Cada febrero de Humboldt
Opinión

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Cada febrero de Humboldt

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Por Cecilia Kühne

Siempre que terminaba el mes de febrero Friedrich Wilhelm Heinrich Alexander Freiherr von Humboldt sentía que su nombre era muy largo y el tiempo demasiado corto. Al mundo lo calculaba diferente: ancho, ajeno, lejano, pero casi suyo. Oriundo de Berlín —1769 — hijo de Alexander Georg von Humboldt, un oficial del ejército de Federico II el Grande de Prusia, y cuya madre fue Marie Elizabeth von Hollwege, heredera de una fortuna, el pequeño Humboldt, nunca se imaginó que acabaría siendo reconocido como una suerte de padre de la Geografía Moderna Universal. Durante su adolescencia quiso dedicarse a la carrera militar pero su familia lo alejó de tales cuestiones y comenzó a inculcarle el deseo de conocer otras tierras.

Obediente y muy curioso, aprovechó la oportunidad de realizar un primer “viaje formativo” en la primavera de 1790 que lo llevó a lo largo del río Rin hasta Holanda y desde allí a Inglaterra. El resultado fue tan bueno, la formación tan espectacular, que comenzó a soñar con irse cada vez más lejos.

Ya habiendo estudiado mucho y gracias a un permiso excepcional del rey Carlos IV de España, Humboldt decidió embarcarse a América. El 5 de junio de 1799 salió de La Coruña a bordo de la corbeta de guerra Pizarro. Catorce días después hizo escala en las islas Canarias. Luego, retomó el rumbo hacia las Indias Españolas con dirección a La Habana y México, lugar al que —queremos imaginar lector querido— tenía un especial deseo de conocer.

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El camino fue largo y tropezado pero fascinante y novedoso: no lo detuvo la fiebre tifoidea ni la amenaza de peste, mucho menos los altos volcanes que hubo de ascender, los interminables ríos que navegar, las selvas que cruzar o si debía adentrarse en las minas más oscuras. Feliz y ordenadamente, día tras día, durante mucho tiempo, registró todas las maravillas que le salieron por delante. Hasta que otra vez llegó febrero y, en su último día, como casi siempre, decidió moverse y visitar la Nueva España. El calendario marcaba el año de 1803.

Fue ya bien entrado marzo, justo el día 23, cuando Humboldt, ya con una buena reputación de explorador, llegó al puerto de Acapulco. Cuentan que en cuanto se instaló en el puerto le escribió al virrey José de Iturrigaray para informarle que había llegado y realizó mediciones durante cuatro días. Después, emprendió la marcha hacia la capital del virreinato seguido de sus ayudantes y veintiún mulas para transportar sus instrumentos científicos, así como las colecciones botánicas, zoológicas y geológicas que había reunido en el viaje. Por el camino iba dibujando la carta itineraria de Acapulco a México. Pasó por Chilpancingo, visitó la famosa mina de plata de Taxco y al cruzar por Cuernavaca y Huitzilac, recibió la respuesta del virrey a su carta, informándole que le prestaría todo el apoyo para sus investigaciones. Con tal seguridad, Humboldt entró a la Ciudad de México, la noche del 11 de abril de 1803.

Cuenta Luz Fernández, en su texto “La ciudad de México que Humboldt vio a través de sus ojos azules”, que, en su primera impresión, el explorador describió lo que miraba con las siguientes palabras:

“México debe contarse sin duda alguna entre las más hermosas ciudades que los europeos han fundado en ambos hemisferios. A excepción de Petersburgo, Berlín, Filadelfia y algunos barrios de Westminster, apenas existe una ciudad de aquella extensión que pueda compararse con la capital de Nueva España, por el nivel uniforme del suelo que ocupa, por la regularidad y anchura de las calles y por lo grandioso de las plazas públicas”. Una urbe que, además de estar situada a 2,260 m. de altitud, gozar de un clima dulce y templado y estar rodeada de un gran número de avenidas arboladas, ofrecía, para habitarla toda, desde las más graciosas “casas de indios” hasta construcciones arquitectónicas de una belleza insuperable, de estilo puro, “sin recargamiento de ornatos en el exterior de las casas de tezontle”, pero majestuoso en edificios como la Escuela de Minas, el Palacio Nacional, el Real Correo, el Arzobispado, iglesias, cárceles, almacenes y conventos. Admirado ante tanta perfección, buscando un nombre para escribir y describirla, la llamó la Ciudad de los Palacios.

Tras un año completo, otra vez a finales de febrero, en los primeros días de marzo de 1804 –después de cinco años de viaje– Alexander von Humboldt decidió emprender el viaje de regreso. Se embarcó con archivos, testimonios, muchas historias que contar y la gozosa memoria del inexistente invierno americano y su gloriosa primavera. Cuando llegó a París fue recibido por 10,000 personas.

Nunca más volvió a América, pero cuentan que su mente y espíritu se quedaron para siempre. Siguió de cerca las noticias y ante los avatares políticos de México y otras colonias decidió apoyar la independencia de los países latinoamericanos que había recorrido. “El mundo tropical es mi elemento”, escribió nostálgico en más de una ocasión. Mas en esta orilla también lo recordábamos. Simón Bolívar, al referirse a sus viajes, y sin apuntar jamás algún febrero, solía decir: “Es el descubridor del Nuevo Mundo. Humboldt hizo más por América que todos los conquistadores juntos”.

Alexander von Humboldt murió en la ciudad que lo vio nacer, 83 años después, el 6 de mayo de 1859.

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