Aún viene el coco. Origen, pervivencia y transformación de un clásico del miedo infantil

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Aún viene el coco. Origen, pervivencia y transformación de un clásico del miedo infantil

The coco still comes. Origin, survival and transformation of a child´s fear classic

Alberto del Campo Tejedor
Universidad Pablo de Olavide (Sevilla) , España
Fernando C. Ruiz Morales
Universidad Pablo de Olavide (Sevilla) , España

Aún viene el coco. Origen, pervivencia y transformación de un clásico del miedo infantil

Athenea Digital. Revista de Pensamiento e Investigación Social, vol. 18, núm. 2, p. 2040, 2018

Universitat Autònoma de Barcelona

Recepción: 18 Octubre 2016

Aprobación: 08 Septiembre 2017

Publicación: 02 Julio 2018

Resumen: Este artículo se centra en la figura mitológico-folclórica del coco, analizando su origen etimológico, así como sus funciones y significados desde las primeras manifestaciones escritas en el siglo XV. Un trabajo de campo con encuestas y entrevistas realizado entre 2009 y 2016 nos permite conocer de primera mano las variaciones simbólicas de este personaje fantástico en Andalucía, pero también descubrir las continuidades y rupturas con respecto a cómo se provoca y se experimenta el miedo infantil en los siglos XX y XXI, desde una original indefinición vinculada a lo negro y oscuro, hasta las actuales mezcolanzas de la cibercultura, donde se hacen presentes las imágenes de seres terroríficos o inocentes de series televisivas, películas y videojuegos. El análisis del coco nos revela una de las maneras de representación de la otredad, a través de un personaje difuso y confuso, a medio camino entre el hombre, el animal y el monstruo.

Palabras clave: Asustaniños, Miedo infantil, Andalucía, Otredad.

Abstract: We discuss in this paper a mythological and folkloric figure, the coco, analyzing its etymological origin, as well as its functions and meanings from its first manifestations in the 15th century. A fieldwork with surveys and interviews done bet-ween 2009 and 2016 allows us to know first hand the symbolic variations of this fantastic beeing in Andalusia (Spain), but also to discover the continuities and breaks with regard to how the child´s fear is provoked and experienced in the 20th and 21st century, from an original lack of definition linked to the black and dark, up to the current mixtures of the cyberculture, where become present the images of terrifying or innocent beings from television series, movies and video games. The analysis of the coco reveals a way of representation the otherness through a diffuse and confused character, halfway between the man, the animal and the monster.

Keywords: Bogeymen, Child´s fear, Andalusia (Spain), Otherness.

Introducción

Amedrentar a los niños para que obedezcan, por ejemplo, con la amenaza del rapto por alguna persona o monstruo, es un arcaico recurso. Con el objeto de analizar los principales personajes del miedo infantil españoles, se llevó a cabo un estudio, entre los años 2009 y 2011, en el cual se aplicó un cuestionario, realizado por uno de los autores de este artículo junto a profesores de las universidades de Málaga y Sevilla (Hijano, Lasso y Ruiz, 2011). El cuestionario se centró particularmente en el personaje del asustaniños, y recabó datos sobre su aspecto, morada, comportamiento, supuestos peligros, etc. También indaga sobre quiénes constituían los asustadores (es decir, aquellos que trasmitían el relato sobre el asustaniños), el momento, la situación y rasgos de dicho relato, así como los elementos dramatúrgicos puestos en escena, cara a reconstruir la performance asustadora, incluyendo las reacciones del niño (es decir, el asustado). Posteriormente, desde el 2014 hasta principios del 2016, se desarrolló un trabajo de campo antropológico, centrado en entrevistas a informantes privilegiados. Asimismo, se indagaron diversas fuentes históricas para conocer el origen y la evolución de los principales personajes folclóricos del miedo en España. Esta segunda fase, a cargo de los autores de este artículo, se basa esencialmente en charlas informales y entrevistas semiestructuradas con informantes que relatan principalmente aspectos de los asustaniños que temieron, en fechas comprendidas entre la década de los 20 del pasado siglo y la actualidad. En la tercera y última fase, desarrollada en el año 2016, se han realizado entrevistas grupales a niños con edades comprendidas entre 5 y 7 años, para contrastar los relatos sobre los asustaniños de décadas pasadas con las fuentes del miedo infantil en la actualidad. En todo el estudio se han tenido en cuenta diferentes fuentes secundarias, como obras literarias, diccionarios, leyendas urbanas, películas, cuentos populares, así como diversas formas de expresión de la cibercultura, desde los chats hasta los foros de internet.

Preguntados sobre el principal asustaniños de la infancia, el 29,9% de los 689 individuos encuestados identificó al hombre del saco como el principal terror de sus años de infante. El coco (con el 14,8% de las respuestas) y el mantequero (el 7,8%) completan el podio de los miedos infantiles, con una presencia mucho mayor que otros como el momo, el canco, el lobo, la bruja o Freddy Krueger. El caso del coco es paradigmático, y nos obliga a interrogarnos por qué ha ejercido un papel principal en la galería de asustaniños a la que recurren principalmente madres y otros familiares, para muy diferentes propósitos. No obstante, su imagen y su papel no permanecen invariables a lo largo del tiempo, ni son idénticos sus sentidos y funciones en relación a los diversos contextos culturales, grupos de edad, etc.

Nuestra intención en este artículo es analizar primeramente el origen etimológico de este personaje, comprender el lugar que ha ocupado históricamente, así como los significados a los que ha estado asociado a partir de los primeros testimonios desde el siglo XV. Pretendemos rastrear las continuidades y rupturas con respecto a la actualidad ya que el coco se ha visto influido en los últimos años por diferentes medios de producción de personajes de ficción, como la televisión, el cine o los videojuegos. El conocimiento filológico, histórico y antropológico del arquetipo del coco en España, es el marco imprescindible para poder analizar microscópicamente una de las versiones regionales —la andaluza—, de tal manera que podamos interpretar, en términos de Clifford Geertz (1973/1997), las significaciones de este personaje en un contexto específico, para comprender no solo una singular manera de provocar, entender y gestionar el miedo infantil, sino también otros aspectos de la cultura del sur peninsular que emergen a raíz del análisis simbólico del coco. En última instancia se pretende indagar una específica manera de representación del otro o de lo otro, a través de una lógica ambivalente de deformación corporal, capaz de crear un ser fantástico que juega con la ontología liminal de lo monstruoso, siempre al borde de algo (Hernández-Ramírez, 2016, p. 71).

