Greta Garbo: plantó a su gran amor en el altar y la mujer de su último amante recurrió a un exorcismo para librarse de ella

La actriz que quiso ser mito pero no una estrella. Hoy se cumplen 30 años del fallecimiento de la mujer más misteriosa de Hollywood.

Greta Garbo en 'Susan Lennox'.

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"Nací; crecí; he vivido como cualquier otra persona. ¿Por qué la gente debe hablar de mí? Todos hacemos las mismas cosas de maneras que son un poco diferentes. Vamos a la escuela, aprendemos; somos malos a veces; somos buenos otras. Encontramos trabajo y lo hacemos. Eso es todo lo que hay en la historia de vida de cualquiera, ¿no?", así respondía Greta Garbo a la revista Photoplay en 1928. La sueca, convertida ya en una celebridad, no entendía por qué a alguien podría interesarle cuántos hermanos tenía o cuál era su comida favorita. Tan solo llevaba tres años siguiendo el juego de la industria del cine, pero ya sabía que no le interesaba.

Ella quería ser actriz, pero probablemente hasta entonces no se había planteado que por el camino perdería algo más que la grasa de su cintura o la irregularidad de sus dientes. Perdería también su derecho a la privacidad. Un bien que para aquella mujer sueca era más valioso que la adoración de las masas.

Greta Lovisa Gustafsson había llegado al mundo en 1906. Su padre falleció tras la epidemia de gripe de 1918 y la familia vivía en una situación económica muy delicada. Greta, que no tenía mucho interés en los estudios pero sí en las revistas de cine, se apuntó en una escuela de teatro y empezó a pensar en ganarse la vida. Encontró trabajo en unos grandes almacenes y gracias a su físico no tardó en aparecer en sus catálogos. Su físco también ayudó a que Mauritz Stiller, el director más prestigioso de Suecia entonces, pidiese conocerla para hacerle una prueba. Fue el primero que vio lo que aquel rostro ofrecía: un lienzo el blanco sobre el que proyectar cualquier emoción.

En sus primeras apariciones en cámara estaba tan nerviosa que tuvieron que ralentizar sus movimientos. Stiller le cambió el apellido, Gustafsson no luciría tanto en las marquesinas como Garbo, mucho más corto, sonoro y fácil de recordar. Garbo tenía reminiscencias del aristocrático Gabor, además también empezaba con G. “Así no tendré que cambiar las iniciales de mi lencería”, bromeó Greta.

Cuando Hollywood, que cada cierto tiempo pescaba en el caladero europeo, reclamó a Stiller, él exigió que ella fuese con él –era su musa y su amante o algo similar ya que Stiller era homosexual–. Louis B. Mayer, el todopoderoso jefazo de la Metro Goldwin Mayer, no opuso resistencia. ¿Qué eran unos cientos de dólares más para él? La mujer vendría también.

Garbo era una celebridad en Suecia, pero nadie sabía quién era en EEUU y el recibimiento fue frío, apenas un fotógrafo cubriendo su llegada al nuevo mundo. La Metro Goldwin Mayer acumulaba estrellas, pero a veces no sabía para qué y Stiller y Garbo languidecieron en Nueva York medio año sin noticias del estudio hasta que un día las fotos de Garbo llegaron a la mesa del legendario productor Irving Thalberg, que la reclamó para una prueba de pantalla. Se quedó impresionado por aquella mirada que podía resultar altiva o suplicante y a partir de entonces empezó el proceso de “americanización” de la sueca:le arreglaron los dientes y el pelo, la hicieron adelgazar y, por supuesto, aprender inglés. Con sus pies enormes, el mayor de sus complejos, no pudieron hacer nada más que evitar que se viesen en pantalla demasiado tiempo.

“Recuerdo el día que llegó al estudio”, cuenta Joe Newman, asistente de dirección de la Metro, en The glamour factory. Los grandes estudios de Hollywood: “Por aquel entonces yo estaba en la oficina de recepción por la que entró aquella joven, alta, desgarbada y huesuda. Seis meses después, cuando la volví a ver estaba totalmente cambiada, Nunca había visto una transformación igual. Era extraordinaria”. Es un comentario común en todos los que la conocieron. Como también la percepción de su carácter, siempre trataba de estar sola e intentaba hablar lo menos posible.

Greta Garbo en 1925.

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Era preciosa, pero nadie sabia muy bien qué hacer con ella hasta que surgió un proyecto en el que Thalberg creyó que encajaba, la adaptación de Entre naranjos de Blasco Ibáñez. Es difícil pensar en alguien con menos aspecto de campesina valenciana que Greta Garbo, pero el concepto “europea” era difuso y El torrente fue un éxito. La crítica se deshizo en halagos hacia Garbo y a partir de ahí empezaría a ser todas las mujeres europeas.

