PRÓLOGO
Este libro representa un intento de hacer llegar a los estudiantes de historia, fundamentalmente, y en especial a los de nuestros nuevos, y más
que problemáticos, planes de estudio, un texto que pueda aportarles
ideas básicas sobre la formación suficiente y deseable que comportaría
su futura dedicación profesional. Pero un libro de este tipo, estoy en
condiciones de asegurarlo, puede ser cualquier cosa menos fácil de elaborar. Lo que aquí hay, pues, es el resultado de una laboriosa, y a veces dolorosa también, transacción entre la aspiración a construir un ensayo de «tesis» para colegas y otros estudiosos y la necesidad que tenemos, a pesar de las interesantes publicaciones aparecidas recientemente, de libros básicos de trabajo en nuestras universidades. Ello no
excluye, en modo alguno, sino más bien presupone, la posibilidad y
nuestro deseo de que el libro interese en todo caso a esos colegas y estudiosos.
El texto presente cumpliría plenamente su objetivo si fuera capaz de ser
asimilado por lectores del tipo de nuestros estudiantes de los últimos
cursos de la licenciatura y del doctorado, al tiempo que pudiera ser valorado en sus propuestas más personalizadas por aquellos profesionales
y colegas de quienes, sin duda, va a recibir un juicio más aquilatado y
seguramente, más severo. En todo caso, y por ahora, yo preferiría que
cumpliera el primero de esos cometidos señalados, aunque sé que para
cumplirlo ha de satisfacer también el otro. Un libro de este género no
puede ser plenamente útil a los estudiantes si no es aceptado primeramente por los profesores.
Soy enteramente consciente, claro está, de que la formación básica y
seria de un historiador, sobre todo en los confusos tiempos intelectuales
que corren, necesita bastante más que un libro para ser aceptable. Sé
bien que una disciplina constituida no puede encerrarse en unos pocos
centenares de páginas en las que se pretenda dilucidar de un plumazo
nada menos que la teoría y el método de una actividad intelectual vieja
de siglos como es la de historiar. Sin embargo, la teoría y el método de
tal disciplina distan mucho de estar sobrados de tratados básicos situa-
dos prudentemente entre la vulgaridad del artesano - vulgaridad de la
que acusaba Ortega a los historiadores- y la disquisición más o menos
abstrusa del «filósofo» de la historia. Si este libro
pretende asumir algo es que la teoría y el método de la historiografía
han de ser elucidados por los historiadores mismos.
Pretendiendo hacer un texto lo más comprehensivo posible y lo más sintético, se ha articulado éste en tres secciones claramente diferenciadas.
Una introductoria -La naturaleza de la disciplina historiográfica-, una segunda dedicada a la teoría historiográfica -La construcción del conocimiento historiográfico- y por fin, una tercera dedicada al método y las
técnicas que el historiador puede emplear - El método de la historiografía-. Se ha procurado que dichas partes tengan un desarrollo equilibrado.
He compartido las numerosas dudas que han acompañado a este trabajo desde que comenzó su elaboración con muchos amigos, incluidos entre ellos mis alumnos, y colegas que han leído y «sufrido» varias versiones de estas páginas correspondiendo generosamente a mi petición de
que intentaran ver en ellas más debilidades, para corregirlas, que las
que yo mismo pudiese ver. A todos quiero expresar un reconocimiento
que, en cualquier caso, es poca correspondencia con esa generosidad.
Agradezco, pues, a mis alumnos de licenciatura y doctorado en la Universidad Complutense haber soportado textos «de prueba», haberlos leído pacientemente y haberme dado sus impresiones y señalado muchas
dificultades de comprensión. De todo ello se ha desprendido una impresión en algún sentido reconfortante: la de que lo que menos han comprendido ellos era siempre aquello mismo sobre lo que yo dudaba
más... Un parejo agradecimiento he de hacerlo extensivo a los alumnos
de doctorado que he tenido en las universidades del País Vasco y de
Valencia, que me ofrecieron en este sentido una ayuda también inestimable.
Entre aquellos colegas que han invertido una parte de su tiempo en el
intento de que este texto mejorara debo señalar, muy en primer lugar,
las ayudas que me prestaron Elena Hernández Sandoica, que soportó
el más antiguo y deslavazado, supongo, manuscrito del texto; de Juan
Andrés Blanco, que ha juzgado con particular detención otros algo más
avanzados, y de Glicerio Sánchez Recio, que enjuició también estas páginas desde sus primeras elaboraciones. Ellos tres han contribuido, en
fin, a evitar muchos errores en la versión final del libro. Antonio Niño,
Gonzalo Bravo, Encarna Lemus y Jordi Canal leyeron y comentaron
también todo o parte del original. De otros muchos he recibido estímulos
directos o indirectos en un proceso que se ha alargado bastante más de
lo que yo preveía. Beatriz y Elena Aróstegui me ayudaron a preparar la
lista bibliográfica final. Resulta casi ocioso añadir que estas ayudas han
valido siempre para mejorar lo que aquí se incluye. De todo lo que resta
mejorable no hay más responsable que yo.
Pero, deforma especial, la materialización del texto en un libro tiene
otras dos deudas fáciles de señalar y difíciles de evaluar. Una empezó a
perfilarse en una ya lejana carta de Josep Fontana, con comentarios
científicos y editoriales acerca de la primera versión de una de las partes de este libro, que constituyó para mí, además de una particular satisfacción por las coincidencias, mayores que las discrepancias, según
me decía, un estímulo excepcional por venir de alguien que ha hecho
entre nosotros un enorme esfuerzo intelectual en los extremos de los
que el texto precisamente se ocupa. Otra, muy importante, la tengo con
la paciencia y la comprensión de un viejo amigo como Gonzalo Pontón,
que rige los destinos de la editorial Crítica.
Madrid y París, diciembre de 1994
SECCIÓN PRIMERA
TEORÍA, HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA
(La naturaleza de la disciplina historiográfica)
La Sección primera de este libro pretende abordar la problemática general del conocimiento de la historia hoy. Para ello se parte de la distinción
cuidadosa entre lo que es la entidad historia y lo que puede ser una disciplina del conocimiento de la historia. Apostamos decididamente por
adoptar el nombre de historiografía para tal disciplina, por razones que
se exponen suficientemente, creemos, más adelante en el cuerpo del
texto.
Como toda disciplina que intenta crear y aumentar un cuerpo de conocimientos sobre determinada materia, que representen algo más que un
mero ejercicio de sentido común, la historiografía necesita dotarse de algún contenido teórico. Pero ese contenido tiene, tal como se explicará
más detalladamente después en esta obra, un doble sentido.
Por una parte, toda disciplina normalizada construye un cuerpo de explicaciones articuladas -teoría- sobre la materia a la que dedica su estudio.
O, dicho de mejor forma: en el seno de esa disciplina los especialistas
proponen teorías alternativas. Esa es la teoría que genéricamente llamamos científico- constitutiva. Sustancialmente, se trataría aquí de responder a la pregunta acerca de qué es la historia y las distintas especificaciones que en ese concepto pueden hacerse. Esta teoría científico-constitutiva es sustantiva y empírica, su función es explicar los fenómenos.
Pero, de otra parte, hay un segundo objeto de teoría necesario: el que
intenta establecer cómo se conoce la historia y cómo los conocimientos
pueden agruparse de forma articulada en una disciplina de conocimiento. Es lo que llamamos teoría disciplinar, o teoría formal, y ésta es epistemológica, es decir, investiga cómo pueden conocerse los fenómenos.
Qué es y cómo se conoce la historia son dos planos que en el sentido
cognoscitivo no pueden ser separados. Tienen una implicación recíproca. La separación sólo es lícita a efectos analíticos y didácticos, para penetrar operativamente mejor en cada uno de ellos. Los motivos expositivos, pues, nos han llevado a la conclusión de que es preciso empezar
hablando de la forma en que se constituye la disciplina de la historiografía, para detenernos más adelante, en la Sección segunda de la obra, en
el análisis de la naturaleza misma de lo histórico.
En esta Sección primera, en consecuencia, vamos a intentar analizar
cuáles son los fundamentos para elaborar una teoría del conocimiento
de la historia, pero sin entrar en profundidad en su elaboración. Luego
analizaremos la situación de la historiografía en el lugar propio que creemos que le corresponde entre los conocimientos del mundo del hombre.
La conclusión la podemos adelantar ya: el conocimiento historiográfico
es una especie más de los llamados científico-sociales. Pero esa conclusión tiene que ser argumentada suficientemente.
En resumen, en el capítulo 1 se establecen las líneas generales en torno
a las cuales puede construirse, a nuestro juicio, una teoría de la historiografía. En el capítulo 2 se pretende exponer de forma lo más sencilla posible, pero suficiente, qué es el conocimiento «a la manera científica» de
la sociedad, porque ese es el entorno justo, el nivel epistemológico adecuado, en el que se ubica el conocimiento histórico y, acto seguido, argumentamos la calificación de la historiografía como ciencia social. El
capítulo 3 se ocupa de la renovación de la moderna disciplina historiográfica.
1 HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA: LOS FUNDAMENTOS
La crisis de la historia... estado inorgánico de los
estudios históricos... proviene de que un excesivo
número de historiadores jamás reflexionaron sobre la naturaleza de su ciencia.
HENRI BERR, La síntesis en historia
Parece difícil encontrar palabras más apropiadas que las del historiador
francés Henri Berr, que figuran en el frontispicio de este capítulo 1, para
comenzar un libro en el que se aborda el problema de la adecuada formación científica del historiador. En este juicio, cuya autoridad descansa
en haber sido pronunciado por uno de los primeros renovadores de la
historiografía en nuestro siglo, resulta más sintomática la causa atribuida
por Berr a la crisis que la crisis misma. Los historiadores no reflexionan
lo suficiente sobre los fundamentos profundos de su trabajo. A cualquiera le resultaría sorprendente que más de ochenta años después de haberse escrito estas palabras no parezca que haya razones para cambiar
un ápice de su contenido. A nuestro modo de ver, el problema de la reflexión de los historiadores «sobre la naturaleza de su ciencia» sigue en
pie.
Es impensable un progreso sostenido de la disciplina de la historiografía
sin que esa reflexión que Henri Berr demandaba se lleve a efecto. Por
desgracia, en los propios círculos de los historiadores se ha considerado
durante demasiado tiempo que el historiador no es un teórico, que su
ocupación no es filosofar, que historiar es narrar las cosas como efectivamente sucedieron, y otras cosas semejantes. Estas posiciones las hemos visto florecientes hasta hace no mucho tiempo, y tal vez no quepa
decir que han dejado de florecer... No es preciso insistir en que una posición de ese tipo no puede sino dificultar de forma determinante todo
impulso de progreso disciplinar y «científico» de la historiografía.
1
H. Berr, La síntesis en historia, UTEHA (colección «La Evolución de la Humanidad»),
México, 1961. Primera edición en español, traducida de la segunda edición francesa de
1952, con un nuevo Prólogo y Apéndice del autor, p. XIV.
El historiador «escribe» la historia, en efecto, pero debe también «teorizar» sobre ella. Sin teoría no hay avance del conocimiento. Sin una cierta preparación teórica y sin una práctica metodológica que no se limite a
rutinas no es posible la aparición de buenos historiadores. Pero ¿qué
quiere decir exactamente teorizar sobre la historia y sobre la historiografía? En este primer capítulo se pretende, justamente, presentar de forma
introductoria tal asunto, mostrándolo en lo que sea posible en el contexto de lo que hacen otras ciencias sociales y empezando desde el problema mismo del nombre adecuado para la disciplina historiográfica.
1. LA HISTORIA, LA HISTORIOGRAFÍA Y EL HISTORIADOR
En el intento de fundamentar una nueva práctica de las formas de investigar la historia hay dos cuestiones que conviene dilucidar previamente,
aunque no sea más que para exponer los problemas sin la pretensión
de encontrar una solución definitiva. Uno es el del nombre conveniente
para la «disciplina que investiga la historia», cuestión que se ha discutido más de una vez. La otra es el «perfil» universitario que debería contener la formación y preparación cultural, profesional, técnica, del historiador. Veámoslas sucesivamente.
Historiografía: el término y el concepto
Observemos primero que el nombre mismo que se da al conocimiento
de la historia ha planteado desde antiguo problemas y necesita hoy, creemos, de algunas puntualizaciones. La palabra historia es objeto de
usos anfibológicos de los cuales el más común es su aplicación a dos
entidades distintas: una, la realidad de lo histórico, otra, la disciplina que
estudia la historia. Veamos la importancia que para una práctica como la
investigación de la historia tiene la precisión del vocabulario.
llegar a convertirse en complejos sistemas de lenguajes formales2. La
ciencia, se ha afirmado a veces, es, en último extremo, un lenguaje3. La
terminología filosófica puede ser un buen ejemplo de lo que significa esa
«jerga» especializada en el caso de los lenguajes verbales. Las ciencias
«duras» recurren todas hoy a la formalización en lenguaje matemático
de sus proposiciones para la elaboración y el desarrollo de sus operaciones cognoscitivas.
En un nivel bastante más modesto, las llamadas ciencias sociales poseen en mayor o menor grado ese instrumento del lenguaje propio, ciertamente con importantes diferencias en su desarrollo según las disciplinas. Pero todas ellas poseen un corpus más o menos extenso y preciso
de términos, de conceptos, de proposiciones precisas que son distintas
de las del lenguaje ordinario. A un nivel básico existe, sin duda, una cierta homogeneidad en el lenguaje de estas ciencias sociales que se ha
impuesto partiendo de lo conseguido por las disciplinas más desarrolladas. Hay un lenguaje específico de la economía o de la lingüística, por
ejemplo, que son muy característicos y están absolutamente aceptados.
Pero el lenguaje especializado es hoy una de las cuestiones más problemáticas en el campo de las ciencias sociales.
El problema terminológico en la ciencia se manifiesta antes que nada a
propósito del propio nombre que una disciplina constituida debe adoptar.
Y por lo que concierne a la nuestra ese es el que primero vamos a abordar. Se ha dicho a menudo que el empleo de una misma palabra para
designar tanto una realidad específica como el conocimiento que se tiene de ella constituiría una dificultad apreciable para el logro de conceptuaciones claras, sin las que no son posibles adelantos fundamentales
en el método y en los descubrimientos de la ciencia. Por lo tanto, siempre que un cierto tipo de estudio de la realidad acaba definiendo con la
debida claridad su campo, su ámbito, su objeto, es decir, el tipo de fenó2
El lenguaje específico de las ciencias
Por regla general, las ciencias al irse constituyendo van creando unos
lenguajes particulares, llenos de términos especializados, que pueden
Hablamos de «lenguaje formal», de lenguaje construido por el hombre de forma
planificada con arreglo a unas reglas estrictas, por contraste con el «lenguaje natural»,
el habla del hombre que va inserta en el proceso mismo de hominización. Los
problemas referentes a la ciencia son tratados con mayor detenimiento en el capítulo 2
de esta obra.
3
Cf. el interesante estudio de G. G. Granger, Formalismo y ciencias humanas, Ariel,
Barcelona, 1965.
menos a estudiar y se va perfilando su forma de penetrar en ellos, o
sea, su método, surge la necesidad de establecer una distinción, relativa
al menos, entre ese campo mismo que se pretende conocer -ya sea la
sociedad, la composición de la materia, la vida, los números, la mente
humana, etc.- y el conjunto acumulado de conocimientos y de doctrinas
sobre tal campo.
El problema de la creación de un vocabulario específico para un área de
conocimiento dada empieza precisamente ahí: en cómo diferenciar en el
lenguaje un cierto objeto de conocimiento y la disciplina cognoscitiva
que se ocupa de él. Se trata, sencillamente, de dotar a cada disciplina
de un apelativo genérico que describa bien su objeto y el carácter de su
conocimiento. Los nombres de las ciencias se inventan; eso es lo que
ocurrió a partir del siglo XVIII. Es frecuente así que el nombre de muchas ciencias nacidas de la expansión de los conocimientos desde entonces se haya compuesto de una partícula descriptiva de la materia, a
la que se ha añadido un sufijo que es un neologismo calificativo común:
logía, tomado del griego logos. Sociología, psicología, geología, etc. O,
a veces, grafía, descripción. Pero hay parcelas del conocimiento mucho
más clásicas con nombres particulares: la física es un buen ejemplo de
antigua denominación griega, aplicada ya por Aristóteles.
Y hay aún otro fenómeno no inusual tampoco: el de que el nombre de
una disciplina haya acabado creando un adjetivo nuevo para designar la
realidad que estudia: la implantación de la psicología ha acabado creando el término «psicológico», la geología el término «geológico», la geografía, «geográfico». El nombre de una ciencia determinada, constituido
por un neologismo, ha dado lugar, a veces, a un nombre distintivo para
el tipo de realidad de la que se ocupa.
Anfibología del término «historia»
Las someras consideraciones que hemos hecho son útiles para analizar
un problema análogo y real de nuestra disciplina, a saber: el de la más
adecuada denominación posible para la investigación de la historia y para el discurso histórico normalizado que aquélla produce. La «historiografía» es una disciplina afectada en diversos sentidos por el problema
del lenguaje en que se plasma su investigación y su «discurso» Por ello
es preciso tratarlo ahora.
La cuestión comienza con el hecho, común a otras disciplinas, desde
luego, de que una sola palabra, historia, ha designado tradicionalmente
dos cosas distintas: la historia como realidad en la que el hombre está
inserto y, por otra parte, el conocimiento y registro de las situaciones y
los sucesos que señalan y manifiestan esa inserción. Es verdad que el
término istorie que empleó el griego Heródoto como título de la mítica
obra que todos conocemos significaba justamente «investigación». Por
tanto, etimológicamente, una «historia» es una «investigación». Pero
luego la palabra historia ha pasado a tener un significado mucho más
amplio y a identificarse con el transcurso temporal de las cosas.
La erudición tradicional ha aludido siempre a esta incómoda anfibología
estableciendo la conocida distinción entre historia como res gestae -cosas sucedidas- e historia como historia rerum gestarum -relación de las
cosas sucedidas-, distinción sobre la que llamó la atención por vez primera Hegel4. En la actualidad, Hayden White ha señalado que el término
historia se aplica «a los acontecimientos del pasado, al registro de esos
acontecimientos, a la cadena de acontecimientos que constituye un proceso temporal que comprende los acontecimientos del pasado y del presente, así como los del futuro, a los relatos sistemáticamente ordenados
de los acontecimientos atestiguados por la investigación, a las explicaciones de esos relatos sistemáticamente ordenados, etc.»5. No es esta
una confusión pequeña.
Fue el pensamiento positivista el que estableció la necesidad de que las
ciencias tuviesen un nombre propio distinto del de su campo de estudio.
Tal necesidad parece obedecer a la idea típica del positivismo clásico de
que primero se descubren los hechos y luego se construye la ciencia, o,
lo que es lo mismo, que la ciencia busca, encuentra y relaciona entre sí,
4
G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza Editorial,
Madrid, 1989.
5
H. White, El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica,
Paidós, Barcelona, 1992, p. 159. El título español de esta publicación confunde el que
tiene en su versión original, que es The Content of the Form. Narrative Discourse and
Historical Representation. Escamotea la expresión «Discurso narrativo» que es de gran
importancia.
«hechos». Existe una ciencia de algo si hay un hecho específico que la
justifique, identifique y distinga. Toda ciencia debe tener un nombre inconfundible y de ahí que no se dudara en acudir a todo tipo de neologismos para dárselo.
El positivismo buscó la definición de la historia en el descubrimiento, claro está, de un supuesto hecho histórico. El problema terminológico viene, pues, de antiguo: la palabra historia designa, por decirlo de alguna
forma, un conjunto ordenado de «hechos históricos», pero designa también el proceso de las operaciones «científicas» que revelan y estudian
tales hechos. Que la misma palabra designe «objeto» y «ciencia» puede
parecer una cuestión menor, pero en la realidad resulta engorrosa y origina dificultades reales de orden epistemológico. De ahí que también
prontamente se ensayase la adopción de un término específico que designe la investigación de la historia.
Ahora bien, resulta que el hecho de que el vocablo historia designe al
mismo tiempo una realidad y su conocimiento no es el único ejemplo
que puede mostrarse de una situación de tal tipo. En realidad, una dificultad análoga afecta a otras disciplinas de la ciencia social y de la natural. En efecto, eso mismo ocurre con la economía, por ejemplo, y el lenguaje común ha hecho que ocurra también en el caso de la psicología,
la geología o la geografía: los nombres de las disciplinas, al contrario de
lo ocurrido con la historia, han pasado a designar realidades, como hemos dicho. Es frecuente el uso de ciertas palabras con significados múltiples en las ciencias sociales, como ocurre con economía o política, entre otras. Por nuestra parte, y de momento, basta con insistir en el carácter no específico para la historiografía de este problema terminológico. Pero cabe señalar, igualmente, que en la situación referente a la historia no hay razón para que esta polisemia se mantenga, de la misma
manera que ha tendido a ser eliminada en el caso de otros vocablos que
designan ciencias, como en el caso de la política o politología. Aunque
la cuestión no es privativa, ni, tal vez, crucial para la disciplina de la historia, sí es de suma importancia.
Cuando hablamos de historia es evidente que no hablamos de una realidad «material», tangible. La «historia» no tiene el mismo carácter corpóreo que, por ejemplo, la luz y las lentes, las plantas, los animales o la
salud. La historia no es una «cosa» sino una «cualidad» que tienen las
cosas6. Por lo tanto, es más urgente dotar de un nombre inequívoco a la
escritura de la historia que heno con las disciplinas que estudian esas
otras realidades, que, por lo demás, tienen nombres bastante precisos:
óptica, botánica, zoología o medicina. Es primordial dejar enteramente
claro, desde la palabra misma que lo designa, qué quiere decir «investigar la historia». No puede negarse que en el caso del estudio de la historia existen razones suficientes para estimar que de una primera dilucidación eficaz de esta cuestión terminológica -y después, naturalmente,
de todas las demás- pueden esperarse grandes clarificaciones. La índole no trivial de la cuestión terminológica la manifestaron ya hace tiempo
corrientes historiográficas como la de Annales, o la marxista, y ambas
han hablado de una «ciencia de la historia».
La palabra historia tiene, pues, como se ha dicho, un doble significado al
menos. Pero, a veces, se han introducido palabras o giros especiales
para expresar sus diversos contenidos semánticos. Así ocurre con la
clara distinción que hace el alemán entre Historie como realidad y Geschichte como conocimiento de ella, a las que se añade luego la palabra
Historik como tratamiento de los problemas metodológicos. Jerzy Topolsky ha señalado que la palabra historia, aunque sea sólo usada para
designar la actividad cognoscitiva de lo histórico, encierra ya un doble
significado: designa el proceso investigador, pero también el resultado
de esa investigación como «reconstrucción en forma de una serie de
afirmaciones de los historiadores sobre los hechos pasados»7. Si bien
es esta una sutileza innecesaria, pues no hay investigación lógicamente
separada de una construcción de sus resultados, la observación ayuda
a comprender las consecuencias no triviales de esa continua anfibología. En definitiva, Topolsky acaba distinguiendo tres significados de la
palabra historia: los «hechos pasados», las «operaciones de investigación realizadas por un investigador» y el «resultado de dichas operaciones de investigación».. En algunas lenguas, añade Topolsky, el conocimiento de los hechos del pasado ha sido designado con otra palabra, la
6
Sólo en el capítulo 4, en la Sección segunda de esta obra, volveremos a tratar
cuestiones referentes a la entidad misma de la historia.
7
J. Topolsky, Metodología de la historia, Cátedra, Madrid, 19852, pp. 54-55.
de historiografía. Y es justamente en tal palabra en la que queremos detenernos aquí con mayor énfasis.
Afirma también Topolsky que la palabra en cuestión tiene un uso esencialmente auxiliar, en expresiones como «historia de la historiografía», a
la que podríamos añadir otras como «historiografía del tomate» o «historiografía canaria», por ejemplo. Ese sentido auxiliar, que señala Topolsky, no empaña, a nuestro juicio, la ventaja de que la palabra historiografía tiene una significación unívoca: «sólo se refiere al resultado de
la investigación». Y ello respeta su etimología. Sin embargo, continúa
este autor, al no indicar ningún procedimiento de investigación, el término no ha encontrado una aceptación general, «ni siquiera en su sentido
más estricto». Por ello «la tendencia a emplear el término historia, más
uniforme, es obvia, a pesar de que supone una cierta falta de claridad»8.
«Historiografía»: investigación y escritura de la historia
Topolsky ha señalado de forma precisa, sin duda, el problema, pero no
ha propuesto una solución. Nos parece hoy plausible que una palabra
ya bien extendida como historiografía sea la aceptada. La palabra historiografía sería, como ya sugiere también Topolsky, la que mejor resolviera la necesidad de un término para designar la tarea de la investigación
y escritura de la historia, frente al término historia que designaría la realidad histórica. Historiografía es, en su acepción más simple, «escritura
de la historia». E históricamente puede recoger la alusión a las diversas
formas de escritura de la historia que se han sucedido desde la Antigüedad clásica. Se puede hablar de «historiografía griega», «china» o «positivista», por ejemplo, para señalar ciertas prácticas bien identificadas
de escribir la historia en determinadas épocas, ámbitos culturales o tradiciones científicas. Historiografía sería la actividad y el producto de la
actividad de los historiadores y también la disciplina intelectual y académica constituida por ellos. Es la solución propuesta, dice Ferrater Mora,
para despejar la ambigüedad entre los dos sentidos principales de la pa-
8
Ibídem, p. 55.
labra historia. Ello tendría que ser suficiente, añade, «pero no ocurre
así»9.
Tal es la significación que le dio a la palabra uno de los primeros teóricos de nuestra disciplina en sentido moderno, Benedetto Croce, en su
Teoría e historia de la historiografía; en italiano Storiografia tiene el sentido preciso de escritura de la historia. Ese es el uso que le atribuye también Pierre Vilar en sus más conocidos textos teóricos y metodológicos.
Por su parte, J. Fontana ha utilizado la palabra en su acepción enteramente correcta, al hablar en un texto conocido de «la historiografía (esto
es, la producción escrita acerca de temas históricos)»10. En el mundo
anglosajón, esta palabra fue introducida con la misma acepción que le
damos nosotros por el filósofo W H. Walsh, autor de una obra básica en
la «filosofía analítica» de la historia11, y es de uso común en lengua inglesa.
A veces se ha propuesto otro vocablo para cumplir esta función: historiología. Es innegable que desde el punto de vista filológico, tal palabra
desempeñaría a la perfección la tarea de designar a la «ciencia de la
historia». Pero posee, sin embargo, un matiz demasiado pretencioso: el
de suponer que la investigación de la historia puede considerarse, sin
más, una «ciencia». Fue Ortega y Gasset quien propuso el empleo de
ese término de «historiología» como designación de una actividad que él
creía imprescindible: «no se puede hacer historia si no se posee la técnica superior, que es una teoría general de las realidades humanas, lo
que llamo una historiología»12. «Historiología» es empleada también, en
el sentido que aquí señalamos, como investigación de la historia, por al9
J. Ferrater Mora, Diccionario de filosofía de bolsillo, Alianza Editorial, Madrid, 1987, 1,
p. 373.
10
J. Fontana, Historia: análisis del pasado y proyecto social, Crítica, Barcelona, 1982, p.
9.
11
. H. Walsh, Introducción a la filosofía de la historia, Siglo XXI, México, 1968 (la edición
original es de 1951). Pueden verse los comentarios que hace a este propósito W. H.
Dray, Perspectives sur l'Histoire, Les Presses de L'Université d'Ottawa, Ottawa, 1988,
pp. 153 y ss.
12
J. Ortega y Gasset, Una interpretación de la historia universal. En torno a Toynbee. En
Obras completas, t. IX, Madrid, 1983, pp. 147-148. En esta y otras obras de reflexión
sobre la historia, Ortega explícita su mala opinión de los historiadores -¿justificada?-, su
juicio sobre el pedestrismo intelectual de éstos (la cursiva es de Ortega).
gunos filósofos más, mientras que, por el contrario, ciertos historiadores
la han empleado en el sentido de reflexión metahistórica que le da Ortega, así Claudio Sánchez Albornoz o Manuel Tuñón de Lara13. Pero la palabra historiología no es válida para nuestro propósito. Introduce más dificultades semánticas que las que resuelve.
Jean Walch ha hecho unas precisiones sumamente interesantes a propósito del uso de las expresiones historia e historiografía14. Para Walch,
el recurso a los diccionarios antiguos o modernos en cualquier lengua
no nos resuelve el problema de la distinción entre estas dos palabras.
Señala como muy sutil la ayuda que buscó Hegel en el latín -res gestae,
historia rerum gestarum- para distinguir entre las dos facetas. Pero la
epistemología debe proceder con principios más estrictos que el lenguaje ordinario. Por lo tanto, propone Walch que, en todos los casos en que
pueda existir ambigüedad, se acepte el término «historia» «para designar los hechos y los eventos a los cuales se refieren los historiadores» y
el de historiografía cuando se trata de escritos -«celui d'historiographie
lorsque il s'agit d'écrits»-. Esto ilumina con gran claridad el modo en que
dos palabras distintas pueden servir, efectivamente, para designar dos
realidades distintas: historia la entidad ontológica de lo histórico, historiografía el hecho de escribir la historia.
Ahora bien, los «malos usos» de la palabra historiografía son también
frecuentes. Ciertos autores, especialmente de lengua francesa, han atribuido a la palabra «historiografía» significaciones que su sencilla etimología no autoriza y que complican de forma enteramente innecesaria y
hacen equívoca su originaria significación. Naturalmente, tales errores
de los franceses han sido de inmediato aceptados por sus imitadores
españoles. Existen al menos dos usos impropios de la palabra historiografía y algunas otras imprecisiones menores no difíciles de desterrar,
en todo caso. El primero es el uso de historiografía en ocasiones como
sinónimo de reflexión sobre la historia, al estilo de lo que hacía Ortega y
Gasset con la palabra historiología. El segundo es la aplicación, como
13
C. Sánchez Albornoz, Historia y libertad. Ensayos de historiología, Madrid, 1974. M.
Tuñón de Lara, «¿Qué historia? Algunas cuestiones de historiología», Sistema, 9 (abril
de 1975), pp. 5 y ss.
14
J. Walch, Historiographie structurale, Masson, París, 1990, p. 13.
sinónimo y apelativo breve y coloquial, para designar la historia de la
historiografía, cuando no, como se dice en alguna ocasión también en
medios franceses, la historia de la historia15. El hecho de que estos
usos, cuya misma falta de univocidad denuncia ya una notable falta también de precisión conceptual en quienes los practican, hayan sido propiciados por algunos historiógrafos de cierto renombre hace que hayan sido repetidos de forma bastante acrítica. Tan celebrado autor como Lawrence Stone llama «historiografía», por ejemplo, a un conjunto variopinto
de reflexiones sobre historia de la historiografía, el oficio de historiador,
la prosopografía y otras instructivas cuestiones16.
Si el primero de los usos puede patentizar el escaso aprecio y frecuentación que los historiadores hacen de tal reflexión teórica, de forma que
deben emplear una palabra específica para designarla (algo así como si
a la teoría sociológica se la llamara de forma específica «sociografía» o,
tal vez, «sociomanía», o a la teoría política «politografía»), el segundo
procede, entre otras cosas, de la difusión de algunos libros malos, como
el de C. O. Carbonell17, que ha tenido en su versión española mucha
más difusión de la merecida. En ciertos textos se confunde el uso sencillo y etimológicamente correcto de historiografía como «escritura de la
historia» con el uso de tal palabra para designar «la historia de la escritura de la historia», es decir con la historia de la historiografía. El vocablo historiografía sustituye entonces a la expresión «historia de la histo15
Esa confusa y retórica expresión ha tenido cierto éxito en Francia. La emplea, entre
otros, un libro tan pretencioso y hueco, y de tan espantosa traducción al español, como
el de J. Le Goff, Pensar la historia, Paidós, Barcelona, 1991, pp. 13 y passim. «Historia
de la historia» es empleado también, por ejemplo, en G. Thuillier y J. Tulard, Cómo
preparar un trabajo de historia (métodos y técnicas), Oikos-Tau, Barcelona, 1989
(versión francesa de 1988), pp. 13 y ss. Es en los medios franceses una manera común
de aludir a la «historia de la historiografía». Es sabido, por lo demás, que nuestros
alumnos de la materia «historia de la historiografía», y no pocos profesores, desde
luego, aluden a ella como «historiografía».
16
L. Stone, El pasado y el presente, FCE, México, 1986. Se trata del título que recibe la
primera parte de esta obra, cuyo contenido es el que decimos.
17
C. O. Carbonell, La historiografía, FCE, México, 1986 (ed. francesa de 1981). Se trata
de un breve tratadito de «historia de la historiografía» que constituye uno de los textos
más confusos, pedestres y, afortunadamente, breves, escritos sobre el asunto, que, no
obstante, puede ocuparse desde Heródoto hasta la «matematización» (sic) de la
disciplina, con la reseñable particularidad de que la «historia de la historiografía» es
llamada sistemáticamente por el autor «historiografía».
riografía». Un caso algo llamativo también es el presentado por Helge
Kragh que para diferenciar los dos usos de la palabra historia acude a
fórmulas como H1, el curso de los acontecimientos, y H2, el conocimiento
de ellos. En cuanto a la palabra historiografía reconoce que se emplea
en el sentido de H2, pero que «también puede querer decir teoría o filosofía de la historia, es decir, reflexiones teóricas acerca de la naturaleza
de la historia», en lo que lleva razón y nos facilita una muestra más de la
confusión de la que hablarnos18. Estos usos tergiversadores son y han
sido bastantes frecuentes también en la historiografía española, aunque
no sean universales. Dos ejemplos característicos por su procedencia
bastarán para dar una idea. Un autor muy conocido en su tiempo, el padre jesuita Zacarías García Villada, decía en un libro metodológico muy
recomendado que «historiografía» significaba «arte o modo de escribir
la historia», es decir, designaría una especie de preceptiva de los estilos
de escribir la historia, lo que no deja de ser una curiosa y rebuscada definición19. Otro autor español más reciente incluye sin ningún empacho la
«historiografía» entre «las llamadas ciencias auxiliares de la historia»
junto a geografía, epigrafía y bibliografía (sic) entre otras20.
En definitiva, la confusión de historiografía con «reflexión teórico-metodológica sobre la investigación de la historia» (teoría de la historiografía,
hablando con rigor) o con «historia de los modos de investigar y escribir
la historia» (historia de la historiografía), aunque no sea, como decimos,
una cuestión crucial en la disciplina, sí representa, a nuestro parecer, un
síntoma de las imprecisiones corrientes en los profesionales y los estudiantes de la materia. De hecho, la palabra historiografía ha sido aplicada a cosas aparecidas modernamente -teoría de la historia e historia de
la historiografía- para las que faltaba una designación adecuada, violentando absolutamente su etimología. La palabra, por lo demás, no pre18
19
H. Kragh, Introducción a la historia de la ciencia, Crítica, Barcelona, 1989, pp. 33-34.
Z. García Villada, Metodología y crítica históricas, El Albir, Barcelona, 1977, p. 31. El
original de este libro es de ¡1921! y todavía se editaba en offset en la fecha indicada, lo
que es una magnífica prueba de muchas de las carencias que destacamos en el texto.
20
B. Escandell, Teoría del discurso historiográfico. Hacia una práctica científica
consciente de su método, Universidad de Oviedo, Oviedo, 1992, p. 147. Parece claro
que el propio título concede al adjetivo «historiográfico» un sentido distinto del que
luego se le concede al sustantivo historiografía.
senta concomitancia ni confusión alguna con la «filosofía de la historia»,
actividad que, ocioso resulta señalarlo, los historiadores no cultivan. Pese a lo dicho, la palabra historiografía no es en modo alguno universalmente mal empleada. Importantes historiadores, de reconocida influencia y de dedicación persistente, además, a los temas de índole teórico-metodológica, la han utilizado siempre en su sentido correcto -Georges Lefebvre, Vilar, Kuhn, Samuel, Fontana, Topolsky, etc.-. Es ese magisterio el que debe imponerse.
El lenguaje de la historiografía
La cuestión del nombre no es el único problema terminológico en el estudio de la historia. La investigación histórica prácticamente no ha creado un lenguaje especializado, lo que es también un síntoma del nivel de
mero conocimiento común que la historiografía ha tenido desde antiguo
como disciplina de la investigación de la historia. Apenas existen términos construidos historiográficamente para designar fenómenos específicos. Algunas connotaciones cronológicas -expresiones como «Edad Media»-, algunos calificativos y categorías para determinadas coyunturas
históricas -como «Renacimiento»-, formas de sociedad -como «feudalismo»-, y otras escasas conceptuaciones como «larga duración», «coyuntura», y poco más, son términos que no proceden del lenguaje común y
que han surgido y se han consolidado como producto de la actividad investigadora de la historiografía.
Pero es preciso advertir de inmediato algo importante para evitar confusiones: la creación de un lenguaje especializado, incluso si es un lenguaje formal o matemático de bajo nivel, no es en absoluto inexcusable
para construir una disciplina. Puede existir una disciplina social basada
en el empleo del lenguaje común siempre que sea capaz de «conceptualizar» adecuadamente su objeto de estudio. Hay que reconocer, sin
embargo, que lo habitual es que el desarrollo de las ciencias lleve a la
construcción de lenguajes particulares, con un alto contenido de términos propios.
En realidad, la cuestión del vocabulario específico de los historiadores
no preocupó de manera directa a nadie hasta que se llegó a un cierto
grado de madurez disciplinar, que no aparece antes de la reacción anti-
positivista representada arquetípicamente por la escuela de Annales.
Fuera de ello, sólo el lenguaje del marxismo tuvo siempre peculiaridades
propias. Pero sobre la necesidad de un lenguaje especializado nunca ha
habido unanimidad. Los propios componentes de la escuela de los Annales estaban divididos sobre el asunto. Lucien Febvre llamaba la atención sobre la posición adoptada al respecto por Henri Berr que propugnaba la permanencia del «privilegio» de la historia de «emplear el lenguaje común».
Por tanto, es pertinente hacerse una pregunta como esta: ¿qué lenguaje
emplea la historiografía? Ahora bien, acompañada de esta otra: ¿pero
es importante la existencia de un lenguaje propio y peculiar para la investigación de la historia? Respecto a lo primero, la respuesta no es difícil: los historiadores han empleado siempre el lenguaje común y cuando
han querido perfeccionarlo han recurrido al lenguaje literario. Por ello no
debe extrañarnos que una parte importante de la actual crítica lingüística
y literaria postmodernista haya entendido que «la historia» es una forma
más de la representación literaria21. Cuando la historiografía ha sido propuesta como actividad «científica», el perfeccionamiento de su expresión ha venido propiciado por el recurso cada vez mayor al lenguaje de
otras ciencias sociales. El nombre de los fenómenos y las categorías
que estudia la historiografía han sido acuñados muy frecuentemente en
otras ciencias. El acervo común de las ciencias sociales posee hoy conceptos descriptivos de uso general: revolución, estructura, cultura, clase,
transición, estancamiento, capitalismo, etc., y algunos otros conceptos
heurísticos: modo de producción, acción social, cambio, sistema, que la
historiografía emplea de la misma forma que otras disciplinas sociales.
Así, pues, el lenguaje que emplea la historiografía no es en manera alguna específico de ella, pero ¿es esto un problema? Creemos que no.
Acerca de si la investigación de la historia debería crear su propio lenguaje la respuesta tiene que ser matizada. Por sí mismo, el objetivo sistemático de crear un vocabulario carece enteramente de sentido y nadie
podría proponerlo de manera sensata. La cuestión es otra: la aparición
21
El más conocido mantenedor de esta posición es, sin duda, Hayden White, pero está
acompañado por otros muchos. Digamos esto en espera de que en los capítulos 3 y 5
tratemos más detenidamente del asunto.
de nuevas formas de teorización del conocimiento de la historia, la aparición de progresos metodológicos generales o parciales o, lo que resulta más inmediato, la exploración de nuevos campos o sectores o, en último caso, la aplicación de nuevas técnicas, es lo que habrá de dar lugar
a un cambio en el vocabulario aceptado. Hay ejemplos evidentes de
ello: la aparición o uso frecuente de sustantivos y adjetivos de significación más o menos precisa como microhistoria, ecohistoria, prosopografía, mentalidad, sociohistoria, etc.
La vitalidad de una disciplina se muestra, entre otras cosas, en su capacidad para crear un lenguaje, como hemos dicho. Hay que hacer, por
tanto, la propuesta teórico-metodológica de que los esfuerzos por la formalización real de una disciplina historiográfica no olviden nunca la relación estrecha entre las conceptualizaciones claras y operativas y los términos específicos en que se expresan. Pero es una cuestión que no
puede sino quedar abierta. Nadie puede pretender tener una solución a
la mano.
Las insuficiencias teórico- metodológicas en la historiografía
A poco que se observe el panorama, aparece clero que la fundamentación teórica y metodológica de la historiografía parece estar hoy mucho
menos establecida y desarrollada comparativamente que en la práctica
totalidad de las demás ciencias sociales. Sin embargo, el intento de fundamentar teóricamente la especificidad y la irreductibilidad del conocimiento de la historia y de definir las reglas fundamentales de su método
-lo que puede compararse con el intento que emprendió Émile Durkheim
para el caso de la sociología22- tiene unos orígenes notablemente antiguos. Y ello por no referimos a la antigüedad que tiene también la actividad misma de historiar que cuenta en la cultura occidental, como es de
sobra conocido, con un hito y mito fundacional en la figura y la obra de
22
Aludo, claro está, al célebre texto de É. Durkheim, Las reglas del método sociológico,
cuya edición original francesa es de 1895, de la misma época en que aparecían algunos
manuales de fundamentación historiográfica, los de Langlois-Seignobos o Bernheim, por
ejemplo. De la obra de Durkheim existen múltiples versiones españolas, muchas más
que de la de Seignobos, de la que sólo existe una, lo que es ya sintomático.
Heródoto de Halicarnaso23. Es bien distinta la situación en otras ciencias
sociales, donde «mitos» como los de Adam Smith en la economía o de
Auguste Comte en la sociología tienen poco de comparable con el de
Heródoto.
Pero, tal vez, la misma antigüedad de las manifestaciones de la escritura de la historia y de las formas históricas que tal escritura ha adquirido,
desde la cronística a la «historia filosófica», es lo que ha propiciado que
la fundamentación científica y disciplinar de la historiografía haya tenido,
como decimos, un derrotero tan poco concluyente. Es cierto, sin embargo, que, desde el siglo XVIII para acá, no han faltado los esfuerzos, y los
logros, por parte de historiadores, escuelas historiográficas, investigadores sociales y filósofos, para la construcción de una disciplina de la investigación histórica más fundamentada. ¿Por qué entonces el grado de
formalización, coherencia y articulación de esa disciplina del conocimiento de la historia, es decir, de la historiografía, es menor que en
otras ramas paralelas de la ciencia social?
Esperamos que a lo largo de esta obra puedan aportarse ciertos esbozos de respuesta a esa pregunta, en la que no es posible detenernos
ahora con más profundidad. Quizás deba señalarse que en el mundo de
los propios historiadores ha tardado mucho en manifestarse un verdadero espíritu científico, más o menos fundamentado24. La verdad es que la
historiografía no ha desterrado nunca enteramente, hasta hoy, la vieja
tradición de la cronística, de la descripción narrativa y de la despreocupación metodológica. Así ocurre que no pocas veces la producción teórico-metodológica, o pretendidamente tal, sobre historia e historiografía,
la publicación de análisis sobre la situación, significación y papel de la
historiografía en el conjunto de las ciencias sociales, la «filosofía» de la
historia y de su conocimiento, no es obra de historiadores sino de otro ti-
23
Los Libros de la historia de Heródoto tienen una traducción española asequible de la
Editorial Gredos. Sin embargo, las buenas historias de la historiografía en modo alguno
abundan en español. Es muy útil, para ver este asunto en perspectiva, el conocido y ya
citado texto de J. Fontana, Historia, que es esencialmente un análisis crítico de la
historia de la historiografía.
24
Cf. a este efecto J. Aróstegui, «Por una nueva historiografía. Un manifiesto
cientifi(ci)sta», Idearium, I (Málaga, 1992), pp. 23-74.
po de estudiosos: filósofos y filósofos de la ciencia, metodólogos, teóricos de otras disciplinas sociales, etc.
El historiador británico Raphael Samuel se ha referido a esta situación
diciendo que «los historiadores no son dados, al menos en público, a la
introspección sobre su trabajo y, exceptuando los momentos solemnes,
como las conferencias inaugurales, por ejemplo, evitan la exposición general de sus objetivos. Tampoco intentan teorizar sus investigaciones»25.
Carlo M. Cipolla lo dijo de manera parecida: «El aspecto metodológico
en el que los historiadores han quedado cojos es el de la teoría... Los
historiadores se han preocupado muy pocas veces de explicar, no sólo
frente a los demás, sino también para sí mismos, la teoría a partir de la
cual recomponían los datos básicos recogidos»26. Hay filósofos, en suma, que insisten en que los historiadores actuales «no suelen plantearse
problemas de método»27. La verdad es que hemos atravesado tres decenios casi, desde 1945 a 1975, de continuo adelanto de la historiografía en el contexto siempre de un progreso espectacular de las ciencias
sociales en su conjunto. Pero ello, en nuestra opinión, no ha sido suficiente.
El progreso de la historiografía como disciplina y, lo que no es menos
importante, el progreso de la enseñanza de los fundamentos de esa disciplina en las aulas universitarias, distan de ser evidentes. Todo lo cual,
en definitiva, justifica la impresión global de que en la historiografía no
acaba de desterrarse definitivamente toda una larga tradición de «ingenuismo metodológico», que constituye una de las peores lacras del oficio. El «metodólogo» es entre los historiadores un personaje sospechoso de superfluidad o, cuando menos, un espécimen atípico. En tiempos,
como los posteriores a la segunda guerra mundial, de espectacular auge
de lo que llamamos «ciencia social» en su conjunto, no ha sido excesivamente habitual tratar sobre los fundamentos de la historiografía, aunque ello parezca paradójico.
25
26
R. Samuel, ed., Historia popular y teoría socialista, Crítica, Barcelona, 1984, p. 48.
C. M. Cipolla, Entre la historia y la economía. Introducción a la historia económica,
Crítica, Barcelona, 1991, p. 51.
27
E. Lledó, Lenguaje e historia, Ariel, Barcelona, 1977, p. 9.
Un texto como este, de introducción teórico-metodológica al conocimiento de la historia, o manual introductorio a la práctica de la investigación
historiográfica, debe partir, en consecuencia, de dos supuestos básicos
como los que siguen:
Primero: toda formación teórica mínima del historiador tiene que basarse
en un análisis suficiente de lo que es la naturaleza de la historia, de lo
histórico. El tratamiento de ese tema tiene que yuxtaponerse inexcusablemente con el de qué conocimiento es posible de la historia. Los historiadores rara vez reflexionan sobre la entidad de la historia. Sin embargo, puede aducirse el ejemplo de otras ciencias sociales, como la sociología, en la que la «ontología del ser social» constituye siempre un tema
teórico recurrente28. Además de reflexionar sobre la práctica historiográfica y producir «estados de la cuestión», que es a lo que los historiadores acostumbran, es ineludible repensar la idea misma de historia; es
decir, hacer una reflexión sobre la teoría y no sólo sobre la práctica, por
muy importante que ésta sea. Y no debe temerse que esas reflexiones,
que el historiador no puede en absoluto dejar de hacer, se confundan
con la «filosofía de la historia». El peligro de ello es pequeño.
Segundo: la articulación de una buena formación historiográfica tiene
que estar siempre preocupada también de la reflexión sobre el método.
El método es considerado muchas veces como poco más que un conjunto de recetas; en otras ocasiones el historiador es incapaz de poco
más que describir los pasos que sigue en su trabajo o los que siguen los
demás. El método, advirtámoslo desde ahora, debe ser entendido como
un procedimiento de adquisición de conocimientos que no se confunde
con las técnicas -cuyo aprendizaje es también ineludible-, pero que las
emplea sistemáticamente.
En suma, la reflexión sobre la disciplina historiográfica es clave en la
preparación del historiador, aunque no sea, por desgracia, frecuente. Y
28
Son muchas las publicaciones que pueden citarse, demostrativas de esta afirmación.
Véase el siempre sugerente texto de C. Moya, Sociólogos y sociología, Siglo XXI,
Madrid, 1970. O el de J. C. Alexander, Las teorías sociológicas desde la segunda guerra
mundial. Análisis multidimensional, Gedisa, Barcelona, 1989.
es preciso eliminar radicalmente de ese tipo de reflexiones toda tentación retórica y todo convencionalismo trivializador29.
La formación científica del historiador
Entre los años treinta y ochenta de este siglo la historiografía ha realizado espectaculares y decisivos avances en su perfeccionamiento como
disciplina30. Esos progresos aportaron sus más relevantes contribuciones entre 1945 y 1970, cuando surgieron y se desarrollaron algunas
nuevas ideas expansivas, orientaciones más variadas de la investigación y realizaciones personales de algunos investigadores, todo ello de
brillantez insuperada. Se produjo en estos años el florecimiento múltiple
de la herencia de la escuela de los Annales, la expansión general de activas e innovadoras corrientes del marxismo31, o la renovación introducida en los métodos y los temas por la historia cuantitativa y cuantificada,
mucho más importante de lo que han dicho bastantes de sus críticos tardíos32. Junto a todo ello, una de las dimensiones determinantes de ese
progreso fue el acercamiento a otras disciplinas sociales.
Todos estos avances han creado, sin duda, una tradición historiográfica
que, por encima de modas o de crisis coyunturales, parece difícilmente
reversible. Ahora bien, a pesar de tales considerables progresos, sobre
cuya base se ha apoyado hasta el momento una buena parte de la actividad directa de producción y de investigación académica, es cierto que
la historiografía no ha culminado aún el proceso de su conversión en
una disciplina de estudio de lo social con un desarrollo equiparable al de
29
¡Cuántas veces no hemos observado que el «objeto y método» de la disciplina no son
sino una mera retórica o liturgia en el curso de la oposición a una plaza de funcionario o
en la propia progresión en la carrera funcionarial, sin mayores consecuencias!
30
En el capítulo 3 diremos algo más acerca de estos progresos, pero sin detenernos en
ello porque este libro no es de historia de la historiografía.
31
No cabe duda de que ese apelativo parece pertinente mantenerlo habida cuenta de
que la aportación a las ciencias sociales del marxismo de la Unión Soviética en esos
años fue casi irrelevante, aunque no pueda decirse enteramente lo mismo de ciertos
países de aquel bloque como es el caso de la antigua Alemania del Este. Una buena
guía de las aportaciones soviéticas puede encontrarse en la edición castellana de la
desaparecida revista soviética Ciencias Sociales, Progreso, Moscú.
32
Hablamos de ello también en el capítulo 3.
sus vecinas más cercanas. No ha acabado de completar la creación o la
adopción de un mínimo corpus de prácticas o de certezas «canónicas»,
cuando menos, o, como paso previo a ello, no ha culminado la adopción, por encima de escuelas, posiciones, ideologías y prácticas concretas, de un acuerdo mínimo también sobre el tipo de actividades teórico-prácticas que conformarían básicamente la «disciplina» de la historiografía. Echamos de menos, sin duda, una unidad básica de la disciplina
historiográfica, pero en modo alguno debe ello confundirse con una proposición de monolitismo doctrinal, teórico o metodológico. No se trata,
en efecto, de propugnar para la historiografía lo que podríamos llamar el
paradigma único.
Hoy, después de unos años de transformación y de progreso indudable
de las prácticas y las doctrinas del historiar, estamos en una situación
en la que no se producen hallazgos de suficiente generalidad como para
que representen vías plausibles para ulterior avance. Lo que el panorama muestra es una cierta detención de las innovaciones, un cierto escolasticismo temático y formalista, volcado a veces hacia la historia de trivialidades -la historia light- , un neonarrativismo, aun cuando con cierta
inclinación etnológica, que tiene mucho más de revival, efectivamente,
que de innovación, el interminable epigonismo de la historiografía francesa de los Annales, cuando no esa especie de huida hacia adelante
que parecen significar algunas posiciones recientes más dilettantes que
efectivas.
Son palpables, por lo demás, las tendencias que apuntan hacia una disgregación de los elementos tenidos hasta ahora por básicos en la conformación disciplinar de la historiografía. Las historias sectoriales del tipo de la económica e, incluso, la social, y las historias temáticas, como
las de la ciencia, la educación, la filosofía, tienden a escapar del tronco
común de la disciplina historiográfica para convertirse en ramas específicas de las disciplinas a las que se refiere su «tema», lo que no hace sino reforzar aún más una penosa propensión al gremialismo. Otras veces
se ha denunciado recientemente la invasión de su campo por prácticas
que en ciertos momentos han mostrado una gran vitalidad expansiva 33.
Sobre ello volveremos más adelante.
Por tanto, en un ambiente que parece de crisis real, nada más urgente
que abordar en profundidad el problema de la adecuada preparación de
los historiadores.
Insuficiencias actuales en la profesionalización del historiador
El primer esfuerzo para una eficaz renovación en los presupuestos y las
prácticas historiográficas debería tender a la consecución de un objetivo
pragmático y absolutamente básico: la revisión del bagaje formativo del
que se dota hoy al historiador. La preparación universitaria del historiador tiene que experimentar un profundo cambio de orientación si se
quiere alcanzar un salto realmente cualitativo en el oficio de historiar.
Todo progreso efectivo en la disciplina historiográfica, en cualquiera de
sus múltiples ramas, pasa por un perfeccionamiento continuo de la formación científica del historiador. Lo inadecuado de la formación que de
hecho reciben hoy los estudiantes de historia en las instituciones universitarias es evidente.
Los argumentos principales en que se fundamenta la sensación de indigencia intelectual que ofrece esa preparación universitaria no son difíciles de enumerar. Una exposición, sin pretensiones de exhaustividad
desde luego, tendría que señalar, por lo pronto, dos aspectos claros del
problema. Primero, la nula preparación teórica y científica que recibe el
aspirante a investigador de la historia, a historiador34. Segundo, la nula
enseñanza de un «oficio» que se procura en los centros universitarios.
Es palpable que esta doble carencia se inserta en un contexto que se
extiende a otras muchas carencias de la universidad actual y que puede
concretarse también, por otra parte, en lo que se refiere a la enseñanza
33
Sobre la invasión de la historiografía por disciplinas más expansivas, véase la nota
publicada por el últimamente muy activo Lawrence Stone con el título «History and
Post-Modernism», Past and Present, 131 (mayo, 1991), y el artículo allí citado de G. M.
Spiegel; Stone piensa que las amenazas directas de desvirtuación de lo historiográfico
proceden esencialmente de la lingüística y de la antropología.
34
Pero esto no vale sólo para quien se va a dedicar a «investigar» la historia: vale para
todo sujeto que es «licenciado» en historia y del que se supone que tiene una mínima
formación especializada.
y preparación en las ciencias sociales y en las llamadas
«humanidades». Pero limitémonos en este momento a hablar por separado de cada uno de esos dos componentes formativos.
Cuando hablamos de la formación teórica que se procura hoy en la universidad a un historiador nos estamos refiriendo, en realidad, a algo que
puede decirse sencillamente que no existe. No ya no existe una preparación «teórica» planificada y regulada, sino que ni siquiera hay, al menos de forma clara, una idea dominante acerca del «campo» científico-social o humanístico dentro del cual debe procurarse la formación del
historiador. Conviene no perder de vista que el estudiante de historia
hoy recibe una formación que en nada se parece en los aspectos teóricos básicos y en los técnicos a la que recibe el estudiante de sociología,
antropología o psicología, por ejemplo, por no hablar del de economía.
Por desgracia, no existe una conciencia general entre los profesionales
de la historiografía acerca de la importancia crucial que encierra el establecimiento de un objetivo planificado para dotar al historiador de una
formación científico-social amplia y sólida, completa, que haga de él un
auténtico experto en la investigación social, antes de adentrarle en una
específica formación historiográfica. Es evidente, desde luego, que problemas de ese mismo tipo afectan, y de manera grave, a otras profesionalizaciones en determinadas ciencias sociales. No es ocioso advertir,
sin embargo, que el asunto de la inadecuación de la formación historiográfica es un caso, tal vez el más extremo, de las deficiencias estructurales y operativas de la enseñanza y práctica de las ciencias sociales en
España, campo este en el que abundan mucho más los mitos beatíficos,
los ídolos de los medios de comunicación, que los científicos serios.
El segundo aspecto de los señalados es tan claro como el precedente y
no menos relevante que él. Nuestra situación actual es de ausencia
prácticamente total en la formación del historiador de una mínima enseñanza de un «oficio», oficio cuyas destrezas tendrían que atender tanto
a una formación en principios y presupuestos como en métodos; tanto a
las «técnicas» como a la capacidad discursiva. La enseñanza de la historiografía en la universidad tiende muchas veces a reducirse casi a un
mero verbalismo -no siempre, naturalmente-, a una exégesis de la pro-
ducción escrita existente, a una lectura de «libros de historia», de información eventual, y no a la transmisión de tradición científica alguna.
Es verdad que suelen existir asignaturas que versan, con uno u otro
nombre, sobre la «teoría», los «métodos» de la historia y la «historia de
la historiografía», a veces en el seno de notables confusiones en el lenguaje, los medios y los objetivos de trabajo. Los nuevos planes de estudios establecen, tras no pocas dudas, que asignaturas de ese tipo sigan
impartiéndose. Puede temerse que la teoría de la historiografía y los métodos historiográficos, lejos de constituirse, como sería imprescindible,
en materias absolutamente estructurales en la formación del historiador,
sigan siendo, por el contrario, materias periféricas, meramente complementarias y por lo general muy mal impartidas35.
La conclusión, en definitiva, no puede ser muy optimista: los historiadores salidos de nuestras universidades carecen, por lo común, de teoría y
de método. La formación recibida es puramente memorística y más que
mediocre. Seguramente nos queda aún un largo camino por recorrer
hasta que haya un convencimiento común de que el oficio de historiar
no es el de «contar historias», obviamente, por más de moda que esté
hoy semejante visión. Ni aun cuando esas historias reflejaran de verdad,
lo que es muy improbable, las cosas «como realmente sucedieron».
Un asunto es la narración de eventos, aun cuando sea una narración
documentada -y documentar la narración es el primer requerimiento del
oficio del que hablamos-, y otra es el «análisis social desde la dimensión
de la historia», que es lo que constituye, creemos, el verdadero objetivo
de la historiografía. Por tanto, la formación del historiador habrá de
orientarse, en primer lugar, hacia su preparación teórica e instrumental
para el análisis social, haciendo de él un científico social de formación
amplia, abundante en contenidos básicos genéricos referentes al conocimiento de la sociedad. Y en modo alguno ello debe ir en detrimento de
la formación humanística, como hemos señalado, puesto que sólo así la
35
Los nuevos planes de estudio establecen como asignatura troncal y, por tanto,
obligatoria, la «Iniciación a los métodos de la investigación histórica», pero al no existir
un área específica de conocimiento y, por tanto, un profesorado específico de ella, el
encargo de su impartición es bastante aleatorio. Esto puede tener como resultado más
probable la continuación de la irrelevancia de la materia en los planes de estudio.
formación en la disciplina historiográfica tendrá un cimiento adecuado y
podrá ser transmitida con todo su valor.
Humanidades, ciencia y técnicas
De manera práctica y concreta, puede decirse que en la formación del
científico social hoy, comprendiendo entre ellos sin ninguna duda al historiador, habrían de estar incluidas en una síntesis correcta tres dimensiones básicas: la de la formación humanística, la científica y la técnica.
En primer lugar, la formación humanística, la verdadera formación humanística y no el tópico de las «humanidades», que es un mero revoltijo
de materias «de letras», debería consistir en el currículum del historiador, como el de cualquier otro científico social, en un conocimiento suficiente de la cultura clásica, donde tenemos nuestras raíces. Las lenguas, aunque fuera de forma somera, la historia y el pensamiento clásicos, es decir, una formación filológica adecuada. Pero más importante
aún que ello sería la formación filosófica. ¿Cómo puede accederse al
lenguaje científico sin una mínima formación filosófica? Especialmente
la lógica y la teoría del conocimiento son imprescindibles para todo científico social y, por tanto, para el historiador. Un científico social no podrá
nunca prescindir del humanismo clásico, y de la disciplina intelectual
que representa el hábito filosófico, pero éstos por sí solos tampoco explican lo social y lo histórico. Por ello hablamos también de una formación científica.
Una formación en los principios básicos de la ciencia social parece irrenunciable. Y ello empezaría por una familiaridad suficiente con los principios del conocimiento científico y con los consiguientes fundamentos
del método. Tal formación científico-social genérica y amplia debe atender a que, en nuestro caso, el historiador no ignore la situación de aquellas ciencias sociales más cercanas a la historiografía, cuando menos, y,
si es posible, incluso se mueva en ellas con soltura, dado que del conocimiento algo más que rudimentario de ciertas ciencias sociales podrá
depender en parte la especialización concreta que el historiador pretenda. Pero aquello que debe presidir esta sistemática puesta a punto de la
formación científica del historiador es precisamente el aspecto más generalizante, más global, de lo que constituye la ciencia de la sociedad,
es decir, la teoría aplicada del conocimiento de lo social, o la teoría de la
ciencia aplicada a la ciencia social.
La formación en los fundamentos lógicos y epistemológicos de la ciencia
debe ir acompañada de una formación eficaz en métodos de investigación social de orientación diversa, y en técnicas que irían desde la archivística a la encuesta de campo. En lo dicho nadie podría ver una minusvaloración del hecho de que es, naturalmente, la propia formación historiográfica específica el objetivo último y central de cualquier reforma del
sistema de preparación de los jóvenes historiadores. En todo caso, una
formación humanística, teórica, metodológica y técnica adecuadas es lo
que cabe reclamar desde ahora para establecer un nuevo perfil del historiador, sin perjuicio de las especializaciones que la práctica, sin duda,
exigirá.
No es ningún despropósito extraer de todo esto como recapitulación la
idea de que es preciso hacer de la teoría historiográfica el centro de la
formación disciplinar y de la metodología de la investigación histórica un
hábito de reflexión que acompañe a toda la preparación empírica y técnica. En este sentido, serían aquí pertinentes un par de proposiciones
más que remachen lo que llevamos expuesto.
La primera es la de que, como ocurre en el aprendizaje de la mayor parte de las otras ciencias sociales, la formación «teórica» ha de ocupar un
lugar central y ha de armonizarse con la «información» y con las técnicas del «oficio». La segunda propuesta se refiere a la lectura que es
preciso hacer de las relaciones entre el historiador y las disciplinas de su
entorno. Tenemos ahí un problema real de soluciones cambiantes donde la opinión de cada cual debe presentarse sin complejo alguno. La relación entre la historiografía y las demás ciencias sociales ha dado lugar
a situaciones bien diversas. Una paradigmática es, sin duda, la de la
Francia de los años cincuenta y sesenta donde la hegemonía de la escuela de Annales impuso la hegemonía de la historiografía. Pero la contraria es la de los Estados Unidos casi por esas mismas fechas, donde
difícilmente la investigación histórica convencional pudo ser tenida como
una práctica científica. Los gremialismos de los profesionales de unas y
otras materias no han hecho normalmente sino dificultar las relaciones.
La historiografía está, a nuestro modo de ver, en condiciones de apare-
cer en el conjunto de las ciencias sociales sin ningún elemento de distinción peyorativa o de situación subsidiaria. La definición «científica» de la
investigación social se presenta problemática para todas las ciencias sociales.
La efectiva práctica de las dos recomendaciones contenidas en las proposiciones anteriores significaría un importante cambio de perspectiva.
Obligaría a aceptar definitivamente que la función básica de la formación
de un historiador es la de inculcar en éste no, en modo alguno, el conocimiento de lo que sucedió en la historia; eso está en los libros..., sino
cómo se construye el discurso historiográfico desde la investigación de
aquélla. Todo esto es plausible aunque, de la misma manera, deba
aceptarse que la función de las facultades universitarias no sea únicamente la de formar investigadores. La enseñanza de las prácticas de tipo científico se basa en eso: conocer la química es saber cómo son los
procesos químicos, no qué productos químicos existen. Es en el curso
del aprendizaje de las técnicas de construcción del discurso histórico como se aprende ese mismo discurso, y no al revés; se aprenden, ciertamente, los hechos, pero sobre todo cómo se establecen los hechos...
Y es que los jóvenes historiadores que hoy salen de nuestras facultades
universitarias son, por lo general, víctimas del «ingenuismo» teórico y
metodológico del que hemos hablado y que allí se les inculca. Ello ha sido denunciado por no pocos grandes maestros de nuestra profesión, pero nunca puede considerarse suficiente. Aún siguen siendo de uso común aserciones como la de que «no se puede responder exhaustivamente a la pregunta sobre qué es la historia, por lícita que ésta sea, si
no se pasa por el plano estrictamente filosófico»36. El remitir a los filósofos las respuestas que el historiador mismo tiene que buscar, sin filosofar, es el más persistente ejemplo de «ingenuismo».
Nuestros licenciados, por lo demás, apenas tienen noción, como hemos
dicho, de lo que es el lenguaje de las ciencias de la sociedad, siendo así
que la historiografía no tiene otro sentido que el de ciencia de la sociedad. Pero no deben ser acusados por ello: se les ha educado así. Como
dijo con agudeza y con extremo acierto Philip Bagby: «A fin de cuentas,
toda su preparación ha consistido en concentrarse en los hechos singulares y obtener descripciones coherentes que sean agradables y sugestivas tanto como fácticamente cuidadosas», añadiendo después que la
educación de muchos historiadores ha sido «por desgracia y exclusivamente, humanística» y que, ejemplificándolo en el caso de Arnold Toynbee, el historiador «se ha visto privado de los intrumentos que necesitaba para la tarea elegida por él mismo» 37. Es hora de pasar con toda decisión y entre todos a construir otro estado de cosas.
2. EL CONTENIDO DE LA TEORÍA Y LA METODOLOGÍA HISTORIOGRÁFICAS
Las diversas ciencias sociales que se cultivan hoy, desde la economía,
como más desarrollada, hasta aquellas menos formalizadas y de objeto
más restringido, acostumbran a exponer las diversas cuestiones fundamentales de su contenido, de su método y del estado de los conocimientos adquiridos en un tipo de publicaciones que se llaman tratados.
«Siempre he soñado con un "tratado de historia" -dice Pierre Vilar, en el
primer renglón de un conocido texto sobre cuestiones de vocabulario y
método históricos. Y añade-: Pues encuentro irritante ver en las estanterías de nuestras bibliotecas tantos "tratados" de "sociología", de "economía", de "politología", de "antropología", pero ninguno de historia, como
si el conocimiento histórico, que es condición de todos los demás, ya
que toda sociedad está situada en el tiempo, fuera incapaz de constituirse en ciencia.»38 Toda la argumentación subsiguiente de Vilar en esa
misma obra, sobre cuestiones relacionadas con esta temática, no es
menos sugerente.
En efecto, el núcleo central de los contenidos de cada una de las ciencias sociales -y nos limitamos a las sociales porque ese es nuestro campo concreto aquí- se vierte en los «tratados». En los tratados de bastantes disciplinas -tratados de economía, de sociología, de ciencia política,
etc.- aparece el doble tipo de «teoría» que corresponde a las dos dimen37
38
36
A. Saita, Guía crítica de la historia y la historiografía, FCE, México, 1989, p. 11.
P. Bagby, Historia y cultura, Taurus, Madrid, 1959, pp. 15 y 219.
P. Vilar, Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Critica, Barcelona, 1980, p. 7.
La cursiva es del autor.
siones que una ciencia abarca: su objeto de estudio, por una parte, y la
forma de organizar su investigación, por otra.
Un tratado de economía o sociología o politología, por ejemplo39, se elabora articulando de forma distinta y con distinto orden cuestiones científicas y cuestiones referentes a la estructura de la propia disciplina, con
mayor énfasis en una u otra cosa según los autores, pero casi todos los
tratadistas coinciden en desarrollar siempre dos aspectos:
a) Una exposición de las principales «doctrinas» de la sociedad, o de la
economía o de la política, o de los grandes aspectos de ellas, aportadas
por los principales tratadistas de la disciplina, los «clásicos» y los contemporáneos. A este tipo de cuestiones podemos llamarlo teoría constitutiva o científico- constitutiva.
b) Una definición de la disciplina, una descripción de sus partes, un intento de mostrar que esta es efectivamente una ciencia y la forma en
que trabaja. A ello podríamos llamarle ya teoría disciplinar o formal-disciplinar de una determinada ciencia.
Los tratados, por tanto, se ocupan de cosas diversas tales como qué es
la disciplina, cuáles son su campo, su objeto y cómo se articulan sus conocimientos; cuál es su método, cuál es su historia y sus problemas o
sus logros fundamentales. Estos tratados contienen, en mayor o menor
grado «teoría sociológica», «económica» o «politológica» y establecen
un panorama que pretende ser completo de la ciencia en cuestión. Un
tratado desarrolla una «doctrina sistemática», abordando cuestiones como la socialización, el mercado, la estratificación social, la sociabilidad,
la familia, la cultura política y otras instituciones sociales diversas, el
cambio social, etc. En tal sentido los tratados desarrollan un gran panorama -no exhaustivo, en general- de la investigación y el estado de los
39
Señalemos ejemplos de carácter variado. Existen tratados de economía tan
ampliamente empleados como el de de P. Samuelson, Curso de economía moderna,
Aguilar, Madrid, eds. desde 1950. No menos conocida en la ciencia política es la obra de
M. Duverger, Introducción a la política, Ariel, Barcelona, eds. desde 1972. Un manual
universitario de sociología puede ser el de A. Giddens, Sociología, Alianza Editorial,
Madrid, 1991 (ed. original de 1989), 486 pp. Y un manual típico americano para
enseñanza a menor nivel, D. Light, S. Keller, C. Calhoun, Sociología, McGraw-Hill
Interamericana, Bogotá, 1991 (original inglés de ese mismo año), 705 pp. En
antropología se puede señalar el también conocido de M. Harns, Introducción a la
antropología general, Alianza Editorial, Madrid, 1987.
conocimientos de su campo. Penetran, a veces, en subcampos especiales -sociología de las organizaciones, economía de la empresa, control
político, etc.- y presentan, en definitiva, una determinada «teoría», que
puede limitarse, sin embargo -como ocurre propiamente en los llamados
Manuales- a dar cuenta del panorama de las posiciones en competencia, sin pronunciarse por ninguna de ellas40.
Ahora bien, ¿por qué no se escriben tratados de historia (historiografía)?
La respuesta a esta pregunta nos adentra en la discusión de este otro
asunto: el de qué se quiere dar a entender cuando hablamos de «un
fundamento teórico» para la práctica historiográfica. Veamos esto algo
más de cerca.
Los dos componentes de la teoría historiográfica
¿Es posible, siguiendo con este orden de suposiciones, elaborar un tratado de historiografía? La respuesta no es sencilla y para intentarlo es
preciso entrar en argumentaciones que fijen correctamente el asunto.
Debe tenerse en cuenta que también en el caso de la historia la reflexión sobre su realidad misma y sobre su conocimiento han sido practicadas, de forma intensa incluso, desde tiempos antiguos. Señalemos que
estamos hablando de una reflexión teórica que en manera alguna debe
ser confundida con la «filosofía de la historia». No obstante, «teoría» y
«filosofía» de la historia han estado históricamente muy relacionadas y
hasta amalgamadas en el pensamiento occidental, de la misma manera
que tampoco se ha solido distinguir con nitidez entre una teoría de la
historia y una teoría de la historiografía. Es cierto, de todos modos, que
reflexionar teóricamente sobre la historia equivale ya a una primera «investigación» de ella, equivale a decir qué es y cómo se manifiesta lo histórico ante nuestra experiencia.
En consecuencia, ¿qué es y cómo se construye una teoría de la historiografía? Pero, en primer lugar, hora es ya de plantearlo, ¿qué se entiende por teoría? En términos sencillos, se llaman teorías a aquellos con40
Puede ejemplificarse ese caso de presentar una «teoría» propia en la exposición que
hace Neil J. Smelser de un «modelo sencillo de comportamiento político» en N. J.
Smelser y R. S. Warner, Teoría sociológica, Espasa-Calpe, Madrid, 1991, pp. 172 y ss.
juntos de proposiciones, referidas a la realidad empírica, que intentan
dar cuenta del comportamiento global de una entidad, explicar un fenómeno o grupo de ellos entrelazados. El conjunto de proposiciones debe
tener una explícita consistencia interna y estar formulada alguna de ellas
en forma de «ley» Sobre esta idea habremos de volver más adelante 41.
Sin embargo, con respecto a lo que ahora estamos tratando, hay que
advertir que no hablamos ahora de teorías sobre «fenómenos» naturales o sociales, sino que hablamos de fundamentar la «teoría de un conocimiento», es decir, hablamos del comportamiento de una entidad como
es el «conocimiento», en este caso, de la posibilidad y realidad del conocimiento de la historia. A esto llamamos en términos generales teoría
de la historiografía.
La teoría de la historiografía, en el mismo sentido que la teoría de cualquier otra disciplina que se expone, como hemos visto, en un tratado,
consta de dos componentes, el científico-constitutivo y el formal-disciplinar, cuyos respectivos objetivos conviene tener siempre muy presentes.
Hablaremos sucesivamente de cada uno de ellos.
La teoría constitutiva
En primer lugar, la que llamamos la teoría constitutiva de la historiografía es la que trata de diversos aspectos de un problema único: la naturaleza de lo histórico. Esto quiere decir que tiene que establecer qué es la
historia en la experiencia humana, cómo se manifiesta lo histórico, qué
representa el tiempo de la historia y cuestiones de ese mismo orden, a
las que después nos referiremos con algún mayor detalle. La teoría de
la historia, pues de eso es de lo que se habla, es, y ha sido siempre, una
cuestión difícil, porque, por lo común, ha estado confundida con el «filosofar sobre la historia». Desde Voltaire al menos, pasando por Kant, Hegel, Marx, Dilthey, Windelband, para llegar luego a los primeros tratadistas, o «preceptistas», de la teoría y el método historiográficos -Droysen,
Fustel de Coulanges, Charles Seignobos, Meyer, Bernheim o Lamprecht-, filósofos e historiadores han tratado de encontrar los fundamentos de « lo histórico», la manera de manifestarse la historia y también su
41
En el capítulo siguiente al hablar de la ciencia, cf. J. Mosterín, Conceptos y teorías en
la ciencia, Alianza Editorial, Madrid, 1968.
