva fue aliviar la presión alemana sobre los franceses en Verdún, donde se estaba combatiendo encarnizadamente desde el mes de febrero.

Una trinchera alemana ocupada por soldados británicos durante la batalla del Somme.

Foto: PD

Así, tras una semana de constantes bombardeos de la artillería aliada contra las posiciones alemanas en el río Somme, el 1 de julio de 1916 se produjo un ataque masivo de franceses y británicos. Bajo el mando del general Haig, los británicos pretendían tomar Bapaume en el norte mientras que en el sur las tropas francesas comandadas por Foch atacaban Peronne, un frente de 15 kilómetros en el que se progresaba con grandes dificultades. Convencidos de que la artillería había machacado las posiciones alemanas, 120.000 soldados salieron de las trincheras cruzando la tierra de nadie hasta las trincheras enemigas como si fuera un paseo militar. Pero nada más salir se dieron cuenta de su gran error ya que las posiciones alemanas, sobre todo las de primera linea, estaban intactas. Todo su arsenal bélico, así como el sistema de alambradas, no habían sido arrasados por los bombardeos por lo que las sucesivas oleadas de soldados enviadas por el ejército británico fueron repelidas convirtiendo el campo de batalla en una autentica carnicería. A día de hoy aún no se comprende porqué el alto mando no ordenó parar el avance.

Soldados alemanes muertos en una trinchera destruida durante un bombardeo.

En los primeros seis minutos de avance se produjeron casi 20.000 bajas y al finalizar el día, 19.240 soldados habían muerto, 2.152 habían desaparecido y casi 36.000 resultaron heridos o mutilados. Por su parte, los alemanes sufrieron entre 10.000 y 12.000 bajas. Tras aquel desastre, el general Haig barajó la posibilidad de retirarse, pero finalmente decidió atacar de nuevo el 14 de julio (tras un bombardeo por sorpresa mucho más intenso y efectivo) y sus tropas lograron tomar casi toda la segunda línea de trincheras alemanas. Pero aquel éxito no tuvo continuidad y la batalla entró en un punto muerto. Hasta aquel momento, los británicos ya sumaban otras 82.000 bajas como resultado de algunos escarceos que reportaron ínfimos avances. La batalla finalmente derivó en una lucha de desgaste en medio del frío y la humedad, por lo que Haig acabó paralizando la ofensiva el 18 de noviembre de 1916. El resultado fue la conquista de apenas unos 320 kilómetros cuadrados conseguidos a costa de 420.000 bajas británicas y 195.000 francesas. Los alemanes, por su parte, contabilizaron 650.000 bajas. Junto al mortífero número de bajas, la batalla de Somme se convirtió además en un campo de experimentación en el que se desarrollaron muchas mejoras tecnológicas a nivel militar (fusiles de retrocarga, ametralladoras pesadas y ligeras) e innovaciones como los lanzallamas y los carros blindados. También hubo cambios en la composición de las brigadas.

La paz de Brest-Litovsk (3 de marzo de 1918)

En 1917, con el conflicto en plena ebullición, estalló la Revolución Rusa que terminaría con los bolcheviques liderados por Vladimir Lenin haciéndose con el poder. Pero antes de todo ello, los hombres de Lenin tuvieron que librar una guerra civil contra los revolucionarios más moderados, que si bien se oponían al gobierno autocrático zarista, no veían con buenos ojos el programa comunista para dirigir el país. Con la necesidad de centrar sus esfuerzos en el interior, Lenin decidió buscar la paz con los imperios centrales, algo que Alemania vio como una oportunidad para pacificar el frente oriental y centrar sus esfuerzos en el occidental. Para tal fin se escogió la ciudad de Brest-Litovsk (en la actual Bielorrusia), cerca de la frontera con Polonia, donde dieron inicio las conversaciones el 3 de diciembre de 1917. El objetivo era que Rusia se retirase de la guerra. Rusia, ahora en manos de los revolucionarios, envió a Brest-Litovsk al por entonces comisario del pueblo para Asuntos Exteriores, León Trotski, y al diplomático y revolucionario Adolph Joffe. La delegación alemana estaba encabezada por el secretario de Estado de Exteriores, Richard von Kühlmann, y por el general Max Hoffmann, quien tenía prisa por firmar la paz para acercar a sus tropas al frente occidental antes de la llegada del ejército estadounidense. Los rusos, en cambio, estaban dispuestos a seguir luchando para no ceder Polonia oriental, Lituania y Ucrania, tal como exigían los alemanes, así que las negociaciones se estancaron hasta principios de 1918.

