(PDF) POETA EN NUEVA YORK DE FEDERICO GARCÍA LORCA | Maxim Pujol Volodina - Academia.edu
POETA EN NUEVA YORK DE FEDERICO GARCÍA LORCA Mario Castro Arenas Tengo entre las manos “Poet in New York” de Federico García Lorca, una edición bilingüe traducida por Greg Simon y Steven F. White y editada con una introducción y notas de Christopher Maurer. La casa editorial es Farrar Straus Giroux con permiso de New Directions Publishing Corporation para circular la primera edición de 1988 en Estados Unidos y en Canadá por Collins Publisher de Toronto. Las traducciones se hicieron del texto en español publicado en 1940.1 Los poemas fueron escritos en la ciudad de Nueva York, el año 1929-1930, en que el poeta vivió como estudiante en Columbia University. Además del significado intrínseco del interés de profesores y críticos norteamericanos por un poemario inspirado por Nueva York escrito por un poeta español se acrecienta el interés literario por la introducción y las notas de Christopher Maurer y las cartas escritas por Federico a sus padres, que amplían el conocimiento sobre las vivencias que le suscitaron la estancia en Nueva York y La Habana para crear un poemario tan extraño, tan alejado de la temática hispánica tradicional de su poesía y, al mismo tiempo, tan revelador y enigmático sobre el intrincado dualismo omnipresente en su vida íntima. Las notas de Christopher Maurer constituyen una aproximación sugerente sobre los hábitos personales de García Lorca respecto de la publicación de su poesía; los riesgos de su generosidad y permisividad para entregar sus manuscritos originales a diversas personas no siempre escrupulosas en la conservación y respeto a los textos originales; su displicencia para fijar las fechas de la escritura de los poemas; el descuido de no verificar la identidad textual entre los poemas autógrafos y las copias; su juicio personal de que la edición libresca de sus poemas y obras teatrales “enterrara” su obra y no llegara al público con la frescura e impacto de los poemas declamados y la lectura pública de sus piezas teatrales; y, de manera particular, su negativa para entregar a la publicidad algunos poemas de “Poeta en Nueva York” mientras vivió, temiendo que revelaran zonas reservadas de su identidad sexual o de su visión crítica sobre 1 Existe nutrida bibliografía sobre las primeras ediciones de “Poeta en Nueva York” tanto en español a cargo de José Bergamín, como en inglés a cargo del poeta Rolfe Humphries. Daniel Eisenberg escribió un actualizado resumen de éstas y otras ediciones en español e inglés, así como la polémica sobre las variaciones del texto original entregado por García Lorca a Bergamín para la edición Séneca y utilizado por Humphries en la dudosa traducción de la edición Norton de Estados Unidos, cf. en “Poeta en Nueva York: historia y problemas de un texto de Lorca”, Ariel, Barcelona, 1976. Pero tal vez la discusión no se ha agotado. ciertos aspectos de la cultura y la sociedad de Estados Unidos. Asevera Maurer que el poeta granadino consideró que su poesía y dramaturgia eran trabajo en evolución permanente y que la publicación interrumpía o rompía el proceso creativo. No se trataba de manías o prejuicios del escritor sino de una concepción muy alerta y certera sobre la continuidad del proceso creativo. La historia de la literatura universal está contaminada, desde “La Iliada”, de alteraciones, adiciones, supresiones, de textos originales por deformaciones de copistas, juglares, trovadores, traductores, editores y familiares. Maurer advirtió que “Poeta en Nueva York” es un ejemplo preocupante de la suerte corrida por esta obra de García Lorca. Su muerte repentina en 1936, el clima político de la España de post-guerra, hostil a la obra de García Lorca, el exilio temporal de sus familiares y sus amigos más íntimos y la dispersión de sus manuscritos complicaron las dificultades para las ediciones del poemario post-mortem. Anotó que la historia textual de “Poeta en Nueva York” fue complicada por los cambios, algunas veces contradictorios, introducidos por García Lorca entre 1930 y 1936, acerca de los poemas que debían incluirse, y cómo se debía estructurar el poemario, cómo titularlo y dónde publicarlo. Más que como contradicciones del poeta, los cambios debiéramos asumirlos como el derecho del creador de modificar criterios sobre la selección y descarte de los poemas, máxime en un poeta genial, asistido por “duendes, espantadas y alucinaciones” y otras reacciones psicológicas de la idiosincrasia andaluza. Como se conoce, la primera edición de “Poeta en Nueva York” fue publicada en 1940, cuatro años después de su muerte. Puntualiza Maurer, y también Ángel del Río, que hubo dos primeras ediciones: una bilingüe de castellano e ingles con traducciones de Rolfe Humphries, publicada por W. W. Norton&Co. (New York) el primero de mayo de 1940; y otra primera edición en castellano publicada por José Bergamín en la editorial Séneca de México, aproximadamente un mes más tarde de la edición bilingüe. Ambos manuscritos, el usado por Bergamín, a quien Federico confió el autógrafo de los poemas; y las páginas tipeadas utilizadas por Humphries, se han perdido. Fue en el año de 1972 que Eutimio Martín señaló por primera vez las discrepancias entre los textos de las ediciones de Norton y Séneca, motivando un debate valioso entre investigadores de España, Francia, Inglaterra, Italia y Estados Unidos sobre la autenticidad de los textos perdidos. Ante las dudas no esclarecidas en el debate de los “lorquianos”, Maurer recomienda prudentemente recurrir a la información suministrada por la conferencia de García Lorca sobre el génesis de “Poeta en Nueva York” y las notas del poeta a la mayoría de los poemas escritos en Vermont, Nueva York y La Habana entre agosto de 1929 y junio de 1930, que García Lorca revisó en los cinco años siguientes a su retorno de Estados Unidos y Cuba. Según algunos estudiosos, existen evidencias de que el poeta consideró en 1932 publicar, además, no uno sino dos libros de los poemas escritos en el viaje a Nueva York y La Habana. Uno de los poemarios se iba a titular “Tierra y Luna”, a base de los versos tiernos y sentimentales escritos en la vena de las Canciones. El segundo libro debía ser “Poeta en Nueva York”. Años más tarde, la primera edición de “Diván del Tamarit”, recogió tres poemas que inicialmente fueron seleccionados de la poesía