Consejero del Zar

Rasputín, el místico que llevó a Rusia al abismo

Sus éxitos al aliviar al heredero del trono ruso, Alexei, de los sufrimientos causados por la hemofilia le dieron un poder extraordinario sobre la madre del pequeño, Alejandra, y sobre Nicolás II, soberano del mayor imperio del planeta. Pero ese ascendiente sobre los zares fue la causa de su muerte.

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Grigori Yefímovich Rasputín había nacido el 9 de enero de 1869 en Prokrovskoie, una localidad de Siberia situada a más de dos mil kilómetros de San Petersburgo, entonces capital de Rusia. Era hijo de Yefim Yákovlevich, un pequeño campesino. Su juventud no fue distinta de otras muchas en una tierra donde la vida era más que dura: borracho y juerguista, también resultó ser un ladrón. Un día, uno de sus vecinos lo sorprendió mientras robaba la cerca de madera de su almiar y le propinó una paliza que cambió a Grigori; según este vecino, Rasputín "se volvió extraño y como imbécil". Aquel ensimismiento era el signo de una transformación interior, que se manifestó cuando en 1897 peregrinó al monasterio de San Nicolás de Verjoturie. Acudió allí en busca de la guía espiritual del hermano Makari, un joven asceta que mortificaba sus carnes con una cadena.

Esta visita cambió su vida para siempre. El semianalfabeto Rasputín que volvió a la aldea atendía a los oficios divinos, rezaba con fervor y su fama llevó a que a su alrededor se formara un grupo de fieles que se reunía en una capilla bajo el establo de su casa para cantar y leer el Evangelio, cuyo significado glosaba Grigori. Pero ¿eran esos cánticos y esos comentarios los que cabría esperar de un honesto seguidor de la Iglesia ortodoxa rusa? Los conciudadanos de Rasputín pronto pensaron que no: Grigori se ganó la fama –que no le abandonaría nunca– de pertenecer a la secta de los jlysti.

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Los jlysti creían que Cristo se podía encarnar en cualquier hombre, letrado o iletrado. Éste, llamado Cristo, se unía a una mujer, la Madre de Dios, y dirigía la vida espiritual de su comunidad o "arca". Durante sus celebraciones nocturnas en lugares subterráneos cantaban, danzaban, se flagelaban y llegaban a un estado de éxtasis ritual que concluía en una sesión orgiástica: creían que el pecado llevaba al arrepentimiento y la salvación, una creencia a la luz de la cual se ha interpretado la sexualidad de Rasputín. Pero ninguna de las investigaciones que la Iglesia emprendió sobre Grigori concluyó que fuese un sectario.

Uno de sus vecinos le propinó una paliza que cambió a Grigori; desde entonces Rasputín "se volvió extraño y como imbécil"

En este punto divergen las opiniones de quienes han estudiado la vida de Rasputín. Así, el escritor ruso Edvard Radzinsky sugiere que no fue considerado un jlyst debido a las presiones de los zares en su favor, mientras que el historiador estadounidense John T. Fuhrmann cree que no fue un sectario, pero adoptó elementos del pensamiento y la práctica de éstos; por ejemplo, no fumaba y sus seguidores se llamaban entre sí "hermano" y "hermana".

Los rumores sobre su pertenencia a los jlysti, los escándalos sexuales –que su esposa Praskovia toleraba, quizá porque sabía que el sexo era para Grigori algo más que un motivo de placer– y las burlas sobre sus supuesta santidad hicieron que en 1902, tras un peregrinaje al monte Athos, Rasputín marchara a la ciudad de Kazán, un importante centro religioso.

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El camino a la corte

Rasputín impresionó a los dignatarios religiosos de Kazán, que se hallaban al frente de una Iglesia ritualista, burocratizada y sometida al zar, y que buscaban la autenticidad y la sencillez que parecía encarnar aquel campesino de fe ardiente, que trataba a los jerarcas ortodoxos con la misma familiaridad que a las gentes de Pokrovskoie. De hecho, los entusiasmó hasta el punto de que lo recomendaron a los dirigentes de la Iglesia en San Petersburgo, adonde llegó en tren durante la Pascua de 1903, a bordo de un vagón de primera clase. Ya no volvería a hollar el polvo de los caminos.

