I. México y la blancura

México vive un agitado despertar propio de los letargos históricos. En tiempos recientes, las conversaciones públicas y los estudios especializados en torno al racismo mexicano han proliferado a un grado difícil de ignorar. Nuestras inquietudes por lo racial, por fin, trascienden el terreno casi oportuno de lo indígena hasta abarcar a la población nacional mestiza. Destapar aquello que por tanto tiempo fue un tabú, hoy produce un efecto francamente embriagante, evidenciado en las actuales polémicas en redes sociales y los enconados debates televisados en cadena nacional.

Pese a la creciente apertura para discutir el racismo, la crítica social y las conversaciones en torno a la discriminación y las brechas sociales, en México tienden a descarriarse ante una métrica sociológica poco atendida en nuestra descripción conjunta de la desigualdad histórica: la categoría sociorracial de la blancura. Definir sus bordes conceptuales podría permitirnos explicar su condición paradójica: a la vez relativamente ausente en el discurso público y sobrerrepresentada en todos los ámbitos de la vida pública. Su esclarecimiento, sin embargo, parte de una necesidad práctica: sólo definiendo cómo encarnan y operan los grupos y las ideas dominantes se puede comprender –y así transformar– una sociedad como la nuestra.

No debe sorprender que el pasado colonial aún tenga su parte en la persistencia y el crecimiento de la inequidad en nuestro país. La Conquista estableció durante 300 años, legal y económicamente, a una clase que detentó el monopolio de la propiedad de la tierra, la fuerza de trabajo, la educación, la cultura etc., con base en una noción de identidad que hizo de la “pureza de sangre” un distintivo necesario para pertenecer a un grupo social y jurídico con formas de vida y privilegios comunes. Desde este lugar aventajado, convirtieron la división de clase y raza en una institución pertinaz, en apariencia irreformable, instaurando un sistema de valores sobre una base material asimétrica que, desde entonces hasta nuestros días, reproduce determinaciones culturales que orientan nuestra creación de sentido social.

De tal manera, hablar sobre la blancura –darle su lugar en los imaginarios públicos y especializados– significa trazar colectivamente el continuo estructural entre el colonialismo y la modernidad capitalista, sustentada en la morfología perdurable de las élites económicas y simbólicas que orientan nuestras ideas de identidad, aspiración y ciudadanía.

Como puede inferirse de estudios basados en la escala cromática de PERLA y la ENADIS del 2017 realizada por el INEGI, que demostraron de manera empírica que las desventajas sociales se relacionan con el color de piel, la conversación sobre la blancura lleva empaquetada una conversación poco tanteada sobre la arraigada institución de la desigualdad mexicana. Sólo atendiéndola juzgaremos con acierto la persistencia de las pigmentaciones de piel más claras en la cima de la jerarquía social.

Existe una respuesta fundamentada –quizá demasiado oportuna– sobre la razón de su habitual ausencia  en el discurso público y especializado: la categoría racial de la blancura se disipó en el mito del mestizaje, ese gran homogeneizador que, sin embargo, tiene matices importantes si atendemos el contexto posrevolucionario en el que se instauró en México. Carlos López Beltrán encuentra que, desde su introducción en las lenguas romances en el siglo XV, la palabra raza fue usada principalmente en sentido peyorativo para denostar a los otros, a los diferentes, a los dominados. Así, quienes ocupan el espacio de poder han gozado de la amnistía de no definirse ni nombrarse. Bajo esta mirada, hablar de blancura se vuelve una forma intencionada de hacer más visible el privilegio racial en un contexto en que la conversación pública sobre el papel de las nociones raciales demanda líneas de fuga más allá de la ideología del mestizaje. 

En su Archivo del estudio del racismo en México, Mónica Moreno Figueroa hace un recuento de 66 publicaciones académicas sobre racismo y raza entre 1956 y 2014. Una revisión de la bibliografía revela que ninguna de ellas incluye blancura o blanquitud en el título, sin contar su acepción anglosajona whiteness. Por lo demás, el acervo confirma nuestras intuiciones: los pueblos indígenas prevalecen como los grupos por excelencia en que depositamos nuestra ansiedad por lo racial. Mónica Moreno señala que, en su justo interés por visibilizar condiciones de opresión e injusticia, los estudios académicos han tendido a quedarse en la puerta de ofrecer evidencias sobre los grupos dominantes.

Por ello, en lugar de subsumirla en los turbios afluentes del mestizaje, es hora de sacar a flote la blancura como categoría social y su relación intrincada con la clase: abordar un término tan esquivo como representativo desde una amplia variedad de enfoques críticos, como ocurre en escolaridades anglosajonas en el naciente ámbito de los critical whiteness studies.