vinculada a Nueva York. La hipótesis de los dos libros se fundamenta en que Federico publicó aisladamente poemas dedicados a Nueva York en distintas revistas y antologías de España y América Latina, como preámbulo a la edición de “Poeta en Nueva York”. En una carta a su amigo Miguel Benítez Inglott, García Lorca le comunicó que su secretaria estaba pasando a máquina los manuscritos de los poemas de Nueva York, que se proponía publicar en octubre de 1935. Sin embargo, después cambió el inicial proyecto editorial y entregó los manuscritos a José Bergamín, editor de la revista “Cruz y Raya”, como fruto de un acuerdo oral con el ensayista español; los manuscritos escritos a máquina llevaban correcciones, tachaduras y enmiendas de su puño y letra para publicar la primera edición de “Poeta en Nueva York”. Otras versiones aseguran que el mismo ofrecimiento hizo al poeta Manuel Altolaguirre, dedicado a la edición de revistas literarias y libros de poesía de miembros de la Generación del 27 y de otros escritores españoles republicanos. Cuando se produjo la rebelión militar contra la Segunda República, Bergamín se refugió en París en 1938, llevando los originales de “Poeta en Nueva York”, cuyas copias entregó, después, al traductor Rolfe Humphries a cargo de la edición Norton, copia algo enrevesada por las inserciones a pluma del poeta que el profesor poco diestro en el conocimiento de la lengua castellana tuvo que descifrar a su leal saber y entender para verterlas al idioma inglés, según explicó él mismo. Esta nueva edición bilingüe de Christopher Maurer incluye la conferencia (lectura) de García Lorca sobre “Poeta en Nueva York” dictada, primero, en Madrid, en el mes de marzo de 1932, y repetida en otras ciudades españolas y en Argentina y Uruguay. Conferencia sumamente esclarecedora sobre la conmoción cultural, social, racial y religiosa que Nueva York removió en García Lorca, quien llegó a sugerir que el libro pudo titularse “Nueva York en el poeta”. La palabra conferencia sobresaltaría al poeta, tan alejado de la almidonada solemnidad de la academia. García Lorca empieza la conferencia aclarando que no se propone entretener al público sino realizar una pelea mano a mano con los oyentes. “Necesito defenderme del dragón que puede comerme vivo con sus trescientas fauces”. Admite que rompe un largo silencio poético, dado que habían pasado nueve años desde la publicación de “Poema del cante jondo” de 1921. Alude al “duende” de la inspiración como la manera de acceder al duro desafío de entender metáforas incomprensibles, que muy pronto se borran, sin depender de la inteligencia o de un aparato crítico y de esa manera captar, tan rápido como se lee, el diseño rítmico del poema. “No tengo que explicar nada que no sea el fuego que arde dentro de mi”, explicó. Sin embargo, el poeta ofrece las claves de su comprensión de lo que le significa Nueva York, la primera ciudad extranjera que conoció, como un complejo urbano inusual, como un espacio de la crisis moral que avivó su estro poético, como sujeto de una tensión racial y religiosa en la que la espiritualidad negra es la triunfadora final del conflicto étnico subyacente. No percibió Nueva York como los folletos de los tours citadinos. Como lo haría con Moscú, su ciudad antagónica, su visión de Nueva York es la reacción lírica que la urbe le suscitó con sinceridad y simplicidad, cualidades que, aclaró, no son intelectuales sino fundamentalmente poéticas: la arquitectura extrahumana y su furioso ritmo. En el primer boceto del poemario mezcló confusión y alegría. Pero luego, al estrechar el foco de su visión, observó el mecanismo de la vida social y “la dolorosa soledad de los hombres y sus máquinas”. Captó el poeta que los rascacielos se alzan en el cielo sin el deseo de ser nubes o llegar a la gloria. Dice: “Los ángulos de la arquitectura gótica surgen del corazón de la muerte. Los fríos rascacielos poseen una belleza sin raíces y revelan que no hay complacencia o estupidez capaces de trascender o conquistar la arquitectura espiritual, que es la perpetua intención del arquitecto. “No hay nada más poético y terrible que la batalla de los rascacielos con el cielo que los cubre”. Pocos días le tomó comprender a Federico que ese inmenso mundo no tiene raíces y entender la lucha inútil de Edgard Alan Poe contra la incomprensión de la sociedad norteamericana a su soledad alcohólica. Indica Maurer en nota a pie de página que la tutora del aprendizaje de ingles del poeta Sofía Megwinoff le contó que estaba fascinado con el ritmo de “Annabel Lee” y “The bells”. El recorrido de García Lorca por las barriadas negras fue más allá de las fronteras de la fascinación; lo arrastró una atracción avasalladora por los neoyorquinos de origen africano: por su piel, por su pelo, por su ritmo instintivo, y sobre todo, porque, a su juicio, los habitantes de Harlem no vivían para hacerse ricos sino para disfrutar el sentimiento dionisíaco de la existencia. Le disgustó que algunos negros usaran pomadas para blanquearse y sustancias para estirar los rulos. Subrayó que chinos, armenios, rusos y alemanes se sienten extranjeros en las calles de Nueva York, excepto los negros, por su gran influencia en la vida norteamericana: “ellos son los más delicados y espirituales elementos de ese mundo, porque ellos creen, esperan y cantan y porque tienen una exquisita y religiosa indolencia de la que carecen los otros inmigrantes”. Para que conociera a los afroamericanos en su medio étnico, la escritora negra Nella Larsen lo invitó a un cabaret sólo de negros, según relató en una de las cartas a sus padres, donde, dice, disfrutó viéndolos bailar. Por violento contraste, al cruzar las calles a través del Bronx o Brooklyn, el poeta sintió que los blancos adoraban las barreras y que en todas las casas había relojes y una imagen de Dios colocada a sus pies. Pero en los vecindarios negros existía, anotó, un constante intercambio de sonrisas y un temblor profundo que rodeaba las columnas niqueladas y una mano tendida para ofrecer una torta de manzana (apple pie). Mientras caminaba en la mañana rumbo a la Universidad de Columbia escuchando a los profesores decirle “Mister Lorca” o “niño dormilón” el ama de llaves, en el vecindario negro no sabía lo que pensaban los transeúntes porque ellos siempre estaban bailando: “la danza es la manera de exteriorizar sus sentimientos y su dolor”. Bajo esa