Jueves de la VII Semana de Pascua

Hech 22,30; 23, 6-11

Después de haberse despedido Pablo de los presbíteros de comunidad de Éfeso, siguió junto con sus compañeros su camino a Jerusalén, a pesar de los presagios negativos.

En Jerusalén se entrevista con Santiago y los dirigentes de la comunidad local.  Ellos lo previnieron del peligro de los judíos de Asia, muy molestos por el éxito de la predicación de Pablo.

En efecto, los judíos se adueñaron de Pablo y estuvieron a punto de lincharlo.

El tribuno romano que había salvado a Pablo quiso oír lo que los judíos achacaban al apóstol.

El sanedrín o consejo supremo estaba formado por los fariseos, el grupo más religioso, y en gran parte por los saduceos, el grupo sacerdotal más político y conservador.  Pablo aprovechó las discrepancias entre los dos grupos y al mismo tiempo proclamó su fe en la resurrección y sobre todo en la resurrección de Cristo.

Pablo recibe la visita de Cristo, que es al mismo tiempo confortadora y misional: «darás testimonio de mí en Roma».

Jn 17, 20-26

Hoy terminamos de escuchar la «oración sacerdotal» de Jesús.  En ella, el Señor nos revela lo más íntimo de sus anhelos y preocupaciones.

Se podría resumir en dos palabras lo que hoy hemos escuchado: unidad y amor.  Ambas palabras tienen una gran conexión entre sí.

«Que sean uno… y así el mundo conozca que Tú me has enviado».

La unidad que Cristo quiere de sus seguidores es consecuencia de la unidad misma del Padre y del Hijo.  Igual que ellos son uno, nosotros tenemos también que ser uno en el Señor.

¿Estamos luchando seriamente por esta unidad?  ¿Es para nosotros preocupación profunda como lo es para Cristo?

El amor del Padre por su Hijo es el mismo amor que tiene hacia nosotros si formamos una sola cosa con su Hijo.

Hagamos realidad estas enseñanzas de Jesús.  Solo estando unidos y amándonos podremos celebrar dignamente la eucaristía.

Miércoles de la VII Semana de Pascua

Hech 20, 28-38

Hoy hemos escuchado en la primera lectura la segunda parte del discurso que San Pablo hizo en Mileto a los presbíteros de la comunidad cristiana de Éfeso.

El núcleo o centro del discurso lo oímos al principio: «Miren por ustedes mismos y por todo el rebaño, del que los constituyó pastores, el Espíritu Santo, para apacentar a la Iglesia que Dios adquirió con la sangre de su Hijo».

Todos nosotros, cada uno según nuestra vocación, somos miembros vivos de esta comunidad de vida que es la misma vida trinitaria: el Padre es el origen eterno y la meta última es Cristo, el Hijo de Dios encarnado, es el sacerdote único, mediador y redentor, y el Espíritu  es el que nos introduce y dinamiza en esta vida.

Pablo nos habla de su experiencia y nos invita a seguirlo.

Jn 17, 11-19

Hemos oído otro fragmento de la maravillosa «oración sacerdotal» de Jesús.

Hoy aparecen dos verbos: cuidar y santificar.

«Cuídalos, para que sean uno como nosotros».  El tema de la unidad, como preocupación de Cristo es fundamental para la Iglesia.

El segundo verbo es consagrar o santificar.  Sólo Dios es santo.  Pero nos comunica su misma vida.  Y nos la comunica por su propio Hijo Jesús.  El se proclamó a sí mismo: «Yo soy…. la verdad».

Nuestra vocación cristiana implica un entrar, un vivir, un actuar según la misma vida de Dios.  ¿Somos conscientes de este privilegio?  Es un regalo amoroso de Dios que implica una responsabilidad de aceptación y de respuesta.

Vivamos esta Eucaristía a la luz de las palabras de Cristo que hemos escuchado hoy.

San Matías, Apóstol

Matías, un nombre muy común entre los hebreos, significa “don del Señor”; en realidad este apóstol recibió el don de ser agregado al grupo de los Doce, en remplazo de Judas, para ser con los demás apóstoles, testigo de la resurrección del Señor.