Origen etimológico

La figura del coco se ha querido vincular etimológicamente al griego kakos, `deforme´ (Taylhardat, 2002); al latín cuculus, `capucha´ (Fernández Gamero, 2008, p. 153); o a Manducus, nombre que daban los romanos a un personaje teatral que aparecía con una máscara de boca terrible y puntiagudos dientes (Velilla, apud Antequera, 2007, pp. 66-67). También José P. Machado (1987, V. p. 174) busca un origen latino en la voz calcare, que daría el portugués calcar (pisar), basándose en que el coco sería un ser fantástico que nos pisa (calca) en nuestras peores pesadillas. No menos especulativa es la opinión de Fernando Ortiz (1929, p. 298), convencido de una etimología africana, como consecuencia de la población de bantúes venidos a la Península. Las aventuras etimológicas han llegado a ser aún más delirantes, y hay quien ha querido vincularlo con el etónimo náhualtl kokjo, `daño´.

Mayor verosimilitud, aunque siempre en el terreno de las hipótesis, tiene la propuesta de Xaverio Ballester (2007) quien, basándose en el Diccionnaire de la langue gauloise de Xavier Delamarre (2003), hace derivar el vocablo del gálico cocos o coccos, con el significado de `rojo´, `escarlata´. Efectivamente el coco —literalmente el rojo— era un apodo de Marte, dios de la guerra, asociado metonímicamente al color rojo de la sangre. Resulta, sin embargo, difícil de creer que dicha asociación perdurara durante toda la Edad Media solo en España, hasta la aparición del monstruo infantil en fuentes escritas en el siglo XV. Además, en el folclore español y portugués el coco no es nunca rojo, sino invariablemente oscuro, casi siempre negro, pues se asocia a la oscuridad, las tinieblas, si acaso a la muerte, pero no a la sangre.

Más peso es posible otorgar a la tesis que emparienta el asustaniños con el fruto del cocotero, en aras a su semejanza metafórica: los tres agujeros de la cáscara del coco recordarían los ojos y la boca de una monstruosa cabeza oscura, con algunos pelos, similitud que ya habría anotado Ibn Battuta en el año 1330 (Corominas y Pascual, 1980-1991/2001, II, p. 110). Sebastián de Covarrubias (1611/1995), en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española, cree que

El nombre de coco se lo dieron los españoles, por el gestillo que se figura con los tres agujeros, que parecen ojos y boca; en razón de que ordinariamente llamamos coco una postura de rostro, cual la tiene la mona cuando da a entender estar enojada, y hace un sonido en la garganta de ko, ko, de donde se tomó el nombre de coco (p. 325).

Aún hoy, el coco es sinónimo vulgar de cabeza o cráneo. Así, alguien que “tiene mucho coco” es un ser inteligente; “comer el coco” significa intentar convencer a alguien persuasiva y enojosamente; “descocado” se dice de quien pierde la cabeza, el sentido, la mesura. El coco también designa la agalla del roble o alcornoque, mientras que coca es la baya pequeña y redonda. El Diccionario de Autoridades recoge otra acepción ya en desuso, pero que remite igualmente a un objeto redondo: “cocos: se llaman asimismo unas cuentecillas que vienen de las Indias, de color oscuro, y con unos agujerillos, de que se hacen rosarios y otras cosas” (Real Academia Española, 1729, II, p. 392). Todos estos significados nos remiten a la tendencia, bastante extendida en varias lenguas, a expresar con vocablos semejantes los objetos redondos (García-Hernández, 2013, p. 50): el griego kókkos (grano, pepita, baya), el latín coccum (agalla), el italiano cocco (huevo, hongo, baya), el francés coque (cualquier objeto redondo como baya, nuez o moño) o el rumano coc (panecillo redondo). Es posible, como se ha señalado (Alessio, 1945, p. 126) para la palabra griega, que los vocablos kókkos o coccum pertenezcan a un sustrato mediterráneo.

Joan Corominas y José Pascual (1980-1991/2001, II, p. 111) creen que la voz coco podría haber aludido en un principio a cualquier fruto más o menos esférico, y que de ahí se habría originado la denominación infantil del asustaniños. Posteriormente, los portugueses (y no los españoles, como afirma Covarrubias) habrían utilizado este nombre para designar al fruto del cocotero, en su primera visita a la India, a finales del siglo XV, dado que no existe palabra análoga en ninguna de las lenguas de donde el fruto es originario. Su vinculación con este fruto en modo alguno es una idea reciente de nuestros etimologistas. En 1563 lo manifiesta, por ejemplo, João de Barros (1563/1777, p. 309). Es en Portugal, de hecho, donde encontramos algunas de las primeras referencias al coco como personaje ficticio maligno. En el Auto da Barca do Purgatorio, Gil Vicente (1518/2014, p. 72) presenta a un niño que confunde el diablo con el coco.

Así, pues, el desarrollo etimológico estaría constituido por la secuencia: objeto redondo > asustaniños > fruto del cocotero. Queda, sin embargo, un interrogante crucial: ¿por qué, para designar un asustaniños, habría que acudir a un vocablo que remite a objetos redondos? En nuestro estudio, solo el 4% de los asustados por el coco lo describen como un ser redondo o esférico. ¿Qué campo semántico estuvo incluido en la antigua voz para que propiciara la acepción del asustaniños? Parece que, aunque las palabras griegas y romanas se referían, en un principio, a cualquier semilla, grano u objeto redondo, pronto vinieron a designar muy particularmente la `agalla´, es decir, la excrecencia más o menos redonda que ciertos insectos forman en el roble, el alcornoque y otros árboles (García-Hernández, 2013, p. 14). Con el tiempo pasaría a designar tanto al insecto (de ahí el vocablo español cochinilla), como al tinte rojo que se extraía de la agalla. La polisémica voz coccum dio en las lenguas romances infinidad de palabras, como puede comprobarse en los diccionarios etimológicos de Wilhelm Meyer-Lübke (1972, § 2009) o Walter von Wartburg (1946, II, 1, pp. 822-826), y como ha estudiado recientemente Benjamín García-Hernández (2013). Este cree que la voz latina designaba también a la cochinilla, lo que explica que la palabra se refiriera por igual a otros insectos, predominantemente rojos, como la mariquita, también llamada en muchos lugares coca, cocuca, coquito, coquita o cuca (Riera, 1950, pp. 621-639). En función de cada región, estos vocablos designan a veces genéricamente cualquier gusano, gorgojo o sabandija (Corominas y Pascual, 1980-1991/2001, II, p. 112). Así, pues, sería hipotéticamente posible que ciertos asustaniños hubieran emergido a raíz de un vocablo (coco, coca o cuca) que designaba a orugas, larvas, insectos, y por extensión a criaturas inmundas, repugnantes, atemorizantes.