impresión escribió el poema “Norma y paraíso de los negros”. Vio Harlem como la antinomia de Wall Street, según el poeta, el barrio más frío y más cruel de la ciudad, donde “ríos de oro fluyen de toda la tierra y la muerte llega con ellos”. Sintió allí una ausencia total de espiritualidad: nadie cuenta cualquier cifra que provenga del pasado porque todos viven obsesionados por el presente, por el imperio de un demoníaco respeto por el presente. Todo esto que llevó a Norteamérica la moralidad protestante fue rechazado, “gracias a Dios, por un español típico como yo”. Criticó acremente los cultos protestantes de los norteamericanos anglosajones, con ingenua mordacidad de católico de Andalucía, expresando que no pasaba por su cabeza latina cómo una persona podía ser protestante: “es la más ridícula, más odiosa cosa del mundo”. Motivos estéticos e idiosincráticos se fundieron en la actitud del poeta ante el protestantismo. Exaltó la cálida belleza de la misa católica española y satirizó la frialdad de la misa protestante en la que un pastor habla, los creyentes cantan himnos y luego cada uno se va a su casa. En este rechazó manejó argumentos históricos en la confrontación del catolicismo con la reforma protestante: “Comprendo aquí en Nueva York, ante las iglesias protestantes, las razones raciales de la gran lucha de España contra el protestantismo, y la actitud de Felipe II, “un gran monarca a quien la historia ha tratado injustamente”. Confesó su deslumbramiento por la digna solemnidad de los católicos americanos de Nueva York. Admiró los signos extraordinarios de su devoción, cosa rara en España, aclaró. Muchos comulgan dentro de grupos extraordinariamente disciplinados, con profundo recogimiento por recibir el cuerpo de Cristo. Vio niños japoneses hacer la Primera Comunión “con sus pequeños rostros amarillos, su blanco ropaje, la más tierna y delicada cosa que se pueda imaginar” cuenta en otra misiva a su familia. Resumiendo su pensamiento, conceptuó Federico que el problema religioso es muy importante para el estudio de Estados Unidos. En esta dirección, “Poeta en Nueva York” debe ser analizado tomando en cuenta la perspectiva de la creencia religiosa, al igual que el resto de su producción literaria. Por otro lado, téngase en cuenta, también, que García Lorca llegó a Nueva York poco antes que estallara el crash del mercado de valores, donde se perdieron billones de dólares y se arruinaron magnates y gente paupérrima. El poeta leyó en los diarios las noticias sobre los suicidios, la ola de histeria y pánico, y tuvo la sensación de que los suicidios de los millonarios arruinados por la quiebra de la bolsa fueron una muerte sin esperanza. “Por esto situé en Wall Street la ‘Danza de la muerte’: la típica máscara africana, muerte que es verdaderamente muerte sin ángeles ni resurrección; muerte totalmente extraña al espíritu bárbaro y primitivo de Estados Unidos, donde no se lucha por el cielo”. La constante religiosa es omnipresente en las metáforas y en la concepción general de “Poeta en Nueva York”, partiendo de las revelaciones de su conferencia y de la correspondencia intercambiada con la familia de Granada. La crisis financiera tuvo para él una sui géneris interpretación desde el punto de vista de la ética católica confrontada con la ética puritana estudiada por el sociólogo alemán Max Weber. Agregó a su comentario, asimismo, la respetuosa admiración que sintió por la religión judía. Visitó una sinagoga judía de Nueva York, la Shearith Israel, situada entre Central Park West y Seventieth Street, regida por judíos españoles; escuchó sus cantos y elogió al cantor religioso por su voz y su emoción. La visita a la sinagoga estimuló la remembranza de los sefarditas de Granada, específicamente don Manuel López Sáez y Miguel Carmona. Menciona también al rabino Sola, identificado por Maurer como David de Sola Pool (1895-1970), autoridad de los judíos sefarditas de Nueva York, a quien encontró parecido fisonómico con el sefardita granadino Sola Segura. La ausencia de la figura de Cristo, demasiado fuerte en la religiosidad del poeta, le chocó en la visita a la sinagoga neoyorquina, donde quedó impresionado por los cantos nostálgicos de una religión por aquel entonces desparramada por el éxodo, años antes del establecimiento formal del estado de Israel. Como sabemos, hay un poema titulado “Cementerio Judío”, cuyas extrañas metáforas no expresan directamente la admiración del poeta por los ritos religiosos judaicos y los melancólicos y desgarradores cantos del Sefarad, sino que constituyen imágenes desencadenadas desde las profundidades de los laberintos del inconsciente poético ante la contemplación del camposanto hebreo de Nueva York. Las cartas escritas a sus familiares en la temporada transcurrida en Nueva York son un registro de hechos visibles y convencionales: el viaje marino en la nave White Star de la línea Olympic, hermana del Titanic; las facilidades de la beca otorgada por Fernando de los Ríos, que fue su profesor en la Facultad de Leyes de la Universidad de Granada y después Ministro de Educación del gobierno de la Segunda República; el recibimiento en el puerto de Nueva York de Ángel del Río y Federico de Onís, profesores de universidades norteamericanas, el poeta León Felipe, profesor de Cornell University; el director de “La Prensa” de Nueva York, José Camprubí, suegro de Juan Ramón Jiménez, el pintor español Gabriel García Maroto, ilustrador del “Libro de Poemas”; la acogida literaria de Ángel Flores, profesor cubano en Nueva York, editor de revistas literarias y antologías de poesía; las clases del curso “ English for Beginners” y de Periodismo en la Universidad de Columbia, así como la vida estudiantil en una habitación del claustro universitario, donde compartió horas de clase con estudiantes extranjeros, japoneses, europeos, cubanos, y un aristócrata español, hijo del Duque de Tovar; la visita dominical a Coney Island, donde vio centenares de miles de veraneantes que jugaban en los casinos, se divertían en juegos infantiles, zoológicos, túneles del amor, bailes y romances playeros y se marchaban, dejando alfombras de desperdicios; fines de semana en la finca de Federico de Onís, en cuyo trayecto se extravió y se peleó con el chofer, temiendo que lo secuestrara, de acuerdo a un divertido relato de Onís; su cariñoso trato con los hijos de la familia Stanton; comentarios