«significado». Después, cuando ya en nuestro siglo estaba plenamente
constituida una «disciplina» de la historiografía, pensadores sociales, filósofos o historiadores de profesión como Rickert y Weber, para pasar
luego a Berr, Simiand, Croce, Ortega, Collingwood, Marc Bloch y otros
muchos, han prolongado esa reflexión amalgamándola, muchas veces,
con las observaciones sobre los «tipos de historia» existentes, sobre su
método y sobre el oficio de historiar.
En cualquier caso, la dedicación a especular sobre el «sentido» último
de la historia, pero también sobre el contenido de la historiografía, se tuvo -la tuvieron los propios historiadores, además- durante bastante tiempo como propia de filósofos, lo que llevaría, en consecuencia, a la identificación de esa teoría historiográfica con una forma de «filosofía» de la
historia. Hegel pensaba realmente en sustituir a los historiadores en esa
elaboración. La «filosofía analítica» también42. El caso de Ortega y Gasset no es menos explícito. Él dirá, como ya vimos, que «no se puede hacer historia si no se posee la técnica superior, que es una teoría general
de las realidades humanas, lo que yo llamo una historiología»43. La gratuidad de parte de este aserto orteguiano no disminuye el interés de su
llamada de atención sobre la necesidad que la práctica historiográfica
tiene de esa especie de teoría general de las ciencias humanas que él
llama «historiología». No se puede hacer una práctica de la ciencia sin
una teoría sobre la propia ciencia.
La teoría disciplinar
Ahora bien, la teoría disciplinar de la historiografía es otra cosa. Una reflexión disciplinar es el tratamiento de aquel conjunto de características
propias en su estructura interna que hacen que una parcela determinada
del conocimiento se distinga de otras. La teoría disciplinar será la que intente caracterizar a la economía, ecología o psicología como materias
que no se confunden con ninguna otra. El meollo de la teoría disciplinar
está en mostrar la forma en que una disciplina articula y ordena sus co42
Cf. W. H. Walsh, op. cit.. Walsh, que es un representante de la «filosofía analítica» de
la historia toma bien en serio la labor de mostrar a los historiadores cuál es el
fundamento teórico de la práctica que realizan.
43
J. Ortega y Gasset, Una interpretación de la historia universal. En torno a Toynbee.
nocimientos y la forma en que organiza su investigación, así como los
medios escogidos para mostrar sus conclusiones. En el caso de la historiografía, es un análisis de la construcción de la disciplina que estudia la
historia. Una teoría disciplinar de la historiografía tratará del objeto historiográfico, de la explicación de la historia y de su escritura, de los campos de investigación, o sectores, y del alcance espacial de esas investigaciones.
En el caso de la teoría disciplinar de la historiografía es evidente que ha
sido mucho menos cultivada que la constitutiva, puesto que sobre ella
prácticamente no se han pronunciado los filósofos. Fueron los preceptistas de fines del siglo XIX de los que ya hemos hablado los que más se
preocuparon de la articulación interna, el método y los objetivos del estudio de la historia y de las peculiaridades de la historiografía. Ciertas
escuelas, como la de los Annales, lo que hicieron en realidad fue teoría
disciplinar, mucho más que teoría constitutiva. Bastante atención se ha
dedicado también a este tipo de teoría disciplinar en sectores específicos de la historiografía tales como la historia económica, la historia social o la historia de la ciencia.
En función de lo expuesto, podemos ya perfilar con mayor precisión cuáles son los contenidos obligados en una teoría general de la historiografía o, si se quiere hablar en términos más rigurosos, cuáles son los aspectos generales de la disciplina, los científicos y los disciplinares, sobre
los que debe proyectarse una reflexión para construir, en definitiva, una
epistemología44 del conocimiento de la historia. En el cuadro siguiente
se sintetizan los contenidos generales de esa doble vertiente de que hablamos:
44
El contenido de la epistemología, que debemos entender como una parte de la teoría
del conocimiento, recibirá atención también en el capítulo 2.
Teoría (naturaleza) de la historia
Sistemática
Historia general
Secuencial
Científicoconstitutiva
o constitutiva
Teoría
historiográfica
Historia sectorial
Ámbitos historiográficos
(Historia «territorial»)
¿Historia «total»?
Disciplinar
Objeto
historiográfico
Explicación
histórica
Discurso
historiográfico
CUADRO 1
Contenido de la teoría historiográfica
La teoría constitutiva
El intento de fundamentar lo que es el conocimiento de la historia tiene
que partir, como parece natural, del esclarecimiento del concepto mismo
de lo histórico. La reflexión sobre la naturaleza de lo histórico, que ha sido abandonada tradicionalmente por los historiadores en manos de los
filósofos, ha de ser recuperada. Ella constituye el primer e inexcusable
paso de una teoría de la historiografía que sea verdaderamente tal.
Dado que las teorías explican algunos aspectos del mundo -eso es lo
que significa «teorizar»-, deberían existir «teorías históricas», o teorías
dentro de la ciencia historiográfica que, con el grado de formalización
que fuese, «explicaran» la existencia histórica. En realidad, ello es así:
la teorización marxista, por ejemplo, se compone de cierto número de
proposiciones para explicar los aspectos fundamentales del proceso histórico. Muchas de las teorías sociales más completas contienen también
sus propios pronunciamientos sobre la historia. En ese sentido, una «teoría de la historia» sería no la que intentara explicar algún proceso o
conjunto de procesos en particular sino toda la historia, o la significación
misma de lo histórico. Una adecuada teoría de la historia es, conviene
repetirlo, un elemento esencial e insustituible para construir una teoría
de la historiografía, en sus aspectos constitutivo y disciplinar.
Nunca será excesiva tampoco la insistencia en que una «teoría» no es
una «metafísica» de lo histórico, sino una operación de análisis de la
historia con los instrumentos no del conocimiento filosófico sino del científico, por más que sea oportuna y necesariamente asumible la afirmación de H. I. Marrou de que el historiador tiene que ser en algún modo filósofo45, en la misma medida, añadiríamos nosotros, en que ha de serlo
cualquier otro investigador de lo social. En definitiva, una teoría de la
historia sería una definición de lo que significa lo histórico que pueda ser
demostrada de forma empírica46. Ello en manera alguna excluye la «ontología» de lo histórico, pero se encuentra lejos de cosas como la captación del «sentido de la historia», cuestión fuera del ámbito de lo que
aquí tratamos. La teoría de la historia, repitámoslo, no equivale a filosofía de la historia.
Para quedar plenamente formulada, la teoría historiográfica constitutiva
o científica tendría que ocuparse, cuando menos, de los cuatro grandes
campos de cuestiones que hemos visto reflejadas en la primera división
del cuadro 1, cuyo contenido concreto podría explicarse así:
1. La teoría de la historia. Los historiadores han de pronunciarse sobre
la naturaleza de lo histórico y no limitarse a la investigación de lo que ha
sucedido en el pasado. Pronunciarse sobre la naturaleza de lo histórico
es lo mismo que elaborar un concepto de la historia. El primer contenido
de la teoría de la historiografía será, justamente, el referente a la entidad
real historia. Lo histórico no es, en modo alguno, la «sucesión de acontecimientos», cosa en la que insistiremos ampliamente en estas pági45
46
H.I. Marrou, El conocimiento histórico, Labor, Barcelona, 1968, pp. 12 y ss.
No estaría de más recordar aquí aquella observación de K. R. Popper de que una
proposición como la agustiniana que dice que la historia es dirigida por la Providencia
divina no es ni verdadera ni falsa sino sencillamente inverificable por los
procedimientos de la ciencia. Ello puede darnos una idea de lo que es la proposición
«metafísica» acerca de la historia frente a lo que sería una proposición demostrable.
nas. La definición de lo que es la historia tiene mucho que ver con la categoría de «proceso histórico». La historia es la confluencia de la sociedad y el tiempo.
Se ha repetido muchas veces que el proceso histórico, el curso de la
historia, no es recurrente, no se repite; que se trata de un proceso singular. No puede, por tanto, sujetarse a «leyes». Esto, que aplicado a la realidad «historia» es un hecho innegable, no impide la construcción epistemológica que atiende a definir procesos-tipoll A ello se orientaron los
esfuerzos teóricos que llevaron a cabo Marx, Weber o Braudel, para hacer posibles explicaciones de la historia a través de conceptos operativos aplicados a los procesos de las sociedades en el tiempo. «Modo de
producción», «tipo ideal» o «larga duración», son conceptos operativos,
o categorías, de ese tipo a que aludimos. Son instrumentos heurísticos y
hermenéuticos que permiten caracterizar y, por ende, explicar, «sucesos» históricos.
2. La naturaleza de la historia general. La definición de la historia general se enfrenta a dos tipos de problemas, según se atienda a sus dos caracteres definitorios. Uno, el de representar el proceso de la experiencia
humana completa, de todos los aspectos de lo humano; ese es su carácter sistemático. Dos, el de representar un proceso que es temporal,
que contiene el tiempo en sí, por lo que la historia general tiene un carácter secuencial que está en la base del problema de la periodización.
La historia general es la historia de todos los hombres. Sea considerada
en su faceta sistemática o sea en la secuencial, podemos decir que la
historia general se compone del proceso de sociedades diversas, que
pueden concebirse como sistemas, pero de las que es más correcto decir que contienen en su seno diversos sistemas47. En cada momento histórico las sociedades presentan unas especiales características relevantes. Unas peculiaridades significativas que permiten definir también
«problemas-tipo». Esto constituye un recurso que permite superar la
mera «descripción» histórica para intentar verdaderas «explicaciones»,
más bien «sistémicas» que «causales», de las situaciones y procesos
históricos.
47
A la cuestión de los sistemas sociales y de su significación en la explicación de lo
histórico nos referimos en los capítulos 4 y 5.
3. La caracterización de las historias sectoriales. El problema reside
esencialmente en la definición de lo que debe entenderse por
«sectorial». ¿Qué aspecto particular del proceso histórico general tiene
entidad suficiente para ser inteligible por sí mismo? Hoy hablamos normalmente de sectores históricos como «historia económica», «historia
política», «historia cultural», y de otro que ha dado lugar a los más vivos
y fructíferos debates en la historiografía contemporánea, «historia
social»48, pero existen otros sectores particulares, como historia de la literatura, de la educación, de la filosofía, de la física y muchísimos más
que presentan problemas comunes. Por otra parte, ¿cuál es la relación
de todos esos sectores con la Historia (con mayúscula), con el proceso
histórico como un todo, con esa historia sistémica a la que nos hemos
referido en el punto anterior? El tema es lo suficientemente importante
como para que le dediquemos la atención debida en la Sección segunda
de este libro, la que desarrolla estrictamente los aspectos de la teoría
historiográfica.
4. La delimitación de las historias territoriales (o ámbitos historiográficos). Es decir, de aquellas historias que tienen un contenido general,
que agrupan a todos los sectores de la actividad humana -al conjunto de
las historias sectoriales, pues-, pero que abarcan un ámbito territorial
muy delimitado, y esa concreción de su ámbito es la que da el «título» a
la historia de que se trate: historia de Francia, historia de Galicia, historia
de un municipio, etc. Las historias nacionales, regionales, locales, tienen
como característica peculiar la de ser «historia territorial» por oposición
a la historia general, a la historia universal. Así hablamos, en un extremo, de la historia de «una civilización» -Oriente, Occidente, África Negra, por ejemplo-, y, en el otro, de una «historia local», la historia de muy
pequeñas agrupaciones humanas, pasando por la historia de los estados, naciones, regiones, etc. Esta distinción no es meramente formal.
«Historia universal» es un concepto con grandes implicaciones ideológicas y teóricas. La fragmentación de la historia de la humanidad en sociedades concretas, también. ¿Dónde está el límite entre las sociedades
históricas? ¿Es posible entender una historia «microterritorial» sin tener
en cuenta los conjuntos globales? Y, ¿cuáles son esos conjuntos globales? He aquí otro nudo problemático de la definición de lo histórico.
Queda, por fin, el problema de lo que se ha llamado la historia total.
También insistiremos en ello en el lugar apropiado de esta obra. Aquí diremos meramente que se trata de un proyecto historiográfico que partiría de la argumentación básica de que, por encima de los sectores y de
los ámbitos territoriales, la «historia» no es lógicamente divisible en partes, es un proceso único. No hay más que una historia que no equivale a
la suma de los sectores y de los territorios. Pero mientras lo que hemos
llamado historia general sí puede ser entendido como esa suma, la «historia total» es una formulación cognoscitiva mucho más profunda. En
función de ella, el proceso histórico general de la humanidad o los procesos históricos de grupos humanos dotados de su propia inteligibilidad
tendrían que explicarse como «totalidades».
Esto es concebible en el plano teórico y hay que decir que los primeros
en concebirlo y exponerlo de forma clara fueron los integrantes de la escuela de Annales. Pero ¿cómo puede construir esa historia total el trabajo del historiador? Intentaremos responder a ello en el lugar oportuno49. Ahora es preciso dejar claro que este problema de la historia total
es muy peculiar: puede entenderse como integrado en una teoría constitutiva, pero tiene una relación innegable con lo disciplinar. Por ello lo dejamos en esta situación «puente», en interrogante, entre ambas.
La teoría disciplinar
Desde otro punto de vista, la práctica de los historiadores no puede progresar y perfeccionarse si no se fundamenta en una reflexión simultánea
en profundidad sobre los presupuestos últimos y básicos de la exploración empírica de la realidad. ¿Cómo podemos dar cuenta de lo
histórico?, ¿cómo presenta el historiador la historia? Estas preguntas
tienen que ser respondidas desde la práctica misma de la investigación
histórica y, a su vez, la investigación histórica no puede progresar sin
responderlas. Es evidente también que, de forma recíproca, no puede
48
Una presentación interesante de esos debates en J. Casanova, La historia social y los
historiadores. ¿Cenicienta o princesa?, Crítica, Barcelona, 1991.
49
En el capítulo 4 de la obra.
haber una teoría constitutiva de la historiografía sin práctica continua de
la investigación empírica de la historia. No hay epistemología sin práctica concreta de la ciencia y de lo que se trata en el fondo es de responder a la pregunta acerca de qué se conoce cuando se habla de historia,
cómo se realiza la práctica de su conocimiento, y cómo se explican los
fenómenos que podamos llamar históricos.
Todas estas preguntas y sus respuestas son la clave de una teoría disciplinar, o formal, del conocimiento de la historia. La teoría historiográfica disciplinar es la encargada de poner a punto unos instrumentos conceptual-operativos que hagan posible la práctica de la investigación y
escritura de la historia. La progresiva delimitación del ámbito de tal teoría habrá de ir englobando en sus preocupaciones extremos tales como
el objeto de la historiografía, la naturaleza de la explicación histórica, y
la composición y sentido del discurso historiográfico. Desarrollemos algo
más cada uno de estos tres campos:
1. El objeto de la historiografía (u objeto historiográfico). Ello equivale a
la construcción de un «objeto teórico» de la historiografía. Hay que delimitar la forma en que el historiador se enfrenta a lo que es su campo de
trabajo: la sociedad. En tal campo hay que efectuar una delimitación de
la materia, las cosas, las entidades o los pensamientos, donde el historiador «capta», «encuentra», la historia. El historiador estudia la sociedad desde un enfoque preciso: el de su comportamiento temporal. Pero
¿qué entidades materiales manifiestan este comportamiento temporal?:
¿los individuos?, ¿los colectivos?, ¿los grandes hechos?, ¿los procesos
a largo plazo?, ¿la vida cotidiana? ¿Dónde se encuentra aquello que
«representa» por excelencia lo histórico? Dicho en términos tal vez más
coloquiales y más gráficos: se trata de elucidar dónde, en qué manifestaciones de lo humano, se revela lo histórico, dejando bien claro que no
aludimos a una realidad técnica como es la de dónde se encuentra la
«información sobre la historia» -las fuentes-, sino a cómo el historiador
«construye» lo histórico como realidad distinguible de todas las demás.
Tampoco se trata, naturalmente, de hablar de los «temas de investigación», sino de la forma en que lo histórico se presenta como una realidad irreductible a cualquier otra.
2. La explicación histórica. La «explicación» de la realidad explorada es
el objetivo final de cualquier disciplina científica. Los problemas peculiares de la explicación de lo histórico han sido ya inventariados por muchos autores y se les ha tratado de manera amplia, pero con soluciones
contradictorias50. Cómo se explica la historia es un asunto central a dilucidar por la teoría historiográfica. En él se involucra también el viejo problema de si se trata de un tipo de explicación equiparable a otros existentes: causal, genética, intencional, funcional o teleológica, o si se trata,
en último extremo, de un tipo de explicación sui generis, como muchos
autores han defendido. El problema de la explicación histórica necesariamente habrá de decidir acerca de otra también antigua y conocida antinomia: la de si el objetivo posible de las ciencias de la sociedad, y, en
consecuencia, de la historiografía también, es el de explicar o el de
comprender, es decir, la antinomia entre el Erklären y el Verstehen de la
tradición alemana51 y, por ende, la oposición, o no, entre ciencias de la
naturaleza y ciencias del espíritu. Basta también, por ahora, con estas
indicaciones.
3. El discurso histórico. Dicho también en terminología más conocida:
cómo se escribe la historia. La manera en que el historiador «expone» la
realidad investigada -narración, argumentación o alguna forma de lenguaje específico y codificado-, la manera en que el investigador «escribe» la historia puede interpretarse como una cuestión de forma. Sin embargo, se trata de mucho más que eso. El discurso histórico es mucho
más que la forma del contenido; la forma de un discurso sobre la historia
revela ya una concepción precisa de lo histórico.
En principio, pues, podría afirmarse que estos tres puntos de mira disciplinares, a nuestro juicio fundamentales, a saber: la construcción del objeto historiográfico, la explicación histórica y el discurso histórico, no dejan sin tratar ninguna cuestión esencial en la construcción de la epistemología -y, derivado de ella, del método- de la disciplina historiográfica.
50
51
Veremos este asunto de cerca en el capítulo 6.
Aunque nos referiremos también a este asunto en el capítulo siguiente, esa distinción
de las ciencias sociales según se las considere explicativas o comprensivas queda bien
expuesta en J. Freund, La teoría de las ciencias humanas, Península, Barcelona, 1975.
Especialmente en su punto VII, pp. 117 y ss.
Realmente, el trabajo del historiador se encuentra siempre en su curso
metodológico frente a ese triple tipo de cuestiones, si bien el grado de
generalidad de ellas va en descenso según el orden en que las hemos
enumerado. Aunque no son especulaciones filosóficas, en el sentido de
«metafísicas», sí son especulaciones relacionadas con lo filosófico en el
sentido en que se trata de teoría del conocimiento o epistemología, es
decir, de una discusión sobre el conocimiento científico.
Si queremos hacer una suficiente fundamentación disciplinar de la historiografía es preciso que haya una relación cada vez más profunda y estrecha entre la teoría y la investigación empírica. ¿Es preciso que el historiador elabore sus propias teorías o está obligado perennemente a
acudir a teorías elaboradas por otras ciencias sociales? Esta última es la
situación actual más común, sin duda. Pero es claro que todo esfuerzo
teórico que no sirva para establecer un conocimiento historiográfico
«propio» y autónomo, que no sirva para dirigir eficazmente la investigación y construir una historia de más amplio espectro y más explicativa,
será un esfuerzo baldío. Por ello, la teoría historiográfica debe ser cada
vez más ajustada al propio trabajo de historiar. La teoría tiene imperativamente que dotar al historiador de mejores instrumentos para interrogar a las fuentes.
Una última exigencia de la fundamentación disciplinar seda la que se
orientase hacia la cada vez mejor delimitación de las «categorías historiográficas» a emplear, así como a la definición pormenorizada y suficiente del carácter de la tarea del historiador. De lo que se trata, queremos decir, es de aclarar de forma inequívoca la situación, el lugar que
corresponde a la historiografía en el campo de las ciencias sociales, la
delimitación de las relaciones posibles y deseables, en el plano epistemológico y en el metodológico, entre los diversos conocimientos del
hombre y el conocimiento propiamente histórico. Ello significa también el
retomar siempre, y reconsiderar y adaptar, las corrientes constantes de
influencias y de préstamos que circulan entre las ciencias de la sociedad. Lo que equivale, en definitiva, a replantearse de forma continua las
posibilidades y condiciones de la interdisciplinariedad.
Las peculiaridades del método historiográfico
No es posible formular una teoría del conocimiento historiográfico si no
está fundamentada en unas claras concepciones también sobre los principios fundamentales del método de la disciplina. El método se construye siempre de manera muy ligada a los objetivos pretendidos por el conocimiento. Aunque hay unos principios generales inamovibles para todo procedimiento de trabajo que pretenda llamarse científico, cada disciplina tiene también peculiaridades de método que la caracterizan. Conviene, pues, exponer ahora algunas caracterizaciones fundamentales
sobre el método del trabajo historiográfico, al que dedicaremos después
toda la tercera parte de esta obra.
La palabra método, como ocurre con ciencia, con filosofía, con técnica y
con otras, se aplica a tantas cosas y forma parte de tantos contextos
distintos que, cada vez que quiere usársela con rigor, lo primero que
precisa es una depuración del sentido en que se emplea. No ya sólo en
el lenguaje corriente, sino en el terreno de la producción filosófica o
científica, la palabra método resulta bastante poco unívoca. En su forma
más primaria, en la etimológica, cuya alusión resulta siempre útil a la hora de las precisiones, método quiere decir el tránsito de un «camino», lo
que, por una sencilla y no forzada asociación, nos lleva a la idea de
«proceso», «procedimiento», manera o forma de hacer algo. Desde una
posición algo más restrictiva, las formulaciones filosóficas y técnicas clásicas hablan, por ejemplo, de método como «el programa que regula
previamente una serie de operaciones que deben cumplirse y una serie
de errores que deben evitarse para alcanzar un resultado
determinado»52, o como «un procedimiento que aplica un orden racional
y sistemático para la comprensión de un objeto»53.
Método de una determinada forma de conocimiento será, pues, el conjunto de prescripciones y de decisiones que una disciplina emplea para
garantizar, en la medida que alcance, un conocimiento adecuado. Deci52
A. Lalande, Vocabulaire technique et critique de la philosophie, PUF, París, 198816, 1,
p. 624.
53
R. Reyes, dir., Terminología científico- social. Aproximación crítica, Anthropos,
Barcelona, 1988, p. 609. La definición está aquí tomada de M. R. Cohen en la
Encyclopedie of Social Sciences.
mos prescripciones porque un método es un conjunto de operaciones
que están reguladas, que no son arbitrarias sino que tienen un orden y
una obligatoriedad. Pero decimos también decisiones porque un método
no es un sistema cerrado ni mucho menos, sino que dentro de su orden
de operaciones el sujeto que lo emplea debe decidir muchas veces por
sí mismo.
El método de la investigación histórica es, sin duda, una parte del método de la investigación de la sociedad, de la investigación social o, si se
quiere, de la investigación histórico- social. Por tanto, en buena parte, el
método del historiador coincide con el de otras disciplinas como la economía, sociología o antropología, por ejemplo. El historiador estudia, como lo hacen los cultivadores de esas otras disciplinas, fenómenos sociales. Pero existe una peculiaridad que da al método historiográfico su
especificidad inequívoca y es el hecho de que el historiador estudia los
hechos sociales en relación siempre con su comportamiento temporal.
La historiografía es, sin duda, la disciplina social que en la actualidad
posee un método menos formalizado, menos estructurado con una base
«canónica». El establecimiento de una sólida base metodológica tropieza con una muy arraigada desgana del historiador por la reflexión teórica e instrumental, base de todo progreso. La «materia» de lo histórico,
el fundamento básico acerca de lo que el historiador tiene que explicar,
sigue siendo considerado de forma demasiado dispersa. No es menos
cierto, sin embargo, que, probablemente, la investigación global de los
procesos temporales de las sociedades es la más difícil de todas las investigaciones. Estamos ante la realidad con el mayor número de variables que puede concebirse.
La especificidad más acusada del método historiográfico reside indudablemente en la naturaleza de sus fuentes de información. La «materia»
sobre la que el historiador trabaja es de índole muy peculiar: restos materiales de actividad humana, relatos escritos, relatos orales, huellas de
diverso género, documentos administrativos, etc. El sitio clásico de la
documentación histórica, aunque en absoluto es hoy el único, ha sido el
archivo. La característica de todos estos materiales que se refieren a
una actividad del pasado humano es que no pueden ser procurados ni
preparados por el historiador. La historiografía es la ciencia social que
no puede construir sus fuentes; se las encuentra ya hechas. Las fuentes
del historiador son restos normalmente y éstos no pueden «construirse».
Hoy día, ello no es absolutamente cierto en la historia muy reciente, en
la «historia inmediata» o historia del tiempo presente, pero es válido para la mayor parte de la actividad historiográfica. De ahí que todos los tratamientos clásicos del método historiográfico se reduzcan casi únicamente a tratar el problema de las «fuentes de la historia».
Esta falsa idea de que la fuente es todo para el historiador es otra de las
que más han perjudicado en el pasado el progreso disciplinar de la historiografía. Una fuente de información nunca es neutra, ni está dada de
antemano. Por ello, a pesar de lo dicho, y aunque no lo parezca a primera vista, el historiador debe, como cualquier otro investigador social,
«construir» también sus fuentes, si bien se encuentra más limitado para
ello a medida que retrocede en el tiempo. Investigar la historia no es, en
modo alguno, transcribir lo que las fuentes existentes dicen... En ese
sentido, toda la fuente ha de ser construida. La exposición de la historia,
que es el resultado final del método de investigación, tiene que hacer inteligible y explicable lo que las fuentes proporcionan como información.
Un asunto último es la preparación técnica del historiador. La preparación de un investigador social -ha dicho J. Hughes- «consistirá normalmente en aprender a dominar las técnicas del cuestionario; los principios
del diseño y el análisis de la encuesta; las complejidades de la verificación, regresión y correlación estadísticas; análisis de trayectoria, análisis
factorial y quizás hasta programación de computadoras, modelado por
computadora y técnicas similares»54. Con las matizaciones precisas,
¿sería posible pensar que el perfil de la formación de un historiador
comprendiera tales cosas? Parece elemental que, en el estado actual de
los estudios de historia, una respuesta afirmativa sería hoy bastante irrealista, pero debemos considerarla como un horizonte deseable de futuro.
54
J. Hughes, La filosofía de la investigación social, FCE, México, 1987, p. 30.
2 CIENCIA, CIENCIA SOCIAL E HISTORIOGRAFÍA
Una buena regla práctica a tener presente es que
cualquier cosa que se llame a sí misma «ciencia» probablemente no lo es.
JOHN SEARLE, Mentes, cerebros y ciencia
Las ciencias históricas están incluidas bajo el nombre
de las morales y son una parte de ellas.
JOHANN GUSTAV DROYSEN, Historik...
¿Por qué una discusión de la posibilidad y el carácter del conocimiento
de la historia ha de empezar hablando de la ciencia? Las razones que
existen para hacerlo así son de indudable peso, pero es cierto que no
hay unanimidad de criterio sobre ellas. Existe entre los historiadores una
actitud escéptica o reticente, cuando no francamente contraria, y, por lo
demás, nada nueva, sobre la pertinencia y la utilidad de este género de
especulaciones en relación con la historiografía. Dentro del mundo de
los historiadores nunca ha habido acuerdo acerca de la calificación intelectual o la capacidad cognoscitiva propia de la actividad de historiar. La
cuestión de si la historiografía es o no una actividad «científica» nunca
ha preocupado siquiera a una parte mayoritaria de los historiadores. En
otros casos, la respuesta a preguntas de este género no ha tenido más
que contenidos meramente formales, que no procedían de una reflexión
realmente detenida.
Sin embargo, es imprescindible una reflexión de este tipo si se quiere
entender lo que es en su núcleo el tipo de conocimiento que aporta o
debe aportar el historiador. Para una reflexión como esa no parece que
haya otro marco adecuado que no sea el del conocimiento científico,
con una determinación también esencial: el conocimiento científico aplicado a la sociedad. Es decir, el marco de la ciencia social.
Si todo análisis social tiene que ser, por definición, análisis socio-temporal, la pregunta más pertinente puede formularse en estos términos: ¿es
posible un conocimiento científico de la realidad socio-temporal? Esta-
mos así sobre el terreno en que debe ubicarse, a nuestro juicio, la discusión de la naturaleza del conocimiento histórico. La respuesta a la pregunta acerca de la cientificidad de la historiografía se intenta en el parágrafo segundo de este capítulo. Pero ya podemos adelantar el problema
más notorio con que nos encontramos: hoy por hoy esa respuesta no
puede ser, ni lo ha podido ser nunca antes, categórica. En ningún sentido, ni positivo ni negativo. Existe, sin embargo, una constatación que
nos parece firme: estamos ante un problema común en todo el ámbito
de las ciencias de la sociedad. ¿Es posible un conocimiento científico
del hombre? En lo que se entienda como mejor respuesta a esta pregunta estará incluida, sin duda, la historiografía.
1. EL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO-SOCIAL
La filosofía moderna, bajo la impronta general de los empiristas anglosajones del XVIII, ha distinguido la existencia de un conocimiento común,
de un conocimiento natural, como se ha llamado también, a partir del
cual, en el terreno de los conocimientos «racionales», el hombre ha llegado a acuñar un tipo de él llamado científico. Los problemas del análisis de los procesos del conocimiento no acaban, naturalmente, ahí.
Cuestiones como las del origen de las ideas humanas, la relación entre
la experiencia y la capacidad raciocinadora, el papel respectivo de los
sentidos y la mente en los procesos de conocimiento, son algunos de
los problemas más comunes que el pensamiento filosófico y teórico-científico ha tratado desde antiguo y sobre los cuales ha ido elaborando instrumentos progresivamente más refinados para encontrar respuestas explicativas1.
La problemática del conocimiento científico, que es la vertiente específica del problema que aquí nos interesa, es la abordada de manera concreta por una forma de la teoría del conocimiento que llamamos epistemología2.
1
G. H. von Wright, Explicación y comprensión, Alianza Editorial, Madrid, 1987. Véase su
cap. 1, «Dos tradiciones».
2
Véanse, a propósito del contenido de la epistemología, M. Bunge, Epistemología.
Ciencia de la ciencia, Ariel, Barcelona, 1981; J. Montserrat, Epistemología evolutiva y
El problema de la definición de la ciencia
Ciencia es «un término que en nuestra tradición filosófica y mundana tiene significados muy distintos»3. Existen usos metafóricos y vulgares,
que reflejan, a veces, convenciones ideológico-administrativas con rotulaciones tales como «ciencias de la información», «ciencias morales y
políticas», «ciencias ocultas» y demás. Pero la palabra en su sentido
más preciso y correcto designa lo que llamamos «ciencia moderna» por
antonomasia. Es decir, ciencia como el resultado de la «revolución científica» que produjo la mecánica newtoniana, o la química, de los siglos
XVII y XVIII los avances en el conocimiento de la electricidad en el siglo
XIX, etcétera.
Es importante observar que se comete un error al suponer que hay un
conocimiento de características perfectamente unívocas al que se puede llamar ciencia y que hay diversos tipos de conocimiento que pueden
ser incluidos o excluidos claramente de ella sin distingos y matizaciones
previas. No conviene, pues, argumentar como si existiese una especie
rígida de conocimiento al que pueda llamarse científico. Lo mejor es, como sugiere Chalmers, adoptar una postura moderadamente relativista4.
Pero también debemos precavernos, por el contrario, contra la tendencia a hablar de ciencia en un sentido tan lato que esa categoría de conocimiento quede vacía de contenido, lo que, de otra parte, no resulta raro
entre algunos tratadistas de hoy.
El epistemólogo y metodólogo neopositivista C. G. Hempel ha hablado
de dos grupos fundamentales de ciencias: las empíricas y las no empíricas5. La clasificación más conocida y puede que también la más útil, aun
cuando con un criterio más externo que otra cosa, es la que empezó disteoría de la ciencia, Publicaciones de la Universidad Pontificia de Comillas, Madrid,
1987; E. Nagel, La estructura de la ciencia. Problemas de la lógica de la investigación
científica, Paidós, Buenos Aires, 1974; J. Piaget, Tratado de lógica y conocimiento
científico. 1: Naturaleza y métodos de la epistemología, Paidós, Buenos Aires, 1979.
3
G. Bueno, Teoría del cierre categorial. l: Introducción general, Pentalfa, Oviedo, 1992,
p. 22.
4
A. Chalmers, ¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, Siglo XXI, Madrid, 1988, p. 230.
5
C. G. Hempel, Filosofía de la ciencia natural, Alianza Editorial, Madrid, 198912, p. 13.
tinguiendo de forma bastante discriminatoria, desde fines del siglo XIX,
entre dos ámbitos del saber científico: el de la naturaleza y el del hombre. De ahí se ha deducido, tras matizaciones sucesivas, la distinción
entre ciencias de la naturaleza y ciencias del hombre en una dicotomía
que ha llegado a tener un carácter más profundo que el mero referente
al ámbito estudiado.
De la distinción entre ciencia de la naturaleza y del hombre arrancó otra
que se ha hecho más clásica, y más decisiva, aunque resulta bastante
más problemática, puesto que plantea ya de forma irreversible la necesidad de no hacer de la ciencia una categoría única de conocimiento. Esta
influyente distinción entre las ciencias es la que tuvo su origen en la filosofía alemana de tradición neokantiana e historicista a finales del siglo
XIX, y fue la que estableció la diferencia entre dos grandes tipos: unas
ciencias nomotéticas -del griego nomos, norma o ley-, ciencias de lo general, y unas ciencias idiográficas -del griego idios, característica o singularidad-, ciencias de los comportamientos singulares. Tal distinción
fue definitivamente establecida por W. Windelband6 y ha pasado a ser
un lugar común en todos los tratamientos acerca del carácter de la ciencia y a ponerse en relación con dos tipos de conocimiento científico: el
que se presenta como explicación y el que lo hace como comprensión7.
Así, mientras las ciencias nomotéticas o nomológicas, que se han identificado durante mucho tiempo con la ciencia natural, tendrían como función la explicación (erklären), a la ciencia idiográfica, identificada con las
ciencias del hombre o ciencias de la cultura, le estaría reservada la com6
W. Windelband, «Geschichte und Naturwissenschaft (Strasburg Rektorrede, 1894)», en
W. Windelband, Präludien. Aufsätze und Reden zur Philosophie und ihrer Geschichte, J.
C. B. Mohr, Tubinga, 1921, t. 2, pp. 136 y ss. Existen las versiones francesa (publicada
en la Revue de Synthèse) e inglesa (en la revista History and Theory) de ese texto,
pero, que sepamos, nunca fue traducido al español. Los neologismos nomotético e
idiográfico se transforman a veces en algunos escritos españoles en nomotético y, de
forma errónea, «ideográfico».
7
G. H. von Wright, op. cit.. Sobre la comprensión, verstehen en alemán, existen muy
diversos estudios. Puede verse la recopilación de escritos de M. Weber, Ensayos sobre
metodología sociológica, Amorrortu, Buenos Aires, 1982. H. G. Gadamer, Verdad y
método, Sígueme, Salamanca, 1977. J. Habermas, La lógica de las ciencias sociales,
Tecnos, Madrid, 1988. También es útil para introducir el asunto M. Maceiras y J.
Trebolle, La hermenéutica contemporánea, Cincel, Madrid, 1990.
prensión (verstehen)8. Las ciencias del hombre no estarían capacitadas
para dar explicaciones en forma de teorías, sino que deberían dirigirse a
«comprender» el significado de las acciones humanas. Y ello está estrechamente relacionado con la filosofía hermenéutica.
En tiempos más recientes se ha hecho frecuente la apelación a una distinción tripartita entre ciencia natural o físico- natural, ciencia social, o
ciencia del hombre, y ciencia formal, siendo este último aquel género de
conocimiento científico que como la matemática o la lógica -recientemente ampliado a campos como la computación, por ejemplo, que presentan un carácter propio aunque derivado de estos últimos- exploran
un mundo de elementos simbólicos u ordenaciones formales que no tiene referentes en las cosas materiales. Jon Elster ha hablado también de
una clasificación tripartita de los campos de investigación de la ciencia,
distinguiendo entre la física, la biología y la ciencia social, señalando
que lo que distingue realmente a las ciencias es su método. Ha hablado
también de tres métodos esenciales, el hipotético-deductivo, el hermenéutico y el dialéctico, y de las relaciones entre ellos, y tres formas típicas de explicación: la causal, la funcional y la intencional9.
La ciencia como operación de conocimiento y como lenguaje
Antes de que más adelante intentemos presentar algunas concepciones
particulares sobre la ciencia, lo que verdaderamente conviene saber es
cómo funciona ésta, a través de qué instrumentos o creaciones, y de
qué modo o en qué lenguaje el conocimiento que podemos llamar científico presenta sus descubrimientos. En realidad, de lo que se trata es de
analizar la ciencia como operación de conocimiento y, en último extremo, como «producto» de conocimiento que nos presenta una visión del
mundo.
La ciencia como operación de conocimiento
La característica más decisiva y la diferenciación más explícita del conocimiento científico con respecto a todas las otras formas de conocer es
la de su proceder sistemático y su sujeción a reglas de comprobación de
todo lo que se afirma. Como todo conocimiento, la ciencia parte, al menos en su aspecto lógico, de la observación, pero desde la observación
o, si se quiere, desde el conocimiento común de las cosas, hasta ese
otro nivel de lo científico ha de recorrerse un camino sujeto a un método10. De forma introductoria, podríamos adelantar ya que la ciencia se
define como una forma de conocimiento sistemático- explicativo, no contradictorio, fáctico (no valorativo) y testificable. Veamos con mayor detalle qué quieren decir esos términos.
En efecto, no hay conocimiento científico, en primer lugar, si no es conocimiento sistemático, que se basa en la observación dirigida y organizada de la realidad, que construye los «datos» y los organiza dando respuestas a las preguntas sobre los fenómenos, pero respuestas con alto
grado de generalidad. La ciencia, en segundo lugar, produce explicaciones, es decir, algo diferente de descripciones y, también, de interpretaciones. Las explicaciones tienen que ser universales y no contradictorias
y en su forma más perfecta adquieren la forma de teorías. Los fenómenos no tienen más que una identidad, no pueden ser y no ser una cosa
al mismo tiempo11. El conocimiento de la ciencia es fáctico, es un conocimiento «de hechos» no «de valores», que no juzga desde el punto de
vista ético o cualquier otro la realidad que se explica. Por fin, y esto es
probablemente la característica más decisiva del conocimiento científico,
es testificable, puede ser «demostrado», da cuenta del camino por el
que las proposiciones hechas pueden ser acreditadas como verdaderas.
Lo que la ciencia tiene de peculiar como operación de conocimiento
puede expresarse de varias formas. En principio, puede partirse de la
10
11
8
En principio, una buena explicación de esta contraposición se encuentra en el libro de
G. H. von Wright, op. cit., pp. 23 y ss.
9
J. Elster, El cambio tecnológico. Investigaciones sobre la racionalidad y la
transformación social, Gedisa, Barcelona, 1992, pp. 19-20.
Al método está dedicada toda la tercera parte de esta obra.
En cualquier caso, como más adelante se verá, ello no quiere decir que la ciencia
pueda establecer una explicación única de los fenómenos. El conocimiento humano es
más limitado que eso. La ciencia no establece nunca una verdad para siempre, ni
siquiera en la lógica, ni puede decirse que un conjunto de fenómenos no admitan
diversas explicaciones. Pero no basta con describir, ni ello debe ser confundido con
interpretar.
pregunta acerca de qué es un hecho de conocimiento y ello puede servir
también para establecer claramente la distinción entre conocer vulgar,
conocer filosófico y conocer científico. El hecho de conocimiento existe
ya al nivel de lo que llamamos conocimiento común, pero puede adquirir
grados superiores de garantías de verdad. El conocimiento de tipo científico tiene que asegurar, por lo menos, que el sujeto cognoscente puede
convertir su conocimiento en «intersubjetivo», puede superar el subjetivismo, o lo que es lo mismo, puede establecer unas reglas de prueba de
la verdad de su conocimiento. Una de las características también esencial al conocimiento científico es que éste «busca deliberada y sistemáticamente, aniquilar el punto de vista del científico individual» 12. Y ello es
el fundamento de la «objetividad» del pensamiento científico.
Hay, en definitiva, dos elementos esenciales de un conocimiento científico. Primero, una «experiencia» y una «realidad experimental» que normalmente llamamos realidad empírica, pero que, en segundo lugar, es
conocida porque el hombre puede aportar algo que está fuera de la experiencia, la lógica, la capacidad discursiva sistemática. La ciencia es,
en una palabra, el conocimiento adquirido a través de la observación de
la realidad y la teoría explicativa que se construye sobre los fenómenos
que ocurren en ella. El conocimiento científico tiene, un camino para
construirse, el que llamamos «método científico» y tiene una forma de
expresión propia, es decir, un «lenguaje científico». El proceso del conocimiento científico se basa en la adquisición de unas «informaciones»
sistemáticas -observación, generalización empírica, hipótesis, teoríasde forma que para pasar de unas a otras es preciso establecer una serie
de «operaciones» metodológicas -técnicas de control de los datos, formación de conceptos, deducciones lógicas, etc.- y cuyo resultado final
es siempre un conocimiento que se pretende «demostrable» aunque
nunca definitivo13.
Componentes del lenguaje científico
El resultado del conocimiento no es sólo la adquisición de verdades, o
supuestas verdades, sobre lo que existe, sino que, en definitiva, la ciencia consiste, en su sentido de operación cognoscitiva, en la construcción
y uso de un lenguaje específico para captar la realidad y explicarla. El
lenguaje de la ciencia consiste esencialmente en el «aparato» que se
emplea para dar cuenta de los hechos, pero pueden alcanzarse diferentes grados de perfección. La «gran ciencia», la ciencia «dura», se transmite hoy normalmente a través del lenguaje matemático. Pero el lenguaje matemático no es enteramente obligatorio para que pueda decirse
que hay ciencia. Lo obligatorio es, en último extremo, que el conocimiento adquirido facilite los propios medios para demostrar su verdad14. Para
establecer tal cosa la primera realización cognoscitiva es la elaboración
de conceptos. Después la construcción de proposiciones y, por último, la
propuesta de explicaciones. En la ciencia en sentido riguroso tales explicaciones adoptan la forma de teorías.
El lenguaje de la ciencia se compone de esos elementos reseñados y
tiene, en último extremo, la función de hacer una «formalización simbólica» de la realidad. Eso lo hacen también otros conocimientos. Pero es
innegable que es el conocimiento científico el que lo logra en mejor grado. El conocimiento científico, por tanto, comienza siempre en la observación que es una primera sistematización de la experiencia, pero que
está dirigida ya por una primera organización lógica. Transformar lo observado en datos significa acuñar conceptos15. La filosofía elemental del
conocimiento nos enseña que los pasos racionales de éste son el concepto, el juicio y el raciocinio. Podemos dar esto por supuesto, para concretar que los conceptos acuñados se relacionan a través de proposiciones o juicios y que la articulación de las proposiciones que hacemos para definir un fenómeno, un grupo de fenómenos, un proceso inteligible y
acotable, de cualquier tipo, propone, a su vez, una teoría. Las teorías
pretenden mostrar ciertos tipos de regularidades, más o menos absolutas y universales, a las que responden los fenómenos observados; esas
12
14
W. L. Wallace, La lógica de la ciencia en la sociología, Alianza Editorial, Madrid, 1980,
p. 18.
13
Ibidem, pp. 20 y ss.
15
J. Montserrat, op. cit., p. 297.
M. Bunge, La investigación científica. Su estrategia y su filosofía, Ariel, Barcelona,
1975, cap. 2, «Concepto».
regularidades se expresan en forma de leyes de la naturaleza no-humana o, en su caso, de la naturaleza humana. La ciencia trata de descubrir
las leyes a que obedece el comportamiento de las cosas; no trata de
esencias16, sino de fenómenos.
Pero la cuestión a dilucidar aquí no es sólo la composición del lenguaje
científico, sino que probablemente el asunto más importante es el de la
demarcación, es decir, la distinción entre aquel lenguaje de conocimiento que es científico y aquel otro que no lo es. Hoy día se acepta que,
contra lo creído por Popper y su escuela, no disponemos realmente de
un criterio infalible de demarcación17.
El concepto científico es el resultado de la sistematización de la experiencia. El positivismo clásico consideraba, como expuso J. Stuart Mill,
que un concepto era un término que designaba un conjunto de cosas similares18. La palabra concepto tiene la misma significación que «idea»
en cuanto que se forja por comparación entre cosas y por generalización. Así, idea o concepto de mamífero, de caudillo, de árbol o de revuelta. Se ha dicho también que el concepto es «una red de relaciones
estructurales»19. La observación sistemática de la realidad lleva a la
construcción de conceptos. Los conceptos sólo se pueden definir en función de otros conceptos cuyos significados ya están dados, y esa idea
se apoya en abundante evidencia histórica. Los conceptos surgen inicialmente como idea vaga, que va seguida de su aclaración gradual a
medida que la teoría en la que tienen un papel toma una forma más coherente y precisa.
La proposición sigue al concepto definiendo las cosas y pronunciándose
sobre su naturaleza. Ese pronunciarse es lo que llamamos construcción
de proposiciones sobre lo que son las cosas, los fenómenos o los comportamientos. Prescindiendo de la compleja problemática filosófica so16
La pretensión esencialista de la ciencia fue una de las cosas que más discutió Popper
en sus posiciones clásicas. Pueden verse a este efecto K. R. Popper, El desarrollo del
conocimiento científico. Conjeturas y refutaciones, Paidós, Buenos Aires, 1967,
especialmente caps. 1 y 8. Y Conocimiento objetivo, Tecnos, Madrid, 1974, cap. 4.
17
Véase este asunto tratado en términos asequibles en A. Chalmers, op. cit.
18
J. Stuart Mill, Sistema de la lógica. La primera edición de esta obra es de 1865. Véase
A. Ryan, The Philosophy of John Stuart Mill, Macmillan, Londres, 1970.
19
G. G. Granger, La Science et les sciences, PUF, París, 1993, p. 19.
bre el sentido y uso de las proposiciones, lo que debemos decir es que
con ellas se hacen afirmaciones o negaciones acerca de la realidad estudiada. Una proposición es el contenido de una afirmación o una negación que se hace sobre algo. Desde el punto de vista del sujeto, una
proposición procede de un «juicio», según decía la lógica clásica.
La explicación, por último, puede ser definida de diversas maneras. Las
proposiciones, teniendo un contenido de verdad, son las que de manera
relacionada nos proporcionan explicaciones. Un conjunto de proposiciones ordenado lógicamente y relacionado mediante la inducción o la deducción, es lo que se conoce también de manera clásica como raciocinio. Una explicación equivaldría a tal raciocinio sobre las cosas. Pero la
cuestión está en cómo construir proposiciones que propongamos como
verdaderas pero cuya verdad sea demostrable, contrastable, verificable.
No podemos hablar de ciencia si no se presentan esos tipos de verdades. El raciocinio de la ciencia se diferencia del conocimiento común en
que debe aportar esa demostración. Ahora bien, ¿qué estructura tiene
una explicación y cómo la expresa la ciencia?
En principio, explicar es aclarar o determinar el contenido y entorno de
algún asunto que se presenta vago; es ver en qué está implicado algo
por otras realidades ya conocidas y explicadas. En sentido fuerte, explicar una cosa es mostrar que se encuentra implicada por principios evidentes. Por ello, puede decirse que la explicación «perfecta» se basa en
la existencia de una ley conocida que se «aplica» al caso. Los fenómenos de la naturaleza, por tanto, son explicados por la ciencia clásica en
función de la existencia de unas «leyes de la naturaleza»20.
Las ciencias catalogan y describen los hechos, pero tratan además de
hacerlos inteligibles por su relación con otros elementos de nuestro saber. La conexión de un fenómeno que ha de explicarse (el explanandum) con aquellos otros elementos que pueden hacerlo inteligible (el explanans), puede obedecer a diversos modelos. La explicación científica
es aquella que se ajusta a modelos regulares, controlables, explícitos.
Hay modelos de explicación mejores que otros y así normalmente se ha
20
Existe un excelente análisis de lo que significa este tipo de explicación ejemplificada
en Berkeley, como predecesor de Mach y de Einstein, por parte de K. R. Popper, El
desarrollo del conocimiento científico. Conjeturas y refutaciones, pp. 194 y ss.
hablado de la explicación causal, la explicación por las causas de los fenómenos como de la más perfecta de todas21. Pero hablamos también
de otros tipos de explicaciones, aplicadas a diversos tipos de fenómenos
o de procesos o a partes de ellos. Así, frente al modelo de explicación
causal se ha presentado el de explicación teleológica como aquella que
explica por los propósitos o fines, a la que de alguna manera pueden
asimilarse las explicaciones funcionales (por la función, o finalidad)22.
Hablamos también de explicaciones genéticas (por el origen), o de explicaciones sistémicas (por la regulación sistémica).
No podemos entrar aquí en la descripción de estos modelos, aunque
más adelante habremos de añadir algo sobre ello a propósito de la explicación en las ciencias sociales y, en consecuencia, de las posibilidades
de explicación en la historiografía. En cualquier caso, hay que hacer una
alusión especial al hecho de que la explicación causal ha tenido durante
tiempo como su ejemplificación más influyente al llamado modelo nomológico (o nomotético)- deductivo, que expuso ya Karl R. Popper en los
años treinta y que posteriormente fue perfilado en los escritos de C. G.
Hempel23. Este modelo de explicación aportaba la idea básica de que toda explicación de un fenómeno sólo es posible «por su subsunción bajo
leyes o bajo una teoría»; todo fenómeno es un caso de comprobación
de leyes generales, de ahí que el modelo se llamara también de las «leyes de cobertura» (covering laws model). Su influencia ha llegado, como
veremos, hasta el intento de su aplicación a la formalización de la explicación histórica.
Cuando un fenómeno se considera explicado es posible establecer en
qué momento y condiciones podrá producirse de nuevo. Ha sido el neopositivismo la escuela que ha insistido en que la explicación tiene la misma estructura que la predicción. Por tanto, la función y capacidad del conocimiento científico incluye la predicción del comportamiento de los fe21
Véase M. Bunge, Causalidad. El principio de causalidad en la ciencia moderna,
Eudeba, Buenos Aires, 1978. Especialmente su parte cuarta sobre el principio causal en
la ciencia.
22
Una excelente exposición del contraste entre explicaciones causales y teleológicas,
relacionada directamente con el problema de la explicación en las ciencias sociales, al
que nos referiremos después, en G. H. von Wright, op. cit., cap. 1, «Dos tradiciones».
23
C. G. Hempel, La explicación científica, Paidós, Buenos Aires, 1979.
nómenos. Dadas unas determinadas condiciones iniciales y estando establecidas unas leyes, el comportamiento predicho por éstas se producirá y ello ocurrirá sin excepciones posibles en el caso de leyes universales. La simetría de la explicación-predicción es, pues, otro de los fundamentos del concepto de explicación científica que caracterizan el pensamiento neopositivista.
CUADRO 2
La elaboración del lenguaje científico
Lo dicho nos lleva a concluir que en el lenguaje de la ciencia el elemento
o producto último, el resultado cognoscitivo final, es la teoría. La teoría
es la forma más acabada de la explicación de un fenómeno o de un conjunto de fenómenos de las mismas características. La ciencia se caracteriza, en última instancia, por la construcción de teorías. Hasta tal punto
la formulación de teorías es central para la ciencia que las posiciones
metodológicas más estrictas sostienen que no es conocimiento científico
sino aquel que es susceptible de expresarse en forma de teoría. La pregunta pertinente, pues, será la de qué es una teoría y qué relación tiene
esa forma de expresar el conocimiento con la realidad «objetiva» exis-
tente. Los metodólogos empiristas y positivistas y de nuevo el neopositivismo han dedicado mucha atención a clarificar esa concepción.
También lo que es una teoría se ha expresado de diversas maneras.
Así, «un conjunto de enunciados sistemáticamente relacionados que incluyen algunas generalizaciones del tipo de una ley, y que es empíricamente contrastable»24. La necesidad de desarrollo de la ciencia hace
que las teorías deban ser unas construcciones estructuradas, desde luego, pero no cerradas en sí mismas para que ofrezcan la posibilidad de
dar lugar a, y de producirse ellas mismas en, el conjunto de «programas
de investigación», de proyectos de explicación de alguna realidad global25.
Las teorías son, pues, explicaciones de algún grupo de fenómenos, aplicables al mundo en algún grado, que no tiene por qué ser absoluto, y
para que pueda hablarse de su aceptabilidad han de tener ventajas sobre sus predecesoras. Unas teorías son sustituidas por otras si estas últimas explican más cosas que las anteriores. Una teoría posterior explica la anterior a un nivel más profundo. Las teorías se evalúan por su
aplicabilidad al mundo o su capacidad de abordar el mundo. Esto es vago, pero en ello está su fuerza.26
Origen y caracterización de las ciencias sociales
Llamamos habitualmente ciencias sociales, conocidas también como
ciencias humanas o ciencias del hombre, a un conjunto de disciplinas
académicas, conjunto cuyas fronteras distan mucho de estar claramente
definidas -«ciencias», «humanidades», «técnicas sociales», son denominaciones cambiantes para estas disciplinas-, que estudian un complejo
número de fenómenos relacionados todos con la realidad específica del
ser humano, como individuo y como colectivo. Entre las ciencias sociales de mayor desarrollo actual en los ámbitos académicos e intelectua24
25
R. S. Rudner, Filosofía de la ciencia social, Alianza Editorial, Madrid, 1973, p. 30.
A. Chalmers, op. cit., pp. 111 y ss. La expresión «programas de investigación» está
tomada de la obra de I. Lakatos, un seguidor y crítico luego de Popper. Cf. I. Lakatos y
A. Musgrave, eds., La crítica y el desarrollo del conocimiento científico, Grijalbo,
Barcelona, 1975.
26
Ibidem, p. 229.
les se encuentran la economía, sociología, politología, psicología, antropología, geografía, lingüística, historia (sic) y otras más de no menor interés...
Los desacuerdos sobre el carácter «científico» de estas disciplinas, sobre su clasificación y jerarquía27, sobre el grado real de su desarrollo, sobre sus campos respectivos y sus relaciones con disciplinas afines, han
sido y son objeto de especulaciones y debates continuos. Las ciencias
sociales, desarrolladas de forma definitiva en el siglo XIX, bajo el impulso fundamental del positivismo, se constituyen por lo general como derivación de la especulación filosófica sobre el hombre que se ha extendido en la tradición occidental desde Grecia, un tipo de especulación que
sufre un cambio y un impulso decisivo en la época del Renacimiento y
que será transformado en «ciencia» por obra primero de la Ilustración y
luego definitivamente de la filosofía del siglo XIX.
Es en el siglo XIX cuando se dará el viraje de aceptar también el modelo
de la descripción científica del mundo para elaborar una «ciencia
social», «física social», o ciencia del hombre. El filósofo Auguste Comte
desempeña en todo este proceso, como es sabido, un papel esencial.
La posibilidad y necesidad de establecer una «ciencia del hombre» es,
en todo caso, una idea anterior a Auguste Comte. Aparece ya en la Ilustración y la exponen tratadistas como Helvetius o el barón de Holbach.
De la misma forma que la idea de la irreductibilidad alma-cuerpo impone
cada vez más la necesidad de una ciencia del alma, las primitivas clasificaciones de las ciencias, que tienen también un significado teórico, las
de Bacon o Ampère, insinúan esta ciencia del hombre-alma. Otro de los
grandes pensadores ilustrados, Gianbattista Vico, en sus Principios de
una ciencia nueva establece que no hay más ciencia del hombre que el
estudio de la historia. Bajo la «historia» se subsume en la obra de Vico
el estudio científico del hombre como opuesto a la naturaleza.
27
El panorama descriptivo más completo de este mundo de las ciencias sociales parece
seguir siendo aún el que ofrece J. Piaget, «La situación de las ciencias del hombre
dentro del sistema de las ciencias», que es el capítulo primero de la obra Tendencias de
la investigación en las ciencias sociales, Alianza Editorial/Unesco, Madrid, 1975, pp.
44-120. Los planteamientos de Piaget son, en todo caso, muy discutibles en puntos
diversos de sus juicios sobre la entidad de cada una de esas ciencias y de modo
particular sobre la historia (historiografía).
La relación entre ciencia natural y ciencia social ha sido objeto de especulación y de soluciones de todo tipo -soluciones que, desde luego, nunca han sido generalmente aceptadas- desde que con Kant aflora este
problema, pasando luego por los planteamientos alemanes de tradición
kantiana a comienzos del siglo XX, hasta llegar al historicismo, la hermenéutica y la polémica entre positivistas y dialécticos -incluidos los dialécticos marxistas- ya en la segunda mitad de nuestro siglo28. La existencia autónoma o no de una ciencia social, o de unas ciencias sociales
particulares distintas de las ciencias de la naturaleza, lo que obliga a algunos a hablar de un doble concepto de «ciencia», sigue siendo, a pesar de la enorme y continua variación de las perspectivas bajo las que
se presenta, un problema central para todas las actividades relacionadas con el conocimiento y el dominio de la realidad por parte del hombre.
Las ciencias sociales han tenido un espectacular desarrollo en el cuarto
de siglo posterior a la segunda guerra mundial29. Una nueva época en la
ciencia social apuntó ya en las creaciones de la fecundísima década de
los treinta, pero su expansión en Europa fue yugulada, sin embargo, por
la inmensa regresión para la ciencia y la cultura que significó el fascismo. Los frutos de aquella década los recogió la vida intelectual de Occidente después de 1945. La década de los sesenta y, en parte, la de los
setenta, fueron las de máxima potencia creativa y las de mayor afluencia
de creaciones, aportes y «paradigmas» nuevos en el panorama de los
estudios científicos sobre el hombre y la sociedad. El funcionalismo creaba sus últimas y más sofisticadas elaboraciones teóricas para entrar
luego en una época de muy polémica decadencia30, pero irrumpían con
brío las posiciones del estructuralismo, del marxismo renovado y de la
28
La literatura sobre este tema es muy abundante, como puede suponerse, en todas
las lenguas. En castellano, además del texto de Piaget ya citado, puede consultarse J.
Freund, Las teorías de las ciencias humanas, A. Wellmer, Teoría crítica de la sociedad y
positivismo, Ariel, Barcelona, 1979. J. Habermas, La lógica de las ciencias sociales,
Tecnos, Madrid, 1988, además de textos clásicos como los de Windelband, Rickert,
Dilthey o Weber. Existe una buena antología de textos de filósofos y científicos sobre
las teorías de las ciencias humanas en J. M. Mardones, Filosofía de las ciencias humanas
y sociales. Materiales para una fundamentación científica, Anthropos, Barcelona, 1991.
29
D. Bell, Las ciencias sociales desde la segunda guerra mundial, Alianza Editorial,
Madrid, 1984. La edición original inglesa era de 1979 revisada en 1982.
hermenéutica y la fenomenología, entre otras, para dar al panorama de
los años ochenta otro signo. Pero sólo ciertos desarrollos con fuerte impulso interdisciplinar, como la ciencia cognitiva, o la ciencia de sistemas,
por ejemplo, han aportado algo verdaderamente nuevo.
La posibilidad real de una ciencia de la sociedad
¿Es posible en sentido propio una ciencia del hombre, de la sociedad?
Evidentemente, la respuesta está sujeta a lo que se entienda por ciencia
y a lo que se entienda por hombre y sociedad. La posibilidad de una
ciencia del hombre ha tenido, en líneas generales, tres tipos de respuestas. La de los que la niegan; la de los que la afirman; por último, la de
los que creen que puede hacerse una ciencia del hombre, pero que ésta
será distinta de la ciencia natural31. No podemos entrar aquí en la discusión detallada de estas tres posiciones.
Un ejemplo notable por su claridad argumental de la posición negativa
sobre la posibilidad de hacer una «ciencia de lo social» análoga a la
ciencia natural es la del filósofo del lenguaje John Searle que precisamente señala este como «uno de los problemas intelectuales más debatidos de nuestra época»32. El problema esencial de los fenómenos sociales, dice, es su carácter de fenómenos mentales, de donde se deduce la
imposibilidad de su reducción a términos físicos, porque no es posible
reducción en materia de términos mentales. Los hechos sociales tienen
una semántica, además de una sintaxis... El dinero, las revoluciones o
las guerras son, por ejemplo, fenómenos sociales que nunca podrán ser
reducidos a elementos físicos y por tanto de los que no se podrá hacer
ciencia.
30
A. Gouldner, La crisis de la sociología occidental, Alianza Editorial, Madrid, 1970, y
después La sociología occidental, renovación y crítica, Alianza Editorial, Madrid, 1979.
31
La proposición de una ciencia social distinta de la ciencia natural incluye diversos
matices. La tradición alemana, que tiene su primer formulador en Windelband,
establece una radical distinción entre ellas, pero hay posturas que lo que niegan es que
una concepción de la ciencia como la del neopositivismo sea aplicable al estudio del
hombre. Véase J. Hughes, La filosofía de la investigación social.
32
J. Searle, Mentes, cerebros y ciencia, Cátedra, Madrid, 1990, p. 81, en el capítulo que
se titula «Perspectivas para las ciencias sociales».
Para la ciencia, explicar un fenómeno es mostrar que su ocurrencia se
deduce de la existencia de ciertas leyes. Para la conducta humana una
explicación de ese tipo carece enteramente de valor. Y ello no sólo porque hallemos que en la conducta humana hay únicamente ejemplos singulares; aunque la conducta humana fuera objeto de regularidades, el
comportamiento no es nunca generalizable como ley. Son «los estados
mentales» los que «funcionan causalmente en la producción de la conducta»33. No hay leyes en las ciencias sociales en el sentido en que las
hay en las naturales. Searle concluye que «debemos abandonar de una
vez por todas la idea de que las ciencias sociales están en un estado
semejante a la física antes de Newton».
En realidad, el problema se centra en torno a la capacidad de explicar
los fenómenos sociales en relación con leyes y se manifiesta según las
posiciones positivistas -Hempel, Nagel, Rudner, Wallace, Braithwaite,
etc.- o antipositivistas -Hughes, Winch, Searle, Habermas-. Los partidarios de esta última visión niegan que las ciencias sociales puedan explicar como las naturales. Es el caso de Peter Winch que, como otros muchos metodólogos, se mueven en la línea de la «comprensión» y de la
hermenéutica de tradición alemana34, o en la tradición weberiana, y que
estiman que la barrera infranqueable es el «significado», el «sentido»
que tienen las acciones humanas y que constituye la clave de su entendimiento35.
Ha permanecido abierta la polémica acerca de si las ciencias sociales
son «ciencias, seudociencias, ciencias inmaduras, ciencias multiparadigmáticas o ciencias morales»36. Las posiciones que niegan la posible
cientificidad de esa «ciencia social» han revestido, en definitiva, múltiples formas37. Lo indiscutible es, desde luego, que las ciencias sociales
nunca han operado bajo el auspicio de un único paradigma, en el sentido dado por Kuhn a esa palabra, de explicación del mundo del hombre.
33
34
35
36
37
Ibídem, p. 83.
M. Maceiras y J. Trebolle, La hermenéutica.
P. Winch, La idea de una ciencia social, Amorrortu, Buenos Aires, 1972, pp. 32 y ss.
J. Hughes, op. cit., pp. 33-34.
Q. Gibson, La lógica de la investigación social, Tecnos, Madrid, 1968. Toda su parte
primera trata de «Posturas anticientíficas en torno a la investigación social».
No ha existido una visión absolutamente hegemónica y global, explicativa de lo humano, de la misma manera que han existido esas visiones
globalizadoras en la explicación de la naturaleza. El propio T. Kuhn expuso ya esa idea. Esto ha supuesto que se diga que las ciencias sociales no pueden estar sujetas a un paradigma único y que ello es una básica diferenciación con respecto a las ciencias naturales y un indicador
claro de las dificultades de construir una ciencia de la sociedad.
En el orden de su formalización y grado de teorización, de la garantía de
sus métodos, existe una clara jerarquía entre las ciencias sociales hoy.
Jean Piaget propuso en su momento una, si no de las más convincentes, al menos sí de las más claras disecciones de la relación interna entre las ciencias sociales. Las formulaciones de Piaget, aunque discutibles, sin duda, presentan un notable interés en la problemática común a
todas las ciencias sociales38. Piaget hizo, en su momento, una peculiar
reconversión de la distinción entre ciencias nomotéticas e idiográficas,
introducida por Windelband para caracterizar a las naturales y las humanas respectivamente, para establecer que dentro de las propias ciencias
sociales o humanas existen unas específicamente nomotéticas, es decir,
capaces de establecer unas «leyes» dentro de su campo y otras que no
alcanzan tal nivel39. Piaget consideraba que las ciencias sociales podrían agruparse en cuatro grupos: las nomotéticas, históricas, jurídicas y filosóficas, según se expresaría en este cuadro:
38
Las ideas de Piaget las tomamos del texto citado «La situación de las ciencias del
hombre dentro del sistema de las ciencias», incluido en el libro colectivo de J. Piaget, W.
J. M. Mackenzie, P. F. Lazarsfeld et al., Tendencias de la investigación en las ciencias
sociales, pp. 44-120.
39
De hecho, ese mismo planteamiento es aceptado por Habermas. Cf. J. Habermas, La
lógica, pp. 93 y ss.
Psicología científica
Sociología
Nomotéticas
Etnología
ma, si la historiografía tiene alguna entidad estructurada es la que le
conceden las dimensiones de otras ciencias cuyos aspectos diacrónicos
considera. De esta forma, lo historiográfico, o lo histórico, no constituye
un campo autónomo de ciencia en sí mismo. Tal es el dictamen nada
halagüeño de Piaget.
Lingüística
Economía
Las dificultades teórico- epistemológicas de las ciencias sociales40
Demografía
Disciplinas historiográficas
Históricas
Historiografías sectoriales
Derecho
Jurídicas
Ciencias jurídicas especiales
¿Lógica?
Filosóficas
¿Epistemología?
CUADRO 3
Las ciencias sociales según Jean Piaget
Las posiciones de Piaget sobre la categoría de las ciencias históricas
-aspecto que nos interesa aquí- establece que tal tipo de ciencias tienen
que ver con el desarrollo diacrónico de los fenómenos sociales, se ocupan de la «restitución de lo concreto». Pero, lo que es más interesante
de todo: presentan visos de no ser sino «la dimensión diacrónica» de los
fenómenos que ocupan a las demás ciencias sociales. Dicho de otra for-
Los problemas epistemológicos, de fundamentación cognoscitiva, del
mundo del hombre se han convertido en uno de los temas más tratados
por la propia ciencia social y por la filosofía de la ciencia. Aquí, evidentemente, no podemos presentar un panorama amplio del asunto, sino que
tenemos que limitarnos a una enumeración de esos principales problemas, o de los tipos de ellos, en la medida en que su conocimiento nos
ayude después a entender mejor los problemas específicos del conocimiento de lo histórico que, desde luego, han de ser abordados en este
mismo terreno en el que nos movemos.
Hoy no se discute la pertinencia y la necesidad de unas disciplinas que
estudien lo específicamente humano con procedimientos que se dicen
«científicos». Pero, por supuesto, está mucho menos claro lo que se
quiere decir con ese adjetivo tan empleado. Y no se discute tampoco
que tales disciplinas presentan un tronco único de fundamentos y de
problemas, pero que más allá de ello, el grado de desarrollo y de dominio científico de su propio campo es altamente desigual. El estudio de
los problemas generales del conocimiento social y de los particulares de
cada una de las disciplinas constituye el amplio campo de la teoría de
las ciencias sociales o humanas.
Las dificultades epistemológicas de las ciencias sociales se centran especialmente en tres cuestiones problemáticas:
la consecución de unos aceptables modos de observación y experimentación;
40
Debe entenderse que prescindimos aquí de todos los problemas de tipo propiamente
metodológico, pues de esa cuestión hemos de tratar en la parte de la obra destinada al
método y, concretamente, en el capítulo 8.
la necesidad y posibilidad de la objetividad;
la resolución de los problemas derivados de la explicación.
Nuestro breve tratamiento del asunto va a fijarse en estas cuestiones,
en un orden de exposición que se relacione estrechamente con lo que
antes hemos expuesto a propósito del conocimiento científico en general.
A) La primera de las dificultades es la referente a los modos de observación de los fenómenos humanos, la observación de la realidad que, como sabemos, se encuentra en el origen de todo proceso de conocimiento científico. La imposibilidad de la experimentación en el sentido en que
lo es con respecto a la naturaleza es un lugar común repetido con harta
frecuencia. La experimentación en determinados ámbitos sociales modifica la propia consistencia de tales ámbitos. No sólo se trata de dificultades técnicas sino de especificidades sustantivas que posee la estructura
social que no permiten, sin alteraciones «históricas», la manipulación de
las variables que la componen. Estamos ante la cualidad fundamental
de la materia social que es la reflexividad. Como se ha señalado también, la manipulación experimental en los fenómenos humanos «resulta
posible únicamente en condiciones preparadas y artificiales, tan artificiales que rara vez las situaciones sociales tienen para los sujetos sometidos a dichos experimentos un significado equivalente o comparable al
de una situación natural»41.
Sin embargo, es reconocido también de manera general que la posibilidad de la experimentación no es clave para la obtención de un conocimiento realmente científico y que ello ocurre igualmente en ciencias normalizadas. La experimentación no puede desempeñar en las ciencias
sociales el papel que en ciertas ciencias naturales. Su papel puede ser
sustituido por el uso constante de la comparación o de la observación
sistemática y controlada, sujeta, si ello es posible, a medida y cálculo.
B) El problema de la especial relación que en el conocimiento de lo social existe entre sujeto cognoscente y objeto de conocimiento ha sido
señalado muchas veces como uno de los obstáculos epistemológicos
más importantes para la construcción de una ciencia de lo social. Se trata de la cuestión de la objetividad, que se considera presente casi inextricablemente en toda investigación social. De forma errónea, desde luego, se supone a veces que el problema de la objetividad del conocimiento afecta sólo a la materia social, pero de hecho el conocimiento científico en todos los campos es, precisamente, el producto de la consecución
de un cierto grado. de objetividad, de intersubjetividad, en la comprobación de la verdad. Afecta, pues, a todos los conocimientos. Pero Norbert
Elias ha señalado la diferencia entre el «distanciamiento» que el progreso humano consigue con respecto a la visión de la naturaleza, frente al
«compromiso» que el hombre aún hoy no puede en general evitar cuando se enfrenta a los fenómenos sociales. La actitud de compromiso es,
en este caso, un obstáculo al conocimiento objetivo42.
C) En definitiva, el problema de la explicación en las ciencias sociales es
de indudable calado, como lo es en la ciencia natural también y no es
extraño que haya ocupado a más de un metodólogo. Una vertiente peculiar de ello es la de la relación teoría/experiencia en las ciencias sociales, por cuanto la teoría es la fórmula final de toda explicación científica.
La pregunta clave es la referente a la posibilidad misma de establecer
teorías para explicar conjuntos de fenómenos sociales, lo que nos lleva
a la cuestión central de la posibilidad de establecer leyes sociales en
sentido estricto. De hecho, las ciencias sociales se conforman por lo común con el establecimiento de «modelos teóricos» que lleven a interpretaciones que sean efectivamente verificables, pero que no pasan de ser
esquemas lógicos. Piaget lo dice de forma precisa: «un modelo teórico
que no lleve a interpretación concreta efectivamente verificable no constituye más que un esquema lógico y, recíprocamente, un conjunto de ob-
41
D. Willer, La sociología científica. Teoría y método, Amorrortu, Buenos Aires, 1969, p.
28.
42
N. Elias, Compromiso y distanciamiento, Península, Barcelona, 1990, pp. 20 y ss.
servables sin una estructuración suficiente se reduce a una simple descripción»43.
La explicación científica ha sido clasificada también en tres modelos llamados causal, funcional e intencional que corresponderían respectivamente a las ciencias físicas, las ciencias biológicas y las sociales 44. La
posición de que la explicación adecuada, en definitiva, para las ciencias
sociales sea la intencional es mantenida por un grupo importante de autores, si bien con planteamientos que difieren en puntos notables o con
añadidos -la racionalidad, la lógica de la situación, etc.- que las hacen
divergir. Las explicaciones intencionales se convierten en algún caso en
«explicaciones basadas en razones»45. Esto tiene importancia notable
en historiografía, como veremos en su momento. Las tradiciones positivista, racionalista, analítica, han defendido siempre la perfección de la
primera de ellas, la explicación basada en el mecanismo causaefecto,
que implica la presencia de leyes universales, bien bajo un modelo nomológico-deductivo bien bajo el probabilístico-inductivo. Otra tradición
de la ciencia, más difícil de rotular, la idealista, antipositivista o, más comúnmente, hermenéutica, es la que ha mantenido que la explicación
causal no agota la explicación de hechos en los que cuentan las intenciones, los fines, el significado, etc. Es la que Von Wright llama explicación teleológica.
Lo que importa es si las ciencias sociales pueden aplicar ambos tipos de
explicación, la causal y la intencional, o sólo alguno de ellos. Esta cuestión esencial ha dividido hasta hoy el campo de los metodólogos de la
ciencia entre aquellos que creen que sólo existe un tipo de ciencia, como es el caso del positivismo, y, por tanto, un solo tipo de explicación
según el modelo causal y los que creen que las acciones humanas no
pueden explicarse según ese modelo sino bajo el modelo teleológico,
hermenéutico o «comprensivo», con lo que se sale del modelo de la explicación para entrar en el de la «comprensión». Esta clásica dicotomía
ha sido muy persistente, pero ha llegado a un punto en la actualidad en
43
44
45
J. Piaget, op. cit., p. 85.
J. Elster, El cambio tecnológico, p. 15.
Es la explicación original de G. Ryle en The concept of Mind. Véase Q. Gibson, La
lógica, pp. 49 y ss.
el que no se puede mantener en sus términos clásicos. Así lo cree Von
Wright y lo han señalado Habermas y otros autores. Ello ha hecho que
la dicotomía entre la explicación causal y la comprensión hermenéutica
se haya visto complicada con otras formas de entender la posibilidad de
explicación en las ciencias sociales, como ocurre con planteamientos
como los de la teoría de la acción, de la elección racional, del «estructurismo», de la acción comunicativa, etcétera.