En 1917, con el conflicto en plena ebullición, los bandos vieron la necesidad de intentar pacificar el frente oriental.

La delegación rusa enviada a Brest Litovsk para la firma del tratado con las potencias centrales. En la fila superior, se puede distinguir a León Trotsky, el segundo por la derecha.

Foto: CC

Rusia había sido ese año el escenario de un cambio de régimen. El descontento de la población rusa, especialmente de la clase trabajadora y de los campesinos, cada vez más hundidos en la pobreza, con las políticas del zar Nicolás II fue aprovechado por la oposición bolchevique al régimen zarista, liderada por Vladimir Lenin, para iniciar una revolución que empezaría en Rusia y que esperaban que se extendiera al resto del mundo. La Revolución rusa estalló el 8 de marzo de 1917 y el zar Nicolas II se vio obligado a abdicar. Tras varios meses en cautividad, tanto él como su familia fueron ejecutados el 17 de julio de 1918. Con la inestimable ayuda de los alemanes, Lenin regresó de su exilio en Suiza a mediados de abril y lo primero que hizo fue arrebatar el poder al Gobierno provisional dirigido por el ministro de la guerra, Alexander Kerensky, para convertirse en el líder que pondría fin a la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial.

Finalmente, en Brest-Litovsk, las negociaciones para el cese de las hostilidades con Rusia se retomaron el 22 de diciembre de 1917. Tuvieron lugar varias sesiones, durante las cuales la delegación rusa intentó prolongar al máximo los procedimientos y aprovechar la oportunidad para difundir comunicados propagandísticos. Por su parte, la delegación alemana se impacientaba cada vez más ante el estancamiento de las reuniones y las constantes dilaciones de los rusos, que eran muy conscientes de la urgencia que tenían los alemanes por cerrar un acuerdo.

Y es que el deseo de los bolcheviques era "la paz sin anexiones ni indemnizaciones", es decir, el fin de las hostilidades sin que ello comportase para Rusia ni la pérdida de territorios ni ningún otro tipo de reparación, mientras que los alemanes, por el contrario, exigían a los rusos la independencia de la Polonia rusa, Lituania y Ucrania. Así, como los bolcheviques no estaban dispuestos a aceptar las exigencias alemanas, las conversaciones acabaron llegando a un punto muerto. Finalmente, a mediados de febrero, las negociaciones se interrumpieron cuando Trotsky, visiblemente enojado, consideró que los términos propuestos por las potencias centrales eran demasiado duros y sus demandas territoriales, inaceptables. Mientras todo esto sucedía, la lucha en el frente oriental se iba recrudeciendo y los alemanes avanzaban imparables hacía Petrogrado (la actual San Petersburgo). Fue entonces cuando Lenin y Trotsky se dieron cuenta de que a Rusia, debilitada por sus problemas internos, no le quedaba más remedio que aceptar y ceder a los términos impuestos en el tratado.