La fe de Grigori conmovió al archimandrita Feofán, el confesor de los zares, que le presentó a sus otros valedores en la Iglesia: el obispo Hermógenes y el monje Iliodor, quienes luego se convirtieron en sus enemigos acérrimos. A la muerte de Rasputín, Hermógenes diría: "Creo que al principio hubo en Rasputín un fulgor divino. Tenía la agudeza necesaria para penetrar en el interior de la gente y sabía mostrar conmiseración, cosa que, a fuer de ser sincero, experimenté en mi propia persona, pues en más de una ocasión fue capaz de aliviar mis padecimientos espirituales. De esa manera me conquistó a mí y, al menos, en los inicios de su carrera, también a otras personas".

Estos dones espirituales y el aval de Feofán abrieron a Rasputín los salones de la más alta aristocracia rusa, entre la que triunfaban toda clase de vendedores de mercancías místicas. A éstas eran adeptas las grandes duquesas Militsa y Anastasia de Montenegro, hijas del rey de este país y casadas con dos miembros de la familia Romanov, que quedaron fascinadas con el campesino. Fueron ellas quienes en 1905 introdujeron a Rasputín en la familia real, que por entonces vivía parapetada en un aislamiento incomprensible para la corte. Nicolás y Alejandra estaban dispuestos a recibir toda la ayuda posible, humana y divina, en un mundo que les era hostil y al que escondían un terrible secreto.

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Una pareja angustiada

En 1904, después de alumbrar cuatro hijas (Olga, Tatiana, María y Anastasia), la zarina dio a luz un varón, Alexei, el ansiado heredero del trono. Pero la alegría por el nacimiento se esfumó pronto: el ombligo del pequeño sangró durante dos días al cortar el cordón umbilical; fue el primer síntoma de hemofilia, una enfermedad hereditaria que transmiten las mujeres y se caracteriza por abundantes hemorragias internas y externas. Alejandra, nacida en el principado alemán de Hesse, era nieta de la reina Victoria, portadora de hemofilia, una enfermedad que entonces no tenía cura; en aquella época, la esperanza de vida de un hemofílico era de 14 años. Los zares abandonaron el palacio de Invierno de San Petersburgo y se recluyeron en el palacio Alexander, en la cercana Tsárskoye Tseló, para mantener en secreto una noticia que, de saberse, podía invalidar al zarevich Alexei como sucesor de su padre en el trono.

La derrota militar mostró que se necesitaba una reforma del Estado, y la represión despojó al zar de su aura de "padrecito de sus súbditos"

Esa no era su única preocupación. El año 1905 trajo aciagas novedades. En agosto, Rusia perdió la guerra contra Japón, lo que conmocionó a una sociedad rusa que en enero, durante el llamado Domingo Sangriento, había asistido a la brutal represión de miles de obreros cuando llevaban pacíficamente sus peticiones al zar. La derrota militar mostró que se necesitaba una reforma del Estado, y la represión despojó al zar de su aura de batyushka o padrecito de sus súbditos. Nicolás concedió una Constitución y una Duma o parlamento con atribuciones ínfimas, pero jamás aceptó ser un monarca constitucional, lo que consideraba un menoscabo de su autoridad, y Alejandra, un robo de los derechos de su hijo como gobernante absoluto por la gracia de Dios.