Con el problema de la explicación en la ciencia social se relaciona naturalmente aquella misma cuestión que hemos analizado en el caso de la
ciencia natural: el de la predicción, asunto también muy tratado entre los
metodólogos con referencia al conocimiento social y, con mayor dedicación, al caso de las «leyes de la historia». ¿Hay alguna forma de predecir los comportamientos humanos? Este problema remite, a su vez, al de
la posibilidad de descubrir relaciones constantes entre las variables que
intervienen en los fenómenos humanos. La respuesta es incierta, pero
es errónea la creencia de que la ciencia puede «predecir» la aparición
de acontecimientos singulares -ni la ciencia física-. La predicción es
siempre cosa relacionada con las condiciones en que un proceso se desencadena y con nuestro conocimiento o no de las leyes que lo regulan46. Condiciones y leyes, en el caso de las ciencias sociales, supuesto
que el hombre da a su actuación un «significado», son cuestiones de conocimiento problemático.
Ernest Nagel, dentro de la corriente neopositivista, abordaba este tipo
de problemas desde la consideración de que en el terreno epistemológico existen para el estudio de los fenómenos humanos algunos condicionantes negativos reales: la relatividad de las formaciones culturales y las
leyes sociales; la naturaleza subjetiva de la observación y el sesgo valorativo de la explicación social. En el terreno metodológico destacaba las
necesidades de una investigación controlada y el conocimiento de los
fenómenos sociales como variables sujetas siempre al cambio47. Pero la
conclusión final de Nagel, como en toda la corriente neopositivista y em46
Cf. E. de Gortari, T. Garza, C. Dagum et al., El problema de la predicción en ciencias
sociales, UNAM, México, 1969. El trabajo de E. de Gortari «Lógica de la predicción».
47
E. Nagel, La estructura; cf. las secciones finales del libro, XIII, XIV y XV, esta última
dedicada a los problemas de la historia (historiografía).
pirista, es que los procedimientos de la ciencia natural tienen también su
campo de aplicación en la ciencia social. El mismo criterio se mantiene
en la obra más divulgativa de Richard S. Rudner48.
2. LA HISTORIOGRAFÍA, CIENCIA SOCIAL
La antigua afirmación de J. P Bury «la historia es una ciencia, ni más ni
menos» no puede tomarse, ni nunca ha sido tomada, como otra cosa
que una frase ingeniosa49. Muchas veces en tiempos anteriores se habían dicho cosas parecidas. Así, antes de Bury, Johann Gustav Droysen
afirmaba, en 1858, que las «ciencias históricas» formaban parte de las
ciencias del hombre llamadas «ciencias morales». Desde entonces acá
y a través de innumerables pronunciamientos, la naturaleza «científica»
de la investigación de la historia nunca ha sido una cosa unánimemente
aceptada. «El estatuto de la historia como disciplina permanece irresuelto.»50 Y sobre esta cuestión podrían aducirse citas de autoridad casi indefinidamente.
Pero, por otra parte, se habrá observado que una de las tesis que con
mayor énfasis se mantienen hasta ahora en este libro es una variedad
más, aunque algo distinta, de ese tipo de pronunciamientos sobre la materia: la de que la historiografía es en sentido pleno parte integrante del
ámbito de las ciencias sociales. Tampoco esto es cosa dicha ahora por
vez primera ni universalmente aceptada, por lo demás. Hace más de un
siglo que se discute sobre ello. Entonces y ahora afirmaciones como estas tenían y tienen unos problemas semejantes.
Sin embargo, es preciso reconocer que la vieja polémica del cientificismo es, en buena parte, una disputa verbalista y terminológica y, en otra
parte no menor, banal. Pero, complementariamente, si es que puede hablarse de unas ciencias de lo social, ¿qué papel desempeñaría dentro
de su campo el estudio de la historia, de la dimensión histórica de lo so48
49
R. S. Rudner, Filosofía.
Esa frase se pronunció en la lección inaugural de la posesión de su cátedra en Oxford
en 1902 y se publicó en The Science of History. Está publicada también en F. Stem, ed.,
Varieties of History, Harper and Row, Nueva York, 1966, pp. 210 y ss.
50
G. Leff, History and Social Theory, Merlin Press, Londres, 1969, p. 11.
cial, como objeto específico de una disciplina?; ¿debe aceptarse la condición escasamente formal de esas «ciencias históricas» sostenida, según hemos visto, por Piaget?51, ¿debe reducirse la historiografía a un
humanismo descriptivista, al nivel de los conocimientos comunes, como
el que produce la crónica, o a una narración literaria, o a la descripción
filosófico-artística del mundo, o debe pretender ser una disciplina «explicativa»? Y, en definitiva, ¿cuál es la relación entre las ciencias sociales
más desarrolladas y la historiografía? Este tipo de preguntas son las que
pretendemos que tengan aquí una respuesta al menos aproximativa.
En los apartados que siguen vamos a tratar de la problemática general
del tipo de conocimiento que es posible obtener de la historia. La intención no es, repitámoslo, reabrir la polémica de la cientificidad. Esencialmente porque creemos que tal polémica en este momento está zanjada,
al menos en su presentación más radical. La cuestión es, más bien, la
de señalar los problemas que se han derivado de ella y la de acotar el
campo desde el que es posible entenderlos, si no resolverlos.
Creemos que la historiografía es una práctica de investigación cuyo valor y significado se sitúa en el mismo plano justamente que el de las
ciencias sociales normalmente cultivadas. De una u otra forma, estas
ciencias tienen una personalidad y unos problemas de los que participa
la historiografía. Es verdad que puede discutirse si a ese conjunto de
disciplinas les conviene en sentido estricto, «duro», la calificación de
ciencias. Pero lo que no parece discutible es que, en cualquier caso, no
se les puede negar la de prácticas de tipo científico. Esta es la situación
que, a nuestro juicio, presenta igualmente hoy la investigación histórica.
Y en ese contexto preciso es en el que debe situarse cualquier discusión
acerca de la validez del conocimiento de la historia.
Conocimiento científico- social e historiografía
La tarea fructífera en este terreno sería la de establecer y determinar
únicamente el tipo de práctica intelectual que es la historiografía y el tipo
de conocimiento que puede aportar. En principio, puede afirmarse que la
51
J. Piaget, «La situación», pp. 47-50.
investigación de lo social en su conjunto, y de lo histórico dentro de ella,
puede tener mayor o menor valor cognoscitivo -y también tecnológico-,
pero es evidente que sólo puede emprenderse y entenderse en el «horizonte intelectual» que enmarca el método y el conocimiento que llamamos científico. La naturaleza humana y social pueden, sin duda, conocerse también de otras formas -filosófica, místico-religiosa, artística-, pero la que se realiza a través de la práctica científica es, todavía, la más
productiva. Dentro de la realidad de lo social, la historia materializa especialmente un componente de ella: el temporal. En este sentido, por
tanto, la historiografía ha de entenderse como práctica inserta en el terreno común del estudio de la realidad social.
La pregunta acerca de la naturaleza del conocimiento histórico es, en
consecuencia, del mismo nivel epistemológico que el que ya hemos visto presente en la problemática general del conocimiento científico-social.
Podría preguntarse si la disyuntiva entre conocimiento común y conocimiento científico es la única posible, si no existen situaciones intermedias entre estos dos status del conocimiento de lo histórico. La respuesta es que, en sentido riguroso, esas situaciones intermedias no serían
más que efectismos retóricos; no existe una posibilidad real intermedia.
No hay situaciones intermedias, mixtas. Lo que ocurre es que, en aparente contradicción con lo anterior, hoy nadie mantiene que entre el conocimiento científico y otras formas de él haya un abismo insalvable52.
Pero, complementariamente, hay que señalar que en el interior del campo de las ciencias sociales existen profundas discontinuidades. Una respuesta más afinada, por tanto, no podría ignorar que si entre las ciencias sociales existen esas evidentes diferencias de desarrollo y status
metodológico de los que ya hemos hablado, la historiografía, en su situación presente, en cuanto práctica científico-social disciplinar, no puede sino quedar ubicada en los niveles bajos, en el sentido de que se trata de la disciplina dentro de la investigación social que más adolece hoy
de la falta de un grado suficiente de madurez metodológica y formal.
Existe un campo común de las ciencias sociales en el que éstas presen-
tan una similitud clara en problemas básicos. Pero el grado de desarrollo
de ellas es disparejo.
En último extremo, cabe preguntarse, ¿es imprescindible, o siquiera importante, el planteamiento de este orden de cuestiones para el porvenir
de la historiografía, para su práctica como disciplina reconocida y autónoma? No ya sobre la respuesta sino sobre la pertinencia misma de la
pregunta la opinión está hoy, desde luego, muy dividida también dentro
del campo de la historiografía. Los escepticismos sobre la utilidad y necesidad de «teorías» y de «metodologías» son amplios y cuentan con
una sólida tradición. Por el contrario, es asimismo innegable que el desarrollo de ciertos sectores de la investigación historiográfica, las prácticas interdisciplinares y otras influencias han propiciado también mayores preocupaciones de fundamentación disciplinar. De ello se desprende
que si se quiere replantear la configuración de la historiografía indudablemente el trabajo ha de empezar por el tratamiento de este tipo de
problemas.
Conocimiento científico y conocimiento de la historia
A. Marwick ha dicho con indudable acierto que «el gran valor de un debate como el de "¿es la historia una ciencia?" reside en la manera en
que ayuda a clarificar la naturaleza de la historia (historiografía) y a delimitar lo que la historia puede y no puede hacer»53. La diferencia entre lo
que hace la física y lo que hace la historiografía, desde luego, no puede
ser banalizada con la idea de que en las décadas recientes la ciencia
natural ha entrado en la era del «relativismo», del «principio de incertidumbre», y de las certezas probabilísticas, argumentos que se utilizan a
veces, justamente, para relativizar la idea de una ciencia con exigencias
estrictas de método y resultados. Quienes echan mano de estos argumentos, y en el gremio de ciertos sedicentes teóricos de la historia ello
no es raro54, desconocen absolutamente lo que tales cosas significan y,
sobre todo, el caudal de trabajo «científico» que es preciso emplear para
53
52
Argumentaciones autorizadas de esta idea existen bastantes y en obras ya citadas
aquí como las de Chalmers, Hughes, Bunge. Cf. F. Fernández Buey, La ilusión del
método, Crítica, Barcelona, 1991, especialmente pp. 152 y ss.
54
A. Marwick, The Nature of History, Macmillan, Londres, 1970, p. 98.
Un caso típico es el del libro de J. A. Maravall, Teoría del saber histórico, Revista de
Occidente, Madrid, 1969, construido sobre la pretensión de que la historia no es más
probabilística que la física.
llegar a la conclusión misma de que la ciencia no da lugar a conocimientos «seguros»55.
En el nivel de mero sentido común, la diferencia más notable entre la
ciencia natural y una «ciencia» social como la historiográfica es la que
se refiere al grado en que pueden «establecerse pruebas» de lo que se
afirma en una y otra investigación. El científico natural puede experimentar, lo que no puede hacerse con la historia. Pero la segunda diferencia
también comúnmente aludida es la que respecta a las leyes que una y
otra ciencia pueden establecer; el conocimiento histórico no puede establecer predicciones y, menos aún, leyes universales. El historiador puede, en todo caso, emplear generalizaciones, que son útiles y absolutamente necesarias en el intento de explicar la historia, pero que en modo
alguno tienen el carácter de aquéllas. Se ha dicho que el historiador no
predice sino que «retrodice». Que no produce leyes sino que «las consume». La diferencia entre el conocimiento de la física y el de la historia
no admite ninguna duda. Pero ¿es una diferencia de grado metodológico o refleja una diferencia sustancial e insalvable en los objetos que se
conocen? Precisamente las posiciones ante una u otra posibilidad separan netamente unas orientaciones epistemológicas de otras.
Parece claro que el problema de la cientificidad del conocimiento de la
historia, como de cualquier conocimiento sobre el hombre, no tiene respuesta por este camino o la tiene negativa. Pero lo que se deduce también a veces como falsa conclusión de ello es no ya sólo que la historia
no admite grado alguno de conocimiento científico, sino que no es integrable en ningún otro de los tipos normalmente admitidos por la teoría
del conocimiento. O sea, que el de la historia es un conocimiento enteramente aparte, es un conocimiento sui generis. A pesar del largo camino
recorrido desde el positivismo decimonónico hasta ahora, lo significativo
no es que para muchas opiniones el conocimiento de la historia no pueda superar el ámbito del «conocimiento de sentido común», sino que para un alto número de sus cultivadores esa es la situación adecuada, posible y deseable...
55
Cosa de la que, por lo demás, no creemos que le quede duda alguna al lector de este
libro que haya pasado por su capítulo anterior.
Ciertos tratadistas que, sin algún tipo de argumentaciones realmente
convincentes, han sentenciado la imposibilidad de que la histori(ografí)a
sea «una ciencia», como es el caso, a título de ejemplo, de tan ilustres
opinantes como P Veyne, R. Furet, G. Duby, G. Elton o I. Berlin, parecen tener tanto fundamento en su conocimiento de las características de
la ciencia, como aquellos otros más clásicos que como J. P Bury, G. Monod, Henri Berr, R. G. Collingwood, etc., aseguraban enfáticamente que
sí lo era. En efecto, analizadas estas cuestiones en una perspectiva histórica, se observa que cuando al viejo -y, en realidad, falso- problema de
la cientificidad del estudio de la historia se le ha dado una respuesta o
solución negativa, se ha hecho así, por lo general, desde una u otra de
estas dos posiciones:
Una, la que mantienen aquellos que niegan que pueda construirse un
conocimiento «científico» de la historia sencillamente porque no puede
alcanzársele, porque no puede hacerse ciencia del conocimiento del devenir humano que es irrepetible, porque el conocimiento de lo histórico
no puede superar el nivel del conocimiento «común». Es posible detectar en este campo, a su vez, dos grados o escalones: el primero lo ocupan quienes niegan en bloque la posibilidad de una ciencia de lo social,
de una ciencia del hombre en términos rigurosos; el segundo, en posición menos elevada, menos fundamentalista, lo sostienen aquellos que
no niegan una ciencia del hombre pero sí una ciencia de la historia, o lo
que ellos creen que es una «ciencia del pasado».
Otra, la que expresan quienes creen igualmente que de la historia en
modo alguno puede hacerse un conocimiento científico en sentido amplio, ni científico-social, en el más restringido, pero no porque se trate de
un tipo de conocimiento inalcanzable, como en el caso anterior, sino por
creer que de la historia sólo puede tenerse un conocimiento sui generis,
es decir, un conocimiento histórico, que no es el común, ni el científico,
ni el filosófico, ni pertenece a ninguna otra categoría de ellos, sino que
forma una categoría propia entre los conocimientos posibles. La historia
sería, junto a la filosofía, la ciencia o la religión una especie de conocimiento del mismo rango que éstas. Existiría un «conocimiento histórico»
pero no una disciplina de la historia.
Así, Isaiah Berlin ha sostenido que no hay nada parecido a una «ciencia
de-la historia»; la ciencia se concentra en conjuntos de fenómenos homólogos; la historia lo hace en fenómenos heterogéneos, se concentra
en las diferencias: si fueran posibles las generalizaciones en este terreno ellas serían la tarea de la sociología y dejarían a la historia para sus
aplicaciones. La complejidad de la historia es el principal placer para su
cultivo, dice Berlin; el historiador es el que presenta a los hombres o las
sociedades en las situaciones con más dimensiones y niveles simultáneos distintos56. Por su parte, la reaccionaria tenacidad de un tratadista como G. Elton ha insistido desde siempre en la «autonomía» de la historia,
en su separación tajante del método de las ciencias sociales, en los peligros ciertos de cualquier orientación distinta de la «humanista», con lo
que se ha convertido en uno de los paladines de la concepción de la investigación histórica como un tipo sui generis de conocimiento57.
En el terreno contrario, cuando se ha dado una respuesta positiva, las
apuestas por la cientificidad de la historiografía han sido hechas, desde
luego, desde posiciones que presentan también notables diferencias entre ellas. Por lo pronto, un cierto sector de la historiografía más tradicional, de impronta «positivista», ha hablado siempre y sigue hablando de
una «ciencia» de la historia sin que, en último extremo, haya otra forma
de considerar esa expresión que no sea como metáfora o analogía. No
existe una consideración seria de lo que quiere decirse con «ciencia».
Estas serían las posiciones de la vieja preceptiva, pero continuada por
tratadistas más recientes como Halkin, Marrou, E. H. Carr, Federico
Suárez o Juan Reglá. Otra posición está situada en la tradición germánica que incluiría a la historiografía entre las ciencias sociales, de fundamento hermenéutico, historicista, como ciencias radicalmente distintas
de la ciencia natural. Esta sería la manera de juzgar de teóricos no del
56
57
I. Berlin, «The Concept of Scientific History», History and Theory, I (1960-1961), p. 19.
G. Elton, The Practice of History, Sydney University Press, Sidney, 1967. pp. 7 y ss.
Los años en nada han hecho cambiar las ideas del autor a juzgar por sus nuevos
escritos sobre el tema: Return to Essentials. Some Reflections on the Present State of
Historical Study, Cambridge University Press, 1991. La opinión sobre la posición de
Elton no es mía. Ha sido señalada claramente por sus recensionistas Lawrence Stone en
el Times Literary Supplement y Donald Meyer en History and Theory.
campo historiográfico mismo como Dilthey, Weber, Gadamer o Habermas.
Una tercera posición sería la mantenida por la metodología neopositivista, que opina que la ciencia de la historia ha de operar, en suma, con el
mismo mecanismo que todas las demás ciencias sociales, asimilables, a
su vez, a la ciencia natural. Las posiciones de metodólogos como Hempel, con su conocido intento de aplicar el modelo nomológico-deductivo
a la explicación histórica58, o E. Nagel, apoyan esta visión. En fin, una
posición más, ésta de historiadores, sería la que ha hablado de una
«ciencia social histórica» o «historia ciencia social» (Social Science History), corriente de la que han participado opiniones del mundo anglosajón de la Social Science, la familia Tilly, D. Landes, C. Lloyd, como del
germánico de la historia social también, los Kocka, Wehler, Mommsen.
Es la posición más cercana realmente a la situación de las ciencias sociales. Todo ello sin hablar de la cliometría plenamente caracterizable
como «cientificista».
La historiografía en el ámbito de las ciencias sociales
¿Es, en fin, la historiografía un conocimiento integrable sin disputa entre
las ciencias sociales, habida cuenta de lo que es hoy la problemática general de la ciencia, en términos genéricos, o la de la ciencia social, en
términos más específicos? Y, de otra parte, ¿se tiene el historiador a sí
mismo por un científico social? La verdad es, de nuevo, que un inventario de las respuestas nos mostraría con seguridad que éstas son, como
siempre, de una amplia diversidad. Con frecuencia, aquellos que alinean
la historiografía en el ámbito de las ciencias sociales sin mayores precisiones expresan más bien un «wishful thinking», un hablar más de la
histori(ografí)a que «debe ser» que de la que es... 59
La relación entre el mundo de las ciencias sociales más formalizadas y
el de la historiografía en concreto ha atravesado, sin duda, etapas distintas. Un trabajo de Lawrence Stone ha expuesto las vicisitudes más des58
Al modelo ya nos hemos referido. A las posiciones de Hempel sobre la explicación
histórica nos referiremos después.
59
A. Marwick, op. cit., p. 103.
tacadas de esa relación60. Hasta 1930, la divergencia entre las formas
más descollantes de la teoría social -la «enfermedad del funcionalismo»,
dice Stone- y la investigación histórica fue creciente. Pero entre los años
treinta y los setenta hubo al menos algunas corrientes en uno y otro
campo que tendieron a un progresivo acercamiento. En casi todas las
ciencias sociales, pero particularmente en economía, sociología, política
y antropología, se dejaron notar las posiciones «historicistas», mientras
que la escuela de Annales, y una parte notable de la historiografía británica y americana, salían al encuentro de esas ciencias. Ello ha dado lugar, en «los últimos cuarenta años» -Stone escribe al comienzo de los
ochenta- a una «nueva historia» no siempre convincente, pero más fértil.
En estos últimos decenios también, en toda la segunda mitad del siglo,
el recurso de la historiografía a los préstamos en métodos y conceptuaciones creadas en otras ciencias sociales ha sido, ciertamente, constante. A pesar de ello, o justamente por ello, la historiografía no siempre ha
sido considerada como una ciencia social normalizada. Desde muy diversos puntos del espectro intelectual e ideológico, se ha insistido en la
consideración de la historiografía como algo distinto de la ciencia social.
Se la ha tenido como una actividad «humanística», literaria, filosófica incluso. Pero también han existido posiciones de signo bastante contrario.
Es preciso, pues, considerar estos matices más de cerca.
Una relación cambiante
En las posiciones de ciertos autores y escuelas que se han ocupado de
la teoría social, la pertenencia de la historiografía al campo de las ciencias sociales aparece o bien negada o bien enfocada de manera harto
problemática. Pero ¿obedecen estas dudas a la atribución a la historiografía de limitaciones propias o es producto de los criterios teóricos de
las corrientes dominantes en la teoría de las ciencias sociales? ¿En qué
grado es achacable la ambigüedad de esta relación a los propios historiadores también tanto como a las posiciones de una teoría de las ciencias sociales no menos ambigua tampoco?
60
L. Stone, El pasado y el presente. En el estudio allí contenido «La historia y las
ciencias sociales en el siglo XX».
Acerca de la consideración de la historiografía como ciencia social pueden resultar significativos algunos detalles. En diversos tipos de clasificaciones oficiales, supuestamente científicas y, en definitiva, cercanas
sin más a lo burocrático, la historiografía (o la «historia») no aparece entre las ciencias sociales. Catálogos de la UNESCO, guías de estudios
universitarios, catálogos y estanterías de editoriales, librerías y bibliotecas, etc. Un conocido sociólogo, Daniel Bell, en su recuento de los progresos de las ciencias sociales desde el fin de la segunda guerra mundial hasta la década de los setenta no sólo no analiza la trayectoria de la
historiografía -lo que podría ser atribuible a la falta de competencia o deseo del autor-, sino que esta disciplina no es siquiera mencionada entre
las tales ciencias61. Un diccionario, editado en España, sobre el vocabulario de las ciencias sociales no incluye como tal a la historiografía, ni la
palabra «historia» aparece en él con sus connotaciones habituales62.
Mientras Jean Piaget afirmaba, como hemos visto, que no puede hablarse de la existencia de una disciplina autónoma de la historia -o al menos
que era una cuestión problemática-, sino de un análisis en el tiempo de
los fenómenos categorizados por las ciencias sociales, cosa en la que
no dejan de seguirle ciertos historiadores, Talcott Parsons distinguía nítidamente entre la «ciencia social sistemática» y la «historia» como investigación63. Y no faltarían otros muchos ejemplos de estas actitudes, tanto
frente a la realidad de la historia en el análisis social como hacia el papel
de la disciplina historiográfica, implícita o explícitamente mostradas. El
tratamiento que de la historiografía hace un metodólogo tan conocido
como Piaget es paradigmático de la expulsión de la historiografía del
«templo» de la ciencia social «nomotética», es decir, de aquella que es
supuestamente capaz de expresar sus hallazgos en forma de leyes64.
Para algunas tradiciones intelectuales influyentes, especialmente de origen anglosajón, que han nacido y se han desarrollado en la práctica de
61
D. Bell, op. cit. (la primera versión de esta obra es de 1979).
62
R. Reyes, op. cit., 1988. La palabra historia no aparece en este diccionario sino para
explicar el concepto «historia de vida». Menos aún, claro está, aparece la palabra
historiografía. Lo mismo ocurre en el Anexo a la obra publicado posteriormente.
63
T. Parsons, La estructura de la acción social, Gredos, Madrid, 1968. «Introducción».
64
J. Piaget, op. cit..
ciencias sociales como la sociología, la antropología y etnología, la politología, psicología y algunas más, el término «ciencia social» no contempla en su extensión la investigación de la historia como una disciplina autónoma. Para tales tradiciones teóricas, la historia no es una entidad investigable autónomamente por una disciplina, sino que existe un
método «histórico», poco más que meramente preliminar, de análisis de
las realidades sociales en el tiempo. En otros casos, lo historiográfico se
presenta como una contribución a un determinado acervo ideológico, a
la literatura ensayística, tal vez, a una escasamente determinada «humanística», a medio camino entre el suministro de materiales ideológicos a la política, las «antigüedades», el periodismo o la defensa del patrimonio histórico con fines de exaltación nacionalista.
Aun cuando en la Europa continental la influencia, tanto del marxismo
como del estructuralismo y de la escuela de Annales, jugaba en favor de
una integración indiscutible de la práctica historiográfica entre las ciencias sociales, en el mundo anglosajón y especialmente en América la influencia del libro de Popper sobre el «historicismo» en las ciencias sociales65 y la de Talcott Parsons en la teoría social funcional ahistórica,
así como la de la teoría lingüística de impronta también estructuralista,
hizo que se desarrollara una corriente muy desfavorable en relación con
la relevancia de lo histórico para la teoría social 66. Se destacó entonces
la diferencia entre la filosofía, la historia y las ciencias sociales.
Bien es verdad, sin embargo, que las posiciones negativas no agotan el
panorama de las diversas teorías o filosofías de las ciencias sociales.
Hay importantes tradiciones en la investigación social cuyo fundamento
epistemológico es el reconocimiento de la historicidad de todos los fenómenos sociales, lo cual, si bien no lleva a un reconocimiento inmediato y
explícito de la entidad de la historiografía como disciplina social, sí conduce a la colocación de la historia como factor esencial de toda investigación social, que ya es algo. El historicismo, la tradición marxista, la
hermenéutica alemana, la tradición weberiana o la más reciente sociología histórica, o el estructuracionismo de Anthony Giddens, entre otras,
65
K. R. Popper, La miseria del historicismo, Alianza Editorial, Madrid, 1981. La edición
original de este texto es de los años cuarenta.
66
G. Leff, op. cit., pp. 2 y ss.
se mueven dentro de la consideración indudable de la pertenencia de la
histori(ografí)a al campo de investigación propio de la ciencia social.
Y cabe añadir aún una observación más: ciertas proposiciones científico-filosóficas actuales en relación con problemas básicos del mundo físico, o de la cosmología, apoyan con claridad la explicación temporal-acumulativa de los procesos del universo, lo que equivale a decir la explicación «histórica»67. Ocurre a veces, sin embargo, que la historia puede
ser considerada una realidad o dimensión no reducible a otras, pero ello
no lleva al reconocimiento de la necesidad de una investigación autónoma. El caso de K. R. Popper hablando de la historia como el objetivo de
los sociólogos es un ejemplo bien significativo de ello68.
En este panorama, las actitudes registradas en el propio ámbito historiográfico han sido también diversas siempre, como señalaba Stone, pero
en los años de gran desarrollo historiográfico, entre los cincuenta y los
setenta, la tendencia en las corrientes dominantes fue hacia una plena
integración de la historiografía en las ciencias sociales. Aun en medio de
controversia, con dudas y reticencias, el giro operado en el mundo historiográfico especialmente desde la aparición de Annales, hizo que la relación de la historiografía con las ciencias sociales más consolidadas se
presentara, especialmente en el mundo francés, claro está, con una
nueva perspectiva. En el progreso de la historiografía en el siglo XX, el
contacto con los adelantos de esas otras disciplinas fue, ya lo hemos dicho, determinante. En los años sesenta de nuestro siglo creció el interés
por analizar la historia (historiografía) desde esos puntos de vista que
hemos señalado. Las «filosofías de la historia» quedaron desacreditadas y se intentó la clasificación de la historiografía en algún lugar del
conjunto de los saberes sociales.
67
La «historicidad» del universo es hoy una posición general de la ciencia ampliamente
extendida que tiene una relación notable con la consideración global de los fenómenos
a escala humana también. La cuestión de la «flecha del tiempo», de la que hablara
Eddington, está en la línea de la consideración central de irreversibilidad de los
procesos en la naturaleza. Señalamos esta cuestión aunque no podemos discutir aquí
sus implicaciones para la «historicidad» de las ciencias sociales. Cf. I. Prigogine e I.
Stengers, La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Alianza Editorial, Madrid, 1990.
68
Este es el caso notable y chocante del lenguaje de Popper en La miseria del
historicismo.
E. Le Roy Ladurie destacó hace tiempo cómo las ciencias sociales se
habían convertido en una especie de «tercera cultura» entre la ciencia
exacta y las humanidades, de la que se pretendía expulsar a la historia.
Pero el hecho es que «desde los tiempos de Bloch, Braudel y Labrousse», dirá este autor, se había operado en la historiografía una «transformación científica». El intento, pues, de expulsarla del campo de las ciencias sociales no tiene futuro. No es posible construir una ciencia humana
sin la dimensión del pasado69.
En el mundo anglosajón, D. Landes y C. Tilly enfocaron la cuestión al final de la década de los sesenta desde un punto de vista distinto propugnando la posibilidad de una historiografía como práctica real de ciencia
social sin caer en los determinismos de la cliometría70. Para Landes y
Tilly la diferencia en el proceder entre un historiador inspirado en el procedimiento de la ciencia social y otro de orientación «humanista» se manifestaría en cuatro puntos concretos: la aproximación a la materia sería
respectivamente «orientada a problemas» frente a «secuencial narrativa»; el método se basaría en el trabajo de definición de términos e hipótesis, clarificando los presupuestos y estimando los criterios de prueba,
exponiendo sus hipótesis, si se puede en forma de «modelos exploratorios», mientras que el humanista no elaboraría su procedimiento, no explicitaría sus hipótesis; las prácticas metodológicas de uno se apoyarían
en la cuantificación, puesto que es mejor medir que no medir, si bien en
forma alguna hay que decir que sólo lo medido es ciencia; el humanista
es escéptico en cuanto a la posibilidad de reducir a números aspectos
del comportamiento del hombre. Parece que no hay un criterio que imponga mayores diferencias que este referente a la orientación hacia la
individualización o no. Por último, habría unas prioridades estéticas: el
historiador orientado hacia las ciencias sociales procuraría moldear sus
explicaciones con la ayuda de tablas y recursos estadísticos; no le interesaría la presentación dramática y elegante; el humanista ama la historia como literatura, es un artista.
Landes y Tilly reconocen que su retrato tiene mucho de caricatura71. En
efecto, el verdadero interés de esa contraposición no reside en que responda de forma ajustada a lo que ocurre entre los historiadores «humanistas», sino en el cuadro que presenta de lo que sería un trabajo historiográfico orientado según un método común en la investigación social.
Lo que ocurre, además, es que ambas prácticas, la científico-social y la
humanista, no son excluyentes en todos los terrenos, aunque sí en algunas de las contraposiciones presentadas. De ahí que muchos historiadores no acepten como real este tipo de dicotomía y «combinen en su trabajo y proceso intelectual elementos de ambas escuelas».
Por su parte, Josep Fontana ha criticado sin ambages lo que él llama «la
ilusión cientifista»72 en ciertos sectores de la historiografía actual que lleva a «buscar el auxilio de otras ciencias sociales». Fontana parece aludir precisamente a aquellas formas de acercamiento a la ciencia más
cercanas a la cliometría que han identificado comúnmente la actividad
«científica» con el uso de las prácticas cuantificadoras o con las más
esotéricas elucubraciones del postestructuralismo semiótico. En la llamada de atención de Fontana subyace, acertadamente, la advertencia
de que el peligro de estas corrientes reside precisamente en el erróneo
entendimiento de los verdaderos problemas de la ciencia y del estado
actual de ella. Así, muchas veces, se intenta imitar algo que se desconoce o cuya inutilidad es ya manifiesta en otros campos.
En definitiva, el paso del tiempo y también, ciertamente, el propio progreso historiográfico, han contribuido a restar malentendidos a esa problemática relación y ello ha sido así tanto por los adelantos de la historiografía misma como por el progresivo debilitamiento de las perspectivas científico-naturalistas en las propias ciencias sociales a partir de los
años ochenta. La integración de la historiografía, que ha ido clarificando
sus prácticas desde la cronística a la teorización de su objeto y a la investigación metódica, entre las restantes ciencias sociales, en algún
grado al menos, se ha hecho más nítida o menos problemática. Nadie
podría dejar de señalar hoy, no obstante, que las corrientes mayoritarias
69
Citado en C. Lloyd, The Structures of History, Blackwell, Oxford, 1993, p. 124. La cita
está tomada de Entre los historiadores.
70
C. Laudes y C. Tilly, History as Social Science, Prentice Hall, Englewood Cliffs, 1971,
pp. 9 y ss.
71
72
Ibídem, p. 13.
J. Fontana, La historia después del fin de la historia, Crítica, Barcelona, 1992, pp. 25 y
ss.
dentro de la historiografía bajo el influjo más o menos distante y difuso
del «giro lingüístico» en las ciencias humanas, se inclinan por la consideración volcada hacia lo literario de la construcción historiográfica. Inmediatamente acuden a la memoria los nombres de Ginzburg, de Schama, de Rüssen para recordarlo. Pero sobre ello volveremos más adelante.
Desde hace algún tiempo, pues, la disciplina historiográfica mantiene
estrechas relaciones con otras ramas de la ciencia social. Tales relaciones no son inocentes, desde luego, ni inteligibles sin una consideración
de las condiciones de la historia cultural de cada momento. Así, por
ejemplo, la inclinación hacia la sociología o la economía tiene un sentido
bien distinto a la misma tendencia hacia la antropología o la lingüística.
Algunas importantes conceptualizaciones de antes y de ahora se han
generado en esas ciencias: la teoría de los ciclos económicos, la idea de
estructura, la de sociabilidad, la de «sistema político», la de «representación» o la de referencia textual, entre otras, hablan de por dónde va el
juego de las afinidades. Sin embargo, la influencia de lo historiográfico
en otras ciencias sociales rara vez ha adquirido la forma de préstamos
conceptuales o metodológicos, al menos hasta el momento.
La historiografía, ciencia social
La expresión historiografía, ciencia social, tiene, pues, hasta hoy mismo,
perfiles problemáticos que no pueden ser ignorados. Si, como hemos
señalado, existe un debate acerca de la integración en las ciencias sociales, otra cuestión distinta, pero relacionada con aquél, es la de la naturaleza misma del conocimiento que la disciplina historiográfica nos
procura de la realidad histórica. Este segundo aspecto de la caracterización que conviene hoy a la historiografía en el panorama de los conocimientos de lo social es, indudablemente, el de mayor trascendencia.
Los intentos de una historiografía «científica»
Hacer de la historiografía una «ciencia» es una empresa que ha sido
propuesta en muchas ocasiones desde el siglo XIX hasta hoy y ha sido
emprendida en otras tantas. Pocas coincidencias pueden señalarse, sin
embargo, entre los distintos proyectos que han existido de tal «ciencia».
Merecen recordarse ahora aquellas proposiciones que han hablado de
cosas como la «ciencia de las sociedades humanas», de Fustel de Coulanges, hasta la «historia ciencia social», pasando por la «ciencia de los
hombres en el tiempo». Lo cierto es que casi cada uno de los movimientos de renovación historiográfica que se han sucedido desde la escuela
metódico-documental hasta el marxismo, han planteado de una u otra
manera el tema. Nunca, sin embargo, con más empeño que en el momento de mayor desarrollo de la historiografía en nuestro tiempo, el de
la segunda posguerra del siglo.
En algún caso, los menos, el modelo ha sido el funcionamiento de la
ciencia natural, como es la propuesta más o menos insistente del neopositivismo. La más corriente de las soluciones ha sido la que ha tomado como horizonte el de la práctica de ciencias como la sociología o la
politología y sólo más recientemente de la antropología, aunque todo esto se haya hecho desde perspectivas también dispares. No han faltado
tampoco las corrientes que desde posiciones muy tradicionales han sostenido la ubicación de la historia (historiografía) como un conocimiento o
ciencia distinta de cualquier otro proyecto científico, natural o social, con
su propia lógica. Es el proyecto «idealista», del que fueron introductores
Croce, Collingwood, Oakeshott, continuado luego en algunos sectores
de las posiciones filosóficas analíticas, o en las crítico-literarias desconocedoras de la práctica historiográfica real.
El propósito de convertir la historiografía en una disciplina plenamente
integrada con las demás ciencias sociales es, seguramente, el proyecto
más común y, en nuestra opinión, el único que tiene algún sentido. La
propuesta de una historiografía como ciencia social, de una «ciencia social histórica», fue mantenida con insistencia en fechas recientes, en
muchos países y por diversos historiadores -Tilly, Postan, Chaunu-, con
el precedente del alemán H. U. Wehler; el problema era que había y hay
poco acuerdo acerca de lo que debe ser una ciencia social 73. Y es un
proyecto que no siempre se ha emprendido por los mejores caminos.
73
G. G. Iggers, y H. T. Parker, Intemational Handbook of Historical Studies.
Contemporary Research aud Theory, Methuen & Co., Londres, 1979, p. 7. Las
expresiones citadas son de Georg G. Iggers.
El empeño de la escuela de Annales ha sido tan difundido por su influencia que casi no necesita mayores comentarios. Desde los fundadores hasta el último participante de esta corriente han tenido como artículo de fe la necesidad de promover la cientificidad de la historiografía. Pero ¿qué quería decir cientificidad para los annalistes? La verdad es que
cosas poco operativas. Marc Bloch señalaba la incongruencia de hablar
de una «ciencia del pasado». ¿Cómo, diría con lucidez, puede haber
una ciencia de algo como un conjunto de «hechos que no tienen entre sí
más cosa en común que no ser nuestros contemporáneos»?74 En consecuencia, Bloch hablará de una «ciencia de los hombres en el tiempo».
Como cuestión esencial permaneció siempre en la escuela la idea de
que una historiografía científica sería necesariamente la opuesta a la
que se limita a la descripción de los acaecimientos, es decir, opuesta a
la tópica fórmula de la «histoire événementielle» y a la idealista preocupada por «meditaciones sobre el azar y los sucesos» (Le Roy Ladurie).
En rigor, los fundadores de la escuela no hablaron de una «ciencia de la
historia» en sentido profundo sino, en expresión de Febvre, de una
«práctica científica». Salvo por su insistencia en la ubicación de esa historiografía en el plano de las ciencias sociales, en el permanente intercambio de contactos entre ellas, en la extensión de la temática y el uso
de nuevas fuentes, los annalistes nunca se detuvieron excesivamente
en discutir a fondo qué podría ser una ciencia de la historia.
El ejemplo de los caminos equivocados de que hemos hablado no pudo
ser más claro en el caso de la cliometría, la ciencia histórica americana
remolcada por la economía al precio de hacer de la historiografía una investigación estrictamente cuantitativa, cosa, en su conjunto, no ya sólo
inadecuada sino absolutamente inviable. Seguramente ha sido Roben
Fogel el que ha hecho las exposiciones más sencillas y directas del convencimiento cliométrico de tener las bases apropiadas para crear una
«historia científica»75. Fogel muestra bien algunas ideas correctas sobre
los males de la historiografía convencional, pero también un gran núme-
ro de suposiciones gratuitas acerca de las vías a la cientificidad y una ingenua creencia en que es la imitación de los métodos cuantificadores de
ciencias como la politología electoral o la econometría la que habría de
hacer de la historiografía una ciencia a su vez. Volveremos más tarde
sobre ello.
De otro cariz más matizado han sido proyectos como el de la Social
Science History americana -Tilly, Landes, y sus continuadores- que más
allá del proyecto de la sociología histórica piensan en una historiografía
casi plenamente identificada con la sociología, pero no subordinada a
ella, cuyo eje sería una historia social en el largo plazo, donde empirismo, cuantificación y análisis teórico tendrían un cierto tipo de equilibrio
ideal76. O como el alemán de la Historische Sozialwissenschaft, es decir,
también una «ciencia social histórica» que se ha producido sobre todo
en la llamada «escuela de Bielefeld» -Wehler, Koselleck, Kocka-. También aquí el fundamento ha sido la historia social y la relación con la sociología y en menor grado con la economía, con el propósito de entroncar con la obra de Marx y también con la de Weber, y, más aún que en
el caso de la Social History, su fundamento ha sido la insistencia en la
necesidad de una continua y completa labor teórica77.
En el caso del marxismo, no podría explicarse bien su posición sobre la
cientificidad del conocimiento de la historia sin tenerse en cuenta una
doble circunstancia. Primero, la afirmación de Marx y Engels de que «no
conocemos otra ciencia que la ciencia de la historia»; después, el trabajo efectivo, acertado una veces, erróneo otras, de la historiografía marxista en el intento de establecer una ciencia histórica en nuestro tiempo,
ciencia que, como diría Pierre Vilar en un escrito memorable, se encontraba «en construcción». La construcción de una ciencia de la historia
era, sin duda, un proyecto, descontando las proclividades al dogmatismo, de una ciencia teórica y empírica para la que la metodología marxista estaba mejor dotada que ninguna otra.
74
76
75
M. Bloch, Introducción a la historia, FCE, México, 1952, p. 22.
Nos referimos a su texto «Historia tradicional e historia científica», en R. W. Fogel y
G. Elton, ¿Cuál de dos caminos al pasado? Dos visiones de la historia. FCE, México,
1989.
Un texto clásico en la exposición de ese proyecto es el de C. Tilly, As Sociology meets
History, Academic Press, Orlando, Florida, 1981.
77
P. Rossi, ed., La teoría Bella storiografia oggi, Mondadori, Milán, 1988. Con
contribuciones alemanas como las de W. Mommsen, Koselleck, etc.
Ciencia frente a «práctica científica»
Lo que no parece dudoso, y conviene insistir en ello, es que el problema
de una ciencia de lo histórico está planteado en el mismo plano en que
las ciencias de lo social como un todo se enfrentan con el problema de
la cientificidad de su propio conocimiento. Lo que no quiere decir que
siempre se haya intentado resolver en tal plano. Cuando en otras ciencias sociales se estaba construyendo una fundamentación teórica sólida, como ocurría en la sociología a comienzos del siglo XX, de la mano
de autores como Durkheim o Weber, los tratadistas y preceptistas historiográficos estuvieron lejos de conseguir síntesis a la altura de las de
aquéllos. El caso es que los problemas teóricos de la historiografía, lejos
de originarse a causa de una supuesta «juventud» de la disciplina, obedecen más bien a la naturaleza de la tradición social e intelectual, vieja
de siglos, con la que entronca la tarea de escribir la «crónica», mejor
que la historia. Y es que la historiografía, en realidad, no nació en la cuna común en que lo hicieron las ciencias sociales en el siglo XIX, es decir, en la filosofía social. Nació en la tradición de la cronística, y la nueva
«historia con documentos» que preconizó el siglo XIX no cambió de hecho la mentalidad del historiador como cronista de sucesos. La historiografía tiene una tradición distinta que impide considerarla enteramente
en la misma trayectoria histórica que las modernas ciencias sociales.
Por eso la historiografía necesita, para convertirse en una disciplina social sólida, de un trabajo teórico y metodológico más intenso.
El conocimiento histórico no puede predecir los comportamientos futuros. No hay una ciencia de la historia capaz de predicción. No hay «leyes» del desenvolvimiento histórico porque no podemos predecir en términos científicos el sentido de un cambio como el histórico. Pero es una
cuestión distinta la de que la historiografía se encuentre supuestamente
apresada en la hermética jaula de las singularidades. Siendo esa apreciación errónea es por lo que, en algún sentido, podemos hablar de una
«práctica científica» de la historiografía. No hay posibilidad de investigación socio-histórica, ni de ningún otro tipo, que no haga uso de generalizaciones. Que el curso de la historia sea «único» no quiere decir que los
«tipos» de fenómenos históricos sean irrepetibles. En esa idea se basa
la construcción del Idealtypus de Max Weber para reflejar los aspectos
generales de los fenómenos o procesos históricos78. Esa caracterización
depende del nivel de fenómenos que estudiemos. El comportamiento
temporal de las sociedades muestra indudablemente regularidades, al
menos en algunos de sus niveles. Si la historia no fuera más que el desenvolvimiento singular de individuos y de grupos, el encadenamiento
de «sucesos», no podría establecerse un concepto como el de historicidad, es decir, el de sujeción ineluctable al tiempo de todo lo que existe.
Bien es verdad que no es posible construir una ciencia plena de algo
que al no poder establecer leyes no desemboca en la teoría. En todo caso, el trabajo historiográfico riguroso incluye los mismos pasos metodológicos y la misma necesidad de «teorización» sobre los fenómenos que
en cualquier otra parcela del conocimiento social. ¿Es posible elaborar
teorías en la historiografía? ¿Hay teorías que expliquen la historia? Ha
habido indudablemente intentos de teorización, como los del marxismo o
los que sugiere la teoría de sistemas. Pero al no haber hasta hoy en el
campo de la historiografía una teorización aceptable de hecho, al movernos en un mundo de teorías no específicamente historiográficas sino referidas genéricamente al comportamiento social, no podemos hablar de
una «ciencia» sino, cautamente, de la aplicación más o menos afortunada y fructífera del «modelo de trabajo» del científico a la investigación
historiográfica. No hay que renunciar, en todo caso, a la explicación teórica del movimiento histórico.
De todas formas, no parece mala solución aceptar, en principio, la cautela de Lucien Febvre, aunque no su imprecisión, cuando calificaba a la
historiografía de práctica científica. ¿Qué quiere decir esto? Primeramente, que el trabajo profesional del historiador no es un conjunto de
actividades arbitrarias, meramente empíricas, sino que están sujetas a
unas reglas o principios reguladores, a un método. Es decir, nada se
opone a que el trabajo del historiador adquiera el rigor metodológico de
los procedimientos de la ciencia. Después, que el historiador trata de
buscar «explicaciones» demostrables, intersubjetivas, contextualizables
y que, por supuesto, su investigación está sujeta a procedimientos lógi78
M. Weber, Ensayos sobre metodología sociológica, Amorrortu, Buenos Aires, 1982.
Véase el escrito «La "objetividad" cognoscitiva de la ciencia social y de la política
social».
cos conocidos, aprobados y explícitos. Toda esta regulación, sin embargo, habrá de ser propuesta lejos de cualquier atisbo de retórica, de verbalismo.
¿Son las dificultades, como se ha dicho a veces, un «estado transitorio»
del desarrollo de nuestra disciplina u obedecen a la propia naturaleza de
su objeto? Tampoco para esto, y en el campo completo de los conocimientos sociales, poseemos hoy una respuesta concluyente. Pero tal
respuesta tiene, ahora sí, escasa importancia. De ella no se va a deducir
ninguna alteración de importancia en la práctica científica. No sabemos
si el problema del desarrollo futuro de las ciencias sociales descansa en
la necesidad de la aparición de un nuevo Galileo para ellas o en la imposibilidad de que su objeto sea abarcable por los procedimientos de la
ciencia aceptados hoy. El «producto» del conocimiento historiográfico, y
esta es la conclusión clave que cabe extraer de todo lo dicho, es susceptible de un perfeccionamiento paralelo al de ciencias sociales como
la economía, sociología, politología, antropología, etc.
A nuestro modo de ver, el problema de una ciencia de la historia se manifiesta en dos cuestiones primordiales de índole epistémica: la de la
globalidad y la de la temporalidad. La primera procede de que la historia
es el movimiento de todas las instancias de la actividad humana relacionadas, además, en un sistema de complejidad creciente. La globalidad
es irreductible como objeto de conocimiento a términos más simples. La
sectorialización y la especialización son formas de «rodear» este obstáculo, no de eliminarlo. La historiografía tiene que desarrollarse científicamente desde el pensamiento complejo. La segunda, evidentemente,
procede del hecho de que la historia es un proceso, de que la historia es
inconcebible sin el movimiento y sin el cambio.
El conocimiento científico siempre ha tenido un obstáculo esencial en el
problema del cambio, para cuya comprensión el hombre ha descubierto
hasta ahora un limitado número de leyes, desde aquellas a escala astronómica hasta las de las partículas elementales. La globalidad es irreductible. La temporalidad es un problema de todo conocimiento humano,
porque todo es histórico. Es, seguramente, en el análisis del significado
del tiempo histórico donde la reflexión historiográfica necesita insistir
más y es ahí también donde, con toda probabilidad, se encuentra la cla-
ve de la constitución de una verdadera teoría de lo histórico. Es posible
conjeturar que el progreso de la visión teórica «historizada» de todo lo
que existe no se detendrá.
Pero como todo discurso científico la historiografía no reproduce el mundo en su absoluta complejidad, sino que propone modelos para hacerlo
más inteligible. La «historia total», entendida como la «historia de todo lo
que sucede», es un absurdo, al que más adelante nos referiremos de
nuevo. Por otra parte, de la metáfora de la sociedad como un texto, muy
utilizada hoy por ciertos antropólogos, hay que retener que en la lectura
de un texto el lector pone siempre mucho. «Un buen libro de historia es
un sistema de proposiciones explicativas sólidamente ligadas entre
ellas.»79 C. Lloyd, autor de esa frase, se ha pronunciado por la existencia de una «ciencia de lo social unificada y transformativa». No debemos
abandonar la perspectiva futura del estudio científico de lo social-histórico. «"Historical science" is a defensible notion if it is not considered in
this quasi-positivist or indeed positivist way.»80 Pero ¿qué significaría
una «ciencia» no considerada en el sentido cuasipositivista o positivista
de la expresión? Por lo pronto, que no cabría esperar la construcción de
una ciencia «totalizadora» de lo histórico, una ciencia de las leyes de lo
histórico, sino más bien de las discontinuidades y rupturas que se producen en la historia. Una ciencia no positivista de lo histórico lo sería no de
unas poco plausibles «leyes de la historia», sino de unas continuidades
y rupturas estructurales y unas prácticas humanas que podrían ser
esenciales para ayudar a explicar lo que sucede en nuestra vida presente.
En definitiva, ¿qué tipo de conocimiento cabe esperar de la práctica historiográfica? ¿Cuál es el resultado cognoscitivo, la validez explicativa,
de la investigación de la historia? Parece conveniente repetir que no tenemos una respuesta absolutamente convincente y, menos aún, generalmente compartida, para esa cuestión. La historiografía es, en último
extremo, un tipo específico de práctica científico-social. Y aun cuando
esta afirmación necesita de amplia argumentación y de matizaciones y
cautelas, gran parte de la problemática epistemológica del conocimiento
79
80
C. Lloyd, op. cit., p. 132.
Ibidem, p. 122.
de la historia no es sino reflejo de los problemas generales del conocimiento científico-social, como hemos venido diciendo. Bien es verdad,
de todas formas, que más allá de ello se presentan las cuestiones específicas, que, en último extremo, han llevado hoy a dejar establecido que
existe un notable grado de diferenciación en el estado presente de las
diversas ciencias sociales particulares. La historiografía como ciencia
social necesita de fundamentaciones particulares. Y el grado de desarrollo de tales fundamentos es, sin duda, por ahora, débil.
3 LA RENOVACIÓN CONTEMPORÁNEA DE LA HISTORIOGRAFÍA
Los historiadores de todas las tendencias tienen
dos cosas en común: el convencimiento, primero,
de que el presente es hijo del pasado y de que
nada es inteligible si no es visto a través del tiempo; y, segundo, que la verdad es siempre compleja...
D. LANDES, C. TILLY, History as Social Science
Este no es un libro de historia de la historiografía. A pesar de ello, para
exponer los fundamentos teóricos y metodológicos de la disciplina es
obligado hacer un recorrido, aunque sea somero, por el desenvolvimiento del pensamiento y de la práctica historiográfica recientes hasta la situación de hoy. Pero debemos advertir, además, que lo que aquí se va a
exponer tampoco podría considerarse verdadera historia de la historiografía. Una cosa así requeriría presentar un panorama completo y contextualizado del pensamiento y de la producción historiográfica en el plano del movimiento histórico general1. Por el contrario, nos limitaremos a
exponer el contenido del pensamiento historiográfico para señalar sólo
aquello en lo que ha contribuido al desarrollo disciplinar, no a la historia
de la cultura y de la ciencia.
Como en el caso de las ciencias sociales en su conjunto, la historiografía experimentó un impresionante avance con posterioridad a la segunda
guerra mundial. Es posible, sin embargo, que haya faltado impulso suficiente para crear lo que el historiador alemán Jörn Rüssen ha llamado
una «matriz disciplinar» imprescindible para el progreso global de la historiografía como investigación social autosuficiente y cohesionada2.
Nuestro análisis se va a centrar primordialmente en esa «época de oro»
1
Ver A. Niño, «La historia de la historiografía, una disciplina en construcción», Hispania,
XLVI/163 (1986), pp. 395-417.
2
La idea de Jörn Rüssen se expone en varios de sus escritos. Cf. «The Didactics of History in West Germany: Towards a new Self-Awareness in Historical Studies», History
and Theory, 26, 2 (1987), passim.
que representó la segunda posguerra. Por esa misma razón no podemos hablar tampoco de que lo que hacemos sea una verdadera historia
de la historiografía. Aun cuando partiremos de los primeros pasos en la
construcción contemporánea de una disciplina de la historiografía, el objetivo central es nuestro propio tiempo, lo que llamamos la «renovación
contemporánea».
1. LA ÉPOCA DE LOS GRANDES PARADIGMAS
En el siglo XIX las concepciones sobre la historia y la historiografía dieron un cambio gigantesco y decisivo; en ello se ha fundamentado el tópico del siglo XIX como «siglo de la historia». Sin embargo, ha sido más
decisivo aún, aunque casi nadie lo ha visto en su correcta perspectiva,
el salto dado en el segundo tercio del siglo XX y que se prolonga hasta
el final de los años setenta. No obstante, el análisis de los progresos de
la historiografía en nuestro tiempo debe hacerse empleando como contraste ese gran cambio decimonónico, sin el cual no se comprenden los
progresos de nuestro propio siglo3.
Si el siglo XIX tiene, en cualquier caso, una importancia trascendental
para los orígenes de la disciplina de la historiografía en su estado actual
ello se debe a que en él se produjo sobre todo un fenómeno en realidad
único, pero de manifestaciones complejas. Nos referimos al abandono
de las concepciones sobre la investigación y la escritura de la historia
que habían conformado la tradición europea prácticamente desde el Renacimiento, y, tal vez, cabe decir, desde la propia Grecia clásica. Las diversas escuelas y corrientes historiográficas del siglo XIX coinciden, al
menos, en una cosa: en dejar de considerar que la historia es una crónica basada en los testimonios que nos han transmitido las generaciones
anteriores para pasar a ser una investigación, con lo que, justamente, la
3
Como obras apropiadas para conocer esta perspectiva de los adelantos
historiográficos del XIX pueden verse G. P. Gooch, Historia e historiadores en el siglo
XIX, FCE, México, 1955; J. Bourdé-H. Martin, Les écoles historiques, Éditions du Seuil,
París, 1983 (hay trad. cast.: Las escuelas históricas, Akal, Madrid, 1992); J. Fontana, op.
cit.; A. Marwick, The Nature of History, Macmillan Press, Londres, 1970; H. White,
Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, FCE, México, 1992.
propia palabra historia recupera su prístino sentido en la lengua griega:
investigación.
El siglo XIX: la fundamentación metódico- documental
Una evolución decisiva en la historiografía se emprendió con la aparición de lo que vamos a denominar, aunque la expresión no es nuestra,
la fundamentación «metódico-documental» de la que arranca la disciplina «académica» actual y que fue obra básicamente de los tratadistas
del siglo XIX y el primer decenio del XX. Estamos ante el origen de la
gran corriente historiográfica a la que de forma abusiva, aunque no enteramente inapropiada, se ha llamado historiografía positivista y que enlaza también con la potente tradición alemana del historicismo. En el siglo
XIX aparecen los primeros grandes tratados de lo que podríamos llamar
preceptiva historiográfica, un nuevo tipo de reflexión sobre la historia,
aquello que Johann Gustav Droysen llamó Historik4, el tratamiento del
estudio de la historia en la línea de las nuevas formas de pensamiento,
cuyo lugar central lo ocuparía la «ciencia». Por ello, para todos estos
tratadistas la referencia esencial en el estudio de la tarea de la historia
(historiografía) es siempre la ciencia. Esa preceptiva es la que produce
los textos metodológicos famosos, en Alemania y Francia sobre todo, de
Buchez y Lacombe, de Ranke, del mismo Droysen y de Bernheim, para
llegar a Langlois-Seignobos y Lamprecht5.
4
J. G. Droysen, Histórica. Lecciones sobre la Enciclopedia y metodología de la historia,
Alfa (representada en España por Laia), Barcelona, 1983. Se trata de una versión
española de la edición alemana de 1977 de este conjunto de trabajos de Droysen. Da
toda la impresión de que los autores de la versión española, Ernesto Garzón Valdés y
Rafael Gutiérrez Girardot, no han entendido en modo alguno lo que el título de la obra
de Droysen quiere decir. Se habla de «Lecciones sobre la Enciclopedia» (con
mayúscula) como si Droysen tratara de la conocida obra francesa del XVIII y luego
hablan de «metodología de la historia» (con minúscula). Droysen en modo alguno trata
de la Enciclopedia francesa, sino sobre la «Enciclopedia y metodología» de la historia,
es decir, un conjunto «enciclopédico» de trabajos metodológicos y teóricos que
constituye precisamente esa «histórica», que es como se permiten estos eruditos
traducir, mal desde luego, la palabra historik. En líneas generales, la edición española
es lamentable y la importancia de la obra merecería otra cosa.
5
Los orígenes de la moderna metodología y teoría de la historiografía no cuentan con
una obra de conjunto que pudiera darnos un panorama adecuado de los más
importantes países europeos. El muy citado libre de P. Gooch, op. cit., no sirve para ese
Es habitual que este cambio profundo y duradero del horizonte de los
estudios historiográficos, cuyo influjo permanecerá activo hasta la década de los años treinta del XX, sea adjudicado a las aportaciones que trajo una amplia corriente que llamamos sin mayor precisión positivismo.
De otra parte, es frecuente también que se tenga al historicismo alemán
por la creación más típica del siglo en materia de concepciones sobre la
naturaleza de lo histórico y la entidad de la historiografía. Ambas rotulaciones necesitan de matizaciones rigurosas.
En efecto, lo que se llama «historiografía positivista» no deja de estar interpretado a través de un persistente equívoco. Muchas veces se llama
positivista, sin más, a una concepción de la historiografía que es esencialmente narrativista, episódica, descriptivista, fruto de una tradición
erudita muy a lo siglo XIX. En realidad, ese tipo de historiografía es el
más típico ejemplo de «historia tradicional», pero no tiene por qué ser
confundida necesariamente con la historiografía «positivista». La historiografía positivista es la de los «hechos», establecidos a través de los
documentos, inductivista, narrativa, desde luego, pero sujeta a
«método». Un ejemplo de ello podría presentarlo con mayor propiedad
la obra de Hipólito Taine, en Francia, o de T. H. Buckle en Inglaterra, cuyo trabajo se basa justamente en la filosofía del «hecho histórico». Los
primeros grandes «preceptistas» metodológicos de la historiografía contemporánea acusan también esta impronta de la forma propia de entender la ciencia por los positivistas seguidores de Auguste Comte o de
John Stuart Mill.
La que se acostumbra a llamar escuela positivista ha sido llamada también, seguramente con mayor justeza, «escuela metódica» porque su
mayor preocupación es la de poseer un método 6. Esta escuela, que fundamentaba el progreso de la historiografía en el trabajo metódico sobre
las fuentes, insistió siempre en rechazar toda «teoría» y «filosofía». Pero
era absolutamente tributaria de la idea positivista de ciencia, cosa que
no sólo muestran ciertas obras francamente problemáticas, como la de
objeto. Pueden verse J. Fontana, op. cit.; G. Barraclough, «Tendencias actuales de la
investigación histórica», publicada en el libro colectivo Tendencias actuales de la
investigación en ciencias sociales, Tecnos-Unesco, Madrid, 1981, vol. 2, pp. 293-567.
6
J. Bourdé y H. Martin, op. cit., pp. 181, 215 y ss.
Seignobos, sino reflexiones historiográficas tan estimables como las de
François Simiand. Era, sobre todo, una corriente pragmática y empirista.
Por ello creemos que puede ser llamada también pragmática-documental o metódico- documental7.
La «disciplina» de la historiografía, en el sentido moderno de este término, fue fundada, pues, en el tránsito entre los siglos XIX y XX, a través
de un primer cuerpo de reglas y preceptos metodológicos establecido
bajo la influencia del historicismo y el positivismo. Puede decirse que
hasta el primer conflicto bélico general del siglo XX, la Gran Guerra de
1914-1918, la ortodoxia historiográfica fue la que dejó establecida la escuela metódico-documental. Ésta tuvo sus más innovadores representantes en Alemania y Francia, pero no faltaron tampoco en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en España -Godoy Alcántara, Hinojosa, Altamira-, aunque no hayamos podido detenemos aquí en ellos. Sin embargo,
en la década de los años veinte y, sobre todo, en la de los treinta, el panorama cambió grandemente tanto en la consideración de las formas
constitutivas de la historiografía, como en otros muchos terrenos de la
creación intelectual.
Podríamos decir, pues, que en el desarrollo de la historiografía contemporánea hablamos de unos siglos XIX y XX «cronológicos» que tienen
realmente poco que ver como tales con las continuidades y las rupturas
en el desarrollo de la práctica historiográfica. En efecto, la transición
desde la primera concreción de la disciplina historiográfica en la línea
historicista-metódica hacia las nuevas concepciones que rechazan los
fundamentos creados por la historiografía del XIX no comienza sino en
el periodo de entreguerras, o, mejor, en los años treinta, pero además
su definitiva consagración es cosa, como hemos dicho, de los años centrales de nuestro siglo.
Los tres grandes núcleos de innovación historiográfica que han hegemonizado la época brillante de la segunda posguerra -la historiografía
marxista, la escuela del os «Annales» y a historiografía cuantitativista7
G. Pasamar, «La invención del método histórico y la historia metódica en el siglo XIX»,
Historia Contemporánea, 11 (Bilbao, 1944), pp. 183 y ss. En este interesante artículo
Pasamar adopta el nombre de «metódica» para designar la formulación positivista de la
historiografía.
han surgido y se han aglutinado en torno, ciertamente, a centros de interés bien diversos, y han presentado un grado muy diferente de cohesión
y homogeneidad. A un paradigma relativamente unitario para la historiografía, como fue el que creó la preceptiva de los últimos años del siglo
XIX, le ha sucedido en nuestro siglo no otro sino varios otros, creando
una situación nueva que merecería mayor reflexión por parte de la historia de la historiografía. Pero en lo que probablemente conviene insistir
más, por su significación, es en el hecho de que estas grandes líneas de
expansión de la práctica historiográfica desde la segunda guerra mundial en modo alguno han aparecido de forma secuencial sino que, por el
contrario, han sido movimientos prácticamente simultáneos.
En la perspectiva con la que hoy podemos enjuiciar esta historia, puede
verse que los años que siguieron a la segunda guerra mundial han representado una verdadera revolución en el desarrollo de la historiografía
contemporánea, paralela y conectada, desde luego, con un fenómeno
similar en el resto de las ciencias sociales y en la ciencia en general 8.
Existe un detalle diferenciador, además, en esta peculiar época, que
conviene recordar también: mientras marxismo y cuantitativismo podemos considerarlos núcleos paradigmáticos que tienen una proyección
amplia en el campo general de las ciencias sociales desde donde han
llegado a la historiografía -en el caso del marxismo con unas connotaciones particulares, desde luego-, la escuela de Annales ha sido el primer movimiento historiográfico del siglo XX que nace en el campo mismo de la investigación histórica. El marxismo, por su parte, ha sido la teoría de las ciencias humanas que ha dado a la historiografía una dimensión de mayor alcance en el campo teórico general de la realidad histórica.
La «nueva historia» de la escuela de los «Annales»
La fecha de 1929 es la que habitualmente se señala como la de nacimiento de la comente que ha acabado siendo conocida como «escuela
de los Annales». Pero desde el punto de vista de su difusión, más co8
Cf. las observaciones que se hacen sobre ello en G. G. Iggers, y H. T. Parker, op. cit.
Véase la Introducción de Georg G. Iggers, pp. 1-15.
rrecto parece hablar de 1950, cuando se celebra en París el IX Congreso Mundial de Ciencias Históricas, en el curso del cual las nuevas concepciones historiográficas tuvieron su verdadera presentación mundial9.
Fue por esos años igualmente cuando la influencia de la escuela empieza a acusarse en España gracias en primer lugar a la obra de Jaime Vicens Vives10.
La revista Annales d'Histoire Économique et Sociale fue fundada en Estrasburgo, en enero de 1929, bajo la dirección conjunta de Marc Bloch y
Lucien Febvre11. Previamente, el eslabón entre la historia historicista de
comienzos de siglo y el proyecto de los annalistes lo representó, sin duda, Henri Berr (1863-1954) y su Revue de Synthèse Historique, fundada
en 1900. Las posiciones de Berr y su revista, en la que colaborarían
bastantes de los annalistes, prefiguran en buena parte las posteriores de
la escuela. Berr emprende ya el encuentro con las otras ciencias sociales sobre la base de la «síntesis».
La influencia de Annales ha sido, sin duda, extensa y profunda, y «ha
contribuido a una renovación formal de la historiografía académica»12.
Pero si en Francia la hegemonía de Annales fue indiscutible, el campo
de su influencia exterior fue muy irregular. Es notable, por ejemplo, la dificultad de penetración de las nuevas ideas de la historiografía francesa
de posguerra en los medios de la tradición «liberal» anglosajona13. Re9
H. Berr, op. cit., pp. 254 y ss.
10
El reflejo de lo que Vicens aprende de Annales, desde ese congreso mundial de 1950
al que asistió, puede verse ya en una de las más interesantes obras que produjo, el
ensayo Aproximación a la historia de España, Salvat, Barcelona, 1970 (la edición
original es de 1953). El prólogo de esa obra es muy indicativo de lo que decimos.
11
La bibliografía referente a la historia de la corriente annaliste es ya de un volumen
más que considerable. Pueden señalarse los trabajos de Coutau-Begarie, Stoianovich,
Dosse, Burke, Fontana, Hexter, entre otros a los que nos referiremos después, además
de un notable conjunto de escritos menores y los de interés crítico sobre la escuela
producidos por sus propios representantes más conocidos, desde Marc Bloch a Roger
Chartier en un lapso de, al menos, cincuenta años. Una vuelta reciente también al
asunto se contiene en Marc Bloch aujourd'hui. Histoire comparée et sciences sociales.
Textos reunidos y presentados por Hartmut Atsma y André Burguière, École des Hautes
Études en Sciences Sociales, París, 1990, 454 pp.
12
J. Fontana, op. cit., p. 200.
13
Puede documentarse eso en P. Burke, La revolución historiográfica francesa. La
escuela de los Annales: 1929-1989, Gedisa, Barcelona, 1993.
presentantes de esta tradición -de escasa relevancia como tratadistas
de la metodología historiográfica, desde luego- tales como A. J. P. Taylor, H. Trevor-Ropper, G. Elton, y hasta el mismísimo Edward Hallett
Carr, no conocían prácticamente la escuela aún en los años ochenta14.
En tanto que el núcleo más ligado a la escuela se mantuvo como grupo15, es decir, hasta los años setenta en que Fernand Braudel se retira 16
-su muerte ocurre en 1985- , más o menos, se han sucedido tres generaciones de historiadores que se han identificado comúnmente, la primera,
con la época de los fundadores, Febvre y Bloch, la segunda representada por Braudel, y por otros hombres de su generación como Morazé,
Mandrou, etc. La tercera resulta bastante más difícil de identificar en sus
aspectos generacional y científico, porque en la descendencia de Braudel aparecen figuras como Le Roy Ladurie, Furet, Chaunu, Duby, Le
Goff, Ferro, principalmente, pero a quienes podrían añadirse los nombres de historiadores más jóvenes como Burguière, Revel, Chartier,
Wachtel, y bastantes otros17. Braudel, como expone Dosse, actúa en la
frontera entre los «padres fundadores», Bloch y Febvre, y los herederos.18
En la segunda época aumenta el número de los escritos metodológicos,
con los de Braudel, Morazé, Ferro, y mucho más lo hace en la tercera
generación con la multiplicidad de textos de Furet, Chaunu, Le Roy Ladurie, Nora, Le Goff, Duby, Revel, etc. Y existen además dos textos colectivos que podríamos llamar «canónicos»: Faire de l'Histoire, de 1974,
14
El difundido libro de E. H. Carr ¿Qué es la historia?, incluso en su última versión de
1983, ignora la aportación de Annales.
15
Ello es así, a pesar de que los annalistes han rechazado siempre la existencia de tal
grupo compacto, aduciendo que había entre ellos prácticas muy diversas. Cf. P. Burke,
op. cit., p. 11. Quien ha puesto énfasis en esa inexistencia ha sido sobre todo Franrçois
Furet. Cf. F. Furet, L'atelier de l'Histoire, Flammarion, París, 1987.
16
Aparece con esa ocasión una obra importante, Mélanges en l'honneur de Fernand
Braudel, 2 vols., Toulouse, 1973; vol. II, Méthodologie de l'Histoire et des Sciences
Humaines. Hay en este volumen un conjunto de trabajos de especial interés sobre el
mundo historiográfico en torno a los Annales. El volumen I lo componen una serie de
estudios acerca del Mediterráneo en la época moderna y de la obra de Braudel.
17
F. Dosse, La historia en migajas. De «Annales» a la «Nueva Historia», Alfons el
Magnànim, Valencia, 1988. El estudio se articula en torno a esas tres generaciones. Lo
mismo hace Burke, op. cit..
18
Op. cit., p. 162.
y La Nouvelle Histoire de 197819. La evolución de Annales se ha identificado a menudo con el desarrollo del «fenómeno» «Nueva Historia»
(Nouvelle Histoire). Aludiendo a ello escribió un libro importante, crítico y
un poco sarcástico, H. Coutau-Begarie20. El poder de difusión de lo que
ya era conocido como un verdadero grupo de presión se apoyó en la
Sección VI, la dedicada a las ciencias sociales, en la École Pratique des
Hautes Études, sección que había fundado y dirigido Lucien Febvre hasta su muerte en 1956. El grupo de nuevos historiadores tiene así una
base sólida de influencia en los medios científicos y educacionales de
Francia. No sólo se convierte en preeminente, sino que se yuxtapone a
las tendencias de otros grupos, como ocurre, por ejemplo, con el marxismo.
El contenido «paradigmático» de los Annales
La huella de Annales es evidente en algunas direcciones que resultaron
en su momento cruciales para la superación de la vieja ortodoxia de los
preceptistas metódicos. Se trataba de «recusar la historia superficial y
simplista que se detiene en la superficie de los acontecimientos». Desde
ahí se va a la crítica a fondo de la noción de «hecho histórico» que es,
tal vez, en nuestra opinión, una de las más esenciales y perdurables
aportaciones de la escuela a la epistemología historiográfica. La noción
positivista de «hecho» como objeto de la ciencia era una de las más
grandes rémoras del análisis histórico anterior a la escuela. No hay un
«hecho» como átomo de la historia, dirá Lucien Febvre. El historiador no
encuentra «hechos», como no los encuentra ningún científico, sino que
tiene que analizar la realidad apoyado en su propio raciocinio, porque
19
J. Le Goff y P. Nora, eds., Faire de l'Histoire, 3 vols., Gallimard, París, 1974. Este libro
es una auténtica «biblia» de la historiografía francesa en su época, en el que
colaboraron todos los autores ligados a la escuela, pero también algunos del exterior,
como Pierre Vilar o Paul Veyne. Los tomos presentan tres grandes secciones llamadas
«Nuevos Problemas», «Nuevos Enfoques», «Nuevos Temas» (hay trad. cast.: Hacer la
historia, Laia, Barcelona, 1978). J. Le Goff, ed., La Nouvelle Histoire, Retz, París, 1978
(hay trad. cast.: La Nueva Historia, Mensajero, Bilbao, 1988). Se trata de una especie de
diccionario de la aportación de la escuela y del estado de los estudios históricos en
diversos campos, con un elevado número de colaboradores. Estamos, pues, ante dos
obras fundamentales para el análisis del significado de la escuela.
20
H. Coutau-Begarie, Le Phénomène «Nouvelle Histoire». Stratégie et Idéologie des
nouveaux historiens, Economica, París, 1983.
«no hay realidad histórica ya hecha que se entregue espontáneamente
al historiador». Ello es lo que lleva a los fundadores a enfatizar el adjetivo «social» para caracterizar el nuevo tipo de práctica que proponen,
aun cuando se trataba, como ha señalado Le Goff, de un término «de
carácter vago que abarcaba toda la historia». Bloch había dicho que era
una palabra que permitía abrir las nuevas ideas fuera del campo estrecho anterior: «no hay historia económica y social. Hay la historia, sencillamente, en su unidad. La historia que es social enteramente, por definición»21.
De ahí derivaría otra de las concepciones de la escuela llamada a tener
gran futuro, la que se conceptualiza como «historia-problema» frente a
«historia-relato». La obra de historia pasa a ser «temática» y no meramente descripción de secuencias cronológicas. Marc Bloch escribe una
obra maestra sobre la sociedad feudal, donde se enfrenta precisamente
a un problema de definición. O Lucien Febvre escribe sobre Rabelais y
el problema de la «incredulidad» en el siglo XVI. Braudel toma como eje
de su primera gran producción una entidad natural como el Mediterráneo y después un fenómeno preciso como el capitalismo. Esto acercaría
indudablemente el trabajo, el «oficio», del historiador al de los otros
científicos sociales en el intento no de narrar episodios sino de resolver
problemas. La Apologie pour l'histoire de Bloch es el mejor exponente
que la escuela produjo de esta manera de ver las cosas.
La aportación de Annales significó también un extraordinario desarrollo
de nuevas temáticas y un interés por el uso de nuevos tipos de fuentes22, tendencias ambas que no han hecho sino adquirir mayor impulso a
lo largo del desenvolvimiento de la escuela y, lo que probablemente es
lo más importante de todo, un talante enteramente distinto hacia la relación de la práctica historiográfica con ciencias sociales como la geografía, la sociología, la antropología, la economía, una relación que, en los
tiempos de mayor influencia de la escuela, no estuvo exenta de cierta
propensión «imperialista». La propia formación intelectual y las influencias recibidas por los fundadores, Bloch y Febvre, de autores y ramas
21
22
Le Goff, op. cit., pp. 265-266.