Después de la Ascensión del Señor, Pedro propuso que se eligiera el remplazo del traidor. Dijo, entre otras cosas: “Conviene, pues, que de los varones que nos han acompañado todo el tiempo que entre nosotros permaneció el Señor, Jesús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue elevado a lo alto, sea constituido uno de ellos testigo de su resurrección, con nosotros”. Presentaron a dos: José, llamado Barsabá, y a Matías. Y concluye el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Lo echaron a suertes, y cayó la suerte sobre Matías, que fue contado con los Once Apóstoles”.

Matías, pues, estuvo constantemente cerca de Jesús, desde el comienzo hasta el final de la vida pública del Redentor. Testigo de Cristo, y sobre todo de su resurrección, porque la resurrección del Salvador es la razón misma del cristianismo. Matías vivió con los Once el milagro de la Pascua, y con todo derecho podrá anunciar a Cristo, por haber sido espectador de la vida y de la obra de Jesús “desde el bautismo de Juan”.

Esta era la primera condición que proponía Pedro. La segunda y la tercera eran el llamamiento divino y la invitación, y que vemos en la oración del colegio apostólico: “Muéstranos, Señor, a quien has elegido”.

A nosotros nos puede maravillar el modo de elegir a Matías: echando a suertes. Interrogar a la suerte para conocer la divina voluntad un método conocido en la Sagrada Escritura. La división misma de la Tierra prometida se hizo por medio de la suerte; y los apóstoles pensaron que era oportuno seguir el mismo método. La comunidad propuso dos candidatos: José, hijo de Sabas, llamado el Justo, y Matías. La suerte cayó sobre Matías. EL nuevo apóstol, cuyo nombre brilla en la Escritura sólo en el momento de la elección, vivió con los Once la fulgurante experiencia de Pentecostés antes de emprender, como los otros, los caminos del mundo a anunciar “las glorias del Señor “.

No se sabe nada de su actividad apostólica, ni si murió mártir o de muerte natural, porque las narraciones sobre él pertenecen a escritos apócrifos. A la tradición de la muerte por decapitación con una hacha se une el patrocinio especial que le atribuyen los carniceros y los carpinteros.

Lunes de la VII Semana de Pascua

Hech 19, 1-8

La gran novedad del Nuevo testamento es el «don del Espíritu Santo», es decir la «inhabitación» de Dios en nosotros.

A partir de Pentecostés la acción de Dios en el hombre no es desde afuera, sino desde dentro. Sin embargo, dado que su presencia es espiritual, solo la podemos reconocer por su acción. Esta es quizás la razón por lo que en la primitiva Iglesia uno de los «signos sensibles» que indicaban la presencia del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes es lo que se llama «El don de Lenguas» o el comenzar a hablar en lenguas desconocidas. Esta manifestación la encontraremos a todo lo largo del libro de los Hechos y está siempre asociada con el bautismo y con la oración.

En medio de este mundo incrédulo que nos toca vivir, esta manifestación es de nuevo un don manifiesto en muchos cristianos, asociado hoy en día, más que al bautismo, que se recibe de pequeño, con la «aceptación personal de la salvación en Cristo» y el compromiso de vivir conforme al Evangelio.

Por ello, en muchas reuniones de oración, al igual que en la primera comunidad, se «oye orar a los cristianos en lenguas que solo los ángeles conocen». Como todos los dones en la Iglesia, éste también debe ser discernido para no engañarnos en la vida espiritual. Deja que el Espíritu te manifieste su presencia viva en ti.

Jn 16, 29-33

Estando tan cerca la Solemnidad de Pentecostés en la que recordamos y celebramos el don del Espíritu, la primera lectura de hoy nos cuestiona seriamente. De la conversación de San Pablo con los discípulos de Éfeso se deduce que es impensable que un bautizado desconozca al Espíritu Santo. Aquellos hombres no sabían de su existencia; pero nosotros, que sí lo conocemos aunque sea de oídas, podemos tener una ignorancia vital: saber quién es pero vivir como si fuera un desconocido. El Espíritu Santo es nuestro compañero más íntimo, mora en nuestro interior, ¡somos su templo! Él nos ilumina, asiste, aconseja, defiende, consuela y fortalece. Ora en nosotros, nos revela la Escritura. Es el que hace y mueve a los hijos de Dios, por lo que su persona debe impregnar todo nuestro ser, nuestra existencia. Así que, ante esta palabra, estamos invitados a reflexionar sobre cómo va nuestra relación con Él y a pedirle que nos conceda la gracia de amarle cada día más y de abrirnos a su acción, de crecer en docilidad a Él. 