sobre el crash financiero y sus consecuencias mortales; una visita a una iglesia ortodoxa frecuentada por rusos y griegos, y otras a templos católicos, que lo enfervorizaron, a templos protestantes que lo enfurecieron, y a una sinagoga, según hemos comentado antes; un viaje a la frontera con Canadá, donde admiró las cataratas del Niágara. En resumen, el epistolario con los padres refiere las incidencias de un estudiante normal en una universidad tradicional más la narrativa de encuentros con escritores, entre ellos el novelista Hart Crane; el apoyo casi de padres a hijo de los profesores del Río y de Onís y sus esposas; visitas turísticas a Coney Island y Niagara Falls; y escapadas aparentemente inocentes a cabarets y bares de Harlem. Poco o nada transmiten las cartas de Federico acerca del submundo mágico, atroz, espeluznante, cruel, torturador y hasta sadomasoquista, que revelan los poemas de “Poeta en Nueva York”. Se abre una cierta duda sobre si García Lorca tuvo una doble vida, de secretos sexuales y experiencias traumatizantes, en su estada en Nueva York y La Habana. En principio, su relación estrecha con familias de profesores y amigos del mundo académico no propició un hipotético desdoblamiento del tipo “el hombre y la bestia” stevensiano, de un estudiante de comportamiento normal en el día y un aventurero noctívago que frecuentaba bares de mala muerte abundantes en Nueva York. Personalmente nos inclinamos a aceptar “Poeta en Nueva York” como producto no tanto de vivencias personales sino de una estremecedora versión onírica y subterránea de la urbe, una visión fantástica de una ciudad fantástica derivada de una monstruosa pesadilla anidada en las corrientes de la conciencia de un poeta dotado de las cualidades del Bosco y Goya para percibir lo sobrenatural y demoníaco por encima de la realidad cotidiana. Más allá de los acuerdos y disidencias sobre la influencia surrealista francesa en García Lorca y también en Aleixandre, Alberti o Cernuda, es posible detectar en el poeta granadino la irradiación torrencial de la escritura automática, liberada desde los planos de la subconciencia poética. El Manifiesto Surrealista redactado por André Breton se sustentó básicamente en las investigaciones psicoanalíticas del profesor Sigmund Freud sobre el universo onírico, principalmente en “La interpretación de los sueños” y “Lo inconciente”, también estudiado por Jung y Lacan. La lógica diurna de la conciencia se altera durante el período en que duerme el ser humano, dando salida a un intermitente y caudaloso mundo mental nocturno, tan real y vigente como el mundo mental diurno, pero en el que rige una densa, compleja, oscura, subrealidad, poéticamente muy rica e intensa, poblada de sueños reprimidos, fantasmas, demonios, incestos y deseos sexuales sórdidos y ocultos, fantasías muchas veces delirantes que la conciencia suele rechazar por su conflicto con las convenciones morales y legales. Freud inventó el psicoanálisis, no el sueño; inició la investigación científica de la influencia psicológica del subconsciente en hombres y mujeres. Breton propugnó la poetización del subconsciente, es decir, la construcción de un lenguaje poético que tradujera esa subrealidad psicológica que aflora durante el sueño, creando una dependencia entre psicoanálisis y surrealismo. No hay pruebas sólidamente documentadas de que García Lorca hubiera leído el manifiesto de Breton y la poesía de los militantes del grupo francés del surrealismo, aunque había aprendido algo de francés. El crítico inglés Derek Harris asegura que, hacia 1925, es decir antes del viaje a Nueva York, García Lorca estaba familiarizado con el manifiesto de Breton, pero que en una conferencia de 1928, repetida después en Nueva York y La Habana, rechazó la influencia de los sueños y el subconsciente, por considerarlas “técnicas de evasión poética”. (García Lorca: Poeta en Nueva York, London: Grant and Cutler, 1978) El crítico español Víctor García de la Concha niega la adscripción formal del poeta al surrealismo (“El surrealismo”, Taurus, Madrid, 1982). En los poemarios anteriores dedicados al andalucismo tópico –gitanos, guardia civil, toros y toreros, drama de las mujeres estériles– no se perciben atisbos de la subrealidad como aparece a partir de “Poeta en Nueva York”. Salvador Dalí le increpó en una carta los riesgos del folklore andaluz. En verdad, García Lorca nunca abandonó del todo los tópicos del andalucismo populista, pero los expresó con un lenguaje poético superior al de otros poetas que hicieron profesión de gitanería. Pero no puede dudarse que, a partir de “Poeta en Nueva York”, cambió su visión y el lenguaje de la tragedia, de la tauromaquia y la flamenquería en general. Testimonio de una grave crisis, “Poeta en Nueva York” fundó otra poética lorquiana, expresó otra concepción de la lengua poética y de intimidades sombrías que antes apenas reflejó. García Lorca fue un surrealista avant la lettre, un surrealista instintivo, no un discípulo del surrealismo codificado de Breton y compañía. La lectura comparativa de la poesía de los surrealistas franceses -sobre todo, André Breton, Robert Desnoes-, la primera época de Louis Aragon y Paul Elouard, y la poesía de Federico García Lorca, marca distancias insalvables. Los franceses expresan una subrealidad de materiales inertes –paraguas, mesas de cirujanos, maniquíes, utilería de museos y galerías de arte-; los españoles supuestamente surrealistas, incluyendo a Salvador Dalí y al director cinematográfico Luis Buñuel - traducen un sentido trágico de la vida y de la muerte llevado a sus máximos extremos. Mucho antes de la aparición del surrealismo, Góngora, y Goya trasuntaron, con poesía y pinceles, la mitología griega y la teología cristiana desde visiones espeluznantes de condenados al infierno, aquelarres de brujas y lechuzas parlantes. En la obra de García Lorca esta tradición de pesadillas infernales replegadas en la subrealidad mental, se reanudó con la trágica intuición obsesionante de la muerte, la simbología del toro, la presencia de una luna gélida y patética, que brotaron de la poesía como oscuros presentimientos que nunca llegó a descifrar. Su angustiada urgencia de abandonar Madrid y viajar a Granada en el principio de la guerra civil surge como la premonición fatídica del encuentro prematuro con una muerte trágica. García Lorca temió siempre que su desaparición