La mejor representación completa de este impulso renovador es la que se presenta
en la obra colectiva ya citada J. Le Goff y P. Nora.
diversas de la ciencia social -Durkheim, Vidal de la Blache, Mauss, Halbwachs- desempeñan un gran papel en esta tendencia23. La propuesta de
una historiografía abierta a todos los conocimientos del hombre es, en
definitiva, otra de las grandes aportaciones de la escuela viva hasta el
día de hoy como muestran publicaciones recientes24. A algunos de los
integrantes de la escuela se debe también una primera tímida, y más
bien declarativa, formulación de la idea de «historia total», como es el
caso de Braudel25.
Según Le Goff, esta «nueva historia» «se afirma como historia global,
total, y reivindica la renovación de todo el campo de la historia». Tendría
como precedentes nada menos que a Voltaire, Chateaubriand, Guizot,
Michelet y Simiand. Esta nueva historia nació como una rebelión contra
«la historia positivista del siglo XIX». Produciría una revolución en la
concepción del documento histórico y, en consecuencia, en las formas
de entender la crítica documental. Febvre había señalado que la historia
se hacía con documentos, como quería la escuela metódica, pero también sin ellos y con otros muchos tipos de evidencias que no eran sólo
las escritas.
En la época de máxima influencia de la escuela, fue Fernand Braudel el
definidor por excelencia de sus principios y planteamientos26. La escuela, en resumen, cambió el sentido de la aproximación a lo histórico, el
sentido de partes importantes del método y la concepción misma de la
tarea de historiar, pero no ha contribuido en la misma medida a una teorización de lo histórico y ni aun de lo historiográfico. Aun así, cabe señalar y destacar las visiones teóricas, o las aportaciones teóricas concretas
23
24
La documenta bien P. Burke, op.cit., cap. 2.
Así el número monográfico de Annales. É.S.C., 44, n.° 6 (noviembre-diciembre de
1989), titulado Histoire et Sciences Sociales: un tournant critique. Un texto también de
gran importancia.
25
El asunto se trata también en los ya citados Mélanges, vol. II: Méthodologie de l'Histoire et des Sciences Humaines.
26
Los escritos metodológicos de Braudel han sido recogidos hasta ahora en varias
publicaciones la más comprehensiva e importante de las cuales fue F. Braudel, Écrits
sur l'Histoire, Flammarion, París, 1969. Una parte de estos textos se publicó en español
en la obra La historia y las ciencias sociales, Alianza, Madrid, 1968. Véanse las ya
citadas Mélanges, y el artículo de J. Hexter, «Braudel et le monde braudelien», Journal
of Modern History, 4 (1972), pp. 483 y ss.
de dos, cuando menos, de los integrantes de la escuela. Nos referimos,
en su primera generación, a Marc Bloch y en la segunda a Femand
Braudel. En realidad, ningún otro de los integrantes de la corriente ha alcanzado la profundidad de algunos de los escritos de los dos citados,
aunque haya que señalar la valía de ciertos textos de Charles Morazé.
La nueva historiografía recoge en realidad influencias que proceden de
muchas partes, tanto dentro de la tradición historiográfica como, sobre
todo, fuera de ella, en el ámbito de otras exploraciones de lo social.
Desde el seno de la escuela nunca formuló nadie una aproximación suficiente a una teoría de la sociedad27. Annales ha tenido, para decirlo en
nuestros propios términos, una importante aportación a las cuestiones
metodológicas de la historiografía, pero escasa en cuanto a la teoría
tanto constitutiva como disciplinar. El eclecticismo general, la amalgama
de influencias varias que se reúnen en las proposiciones más generales
de la escuela, se encuentran en la base de esta debilidad28. «Los Annales no aportaron, al lado de este enriquecimiento metodológico, una renovación teórica similar», afirma Fontana.
Annales significó en alguna medida el establecimiento de un «paradigma» historiográfico, una nueva «ortodoxia», la que rechazaba la historiografía del «hecho histórico» pero no en el grado en que lo significó el
marxismo o, incluso, el estructural-cuantitativismo. El libro clásico como
manifestación de sus aportaciones, Faire de l'Histoire, presentaba bien
los tres ámbitos en los que podían manifestarse las propuestas de la
nueva historia: nuevos problemas a estudiar, nuevos métodos y nuevos
campos de estudio. La cuestión de los «problemas» es la que más cerca
se halla de la formulación de una verdadera epistemología historiográfica, pero en modo alguno lo consigue y algunas de las aportaciones claves a esa sección no están hechas por hombres de Annales -Certeau,
Veyne, Vilar29.
27
Esa es la tesis esencial y compartible que mantiene J. Fontana, «Ascenso y
decadencia de la escuela de los "Annales"», en C. Parain, A. Barceló, et. al., Hacia una
nueva historia, Akal, Madrid, 1976, pp. 109-127.
28
J. Fontana, Historia, p. 204.
29
Cf. Faire, vol. I.
Una consideración crítica general de la significación de la escuela tendría que tener muy en cuenta, por tanto, dos hechos importantes y de
significado en parte contradictorio. El primero sería, sin duda, la capacidad para crear un nuevo paradigma de la práctica historiográfica, hoy
enteramente asumido, como hemos dicho. Pero, en el otro extremo, los
integrantes de Annales no han forjado una nueva «concepción de la historia» y ello en el sentido más riguroso de esa expresión. Los hombres
de la escuela renunciaron explícitamente a la «filosofía» -como dijo Lucien Febvre, a propósito de su crítica de la obra de Arnold Toynbee-30,
pero ello aparejaba de hecho la renuncia a toda «teoría», aunque el mismo Febvre hablara de la necesidad de ella. La escuela no se ha pronunciado, en forma de aportación teórica, sobre la naturaleza de la historia31, la sociedad, la ciencia, etc., y de hecho tampoco sobre la naturaleza del conocimiento histórico. En ello se encuentra naturalmente lejos
del historicismo, del marxismo, e, inclusive, del propio cuantitativismo.
La relación entre las propuestas de la escuela, al menos hasta el fin de
la preeminencia braudeliana, y las ideas centrales del funcionalismo fue
sugerida por uno de los estudiosos de la corriente32. Burke, a su vez, ha
llamado la atención acerca de la influencia de Durkheim en la obra de
Marc Bloch33.
Los más influyentes responsables del nacimiento de la escuela no se
ponían de acuerdo sobre si la historiografía era o no una ciencia. Febvre
hablaba de «estudio científicamente elaborado» y Bloch, sin embargo,
de «ciencia de los hombres en el tiempo». Al no estar clara la naturaleza
de la ciencia ni haber habido una explícita reflexión sobre ello, no hablaban nunca de teoría34. Si esta objeción puede no responder estrictamen30
L. Febvre, Combates por la historia, pp. 183 y ss.
31
El libro de C. Morazé, La lógica de la historia, Siglo XXI, Madrid, 1970 (ed. original
francesa de 1967) parece ser un intento de ello. Pero es, en buena parte, un texto
ininteligible que, sin embargo, pretende tratar asuntos como «la función de
historicidad» de interés esencial. Se trata, además, de un libro que valora el marxismo
pero que intenta ser una contraposición a él.
32
T. Stoianovich, French Historial Method: the Annales Paradigm, Comell University
Press, Ythaca, 1976. Este estudio lleva un prólogo de F. Braudel.
33
Burke, op. cit., pp. 25 y 29-32.
34
J. Fontana, «Ascenso», p. 117.
te a la realidad -ya hemos visto los párrafos de Febvre-, es verdad que
no existe una teorización suficiente de la naturaleza de lo histórico ni del
objetivo teórico de la historiografía. Los fundadores de la escuela hablaron, sobre todo, de métodos, de instrumental de análisis. Parece como
si la concreción vaga del objetivo de esta nueva historia no llegase a
materializarse mucho más que en « el hombre». Paul Ricoeur no carece
de razón tampoco al considerar limitado el valor propiamente teórico de
lo aportado por los historiadores de Annales a la historiografía. Así dice
que «los ensayos más teóricos de los historiadores de esta escuela son
tratados de artesanos que reflexionan sobre su oficio»35. En Marc Bloch,
por ejemplo, Ricoeur señalará «las vacilaciones, las audacias y las prudencias del libro [que] constituyen hoy su valor». Ricoeur, con evidentes
aciertos al juzgar a Bloch, parece resentirse de que el fundador de Annales no participe de su criterio sobre la caracterización narrativa de la
historia...36
El epigonismo final
Ciertamente, con la retirada de Braudel de la actividad directa al comienzo de los años setenta, la escuela deja de ser definitivamente un movimiento con cohesión básica, en todas las direcciones posibles del término, desde lo académico a lo social, y se desbordan las divergencias, fecundas, sin duda, que ya habían nacido en los años sesenta y que han
dado lugar en los setenta y ochenta a una abundante cantidad de derivaciones que tienen su origen en las posiciones clásicas de la escuela.
La primera gran novedad en surgir sobre el fondo de las aportaciones
clásicas es la de la historia cuantitativa, a la que nos referiremos con
mayor extensión al hablar de la comente general del cuantitativismo.
Otros autores trataron la demografía histórica y prestaron, como toda la
escuela, una atención detenida a las monografías regionales en la historia de Francia; así Goubert, Duby, Bois, Agulhon, y, de forma tangencial,
las de Vilar sobre Cataluña y Vovelle sobre Provenza, que son modelos
en su género y de las que está ausente, por lo general, la historia políti35
P. Ricoeur, Tiempo y narración. I: configuración del tiempo en el relato histórico,
Cristiandad, Madrid, 1987, p. 179. La cursiva es del autor.
36
Ibídem, p. 180 y nota 13.
ca. La escuela tuvo también una relación muy polivalente con las concepciones del estructuralismo de origen lingüístico, trasvasado a la etnología por Lévi-Strauss y cuyas concepciones sobre la historia, por otra
parte, no pueden ser menos favorables a la preeminencia de la historiografía como una consideración global del fenómeno social. Lévi-Strauss
concede esa preeminencia a la antropología. Pero toda la concepción
sobre la «estructura» forjada por Lévi-Strauss resulta de gran utilidad
para la tercera generación de escuela, para Le Roy Ladurie, Le Goff,
etc.37, y puede decirse que es esta corriente la que se sobrepone claramente a la estructural-funcionalista de origen anglosajón.
Otra de las más notorias vías de investigación y de influencia que se
han derivado de la actividad de la escuela es la que se ha llamado historia de las mentalidades que tuvo como impulsores a Philippe Ariès -que
nunca fue hombre de la escuela, desde luego-, Michel Vovelle, Georges
Duby, Jacques Le Goff, Maurice Agulhon, etc. Pero la historia de las
mentalidades está, sin duda, prefigurada en una buena parte de la producción de los fundadores Bloch y Febvre38, y obedece en parte a influencias de psicólogos que no excluyen los psicoanalistas39. La concepción de las mentalidades colectivas tiene, sin duda, mucho de opción alternativa a la idea de más alcance de ideología que introduce el marxismo40. La historia de las mentalidades ha dado lugar, desde luego, al estudio de un amplio espectro de cuestiones que han ido desde la actitud
ante la muerte, que empezara a estudiar Ariès, hasta la infancia, la brujería, las maneras de mesa, el sentimiento religioso y todo el amplio conjunto de actitudes e ideas colectivas reunidas bajo el rótulo de «I'imaginaire».
37
Un número especial de Annales fue dedicado a «Histoire et Structure», Annales.
É.S.C., 26, n.° 3 y 4 (mayo-agosto de 1971), con colaboraciones del propio Lévi-Strauss,
Godelier, Le Roy Ladurie, Le Goff, etc. Véase también E. Remoto, Estructura e historia.
La antropología de Lévi- Strauss, A. Redondo, Barcelona, 1972.
38
Es el caso, por ejemplo, de Les Rois taumaturges de Bloch, o el libro dedicado a
Rabelais por Febvre.
39
Véase M. Oexle, «Raison», en H. Atsma y A. Burguière, op. cit., p. 419.
De la historia de las mentalidades no es difícil el salto a una historia con
una amplia visión antropológica, etnológica, que ha dado lugar a una rotulación de la que la escuela se ha apropiado como es la «antropología
histórica»41. También el interés de los fundadores en este análisis antropológico se demostró bajo la influencia de Mauss o Lévy-Bruhl, y a esa
antropología histórica han contribuido estudios medievales como los de
Duby y Le Goff, además de los de Le Roy Ladurie, los que tratan de la
alfabetización y lectura que comenzó Robert Mandrou y han continuado
con los de Furet, Roche, Chartier. Con ello se ha ido también hacia el
campo de la llamada historia sociocultural, una de las corrientes más
claras de la historiografía actual y que tiene un buen representante en
Roger Chartier.
Más tarde, ya en los años noventa, los «epigonismos» derivados de Annales se han hecho aún más amplios y casi interminables. Tendencias
como la del estudio de la sociabilidad, que inaugura Agulhon, la vuelta a
una nueva historia política e, incluso, la valoración de nuevo de la narrativa como forma de expresión historiográfica -cosa que hace Chartier-,
abonan claramente la visión de que no hay en el presente nada parecido
ya a una «escuela» de los Annales, pero que el espíritu de sus mejores
aportaciones florece aquí y allá. Es de notar, por lo demás, que en la
época clásica de la escuela sus integrantes apenas trabajaron sobre historia contemporánea y muy escasamente sobre la antigua. Ello es un
detalle relevante acerca de la naturaleza de ese paradigma annaliste
que no acaba de entender a los siglos XIX y XX, a pesar de las coherentes palabras dedicadas por Bloch a la importancia del presente para la
consideración histórica. Sin duda, si algo podemos considerar emblemático de esta aportación, algo que mantiene una perenne actualidad, ello
es la Apologie que hizo Marc Bloch de la historiografía y del oficio de
historiador.
El marxismo y la historiografía
La influencia del marxismo ha sido profunda en la trayectoria de las
ciencias sociales, particularmente desde los años treinta de nuestro si-
40
Una exposición variada e interesante del asunto en M. Vovelle, Idéologies et
mentalités, Maspéro, París, 1982 (reeditada por Gallimard en 1992).
41
Véase A. Burguière, en La Nueva Historia, pp. 38 y ss.
glo y, en especial, en los decenios inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial. Esta expansión de la metodología marxista en
las ciencias sociales en su conjunto tuvo en el caso de la historiografía
un impacto tal vez aún mayor, por la propia naturaleza de la construcción teórica marxista que se fundamenta en el análisis de la historia42.
En los países de Occidente se ha hablado de una historiografía marxista
francesa -Labrousse, Vilar, Lefebvre, Soboul, Bouvier-, de una británica
-Dobb, Hill, Hobsbawm, Hilton, Thompson, Samuel, Anderson-, de una
italiana -Sereni, Zangheri, Procacci, Romeo, Barbagallo- o es pañola
-Fontana, Tuñón43, Elorza, Pérez Garzón, Ruiz- entre otras. A diferencia
de la escuela de los Annales de impronta casi en exclusiva francesa, el
marxismo posee una difusión y una importancia de naturaleza supranacional, que, junto a unos principios obviamente comunes, permite no
obstante ver inspiraciones nacionales concretas ligadas siempre al desarrollo general de la filosofía y la teoría social marxista en cada caso.
El materialismo histórico se perfila en la obra de Marx y Engels en la encrucijada histórica de los años cuarenta del siglo XIX44. Su primera formulación elaborada aparece ya en La ideología alemana que Marx y Engels escriben en 1845-1846, pero que no se ha publicado sino casi un
siglo después. Pierre Vilar ha señalado que la obra de Marx «introdujo a
la historia dentro de la ciencia», pero que, al mismo tiempo, el «concepto de historia» en una exégesis marxista no estaba aún construido 45.
Señaló también que Marx es «el primer estudioso que ha propuesto una
teoría general de las sociedades en movimiento», lo que constituye, sin
duda, una brillante manera de aludir a una definición de lo histórico que
hace justicia real a las posiciones de Marx. Vilar advierte enseguida, de
todas formas, que «una "teoría general" no es una filosofía»46.
El método de análisis marxista de todo proceso histórico tiene como eje
la dialéctica. Pero no es sencillo explicar qué se quiere decir con dialéctico, más allá de la idea de las contradicciones inherentes a toda realidad -tesis y antítesis- y su superación en nueva síntesis. Para el marxismo, estas contradicciones no se producen, como pretendía Hegel, en
el movimiento de las ideas sino en las condiciones materiales básicas47.
Las «relaciones de producción» son la categoría absolutamente distintiva de cada estadio histórico. Tales relaciones de producción son un reflejo del estado de las «fuerzas productivas», pero aquéllas no están
necesariamente sujetas a éstas, de forma que en determinadas coyunturas históricas ambos elementos entran en contradicción produciendo
el conflicto básico que da lugar al cambio histórico. Los estadios históricos determinados por la naturaleza de las fuerzas y relaciones de producción existentes son conceptuados por el marxismo como «modos de
producción», que resultan ser tanto una construcción categorial y un modelo metodológico como, en términos reales, un estadio histórico 48. Pero
en el plano de las realidades históricas concretas, los modos de producción no se presentan nunca de la manera que el modelo parece establecer, sino con peculiaridades específicas que obligan a introducir el concepto de « formación social» específica49.
La trayectoria de la historiografía marxista
46
42
Ciertamente, no existe una historia de la historiografía marxista capaz de presentar
una visión de conjunto, sobre todo para estas etapas más recientes.
43
J. Aróstegui, «Manuel Tuñón de Lara y la construcción de una ciencia historiográfica»,
en J. L. de la Granja y A. Reig, Manuel Tuñón de Lara, el compromiso con la historia,
Universidad del País Vasco, Bilbao, 1993, pp. 143-196.
44
Véase el excelente encuadre histórico que hace de este nacimiento J. Fontana,
Historia, pp. 135 y ss.
45
P. Vilar, «Marx y la historia», en Historia del marxismo, Bruguera, Barcelona, 1979,
vol. 1, p. 116.
P. Vilar, Une Histoire en construction: approche marxiste et problematiques conjoncturelles, Gallimard-Le Seuil, París, 1982. En el texto « Histoire sociale et philosophie de
l'histoire», p. 355. Las cursivas son de P. Vilar.
47
Véase M. Dal Pra, La dialéctica en Marx, Martínez Roca, Barcelona, 1971.
Y
aunque es un libro más difícil, L. Kofler, Historia y dialéctica, Amorrortu, Buenos Aires,
1972, para cuya lectura es conveniente seguir los consejos que el propio autor da y
empezar por el capítulo 5, «La estructura dialéctica del entendimiento».
48
Uno de los más citados textos de Marx sobre estas cuestiones es el contenido en el
Prefacio de su Contribución a la crítica de la economía política, que apareció en 1859.
Véase la edición española de Alberto Corazón, Madrid, 1970, 307 pp.
49
C. Leporini y E. Sereni, El concepto de «formación económico- social», Siglo XXI,
México, 1973.
J. Fontana ha caracterizado el desarrollo del materialismo histórico, desde la muerte de Friedrich Engels en 1895 hasta nuestros días, como «un
doble proceso de desnaturalización y de recuperación», en buena medida simultáneos50. A la muerte de Engels sobreviene una primera crisis
en cuyo contexto se desenvuelve un revisionismo como el representado
por Eduard Bemstein en Alemania51. El marxismo, en realidad, tardó muchos años en llegar plenamente a los círculos académicos y ello fue así
especialmente en el terreno de la historiografía.
La historiografía soviética, después, empieza a adquirir sus perfiles clásicos en los años veinte, pero un momento culminante es la aparición de
la Historia del Partido Comunista de la URSS, en 1938, que era, sencillamente, la elaboración de la versión estalinista de semejante historia 52.
Pero la historiografía soviética avanzó con solidez en ciertos dominios
con una investigación empírica valiosa: arqueología y prehistoria, etnografía histórica, estudios bizantinos, algunos campos de la «cultura material» de las poblaciones de la URSS, etc. En todo lo demás, desde el
periodo antiguo al contemporáneo, salvo muy escasas excepciones -Kovaliov, Porchnev, Mescheriakov, Maidanik- la historiografía soviética es
casi mera doctrina repetitiva53.
La historiografía soviética tuvo también la peculiaridad, en fin, de dedicar
un amplio espacio a los problemas de la teoría de lo histórico y al método historiográfico54. Es evidente que desde los años sesenta los tratadis50
51
J. Fontana, Historia, p. 214.
Véase a este efecto el libro fundamental de B. Gustafson, Marxismo y revisionismo,
Grijalbo, Barcelona, 1974.
52
De esa historia hizo una publicación en castellano en 1947, en Moscú, Ediciones en
Lenguas Extranjeras, como Compendio de la historia del Partido Comunista de la URSS.
53
Un caso al que merece la pena dedicar una frase es el de la historia española y
especialmente la relacionada con los años treinta y la guerra civil. En este terreno justo
es decir que la historiografía soviética ha producido de todo, bueno y malo. Una
auténtica «perla» de esta historiografía es, sin embargo, el libro de Svetlana
Pozharskaia, Breve historia del franquismo, L'Eina, Barcelona, 1987, cuyas máximas
autoridades historiográficas son Marx, Engels y Lenin y que, en tales fechas, desconoce
absolutamente toda la bibliografía sobre el asunto, con la sola excepción de las páginas
de El País.
54
Existen muchas traducciones al castellano y otras lenguas occidentales de los
trabajos de los especialistas soviéticos, canalizadas todas a través de la Editorial
Progreso, de Moscú, que sustituyó a la vieja Editorial en Lenguas Extranjeras, y también
de la Editorial Nauka. Una revista importante para conocer estos trabajos, y todo lo
tas soviéticos tuvieron mejor conocimiento de lo que se producía en Occidente, lo que permitió un mayor contraste y una cierta apertura a corrientes nuevas. Esta producción ha ido desde obras de conjunto sobre
el desarrollo histórico contemporáneo55 o sobre Teoría y metodología de
la historia56, sobre historia y metodología general de la ciencia y las ciencias sociales57, hasta los problemas generales de las historias nacionales y de la de los países en desarrollo -con una gran atención a esto último-, sobre la periodización histórica y, por supuesto, con un contenido
más dudoso, sobre la historia de las relaciones internacionales.
De lo producido en países que tuvieron regímenes socialistas poco puede decirse, salvo en el caso de la República Democrática Alemana y de
Polonia. En cuanto a la primera para señalar la calidad de ciertas obras
historiográficas, como la aglutinada en torno al desaparecido Manfred
Kossok y el análisis de las revoluciones contemporáneas58. En cuanto al
caso polaco para señalar por su parte que ha contado con una de las
historiografías de un país del Este más conocida en Occidente, cuyo
marxismo era más que dudoso, con autores conocidos como Witold Kula, Jerzy Topolsky, Bronislav Geremek o Leszek Novak, entre otros. En
todo caso, merece una mención aparte un autor como Adam Schaff, filósofo, pero que ha abordado también problemas del conocimiento histórico.
La publicación de la obra de Maurice Dobb, Estudios sobre el desarrollo
del capitalismo59 en 1946 puede tenerse por el momento de partida de
relacionado con la investigación y las publicaciones soviéticas en todas las ciencias
sociales, fue la ya citada Ciencias Sociales, fundada en 1970 y publicada en los
principales idiomas por la Academia de Ciencias.
55
La teoría marxista-leninista del proceso histórico: dialéctica de la época
contemporánea, Progreso, Moscú, 1989.
56
Academia de Ciencias de la URSS, Editorial Nauka, 1990. Los editores son I.
Kovalchenko y M. Barg, este segundo un estimable tratadista.
57
«La teoría de los sistemas: aspectos de actualidad» es el título de un dossier en
Ciencias Sociales, 1, 35 (1979), pp. 31-118.
58
Un ejemplo de ello G. Brendler, M. Kossok, J. Kubler, et al., Las revoluciones
burguesas. Problemas teóricos, Crítica, Barcelona, 1983. Se trataba del grupo de
historiadores que trabajaba en la Universidad «Karl Marx» de Leipzig, además de un
trabajo de Albert Soboul.
59
M. Dobb, Estudios sobre el desarrollo del capitalismo, Siglo XXI, Buenos Aires, 1971.
un extraordinario desarrollo de la historiografía marxista en los países
occidentales. Pero en Francia ha existido una tradición de historiografía
marxista al menos desde la publicación de la obra de Jean Jaurès Historia socialista de la Revolución francesa, aparecida en 1902. La primera
obra de gran influencia hecha desde una inspiración marxista en Francia
es la de Ernest Labrousse, que es también el padre de la historia cuantificada en aquel país. Son dos las obras básicas de Labrousse sobre el
contexto económico general de la revolución de fines del siglo XVIII, a
las que acompaña un estudio más breve pero donde se ve más nítidamente el uso de una conceptuación marxista60.
Labrousse establecía, con toda clase de cautelas, sin embargo, la correlación entre el movimiento del ciclo económico y determinados acontecimientos sociales, como el fundamental de las revoluciones. Pero él llamaba ya la atención sobre «los excesos pueriles en que a veces han caído algunos ensayistas del materialismo histórico»61. La intención de Labrousse de comprobar empíricamente la correlación entre diversos fenómenos de la estructura social tuvo un impacto inmediato sobre toda la
historiografía posterior62. Junto a Labrousse, la otra gran figura del marxismo historiográfico francés es la de Pierre Vilar, especialista en la historia española a la que ha contribuido con textos esenciales sobre temas
tan diversos como Cataluña, la economía moderna y la guerra civil. La
obra de Vilar tiene una faceta de reflexión teórica y disciplinar difícilmente igualable63.
La historiografía marxista francesa ha fijado su atención principal en algunos temas predilectos: la historia del movimiento obrero64, primero,
junto a la de la Revolución francesa, tema este en el que los estudios de
Lefebvre, Soboul, Bois, Mazauric, Reberioux, etc., y con los precedentes
de Jaurés y Mathiez, crearon una imagen acabada de la revolución social que no ha dejado de ser discutida65, habiéndose luego ampliado el
campo a los estudios sobre el arte -Francastel-, la etnología histórica y
de diferentes asuntos de historia social, mientras que el más conocido
historiador del comunismo francés es J. Elleinstein. Una muestra de toda la temática se ofreció en la publicación Aujourd'hui l'Histoire66, de inspiración marxista pero donde colaboraban autores que no lo eran, como
Le Goff, Duby o Mandrou. La temática allí abordada iba desde las fuentes y los métodos, los problemas teóricos y los campos de investigación
hasta los problemas de la Revolución francesa67.
Un aspecto, en fin, que no puede olvidarse es el de la importancia de los
estudios sobre el significado de la historia a luz de la teoría marxista, o
los aspectos sociales de la propia práctica del historiador. Además del
caso ya citado de Vilar, o el de Balibar en la estela de Althusser, se puede hablar de G. Dhoquois, de Jean Chesneaux, por hacerlo sólo de los
más asequibles.
Después de la segunda guerra mundial aparece en Gran Bretaña una
generación extraordinaria de historiadores que estaban en principio ligados al partido comunista británico. Bajo la inspiración y el magisterio de
60
E. Labrousse, Esquisse du mouvement des prix et des revenus en France au XVIII
siècle, Dalloz, París, 1933 y La crise de l'économie française à la fin de l'ancien régime
et au début de la révolution, PUF, París, 1944. El trabajo más breve, comunicación
hecha a un congreso, es 1848, 1830, 1789: trois dates dans l'histoire de la France
Moderne, PUF, París, 1948. Un extracto amplio de los dos primeros y la totalidad de este
tercer trabajo fueron publicados en castellano en un solo libro, Fluctuaciones
económicas e historia social, Tecnos, Madrid, 1962.
61
E. Labrousse, op. cit., p. 20. La correlación fue primeramente establecida por
Labrousse como hipótesis a comprobar.
62
J.-Y. Grenier y B. Lepetit, «L'expérience historique. À propos de C.-E. Labrousse», Annales. É.S.C., 44, 6 (noviembre-diciembre de 1989), pp. 1.337-1.360. Se publicaba esta
revisión de la obra de Labrousse con motivo de su muerte.
63
La mayoría de sus artículos sobre el asunto se han recogido en una recopilación
reciente ya citada, P. Vilar, Une Histoire en construction. Vilar es autor de estudios tan
conocidos como Historia marxista, historia en construcción o Iniciación al vocabulario
del análisis histórico, ya citadas aquí, y de Crecimiento y desarrollo. Economía e
historia, reflexiones sobre el caso español, Ariel, Barcelona, 19742. Deben recordarse
además El método histórico, incluido en Althusser, método histórico e historicismo,
Anagrama, Barcelona, 1972, y últimamente los textos incluidos en Reflexions d'un
historiador, Universitat de València, 1992.
64
Señalemos una obra de interés teórico-metodológico como la de G. Haupt, EL
historiador y el movimiento social, Siglo XXI, Madrid, 1986.
65
Una muestra de ese debate se ofrece en Estudios sobre la Revolución francesa y el
final del Antiguo Régimen, Akal, Madrid, 1980, donde participan Soboul, Richet, Régine
Robin, Chaussinand-Nogaret, etc.
66
Éditions Sociales, París, 1974, que en cierta manera era una réplica de Faire de
L'Histoire. Existe una versión española plagada de errores.
67
Los colaboradores marxistas más significativos son A. Casanova, A. Leroi-Gourhan, P.
Vilar, J. Bouvier, J. Bruhat, P. Francastel, A. Soboul, C. Mazauric.
Maurice Dobb y más lejanamente de R. H. Tawney, se creó una de las
«escuelas» marxistas que más entidad, cohesión y aportaciones ha procurado a la historiografía social utilizando una metodología marxista
que, en cualquier caso, lo fue con una extraordinaria flexibilidad y capacidad de renovación68. Sus más conocidos representantes han sido,
además de M. Dobb, Rodney Hilton, Christopher Hill, Eric J. Hobsbawm,
E. P Thompson69, Victor Kieman, a los que, sin duda, habría que añadir
más nombres que mantienen una relación intelectual indudable con los
anteriores, aunque puedan haber tenido trayectorias distintas personales y políticas70. Unos deben ser situados como precedentes, entre los
que figuraría V. Gordon Childe71 y otros como miembros ya de una generación posterior a aquella que se dio a conocer en los cincuenta y primeros de los sesenta. El marxismo ha sido determinante en la renovación de una historiografía británica, anclada hasta la segunda guerra
mundial en su sempiterna tradición liberal, whig, cuyos pontífices eran A.
J. P Taylor, H. Trevor-Ropper o sir G. Elton, tradición que, no obstante,
ha seguido produciendo retoños.
Aunque suele hablarse de forma indiscriminada de una «historiografía
marxista británica», lo cierto es que estamos ante unos cuantos grupos
distintos entre los que también podrían introducirse diferencias en razón
68
R. Johnson, K. Maclelland, G. Williams et al., Hacia una historia socialista, introducción
y traducción de R. Aracil y M. García Bonafé, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1983. El
libro reproduce los textos de una polémica sobre el contenido de la historia
«socialista-humanista», término con el que se alude a la posición de Thompson, donde
la introducción de Aracil y Bonafé es recomendable para un primer conocimiento del
panorama de esa historiografía marxista británica.
69
Éstos son los que incluye en su estudio H. J. Kaye, Los historiadores marxistas
británicos, Julián Casanova, ed., Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 1989.
70
Evidentemente, la nómina de los historiadores marxistas británicos destacados entre
los años cincuenta y ochenta es mucho más extensa y hay que añadir de forma
imprescindible nombres como los de Raphael Samuel, Perry Anderson, Georges Rudé,
G. Stedman Jones, el propio H. J. Kaye, cuando menos. Además del americano Eugene
Genovese, o de Raymond Williams, historiador y crítico de la cultura. Revistas como la
New Left Review, History Workshop Journal, Socialist Register y, en definitiva, Past and
Present, contienen en sus páginas una buena parte de la historia intelectual de estos
grupos.
71
Especializado en la prehistoria, ha publicado abundantes obras de síntesis en las que
destaca una visión imaginativa y fecunda del significado del Neolítico. Gordon Childe es
autor también de una Teoría de la historia, La Pléyade, Buenos Aires, 1971. (El título
original de la obra es History.)
de sus planteamientos historiográficos y del uso que hacen del aparato
conceptual. Un grupo sería realmente el de los historiadores que estuvieron ligados al partido comunista y que de una u otra manera se vieron
reflejados en la New Left Review y entre los que parece claro que fue
Edward P. Thompson el que mayor originalidad y diferenciación mantuvo al evolucionar hacia un marxismo de vocación esencialmente cultural,
antiestructural, que se ocupa sobre todo de las formas de representación y manifestación de los contenidos de clase.
Distinto es el caso de los historiadores reunidos en torno a los History
Workshop y a la revista que editaron, que son también generacionalmente posteriores72. Se incluyen aquí Raphael Samuel, Sheila Rowbotham, G. Stedman Jones73, entre otros. Ha sido esta tendencia la que
ha puesto un especial énfasis en la idea de una «historia popular», una
«historia desde abajo»74. Este grupo no aportaba solamente una importante renovación temática, prestando, por ejemplo, una decidida atención a la historia de las mujeres y del feminismo, y a la historia de las
clases bajas, sino que representaba también un talante enteramente
nuevo en la concepción del trabajo histórico, el «taller de historia», de la
función misma de los escritos de historia, destinados a ser leídos por todos75.
H. J. Kaye ha destacado que lo más significativo de este conjunto de los
marxistas británicos reside, sobre todo, en lo que aportan de fundamentación conceptual. La mayor parte de los historiadores a recordar aquí
han hecho una contribución importante no sólo a la investigación histórica, sino también a la definición del proceso histórico y de los fundamentos de la disciplina. En este sentido es importante la obra de E. J. Hobs72
La mejor información sobre el grupo la facilita el libro de R. Samuel, ed., Historia
popular y teoría socialista, que reúne un conjunto de trabajos y temas diversos, así
como uno de los debates a que dio lugar el libro de E. P. Thompson Miseria de la teoría.
73
De G. Stedman Jones cabe destacar el interesante conjunto de trabajos reunidos en
Lenguajes de clase, Siglo XXI, Madrid, 1989, cuya edición original es de 1983.
74
R. Samuel, «Historia popular, historia del pueblo», en R. Samuel, op. cit., p. 47. El
debate sobre la «History from below» parece haberse reactivado últimamente. CE «The
Dilemma of Popular History», Past and Present, 141 (noviembre de 1993), pp. 207-219,
en el que discuten W. Beik y G. Strauss.
75
En todo caso, P. Anderson, op. cit., pp. 109-110, dice de ellos que son «historiadores
socialistas (no marxistas)». La cursiva es suya.
bawm, sin ninguna duda el miembro del grupo cuya visión historiográfica
es más amplia y ha tratado mayor número de temas de historia no británica; pero no cabe duda que la más llamativa y la de más influencia ha
sido la de Edward P. Thompson. La obra de éste es también extensa,
pero en ella destacan dos trabajos: el más voluminoso sobre la formación de la clase obrera en Inglaterra76 y otro que descubre bien la vertiente polémica de esta nueva historiografía renovadora del marxismo y
que fue su dura diatriba contra las posiciones de Louis Althusser, titulada Miseria de la teoría77.
De hecho, Thompson rechaza esencialmente en Althusser una posición
«teoricista» sobre la historia que desconoce completamente la elaboración de una historiografía como trabajo empírico, sin el cual no puede teorizarse. Pero además se trata de una polémica acerca del giro «culturalista» que Thompson da a sus análisis y conclusiones y que desde el
campo marxista mismo ha sido lo más discutido de su obra 78. Lo que
Thompson ha destacado siempre es el proceso de creación de una cultura específica de clase a través de las luchas sociales. Para Thompson
no hay creación de una clase sino en la lucha de clases y en el proceso
en que se crean unas formas culturales específicas en los miembros de
la clase. La clase no es una estructura sino una cultura79. Pero es erróneo ver en todo esto un enfrentamiento entre el marxismo británico y el
francés, como se ha pretendido80. La polémica con Althusser venía precedida de otras que había habido ya entre los historiadores ingleses, a
propósito siempre de interpretaciones de la historia británica y, en todo
caso, Thompson no presenta ninguna alternativa precisa a ese teoricismo que critica.
Dos importantes debates nacidos y desarrollados en el seno de la historiografía marxista anglosajona adquirieron una resonancia internacional
en estos años. El primero fue el librado largamente en torno a la transición del feudalismo al capitalismo y desencadenado a partir de la célebre obra de Maurice Dobb sobre el desarrollo del capitalismo 81. El otro
es el que ha acabado conociéndose como «debate Brenner» ya que se
provocó a partir de un artículo de Robert Brenner referente al desarrollo
agrario que había precedido en Europa al proceso industrializador, tema
muy básico en el tratamiento de la historia de la revolución industrial en
Europa82.
De la «crisis general» del marxismo empezó ya a hablarse en los años
finales de la década de los setenta. Pero para entonces se había producido un importante bagaje de obra historiográfica en muchos temas y
muchos países. La década de los años ochenta ha visto la aparición todavía de importantes obras de investigación y de análisis más teórico
-las obras de Ste. Croix, Foster, Cohen, Raymond Williams-. Esta producción ha procedido generalmente de países de habla inglesa. Los historiadores seguían considerando el marxismo como un buen instrumento de análisis83. Fernández Buey ha llamado la atención precisamente
sobre el hecho de que en los años ochenta la producción marxista, si
bien de menor volumen, fue de una calidad más afinada, después de
una fecunda autocrítica.
76
E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, 2 vols., Crítica,
Barcelona, 1989.
77
E. P. Thompson, Miseria de la teoría, Crítica, Barcelona, 1981.
78
Dos muestras de estos debates se presentan en los libros citados de R. Johnson et al.,
y de R. Samuel.
79
M. A. Caínzos, «Clase, acción y estructura: de E. P. Thompson al postmarxismo»,
Zona abierta, 50 (Madrid, enero-marzo de 1989), pp 1-71, uno de los mejores análisis
en castellano de las ideas de Thompson en cuyas páginas 17-25 se analiza el concepto
«culturalista» de clase. La diatriba de R. Johnson contra Thompson se basa
precisamente en la disolución del marxismo por parte de este último.
80
Esa errónea, a nuestro juicio, interpretación es la de los introductores de Hacia una
historia socialista, R. Aracil y M. García Bonafé, inspirados por un trabajo de R. S. Neale
sobre el mismo asunto. Véase p. 32.
81
Existen dos versiones castellanas de los trabajos que constituyeron el debate. P.
Sweezy, M. Dobb et al., La transición del feudalismo al capitalismo, Ayuso, Madrid,
1975. La segunda contiene mayor número de materiales, pues el debate continuó
produciendo intervenciones durante bastante tiempo. R. Hilton, ed., La transición del
feudalismo al capitalismo, Crítica, Barcelona, 1977, que reproducía la edición inglesa
del año anterior. El debate comenzó con un intercambio de artículos en la revista
Science and Society.
82
La publicación española es T. H. Aston y C. H. E. Philpin, eds., El debate Brenner,
Crítica, Barcelona, 1988. Aquí la fecha de aparición con respecto al original fue mucho
más tardía ya que la primera edición inglesa se hizo en 1976.
83
Op. cit., p. 220.
Los análisis de la crisis del marxismo han tenido diverso carácter: los
han hecho Althusser, Colletti e, incluso, Paul Sweezy que echó mano de
la noción kuhniana de «crisis de paradigma» para ejemplificar lo que estaba ocurriendo en el marxismo a la altura de 197984. Y no faltan expresiones tan deliciosamente militantes como la de que «el marxismo ha
dejado de ser lo que fuera y el pensamiento liberal resurge con fuerza»,
como dicen dos autores españoles 85. Sin embargo, textos como los de
Fukuyama aún encuentran respuestas en el ámbito de ese pensamiento
que, sin duda, no es lo que era86. El marxismo de los años ochenta, como hemos señalado ya en el capítulo anterior, se ha abierto a un gran
número de corrientes que transitan por la teoría de las ciencias sociales
y de la historiografía, dando lugar a una situación muy dispersa, confusa
a veces, pero apta para todo tipo de renovaciones.
Cuantificación y cuantitativismo
Si se pretende hablar del cuantitativismo en la historiografía como de
una corriente que ha determinado de forma indudable la producción historiográfica de los sesenta y setenta en muchos países, singularmente
en los Estados Unidos y, también, en Francia, afectando a campos de
estudio histórico muy amplios, es preciso antes hacer unas indispensables precisiones de términos y de conceptos. Lo que se impone ante todo es diferenciar la metodología cuantificadora aplicable en una extensa
zona de los estudios socio-históricos, y no únicamente en el ámbito propio historiográfico, claro está, de aquello otro que es verdaderamente un
paradigma cuantitativista en la explicación de lo social, cuestión que presenta ya implicaciones cognoscitivas de superior alcance.
El movimiento cuantificador se introdujo en la historia económica, y ha
seguido siendo esencial hasta hoy, al menos desde los años treinta. Entre las influencias que pueden señalarse en esta línea ninguna ha tenido
la importancia que la de Simon Kuznets y su análisis del crecimiento
económico87. El propio Kuznets en persona se encuentra detrás de algunos proyectos de estudios históricos cuantitativistas en América y en Europa. En el panorama actual de la historiografía, son ciertamente escasos los sectores de la investigación cuyo horizonte sea la cuantificación
y, menos aún, el cuantitativismo, aunque el caso de la historia económica es particular88.
Es por ello por lo que en la historiografía llamada cuantitativista conviene, pues, aunque podrían hacerse distinciones más sutiles, hablar al
menos de dos grandes grupos de proyectos. Uno, el representado por la
cliometría que, a nuestro modo de ver, es el verdadero proyecto cuantitativista, el basado en una matematización de modelos explícitos de
comportamiento temporal, que pretenden constituir en sí mismos «explicaciones» de procesos históricos a largo plazo; otro, el de una historia
estructural- cuantitativista que ha hecho un amplio uso también de la medida, de la estadística, del modelo informático inclusive, de la «cuantificación» en definitiva, lo que ha ido dirigido por lo general a la mejor especificación de las «estructuras» económicas, sociales o culturales, pero
que acaba finalmente en explicaciones completas no cuantitativas, no
matemáticas, ni, desde luego, en otro lenguaje que el verbal.
Medir los valores de las variables que intervienen en un determinado
proceso histórico, económico o no, y hacer con ellos manipulaciones estadísticas no es todavía una historia «cuantitativa», sino cuantificada. La
historia cuantitativa es aquella que se construye sobre un modelo general explicativo de un fenómeno de suficiente alcance, un modelo que no
tiene otra lectura sino la matemática, porque está construido matemáti-
84
P. Sweezy, «"Socialismo real" y crisis de la teoría marxista», Revista Mensual-Monthly
Review, 2, 12 (julio-agosto de 1979), pp. 19-24.
85
A. Morales Moya y D. Castro Alfin, Ayer y hoy de la Revolución francesa, Ediciones del
Drac, Barcelona, 1989, p. 164.
86
Así tenemos la recopilación de artículos After the End of the History, aparecida en
1992 y vertida al español como A propósito del fin de la historia, Introducción de Alan
Ryan, Alfons el Magnànim, Valencia, 1994, que recoge una serie de textos publicados
por History Today, encabezados por uno de C. Hill.
87
S. Kuznets, Aspectos cuantitativos del desarrollo económico, CEMLA, México, 1968.
Véase también S. Kuznets, El crecimiento económico de posguerra, UTEHA, México,
1965.
88
Existe una excelente relación bibliográfica actualizada, aunque sólo de lengua
inglesa, sobre el cuantitativismo en la historiografía y los debates consiguientes en S. R.
Grossbart, «Quantitative and Social Science Methods for Historians. An Annotated Bibliography of Selected Books and Articles», Historical Methods, 25, 1 (1992), pp. 100-120.
camente y que adquiere el rango epistemológico de una explicación 89.
En la historia «cuantificada» la explicación puede estar basada en modelos igualmente pero no matematizados.
Mientras el primero fue el intento de la historia económica americana,
vertido de forma fundamental en las producciones de la New Economic
History -Conrad, Meyer, Fogel, Engerman, Davis, Fishlow, Temin, North,
Williamson, etc.-, o en una historiografía no económica de la que son
muestra los trabajos de W. O. Aydelotte, el segundo proyecto es el representado esencialmente por una parte de la historiografía de Annales
-Le Roy Ladurie, el primer Furet, Chaunu-, y por otros representantes
franceses menos ligados a tal escuela -Vovelle, Ariès, Goubert, etc.-,
por la Social History americana -Tilly, Shorter, Landes- y por una cierta
historia económica como la representada, por ejemplo, por Witold Kula
en Polonia90 o por historiadores españoles de la economía formados en
los Estados Unidos. Hablaremos después separadamente de una y otra
de esas dos grandes posiciones.
La época clásica de la historiografía cuantitativista fue, sin duda, la de
los años sesenta. El término «historia cuantitativa» se generalizó en Europa desde 1960 y parece que uno de los primeros en difundirlo fue Jean Marczewski91. En América se hizo uso sobre todo del término cliometría, del que diremos algo después. La historia cuantitativa se tenía a sí
misma por «historia científica» y más aún por «la» historia científica. Pero esta pretensión se basaba en un supuesto falso que nunca fue seriamente autocriticado: la de que científico sólo puede serlo aquel proceso
de conocimiento que tiene una forma de relación clara con lo cuantificable.
La expresión acabada de esta idea superficial procede quizás de uno de
los más caracterizados cliómetras, Roben William Fogel. Para Fogel es
posible establecer una clara distinción entre «historia tradicional» e «his-
La cliometría
Las frecuentes acusaciones de «cientificismo» que se hacen al cuantitativismo u otras tendencias historiográficas deben tener siempre en cuenta el contexto en el que la «ilusión cientificista» ha nacido bajo la presión
del progreso de disciplinas vecinas. La economía, la politología y la sociología habían tenido en la década de los cincuenta un extraordinario
desarrollo en los Estados Unidos, donde habían aparecido autores tan
decisivos como Kuznets o Colin Clark, Lazarsfeld, Znaniecki, Blalok,
Benson, McCormick, Easton, hablando siempre de la tendencia a una
investigación social volcada hacia lo empírico-cuantitativo. Aparecieron
los términos econometría y sociometría. Cuando este tipo de tendencias
se introdujo en lo historiográfico se entiende bien la creación -por más
ingenua que parezca- del término cliometría, como podría haber aparecido, sin duda, el de «historiometría» o cosa parecida94. En tales condiciones era explicable que el modelo de una «historia científica» no pudiera ser otro que el empirio-cuantitativismo, tan en boga, y tan aparentemente fecundo por otra parte, en las disciplinas sociales.
La historia económica acusa este impacto cuantitativista desde la ruptura con el historicismo y la difusión de la revolución marginalista, o teoría
89
92
J. Heffer, «Une histoire scientifique: la Nouvelle Histoire Économique», Annales.
É.S.C., 32, 4 (julio-agosto de 1977), p. 824.
90
Me refiero especialmente a su estudio Théorie économique du système féodal. Pour
un modèle de l'économie polonaise, 16e-18e siècles, Mouton, París-La Haya, 1970.
91
J. Marczewski, Introduction à l'histoire quantitative, Droz, Ginebra, 1965. Se trata de
un conjunto de ensayos entre los que figura uno de 1961 cuyo título es «Qu'est-ce que
l'histoire quantitative?».
toria científica»92 y señala que existe un grupo de historiadores que se
llaman a sí mismos «científicos», «científico-sociales» o «cliométricos».
Este tipo de historia se asimila por él, en efecto, a la cliometría y se caracterizaría porque su materia, su punto de vista y su metodología, son
distintas de las tradicionales. Los historiadores científicos aplican «los
métodos cuantitativos y los modelos de conducta elaborados por las
ciencias sociales al estudio de la historia»93. La historia científica sería
aquella que se integraba plenamente en los métodos de las ciencias sociales, aludiendo con ello especialmente a la economía.
R. W. Fogel, «Scientific History and Traditional History», en L.-J. Cohen, et al., Logic,
Methodology, and Philosophy of Science, VI, North Holland Publishers, Amsterdam,
1982. Esa comunicación a un congreso está vertida al español en la publicación ya
citada de R. W. Fogel y G. Elton.
93
Op. cit, p. 41. La exposición sobre Fogel se basa en el trabajo citado.
94
El neologismo cliometría utiliza el nombre de Clío, la musa de la historia en el
Panteón griego, lo que constituye un remarcable detalle de finura...
económica neoclásica95. Los más importantes avances en la historia
económica cuantitativa se hicieron siempre bajo la inspiración y el deseo
de aplicar determinadas teorías económicas al análisis histórico 96. Peter
Temin dijo que la cliometría era la aplicación especial de la teoría económica neoclásica a la perspectiva histórica. Sin embargo, las cosas no
han dejado de cambiar en este tipo de cuantitativismo a lo largo de más
de veinte años97.
Los «ciclos largos» de Kuznets tuvieron una importancia grande en el
resurgimiento de la historia económica desde los años treinta, de la misma forma que los análisis de Gerschenkron del crecimiento y el atraso
en su perspectiva histórica98. Puestos a buscar más influjos, no sería
tampoco difícil encontrar conexiones entre la difusión del cuantitativismo
económico y político y un clima ideológico peculiar. «Fue en este clima
antiprogresista, y en medio de la vigilancia ideológica inquisitorial de los
años de la "guerra fría", que nació la "nueva historia económica"» 99. A
partir de 1958 esta «nueva historia económica», empezó a imponerse
sobre la antigua100. De esa fecha es un primer trabajo pionero de Alfred
Conrad y John Meyer acerca de la economía del esclavismo en el sur de
los Estados Unidos, al que seguiría después un libro célebre que contribuyó a la difusión amplia de la nueva metodología101.
95
Una lectura introductoria recomendable es la de P. Temin, ed., La nueva historia
económica. Lecturas seleccionadas, Alianza Editorial, Madrid, 1984.
96
J. Topolsky, «Theory and Measurement in Economic History», en G. G. Iggers y H. T.
Parker, op. cit., pp. 47-51.
97
Una buena visión de este cambio en D. N. McCloskey, «The Achievements of the Cliometric School», Journal of Economic History, 38 (1978).
98
A. Gerschenkron, El atraso económico en su perspectiva histórica, Ariel, Barcelona,
1968.
99
J. Fontana, Historia, p. 190. Fontana se apoya en este juicio en la obra de R.
Hofstadter, The Progressive Historians: Turner, Beard, Parrington, Knopf, Nueva York,
1968, vertido al español como Los historiadores progresistas, Paidós, Buenos Aires,
1970.
100
R. L. Andreano, The New Economic History. Recent Papers on Methodology, John
Wiley & Sons, Nueva York, 1970, p. 4. La obra de Andreano es básica para comprender
el origen de la cliometría.
101
A. H. Corvad, J. R. Meyer, The Economics of Slavery aud Others Studies in Econometric History, Aldine Publishing, Chicago, 1964. Pero antes de que apareciera este libro los
autores habían publicado un artículo sobre el asunto en 1958 y un trabajo
metodológico, «Economic Theory, Statistical Inference and Economic History» en el
La cliometría fue una forma de plantear y analizar la historia económica
que iba mucho más allá de la cuantificación de las variables para adentrarse en la construcción de modelos formalizados matemáticamente para explicar el proceso analizado102. La esencia del método, o al menos la
parte más novedosa, era el empleo de la simulación contrafactual, de
las «hipótesis contrafácticas», como recurso para construir y dar un carácter funcional a un modelo, sobre todo en cuestiones de crecimiento
económico. El ejemplo clásico de una historia económica basada en el
uso de una hipótesis contrafactual es el del libro de Robert W. Fogel sobre los ferrocarriles americanos publicado en 1964. Se trataba de analizar cómo se habría comportado una economía si idealmente establecemos otras condiciones históricas; es decir, una versión tecnologizada de
la aporía del futurible. Los ferrocarriles americanos, según Fogel, no habrían sido decisivos en el desarrollo americano. Pero las conclusiones
de Fogel fueron en buena parte desmentidas por el análisis global de
Williamson del que hablaremos después.
Los trabajos sobre la economía esclavista fueron la piedra de toque de
la cliometría junto al estudio sobre el ferrocarril. En ambos terrenos la
nueva historia económica aportó novedades que no podemos analizar
aquí en detalle. Respecto al esclavismo, el trabajo de Corvad y Meyer
demostró la eficiencia económica del sistema, frente a la idea común de
que su sostenimiento había sido posible por la imposición de una política y que su rentabilidad era inexistente. Volvieron al tema después Fogel y Engerman en un libro polémico, Time on the Cross103 donde no solamente se reafirmaban las conclusiones anteriores sobre la eficiencia
del sistema, si bien en un texto de gran dificultad por su aparato concepJournal of Economic History, 17, 4 (1957).
102
Una exposición asequible del asunto en D. C. North, Una nueva historia económica.
Crecimiento y desarrollo en el pasado de los Estados Unidos. Tecnos,Madrid, 1969. Las
cuestiones metodológicas fundamentales se exponen en el capítulo 1 «Teoría,
estadística, historia». También D. C. North y P. Thomas, The Rise of the Western World.
A New Economic History, Cambridge University Press, traducida al español como El
nacimiento del mundo occidental. Una nueva historia económica (900-1700), Siglo XXI,
Madrid, 19895.
103
R. W. Fogel, y S. L. Engerman, Time on the Cross. The Economics of American Negro
Slavery, 2 vols., Little, Brown & Co., Boston, 1974 (hay trad. cast.: Tiempo en la cruz. La
economía esclavista en Estados Unidos, Siglo XXI, Madrid, 1981).
tual matematizado, sino que se sostenía que el sistema esclavista no
había sido un infame sistema de explotación sino que sus condiciones
sociales eran relativamente benignas.
Robert W. Fogel es principalmente conocido por su estudio sobre la economía de los ferrocarriles americanos en su construcción104. La tesis
central de Fogel es la muy conocida de que los ferrocarriles no fueron
esenciales en el crecimiento, de forma que sin ellos éste habría sido
igualmente posible porque habría habido sistemas de transporte alternativos, esencialmente los canales fluviales. El trabajo de J. Williamson
sobre el crecimiento estadounidense después de la guerra de secesión105 nos coloca ante otra de las aportaciones más típicas del cuantitativismo. Williamson presenta un modelo de equilibrio general106, y ello
supone una ventaja puesto que no se limita a considerar que un cierto
conjunto de variables permanece inalterado mientras se experimenta
con la variabilidad de una sola, lo que representa el mayor inconveniente de toda simulación contrafactual, sino que su metodología opta por la
«simulación explícita» en temas como la inmigración, la disponibilidad
de tierras o el producto agrario.
De otra parte, un caso peculiar en el desarrollo de la historia cuantitativa
lo representa el trabajo de gran interés en su formulación de Jean Marczewski y sus colaboradores en el Instituto de Ciencia Económica Aplicada, de París, en los primeros años sesenta. Sin embargo, fue una empresa que tuvo escasos resultados prácticos en la investigación concreta, a causa probablemente de su extrema dificultad de realización.
Marczewski afirmaba que con anterioridad nunca se había hecho verdadera historia cuantitativa. Las aplicaciones de la estadística no cambian
esencialmente el trabajo historiográfico: «una historia económica que
utiliza la estadística y las estadísticas no es "cuantitativa" mientras su
punto de partida, es decir, la elección de los hechos a considerar, no se
104
R. W. Fogel, Los ferrocarriles y el crecimiento económico de los Estados Unidos.
Ensayos de historia econométrica, Tecnos, Madrid, 1974. La edición original es de 1964.
105
J. Williamson, Late nineteenth-century American development. A general equilibrium
History, Cambridge University Press, Londres, 1974. También es importante en ese
mismo tema P. Temin, «General Equilibrium Models in Economic History», en The Journal of Economic History, XXXI, 1 (1971), pp. 58-75.
106
Véase el comentario de J. Heffer en «Une histoire scientifique», pp. 829 - 830.
haga por métodos cuantitativos y en tanto que las conclusiones a las
que conduce no se presten a una expresión cuantitativa integral»107. «El
rasgo distintivo fundamental de la historia cuantitativa es que las conclusiones a las cuales conduce están ligadas de forma continua al conjunto
de los sucesos económicos incluidos en el modelo descriptivo.»108
La historia cuantitativa, la cliometría, el cuantitativismo en general, recibió siempre muy severas críticas. Una de las más llamativas y feroces y,
por supuesto, de las peor argumentadas, fue la dirigida por Lawrence
Stone en un artículo de 1979, mucho más celebrado que meritorio, acerca del retorno de la «narrativa» en la escritura historiográfica 109, y que
merece recordarse aquí tanto por lo difundido de su texto como por la
propia ambigua significación de su autor. Tal ambigüedad comienza por
el hecho de que el propio Stone había sido previamente partidario de la
estadística y la cuantificación en el trabajo historiográfico de manera entonces nada ambigua110. En una carta de 1958, Stone se expresaba con
una «ironía proestadística» que llama la atención: «owing lo the obstinate perversity of human nature, it would no doubt be possible in England
of 1958 lo find, if one tried, declining manual labourers and rising landed
gentry. To have any validity at all, conclusions about social
movement"must have a statistical basis"»111.
107
108
J. Marczewski, op. cit., p. 12.
Ibídem, p. 15. La cursiva es del original.
109
L. Stone, «The Revival of Narrative: Reflections on a New Old History», Past and
Present, 85 (noviembre de 1979), pp. 3-24. De este texto existen dos versiones
españolas, ninguna de ellas aceptable, una en la revista Debats, 4 (1983) y otra
en el libro ya citado del propio L. Stone, El pasado y el presente (edición original de
1981), pp. 95-122.
110
De él es en efecto la afirmación de que «Statistical measurement is the only means
of extracting a coherent pattern from the chaos of personal behaviour… Failure to apply
such control has led to much wild and implausible generalisation about social phenomena...». L. Stone, The crisis of Aristocracy, 1558-7641, Oxford University Press, 1965, p.
4. Y podrían aducirse otras.
111
En Encouuter, XI, julio, 1958, p. 73: «debido a la obstinada perversidad de la
naturaleza humana, sería posible sin duda en la Inglaterra de 1958 encontrar, si uno lo
intenta, decadencia de los obreros manuales y auge de la nobleza terrateniente. Para
que tengan alguna validez general, las conclusiones acerca del movimiento social
deben tener una base estadística». La cursiva es nuestra.
No es extraño que W. O. Aydelotte -en un texto que comentaremos después- incluyese a Stone en 1966 entre los historiadores amigos de la
cuantificación. Pero, sin duda, lo suyo era la calculadora de bolsillo…,
como el mismo Stone dice. Trece años después, hizo éste unas cáusticas apreciaciones sobre la cliometría, plenamente dominadas por las
vulgaridades y bastas simplificaciones de quien evidentemente no comprende el asunto y por parte, además, de alguien que considera nefastos a un tiempo, y en el mismo plano, la ecología demográfica, la cliometría, el marxismo, el estructuralismo y el funcionalismo parsoniano…
Según Stone, lo más intolerable es que los cliómetras digan tener una
«metodología», y no más modestamente, como correspondería, un tema
privilegiado o, en todo caso, «tal o cual interpretación de la historia»…
Estos historiadores construyen modelos, paradigmas, cuya validez comprueban con fórmulas matemáticas aplicadas a ingentes cantidades de
datos sometidos a «tratamiento electrónico» (sic). Exponen sus conclusiones de forma que «sus datos están frecuentemente expresados en
una forma matemática tan abstrusa que resultan ininteligibles a la mayoría de los historiadores profesionales112. Y poco más puede recogerse
acerca de los males de la cliometría en la argumentación de Stone. La
dimensión más convincente de la crítica es, sin duda, la que de manera
harto poco matizada establece que «a veces el resultado presenta dos
vicios a la vez, la ilegibilidad y la banalidad». Stone prefiere con mucho
la «cuantificación artesanal», más barata y, como parece desprenderse
de su argumentación, de resultados con mucha mejor relación calidad-precio.
El artículo de Stone decía ser un levantamiento de acta de lo que estaba
ocurriendo en la historiografía y no en modo alguno una toma de partido.
Pero todo el texto demuestra precisamente lo contrario. La narrativa retornaba a la historiografía, aburrida ésta por los paradigmas económico
marxista, ecológico-demográfico francés (?) y el «cliométrico» americano. Como es evidente que de los dos primeros Stone sabe poca cosa,
su objetivo es el tercero del que cree saber más. El artículo de Stone
muy comentado por su elogio de la narrativa es tanto o más que eso
una reprobación absoluta de la cliometría. La historia con ordenadores
es un fiasco; «el modelo macroeconómico es un sueño de opio y la "historia científica" un mito»113. Ahí es nada.
Exabruptos stonianos aparte, es de notar, en cualquier caso, que los
condicionamientos y límites del cuantitativismo no dejaron de ser señalados desde el seno mismo de la corriente, cosa que se hizo más frecuente a medida que la metodología se desarrollaba.
El estructural-cuantitativismo
Pero la historia del cuantitativismo no termina en la cliometría. En su
momento, la expresión historia cuantitativa, como dijo con razón F. Furet
en 1971, designaba tendencias que practicaban grados diversos de
cuantificación en sus métodos y que en ciertos casos podían llegar a
convertirse en conceptualizaciones especiales del pasado114. Para
François Furet, la estricta historia cuantitativa era aquella que reducía el
campo de lo histórico a la economía y que basaba su descripción e interpretación del pasado en la economía política. Existían tres tipos de
elementos en el método cuantitativo, según Furet: antes que nada, un
procedimiento para tratar datos históricos numerales; luego, un proyecto
de trabajo específico, del que podría ser ejemplo el de Marczewski; y
era, en fin, el intento de construir los hechos históricos en forma de series temporales de unidades homogéneas y comparables; en este caso
estaríamos en la historia serial.
Aunque su expansión, como decimos, puede considerarse general, no
es difícil observar que el cultivo del estructural-cuantitativismo alcanzó
dos focos principales: el de la tradición historiográfica francesa que, aunque tenía raíces anteriores, acabó prendiendo con fuerza en la segunda
y tercera generación de Annales -Le Roy Ladurie, Furet, Chaunu- y con
historiadores menos claramente ligados a esa escuela, como Vovelle, G.
Bois, Vilar en algún momento, Roche, etc.; y, por otra parte, el de la Social History de origen americano -la familia Tilly, Shorter, Landes- que ha
113
114
112
Debats, p. 93.
El pasado y el presente, p. 107.
F. Furet, «Le quantitatif en Histoire», Faire de l'Histoire, 1, 47. El texto es un artículo
aparecido por vez primera en Annales. É.S.C. en 1971, pp. 43 y ss.
venido hoy a convertirse en la Social Science History, o en un tipo de
historiografía que podemos llamar socioestructural.
2. LA CRISIS DE LOS GRANDES PARADIGMAS
A finales de los setenta de nuestro siglo, se hicieron ya muy acusados
los signos de un «agotamiento» de los tres grandes modelos historiográficos que se habían, si no creado entonces, al menos expandido universalmente en los decenios de crecimiento de la segunda posguerra. La
búsqueda de nuevas «formas de representación» en las ciencias sociales había comenzado, no obstante, al principio de aquella década. La
crisis venía ya siendo evidente en algunas ciencias sociales vecinas y
seguramente podríamos decir que, en este caso, fue la antropología la
primera que dio la señal de un cambio importante115. No es extraño, por
tanto, que la influencia de ese cambio en la antropología haya determinando algunas de las formas historiográficas pretendidamente nuevas y
surgidas de esa crisis de paradigmas de la que hablamos.
El innegable progreso historiográfico producido entre los decenios del
cuarenta al setenta llevó finalmente a la disciplina a un estado en el que
difícilmente podía pensarse en una vuelta atrás sin más, pero en el que
se ha manifestado, sin embargo, una inocultable sensación de estancamiento. Ahora bien, al abandono de las fórmulas historiográficas más influyentes en los años sesenta no le ha sucedido la aparición de un nuevo y absorbente «paradigma» y esto es lo que resulta especialmente
nuevo en la situación de los años ochenta y noventa. La mayor parte de
las nuevas propuestas, los atisbos de nuevos modelos historiográficos,
puede decirse que hasta el momento no han producido obras verdaderamente llamativas si exceptuamos algunas aportaciones de las que
más adelante hablaremos. A cambio de ello, nos encontramos clara115
Cf. M. Hammersley, «The Rethorical Turns in Ethnography», Social Science Information, 1, 32 (1993), pp. 23-83. Una obra básica en este «viraje» es la de C. Geertz, The
Interpretations of Cultures de 1973 (hay trad. casi.: La interpretación de las culturas,
Gedisa, Barcelona, 1992). Véase la obra de G. E. Marcus, y M. Fischer, Anthropology as
Cultural Critique, ya citada, y C. Geertz, J. Cliford, G. E. Marcus, et al., El surgimiento de
la antropología posmoderna, Gedisa, Barcelona, 1992, ed. Carlos Reynoso. También es
útil J. R. Llobera, La identidad de la antropología, Anagrama, Barcelona, 1990,
precisamente por su discusión de lo postmoderno.
mente ante uno de los fenómenos propios de las épocas de crisis disciplinar: la proliferación, y hasta la superabundancia, de escritos de reflexión, de fundamentación, de método y de teoría y hasta de admonición y
arenga...
Los años ochenta han marcado, indudablemente, un cambio en el panorama de tendencias y hallazgos en el campo de la teoría y de la investigación social en su conjunto, cambio del que la historiografía ha participado con todas sus consecuencias. El panorama de fines del siglo XX
puede ser caracterizado de muy diversas maneras, pero nadie negará,
esperamos, la justificación para calificarlo propiamente de disperso, confuso y, en consecuencia, rico en propuestas y fértil en «modas» y revivals. La época de las grandes propuestas paradigmáticas, las del marxismo, de Annales, del estructural-cuantitativismo, a la que hemos asistido entre los años cuarenta y ochenta, ha dado paso a una época de crisis de paradigmas y de búsqueda de formas nuevas de investigación y
de expresión116. Así, en este momento final de nuestro siglo, la tendencia global que se había manifestado en la construcción de una nueva
historiografía, que coincide, por-lodemás, en sus líneas básicas con lo
que podemos observar en la construcción paralela de otras ciencias sociales, ha experimentado una inflexión notable. Es esta: la idea de una
historiografía-ciencia ha perdido, a fines del siglo XX, gran parte de su
fuerza y su atractivo.
J. Fontana ha hablado de que el punto de partida para una reflexión sobre el «laberinto de corrientes» que han venido a sucederse en estos
decenios finales del siglo en la historiografía debería ser «el fracaso de
las expectativas que se habían depositado en formas elementales y ca116
Esta sensación es tan generalizada que resulta difícil citar textos representativos,
aunque sí se puede notar la gran diferencia de visiones y soluciones aportadas. En
cuanto a la interpretación de la situación de la historiografía hoy puede verse G.
Himmelfarb, The New History and the Old, The Belknap Press of Harvard University,
Cambridge, Mass., 1987. Y su otro escrito posterior On Looking into the Abyss, Knopf,
Nueva York, 1994, ejemplos de una visión conservadora. Otra muy distinta es la de H. J.
Kaye, The Powers of the Past: Reflections on the Crisis and the Promise of History, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1991. Indudablemente a este último tipo
pertenecería el reciente libro de J. Fontana, Historia. Una antología sin duda
representativa de opiniones es la que ofrecía el diario El País, «¿La historia en crisis?»,
29 de julio de 1993 en un extra con colaboraciones de S. Juliá, Roger Chartier, Gabrielle
M. Spiegel, Peter Burke, Carlos Martínez Shaw y Lawrence Stone.
tequísticas del marxismo»117. Es posible, sin embargo, que en el «estado
de desorientación presente», sea preciso ver algo más que eso. De esa
desorientación es muestra la aparición continua de «revisionismos». Estamos ante una crisis real y amplia. Pero es preciso añadir, por lo demás, que una crisis nunca es, por definición, una catástrofe; puede ser
perfectamente generadora de una renovación, aunque sus alternativas
tarden en llegar.
En este panorama indudablemente confuso es posible ver las señales
de búsquedas conscientes de ciertos «nuevos modelos de historiografía». Es difícil que aquí podamos hacer un balance suficiente de ello,
pues somos conscientes de nuestras propias limitaciones para el empeño. No nos resistiremos, sin embargo, a hablar brevemente de tres de
esas perspectivas que justifican la detención en ellas, independientemente de que nos parezcan o no bien encaminadas. Una es la microhistoria, cuyo objetivo ha representado, entre otras cosas, la vuelta al sujeto individual de lo histórico. Otra, la que se ha llamado a sí misma «nueva historia cultural», más cercana ahora de los problemas de la «representación», de la mediación de los lenguajes en las formas de captación
del mundo por el sujeto individual o colectivo. La tercera, una forma de
resurgimiento de la historia de inspiración social-estructural, heredera
tanto de la historia social como de la sociología histórica, a la que podríamos denominar de manera algo más complicada «ciencia histórica socioestructural».
La crisis de los grandes paradigmas. Los años ochenta y noventa
El último cuarto de nuestro siglo se presenta, en definitiva, como época
de cambio, no sólo en la historiografía, en modo alguno, sino en toda la
concepción general del conocimiento científico del hombre y, en consecuencia, en la orientación particular de las ciencias sociales. La gran historiografía de la segunda posguerra fue desembocando en la dispersión
y algo de narcisismo mostrados por la escuela de los Annales, en la caída en el escolasticismo dogmático de la concepción marxista, que había
117
J. Fontana, Historia, p. 9.
inspirado no sólo a la historiografía sino al conjunto de las ciencias sociales, y en la falta de verdaderas aportaciones indiscutibles del cuantitativismo, presente también en otras disciplinas sociales118. Así se fue
generando lo que Gabrielle M. Spiegel ha señalado como «tensiones
que son sintomáticas del descontento con la historia que es practicada
actualmente»119, tensiones que han conducido a posteriores debates como el centrado, por ejemplo, en torno a la cuestión del postmodemismo.
Nadie negará, sin embargo, que las aportaciones de esas tres grandes y
disparejas concepciones de la historiografía, así como su base crítica y
técnica, cuando menos, han dejado una estela relevante, y difícil de ignorar para cualquier progreso futuro. Pretender hacer tabla rasa de ello
es tan frívolo como poco plausible. Pero eso no obsta para que haya
que reconocer que aquel gran progreso cualitativo no consiguió borrar
enteramente la huella de las formas tradicionales de la historiografía de
la preguerra, como muestran bien las resistencias y, en algún caso, las
«remembranzas s» disfrazadas de progresismo, que aparecen en no pocos de los planteamientos actuales. ¿No son éstos, en algún sentido,
muestra de las añoranzas de la buena vieja historia que contaba «buenas historias»?...
Si se ha podido decir con absoluto acierto, a nuestro juicio, que «las
ciencias sociales se encuentran hoy en un estado de confusión metodológica y teórica enmascarada como pluralismo»120, parece que la aplicación de ese dictamen al caso de la historiografía describiría la situación
de ésta con claridad innegable. Al final de los años setenta, Lawrence
Stone vaticinaba ya el fin de una época, aquella que intentó aportar
«una explicación coherente y científica de la evolución del pasado» 121.
Asistimos a una evolución global de la historiografía en la que no siempre están claros los verdaderos horizontes perseguidos, mientras que,
118
Sin duda, esa falta de aportaciones verdaderamente decisivas del cuantitativismo
habría de ser bastante matizada en el caso concreto de la New Economic History y de la
historia económica y econométrica en general.
119
G. M. Spiegel, «History and Postmodemism» , Past and Present, 135 (mayo de 1992),
p. 195. Se trata de un texto de réplica a las observaciones hechas por Patrick Joyce y
Catriona Kelly en un número anterior de la misma revista.
120
C. Lloyd, The Structures, p. 1.
121
L. Stone., art. cit., Debats, 4, p. 101.
por el contrario, sí lo están mucho las alternativas que las tendencias
dominantes combaten y rechazan más.
La historiografía parece haber buscado el acercamiento a movimientos y
perspectivas como la antropológica122, la lingüística, la microsociológica,
la de las historias de vida y de la vida cotidiana, todo lo cual parece
apuntar a un evidente cansancio de la investigación globalizadora, despersonalizadora, sin duda, que buscaba las condiciones «abstractas» de
la acción y resultados de lo histórico. Tales tendencias no significan, sin
embargo, el fin de las historias de signo estructural, que ahora son más
bien «estructuracionistas» o «estructuristas»123, y que parecen señalar
una cierta constancia en los estudios de historia inspirados por lo agencial-estructural, basados en concepciones teóricas explícitas cuyas formulaciones podrían verse en Giddens y Ron Harré, y que no dejan de
apoyarse tampoco en Geertz. Los rasgos más definitorios de este cambio, que tiene mucho de «moda» pero que, sin duda, es algo más que
eso, son difíciles de evaluar por cuanto la extrema dispersión de las ideas y las tendencias facilita poco abarcar el conjunto. No obstante, habremos de insistir en ello después cuando nos introduzcamos en la exposición del panorama más actual.
Bajo el influjo general de una nueva, amplia y difusa actitud intelectual y
artística, de una sensibilidad cultural conocida como postmodernismo, la
concepción de la vieja disciplina historiográfica parece ser arrastrada
más bien hacia la creación literaria, el análisis semiótico, la exploración
microantropológica y hacia un relativismo general que rechaza las anteriores pretensiones de encontrar «explicaciones», más o menos apoyadas en la teoría, del movimiento histórico. La nueva forma apropiada para el discurso histórico sería, desde luego, según estos puntos de vista,
la narración, en su expresión más simple de relato. La crisis ha produci-
122
Cuenta de ello se da en «Antropología e historia», dossier en Historia Social, 3,
Valencia (1989), pp. 62-128, con colaboraciones de K. Thomas, E. P. Thompson, C. M.
Radding y C. Wickham.
123
Neologismo que empleo con no mucho convencimiento, tomado del inglés
structurism y que aparece en las obras del círculo de C. Tilly y la Social Science History
a la que nos referimos como historia socioestructural. Representativa de esta corriente
puede ser la propia revista Social Science History aparecida en 1976.
do en el mundo de la historiografía, nos parece, dos tipos de realidades
que podemos describir con brevedad.