En el Evangelio asistimos al fin del discurso de Jesús en la Última Cena. Son las últimas palabras que dirige a la comunidad de sus discípulos antes de su paso definitivo al Padre. Posteriormente elevará una oración (como escuchamos en la liturgia de estos días) y se encaminará hacia Getsemaní.

Durante la conversación, Jesús les había hablado de su partida. Como ellos no comprendían, Él, tomando la iniciativa, aclaró sus dudas. Esto generó la reacción: «Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos». Los discípulos se sienten ya maduros, piensan que han llegado al final del camino pero Jesús les abre los ojos a su realidad, a su inconsistencia: aún les falta mucho por recorrer.

Y todos nosotros estamos en la misma situación. Avanzamos paso a paso en el seguimiento de Jesús. Esto lo vemos reflejado también, en la comunidad de doce hombres en Éfeso de la primera lectura: ante nuestros ojos pasan de ser discípulos que ni siquiera sabían quién era el Espíritu a ser profetas llenos de Dios. En ellos, como en toda comunidad creyente, se actualiza la experiencia de los apóstoles. Esto nos llena de esperanza. El mismo Jesús dijo a Pedro: «Ahora no puedes, más tarde sí». Se cumplió en él y se cumplirá en nosotros. Con todo, no cambia el hecho de que en nuestro progresivo caminar suframos nuestras limitaciones e incoherencias.

A estas luchas interiores debemos sumar aquellas anunciadas por Jesús: las que tenemos en el mundo. Pero… ¡no podemos desanimarnos ni echarnos atrás! Ante las dificultades del tipo que sea: ¡Ánimo! ¡Confiar y tener valor! Esto es lo que nos pide Jesús. Es lo último que nos dice antes de enfrentarse a su propia Pasión y Glorificación. El Señor, no ha dejado de sembrar en nuestros corazones palabras de aliento («Vendrá a vosotros el Consolador, el Defensor»; «El Padre os ama»; «Permaneced en mí y daréis fruto abundante»), nos asegura categóricamente que en medio de cualquier tormenta tendremos paz en Él. Con su Palabra, con su ejemplo, y sobre todo, con el Espíritu que nos da, infunde en nosotros esa fuerza misteriosa que nos mantiene firmes en la Cruz. Fijemos los ojos en Él: el Padre no le dejó solo, estuvo siempre con Él y tampoco nos abandonará a nosotros. Él ha vencido y por su gracia, nos hace partícipes de su triunfo: por Él, con Él y en Él venceremos todo y llegaremos a la plenitud de la gloria, la vida y la felicidad, a su lado.

Sábado de la VI Semana de Pascua

Hch 18, 23-28

Grandes enseñanzas nos ofrece el evangelista san Juan en su evangelio de hoy.

Por una parte, el creyente debe insistir mucho en la oración de petición ya que Dios se ofrece gratuitamente a quien acude a Él, pues la relación personal con Dios no es fruto de ningún merecimiento por parte del hombre.

Por eso, Jesús orienta nuestra mirada hacia el «Padre» que nos ama. Jesús sabe que nuestra condición de creyente puede vacilar en muchas ocasiones y por eso nos recomienda acudir al Padre. El mismo Jesús, por nuestra oración va marcando el camino hacia Dios.

Pero lo fundamental en la lectura de hoy es la frase escueta de Jesús cuando dice que ya no habla en parábolas sino claramente y manifiesta a sus Apóstoles que «salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre».

Hasta ahora todos los hechos y palabras de Jesús eran, prácticamente un enigma para sus Apóstoles y lo seguirán siendo hasta Pentecostés. Pero el Señor les ofrece una afirmación que más tarde comprenderán totalmente, aunque ahora no lleguen al fondo de su sentido.

La tristeza y la alegría de las que les ha hablado los días pasados, parece como que hoy quedan explicadas, ya que su misión ha terminado en la tierra y ahora vuelve al Padre que fue quien le envió para realizar esta misión salvadora.