fuera muy cruel y despiadada, tal como revela Dámaso Alonso en la crónica de la travesía nocturna del Guadalquivir de aguas crecidas de los poetas de la Generación del 27 a Sevilla. Sintió un miedo visceral por la clase de muerte que presentía. Gran parte de la simbología metafórica de “Poeta en Nueva York”, que asoma también en el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejía” y su dramaturgia, es como uno de esos espejos deformantes de las ferias pueblerinas en los que, acaso, horrorizado, llegó a presenciar su anticipada muerte, aprisionado, fusilado y arrojado a una tumba colectiva, por la prefiguración de las malvadas fuerzas oscuras que entrevió en Nueva York, la ciudad que lo acogió cariñosamente, le abrió las aulas de una de sus universidades tradicionales y sólo recibió amistad de profesores españoles y de hispanistas norteamericanos, pero él sólo vio una muerte desgraciada. En entrevistas periodísticas de 1931, 1933 y 1936, que aparecen en la edición Aguilar de sus obras completas, en tono satírico, García Lorca manifestó que “Nueva York es algo odioso, algo monstruoso. Me agradó caminar pos sus calles, perdido, pero reconozco que allí yace un mundo muy grande. Nueva York es Senegal con máquinas. La única cosa que Estados Unidos ha dado al mundo son rascacielos, jazz y cocktails. Eso es todo. Cuba, que está en nuestra América, hacen mejores cócteles”. La conmoción que le produjo Nueva York por los cañones geológicos de los edificios, la segregación de los negros, y el materialismo del sistema financiero capitalista resultó radical para los cánones de moral, social y religión de García Lorca. La combinación de esas antítesis le condujo a una conclusión: la liberación de su conflicto sexual y la premonición de su muerte violenta. Lorca se reencontró paradójicamente en una ciudad desconocida que le aturdió con su maquinismo apabullante, pero que, al mismo tiempo, lo emancipó de interdicciones morales; al contrario, el sistema político y económico, que él repudió, amparó su marginalidad homosexual, como no podía hacerlo la España conservadora. Charles Baudelaire criticó la modernización de París. Donde los positivistas franceses vieron la posibilidad de una calidad de vida urbana superior a las tortuosas callejuelas infestadas de prostitutas y viejecillas y mendigos que inundan su poesía, el poeta avizoró que empezarían a germinar las nuevas y verdaderas “flores del mal” de la soledad y la alienación. Las razones de los poetas no reconocen las razones del urbanismo capitalista. Análisis estilístico Descartada la opción de explorar una correlación lógica de los significados de “Poeta en Nueva York”, buscando la identificación entre realidad y poesía, puede intentarse el análisis de los significantes, de conformidad con las pautas estilísticas consignadas por Dámaso Alonso a partir de la teoría lingüística de Ferdinand de Saussure. “Poeta en Nueva York” consta de diez bloques de poemas escritos en versos libres, algunos en endecasílabos y cuartetos de alejandrinos. El primer bloque “Poemas de la soledad en Columbia University” se inicia con dos líneas de versos de Luis Cernuda: Furia color de amor, Amor color de olvido. El primer poema “Vuelta de paseo” empieza y cierra con la anáfora “Asesinado por el cielo”. Prosigue con un terceto basado en la fluencia de sintagmas progresivos que se encadenan y encabalgan con sintagmas bimembres no progresivos. Hay una sucesión de oxímoron –árbol de muñones que no canta, agua harapienta de los pies secos, cansancio sordomudo, asesinado por el cielo– que intensifican la dramaticidad rítmica del poema. El poema 1910 (Intermedio) sustenta la amplitud reposada de su consonancia en la anáfora “Aquellos ojos míos de mil novecientos diez” de los dos primeros conjuntos de versos libres, anáfora que varía en el tercer conjunto a “aquellos ojos míos en el cuello de la jaca”. Reaparecen aquí tópicos retóricos de la simbología andaluza de los primeros poemarios: muerte, toro, luna, limón, jaca. El poema “La aurora” introduce en el libro la temática de la ciudad de Nueva York con oxímoron procedentes de la crisis urbana: columnas de cieno, huracán de negras palomas, aguas podridas, cieno de números y leyes, sudores sin fruto, naufragio de sangre. Cinco cuartetos articulan sintagmas no progresivos en que predominan significados sobre significantes. “Tu infancia en Menton” abre con un endecasílabo de Jorge Guillén: “Si, tu niñez ya fábula de fuentes”. Asocia sintagmas no progresivos en los seis versos iniciales. Continúa con un armonioso cuarteto asíndético seguido por varios sintagmas no progresivos igualmente asindéticos unidos por la anáfora “amor” con variantes. “Fábula y rueda de los tres amigos” combina la enumeración no copulativa. “Enrique, Emilio, Lorenzo” que remata con las enumeraciones copulativas. “Uno y uno y uno” y “Tres, y dos y uno”. Sintagmas no progresivos sustentan la tonalidad elegíaca del poema. El segundo conjunto de poemas titulado “Los negros” empieza con el poema “Norma y paraíso de los negros” que innova la temática y la retórica lorquiana impregnándola de imágenes ausentes en los poemarios anteriores. Repite la anáfora “azul” –azul desierto, azul crujiente, azul sin un gusano, azul sin historia–, color emblemático de la retórica modernista presente en la generación de J. R. Jiménez, los Machado, Valle-Inclán) y también, con acento surrealista, en la generación del 27 ( Alberti, Salinas, Cernuda). “El rey de Harlem” es el poema más largo del conjunto, alrededor de 122 versos, sin sumar hemistiquios quebrados por encabalgamientos cortos, en los que predominan anáforas: ¡Ay Harlem!, ¡Ay Harlem!, ¡Ay Harlem!; Negros, Negros, Negros. Las imágenes fluyen de canteras surrealistas muy intensas y dramáticas, fundiendo elementos humanos y zoológicos. Es el poema más surrealista del conjunto por la fluencia de la escritura automática y las metáforas creadas por una visión grotesca del suburbio negro y sus habitantes. El sentido de lo grotesco, muy hispánico, responde a la premeditada deformación de seres humanos para transmitir la angustia ética del poeta por un rey que, en realidad, no es un monarca aristocrático sino el portero negro de uniforme de charreteras doradas de los condominios de Nueva York. En “Iglesia abandonada” se reitera el recurso a los conjuntos paralelísticos anafóricos: Yo tenía un hijo que se llamaba