Una de ellas es la devaluación de los anteriores fundamentos de la práctica del historiador en función de la cual se han producido búsquedas
por caminos externos a la propia historiografía: la recepción de la problemática postmodernista en general se encuentra en este orden de reacciones. Cabe recordar en este contexto la reflexión muy interesante
hecha en su momento también por Lawrence Stone, actuando casi como «guardián del templo», acerca de los peligros que se cernían sobre
la historiografía: uno, la lingüística, la construida desde Saussure a Derrida, dice; el otro, la antropología cultural y simbólica, de Clifford Geertz
a Mary Douglas; el tercero, el «nuevo historicismo» devoto del «discurso
histórico» que tiene como profetas a los Hayden White y toda la teoría
crítica del lenguaje y la literatura124.
Otra es la respuesta a la crisis desde el propio seno de la historiografía,
y con sus propios instrumentos, que ha sido obra de historiadores menos influenciables, y que ha procurado la aparición de propuestas de
«nuevas» concepciones y campos de estudio historiográficos ante el
agotamiento de los antiguos. Pocas líneas de renovación que tengan
una unidad apreciable, sin embargo, se han visto aún en el horizonte de
estos años.
En el primer conjunto de respuestas que señalamos, la verdad es que
resulta difícil, al menos hasta el momento, ver algo más que
«revisiones», o destellos importados, producto de la influencia, una vez
más, de modas, o puede que de corrientes más duraderas, pero que
tienden a dejar a un lado toda tradición de trabajo disciplinar. Son las
orientaciones «Postmodernistas». El segundo conjunto de respuestas,
producto de la reflexión historiográfica misma, pero que ha admitido
también, como es natural, muchas de las críticas hechas desde fuera,
ha llevado en realidad a la aparición de propuestas pragmáticas para
nuevos enfoques de la historiografía: enfoques temáticos, metodológicos, que asumen, de nuevo, los reales hallazgos de otros campos de la
investigación. Tres de estas propuestas merecen seguramente, como
124
L. Stone, «History and post-modernism», Past and Present, 131 (mayo de 1991), p.
231.
hemos señalado, una consideración: la de la microhistoria, la de la historia socioestructural y la de la historia sociocultural.
Lo paradójico del caso, que no ha dejado de constatarse, o, quizás, lo
más esperable, es que en una disciplina como la historiografía, en la
que la «teorización» de su objeto fue siempre extremadamente débil,
hayan prendido en los años ochenta con una singular fuerza las corrientes antiteóricas. Ello no puede ser, por tanto, muestra de «cansancio»,
sino constatación de esa misma debilidad. Por ello algún crítico ha podido maravillarse de que los historiadores se hayan rendido tan pronto a
esa influencia. Influencia que se coloca, en general, contra todas aquellas escrituras «problemáticas» de la historia propias de la época anterior, para volver a la valoración del «contar historias» en el mejor estilo
literario125. En definitiva, estos dos decenios de crisis parecen significar
en términos globales el fin de un proyecto que representaba la modernidad,126 por oposición a esa sensibilidad postmoderna, ahora tan pujante.
Historiografía, «giro lingüístico» y postmodernismo
En el último cuarto del siglo XX, en definitiva, el abandono de las posiciones marxistas y la influencia polivalente del análisis del lenguaje son
los dos movimientos cuya influencia sobre el futuro de la historiografía
podemos ver de forma menos confusa. Tal vez, el real telón de fondo de
este doble proceso es el complejo y multifacético movimiento intelectual,
cultural y «mundano», conocido como postmodernismo, cuya aparición
data de los últimos años setenta127, el impacto del cual sobre la concep-
ción de la escritura de la historia debe ser tenido en cuenta para explicar
algunos de los desarrollos historiográficos recientes. Pero no es nada fácil presentar aquí en contadas líneas una visión ilustrativa de la significación del postmodernismo y de su incidencia en la historiografía o, al menos, en la teoría historiográfica. ¿Existe algo que podamos llamar una
historiografía postmodernista? De lo que en este momento podemos hablar, si exceptuamos, tal vez, alguna muestra como podría ser la obra
más reciente de Simon Schama128, o algunas producciones de la microhistoria, sería de una influencia sobre la concepción de lo histórico
más que sobre el desarrollo de la práctica historiográfica.
En la caracterización algo simplificada que aquí podemos hacer, habría
que decir que el postmodernismo es una actitud intelectual genérica,
que empieza a manifestarse tras la crisis del capitalismo de los años setenta129 y que cristaliza más claramente en los primeros ochenta. Sus
proposiciones básicas son la afirmación de la crisis y muerte de la modernidad, es decir, del proyecto intelectual basado en la valoración sobre todo de la racionalidad, del conocimiento científico, de la historia como ejemplo de una evolución «progresiva» y conjunta de la humanidad,
con rasgos optimistas, que tiene sus raíces en el pensamiento de la Ilustración130. La «condición postmoderna», en expresión acuñada por Jean
François Lyotard131 y que se ha hecho común, se basa en la negación vigorosa de que el pensamiento racionalista de la modernidad conduzca
al progreso humano. La postmodernidad es, pues, el abandono del discurso ideológico y de todas las formas de representación que significó la
modernidad europea, el proyecto global intelectual y cultural que nace
en los siglos XVIII y XIX132.
125
Una muestra ilustrativa de esos variados significados, si no de mucha calidad,
aparece en J. Andrés-Gallego, dir., New History, Nouvelle Histoire: Hacia una nueva
historia, Actas, Madrid, 1993. Recoge parte de las intervenciones en un seminario y
contiene colaboraciones, en las líneas señaladas, de I. Olábarri, J. H. Hexter (contra el
deconstruccionismo en tono festivo), J. Rüssen (que habla de «contar buenas
historias»), A. Morales, E. Sivan y otros.
126
Esta contraposición entre un pensamiento historiográfico moderno y otro
postmoderno puede verse bien siguiendo alguno de los debates recientes que han
protagonizado F. Anskermit frente a Pérez Zagorin, o Lawrence Stone y Gabrielle M.
Spiegel con Patrick Joyce y Catriona Kelly en revistas como History and Theory y Past
and Present. Más adelante nos referiremos de nuevo a ello.
127
L. Appignanesi, ed., Postmodernism, Macmillan, Londres, 1986.
128
S. Schama, Dead Certainties (Unwarranted Speculations), A. Knopf, Nueva York,
1991. Schama cuenta varias complejas historias, referidas a fechas diversas en los
siglos XVIII y XIX, en las que se mezclan relatos documentados con otros de ficción.
129
F. Jameson, Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism, Duke University
Press, Durham, 1991. Véase también F. Jameson, Documentos de cultura, documentos
de barbarie. La narrativa como acto socialmente simbólico, Visor, Madrid, 1989.
130
A. Touraine, Critique de la modernité, Fayard, París, 1992 (hay trad. cast.: Crítica de
la modernidad, Temas de Hoy» Madrid, 1993). A. Giddens, Consecuencias de la
modernidad, Alianza Editorial, Madrid, 1993.
131
J. F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1983.
Ciertas dimensiones de la posición postmodernista han influido en las
concepciones generales de las ciencias sociales, de forma que esa influencia puede tenerse como uno de los ingredientes de la denunciada
«crisis» de estas últimas. El postmodernismo ha sido alimentado por la
obra de ensayistas sobre la cultura133, filósofos, teóricos de la literatura134, lingüistas y algún antropólogo. Su influencia sobre el pensamiento
historiográfico se ha manifestado sobre todo en la concepción del «discurso historiográfico»135, si bien es verdad que no se ha limitado a ello.
Pero un análisis de la incidencia en la práctica y en la reflexión historiográfica reciente de la corriente postmodernista no es fácil a causa de la
heterogeneidad misma de toda esta realidad.
Lo indudable es que el debate acerca de la significación de la historia y
acerca de la naturaleza de la «escritura de la historia» que el postmodernismo ha venido a potenciar, debate estrechamente relacionado con
la cuestión de nuestra representación lingüística del mundo, tiene un
punto de partida visible en lo que en la filosofía de esta misma época ha
sido llamado el giro lingüístico. Ello se refleja en la preocupación por las
formas del lenguaje humano como definidoras de la «realidad» y por la
manifestación intelectual que ha venido a llamarse «pensamiento
débil»136 y que impregna de alguna manera al postmodernismo en su
132
J. J. Sebreli, El asedió a la modernidad. Crítica del relativismo cultural, Ariel,
Barcelona, 1992. Libro que hace un repaso de todos los aspectos de la cultura
contemporánea. Véase especialmente su último capítulo «¿Una filosofía de la historia?».
133
A Heller, F. Féher, Políticas de la postmodernidad. Ensayos de crítica cultural,
Península, Barcelona, 1989.
134
Integrados en lo que se ha llamado «teoría critica». El adjetivo acrílica» ha derivado
de las posiciones lingüísticas que inauguraron la semiótica, el estructuralismo y el
postestructuralismo. Puede verse un panorama ilustrativo de la cuestión en un reciente
dossier del Times Literary Supplement, Londres, 15 de julio de 1994, titulado Critical
Theory Now que se abre con un artículo excelente de T. Eagleton, «Discourse and
Discos». Esta teoría crítica que no llega a los radicalismos del deconstruccionismo
mantiene sobre la historia posiciones conocidas como «nuevo historicismo».
135
A. Morales Moya, «Historia y postmodernidad», Ayer, 6 (1992), pp. 15-38. Este texto
parece desconocer, en efecto, todo el aspecto discursivo del asunto. Ello no obsta para
que el profesor Morales haga un canto entusiasta al narrativismo en «Formas narrativas
e historiografía española», Ayer, 14 (1994), pp. 13-32.
136
G. Vattimo y P. A. Rovatti, eds., El pensamiento débil, Cátedra, Madrid, 1983.
También A. Finkielkraut, La défaite de la pensée, Gallimard, París, 1987 (hay trad. cast.:
La derrota del pensamiento, Anagrama, Barcelona, 19844).
conjunto. Lo correcto parece, pues, detenerse algo en el giro lingüístico
aparecido en el pensamiento filosófico a mediados de los años sesenta.
Richard Rorty es el más conocido expositor de este viraje de la filosofía
que llevó a sostener que todo problema filosófico era un problema de
lenguaje. La expresión «giro lingüístico» procede de Gustav Bergman137
y fue acuñada a comienzos de los años sesenta. En líneas generales,
por giro lingüístico se entiende aquella dirección de la filosofía orientada
hacia su conversión en filosofía del lenguaje, es decir, orientada al entendimiento y a la proposición radical de que todos los problemas filosóficos pueden ser reducidos, transferidos, a los problemas de uso del lenguaje; que hablar del mundo es hablar y comprender mejor el lenguaje
en el que hablamos sobre el mundo. Los orígenes de este giro son más
antiguos, sin duda, y tienen una inflexión determinante con la obra filosófica de Ludwig Wittgenstein, especialmente su Tractatus y, sobre todo, sus Investigaciones filosóficas posteriores138, de donde se derivó en
buena parte la filosofía analítica.
El asunto que nos importa aquí especialmente es el de que la «explicación del mundo» como resultado del lenguaje en el que intentamos captarlo ha trascendido ampliamente el ámbito filosófico estricto para pasar
a impregnar en la práctica el campo completo de las especulaciones humanísticas, desde la lingüística y la teoría literaria hasta la psicología y,
naturalmente, la historiografía. El análisis del lenguaje llevará al «análisis del discurso» y de ahí al análisis de la escritura de la historia como
una forma de discurso. Esa forma especial que es la historia escrita ha
sido tratada dentro del problema general de la naturaleza y significado
137
De R. Rorty pueden verse en castellano algunas publicaciones de las que
destacamos El giro lingüístico, Paidós-UAB, Barcelona, 1990, con traducción e
introducción de Gabriel Bello, ambas excelentes. Lo que se publica, sin embargo, no es
más que la introducción a la obra central de Rorty que es la compilación The Linguistic
Turn. Recent Essays in Philosophical Method, cuya edición original es de 1967. La
expresión «giro lingüístico» fue empleada, según Rorty, por vez primera, por G.
Bergman al comienzo de los años sesenta.
138
L. Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, traducción e introducción de Jacobo
Muñoz e Isidoro Reguera, Alianza Editorial, Madrid, 1989. La obra aparece en 1918 y su
influencia no deja de crecer en los años siguientes. Posterior fue la publicación de sus
Investigaciones filosóficas, de no menor influencia.
del lenguaje.139 Lo que discurso, texto, escritura, son con relación al lenguaje nos transfiere al problema de lo que tales cosas significan en la intelección del pasado. ¿Existe algo que podamos llamar «pasado» fuera
del discurso, fuera del documento lingüístico en que tal cosa se nos presenta?...140
La escritura de la historia ha ocupado también un lugar en las preocupaciones de la lingüística postestructuralista, y del deconstruccionismo,
una de las manifestaciones de aquella que habla de la necesidad de la
decodificación de todo texto141. Es evidente que la discusión de la naturaleza del lenguaje humano, y la de los textos escritos, y el alcance
exacto de ellos para explicar al hombre, tienen una incidencia determinante en la concepción de lo histórico y, en consecuencia, en las ideas
sobre la práctica historiográfica. El deconstruccionismo se ha visto en
ocasiones como la expresión más acabada de esta ideología del postmodernismo como teoría del lenguaje y de la representación -o imposibilidad de ella- mediante el lenguaje. La cuestión es que el deconstruccio-
139
La bibliografía que representa esta tendencia se compone de obras básicas ya
citadas como las de H. White, P. Ricoeur, etc., y otras que vamos a emplear después.
Pero ténganse en cuenta también, entre bastantes otras, las de D. La Capra, History
and Criticism, Cornell University Press, Ithaca, 1985; W. B. Gallie, Philosophical and
Hístorical Understanding, Knopf, Nueva York, 1964; J. Rancière, Les mots de l'Histoire,
Seuil, París, 1993.
140
La respuesta negativa a esta pregunta que más eco ha tenido fue la de R. Barthes,
«Le discours de l'Histoire», Social Science Information (Unesco), VI, 4 (1967), pp. 73 y
ss.
141
La bibliografía sobre el deconstruccionismo es amplia. El arranque de toda la
corriente se encuentra ya en el temprano texto de J. Derrida, De la Grammatologie, Les
Éditions du Minuit, París, 1967. Véase la publicación «Jacques Derrida. Una teoría de la
escritura, la estrategia de la deconstrucción», Anthropos, 93 (1989), con bibliografía.
«Jacques Derrida. "¿Cómo no hablar?" y otros textos», Anthropos, suplemento 13
(1989), 157 pp. J. Culler, On deconstruction. Theory and Criticism after Structuralism,
Cornell University Press, Ithaca, 1983 (hay trad. cast.: Sobre la deconstrucción, Cátedra,
Madrid, 1988). Este libro recibió una dura crítica en el New York Review of Books, del
filósofo del lenguaje, de cuya obra nos hemos hecho eco aquí, John Searle. J. Derrida, La
deconstrucción en las fronteras de la filosofía. La retirada de la metáfora, Introducción
de Patricio Peñalver, Paidós-ICE de la UAB, Barcelona, 1989, que es un libro más bien de
Peñalver que de Derrida. J. Derrida, La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona,
1988. El colectivo H. Coleman, ed., Working with Language, Mouton-De Gruyter, Berlín,
1989. J. M. Ellis, Against Deconstruction, Princeton Universiy Press, 1989.
nismo afecta a la idea de «fuente» histórica 142 y a la idea misma de la
posibilidad de una transmisión de la imagen histórica. Afecta medularmente también a la concepción habitual de la «objetividad» del conocimiento expresada en un lenguaje. El deconstruccionismo implica, en suma, la no diferencia entre realidad y lenguaje: todo lo real, para serlo,
tiene que estar elaborado como lenguaje.
Postmodernismo y escritura de la historia
Para el pensamiento postmodernista, en definitiva, la «evidencia» -en el
sentido anglosajón: la documentación, los datos- tiene poco que hacer
ante el predominio absoluto de la interpretación del historiador. De
acuerdo con la filosofía postmodernista, el historiador debe abandonar
toda ingenua y peligrosa ilusión de contribuir a un conocimiento «científico»; debe renunciar al intento de explicación y al principio de causalidad, a la idea de la verdad independiente y del lenguaje como correspondencia con un cierto mundo exterior; todo ello son reminiscencias de
un esencialismo superado143. Lo señalable en la obra histórica es su carácter estético donde el estilo es lo máximamente importante. Contar
«una buena historia» y contarla bien, con buen estilo literario, tal es la
clave. La significación de la historiografía como de toda exploración cultural es la interpretación y no la realidad objetiva, concepto que deja de
tener sentido. Ello da lugar a un importante resurgimiento de las posiciones lingüísticas y hermenéuticas en la línea de Gadamer, Ricoeur, White
y demás. Predominio de la interpretación y destierro de la teoría.
Pero si bien podemos hablar de una especulación filosófica y lingüística
sobre la historiografía desde las posiciones del postmodernismo, por el
142
Sobre esto creemos que es excepcionalmente importante el artículo de G. S. Spiegel,
«History, Historicism, and Social Logic of the Text in the Middle Ages», Speculum, LXV
(1990), pp. 59-85, y en la misma revista y número L. Patterson, «On the Margin,
Postmodemism, Ironic History and Medieval Studies». Véase también nuestra recensión
de la obra de H. White, El contenido aparecida en Ayer, 10 (1993), pp. 89-96.
143
Para estas connotaciones es de gran interés la polémica entre F. R. Ankersmitt,
«Historiography and Postmodernism», History and Theory, XXVIII, 2 (1989), pp.
137-153, y Pérez Zagorin (sic), «History and Postmodernism: Reconsiderations», History
and Theory, XXIX, 3 (1990), pp. 263-274. A continuación en ese mismo número está la
réplica de Ankersmitt «Reply to Professor Zagorin», pp. 275-296, de mayor interés aún
por su fijación del pensamiento postmodernista sobre la escritura de la historia.
momento es más difícil hacerlo de una producción historiográfica concreta que pueda llamarse postmodernista, como ya hemos señalado. No
obstante, la influencia cultural de tal forma de pensar deja huellas claras,
por ejemplo, como propugnadora de la muerte de la teoría. Una historiografía pensada por el postmodernismo condena definitivamente el marxismo. Esto ha sido perfectamente entendido por F. Jameson, al calificar
al postmodernismo como uno más de los productos culturales emblemáticos del capitalismo tardío144. Por todo esto resulta curioso que mientras
los postmodernistas recomiendan y cantan la muerte de la teoría, precisamente los fundadores de la teoría crítica literaria, en la que se fraguan
buena parte de las ideas postmodernistas, defienden ahora la «teoría de
la creación». Ahora, la crítica literaria postmodernista, que antes sostenía cosas como que «la claridad es una forma de opresión fascista»,
vuelve a recomendar la lectura de los textos «referenciados» al mundo
exterior145.
En qué grado exacto ha afectado este complejo de las actitudes postmodernistas a la historiografía está aún por evaluar, ha dicho Jörn Rüssen146. Por lo pronto significa el abandono de dos características ideas
modernas sobre la historia: la de que ésta abarca todo el desarrollo temporal y la de que su curso es el progreso de la racionalidad. Por otra
parte, el postmodernismo representa también una dimisión, con su rechazo de toda teoría -y especialmente del marxismo- bajo la máscara de
una búsqueda de nuevas aproximaciones a lo humano. Para el postmodernismo alguien ha inventado indebidamente la idea de que es posible
«explicar» algo147.
144
Véase, además de Postmodernism, de Jameson, el interesante Forum sobre
postmodernismo mantenido por Martin Jay y Jane Flax a propósito de esta obra de
Jameson en History and Theory, XXXII, 3 (1993), pp. 296-310. Jameson dice cosas, nada
menos, como que el postmodernismo debe ser entendido él mismo como un «modo de
producción».
145
La cita sobre el fascismo es hecha por Robert Alter, las otras observaciones son de
Terry Eagleton, todo ello en el citado Times Literary Supplement de 4 de julio de 1994.
146
J. Rüssen, «La historia, entre modernidad y postmodernidad», en J. Andrés-Gallego,
ed., New History, p. 123.
147
A. Megill, «Relatando el pasado: "descripción", explicación y narrativa en la
historiografía», Historia Social, 16 (1993), pp. 71-96.
Según la teoría crítica del discurso literario historiográfico, ante lo que
verdaderamente nos hallamos no es ante una supuesta escritura de historia real sino ante la «historical fiction», mientras que la historiografía
no es más que una de las formas posibles de la representación de lo
histórico, en modo alguno la única148. Hay quienes como Hans Kellner
llegan al abuso de hacer sinónimas story -cuento- y history149. Por ello, el
problema esencial a toda crítica del discurso histórico es, evidentemente, la necesidad de optar entre conceder a la historia un «contenido de
verdad» o uno sólo de «verosimilitud». Como se concede al cuento.
¿Nuevos modelos de historiografía?
Es difícil vaticinar si la historiografía va a tener un despertar del sueño -o
del «mal sueño», según se mire- del postmodernismo que signifique el
hallazgo de modelos historiográficos capaces realmente de superar los
viejos paradigmas o si tal sueño continuará por mucho tiempo. Como
aquí no podemos detenemos en un ejercicio de vaticinio, lo mejor será
señalar que, en cualquier caso, los nuevos tiempos han traído también
nuevas propuestas e intentar, para acabar, un análisis o caracterización
escueta de ellas. De manera muy significativa, algunas, o todas, de tales
propuestas no han dejado de aprender la lección. La lección provechosa, entre otras, de una «vuelta al sujeto» y, la que no lo es en absoluto,
de una «vuelta a la narrativa».
¿Cuál es realmente «la verdad acerca de la historia» (historiografía) con
la que contamos en estos tiempos? Hacemos esta pregunta remedando
el título de un libro reciente, producto de tres historiadoras de la cultura,
que quieren contarnos esta verdad, justamente, recuperando el concepto de «verdad» en la historia150. Sin duda, la cuestión de la verdad «en»
la historia y «sobre» la historia es una de las traídas a primer plano por
el análisis del discurso. La verdad debe ser restaurada como una de las
148
S. Bann, The Invention of History. Essays on the Representation of the Past,
Manchester University Press, Manchester, 1990, p. 3.
149
H. Kellner, Language and Historial Representation, University of, Wisconsin Press,
Madison, 1989.
150
J. Appleby, L. Hunt y M. Jacob, Telling Truth about History, Norton, Nueva York, 1994.
especificidades del discurso histórico, frente a la historia-ficción. Tal cosa en la historiografía de hoy no es menos problemática que antes, sino
que lo es más. En medida apreciable, porque hay más «historia» que
antes.
En efecto, la tan tratada crisis historiográfica de nuestro tiempo en modo
alguno ha representado, como hemos comentado ya, ni una detención
de la producción de obras históricas ni, tampoco, la ausencia de intentos
más o menos sistemáticos de encontrar nuevos modelos historiográficos, tanto en el método, como en las perspectivas temáticas, como en
ideas nuevas sobre la función de conocer la historia. Es posible que uno
de los rasgos de la crisis, o del otoño, de la historiografía sea la «superabundancia» - overproduction, intelectual alcoholism- , de la producción
historiográfica, de la que habla F. R. Ankersmitt151.
No sabemos qué es exactamente lo que Ankersmitt incluye como superproducción, pero lo cierto es, también, que mucho de lo que se presenta
en los puntos de venta de librería como historiografía es poco más que
historia-basura. Mucho de lo que pasa hoy por «historia» ni propugna ni
desea que «el historiar» sea tenido por mucho más que una faena verbal que rellena páginas con «historias» -y que las titula así-, con stories,
y no por una actividad indagativa. De forma que ¿cuántos historiadores
están interesados en un debate como este y sobre esto? Seguramente
pocos, siempre que, como ha dicho alguno, estos libros de «historia» figuren en las listas de los más vendidos y los títulos históricos estén en
lo alto de las estadísticas de los publicados cada año. Pero no es Ankersmitt sólo el que ha señalado el aumento enorme de la producción
historiográfica como una de las constantes de nuestro tiempo. Peter Novick cree ver en la «gran depresión académica» que comenzó en los setenta varias causas en cuyo centro estaba también una «crisis de superproducción»152.
Verdaderamente, nunca antes en el pasado se había escrito tanto de
historia como después de la segunda posguerra, con un progresivo aumento que ha llegado a ser desbordante a partir de los años sesenta.
151
152
Ankersmitt, Historiography, p. 138.
P. Novick, That Noble Dream. The «Objectivity Question» and the American Historical Profession, University Press, Cambridge, 19933, p. 574.
Nunca se habían escrito por los historiadores tantas «stultifying trivial»,
como las ha llamado un «tradicional» tan caracterizado como J. H. Hexter, como tampoco, contrariamente, se había escrito, sigue, con tanto
«rigor and sophiscation of method»153. Parece claro, ciertamente, que la
búsqueda rigurosa de nuevos modelos de historiografía es también una
de las presencias sentidas en unos años en que las búsquedas, y no
siempre los hallazgos, son una característica inconfundible del paisaje.
Como dijimos, son tres las tendencias sobre las que nos parece que
puede resultar de interés un comentario. Dos de ellas, la microhistoria y
la nueva historia cultural tienen de forma explícita conexión con muchas,
o algunas, de las ideas y las posiciones que el postmodernismo ha traído a colación. Ambas también reconocen la influencia de la antropología
del postmodernismo y, en concreto, de Geertz y sus seguidores. Lo cierto es que ninguna nueva historiografía parece dejar de reconocer la influencia del postmodernismo antropológico, lo que resulta una circunstancia de la que hay que tomar nota, sin duda. La tercera de esas tendencias es la «ciencia histórica sociocultural», largo nombre introducido
por Christopher Lloyd para recoger una propuesta historiográfica que se
reclama de todas esas cosas: la ciencia, la historia, la sociedad y la cultura. Aunque tampoco oculta su devoción por Geertz, desde luego. Parece una proposición menos elaborada que las anteriores pero, a mi juicio, mucho más llena de posibilidades para el porvenir.
Microhistoria
Con toda probabilidad la razón está plenamente de parte de J. Serna y
A. Pons cuando señalan que a la microhistoria no se le ha prestado, especialmente en España, ni una mínima parte de la atención merecida154.
La microhistoria es una práctica historiográfica nacida precisamente en
Italia, que empezó a llamar la atención con fuerza tras la aparición del li-
153
J. H. Hexter, «Some American Observations», Journal of Contemporary History, 2
(1967), p. 136.
154
J. Serna y A. Pons, «El ojo de la aguja. ¿De qué hablamos cuando hablamos de
microhistoria?», en P. Ruiz Torres, ed., La historiografía, Ayer, 12 (1993) pp. 93-134.
Este artículo puede valer como una buena introducción al asunto.
bro de Carlo Ginzburg sobre el molinero Menocchio en 1976155, pero cuya formación es anterior. La microhistoria presenta como novedad también el haberse expandido mediante el apoyo de una política editorial
coherente por parte de Einaudi (Turín) y en una colección bibliográfica
de ese mismo título, «Microstorie»156.
La microhistoria en cuanto práctica «se basa en esencia en la reducción
de la escala de la observación, en un análisis microscópico y en un estudio intensivo del material documental»157. La reducción de la escala de la
observación puede ser, sin embargo, fuente de malentendidos. Lo que
puede ser tenido como «sistema» es algo que tiene diversas escalas.
«Los aspectos particulares del objeto de análisis no reflejan necesariamente la escala distintiva del problema propuesto»158. O sea, el nivel de
lo microhistórico no se consigue por fragmentación. «El auténtico problema reside en la decisión de reducir la escala de observación con fines
experimentales.» La observación microscópica revelará factores anteriormente no observados.
La microhistoria se ha propuesto, pues, estudiar fenómenos socio-antropológicos en su vertiente histórica a muy pequeña escala de observación del sistema para poder analizar ciertos procesos más generales y
tipificarlos: la introducción del telar, el artista como receptor del mundo,
las estrategias matrimoniales, por poner ejemplos de temas tratados en
sendos trabajos de la colección «Microstorie». «Ciertos fenómenos que
anteriormente se consideraban suficientemente descritos y entendidos,
se revisten de significados completamente nuevos al alterar la escala de
observación.»159 En todo caso, con la microhistoria tiene también una re-
lación indudable la corriente, cultivada de forma especial en Alemania,
de la llamada «historia de lo cotidiano»160.
Fontana ha caracterizado la microhistoria de «una forma peculiar de historia narrativa»161, que tiene contacto con otras formas como la historia
de las mentalidades, que practica más la story que la historia. La corriente tiene su medio de expresión científica en la revista Quaderni Storici y no parece que sea inadecuado hacer recaer sus dos caracteres
esenciales en la valoración de una forma de análisis antropológico, claramente el que deriva de la «descripción densa» de Geertz, y en la vuelta al género narrativo. La microhistoria es, efectivamente, una forma sofisticada de narrativa antropológica162. Su conexión con la sensibilidad
del «pensamiento débil» postmodernista es visible. Franco Ramella, hablando de la crisis de la historiografía, rechaza todo acercamiento a la
ciencia tradicional, y se pronuncia por una historiografía
«argumentativa» frente a un tratamiento científico racional, destacando
la especificidad de aquélla «por su referencia a un auditorio»163.
Uno de los más interesantes aportes de la microhistoria es, sin duda, la
atención prestada a una renovación deseable de los estudios de historia
local164. La historia local parece, en principio, un campo privilegiado para
la historia «micro». Ha introducido una idea renovada de lo que se ha
llamado «espacio local» y se ha señalado, a ese propósito, que la contraposición entre lo general y lo particular no se solventa, desde luego,
sin una ligazón entre lo uno y lo otro que permita hacer de lo particular
un «caso» de lo general165.
160
155
C. Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos de un molinero del siglo XVI,
Muchnik, Barcelona, 1981 (ed. original de 1976). El Prefacio de ese libro, tanto como su
lectura completa, es muy útil para el entendimiento de la corriente.
156
Muchos títulos en los que se pone en práctica el «paradigma» microhistórico
aparecen en esa colección, debidos a los autores italianos Ramella, Levi (otro de los
teóricos de la corriente), Vineis, Raggio, Bertolotti, pero también de E. P. Thompson y G.
Bateson.
157
G. Levi, «Sobre microhistoria», en P. Burke, ed., Formas de hacer historia, Alianza
Editorial, Madrid, 1993, p. 122.
158
Ibídem, p. 123.
159
Ibídem, p. 126.
A. Lüdtke, ed., L'Histoire du Quotidien, Éditions de la Maison des Sciences de
I'Homme, París, 1994 (versión francesa de la publicación original alemana), con
estudios de gran interés sobre el significado de esa nueva forma de historiar y con
trabajos ejemplificativos, todos de autores alemanes.
161
J. Fontana, Historia, p. 19.
162
«Antropología y microhistoria. Conversación con Giovanni Levi», en Manuscript, 11,
Barcelona (1993), pp. 15-28. Levi no cree, desde luego, que todo pueda ser reducido a
«texto» y critica por ello a R. Darnton y la banalidad de su «La masacre de los gatos»,
episodio de la historia francesa del siglo XVIII.
163
F. Ramella, Terra e telai, Einaudi, Turín, 1983, Introducción, p. IX.
164
Véase J. Aguirreazkuénaga et al., Storia Locale e Microstoria. Due visioni in
confronto, Universidad del País Vasco, Bilbao, 1993.
La nueva historia cultural
Podemos llamar «nueva» historia cultural a la que se refleja en obras
como las de Robert Darnton, Lynn Hunt, Gabrielle S. Spiegel, Roger
Chartier, entre otros. La «nueva historia cultural» es otra más de las corrientes con vocación de nuevo modelo surgidas de la crisis y en buena
parte delineada en el mismo cúmulo de influencias externas que se han
proyectado sobre la anterior historiografía. Esta línea historiográfica tiene también una posición proclive a globalizar sus visiones y a trascender
tanto a la vieja historia cultural, que era historia intelectual sobre todo,
como a la historia social, que era por su parte historia estructural. Tal
vez ninguna tendencia como esta en la actual historiografía muestra una
ambigüedad parecida entre la herencia de una práctica anterior y la entrega a la visión discursivo-simbólica de la realidad a estudiar, como reflejo de la influencia de la antropología y la lingüística, los dos conocidos
demonios que amenazan a la historiografía.
No es extraño que se haya dicho que «la nueva historia cultural... parece poco más que una actitud ecléctica»166. Una rúbrica común que recogiera como historia cultural muchas producciones historiográficas que
tratan de los fenómenos de la cultura, en el sentido que da a esta palabra la antropología postmoderna, tendría que comprender autores y tendencias muy diversas. Pero quizás podría decirse que la clave para la
interpretación unitaria de una tendencia nueva en la historia de la cultura
es la importancia concedida al «mundo de las representaciones». La representación que viene a ser el resultado del mecanismo que Spiegel ha
llamado «mediación»167.
La «nueva historia cultural» la pone en circulación Roben Darnton a raíz
de la publicación de su Great Cat Massacre168 a comienzos de los años
ochenta, pero el nombre lo consagra Lynn Hunt en un estudio de conjunto que recoge muchas de las aportaciones de la nueva corriente 169.
Darnton caracterizaba esa nueva historia como un empeño que, algo
más allá de la historia de las mentalidades, pretendía el estudio de las
creencias populares colectivas como objeto etnográfico, cosa que reconocía explícitamente haber tomado de Clifford Geertz, para explicar los
hechos históricos como «textos» en los que hay un contenido simbólico170. Esta historia cultural deja a un lado las orientaciones anteriores
hacia una historia «social» de la cultura para adentrarse en otra del simbolismo cultural o, claramente, de la representación mental simbólica de
los objetos culturales.
El mundo de la representación es el que ha retenido también la atención
de la obra última de Roger Chartier171. Pero para Chartier una exploración de la cultura es una forma de preguntar por la sociedad. Es decir, el
correlato entre historia cultural e historia social es evidente. Ahora bien,
la penetración en la sociedad se hace por un camino: el de la representación, por la cual los individuos y los grupos dotan de sentido a su mundo. Se ha abandonado la primacía de lo social para ir en busca de la
manifestación de lo mental. Es imposible calificar los motivos, los objetos o las prácticas culturales en términos inmediatamente sociológicos172. Pasamos así, según Chartier, de la historia social de la cultura a
la historia cultural de lo social. Y, de camino, la vieja «historia
168
165
P. Ruiz Torres, «Microhistòria i història local», en L'Espai Viscut. Col·loqui
Internacional d'Història Local, Diputació de València, Valencia, 1989, pp. 82 y 90. La
publicación completa tiene una notable importancia para el tema.
166
J. Fontana, Historia, p. 92. Las cosas que dice el autor sobre la nueva historia cultural
son muy sugestivas tras su irónica critica.
167
Véase, además de su colaboración en el extra periodístico citado antes, su reciente
publicación Romancing the Past, University of California Press, Berkeley, 1994.
Hablando de crónicas medievales francesas el título de la obra no puede ser más
indicativo.
R. Darnton, The Great Cat Massacre and Other Episodes in French Cultural History,
Random House, Nueva York, 1984.
169
L. Hunt, The New Cultural History, University of California Press, Berkeley, 1989. Hay
allí colaboraciones de P. O'Brien, S. Desan, L. Kramer, pero realmente lo que impresiona
no son los colaboradores sino la crítica a la que se somete a figuras como Foucault,
Thompson o Geertz.
170
Una breve y aguda crítica de Darnton y su lectura simbólica en H. Mah, «Undoing
Culture», en P. Karsten, J. Modell, eds., Theory, Method, Practice in Social and Cultural
History, New York University Press, Nueva York, 1992, pp. 115-124.
171
Los textos fundamentales de Chartier sobre la historia cultural pueden verse en R.
Chartier, El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural, Gedisa,
Barcelona, 1992. Es una recopilación de trabajos publicados anteriormente.
172
Ibidem, p. 56.
intelectual» entra también en nuevos derroteros173. Un paso más allá de
esto lo puede representar el auge del tipo de estudios interdisciplinares,
con una impronta histórica explícita, que se han dado en llamar cultural
studies, en los que la consideración simbólica integrada del hecho cultural resulta clave.
Gabrielle M. Spiegel cree, por su parte, que «el postmodernismo puede
ayudar a redefinir la naturaleza de la investigación histórica» 174 porque
ha llamado la atención enérgicamente sobre la entidad problemática de
nuestras representaciones, especialmente las representaciones del pasado. Para Lynn Hunt, por su parte, que partirá de la idea supuestamente nueva de que los sistemas del pensamiento y de la lengua median el
comportamiento, los textos y el lenguaje son decisivos antes que las definiciones sociales; el «giro lingüístico» ha cambiado completamente la
perspectiva175.
La «ciencia histórica socioestructural»
Sin duda, una de las más fecundas empresas, y de las más renovadoras, de la historiografía contemporánea ha sido la de la historia social176.
Otra, la de la sociología histórica, sobre cuyos orígenes, relaciones con
nuestra disciplina y polémicas implicaciones no vamos a discutir aquí177.
173
Derroteros que pueden verse en el colectivo de D. La Capra y S. L. Kaplan, eds.,
Modem Intellectual History. Reappraisals and News Perspectives, Cornell University
Press, Ithaca, 1982, obra a la que Chartier contribuye con un trabajo sobre las
mentalidades.
174
En El País, 29 de julio de 1993, p. 5.
175
176
L. Hunt, «Introduction: History, Culture, and Text», en op. cit., p. 13.
Pueden verse en castellano algunas buenas exposiciones de conjunto. J. Casanova,
La historia social y los historiadores. ¿Cenicienta o princesa?, Crítica, Barcelona, 1991.
S. Juliá, Historia social/Sociología histórica, Siglo XXI, Madrid, 1989. El dossier «Dos
décadas de historia social», Historia Social, 10 (1991). Me he servido también del
interesante inédito de Mary Nash, «Innovación y normalización en la historia social. Un
panorama internacional», memoria inédita, 1990, cuya consulta agradezco.
177
Además de la obra citada de S. Juliá, y la clásica de P. Abrams, Historical Sociology,
Open Books, Shepton Mallet, Somerset, 1982, puede verse con provecho, «La sociología
histórica. Debate sobre sus métodos», Revista Intemacional de Ciencias Sociales
(Unesco), 133 (septiembre de 1992). Th. Skocpol, ed., Vision and Method in Historical
Sociology, Cambridge University Press, 1984, con colaboraciones de C. Tilly, Lynn Hunt,
Denis Smith, E. K. Trimberger y la propia Skocpol, entre otros.
Lo que valoraremos entre las nuevas historiografías no es ninguna de
las dos, pero sí una tendencia que debe mucho a ambas, que tiene una
relación inmediata con la anterior Social History y con la actual Social
Science History y que nos vamos a permitir llamar «ciencia histórica social-estructural», o «historia socioestructural», tomando prestado el lenguaje de quien resulta ser hasta ahora su máximo, divulgador y su mejor
expositor, Christopher Lloyd178.
Sin que podamos ver en ella aún, en nuestra opinión, una verdadera
nueva concepción ya elaborada de la historiografía, aunque ciertamente
sus posiciones van más allá de la historia social sectorial 179, esta historiografía socioestructural apunta al intento de definir una nueva práctica.
Su dependencia de la sociología histórica representada por T. Skocpol,
de los trabajos de C. Tilly, y del magisterio de M. Mandelbaum, A. Giddens, R. Harré y otros se muestra palpable. Se trata de una corriente
que debe ser diferenciada de la propuesta, mucho menos influyente,
desde luego, de Jean Walch de una «historiografía estructural» que estaría mucho más cerca, según su autor, de la sociología que de la historiografía180.
Más allá de la antigua historia socioestructural, esta ciencia estructural
debe mucho a las tesis sociales estructuracionistas, pero Lloyd ha introducido el nombre «estructurismo» para designar esa idea de lo social
que se deriva de la dialéctica entre acción y estructura. Mientras la microhistoria y la historia sociocultural tienen una más o menos evidente
conexión con una parte, al menos, de los convencimientos postmodernistas, la ciencia histórica socioestructural rechaza tal cosa y, sin embargo, cuenta a Geertz entre sus inspiradores181. La pretensión «científica»,
científico-social, de esta tendencia es inequívoca y probablemente se
178
Además de su ya citado libro The Structures debemos referirnos por lo menos a uno
no menos importante Explanation in Social History, Basil Blackwell, Londres, 1986, y un
artículo muy directamente relacionado con nuestro tema «The Methodologies of Social
History: A Critical Survey and Defense of Structurism», History and Theory, 30, 2
(1991), pp. 180-219.
179
Tal, por ejemplo, como la definida por J. Kocka, Historia social. Concepto, desarrollo,
problemas, Alfa, Barcelona, 1989, como forma clara de historia sectorializada; véase el
capítulo 2 de ese libro.
180
J. Walch, Historiographie Structurelle, p. 15.
181
Véase esta clara falta de congruencia en Lloyd, Structures, pp.103-107.
trata de la única corriente actual con esta característica. A ello acompaña un no menos inequívoco reclamo de la teoría: «para los abogados
del relativismo hermenéutico, postmodernismo y pragmatismo, los argumentos en favor de una ciencia de la historia resultan ahora atávicos e
ingenuos», dice Lloyd.
La historiografía inspirada por la sociología histórica mantiene que no
hay ninguna base ontológica ni metodológica para mantener la vieja distinción sociedad-historia. Pero no se propone eliminar tal distinción, sino
la «vieja» distinción, ya que la nueva debe entenderse de otra manera,
dentro de un amplio campo unificado de «conceptos y metodologías socio-históricos, porque los eventos, incluidas las acciones y las estructuras, pueden y deben ser explicados a la vez separadamente en un nivel
y conjuntamente en otro más profundo». El intento subyacente es conceptualizar y descubrir la real estructura oculta de la sociedad, el proceso real del cambio social estructural. Es decir, aquello mismo que otras
corrientes consideran enteramente periclitado.
El conjunto metodológico de esta propuesta es llamado «estructurismo
metodológico», o aproximación «relacional-estructurista», que, como en
otras propuestas parecidas, desde la sociología, sobre todo, pretende
presentarse como superadora del individualismo y del holismo. Las estructuras socio-históricas no son pautas de sucesos, ni de acciones ni
de comportamientos -contra Parsons-, ni son reducibles a los fenómenos sociales, sino que tienen una forma de «existencia estructural» que
es a la vez relativamente autónoma y no separada de la totalidad de los
fenómenos que ocurren dentro de ella. La historia social es la historia de
las estructuras sociales y requiere una metodología relativamente distinta a la de la historia de los eventos. La primera parte de esta empresa
inspira, sin duda, la insistencia en la historia comparativa y el estudio socio-histórico en el largo plazo, en la línea de Charles Tilly182.
La historia social-estructural, en definitiva, constituye un «dominio científico», concepto tomado de Dudley Shapere, lo que le permitirá hablar de
una más que utópica, por el momento, «ciencia unificada de la sociedad» sobre la base del estructurismo. No es dudoso el afán «recopila182
C. Tilly, Grandes estructuras, procesos amplios, comparaciones enormes, Alianza
Editorial, Madrid, 1991.
dor» de múltiples realizaciones de la historia social-estructural practicada hasta ahora que la tendencia estructurista tiene, con la particularidad
nueva, tal vez, de su insistencia en la presencia del «sujeto» junto con
las «estructuras». Mucho menos presente está, sin embargo, en esta
propuesta el mundo simbólico al que se aferran las otras dos corrientes
comentadas.
Sección segunda
LA TEORÍA DE LA HISTORIOGRAFÍA
(La construcción del conocimiento historiográfico)
En el capítulo 1 de esta obra se ha intentado determinar a qué habríamos de llamar teoría de la historiografía y en qué consistirían cada una
de las dos partes u objetivos que aquélla se marca: la teoría constitutiva
y la teoría disciplinar. El sentido que ha de darse, con un elemental rigor
al menos, a la palabra teoría ha sido discutido ya también algunas páginas antes, al hablar de la ciencia. Esta sección segunda de la obra es la
que aborda, pues, precisamente, la teoría de la historiografía en esos
dos aspectos señalados, el constitutivo y el disciplinar.
Pero ¿por qué los historiadores son tan reacios y tan escépticos en materia de eso que llamamos teorización? Tal vez, porque no hay en el interior de la historiografía una tradición de reflexión teórica paralela a la
que existe en otras ciencias sociales con el mismo campo de estudio, la
sociedad. De todas formas, la actividad de investigar y escribir la historia
no tiene más remedio que plantearse en algún momento cuestiones pertinentes a la posibilidad real, y a las características, del conocimiento de
su objeto. Y el planteamiento de esas cuestiones es, precisamente, el
contenido de la teoría de la historiografía.
Esta Sección segunda es la de más extensión y seguramente la más
densa de esta obra. Y ello es inevitable. Se ocupa a lo largo de tres capítulos de todas las materias que constituyen tanto la teoría constitutiva
como la disciplinar de la historiografía. El objeto, la explicación y el discurso de la historiografía, además de una consideración breve sobre la
entidad de la historia general y la historia «total». Todo ello constituye,
naturalmente, el centro neurálgico de lo que un historiador debe conocer
sobre la naturaleza de su trabajo. La centralidad de lo aquí tratado ha
estado precedida, como sabemos, de una Sección primera que tiene
esencialmente carácter introductorio; y será seguida de otra, la Sección
tercera, y última, dedicada al método de la investigación historiográfica.
Empezamos en el capítulo 4 con el intento de establecer qué es la historia. El capítulo 5 destinado al estudio del objeto de la historiografía continúa este análisis intentando dilucidar dónde y cómo capta el historiador
aquello que podemos considerar propiamente histórico. Aquello que el
historiador investiga y expone y que definiremos como «el movimiento
temporal de los estados sociales». Toda esta problemática se resume,
como es de esperar, en la discusión de qué es lo que compone exactamente esa construcción que el historiador presenta como «historia».
Pero el contenido meramente expositivo de lo que llamamos historia, es
decir, la descripción del movimiento de los estados sociales, de los cambios y las permanencias en los grupos humanos, no agota enteramente
el cometido del historiador. La historiografía es un conocimiento explicativo, no meramente descriptivo ni narrativo. Exponer una explicación histórica es un asunto esencial en la práctica historiográfica. Es el producto
final y el objetivo del discurso historiográfico. A las explicaciones que el
historiador puede dar del desarrollo de la historia y a la naturaleza y
composición de su discurso, a la transmisión del conocimiento histórico
a través de un texto, se dedica, pues, el capítulo 6 y último de esta parte.
4 SOCIEDAD Y TIEMPO. LA TEORÍA DE LA HISTORIA
En este orden de cosas, al filósofo no le queda otro
recurso que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza, a partir de la cual sea posible una historia de
criaturas tales que, sin conducirse con arreglo a un
plan propio, sí lo hagan conforme a un determinado
plan de la Naturaleza.
IMMANUEL KANT, Idea para una historia universal
Como hemos expuesto ya en el capítulo 1 y en la Introducción a esta
Sección segunda, una teoría de la historiografía, o lo que es lo mismo,
una teoría del conocimiento de la historia, se compone de dos partes
esenciales, una constitutiva y otra disciplinar. La teoría historiográfica
constitutiva es la que se ocupa de analizar la naturaleza precisa del objeto de estudio, es decir, de aquello que la historiografía conoce o pretende conocer. En otras palabras, es la que tiene que pronunciarse
acerca de qué es lo histórico. Por tanto, establecer qué es la historia
constituye la primera condición para elaborar la parte sustancial de la teoría historiográfica, o lo que es lo mismo, para dejar establecida una teoría científico-constitutiva de la historiografía.
Siendo la pregunta «¿Qué es la historia?» una cuestión básica y siendo
también, sin duda, su respuesta imprescindible para poder construir una
rigurosa disciplina historiográfica, son cosas a las que, por extraño que
parezca, no han dedicado frecuente atención los historiadores. Es decir,
los profesionales de la historia rara vez han hecho teoría de la historia.
Tanto la pregunta como la respuesta han sido dejadas durante mucho
tiempo como cuestión propia de los filósofos. La tradición de la historiografía «positivista» entendió que esto eran «filosofías», ajenas al oficio
de historiador. Esta posición, ya lo hemos advertido antes, es un gravísimo error cuyo coste ha sido y puede seguir siendo el de la incapacidad
de la historiografía para alcanzar el nivel de una disciplina bien constituida.
Establecer qué es lo histórico, cómo se analiza la historia, donde se la
capta, cómo se conceptualiza el movimiento de la historia, no son cuestiones privativas de la filosofía, en modo alguno, pero sí son cuestiones
teóricas. Ahora bien, no puede haber una seria práctica historiográfica
sin teoría y ella empieza en temas como estos, propios, según hemos
dicho, de su teoría constitutiva. En el presente capítulo se tratará de este tipo de, teoría, la que intenta poner en claro qué significa la existencia
de la historia, cuál es su realidad ontológica, para tratar en capítulos
posteriores de su realidad empírica. Para ello, buscaremos una definición de lo histórico, intentando presentar la historia como una realidad
inteligible, distinta de todas las demás y, finalmente, intentaremos caracterizar la historia tal como el historiador puede captarla: como proceso
global, total, o como conjunto de procesos sectoriales o localizados territorialmente. Sólo después de haber expuesto este tipo de teoría podremos abordar en los capítulos siguientes cómo capta realmente el historiador lo histórico, cómo lo explica y cómo lo escribe.
1. SOCIEDAD E HISTORIA
La historia es, en último análisis, la «cualidad temporal» que tiene todo
lo que existe y también, en consecuencia, la manifestación empírica -es
decir, que puede ser observada-, de tal temporalidad. Dado que «ser» o
«tener» historia es algo que caracteriza a todo ser humano, a todo ser
social, la investigación sobre la naturaleza de la historia lo es, igualmente, sobre la naturaleza de la sociedad. Muchas teorías de lo social, aunque no todas, se fundamentan en la absoluta indisociabilidad de lo social y lo histórico. Por ello partiremos aquí de una proposición como esta: es preciso establecer de qué idea de sociedad se parte para llegar a
una idea de la historia. Se trata, a nuestro entender, de dos especulaciones indisolublemente unidas1. Sociedad e historia son, en definitiva, rea1
Lo que se expone en este apartado 1 del presente capítulo acerca de la sociedad
como componente esencial de toda concepción de lo histórico, puede y debe
completarse con lo que se dice también sobre sistema social, estado social y
movimiento social, en el apartado 2 del capítulo 5, que trata del «objeto de la
historiografía». Estos dos párrafos son, como puede suponerse, estrechamente
complementarios.
lidades inseparables, aunque en forma alguna idénticas, que, en consecuencia, pueden ser diferenciadas en el análisis.
Para discutir la naturaleza de lo histórico deben definirse previamente,
por tanto, dos conceptos clave, el de sociedad y el de tiempo, por una
razón que es también esencial: porque la confluencia de esas dos realidades, tan distintas entre sí, es la que configura la historia. Tampoco la
naturaleza de lo social ni la del tiempo suelen ser, por desgracia, temas
habituales entre historiadores. Y, sin embargo, ambos son asuntos inexcusables para poder conceptualizar lo histórico.
La sociedad, sujeto de la historia
La historia se encuentra plasmada en la sociedad humana. La historia
es algo que le ocurre, que caracteriza a la sociedad o sociedades concretas. Para hablar de la historia es imprescindible, pues, hablar de la
sociedad. Existen tres connotaciones que son de particular interés para
analizar la dimensión histórica de lo social.
La primera, la de que la naturaleza y la sociedad, lejos de ser realidades
contrapuestas, que necesitan o son susceptibles de tipos distintos de
conocimiento, forman un continuum sin ruptura insalvable. La historia
continúa el plan de la naturaleza, decía Kant. Las ciencias biológicas y
las del comportamiento establecen hoy que el hombre es una parte característica de la naturaleza2 y, recíprocamente, que la sociedad es un
hecho «natural». El carácter natural de las sociedades humanas, no
obstante, en nada afecta a la afirmación verdadera también de que el
hombre «construye» su propia realidad social3; pero ello tampoco le separa radicalmente de la naturaleza.
La segunda, la de que la existencia de movimiento es una constatación
ineludible en la explicación del mundo de la naturaleza así como del
mundo privativo del hombre. La existencia del movimiento es la premisa
en la que se sustenta el cambio social. El movimiento es consustancial
con la naturaleza física y también con la humana.
La tercera, la de que la idea de sociedad adquiere un perfil más preciso
al hablar del sistema social. La existencia de un sistema social puede
asimilarse a la idea de que la sociedad en abstracto y las sociedades
históricas concretas funcionan como un sistema, es decir, como un «todo» en el que al modificarse alguna de sus partes o elementos necesariamente se modifica el conjunto de relaciones que las unen.
Todo esto tiene una consecuencia teórica más. Puesto que toda realidad natural, humana y no humana, está inmersa en el movimiento, en lo
que se ha llamado la «flecha del tiempo», un tiempo acumulativo e irreversible, puede decirse, como punto de partida, que todo el universo tiene historia. En principio, tal proposición es correcta, si por historia entendemos un comportamiento temporal sin más. Pero, evidentemente, no
es la misma historia la de los seres dotados de mente, que la de los que
no lo están. Por ello es más pertinente un lenguaje que limita el uso común de la palabra historia para designar el contenido y el comportamiento temporal propio de las sociedades humanas4. En este sentido limitado, que es el que por ahora adoptamos aquí, la historia, el ser histórico, es algo que se realiza en, y sólo en, la sociedad.
3
2
La bibliografía que puede citarse sobre el problema de la relación de lo humano y lo
biológico es muy abundante. Las aportaciones de la sociobiología y de la ciencia
cognitiva resultan, en todo caso, problemáticas, pero se orientan en el sentido que aquí
señalamos. Queremos indicar dos lecturas interesantes y sencillas: L. Stevenson, Siete
teorías de la naturaleza humana, Cátedra, Madrid, 1990, y R. Dawkins, El gen egoísta.
Las bases biológicas de nuestra conducta, Salvat, Barcelona, 1993. Esto no significa
que hayan de aceptarse las tesis sociobiológicas, pero sí que nuestras posiciones son
en lo esencial contrarias al dualismo radical naturaleza-cultura. Véase también la obra
colectiva de E. Lamo de Espinosa y J. E. Rodríguez Ibáñez, Problemas de teoría social
contemporánea, CIS, Madrid, 1993.
El libro clásico sobre este tema es el de P. Berger y T. Luckmann, La construcción
social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires, 19847.
4
Las relaciones entre la «historia natural» y la «historia humana» son objeto, como es
saldo, de la reflexión de Marx, quien entiende que la del hombre es una parte de la
historia del universo. «La historia de la naturaleza y la historia de los hombres se
condicionan recíprocamente», dirá en La ideología alemana. Sin duda, el pensamiento
muy anterior de Kant se inserta también en la idea de que no hay una ruptura radical
entre desarrollo natural, o «plan de la naturaleza», y desarrollo humano o «plan de la
historia». La unicidad lógica de la historia natural y la historia humana es también
nuestra posición, pero ello nada tiene que ver con la existencia de ciencias diferentes
para su estudio.
El hecho de que la historia «encarna» en la sociedad y de que toda sociedad «tiene» historia es lo que produce una relación indisoluble entre
esas dos realidades -sociedad e historia-, una relación que permite hablar de un concepto abstracto, teórico, de sociedad frente a unas sociedades históricas, concretas, que se desenvuelven en el espacio-tiempo.
Ninguna teoría social ni ninguna ciencia de la sociedad desconoce el hecho evidente de la variedad de las formas sociales y de la relación que
ellas tienen con el factor tiempo, que es lo que les concede su carácter
histórico. Lo que establece de hecho diferencias entre unas teorías y
otras es que algunas ponen un especial énfasis en señalar que todas las
sociedades son «temporales», mientras que otras pretenden analizar el
hecho social como una estructura universal y constante. Las teorías sociales más formalistas parten del axioma de que por encima del desarrollo de fases distintas de la historia, o al margen de él, la realidad «sociedad» tiene rasgos constitutivos permanentes. Otras teorías se niegan a
aceptar esta formalización intemporal y o bien niegan la posibilidad de
definir una «sociedad» al margen de lo histórico, o proponen la idea de
«resultante», o de «realidad emergente», para explicar precisamente los
cambios en las sociedades existentes.
Tal vez una de las formas más eficientes de superar la dicotomía entre
el modelo abstracto de sociedad y el reconocimiento de las sociedades
históricas sea la formulación célebre hecha por Marx en la que establecía que: «en la producción social de su existencia, los hombres entran
en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad;
estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado
del desarrollo de las fuerzas productivas materiales...»5. La base, por
tanto, de un modelo de sociedad que fluctuaría en función del estado de
las «fuerzas productivas materiales» sería la existencia siempre de unas
precisas «relaciones de producción». Eso es lo que se encierra en la expresión citada de Marx «grado determinado de desarrollo de las fuerzas
productivas». La extrema objetivación de la realidad social que expresan
los conceptos de «fuerzas productivas» y de «relaciones de producción»
5
K. Marx, Contribución a la crítica de la economía política, Alberto Corazón, Madrid,
1970, p. 37. La versión traducida es la de Dietz, Stuttgart, 1920.
es ya un punto de partida para la explicación de lo histórico como «proceso global de lo humano».
La naturaleza humana es, pues, social e histórica. Pero debe prestarse
mucha atención al hecho de que la sociedad y la historia, entidades en
las que se plasman o materializan esos dos caracteres de lo humano a
que aludimos, pertenecen ciertamente a órdenes distintos de la realidad.
Así, mientras que la idea de sociedad tiene aspectos de su contenido
que son «materiales», institucionales, que son «organizaciones» de las
que si no podemos decir que son «cosas» sí podemos decir que es posible entenderlos como cosas, en el caso de la historia, sin embargo, estamos ante una entidad no materializable. La historia no puede ser en
forma alguna entendida como «cosa». La historia objetiva es una dimensión, cualidad o extensión, que reside en, y es impensable fuera de,
la sociedad. Estas son ideas no fáciles a las que dedicaremos algo más
de atención en este capítulo. La historia es algo que «reside» en la naturaleza humana, no es ella misma una «naturaleza». Lo cual significa
mantener una posición distinta de la expresada por Ortega y Gasset para quien el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia6.
Pues bien, esta cualidad de «atributo» que la historia tiene, de ser algo
que afecta a otra cosa, es una conceptuación de tal importancia que no
es posible entender lo que pretende la historiografía sin tenerla en cuenta. Así, dado que la sociedad es el sujeto real y único de la historia, en
cuanto que la sociedad experimenta el proceso histórico, es por lo que
la primera fundamentación sobre la que debe basarse una teoría válida
de lo histórico es la que establezca cuál es la propia naturaleza de lo social y cuáles son las formas y mecanismos observables en ella. La teoría
de la historia empieza, en consecuencia, por la teoría de la sociedad, si
puede hablarse así. Teoría de lo social y teoría de lo histórico son dos
cuestiones indisolublemente imbricadas. Pero, en contra de lo que dice
J. Habermas, creemos que lo mismo que puede concebirse una teoría
6
Entre los diversos textos donde Ortega expone esta idea desde distintos puntos de
vista, hay uno de especial belleza y claridad, «Historia como sistema», en Historia como
sistema y otros ensayos de filosofía, Revista de Occidente-Alianza Editorial, Madrid,
1981. Hay muchos pasajes citables, pero véanse especialmente las pp. 48-50 de ese
libro.
de la sociedad puede también concebirse otra de la historia7. Lo que
ocurre es que una teoría de la sociedad y una de la historia no pueden
ser isomorfas porque tienen objetos de distinta clase, como hemos visto.
Lo histórico es una categoría que atribuimos a lo social, y se nos manifiesta universalmente a través del cambio de las formas sociales o, como mostraremos en su momento, de los «estados sociales». Se infiere,
pues, sin dificultad, que no existe, naturalmente, ninguna explicación de
la historia que no contenga en si misma una explicación de la realidad
social. Es preciso, sin embargo, tener en cuenta que si bien la sociedad
y la historia son dos realidades inseparables no se confunden si son correctamente definidas. En todo caso, el conocimiento de lo histórico, como dijo Pierre Vilar, es condición de todos los demás conocimientos sociales; ello quiere decir también que él mismo supone todos los demás.
El análisis de la sociedad como sujeto histórico
Las teorías sociales, desde la Ilustración para acá, según se ha señalado muchas veces, han puesto su énfasis en una u otra de estas confrontaciones fundamentales: individuo/colectividad, acción/estructura, conflicto social/orden social, cambio/permanencia. Todo ese conjunto de categorías contrapuestas tiene una decisiva importancia para la explicación del proceso socio-histórico. Pero en la teoría social actual ninguna
orientación es tan importante como la que concibe la sociedad como
permanente proceso de estructuración, como un «hacerse» continuo,
más que como una realidad estable. En ese sentido se pronuncian teorías como la de Marx, la de la estructuración, de Giddens, o la del «llegar
a ser social» (social becoming), de Sztompka.
O bien la sociedad es entendida en su esencia como el agrupamiento de
los individuos, como reunión de seres individuales que deciden vivir en
común para conseguir determinados objetivos, posición que es arquetípicamente la de Rousseau; o bien se piensa que la sociedad es antes
que nada el colectivo humano, dentro del cual el individuo queda coartado, colectivo en cuyo seno se construye y afirma la personalidad indivi7
J. Habermas, La reconstrucción del materialismo histórico, Taurus, Madrid, 1981, pp.
181 y ss.
dual, pero que tiene primacía lógica sobre lo individual. Esta posición es
representada más bien por Montesquieu y su investigación sobre «el espíritu de las leyes».
La visión dinámica de la sociedad, en su reproducción o transformación,
se impone hoy como principio metateórico en la casi totalidad de las teorías sociales. La consideración de la sociedad como producto histórico
gana terreno visiblemente. El papel concedido por las teorías sociológicas a la «atribución histórica» como elemento conformador de lo social
es de la máxima relevancia para una teoría de lo histórico 8. No sólo se
piensa hoy que la sociedad es siempre un producto histórico, sino también que no es posible entenderla sino como devenir permanente, como
agendum, por lo que más que hablar de la persistencia de una estructura social debe hablarse de un «devenir social» o «llegar a ser social»,
como una continua estructuración. De otra parte, las teorías de la diferenciación representan, en fin, una respuesta más elaborada al problema de la creciente complejidad de las sociedades.
En las comentes teóricas activas hoy, pues, la naturaleza de la sociedad
se analiza y explica a través de unas pocas grandes categorías, en función de cuyo uso y énfasis pueden caracterizarse y diferenciarse también las propias corrientes teóricas. Las categorías esenciales de que
hablamos son, cuando menos, la de acción humana - human agency- , la
de estructura, la de reproducción, la de conflicto y la de cambio. Pero indudablemente, como hemos visto, pueden incluirse algunas más. Ahora
es imprescindible que nos detengamos algo más en el análisis de esas
categorías metateóricas porque su importancia para el análisis histórico
no es dudosa.
Acción y estructura en la conformación de la sociedad
Las teorías sociales con vigencia actual, fundamentalmente la estructuracionista, la funcional-sistémica, de la acción racional -o una expresión
de ella como la teoría de la human agency- , la interaccionista, y otras en
la línea de un marxismo renovado9, tienden a poner el énfasis en la relación dialéctica y virtual entre «agencia», decisión humana - human
8
Cf. P. Sztompka, «The Renaissance of Historical Orientation in Sociology»,
lnternational Sociology, 1, n.° 3 (septiembre de 1986), pp. 321-337.
agency en inglés10- y «estructuras», entre el sujeto y la situación histórica dada. O lo que es lo mismo, entre las acciones transformadoras que
los individuos o los colectivos emprenden y la resistencia al cambio de
las relaciones sociales preexistentes. Una teoría como la de la estructuración, de Giddens, parece de especial interés por reunir en la explicación de lo social la «competencia» y consciencia de los sujetos sociales
y la aparición de estructuras como obra de esa acción «rutinizada»11.
Desde luego, el problema de si lo definitorio en el análisis de la sociedad
es la «estructura» social o es la «acción» del hombre constituye un debate perenne de la teoría y la metateoría sociales. En la jerga sociológica anglosajona se les ha llamado respectivamente «el problema de
Durkheim» y el «problema de Weber». Tradicionalmente, unas teorías
han puesto el énfasis en las decisiones humanas, en la conciencia actuante del hombre, para explicar toda creación social como producto de
la voluntad, de la búsqueda de fines conscientes. Esta es la fundamental
idea aportada por Max Weber que luego recogería Talcott Parsons.
Frente a ello, la tradición marxista, con la que coincidiría en lo fundamental la posición de Émile Durkheim entre otros, puso énfasis en lo
que la realidad externa, las estructuras en las que el individuo se inserta,
tienen de determinante en la creación del hecho social, independientemente de la voluntad del individuo mismo.
9
Además de las visiones de la historia de la teoría sociológica contenidas en los libros
citados anteriormente, pueden verse también J. L. Rodríguez Ibáñez, La perspectiva
sociológica. Historia, teoría y método, Taurus, Madrid, 1992; G. Ritzer, Teoría
sociológica contemporánea, McGraw-Hill, Madrid, 1993. Un repaso, por lo demás de
muy desigual valor, de los principales problemas de la teoría sociológica actual en E.
Lamo de Espinosa y J. E. Rodríguez Ibáñez, eds., Problemas de teoría social
contemporánea.
10
El término inglés agency, que puede ser traducido en principio por acción o quizás
mejor por actuación, se ha puesto de moda en sociología desde los desarrollos más
recientes de las teorías de la acción social. Cf. M. Archer, Culture and Agency: The Place
of Culture in Social Theory, Cambridge University Press, 1988, pp 34 y ss. Véase también P. Sztompka, Society in Action. The Theory of Social Becoming, Polity Press, Cambridge, 1991, el capítulo «The evolving focus on agency».
11
A. Giddens, The Constitution of Society. Outline of the Theory of Structuration, Polity
Press, Cambridge, 1984. La versión francesa es La constitution de la société. Éléments
de la théorie de la structuration, PUF, París, 1987 (hay trad. cast.: Amorrortu, Buenos
Aires, 1995).
El problema del cambio social
Ahora bien, parece evidente que más allá de los problemas de la génesis social, de la estructura, de la acción social eficiente, la cuestión teórica más intrincada de todas es la del cambio social. Y éste es también,
obviamente, crucial para la teoría de la historia12. El cambio social no es
sólo cuestión esencial para la historiografía, sino que es en ese nivel
preciso donde historiografía, sociología y antropología, entre otras ciencias sociales, pueden hallar sus puntos de contacto más visibles. Si la
historia es arquetípicamente resultado del comportamiento de las sociedades en el tiempo, lo propio de la historiografía será, en consecuencia,
el análisis de los estadios temporales, cuyos dos extremos son la permanencia (duración), y el cambio. El reflejo del cambio constituye la historia, aunque el cambio mismo no es la historia. La historiografía es la
ciencia especial de la «cantidad» de cambio social observable.
¿Cuáles son las mutaciones que han de darse para que podamos hablar
de cambio social?, ¿cuáles son los factores desencadenantes del cambio?, ¿qué papel juegan los sujetos y cuál las estructuras en el origen,
desenvolvimiento y resultados del cambio social? Estas son preguntas
esenciales entre algunas más. Para «explicar» el cambio social se han
propuesto multitud de teorías de las que ha hecho una excelente presentación R. Boudon13. Ninguna de tales teorías, en ninguno de los tipos
en los que las clasifica Boudon, es tenida por la sociología actual como
satisfactoria. No por ello deja de hablarse de «teoría del cambio social»
ni de pensarse que una búsqueda de ese tipo es perfectamente pertinente y obligada.
Si no es posible encontrar una teoría adecuada del cambio social, no es
difícil prever que tampoco lo es encontrarla del «cambio histórico». Como señala igualmente Boudon, es, por una parte, muy poco plausible
pretender encontrar «relaciones condicionales» que permitan hablar de
la aparición precisa de un proceso de cambio «dadas ciertas condiciones». Tampoco resulta plausible esperar que dadas ciertas estructuras
12
A efectos de la teoría propiamente historiográfica ese problema deberemos abordarlo
de nuevo en el capítulo 5.
13
R. Boudon, La place du désordre. Critique des théories du changement social, PUF,
París, 19912.
vayan a evolucionar dinámicamente en un sentido predeterminado, con
lo que se pone en duda el fundamento del pensamiento marxiano sobre
el cambio.
La idea de Robert Nisbet es más terminante: no hay ninguna característica esencial en las estructuras sociales que permita considerar que el
cambio es componente determinante de la sociedad misma14. Pero si
esa posición puede mantenerse en cuanto se relaciona con la «transformación» social, no puede decirse lo mismo del movimiento social que es
un proceso recursivo, redundante, inseparable de la idea misma de sociedad. Es cierto que cambio no es mera interacción, movimiento, movilidad. El movimiento y la movilidad son consustanciales con la sociedad,
pero nada de ello presupone necesariamente cambio. Es por este camino por el que Nisbet va a introducir importantes diferencias entre las nociones de movimiento y cambio, extremadamente útiles para la concepción misma del «cambio histórico», como veremos más adelante15.
La concepción global de lo social- histórico
Para concluir, la tesis que quiere fundamentarse aquí, en definitiva, es la
de que en el plano ontológico no existe posibilidad de comprensión de lo
histórico sino «desde el interior» mismo de la naturaleza social del hombre. En manera alguna ello quiere decir que los individuos en sí mismos
no tengan también historia; lo que queremos decir es que «individuo» es
ya uno de los componentes de lo social. De manera recíproca, se quiere
argumentar también que, como no hay posibilidad de que ningún fenómeno social carezca de dimensión temporal -cuestión esta que veremos
más de cerca en el siguiente apartado-, es imposible una concepción de
la sociedad sin historia. Esta inseparabilidad de lo social-histórico, en la
que hemos insistido, no equivale, sin embargo, a que ambos planos sean indistinguibles en el terreno del conocimiento; la sociología y la historiografía tienen sus propios objetos de estudio definidos, si bien sean,
como escribió F. Braudel, «una sola y única aventura del espíritu, no el
haz y el envés de un mismo paño, sino este paño mismo en todo el espesor de sus hilos»16.
La oposición tradicional entre individuos y totalidades sociales se ha reformulado en un lenguaje más moderno: relaciones entre acciones y estructuras. Ello tiene igualmente una trascendencia decisiva para la concepción del «sujeto de la historia». Las posiciones sociológicas actuales
evidencian una nueva preocupación por la dialéctica como elemento explicativo en los fenómenos sociales. Y hay una serie de conceptuaciones: habitus, historicidad, representación, movilización, anomia, dualidad de estructura, agencia, emergencia, que muestran comprensiones
nuevas del problema de la ontología de lo social y, de paso, de su naturaleza histórica.
El hombre pertenece a una sociedad y se expresa a través de la sociedad. Sólo tenemos «existencia individual virtual»; virtual porque el individuo no puede concebirse nunca sino en relación con el colectivo. Existencia individual virtual quiere decir también figurada, no real. Pero, recíprocamente, sin las acciones individuales no hay totalidades sociales.
Las sociedades están hechas de individuos y existen solamente a través
de los individuos. Los objetos que llamamos «sociales», pues, sólo tienen «existencia social virtual». Virtual, de manera recíproca a la anterior,
porque todo colectivo se compone de individuos tangibles. Los colectivos son también abstracciones, porque aquello que podemos materializar son los individuos17. Esta concepción de la «estructura» de lo social
es extremadamente importante para una explicación de la historia, del
movimiento histórico, como veremos en su momento.
Una síntesis final
En definitiva, una definición posible de sociedad es la que la presenta
como «una estructura de reglas, roles, prácticas y relaciones que condiciona causalmente la acción social y que es el resultado tanto pretendido como no pretendido de la acción y el pensamiento estructurante que
16
14
R. Nisbet, T. S. Kuhn et al., Cambio social, Alianza Editorial, Madrid, 1988. Véase en
esta obra R. Nisbet, «El problema del cambio social», pp. 12-51.
15
En el capítulo 5.
17
F. Braudel, «Historia y sociología», en La historia y las ciencias sociales, p. 115.
Estas ideas están tomadas de las que expone P. Sztompka, «La ontología del llegar a
ser social. Más allá del individualismo y el holismo», en M. T. González de la Fe, ed.,
Sociología: unidad y diversidad, CSIC, Madrid, 1991, pp. 67 y ss.
proviene del pasado»; es una definición basada en la teoría de la estructuración18. En una definición de este tipo, de la que podrían mostrarse
otros ejemplos parecidos, han venido a cristalizar arrastres teóricos diversos que van desde el marxista al estructuralista y a la teoría de la acción. Pero el elemento esencial es el «estructuracionista» combinado
con el «agencial», que hacen de la sociedad una realidad en devenir,
con orden inteligible y en perpetua modificación por la acción de individuos y grupos.
No es nada fácil, y seguramente no es ni posible, concluir con una idea
completa y sencilla del mundo social del hombre que sea adecuada al
punto de vista que se propone explicar teóricamente la naturaleza de la
historia. Parece claro que en lo que la sociedad «acusa» o manifiesta
más inmediatamente su historicidad es en la creación y destrucción de
estructuras, dando a este concepto el alcance exacto que hemos propuesto líneas arriba y entendiendo que las estructuras no son cosas sino esencialmente relaciones, que se encaman en las instituciones, la organización social, aunque no se identifican con ellas, pero se representan también en símbolos, en pensamiento y comunicación. La producción y destrucción de estructuras tienen siempre un agente, el hombre;
la historicidad social se manifiesta, por tanto, desde un punto de vista recíproco al anterior, en la continua acción creativa del sujeto. La sociedad
tiene una realidad, en todo caso, acumulativa. La historia es el resultado
del cambio social y ese cambio es siempre acumulativo.
Tras todas estas someras indicaciones, intentemos reunir ya en unas
cuantas proposiciones sintéticas lo que es, a nuestro modo de ver, de
acuerdo con posiciones sociológicas recientes, el fundamento del ser
social como sujeto de la historia:
a) La sociedad se entiende como un proceso o confrontación dialéctica
entre estructuras y acción social. La sociedad es, pues, no una estructura o «estado» sino un proceso. Y esos dos elementos estructurantes no
son otra cosa que «realidades virtuales». La sociedad se configura a través de la acción eficiente de los sujetos sociales y se objetiva en las es18
C. Lloyd, The Structures, p. 128.
tructuras. Hoy está claro que no es posible tratar de las estructuras sin
incluir al otro polo dialéctico de toda realidad social: el sujeto y su acción. La historia, pues, ha de captarse de esta forma dialéctica también.