Con la venida del Espíritu Santo que les ha estado anunciando, llegarán a comprender plenamente lo que ahora solamente les cabe vislumbrar. Y su alegría será plena.

En muy pocas, pero densas palabras, Jesús ha descrito la parábola y el trayecto de su vida. Jesús tiene un origen y una patria: el origen es su Padre, la meta es asimismo su Padre: «Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre». Pero Jesús no vuelve al Padre tal como vino de él, no retorna de vacío; ahora lleva de las manos una multitud de hermanos y los entrega al Padre como nuevos hijos. No vuelve solo, regresa acompañado de la Iglesia, de tantos hombres y mujeres, por quienes ha dado su vida, y que le siguen como fieles discípulos. Con Jesús, nuestro camino, todos los hermanos volvemos a nuestro Padre.

En tu evangelio, Señor, nos invitas a pedir. Quieres que nos unamos a ti, el Hijo del Padre y todos juntos le pidamos. Un Padre no desatiende los ruegos de sus hijos.

Jn 16, 23-28

Primera aparición de Apolo en esta comunidad de creyentes en Jesús que está comenzando a desplegarse por el mundo. Sorprende la frescura y sencillez del relato: “Llegó a Éfeso un judío llamado Apolo…”. Los pocos datos que se nos ofrecen de él lo presentan como un hombre formado, culto, conocedor de la Escritura. De Jesús no sabía demasiado, pero lo que había conocido le entusiasmó y predicaba públicamente sobre Él contando lo que sabía, y haciéndolo muy bien.

Priscila y Aquila, compañeros de Pablo en la tarea de la evangelización, se dieron cuenta de que había muchas cosas que Apolo aún no conocía del “camino del Señor”, cuando lo escucharon en la sinagoga. Lo tomaron aparte y le fueron explicando con más detalle todo lo referente a la “buena noticia” de Jesús. Pero no hay el mínimo intento de que Apolo no predicara. Al contrario, lo animan en su deseo de llevar el Evangelio a Acaya, recomiendan a los discípulos del lugar que lo reciban bien… y su presencia ayudó mucho a los creyentes.

Una llamada de atención: el contraste entre la dinámica de la predicación en los comienzos de nuestra fe y los innumerables requisitos que con el tiempo se han ido exigiendo para que alguien pueda predicar el evangelio “oficialmente” en nombre de la Iglesia. Requisitos relacionados con el conocimiento intelectual, con la realización de estudios, con la consecución de “diplomas”… vinculado o no a un corazón entusiasmado con el Señor Jesús.

Una pregunta para interiorizar de manera personal: el anuncio de la Buena Noticia que pueda hacer de un modo u otro, ¿brota de la fascinación, el entusiasmo, el amor a Jesús de Nazaret, fruto de su amor primero y definitivo?

Este pequeño texto del evangelio de Juan, como todos aquellos en los que se habla de la posibilidad de pedir cosas a Dios, nos hace correr algunos riesgos. La fijación en el pedir, la convicción de que sabemos lo que necesitamos (ya el evangelio se encarga en otro lugar de decirnos que no sabemos lo que hay que pedir, pero nos gusta creer que sí), la tentación de mercadear con Dios en una especie de negocio de contraprestaciones, la dinámica de los méritos que acumulo… y nos perdemos lo verdaderamente importante: El Padre os quiere porque me queréis.

Aquí vamos de amor. Y el amor se entrega. Del Padre recibimos todo lo que necesitamos para afrontar la vida, quizá no todo lo que se nos ocurre pedirle. Porque hay muchas cosas que son importantes para nosotros y muchas situaciones “delicadas” por las que atravesamos a lo largo de la vida, pero no hay nada más grande que Dios nos pueda dar que el Hijo entregado y resucitado, presente para siempre, que nos permite ir afrontando lo que acontece aún en medio de nuestra debilidad. En Él lo recibimos todo, con Él tenemos la inimaginable posibilidad de vivir “resucitados”. Porque sólo su resurrección hace posible asumir este mundo asolado por tanto mal, sólo su resurrección es garantía del cumplimiento de las promesas. Sólo en Él puede seguir latiendo con esperanza lo mejor de nosotros mismos. Sólo en Él alcanzará la plenitud aquello que hambreamos en lo más profundo de nuestro corazón.

