Sucre


Profecía de una épica fuga en solitario

Santo Álvarez Serpa, protagonista de la fuga exitosa más larga en la Vuelta a Colombia, nos narra en carne propia su gesta y los periplos de su vida antes de la hazaña.

¡Por fin están alzando la bandera para dar la largada! Esperé toda mi vida este momento; de inmediato veo caer sus cuadros blancos y negros, enredados en un fuerte pitazo.

Veloz, ataco por el lado izquierdo del líder. Me lanzo al vacío de los kilómetros con la ilusión de hacer realidad mi tan soñada hazaña.

Metros más adelante otros cinco aventureros, como yo, logran embarcarse en mi fuga; formamos un pequeño grupo de escapados.

Estaba desconcertado por una actitud que habían tenido mis compañeros de equipo conmigo cuando acabó una pertinaz lluvia y dieron inicio a esta, la tercera etapa de la 53 Vuelta a Colombia.

108 ciclistas dejamos Cartagena, rodando sobre una carretera empapada. Cada uno lleva un propósito. La meta en común es no resbalar para llegar en una sola pieza a mi querido Sincelejo (Sucre).

Ante nosotros están servidos 183 kilómetros, un premio de montaña de tercera categoría y tres metas volantes.

Los seis escapados empezamos a escalar Turbaco (Bolívar). La subida nos muestra su dureza en complicidad con los 225 kilómetros de la etapa de ayer, entre Santa Marta y Barranquilla, acumulados en nuestras piernas.

En medio de la cuesta, mi decidido pedaleo empieza a demoler esta incómoda compañía. Pareciera como si tratara de espantarla poniendo cara de pocos amigos, pero no. En realidad, solo voy enfocando mi ilusión.

Cuatro de los autoinvitados a mi aventura no pueden seguir el ritmo que les propongo tras el premio de montaña. Me animo a transmitir un poco más de potencia a mis bielas.

Empiezo a bajar junto al sobreviviente. El corajudo corredor, tal vez atemorizado por el húmedo descenso, no logra seguir mi rueda y también renuncia.

Ahora desciendo solo. Me clavo en mi manillar buscando cortar de un tajo el viento para que me permita volar.

En una curva mi rueda delantera cae en un hueco oculto por el agua de la lluvia, que ha vuelto a aparecer. Estoy en el suelo.

Sin mirar atrás, enredado en la prisa, siento en la espalda el aliento de aquella jauría de pedalistas, cada vez más encendida.

Me reincorporo rápido y vuelvo a subir a mi bicicleta, armada con componentes italianos en un marco de aluminio fabricado en China.

Ahora hay más adrenalina en mis venas. También, otra opción en mi mente: “desistir”.

Elijo recuperar los segundos que dejé regados en el piso, con la esperanza de aumentar más adelante la diferencia respecto al lote, pedalazo a pedalazo.

Me nace la reconfortante sensación de no tener nada que perder y recuerdo la charla sostenida con mi masajista personal, Raúl Acosta, durante el desayuno de hoy 18 de junio de 2003.

-Ya llegó el día. ¿Lo vas a intentar? - me preguntó, bajando la voz, al terminar de contarme otra de sus anécdotas de cuando era ciclista profesional en Europa.

Reaccioné mirando con sigilo hacia ambos lados. Quería estar seguro de que nadie, ni mis compañeros, ni otros ciclistas alojados en el mismo hotel, nos estuvieran escuchando. Le respondí:

-Sí. He decidido hacerlo desde la misma salida.

-Santo, lo único que uno arriesga cuando busca la fuga es ganar. Nunca pierdes nada -, dijo.

El día amaneció con lluvia y yo desperté con la motivación necesaria y excelentes sensaciones.

Los síntomas de un inoportuno resfriado, aparecido dos días antes de iniciarse la Vuelta, ya no estaban. Y el masaje había surtido su efecto.

Después del duchazo de hotel salí de la habitación y bajé a tomar aquel desayuno, sentado en una mesa a solas con Raúl y después de responder en secreto su pregunta, seguí concentrado.

