El papa Gregorio IX le excomulgó y tildó de Anticristo debido a que era un Hohenstaufen apoyado por los gibelinos y a que había incumplido las promesas de cambiar su política antivaticana, negándose a condonar la deuda pontificia y a renunciar a ser legado apostólico en el Reino de Sicilia, además de demorar la cruzada apalabrada. En cambio, gozaba de un gran prestigio por sus vastos conocimientos, su protección de las artes y las ciencias, y su desprecio por los convencionalismos sociales. Le apodaron stupor mundi (asombro del mundo), pero se llamaba Federico II y fue rey de Sicilia y Jerusalén, aparte de gobernar el Sacro Imperio Romano Germánico durante treinta años.

Su nacimiento, el 26 de diciembre de 1194, ya fue inusual: tuvo lugar en una tienda de la plaza principal de Iesi (zona este de la península italiana), cuando su madre, Constanza de Sicilia, sintió los dolores de parto. Al parecer estaba allí ex profeso con el fin de que quedase patente el embarazo, ya que tenía cuarenta años, pues como tardó ocho en quedar en estado se había especulado con su esterilidad. Por otra parte, corría el rumor de que su verdadero padre era un médico, molinero, cetrero o carnicero local, algo seguramente originado por el juramento ceremonial que ella tuvo que hacer en ese sentido y que provocó la improbable leyenda de que el marido de Constanza llegó a dudar, no quedando tranquilo hasta que consultó a la sibila de Eritrea.

El dubitativo marido era el emperador Enrique VI que, si inicialmente aceptó el nombre de Constantino que su esposa eligió para el vástago, dos años después, con ocasión de su bautizo y designación como Rey de Romanos, se lo cambió por el del abuelo, el célebre Federico Barbarroja. De hecho, el nombre completo fue Federico Rogelio, siendo el segundo el del abuelo materno, el padre de Constanza, soberano de Sicilia; de ese modo se reivindicaba para él el derecho al trono siciliano. Porque aquel niño estaba destinado a reinar allí, a despecho de una profecía que había sobre su progenitora: la de que su matrimonio destruiría Sicilia, tal como relató Bocaccio en De mulieribus claris («Acerca de las mujeres ilustres»).

Busto de Federico II | foto Marcok en Wikimedia Commons

Su elección como Rey de Romanos también suponía ser heredero de la corona del Sacro Imperio, que incluía territorios en Italia y Borgoña, aunque eran más teóricos que prácticos porque requerían un dominio efectivo a través del ejército. En ello estaba precisamente Enrique VI en 1197 cuando falleció, dejando una situación complicada porque Constanza, que quedó como regente, quería continuar el proyecto de unir ese reino con Alemania, algo que no gustaba al Papa. Para esquivarlo, nombró sucesor a Federico, quien ascendió al trono al morir ella en 1198. Para evitar las suspicacias del papa Inocencio III, confió a éste la tutoría del muchacho hasta que alcanzara la mayoría de edad.

El pontífice designó para ello al cardenal Cencio Savelli (que en 1216 le sucedería en el trono de San Pedro con el nombre de Honorio III), pero ni la protección papal pudo impedir que Sicilia fuera invadida por Markward von Annweiler, senescal imperial que había servido a las órdenes de Enrique VI y ahora arrebataba el reino a Federico y lo hacía prisionero con la ayuda del tío de éste, Felipe de Suabia, y una flota genovesa. Von Annweiler falleció en 1202 y le tomó el relevo otro militar germano, Guillermo de Capparone, que mantuvo a Federico en su poder cuatro años más. Irónicamente aquel período de cautividad resultó fructífero, pues recibió clases de Gualterio de Palearia, obispo de Toia y ex-canciller de Sicilia con Enrique VI.

La corte de Federico II en Palermo, obra de Hermann Wislicenus/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Junto a él aprendió a hablar cinco idiomas (latín, griego, árabe, provenzal y un dialecto siciliano), pero no fueron las únicas enseñanzas; el tutor moldeó a su pupilo hasta convertirlo en un erudito experto en filosofía, astronomía, medicina, matemáticas y ciencias naturales, entre otras disciplinas. Curiosamente, no sería muy ortodoxo en asuntos religiosos -su racionalismo, aunque moderado, le llevaba a cuestionar dogmas- ni tendría prejuicios a la hora de enfrentarse al privilegium potestatis de la Iglesia, todo lo cual llevó a calificarle de epicúreo -por entonces equivalente a pagano-, razón por la cual Dante le destinó al sexto círculo del Infierno en la Divina comedia.