Sus películas se contaban por éxitos, pero la carrera de su mentor Stiller no fue paralela: incapaz de ajustarse al sistema de los estudios, volvió a Suecia. Otro hombre iba a convertirse en su gran apoyo, John Gilbert, su compañero en El demonio y la carne. La pareja desprendía un erotismo que nunca se había visto en pantalla. La electricidad que transmitían era tan obvia que sólo podía ser real, ninguno de los dos era tan buen actor. Para algunos como el crítico Roman Gubern, sus besos son los más sensuales de la historia del cine.

Garbo estaba lanzada al estrellato, pero no era feliz, o era todo lo feliz que una europea podía ser lejos de su hogar y sus costumbres. Además de rechazar el interés de la prensa, Garbo empezó a dejar claro en sus entrevistas promocionales que se sentía desgraciada. MGM, capaz de monetizar hasta la tristeza de sus estrellas, dotó de un aura de misterio aquella melancolía y comenzaron a crear una personalidad para Garbo, una belleza implacable con un corazón intocable.

Intocable e implacable, como bien descubrió la MGM cuando renovó su contrato y se encontró por primera vez con una mujer que les plantaba cara. La amenazaron con deportarla cuando expirase su visado y se mantuvo firme. Aquella mujer sola en tierra extraña pero con una convicción fortísima de su propio talento consiguió lo que quería: ser la actriz mejor pagada y siete meses de contratos publicitarios por adelantado. Hollywood enmudeció, y todas las actrices supieron que sólo conseguirían los papeles que ella rechazase.

Garbo tenía 22 años y aquel papel de mujer fatal le acababa de abrir las puertas del Olimpo. La sueca ofreció un tipo de interpretación más sutil de lo habitual en el cine mudo y sustituyó en el corazón de los fans a todas las estrellas preexistentes. El público sólo quería verla a ella... con Gilbert.

El romance entre Garbo y Gilbert fue tan potente fuera de la pantalla como dentro. Poco después de terminar de filmar El demonio y la carne, Garbo se mudó a la casa de Gilbert. El actor se desvivió para que estuviese a gusto, construyó una pequeña cabaña para ella rodeada de pinos suecos y una cascada artificial que le recordase su hogar. A pesar de que muchos creyeron que era un montaje, los amigos de ambos aseguran que había amor entre ellos. Aunque más que aquel amor lo que hizo pasar aquel romance a la historia fue el día de su boda. Gilbert había conseguido dinamitar la resistencia de Garbo al matrimonio y prepararon una boda doble con King Vidor y Eleanor Boardman. La industria se reunió para celebrarlo y lo imprevisible sucedió: Garbo no se presentó a la ceremonia. Gilbert se retiró al baño desesperado; el todopoderoso Louis B. Mayer entró, vio al actor gimiendo y le espetó: "¿Para qué quieres casarte con ella si puedes acostarte con ella?". Gilbert golpeó a Mayer en la cara. Y Mayer, en el suelo, con las gafas rotas en pedazos, le amenazó: "Te destruiré". A pesar de la dimensión de la humillación, Garbo y Gilbert siguieron siendo amigos, pero las carreras de ambos iban a correr caminos opuestos ante un obstáculo común: el sonoro. El estilo de Gilbert, cuya vida inspiró la oscarizada The artist, se estrelló contra el sonido –y contra las artimañas de Meyer que lo situó en la lista negra–, como la mitad de las estrellas de los años veinte.

Greta Garbo y John Gilbert.

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Metro intentó retrasar el paso de su estrella al sonoro, pero el cambio era inexorable. ¡Garbo habla! se convirtió en el gran acontecimiento de 1930 y "Dame un whisky, ginger ale a un lado, y no seas tacaño" la primera frase de Garbo en el cine. La voz ronca y profunda de la sueca cautivó a los espectadores: aquella sórdida historia de tres perdedores se convirtió en la más taquillera del año y le dio su primera nominación al Oscar. Garbo ya era la reina indiscutible.

En 1932, Vanity Fair publicó, bajo el título "Entonces llegó Garbo", un conjunto de fotografías de Joan Crawford, Tallulah Bankhead, Katharine Hepburn, Marlene Dietrich antes y después de la irrupción de Garbo y el cambio era evidente. Las actrices habían dejado atrás las cejas gruesas, el pelo corto, los mofletes y la actitud tímida y posaban altivas y con una apariencia mucha menos artificiosa y más moderna. Todas se habían dejado arrastrar por el efecto Garbo.

Mata Hari y Grand Hotel la confirmaron como la estrella más grande de Hollywood y la difinieron como "la mejor máquina de hacer dinero jamás puesta en pantalla". Grand Hotel le regaló además la frase con la que su nombre se asoció para siempre: "Quiero estar sola. La verdad es que como cualquiera, Garbo no quería estar sola, quería estar con la gente que le gustaba. De nuevo Garbo se tomó un descanso para renegociar su contrato y volver a poner a Metro a sus pies.