Con todo, no hay que descartar otras dos posibilidades: una, que el vocablo hubiera sido inventado simplemente por su evocación sonora con lo oscuro, y dos, que, como afirma Covarrubias, el término se hubiera formado a partir del gesto simiesco y del sonido que emitía la mona enojada. Es posible que la emulación del mono, incluyendo el sonido “co-co-co-co”, sirviera para asustar a los niños, creando con el tiempo un personaje más bien indefinido que sería bautizado con el nombre de coco. Como veremos, el hecho de que sea imaginado casi siempre bajo una forma homínida y negra (y no tanto como alguna criatura bestial), apuntaría a la credibilidad de su origen simiesco, lo que no ha sido tomado en cuenta por los etimologistas, cuyos análisis lingüísticos podrían verse complementados con nuestros datos etnográficos.

Primeros testimonios

Su resonancia simiesca explicaría que el autor del Lazarillo de Tormes (Anónimo, 1554/2008) inventara una cómica escena en la que Zaide, el padrastro negro del Lazarillo, es confundido con el coco por su propio hijo:

De manera que, continuando con la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padre trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía dél, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo decía: ‘¡Madre, coco!’ (p. 17).

El negro es el otro, visto como corporeidad grotesca, a medio camino entre el hombre y el simio. El episodio —muy del gusto de una época que exalta la confusión, las ambivalencias, las similitudes que engañan y los engaños que hacer ver lo semejante—, debió hacerse rápidamente famoso, pues Lope de Vega (1609/1998, p. 501; 1632/2001, p. 77) lo glosa en dos ocasiones. Corominas cita el Lazarillo de Tormes como la primera obra en que aparece el coco con esta acepción, aunque hay constancia más de un siglo antes. En 1445, Antón de Montoro (1445/1990, p. 91) escribe:

Tanto me dieron de poco

que de puro miedo temo,

como los niños de cuna

que les dicen: ‘¡Cata el coco!’

Otra composición deja a las claras el sentido de este personaje para los “niños de cuna”, como también para los que ya son capaces de pedir pan:

A los niños ‘cata el coco’

dizen quando piden pan,

y ante vos soy yo con moco,

como gusque ante gran can (1445/1990, p. 120).

Sabemos, por un proceso inquisitorial contra los alumbrados de 1525, que una de las acusadas renegaba del infierno, alegando que constituía una invención de la Iglesia para asustarles, como se hacía con el coco: “Dízenlo por espantarnos como dizen a los niños evati el coco” (Pastore, 2007, p. 66). Igual de explícito es el testimonio de Sebastián de Horozco (1570-1580/1994):

Estas [cata el coco o guarda el coco] son unas palabras para poner miedo o espanto especialmente a los mochachos que quando lloran o piden algo para hazerles callar o que no pidan les dicen ‘Guarda el Coco’. Y Coco es un espantajo que les hacen de que ellos han miedo (pp. 266-267).

Francisco de Quevedo (1648/1985) subvierte cómicamente la situación, y en el Entremés del Niño y Peralvillo de Madrid, es el infante quien disuade a unas mujeres que quieren hacerse con su bolsa:

Mujeres: Dame la bolsa y quitarete el moco.

Niño: ¿Dame la bolsa? Coco, coco, coco (p. 101).

Constituía, pues, una figura ampliamente difundida entre los siglos XV y XVII, y los escritores lo utilizaban metafóricamente; así Sor Juana Inés de la Cruz (1692/1992) en la conocida redondilla en que critica la inconsistencia de los varones:

Parecer quiere el denuedo

de vuestro parecer loco,

al niño que pone el coco

y luego le tiene miedo (p. 109).

El propio Miguel de Cervantes (1605/1998) lo había citado en el epitafio de Sansón Carrasco en la tumba de don Quijote:

Tuvo a todo el mundo en poco;

fue el espantajo y el coco

del mundo, en tal coyuntura,

que acreditó su ventura

morir cuerdo y vivir loco (p. 1222).

Y Quevedo (1648/2001, II, I) en varias ocasiones más, como esta:

La vida empieza en lágrimas y caca,

luego viene la mu, con mama y coco,

síguense las viruelas, baba y moco,

y luego llega el trompo y la matraca (p. 17).

De su divulgación da fe también Gonzalo Correas (1627/2000) en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales, donde se recogen varias fórmulas y dichos en que se menciona a este personaje: “Es el coco. Es el espantajo” (p. 936). Un siglo más tarde, el Diccionario de Autoridades (Real Academia Española, 1729, II, p. 392) dice en la voz coco que es “figura espantosa y fea, o gesto semejante al de la mona, que se hace para espantar, y contener a los niños”, acepción a la que ya aludía, como hemos visto, Covarrubias.

Así, pues, hay varios significados estrechamente vinculados. En primer lugar, el coco se refiere a la figura horrible y fantástica que se usa para inducir a los niños a la obediencia, y por ende a cualquier espantajo que pueda ser utilizado para otros menesteres. Pero también alude más concretamente al gesto, con mueca simiesca y acompañándose a veces de la expresión “cata el coco”, que los adultos utilizaban para asustar, hacer callar, y mantener a raya al niño, especialmente cuando cogía un berrinche por pedir algo que se le negaba. De hecho, en el siglo XVI estaba extendido el verbo cocar o hacer cocos con el significado de realizar gestos o muecas de mono, de ahí que Gonzalo Fernández de Oviedo (1526/1950) explique que el nombre de la fruta del cocotero derivaba de que su cáscara parecía “un gesto o figura de un monillo que coca, y por eso se dijo coco” (p. 210). Estas acepciones, junto a otros significados, como el de las cuentas oscuras que se utilizaban para hacer rosarios, permitió juegos de ingenio verbal, como los que exhibe Quevedo (1628/1993) en Premática del Tiempo: “Si [una mujer te pidiera] rosario de cocos, remítela a unas viejas ensartadas en coche, que, como parecen micos, ésas le harán cocos al vivo” (p. 218). Las viejas son horribles, como micos, y por lo tanto son cocos al vivo (no ficticios, sino de carne y hueso) y pueden, por ello, hacer cocos al vivo (es decir, gesticular simiescamente como se hacía con los niños).

La insistencia de los autores de los siglos XVI y XVII en vincular el mono y el asustaniños, es significativa. Hay que tener en cuenta que durante toda la Edad Media y el Renacimiento, el mono significó en gran medida una forma degradada, inferior, horrible, pecaminosa del hombre, cuando no el mismísimo diablo (Mariño, 1996, pp. 303-306). Era creencia, desde la antigüedad, que la mona cuidaba a uno solo de sus vástagos, abandonando y aborreciendo al otro, lo que dio lugar a todo tipo de interpretaciones simbólicas en los bestiarios. En todo caso, su equidistancia del hombre y la bestia, su origen africano (símbolo de lo otro), así como sus inquietantes significados como consecuencia de su proverbial gusto por remedar a los humanos, pudo otorgarle un lugar primordial en las propias imitaciones que los adultos hacían de sus gestos y sonidos para asustar a los niños.