Es más, si bien consideraba un peligro para Sicilia la abundante población islámica que residía en la isla, hasta el punto de que la deportó a Lucera (en Apulia, en el continente) tampoco tendría problemas en incorporar a seiscientos musulmanes como guardia personal con el práctico argumento de que así contaría con soldados leales que no podían ser excomulgados por el Papa -una constante, como veremos-. Asimismo, contrató judíos emigrados desde Tierra Santa para que tradujeran abundantes obras escritas en griego y árabe. Y es que Federico sería un mecenas literario, creando la Escuela Siciliana de Poesía e impulsando el uso del dialecto local, algo en lo que fue un adelantado porque el toscano todavía tardaría un siglo en perfilarse como lengua de élite.

El propio Federico escribió un tratado de cetrería (De arte venandi cum avibus, «El arte de cazar con aves»), actividad a la que era tan aficionado que reuniría una buena colección de halcones; colección, por cierto, que se extendía a otros animales, ya que le gustaba la fauna exótica: jirafas, guepardos… hasta un elefante. Esa pasión por el mundo natural alcanzó cotas tan grandes que, dicen las malas lenguas, experimentó con seres humanos: si es verdad lo que se cuenta, habría encerrado a un reo en un tonel para ver si cuando muriese podía ver el alma saliendo por un agujero; también se rumoreó que aisló a unos niños de toda comunicación para comprobar si podían desarrollar de forma natural algún tipo de lenguaje y así tratar de descubrir el que hablaban Adán y Eva.

El elefante que Federico tenía en Cremona, en una ilustración de la obra Chronica Maiora, de Mateo de París/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ese interés científico se plasmaría en el Edicto de Salerno, por el cual separaba las funciones de médicos y boticarios, poniendo precios fijos a los fármacos; también fomentó la actividad de la Scuola Medica Salernitana, una escuela de medicina fundada en el siglo IX a la que ya dedicamos un artículo. Asimismo, fundó la universidad de Nápoles para mantener a los intelectuales. Cabe imaginar lo cosmopolita que sería la corte de un personaje así, tan extravagante que no le importaba el concepto caballeresco del honor -horrorizando con ello a no pocos coetáneos- y considerado por muchos historiadores un predecesor del Renacimiento. Así, el apodo que decíamos que recibió, stupor mundi et inmutator mirabilis («asombro del mundo y maravilloso reformador»), podría interpretarse tanto en positivo o en negativo; probablemente en ambos.

En 1208 Federico alcanzó por fin la mayoría de edad. Sibt ibn al-Jawzi, cronista natural de Bagdad, describió su aspecto físico: “El emperador estaba cubierto de pelo rojo; era calvo y miope». Queda claro el color de su cabello, pero no tanto el de sus ojos, que unos dicen que eran azules y otros verdes. En cualquier caso, parecía claro que necesitaría alianzas para afrontar la rebeldía de los numerosos señores que habían aprovechado aquella turbulenta etapa para desvincularse de su autoridad, por eso Inocencio III arregló su matrimonio con Constanza de Aragón y Castilla, primogénita de Alfonso II de Aragón y viuda del rey Emerico de Hungría, pese a que era mucho mayor que él.

El triunfo de Felipe II de Francia ante el emperador en Bouvines, obra de Horace Vernet/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Entretanto, en 1209, la corona del Sacro Imperio recayó en Otón IV de Brunswick, apoyado por el Papa para quitar de en medio a la dinastía Hohenstaufen, con cuyos representantes Enrique VI y Federico Barbarroja, había tenido serias disputas por la primacía de la autoridad; ésa era la cuestión de fondo en las guerras entre güelfos -partidarios de la autoridad imperial- y gibelinos -partidarios de la autoridad papal-. Lamentablemente, Otón tampoco se mostró sumiso a la Santa Sede y entró con su ejército en Italia, alcanzando Calabria sin demasiados problemas. La respuesta de Inocencio III fue excomulgar el emperador y convocar en 1211 la Dieta de Nuremberg, en la que se designó a Federico Rey de Romanos otra vez (in absentia).

El joven Hohenstaufen aceptó la condición impuesta de separar los títulos sicilianos e imperiales y acudió a Maguncia en diciembre de 1212, donde fue coronado. En la práctica sólo le reconoció el sur germano, ya que en el norte había una fuerte implantación güelfa y Otón conservaba su poder. Únicamente las armas se perfilaban como solución y cuando éstas hablaron lo hicieron de forma contundente: en el verano de 1214, el emperador fue derrotado en la batalla de Bouvines por las fuerzas de Felipe II de Francia, aliado de Federico, y acabó depuesto al año siguiente, muriendo abandonado en 1218.