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Finalmente, el 3 de marzo de 1918, el Gobierno ruso tuvo que aceptar las condiciones de un tratado por el cual debía reconocer la independencia de Ucrania, Georgia y Finlandia, y entregar Polonia y los estados bálticos de Lituania, Letonia y Estonia a Alemania y Austria-Hungría, cediendo las poblaciones de Kars, Ardahan y Batum al Imperio Otomano. El tratado fue ratificado por el Congreso de los Soviets el 15 de marzo de ese mismo año. De este modo, aunque el Gobierno de Lenin había conseguido su objetivo final, que era salir del conflicto, lo hizo de una manera que muchos consideraron humillante y a un elevado coste. Las pérdidas totales constituyeron más de dos millones y medio de kilómetros cuadrados, unos 55 millones de habitantes y una enorme disminución en las reservas de carbón, petróleo y hierro además del compromiso ruso de pagar 6.000 millones de marcos en indemnizaciones de guerra.

El 3 de marzo de 1918, el Gobierno ruso tuvo que aceptar las condiciones de un tratado por el cual debía reconocer la independencia de Ucrania, Georgia y Finlandia, y entregar Polonia y los estados bálticos.

Lenin definió con amargura la firma del tratado como "ese abismo de derrota, desmembramiento, esclavitud y humillación", y Troski se vio incapaz de afrontar la tremenda humillación de rubricarlo. En un clima de creciente confusión, el Petrogradskoe Ekho, un periódico vespertino, informó de que los trabajadores de la fábrica de armamento de la ciudad rusa de Tula consideraron la firma como un acto de traición y afirmaron que era "destructivo para el movimiento proletario internacional y profundamente perjudicial para los intereses de los trabajadores rusos, la revolución y la economía rusa en general". Brest-Litovsk se convertiría en el combustible que incendiaría aún más la confrontación entre el Ejército Blanco y el Ejército Rojo durante la guerra civil que se desencadenó en Rusia, que se prolongaría entre el 6 de noviembre de 1917 y el 17 de junio de 1923.

La delegación rusa llega a la estación de tren de Brest Litovsk para atender a las negociaciones de la conferencia de paz.

Foto: CC

Pero la desconfianza entre las partes era cada vez mayor. Al final, ante la posibilidad de que Alemania incumpliese los términos del tratado y pretendiera invadir Rusia, las demás potencias decidieron intervenir. La armada francesa llegó al puerto de Odessa y las tropas británicas se desplazaron a Murmansk, mientras que los japoneses enviaron a su ejército al Lejano Oriente ruso. En una reunión del Comité Ejecutivo Central celebrada en abril Lenin afirmó: "Sí, la paz a la que hemos llegado es inestable en su máxima expresión; el respiro obtenido por nosotros se puede romper cualquier día". Pero afortunadamente para el régimen soviético, Alemania perdió la guerra y, a pesar de que el tratado finalmente fue abolido, Polonia, los estados bálticos y Finlandia no volvieron a manos rusas tras la firma del acuerdo de paz en Versalles en 1919.

La desconfianza entre las partes era cada vez mayor. Ante la posibilidad de que Alemania incumpliese los términos del tratado y pretendiera invadir Rusia, las demás potencias decidieron intervenir.

De hecho, Ucrania y Bielorrusia acabarían cayendo bajo control bolchevique en el transcurso de la guerra civil rusa, y durante los siguientes veinte años, la ya Unión Soviética trabajó para recuperar los territorios que se habían perdido tras la firma del tratado. Tres meses después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, concretamente el 30 de noviembre de 1939, los soviéticos se enzarzaron en otro conflicto, la llamada guerra de Invierno, con el objetivo de recuperar Finlandia. El 23 agosto de 1939, la Unión Soviética había firmado un pacto de no agresión con la Alemania nazi conocido como Pacto Molotov-Ribbentrop, en virtud del cual la Unión Soviética se anexionaba los estados bálticos y la zona oriental de Polonia tras la invasión alemana.