Juan. Yo tenía un hijo, de la apertura del poema, seguido por: Yo tenía una niña. Yo tenía un pez muerto bajo la ceniza de los incensarios. Yo tenía un mar; Yo tenía un hijo que era un gigante; luego llega la serie anafórica: “¡un hijo! ¡un hijo! ¡un hijo!, ¡Su hijo!, ¡Su hijo!, ¡Su hijo!. “Danza de la muerte” empieza con los versos: El mascarón. Mirad el mascarón cómo viene del África a Nueva York”. La repetición de mascarón aludiría a las máscaras africanas, imagen de una muerte verdadera sin resurrección, como lo explicó en la charla sobre “Poeta en Nueva York”. Es uno de los poemas más alusivos a la tragedia de la segregación racial: “No es extraño este sitio para la danza. Yo lo digo/ El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números/ entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados/ que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces.” Contrasta Lorca la marginalidad negra con los millones que mueven los agentes de bolsa de Wall Street: “Pero no son los muertos los que bailan/ Estoy seguro./ Los muertos están embebidos devorando sus propias manos/ Son los otros los que bailan con el mascarón y su vihuela/ Son los otros, los borrachos de plata, los hombres fríos/ los que duermen en el cruce de los muslos y llamas duras/ Los que buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras/ los que beben en el banco lágrimas de niña muerta/ o los que comen por las esquinas diminutas pirámides del alba”. “Paisaje de la multitud que vomita” (Anochecer de Coney Island) y “Paisaje de la multitud que orina” (Nocturno de Battery Place) aluden la impresión de vulgaridad que provocó en García Lorca el espectáculo de las masas congregadas en los lugares de recreación de Nueva York. Impresión del poeta provinciano ante la revolución de las masas de la gran ciudad profetizada y analizada por Ortega y Gasset. Vómitos, orines, mujeres gordas: elementos simbólicos del concepto de lo grotesco expresado en imágenes de una cruda fisiología antes ausente en el delicado folklorismo andaluz de sus primeros libros. La visión lorquiana de Nueva York se complementa con los poemas “Asesinato, Navidad en el Hudson, Ciudad sin sueño, Panorama ciego de Nueva York, Nacimiento de Cristo”. El diálogo de madrugada en Riverside Drive” por un hecho de sangre desata en su tensionada brevedad la obsesiva recurrencia de la muerte en las vivencias lorquianas en este poema que concluye con un lamento premonitorio: “¡Ay, ay de mí!”. “Navidad en el Hudson” encarna en marineros degollados acontecimientos que acaso presenció el poeta: “He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales/ dejándome la sangre por la escayola de los proyectos/ ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas”. Homenaje lírico al río, que remata con espléndidas anáforas: “¡Oh esponja más gris!/ ¡oh cuello mío recién degollado!/ ¡oh río grande mío!/ ¡oh brisa mía de límites que no son míos!/ ¡oh filo de mi amor, oh hiriente filo!”. “Ciudad sin sueño” distribuye las anáforas “No duerme nadie por el cielo, Nadie, nadie. No duerme nadie” por el cuerpo del poema marcado por las torturas del insomnio. Reaparecen los elementos teratológicos de la zoología fantástica lorquiana: iguanas, cocodrilos (presentes en el Rey de Harlem), caballos, hormigas, vacas, mariposas disecadas, sierpes gongorinas, camellos, criaturas turbias que libera el turbio inconsciente surrealista que asoma en el poema. En la misma línea poética se inscribe “Panorama ciego de Nueva York”. Los pájaros revolotean en el extraordinario poema como símbolos sombríos de una inexcusable, inexistente ornitología de la urbe donde “algunos niños idiotas han encontrado en las cocinas/ pequeñas golondrinas con muletas/ que sabían pronunciar la palabra amor”. “Nacimiento de Cristo” evoca la nevada navidad de Manhattan donde vuelve a expresarse la antipatía del poeta por los ritos protestantes: “Sacerdotes idiotas y querubes de plata van detrás de Lutero por las altas esquinas”. “Poema doble del Lago Eden” revela un trasfondo autobiográfico que transmite mediante anáforas la pugna psicológica del poeta angustiado por su liberación sexual. “Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina/ quiero mi libertad, mi amor humano/ en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera/ ¡mi amor humano! Quiero llorar porque me da la gana/ como lloran los niños del último banco/ porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja/ /pero si un pulso herido que ronda las cosas del otro lado/ Quiero llorar diciendo mi nombre/ rosa, niño, y abeto a la orilla de este lago/ para decir mi verdad de hombre de sangre/ matando en mi la burla y la sugestión del vocablo/. No, no. Yo no pregunto, yo deseo/ voz mía libertada que me lames las manos/ En el laberinto de biombos es mi desnudo el que recibe/ la luna de castigo y el reloj encenizado/ Así hablaba yo/ Así hablaba yo cuando Saturno detuvo los trenes/ y la bruma y el Sueño y la Muerte me estaban buscando/ Me estaban buscando/ allí donde mugen las vacas que tienen patitas de paje/ y allí donde flota mi cuerpo entre los equilibrios contrarios.” Un poema apto para el análisis psicoanalítico. “Cielo vivo” continúa exponiendo el doloroso conflicto íntimo de García Lorca, y la búsqueda de la muerte como un espacio de eternidad donde concluyan los prejuicios: “Yo no podré quejarme/ si no encontré lo que buscaba,/ pero me iré al primer paisaje de humedades y latidos/ para entender que lo que busco tendrá su blanco de alegría/ cuando yo vuele mezclado con el amor y las arenas/. Vuelo fresco de siempre sobre lechos vacíos/ Sobre grupos de brisas y barcos encallados/ Tropiezo vacilante por la dura eternidad fija/ y amor al fin sin alba. Amor. ¡Amor visible!”