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Eduardo VII, Rey de Gran Bretaña (1841-1910).

Rey de Gran Bretaña, Irlanda y de las Dependencias de Ultramar, emperador de la India (1901-1910), segundo hijo de la reina Victoria (1837-1901) y del príncipe consorte Alberto. Nació el 9 de noviembre de 1841, en Sandringham, condado de Norfolk y murió el 6 de mayo de 1910, en Londres. Esperó bastante para ser rey, pero cuando accedió al trono introdujo sustanciales cambios en el rígido ceremonial de la monarquía británica. Al contrario que su madre, Eduardo se interesó sobremanera por las cuestiones de política exterior, en las que tuvo un papel destacado a pesar de que su petición de ser consultado sobre decisiones políticas fuera ignorada la mayoría de las veces por sus primeros ministros. Su huella se dejó sentir en los acuerdos de la Entente Cordiale y la Entente Anglo-rusa, por su influencia sobre la mayoría de las familias reales europeas, con las que estaba emparentado. Fue el impulsor del poderío naval británico. Su reinado señaló la cúspide de la prosperidad y el poder colonial de Inglaterra. Antes de ser coronado rey se hacía llamar Alberto, mientras que en sus círculos más íntimos se le conocía con el cariñoso diminutivo de "Bertie".

Larga trayectoria como príncipe de Gales

Aunque Eduardo siguió escrupulosamente el austero y recio programa educativo trazado por sus padres, el joven príncipe heredero no tardó mucho tiempo en decepcionar a sus progenitores por su escaso interés en los estudios. En sus primeros años de vida, el príncipe creció bajo la opresiva tutela materna. De naturaleza despierta y algo rebelde, amante de las aventuras, desde muy pequeño acompañó a sus padres en varios viajes oficiales al exterior, como el que hicieron en 1856 a París en la Corte del emperador Napoleón III (1852-1870). Eduardo quedó gratamente impresionado por la sociedad parisina y la cultura tan refinada francesa, francofilia que jamás abandonaría y que a la postre resultaría determinante cuando accedió al trono para buscar el acercamiento político y militar con el país galo.

Tras acabar su primera formación académica en Edimburgo, donde se interesó por la Química industrial, el príncipe Eduardo adquirió una ligera instrucción militar sirviendo en el 16º Regimiento de Húsares, para, en 1858, ingresar en la Universidad de Oxford, en donde tan sólo estuvo dos años dados los resultados tan penosos que obtuvo en todas las asignaturas. En 1860, Eduardo fue enviado al Canadá como representante de la Corona, acompañado del ministro para las Colonias, el duque de Newcastle. El objetivo del viaje no era otro que introducir al príncipe en los asuntos de Estado e iniciar su formación política para cuando accediera al trono. Pero durante toda su estancia americana Eduardo se limitó a inaugurar edificios y a realizar un viaje de placer que le llevó a recorrer gran parte de los Estados Unidos invitado expresamente por el presidente de aquel país, James Buchanan (1857-1861). De vuelta a Inglaterra en noviembre de ese mismo año, Eduardo reinició sus estudios universitarios en Cambridge. Pero, si la anterior experiencia fue nefasta, la segunda superó con creces los malos resultados obtenidos en Oxford, hasta el punto de que, harto de estudiar y de la rigidez que le era impuesta, el príncipe se fugó del centro para dirigirse de incógnito a Londres, donde finalmente fue descubierto por dos empleados del palacio de Buckingham en la estación de Cadington, los cuales le condujeron de nuevo a Cambridge.

La muerte prematura del príncipe consorte Alberto, el 14 de diciembre de 1861, encerró a la reina Victoria en una actitud de incomprensión severa con respecto a su hijo y heredero. La consecuencia de ese dolor se tradujo en un despiadado y riguroso alejamiento de Eduardo de los asuntos de Estado por orden expresa de su madre, circunstancia que sumió a éste en una profunda depresión moral, tanto por la muerte de padre como por el desprecio y frialdad de que era objeto con el que la reina no dejó de tratarle casi hasta su muerte. Incluso, cuando Eduardo tenía más de cincuenta años, la reina Victoria no dejó de reprenderle en público y en privado por todas aquellas iniciativas emprendidas por éste que la reina considerase inoportunas. Con intención de liberarse de la opresión materna y de la asfixia que sentía en palacio, en febrero de 1862 emprendió un largo viaje de placer que le llevó a Egipto y a Tierra Santa. Una vez de regreso a Inglaterra, en la primavera siguiente, el 10 de marzo de 1863 contrajo matrimonio con la princesa Alejandra de Dinamarca, hija mayor del futuro rey Cristian IX.