De un momento a otro se apagó el bullicio. Ya no veía a los demás integrantes de mi equipo. Se habían ido en los vehículos acompañantes, incluido el que contraté exclusivamente para mí.

Carecía de equipo y debí pagar un millón de pesos para entrar en la nómina de Gripogen y así poder competir en esta Vuelta, aunque fuere con funciones de gregario.

Al salir a la calle lo confirmé. Me dejaron y hasta llevaron a unos particulares. Habían decidido que me fuera rodando hasta la salida de la etapa, aduciendo que yo, por ser costeño, conocía Cartagena.

Ruin, humillado, traicionado. Así me empecé a sentir. Tomé un poco más de café, tratando de tragar el amargo rato y empecé a andar en mi bicicleta hacia el sitio donde estaba la línea de salida. A 10 kilómetros.

No había parado de llover. Iba renegando por la avenida Pedro de Heredia, la cual se asemejaba a un río de aguas turbias. O mejor, de aguas de mar y de alcantarilla, revueltas.

Cruzando un puente, justo a mi lado pasó un carro que me salpicó hasta la médula con aquella mezcla, algo pastosa y despreciable.

Así llegué a la salida de esta etapa, sucio y desconcertado, pero sin perder la concentración. No le hablé a nadie, firmé la planilla y debajo de una carpa empecé a calentar.

Primera carrera del pedalista sucreño (camiseta tricolor), lo hizo en un circuito en Sincelejo.
Primera carrera del pedalista sucreño (camiseta tricolor), lo hizo en un circuito en Sincelejo.

Arjona (Bolívar): 50 segundos

Escucho acercarse por detrás un motor. Su sonido interrumpe estos malos recuerdos. Miro de reojo sin dejar caer mi cadencia. Es la Moto 1, “la chismosa”. Viene a decirme qué ventaja llevo con respecto al lote. El juez me muestra un pequeño tablero que dice: 50’’.

Frustrado, regreso la mirada al frente para ver el horizonte y se viene sobre mí un frío ajeno a la lluvia, con pretensiones de hacerme naufragar, pero logro evadirlo. Cruzó rozándome en compañía de una desagradable voz burlesca que va repitiendo: “no vas a poder”.

Enseguida mi mente es invadida por una micropelícula sobre los tres meses que estuve entrenando y visualizando esta etapa. Sus imágenes me alientan y logran disipar aquel frío, mientras mis pulmones se llenan aún más de valor.

“Viniste muy fuerte a esta carrera”, me repite la conciencia. Mi preparación la hice con el mejor entrenador del país: Gabriel Jaime Vélez.

Él me regalaba los planes de entrenamiento, mes a mes. Yo jamás hubiese podido pagarle. Vélez es el actual Seleccionador Nacional y está como invitado especial en esta Vuelta a Colombia para buscar nuevos talentos.

Bajo sus instrucciones simulaba mi escapada, cabalgando todos los días en solitario. Hacía fondos de 200 kilómetros hacia Santa Fe de Antioquia, luego realizaba tras-moto en el Aeroparque de Medellín.

Bailando sobre pedales, voy observando en esa micropelícula también que, durante mi preparación, caía de rodillas todas las noches. Le pedía a Dios que me permitiera ser reconocido y no ser visto más como un turista en mi propia tierra.

Nací en una finca de Corozal (Sucre). A los 10 años me fui a vivir a casa de mi hermana Zoa en el barrio La María de Sincelejo. Allí aprendí a montar con las bicis que me prestaban niños vecinos.

Cuando tenía 12 años, un amiguito llegó al barrio con un trofeo más grande que él. Se lo había ganado en una carrera. Me dije “yo puedo llegar a ser mejor, pues soy más alto”.

Un día el papá de “Nacho”, mi amiguito, rifó una bici y me la gané. Entonces empecé a practicar ciclismo con él. En una de mis primeras competencias casi lo venzo, pero se me rompió la cadena en el sprint.

Mi bicicleta no era como la de él, por eso empecé a trabajar. Después de la escuela cargaba bultos en un almacén para ir mejorándola. La mitad del sueldo se lo daba a mi hermana y con la otra mitad compraba repuestos para pulir mi rodante.