. El quinto grupo de poemas empieza con “El niño Stanton”, muerto de cáncer a los diez años, hijo de un matrimonio norteamericano con el que el poeta tuvo una relación de amistad y empatía literaria. Expresa un sombrío dolor de tono elegíaco que impregna los otros poemas de homenajes a amigos fallecidos. Es explícita la alusión a la infancia y la causa de la muerte en uno de los poemas más transparentes y a la vez más estremecedores. La alusión autobiográfica se torna elusión en el poema “Vaca”, oscurecido por imágenes recargadas por la simbología de la muerte exteriorizada por el vacuno, característico de García Lorca, como los caballos de Picasso en “Guernica”. “Niña ahogada en el pozo” recoge fúnebres vivencias de Granada y Newburgh, sobre la muerte de una niña que no tiene expresión directa en el poema sino a través de metáforas relacionadas con el agua. Ejemplo paradigmático de inconciente poético de linaje surrealista. El capítulo sexto “Introducción a la muerte” (Poemas de la soledad en Vermont”) se concentra en la anáfora ¡Qué esfuerzo!, suscita el recuerdo de un poema de César Vallejo. Remata con anáforas de espeluznante alucinaciones subconscientes: “Y la rosa,/ qué rebaño de luces y alaridos/ ata en el vivo azúcar de su tronco (espléndido oxímoron). Y el azúcar,/ ¡qué puñales sueña en su vigilia!/ Y los puñales diminutos,/ ¡qué luna sin establos, qué desnudos/ piel eterna y rubor, andan buscando!/ Y yo por los aleros,/ ¡qué serafín de llamas busco y soy!/ Pero el arco de yeso,/ ¡qué grande, qué invisible, qué diminuto/ sin esfuerzo.” “Nocturno del hueco” arranca con el conjunto paralelístico: “Para ver que todo se ha ido/ para ver los huecos y los vestidos/ ¡dame tu guante de luna/ tu otro guante de hierba,/ amor mío!”. Prosigue la serie paralelística “Para ver que todo se ha ido” repitiendo enigmas entretejidos en el venero del subconsciente. En la segunda parte del poema, la anáfora “Yo” hila versos que repiten el sustantivo “hueco” como presentimiento de una fúnebre fosa. “Paisaje con dos tumbas y un perro asirio” repite la anáfora “amigo” como letanía elegíaca “Ruina” y “Luna y panorama de los insectos” exacerban la estructura surrealista de “Poeta en Nueva York”, ciudad-fuente de la extravagante, espectral, hermética y, por lo mismo, fascinante poética lorquiana. Nueva York se explaya en el capítulo VII como la cantera dominante de la retórica, “the turning point”, de la poesía de Federico García Lorca. “Oficina y denuncia” titula el poema, diatriba de odio, también himno de amor, a la ciudad donde el espíritu del poeta se exalta por los millones de patos, cerdos, palomas, corderos, gallos, sacrificados en los mataderos; los interminables trenes de sangre, leche, rosas, engullidos por el voraz consumismo capitalista. El poeta se yergue en defensa de la otra mitad de los habitantes de Nueva York, los marginados, los réprobos, los leprosos raciales y económicos aislados por el sistema: “Yo denuncio a toda la gente/ que ignora la otra mitad/ la mitad irredimible/ que levanta sus montes de cemento/ donde laten los corazones/ de los animalitos que se olvidan/ y donde caeremos todos/ en la última fiesta de los taladros”. “Cementerio judío” es alusivo a los hebreos, a los hijos e hijas de Cristo, todos envueltos en una acumulación de metáforas de concepción religiosa. Mucho más aliñado con la imaginería religiosa es “Crucifixión”: “¡Oh cruz, oh clavos, oh espina!”. Reaparece la imagen patética y emblemática de la vaca lorquiana, acompañada de un rebaño de maldiciones y vituperios. El octavo capítulo “Dos odas” se abre con “Grito hacia Roma”, estructurado en una serie de conjuntos paralelísticos anafóricos: “No hay más que un millón de herreros/ forjando cadenas para los niños que han de venir/ No hay más que un millón de carpinteros/ que hacen ataúdes sin cruz/ No hay más que un gentío de lamentos/ que se abren las ropas en espera de las balas/. Pero el hombre vestido de blanco/ ignora el misterio de la espiga/ ignora el gemido de la parturienta/ ignora que Cristo puede dar agua todavía/ ignora que la moneda quema el beso de prodigio/ y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán/ Pero el viejo de las manos traslúcidas/ dirá: Amor, amor, amor/ aclamado por millones de moribundos/ dirá: Amor, amor, amor/ entre el tisú estremecido de ternura/ dirá: Paz, paz, paz/ entre el tirite de cuchillos y melenas de dinamita/ dirá: Amor, amor, amor/ hasta que se le pongan de plata los labios./ Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay! , mientras tanto/ los negros que sacan las escupideras/ los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores/ las mujeres ahogadas en aceites minerales/ la muchedumbre de martillo, de violín o de nube/ ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro/ ha de gritar frente a las cúpulas/ ha de gritar loca de fuego/ ha de gritar con la cabeza llena de excremento/ ha de gritar loca de nieve/ ha de gritar como todas las noches juntas/ ha de gritar con voz tan desgarrada/ hasta que las ciudades tiemblen como niñas y rompan las prisiones del aceite y la música/ Porque queremos el pan nuestro de cada día/ flor de aliso y perenne ternura desgranada/ porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra/ que da sus frutos para todos. La Oda a Walt Withman acentúa el uso de los conjuntos paralelísticos anafóricos con excepcional maestría: “Pero ninguno se dormía/ ninguno quería ser río/ ninguno amaba las hojas grandes,/ ninguno la lengua azul de la playa./ Nueva York de cieno/ Nueva York de alambre y de muerte/ ¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?/ ¿ Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?/ ¿Quién el sueño terrible de tus anémonas manchadas? Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,/ he dejado de ver tu barba llena de mariposas/ ni tus hombros de pana gastados por la luna/ ni tus muslos de Apolo virginal/ ni tu voz como una columna de ceniza/ anciano hermoso como la niebla/ que gemías igual que un pájaro/ con el sexo atravesado por una aguja./ Enemigo del sátiro/ enemigo de la vid/ y amante de los cuerpos bajo la burda tela. / Ni un solo momento, Adán de sangre, Macho,/ hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Withman/ porque por las azoteas/ agrupados en los bares/ saliendo en racimos de las alcantarillas/ temblando entre las piernas de los chauffeurs/ o girando en las plataformas del ajenjo,/ los maricas, Walt Withman, te señalan/ ¡También ese! ¡También! Y se despeñan/ sobre tu barba luminosa y casta/ rubios del norte, negros de la arena/ muchedumbre de gritos y ademanes/ como los gatos y como las serpientes/ los maricas, Walt Withman, los maricas/ turbios de lágrimas, carne para fusta/ bota o mordisco de los domadores./ ¡También ese! ¡También! Dedos teñidos/ apuntan a la orilla de tu sueño./ Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Withman/ contra el niño que escribe/ nombre de niña en su almohada/ ni contra el muchacho que se viste de novia / en la oscuridad del ropero/ ni contra los solitarios de los casinos/ que ven con asco el agua de la prostitución/ ni contra los hombres de mirada verde/que aman al hombre y queman sus labios en silencio”. Luego enhebra García Lorca la célebre enumeración asindética: “Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos/ gotas de sucia muerte con amargo veneno./ Contra vosotros siempre, Fairies de Norteamérica/ Pájaros de La Habana/ Jotos de México/ Sarasas de Cádiz/ Apios de Sevilla/ Cancos de Madrid/ Floras de Alicante/ Adelaidas de Portugal. ¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas! / Esclavos de la mujer. Perras de sus tocadores./ Abiertos en las plazas con fiebre de abanicos/ o emboscados en yertos paisajes de cicuta/. ¡No haya cuartel! La muerte/ mana de vuestros ojos/ o agrupa flores grises en la orilla del cieno/ ¡No haya cuartel! ¡Alerta!