MUJER NOCTURNA

“… pues como le decía el otro día, doctor, yo suelo ponerme a escribir siempre hacia las once. Me gusta prolongar el tiempo. A las once de la noche, ya recogida la cocina, me siento en ese sillón algo desvencijado del que ya le hablé, me coloco cerca de la lámpara de pie y reúno todos los papeles blancos que hay en la mesa, los folios, o a veces unas simples cuartillas. Entonces me siento tal como estoy ahora, así, tal como usted me ve. Me pongo un pantalón negro, pero no me pongo en zapatillas, no me gusta ir en zapatillas por la casa, prefiero estar cómoda para escribir pero nunca demasiado cómoda, recuerdo que usted me dijo un día, al principio de las sesiones, un día que vine a verle, que yo no parecía una mujer dejada, no parece usted una mujer dejada me dijo exactamente, se me quedó grabado, y es verdad, no soy dejada, lo que pasa es que para escribir, me imagino que como otros para pintar o hacer lo que sea, necesito ropa holgada, que no me apriete, olvidarme de la ropa y en el fondo olvidarme un poco de todo, saber que son las once de la noche, que es mi hora, vengo cansada de trabajar y deseo concentrarme, eso me salva, ahora mismo, ante usted, cuando le hablo, yo no me noto concentrada, no lo estoy, tampoco me importa, le cuento estas cosas como si me las contara a mi misma, no me cuestan, pero escribir sí que me cuesta, eso es otra cosa, no es hablar, ¡ ya quisiera yo que escribir fuera como hablar!, pero escribir no es hablar, es prolongar el tiempo, es lo que yo me digo siempre, prolonga, prolonga el tiempo Mercedes, que el tiempo es un tesoro, saber que las once son solo mías, que hay silencio en la casa, a veces aún se oyen algunos televisores, hay luces encendidas, pero yo y la página somos uno, siempre hemos sido uno, es un espejo como blanco el que tengo, lo tengo encima de mis rodillas, ya le dije que escribo siempre a mano, pongo una rodilla sobre la otra, así, como estoy ahora, el primer día que vine a verle le comenté que no quería tumbarme en su consulta porque prefiero verle de frente y estar sentada, ya ve, yo miro de vez en cuando hacia esa ventana, eso me ayuda a hablar, le agradezco que usted me deje hablar, no hablo mucho, escribo, escribo a partir de las once de la noche, un día le traeré algún escrito mío para que lo vea, naturalmente hablo durante el día, lo hago en el trabajo, con conocidos, ¿ pero de qué hablo?, pues hablo de mil cosas que al día siguiente ni me acuerdo, ¿ y quién se acuerda de lo que habla?, en cambio lo que escribo siempre viene hasta mí, sale de mí, lo he atrapado, me gusta, es mi desahogo, me ha costado tanto meterlo ahí, en ese folio, que a la noche siguiente esas palabras vienen otra vez, me atrapan, son mías, no son palabras volanderas, nunca son palabras