Entonces, la Liga de Ciclismo de Sucre supo de mí. Me llevó a correr en representación del departamento a unos campeonatos nacionales de la categoría Prejuvenil, luego aquel apoyo desapareció.

A Sincelejo lo dejé cuando tenía 16 años. Me fui a vivir a Medellín, aprovechando que Zoa se había mudado para allá. Como pretexto les dije a mis padres que iría a continuar mis estudios. En realidad, mi meta era convertirme en un mejor ciclista en las montañas antioqueñas.

Un año después, en 1991, entré al Club Ciclo Tienda Pinturas Rust Óleum, el cual pasó a ser Orgullo Paisa.

El equipo antioqueño me acogió hasta 1999, permitiéndome mejorar y exhibir mis dotes de todoterreno y “escapista”.

Este mismo año murió mi padre. Él me enseñó no solo a montar caballo, sino a cabalgar hasta dos días seguidos sin que me dolieran las nalgas, llevando o trayendo el ganado a la ciénaga.

Me enseñó a nadar, pegado a la cola de un caballo, pasando un caño. De él heredé el carácter, tenía uno muy fuerte. También a ser respetuoso y honrado. Un día me dijo: si tú te robas un huevo, te robas después la gallina, eso nunca lo hagas.

Carreto (Bolívar): 6 minutos

De nuevo se acerca por detrás un motor. No es la “chismosa”, es el automóvil del Comisario de Carrera. Desde su interior brota una voz que me parece conocida; viene dándome aliento.

El hecho inusual invade mi curiosidad y miro hacia atrás, ¡es el entrenador Gabriel Jaime Vélez!

Me grita: Llevas 6 minutos de ventaja. ¡Vamos, costeño! Coloca un cambio de mayor rotación, porque vas muy “atrancado”. No olvides comer y beber-.

Vuelvo la mirada al frente, le sonrío a la lluvia y a la carretera, diciéndoles, ¡genial!

Durante los entrenamientos le conté al profesor que mi gran ilusión era escaparme en una etapa de la Vuelta a Colombia. A él no le dije en cuál lo intentaría, pero ahora ya lo sabe.

De repente se entromete la “chismosa”. Me confirma en su tablero la diferencia en tiempo que tengo con el lote, luego se detiene a retomar dicha referencia y espera al grupo grande de ciclistas para contarles la ventaja que ahora tengo.

Para la edición de hace tres años también incluyeron una etapa con final en Sincelejo. Feliz, empecé a practicar mi escapada, pero una mañana, cuando entrenaba, un camión me atropelló por detrás, rompiéndome la pierna izquierda. Estando aún en el suelo, me pasó por encima. En total fueron 35 fracturas.

El día siguiente se iniciaba la Vuelta a Antioquia. Yo era uno de los favoritos para ganar. Esa misma semana firmaría contrato con un equipo de España, país del cual regresaría para correr la Vuelta a Colombia de ese año. Pero aquel camión arrasó con todo.

Mi hermana Zoa había regresado a Sincelejo para vivir allá una temporada y empecé a sentirme solo, pero ya florecía el esfuerzo de tantos años; tenía sueldo, patrocinio y esa frustrada oportunidad de correr en Europa.

Los dolores en mis dos clavículas y tres costillas rotas no eran nada en comparación con el daño de mis extremidades inferiores, fracturadas en varios pedazos.

Con el pasar de las horas mi pierna izquierda se tornaba cada vez más oscura. Se estaba gangrenando. Ni siquiera la podía mover.

Una tarde, cuando llevaba una semana hospitalizado, me avisaron que el día siguiente me la amputarían si no lograba mover los dedos.

Al amanecer, ¡ocurrió un milagro!, podía moverlos. Dos días después le colocaron una platina de 36 centímetros y cuatro tornillos, que aquí llevo pedaleando conmigo.

Transcurrido un mes, cuando esperaba que me dieran de alta, recibí la peor de las noticias: el fallecimiento de mi madre.

Entonces sentí lo que es un verdadero dolor. La impotencia física y económica de no poder viajar para ir a su sepelio terminaron matándome.