Emprender miradas críticas de la blancura –histórica y culturalmente específicas en México– podría alentarnos a confrontar, entre otras manías y aversiones nacionales, el tabú poco atendido de la segregación social no coercitiva. La segregación racial –una forma de organización social que mantiene a grupos racializados a distancia– sigue siendo una idea poco aceptada y entendida en México, relegada convenientemente a contextos con heridas abiertas de división racial o étnica bifocal –blanco y negro, judío y musulmán– como Estados Unidos, Palestina o Sudáfrica. Su negación, se infiere, deriva de esa leyenda que nos fija como un grupo racial indistinto: mezcla y equivalencia. Esta línea de pensamiento nos puede llevar a cuestionar con mayor acierto si cualidades socialmente valoradas, como el mérito profesional y académico, quedan en segundo lugar ante la necesidad de conservar y reproducir estructuras sociales favorables a determinados cuerpos con capital simbólico. Igualmente, nos invita a la reflexión respecto a la importancia del lenguaje y las categorías raciales en nuestra forma de ver, interpretar y abordar el mundo social.

De esta manera es posible desenterrar sus cualidades a veces subrepticias de operar en diferentes ámbitos elementales para la reproducción de la organización social, como pueden serlo la vida pública, los medios de comunicación, el entretenimiento, la distribución espacial, el discurso académico y la identidad nacional.

El fin no es cederle la centralidad que, en más de una manera, la blancura ya reclama, sino asignarle un lugar concreto en la reorganización del mapa sociorracial de México, uniformado en buena parte a partir de la exitosa construcción del nacionalismo mestizo posrevolucionario y descolocado en tiempos globalizados de convergencia digital.

Dejada a su suerte, la discreción supone un destino conveniente para la blancura: si es negada o menospreciada en los discursos cotidianos y especializados, puede gozar la exención de no ser identificada y señalada en ámbitos en que arraiga y se reproduce.

II. El lenguaje y la blancura

En una sociedad desgastada por inercias añejas, las nuevas generaciones se han caracterizado por inducir el cambio desde el lenguaje: las juventudes, habitantes de ecologías de información mediadas por la superabundancia textual y visual, han abrazado las premisas más subversivas del giro lingüístico en las ciencias sociales, cuestionando las posiciones sociales que se organizan y articulan con relación al lenguaje a través del tiempo.

Así, hablar sobre la blancura supone mostrar una sensibilidad particular a la importancia del lenguaje en nuestra forma de estructurar e interpelar al mundo. ¿Cómo haríamos para navegar un universo social sin categorías, alterar una realidad que no manifestamos en el lenguaje?

En la emergente disputa entre el reconocimiento y el negacionismo del racismo –legado del México posrevolucionario que sublima lo racial en la identidad sin fisuras del mestizaje– nos vemos en la necesidad de ampliar un vocabulario que abarque la supremacía racial con el objeto de avanzar una conversación apremiante que se va enfriando en las faldas del dogmatismo.

En las comunidades sociodigitales de México, el discurso del whiteness se ha incorporado –aunque no sin cierta distancia irónica– al léxico del comentario y la crítica social: forjada en el crisol cosmopolita de las redes sociales, queda de manifiesto que la manera de emplear lo blanco sugiere una importación escasamente intervenida del discurso de white privilege del Norte global. En ese sentido, a falta de consensos conceptuales en torno a una discusión compleja a duras penas tanteada, la discusión del privilegio racial en México ha desembocado en diversos términos para ocupar el lugar del whiteness anglosajón: blancura, blanquitud, blanquedad.

Esta oferta semántica fue precisada, con aplicaciones cada vez más fértiles, por el filósofo mexicano-ecuatoriano Bolívar Echeverría, quien, en un gesto filosófico, distingue la blancura de la blanquitud. Esta dislocación le permite a Echeverría pensar la blanquitud como el requerimiento ético que la vida económica de una sociedad capitalista hace de sus miembros: la identidad plenamente interiorizada del espíritu capitalista. Es decir, la blanquitud es su habitus encarnado, manifestado en esquemas de obrar y pensar particulares a la modernidad. La blancura, por otra parte, describe la identidad racial definida a partir de la expresión fenotípica del cuerpo del Norte global. Así, la relación entre blanquitud y blancura, en nuestros tiempos, puede resultar arbitraria: para Echeverría, la apariencia blanca de las poblaciones del Norte global representa solo el grado cero de la conducta capitalista del ser humano moderno, sin por ello desconocer que la blanquitud, así entendida, también oprime a las clases trabajadoras blancas en Europa o Estados Unidos. Por lo tanto, la blanquitud, hoy en día, ha dado cabida a poblaciones no blancas y subalternas en contextos como México, proletarizadas en un continuo de desposesión territorial, desaparición de modos de vida comunales y disciplinamiento en tanto fuerza de trabajo en una economía de mercado. La blanquitud, así, permite desnudar la ideología del mestizaje como única identidad de pertenencia nacional para quienes pretenden acceder a los beneficios socioeconómicos de la ciudadanía liberal por medio de la venta “libre” de su capacidad de trabajo.

