Juerguista y cazador, Eduardo VII, el hijo de la reina Victoria demostró ser un buen rey para Gran Bretaña

La reina Victoria tuvo muchas frustraciones en su vida y una de las importantes fue el carácter de Eduardo. Al príncipe de Gales nunca le interesó el estudio -llegó a fugarse de su internado en la Universidad de Cambridge-, ni los aburridos problemas de la burocracia; amaba la caza, los viajes, la juerga y la compañía de mujeres hermosas. Su madre sólo encontró en él una veta política aprovechable: su interés viajero, unido a su simpatía y elegancia, le convertían en el embajador más apropiado para las misiones amistosas en el extranjero. Así, antes de los 20 años ya conocía Francia, España, Portugal, Italia, Canadá -viaje que se prolongó de incógnito por Estados Unidos, dando lugar a curiosas aventuras-, Egipto y Palestina.

Su fama, simpatía y humanidad fueron cualidades diplomáticas de primer orden

A los 22 años, en 1863, la reina se llenó de esperanzas: su hijo iba a sentar la cabeza, a casarse con la princesa Alejandra de Dinamarca. Pero las cosas no cambiaron mucho: Eduardo y su mujer se establecieron en el palacio de Sandringham y se rodearon de escritores, músicos, pintores y actores. Su vida fue una cacería continua y una fiesta casi ininterrumpida, en la que participaban los habitantes de los alrededores, dentro del más amplio abanico social, lo que escandalizaba a la nobleza. Parecía que la mayor potencia mundial iba a ser heredada por un juerguista, cuyo principal mérito era tener un caballo llamado Persimmon, que ganó el Derby de 1896.

La austera Victoria, desolada viuda desde 1861, no podía entender a su hijo, como tampoco a la nueva sociedad que se estaba creando durante su reinado. Pero el príncipe juerguista no fue tan negativo para su país. Que se convirtiera en el árbitro de la elegancia europea y en el campeón del buen gusto mejoraron la imagen de la monarquía dentro de Gran Bretaña y dieron brillo a la primacía mundial británica, cosa que no podía hacer una reina anciana y triste como Victoria. El éxito clamoroso de su viaje a India y su gran representación en el jubileo de su madre (1887), en la Exposición Universal de París y en los funerales del zar Alejandro III (1889) demostraron que su gran fama, humanidad y simpatía eran cualidades diplomáticas tan importantes como los profundos conocimientos políticos y económicos.

Como rey, entre 1901 y 1910, no varió mucho su estilo, salvo que los años y la gravedad que imponía la corona le hicieron algo menos ‘movido’, pero siguió siendo un extraordinario diplomático, un maravilloso anfitrión y uno de los monarcas europeos que más trabajó por la paz en los inciertos comienzos de siglo. Esa bonhomía y su declarada voluntad de mantener la paz no le impidieron ver el peligro que suponía Alemania para su país, como se demostró cuatro años después de su muerte, al estallar la Primera Guerra Mundial.

La clave de la victoria

Amante de la paz, Eduardo intentó evitar que Alemania se convirtiera en una potencia naval. Primero, con acuerdos; luego con una política que en nueve años aumentó en un 50 por ciento el número de acorazados británicos (de 37 a 56) y casi triplicó su tonelaje y, por último, al impulsar el buque Dreadnought, un acorazado más grande y rápido, movido por motores de petróleo y con una artillería pesada de diez piezas que no podía igualar ningún buque. De hecho, su escuadra constituyó la ventaja definitiva para la victoria de las democracias occidentales en la Gran Guerra.

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