El primer asustaniños: el coco en las nanas

La primera experiencia con el coco suele provenir de las nanas o canciones de cuna con las que se arrulla al bebé. Algunas son tan breves como “A la nana, mi niño / que viene el coco” (Pelegrín, 1999, p. 242), aunque la más extendida, tanto en Andalucía como en otros lugares de España, reza:

Duérmete, niño chiquito,

que viene el coco

y se lleva a los niños

que duermen poco.

(Recogida en varias entrevistas en Sevilla, enero y febrero de 2015).

La versión es casi idéntica a la que anotara sobre 1880 Francisco Rodríguez Marín (1882/1981a) en El Folk-Lore Andaluz, y se repite en otros lugares de España y Latinoamérica con variantes (Cerrillo, 1994, p. 31; Cillán, 2008, p. 51; Díaz y Miaja, 1979, p. 89; Masera, 1994, p. 206). De hecho, encontramos estas nanas extendidas por todo el ámbito hispánico. Así, una nana tan presuntamente andaluza como la que anota Antonio Alcalá Venceslada (1999, p. 101) en la Sierra de Huelva, se canta también en otros lugares de España (Cerrillo, 1992, p. 101):

Las mujeres de la Sierra,

pa dormir a su chiquillo

en vez de cantarle un coco

le cantan un fandanguillo.

Es el coco un tópico antiguo en las canciones de cuna. En el Auto de los desposorios de la Virgen, de Juan Cajés, encontramos ya esta nana (Cajés, s. XVII/1901, p. 165):

Ea, niña de mis ojos,

duerma y sosiegue,

que a la fe venga el coco

si no se duerme.

Como canción para arrullar al niño y que concilie el sueño, la nana es un recurso que muchos autores no han dudado emparentar con las artes de magos y chamanes, dado que la lenta y monótona repetición de sonidos rítmicos fija la atención del niño, induciéndole a un estado de autohipnosis (Castiglioni, 1934/1987, p. 368). El bebé no entiende la letra, pero la amenaza del monstruoso ser que vendrá a devorarle es el contrapunto simbólico a la protección del regazo materno, que calma al niño con una melodía repetitiva y con balanceos no menos rítmicos (Cerrillo, 2007, pp. 335-337; Cillán, 2008, p. 51). En nuestro estudio, los entrevistados recuerdan estas nanas, principalmente, cuando la madre arrullaba a algún hermano menor o cuando alguna tía hacía lo propio con el primito. Invariablemente, implican una amenaza para que el niño se duerma pronto, de lo contrario el coco vendrá, se lo “llevará”, incluso lo devorará.

Duérmete, niño,

duérmete ya,

que viene el coco

y te comerá.

(Entrevista a mujer de 56 años en La Rinconada, Sevilla, diciembre de 2014; aunque está muy divulgada).

Otros personajes fantásticos toman a veces su lugar: así, el lobo o la mora, mientras que, en Latinoamérica, donde también se amenaza al bebé con la llegada del coco (o el cuco), este personaje es sustituido en ocasiones por el brujo, la loba, la cierva o el coyote (Cerrillo, 2007, pp. 333-334). A menudo, a la amenaza del coco le sigue otra estrofa en la que se le brinda al niño la protección, por ejemplo, de la Virgen del Remedio (Cerrillo, 1992, p. 114). Naturalmente, la nana se canta también a niños que ya pueden entender ciertas palabras, y ahí la alusión al coco reforzará esa inquietud que los vincula estrechamente con la protección materna. El reconocimiento de la voz, el cuerpo y aun el olor corporal materno, habría de constituir el refugio frente al ser extraño, desconocido, malévolo.

De su naturaleza difusa

En nuestro estudio, los asustados fueron receptores de la performance asustadora en el ámbito doméstico, y ha sido la noche, antes de dormir, el momento en que mayoritariamente los asustadores utilizaron al coco (casi tres veces más que a la hora de comer y seis veces más que a la hora de la siesta). Estos datos son esenciales para comprender su naturaleza. El coco se vincula a la oscuridad, y no solo está ahí su morada, sino a menudo todo su ser. No es la lógica racional la que propicia el asustaniños; como el resto de monstruos, este se construye en el dominio de la imaginación y las emociones (Williams, 2012, p. 254). De hecho, al coco se le invoca, no se le describe. A diferencia de lo que ocurre con otros asustaniños, las menciones al coco son siempre abstractas. Frecuentemente, los informantes consideran turbadora esa falta de concreción, de la misma manera que puede uno imaginar la sombría experiencia que llevó a Miguel de Unamuno (1908/2005, p. 425) a calificarlo como “el Espíritu de las Tinieblas”:

Es terrible porque amenaza siempre y nunca pega; hace como aquello que cantábamos en un juego: ¡amagar y no dar! Y esto es lo terrible. Cuando desaparece bajo toda forma y todo nombre, aún queda su aliento, la sombra que le rodea, y desde el más recóndito hondón de la conciencia agita a ésta.

Pareciera efectivamente que, junto a la sonoridad inquietante del vocablo (en la que el oscuro sonido de la o velar contrasta con la abierta a de papá y mamá), su principal potencia siniestra viene dada por la inconcreción de su naturaleza. Federico García Lorca, atento siempre a los matices de la cultura popular, supo ver lúcidamente que “la fuerza mágica del coco es precisamente su desdibujo” (García Lorca, 1928/1996, I, p. 5):

Nunca puede aparecer, aunque ronde las habitaciones. Y lo delicioso es que sigue desdibujado para todos. Se trata de una abstracción poética y, por eso, el miedo que produce es un miedo cósmico, un miedo en el cual los sentidos no pueden poner sus límites salvadores, sus paredes objetivas que defienden, dentro del peligro, de otros peligros mayores, porque no tienen explicación posible.

No obstante, la estratégica inconcreción con que los adultos producen el coco, no es óbice para que la imaginación infantil identifique ciertos rasgos, incluso lo corporice, haciéndolo así cognoscible, real.