Pidamos hoy al Señor saber discernir nuestras necesidades y reconocer todo lo que de Él hemos recibido y estamos recibiendo, inadvertidamente, cada día.

Viernes de la VI Semana de Pascua

Hech 18, 9-18

Jesús ya les había advertido a sus Discípulos que iban a ser perseguidos y que los llevarían a los tribunales, pero también les aseguró que Él mismo estaría con ellos y que el Espíritu Santo les daría palabras y sabiduría a las que no podrían hacer frente sus enemigos.

Pablo, es este pasaje, es nuevamente testigo de que este aviso y esta promesa de Jesús se realizan en la vida de aquel que lo testifica con su palabra y con su vida.

Jesús nos dice hoy a nosotros también como lo hizo con Pablo: «No tengan miedo de hablar con valentía. Hablen y no callen, yo estoy con ustedes.» Es pues necesario que lo anunciemos con valentía en nuestras oficinas, en nuestros barrios, en las escuelas y universidades, etc.

Si el mundo de hoy vive en esta oscuridad y soledad, que lo empuja a buscar el mal que lo destruye, es porque nosotros los cristianos hemos estado por mucho tiempo callados. Es necesario despertar de nuestro letargo y ponernos a hablar del amor de Jesús; es necesario anunciarlo y dejar que se transparente en nuestra vida, aunque esto nos lleve a tener problemas. Estamos seguros que de la misma manera que Dios libró a Pablo y a sus compañeros, así también lo hará con nosotros.

Jn 16, 20-23

En la lectura del Evangelio de hoy, podemos apreciar que nosotros debemos decirnos la verdad: no toda la vida cristiana es una fiesta. No toda. Se llora, tantas veces se llora.

Cuando estás enfermo; cuando tienes un problema en tu familia con un hijo, con una hija, la esposa, el marido; cuando ves que el sueldo no alcanza hasta fin de mes y tienes un hijo enfermo; cuando ves que no puedes pagar la cuota del crédito inmobiliario de la casa y se deben ir…

Tantos problemas, tantos que nosotros tenemos. Pero Jesús nos dice: «No tengas miedo. Sí, estaréis tristes, lloraréis y también la gente se alegrará, la gente que está contra ti»

También hay otra tristeza, la tristeza que nos llega a todos nosotros cuando vamos por un camino que no es bueno. Cuando, por decirlo sencillamente, vamos a comprar la alegría, la alegría, esa del mundo, esa del pecado, al final hay un vacío dentro de nosotros, hay tristeza.

Y ésta es la tristeza de la mala alegría. La alegría cristiana, en cambio, es alegría en esperanza, que llega.

Pero en el momento de la prueba nosotros no la vemos. Es una alegría que es purificada por las pruebas y también por las pruebas de todos los días: “Vuestra  tristeza se cambiará en alegría”

Pero cuando vas a lo de un enfermo o a lo de una enferma que sufre tanto es difícil decir: «Ánimo. Coraje. Mañana tendrás alegría». No, no se puede decir. Debemos hacerla sentir como la hizo sentir Jesús.

También nosotros, cuando estamos precisamente en la oscuridad, que no vemos nada: «Yo sé, Señor, que esta tristeza se cambiará en alegría. No sé cómo, pero lo sé».

Un acto de fe en el Señor. Un acto de fe.

Para comprender la tristeza que se transforma en alegría Jesús toma el ejemplo de la mujer que da a luz: Es verdad, en el parto la mujer sufre tanto, pero después, cuando el niño está con ella, se olvida

Lo que queda, por tanto, es la alegría de Jesús, una alegría purificada. Esa es la alegría que queda. Una alegría escondida en algunos momentos de la vida, que no se siente en los momentos feos, pero que viene después, una alegría en la esperanza.

Éste, por tanto, es el mensaje de la Iglesia de hoy: no tener miedo

Jueves de la VI Semana de Pascua

Hech 18, 1-8

El comienzo de la lectura del libro de los Hech lo podríamos tal vez leer solamente como una crónica: Pablo fue de tal a tal ciudad, encontró a tales personas, etc.  Pero debemos leerlo también con un sentido teológico.  Aquella frase: «el verbo se hizo carne» se prolonga, es la Palabra de Cristo, su Evangelio, su gracia, lo que se va encarnando en lugares, en hechos, en personas concretas.