El armisticio de Compiègne (11 de noviembre de 1918)

Pero mucho antes de que todo esto sucediera, a principios de 1918, Alemania se sentía invencible. Rusia se había retirado de la contienda tras la firma del tratado de Brest-Litovsk con los alemanes y el estallido la revolución bolchevique. Y aunque Estados Unidos participaba ya en el conflicto, el alto mando norteamericano enviaba muy pocos efectivos a Europa. Así pues, el 21 marzo de 1918, el ejército alemán lanzó la Ofensiva de la Primavera (Kaiserslacht) y consiguió adentrarse en territorio enemigo. Su objetivo era llegar hasta París y derribar el Gobierno francés.

Alemania se sentía invencible y el 21 marzo de 1918 lanzó la Ofensiva de la Primavera.

Sin embargo, británicos y franceses resistieron bien el empuje alemán, y en pocos meses los germanos empezaron a perder su ventaja numérica. Contra todo pronóstico el Imperio alemán se encontraba al borde del colapso: los suministros no llegaban al frente, la población civil pasaba hambre y sus soldados se negaban a cumplir órdenes o simplemente desertaban. Lo dramático de la situación obligó al general Erich Ludendorff a trasladar a sus superiores, con absoluto desánimo, que la guerra estaba perdida.

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Así, durante el mes de noviembre de 1918 la situación bélica del Imperio alemán era ya insostenible. En tan solo seis semanas todos sus aliados habían capitulado ante la Triple Entente. El último país de las potencias centrales (la propia Alemania) llevaba desde el mes de octubre intentando conseguir un armisticio lo más favorable posible a sus intereses, pero Estados Unidos condicionaba su firma a la aceptación de una serie de medidas que el Gobierno alemán consideraba inaceptables, la principal de las cuales era la abdicación del káiser Guillermo II.

En realidad ya era cuestión de días que el Imperio alemán se rindiera tras conocerse la noticia de que el Imperio austrohúngaro lo había hecho el 3 de noviembre de 1918. La situación militar se había agravado aún más cuando parte de la marina y del ejército se amotinaron ante lo que veían como un sacrificio inútil de vidas, y más cuando la guerra ya estaba perdida sin remedio. Finalmente, temerosos de que las revueltas desencadenaran una revolución como ya había sucedido en Rusia, los políticos y los jefes militares de Alemania se apresuraron a aceptar las duras condiciones de paz que les imponían los vencedores sin sospechar que al hacerlo iban a sentar las bases de una nueva guerra en un futuro no muy lejano.

La crisis final se había desencadenado un poco antes, la noche del 29 de octubre de 1918, cuando una flota alemana con destino al mar del Norte se negó a entrar en combate.

La crisis final se había desencadenado un poco antes, la noche del 29 de octubre de 1918, cuando una flota alemana con destino al mar del Norte se negó a entrar en combate con las naves británicas, desafiando de este modo a sus oficiales y empezando un motín que en cuestión de días se propagaría a gran parte de la marina y del ejército alemanes. Cuando la revuelta ya se estaba extendiendo por las ciudades, las presiones ejercidas sobre el káiser Guillermo II para que abdicara y facilitara el armisticio se convirtieron ya en exigencias, puesto que este era un punto innegociable para el presidente de Estados Unidos T. W. Wilson. Finalmente, el 9 de noviembre, temiendo correr la misma suerte que el zar Nicolás II y su familia si la revolución se radicalizaba en el país, el káiser Guillermo II renunció a todos sus títulos y se exilió a los Países Bajos. Los últimos militares leales que se quedaron en tierras germanas interpretaron aquella huida como una traición.

Última página del acuerdo de armisticio. 

Foto: Creative Commons CC0 1.0 Universal Public Domain Dedication

Un día antes, el 8 de noviembre, una delegación alemana que había partido hacia Francia para firmar el armisticio llegaba a un punto de encuentro ya pactado, y de allí se les acompañó a un lugar secreto: un claro en el bosque de Compiègne donde el mariscal Ferdinand Foch, comandante en jefe de los ejércitos aliados, les estaba esperaba en uno de los vagones de su tren privado. El veterano militar francés se limitó a entregar a la delegación alemana un documento con todas las demandas de los vencedores, dándoles 72 horas para aceptarlas. Les dejó en compañía de un grupo de oficiales de la Triple Entente y les dijo que volvería en tres días para conocer su respuesta.