Pero los compañeros de este mundo de las bicicletas son de otro planeta. Ellos me resucitaron y empujaron mi silla de ruedas hasta la salida de la etapa que inició en Medellín. Querían mantener vivo dentro de mí el amor por la Vuelta a Colombia.

Antes de la largada, uno de ellos tomó una lata y caminó entre la multitud, los demás lo siguieron. Entre los integrantes de la caravana y los aficionados, recolectaron un montón de dinero y lo colocaron en mis manos para mi subsistencia.

Un mes después me llevaron a la segunda revisión de mis cirugías.

Recuerdo que el ortopedista colocaba en contra luz cada una de mis radiografías, fruncía el ceño, giraba su cabeza y me observaba. Eso hizo varias veces, hasta que finalmente habló:

- ¡Usted es un perro!-, dijo mirándome a la cara. Sus ojos azul oscuro contrastaban con la palidez de su bata blanca.

Yo no podía creerlo. Esperaba un diagnóstico, jamás escuchar una cosa así. Acto seguido, la incertidumbre me hizo preguntar con un tono nervioso.

- ¿Qué me dijo, doctor?.

- ¡Que usted es un perro!-, repitió sin dejar un instante su inexpresiva cara.

Entonces, tomé control de mi preocupación, esta se convirtió en rabia, me llené de valentía y pregunté otra vez:

- ¿Por qué, doctor?.

Acercándose a mí, respondió:

- ¡A los perros, cuando los arrolla un carro, quedan destrozados como quedó usted, sin embargo, pasados unos días, se les ve otra vez en la calle como si nada! -.

Me ordenó usar muletas, también ejercicios en bicicleta estática y mis compañeros aprovecharon para llevarme al velódromo a rodar, aunque lo hacía muy despacio. Fue como empezar de cero.

Siete meses después, en Sincelejo, mi hermana Zoa sufrió un derrame cerebral y murió. En la tierra paisa solo quedaron acompañándome el recuerdo en la gente de haber sido un buen corredor y el infaltable estigma social de ser costeño.

Antes de cumplirse un año del accidente, volví a competir. Retornaba con éxito en la carrera de un pueblo cuando, faltando un kilómetro, sufrí una caída: seis costillas rotas.

Me alcanzó para ser campeón, sin embargo, no pude recibir personalmente la premiación. Pasé ocho días hospitalizado en ese pueblo.

Seguí pidiéndole al ciclismo que me dejara volver a su reino, hasta que en el 2002 corrí mi cuarto Clásico RCN, también mi quinta Vuelta a Colombia.

El corredor costeño se sobrepuso de un trágico accidente que le dejó 35 fracturas.
El corredor costeño se sobrepuso de un trágico accidente que le dejó 35 fracturas.

San Juan de Nepomuceno: 13 minutos, 10 segundos

Una vez más escucho acercar una motocicleta. Seguro es la “chismosa” porque estoy a pocos metros de completar 80 kilómetros y voy a pasar por la primera meta volante.

Llega a alta velocidad, frena, se posa un instante a mi lado izquierdo para llamar mi atención, enseña su tablero y, sin expresar una sola palabra, dice: 13’10’’.

Su mensaje, un poco corrido por las gotas de lluvia, entra como una inyección anímica, directo a mis piernas, haciendo mezcla con una potencia extra que, aunque viaja conmigo desde el inicio de la jornada, no es mía. Juraría que es alguien empujándome, sospecho quien puede ser.

La “chismosa” se marcha a contarle al lote que mi ventaja no para de aumentar y le da paso al automóvil del Comisario de Carrera, donde viene el profe Vélez, quien le dice nuevamente al conductor que se me acerque.

Al parecer dejó a un lado su tarea, pues se está fijando únicamente en la cabalgata que hago bajo esta incesante lluvia. Yo sonrío, mientras él, emocionado por mi desempeño, me da nuevas instrucciones.