La dialéctica de superación de contradicciones es constante. La permanencia de la sociedad representa la resolución continua del conflicto.
Por ello resulta de interés hablar de un proceso dialéctico, a través de
contradicciones siempre superadas, para que la sociedad pueda pervivir.
b) La sociedad puede ser entendida desde la idea de sistema social.
«Sistema social» es, sobre todo, una idea instrumental: para que haya
sociedad tiene que haber unas relaciones globales que la definan. La
concepción sistémica, prescindiendo de elementos de ella que hoy pueden considerarse inútiles o superados, define bien, como plantea Niklas
Luhmann, qué es lo que la sociedad significa como «búsqueda de sentido» en un mundo contingente. El sistema social, desde luego, no es una
realidad efectiva, ontológica, sino que debe entenderse como un instrumento de análisis del funcionamiento de una entidad compleja, dentro
de la cual, a su vez, pueden detectarse muchos sistemas, o subsistemas.
c) El cambio social es sustancial en el entendimiento del proceso histórico, pero no se identifica con él. La historia es algo más que el cambio
social, desde luego. El cambio social es explicado desde distintas posiciones que fluctúan entre atribuir su origen a la naturaleza constitutivamente contradictoria de la sociedad, que es la idea propia de las doctrinas conflictivistas, hasta la suposición de que en las estructuras sociales
no existe ninguna condición natural que obligue al cambio, de forma que
éste deberá ser interpretado como el producto de acciones externas al
sistema. En todo caso, movimiento social y cambio social son constantes históricas.
d) Al ser la sociedad un proceso, el sistema de lo social se halla siempre
modificado por el acontecimiento, sujeto a la invención y relacionado
con el medio. La sociedad no «es» sino que «deviene». La necesidad de
recoger junto a la idea sistémica de lo social, la expresión del proceso y
el cambio reales ha dado lugar a nuevas formulaciones que permiten
hablar de que lo histórico ha sido reinsertado, y debe serlo en todo caso,
en la explicación de lo social. Cabe decir, naturalmente, que lo contrario,
es decir, la explicación de la historia como manifestación del proceso social, no sólo es igualmente cierto, sino que no tiene otra formulación posible.
2. TIEMPO E HISTORIA
Ser histórico es «ser en el tiempo», según ha establecido el pensamiento filosófico antiguo y moderno y tal como se sostiene hoy también por
las posiciones más comunes en la ciencia, la natural y la social. El tiempo es, en consecuencia, una de las variables esenciales, si no la absolutamente esencial, entre las que integran la definición de la realidad histórica. El proceso que llamamos temporal es el que configura como específica, incomparable con ninguna otra, la existencia humana. Sólo el
hombre, como ser autorreflexivo, lleva «dentro de sí» el tiempo. Pero, en
realidad, como si fuera una paradoja, el proceso temporal envuelve no
sólo lo humano, sino todo lo que existe. El hombre participa del tiempo
de la naturaleza, pero hace también del tiempo una «construcción propia»19.
El tiempo es una variable, hemos dicho, o una dimensión, como añadiremos ahora, esencial, que configura lo histórico integrada en las realidades sociales. Decimos «integrada» porque no hay realidades sociales
sin tiempo. La temporalidad es, sin embargo, una realidad tan imbricada
en nuestra mecánica psicológica y social, en el proceso de socialización
de cualquier ser humano, que puede perfectamente aparecer como algo
dado, indiferenciado, incluso innato, una categoría a priori como quería
Kant, más allá de cualquier reflexión e incluso de cualquier experiencia.
En efecto, el tiempo aparece como algo intuitivo cuya percepción, sin
duda, progresa con la maduración psicológica, como mostró Piaget20, algo dado y «supuesto» para el sentido común, y como algo supuesto su
consideración específica está ausente del relato histórico, si es que ese
19
20
Véase después sobre esto el apartado 3 del capítulo 5.
Son bien conocidos los estudios de J. Piaget en sus Études d'Épistémologie génétique
sobre el desarrollo de la percepción del tiempo en los niños y también del mismo autor
es el estudio Le développement de la notion de temps chez l'enfant, PUF, París, 1946.
mismo relato no es ya, como pretende Paul Ricoeur, la «configuración»
misma del tiempo21.
En ese sentido, la primera aseveración que debemos establecer de manera inequívoca es la inconsistencia o inexactitud de la pretensión de
que existe un tiempo físico y otro histórico o social. Ella representa no
más que una formulación banal, o tal vez poética, difundida por autores
que no han cuidado de analizar con rigor el problema de la realidad objetiva del tiempo frente a su percepción subjetiva. La realidad del tiempo
no es, y no puede ser, objetivamente más que una. Otra cosa es la percepción sensorial, no intelectual, del tiempo por el hombre, cuyos perfiles psicológicos son ajenos al concepto cosmológico de lo temporal22. Si
no procede hablar de un tiempo físico y otro histórico, ello no debe ser
confundido con la necesidad de distinguir entre un «tiempo de reloj» y
un «tiempo existencial»23, entre los clásicos chronos y kairos.
Desde otro punto de vista, la cuestión de la construcción «sociológica»
del tiempo presenta algún mayor interés: en todos los núcleos sociales
históricamente existentes el tiempo es una institución que se construye y
que tiene funciones precisas24. Sin embargo, lo que interesa para una
construcción de la idea de historia es, en realidad, la manera en que
puede captarse y explicarse por nosotros de forma objetiva la significación del tiempo como un componente interno, inserto realmente en las
cosas: de qué forma el tiempo actúa sobre la existencia de las cosas y
se manifiesta en el proceso histórico.
La manera en que la historia es conceptualmente una «dimensión» o
«cualidad», hemos dicho, de lo social tiene su explicación también por la
existencia de esta otra condición o dimensión previa: porque todo lo que
existe está «inmerso en el tiempo», aunque esta sea una manera meta21
P. Ricoeur, Tiempo y narración, Cristiandad, Madrid, 1987, 2 vols., de los que ya
hemos citado antes el 1. Sólo hay versión española de los dos primeros volúmenes de
los tres de que consta la obra original.
22
E. Jaques, La forma del tiempo, Paidós, Buenos Aires, 1984. Véase especialmente a
nuestro efecto, dentro de este excelente y completo libro de un psicólogo, el capítulo 4:
«La experiencia consciente, preconsciente e inconsciente llamada tiempo».
23
J. Hassard, The Sociology of Time, Macmillan, Londres, 1990, p. 10.
24
N. Elias, Sobre el tiempo, FCE, Madrid, 1989, un ensayo sobre la construcción social
del tiempo. Véase también B. Adam, Time and Social Theory, Polity Press, Cambridge,
1990. También el ya citado J. Hassard.
fórica de expresarlo. Por tanto, el círculo de esta argumentación quedará cerrado al concluir en que si toda investigación sobre la naturaleza de
la historia lo es, asimismo, sobre la naturaleza de la sociedad, también
lo es, inseparablemente, sobre la naturaleza del tiempo, sobre la temporalidad. No podemos hablar de qué es lo histórico sin hablar de lo social
y de lo temporal. De ahí que en el mundo del hombre más que hablar de
un « hecho social» es preciso hacerlo de un «hecho socio-temporal»,
que por ser ambas cosas, social y temporal, lo categorizamos con mayor precisión como hecho socio- histórico. No existe nada que podamos
llamar « hecho histórico» sin más cualificación -en el sentido de las más
clásicas ideas del positivismo-. La historia es sociedad más tiempo, o
menos metafóricamente, «sociedad con tiempo». Por ello toda conciencia que el hombre adquiere de lo histórico es, de alguna manera, una
conciencia de la temporalidad, y ello es una cuestión sobre la que se
han pronunciado desde hace tiempo los filósofos, desde Kant a Ortega y
desde Lukács a Ricoeur.
Si bien es verdad, como decimos, que no puede hablarse de un tiempo
físico y otro histórico, sí es posible hacerlo, creemos, de uno objetivo y
otro subjetivo. Por otra parte, es también una afirmación sustancial la de
que el tiempo es irreversible y los procesos fundamentales que conforman el mundo lo son también. El tiempo aparece así, en todas sus manifestaciones, y no sólo en las humanas, como acumulativo: no puede
volver hacia atrás25. Pero, en último extremo, la pregunta que el historiador ha de hacerse, como cualquier otro analista de su propia disciplina,
a la que debe responder desde ella misma, es qué es el tiempo. Tal
«qué» es aquí inevitablemente una interrogación filosófica y científica. Y
para responderla con propiedad es preciso que conozcamos, aunque
sea de forma somera, en qué ámbito de ideas nos movemos.
¿Qué es el tiempo?
25
Como una primera introducción a este asunto nada fácil y sobre el que existe una
importante bibliografía, véase el trabajo monográfico «Pensar el tiempo, pensar a
tiempo», Archipiélago, Cuadernos de crítica de la cultura (Barcelona), 10-11 (1992).
La consideración del tiempo en el sentido físico, del tiempo del universo,
y en el sentido filosófico, son necesariamente el punto de partida para
entrar en el asunto. La exploración de la entidad del tiempo fue emprendida desde la Antigüedad a través del mito, la religión, y, después, de la
especulación cosmológica y física26. El análisis de orden científico sería
más tardío, pero está claro que ambas maneras de abordar el problema
del tiempo no han estado tajantemente separadas nunca antes de llegar
a Einstein, o, tal vez, a las reflexiones de H. Poincaré. El caso de las
ciencias sociales y, en particular, de la historiografía, es bastante desigual. Nos interesa comenzar por esta última vertiente del problema.
Los historiadores y la conceptualización del tiempo
Sólo tardíamente ha sido el problema del tiempo objeto de análisis sociológico y aproximadamente de esta misma manera tardía lo ha sido de
análisis historiográfico27. En la historiografía reciente, el célebre artículo
de F. Braudel, «La longue durée», de 1958 28, debe ser considerado como un hito, además de como una rareza. En el estudio del tiempo histórico las cosas han ido hasta ahora poco más allá de donde las dejó
Braudel si nos referimos a análisis de la entidad operativa del tiempo en
la explicación de la historia. Pero en fechas recientes el estudio del tiempo histórico ha suscitado un renovado interés. Existe una sociedad internacional para el estudio del tiempo, de tipo interdisciplinar, revistas especializadas y un creciente flujo de publicaciones29.
Es verdad que la ciencia social en su conjunto, y no sólo la historiografía, ha dedicado tradicionalmente escasa atención al estudio directo del
hecho temporal como componente esencial de todos los comportamien26
Para todo este tratamiento es de sumo interés el libro de K. Pomian, El orden del
tiempo, Júcar, Madrid, 1990.
27
Esto no es obstáculo para que la bibliografía sobre el asunto, especialmente la
sociológica, sea muy extensa.
28
Aparecido originalmente en Annales. É.S.C., 13, n.° 4 (octubre-diciembre de 1958),
pp. 725-753, el artículo se ha reproducido después muchas veces y puede verse en
español en F. Braudel, La historia, pp. 60-106.
29
La sociedad en cuestión es The International Society for the Study of Time, con sede
en Bloomington (EE.UU.), sus publicaciones comprenden unas series, The Study of
Time, que aparecen desde 1969. Existen revistas especializadas sobre el asunto, como
Time and Society a la que nos referimos aquí.
tos humanos. Pero existe una bibliografía sobre el asunto más abundante de lo que se supone30. Ciertas contribuciones importantes sobre tiempo e historia, y sobre la expresión temporal en el discurso historiográfico, no proceden de historiadores propiamente dicho sino de tratadistas
de otra procedencia -Ricoeur, Elias, Mink, etc.-. El problema del tiempo
en una teoría de la historiografía sigue siendo, en definitiva, un terreno
prácticamente abandonado por los historiadores en lo que es, justamente, su exploración teórica.
La consideración de las formas cambiantes en que aparece la «idea» o
«percepción» del tiempo en individuos, civilizaciones o ámbitos culturales históricos, es decir, los aspectos psicológicos y culturales del tiempo
tienen para la teoría historiográfica un interés innegable, pero no más
que relativo o preliminar. La consabida «historia de la idea del tiempo» y
más aún la concepción del tiempo en la crónica desde tiempos remotos,
o la cuestión de las técnicas y aparatos de medición y la percepción de
lo temporal31, la diferencia entre las concepciones acerca de la linealidad
o circularidad del tiempo, son temas que pueden tener un cierto interés
previo y contextual, pero tampoco son en modo alguno esenciales para
la cuestión del tiempo histórico. Sobre todo porque, según el sentido en
que suelen orientarse esos estudios, los autores asimilan el tiempo histórico, de forma errónea, a la cuestión de la «cronología». Como veremos más adelante, la cronología es también asunto muy básico en la
idea del tiempo histórico, pero en forma alguna se identifica con éste.
En el propio campo historiográfico la atención al problema del tiempo se
vio en cierto sentido potenciada con la revisión crítica general que significaron aportaciones metodológicas como las de Annales, o las contribuciones del marxismo. Pero nunca han llegado plenamente al terreno teó-
rico. Sus estudios se han orientado, más bien, hacia asuntos pragmáticos referentes a las formas de captación del tiempo presentes en diversas culturas, a través de sus manifestaciones escritas o propiamente
historiográficas que muestran la manera de interpretar el «curso» de los
acontecimientos. Otro de los caminos de los historiadores ha sido la
atención a la operatividad del concepto de tiempo para definir los propios rasgos de las civilizaciones32. Así es notable el caso de K. Lamprecht y su teoría del «Renacimiento», que Toynbee captará después
bajo la forma recurrente de los «renacimientos». O la idea aplicada por
George Kubler33 al desarrollo de las formas artísticas de un tiempo que
es «construido» (shaped) por las concepciones comunes y propias de
los estilos artísticos. No es extraño tampoco que una de las constantes
del pensamiento de los historiadores acerca del tiempo sea el empeño
en establecer si las concepciones temporales que las culturas históricas
muestran son «circulares» o «lineales», asunto al que prestaron atención desde Vico y Spengler a Amaldo Momigliano.
De ahí el interés de algunas posiciones generadas en la escuela de Annales, como la de Braudel, o la menos conocida de Mairet34, que se
adentran en otro tipo de especulaciones sobre el tiempo histórico, mucho más en la esencia misma de ello, en su «estructura», sin que, desde
luego, Braudel mismo agotara las perspectivas que sus análisis presentaban. Aunque aquí no vamos a profundizar en la discusión de las tesis
de Braudel sobre el «tiempo largo» y demás extremos que plantea35,
puede señalarse que su gran aportación es, a nuestro juicio, el establecimiento de que el tiempo de la historia no queda circunscrito en forma
alguna por la cronología y que los «eventos» son sólo una parte del devenir histórico y no su manifestación exclusiva. Algunas de las críticas
que se han hecho a Braudel, como son las de Ricoeur, por ejemplo, no
30
Cf. W. Bergmann, «The Problem of Time in Sociology: An Overview of the Literature
on the State of Theory and Research on the "Sociology of Time", 1900-1982», Time and
Society, 1, n°. 1 (enero de 1992), pp. 81-134. Acerca del tiempo en su vertiente
sociológica y antropológica existe una recopilación de textos hecha en España por R.
Ramos Torre, ed., Tiempo y Sociedad, Siglo XXI, Madrid, 1992. Todos los autores
recogidos en ella son extranjeros.
31
G. J. Whitrow, El tiempo en la historia. La evolución de nuestro sentido del tiempo y
de la perspectiva temporal, Crítica, Barcelona, 1990. A pesar de no ser lo que podría
esperarse, esta obra de Withrow, uno de los presidentes de la sociedad internacional
citada antes, es un libro erudito e interesante.
32
Cf. P. Ricoeur, R. Panikkar, A. J. Gurevich et al., Les cultures et le temps, études preparées par l'UNESCO, Introducción de P. Ricoeur, Payot-UNESCO, París, 1975.
33
G. Kubler, La configuración del tiempo, Nerea, Madrid, 1988.
34
G. Mairet, Le discours et l'historique. Essai sur la représentation historienne du
temps, Mame, París, 1974.
35
Algo de ello se hace en el capítulo 5 de este libro.
carecen de interés, pero siguen operando sobre una conceptuación
errónea, externa y cronológica, del tiempo36.
Braudel maneja una conceptuación del tiempo «estructuralizante» mientras que el «tiempo corto» opera en sentido «individualizante»37. El camino estructuralizante emprendido por Annales en el análisis del tiempo
puede tener una cierta relación con el hecho de que la escuela, en principio, tratara poco de la historia contemporánea donde, según M. Miyake, hay dificultad para el tiempo estructural. Pero este autor, comentarista de Braudel, no ha captado en su profundidad la relación entre estructura y evento que los annalistes manejaron. Por su parte, Ricoeur ha
lanzado críticas a la falta de rigor de Braudel y su carencia de percepciones del tiempo plural. Dice que, hablando en términos absolutos, la idea
de «velocidad del tiempo» no puede aplicarse a los intervalos de tiempo
sino a los movimientos que los atraviesan. La cuestión está en que Ricoeur parece creer, al estilo newtoniano, que hay un tiempo absoluto cuyos intervalos pueden ser atravesados por movimientos. Una vez más
se confunde tiempo-receptáculo y tiempo-cambio, cosas a las que nos
vamos a referir de inmediato.
Idea del tiempo en la filosofía v en la ciencia
En lo que a la tradición occidental se refiere, el origen del tratamiento filosófico y científico del tiempo se encuentra en la Grecia antigua. La especulación filosófica griega más importante, y de todo el mundo antiguo,
sin duda, fue la de Aristóteles aunque en modo alguno sea la primera.
Las posiciones de Aristóteles son las de mayores consecuencias para el
futuro, aun teniendo en cuenta las muy fundamentales también, pero
mucho menos sistemáticas y extensas, de Agustín de Hipona38. Aristóteles trata de manera completa del tiempo en el libro IV de su Física39,
donde se exponen algunas grandes concepciones sobre la naturaleza y
36
37
P. Ricoeur, Tiempo y narración, I, pp. 183 y ss.
M. Miyake, «The Concept of Time as a Problem of the Theory of Historical
Knowledge», en Nachdenken über Geschichte. In memoriam Karl Dietrich Erdmann, Karl
Wachholtz, Neumünster, 1991, pp. 321-337.
38
San Agustín, Las confesiones, Akal, Madrid, 1986. Véase el célebre pasaje del capítulo
XIV del libro XI, pp. 297 y ss.
39
Aristóteles, Física, Les Belles Lettres, París, 1990, I, pp. 13 y ss.
la medida del tiempo que han perdurado hasta hoy. En el análisis aristotélico lo fundamental es que se absolutiza la relación de tiempo y movimiento, pero se niega que el tiempo sea equivalente al movimiento mismo.
Después del notable avance de la tecnología de la medición del tiempo,
es decir, de la transformación del tiempo cualitativo en cuantitativo 40, se
produjo el trabajo teórico de describir el tiempo mismo y de definir su estatuto, teniendo en cuenta los descubrimientos que parecían haber hecho caducas las opiniones de Aristóteles41. El tiempo había sido tenido
como inherente a algo. En ese sentido, el tiempo es un accidente o, incluso, un accidente de segundo grado, accidente de accidente. Pero a
partir del siglo XVI se rechaza esta idea del «tiempo accidente», no para
hacer de él una sustancia sino para establecer que, como el espacio,
tiene una entidad sui generis. En ese sentido, Gassendi defendió que
los conceptos de sustancia y accidente no agotan todo el ser, pues el lugar y el tiempo no son ni lo uno ni lo otro. Las posiciones de Gassendi
resultan ya del máximo interés, pero habría que llegar a Newton y sus
Principia para que el tiempo se convirtiera en uno de los ejes del entendimiento del mundo físico.
La configuración del tiempo como magnitud uniforme y homogénea, reversible, escalar, mensurable, y, por otra parte, como una realidad o entidad en cuyo seno suceden las demás realidades físicas fue, como se
sabe, idea argumentada por Newton y la física clásica en los siglos XVII
y XVIII. Posteriormente esa concepción ha sido discutida y, en buena
parte, descartada, y, sin embargo, permanece bastante viva en la opinión común. El «tiempo absoluto» que definió Newton fue discutido
pronto por otras concepciones físicas del tiempo posteriores a la suya,
pero fueron las formulaciones de Ernst Mach y las de Albert Einstein,
después, las que acabaron por ponerla enteramente en cuestión.
En efecto, Newton establece en el Escolio 1 a las definiciones de su
obra clásica que
40
41
G. J. Whitrow, El tiempo en la historia, especialmente pp. 25 y ss.
Pomian, op. cit., pp. 304-305.
el tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí y por su propia
naturaleza sin relación a nada externo fluye de una manera ecuable y se dice con otro nombre duración. El tiempo relativo, aparente y común, es una medida sensible y externa (precisa o desigual)
de la duración por medio del movimiento, usada por el vulgo en lugar del tiempo verdadero; hora, día, mes y año son medidas de
ese tipo42.
La concepción de un tiempo absoluto por parte de Newton, que se basa
en la tradición astronómica que viene desde Tolomeo, presenta tal capacidad de penetración por su aparente carácter intuitivo que sigue presidiendo la creencia común de las gentes acerca del comportamiento del
tiempo hasta hoy mismo. También los antiguos tenían una idea del tiempo absoluto. El tiempo es un «ámbito», un «ambiente», un «flujo» no sujeto a nada externo, «ecuable», es decir, homogéneo, que equivale a la
duración y en cuyo seno, en cuyo interior, suceden todas las cosas. Es,
sin duda, la imagen del tiempo que alimenta el entendimiento común de
él. La medición del tiempo de las cosas es el tiempo relativo y se efectúa
por medio del «movimiento», lo que resulta, como hemos dicho, una
idea expuesta ya por Aristóteles. La de Newton es la que podría ser llamada concepción del «tiempo-recipiente».
Pero el cambio profundo en la concepción física del tiempo arranca del
momento en que se pone en cuestión la idea newtoniana de un tiempo
absoluto como un flujo constante, uniforme, en el que estaban inmersos
los fenómenos del universo y que se medía mediante el tiempo relativo.
La idea de la existencia real de ese tiempo absoluto fue discutida ya por
Leibniz y luego fue rechazada por el físico y metodólogo de la ciencia
Ernst Mach, uno de los precedentes claros del neopositivismo en la
ciencia y la filosofía, a fines del siglo XIX, calificándola de «concepción
metafísica ociosa», «basada en argumentos aparentemente sensatos»
y, en cualquier caso, «superflua». El tiempo sólo puede ser medido por
el cambio de las cosas43, dice Mach. No existe un tiempo «absoluto» como tampoco un espacio absoluto.
Después, pensadores de muy diverso género, filósofos o científicos, han
estudiado este tipo de problema. Bergson, Husserl, Einstein, Heidegger,
Reichenbach y más recientemente Friedman, S. Jay Gould, S. Toulmin,
I. Prigogine, etc. H. Reichenbach creía que toda la solución del problema de tiempo no tiene otra vía que la de la física. Para Husserl la fenomenología es la conciencia del tiempo, el fondo de la «psicología de la
psicología», el tiempo inmanente y la posibilidad de su objetivación. Las
posiciones de Reichenbach y Husserl son estrictamente incompatibles.
Para Heidegger el tiempo no está en el sujeto ni en el objeto, antecede a
toda objetividad y subjetividad. Es claro que físicos y metafísicos no
siempre hablan un lenguaje compatible. Ricoeur cree que el tiempo es,
en definitiva, una aporía irresoluble como problema.
Así, pues, como ya vio en su momento Mach y reafirmó Einstein después, el tiempo no es una realidad fluyente en la cual «se sumergen»,
se desarrollan todos los fenómenos del universo. No existe un tiempo
fluyente y externo, un tiempo absoluto. El tiempo no es externo a las cosas, a los fenómenos, sino que son los fenómenos los que sustentan el
tiempo, los que lo prueban. Es el movimiento, el cambio, el que denota
que existe el tiempo. El tiempo astronómico necesita de la idea de uniformidad, de movimientos uniformes que de hecho no existen. Por ello
dice Newton que puede accederse desde el tiempo vulgar al astronómico de forma matemática. Sin movimiento o cambio el tiempo no existiría,
como señaló Aristóteles, y la experiencia puede fácilmente reconstruirlo.
Estas constataciones tienen para la historia y la historiografía, como
puede deducirse, una importancia no despreciable y después insistiremos en ellas44.
En su significación última, la percepción y conceptualización del tiempo
por el hombre parte de la denotación del cambio en el mundo real. Pero
en manera alguna ello permite afirmar que el tiempo es el cambio, cosa
43
42
I. Newton, Philosophiae Naturalis Principia mathematica, Escolio I a las definiciones
fundamentales. Puede verse una edición castellana de los Principios matemáticos de la
filosofía natural, Tecnos, Madrid, 1987, pp. 32 y ss. Las cursivas son nuestras.
E. Mach, The Science of Mechanics, The Open Court, La Salle, Illinois, 1942. Es la
versión inglesa del original alemán de Mach de 1902. Los parágrafos que interesan se
encuentran a partir de la página 271.
44
En el capítulo 5.
que ya denunció Aristóteles como errónea y que fue motivo también de
enérgicos ataques de Friedrich Engels al Doctor Dühring45. El tiempo no
es el cambio, pero no puede ser aprehendido sino a través de algún tipo
de cambio. Esa observación se debe ya también a Aristóteles. El tiempo
no contiene al cambio, al contrario de lo que creía Newton, sino más
bien al revés. El tiempo no es tampoco una sustancia, ni un flujo continuo, ni un fondo sobre el que se producen los hechos. Es una dimensión de las cosas mismas. Es más bien la «producción» de hechos, es
decir, de cambios, la que introduce la dimensión tiempo. Una dimensión
de la realidad, estrechamente relacionada con las demás dimensiones y,
por tanto, que no puede concebirse independientemente de la de espacio. De ahí que se haya dicho que el tiempo es una cuarta dimensión. La
física relativista, como ha expuesto Michael Friedman, se basa en las teorías del espacio-tiempo y la «tradición relacionista» insiste en que «no
deberíamos contemplar el sistema de cuerpos físicos concretos como
sumergidos en el espacio-tiempo que haría las veces de gran "recipiente"»46.
Pero el «orden del tiempo» no es sólo el sistema derivado de la realidad
del cambio, de la variación, sino que de la misma forma se contiene
también en la idea de duración, de permanencia47. El cambio es, a su
vez, la variación de un orden sucesivo de estados. Aristóteles acabó definiendo el tiempo como «el número de la variación según un antes y un
después». El cambio, la variación de la que habla Aristóteles, es la sucesión de estados distintos y para que haya sucesión de estados es preciso denotar por comparación presencia o ausencia de elementos, lo
que no es posible sino sobre la existencia y experiencia básica de la
permanencia, de la duración.
Estas observaciones nos llevan al problema seguramente básico, o a
uno de los problemas básicos: la consideración del tiempo no como entidad absoluta, existente en sí misma, sino como una relación entre las
cosas que no puede denotarse sino a través del cambio, o, lo que es su
vehículo propio, a través del movimiento. Tampoco es lo mismo, desde
luego, movimiento que cambio, pero ambas cosas aluden a una variación relacionada con el espacio: el tiempo se denota por las variaciones
en el espacio. La ausencia de tiempo no puede ser equiparada más que
a la ausencia de todo cambio de posición. Por ello se ha considerado en
su momento que la idea de un tiempo absoluto tal como fue concebida
por Newton, basada en el movimiento uniforme, es, cuando menos, superflua48. Los hechos, los cambios, los eventos, no suceden en el tiempo, sino que ellos crean el tiempo.
Una cuestión más es la que se refiere a la «flecha del tiempo» en expresión que acuñó Eddington. El tiempo es irreversible, es anisotrópico, según se deduce de lo que establece el segundo principio de la termodinámica49. El problema es cómo puede hacerse inteligible el tiempo, un
tiempo que se comporta como una «flecha» cuya trayectoria es irreversible y asimétrica. Y ello se relaciona, a su vez, con la cosmología del
big- bang. Una vez admitida la idea de « un» origen para el universo y
para el tiempo, no hemos resuelto el problema fundamental de la existencia de las cosas, sino que lo hemos desplazado hacia el viejo asunto
de la creación, con la agravante, como ha expresado Pomian, de que
ahora no está permitido, al menos a un científico, recurrir a Dios50.
45
48
Aclaraciones de interés sobre la idea de profunda de Newton acerca del tiempo
absoluto, derivada de creencias religiosas, puede verse en F. de Gandt, «Temps
physique et temps mathématique chez Newton», en D. Tiffenau, ed., Mythes et
Représentations du temps, CNRS, París, 1985, pp. 100-104.
49
Véase respecto a esto especialmente I. Prigogine e I. Stengers, Entre el tiempo y la
eternidad, Alianza Editorial, Madrid, 1990. Los escritos de Prigogine sobre estos temas
son ya bastante abundantes. Cf., entre otros, I. Prigogine, El nacimiento del tiempo,
Tusquets, Barcelona, 1991.
50
Pomian, op. cit., p. 381. Parece inevitable en este punto, por referirse justamente a
estos temas, la cita del difundidísimo, y probablemente poco leído, libro de S. W.
Hawking, Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros, Critica, Barcelona,
46
F. Engels, Anti- Dühring, Ayuso, Madrid, 1975, pp. 55 y ss.
M. Friedman, Fundamentos de las teorías del espacio-tiempo. Física relativista y
filosofía de la ciencia, Alianza Editorial, Madrid, 1991, pp. 264-265, en el capítulo
dedicado al «relacionismo» en la concepción del tiempo y del espacio, del que
participan Leibniz y Mach. El libro de Friedman tiene demasiado contenido matemático
como para que resulte de lectura fácil.
47
La conceptuación filosófica de la duración procede de Henri Bergson. Véanse de
forma introductoria los textos de Bergson sobre la duración recogidos en H. Bergson,
Memoria y Vida, textos escogidos por G. Deleuze, Alianza Editorial, Madrid, 1987, pp.
7-23. Femand Braudel se ha inspirado sin duda, aunque no lo cita, en esta idea
bergsoniana de duración al escribir su artículo sobre «La longue durée».
Hemos de aludir, aunque sólo sea de pasada, a una cuestión distinta a
todo esto. Y es la de que para la resolución de los problemas relativos a
la relación entre el tiempo objetivo y la historia objetiva interesan escasamente las representaciones mentales del tiempo e incluso toda la casuística sociológica de la construcción de la temporalidad. La objetividad
del tiempo es cosa diferente de todo eso, y es, en definitiva, la que interesa primordialmente a la teoría historiográfica. Lo que el tiempo representa en la definición de la historia es el sentido ontológico, y analógico
con el mundo físico, del movimiento y del cambio social, dado especialmente el carácter unidireccional de lo temporal.
Los ingredientes teóricos y físicos del tiempo interesan para la definición
de la historia más o menos como interesan a las demás ciencias sociales, en principio: porque son componentes de la vida del hombre. La teoría de la relatividad ha mostrado que en el ámbito del universo entero el
tiempo está estrechamente relacionado con el espacio y, por ende, con
la velocidad51, siendo la velocidad una magnitud referida al movimiento,
al cambio. Al mostrar las dificultades de la idea de simultaneidad, la velocidad se coloca como uno de los elementos esenciales en la interpretación de los cambios en el universo. La historiografía, sin embargo, es
la ciencia de la temporalidad humana misma; el problema del tiempo adquiere, pues, en su teoría, una dimensión medular, constitutiva.
Tiempo social y tiempo histórico
Desde el punto de vista de la experiencia humana, son, sin duda, los
cielos mismos de la naturaleza los que dan al hombre un primer apoyo
para la percepción del tiempo. La denotación del tiempo como parte del
proceso civilizador aparece cuando el hombre repara en la recurrencia
del movimiento cíclico de los fenómenos celestes, esencialmente la su1988.
51
De los diversos escritos más o menos divulgativos que el propio Einstein publicó,
citemos aquí de forma introductoria A. Einstein, Sobre la teoría de la relatividad
especial y general, Alianza Editorial, Madrid, 1984. Todo el texto es, naturalmente,
importante, pero véase «Sobre el concepto de tiempo en la física», a partir de la página
24. Sin duda, la más completa divulgación que nunca hizo Einstein fue en el libro A.
Einstein y L. Infeld, La evolución de la física, Salvat, Barcelona, 1993.
cesión de días y noches y subsidiariamente de estaciones y de posiciones de los astros52. Esta observación, en todo caso, en manera alguna
invalida la de que el tiempo acaba siendo, en una parte importante de su
realidad, una construcción social. Así, en la ciencia social moderna parece haber sido É. Durkheim, en «Las formas elementales de la vida religiosa», el primero en llamar la atención sobre el origen propiamente social, construido, de la categoría «tiempo», cuyo nacimiento él hacía recaer en el desenvolvimiento cíclico de la vida social, derivado, a su vez,
de las prácticas religiosas.
Para el análisis de la ontología de lo histórico, aparece como básico el
hecho de que el tiempo es justamente el indicador fundamental de la
existencia histórica, mientras que la conciencia de lo histórico se manifiesta como consecuencia de que el hombre conceptualiza el cambio como elemento constitutivo de la existencia. Así, cambio-tiempo-historia
aparecen en la cultura como el correlato de toda simbolización de la actividad creativa del hombre. Es el correlato de la percepción misma del
movimiento social.
El tiempo es medible por diversos procedimientos y tiene una manera
peculiar de conformar lo social, con implicaciones distintas a las que se
presentan en la naturaleza no humana. En realidad, para ejemplificar esto, los tiempos que conceptualizó Braudel sólo miden «tipos» de cambio;
cambio en ciclo corto que se caracteriza por la presencia de muchos
«acontecimientos» que son cada vez menos abundantes según nos
adentramos en otros tipos, o niveles, de tiempo. Braudel analiza tipos de
realidades según su «velocidad» de cambio. Braudel no llega a presentar una articulación acabada entre esos tipos de cambio que conformarían el
tiempo «total». Lo que falta en su teoría es la consideración del nexo lógico que se establece entre el tiempo físico y su percepción humana: el
hombre tiene conciencia del tiempo desde el movimiento, pero especialmente desde la percepción del movimiento recurrente, del movimiento
estacionario, de forma que el tiempo sólo es medible por relación a mo52
Así lo muestra N. Elias, Sobre el tiempo. Véase también T. Crump, La antropología de
los números, Alianza Editorial, Madrid, 1993, en su capítulo referente a «El tiempo».
También S. Tabboni, La rappresentazione soziale del tempo, Angeli, Milán, 1984.
vimientos recurrentes. Esto, que contribuye a explicar la aparición de la
idea de «tiempo cíclico», es un nuevo obstáculo para la comprensión del
«tiempo acumulativo», lineal, de la «flecha del tiempo».
Las relaciones de la historicidad con la temporalidad constituyen la clave
de nuestro problema de definición del tiempo histórico. ¿Cómo definir,
en definitiva, tiempo a efectos historiográficos? He aquí lo que proponemos como una primera aproximación:
Cambio y duración
El verdadero tiempo de la historia es, pues, aquel que se mide en cambio frente a duración. Para una parte del pensamiento filosófico, o de la
teorización de lo histórico, la duración se ha convertido en un obstáculo
para la correcta comprensión de la historia como realidad externa y objetiva. De una u otra forma, persiste el pensamiento de que historia y
duración son cosas contrapuestas. Pero un fundamental hallazgo de
Braudel, una vez más, reside, a nuestro juicio, en haber mostrado todo
el absurdo que se esconde bajo la idea de una realidad que se compone
de hechos, es decir, de cambios, sin otra articulación cognoscitiva alguna entre ellos, al establecer que es posible concebir, en todo caso, y como contraste al menos, una historia inmóvil. Es posible una historia sin
cambios porque siempre existe el movimiento, el movimiento recurrente
o estacionario. O lo que es lo mismo, dicho en otras palabras: que no
hay un tiempo que determine a los hechos, o en el que los hechos se
produzcan, sino que son los hechos los que determinan el tiempo. Que
hay diversos tiempos en función de cómo se producen los hechos. Que
si los hechos son los cambios es fundamental que ello se ponga en relación con la duración. La historia, así, no coincide en modo alguno con el
cambio sino con la articulación dialéctica entre permanencia y cambio.
Pierre Vilar acuñó en una frase especialmente luminosa lo que podemos
considerar que es una de las claves de la relación entre historia, cambio
y tiempo. Decir que la historia es un producto del tiempo, afirma Vilar, no
significa nada; lo que tiene algún sentido es decir que el tiempo es un
producto de la historia53. El tiempo interno de las cosas es el que tiene
verdadero sentido en la historia, no el tiempo externo de la cronología.
53
P. Vilar, Histoire marxiste, p. 190. El texto de Vilar dice: «Il arrive en effet que l'histoire conjoncturelle... semble faire de I'histoire un produit du temps (ce qui ne signifie rien) et non du temps (c'est-à-dire de sa distribution non homogène, de sa différentiation) un produit de I'histoire...».
tiempo es la denotación del cambio con arreglo a una cadencia de
lo anterior y lo posterior, que en principio es posible medir y que
en las realidades socio- históricas es un ingrediente esencial de su
identidad, pues tales realidades no quedan enteramente determinadas en su materialidad si no son remitidas a una posición temporal.
3. HISTORIA COMO ATRIBUCIÓN
Intentamos ahora, en este tercer apartado, llegar a conclusiones ya más
acabadas acerca de la naturaleza de la historia. Podría pensarse que,
con conciencia de ello o no, cometemos el error lógico y epistemológico
de dar por supuesto que la historia existe antes de haber establecido
cuál es su entidad. Sin embargo, nuestra pretensión no es más que hacer uso de una licencia metodológica.
Existen tres aspectos de lo histórico sobre los que debe llamarse la
atención. La percepción de lo histórico que el hombre corriente tiene es
la de que ocurren «acontecimientos», aparecen y desaparecen personas e instituciones, se producen situaciones nuevas y desaparecen
otras que, por lo tanto, se oscurecen en «el pasado». Nada queda fuera
de estos cambios. Todo está «dentro» de la historia y todo puede cambiar. Por ello podemos decir que la historia es también una atribución,
un atributo, que tienen las cosas y, especialmente, los seres humanos.
Si podemos establecer que todo lo que existe tiene historia, podemos
decir que la historia es una realidad objetiva, que existe con independencia de nuestra voluntad y que, en ese sentido, es decir, como ontología, existe aunque no conozcamos su curso concreto. La historia existe
por cuanto existe cambio y, antes que ello, por cuanto existe movimiento.
Pero la historia, además de ser una atribución objetiva que tiene lo social -que es lo que aquí importa, no el mundo inanimado-, es también algo que conocemos, al menos en parte, algo que podemos reflejar en un
texto, que podemos enjuiciar, investigar -¿cuál ha sido el cambio que
una determinada sociedad ha sufrido hasta ahora...?-, que podemos escribir. Y, en definitiva, algo de lo que podemos decir que es un discurso,
es un elemento de la cultura, un conocimiento. Por último, la historia es
también algo más que todo eso. Todos sabemos que tenemos un tiempo, que en ese tiempo podemos hacer unas cosas u otras. Sabemos
que lo que somos y hacemos se debe en parte a lo que ha sido y se ha
hecho antes que nosotros y que lo que hagamos influirá también sobre
la posteridad. Esa conciencia de estar en el tiempo, y de estar ligados al
pasado y al futuro, es lo que llamamos conciencia histórica y a veces
también historicidad.
En el sentido en que la historia es una consecuencia del cambio social
global, tiene un carácter de totalidad. También lo tiene porque nada hay
fuera de la historia, hemos dicho. Todo está sujeto a ella y por eso podemos caracterizarla como totalidad. Pero una cosa es la ontología de la
totalidad, es decir, concebir una «historia total» y otra es poder construir
un discurso de la «totalidad de la historia», o, lo que es lo mismo, de
«toda» la historia, sea cual sea el sentido que se dé a la expresión «toda», del que hablaremos después. La confusión entre el plano ontológico y el plano propiamente científico ha llevado a más de una distorsión
improcedente del significado de la expresión «historia total» y todo lo
que de ello se deriva en relación con la construcción de la historiografía.
Historia: ontología, discurso y conciencia
Así, pues, como hemos sugerido brevemente, existe una historia como
ontología, como algo real, independientemente del conocimiento que
tengamos de ella. Ahora bien, la historia es también y junto a eso una
construcción hecha por nuestras capacidades cognoscitivas y, en este
otro sentido, la convertimos en un discurso. Es una realidad objetiva, pero hacemos de ella un pensamiento y un «texto». Y la historia es, por último, una conciencia, forma parte de las vivencias del individuo, informa
su memoria, e informa también la memoria de los colectivos. Así se habla de la historia como «memoria colectiva». En definitiva, lo histórico es
una realidad «dada» , en algún modo, pero también «construida», en
otro y, en fin, «sentida» o «vivida».
En cuanto a lo primero, la historia existe con independencia de la voluntad de los individuos y los grupos. Porque la historia no se confunde con
la naturaleza humana aunque forme parte de ella. La historia es un ingrediente constitutivo de la ontología de lo humano, forma parte de la
naturaleza del hombre, pero no equivale a toda su naturaleza, como
piensa en realidad el historicismo. Ahora bien, lo mismo que la historia
no se confunde con la naturaleza del hombre, sino que forma parte de
ella, constituyéndose como una propiedad de lo humano, tal propiedad o
cualidad no tiene tampoco un estricto carácter «emergente» .
Queremos decir con ello que a pesar de que la historia está en el conjunto de los hombres, y de que la historia de un colectivo no es la suma
de las historias de los individuos, hay también, con pleno sentido, una
historia individual. Esto no significa que la historia del individuo no sea
también «social» -nadie tiene una historia donde no cuente el «otro»-,
pero sí que la historia no es, como sí lo es la sociedad, emergente -la
sociedad es una realidad emergente porque ni es meramente la suma
de los individuos, ni tampoco puede representarse en uno solo de ellos-.
En esto se distingue la realidad «sociedad» de la realidad «historia». Un
problema distinto, desde luego, es el de cómo y dónde lo histórico se
manifiesta en el individuo y en los grupos humanos y cómo, por tanto,
puede hacerse de ello un objeto de conocimiento. Construir ese objeto
es la función directa de la historiografía.
Pero, segundo, en cuanto que la historia es también una parte de la
«memoria», puesto que la historia hace que lo que somos en cada momento sea el resultado completo de lo que «hemos sido», su dimensión
propiamente social se hace explícita cuando se convierte en «memoria
colectiva». Para que la memoria colectiva sea tal, sea un bien social, ha
de ser pública, externa. Ello quiere decir que se convierte en un discurso, lo que no significa necesariamente, como quiere Ricoeur, que el dis-
curso sea un relato54; se convierte en algo comunicado y en elemento de
comunicación, se convierte en un componente de la cultura y, en consecuencia, en algo construido por la cultura misma. Conviene, en todo caso, no confundir este discurso histórico con el discurso historiográfico.
Aunque ambas cosas tienen una estrecha relación, no se superponen.
El discurso histórico lo acaban componiendo mecanismos, en cierta forma automáticos, del simbolismo cultural. Pero el discurso historiográfico,
formalmente hablando, como lo hacemos aquí, es la «reconstrucción»
que la historiografía hace de la historia. Es un producto de conocimiento
elaborado, de trabajo específico. Producto de la ciencia o del arte, según se quiera, el discurso historiográfico puede, a su vez, formar parte,
o la forma obligatoriamente, del discurso histórico. Puede ocurrir que el
mismo discurso histórico sea manipulado por el historiográfico. Pero con
ello entramos ya en otro orden de consideraciones acerca de la ideología de las que podemos prescindir aquí por el momento.
Hay, en fin, una tercera dimensión, digámoslo así, donde lo histórico impone su presencia determinante: en la conciencia de los individuos y, en
su caso, de los grupos. La historia como ontología y la historia como discurso se involucran conjuntamente en el complejo fenómeno de la conciencia histórica. La conciencia histórica es, naturalmente, un objeto
también de la investigación de la historia, del cometido de la historiografía. El hecho de que el hombre tenga conciencia actuante de que él es
un ser «histórico» se manifiesta desde las primeras etapas de la humanidad de formas muy diferentes pero siempre inteligibles. Esa conciencia es un elemento mucho más subjetivo, mucho más producto de una
construcción intelectual individual, sea cual sea la forma en que se le
entienda, pero ella misma refleja, a su vez, las propias condiciones históricas objetivas, las de la historicidad, en las que se forja precisamente
la conciencia histórica. Es ésta la misma percepción que expuso Marx al
decir que «no es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia»55.
54
55
P. Ricoeur, op. cit., especialmente volumen 1, parte primera, capítulo III.
K. Marx, Contribución a la crítica de la economía política, Alberto Corazón, Madrid,
1970.
Ontología, discurso y conciencia son, pues, tres planos de la historia indudablemente conectados, complementarios, pero de existencias independientes, paralelas. Entre esos tres planos señalados pueden establecerse relaciones muy diversas. Queremos decir, por ejemplo, que la
«historia objetiva» es independiente del discurso y de la conciencia de la
historia. O que la conciencia histórica puede tener contenidos que no corresponden enteramente a la historia objetiva y que los contenidos «empíricos» de la historia sucedida pueden estar totalmente falseados en el
discurso y en la conciencia. La historia empírica es independiente de la
conciencia que se posea de ella. Por lo demás, la conciencia de la historicidad puede ser, y de hecho es, enteramente independiente de los
«facta», de las «res gestae». Lo que ocurre, en último análisis, es que
esas tres entidades, historia objetiva, discurso histórico y conciencia histórica, son ellas mismas de forma determinante e inevitable, elementos,
partes, de la dimensión histórica global de lo humano; ellas son ingredientes de la «reflexividad» general de lo social.
Historia como atribución
Es raro, aunque no sea absolutamente imposible, encontrar entre los
historiadores algo más que una definición meramente fáctica, instrumental, de lo que es historia, empleando, además, esta palabra comúnmente
para designar la disciplina y no la realidad que estudia. Sin embargo, si
se quiere llegar a una conceptuación objetiva de la historia, desde la que
después pueda pasarse a la descripción de cualidades más concretas,
hay que partir de una definición abstracta, algo así como la de que la
historia es, en un sentido muy lato, aquella proyección externa y objetiva, aquel discurso y aquella conciencia, que derivan de la existencia de
cambio en el mundo, lo que equivale a decir de la existencia del tiempo.
En un sentido restringido, plenamente acorde con el significado aceptado de la palabra, como apreciación todavía, sin duda, muy genérica, pero por ello mismo totalmente sustancial, puede decirse que Historia es el
resultado de que la sociedad humana es una realidad en el tiempo.
Estas conceptuaciones no pretendemos, en modo alguno, que sean
nuevas. Pero sí podemos decir que una de las más radicales conse-
cuencias que se encierran en una manera de conceptualizar lo histórico
como la que aquí presentamos proviene de la afirmación de que el tiempo, conformación esencial de lo histórico, es una dimensión intrínseca
de las cosas. Una idea de ese género aparece ya perfilada en la afirmación de Ortega de que la «cronología» era una denominatio intrinseca y
no una mera designación externa en toda atribución histórica. «La fecha
de una realidad humana, sea la que sea, es su atributo más constitutivo.»56 Si bien la «fecha» no expresa en forma alguna todo el contenido
temporal de las realidades humanas, la idea orteguiana es, en su fondo,
perfectamente asumible.
En las líneas que anteceden se han desarrollado suficientes argumentos
para que pueda haberse captado, si hemos sabido explicamos, la idea
de que la realidad ontológica de la historia es discernible, aislable, discriminable y explorable mediante un conocimiento distinto del filosófico, es
decir, mediante un conocimiento empírico. Subyace a todo ello, no obstante, la necesidad inexcusable de clarificar la realidad sustancial, si la
hay, de la historia. La historia, hemos dicho ya, es una cualidad inherente a la vida individual y social del hombre, conforma la sociedad y se involucra de forma inextricable con otra realidad como es el tiempo. Pero
la historia no es la sociedad, no es el tiempo, no es ninguno de los «subsistemas» distinguibles del sistema social. No es una realidad material,
pero tampoco meramente un objeto de pensamiento... ¿Qué tipo de realidad es la historia? Intentemos dar una respuesta provisional a esta
cuestión nada fácil.
Ocurre que lo que llamamos realidad social se compone de «cosas», de
construcciones mentales sobre las cosas, de instituciones reificadas o
«cosificadas», de reglas o, lo que es lo mismo, de relaciones no cosificables, de comportamientos y de pautas de comportamiento, de estados
mentales y de pensamiento simbólico, y de un largo etcétera de «esencias» y «fenómenos». La realidad social es el campo donde disciplinas
diversas, es decir, las ciencias sociales, que son las que se ocupan de
56
J. Ortega y Gasset, «Prólogo» a W. Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu,
Revista de Occidente, Madrid, 1956, p. 15. Tal vez no esté de más señalar que Ortega
añadía a tan radical afirmación la de que «cuando este modo de pensar llegue a ser
común entre los historiadores, podrá hablarse en serio de una ciencia de la historia» (la
cursiva es suya).
la naturaleza de tan amplia realidad, construyen sus objetos, se constituyen en torno a hechos empíricos, que se presentan más o menos dados, o son más o menos construidos por el pensamiento, que son materiales o son materializables, en todo o en parte. Las ciencias tratan con
las «esencias» aunque su objetivo no sea en ningún caso el análisis «último» de la esencia, el análisis metafísico, sino el análisis de los «fenómenos» en los que la esencia se manifiesta.
De este modo, la economía, la sociología, la psicología, la antropología,
la política, la demografía, la geografía, la lingüística, y un largo etcétera
de otras más, son disciplinas sociales cuyo objeto es material o materializable. Es convertible en «cosa». Estudian instituciones o estudian los
«productos» de sistemas de relaciones -el caso de la cultura material
para el antropólogo, por ejemplo-. Los productos de la vida económica,
los hechos sociales, los comportamientos psicológicos, los componentes
de la cultura, las organizaciones políticas, el desarrollo de la población o
de la organización del espacio, se materializan muchas veces en entidades, se encaman en cosas o se manifiestan en fenómenos, de forma
que puede decirse, con las debidas cautelas epistemológicas, que el objeto de esas disciplinas se construye en forma de realidades
«objetivas», organizadas y modificables, separables o separadas del sujeto cognoscente.
Ahora bien, resumiendo argumentos que hemos expuesto páginas antes, podemos decir que toda esa realidad social, de tan heterogénea naturaleza, tiene una historia. Y, sin embargo, la historia misma no es una
cosa. ¿Qué quiere decirse con ello? ¿Qué significa, pues, que algo tiene
un historia? Si admitiéramos como válida la más tosca de las percepciones de lo histórico, diríamos sencillamente que por cuanto todas esas
cosas, ideas y comportamientos, están en el tiempo, tales realidades sociales tienen un pasado. Y así identificaríamos historia con pasado. Pero
queremos decir algo más: no meramente que todas esas realidades tienen un pasado, sino que están en el tiempo y que existe una forma empírica de denotarlo. Esa forma empírica es la que construye la historiografía. La disciplina que se ocupa de investigar lo histórico es la historiografía.
Ahora bien, repitámoslo, es evidente que lo histórico constituye un ingrediente de la realidad social que no se reduce, ni es equiparable, a las
cosas, las instituciones, los comportamientos o las construcciones mentales a que se refieren las demás ciencias sociales. La historia se refiere, según se admite, a la relación que todos los otros ingredientes de lo
social tienen con el proceso que llamamos tiempo. Pero ninguno de
esos ingredientes de lo social encierra en sí la historia, sino que todos
participan de ella. Esta diferenciación es la clave de la amplitud de lo
histórico y de la dificultad de su estudio científico.
La cuestión es, por tanto, que la historiografía no trata de realidades materializables. No hay «hechos», «instituciones» históricas, por su naturaleza, sino, como dijo con notable agudeza hace casi un siglo Charles
Seignobos, por su posición (en el tiempo)57. Así resulta que la historia no
es una realidad sustancial, en el más literal sentido aristotélico. Historia
es una atribución o una imputación que adjudicamos a la entera heterogeneidad de todo aquello que compone la realidad social. ¿Y qué es lo
que atribuimos o imputamos?... La historia es un atributo de la realidad
social como un todo, en el sentido de que la «atribución» o «imputación»
que hacemos de que algo tiene historia es la denotación de que tal realidad contiene el tiempo. Y de que contiene más o menos tiempo.
La historia es el cambio acumulativo al que están sujetas las sociedades, un cambio cualificado siempre por su intensidad en el tiempo. La dimensión temporal esencial de lo social lleva a que lo social posea como
atributo el «ser histórico». Que la historia no es una realidad materializable sino «la atribución de la temporalidad» constituye la verdadera «jaula
de hierro», en palabras de Agnes Heller58, de la historicidad. La atribución del tiempo a lo social equivale a construir toda la superestructura de
lo histórico. La diferencia esencial entre la historiografía y las demás
ciencias sociales lejos de estribar, como sostiene Paul Ricoeur, en «la
dimensión narrativa» se encuentra en el hecho de que no trata de una
57
C. Langlois y C. Seignobos, Introduction aux études historiques, p. 78 de la edición
española citada ya. En el capítulo 5 volvemos sobre esta importante cuestión.
58
A. Heller, Teoría de la historia, Fontamara, Barcelona, 19851, p. 47. La autora hace
estribar esa jaula de hierro en el hecho de que el tiempo es ruptura y es un continuum
a la vez.
realidad sustancial, sino de un atributo que está inserto en otra realidad,
la social, y que como tal atributo no es materializable. Ricoeur hace residir la esencia de lo histórico en la narratividad porque la esencia de lo
histórico es el tiempo. Pero el tiempo no se expresa sólo en lo narrativo.
El tiempo no es ni la fluencia ecuable (Newton), ni la evolución creadora
(Bergson), ni la configuración narrativa (Ricoeur). El tiempo es la denotación del cambio. El tiempo significa que las cosas cambian. Luego tener historia significa la permanente referencia de las cosas al cambio y
también a la permanencia. O, lo que es lo mismo, tiempo e historia son
dos perspectivas de un mismo edificio, para conocer el cual necesitamos descubrir, desde luego, sus planos y sus cimientos.
Historia como totalidad
Según hemos dicho ya antes, la historia, como atribución que poseen todas las cosas, es objetivamente una «realidad total». Pero no existe ningún discurso histórico de la totalidad de la historia. ¿Cómo podría un
historiador reconstruir la totalidad de la historia? Esa pregunta tiene, en
todo caso, poco sentido sin una aclaración suficiente de la idea de totalidad. Es preciso, en consecuencia, empezar fijando adecuadamente los
sentidos en que podría emplearse y los límites precisos de una expresión cómo «historia total».
En el sentido más simple e inmediato con ese término podríamos aludir
a la «totalidad del tiempo histórico», hablando, por tanto, de una historia
completa de la humanidad desde su aparición sobre la tierra hasta el
momento actual en que la consideramos. Tal «totalidad de la historia»
tiene una escasa función y sentido, y sólo podría adquirir alguno si se
considerara como preámbulo de un planteamiento filosófico o teológico
del «final de los tiempos históricos» al estilo de lo hecho por Hegel, lo
que no es aquí nuestro caso.
Los sentidos más elaborados de la idea de totalidad aplicada a la historia serían más bien otros. Uno, el de la totalidad entendida como indivisibilidad: el proceso histórico no .es divisible en partes en su realidad última. La historia está formada por el proceso temporal global de la sociedad. En este sentido empleamos habitualmente el término historia gene-
ral. Historia de todos los procesos que se dan en la sociedad sin excluir
ninguno. En una segunda acepción la totalidad significa universalidad.
La historia es de todos los hombres, la verdadera historia es la historia
universal; no puede haber unos pueblos en la historia y otros no. En este sentido hablamos de historia universal o historia mundial, la que trata
de todas las culturas del mundo.
Hay aún un posible tercer sentido de la idea de totalidad de la historia: el
sentido sistémico. Aludimos con ello al hecho de que no puede haber un
desarrollo o proceso de cambio de un sector o parte de la sociedad sin
que tal proceso afecte a todas las demás partes o sectores de esa sociedad misma. No hay una historia aislada de alguna parte de la humanidad. Aquí habríamos de hablar de una historia sistémica o historia integrada.
Fueron los historiadores de la escuela de los Annales los que introdujeron en el vocabulario de la historiografía esta idea de historia total, pero
nunca produjeron un verdadero análisis ni empírico ni teórico de lo que
ese proyecto podría realmente significar. El sociólogo R. Boudon ha expuesto ideas que nos interesan aquí especialmente a propósito de la totalidad en los sistemas sociales. Las sociedades, dice, son totalidades
compuestas de elementos interdependientes que no tienen sentido si se
las aísla59. Pero la idea de totalidad no acaba de estar clara y puede tener al menos tres significaciones: que algo debe describirse de forma
exhaustiva, que está compuesto de partes interdependientes, o que un
cambio que se opera en esa realidad es global. En cualquier caso, la
idea de totalidad es utópica a nivel práctico puesto que la exhaustividad
sólo puede lograrse a nivel de pequeñas comunidades. La idea de totalidad está desprovista de significación operativa y lo único pensable es su
representación mediante «modelos». La totalidad tiene algún sentido
cuando se aplica a algo que es «exhaustivamente inventariable» o a una
cosa «concebida como sistema».
Además de que en los párrafos de Boudon hay coincidencias con lo que
hemos expuesto antes, interesa destacar su alusión al carácter «utópico» y al carácter «sistémico» de la idea de totalidad. La totalidad es una
59
R. Boudon, Para qué sirve la noción de estructura, Aguilar, Madrid, 1972, pp, 27 y ss.
imagen que difícilmente puede tener una plasmación experimental y, por
otra parte, sólo puede hablarse de totalidad a través de la definición suficiente de una realidad como un sistema. La idea, por tanto, de una historia total es imaginable y cualquier definición de lo que es historia se
hace siempre en el horizonte de esa historia total. Otra cosa es plasmar
la realidad histórica en un discurso como totalidad.
De ahí que estemos ante una idea que siempre se ha prestado a equívocos. Cualquier discurso histórico «general», que pretenda dar cuenta
del comportamiento de la «totalidad» de los fenómenos sociales en el
tiempo, necesita establecer cuál es el eje de la descripción de la sociedad en el tiempo y cómo se articulan en la «historificación» los diversos
fenómenos y niveles de actividad social que se dan en las sociedades
globales. Se trata de un problema que la teoría historiográfica no ha resuelto y que sólo parece poder resolverse desde una concepción sistémica de la sociedad y del cambio social.
Sobre esto hay una precisión adicional que hacer: el hecho de que el
horizonte de la reconstrucción histórica sea siempre el de la historia total, no tiene como correlato metodológico el que todos los fenómenos
presentes en una situación hayan de ser descritos. La historia total es
algo bien distinto de la suma de las historias parciales. Si la historia es el
conjunto, como efectivamente es, de todos los cambios que suceden, de
todos los acontecimientos, esa realidad no puede ser representada nunca. Ninguna ciencia es capaz de hacerse cargo de «toda» la realidad
empírica que estudia. Pensar lo contrario sería dar pábulo a la realidad
de aquella estulticia de los personajes de Jorge Luis Borges que pensaban construir un mapa tan completo que tuviera la misma escala que la
realidad...
Pero el hecho es que la historia que el historiador presenta ha de dar la
mejor imagen de esa historia total. Como un buen mapa. La historia total
responde, desde luego, a una concepción epistemológica clara, de la
que, sin embargo, no se ha deducido hasta ahora una metodología operativa. El camino de la historiografía hacia la consecución de un grado
serio de rigor teórico pasa, sin duda, por una perfecta conceptuación de
la historia total. De la misma forma que se habla de un «sistema social»
podría hablarse de un «sistema de la historia», pero tal sistema es una
representación abstracta y no una realidad de hecho.
No puede escribirse una «narración» de todos los acontecimientos de la
historia, pero sí puede haber un discurso no narrativo donde la lógica total de un proceso histórico quede expresada. La totalidad no es el conjunto de todos los hechos históricos, de todos los acontecimientos y
cambios sociales ocurridos en el tiempo y en todos los lugares, sino que
es la representación hecha por el historiador desde el inventario exhaustivo de las condiciones en que se produce cada proceso histórico
que pretende ser explicado. Es posible hablar de «una totalidad» de la
historia contemporánea de España, por ejemplo, en cuanto que procedamos al análisis del desarrollo integrado de todos los sectores de la actividad social pertinentes -desde la demografía a las creaciones intelectuales- exponiendo suficientemente las relaciones que ligan a tales niveles entre sí y las variaciones en ellas a lo largo del tiempo.
Lo que la historiografía presenta como su discurso o producción más
completa es la historia general. La historia general es, en la medida de
la perfección posible, la representación de esa atribución de la temporalidad, de ese movimiento real de las sociedades en el tiempo, que constituye lo histórico. Una historia general no lo es, una vez más, porque
comprenda en sí «toda» la historia, en ninguno de los sentidos en que
hemos dicho que puede entenderse la totalidad. La historia general es la
que pretende representar el movimiento histórico «global». Por tanto,
puede haber una historia general, puede escribirse una historia general,
de un pequeño trozo de historia real. Una historia general de una pequeña agrupación humana, de una localidad, o de un pequeño lapso de
tiempo. Lo que debe quedar definitivamente claro es que la historia general es aquella que tiene siempre como horizonte de su discurso la historia «total».
Pero el desarrollo de la disciplina historiográfica ha hecho cada vez más
importante, y hoy absolutamente imprescindible también, el desarrollo
de las historias sectoriales. Una historia sectorial es la que presenta un
solo nivel bien delimitado dentro de la existencia social como un todo.
Una historia sectorial es, pues, una historia de la economía, de la política, de la educación o de la ciencia, que una determinada sociedad pro-
duce. La idea de una historia sectorial puede tener tres sentidos. El de
historia sistemática, es decir, historias muy globales de aspectos, sin
embargo, parciales o subsistemas de la realidad en grandes espacios
de tiempo. Hay aquí una especie de «sectorialidad global». Ese es el carácter que tienen ramas de la historiografía como la historia económica,
las historias de la literatura, la educación o la filosofía. Después el de
historia de sucesos particulares, aunque en realidad nos referimos no a
sucesos particulares sino al historiar en coyunturas concretas tipos concretos de fenómenos sociales. Las historias de fenómenos, instituciones, procesos, que prescinden explícitamente de toda pretensión de explicar globalidades. Por último, un tercer sentido es el que se le atribuye
a una realidad de especial relevancia.
La clave del conocimiento de las historias sectoriales es, en todos los
casos, que ellas también han de ser enfocadas desde esa totalidad de
que hablamos; de otra forma esa historia sectorial nunca representará
bien una realidad histórica. La correcta historia sectorial es aquella que
es entendida efectivamente como parte de un todo global. Para la historia sectorial es esencial hacer inteligible la forma en que esa parte de la
que trata se relaciona con el todo. La especialización intradisciplinar es
absolutamente ineludible en la ciencia. El problema grave es que la especialización lleve a la pérdida de esa visión de la totalidad sin la que no
se entiende la realidad última de lo que es el proceso histórico.
5 EL OBJETO TEÓRICO DE LA HISTORIOGRAFÍA
La forma del objeto es la posibilidad de su ocurrencia en estados de cosas.
LUDWIG WITTGENSTEIN, Tractatus Logico- Philosophicus
En una sociedad dada cualquiera no podremos
entender las partes a menos que entendamos su
función y su papel en su relación mutua y en su
relación con el total.
E. P. THOMPSON, ¿Lucha de clases sin clases?
En el capítulo 4, primero de esta Sección, hemos abordado la parte fundamental de la teoría constitutiva de la historiografía: la de la naturaleza
de lo histórico. Nos queda ahora por desarrollar y concretar aquella parte de la teoría historiográfica que hemos llamado disciplinar. La teoría
disciplinar es propiamente la teoría del conocimiento de lo histórico y debe determinar, en nuestro caso, en qué grado es posible un conocimiento de un cierto campo de la realidad como es el de la historia de las sociedades y hasta qué punto esa posibilidad se encuentra realizada en el
estado actual de nuestra disciplina.
En los últimos párrafos del capítulo anterior nos esforzábamos en dar
una idea precisa de qué es la historia. Concluíamos, en definitiva, que,
en un plano abstracto, historia es la atribución que hacemos a las cosas
de que tienen tiempo, de que están sujetas al tiempo. La historia refleja,
en definitiva, el comportamiento temporal de las sociedades. Pongámonos ahora, como corresponde, en el punto de vista del historiador en su
trabajo, y entonces la pregunta surge de inmediato: ¿cómo busca, y
dónde encuentra en definitiva, el historiador esa atribución de la temporalidad de la que hablamos en la realidad empírica misma (en sus fuentes, según acostumbramos a decir)? Expuesto en otras palabras, ¿qué
es exactamente esa realidad que el historiador investiga y a la que se dirige en su búsqueda?; ¿dónde y cómo se nos manifiesta lo histórico en
la experiencia? Y, por fin, con alguna mayor precisión de lenguaje, ¿cómo conceptualiza el historiador lo histórico?
Ciertamente, responder a ese tipo de preguntas es lo que nos proponemos al buscar el objeto teórico de la historiografía. Para dilucidar cuestiones de este género, se dice, en las disciplinas académicas, y en el
lenguaje de la teoría del conocimiento en general, es preciso delimitar el
campo y el objeto de un conocimiento. Son las mismas cosas a las que
llamamos también objeto material y objeto formal del conocimiento. De
ellas hemos de ocuparnos de inmediato. Al intentar determinar la realidad concreta en la que hay que buscar «lo histórico», y la forma en que
podemos «presentar» esa historia, entramos en el corazón mismo de lo
que es la teoría disciplinar de la historiografía. Se trata de establecer, en
definitiva, qué es lo que el historiador presenta como resultado de su investigación sobre la historia: ¿una sucesión de eventos, una determinación de las estructuras sociales en un momento dado, los cambios sociales, los pensamientos, intenciones y acciones de las gentes?... Estas
son las cuestiones a responder y aquí intentaremos responderlas en lo
posible.
1. LA CONFORMACIÓN DEL OBJETO DE LA HISTORIOGRAFÍA
El «objeto» de la historiografía, o sea, aquello que el historiador busca
con su actividad, es una cuestión discutida. Lo que el historiador presenta o debe presentar como «historia» es un asunto sobre el que se han
pronunciado opiniones cambiantes en la historia de la historiografía. No
está dilucidado si la historia es cosa de los individuos o las colectividades, de los líderes o de las masas, o, en suma, «quién hace» la historia,
ni menos aún lo está qué se debe «contar» de ella. En esta situación, es
fácil advertir ya que una de las grandes dificultades, si no la básica, de
la definición del objeto de la historiografía estriba precisamente en la extraordinaria globalidad, el significado de totalidad, que la historia tiene.
Por eso ha habido en la teoría de lo histórico un problema constante, y
falso, en torno a lo que debe entenderse por «hecho histórico» y en torno a la necesidad, falsa también, de «seleccionar» los hechos históricos.
Discutir el objeto de la historiografía no puede confundirse con una especulación filosófica -por ejemplo, descubrir el «sentido de la historia»-,
ni ética -hacer de la historia, o su conocimiento, un instrumento de la
justicia o la construcción de la sociedad perfecta...-. Dar cuenta del proceso socio-temporal tiene que ser una propuesta inteligible como resultado de una práctica investigadora, pero semejante propuesta no será
plausible si no se establece la forma de materializarla, es decir, un procedimiento para hacerla y un medio de comunicación de los resultados.
La «construcción» de una historia sólo puede basarse en la experiencia
investigadora y en la reflexión crítica sobre ella. La respuesta acerca del
objeto de la historiografía tiene mucho que ver con el propio tipo de contribución historiográfica que una investigación concreta pretende y representa. Así difieren en su presupuesto y en su orientación tipos de trabajos orientados monográficamente, de aquellos otros globalizados, en
tanto que también difieren exploraciones de nuevos asuntos o de nuevas fuentes, frente a lo que son revisiones de la ciencia establecida. Objeto de la historiografía, en resumen, no hay más que uno, pero tiene diversas caras.
Campo y objeto de la historiografía
Todo conocimiento, sea común o científico, parte de una realidad empírica, de experiencia. La idea de campo que manejamos aquí hace referencia a un ámbito de experiencia observable, perteneciente a la realidad exterior, en la que se ejerce esa observación de determinados fenómenos. Un campo puede definirse como el «conjunto finito de hechos»
que constituyen la «base empírica» de un conocimiento1. La investigación de lo social-histórico, de acuerdo con esto, como cualquier otra investigación, opera sobre una parcela de la realidad. ¿Cuál es ésta? Una
primera respuesta parece sencilla: el historiador, obviamente, no puede
trabajar sino sobre las sociedades humanas concretas, reales, que existen, o bien que han existido. Es decir, su campo coincide con el de aquel
conjunto de disciplinas que llamamos ciencias sociales.
1
J. Montserrat, Epistemología, pp. 300-301.
Esta es la primera constatación que tiene para nosotros extremada importancia. Para mantener la tesis de que la historiografía es una más de
las ciencias sociales, y frente a los que niegan esto, es preciso mostrar
que su campo no es otro sino el campo común de las ciencias sociales.
El conjunto de las ciencias sociales, en efecto, se vuelca sobre un campo de conocimiento que abarca aquello que podemos llamar de forma
metafórica «el fenómeno humano». Sobre ese campo común se constituyen disciplinas, parcelas estructuradas del conocimiento, que tienen
su propia dinámica, alimentada por un conjunto de caracteres diferenciadores que permiten hablar de ciencias distintas en un único campo. Ahora bien, debe tenerse muy en cuenta que aquello que define una disciplina esencialmente no es su campo sino su objeto.
En efecto, aunque operen sobre un mismo campo, no todos los tipos de
conocimientos pretenden saber «las mismas cosas» en relación con el
campo en cuestión, es decir, no persiguen el mismo objeto de conocimiento. El ejemplo que hemos puesto antes del «fenómeno humano»
puede ser bastante útil para aclarar esto. El hombre puede ser entendido como un cuerpo físico-químico, como un ser vivo, como un animal racional, como ser social, como poseedor de una mente, o como un «animal político», según dijera Aristóteles, entre otras cosas. Todas ellas se
integran en el fenómeno de lo humano, pero está claro que unas de
esas apelaciones son comunes a otros seres no humanos, y que todas
ellas pueden ser diferenciadas entre sí. En consecuencia, lo humano
puede ser entendido según dimensiones o manifestaciones diversas. En
un mismo campo de conocimiento que sería el del fenómeno humano
pueden establecerse, en definitiva, diversos objetos de conocimiento. O,
como se ha dicho también, en un mismo campo pueden identificarse diversos tipos de problemas.
Pues bien, en el lenguaje clásico de la metodología de las ciencias se
dice que lo que establece principalmente la identidad de una disciplina
científica es su objeto, en pareja medida, o en mayor, que la especificidad que le concede su método. Así, diversas ciencias pueden compartir
un mismo campo e, incluso, una parte significativa de su método. Pero
lo que las ciencias no pueden compartir es un único objeto pues entonces la distinción entre ellas carecería de sentido. Desde luego, estas ca-
tegorizaciones que hacemos, aparentemente tan sencillas, resultan ser
más complejas a medida que se penetra en ellas.
Por lo pronto, un campo de estudio no es algo que se presenta sencillamente ante nuestra vista; para que la realidad simple de la experiencia
cotidiana «nos diga algo» -algo más que el mero conocimiento de sentido común- tiene que ser primero roturada, delimitada, por una elaboración teórica. En cuanto al objeto de una disciplina el problema es aún
mayor porque su definición ocupa a veces más trabajo que la propia investigación de la realidad. Este hecho es muy evidente en determinadas
ciencias sociales y se presenta con claridad en la historiografía. Las
ciencias no nacen sino cuando hay un fenómeno, un problema específico, del que ocuparse; pero también ese fenómeno o problema va siendo
definido en el curso de su conocimiento2.
El historiador maneja y analiza realidades cuya entidad es naturalmente
social, pero tales realidades son de una extraordinaria heterogeneidad.
El hecho social ni excluye el tratamiento de los individuos mismos y, por
tanto, de la psicología, ni las bases materiales de la existencia humana,
ni las dimensiones del comportamiento colectivo. El historiador se enfrenta a realidades como la demográfica, la económica, la de las relaciones entre individuos y grupos derivadas de sus intereses (ideologías), la
política, las simbologías culturales, etc. Ninguno de los ámbitos de actividad humana es ajeno a la historiografía. La complejidad de las relaciones entre los hombres es esencial para comprender cuáles son las principales dificultades de la construcción explicativa que el historiador pretende presentar como «historia». La complejidad de las relaciones humanas es, sin duda, el problema esencial del objeto historiográfico. El
historiador pretende establecer cómo se comportan en el tiempo las realidades del hombre; sin excluir ninguna. El objeto de la historiografía es
una sola de las dimensiones de lo humano, pero que afecta a todas las
demás.
2
La idea de Gustavo Bueno de un «cierre categorial» es semejante a esta de un
«campo» o «marco» teórico. Véase G. Bueno, Idea de ciencia desde la teoría del cierre
categorial (s. l.), Santander, 1976, y M. Castell, y E. de Ipola, Metodología y
epistemología de las ciencias sociales, Ayuso, Madrid, 1975, «La formalización del
campo teórico», pp. 41 y ss.
El problema de la historiografía es que no puede limitar su campo a un
solo nivel, o sector de la actividad humana, sino que como cada uno de
esos niveles o sectores tiene un tiempo, la historiografía -no cada historiador en concreto, claro- tiene que analizarlos todos. Dijimos ya que la
historia no era una dimensión material del hombre, sino una atribución,
un condicionamiento y, al mismo tiempo, el producto de su propia actividad. El objeto de la historiografía es distinto del de cualquier otra ciencia
social y, de hecho, mucho más problemático que el de todas y cada una
de ellas. Pero no se debe dejar de señalar, y esto es esencial también
para nuestro análisis, que el hombre, y, por tanto, el historiador, asimila
lo histórico como materialidad a la existencia de huellas, de restos, o si
se quiere decir de una manera más directa, a la presencia en la experiencia del hombre de realidades «a las que se les pueden atribuir tiempos diversos», o sea, atribuir un pasado. Se trata de la existencia de realidades que pueden ser caracterizadas de «reliquias» y que pueden pasar a integrarse en la realidad cultural de los «relatos»3.