Si bien este desdoblamiento esclarece los procesos de asimilación de poblaciones colonizadas al proyecto modernizador, hay una laguna en el interior de su pureza conceptual: la persistente relación, aún vigente, entre clase y raza en el México contemporáneo. Es posible aventurar, por tanto, que el liberalismo no suprimió el orden social establecido en el Virreinato basado en un régimen de castas, sino que lo adaptó a sus lógicas de organización social y de producción del valor, quizá con avenidas de movilidad social más porosas.

De tal manera, hablar de blancura permite, por un lado, señalar los cuerpos que, en contextos poscoloniales como México, tienen un acceso privilegiado a la blanquitud, desde la cual ejercen —activa o pasivamente— un racismo étnico y civilizatorio, por así llamarle. Por otra parte, esta articulación visibiliza un aspecto fundamental de las relaciones raciales en las condiciones existentes en México: la servidumbre del otro subalterno como continuidad del colonialismo a través de la así llamada colonialidad, definida por Aníbal Quijano, a grandes rasgos, como la hegemonía del eurocentrismo en la modernidad.

El historiador haitiano Michel-Rolph Trouillot nos recuerda que hablar de categorías raciales es hablar de conocimientos que condicionan nuestra forma de ver e interpretar el presente a la luz del pasado. Por ello, el debate popular en México debe producirse de tal manera que no involucre ambigüedades y definir un terreno lingüístico común desde el cual referirnos a la constitución racial dominante. Entender, de tal manera, la blancura como la encarnación de cuerpos que han sido socializados para tener un acceso ventajoso, aunque no exclusivo, a la blanquitud, permitiría promover una exploración franca —de manera etnográfica, política, cultural o sociológica—de los grupos y valores dominantes en una sociedad donde la riqueza se distribuye de manera tremendamente desigual y concentrada, una realidad que no sólo debería ser indignante sino abiertamente intolerable.

En este nudo asoma una certeza: debemos entender la blancura como un fenómeno global que abreva de especificidades locales. La blancura mexicana tiene raíces coloniales que entroncan con la orientación contemporánea de la blancura internacional, determinada poderosamente por el imperialismo cultural de Estados Unidos que, según Echeverría, desplazó el proyecto de modernización europeizante tras la Segunda Guerra Mundial.

En este sentido, parte de la discusión ha derivado en la cómoda negación del racismo estructural y la posición dominante de la blancura, nociones supuestamente importadas de contextos ajenos y poco más. Tomando en cuenta la hegemonía económica y normativa de Estados Unidos, es entendible que hablar de blancura en México se inspire en buena medida en la creciente circulación del whiteness como discurso crítico en el mundo a través de redes sociodigitales y una industria de entretenimiento cada vez más sensible a las demandas identitarias. Sin embargo, descartar el racismo mexicano como una innovación discursiva en un contexto cuya identidad nacional en sí misma representa la resolución racial por la vía simbólica de una extensa historia fundada en el conflicto y dominación étnico-racial no es más que una forma especialmente cínica de deshonestidad intelectual.

Por otra parte, aunque los censos poblaciones suprimieron la categoría “blanco/europeo” desde 1921, asimilada al amplio relieve de lo “mestizo», es posible afirmar que la noción de blancura sobrevivió en el argot popular a través de expresiones coloquiales como güero, fresa, mirrey, catrín, que acusan el tenaz vínculo entre clase y raza forjado en el continuo colonial-liberal. Si bien cerrarle la puerta a las adelantadas reflexiones en torno al whiteness sería un cálculo torpe de nacionalismo epistémico, lo cierto es que tanto el trabajo de Echeverría como el de Mónica Moreno abren derroteros con investigaciones histórica y culturalmente situadas sobre la blancura, la blanquitud y el mestizaje en México que no dejan de lado la relación estructural entre lo nacional y lo global.