/ Que los confundidos, los puros,/ los clásicos, los señalados, los suplicantes/ os cierren las puertas de la bacanal. / Y tu, bello Walt Withman, duerme a orillas del Hudson/ con la barba hacia el polo y las manos abiertas/. Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando/ camaradas que velen tu gacela sin cuerpo”. El noveno capítulo “Huida de Nueva York” (Dos valses hacia la civilización) agrupa dos poemas: “Pequeño Vals vienés” y “Vals en las ramas”. Ambos intensifican la continuidad de anáforas antes señaladas: “¡Ay, ay, ay!,”/ Hay una muerte para piano/ que pinta de azul a los muchachos/. Hay mendigos por los tejados./ Hay frescal guirnaldas de llanto/ ¡Ay, ay, ay!/ Toma este vals que se muere en mis brazos/ ¡Ay, ay, ay!/ Toma este vals del “Te quiero siempre”. El segundo poema combina anáforas y enumeraciones: “La dama/ estaba muerta en la rama./ La monja/ estaba dentro de la toronja/. La niña/ iba por el pino a la piña/. Y el pino/ buscaba la plumilla del reino/ Y yo también / porque cayó una hoja/ y dos/ y tres,/ y una cabeza de cristal/ y un violín de papel./ Y la nieve durmiera un mes,/ y las ramas luchaban con el mundo,/ una a una/ dos a dos/ y tres a tres/ ¡Oh duro marfil de carnes invisibles!/ ¡Oh golfo sin hormigas del amanecer!/ . Con el ay de las damas/ con el croo de las ranas/ y el gloo amarillo de la miel. ”. El capítulo X clausura los poemas inspirados por Nueva York y abre paso al poema “El Poeta llega a La Habana”. Despojado del dramatismo de los poemas de Nueva York “Son de negros en Cuba” es un tributo a la musicalidad de la ciudad de Santiago, homenaje rítmico de carácter lúdico centralizado en la anáfora “Iré a Santiago”, y en imágenes superficiales tomadas de los cigarros habanos Fonseca y Romeo y Julieta. Cuba fue un bálsamo de fresca brisa contra las vivencias traumáticas experimentadas en Nueva York. Conclusiones: Después de analizar “Poeta en Nueva York” se repara en el esfuerzo poético desplegado por García Lorca en la línea de Luis de Góngora, luego de varios siglos de la edición de las Soledades. El homenaje a Góngora de la Generación de 1927 no fue el prurito de un símbolo colectivo de poetas. García Lorca fue, con Aleixandre, el más gongorino de los poetas del 27. Fue el poeta que absorbió con mayor fidelidad e intensidad, mutatis mutandi, la poética del cordobés, vale decir, la construcción de un lenguaje poético para simbolizar la realidad con un indumentario procedente de una concepción sofisticada de la idealidad lírica. Góngora recurrió a la mitología grecolatina para elevar, y a la vez, edulcorar, una realidad aldeana de serranas y pescadores, con propósitos primordialmente literarios. García Lorca abrió los sombríos manantiales del sueño y el inconsciente , no para trascender poéticamente las trivialidades de la realidad rural de España, como Góngora, sino para exorcizar los demonios pululantes de la realidad urbana capitalista, representada por Nueva York. Pero lo que en Góngora pudo ser ingenio lúdico, ejercicio retórico, la magnificación de un grandioso artífice verbal, en García Lorca apuntó a direcciones estéticas y morales por completo desconectadas de un gratuito laboratorio verbal. En vez de ninfas, donceles, náyades y deidades del Olimpo mitológico como paradigmas exacerbados de la existencia pastoril, Lorca recurrió a símbolos de la contemporaneidad: marineros, soldados, niños ahogados, negros, maricas, jugadores de bolsa, tahúres, contrabandistas, y un repertorio zoológico de chacales, vacas desolladas, hormigas, y otras criaturas que, de acuerdo a su visión poética, pululan en el cieno y en los montes de cemento de los rascacielos. Pero estructuralmente el esfuerzo poético de Góngora y Lorca fue el mismo: alterar la realidad, uno para halagarla sensorialmente con aliteraciones, homofonías, hipérbaton, paráfrasis y otros amaneramientos lujosos; el otro, para expresar la realidad neoyorquina, no con el discurso sumario y crudo de la sociología, sino con metáforas escatológicas sobre la segregación racial y la desigualdad social. Utilizó oxímoron que tensaron contradicciones; anáforas que recalcaron atroces conflictos; series y conjuntos retóricos clásicos que modernizaron el lenguaje metafórico de la denuncia. Basó las innovaciones verbales en la reivindicación de un concepto muy hispánico de lo grotesco, que procede de El Bosco, Goya, Valle-Inclán en los esperpentos. La visión escatológica de Nueva York es la summa de las estancias infernales de El Bosco, el aquelarre de los endriagos antropocéntricos de Goya, las intrigas de la corte isabelina de reyes de baraja del ruedo ibérico valleinclanesco. García Lorca transmutó Nueva York en una urbe de pesadilla, exponiendo poéticamente los descaecimientos del sistema emplazado en el valor del dinero a través de una demonología extraída del magma del subconsciente. Wall Street, el infierno del dinero; Harlem, un paraíso de sonrisas de dientes blancos sobre la piel oscura. García Lorca pensó en algún momento escribir una especie de defensa de los afroamericanos. Lo realizó, en cierta forma. Pero concluyó emprendiendo la apología general de los oprimidos por el color, por el sexo, por el dinero, por la soledad. El mismo desplegó su exorcismo personal, su anagnórisis sexual, en fin, su ajuste de cuentas con la eternidad, presintiendo que, en la metrópolis del capitalismo, estaba empezando la agonía que lo condujo a la muerte ante el pelotón de anónimos enemigos que lo fusiló un apocalíptico amanecer, seis años después de su descenso a los infiernos en Nueva York.