El gran hotel Budapest | Cine Divergente

El gran hotel Budapest

La arqueología de la imaginación Por Manu Argüelles

I. El gran hotel Budapest en la ficción

Tras Moonrise Kingdom (2012), Wes Anderson con El gran hotel Budapest prosigue con su operación de arqueología de la Historia. Pero debemos precisar, en la distorsión que de ella se opera desde la literatura, el cómic y el cine. Es, por tanto, su film plenamente dedicado a la memoria. Pero es un ejercicio de restitución del suceso histórico cuando éste se filtra entre los pliegues de la imaginación. Por lo que la idea de semejanza pierde su entidad para constituir un pálido referente que formará parte activa de un universo que sólo pertenece al conocimiento compartido, al legado creativo que hemos heredado y que quizás ha quedado perdido entre las brumas. Anderson despeja esas nubes, le quita polvo a las viejas ensoñaciones de anteriores generaciones y las procesa dentro de su marco estilístico como si fuese una escenificación hermética y autosuficiente. Por eso no hay ruptura, más allá de la fractura que se efectúa con la Historia. Todo fluye como un conjunto armónico donde la fantasía se fusiona con lo real para que éste último acabe borrado. Y además este gesto impuro lo trabaja como en el clasicismo se trabajaban las narraciones, sin fisuras y sin distorsiones, aunque no se resista a las operaciones intertextuales y la mezcolanza de materiales (la incorporación de maquetas y dioramas, cielos pintados como si fuesen lienzos de Van Gogh o el uso de la cinética de la animación), muy santo y seña de lo contemporáneo y de su propio sello personal para vehicular su particular vis cómica y definir su identidad artística.

Aquí opera la bellísima música de Alexandre Desplat (para sí quisiera contar con ella Tim Burton) como fiel y efectivo pegamento que cose todo como algo orgánico. Aunque pasemos por diferentes texturas y tonos, la fantástica y evocadora banda sonora, que viaja de lo extra-diegético a lo diegético como si fuese nuestra guía, ejecuta la difícil operación de sutura y sobre ella recae la responsabilidad de que no se aprecien los cambios que la narración va a desarrollar. Y en este agitado y frenético itinerario, el hotel como complejo arquitectónico que revela en su estructura el desgaste y la erosión del paso del tiempo, erigiéndose en símbolo de este acto memorístico, de esta espeleología de la imaginación.

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Dos tiempos narrativos que interactúan, los años 30 y los años 60, como si ambos fuesen los dos extremos donde enclavar el recorrido de nuestro añejo fantástico arraigado en el Viejo Continente. Aquí es ineludible aludir al cine norteamericano de los años treinta, tras la aparición del cine sonoro, cuando basaba sus relatos siempre en Europa, tanto los aventureros como los relativos al emergente género del cine de terror. Era un pasadizo hacia lo exótico, porque lo aventurero siempre ha estado fraguado en otros confines lejanos y remotos, como un viaje hacia lo desconocido donde la ficción es más libre, más desmesurada y también más pletórica. El primer tiempo es la época del imperio y la magnificencia, la exuberancia y el derroche lujurioso cuando el mito alcanza su máximo esplendor. La época de entreguerras como fértil campo creativo para alimentar la épica más gloriosa, todavía bañada en un manto de ingenuidad, como si fuese un narcótico de la convulsa realidad sociocultural que la gestaba. De hecho, Anderson procede a una idealización del folklore y del mito forjado a través del arte popular, antes que cualquier encuentro de lo real con lo fantástico. Por eso no es de extrañar que haya evidentes guiños visuales al nazismo y a la Gestapo a través del personaje de Willem Dafoe. Pero como si éste fuese elucubrado desde el cómic, expresión artística que adquiere gran importancia en El gran hotel Budapest para cartografiar su diseño visual. Y es inevitable, por tanto, que coquetee sin pudor con el expresionismo alemán cuando dicha apuesta visual de contraste de luces y sombras fue importada al cine norteamericano. Por consiguiente, algunos planos incluso parecen robados de Fritz Lang en su ciclo de cine negro en tierras yankies, como por ejemplo aquellos que tienen lugar en el museo cuando el personaje de Willem Dafoe persigue al de Jeff Goldblum.