Concreción andaluza del coco: el hombre oscuro

En Asturias, escribe Servando Fernández Méndez (s/f, p. 41), al coco se le conoce como “un gigantón de ojos como el fuego, boca de espuerta, estómago descomunal, muy peludo y negro como tizón, que actúa por las noches, llevándose a los niños que no comen bien”. Los testimonios de nuestros informantes muestran ciertas diferencias con respecto al imaginario del miedo en otras latitudes. En Andalucía, se le suele retratar como un hombre grueso, feo, peludo, sucio, vestido desaliñadamente, con ropas oscuras, mayoritariamente negras. Desde luego la imaginación infantil apenas tiene límites, y así hay quien lo rememora enano, calvo, incluso azul o blanco. Sin embargo, en conjunto se repite una serie de rasgos. Uno de los más frecuentes es la oscuridad. Efectivamente, la indefinición a la que aludíamos anteriormente deviene de que el coco es, en cierta medida, la esencia misma del miedo a la oscuridad, un sentimiento acaso universal, primario, arraigado en todos los niños, que las culturas han encarnado en genios, monstruos y personajes concretos. Durante mucho tiempo, la madre o la nodriza han sido las primeras en culturizar ese miedo natural. Unamuno (1908/2005, p. 425) sugería que el coco es el primer esbozo infantil del que surgirán después el demonio y Dios, y el cuarto oscuro se convertirá en el infierno. En todo caso, es evidente que, por su asociación con la oscuridad, ha sido imaginado durante siglos como un ser negro. En su Tesoro de la Lengua Castellana o Española, Covarrubias (1611/1995) alude a ello, apuntándose de paso a la etimología africana:

En lenguaje de los niños vale figura que causa espanto, y ninguna tanto como las que están a lo escuro o muestran color negro, de cus, nombre propio de Cam, que reinó en la Etiopía, tierra de los negros (p. 326).

La negritud del coco sirve, como vimos, al autor del Lazarillo de Tormes para que el bebé confunda a su propio padre con el horrendo personaje. En Andalucía, la negritud es rasgo frecuentemente asociado al coco, pero no se concreta en un individuo fenotípicamente negro. Sí sirven de asustaniños en Andalucía otros morenos, típicamente gitanos y moros. Los primeros aparecen en ciertas nanas, y se utilizan para disuadir a los niños de que frecuenten lugares considerados peligrosos o de que se unan a gente extraña. Especialmente extendido, y no solo en Andalucía, es el arquetipo de la gitana robañiños o abandonaniños, que aparece en múltiples formas en el folclore, como en esta nana recogida por Rodríguez Marín (1882/1981b, I, p. 26):

Este niño chiquito

no tiene madre;

lo parió una gitana,

lo echó a la calle.

Tanto la gitana como la mora son asociadas en España a la brujería, la hechicería, el engaño y las malas artes. Es la mora o la gitana quienes raptarán al niño que no duerme, como hace el coco. Una canción de cuna, recogida en El Corral de las Arrimadas (León), lo vincula con la morería (Manzano, 1991, p. 197). La monstruización del moro y el gitano (en mayor medida que el negro), y su vinculación al coco, revela en España una singular tecnología de la anomalía humana (Foucault, 1999/2001, p. 62), que justifica la segregación, la dominación y el rechazo, por el miedo al monstruo, lo que constituye una lógica política bastante extendida (Cohen, 1996, p. 13). En nuestro estudio los gitanos constituyen para algunos pocos informantes el principal asustaniños de su infancia. El coco es rememorado como oscuro y negro, pero no se le relaciona directamente con distinciones raciales o étnicas. Es muy posible que los informantes obvien intencionadamente en su relato la vinculación del coco con gitanos, moros y negros, habida cuenta del rechazo que provocan hoy los discursos racistas y estigmatizantes o los que simplemente les señalan como personajes a evitar y temer. La otredad del coco está hoy menos vinculada a los morenos que en otras épocas. Podría pensarse que eso explicaría que en alguna nana se sustituya “la mora” por “la mona”:

Duérmete niña chiquita,

duerme que viene la mona,

de casa en casa buscando,

a ver la niña que llora.

(Entrevista a mujer de 42 años en Montemayor, Córdoba, diciembre de 2014).

Sin embargo, es más lógico pensar en el rol que como asustaniños ha jugado el simio, pues lo sitúa en la misma lógica de construcción de lo grotesco y lo monstruoso que al negro, al gitano o al moro: en el centro del terror a lo que se considera ambiguamente entre lo humano y lo bestial, una naturaleza defectuosa y engañosa, espantosa, que atenta contra la ley de la naturaleza, de Dios y de la sociedad (Foucault, 1999/2001, p. 69).

Nuestro estudio revela que la negritud del coco pervive hoy, sobre todo, en la vestimenta del terrible ser folclórico, y así, por ejemplo, un varón sevillano de 52 años lo recuerda en las encuestas como un “hombre encapuchado, vestido de negro”, mientras que un joven estudiante de Jerez de la Frontera lo imaginó con “una túnica negra, vieja”. La oscuridad del coco es metáfora de lo “siniestro” y “monstruoso” (términos ambos muy usados en las descripciones que hacen los informantes), de ahí que el rasgo más destacado por los asustados sea la fealdad grotesca, como ocurre con la mayoría de asustaniños. En Andalucía, como en otros lugares de España, se utiliza la expresión “es un coco” para designar al individuo horrible, frase que ya recoge el Diccionario de Autoridades: “es un coco: frase vulgar con que se pondera y exagera, que alguna persona es morena, fea u horrible en sumo grado” (Real Academia Española, 1729, II, p. 392). También Covarrubias (1611/1995, p. 373) recoge la acepción de cuco o coco, como el “que es moreno”. Así, pues, su fealdad es esencialmente negrestina, con todas las connotaciones que eso ha conllevado en una sociedad que quedó marcada desde los siglos XV y XVI con la idea de limpieza de sangre.

El horror infantil al negro ha sido evocado suficientes veces en la historia, la literatura y el folclore. En todo el contexto europeo hay nigromancia y magia negra, de la misma manera que traen mala suerte los gatos negros y, en Andalucía, los moscardones y palomas negras. Muchos de los asustaniños que encontramos en España son negros, tanto los numerosos seres monstruosos y bestiales (Amades, 1957, pp. 263-264), como el que recibe el inquietante nombre de la mano negra, la cual puede, según los casos, raptar, ahogar o estrangular a los niños desobedientes. El negro adquiere unos interesantes matices simbólicos en España, y más en concreto en Andalucía, cuestión que ya interesó a Antonio Machado y Álvarez (1884/1987). Así, en nuestro estudio hay quien identifica al coco como un ser con “ojos negros” (mujer encuestada de Sevilla, 20 años), lo que en el sur remite en muchos casos al poder hechizador de los morenos, especialmente los gitanos. Dado su singular desdibujo, en Andalucía los asustados identifican la oscuridad del coco frecuentemente como una sombra, temiendo que quien iba a raptarles en la noche era un ser “sin cara, como una sombra negra” (varón encuestado de Sevilla, 19 años). De alguien de mal agüero o con malas intenciones se dice que “tiene mala sombra”, y hay suficientes muestras en el refranero y el cancionero de este simbolismo:

Anda vete de mi vera,

que tienes tú para mí

sombra de jiguera negra.