Me grita: - ¡Vamos! Mantén esa cadencia para que no satures el músculo. Hidrátate constantemente y come cada media hora. Rueda por el centro de la carretera, por allí no hay huecos ni charcos-

En las pausas que van quedando entre una y otra instrucción de mi casual director, se escucha una transmisión a través de la radio del vehículo, en la cual el comentarista dice mi nombre completo:

“Santo Soluto Álvarez Serpa podría estar dejando hoy el anonimato y entrando en la historia del ciclismo colombiano, pues está haciendo una maravillosa gesta en solitario en el giro más importante de nuestro país”.

El número de personas a lado y lado de la vía incrementa con el pasar de los kilómetros. Sin importarles la lluvia me aplauden y animan, rozan la histeria. Yo les retribuyo de inmediato con unos cuantos segundos de felicidad al pasar.

Pedaleando sin cesar cruzo la segunda meta volante, ubicada al kilómetro 110, en el municipio de El Carmen de Bolívar. Ahora llevo una ventaja de 15 minutos y 10 segundos.

Sobre los repechos, las subidas y las bajadas, juego con mis piñones y mi triple plato de 55, 48 y 39 dientes. También empiezo a hacer matemáticas. Estoy rodando más o menos a una velocidad media de 45 kilómetros por hora, a falta de 73 para la meta.

Así, el territorio de Bolívar va quedándose rezagado, dando lugar a la sabana de Sucre, mi terruño. Por aquí entrené en juvenil, reconozco cada metro de esta carretera, hasta puedo oler la tierra agrícola en donde nací y crecí con mis padres, 13 hermanos y 3 hermanas.

Empiezo a sentir nostalgia. Pero de la nada aparece un ciclista detrás de mí. Sin darme cuenta había seguido mi rueda varios metros antes de colocarse codo a codo conmigo y empezar a darme alientos.

Volteo a mirar su cara. Es un corredor de Corozal, quien salió a entrenar hacia El Carmen de Bolívar para esperar el paso de la etapa.

¡Dale Santo! Tú puedes, estás en tu tierra, todos queremos verte ganar. No desfallezcas ni un solo instante.

Cuando él escuchó por el radio de un espectador que un sucreño venía fugado con 15 minutos de ventaja enloqueció, entonces esperó para acompañar mi paso, aunque después los comisarios lo descubrieron, regañaron y alejaron de mí.

Llego al municipio de Ovejas (Sucre). Le he sumado diez segundos más a mi ventaja. Aquí el número de espectadores aglutinados a la derecha e izquierda de la vía es todavía mayor. Esto me hace sentir más en familia, aunque no reconozco a nadie.

Entre el griterío de la gente y la caravana, un narrador viaja asomándose por el techo de un trasmóvil, va diciendo:

“Salió con el visto bueno del lote donde están los favoritos para ganar la etapa. No lo consideraron un peligro, pero va aumentando la diferencia y ha alcanzado ya los 15 minutos y 45 segundos de ventaja en las postrimerías de la fracción”.

Corozal: 8 minutos, 25 segundos

Santo Álvarez sigue teniendo la etapa más larga con victoria en la Vuelta a Colombia.
Santo Álvarez sigue teniendo la etapa más larga con victoria en la Vuelta a Colombia.

Trato de seguir concentrado ante lo que están viendo mis ojos, sintiendo mis músculos y diciéndome el corazón, pero pierdo esa batalla; recuerdos de infancia invaden mi mente e imágenes nítidas de Bartolomé se apoderan de todo.

De niños nos pegábamos intensas puñeras en medio de peleas surgidas por cosas vanas, sin sospechar que se gestaba entre nosotros un gran amor de hermanos, transformado con el pasar del tiempo en la más gigantesca de las amistades.

Llegué a no sentir molestia cuando él se colocaba mi ropa sucia o usaba mis pantaloncillos porque decía que le daba suerte en las peleas de gallos finos, su gran pasión, como la mía el ciclismo.

Mi corazón está bombeando al cerebro más sangre de lo normal, mis pulsaciones se elevan para poder oxigenarlo, también la respiración se me dificulta, y no es por el esfuerzo que hago intentando mantener la cadencia de mi pedaleo: estoy llorando.

Todo el pueblo de Corozal se ha volcado a la carretera Troncal de Occidente. Para esta fiesta creó un túnel de gente, dejándolo de tan solo un metro de diámetro, lo justo para que yo pase.