Claudio había expulsado a los judíos de Roma.  Este hecho negativo va a tener una consecuencia feliz para el cristianismo.  Oímos el encuentro de Pablo con Aquila y Priscila; ellos serán colaboradores y amigos.

Dice Pablo: «salúdenme a Priscila y Aquila, mis colaboradores en Cristo Jesús.  Ellos expusieron su vida para salvarme.  No sólo yo debo agradecérselo, sino también todas las comunidades de la gentilidad».  Hoy diríamos que Priscila y Aquila son unos «apóstoles laicos» ejemplares e indispensables.

Pablo decide pasar a predicar a los paganos.  La Iglesia sigue creciendo.

Jn 16, 16-20

Jesús, al despedirse de sus apóstoles, hora triste de separación, los consuela presentándoles una consecuencia de su partida: el don del Espíritu Santo; Jesús lo presenta como Consolador- Testigo y Maestro.

Los discípulos se extrañan: «¿Qué quiere decir con eso de que `dentro de poco ya no me verán y dentro de otro poco me volverán a ver’?»

Más allá de la separación que representa su Pasión y Muerte y luego su Ascensión, habrá una presencia diferente y nueva de Cristo, su gracia, su doctrina, sus sacramentos, sobre todo su Eucaristía.  Será una presencia más profunda y universal.

Debemos apreciar y aprovechar todos estos modos de presencia que hacen a la Iglesia.  De estas presencias nos alegramos, aunque esto no impide que tendamos hacia la presencia definitiva y ya sin necesidad de signos.

«Ven Señor Jesús» será el grito de la Iglesia en todo su peregrinar hacia el encuentro definitivo con su Señor.

Vivamos estas realidades en nuestra Eucaristía de hoy.

Miércoles de la VI Semana de Pascua

Hech 17,15-16. 22-18, 1

Pablo está en Atenas, la capital cultural del mundo antiguo, la sede y centro de la sabiduría de la época.

Su celo por Cristo resucitado lo lleva a dar su testimonio en el Aerópago, el centro de la sabiduría.

Pablo hablaba de Cristo a los judío con textos de la Biblia, a estos sabios paganos les hablará con la sabiduría humana, desde su religiosidad natural.  «Al Dios desconocido», decía aquel altar erigido para no fallar a alguna de la multitud de divinidades que en aquella ciudad se veneraban.

Apela al sentido de la naturaleza y de la creación, pero al llegar al punto culminante de su predicación: Jesús muerto y resucitado, Pablo encontró el rechazo, las burlas y el desprecio «de esto te oiremos hablar en otra ocasión».  Los sabios aeropagitas decían: otro más de esos locos, predicadores de religiones exóticas.  Pero este fracaso, casi total, fue una lección para Pablo.  Ya no usará más este método; dice de su apostolado en Corinto: «… mi palabra y mi mensaje no se basaron en discursos persuasivos de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y de su poder, para que la fe de Uds. no se funde en sabiduría humana, sino en el poder de Dios».

Jn 16, 12-15

Venimos escuchando el mensaje de despedida de Jesús.  El habla a sus discípulos del don del Espíritu Santo.  Hoy el Señor nos presenta al Espíritu Santo como el Maestro que culmina la obra de Cristo.  Jesús se había presentado a sí mismo como la verdad, pero los discípulos no habían podido comprenderlo.  Ahora, el Espíritu los iluminará en su camino y les hará comprender a Cristo para que puedan continuar la misión a la que los envía el Señor.

El Espíritu es indispensable para la unión con Cristo.  Cristo es indispensable para llevarnos al Padre.  Esto lo vivimos en la liturgia y, principalmente, en la Eucaristía.  Abrámonos al Espíritu, unámonos a Cristo y vayamos al Padre.  Que esta sea nuestra verdad, nuestra vida y nuestro testimonio.

Martes de la VI Semana de Pascua

Hech 16, 22-34

El Señor había dicho a sus discípulos que sufrirían al igual que Él, persecuciones y contradicciones.  El dar testimonio del Señor es seguir su propio camino de entrega y despojamiento como expresión de amor a Dios y a los demás.

Pablo y Silas, molidos a azotes, con los pies en un cepo, cantan himnos al Señor, ¿qué pensarían los otros presos al escucharlos?, ¿locos?, ¿fanáticos?