Sabiendo que tenía la sartén por el mango, usó su poder para protagonizar una película perfectamente ajustada a su persona, escrita por su amiga la guionista Salka Viertel, suegra de Deborah Kerr. La reina Cristina de Suecia, la monarca que solía vestir de hombre y mantenía una actitud desinhibida frente al sexo y relaciones con hombres y mujeres, tenía muchos puntos en común con Garbo. Precisamente fue Viertel quien le presentó a la mujer más importante de su vida, Mercedes de Acosta, una escritora que pasó por las camas de la mitad de las lesbianas de Hollywood. La lista de amantes femeninas de Garbo es como díría Churchill de Rusia "un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma". Parece que en esa lista pudieron estar Marlene Dietrich, Louise Brooks, Katherine Hepburn y Claudette Colbert –para Greta la homosexualidad en privado era perfectamente normal, pero hacer ostentación de ella era sórdido–. También tuvo relaciones con varios hombres y, especialmente con reconocidos homosexuales como el fotógrafo Cecil Beaton y el dietista Gayelord Hauser, a quien le unía un estilo de vida sano que fue una constante en su vida. Se alimentaba a base de yogur y frutas, caminaba kilómetros diariamente a buen paso y se bañaba desnuda, a veces con gran apuro de los amigos que la invitaban a sus piscinas privadas.

En las columnas de Hollywood empezaron a contar abiertamente que la mujer más deseada de Holywood no representaba un problema para ninguna esposa. Se olvidaron puntualizar que quizás si lo representaba para algún marido.

Aunque eran reacios a hacer la película, MGM cedió. Para interpretar a su amante español propusieron a Charles Boyer y Laurence Olivier, pero Garbo exigio a su examante John Gilbert. El estudio rechazó la idea de elegir a Gilbert, un actor en claro declive, pero Garbo se impuso. La reina Cristina se anunció como Garbo regresa y se convirtió en la película más taquillera del año. Un discreto beso en los labios de la reina a una de sus súbditas le ocasionó problemas con la censura y un hueco en el corazón de todas las lesbianas del mundo.

El director Robert Mamoulian le regaló a Garbo el primer plano final más famoso de la historia del cine, aquella expresión de la monarca alejándose de su tierra fue comparado con la Mona Lisa y con la Esfinge de Gizeh. Mamoulian le había pedido que no pensase en nada. Según las malas lenguas, era algo que no le resultaba muy difícil.

Greta Garbo en 1932.

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Los estadounidenses empezaban a demandar un cine más ligero y las películas de Garbo como Anna Karenina y La dama de las camelias ya resultaban más rentables gracias al mercado europeo. Durante el rodaje de La dama de las camelias murieron dos de las personas más importantes de su vida: Irving Thalberg y John Gilbert. Cuando la película se estrenó en Nueva York el 12 de diciembre de 1936, se convirtió en un éxito internacional, el primer gran éxito de Garbo en tres años, y le proporcionó una nueva nominación al Oscar, algo que no le importaba demasiado. Cuando en 1955 le concedieron el Oscar honorífico ni se planteó ir a buscarlo.

Siguiendo la lista de grandes amantes trágicas, se convirtió en Marie Walewska, la amante de Napoleón, la película significó el mayor fracaso de la Metro en la década. La estrella más grande de su tiempo empezaba a perder el brillo y para devolvérselo MGM orquestó la continuación al ¡Garbo Habla!: ¡Garbo ríe!. Dado el perfil de la actriz, aquello era, a priori, una brujería superior al sonoro.

Ninotchka rompía con la imagen seria y melancólica de Garbo gracias a la historia de una estricta espía rusa cuyo corazón se ablandaba por un americano se reconcilió con el público. Lo que ese público no sabía es que la risa de Garbo era tan desvaída que tuvieron que amplificarla.

MGM quiso dar un giro a la recién descubierta vis cómica de la diva más y volvió a reunirla con Melvyn Douglas en La mujer de dos caras, la historia de una mujer que ha perdido la atención de su marido y se hace pasar por su sofisticada hermana gemela con el fin de recuperarla. Pero nadie quería ver una Garbo mundana. Y mucho menos el hombre que había contribuído desde un segundo plano a convertirla en la diva que era. Adrian, el diseñador de vestuario de la Metro, había construido la imagen de Garbo que se ha perpetuado: andrógina, moderna, informal, pero siempre elegante y con clase. Cuando Metro quiso cambiar el estilo de Garbo para adaptarla a los nuevos tiempos Adrian renunció "cuando el glamour acaba para Garbo, acaba para mí”.