(Machado y Álvarez 1884/1987, p. 306)

Casi tantas veces como la explícita mención a lo “negro”, se le describe en entrevistas y encuestas como un “mal tipo”, un “hombre malo”, “siniestro” o simplemente “oscuro”. En algunos lugares, como Granada, se dice de quien es un ser introvertido, raro y de extraño comportamiento, que “es oscuro”, lo contrario de “ser claro” o “transparente”. En otras tradiciones europeas, las madres también invocan en las nanas a personajes negros que podrían llevarse al bebé. Así, en la Toscana se amenaza con llamar al “hombre negro” (Cillán, 2008, pp. 54-55). Se trata, por lo tanto, de un motivo paneuropeo, pero que tiene sus expresiones concretas en cada lugar. En última instancia, quien se lleva al niño es la propia oscuridad, la noche, de ahí que algunos asustaniños, como la basarda catalana, signifiquen por igual `miedo´ y `noche´, sin que falte precisamente en Cataluña un personaje femenino negro, sucio y desgreñado conocido como la noche (Amades, 1957, pp. 261-262). Así, pues, el coco es negro, horrible, espantoso, feo, nocturno, sombrío. ¿Pero es un monstruo?

La humanización del monstruo

El análisis de las encuestas y las entrevistas llevadas a cabo en Andalucía, revela que el coco no es solo feo, sino muchas veces monstruoso y más concretamente “peludo”, adjetivo que aparece en aproximadamente un 20% de los casos. Lo peludo es símbolo de lo animal, lo bestial, lo no humano, y así es rasgo consustancial a ciertos asustaniños1. Naturalmente, también los animales pequeños y entrañables son peludos, pero el coco es frecuentemente de proporciones que al niño se le antojan descomunales. En las descripciones recogidas sobre el coco andaluz, no faltan los seres decrépitos y viejos, jorobados, de mal olor, monstruos con fauces gigantescas, afilados dientes, extremidades desproporcionadas, a veces con un solo ojo, otras con “cuatro patas y tres dedos” (mujer de Torremolinos, 14 años). Hay quien creyó en su existencia como un animal concreto (un cocodrilo, por ejemplo, sin duda por la semejanza fónica), o un demonio, con cornamenta caprina incluida. Pero estos testimonios son minoritarios, como también las referencias a su redondez, o los que le asimilan a un fantasma. Hay que recordar que bajo el título Que viene el coco, Goya realizó un grabado en 1799, en el cual un embozado coco aterroriza a dos niños, mientras parece ser bienvenido por la madre, conocedora de su carácter ficticio.

Es muy significativo que, a pesar de su aspecto monstruoso, el coco sea identificado por nuestros informantes como “hombre” el doble de veces que como “monstruo”. Es un varón (nunca una mujer), aunque “no un hombre normal”, sino dotado de singulares anomalías: es sucio, vagabundo, pordiosero, contrahecho. Con frecuencia remite a dos de las categorías de anormalidad analizadas en la construcción de asustaniños andaluces de carne y hueso (Del Campo y Ruiz Morales, 2015), que a su vez coindicen con dos de las categorías que Foucault identifica en Los anormales (1999/2001): por un lado, el harapiento vagabundo pertenece a la categoría del incorregible; se aleja del aspecto de los padres, referentes de normalidad, seguridad e integración, y se muestra así no solo extraño, sino solitario, siniestro, marginal. Por otra parte, el coco luce un cuerpo desproporcionado y grotesco, aunando a veces todas las marcas del estigma corporal (Goffman, 1963/1970): “muy feo, de aspecto horroroso, jorobado, viejo y gordo” (mujer encuestada de Fuengirola, Málaga, 21 años). Es, en términos foucaultianos, un monstruo, categoría arcaica de la otredad. Pero es un hombre, al fin y al cabo. Cierto es que la deformidad grotesca está en la base de su terrible fealdad. De hecho, es ese tipo de fealdad al que se refiere la expresión “ser un coco”, tal y como reconoce el Diccionario Nacional de la Lengua Española de Ramón Joaquín Domínguez (1882, I, p. 404): “Ser o parecer un coco: ser muy fea, ser horrible alguna persona, ponderando su chocante o espantosa deformidad”. Con todo, a diferencia de otros seres monstruosos, la deformidad del coco no borra en muchos casos su naturaleza humana, aunque atente contra las convenciones de la normalidad. Se observa aquí una clara diferencia con respecto al norte de España, donde los asustaniños son frecuentemente seres bestiales, que además adoptan el sexo femenino, como la fiera corrupela, la cabra montesina o la cocharrona, ogresas de diferentes pueblos de Castilla (Martín Sánchez, 2002, pp. 62, 229 y 230). Monstruos vegetales o animales, o incluso extrañas criaturas asociadas a alguno de los cuatro elementos (como la moixina, especie de ninfa acuática catalana), son raros en Andalucía. Como también son minoritarios los informantes que tuvieron pavor a algún asustaniños femenino, y cuando surgen tienen aspecto y naturaleza humana: la bruja (1,9% de los encuestados), la gitana (0,5%) o Begoña (0,4%). La masculinización de las fuentes del terror infantil en Andalucía podría relacionarse con otros rasgos de la cultura andaluza, como la proverbial mitificación de la madre, tan común en el folclore, y muy singularmente en el flamenco (Cenizo, 2006), o incluso con la secular devoción mariana, que constituiría algo así como el envés protector de los personajes maléficos masculinos. Es la madre que canta la nana o la propia Virgen quien protegerá al niño del coco, medio humano, medio bestia, pero siempre masculino.

Usos, amenazas y contextos del coco andaluz

El coco está indisolublemente unido a la educación doméstica, de ahí que prácticamente siempre se le nombre en el hogar, y quien le invoque será la mayor parte de las veces la madre, la tía, la abuela o quien ejerza de arrulladora y educadora. Los asustados recuerdan haberle dado crédito especialmente en torno a los 5 años, aunque algunos lo retrotraen a los 3 o lo prolongan hasta los 7. Después parecen necesarios asustaniños más concretos y sanguinarios.

En el 29,5% de los casos, los adultos recurrieron al coco ante diferentes actos de desobediencia. Con el mismo porcentaje se le hace aparecer imaginariamente para obligar a conciliar al sueño, y aun para que el niño acabe el plato y coma (23,5%). El desobedecer, no ir a la cama (o no dormirse enseguida), y no comer constituyen, pues, el 82,5 % de los motivos para que los adultos decidieran echar mano de este aliado del control infantil. Solamente en el 9% de las ocasiones, sirvió de amenaza para que el niño no engañara ni mintiera. Así, el coco es un asustaniños hiperespecializado: se le invoca para controlar un pequeño grupo de hábitos, y no para otros usos, como mantener a los infantes alejados de lugares o personas extrañas (para lo que se utiliza frecuentemente personajes de carne y hueso, como drogadictos o policías).