Cómo se conceptualiza lo histórico: la falacia del «hecho histórico»
Hemos dicho ya que el historiador trabaja con todo lo que son huellas,
reliquias, restos de cualquier tipo, que acreditan que la actividad del
hombre se desenvuelve conforme al tiempo y por ello está sujeta a la
perduración o al cambio. Pero el historiador no puede limitarse a transcribir sin más lo que dicen los documentos -aunque por desgracia hay
algunos que sí lo hacen...-. El historiador tiene que explicar. Por tanto
¿cómo puede convertir su análisis de los documentos en conceptos?
¿Cómo expresa el historiador lo que hay y lo que ocurre en eso que él
llama «una historia»?
Durante mucho tiempo, la respuesta a estas preguntas se expresó de la
forma ortodoxa que dejó establecida la preceptiva historiográfica metódico-documental de la que son buenos ejemplos estas expresiones: «la
historia se hace con documentos» y luego: «la historia, para constituirse
como ciencia, debe elaborar los hechos que encuentra en bruto», según
3
G. Bueno, «Reliquias y relatos: construcción del concepto de "historia fenoménica"»,
El Basilisco (Oviedo), 1 (1978), p. 5.
decía con rotundidad el manual de Langlois-Seignobos4. Por tanto, el
historiador, como cualquier otro «científico» según la idea positivista,
perseguiría «hechos en bruto», hechos que después podrían y, desde
luego, deberían, ser elaborados. Alrededor de cincuenta años después
las cosas habían cambiado bastante: «¿Qué hay detrás de la palabrita
"hecho"? ¿Pensáis que los hechos están dados en la historia como realidades sustanciales que el tiempo ha enterrado... ?», escribía Lucien
Febvre5. Todavía quince años más tarde, Edward Hallett Carr navegaba
casi por las mismas aguas: «¿Qué es un hecho histórico? Es esta una
cuestión crucial en la que debemos fijamos algo más atentamente?...
Ante todo, los hechos de la historia nunca nos llegan en estado "puro"...
y es que los hechos no se parecen en nada a los pescados en el mostrador del pescadero»6.
El historiador busca «hechos», dirían los clásicos. Pero «¿qué es un
"hecho" y, especialmente, qué es un "hecho histórico"?». La sutil ironía
de Febvre sobre una cierta manera de entender el trabajo de la historiografía debería y podría ejercerse todavía hoy, sin duda, en relación con
ciertos sectores y actitudes dentro de nuestra disciplina. El origen de la
concepción del trabajo del historiador basado en la idea de «hecho histórico» a la que, desde la formulación que se hizo en la escuela de los
Annales, se ha identificado con la «histoire événementielle», puede y
debe ser mejor explicado7. Porque decir que lo que la historia expone y,
4
Lo primero en la página 1 de su op. cit., lo segundo en la 281, todo ello de la edición
española.
5
En la recensión del libro de L. Halphen, Introduction à l'Histoire que aparece en
Combates por la historia, pp. 175 y ss. Los capítulos del libro de Halphen se titulan «L'établissements des faits», « L'exposé des faits», etc. La obra y la recensión de Febvre
aparecieron en 1946.
6
E. H. Carr, ¿Qué es la historia?, Ariel, Barcelona, 1983 (edición definitiva). Las citas
están tomadas de las páginas 60 y 76-77 dentro del capítulo fundamental de este libro
«El historiador y los hechos». La obra original se publicó en 1961 y tuvo un gran éxito.
Aunque alguien haya hecho de Carr en algún momento el apóstol de una nueva visión
de la historia, la verdad es que no representa sino una renovación de la vieja manera
positivista, que ahora piensa que los hechos han de «seleccionarse» e «interpretarse»
por el historiador. E. H. Carr rechaza la historia positivista de «hechos», pero al no
poseer una alternativa clara a ella, no hace sino remozarla. No me parece mucho más
que un precedente de los historiadores del «sentido común» en la línea de Hexter o
Elton y, en algún modo, de Stone.
7
Véanse las referencias que hemos hecho ya a ello en el capítulo 3.
por tanto, lo que el historiador busca, son los hechos históricos es una
forma de entender las cosas enteramente inadecuada hoy día pero que
en forma alguna ha sido desterrada del todo. Veamos cómo se llegó a
esa formulación de que el objetivo del historiador era el «hecho histórico».
A finales del siglo XIX se desenvolvió la época de la fundamentación de
un método de la historiografía, la ya comentada «historia documental»,
en la que puede verse un evidente reflejo del esfuerzo paralelo que se
produce en la ciencia de la sociedad por antonomasia, la sociología, paralelismo en el que, a nuestro entender, no se ha reparado lo suficiente.
La relación entre la sociología y la historia, especialmente en la Francia
de principios de siglo, fue intensa y un tanto tormentosa8, como muestran los debates que tuvieron por protagonistas a Durkheim, Simiand,
Seignobos, Lacombe, Lalande, etc. François Simiand habló expresamente, en 1903, del «conflicto que sostienen entre ellas la historia tradicional y la nueva ciencia social. ¿Con referencia a qué, pues, el método
histórico y la ciencia social tienen un asunto en común?»9. Para entender las posiciones de la historiografía del «hecho histórico» es preciso
tener en cuenta que donde se dice hecho histórico quiere decirse, naturalmente, realidad histórica más primaria. Es el sentido mismo en que
Émile Durkheim emplea la expresión «hecho social».
En tal perspectiva cabe entender mejor lo que significaba el intento de
basar la ciencia de la historia en la conceptualización de un tal «hecho
histórico». Y uno de los ejemplos señeros de ese intento es el que se reflejaba en el célebre manual francés de Langlois y Seignobos, aparecido
en 1898, como vimos. Resulta, pues, que para entender la fundamentación más conocida y persistente que se ha hecho de la naturaleza de la
historia y del objeto de la historiografía desde el punto de vista del positivismo, es preciso hablar primero de lo que significó ese mismo tipo de
empresa en la sociología, que le precedió, y de la que con toda seguridad tomó aquélla su modelo.
8
Algo de esto intenta explicar, sin conseguirlo del todo, el artículo de M. Reberioux, «Le
débat de 1903: historiens et sociologues», en C. 0. Carbonell, ed., Au berceau des Annales, Institut des Études Politiques, Toulouse, 1983.
9
F. Simiand, «Méthode Historique», p. 113 de la recopilación de M. Cedronio, ya citada.
Durkheim y el «hecho social»
La obra clave en la metodología sociológica de Durkheim, Les règles de
la méthode sociologique, es de 1894, cuatro años anterior, por tanto, a
la paralela de Langlois-Seignobos que comentamos10. En el pensamiento positivista típico, la existencia de una «ciencia» se encuentra legitimada por la existencia previa de un «hecho» específico, distinguible e irreductible a cualquier otro. Ello equivale a que sólo es posible hablar de
una ciencia y de la fundamentación de un método en el caso en que sea
posible definir un «hecho» empírico, por lo cual Durkheim comienza su
estudio de las reglas del método sociológico preguntándose «qué es un
hecho social». El asunto es claro: ¿existe un tipo de hecho, lo que quiere decir «realidad», que justifique el calificativo de «social» como distinto
de todo otro tipo de hechos o realidades? La respuesta de Durkheim es,
naturalmente, positiva, pero acto seguido afirma que la calificación de
«social» se emplea con notable imprecisión.
Según sus palabras textuales, los sociales son «un orden de hechos
que presentan caracteres muy particulares: consisten en modos de actuar, de pensar, de sentir, exteriores al individuo y que están dotados de
un poder de coerción en virtud del cual se imponen a él». No pueden
confundirse con los fenómenos orgánicos, ni con los psíquicos. Son una
nueva clase de ellos a los que hay que darles el nombre de sociales.
Son hechos que no pueden estar incluidos en ninguna otra categoría de
ellos que ya esté constituida y tenga una definición. Los hechos sociales
pueden ser reconocidos por la difusión que alcanzan dentro del grupo,
por la coerción que ejercen sobre los individuos y porque existen independientemente de las formas individuales que tomen al difundirse. « El
hecho social es distinto de sus repercusiones individuales», es « un estado del grupo» que se impone a los individuos. Y, desde otro punto de
vista, los hechos sociales son maneras de obrar que adquieren consis10
Hay diversas ediciones españolas de esta obra, cosa que contrasta ya con lo sucedido
a la de Langlois-Seignobos que sólo fue traducida una vez, hace ya ochenta años. Cf. É.
Durkheim, Las reglas del método sociológico y otros escritos de filosofía de las ciencias
sociales, Alianza Editorial, Madrid, 1988, edición bastante completa. En ella se
transcribe alguna de las polémicas citadas entre historiadores y sociólogos y de ella
proceden todas las citas textuales que hacemos a continuación.
tencia a causa de su repetición. «Su poder de expansión no es la causa
de su carácter sociológico, sino consecuencia del mismo», dice Durkheim en contra de la tesis de G. Tarde sobre la génesis y difusión de los
hechos sociales a causa de la imitación.
Esta exposición sustentadora de todas las demás tesis de Durkheim
acababa con un doble intento de definición sintética del hecho social. Dirá primero que «es un hecho social todo modo de hacer, fijo o no, que
puede ejercer una coerción exterior sobre el individuo» y después que
se trata de: «[un hecho] que es general en todo el ámbito de una sociedad dada y que, al mismo tiempo, tiene una existencia propia, independiente de sus manifestaciones individuales». Eran, más bien, categorizaciones teñidas de una tendencia clara a la «externidad», justamente tendentes a destacar su presencia como «cosas», más que a designar su
sustancialidad, que tenían una naturaleza «holista» evidente y que fundamentaban toda la sociología.
Langlois-Seignobos y el «hecho histórico»
En 1898, poco tiempo después de la aparición de la obra de Durkheim,
fue publicado el manual de Langlois y Seignobos. No es difícil establecer que la fundamentación de la historiografía aparecía como un intento
paralelo al desarrollado en la sociología. Y que ambos tienen al menos
una cosa en común: su empeño en definir y caracterizar un «hecho»,
sociológico o histórico, como legitimación de una disciplina. Pero necesariamente esa fundamentación tenía que ser distinta y Langlois-Seignobos lo captan así con claridad. Coinciden en que es preciso encontrar
un «tipo de hecho», pero, dirán, la conceptuación de hecho histórico «
no hay que creer que se aplica a una especie de hechos. No hay hechos históricos como los hay químicos. El mismo hecho es o no histórico
según la manera como se le conoce. No hay más que procedimientos
históricos de conocimiento... El carácter histórico no está, pues, en los
hechos, sino tan sólo en el modo de conocerlos»11.
Nadie negaría que esta primera proposición es de una notable lucidez.
En efecto, no hay ningún tipo de realidad a la que de forma discriminato11
C. Langlois y C. Seignobos, Introduction, p. 66. Las cursivas son nuestras. Todas las
citas utilizadas aquí son de esa obra.
ria podamos llamar «hecho histórico», en el sentido en que podemos hacerlo de un «hecho social», o físico. No hay ningún tipo de hecho que
sea «histórico» por su naturaleza específica. Los hechos humanos son
históricos todos. No hay, pues, «hechos históricos» en sentido estricto y
en sentido «científico», sino «conocimientos históricos». La decisiva importancia de lo dicho aquí estriba en la afirmación rotunda de que no
existe una «especie» de hechos históricos. Este argumento será básico
en la doctrina de Langlois y Seignobos. De ello deducirán, en principio
con absoluta congruencia, que al no haber una especie o naturaleza específica de hechos históricos no puede haber una «ciencia de la
historia».
Sin embargo, pocas páginas después, en su disertación nuestros autores se olvidarían por completo de las consecuencias más coherentes de
su hallazgo. Sorprendentemente, seguirán hablando de «hecho histórico» y de «ciencia» de la historia. Toda su argumentación se basa en un
equívoco fundamental. Un equívoco que tiene una explicación social evidente: la «necesidad» de constituir la historiografía precisamente como
«ciencia» frente a la sociología.
Así, por tanto, no hay hechos históricos por su naturaleza sino por su
posición (en el tiempo). Una vez más, había aquí una apreciación enteramente correcta: no hay, en realidad, otras cualidades de lo histórico
distintas de su posición. En efecto, la verdadera caracterización de un
hecho como histórico la da su condición de temporal. Un hecho que no
tiene otra naturaleza específica que la de ser identificable por su posición en el tiempo, o sea, por ser «pasado», es fácil que, como en efecto
ocurrió, fuese asimilado de inmediato a una cosa aparentemente simple:
un acontecimiento. Los hechos históricos son, pues, sencillamente cosas que ocurren, cambios, acontecimientos, en definitiva.
marcado fuertemente, y de forma muy negativa, hasta muy entrado el siglo XX, el proceso de la construcción de una teoría historiográfica más
acorde con el estado general de la ciencia y con los progresos de la propia investigación histórica. Tanto es así que toda la concepción neopositivista de lo que es la historiografía, al igual que la concepción que maneja la filosofía analítica que se ha ocupado de la naturaleza de la explicación histórica, sigue teniendo al «hecho histórico» en el sentido en
que lo definió Seignobos, al acontecimiento, como el objeto real de la
«ciencia» de la historia. Esto ocurre con W H. Walsh, con Carl G. Hempel, con Ernest Nagel, con Patrick Gardiner, y, por supuesto, con Karl R.
Popper, entre bastantes otros13.
Y pensar que hoy, aun después de todas las transformaciones de la
práctica y la reflexión historiográfica durante los últimos cincuenta años,
la concepción de la historiografía del «hecho histórico» está definitivamente abandonada es desconocer la realidad. No sólo tiene influencia
un libro como el de E. H. Carr, sino que pasan por válidas algunas reflexiones de las que podrían ser ejemplo las de una autora como Helge
Kragh que no hace sino recoger claramente la enseñanza de aquél.
Kragh expone todavía hoy aquí y allá cosas como «sólo unos cuantos
hechos del pasado logran tener una condición de "históricos"»; condición que «se la otorga el historiador»; «los acontecimientos del pasado
pueden ser convertidos en acontecimientos históricos». Y si no fuese
porque repite la frase E. H. Carr de que «cuando emprendemos una [sic,
por «emprendemos la lectura de una»] obra de historia, nuestro primer
interés no deberían ser los hechos que contiene, sino el historiador que
la escribió», podríamos creer que seguíamos leyendo a un Charles
Seignobos empeorado14.
La falacia del «hecho histórico»
Esta noción de «hecho histórico» establecida por la historiografía metódico-documental como objetivo del historiador no es difícil establecer
que es una falacia;12 no tiene ninguna consistencia. Sin embargo, ha
Kegan Paul, Londres, 1971, que habla de falacias de la indagación, de la explicación y
de la argumentación. Al menos las dos primeras cuadran aquí.
13
De Popper y de Nagel hemos hablado ya y de Hempel volveremos a hablar. El trabajo
aludido de W. H. Walsh es Introducción a la filosofía de la historia, ya citado. De P.
Gardiner es señalable su La naturaleza de la explicación histórica, UNAM, México, 1961,
y la compilación de dos importantes obras colectivas, Theories of History y The
Philosophy of History, ambas muy representativas de la línea de trabajo de la filosofía
analítica acerca del conocimiento histórico. También hablaremos más de ello en el
capítulo 6 a propósito de la explicación histórica.
12
En la que se reúnen casi todos los géneros de falacias de las que acusa a los
historiadores un libro como el de David H. Fischer, Historians' Falacies, Routledge and
De la afirmación muy correcta en principio de que a un hecho -se trate
de una realidad estructural, de una idea o de un evento- únicamente
puede calificársele de histórico en función de su posición, se extrajo una
doble consecuencia errónea. Primero, que una posición «histórica» tenía que remitir inevitablemente y únicamente a la cronología y, por ende,
al pasado, sin otro sentido de lo que significa lo temporal. Y, segundo,
que por hecho histórico, que es algo desprovisto de naturaleza específica, habría de entenderse entonces suceso, acaecimiento, evento, en definitiva mero cambio, y todo ello en el terreno de las cosas observables,
de las cosas objetivas, externas al sujeto.
En definitiva, no había ni hay posibilidad de una rigurosa teoría del conocimiento de la historia si se entiende que ésta se manifiesta en los acontecimientos y nada más, pues los acontecimientos pueden ser descritos,
pero no pueden ser explicados por sí mismos sino echando mano de relaciones que son externas a ellos. Para poder explicar los acontecimientos hay que relacionarlos con los «estados», o, en definitiva, con el análisis del cambio. Ahora bien, hacer sinónimos hecho histórico y cualquier
tipo de cambio eventual, de cambio de estado, de acontecimiento, es
una falacia cognoscitiva que se ha constituido en el mayor impedimento
para que la historiografía académica en el siglo XX pudiese construir la
armazón sólida de una disciplina de la historia, fundamentada, de la misma forma que en otras ciencias sociales, sobre un auténtico y elaborado
objeto de conocimiento sustantivo. Y ello a pesar de los esfuerzos en tal
sentido que desarrollaron en la segunda mitad del siglo algunas corrientes importantes del pensamiento historiográfico.
Cómo se conceptualiza lo histórico: estados y cambios sociales
De cualquier manera, la afirmación de que no existe un «hecho» histórico, sino un «atributo» de otros hechos, no obstaculiza la fundamentación de una ciencia que trate de ello. Seignobos y los positivistas se
equivocaban. Para que exista una ciencia no tiene que haber necesaria
y únicamente un hecho específico que la justifique. Puede haber una
14
H. Kragh, Introducción; las citas son de las páginas 64-65. La cursiva es de la propia
autora.
ciencia del tiempo, del espacio, etc., y no sólo ciencias de hechos materializables. El comportamiento de lo social en el tiempo es uno de esos
«hechos», de esos fenómenos, que no tienen una cosificación autónoma posible, aunque son perfectamente inteligibles. ¿Cómo captar, pues,
esa cualidad de tener historia en forma de conocimiento bien caracterizado? Es posible hacerlo a través de la fijación de la naturaleza de los
estados sociales y a través de la dialéctica que se desarrolla en ellos entre permanencia y mutación.
La historiografía sería así, de forma aproximada, algo ya sugerido por
Paul Veyne: una sociología que tuviera necesidad de analizar siempre el
tiempo15. Y algo establecido también con claridad por el etnólogo B. Malinowski al decir que en la verdadera ciencia el hecho es la relación con
tal que ésta sea realmente determinada, universal y científicamente definible16. Se trata de una idea central en el funcionalismo al que se adscribía Malinowski y también en otras posiciones teóricas: no pueden definirse los hechos sin las relaciones.
La vieja idea de hecho histórico de tradición positivista no definía, pues,
fuera del lenguaje vulgar, ninguna realidad inteligible y válida por sí misma como expresión de lo histórico17. La noción de hecho histórico sobre
la cual la metodología de inspiración positivista quiso construir una ciencia de la historia al hacer de ella el objeto de la historiografía debe ser
sustituida por otro mecanismo de conceptualización. ¿Cómo y dónde se
capta entonces lo histórico y cómo se conceptualiza? ¿Qué es definitivamente «eso» que el historiador escribe?
15
P. Veyne, Cómo se escribe la historia. Ensayo de epistemología, Fragua, Madrid,
1972. Esa afirmación la hace Veyne en diversas partes del texto, pero véase, en
relación con la sociología, su capítulo XII y último «Historia, sociología, historia
completa». El trabajo de Veyne tuvo una respuesta de «Cómo el historiador escribe la
epistemología. A propósito del libro de Paul Veyne», en R. Aron, Introducción a la
filosofía de la historia, Siglo XX, Buenos Aires, 1984, 2, pp. 178 y ss. Sobre P. Veyne
véase también A. Morales Moya, «La epistemología histórica de Paul Veyne», Arbor,
CCXXIV (julio de 1986), pp. 79-95.
16
B. Malinowski, Una teoría científica de la cultura, Sarpe, Barcelona, 1984. Véase el
capítulo II, «Una definición mínima de ciencia para el humanista», pp. 27 y ss.
17
Otra cosa es que se llame «histórico» a algo célebre, sonado, decisivo, memorable o
sencillamente pasado. Nada de eso puede definir el campo de un conocimiento
específico.
En principio, la pregunta acerca de «dónde» se capta la historia tiene
una respuesta que ya hemos sugerido: en la observación del comportamiento temporal de las sociedades. Pero, en definitiva, ¿cómo puede
ser puesto de manifiesto tal comportamiento? La respuesta no ofrece
tampoco en principio mayor duda: a través del cambio, efectivamente,
del acontecimiento. Un acontecimiento que, conviene insistir, nada tiene
que ver con el «hecho histórico». El acontecimiento es, a un tiempo, el
mecanismo y la expresión última del cambio. Pero por él mismo no puede ser el objeto de la historiografía, contra lo que durante mucho tiempo
mantuvo implícitamente la concepción «tradicional» de la historiografía.
¿Por qué no puede serlo?; porque el acontecimiento, que es un cambio,
tiene que ser explicado desde aquello mismo que cambia; el acontecimiento es movimiento y el movimiento tiene que explicarse desde aquello mismo que se mueve.
Así, pues, captamos que una sociedad cambia a través de los acontecimientos, en efecto, pero los acontecimientos ni describen suficientemente el cambio ni dan cuenta completa de las transformaciones operadas
en la sociedad, es decir, en la red de relaciones sociales existente previamente. Es el «nuevo sistema de relaciones» creado por un cambio el
que verdaderamente expresa el proceso histórico operado. El verdadero
objetivo del historiador tienen que ser, pues, los estados sociales, pero
para dar cuenta de ellos tiene que describir y explicar el paso de unos a
otros, o si se quiere decir de forma más rigurosa, tiene que explicar estado y cambio, el uno por el otro, la transformación o, por el contrario, la
duración de tales estados sociales. Con ello, la pregunta acerca de cómo se conceptualiza lo histórico tiene ya también una respuesta precisa
aunque sea en una primera aproximación: lo histórico es el movimiento
de los estados sociales.
Y este aparato explicativo con el que el historiador intenta dar cuenta de
tres cosas: cómo se manifiesta lo histórico (el acontecimiento), dónde es
preciso investigarlo (los estados sociales) y cuál es el concepto de ello
(el cambio de los estados sociales), no debe creerse en modo alguno
que está referido sólo y exclusivamente a los sistemas sociales globales, a sistemas extensivos, y que, por tanto, no puede tener otra aplicación que no sea en la explicación «macrohistórica». Al contrario, el me-
canismo estado socialacontecimientonuevo estado es aplicable a la
explicación de cualquier tipo de fenómeno histórico. La delimitación del
ámbito en el que el historiador cree que puede encontrarse la suficiente
inteligibilidad es un problema distinto del que aquí tratamos y que abordaremos después.
En realidad, si estas líneas precedentes han conseguido clarificar algo la
cuestión, el objeto teórico de la historiografía ha sido ya presentado. Pero también parece claro, desde luego, que toda esta argumentación sobre el objetivo del historiador es aún excesivamente sumaria. Necesita,
creemos, de una explicitación suficiente de todos sus términos, sus desarrollos y sus implicaciones. A ello dedicamos el apartado siguiente,
central, de este capítulo.
2. SISTEMA, ESTADO SOCIAL Y ACONTECIMIENTO
Hemos señalado hasta ahora la existencia de dos categorías básicas en
la explicación de la historia: la de estado social y la de acontecimiento- cambio. Sin embargo, los «estados» que una sociedad atraviesa pueden ser definidos sólo por referencia al hecho de que esa sociedad está
estructurada mediante un conjunto de relaciones que son definibles. Ni
los estados sociales ni los acontecimientos que los hacen cambiar pueden tener una descripción y una explicación coherentes y suficientes sin
el uso, al menos como recurso de método, de una categoría más, que
envuelve lógicamente a las otras dos, que les da su base. Nos referimos
a la categoría de sistema. Al hacer uso de ella, la conceptuación global
del objeto historiográfico se completaría por medio de tres niveles precisos de categorización: el de sistema social, el de estado de una sociedad y, en fin, el de acontecimiento. Esas tres categorías permiten dar
cuenta del movimiento histórico.
«Sistema» y «estados» sociales, presupuestos del análisis histórico
Desde la época griega, el conocimiento de la naturaleza, y, por extensión y analogía, el del hombre, estuvo siempre determinado por una
concepción atomística. El mundo material y el social estarían compues-
tos por la agregación de un cierto tipo de partículas elementales e iguales -en sentido genérico, los átomos- cuya reunión formaría los conjuntos reales que vemos formados por una pluralidad de esas partículas. La
ciencia clásica, como ha dicho Edgar Morin, se basaba en la idea de
que «la complejidad era la apariencia de lo real, y la simplicidad su naturaleza misma»18. Pero este «atomismo» en el enfoque de la realidad natural, que ha sido durante mucho tiempo la posición propia de las ciencias físicas, ha demostrado tener mayores problemas aplicado a la ciencia social.
Los fenómenos sociales de toda índole tienen tal grado de complejidad
en sus componentes que ningún análisis de ellos puede ignorarlo. En
consecuencia, una idea distinta ha acabado abriéndose paso: la de que
la realidad social y cultural es un complejo, formado igualmente por individuos19, pero que no puede ser entendido por mera referencia a las propiedades de cada uno de ellos, sino por las propiedades mismas que el
complejo tiene como tal y que no se encuentran en los individuos considerados aisladamente. Ese tipo de propiedades del «todo» que no tienen sus componentes suelen ser llamadas propiedades emergentes.
Pues bien, la suposición de que el conjunto, totalidad o complejo, formado por un determinando número de elementos no puede ser explicado
en función de sus componentes individuales, sino que posee una naturaleza de otro orden, es la base de la concepción sistémica de la realidad.
El pensamiento sistémico se basa en la asunción de que las entidades
complejas no pueden ser mejor entendidas por el hecho de reducirlas a
sus partes más simples20. Afirmar que algo es un sistema, que tiene estructura sistémica o que funciona sistémicamente, es establecer que se
trata de una entidad en la que pueden discernirse partes, pero que no
18
19
E. Morin, Ciencia con consciencia, Anthropos, Barcelona, 1982, p. 357.
Entendiendo aquí por «individuos» no sólo hombres sino todo tipo de «unidades» en
las que los fenómenos sociales puedan descomponerse: acciones, palabras, números,
cosas materiales, símbolos culturales de cualquier género, etc.
20
Idea esta que es clave en la concepción de Edgar Morin. Cf. E. Morin, La ecología de
la civilización técnica. De la noción de «medio técnico» al ecosistema social, Revista
Teorema, Valencia, 1981. Las primeras páginas de este texto exponen la concepción
social sistémica de Morin.
pueden ser explicadas de forma aislada sino en relación con las características del todo que constituyen. El funcionamiento de un ser vivo es un
claro ejemplo de ello, el sistema solar, o también las relaciones entre
emisor-receptor en un flujo de información. Determinadas teorías sociológicas, como vimos, han hablado de un sistema social.21
Sin embargo, nuestra consideración aquí del pensamiento sistémico tiene una carácter sólo genérico y, sobre todo, metodológico. No pretendemos, desde luego, proponer una real metodología sistémica con aplicación de modelos, sino algo más flexible. La propuesta práctica se basa,
a su vez, en un supuesto también explícito: el de que no postulamos la
existencia de la sociedad como un sistema de manera real, ontológica,
sino el uso de la categoría «sistema» y el modelo que de tal sistema
puede elaborarse como construcciones del investigador, como artificio
instrumental, que pueden dominarse en mayor o menor grado, y que
pueden reflejar adecuadamente lo que son las relaciones sociales. Lo
que afirmamos es que en la realidad social pueden analizarse fenómenos y «estados» entendiendo que sus partes pueden funcionar como las
de un sistema22. La idea de sistema se hará operativa en la definición,
descripción y explicación de los concretos estados socio- históricos que
el historiador encuentre.
Los «estados» socio-históricos
En términos sencillos, podemos hablar de un estado social como de
aquella configuración de las estructuras y las fuerzas sociales, las relaciones sociales, las instituciones y, en definitiva, los subsistemas que
componen una determinada sociedad, en un momento cronológico preciso. En cualquier sociedad histórica, la Roma antigua o el Imperio azteca, el Califato de Córdoba o la España de la época de Franco, es posible distinguir en un estudio atento distintos estados sociales a los que
podríamos denominar también estados históricos y de forma aún más
comprehensiva estados socio- históricos. Por supuesto, la idea de esta21
Véase J. W. Lapierre, L'analyse de systèmes. L'application aux sciences sociales,
Syros, París, 1992, o R. Lilienfeld, Teoría de sistemas. Orígenes y aplicaciones en
ciencias sociales, Trillas, México, 1984, entre la abundante bibliografía sobre el tema.
22
J. W. Lapierre, op. cit., pp. 54 y ss.
do social y, sobre todo, la determinación de sus características estáticas
y dinámicas, lo mismo que la duración de ese instante temporal que fijamos para analizarlo,23 son cuestiones que quedan abiertas a la decisión
y al método del investigador.
Aunque normalmente lo haga de forma implícita, la investigación historiográfica se basa en la definición de estados sociales o históricos, estados socio-históricos, y la comparación de ellos a través de lapsos de
tiempo. El orden secuencial de lo histórico, incluso aunque se exprese
de forma primaria a través de una simple narración, contiene la idea de
estados socio-históricos y de transición de unos a otros. Es evidente que
la historia que un historiador investiga puede representar un «conjunto
de estados» sucesivos; la historia general, referida a un ámbito cualquiera, es de este tipo: historia de España, historia del reino de NápoIes
o historia del reino nazarí de Granada; también lo son las historias sectoriales o temáticas de amplio espectro cronológico: historia de la familia, del movimiento obrero, historia económica de la España contemporánea. Existen, por el contrario, investigaciones históricas que pueden
interpretarse como el análisis de un único y concreto estado socio-histórico: la Atenas de Pericles, el Primer Congreso de la Internacional Obrera en España, el Frente Popular en Francia, etc.
De la misma forma que lo son las categorías de sistema y de acontecimiento, la de estado socio- histórico es un instrumento conceptual que el
investigador aplica de una forma escalar. Es el propio investigador el
que, con un concepto teórico claro del instrumento que quiere aplicar y
haciendo explícitos sus criterios, define la escala, los límites de un sistema social, de un estado y de un acontecimiento. Así, pues, en cualquier
investigación por muy puntual que sea, el historiador puede establecer
la existencia de varios «estados» distintos y secuenciales: depende del
conjunto de variables que elija para definirlos. Así, la historia de la Segunda República Española, entre 1931 y 1939, podrá ser considerada
un «estado socio-histórico» si el historiador la considera desde un punto
de partida o momento inicial bien determinado, considera la existencia
23
Al problema de los intervalos temporales en el análisis histórico, cosa que está en
relación con la cronología y con la periodización, nos referimos más adelante en el
epígrafe «espacio de inteligibilidad».
de un régimen político inalterado, de una coyuntura internacional muy
determinada, de unos antecedentes bien definidos en la monarquía de
la Restauración y un consecuente que es el régimen del general Franco.
Todas estas determinaciones son perfectamente inteligibles. Existe un
«momento de inteligibilidad» claro, no ambiguo, representado por la Segunda República, que permite enfocar su estudio desde esta plataforma.
Pero también puede entenderse perfectamente que el investigador distinga muy diferentes estados sociales en un periodo de no más de diez
años de historia. Y ello será perfectamente posible si se atiende a una
variable única específica o a un conjunto delimitado de variables distintas. Así, desde el punto de vista del funcionamiento político existen varias etapas muy distintas del periodo republicano y, especialmente, desde el punto de vista de la historia general, existe un periodo de guerra civil que comienza en 1936 y que, naturalmente, en la historia política, social e internacional, permite u obliga a hablar de un estado distinto. También es posible distinguir coyunturas económicas y diferencias institucionales.
La descripción de un estado social puede comenzar con el análisis de
las estructuras sociales existentes. Tales estructuras incluyen no sólo
parámetros referentes a las relaciones entre las personas como seres
sociales, o a las bases materiales, sino también referentes a las condiciones mentales, al lenguaje, al mundo de las representaciones. Sólo
después de ese análisis de las estructuras podrá proceder el historiador
al análisis de las acciones de los sujetos. Es preciso tener en cuenta
que la noción de estructuras sociales la empleamos incluyendo siempre
el mundo de la «cultura», o lo que en términos marxistas serían las «superestructuras» o un sector de ellas.
Las estructuras, por tanto, deben identificarse y describirse a través de
muchas variables, que sean no ambiguas sino perfectamente definidas,
de naturaleza económica, social, política y cultural -sobre todo si hablamos de un trabajo de historia general-. El tipo de economía y las formas
de producción, así como el sector dominante en ellas, los grupos sociales y su naturaleza, la dominación social, el sistema y el régimen político, etc. La idea de estado social desde la que el historiador puede enfocar su investigación es esencial para poder abordar la verdadera natura-
leza del cambio de las relaciones sociales, para poder entender el valor
y significación de los acontecimientos y la profundidad de los cambios.
No es posible hablar de cambio sin la idea correlativa de estado.
El ejemplo de los estudios de historia local «global» es adecuado para
ilustrar la manera de entender este punto básico del objeto historiográfico. En las pequeñas agrupaciones humanas que tienen unos límites
bien precisos y también unas precisas relaciones con su «entorno» -los
municipios, el antiguo concejo, las aldeas en culturas más primitivas, la
pequeña comunidad campesina, etc.-, la delimitación en un ámbito social y espacial abarcable de las características propias y adecuadamente relevantes de una situación social dada permite una investigación histórica que puede ser bien sometida a control metodológico. ¿Se parece
esto al procedimiento de la «descripción densa» (thick description) practicada por el antropólogo Clifford Geertz, por ejemplo, en su famoso estudio de las peleas de gallos en Bali?24 La similitud no puede negarse; el
historiador debe describir lo más densamente posible las características
de las situaciones sociales bajo estudio. Pero la descripción no equivale
a la interpretación ni, mucho menos, a la explicación no ya de la identidad de un estado social, sino de lo que es propiamente el objetivo historiográfico: la creación y transformación temporal de tales estados.
Precisamente la idea de «estado» pretende disipar esa impresión común de que las cosas no cambian. La relación entre los elementos de
un sistema está cambiando continuamente sin que podamos decir que
la estructura del sistema desaparece. Para la idea de movimiento social,
de la que trataremos después, esta afirmación de que los elementos y
relaciones de un sistema están en continuo movimiento sin que la estructura de tal sistema cambie resulta esencial. Esa capacidad de captación del «cambio dentro de la permanencia» es lo que podemos asimilar
a la capacidad de captar y definir los estados sociales dentro de un sistema dado. En definitiva, estado y movimiento han sido dos nociones
aplicadas al mundo físico y social cuya relación intrínseca ha sido desta-
24
C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1992 (original de
1973). Su parte primera lleva por título «Descripción densa: hacia una teoría
interpretativa de la cultura».
cada muchas veces25. Esa relación está mediada, justamente, por lo que
se llama el acontecimiento y a ello nos referiremos en nuestro apartado
próximo.
El evento o acontecimiento
Existen suficientes razones para afirmar que el acontecimiento es el núcleo decisivo y el elemento determinante del proceso histórico. El acontecimiento es, metafóricamente hablando, el agente de la historia. Pero,
claro está, una cosa es el acontecimiento y otra muy distinta pretender
identificar la historiografía con la «historia de los acontecimientos». La
importancia, en suma, de que el historiador tenga una idea muy bien definida de lo que representa en el mundo histórico el acontecimiento nunca podrá ser exagerada. Es absolutamente crucial.
La diatriba constante que la escuela de los Annales mantuvo desde su
fundación contra la Histoire événementielle, contra la «historia historizante» que se basaba en el hecho histórico tomado por acontecimiento,
tenía plenamente sentido. Pero era, y es, un dislate completo cualquier
concepción de la historia que no tenga una «doctrina» del significado del
acontecimiento. En los años setenta se asistió, en la historiografía francesa especialmente, al surgimiento de lo que Edgar Morin llamó «nuevo
eventualismo», pero notando claramente que «el nuevo eventualismo
[événementialisme] no tiene sentido sino en, y en relación a, un sistema
de referencia»26. El retorno del acontecimiento a la teoría de lo social y
lo histórico se hacía en el seno de una nueva concepción de la materia
socio-histórica. Pero sin factores acontecimientales, eventuales, no puede haber historia27.
25
Un caso especialmente notable por lo que tiene de interés para lo histórico es el de
las consideraciones que hace K. R. Popper en La miseria, cuyo capítulo 27 se titula
«¿Existe una ley de la evolución?», pp. 129 y ss.
26
Esta frase está contenida en la presentación de E. Morin del número extraordinario de
la revista Communications, 18 (1972), dedicado íntegramente a «L'événement». El
número contiene un conjunto de colaboraciones de gran interés sobre el asunto entre
las que destacan las del propio Morin, Henri Atlan, Anthony Wilden, Henri Laborit,
Emmanuel Le Roy Ladurie, etc. Haremos uso de este texto en lo que sigue.
27
E. Morin, «Le retour de l'événement», Communications, n.° 18, p. 18.
La noción de evento o acontecimiento
¿Qué es un acontecimiento, evento o suceso?28 Parece como si definirlo
fuese una tarea fútil, ociosa, dada la noción intuitiva que todos poseemos de ello. Sin embargo, a nadie se oculta tampoco la inmensa variedad de acepciones que la palabra posee, el gran número de situaciones
a las que puede aplicarse la conceptuación de acontecimiento y el uso
particular que la ciencia hace, a veces, de la palabra29. Una definición lógica y física ha sido elegantemente formulada por G. H. von Wright al
decir que «un acontecimiento consiste en un par de estados
sucesivos»30. Esta sencilla formulación enseña más sobre el carácter del
acontecimiento que muchas páginas de disquisiciones retóricas. El
acontecimiento, viene a decir Von Wright, «puede analizarse [definirse]
mediante la noción de estado de cosas». «Estado» y «acontecimiento»
son, en consecuencia, dos situaciones correlativas que podemos considerar dialécticamente entrelazadas al no tener significado la una sin la
otra. Acontecimiento es también, en ese caso, el agente del cambio de
estado. Acontecimiento significa ruptura, solución de continuidad, el
punto final de la permanencia, de la duración.
Un acontecimiento no adquiere su sentido sino en el preciso contexto
del estado y el sistema donde se produce. En sentido lógico, el acontecimiento podría ser asimilado al «instante», pero el concepto de acontecimiento incluye más cosas que el de instante, puesto que, en buena manera, el acontecimiento es la atribución de unidad en el tiempo y en el
significado a una ruptura cuyo equivalente temporal no es fijo. Así, llamamos acontecimiento a la caída de un cuerpo, al aumento de un conjunto en una unidad, al salto de un segundo de la aguja de un reloj, pero
también llamamos así a una batalla, a una revolución, a la publicación
de una novela y a la muerte de una celebridad. La expresión «acontecimiento» deriva en la práctica su extraordinaria complejidad de la desme-
surada polisemia de su significación a la que sólo da unidad, precisamente, la idea de cambio.
Acontecimiento, podemos añadir, significa la expresión tangible y, al
tiempo, en cierto sentido, la unidad mínima identificable de movimiento.
Todo movimiento se compone de un conjunto de acontecimientos. El tipo de movimiento que llamamos proceso es igualmente una secuencia
de acontecimientos que, hablando rigurosamente, están sujetos a una
ley de comportamiento. La existencia del acontecimiento y, como consecuencia, del movimiento, es, sin duda, la condición necesaria y suficiente del cambio, aunque el acontecimiento no es el cambio mismo. Casi la
misma dificultad que presenta el análisis del tiempo, la presenta igualmente el análisis del acontecimiento porque, no es preciso insistir, el
acontecimiento es también el factor primordial de la «construcción» del
tiempo.
Pero, en todo caso, el evento tiene por lo general un matiz de aleatoriedad, de azar31. Se ha dicho que el acontecimiento es justamente el azar,
es el movimiento no regulado. Porque no todo movimiento que está «incluido en las reglas de un sistema» puede ser tenido por un acontecimiento. Y esta es otra vertiente de la máxima importancia en la conceptuación del acontecimiento. En efecto, un problema a despejar es el de
qué tipo de movimiento o de cambio puede llamarse acontecimiento. Es
claro que acontecimiento es siempre movimiento, pero sólo aquel tipo
de él que engendra cambio de estado. De la idea de acontecimiento debe excluirse, por tanto, todo el tipo de movimientos que llamamos recurrentes, movimientos cíclicos, recursivos, repetitivos, rutinizados, que
tienen una función clara en la estructura pero que no producen alteraciones estructurales que permitan hablar de cambio de estado. En sentido
socio-histórico estricto, en consecuencia, acontecimiento es cualquier tipo de cambio pero no cualquier tipo de movimiento. Ocurre un acontecimiento cuando podemos denotar un cambio de estado. En caso contrario tenemos movimientos recurrentes.
28
Se entiende que tomamos aquí esos tres vocablos como perfectamente sinónimos, a
los que se podrían añadir algunos más, como acaecimiento o avatar.
29
En la física, por ejemplo, suceso es una situación dada, un supuesto en cualquier
proceso bajo análisis.
30
G. H. von Wright, Explicación, p. 31.
Acontecimiento histórico
31
E. Morin, op. cit., p. 19.
La diferencia entre movimientos recurrentes y movimientos de cambio
es de máxima importancia también para la idea de acontecimiento histórico. R. Nisbet ha afirmado que el acontecimiento en sentido histórico
-que evidentemente él relaciona con acontecimiento en sentido de cosa
importante- es aquello «que tiene el efecto, por breve que sea el tiempo,
de suspender, o al menos de interrumpir lo normal. Todo acontecimiento
representa una intrusión»32. También se ha tendido a definiciones más
antropomórficas de acontecimiento como la que señala que es «la acción del sujeto individual o colectivo, en la medida en que dicha acción
es conocida e interpretada por un sujeto ajeno al primero»33.
La expresión «acontecimiento histórico» ha sido, sin duda, una fuente
de equívocos y ello se ha debido a dos cosas: primero, a la errónea pretensión, que ya hemos estudiado, de considerar que hay acontecimientos que son «históricos» y otros que no lo son. Después, a que la «amplitud» temporal y morfológica de lo que se considera acontecimiento es
definida por el historiador o investigador mismo. El acontecimiento es
una situación en un proceso, el histórico en este caso, que tiene diversos valores. No todos los acontecimientos valen «igual», no todos producen el mismo cambio. Y esto, que es un hecho innegable, es otra
fuente de equívocos. Lo que determina que un acontecimiento sea histórico no es, en modo alguno, que figure o no en el relato de un historiador. Un acontecimiento es tal no por eso sino porque produce cambio,
grande o pequeño.
El acontecimiento es un elemento de la experiencia cuya explicación sólo encuentra el significado posible si lo integramos en la estructura misma de la «realidad a la que modifica». El acontecimiento histórico se ha
interpretado también diciendo que constituye el más pequeño elemento
de la realidad social. Porque el átomo indivisible, diríamos, de la realidad
social lo componen los sucesos34. La sociedad está compuesta de sucesos sociales. ¿Cómo puede decirse esto? Porque los sucesos se locali32
R. Nisbet, «El problema del cambio social», en T. S. Kuhn, L. White et al., Cambio
social, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 35.
33
P. Aubert, «El acontecimiento», en C. Garitaonaindia, dir., La prensa de los siglos XIX
y XX. Metodología, Universidad del País Vasco, Lejona, 1988, p. 50. Aubert se inspira
para esta definición en M. Bunge.
34
P. Sztompka, La ontología, p. 66.
zan en el cruce de los ejes en torno a los cuales se organizan las experiencias humanas en la sociedad. Porque toda la experiencia social converge en los sucesos y en ellos esta experiencia se hace histórica. Los
sucesos construyen las estructuras.
La naturaleza doble del «movimiento» social
Por fin, en el análisis correcto del acontecimiento reside, a su vez, el significado de una historiografía basada en el «movimiento de los estados
sociales». Con la denominación movimiento social (expresión que es
preciso no confundir con lo que en historia social llamamos «movimientos sociales» como actuaciones colectivas que persiguen alguna finalidad social concreta a través de determinados medios: movimiento obrero, feminista, de protesta, etc.) nos estamos refiriendo a la actividad social total en un grupo humano considerada en un lapso de tiempo dado.
Realmente, la idea de movimiento social tiene dos sentidos diferenciados, el primero asimilable a la noción de «vida cotidiana», el segundo a
la de «cambio social». Veámoslos.
En su primera acepción, nos referimos a la vida y permanencia de las
sociedades, a la «producción social», donde se incardinan la relación
del hombre con el medio y con los otros hombres. Nos referimos al trabajo y a la división del trabajo, todo lo cual se basa siempre en un continuo movimiento, en un « ir y venir» en la actividad humana normalizada,
individual y colectiva: el mantenimiento físico, el trabajo diario, la relación laboral y afectiva, el mercado, el acopio de recursos, el conocimiento, etc., es decir, todo aquello que podemos entender como «normal» en
el desenvolvimiento de cualquier grupo. Se trata exactamente de lo que
Anthony Giddens ha llamado, en su teoría de la estructuración, la «rutinización» de las actividades de los sujetos, que es condición indispensable para la existencia de vida social y la creación de estructuras, de relaciones35.
Pero hay otro tipo de movimiento, que es el productor real de acontecimientos, constituido precisamente por aquellas acciones humanas que
introducen alguna forma de modificación en la estructura dedo existente,
35
A. Giddens, La structuration de la société, pp. 109-113, y en general todo el capítulo
2 (empleamos esta versión francesa).
como hemos comentado antes. Se trata de acciones o sucesos extraordinarios por no ser habituales y que en ciertos casos no pueden tener lugar más que una vez en la experiencia humana: el nacimiento o la muerte, por ejemplo. Los acontecimientos «extraordinarios» tienen también
diverso valor en sí mismos, presentan una gradación en cuanto a los resultados que producen. Pero la fundamental diferencia entre los movimientos estriba, por tanto, en que unos producen acontecimientos, cambios, y otros no. Hay un movimiento recurrente y un movimiento transformador. Tal diferencia ha sido el origen de los múltiples malentendidos
también en los que ha embarrancado la concepción del objeto de la historiografía.
La idea de movimiento es connatural con la de realidad socio-histórica.
Y aquí el símil físico puede ser ilustrativo. En el mundo físico, existe un
movimiento que no produce transformación, que es estacionario, porque
se trata del movimiento, de la comunicación, que asegura el mantenimiento de las características del sistema. Este es el movimiento que realizan los planetas en torno al sol, o el movimiento de la sangre en el interior del organismo vivo, o los movimientos cíclicos de muchos sistemas, como el del agua, por ejemplo, en la naturaleza. El símil con lo social no es difícil ni disparatado: la vida social se compone en sus niveles
más básicos de un conjunto de movimientos recurrentes, es decir, de
movimientos repetitivos, que contribuyen precisamente al mantenimiento
en su estado de todo el sistema social en su conjunto y, en cada caso,
el de sus partes o subsistemas. Todo el sistema de la comunicación en
el interior de la realidad social se basa en un gran mecanismo de recurrencia.
Esta peculiaridad recurrente de la vida social es la que la investigación
de la historia ha despreciado siempre y ha considerado como «no histórica». Pero la importancia de los movimientos de recurrencia para la vida
histórica, el significado propiamente histórico de la duración, ha sido
también destacado por algunos pensadores. Aparece en los escritos de
Marx sobre la producción material en las sociedades 36, entendida como
36
Tal como se expone en textos como la parte primera de La ideología alemana o el
«Prefacio» a la Contribución a la crítica de la economía política, textos a los que ya nos
hemos referido.
una creación de relaciones estructurales, en el pensamiento de Bergson
acerca de la duración, en el de Heidegger, e, igualmente, en la concepción de Braudel acerca de una historia con ritmos. diferentes, uno de los
cuales es, precisamente, el de la «larga duración».
La historiografía como análisis del «movimiento de los estados
sociales»
Con lo expuesto hasta ahora creemos que puede fundamentarse ya la
afirmación de que la historiografía tiene como objeto teórico el movimiento de los estados sociales. Es decir, tiene como objeto el comportamiento de las relaciones sociales en función de sus movimientos recurrentes o sus movimientos transformadores. Ahora bien, ¿qué significa
que las sociedades o sus subsistemas se mueven? ¿Cuál es la relación
precisa entre lo histórico y el cambio en las sociedades?
Cuando hablamos del cambio de los estados sociales, además, y, en su
caso, del cambio de los sistemas, le damos siempre a la expresión «social» un sentido que va más allá del «hecho social». Nos referimos entonces también al conjunto de todos los subsistemas que integran la sociedad. De ahí que el problema esencial del objeto de la historiografía
sea su irreductible globalidad, además de la exigencia constitutiva de
tratar con un objeto dinámico. Pierre Vilar lo dijo con insuperable maestría: estamos ante «la única ciencia global y dinámica de las
sociedades». Por ello, una disciplina como la historiografía no tiene más
remedio que acudir a la secuenciación temporal, a la sectorialización temática y a la territorialización espacial.
El movimiento histórico y el cambio
La historia se materializa y se denota en el hecho universal del cambio
social. Pero la historia no es meramente el cambio social, como el movimiento no es el tiempo, y por razones homólogas en ambos casos. La
historia se manifiesta en el cambio social como el tiempo se manifiesta
asimismo en el movimiento. Pero es señalable que la historia contiene
más cosas que el cambio social. Contiene, primero, el hecho de que ese
cambio es acumulativo y, después, el hecho también de que la historia
se compone de los cambios pero también de las duraciones.
En último extremo, y dicho en forma pragmática, la función de la historiografía empieza por medir los cambios, por dar cuenta de la «cantidad
de cambio» y de sus ritmos. Y esto se mide en los acontecimientos. Más
acontecimientos significan más cambios. Pero para medir los cambios
no hay más camino que el de definir los estados previamente. El objeto
último de la historiografía es, pues, absolutamente específico de ella: el
análisis y explicación de los estados resultantes de determinadas cantidades de cambio. Ahí se justifica la existencia de la disciplina historiográfica y ello es lo que permite que podamos hablar de un objeto teórico
específico.
Pero la historia incluye también ese «movimiento sin cambio», el movimiento estacionario-recurrente, o sea, la duración, la permanencia, de
los que ya hemos hablado. Así, la historiografía ha progresado desde el
análisis de los eventos hasta el análisis de los estados. Esta idea ha tardado mucho tiempo en imponerse y en forma alguna podemos considerarla enteramente impuesta. Lo histórico es una construcción categorial
fundamentada en tres realidades, momentos o componentes, lógicamente secuenciales, según hemos ya sugerido:
estado social→acontecimiento (cambio)→nuevo estado
El historiador trabaja sobre el complejo entramado social: sobre las estructuras o morfologías de las instituciones, las acciones, las relaciones,
los conflictos, las mentalidades y las actitudes. Hace bastante tiempo
que, al menos en el terreno de los supuestos epistemológicos, la historiografía ha rechazado que la historia sea captable simplemente como la
descripción de los «acontecimientos» que alteran la vida de las sociedades. Fue Charles Morazé quien esbozó en los años descollantes de la
hegemonía de Annales la idea de definir un «estado» y analizar su comportamiento temporal a través de la captación de unas «estructuras temporales»37. Según esta idea, en un momento del tiempo t1 existiría una
37
C. Morazé, «Las estructuras temporales», en R. Bastide, C. Lévi-Strauss, D. Lagache
et al., Sentidos y usos del término estructura en las ciencias del hombre, Paidós,
estructura social organizada en torno a un grupo de factores g. Mientras
que en el momento t2 la estructura espacial se aglutinaría en torno a g +
n factores, donde n sería positivo o negativo (factores agregados o factores desaparecidos). Dicho en otros términos, se trataría de definir un
estado de un sistema en un tiempo t1 y ver cuál era el estado en un
tiempo t2 y comparar ambas situaciones. En Morazé, la idea de sistema
y la de estado de un sistema eran aplicadas de forma sencilla. Pero la
eficiencia de ese análisis de la evolución histórica de las estructuras, decía Morazé, sólo quedaría asegurada cuando la búsqueda se hiciese en
la escala de lo mundial. En este caso la historia comparada, podríamos
añadir, sería el recurso a emplear.
Cambio histórico y acumulación
Ahora bien, cada estado social no es «sustituido» por otro en virtud del
proceso histórico sino que queda «absorbido» por el nuevo, acumulado
en él. Muchos de los elementos que existían siguen existiendo, aunque
en una nueva disposición. La sucesión histórica no es nunca, ni puede
serlo lógicamente, de destrucción completa de un estado social y de creación de otro sino de evolución diferenciada de sus componentes. Por
ello, en la historiografía y en el análisis del cambio social se señala
siempre el desfase temporal entre la transformación que sufren unas u
otras partes del sistema social. Sobre ello volveremos en el apartado siguiente de este capítulo. El marxismo ha visto ese desfase como el fundamento de la contradicción interna entre fuerzas y relaciones de producción, que acaba produciendo el cambio histórico.
No es posible dilucidar los caracteres del cambio, de cualquier cambio,
sino con el referente de lo que permanece. El cambio acumulativo, que
responde a la idea de un tiempo irreversible, es un principio fundamental
en el entendimiento de lo que significa el curso histórico y este es también uno de los fundamentos del concepto mismo de cambio social. La
acumulación es, en un sentido, una especie de mecanismo de regulación de las relaciones con el entorno. Mediante la acumulación de experiencias es posible la elaboración de las culturas, un arsenal de respuestas de que el hombre dispone para su adaptación al mundo. La acumuBuenos Aires, 1971, pp. 101 y ss.
lación histórica es el mecanismo que posibilita la elaboración de la cultura.
Pero no hay una ciencia del cambio sin que sea ciencia de lo que cambia. Al historiador le interesa absolutamente todo lo que existe y sucede
en el mundo del hombre. Y ello muy contrariamente a lo que mantuvo la
vieja historiografía, que podemos ejemplificar ahora con provecho en
Eduard Meyer y sus cuatro conclusiones sobre el objeto historiográfico,
a saber: que la historia no estaba interesada en «los factores generales
de la vida humana», que sólo se ocupaba de los «pueblos civilizados»,
que «los estados de cosas existentes» no son nunca objeto de la historia sino «en cuanto adquieren un relieve histórico» y, por último, que los
«factores individuales» sólo pertenecen a la historia, como igualmente
«los fenómenos de masa», en cuanto que «sea necesario para comprender el suceso histórico concreto»38. Sería hermoso poder afirmar
que estas ideas están completamente olvidadas.
3. EL ANÁLISIS DE LA TEMPORALIDAD
Se ha dicho que una originalidad destacada de la historiografía se encuentra exactamente en que su objeto real permanece más oculto que
el aparente: «la exploración de los mecanismos temporales» es lo que
debe constituir la contribución particular de la historiografía, según se ha
señalado. O bien, «el tiempo es quizás el único verdadero objeto de la
historia»39. Estas afirmaciones, que compartimos plenamente, conceden
todo su valor, en efecto, a lo que es un elemento especificador, diferenciador, en toda explicación histórica: la determinación y la explicación
del tiempo histórico.
El tiempo comprende una serie de fenómenos y problemas absolutamente ineludibles para comprender la naturaleza de lo histórico y la función de la historiografía, a algunos de los cuales nos hemos referido ya.
La cuestión del tiempo debemos verla ahora no en el sentido de lo que
38
E. Meyer, «La teoría y metodología de la historia», en su obra EL historiador y la
historia antigua, FCE, México, 1955, pp. 42-46. El texto de lo transcrito es de 1910.
39
«Histoire et Sciences Sociales, un tournant critique», en Annales. É.S.C., 44, 6 (1989),
p. 1.318, Introducción al volumen.
tiene de atribución a las cosas, sino en cuanto que la historiografía tiene
que captar el tiempo y hacer de él una entidad empírica que permita su
medida, el análisis de su significado, y, en definitiva, muestre que la historia misma es un encadenamiento temporal inteligible y explicable. Nos
interesa ahora ver cómo la historiografía explica el tiempo de las cosas,
porque sin ello no hay real explicación de lo histórico. De hecho, según
vamos a exponer en este apartado, el historiador da cuenta del tiempo
histórico a través de tres tipos de categorías: 1) la cronología; 2) el análisis del cambio o duración (el tiempo interno); 3) la determinación de los
«espacios de inteligibilidad».
La explicación del tiempo histórico empieza por la determinación del
sentido exacto de la cronología, el tiempo de la historia en relación al
tiempo astronómico. Tiene luego que pasar a determinaciones del tiempo más sutiles y más precisas. El tiempo interno, el marcado por el curso de los acontecimientos, se refleja en el tiempo diferencial. El tiempo
en este sentido tiene que ver con las regularidades y con las rupturas en
el desarrollo de las sociedades. Y, por fin, llega al terreno de la periodización histórica, de la fijación de épocas en el devenir de la humanidad,
lo que equivale ahora al intento de establecer un concepto de espacio
de inteligibilidad de los procesos históricos.
Tiempo y cronología
¿Qué significa la explicación histórica del tiempo? En realidad, se trata
de mostrar empíricamente que es el propio comportamiento histórico el
que determina al tiempo y no al revés. O, como se ha sugerido ya, que
el tiempo existe porque existe la historia. Explicar el tiempo es, por muy
paradójico que parezca, explicar el comportamiento histórico.
Ahora bien, el análisis temporal de la sucesión de los estados sociales
empieza sobre una primera experiencia que no es otra que la que establece la cronología. La cronología es la primera y más elemental de las
técnicas y de las determinaciones que regulan la investigación histórica
temporal. Pero ¿cuál es el significado último de la cronología? Una de
las definiciones posibles de cronología es la que la presenta como «un
método para ordenar el tiempo y situar los eventos en la secuencia en
que ocurren»40. Pero lo determinante es que lo cronológico es la denotación y medición del tiempo astronómico, el de los años, meses, días y
horas... en cuanto que los movimientos humanos quedan situados en
esa sucesión de intervalos cíclicos. La cronología es una medida de la
sucesión, pero, en el sentido en que aquí hablamos, no es en manera
alguna una definición del tiempo.
Fue Ortega y Gasset el que hizo una apreciación sobre la cronología
que resulta útil como base para algunas clarificaciones. « En historia
-escribía Ortega- la cronología no es, como suele creerse, una denominado extrínseca sino, por el contrario, la más sustantiva. La fecha de
una realidad humana, sea la que sea, es su atributo más constitutivo.
Esto trae consigo que la cifra con la que se designa la fecha pasa de tener un significado puramente aritmético o, cuando más, astronómico, a
convertirse en un nombre y una noción de una realidad histórica. Cuando este modo de pensar llegue a ser común entre los historiadores, podrá hablarse en serio de que hay una ciencia histórica»41.
Ahora bien, la cronología es la remisión de los estados y acontecimientos a su posición en el transcurso cosmológico y no más que eso, aunque las consecuencias de ello no sean, obviamente, triviales. Esto es lo
que significa un año, un mes, un día concretos y, más allá de ello, eso
mismo significa pertenecer a una Era, a un Calendario, a un cómputo
particular del tiempo al que se dota de sus reglas de desciframiento. En
el sentido instrumental, la cronología es para el investigador de los desarrollos temporales una especie de malla, de red o rejilla, de encasillado, en el que se sitúan o se clasifican los sucesos. Al tiempo cronológico
externo se le ha asignado el cometido de «oficiar de escala métrica uniforme»42. La cronología es, desde luego, el primer instrumento comparativo y jerarquizados de lo sucedido, pero es evidente que la fecha de
una situación histórica sólo define a ésta en conexión con otras muchas
40
M. Sato, «Comparative Ideas in Chronology», History and Theory, 2 (1991), p. 277.
determinaciones, nunca por sí sola. Es, pues, un encasillado de los hechos y sucesos y es también un instrumento de búsqueda, de «recuperación» de una información. Sin embargo, la determinación del tiempo
humano no es sólo la cronológica. En el campo historiográfico quizás
nadie como Fernand Braudel ha acertado a exponer esto con claridad,
aunque no de forma suficiente: el tiempo «cronológico» es sólo un aspecto del tiempo.
En ocasiones, la cronología es asimilada de hecho por los historiadores
a ese tiempo absoluto de Newton al que nos hemos referido antes, identificándola con el flujo temporal en cuyo seno se desarrollan los acontecimientos. Independientemente de que, como hemos dicho también, el
tiempo absoluto es algo descartable, esta idea mantiene a la cronología
como calificación realmente externa al tiempo de las propias cosas, la
mantiene como un «recipiente» (tiempo-recipiente) o red, distinta del
tiempo «relacional» o relativo43. Por lo demás, la cronología consagra el
tiempo de la historia como un proceso homogéneo. Pero el tiempo histórico real no es un flujo homogéneo; no es, además, ni siquiera un
«flujo»44.
Muchas veces se ha dicho también que el tiempo de la historia no es el
tiempo de la física. Esa aserción es, en un sentido, una verdad incuestionable, pero paradójicamente es también, en otro, una fuente de errores conceptuales importantes. Existe una «historia del universo». Pero
sólo como analogía con la humana, porque la idea de historia incluye de
hecho la conciencia de la historicidad, la reflexividad, y eso no puede
aplicarse a todos los ámbitos del universo. Estos ámbitos, sin embargo,
sí tienen cronología. A veces se ha dicho también que hay una diferencia notable entre tiempo cronológico y tiempo histórico. Ello es también
innegable si con tiempo cronológico se quiere aludir a ese llamado tiempo de la física. Lo cierto es que este tipo de distinciones conducen a mayores equívocos que clarificaciones. En una palabra, la cronología es
únicamente el tiempo físico, pero éste y el tiempo histórico no se opo-
41
J. Ortega y Gasset, «Prólogo» a W. Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, p.
15.
42
L. Vega Reñón, «Hermes y Prometeo: nuevas perspectivas en teoría de la historia»,
Cuadernos económicos de I.C.E. (Información Comercial Española), n.° 3-4 (1977),
monográfico sobre «Filosofía de la Ciencia y Metodología», p. 188.
43
L. Lundmark, «The Historian's Time», Time and Society, 2, n.° 1 (enero de 1993), pp.
64-65.
44
S. Kracauer, «Historical and Philosophical Time», History and Theory, 6: «Time and
History», 1966, p. 71.
nen. Más bien, como hemos sugerido ya, la cronología es la construcción humana que enlaza una cara del tiempo, la astronómica, con otra
que es la histórico- social.
La cronología sirve para establecer el «antes» y el «después» y, en ese
sentido es, según hemos dicho, como un primer principio clasificatorio
aplicado al proceso temporal. La cronología es medida básica del tiempo, tiempo mecánico, de reloj, pero no puede considerarse este tiempo
mecánico como ajeno y distinto del tiempo histórico, sino que es, en realidad, la base del tiempo histórico, su principio y punto de partida. El interesante estudio de S. Kracauer45 arroja luz también sobre el significado
de lo cronológico en relación al tiempo histórico. Todo cambio, que sólo
es inteligible como cambio en un momento del orden temporal, carece
de sentido fuera de ese momento, dice Kracauer. Cabe añadir, no obstante, que la captación únicamente «cronológica» del tiempo hace a éste homogéneo, uniforme, y ello constituye un problema general de la narrativa histórica, o de la reconstrucción histórica que sólo es narrativa.
No distingue entre los tiempos diversos, tiempos diferenciales, que se
entrelazan para dar lugar al proceso total de lo histórico. Cuando se intenta hacer historia universal lo cronológico adquiere un significado de
primera magnitud46.
La conceptualización del «tiempo interno»
Un primer argumento contra la pretensión de hacer de la cronología la
medida central del tiempo sería propiamente etnológico. En efecto, con
independencia de la observación del ciclo astral o, tal vez, como consecuencia misma de tal observación, las culturas poseen unas concepciones muy diversas de la significación del tiempo. La más elemental y conocida discrepancia entre estas es la que se establece entre la concepción del tiempo circular frente a la del tiempo lineal, que es, justamente,
la típica concepción occidental de origen judeo-cristiano. El hecho es
que la percepción del tiempo se introduce con el cambio. El tiempo crea45
46
Ibidem.
Ibidem, p. 66.
do por el cambio se incorpora a las cosas. Las cosas que poseen una
historia son las que tienen un pasado, es decir, las que tienen un tiempo. El tiempo se inserta, pues, en la realidad social en la medida en que
se ha dicho que son los «sucesos» los que crean esa realidad. En este
preciso sentido, y sólo en éste, puede decirse que la historia es una acumulación de sucesos, de acontecimientos.
La «velocidad del tiempo»
La expresión «velocidad del tiempo» no es, como puede comprenderse,
más que una metáfora. Pero es útil para recapacitar sobre una noción
de experiencia: la sensación que tenemos a veces de que el tiempo
transcurre rápidamente, contra la que aparece en otras ocasiones como
sensación de lentitud y calma en el transcurso de los momentos. No se
trata simplemente de fenómenos psicológicos, o, al menos, no es ese el
nivel que nos interesa aquí. Estas sensaciones pueden ser objetivadas:
la sensación de más o menos velocidad en el cambio, el número o la
cantidad de los acontecimientos que percibimos, son los responsables
de esa situación. Esto nos pone sobre la pista de la cuestión fundamental: es el acontecer, la sucesión de acontecimientos, el cambio de los estados, lo que marca el transcurrir del tiempo interno. El tiempo del reloj y
el tiempo de los acontecimientos pueden reflejar una perceptible diferencia entre ellos. La configuración del tiempo histórico a través del número
de los acontecimientos-cambio, y no de los movimientos recurrentes, como es el del reloj, es lo que podemos llamar tiempo interno, que constituye el punto nodal del tiempo histórico.
La multiplicidad de los cómputos posibles del tiempo aparece entonces
diáfana y en toda su problematicidad. A veces, en la globalidad de los
sistemas sociales se acumulan extremadas densidades de cambio social, extremadas cantidades de acontecimientos: la velocidad del cambio
aumenta, el tiempo histórico es distinto entonces del que aparece en
aquel otro momento cronológico en el que los cambios se producen en
mucha menor cantidad y parece como si el tiempo se ralentizara. En el
plano del movimiento histórico-social tenemos unos primeros conceptos,
sin duda toscos, para expresar estas tipologías de la cantidad de acontecimientos; crisis, revolución, transición, evolución, etc., son elementos
del lenguaje aplicados a caracterizar estos tipos de cambio de estado y
de sistema. Lo cual nos lleva a una constatación esencial también: a un
único tiempo cronológico pueden corresponder distintos tiempos internos.
En definitiva, los cambios sociales pasan a la historia clasificados por su
cronología y, sin embargo, su significación temporal en forma alguna es
agotada por su situación en esas coordenadas del tiempo universal. El
verdadero tiempo de la historia es aquel que se mide en cambio frente a
duración. Pero ¿con qué instrumentos podemos medir el cambio y la duración sin hacer referencia al proceso astronómico? No hay, por ahora,
más que una respuesta: la medida del tiempo de la historia tiene que seguir teniendo como referente externo el tiempo de los relojes y los calendarios, pero el análisis de la significación acumulativa de los tiempos o
cambios de la historia no. Ese análisis forma parte muy importante, sin
duda, de la explicación de lo histórico. Seguimos no teniendo más que
un tipo de instrumentos y un referente para el tiempo: el astronómico, el
referente del movimiento estacionario del sistema cosmológico que es el
referente universal de toda medida del tiempo. Nos encontramos así ante la nueva paradoja de que siendo el tiempo una dimensión inherente a
las cosas, residente en ellas, no podemos medirlo físicamente sino desde fuera, desde la referencia del movimiento de los relojes, que son un
vehículo para poner al alcance de nuestra comprensión el tiempo astronómico.
Si la analogía con el mundo físico se utiliza adecuadamente, el tiempo
es perceptible en el movimiento repetitivo, recurrente y estructural de los
sistemas mecánicos. De hecho el tiempo es medido a partir de los cambios repetitivos de un reloj. El problema surge cuando el movimiento ante el que nos encontramos no es recurrente, sino que se presenta como
el movimiento insólito del acontecimiento. Estamos ante la imposibilidad
de medir mecánicamente el tiempo interno.
¿Quiere decir todo esto que el tiempo de la historia es más un tiempo
«cualitativo» que un tiempo físico «cuantitativo»? Si esa diferenciación
tiene algún sentido éste es el de que sirve para «desmitificar» la cronología y nos permite insistir en que el tiempo de la historia es ambas cosas a la vez, cuantitativo y cualitativo. El tiempo de la historia es tanto
ese tiempo físico, que es donde comienza, como ese otro tiempo «construido», el tiempo que se interioriza en lo histórico-colectivo y también en
los individuos como vivencia. El tiempo de la historia es discontinuo, pero no se trata de que haya tiempos más lentos y tiempos más rápidos: lo
que hay realmente son historias lentas e historias rápidas, que marcan
el tiempo. Parece, pues, ilustrativa la expresión de K. Pomian de que el
tiempo histórico sería una arquitectura y no una mera dimensión47.
Los tiempos diferenciales
Un problema adicional es el de que el tiempo interno no parece tampoco
tener un comportamiento homogéneo entre los diversos subsistemas del
sistema que consideramos. Siguiendo con nuestra metáfora, el iempo
no tiene «la misma velocidad» en todos los ámbitos sociales. La experiencia muestra claramente que el cambio, o el mismo movimiento recurrente, se comporta con pautas diferentes según los niveles de la actividad socio-histórica. De ello podemos hacer una transcripción historiográfica inteligible, como puso de relieve el estudio de Braudel e intentó
probar en su obra sobre el Mediterráneo. La «velocidad de cambio» de
un estado social al transformase en otro en modo alguno se presenta
homogénea en todas sus partes. Unos elementos del sistema «se mueven» más que otros y ello plantea uno de los más grandes problemas de
la explicación de la historia: el tiempo de cambio de un estado social a
otro no puede tampoco medirse en su globalidad cronológicamente.
Existen tiempos diversos para distintas secuencias de eventos humanos. El historiador del arte G. Kubler señaló, por ejemplo, que los fenómenos artísticos no pueden ser juzgados por su cronología, sino por las
soluciones que aportan a un tipo de problemas que tienen un particular
lugar en la historia de los estilos. O sea que una solución estilística puede ser muy cercana a nosotros en el tiempo y tener una posición histórica muy distinta en la cronología de la historia del arte. La idea es la de
que no hay un tiempo absoluto en la historia de la captación artística 48.
Esto es trasladable a la historia en general. Los eventos consecutivos de
47
48
K. Pomian, El orden, p. 326.
G. Kubler, La configuración del tiempo, p. 106.
una concreta dimensión están más relacionados entre sí, o es más fácil
descubrir su relación, o bien «los acontecimientos en cada área particular están entrelazados con una especie de lógica inmanente»49.
Las secuencias de los eventos de naturaleza homogénea, eventos políticos, culturales, económicos, se desarrollan con un tiempo peculiar y no,
siempre es el mismo en unas y otras de esas actividades. Es ya vieja la
observación de que hay un tiempo del mercado, de la política y del
amor, que son diferentes. Existe el progreso social en unos niveles y
puede no existir en otros, haber discordancias estructurales, etc. Muchos eventos históricos son simultáneos sólo en su aspecto formal. Ahora bien, podemos establecer que la justeza de estas observaciones no
presupone nada a favor de su conversión en principios operativos reales
de la investigación y de la explicación de la historia. No tenemos, a lo
que parece, medios para ello.
Los historiadores tratan habitualmente no de las secuencias de áreas diferentes de la actividad humana y de sus peculiares tiempos, sino de periodos relativamente uniformes o de situaciones donde esas áreas tienen una ocasional confluencia. Un periodo, como configuración de eventos que pertenecen a series con distinto ritmo, no emerge de un homogéneo flujo de tiempo y su inteligibilidad hace más precisa una idea como la de «espacio de inteligibilidad» a la que nos referimos después. La
historiografía moderna, desde luego, ha señalado la vaciedad y, al mismo tiempo, la significación del tiempo cronológico homogéneo. Porque
el tiempo homogéneo no es una realidad en cuanto al ritmo de los cambios sociales, pero es la única manera que tenemos de medirlo.
En el pensamiento braudeliano, y de la escuela de los Annales en su
conjunto, la diferencia de los ritmos temporales del proceso histórico se
ha relacionado con el nivel o el tipo de la actividad social que la observación histórica considere, observación que, por lo demás, es muy antigua
en la historia de la cultura occidental y aparece ya en la Biblia. Se supone que la historia «lenta», de ritmo casi inmóvil es la de las formas de
relación del hombre con el medio, la historia ecológica y la ecológico-de-
mográfica, de los asentamientos y las formas de vida material. La historia de ritmo rápido sería la historia política. En medio quedaría la historia
de la actividad en las relaciones sociales básicas, el mercado y la cultura. Pero ello, creemos, no debe asimilarse a la existencia de una constante histórica. La existencia de procesos históricos con diferentes ritmos temporales es evidente y es clave para la concepción del tiempo
histórico. Pero cada uno de esos ritmos no está adscrito necesariamente
a un nivel o sector de la actividad social prefijado. La historia rápida o
lenta puede presentarse en cualquier parte del sistema social.
De ahí que la historiografía haya intentado expresar estos tempos a través de conceptualizaciones más precisas. Unos tipos de cambio, todo lo
que es el cambio innovador, se producen más rápidamente en unos niveles de la actividad social que en otros. Esa es la base de la idea de un
tiempo diferencial, que podríamos llamar también tiempo relacional. Los
tiempos diferenciales o relacionales son tiempos «característicos» de
determinados niveles históricos. Puede atribuirse a Marx, como ha hecho Luis Vega, el diseño de una visión del «tiempo interno», del «tiempo
diferencial», cuando aprecia e introduce en la concepción del modo de
producción el hecho de que los tiempos históricos no son líneas cronológicas homogéneas. Fuerzas y relaciones de producción tienen cada una
de ellas tiempos propios, diferenciados50. Los tiempos históricos no son
categorías, sino «síntomas» de los niveles en que ocurren determinadas
prácticas... Sirven para detectar la existencia de tales prácticas en función de su tiempo diferencial.
Sin embargo, cuestión más esencial aún es la de la articulación de los
tiempos diferenciales en modelos metodológicos o teóricos de un tiempo de la historia. Esa articulación es la que está ausente de la construcción braudeliana de los tres niveles de tiempo. Es el gran fallo de esa
concepción, lo que la deja incompleta. ¿Cómo pueden articularse entre
sí? ¿Es preciso seguir la línea de los propios tiempos diferenciales y hacer modelos de cada una de las instancias históricas con sus propios
tiempos o deben pretenderse modelos con un tiempo global de la sucesión de estados sociales? Lo cierto es que constituye un error creer que
49
50
S. Kracauer, «Historical», pp. 56-58.
L. Vega, «Hermes y Prometeo», p. 189.
los tiempos diferenciales no son más que los «diversos ritmos» de un
proceso temporal único, continuo y homogéneo, como hace R. Aron51.