volanderas, bueno, pues a lo que iba, le cuento lo que me pasó anoche, ayer por la noche estaba yo escribiendo desde hacía rato, serían las once y cuarto u once y veinte de la noche, no sé, por ahí serían, oí pasos arriba, pasos en el techo, es el último piso que está encima de mí y que da a los trasteros y a la terraza, yo vivo, ¿sabe usted?, en una casa antigua, los pasos en el techo siempre se oyen, y a mí me gusta oírlos, puedo seguir así las vidas de los otros, saber cuándo se quitan un zapato o cuándo entran y salen, pero es que arriba son una pareja de extraños los que están, no tienen hijos, hablan poco con el vecindario, yo apenas me los cruzo por la escalera. Pero entonces, me digo, ¿dónde se meten?, ¿a qué se dedican esos dos?, es un misterio, yo creo que ella puede ser modista o planchadora o algo así, algo relacionado con la ropa, no sé, lo digo por la manera que tiene tan extraña de mirar la ropa , la acaricia, ama la ropa, se pone en el patio a tender ropa y no acaba nunca, la mira como si fuera única, ¿ y él?, pues tampoco sé a qué se dedica, tiene una barba muy larga y muy grande que le ocupa toda la cara y lleva unas gafas antiguas de concha que le tapan también medio rostro, y así es imposible saber quién es, parece mayor que ella, pero no sé, no lo sé, nunca le he oído hablar, las pocas veces que nos hemos cruzado en la escalera él ha levantado la cabeza con un saludo raro, misterioso, y nada más. Entonces, como le digo, anoche, que estaba yo escribiendo, de repente oí pasos arriba, eran tacones, seguro, los tacones de ella que me los conozco bien, tacones que iban y venían cada vez más deprisa, cada vez más nerviosos, iban de un sitio para otro y estaban dando vueltas y vueltas por el cuarto, y de repente, ”¡clak!,” un golpe seco, como si fuera una taza o un plato que se rompe, algo que choca contra el suelo, sonó muy fuerte, y enseguida otro, y otro igual , y otro más, no sé cuántos más, cada vez más fuerte, “¡ clak! ¡ clak!, ¡ clak!”, así muchas veces, parecía una vajilla que estuvieran rompiendo, no sé si eran tazas o platos o quizá vasos también, pero todo muy seguido, todo mezclado, y sobre todo mezclado con terribles chillidos, “¡hi, hi!, hi! ”, chillidos agudos, extraños, que yo nunca había oído, como de animales, igual que si chillaran animales, parecían de otro mundo, yo no distinguía la voz de ella ni la de él porque, como digo, aquello eran chillidos de animales, no se oía más que aquello, una especie de pelea a chillido limpio, nunca he oído chillidos tan fuertes, tan impresionantes, a veces parecían como lamentaciones, como si alguno le estuviera hiriendo al

otro, o como si alguien estuviera ya herido, también gemidos, “¡hi, ¡hi!”, como si alguien llorase, no sé, todo era muy confuso y muy siniestro. A mí me empezó a entrar mucho miedo, ¿ qué iba a hacer? Entonces dejé de escribir, me quedé sentada en el sillón totalmente quieta, mirando al techo, esperando con la pluma en la mano y el papel en las rodillas a que aquello acabara, pero no acababa nunca, no sabía si apagar o no apagar la luz, si irme o no irme a la cama, no sabía qué hacer. Aquello duró mucho rato, yo calculo que fueron como veinte o veinticinco minutos, quizá más, quizá media hora. Y al final, de pronto, se paró. O yo creí que se había parado. Hubo un silencio total. Esperé. Me dije aliviada: ¡Al fin se ha terminado! Pero de repente se oyó un enorme ”¡¡CLAK !!” ¡ enorme, enorme ! que me retumbó toda, me estremeció. Fue un golpe tremendo, como si fuera el final y que resonó en todo el techo. Luego nada más. Ya no se oyó nada más.

Entonces tardé mucho tiempo en irme a la cama. Bastante rato. Me quedé allí, sobrecogida. Al fin, a las doce y media o quizá la una, no sé, la una sería, me fui a la cama. Naturalmente dormí muy mal. Tenía en la cabeza todos los golpes y los chillidos. Hoy me levanté pronto, como siempre, porque tenía que irme a trabajar. Al salir ya para irme al trabajo, en la escalera, quise asomarme a mirar desde mi puerta, desde el descansillo, mirar hacia arriba. Dudé. ¿Subo o no subo?. Me impresionaba todo lo que había pasado. Al fin me decidí y subí tres o cuatro peldaños, no más. Entonces, desde el ángulo que hace la escalera, porque no quise subir más, vi la puerta del piso de ellos totalmente abierta, de par en par, y unos zapatos tirados en medio de la puerta, unos zapatos de hombre. No me atreví a más. Bajé corriendo y me fui al trabajo. No se me va eso de la cabeza, no se me va. No sé qué ha pasado, si alguien ha muerto, o qué ha ocurrido allí. Cuando me calme tengo que escribir sobre todo eso, ¿verdad, doctor?, ¿usted qué piensa?, pienso que me calmará.”

José Julio Perlado

( del libro ”La mirada”)

(relato inédito)

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