En Tsárskoye Tseló, la emperatriz se sentía libre tanto de la presión política como del rechazo que manifestaba hacia ella una corte que la consideraba fría y distante (no hablaba ruso y se comunicaba en inglés con el zar). Las montenegrinas Militsa y Anastasia aliviaron su aislamiento. Antes ya le habían traído al francés Nizier Anthelme Philippe, practicante de la "medicina astral", en quien los zares –que lo llamaban Nuestro Amigo– confiaron para concebir un hijo varón y que, cuando volvió a Francia en 1902, le dijo a Alejandra: "Algún día tendrá otro amigo como yo que le hablará de Dios". Ese nuevo amigo llegó en noviembre de 1905, cuando las princesas invitaron a Rasputín a tomar el té con los soberanos.

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Una relación indestructible

Rasputín causó una profunda impresión en Alejandra y Nicolás, y sus lazos con los monarcas quedaron definitivamente anudados cuando en 1907 el zarevich sufrió una grave hemorragia que remitió en cuanto Rasputín le impuso sus manos y oró. ¡Un milagro!

A medida que la relación de Grigori con los soberanos se fue estrechando, las montenegrinas quedaron al margen de las preferencias reales, lo que las llenó de rencor hasta el punto de llamar "demonio" a Rasputín. Eso las distanció de Alejandra, que había hallado una nueva amiga en la que poner sus afectos: Anna Vyrubova. Ésta se instaló cerca del palacio Alexander y se convirtió en una devota ferviente de Rasputín. El sanador siberiano, la emperatriz y su amiga formaron un triángulo que las circunstancias unirían cada vez más estrechamente para perdición de Grigori y de la dinastía de los Romanov.

La esclavitud emocional de Alejandra fue el precio que ésta pagó por la salud de su hijo

En 1912, el zarevich padeció una crisis gravísima, hasta el punto de que se preparó un boletín previendo su posible fallecimiento. Rasputín estaba en Siberia y envió un telegrama (o dos) diciendo que el pequeño se salvaría. El niño, en efecto, superó la crisis, y la vida de su madre quedó ligada para siempre a la persona del starets o "anciano" –así se conocía a los místicos del tipo de Rasputín–. Como ha observado la biógrafa británica Helen Rappaport, la esclavitud emocional de Alejandra fue el precio que ésta pagó por la salud de su hijo: la zarina no sólo veía en Rasputín al salvador de Alexei, sino a un hombre santo y un vidente, alguien (de hecho, la única persona) en quien ella y su esposo podían confiar de verdad. Los zares rechazarían como una calumnia cualquier prueba sobre su conducta libidinosa, que en 1911 ya escandalizaba a toda la capital.

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Eran públicas su afición a la bebida, sus aventuras sexuales y sus equívocas relaciones con mujeres de la alta sociedad (casadas y solteras) que formaban parte de su círculo de entregadas adeptas. A finales de aquel año, Alejandra se enfrentó a su suegra, la emperatriz viuda María Fiodorovna, a propósito de la influencia de Rasputín, que se había manifestado en nombramientos de altos cargos eclesiáticos. Entonces estalló el escándalo.

Hermógenes e Iliodor, sus antiguos valedores, se habían vuelto contra él, pero cayeron en desgracia ante los zares. El despechado Iliodor puso en circulación cartas que la zarina había enviado a Grigori y que éste le había dado (o que Iliodor robó), en las que se podían leer frases como ésta: "Sólo deseo una cosa: dormir durante siglos sobre tu hombro mientras me abrazas". Estas palabras, que procedían de una mujer en busca de consuelo, consumida por la culpa de haber transmitido la hemofilia a su hijo y devastada por una ciática que la convertía en una inválida, fueron interpretadas en un sentido sexual. La Corona se desacreditaba ante el pueblo, y los monárquicos veían a Rasputín como un peligro para la monarquía.