De este modo, se produjo la curiosa ironía de que Federico Hohenstaufen -el apellido que impulsó el partido gibelino- fuera coronado Rey en Aquisgrán con el respaldo del Papa -cabeza de los güelfos-. La explicación es obvia: Inocencio III aspiraba a tenerlo bajo su control, algo que continuó el mencionado Honorio III (con más razón, teniendo en cuenta que, recordemos, había sido su tutor). Fue éste quien le coronó Emperador en Roma en 1220 y a su hijo Enrique Rey de Romanos. Eso sí, habiendo negociado previamente una serie de condiciones que garantizasen que el poder imperial se mantendría obediente al de la Santa Sede. Cinco años de requiebros, tira y aflojas que culminaron con un precario acuerdo.

La excomunión de Federico II por el papa Gregorio IX, obra de Giorgio Vasari/Imagen: Sailko en Wikimedia Commons

Por lo pactado, Federico se comprometía a condonar la deuda pontificia, renunciar a ser legado apostólico en Sicilia, acudir en ayuda del Imperio Latino de Constantinopla (un estado creado por los cruzados tras la desintegración temporal del Imperio Bizantino) y ponerse al frente de una nueva cruzada para liberar Tierra Santa. Poco de ello se cumpliría, pues si bien el nuevo emperador nombró a su esposa regente del Regnum (como se conocía entonces a Sicilia, cuyos dominios no se limitaban a la isla sino que abarcaban la mitad meridional de la península italiana) y monarca de Alemania a su hijo, no estaba dispuesto a renunciar a la riqueza agrícola siciliana ni a la autoridad suprema imperial.

De hecho, su labor legislativa en el reino insular, desarrollada a través de las Constituciones de Melfi (o Liber Augustalis, que se mantuvo vigente hasta 1819), buscó reforzar el poder real frente al feudal y retener el privilegio de la legatura apostólica (que le permitía nombrar obispos e intervenir en los asuntos eclesiásticos), pese a su compromiso de renunciar a ella. Su política en Alemania privilegió a los obispos afines, otorgándoles muchas competencias administrativas pero vinculándolos al Imperio. Su objetivo era una unificación bajo su mando universal, algo que le hacía compararse con Augusto pero que estaba demasiado verde aún para hacerse realidad. Tampoco puso mucho empeño en los Santos Lugares; no se sumó a la Quinta Cruzada -aunque envió tropas- y esperó hasta 1225 para organizar la Sexta.

Ciudades integrantes de la Liga Lombarda en sus distintos períodos/Imagen: Medhelan en Wikimedia Commons

Todo ello le llevó a un inevitable enfrentamiento con el siguiente Papa, Gregorio IX, que le excomulgó en 1227, le declaró preambulus Antichristi («predecesor del Anticristo») y convocó una cruzada en su contra que nadie atendió. Sin embargo, tres años después de fallecer Constanza en 1222, Federico contrajo segundas nupcias con Yolanda de Jerusalén; una jugada estratégica porque ella era la heredera de ese reino desde que nació (hija de Conrado I e Isabel de Jerusalén, y nieta de Amalarico I y la bizantina María Comnena), lo que facilitó que en 1227 marchase a Tierra Santa; pero lo hizo sin bendición papal, lo que le valió una segunda excomunión.

La Sexta Cruzada aprovechaba el momento de debilidad por el que pasaba el sultanato ayubí de Egipto, amenazado por parientes de Siria, algo que permitió a los cristianos reconquistar Chipre y obtener negociando la posesión de Nazaret, Belén y Jerusalén. Así, Federico fue coronado rey de esta última en 1229, pero eso no le congració con Gregorio IX porque las órdenes militares estaban en contra del tratado (debido a que dejaba parte de la ciudad santa en manos musulmanas), hasta el punto de que le atribuyeron la impía frase :«Tres embaucadores han engañado a la humanidad: Moisés, Cristo y Mahoma». Encima, el año anterior había muerto Yolanda (que sería sustituida por Isabel de Inglaterra, la segunda hija de Juan sin Tierra), nombrando el viudo al hijo que tuvo con ella, Conrado IV, como sucesor.

Peor aún, el Papa se alió con la Liga Lombarda para arrebatarle el Reino de Sicilia, mientras Enrique, el vástago que había tenido con Constanza, había aprovechado la ausencia paterna para separarse de su padre en sus dominios alemanes. Pero Federico no necesitó tropas para deponer a su vástago y encarcelarlo, entre otras cosas debido a que se negaba a instaurar la recién creada Inquisición. Además, los güelfos se reconciliaron con los Hohenstaufen en 1235 y eso permitió formar un ejército germano que rechazó la campaña italiana e incluso pasar a la ofensiva invadiendo Lombardía; hasta se permitió celebrar un triunfo a la manera romana, en Cremona.