III. La vida pública, los medios y la blancura

Con el impulso de las redes sociales y la academia, el discurso crítico del whiteness ha florecido con pujanza en el Norte global con el fin de señalar y combatir el privilegio y la opresión haciéndolas manifiestas en la vida pública. De manera semejante, pero con la vaguedad propia de las sociedades posraciales, las juventudes hiperconectadas en México, que a través de los medios y las redes adoptan referentes culturales y políticos globales, parecen haber encontrado en la categoría blanco un algo que resuena en sus experiencias y sensibilidades cotidianas.

Esta apertura mediática digital contrasta con el modelo de medios tradicional en México: liberalizado, privatizado y agudamente concentrado. Este escenario ha permitido que los medios de comunicación masiva hayan constituido, desde el régimen posrevolucionario, una de las estructuras ideológicas más poderosas en que los grupos dominantes han producido y propagado su visión de la sociedad, la moral pública, de los otros y de sí mismos, derivada naturalmente de los intereses de su clase.

Prueba de ello es que si bien la reforma de telecomunicaciones del 2014 llevó a un impulso de apertura democrática sin precedentes, como audiencias y ciudadanos aún carecemos de la alfabetización mediática para hacernos preguntas continuamente aplazadas en torno a la pluralidad y diversidad en nuestros medios tales como: ¿Qué voces dominan la conversación pública en México? ¿A quiénes miramos en las cadenas nacionales, a quiénes leemos en los periódicos que cubren la vida nacional, a quiénes escuchamos? ¿Desde qué cuerpos se origina la interpretación y legitimad del acontecer social?

En este marco debería resultar incontrovertible señalar que la blancura ha gozado de un acceso irrestricto, despejado de todo señalamiento serio, en los medios de comunicación nacionales, produciendo saberes o creencias que influyen en la formación y el cambio de la opinión pública. No podemos desestimar, por lo tanto, la aportación mediática en la validación que como sociedad le damos a ciertas voces sobre otras. Sintonizar casi cualquier noticiero o programa de debate nacional, como tan bien ejemplifica Es la hora de opinar, nos haría asumir que, debido a su sobrerrepresentación, la información u opinión emitida por una personalidad de fenotipo blanco transmite mayor autoridad, legitimidad y confianza. La asociación de las personas blancas con características morales e intelectuales favorables es resultado, en buena medida, de un sistema mediático que se ha resistido a la representación de las mayorías como reflejo de las determinaciones coloniales en la economía de mercado.

En este contexto han irrumpido figuras vivificantes como Viridiana Ríos, Gibrán Ramírez y Tenoch Huerta, quienes han deslumbrado la escena cultural y política con intervenciones lúcidas y demostrado que el análisis de la vida pública puede acoger con acierto el discurso crítico de la blancura y el racismo. Su tino no solo procede de la claridad de sus voces, sino del origen mismo de estas voces: se enuncian desde una corporeidad morena, autorreflexiva, cuerpos racializados que se miran y se suman en su lectura del México histórico que deviene moderno.

Caracterizar sus aspectos no es una trivialidad. Objeto de escarnios racistas en redes sociales, sus apariencias han desatado una disonancia cognitiva en aquellos públicos cuyo polo referencial sigue tenazmente usurpado por la blancura. Sin encarnar el prototipo de la figura pública de las grandes ligas, o precisamente por ello, han sabido desafiar y contrariar una oposición estructural que se resiste a la pluralidad de cuerpos y voces. Mirar cuerpos foráneos reclamando espacio y voz en mesas y escenarios de alto perfil dominados tradicionalmente por cuerpos hegemónicos resulta, aún, una experiencia chocante para las audiencias mexicanas. La razón es inequívoca: los cuerpos no blancos, como advierte Sarah Ahmed, adquieren hipervisibilidad en espacios de blancura.

A diferencia de otros países con robustos sistemas mediáticos privados que han cedido a cotos de representatividad gracias a las reivindicaciones de audiencias con literacidad racial, en México la existencia de la ideología posracial del mestizaje dificulta la creación de medidas o peticiones de inclusión respecto a las mayorías. Aunque la diversidad y la pluralidad son la expresión más clara de la función democrática que se le puede conceder a los medios de comunicación, esto se complica en un escenario en donde no se reconocen identidades raciales tajantemente definidas, como sucede en Estados Unidos, cuya industria cultural ha sido capaz de asimilar la alteridad y convertirla en glamour.

Para las grandes cadenas nacionales, lumbreras del privilegio mexicano, abrir sus foros a cuerpos extraños es un acto casi radical, digno de reconocerse. Pero queda por ver si su acogida al establishment mediático apunta hacia una transición estructural en los espacios de interpretación y representación de la vida pública que responde a la coyuntura política y a la apertura a demandas antirracistas, o si es producto de un tokenismo a conveniencia.

Seguiremos hablando sobre la blancura.