El ruido entre mil colores es ensordecedor; los aplausos, los gritos y los pitos de la caravana, suben aún más su volumen y, paralelamente, mi velocidad baja de forma vertiginosa.

La “chismosa” se hace un hueco entre la multitud, pasa con la bandera de la tercera meta volante y la clava a la altura de los 169 kilómetros, donde me hace ver su tablero con un mensaje acompañado de una flecha hacia abajo. Leo: 8´25’’.

Por detrás, la horda de quienes también persiguen posibilidades de ganar esta etapa logra organizarse, y notoriamente disminuye la diferencia de tiempo conmigo.

Mi amplia ventaja se diluye en los segundos. A la par despierta el dolor que está alojado en mi pecho hace 23 días, desde que a mi hermano Bartolomé lo asesinaron en Sincelejo.

Mis lágrimas se confunden con el sudor y la lluvia en mi rostro; el llanto lo puedo esconder, más no así, esta falta de fuerzas en las piernas, venida a mí, quizás por recordar que no podré ver nunca más a mi hermano y mejor amigo.

Pareciera que hubiese sido frenado por la multitud. Pero no, ella no para de estimularme e ignora el sufrimiento de mi alma, reverdecido en el momento menos apropiado.

Había invitado a Bartolomé al concierto de su ídolo Vicente Fernández, quien se presentaba en el estadio Atanasio Girardot.

Tenía los boletos y solo esperaba el día para que él fuera a Medellín. Pero no lo hizo, pues antes del concierto ocurrió lo que días después, él mismo me contó a través de un sueño:

“Santo, hermano querido”. Me llamó, deteniéndose frente a mí tras venir a gran velocidad, flotando en medio de una intensa luz.

“Esa noche de domingo, cuando salía de la gallera, después de sumar la asombrosa cantidad de 48 riñas ganadas en el año, y celebrar bebiéndome una botella de whisky, dos hombres me dispararon”.

“Al escuchar el eco de los cuatro impactos y sentir el calor de los proyectiles dentro de mi cuerpo, pude salir y verme a mí mismo en un charco de sangre, percibía el humo de la moto de mis homicidas cuando emprendían la huida”.

“También sentí los pasos de alguien caminando hacia mí, era él, había estado escondido detrás de unos árboles”.

“Mi corazón acababa de detenerse y yo había exhalado mi último suspiro, cuando el miserable que pagó mi asesinato revisó mi respiración y comprobó mi pulso para estar bien seguro de que había cumplido su cometido. Luego, él también huyó”.

“Dos horas antes me había gritado que yo no volvería a ganar. Al comenzar la noche, lo había vencido en los dados, luego le gané dos peleas de gallos en la gallera. A las afueras de allí fue donde me esperaron sus sicarios y caí muerto”.

“Hermano, yo estoy bien, no te entristezcas, ni renuncies a cumplir tu anhelada hazaña. Sigue entrenando fuerte para la Vuelta a Colombia porque Dios tiene para ti una gran sorpresa en esa etapa. Yo te daré mis fuerzas, pero no te aflijas, porque si lo haces, ellas se irán de ti y perderás”.

“Gana y cuando todos sepan quién eres, denuncia públicamente al hombre que me mandó a matar, mis amigos te dirán su nombre y al lugar a donde huyó. A cambio, te contaré lo que hay a este lado del silencio”. Así como vino, se marchó.

A Bartolomé lo querían mucho sus amigos. En su sepelio realizaron riñas de gallos y, dolidos, juraron vengar su muerte. Desde el primer momento sabían que quien ordenó su asesinato fue un teniente retirado del Ejército.

Estoy recuperando mi danza sobre la bicicleta, aunque el lote ya se apoderó de mi velocidad y descomunal potencia. Después de viajar conmigo tantos kilómetros, ellas salieron derramadas por las grietas de mi corazón, mezclándose con mi estela en este, el último tramo de la ruta.