La taquilla discreta de La mujer de las dos caras tuvo poco que ver con Garbo: tres semanas antes de su estreno se produjo el bombardeo de Pearl Harbor y la entrada de Estados Unidos en la guerra. También hizo aparición un enemigo inesperado: el código Hays. Los puritanos no podían consentir una infidelidad y obligaron a introducir un inserto en el que el marido pasaba a conocer la verdad desde el principio, él dejaba de ser adultero y ella se convertía en una idiota. “Es como ver a tu madre borracha”, dijo la revista Time. Había sido reina, condesa, amante de Napoleón, y espía, pero nadie quería ver a Greta Garbo como una mujer aburrida que tiene que usar trucos para cautivar a su marido.

Entonces nadie lo podía imaginar, pero aquella iba a ser su última película. Tenía 36 años, y había hecho 28 largometrajes en 16 años.

Mientras el resto de las estrellas de Hollywood se volcaron en ayudar a las tropas con iniciativas como la de la Hollywood Canteen, Garbo se limitó a donar 6.000 dólares a Finlandia, patria de su mentor Maurize Stiller, y desapareció.

Tras muchas ofertas que desestimó, se preparó para volver al trabajo siete años después. En 1948 firmó para rodar una imagen basada en La Duchesse de Langeais de Balzac.Max Ophüls estaba preparado para dirigirla y Garbo se aprendió el guión e hizo varias pruebas de pantalla en Roma, pero el resultado disuadió a los productores y la financiación se desvaneció. Las pruebas de cámara que se conservan son su último trabajo en el cine.

Seguía siendo una mujer increiblemente atractiva, pero había perdido la frescura; ella lo sabía y sabía que los papeles que recibiría ya no tendrían el mismo peso. Para qué mostrar al mundo su declive, se preguntó. Al contrario que otras estrellas había sabido administrarse y se había alejado de las drogas y el alcohol, –a excepción de un par de tragos diarios de Cutty Shark, su gran pasión–; había comprado propiedades en Rodeo Drive e invertido en arte –en su colección había Renoir y Kandinsky– y era propietaria de un apartamento de siete habitaciones en Manhattan. A pesar de ello su tacañería era legendaria. No le importaba recorrer kilómetros para ir a almacenes baratos y contaba cada céntimo que el servicio gastaba en los productos del hogar. Siempre había sido así. Cuando era la estrella mejor pagada de Metro, Thalberg había bromeado: "Tal vez deberíamos sacarla de delante de la cámara y ponerla en nuestro departamento de contabilidad".

Se empezó a hablar del mítico encierro de Garbo que no fue tal. Nadie se aísla del mundo en un apartamento de la calle 52 con vistas al East River. Las estrellas que quisieron preservar su imagen se retiraron a mansiones escondidas en las colinas de Hollywood. Garbo no quería aislarse de nada más que de Hollywood. Sus paseos eran tan frecuentes que encontrárserla durante unas vacaciones en Nueva York formaba parte del interés turístico de la ciudad. Tampoco era una misántropa: no le gustaba la gente, pero le gustaban sus amigos, era habitual verla en eventos de los Rothschild y viajaba habitualmente por Europa o Sudamérica, generalmente con acompañantes homosexuales a los que obligaba a mantener en secreto sus conversaciones –no siempre lo cumplían y más de una vez vio sus intimidades expuestas en la prensa, como el día que Cecil Beaton traicionó su confianza y vendió sus fotos a Vogue–.

Una de sus últimas relaciones fue con Gerorge Shlee, un financiero ruso marido de Valentina, la prestigiosa diseñadora afincada en Nueva York. Durante un tiempo los tres formaron un trío bien avenido, pero a medida que la historia de amor entre su marido y Garbo se afianzó, la relación entre ambas se fue tensando. En 1964, Garbo y Schlee se registraron en las habitaciones contiguas de un hotel parisino y durante la noche él falleció de un ataque cardiaco. Para evitar el escándalo, Garbo se fue, Valentina voló para recuperar el cuerpo de su marido e hizo saber que Garbo no sería bienvenida en el funeral. No podía perdonar que le hubiese dejado sólo tras su muerte. Valentina borró todo el recuerdo de Garbo de su vida e inluso contrató a un sacerdote para exorcizar la presencia de Garbo de su apartamento, como recoge Hugo Vickers en Loving Garbo: The Story of Greta Garbo,Cecil Beaton and Mercedes de Acosta. A pesar de ello Valentina y Garbo continúaron viviendo en el mismo edificio de apartamentos y ambas evitaron durante veinticinco años encontrarse en el ascensor. No todo el mundo en Nueva York deseaba cruzrse con La Divina. Valentina murió a finales de 1989 y Garbo el 15 de abril de 1990, aunque la que murió realmente aquel día fue Greta Lovisa Gustafsson. Garbo, como todas las divinidades, es eterna.

Greta Garbo paseando por Nueva York, una imagen habitual en sus últimos años.

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