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Fue la primera guerra mundial, comenzada en 1914, lo que llevó a Rasputín a la cima de su poder y a la caída final, que arrastró a la dinastía. En 1915, ante las derrotas en el frente, Nicolás asumió la jefatura del ejército y partió para la Stavka, el cuartel general, dejando a Alejandra a cargo de los asuntos del Estado en Tásrskoye Tseló. La zarina, Anna Vyrubova y Rasputín se convirtieron en el gobierno en la sombra del país, aunque lo cierto es que los consejos de Rasputín, que Alejandra interpretaba como emanados de la Providencia, no hacían sino avalar las opiniones de la emperatriz, que buscaba ministros dóciles a la Corona: "No es mi sabiduría, sino un cierto instinto proporcionado por Dios más allá de mí misma para que pueda serte de ayuda", escribía al zar.

Mientras se nombraban ministros fieles, pero ineptos, lo que encendía la oposición de la Duma, se extendieron los rumores sobre la connivencia de la zarina y Rasputín con los alemanes, la idea de que espiaban para ellos, de que trabajaban por una paz separada. Y también rumores sobre las relaciones sexuales entre el zar, su esposa, Rasputín y Vyrubova. Este desprestigio de la Corona corrió paralelo a una crisis personal de Rasputín.

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Beber sin medida

El starets, que en 1914 sobrevivió a un grave atentado y vio como su hijo era llamado a filas, se entregó a la bebida como si ya nada le importara, quizá consciente de que se acercaba su final; sabía que fuerzas muy poderosas se habían alzado contra él. Por entonces, sus vínculos con la cúpula del Estado le habían convertido en la persona a la que recurrir para conseguir empleos o negocios, evitar ir al frente o ser deportado. Los peticionarios dejaban grandes sumas, que Rasputín gastaba en juergas épicas, hecho que aumentó su descrédito y el de la Corona.

Para salvar la monarquía, el campesino debía morir. La conjura para terminar con él partió del entorno más íntimo del zar: tuvo como figura central al príncipe Félix Yusúpov, heredero de la mayor fortuna de Rusia (y quizá del mundo), recién casado con la gran duquesa Irina, sobrina del monarca. Félix reclutó al gran duque Dimitri Pávlovich, primo de Nicolás, a quien éste quería como un hijo. El tercer implicado fue el ultraderechista Vladimir Purishkevich, diputado de la Duma. El 29 de diciembre de 1916, Félix atrajo a Rasputín a su palacio con la promesa de que vería a Irina, por la que aquél sentía fascinación. Una vez allí, en una habitación del sótano, le dieron pasteles de crema con cianuro, que comió; como el veneno no le afectó, Félix le disparó con el revólver Browning de Dimitri. Creían que Rasputín había muerto, pero se levantó y huyó por el patio trasero del palacio. Purishkevich disparó su pistola Savage, le acertó dos veces y lo mató. Trasladaron el cuerpo en un coche y lo lanzaron al río por un agujero en el hielo.

Datos recientes apuntan a la intervención de Gran Bretaña en el crimen para impedir que Rusia firmara una paz separada con Alemania

Se ha dicho que este relato, ofrecido por Félix en su libro sobre los hechos, se aleja de la realidad. Según Radzinsky, por ejemplo, Rasputín jamás comía dulces, y esta crónica tendría como fin esconder que fue Dimitri quien mató a Rasputín, algo que le hubiera impedido convertirse en recambio del zar en el caso de un posible golpe de Estado. Datos recientes apuntan a la intervención de Gran Bretaña en el crimen para impedir que Rusia firmara una paz separada con Alemania, a la que Rasputín sería proclive. Pero si bien es cierto que el starets veía la guerra como una desgracia para el pueblo y que su intervención impidió que Rusia entrara en 1912 en las guerras balcánicas, en realidad había dicho al zar que para salvar el trono debía luchar hasta la victoria.

Rasputín fue enterrado en los cimientos de una capilla que Vyrubova construía en Tsárskoye Tseló. Tres meses más tarde, después de la caída de la monarquía, su cadáver fue trasladado a la capital. El final de su aventura resulta tan misterioso como su vida: se dijo que su cuerpo fue quemado en un bosque, pero hoy se cree que fue incinerado en los hornos del Instituto Politécnico del norte de la ciudad.

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