Aunque puede invocarse a cualquier hora del día, su momento natural es la noche, como ya hemos anotado. Aproximadamente la mitad de las veces que el coco se presta a aparecer, hay silencio y penumbra en las calles. ¿Qué teme el niño? A pesar del arraigo que tiene la nana en la cual se amenaza al menor con que el coco habrá de devorarle si no se duerme, solo el 23,5% de los asustados reconoció dicho temor. El miedo mayoritario es el secuestro, la separación de la seguridad materna, amenaza habitual en otros asustaniños. Algunos informantes lo imaginan incluso como una especie de hombre del saco aunque las referencias suelen ser más vagas; el coco puede “secuestrarme”, “llevarme con él”, “raptarme y que no volviera a ver a mis padres”, o simplemente “llevarme lejos”.

Así, pues, más que el daño físico, el coco aviva el temor a la separación familiar en unas edades en que el niño se experimenta indefenso, a veces una prolongación de la madre. Aunque no se contempla realistamente la muerte física, que solo aparece en los discursos de los asustados en un 2% de los casos, la violenta y drástica separación del mundo adulto se experimenta como una muerte simbólica, especialmente por cuanto el coco llevará al menor, invariablemente, a un “sitio oscuro”. Es allí donde tiene su morada.

En una gran parte de los casos, habita en la propia casa del asustado, lo que le confiere una cualidad singular con respecto a otros asustaniños, que suelen tener una existencia lejos del ámbito doméstico. Ahí puede rastrearse también una diferencia sustancial con respecto a los seres mitológicos del norte. En toda la cornisa cantábrica, aunque también en Aragón y Cataluña, los frondosos bosques, las recónditas cuevas y los lóbregos caminos entre aldeas, son los lugares preferidos de infinidad de seres malignos y tenebrosos que son utilizados como asustaniños. Por razones que sería prolijo de exponer (derivadas de diferentes ecosistemas, patrones de población o prácticas laborales, en el contexto de influencias histórico-culturales divergentes, como la tradición celta o la árabe), ciertos elementos de la naturaleza son percibidos en el norte como ámbitos más agrestes, peligrosos, enigmáticos y temibles que en el sur. Pasado Despeñaperros, incluso las sierras o la alta montaña, como Sierra Nevada, carecen de las connotaciones fantásticas que son evidentes en Galicia y en otros lugares norteños. Mientras que las cordilleras del norte están pobladas por cientos de seres mitológicos, en Sierra Nevada tan solo acechan los monos caretos, responsables de provocar desgracias a los montañeros.

Desde luego hay multitud de seres mitológicos caseros en toda España, y aun en toda Europa, como las diferentes versiones de duendes que hacen diabluras en las casas, pero estos no se convierten en asustaniños. Como un paradójico extraño en el hogar, el coco mora en lugares periféricos, secundarios, de la casa, que son también a veces enigmáticos: la azotea, el ático, el corral, el patio, el sótano. Este último es lugar privilegiado, como ciertos rincones sombríos e íntimos: se esconde bajo la mesa, la cama o en un armario. Muchos asustaniños realzan con su evocación la distinción entre el espacio externo, potencialmente peligroso e invasor, y el espacio cotidiano, confortable, seguro, cálido, del regazo materno. Pero, en el caso del coco, este espacio se muestra también frágil, amenazado por el que, siendo monstruoso, es sin embargo humano; no formando parte de la familia, puede estar oculto en la oscuridad de algún rincón de la casa, o por lo menos ronda cerca; no habiéndose visto nunca, aparece en las nanas o en los relatos de los adultos. Su hábitat es así paradójico, dado que el ámbito doméstico es el entorno seguro, pero solo bajo la protección y guía de la madre y otros parientes particularmente femeninos, que se contraponen a los asustaniños masculinos. En esa singular ambigüedad entre lo real y lo imaginario, lo normal y lo anormal, lo visible y lo invisible, lo humano y lo bestial, radica la eficacia y perdurabilidad del coco. La particular teralogía de cada asustado revela, en el fondo, ansiedades y miedos que, aunque cambiantes, siguen mostrando singulares continuidades en el juego de semejanzas y distanciamientos con el cuerpo humano, que han alentado la creación de monstruos.

Nuevas imágenes del coco

La fealdad grotesca, la negritud, oscuridad y suciedad, así como la ambivalente condición de humano monstruoso, son recurrentes a lo largo de los siglos, y suponen imágenes que han sido alimentadas tradicionalmente a través de cuentos, leyendas y otros relatos básicamente orales. Sin embargo, en la era del homo videns (Sartori, 1997/2002), el coco se impregna también de otras imágenes, esencialmente televisivas. Así, por ejemplo, varios asustados entre 21 y 30 años se lo imaginaron “como Coco el de Barrio Sésamo pero de color negro” (mujer encuestada de Málaga, 30 años). Más conocido como “el monstruo de las galletas”, el inocente personaje televisivo, enteramente azul y con una enorme boca sin dientes, se convertía en un cruel monstruo que podía vivir en una cueva o en otros lugares. Hay también quien integra en el tradicional coco a otro personaje televisivo, muy popular en los años 80: Alf, un extraterrestre también peludo, que tomaba su nombre de las iniciales de Alien Life Form.

Ciertas películas generaron también en los niños vistosas imágenes de personajes temibles. Así, por ejemplo, un joven malagueño de 20 años se imaginaba al coco, en la encuesta, como “un hombre-animal, muy feo, bajito, con el pelo muy sucio, con cara de Gremlin”. Este es un personaje del folclore inglés, al que ciertos pilotos de avión culpaban jocosamente de todo tipo de sabotajes en la Primera Guerra Mundial (Leach, 1984, p. 465). Al contexto español, llegó el fantástico ser con la película Gremlins, producida en 1984 por Steven Spielberg. El largometraje tuvo un enorme éxito y la crítica aclamó la creación de esas extrañas criaturas que, siendo suaves y adorables mascotas, se convertían bajo ciertas circunstancias en criaturas malvadas con aspecto de reptil. La divulgación de la película en formato VHS permitió la entrada de los gremlins en los hogares españoles. Es este un caso típico de sincretismo, no solo en relación a fuentes folclóricas y mitológicas de distintos contextos culturales, sino también a los tipos de relatos (orales, cinematográficos, etc.), sin que deba minusvalorarse el merchandising que puso de moda peluches tanto de Gizmo, el personaje bondadoso de la película, como de las versiones horribles en las que se convertía.