La corte de Federico II en Palermo, obra de Arthur von Ramberg/Imagen: Yelkrokoyade en Wikimedia Commoms

La Liga Lombarda era una coalición de una treintena de ciudades italianas que ya había combatido y vencido antaño a Federico Barbarroja, pero esta vez fracasó parcialmente al ser derrotada en Cortenuova y Vicenza. Ello supuso la tercera excomunión para el emperador en 1239 y la convocatoria de un concilio para destituirle; la respuesta de Federico fue mandar arrestar a todos los religiosos que acudieran, lo que significó el fiasco de aquel sínodo, y marchar sobre Roma. La ciudad se salvó porque la muerte de Gregorio IX en 1241 (el mismo año que Isabel) abrió las puertas a un acuerdo con su sucesor, Inocencio IV (si exceptuamos un breve interregno durante el que Celestino II mandó dos semanas), tres años más tarde: el emperador restituía a la Iglesia los Estados Pontificios y liberaba a los clérigos detenidos a cambio de la revocación de su excomunión.

Esa paz vino facilitada por la aparición de un peligro exterior que amenazaba toda Europa: los mongoles de Batú Kan, que en 1241 camparon a sus anchas por Hungría y Polonia. Federico los admiraba en realidad y como estaba enfrentado con el rey húngaro Béla IV -era aliado del Papa- remoloneó cuanto pudo el envío de ayuda. Se limitó a rechazar la exigencia de sumisión que le hizo Batú Kan -aunque bromeó con la idea de que podría formar parte de su corte como cetrero- y a realizar una leva para defender las fronteras del Sacro Imperio, aprovisionando todos los castillos para posibles asedios. Pero Batú Kan sólo atacó algunas zonas fronterizas y después, en 1242, se retiró para presentar su candidatura a la sucesión de Ogodei, que acababa de fallecer, como Gran Kan. La atención volvió pues a centrarse en Italia.

Sepulcro de Federico II Hohenstaufen en la Catedral de Palermo/Imagen: José Luiz Bernardes Ribeiro en Wikimedia Commons

No duró mucho la tranquilidad. El Papa interpretó las cesiones de Federico como un signo de debilidad y no sólo convocó un nuevo concilio en Lyon sino que le excomulgó -era la cuarta vez-, cuando éste se negó a formar parte de una cruzada contra los mongoles. Además, aprovechando que los alemanes tomaban distancia con los Hohenstaufen, en 1246 incluso nombró un emperador alternativo, el landgrave de Turingia Enrique Raspe, y levantó al norte de Italia contra el titular. Esto tuvo efectos especialmente graves en Parma, donde el campamento imperial fue tomado al asalto y el tesoro robado, dejando a Federico -que se hallaba ausente- sin medios para continuar.

Lo cierto es que estaba enfermo y poco pudo hacer frente a esa oleada de adversidades, en un momento en el que ya desconfiaba de cuantos le rodeaban, algo que empeoró cuando perdió a dos de sus hijos, uno muerto y otro capturado. Sus comandantes todavía consiguieron algunos triunfos, pero él ya estaba fuera de este mundo espiritualmente y el 13 de diciembre de 1250 también físicamente, a causa de la disentería. Por suerte no llegó a ver la caída de su dinastía, que acaecería en 1273. No debía ni imaginarla, teniendo en cuenta que antes del óbito se casó con una antigua amante, la noble Bianca Lancia d’Agliano, de la que algunos dijeron que había sido su verdadero amor, aunque otros lo consideran una leyenda romántica.

Y era la leyenda la que iba a mantener el recuerdo del emperador, pues su muerte quedó envuelta en un extraño halo de misterio y fascinación en el que se difundió el rumor de que seguía vivo o de que incluso había resucitado, no faltando noticias de que se le vio bajando al cráter del Etna o que permanecía vivo pero durmiendo en las montañas Kyffhäuser (algo que daría pie al mito del héroe dormido o rey bajo la montaña, que glosarían los hermanos Grimm), lo que propició que años después surgiera un impostor en línea sebastianista. En realidad está enterrado (hay dibujos de su cuerpo momificado) en la Catedral de Palermo, en un sarcófago de pórfido rojo, junto a sus padres y esposa.


Fuentes

Luis Suárez Fernández, Manual de Historia Universal. Edad Media | Jacques le Goff, La Baja Edad Media | David Abulafia, Frederick II. A medieval emperor | Ernst Kantorowicz, Frederick the Second. Wonder of the world. 1194-1250 | Franz Kampers, Frederick II | Wikipedia


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