Con mayor razón pudieron ser tachados de esto mismo al no aprovechar la ocasión para huir.

La reacción del carcelero, «¿qué debo hacer?», es la consecuencia de tantas  cosas extraordinarias.

Y luego el camino de la Iglesia, la evangelización, «les explicaron la palabra del Señor y el rito sacramental», «se bautizó él con todos los suyos», y el convivio familiar.  La Iglesia se va construyendo.

Jn 16,5-11

Jesús está a muy poco tiempo de su muerte, los discípulos lo presienten y la tristeza los agobia.

De nuevo aparece la paradoja de la Pascua: de la muerte brota la vida, la gloria, de la humillación.

«Les conviene que Yo me vaya»; el don del Espíritu Santo es la coronación y el completamiento de su obra.  Él es el testigo supremo cuyo testimonio será indispensable para que los apóstoles y los discípulos puedan darlo también.

El que está a punto de ser muerto con la muerte más dolorosa y humillante, el considerado blasfemo y pecador, el vencido y muerto, se va a convertir en el victorioso, en el viviente con una vida nueva y perfecta, en el Santo de Dios, santificador de sus hermanos.  A esta alegría invita Jesús a sus discípulos.  Nos invita a nosotros.

Lunes de la VI Semana de Pascua

Hech 16,11-15


En el pasaje que acabamos de leer podemos apreciar cómo para Pablo toda ocasión es una oportunidad para hacer conocer el Evangelio. De hecho, busca insistentemente que se presente esta oportunidad.

Sin embargo nosotros, muchas veces, actuamos de modo contrario: cuando sale a la conversación algún tema de fe o de religión preferimos escabullirnos, con la típica excusa: «En cuestiones de política y religión no se pude discutir pues nunca se llega a nada».

Pensemos que si este hubiera sido el pensamiento de los primeros cristianos, todavía nosotros viviríamos en la ignorancia del amor de Dios. Quizás nosotros no nos sintamos llamados como Pablo a ir a buscar «por las orillas del río» a aquellos que no conocen a Jesús, pero lo que por vocación universal tenemos los bautizados es el aprovechar toda oportunidad que se presenta para anunciar el amor de Dios.

Aprovecha hoy todas las oportunidades que Dios te presente para hacer conocer el amor de Dios. Recuerda que la fe nace de la predicación.

Jn 15,26-16,4

Al estarnos acercándonos ya a la fiesta de Pentecostés, la liturgia nos ofrece textos y testimonios que nos ayudan a comprender, valorar y anhelar la venida del Espíritu en medio de nosotros.

La primera lectura nos presenta a Pablo trabajando arduamente, predicando la palabra, navegando; sí, hace mucho trabajo, pero quien abre el corazón de Lidia para que acepte la palabra es el Espíritu. El evangelio nos muestra la promesa de Jesús de enviarnos al Espíritu Consolador. Les anuncia a sus discípulos que sufrirán y los expulsarán de las sinagogas, que los amenazarán de muerte, pero que tienen que ser fuertes y encontrar esta fortaleza en el Espíritu Consolador.

Así con las palabras de Jesús entendemos como normal la serie de ataques y descalificaciones que sufre quien se entrega completamente al evangelio, pero lo que nos debe preocupar y cuestionar es si realmente estamos siendo fieles al Espíritu.

Nosotros, los cristianos no somos una organización social o meramente humana, que se rige por los estatutos y los estándares de aceptación.  La piedra de toque será la aceptación del Espíritu. Tendremos que abrir los corazones y dejarnos invadir por el Espíritu.

Con frecuencia queremos escudarnos en las seguridades de una estructura y quedamos anquilosados en tradiciones y costumbres que van perdiendo el verdadero sentido de seguidores de Jesús. El Concilio Vaticano II fue una fuerte llamada y una irrupción del Espíritu que sacudió desde sus cimientos a la Iglesia, pero posteriormente nos vamos otra vez acomodando y estableciendo.

Necesitamos pedir con fe y confianza ese Espíritu que venga a renovarnos y llenarnos de su impulso para ser fieles a Jesús a pesar de las críticas y las acusaciones. Si sufrimos por el Evangelio, tendremos la consolación del Espíritu que nos traerá la verdadera paz.