Los ideales germanófobos de la princesa de Gales fueron fácilmente compartidos por Eduardo, máxime cuando a partir de 1888 comenzó a gestarse una franca hostilidad entre éste y su sobrino, el recién coronado kaiser de Alemania Guillermo II (1888-1918). Este hecho forzó al príncipe a buscar la amistad de los países antigermanos. De esta unión nacieron cinco hijos, entre ellos: Alberto Víctor, duque de Clarence y heredero a la Corona, pero de corto alcance y aquejado de fuertes desequilibrios psíquicos, que murió en 1892; el duque de York, futuro rey Jorge V (1910-1936); y una hija, Maud, que se convirtió en reina de Noruega en 1905 por su matrimonio con Haakon VII (1905-1957).

Condenado por la reina Victoria a la inacción política, Eduardo se volcó hacia la actividad mundana y social, a la que por otra parte era tan aficionado; estableció su residencia en el palacio de Marlborough House, que se convirtió en el templo de la elegancia y en el centro neurálgico donde se reunían los grandes del reino y lo más granado de la sociedad inglesa y mundial (escritores, poetas, artistas, actores, intelectuales, banqueros, políticos, jefes de Estado, etc.). Apesar de su gordura, Eduardo se convirtió en el árbitro de la elegancia y los buenos modos, artes que cultivaba a la perfección gracias a su cosmopolitismo en sus gustos, los cuales todos los que le rodeaban se apresuraban a imitar. Los bailes y fiestas que organizaba se hicieron famosos en todo el país, contrastando con la seriedad y sobriedad palaciega impuestas por su madre en Buckingham Palace. Como viajero infatigable que era, tanto Eduardo como su esposa realizaron un buen número de viajes al extranjero, todos ellos criticados por la reina Victoria, pero que a la postre prestaron una labor diplomática a su país de primer orden durante los años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial. Eduardo volvió a visitar París en 1868, luego Marieubad, Baden-Baden, Cannes (visita que contribuyó a poner de moda la Costa Azul entre la clase noble y adinerada de Europa), Potsdam, Schönbrunn y Peterhoft, siempre rodeado del esplendor y el lujo decadente propio de la Europa imperial de finales del siglo XIX.

Pero, la parte de su vida consagrada a la buena vida, los placeres de la mesa, a los hipódromos, al juego y a la compañía femenina, no impidieron que el príncipe dejara a un lado sus labores como príncipe de Gales y heredero al trono británico. Ferviente imperialista y apasionado por la grandeza nacional, se dedicó a visitar los territorios del Imperio y en particular la India, viaje que realizó en 1875, recorriendo prácticamente toda la colonia (Bombay, Madrás, Calcuta, Capawora, Allahabad, etc.). Dos años antes, representó a su madre en la Exposición Universal de Viena. En 1885 Eduardo visitó Irlanda y en 1889 viajó hasta San Petersburgo para asistir en nombre de la Corona a las exequias del zar Alejandro III. En 1894 acompañó a su madre a Alemania, en una visita de importancia diplomática, ya que las relaciones entre ambos países a pesar del parentesco de ambas coronas habían entrado en una fase especialmente crítica como consecuencia de la política anexionista y militar que había emprendido el joven emperador alemán.

La vida disoluta y despreocupada del príncipe y la poca discreción de éste respecto de su vida privada, repleta de amantes, escándalos de todo tipo y fiestas continuas, reforzaron la convicción de la reina Victoria de que su hijo carecía de la responsabilidad y de las actitudes mínimas que se esperaban del heredero de una Corona tan importante como la británica.

El reinado de Eduardo VII

Por fin, cuando contaba cincuenta y nueve años de edad, Eduardo fue proclamado rey de Gran Bretaña el 25 de junio de 1901. En contra de la opinión general de la clase política debido a su pasado, el nuevo rey impresionó favorablemente al asumir desde un primer momento la grave responsabilidad que se abatía sobre sus espaldas tras ser coronado el rey de la primera potencia mundial en aquellos momentos. Toda su preocupación fue devolver a la realeza británica su esplendor, reafirmando al mismo tiempo sus prerrogativas. Para ello, insistió en que las ceremonias de su coronación, postergadas al 9 de agosto de 1902 como consecuencia de una grave recaída de su salud, fueran del todo punto suntuosas.

Política interior

Nada más subir al trono, Eduardo VII expresó sus deseos de ser estrictamente respetuoso con la Constitución y las leyes que se acordaran en el Parlamento. No obstante, siendo como era tan meticuloso en cuestiones de etiqueta, representación y jerarquía, tuvo que someterse a la voluntad de todos sus primeros ministros, con los que nunca llegó a sintonizar de manera correcta, especialmente con Arthur James Balfour, jefe del Gobierno entre 1902 y 1905, y con el marqués de Lansdowne, jefe del Foreign Office. Finalmente, su pereza y ánimo, tan poco acorde para redactar informes e interesarse por los asuntos internos del reino, provocaron que éste abandonara la política interior enteramente en manos de sus ministros.