Para comprender las consecuencias de la creciente entrada en escena de asustaniños inspirados por los medios de comunicación de masas (principalmente de la industria norteamericana del ocio), extendimos el trabajo de campo al aula, donde preguntábamos en febrero y marzo de 2016 a escolares sevillanos de entre 5 y 7 años, “qué cosas les daban miedo”. En las contestaciones de los niños, destacan los muñecos o personajes monstruosos del cine, como Chucky, Freddy Krueger o Babadoo. Los zombis ocupan un lugar primordial, dado que muchos niños han visto películas de este género —“películas de verdad, no de dibujitos”—, o han buscado en internet imágenes de muertos resucitados. Otra fuente esencial son los videojuegos, tales como “Five nights at Freddy’s”, o “My talking Angela” que, “si juegas, se sale del ordenador y te mata; pero es mentira”. La transmisión oral y aun las performances asustadoras clásicas, no se han extinguido, sin embargo. Los niños mayores disfrutan atemorizando a los más pequeños con relatos de “un muñeco con un cuchillo”, y no faltan las escenografías familiares, en que un hermano mayor o el padre se disfrazan de vampiro o de otro ser monstruoso, a veces utilizando el disfraz de Halloween. La indefinición del coco, que ha permitido en cada época y lugar singulares representaciones de lo monstruoso, de lo otro, se ve hoy concretada con las imágenes a veces terroríficas, a veces naifs, de la cibercultura.

Conclusiones

Nuestro estudio constata la continuidad, al menos desde el siglo XV, de ciertos significados en torno al coco, aunque también demuestra la influencia de otras fuentes para su concreción actual. Es invariablemente oscuro, negro, si bien en Andalucía no se le relaciona racialmente, sino que suele aparecer como varón de traje negro o simplemente como mala sombra. Por otra parte, si bien etimológicamente la voz podría provenir de coccum y designar en lenguas romances a cualquier insecto o bicho raro, el coco muestra en muchos casos una naturaleza humana, que le aleja de las monstruosidades cavernarias de otras latitudes, y que estaría acorde con las frecuentes alusiones desde el Siglo de Oro que vinculan el coco con lo simiesco. El sonido con que los asustadores acompañaban sus gestos de mono se muestra como el origen etimológico más plausible, en una época en que el simio simbolizó la inquietante otredad, a medio camino entre el hombre y la bestia.

Los estudiosos de las figuras culturales amenazadoras (Smith, 2004; Widdowson, 1977) distinguen tres tipos: entes sobrenaturales, humanos con especiales características, y finalmente animales, objetos, lugares y fenómenos naturales. Sin embargo, también han observado que las fronteras entre estos tipos son muy porosas. El coco muestra a las claras esta versatilidad e indefinición: tan pronto monstruo, como hombre o sombra, se debate entre el ser y el ente, entre lo humano y lo inhumano, lo concreto y lo difuso. Ahí radica su fascinación: siendo en ocasiones cercano, cotidiano, doméstico y humano, se encuentra fuera de la lógica “natural”, en la frontera de lo que nos dicen la experiencia cotidiana o el “sentido común”, y resulta inclasificable desde esos criterios. Es el otro monstruoso, alejado, diferente, inhumano, pero también el “bicho que vive debajo de la cama” o el “hombre con ropa negra”, cuya silueta se desliza intrigante por la calle.

Es probable que esa indefinición haya sido la responsable de la pervivencia de un ser capaz de adaptarse en cada época y lugar a la experimentación del miedo y a la representación de lo amorfo, fantástico y monstruoso. Nuestro propio cuerpo es casi siempre la referencia para construir lo otro, más aún entre los niños. Sea como hombre, sea como bestia, o como sombra (incorpóreo pero dependiente de un cuerpo), el coco se contrapone a lo humano en un juego de semejanzas y antagonismos, en el que el éxito se fía a la fecunda imaginación del niño, que se basará en los monstruos sospechados en cada momento.

A pesar de que se han modificado sustancialmente las tácticas de educación y control, y de que el coco siga metamorfoseando incansablemente, su actualidad sugiere que no han muerto del todo ciertas fantasías, ansiedades, miedos, incluyendo el ancestral terror al rapto del niño, que puede seguirse en mitos, leyendas y todo tipo de literatura. En Asturias, por ejemplo, se cree que algunos seres mitológicos, como las xanas, pueden dejar a sus vástagos en las cunas de algún bebé, y raptar a este (Martín Sánchez, 2002, p. 47). A diferencia de estas figuras mitológicas, el coco no tiene credibilidad para los adultos: su amenaza es considerada un recurso ficticio para asustar al niño. Al contrario de gitanas y moras, no existe más que en la imaginación. Sin embargo, hay elementos comunes que delatan una misma representación del cuerpo del otro, de lo otro: ambos son humanos, sombríos, sucios y pertenecen a lo que, sin dejar de tener aspecto y comportamiento humano, se quiere plasmar como peligroso, discordante, grotesco.

A menudo se han dado por muertos ciertos seres mitológicos, que corresponderían a una época sumida en las supersticiones, de ahí que para el niño moderno solo pervivieran el Ratón Pérez y los Reyes Magos (Martín Sánchez, 2002, p. 16). Sin embargo, nuestro estudio demuestra que los asustaniños tradicionales han seguido haciendo de las suyas en el siglo XX y lo que llevamos del XXI, y que alguno de ellos, caso del coco, sigue vivo, aun cuando es objeto de actualizaciones bajo nuevas formas imaginarias que provienen de la pantalla televisiva, el cine, los videojuegos e internet, lo que demuestra la sempiterna mezcolanza folclórica de tópicos, personajes, relatos e imágenes. El relato oral no ha muerto, aunque hoy se ve necesariamente influido por el mundo de imágenes mediáticas. El viejo folclore sigue transformándose, y lo hace hoy a través de resemantizaciones locales con los personajes terroríficos de la industria global de la cultura y el ocio, que por otra parte sigue recurriendo a leyendas, cuentos y asustaniños tradicionales, para inspirarse en sus nuevas creaciones. El coco, en su fascinante indefinición, sigue permitiendo nombrar lo otro bajo una categoría lo suficientemente flexible para que quepan las fantasías y miedos de cada cual, bajo un ser familiar e insólito, lo que ha generado esa mezcla de repulsa y fascinación que ha singularizado siempre la otredad, representada bajo el signo de lo humano pero monstruoso.

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Notas

1 En Cataluña, por ejemplo, se intimida a los niños desobedientes con el pelut o el peludo (Amades, 1957, p. 262).
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