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Los años 60, antes de que eclosione el tiempo de la utopía, supone la entrada de la modernidad, la anulación de la escritura invisible de lo clásico y la decadencia de los viejos sueños. Ese tono otoñal nos indica que ya no se puede fantasear con los conflictos bélicos porque el holocausto judío nos ha impedido que la fantasía adquiera contornos ilusos. Así Mr. Moustafa (F. Murray Abraham) es un personaje aislado en su melancolía, incapaz de vivir el presente, porque ha quedado atrapado en los confines del sueño cuando éste podía ser inocente y fantástico. Es la plasmación de la generación vencida.

Porque el proceso de recordar siempre supone un acto de puesta en escena. Traer al presente algo que ya no existe. Por lo que, dado su gusto por la composición visual heredada de la gramática teatral, ya no nos resulta inusual que, cuando Mr. Moustafa explica su historia al joven escritor encarnado por Jude Law, la escenografía se apodere de los recursos lumínicos teatrales. Recordamos, representamos.

Sus homenajes, como el que realiza al subgénero de fugas carcelarias, siempre pasan por el filtro de la farsa, el dispositivo de lo absurdo pasado por una pátina de sofisticación que retrotrae sus atributos más característicos a simple elemento de juego de infancia. Es así como lo anacrónico se instituye como eje fundamental. Las imágenes se sobredimensionan y como diría Georges Didi-Huberman incluyen en ellas la estratificación de diferentes tiempos, el contemporáneo que la piensa y la procesa y el que se rememora como desgajado de lo real, otro tiempo, el ficticio de lo popular, que lleva a su vez las huellas del tiempo histórico. Es, sobre todo, una ruptura epistemológica de la que extrae la comicidad, siempre aludiendo a formas expresivas que remiten al pasado, ya sea la comedia clásica, el vodevil o la screwball comedy, ésta última lógica, dada su fruición por recuperar los aromas fílmicos de los años 30.

Puede ser que sea mero entretenimiento, que no haya más densidad en dicha operación que el arte de lo lúdico. Pero también desvela la materia misma de la ficción. Pone sobre la palestra los mecanismos de nuestra fantasía como síntoma fenomenológico del tiempo humano. El cine de hoy no crea, recuerda. Y no se remite exactamente al pasado sino que siempre está trabajando en el territorio de lo imaginario, de lo que es falso. El artificio en Wes Anderson alcanza así su lógica y su razón de ser.

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El gran hotel Budapest en el cine de Wes Anderson

No acostumbro a ver trailers pero en el caso de El gran hotel Budapest hice una excepción. Y sus imágenes enseguida me devolvieron a Life Aquatic (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004). Y una vez vista no iba tan desencaminado, los primeros pálpitos suelen ser los correctos, porque aquella supuso la primera incursión de Wes Anderson en el territorio de la aventura. No obstante, en aquella tensaba tanto los códigos y los parámetros genéricos que alcanzaba la distorsión, casi era un deconstrucción donde se acentuaba lo excéntrico y se reducía a polvo de cenizas cualquier dispositivo normativo que supusiese una ley de adscripción. Life Aquatic se erigía sobre lo que podía haber sido bajo cauces convencionales. Sus trazos se componían de indicios, resonancias o de huellas pero donde la materia era exclusivamente propia y personal. No es el caso de la película que nos ocupa, una muestra más pura sangre de lo que entendemos por aventura, que además también responde a la que está siendo cada vez más definitoria de su filmografía reciente: Fantástico Sr. Fox (Fantastic Mr. Fox, 2009). Si aquella en su momento, una incursión dentro de la gramática de la animación, supusiese un quiebro en su filmografía, una mirada atenta advertía que se había corporeizado algo que ya estaba latente en sus anteriores films. Como ya sucedía en Moonrise Kingdom -donde el cartoon, aunque de forma puntual, reclamaba su aparición-, El gran hotel Budapest se erige en absoluta continuadora y se construye a partir de otra de las grandes constantes en su filmografía. Si aquella era una segunda exploración de la familia como lo había sido Los Tenenbaums. Una familia de genios (The Royal Tenenbaums, 2001), El gran hotel Budapest se apuntala bajo otro de sus grandes armazones temáticos: la relación mentor-alumno, explícitamente figurada en Academia Rushmore (Rushmore ,1998), la gran película lanzadera de lo que es el sello Anderson hoy en día.