La cacería está lanzada. Me tienen en la mira, solo les hace falta el escopetazo final para verme caer, absorberme y devorarme como una simple presa ante mi propio pueblo, para el cual ya no soy un desconocido gracias a esta fuga que quizás no alcance a coronar.

Entro a los últimos tres kilómetros y a Sincelejo con solo un minuto y 10 segundos de ventaja. Aquí hay mucho menos espacio por donde pasar. La adrenalina en mi cuerpo sube a su tope máximo, nunca antes alcanzado.

Giro a la derecha y ruedo mirando al infinito buscando la meta. Es el último kilómetro, también la última curva. Sincelejo está volcado en su avenida La Paz; extiende sus brazos, deseando recibirme pronto en medio de mi angustia, que ya también es suya.

Pedaleo con las últimas fuerzas contenidas en mi flaqueza e inconscientemente busco a Bartolomé en la impresionante cantidad de personas que, asomándose sobre las vallas, empuñan sus manos y baten sus brazos como queriendo decirme: ¡Saca las garras que falta poco!

Dos corredores se agarran de la parte baja de sus manillares, saltan del lote principal como flechas incendiarias. Soy su objetivo en este campo de batalla. El mío es la meta que ya puedo ver gracias a una agitada bandera a cuadros. Es el final de esta travesía.

¡No lo puedo creer! Diocenis Valdez (Lotería del Táchira) y Marlon Pérez (Orbitel), disparados desde el tanque de guerra del pelotón como dos misiles se vienen sobre mí para impactarme y derribar mi tan soñada hazaña.

Administro una decreciente y diminuta renta, de la cual ya casi no queda nada, solo 38 segundos. No me dejo atrapar, alzo los brazos, uno las palmas, oro dando gracias a Dios y dedico esta victoria a Bartolomé.

A Santo Álvarez le colocan la camiseta de ganador de la etapa.
A Santo Álvarez le colocan la camiseta de ganador de la etapa.

El locutor de la tarima dice a través de altoparlantes: “Se ha convertido en el primer corredor costeño en ganar una etapa de la Vuelta a Colombia, lo ha hecho en la más larga y épica fuga en solitario de la historia de esta carrera. Toda una cabalgata de 4 horas, 49 minutos y 47 segundos, bajo una pertinaz lluvia”.

La felicidad y la tristeza se besan dentro de mí, mientras soy llevado en hombros como un héroe renacido entre las cenizas hasta aquella tarima, en donde, llorando de alegría y dolor, agarro el micrófono y ante todos suplico al Comandante de la Policía y al gobernador de Sucre que hagan justicia por la muerte de mi hermano.

El ciclista reside aún en Medellín con su familia.
El ciclista reside aún en Medellín con su familia.

DATOS INTERESANTES

- El corredor costeño se ubicó en el segundo lugar de la general a 6 minutos y 54 segundos del líder John Freddy Parra.

- Tras lograr su hazaña, el gregario de Gripogen se convirtió en el capo de su equipo y fue reconocido y respetado en el lote de la Vuelta a Colombia 2003.

- El equipo de Santo recibió $1 millón 200 mil pesos, como premiación por la victoria de etapa y las metas volantes. Al ciclista sucreño le correspondieron $102 mil pesos.

- Santo Álvarez nació el primero de noviembre de 1.974 y también compitió en las ediciones 2004, 2005, 2006,2007, 2008 y 2009 de la Vuelta a Colombia.

- El deportista sucreño sigue radicado en la ciudad de Medellín, en donde formó un hogar. Vive con su esposa y dos hijos; Jesús de 6 años de edad y Aura de 4.

- Santo Álvarez Serpa es primo del también ciclista José Rodolfo Serpa Pérez, quien corrió durante más de 10 años en Europa como profesional.

- El primer corredor costeño en ganar una fracción de la Vuelta a Colombia, se gana la vida probando la ropa de ciclismo Suárez y reparando tubulares.

- Álvarez Serpa sigue en el ciclismo, monta dos horas diarias y compite como recreativo en la categoría Senior Máster C.

- Pese al ruego del corredor a las autoridades para que el asesinato de su hermano Bartolomé no quedara impune, este nunca fue resuelto. El sospechoso fue asesinado.

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