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Fotografía tomada después de llegar a un acuerdo para el armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Este es el propio ferrocarril de Ferdinand Foch y la ubicación es el Bosque de Compiègne.

Foto: PD

La lista de demandas que los vencedores del conflicto imponían a Alemania incluía una fuerte desmilitarización, la pérdida de territorios, indemnizaciones de guerra y concesiones estratégicas a los países ganadores. Tras la lectura de las peticiones, la delegación alemana protestó enérgicamente por lo que consideraban unas condiciones abusivas y más propias de una rendición que de un armisticio, pero dadas las circunstancias no se hallaban en posición de negociar. De entre todos los puntos, los más criticados por los alemanes por considerarlos totalmente injustos fueron la obligación de Alemania de liberar a todos los prisioneros de guerra enemigos, mientras que los vencedores no estaban obligados a hacer lo propio con los prisioneros alemanes, o la libertad de circulación de barcos enemigos en sus aguas, mientras se mantenía el bloqueo naval sobre Alemania.

La lista de demandas que los vencedores del conflicto imponían a Alemania incluía una fuerte desmilitarización, la pérdida de territorios, indemnizaciones de guerra.

El 10 de noviembre, la delegación alemana fue informada de la abdicación del káiser el día anterior, y el recién nombrado canciller Friedrich Ebert les dio la orden de firmar independientemente de cuales fuesen las condiciones. Finalmente, el armisticio se ratificó a las cinco de la madrugada del día 11, supervisado por el mariscal Foch y anunciado a lo largo de las siguientes horas. El armisticio entró en vigor a las 11 de la mañana siguiente, pero a pesar de ello se siguieron produciendo hostilidades hasta la hora acordada y casi 3.000 personas murieron durante los estertores de la Primera Guerra Mundial.

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Así acabaría el primer conflicto global del siglo XX. La precipitación del acuerdo y las duras condiciones impuestas a Alemania plantaron la oscura semilla del descontento de la que más tarde brotaría el nazismo. Los sectores militaristas más duros no aceptaron que Alemania pudiera haber perdido la guerra y atribuyeron la derrota a una supuesta conspiración entre los socialdemócratas y los judíos para “sabotear intencionadamente el esfuerzo bélico” dando lugar a la llamada “leyenda de la puñalada por la espalda”.

Los sectores militaristas más duros no aceptaron que Alemania pudiera haber perdido la guerra y lo atribuyeron a a una supuesta conspiración entre los socialdemócratas y los judíos.

Adolf Hitler sentado a la derecha junto a compañeros de su brigada durante la Primera Guerra Mundial.

Foto: Cordon Press

Por entonces, un cabo del ejército llamado Adolf Hitler se encontraba ingresado en un hospital militar recuperándose de las consecuencias de un ataque con gas venenoso. Los médicos que lo trataban contaron que “reaccionó de forma histérica” tras el anuncio del armisticio. Hitler llegó incluso a padecer una ceguera temporal y un psiquiatra del ejército lo calificó de “peligrosamente psicótico”.

Hitler nunca olvidaría la humillación de su país, y tras muchas vicisitudes, y ya en plena Segunda Guerra Mundial, el 22 de junio de 1940 le llegaría por fin la oportunidad de vengarse: el ahora Führer obligó a los franceses a firmar un nuevo armisticio, esta vez favorable a Alemania. Para escenificarlo hizo trasladar el mismo vagón de tren al mismo lugar donde el 11 de noviembre de 1918 se había puesto punto final a la Primera Guerra Mundial, y donde, sin pretenderlo, se había fraguado el nefasto preludio de la segunda.

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