Todo esto nos puede hacer pensar que Wes Anderson se está contrayendo. No explora nuevas vías sino que prolonga algo ya estudiado y abordado. Es una continuación sin innovación, sin visos de mirar al futuro sino de pliegue en un ensimismamiento dentro de un universo plenamente definido que lo único que hace es expandirse dentro de sus propios confines, sin querer rebasar las fronteras que ya han quedado claramente fijadas. Pero rechazo negativizarlo porque, más que Moonrise Kingdom, El gran hotel Budapest es la gran película síntesis de su filmografía. Un catálogo fecundo y una celebración que funciona como un compendio, que resume, y concentra todo el trabajo desarrollado en 20 años desde su cortometraje Bottle Rocket (1994). De esta manera, el film funciona como lo hizo Volver (2006), respecto a la filmografía anterior de Pedro Almodóvar.

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No obstante, hay algo que quizás está generando que el director tenga una mayor aceptación en un público más masivo. Y es que su cine está perdiendo la pose, algo que a mí no me molestaba en absoluto, siempre que ella sea buscada con fines artísticos como posicionamiento de una singularidad creativa. Cuando hablo de pose me refiero a un exacerbamiento de las formas, a una actitud incluso desafiante donde la diferencia gana altanería mediante la estética y la presencia. En muchas ocasiones, dada la artificial frontalidad visual y su rigurosa geometría cartesiana de los planos, los personajes devienen en maniquíes exultantes, como si fuesen modelos de lo irregular, porque en su cine todo aquello que rompe lo comúnmente aceptado está focalizado. Lo disfuncional encuentra un propio universo lejos de los cauces de lo ordinario y lo que es extraordinario se regula en un mundo paralelo con absoluta naturalidad. Se conforma una cotidianeidad de lo extraño para anular el orden natural, el que viven los personajes y que Gustav H. (Ralph Fiennes) es el máximo epítome de ello. Como dije en alguna ocasión, el dandy hecho materia fílmica. Frente a otro constructor de lo anómalo como Tim Burton, que también despliega su fuerza en la definición de una estética que acaba siendo esencia del universo que recrea, Anderson no se queda atrapado en el decorado ni se desgasta en el acto de la repetición.

Porque la perspectiva va evolucionando. Por ejemplo, está eliminando la amargura. Es posiblemente su acercamiento más limpio y enérgico de lo que es el reino de la infancia, sin la gravedad, el cinismo y el hastío de los adultos. Por eso los actores convocados, su gran familia a lo largo de veinte años (no resulta sorprendente  que repitan tantos con él de nuevo en su film-fusión), junto con la flamante incorporación de Ralph Fiennes, más que interpretar parecen que están jugando, cada uno con su disfraz, segunda acepción semántica del término anglosajón play. ¿No hay un guiño también en esta convocatoria masiva a lo que supuso Gran Hotel (Edmund Goulding, 1932) como película que reunía lo más granado de las estrellas de aquel tiempo?

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En Moonrise Kingdom confrontaba el mundo adulto frente al mundo de la infancia, que se lanzaba a la fuga para vivir al margen de las normas de un absurdo, gris e ilógico orden del que no quieren ser partícipes. Porque la fantasía y el amor en su concepción más romántica no deben morir. Pero había una clausura amarga, los niños acababan reinsertados, habían fracasado en su aventura. Porque la comedia en Wes Anderson siempre esconde dentro de sí su reverso siniestro. Como comentaba Aarón Rodríguez en esta misma web:

Anderson, título tras título, parece esbozar una sonrisa bufonesca y frívola mientras en la trastienda de sus cintas se agolpa un magma de malestar purísimo que siempre tiene una conexión determinada: la construcción simbólica mayor de Occidente, esto es, la familia.

No sucede lo mismo en El gran hotel Budapest. Personajes huérfanos que se alían, se complementan y enriquecen frente a la familia biológica, la villana hiperbólica de la función. El cine de Wes Anderson nunca pierde la inocencia, y su último largometraje es su propuesta más naif, candorosa y también la más entusiasta. Esos colores vivos y saturados, esos climas cromáticos, absoluta delicia visual, lo certifican. Porque posiblemente para El gran hotel Budapest no podremos encontrar mejor definición que la que se aplica al personaje de Ralph Fiennes: El mundo desapareció antes de que él llegara pero mantuvo la ilusión con elegancia.

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Comentarios sobre este artículo

  1. memetfe dice:

    La verdad es que Wes Anderson me gustó en algún momento, pero ahora mismo no me interesa prácticamente nada. Y en concreto esta película me pareció totalmente intrascendente, que seguramente es lo contrario que Anderson buscaba.

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