Aún así, uno de los dos campos en los que Eduardo VII mostró una absoluta predilección e interés fue el de las cuestiones militares y navales en concreto. Eduardo VII aportó todo su apoyo incondicional a las reformas del ejército llevadas a cabo por Richard Burton, vizconde de Cloan, quien llevó a cabo un ambicioso programa para modernizar las instalaciones y el material, ambos totalmente obsoletos. Gracias a la colaboración de John Fisher, primer lord del Almirantazgo, Eduardo VII logró imponerse a la mayoría de los miembros del Parlamento que se oponían a la modernización de la flota inglesa. Demostrando una gran clarividencia en cuestiones de política exterior, Eduardo VII mandó a Fisher adoptar la flota inglesa a las nuevas perspectivas de lucha contra la marina alemana. Fisher reconstruyó por completó todos los puertos importante de la isla y concentró en ellos todos los barcos de guerra británicos que se encontraban desperdigados por todos los océanos. También se construyeron nuevos y más potentes acorazados, los famosos Dreagnoughts, buques que disponían de un colosal tonelaje y de los avances más modernos en artillería naval. De los treinta y siete acorazados con que contaba Gran Bretaña cuando Eduardo VII subió al trono en 1901, a su muerte la marina británica contaba con cincuenta y seis, capaces de desplazar cerca de 900.000 toneladas, a los que había que sumar un buen número de submarinos, cruceros, torpederos y destroyers.

Política exterior

La otra gran pasión de Eduardo VII se desarrolló en el plano diplomático y en las relaciones con el exterior. Durante los nueve años de su reinado, el monarca intentó llevar la dirección de la política exterior de su país e imponer sus iniciativas, empeño por el cual mantuvo serios encontronazos con el Parlamento.

A los pocos días de ser nombrado rey, Eduardo VII forzó al Gobierno para que firmara la paz con el Transvaal que puso fin a la sangrienta Guerra de los Boers. Siguiendo la misma senda de la cordialidad y la confraternación, el monarca también jugó un destacado papel en el estrechamiento de las relaciones bilaterales con Japón, los Estados Unidos y España, monarquía con la que también estaba emparentada la casa real de los Windsor. Debido a su famosa visita oficial a Francia, en 1903, Eduardo VII contribuyó decisivamente a la firma de la alianza, al año siguiente, entre ambos países conocida como Entente Cordial, viaje en el que, gracias a sus hábiles palabras y a su actitud tan jovial que conquistó el aplauso de los parisienses y la confianza del presidente de la República francesa Émile Loubet, produjo el deshielo necesario para que ambos países se unieran en contra de una más que posible agresión por parte de Alemania. Eduardo VII también hizo saber en público su deseo de acercarse a la Rusia zarista, la cual llevaba bastante tiempo enfrentada a Alemania por cuestiones territoriales en el este de Europa y en los Balcanes. Sus sentimientos antialemanes fueron siempre a la par con el clima de competencia tan severa que existía entre ambos países.

Los últimos meses de su reinado quedaron ensombrecidos por el gran debate surgido por el presupuesto del primer ministro Lloyd George y por la crisis constitucional que se originó a propósito de la Cámara de los Lores. De forma súbita, justo en medio de la tempestad política que sacudía a todo el país, Eduardo VII cayó gravemente enfermo a finales de abril de 1910. El 6 de mayo, para consternación de todos sus súbditos, que le apreciaban sinceramente, falleció de forma súbita.

Repercusión histórica del reinado de Eduardo VII

Amante de la buena vida, de carácter amable, Eduardo VII está considerado como una de las figuras más representativas de la época dorada de principios del siglo XX, conocida como la Belle Époque, así como de la Europa imperial de finales de siglo XIX, que apesar de su decadencia y provincianismo todavía seguía imponiendo un poderoso atractivo e influjo en la mente colectiva de aquellas gentes. Visitante asiduo de los hipódromos, balnearios de postín y de las más fastuosas recepciones de la sociedad aristocrática de su tiempo, actuó como soberano indiscutible de la moda, imitado hasta la saciedad por la clase acomodada, que no dudaba en adoptar prendas que, en la mayoría de los casos, Eduardo VII se veía obligado a vestir para disimular su marcada opulencia. Precisamente, fueron su elegancia y su carácter extravertido los que le permitieron brillar como personaje fastuoso. Sus propias debilidades, plato exquisito para la mordiente prensa amarilla inglesa siempre a la búsqueda de escándalos escabrosos aunque éstos concernieran a sus propios monarcas, contribuyeron a cimentar todavía más su fama en vez de hundirle, proporcionando un toque de humanidad a un ser humano que el destino le había colocado en un plano superior por encima de los demás. Este hecho explica a la perfección la popularidad de que gozó en vida (y después de muerto) y la leyenda tenaz que, en realidad, superó y enmascaró con creces las auténticas cualidades que poseía Eduardo VII como hombre político, como rey y como ser humano.

Bibliografía

  • HIBBERT, Christopher: Edward VII: a portrait. (Londres: Ed. Allen Lane. 1976).

  • MAUROIS, André: Eduardo VII y su época. (Barcelona: Ed. Juventud. 1958).

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Autor

  • Carlos Herraiz Garc�a