Los tiempos diferenciales son más que ritmos. La idea de «espacio de
inteligibilidad» puede entenderse, creemos, como un intento de articulación de los tiempos diferenciales.
La periodización en la historiografía: el «espacio de inteligibilidad»
La simple delimitación cronológica de los procesos históricos, cuando
van más allá de los acontecimientos puntuales y a medida que involucran a un mayor número de variables en la «trama» de los sucesos,
siempre presenta problemas para el historiador. Aludimos de forma general al asunto de la periodización, pero, indudablemente, los problemas
de la ubicación cronológica en la historiografía no acaban con la definición de «eras», «edades» o periodos. El problema de la cronología de
los estados sociales, de los procesos de su cambio, remite no simplemente al de la datación de los sucesos, sino al de la conceptualización
misma de las situaciones históricas. Cuándo comienza y cuándo acaba
una determinada historia no es cosa meramente de las fechas de los sucesos, sino de la conceptuación de los fenómenos para poder analizar
su comportamiento temporal. Es cosa de las categorías historiográficas,
como puso de relieve en un excelente estudio Juan J. Carreras52.
¿Cómo puede ser entendido en su plenitud temporal, en su totalidad y
durabilidad, un cierto asunto histórico? ¿Cómo delimitar los fenómenos
que son pertinentes a determinado proceso, que se inscriben en él y que
no forman parte de una situación distinta? Esto afecta al mismo tiempo a
la naturaleza y la definición del acontecer histórico global, al problema
de la cronología y de la periodización, al de la articulación de las instancias sociales diversas afectadas por una situación o coyuntura histórica
de conjunto y al problema, en fin, del décalage entre los tiempos que representa la cuestión de los tiempos diferenciales.
51
52
Ibídem, p. 192.
J. J. Carreras, «Categorías historiográficas y periodificación histórica», en J. J. Carreras,
A. Eiras, A. Elorza et al., Once ensayos sobre la historia, Fundación Juan March, Madrid,
1976.
La delimitación de espacios temporales en función de una cierta «homogeneidad» histórica es siempre un problema de fondo para la descripción de la historia. Siempre se ha dicho, además, que una simple fecha
no es bastante para marcar el paso entre dos épocas. Casi todos recordamos los comienzos y el fin de las edades Antigua, Media, Moderna y
Contemporánea en la historia de Occidente y se nos han grabado las fechas de 476, 1452, 1789, que se nos han enseñado como separación
entre ellas. Y siempre se nos ha dicho, desde luego, que eran fechas
más bien simbólicas. Esto que parece una mera cuestión anecdótica,
encierra tras sí el problema más trascendente de las épocas en la historia, que ya preocupó a Ranke, y al historicismo alemán, que ha ocupado
bastante a los filósofos -basta recordar para convencerse la boutade de
Ortega y Gasset que creía ver épocas «masculinas» y «fe
meninas» en la historia- pero que no siempre ha recibido la atención
merecida de los historiadores. ¿Qué sentido empírico tiene, no especulativo, la idea de época histórica? ¿Tiene alguna función precisa su delimitación? ¿Cuándo puede decirse que hay un cambio de época histórica? Pensamos que una conceptuación válida para enfrentarse a este
problema es la de espacio de inteligibilidad.
En líneas generales, podríamos partir de la idea de que la descripción
de una determinada situación histórica tropieza siempre con dificultades
para señalar cuándo comienza a tener una personalidad que el historiador trata de definir y cuándo deja de tenerla. Parece claro que la determinación del principio y del final de una coyuntura estará siempre en
función de la entidad y el número de factores que consideremos relevantes en la situación. Cada uno de estos factores pueden ser analizados
por separado: cuándo aparece una cierta institución, una técnica concreta, una práctica política, una forma artística, etc., son cosas de cronología determinable con menos dificultades. El problema está en determinar cuándo una determinada combinación de factores crea una situación
singular. La consideración sistemática y sistémica de las situaciones socio-históricas y la capacidad para analizarlas con arreglo a modelos que
el historiador articula podrían ayudar a resolver este problema.
Una determinada situación social puede decirse que se mantiene en su
entidad mientras se muestra estable una combinación de factores que
consideramos que mínimamente pueden caracterizarla y que hemos definido previamente. A cuestiones relacionadas con todo esto hemos hecho ya alusión en el epígrafe dedicado a los estados socio-históricos.
Pero es evidente que la investigación puede caracterizar situaciones sociales, estados sociales, a muy diversos niveles de globalidad o particularidad, con arreglo a sistemas más o menos complejos y con mayor o
menor número de variables. Por ello no puede decirse que en sentido
absoluto podamos definir épocas históricas entre las que haya auténticas soluciones de continuidad. Ni la sucesión en épocas míticas que establecieron ciertas culturas antiguas, ni la división en edades que ha
adoptado la cultura occidental, ni la sucesión marxiana de los modos de
producción marcan verdaderas épocas cerradas en la historia de la humanidad. Se trata siempre de delimitaciones con arreglo a un determinado número de factores, que se tienen por los más importantes y que llegan a crear en un momento dado una combinación «típica», relacionada
en algo con el Idealtypus definido por Weber, factores que ni aparecen
ni desaparecen al unísono.
Aquel lapso de tiempo en el que una combinación determinada y bien
caracterizada de factores ambientales, ecológicos, económicos, culturales y políticos, y todos los demás pertinentes, permanece conformando
un sistema de algún tipo, cuyo modelo puede ser establecido, es lo que
podemos llamar un espacio de inteligibilidad histórica. Podrían emplearse igualmente las expresiones «lapso» o «momento» de inteligibilidad.
Pero la expresión «espacio» permite también que la empleemos en su
sentido literal, con lo que el «espacio de inteligibilidad» se entendería relacionado igualmente con el espacio o ámbito, físico y social, en el que
la situación histórica que hemos definido se desarrolla. La periodización
va, en efecto, acompañada siempre de un problema de definición de un
ámbito histórico. La definición del espacio de inteligibilidad está determinada por una buena observación de los factores presentes, de su aparición o desaparición y de la presencia de otros nuevos. Todos ellos constituyen un complejo o sistema característico que tiene una determinada
duración.
Ayuda también a la comprensión de este problema la expresión espacio
histórico que empleó J. Marczewski para delimitar una idea semejante a
la que exponemos. Espacio histórico es «toda fracción de un universo
de acontecimientos históricos definida agregando a las características
del universo del que ella forma parte una o varias características suplementarias»53. La aparente dificultad de esta definición se solventa observando que la caracterización de un periodo se basa en la aparición dentro de un universo histórico determinado y preexistente de ciertos factores «complementarios», es decir, nuevos, inexistentes anteriormente. O,
también, por la desaparición de algunos de los que existen.
Un espacio de inteligibilidad tiene un punto de partida que, como en el
caso de un estado social, queda marcado por algún tipo de ruptura; su
fin también. El problema del investigador estriba en la delimitación de
aquellos factores esenciales que forman el sistema y que han de marcar
la inteligibilidad del periodo, aunque otros factores secundarios -secundarios para el caso que consideramos- puedan tener un desarrollo temporal distinto. Realmente, la homología entre los estados socio-históricos y su expresión cronológica en los espacios de inteligibilidad es notable. El problema es siempre el de delimitación de una situación histórica
en su principio y, preferiblemente, aunque no obligatoriamente -piénsese
en lo que ocurre en los procesos históricos que se desarrollan en la historia reciente, en la historia del tiempo presente- en su final.
En definitiva, las épocas históricas realmente funcionales, los espacios
de inteligibilidad que definen suficientemente en el tiempo a una determinada situación histórica, se caracterizan en relación a uno solo o a un
conjunto de factores. El investigador puede establecer un espacio de inteligibilidad con arreglo a factores relevantes. Si elige uno solo determinará un espacio largo y fluido -persistencia de un sistema técnico, de
una idea política, etc.-. Si elige un complejo de varios -una determinada
estructura de grupos sociales, por ejemplo- diseñará un espacio más
corto pero mejor caracterizado.
Una mayor ejemplificación de este tipo de problemas prácticos no parece difícil. Se presentan lo mismo en el ámbito de las grandes civilizaciones históricas que en los espacios geográficos donde se han desarrollado civilizaciones diversas, o en el terreno de las historias de sociedades
53
J. Marczewski, Introduction, p. 47.
a menor escala y bien delimitadas -sociedades nacionales, estados modernos, grupos coloniales, etc.-. Hay algunos ejemplos clásicos de ello:
¿cuándo termina la Edad Antigua de la cultura occidental?, ¿qué debemos entender por historia contemporánea?, ¿tiene sentido hablar de un
«periodo» de entreguerras entre las dos grandes guerras del siglo XX?,
¿cuándo acaba realmente el feudalismo?, ¿tiene sentido entender la
guerra civil española de 1936-1939 como un periodo historiográfico?,
¿tendría entidad inteligible introducir un periodo de «socialismo real» de
la historia europea entre 1917 y 1989...?
En cada uno de estos ámbitos y en otros muchos, además, es posible
delimitar espacios de inteligibilidad histórica a niveles diversos y es posible ver cómo se cometen distorsiones históricas, a veces graves, por no
contemplar con claridad esta idea de la inteligibilidad de los espacios de
permanencia histórica. Una investigación histórica mal planteada en la
determinación del espacio de inteligibilidad de un fenómeno o complejo
puede acarrear conclusiones distorsionadas. A mayor abundamiento, el
espacio de inteligibilidad es siempre relativo y existe una jerarquización
clara de los momentos cronológicos, los más extensos incluyendo en sí
mismos a los más breves, pero con una relación no meramente cronológica entre ellos. La «articulación de los tiempos» tiene que empezar en
esa constatación de la existencia de tiempos englobantes.
La pragmática del tiempo histórico
El análisis del tiempo histórico tiene aún una última característica. Cuando el historiador «escribe» la historia está construyendo un tipo específico de tiempo, que, paradójicamente, sin embargo, deberá superar si
quiere hacer una historia «científica». El mundo temporal al que el historiador se asoma se podría designar imaginativamente con una expresión
que da título a un libro de R. Koselleck: el historiador se sitúa ante «el
futuro del pasado». Toda construcción sobre lo histórico trabaja con una
manipulación del tiempo en cuanto que escribimos desde el presente
sobre el pasado y la concepción del futuro interviene igualmente en ella.
El historiador se enfrenta al «futuro del pasado» de una forma precisa:
para él, aquello de que trata es su pasado: el tema como tal es, en su
ontología, un presente; el análisis de tal presente-pasado lo hace el his-
toriador a la luz de lo que ha sucedido «después» de lo que describe como presente. Está, pues, trabajando con un futuro pasado, con un futuro
del pasado54.
Cuando se describe una situación datada anterior a otra datada también, desde el punto de mira de esta segunda estamos hablando del
«futuro» de la primera. El historiador conoce el futuro de las situaciones
que describe y por lo común intenta explicarlas desde ese futuro en el
que necesariamente se encuentra situado, desde lo que él sabe ya que
ha ocurrido. Esta explicación ex post facto que es lo contrario de la predicción es lo que se ha llamado por algunos tratadistas la «retrodicción».
¿Tiene esta situación alguna implicación epistemológica? Evidentemente; constituyendo una de las trampas de la explicación histórica. En ella
han caído quienes sostienen algunos de los grandes equívocos tópicos
de la historiografía convencional en forma de la existencia de la retrodicción o la necesidad de la perspectiva, entre otros. Se trata de dos cuestiones marginales de las que una teoría historiográfica seria apenas debe ocuparse, pero que representan también tópicos arraigados.
La retrodicción se propugna y se presenta a veces como una operación
simétrica a la predicción, como una predicción «hacia atrás». Si sabemos el futuro de algo podemos saber su pasado: Es obvio que no hay
tal simetría con la predicción por cuanto el historiador conoce el futuro,
las consecuencias futuras generadas por su objeto histórico, mientras
que el que predice no se encuentra en tal caso. La idea de la retrodicción, por tanto, debería ser sustituida por la del empeño en una teorización satisfactoria de la explicación histórica. El historiador debe explicar
las situaciones históricas como si no conociera su futuro. Es decir, no
debe explicarlas sólo por el desenlace conocido de una situación, como
no debe hacerlo tampoco por las «intenciones» de los actores55. La explicación se fundamenta en la dialéctica precisa entre ambas cosas.
54
De manera algo complicada, esta paradoja es tratada por R. Koselleck, Futuro
pasado. Contribución a la semántica de los tiempos históricos, Paidós, Barcelona, 1993,
pp. 19 y ss. La muy mala traducción española de este libro hace más difícil su lectura.
55
Véase a este propósito todo lo relacionado con la explicación histórica en el capítulo
siguiente.
La carencia de una perspectiva temporal adecuada y suficiente es la
otra trampa tenida durante mucho tiempo como la principal coartada útil
para que la historiografía se sumergiese en el estudio excluyente del pasado concluso, del que se poseía, supuestamente, una información
completa y cerrada, porque conocemos su «futuro pasado» completo,
como proceso sin continuación posible. Esa posición ha tenido consecuencias hasta para la configuración de una historia contemporánea. Y
no se trata de prejuicios desarraigados hace tiempo. La propia escuela
de Annales participó de ellos, al menos en sus comienzos. En el estudio
de los problemas de la historia reciente la dificultad fundamental no es,
sin embargo, esa llamada falta de perspectiva, no es la imposibilidad de
escribir sobre ello «desde el futuro». El obstáculo real es la falta que esa
posición acusa de recursos teóricos y técnicos para comprender qué es
el análisis de lo socio-temporal.
6 LA EXPLICACIÓN Y LA REPRESENTACIÓN DE LA HISTORIA
Para decirlo todo en una palabra, las causas, en historia
más que en cualquier otra disciplina, no se postulan jamás.
Se buscan...
MARC BLOCH, Apologie pour l'Histoire ou métier d'historien
Creo que es una mera rutina el entender la exposición de la
historia como sólo una narración. Muchos acontecimientos
de la investigación histórica no son adecuados en absoluto
para ser presentados en esta forma popular.
JOHANN GUSTAV DROYSEN, Historik...
Entre la explicación de la historia y su escritura es obvio que existe una
ligazón indisoluble en la práctica y que es, también, perfectamente inteligible. Pero son dos momentos lógicos distintos del proceso de historiar.
Toda explicación ha de darse a través de algún medio de expresión que,
a su vez, condiciona la naturaleza misma de tal explicación. Cada forma
de explicación requiere su propio «discurso», mientras que cada discurso tiene en su origen una forma de explicación. Explicar es el objetivo último de todo conocimiento y presentar esa explicación en un tipo concreto de discurso, en un medio de expresión -que puede consistir en cosas como una ecuación matemática, una proposición lógico-formal, o
cientos de páginas de argumentación- es el resultado culminante de un
proceso de conocimiento. Ahora bien, tanto en la cuestión de la explicación como en la del discurso en la historiografía, nos encontramos, por
enésima vez, ante objetos sobre cuyo significado admitido dista de haber acuerdo.
La capacidad de dar una explicación adecuada de la realidad explorada
por la historiografía, la existencia de una explicación histórica, una explicación en sentido propiamente autónomo, exclusivo de la disciplina, o
bien una menos específica en el contexto más amplio de las explicaciones posibles de las realidades sociales, ha dado origen a respuestas
bastante diversas. Probablemente no hay otra cuestión más discutida en
el campo de la filosofía de la historia, y de forma muy especial en la corriente de la filosofía analítica de la historia, o entre las teorías historiográficas de diversa procedencia -marxismo, hermenéutica, Social History, etc.- que la de la naturaleza de la explicación histórica.
La primera cosa discutida ha sido, sin duda, la de si la historiografía
puede dar verdaderas «explicaciones» o debe conformarse con un rango menor de cumplimiento de su objeto. Si existe alguna posibilidad de
que la historia pueda ser explicada mediante «leyes», o bien si, como se
piensa de la ciencia social en su conjunto, lo que conviene a la historiografía no es la explicación de la parcela de la realidad social que examina sino su «comprensión», según sostiene la posición hermenéutica.
Las respuestas implican siempre el asunto de la cientificidad de la práctica historiográfica.
En consecuencia, la explicación de la historia desemboca en una cuestión distinta y no menos importante, la del discurso histórico. ¿Cómo
presenta el historiador el resultado de su investigación?, o sea, ¿cómo
se registra la historia de forma que podamos decir que tenemos una «representación», una «escritura» de ella, en la que hemos reconstruido el
devenir temporal de una determinada actividad humana? Lo que tradicionalmente se ha llamado la «escritura de la historia» es lo que abordamos aquí bajo el rótulo de discurso histórico. Está claro que la manera
en que se «escriba» la historia no es una mera cuestión de estilo sino
una opción teórica y metodológica decisiva.
1. LA NATURALEZA DE LA EXPLICACIÓN HISTÓRICA
En el lenguaje corriente, explicar algo es dar cuenta de por qué es tal
como es aquello que es objeto de explicación. Por qué lo que sucede ha
sucedido y lo que existe tiene existencia en la forma en que la tiene. Recurriendo al diccionario podemos decir que explicar es «dar a conocer la
causa o motivo de alguna cosa». En definitiva, explicar es en el lenguaje
común responder a la pregunta «por qué» acerca de las cosas que hay
o ha habido, de las cosas que suceden. El conocimiento que tenemos
de algo no puede considerarse completo hasta que no tenemos res-
puesta a esa pregunta sobre el porqué de su existencia y su comportamiento. Sin ninguna duda, los porqués son preguntas básicas de la
mente humana de las que muchas veces parte todo el proceso del conocimiento. La respuesta de un por qué no siempre, sin embargo, puede
empezar en un porque... Esta es la base común de nuestra necesidad
de disponer de diversos tipos de explicación. No podemos dar cuenta de
todas las cosas con el mismo nivel de exhaustividad.
En el lenguaje filosófico, de la teoría del conocimiento, y también en el
lenguaje de la ciencia, lo que llamamos explicación no se presenta desconectado, desde luego, de la significación de ello mismo en el lenguaje
ordinario, pero sí de forma algo más compleja. Es indudable que la discusión a la que en términos de filosofía o de ciencia puede llevarnos la
naturaleza de la explicación histórica dependerá, en primer lugar, del alcance exacto que se dé al concepto de explicación. Si a esa expresión
se le concede el valor propio y riguroso que adquiere como actividad final del trabajo científico, entonces la posibilidad o capacidad de explicación de los fenómenos histórico-sociales es una cuestión francamente
problemática, y, en todo caso, un obstáculo de especial relevancia para
la fundamentación de una ciencia de lo social1.
La naturaleza y los problemas de la explicación histórica
En un conocido libro, el filósofo Adam Schaff mostró cómo la explicación
de los grandes hechos históricos suele aparecer como una especie de
muestrario o maraña de interpretaciones dispares sobre cosas que, sin
embargo, dado que tienen o han tenido una existencia real, habrían de
haberse mostrado con una inequívoca entidad2. El problema es que un
suceso histórico único, irrepetible, debería responder como hecho acontecido a un por qué igualmente único. Para mostrar lo que él entiende
como una absoluta disparidad en el juicio histórico, Schaff efectúa un
análisis pormenorizado de las diversas explicaciones (interpretaciones)
1
J. Habermas ha tratado con especial lucidez este problema en su ya citado «Informe
bibliográfico», en la parte que se refiere al dualismo de las ciencias de la naturaleza y
ciencias del espíritu. Cf. La lógica, pp. 81 y ss.
2
A. Schaff, Historia y Verdad, Grijalbo, México, 1974, Introducción.
que se han dado de un suceso central en la historia contemporánea como es justamente la Revolución francesa de 1789. La Revolución francesa ha sido «interpretada» de múltiples maneras diferentes, lo que
quiere decir que se ha explicado como fenómeno obediente a muy diversas causas. Del recorrido que Schaff hace por las «explicaciones» de la
Revolución francesa que la historiografía ha producido, puede inferirse
en una primera lectura que no existe explicación histórica con el sentido
que tiene una explicación científica. Lo que existen son interpretaciones
diversas y aun contradictorias de ciertos conjuntos de hechos del pasado.
Tanto las verdades como las aporías que subyacen en esta visión de
Schaff constituyen el tipo de cuestiones con las que hemos de enfrentarnos en este capítulo de la teoría historiográfica. En principio, las fuentes
de información sobre un determinado evento son finitas y podría darse
el caso de que su consulta hubiese sido exhaustiva después de culminar
una investigación correctamente realizada. Cabría pensar que los «hechos» son asimismo finitos, si bien sabemos cuál es la falacia epistemológica que se esconde tras la palabra hecho. Si los «acontecimientos»
que determinan una situación histórica son de cantidad finita, ¿por qué
existe tal disparidad en la adjudicación de un sentido a ciertos procesos
conformados por ellos? ¿Por qué, en concreto, determinadas situaciones históricas, si no todas, son supuestamente explicadas de manera
tan diversa por los historiadores? Para poder hacerse pleno cargo de
este problema es preciso decir algo más sobre el significado mismo de
la explicación.
No existe práctica científica si no hay «explicaciones» en el sentido epistemológico preciso de esa expresión. Pero no hay tampoco un tipo único
de ellas. La filosofía clásica griega se ocupó ampliamente de la función y
el problema de la explicación en el conocimiento. Para Aristóteles, existían varios tipos y, por consiguiente, varios «modelos», de explicación
entre los que destacarían la «genética», la «finalista» y, en definitiva, la
más completa y difícil de todas, la explicación «causal». El desarrollo de
la ciencia natural y social ha ido haciendo aparecer modelos de explicaciones
como
las
«nomotético-deductivas»,
«funcionales»,
«teleológicas», «genéticas», «intencionales», y otras más.
Por explicar la historia se han entendido cosas bien diversas, desde la
primitiva descripción etnográfica, pasando después por la cronística, alcanzando a la construcción positivista de una ciencia histórica y llegando, por fin, a la historiografía de la segunda mitad de nuestro siglo. Las
propias posiciones de la hermenéutica, desde su aparición en el siglo
XIX, se han escindido también en opciones no enteramente coincidentes. La hermenéutica aplicada al análisis de la historia aparece primeramente en la obra de Dilthey. Max Weber ocupa un lugar inconfundible
en ese campo con su propuesta de construcción como artificio explicativo para los fenómenos histórico-sociales de un Idealtypus de un fenómeno o proceso.
La explicación historiográfica es también, una vez más, un asunto que
ha de ser necesariamente dilucidado en el marco general de la práctica
científico-social. La ausencia generalizada de esa referencia explícita a
lo que ocurre en otras ciencias sociales, como contexto en el que ha de
abordarse este aspecto de la historiografía, es, probablemente, lo más
chocante de los esfuerzos desarrollados en el tema por la tradición de la
filosofía analítica de la historia, por los Walsh, Dray, Gardiner, Morton
White, Danto, etc. Por lo demás, la «naturaleza de la explicación histórica», para utilizar el título de un libro importante de P. Gardiner, no puede
ser confundida, como ocurre con frecuencia -lo veremos después más
de cerca-, con la de la explicación de la acción social, aunque tampoco
puede ser abordada enteramente fuera del marco de esa acción misma.
Pero el hecho es que la contribución real de estas filosofías a la práctica
historiográfica ha sido mínima. En el propio campo filosófico se ha dicho
que «a pesar de las apariencias, las contribuciones de la filosofía a la reflexión sobre la práctica de los historiadores y, en particular, a la producción del conocimiento histórico, no representan un gran aporte, en tanto
que, más que elucidar dicha práctica, han intentado encuadrar las principales tesis metodológicas en sus propios esquemas filosóficos»3.
La verdad es, sin embargo, que el crucial problema de la explicación histórica ha interesado mucho más a la filosofía que a la teoría historiográfica y ello es un detalle más que habla inequívocamente de la debilidad
3
C. Yturbe, «El conocimiento histórico», en R. Mate, ed., Filosofía de la Historia, Trotta y
CSIC, Madrid, 1993, p. 217.
teórica de la historiografía. Pocos grandes maestros de nuestro tiempo,
entre los que serían citables Pierre Vilar, Edward P. Thompson, Michel
de Certeau o P. Wehler, y algunos otros, se han sentido atraídos por el
tema de forma directa. Y, lo que es más grave, el hecho es que desde
antiguo los historiadores han creído, como dijimos, que este era un tema
de filósofos.
La explicación «bajo leyes» de la historia
Fue Carl G. Hempel el que en un ensayo, «The Function of General
Laws in History», de l9424, abrió una amplia discusión acerca de la manera en que puede ser explicada la historia en el mismo sentido en que
explica la ciencia de la naturaleza a partir de la existencia de leyes generales. Hempel intentó una caracterización de la explicación histórica
asimilándola al modelo de explicación nomotético (o hipotético)-deductivo que aplican las ciencias naturales. El modelo formulado por Hempel
fue llamado por uno de sus contradictores, W. Dray, «modelo de las leyes de cobertura», covering laws model5, nombre aceptado por el propio
Hempel pero que Dray calificaría después de «inelegante», con el que
ha pasado a conocerse en todos los debates que ha suscitado. Aunque
ninguna descripción de la posición de Hempel puede sustituir la lectura
directa de sus propios textos6, no hay otro remedio que intentar dar aquí
una breve idea del modelo hempeliano.
La asunción implícita de que la explicación de la historia es la explicación de «eventos» o «sucesos» es una de las peculiaridades esenciales
a destacar de este modelo de explicación hempeliano7. El modelo, en
efecto, parte de la afirmación de que la explicación de un evento históri4
C. G. Hempel, «The Function of General Laws in History», The Journal of Philosophy, 39
(1942), pp. 35-48. Este artículo ha sido reeditado varias veces con algunas
modificaciones y Hempel ha escrito nuevos textos sobre el mismo asunto en diversas
ocasiones hasta los años sesenta. Nos referiremos a ellos a lo largo de la exposición.
5
W. Dray, Laws and Explanations in History, Clarendon Press, Oxford, 1957 Creed. en
1964, 1966, 1970), cap. 1: «The covering laws model». Se le ha llamado también
modelo de las leyes de subsunción o de las leyes inclusivas, para lo que no parece que
haya mayor razón.
6
El texto primitivo de Hempel puede verse traducido en C. G. Hempel, La explicación
científica, Paidós, Buenos Aires, 1979.
co ha de hacerse al amparo de una «ley general» que incluye la ocurrencia de ese evento bajo sus predicciones. El esquema explicativo de
Hempel suele ser representado de esta manera:
CUADRO 4
Modelo de explicación nomológico-deductiva
Según el modelo, un suceso E, que constituye el explanandum - lo que
tiene que -ser explicado- (pongamos por caso una batalla, una conspiración) se produce en unas determinadas condiciones iniciales, C1...Cn,
que el proyecto de explicación ha de tener en cuenta (condiciones tales
como tensión política, abundancia de dinero, excelente tecnología, etc.).
Que en tales condiciones se produzca el suceso sólo puede ser explicado por el hecho de que al producirse «se cumplen» allí unas determinadas leyes conocidas. Pero un ejemplo de alguna de estas grandes leyes
generales que explicaran acciones históricas nunca fue claramente expuesto. Se establece que existe una «causa» del suceso que está contenida en lo que dicen tales leyes y que funciona si las condiciones iniciales son las adecuadas. Se les llamó leyes «de cobertura» porque cubren un determinado dominio de la realidad y bajo su campo de acción o
«paraguas» es posible explicar el suceso como caso concreto de cumplimiento de lo que las leyes predicen que ocurrirá. El conjunto de las
condiciones iniciales y de las leyes generales es denominado explanans
-lo que explica, o aquello en función de lo cual se puede explicar.
7
En realidad, parece ser el propio Popper el primero que describió ese modelo de
explicación causal bajo leyes universales en su Lógica, cap. 3, sec. 12.
Este modelo que Hempel llamó de explicación nomológica, propone una
deducción a partir de leyes generales. El problema central que presenta
la propuesta hempeliana, aunque no el único, es el de la existencia de
esas leyes aplicables a la explicación de sucesos históricos, o sea de
acontecimientos o cambios que son de una extraordinaria heterogeneidad. ¿Qué leyes serían esas capaces de explicar cualquier tipo de sucesos? De ahí que se haya argumentado, para empezar, que tales leyes
no pueden ser otras que «leyes sociales generales» que la historiografía, además, no puede formular, sino sólo «consumir». Tras la primera
versión de su tesis, Hempel volvió sobre ella en dos ocasiones. Una para responder a sus críticos8, especialmente a W. Dray, y otra después
para perfilar su propuesta y, en cierto modo, suavizarla9.
Ninguna crítica del modelo hempeliano ha sido tan aguda, a nuestro modo de ver, como la hecha por M. Mandelbaum. Usando el propio ejemplo
manejado por Hempel, el de la rotura del radiador de un coche a causa
de la congelación del agua en su interior, Mandelbaum argumenta que
las «leyes de cobertura» aducidas por Hempel para explicar tal hecho
-la congelación de un líquido, el aumento de volumen del agua en estado sólido, etc.- no dan cuenta de él. Serían precisas leyes de la «rotura
de los radiadores de los coches». De la misma forma, los fenómenos sociales necesitarían leyes específicas para explicar cada uno de ellos10.
La discusión de la tesis hempeliana puede emprenderse también desde
supuestos que se encuentran mucho más cerca y más ligados a la propia concepción de la historiografía como análisis de lo socio-temporal.
La propuesta hempeliana no podría considerarse en su plenitud como
modelo de explicación histórica. El evento es la alteración de una realidad dada, preexistente, que sólo es explicable en el contexto de «toda»
la complejidad de cada historia -no basta con las condiciones iniciales-,
pero no es por sí mismo la historia. El atomismo de toda la concepción
8
C. G. Hempel, Explanation in Science and History, de 1962, que puede consultarse
también en español en C. Yturbe, ed., Teoría de la historia, Terra Nova, México, 1971,
pp. 31-64.
9
C. G. Hempel, «Reasons and Covering Laws in Historical Explanation», en P. Gardiner,
ed., The Philosophy of History, Oxford University Press, 1974, pp. 90-105.
10
M. Mandelbaum, «The Problem of "Covering Laws"», en P. Gardiner, ed., The Philosophy, p. 31.
neopositivista se aviene mal con la naturaleza de los fenómenos sociales. Si el evento social es asimilado al evento físico, para explicarlo es
preciso asimilar el comportamiento social e histórico al de la naturaleza
inanimada con todas sus consecuencias.
Las propuestas de explicación intencional
En buena parte, el desarrollo de las propuestas de explicación intencional estuvo condicionado por la oposición que provocó el modelo de explicación nomológica de Hempel. Las explicaciones de tipo intencional o
de tipo motivacional puede decirse que, en términos generales, aunque
hay grandes matices, fueron las elaboradas por diversos representantes
de la filosofía analítica de la historia. En efecto, toda la producción de la
filosofía analítica de la historia, que es prácticamente una corriente anglosajona, partió de la respuesta al modelo hempeliano.
Las diversas propuestas efectuadas sobre el modelo de la explicación
intencional se basan en el propósito de explicar el movimiento histórico
como transcripción inmediata de la acción humana y social, acción entendida arquetípicamente como explicable desde el individuo. La «acción histórica» es, pues, la «acción social», asimilación incorrecta que
es, a nuestro juicio, la principal inadecuación de todo intento de explicación del cambio histórico basado en las motivaciones intencionales. La
acción social quedaría explicada desde la «intención» o la motivación
racional que el actor tiene para actuar. Podría encontrarse así una causalidad singular, o una causalidad indirecta para las acciones humanas.
La consideración algo más detallada de las explicaciones intencionales
puede empezar por una formulación primera de la filosofía del conocimiento histórico como la hecha por W. H. Walsh. En la inmediata posguerra, Walsh es el primer filósofo que se ocupa del problema del conocimiento de la historia e indica en su obra su objetivo de explicar lo que
hace el historiador. Waish inaugura de hecho la filosofía analítica de la
historia. Y él es el primer ejemplo del intento de explicación de los cambios históricos desde las acciones intencionales de los individuos11.
11
W. H. Walsh, op. cit., pp. 103 y ss.
Walsh se adherirá a la idea de R. G. Collingwood de comparar al historiador con el detective12, y nos pone un ejemplo de cómo funcionaría esto. Probar la autoría de un crimen encierra en sí mismo todo el universo
significativo que el detective busca. El trabajo del historiador es semejante a éste. Sólo con una extraña frivolidad puede decirse que la investigación del historiador persigue el mismo fin o se contenta con el mismo
universo. ¿Cómo puede asimilarse el descubrimiento del autor de un crimen con la «causa» de una acción? Pero el hecho es que este ejemplo
no. piensa en causas sino en «móviles». El historiador buscaría, pues,
móviles, como el detective.
El más conocido proponente de una explicación intencional de la acción
histórica es, sin duda, William Dray, el autor de Laws and Explanations
in History, aparecido originalmente en 1957. El escrito fundamental de
Dray se dirige tanto contra Hempel como contra Gardiner, pero su objetivo central es discutir el modelo de las leyes de cobertura. Como muchas
otras obras de los analíticos, la de Dray es una reacción contra el intento
del neopositivismo desde Hempel de asimilar la explicación de la historia
a la de la ciencia natural. Para Dray, el problema fundamental es el de la
explicación de las acciones de los agentes históricos individuales.
Dray sostiene que en el problema de la explicación el historiador se enfrenta con el hecho de que no conoce la razón por la cual el agente hace
lo que hace13. En consecuencia, se ha de buscar aquello que el agente
cree que es la situación en que se encuentra al actuar y lo que cree que
debería hacer en una situación de opciones abiertas y lo que esperaba
conseguir con ello, sus propósitos, objetivos y motivos. En definitiva, se
trata de una variante del modelo de explicación de la «acción racional»,
donde lo que se trata de encontrar son las razones del agente. De ahí
que al modelo de explicación de Dray se le hay llamado, como hace Ricoeur, explicación «por razones».
12
Lo que, al tiempo, nos permite llamar la atención sobre el éxito que esta trivialidad
presentada como filosofía del conocimiento histórico ha tenido entre ciertas corrientes
de didáctica de la historia en Gran Bretaña, de donde la han tomado determinados
medios de la reforma educativa en España.
13
W. Dray, op. cit., p. 68.
El propio Hempel, juzgando después la posición de Dray, señalaría que
esto no llegaba a ser una verdadera explicación «por la situación» del
actor14, por lo que resulta menos explicativa que la propuesta de Popper
de la «Iógica de la situación» como determinante para la acción individual. Dray reconocerá, de todas formas, que las acciones individuales
no eran el único tema de la explicación histórica porque, como había dicho Maurice Mandelbaum en 193815, las acciones individuales sólo entran en la historia si tienen una significación social. Aunque en el fondo
tal afirmación es harto poco satisfactoria, añade algo a la posición más
estricta de Dray cuando piensa que basta con las explicaciones de las
acciones individuales.
Arthur Danto elaboró una tesis más compleja al introducir la idea de que
la historia se expone en «oraciones narrativas» que excluyen por su naturaleza misma la explicación causal16. Danto echa mano de su artificio
del «narrador uiniversal» que sólo podría exponer lo histórico cuando se
sabe cuál es el efecto de una acción. No conocemos en la historia manera alguna de hablar de «causas» de algo, de manera previa a la producción de su efecto.
Las posiciones «idealistas» representadas primero por Benedetto Croce
y continuadas por R. G. Collingwood participan de alguna manera de las
características de la explicación intencional pero tienen peculiaridades
distintivas. La explicación intencional y la idealista no son, en efecto, la
misma cosa, aunque estén relacionadas. La más conocida de las posiciones comunes a Croce y Collingwood es la que establece que toda
historia es «historia contemporánea» de quien la escribe, porque la reconstrucción del proceso histórico se hace en la mente del historiador.
El historiador ejecuta una «reactualización» - reenactment- del pasado
histórico en su mente y este es el discurso histórico que se nos transmite, un discurso ideal.
14
15
C. G. Hempel, en P. Gardiner, ed., The Philosophy, p. 55.
M. Mandelbaum, The Anatonry of Historical Knowledge, The Johns Hopkins University
Press, Baltimore, 1977 (ed. original de 1938).
16
A. Danto, Historia y narración, pp. 69 y ss. Como sabemos esta publicación contiene
parte de la obra fundamental del autor, Analitical Philosophy of History.
Pero en el problema de la explicación de lo histórico la posición de ambos autores es igualmente idealista, especialmente en el caso de Collingwood. La raíz de toda la filosofía del conocimiento de la historia expuesta por Collingwood se encuentra en su afirmación de que ese conocimiento es una forma sui generis de conocer. Una forma autónoma de
conocimiento con respecto al de las ciencias de la naturaleza. Pero Collingwood no lo relaciona tampoco, de la misma manera que toda la filosofía anglosajona de la historia, con el conocimiento de lo social. Tampoco acierta a decir exactamente qué es en suma el conocimiento de la
historia17.
Otra idea fundamental de Collingwood es la de que el devenir histórico
puede explicarse si se explica el pensamiento que hay detrás de las acciones humanas, lo que es una forma también de aludir a la intencionalidad. Para el historiador, en consecuencia, el objeto a descubrir «no es el
mero acontecimiento sino el pensamiento que expresa». Todo acontecimiento histórico se comprende al descubrir el pensamiento humano que
lo inspira. La historia, en cuanto cosa propia de la naturaleza humana,
se basa en el pensamiento18. Para un estudioso de Collingwood, Louis
O. Mink, esta idea, que figura entre las más discutidas del filósofo, tiene
que ser puesta en relación con el contenido amplio que Collingwood da
a «pensamiento» en el que se incluirían acción y emoción.
La peculiar visión de G H. von Wright
Una posición especial y de muy grande interés en el problema general
de la explicación en las ciencias sociales y en particular en el de la explicación histórica es la elaborada por G. H. von Wright en un libro importante como fue Explanation and Understanding. Aunque algunos autores
han colocado las argumentaciones de G. H. von Wright entre las de tipo
intencional19, su posición presenta matices más especiales, aun sin dejar
de ser en el fondo una propuesta de explicación de la acción racional.
Tal vez el tipo de explicación propuesto por Wright se halla más cerca
17
L. O. Mink, Mind, History, and Dialectic. The Philosophy of R. G. Collingwood, Bloomington, Indiana University Press, 1969, p. 157.
18
R. G. Collingwood, Idea de la historia, FCE, México, 1965, pp. 209 y ss.
19
C. Yturbe, «El conocimiento histórico», p. 131.
de la explicación «teleológica», en lenguaje empleado por él mismo, que
de ninguna otra. A Wright se deben algunos de los análisis más clarificadores sobre el contraste en las ciencias sociales entre la pretensión de
«explicar» y la de «comprender».
Para Wright, el modelo de la explicación bajo leyes de cobertura -«leyes
de subsunción», dice él- es más amplio, según lo estableció Hempel originariamente, que el modelo concreto de «explicación causal», de forma
que éste sería un caso de aquél. Dado que el modelo de las leyes de
cobertura tiene tal amplitud, Wright se plantea si las explicaciones de tipo teleológico, es decir, finalistas, caen también bajo su dominio. De ser
así, ello colocaría, sin duda, la explicación en las ciencias sociales bajo
una luz bien distinta20. Señalará Wright que un año después de que
Hempel expusiera la primera versión de su modelo apareció el trabajo
de Rosenblueth, Wiener y Bigelow sobre el «feedback negativo», la retroacción negativa. Los «propósitos» de una acción que se origina en un
contexto sistémico pueden enmascarar una actuación bajo leyes causales. Esto es lo que puede deducirse del funcionamiento de los sistemas
«homeostáticos», con mecanismos de regulación, propios de los seres
vivos. De forma que acciones teleológicas, destinadas a fines muy precisos, pueden obedecer a ciertas leyes de cobertura si se producen dentro de un sistema. Las explicaciones teleológicas o finalistas tendrían así
un cierto contenido «causal», pero no está claro si este tipo de realidad
sistémica podría ser explicado bajo un modelo nomológico-deductivo.
La acción histórica, piensa Von Wright, podría ser explicada mediante
modelos de tipo teleológico o finalista, o, como dirá después, cuasicausal. A veces, dirá, se tiene en cuenta la «multicausalidad» cuando lo que
se hace es señalar unos acontecimientos previos y unas «causas contribuyentes». La relación entre acontecimientos previos y efectos no la
materializan un elenco de leyes generales, sino un conjunto de enunciados singulares que constituyen las premisas de «inferencias
prácticas»21. Las premisas prácticas del sujeto dan un trasfondo motivacional a la explicación. Entre explanans y explanandum hay varias con-
clusiones mediadoras. Podríamos llamar a esto legítimamente, según
Von Wright, explicación cuasi- causal. Así, un intento de explicar por esta vía el incidente de Sarajevo en 1914 y la Gran Guerra subsiguiente
podría ser clarificador.
¿Existe en las ciencias sociales o en la historiografía algo parecido a
una explicación de tipo «cuasi-teleológica», cosa que es más propia del
ámbito biológico? O ¿pueden los hombres actuar para cumplir un «destino» que no es definible en los términos de sus propios objetivos intencionales? Este tipo de cuestión se halla presente cuando se intenta explicar las acciones o los hechos históricos en función de objetivos ocultos, trascendentes, etc. Esta sería la clave de una explicación teleológica que intentara indagar si las acciones tratan de cumplir finalidades establecidas de las que el individuo no es consciente. Lo que Hegel denominaba «astucia de la razón» -y, en algún sentido, la «mano invisible»
de Adam Smith- pueden tener cierta conexión con esto. Von Wright
cree, en definitiva, en una explicación propia para la historiografía.
Anterior a la de Von Wright, otra de las más interesantes aportaciones al
problema de la explicación histórica, hecha también desde las posiciones de la filosofía analítica, fue la de Patrick Gardiner 22. En la estela
positivista, Gardiner no estimaba como válida, sin embargo, la idea de
las explicaciones bajo leyes de cobertura, como parece achacarle
Dray23, pero sí la de que toda explicación ha de hacerse en términos de
regularidades. Gardiner resulta ser un expositor particularmente brillante
de la teoría de la explicación causal que, sin embargo, acaba aceptando
que ésta no es posible aplicarla a la historia de una manera plena, aunque niega que la explicación de tipo intencional tenga viabilidad alguna.
Gardiner rechaza con insistencia la idea, que tiene un fuerte apoyo en
Collingwood y buena parte de la tradición historiográfica británica, de
que la historia y la explicación de la historia sean un asunto sui generis.
A la explicación de la historia le han de ser aplicadas las coordenadas
generales de la lógica de toda explicación; lo que ocurre es que tampo22
20
21
Von Wright trata de este asunto con cierta amplitud en op.cit., pp. 33 y ss.
lbidem, p. 167.
P. Gardiner, La naturaleza de la explicación histórica, UNAM, México, 1962. La edición
original inglesa apareció en 1952.
23
W. Dray, op. cit, pp. 13 y ss.
co se trata de una explicación científica. No pasa del nivel del sentido
común. El libro de Gardiner es de gran interés, pero no llega a plantear
tampoco una alternativa: clara a la explicación de sucesos. Es más bien
una crítica compacta de las posiciones de Collingwood y el idealismo
desde una posición analítica matizada.
Crítica general de las explicaciones intencionales
En su momento, fue ya el propio Popper el que sometió a una crítica rigurosa las posiciones idealistas y subjetivistas de R. G. Collingwood24.
También Raymond Aron se pronunció sobre los problemas de la explicación causal y la intencional en la historiografía25. Considerar que las acciones de los hombres quedan explicadas por sus intenciones al obrar
puede resultar plausible, aunque cabe dudar de ello, pero decir que las
situaciones históricas quedan igualmente explicadas si conocemos las
intenciones de los actores que aparecen en ellas no lo es en manera alguna. La cuestión de principio y de fondo es clara: una situación histórica no es un conjunto de acciones de individuos o colectivos, sino el resultado social objetivo de tales acciones. Como hemos expresado antes,
una situación histórica es un «estado social». La acción social movida
por intenciones, por fines, no es más que una parte, la primera, en la acción histórica.
Hay además dos buenas argumentaciones más para no identificar acción de los actores y situación histórica, porque existen además o pueden existir dos circunstancias precisas que impiden hacer idénticas ambas cosas. Una es la posibilidad de que no puedan alcanzarse los designios del actuante, otra la de que estos designios produzcan consecuencias imprevistas. Después volveremos sobre ello.
Todas las explicaciones que se basan en el individualismo metodológico
se enfrentan con el mismo problema: el paso lógico entre el mundo del
individuo y la situación social. Es incuestionable que todas las propuestas hechas sobre la explicación histórica desde las posiciones de la filo24
K. R. Popper, Conocimiento objetivo, en el apartado «Sobre la teoría de la mente
objetiva».
25
R. Aron, Leçons sur l'Histoire, Éditions de Fallois, París, 1989, pp. 155 y ss., y 221 y
ss.
sofía analítica, y desde otras basadas en las teorías de la acción social
o de la elección racional, no solamente son inaceptables por sus propios
condicionamientos lógicos y empíricos, que poco tienen que ver con lo
que la historiografía pretende mostrar en su grado actual de desarrollo,
sino que sencillamente no son modelos de explicación histórica. Esto,
en cierto modo, puede decirse también de las propuestas neopositivistas
de Hempel y Nagel y de las de Popper, aunque no por las mismas razones que en el caso de las explicaciones según el «modelo de explicación racional» como le ha llamado Dray.
Hacia un modelo integrado de explicación histórica
Ninguno de los modelos de explicación histórica que hemos examinado
parece satisfacer la idea esencial de que una explicación tal no puede
reducirse, por la naturaleza misma de la realidad socio-histórica, ni a la
previsión mediante leyes de la ocurrencia de eventos, de sucesos, ni a
la explicación de acciones o decisiones humanas. La explicación del
proceso social-histórico concierne a situaciones y procesos. Explicar la
historia no puede ser dar cuenta de las acciones de los individuos, ni
aun de las acciones de los sujetos colectivos. Explicar la historia es, intrínsecamente, argumentar por qué un estado social se transforma en
otro. Dentro de la transformación de los estados está la de los individuos, o la de las situaciones de los individuos.
De otra parte, ¿cuándo podríamos decir, pues, que una determinada
historia, o sea, un determinado comportamiento en el tiempo de una entidad o forma social definida, está verdadera y suficientemente explicado? Nunca puede asegurarse plenamente la suficiencia y exhaustividad
de la explicación de una realidad, pero sí podemos pretender que una
situación histórica sea inteligible como un todo, en el que, en cualquier
caso, hay que distinguir también a los sujetos. No hay sujetos sin sistema ni sistema sin sujetos. La opción parece, pues, clara: una explicación
histórica tiene que buscar siempre alguna forma de «contextualismo»,
de relación de los todos y las partes por su recíproca implicación.
Las sociedades históricas atraviesan estados que el investigador tiene
también que diferenciar a través de «espacios de inteligibilidad», a los
que nos hemos referido ya. El historiador tiene que establecer cómo
esos estados son modificados de forma global, o no lo son, a lo largo de
un lapso temporal y si no puede responder a la pregunta acerca de por
qué ocurren los procesos detectados, sí puede determinar cuáles son
los elementos básicos que intervienen, de forma que podrá reconstruir la
cadena de los cambios en las sociedades y podrá establecer también
ciertos sistemas-tipo, ciertos estados-tipo y ciertos acontecimientos-tipo.
Todo esto son observaciones que en modo alguno son nuevas en la historiografía. Cuestión distinta es su puesta en marcha en el hacer real de
la investigación. De esta forma se está en camino de poder establecer
un tipo de explicación sistémica que no presupone ni establece leyes,
pero que estudia lo complejo para explicar la complejidad misma, sin
simplificarla arbitrariamente.
del origen presumible de las intenciones humanas en la acción. Más que
esto, el verdadero objetivo de ella es, lo hemos dicho ya más de una
vez, el resultado de la acción, es decir, la consistencia, la estructura, del
nuevo estado social aparecido, que puede ser tan diferente del anterior
como lo determine la «cantidad de cambio». La explicación histórica, en
definitiva, se centra en la comparación entre dos estados, donde lo realmente discordante, y no lo coincidente, es la propia clave de ella.
Por ello, resumiendo, podríamos adelantar ya que en una explicación
histórica se implican:
1. La naturaleza de una estructura existente.
2. El origen de una acción social.
3. La naturaleza de una nueva estructura emergente.
Un modelo integrado de explicación de la historia
Elementos y premisas de la explicación historiográfica
En principio, toda explicación histórica parte de la existencia de un estado social para explicar otro posterior. La explicación histórica es más
amplia que el mero «dar razón» de un evento o de un componente de
una situación. Los cambios en el estado social proceden de una acción
humana, sin duda. Es decir, de movimientos sociales no recurrentes, no
rutinizados. Poder dar cuenta de por qué se producen movimientos no
recurrentes es, naturalmente, el punto neurálgico de la explicación histórica y lo, es también de la del cambio social. Pero, en alguna forma, la
aparición de movimientos/ruptura tiene que estar relacionada con los
movimientos/recurrencia. Es por ello por lo que es preciso establecer
que toda acción humana de cambio no puede explicarse sino en el contexto estricto de la estructura donde se produce. Porque allí está, presumiblemente, la «causa» de la aparición del movimiento de ruptura. No
basta con la intención del hombre; es preciso saber cómo se genera tal
intención y por ello no son suficientes las explicaciones individualistas.
El movimiento de ruptura es inteligible sólo a partir del movimiento recurrente, a partir de la aparición en éste del conflicto o la contradicción,
aunque esta apreciación necesite de algunos matices más.
En un segundo momento, hay que tener en cuenta que la explicación de
la historia no acaba con el análisis del estado de partida y la dilucidación
Como hemos dicho, ni la explicación nomotético- deductiva ni la explicación intencional pueden dar cuenta, a nuestro modo de ver, del movimiento histórico. Por supuesto, la comprensión hermenéutica no es una
explicación. Es en todo caso una parte del proceso explicativo, pero por
sí misma no tiene valor concluyente26. Una explicación de lo histórico tiene que basarse esencialmente, a nuestro juicio, en una concepción sistémica y estructuracionista de la sociedad y de la acción social. Por tanto, no andaría muy fuera de contexto denominar dinámico- estructural o,
incluso, agencial- estructural a un tipo de proceso explicativo como el
que va a ser propuesto aquí.
Esta explicación estructural-dinámica o agencial-estructural, se basa, en
definitiva, en una evaluación de la realidad histórica que tiene tres. momentos o tres grandes etapas analíticas según el esquema que hemos
expuesto:
1. Las estructuras existentes. Una precondición básica para la explicación reside en el carácter de las estructuras existentes cuando se inicia
26
En este sentido, me parece claramente acertada la posición de Von Wrigth, op. cit.,
cap. 1.
un proceso de cambio histórico. Las estructuras del sistema en el que se
inicia el proceso constituyen el único marco de referencia posible para el
entendimiento de una acción, de un acontecimiento. Toda acción tiene
un entorno que hace posible su realización; ese entorno no es indiferente, está estructurado, tiene unas relaciones establecidas y definibles y
una lógica de funcionamiento y regulación. La ocurrencia de un acontecimiento tiene una posibilidad cuyos límites están ligados a la naturaleza
del sistema donde aquél ocurre. Por otra parte, la consideración «sistémica» de unas determinadas estructuras nos permite predecir que cualquier acción que se ejerza en un punto del sistema tendrá efectos sobre
el conjunto. Ninguna variable es definible sino en su relación con las demás dentro del sistema.
2. La acción con sujeto. En segundo lugar, todo proceso histórico es
puesto en marcha indudablemente por la acción de un sujeto o por una
acción con sujeto. Un cambio se explica por la acción concreta de un sujeto (individual o colectivo) histórico. En este sentido puede decirse que
quienes actúan son los «individuos». Es un acto concreto, no la acción
de fuerzas inmanentes o potencias supuestas, lo que desencadena el
movimiento social, el proceso histórico. Pero sucede también que la virtualidad social de las acciones de los individuos no siempre, ni fundamentalmente, se manifiesta y transmite como tales decisiones individuales. Las acciones individuales y las acciones sociales no obedecen a la
misma lógica27. Puede hablarse de un «sujeto colectivo» como autor de
una acción.
La génesis de toda acción histórica, o sea el motor de la acción, las causas que ponen en marcha un evento es lo que constituye, desde luego,
el punto neurálgico de toda explicación socio-histórica. En ello no podemos contentarnos con «postulados», como dijera Marc Bloch, del tipo
«contradicciones internas», «proceso adaptativo», «reproducción
social», etc. El origen de la acción histórica es preciso buscarlo en cada
caso. Las causas en historia se buscan... Pero no están fuera del propio
27
Como es sabido, a este tipo de problemas lógicos de la acción colectiva dedicó un
trabajo que se ha convertido en clásico M. Olson, The Logic of Collective Actions,
Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1965.
contorno del sistema. Las causas de la acción social sólo pueden encontrarse en el complejo relacional de una situación histórica que consideramos el punto de partida: las causas sólo pueden encontrarse en un
espacio objetivo. Y el análisis de una causa, se ha dicho, empieza siempre por su efecto.
3. La dialéctica resultante acción- estructura. El proceso de acción histórica está sujeto en sus resultados a una «lógica de la situación». El resultado es el producto de la interacción acción- estructuras. La resultante
de un proceso histórico no se explica en función de su génesis (el mito
de los orígenes, según Mare Bloch igualmente), ni por su naturaleza funcional (una acción que cumple fines «funcionales» para el sistema). El
proceso histórico tiene un resultado correlativo a la naturaleza de su origen y a las posibilidades objetivas, es decir, externas a los actores, de
cumplimiento de unos fines. Es el resultado de la dialéctica entre la acción y lo que las estructuras toleran al desarrollo de esa acción. Un cambio histórico se consuma en el grado en que lo permite una situación objetiva, en el grado en que las condiciones preexistentes permiten que se
materialicen las intenciones de un actor.
La consumación de un cambio histórico, en suma, está correlacionada
con las dos posibilidades limitativas que se abren cuando se inicia una
acción humana. Tales posibilidades están condicionadas por la lógica
de la situación en que una acción se produce. La primera correlación es
la que se establece entre la intención explícita del actor y la parte de ella
que se realiza. Se realizará en mayor o menor grado. Otra es la correlación entre la intención y aquellos efectos producidos que no estaban
previstos en la intención. Nos referimos aquí al fundamental problema
de los efectos no previstos (y no deseados) de las acciones humanas28.
No puede «explicarse» una acción histórica si no se tiene una idea suficiente de la situación en la que los actos se producen, de la lógica de los
resortes de la acción y de la posibilidad de su éxito.
28
Se ha llegado a decir que las ciencias sociales no tienen otro objetivo que el de
explicar los efectos no previstos de las acciones humanas. Cf. R. Boudon, Effets pervers
et ordre social, PUF, París, 19892, Introducción.
La lógica probabilística de la explicación histórica integrada
La explicación de un proceso histórico -y esto puede tenerse por un bosquejo de definición- no es otra cosa que la demostración del grado de
correlación existente entre las estructuras de una determinada situación
social y la conciencia que tienen de ellas los sujetos que las integran para obrar en consecuencia. Es decir, siempre que se produce un cambio
histórico éste obedece a un «problema de estructura» pero ese problema sólo se hace eficiente en los sujetos del cambio. En consecuencia,
una explicación histórica suficiente no sería nunca aquella a la que faltara alguno de los elementos del inventario exhaustivo de los componentes del cambio. A la que le faltara un análisis de las estructuras previas,
un análisis de la acción de cambio, una explicitación de la lógica de la situación en que se produce aquélla y, en fin, un análisis del estado resultante de la acción culminada. La historiografía sólo puede explicar la historia adecuadamente por una referencia a la totalidad de un proceso
con antecedentes y consecuentes dentro de un adecuado espacio de inteligibilidad29.
La explicación histórica, en suma, tiene un carácter esencialmente probabilístico, tiene que estar orientada tanto o más que por la pretensión
de dar cuenta del porqué de los procesos actualizados, materializados,
del «porqué no» de la materialización de las alternativas potenciales
presentes en una situación histórica. ¿Por qué reina Isabel II y fracasa la
aspiración de Carlos María Isidro? ¿Por qué se desencadena una guerra civil en 1936 y no se impone el programa reformista del Frente Popular? Dar cuenta de la probabilidad de que la alternativa materializada lo
fuese es la verdadera explicación de lo histórico. Enfocar así la explicación es la única manera de hacer posible la falsación de una hipótesis.
Este es también el sentido profundo de la comparación en el análisis
histórico. No sólo existe la comparación en espacios y tiempos distintos
de cosas que han sido, sino también la comparación entre las condiciones necesarias y suficientes que han hecho posible la materialización de
un proceso y aquellas que han impedido la materialización de otros, o
que son favorables para un proceso concreto y desfavorables para otro.
29
Recuérdese el análisis que hemos hecho de ese concepto de «espacio de
inteligibilidad» en el capítulo anterior.
Es claro que el tipo de explicación «probabilística» en modo alguno puede limitarse al conocimiento por el historiador de la mente, de las intenciones y de las motivaciones de un actor individual. Por dos razones.
Primera, porque los procesos históricos no pueden resumirse en definitiva en los actores, en los sujetos individuales. Un sujeto, una persona,
tiene su propia historia; esa historia no coincide nunca con a historia de
la sociedad como es natural; ni la suma de las historias individuales
constituye la historia global. No tiene sentido la idea de un sujeto individual de la «historia», de un personaje autor de la historia, pero sí lo tiene, naturalmente, la de «historia individual de un sujeto». Segunda, porque la explicación probabilística tampoco puede basarse en el conocimiento de las intenciones y motivaciones del actor, porque ello no es suficiente en modo alguno para explicar la materialización en resultados
histórico-sociales de una acción. El resultado es la conjunción dialéctica
de la acción y de las estructuras, como hemos señalado ya varias veces.
2. LA REPRESENTACIÓN DEL CONOCIMIENTO HISTÓRICO
Entre las páginas de los preceptistas metodológicos clásicos de la historiografía pocas habrá más luminosas que aquella de Johann Gustav
Droysen en su Historik, de mediados del siglo XIX, cuando al comenzar
a hablar de la Tópica, la forma de transmitir los conocimientos históricos,
lamenta toda tina tradición de complacencia y banalidad que se ha impuesto en las formas de esa transmisión. Nada ha sido más fatal para
nuestra ciencia, dirá, que la costumbre de ver en ella una parte de las
bellas letras y la consideración de que la pauta de su valor se mide por
el aplauso del llamado público culto. Y es que las siempre reiteradas frases sobre la objetividad de la presentación, el dejar hablar a los hechos
por ellos mismos, la búsqueda de la mayor claridad «nos han llevado tan
lejos que el público ya no queda satisfecho si no lee un libro de historia
como si fuera una novela». La sola narración es mera rutina, añade
Droysen, y la simplificación de los resultados que la ciencia consigue en
manera alguna puede ser un objetivo de su transmisión. Como dijo un
sabio alejandrino al rey Tolomeo, «no hay un camino real para la cien-
cia». Tampoco hay para ella un camino «popular», para cada cual del
pueblo, o, lo que es lo mismo, un camino demagógico. Cada ciencia es,
por su propia naturaleza, esotérica, dice Droysen, y tiene que seguir
siéndolo; la mejor parte de todo conocimiento científico es el trabajo de
conocer.
Y así termina esta memorable página que parece como si hubiese sido
escrita ayer por la tarde glosando las dudosas posiciones de no pocos
historiadores de hoy.
Por tanto, y para hacer honor a los problemas que Droysen señalaba,
¿en qué forma ha de exponer el historiador su investigación? ¿Cuál es
el discurso idóneo de la historia? Es evidente que todo conocimiento
acerca de algún tipo particular de realidad ha de ser transmitido y expuesto en un lenguaje dotado de una condición ineludible: la posibilidad
de ser descifrado con una razonable sencillez. De unos años a esta parte, el problema central de la exposición de la historia se ha planteado en
torno, a la pregunta de si el discurso del historiador puede de verdad representar el pasado. La respuesta a esta pregunta es decisiva: ¿podemos conocer el pasado y representarlo de alguna manera en nuestro
entendimiento o bien lo que llamamos la «historia escrita» es un discurso arbitrario que tiene su propio significado autónomo sin referencia alguna externa?30 O, dicho de otra forma, ¿el discurso historiográfico
transmite realmente la historia?
En la segunda mitad del siglo XX el problema se ha centrado en especial en si la narrativa es la forma idónea de representación de lo histórico o si es posible una escritura de la historia que no sea narrativa. Si la
narrativa es una forma subordinada y antigua de representación, como
ha creído la posición antinarrativista, o, si por el contrario, es la única
forma plausible de hacerlo, posible de emplear. De todo ello hemos de
tratar en este apartado final del capítulo.
Lenguaje y representación histórica
30
Véase W. Kansteiner, «Hyden White's critique of the writing of History», History and
Theory, 32, 3 (1993), pp. 275 y ss.
¿Cuál es, pues, la naturaleza del discurso del historiador, el discurso en
el que éste expone lo que averigua sobre la historia y su explicación?
Digamos, primeramente, que, en este contexto, podemos llamar discurso a la expresión organizada, articulada en partes y jerarquizada, en forma bien oral, bien de texto escrito o en forma de número, por la que se
transmite una proposición sobre las cosas, una explicación o interpretación de ellas o, meramente, su descripción. Discurso es toda transmisión de pensamiento y toda representación por medio de un lenguaje de
alguna realidad externa a ese lenguaje mismo, que tenga carácter secuencial, y, en el caso de la ciencia o de las prácticas científicas, toda
expresión comunicadora de la búsqueda de cosas o realidades y de la
explicación sobre ellas.
Añadamos también que el problema del vehículo, en el que ha de exponerse y transmitirse cualquier conocimiento qué el hombre adquiere tiene un carácter bastante general, afecta a todos los campos del conocimiento. Como ya dijimos al principio de esta obra, puede entenderse
que la ciencia misma es un lenguaje que obedece a su propia codificación, que es elaborado para dar cuenta de forma comprobable de las características del mundo que nos rodea, para explicarlo. Pero el caso de
la ciencia se plantea como primer problema el de si resulta válido para
ella el uso de lenguajes verbales, del lenguaje natural, y el papel desempeñado allí por el del lenguaje numérico. Desde el siglo XVIII para acá,
cuando menos, el lenguaje de las ciencias ha tendido a ser cada vez
más formalizado, y el vehículo propio para ello ha sido la formalización
matemática.
Todas las ciencias de la naturaleza, incluidas las de los seres vivos, aspiran a expresar su proposiciones y teorías como ecuaciones matemáticas. Hoy difícilmente puede disociarse el lenguaje de la ciencia de la formulación matemática de las proposiciones y teorías. Lo que ocurre es
que el discurso científico no se caracteriza sólo por las peculiaridades
de la lengua misma, es decir, por la existencia de términos, de grupos
temáticos o de peculiaridades semánticas, sino por la necesidad de alcanzar nuevas formas de expresión a medida que la realidad explorada
es progresivamente conceptualizada. La explicación de fenómenos o
grupos de fenómenos requiere, a veces, expresiones lingüísticas nue-
vas, la introducción de términos inusuales, o usos nuevos de los antiguos, que alejan el lenguaje de la ciencia del ordinario. En todo caso, el
lenguaje de la ciencia necesita mayor precisión que este último, aunque
arranca de él.
Sin embargo, junto al lenguaje algorítmico, el lenguaje verbal sigue teniendo un papel de importancia básica. Bastantes ciencias siguen exponiendo su «producto», su conocimiento elaborado, y siguen explorando
la realidad de su campo, a través de la argumentación verbal, no necesariamente cuantificada. Este es el caso claro de las ciencias sociales
en su práctica mayoría: su lenguaje sigue sujeto en lo esencial al discurso verbal. Pero el panorama en las ciencias sociales es mucho menos
homogéneo que en las naturales y la observación más simple que puede hacerse en su campo es la de la notable diferencia de «formalización» que existe entre unas disciplinas y otras. La comparación entre la
economía y la historiografía, por ejemplo, puede ilustrarlo. El lenguaje a
emplear tiene, naturalmente, mucho que ver con el grado de desarrollo
conceptual de una ciencia, con su capacidad en un momento dado para
cubrir con éxito su campo de trabajo. Es cierto que cuanto más incipiente es una ciencia menos formalizado está su lenguaje, más uso hace del
lenguaje común. A medida que se fijan conceptos, se establecen relaciones estables y se adelantan explicaciones generalizadoras, el lenguaje tiende también a ser más peculiar de la propia disciplina. Pero no hay
una relación estrictamente proporcional entre una cosa y otra.
Ciencias sociales como la economía, la demografía, la lingüística o la
psicología, tienden ya a formalizar sus lenguajes de manera creciente y
a expresar de manera normalizada sus contenidos en lenguajes formales simbólicos, mientras que otras como la politología, la antropología o
la historiografía se encontrarían muy pocos grados más allá del lenguaje
ordinario. Es preciso insistir, desde luego, en que esta diferencia no es
en modo alguno decisiva para validar la «cientificidad» de las disciplinas. Lo fundamental estriba en la perfección conceptual y en la adecuación del propio lenguaje para definir bien la realidad, independientemente de su carácter simbólico, verbal, numérico o lógico-formal. Si la ciencia debe o no emplear el lenguaje ordinario es cosa que en modo alguno
puede someterse a normativa. Lo normal será que a las propias necesi-
dades de la explicación científica acompañe, en algún sentido, un desarrollo de discursos específicos. Y las ciencias sociales presentan hoy
muy diversos grados de desarrollo de sus discursos específicos.
Todo lo dicho hasta ahora puede servir como un primer aparco o encuadre para discutir el importante problema de cómo expresa el historiador
la realidad histórica que él examina y, muchas veces, descubre o explora por vez primera. Una primera respuesta es bien sencilla: en la tradición occidental, desde Heródoto hasta tiempos recientes, lo que consideramos como sucesos históricos se han transmitido en el lenguaje corriente, en forma de narraciones, de relatos, que recogían la secuencia
temporal de las situaciones y de los acontecimientos. La historia fue durante siglos una forma de la narración. Realmente, sólo, en nuestro propio siglo se ha discutido y se ha ensayado de forma sistemática si la historia puede presentarse y transmitirse en forma no narrativa, cosa en lo
que nos detendremos algo más después.
Desde el punto de vista de su lenguaje, el «texto historiográfico», representado normalmente por un libro cualquiera de historia, de historia general, sobre todo, del mundo, de países, o de zonas particulares, sea
cual sea su extensión y su temática, puede ser «clasificado» de diversas
maneras. Durante mucho tiempo, la historia fue una de las componentes
de las Bellas Artes en cuanto forma literaria; la historia fue tenida como
una parte de la Retórica, como un género literario hasta que en el siglo
XVIII, teniendo, sin duda, en Voltaire a uno de sus más firmes promotores, empieza la lenta revolución en la concepción de la «escritura de la
historia», de la historiografía, que culmina en el XIX.
La moderna concepción de la historiografía ha tendido, en una progresión sistemática, hacia la conversión del texto histórico, partiendo de su
antiguo carácter de pieza literaria, como lo eran las crónicas medievales,
las crónicas modernas -las de la conquista de América, por ejemplo-, o
los grandes tratados didácticos de un Mariana, o un Bossuet, Gibbon,
etc., en textos cada vez más «explicativos», y que acabarían siendo textos argumentativos, más parecidos a los filosóficos, aunque con sus propias peculiaridades. A ello fue a lo que Voltaire aludió como «filosofía de
la historia». Por tanto, esa evolución es muy clara y se opera, sobre todo, en la Europa de la Ilustración. El siglo XIX, a su vez, añadió a esta
evolución nuevas connotaciones. La historiografía del siglo XIX añadió,
en efecto, al tradicional fundamento de la historia contada, el uso, masivo a veces, del documento. Pero el vehículo de la transmisión histórica
siguió siendo de manera prácticamente exclusiva la narración, frente a
la que sólo pudieron oírse limitadas voces críticas como la de Droysen
que hemos glosado antes.
Fue en el segundo tercio del siglo XX cuando la idea comúnmente aceptada de la historia-narración empezó a ser combatida y ese combate fue
el que jalonó el ascenso de los grandes paradigmas historiográficos típicos del siglo XX que ya hemos estudiado. Pero, en el último cuarto de
nuestro siglo precisamente, las más influyentes teorías de la literatura,
las teorías del texto que arrancan de las corrientes estructuralistas y
post-estructuralistas y la filosofía del lenguaje de tradición analítica, han
dirigido su atención de nuevo hacia el análisis del texto historiográfico en
cuanto pieza de literatura o, lo que es lo mismo, en cuanto discurso narrativo. Lo importante desde el punto de vista de la propia disciplina historiográfica no es, claro está, el análisis del discurso historiográfico como pieza literaria, sino la posición y tesis subyacentes que hacen renacer la consideración de la historiografía como una forma de la literatura.
Tal línea dentro de la moderna crítica literaria, también conocida como
«teoría crítica», que se ha ocupado de la escritura de la historia, ha tenido y tiene sus principales analistas en el mundo anglosajón, en Hayden
White, Louis O. Mink, Dominick La Capra, W. B. Gallie, H. Kellner, Frederick Jameson y, fuera del mundo anglosajón en Paul Ricoeur, Jacques Derrida o Jacques Rancière, a quienes precedieron Roland
Barthes, Michel Foucault, etc. Existe una abundante bibliografía, especialmente anglosajona, sobre la teoría crítica de la literatura histórica.
Historia y narración: el debate del narrativismo
Así, pues, el discurso, representación o reconstrucción de la historia se,
hizo, durante siglos, en forma de narración, en forma de un relato que
exponía en su secuencia temporal un orden de acontecimientos, sujetos
a una trama, a una relación inteligible, de forma que figuraban un proceso que supuestamente «reproducía» un mundo externo al propio discur-
so, al propio texto, en este caso el mundo de los sucesos humanos del
pasado. Ahora bien, ¿es la forma del discurso narrativo consustancial
con la representación y explicación de lo histórico? Fueron las corrientes
historiográficas de la «época de oro» de la historiografía del siglo XX,
Annales, el cuantitativismo y el marxismo, las que discutieron y negaron,
como ya hemos señalado, la ligazón insustituible de la historia con la narración. Casi cualquier obra de investigación empírica de estas escuelas
no puede ser considerada «narrativa», independientemente de que sean
obras con aparato cuantificador o no.
¿Es posible una historia que no sea narración? La respuesta, a nuestro
modo de ver, es incuestionablemente positiva y un poco más adelante
trataremos de exponer nuestra propia posición. La narrativa sólo es una
de las formas posibles de representación de la historia y en manera alguna la mejor de ellas. Se trata, más bien, de una forma «débil» de hacerlo. Pero este es uno de los asuntos, como hemos visto también, que
más ha centrado los debates sobre el futuro de la historiografía en las
últimas décadas.
La historia como género literario está estrechamente relacionada con la
problemática general del género narrativo y con lo que se ha llamado la
narratividad, que es el tema predilecto de algunos filósofos y críticos. El
asunto se liga estrechamente también, y de ello nos hemos ocupado ya
en relación con el postmodernismo, a las dimensiones mismas de los
problemas del lenguaje textual. Por lo pronto, el texto historiográfico, según estas posiciones, es un discurso que en sus características formales y culturales no se distingue esencialmente del ficcional, del texto de
la novela o del cuento, que constituyen la ficción narrativa por excelencia. Aunque ciertos teóricos han procurado destacar que entre historia y
ficción existe una ruptura básica en cuanto que la primera tiene un contenido de «verdad», ese asunto les interesa mucho menos que la naturaleza de representación literaria narrativa que la historiografía tiene.
Incluso, algunas corrientes modernas de análisis histórico-filológico que
se insertan en la teoría lingüística, en la teoría de la escritura y el texto,
han mantenido no ya sólo la coincidencia de la historia con la forma narrativa, sino la necesidad de esa coincidencia. El caso más claro es, sin
duda, el de Paul Ricoeur. La narración no sería así un mero vehículo de
comunicación de la experiencia histórica, sino que en la narración histórica forma y contenido constituyen un todo inextricable: lo narrativo sería
la condición esencial de la historia. Así, la tesis mantenida por su parte
por Hayden White es la de que la forma narrativa constituye ya en sí
misma «el contenido» de lo histórico.
La cuestión fundamental, por tanto, es la de si conocer la historia, hacer
de ella una representación inteligible, tiene la misma significación que la
de construir un relato, y, por tanto, si lo histórico, y lo historiográfico, tienen la misma estructura que el relato como discurso secuencial, en el
que los acontecimientos se integran en una trama en torno al eje de la
sucesión temporal misma. Esa es justamente la tesis mantenida por P.
Ricoeur, de la que H. White ha dicho que representa una «metafísica de
la narratividad», nada menos31. O bien, como alternativa contraria, si el
conocimiento de la historia puede ser representado en un tipo de lenguaje, descriptivo o explicativo, que no reproduce la estructura de un relato, de una narración que obedece a una trama, en un lenguaje proposicional, en argumentación deductiva o inductiva, al modo en que la
ciencia describe al mundo. Es decir, una posición como la que defenderían hoy quienes piensan en la relación estrecha de la historiografía con
las ciencias sociales, la escuela «estructurista», a la que nos hemos referido, la historia económica y la mayor parte de las corrientes desarrolladas dentro de la historia social.
La significación de la narración histórica
El análisis de la estructura y del significado, es decir, de la sintaxis y la
semántica, del discurso histórico narrativo ha llevado a considerar que
nos encontramos ante un preciso «código comunicativo», con su especificidad propia, que en el caso de Ricoeur ha desembocado en la «narratividad» y la «función narrativa». Tal código comunicativo, dice, es el
único que puede representar la estructura de lo histórico32 y es el que el
31
H. White, El contenido, p. 179.
historiador emplea primordialmente. La configuración del relato debe corresponder a la configuración general de los acontecimientos.
Pero la posición narrativista es por lo común más exigente que esto. Para ella, la narración no es meramente un vehículo de transmisión. Los
teóricos del narrativismo mantendrán que ese discurso narrativo es mucho más que un vehículo; que obedece a muchos códigos y que existen
diversos tipos de narración. Transmite mucha más información que el
discurso de la ciencia y soporta una gran variedad de interpretaciones.
El discurso dista de ser un elemento neutro. El discurso es «un aparato
para la producción de significado más que meramente un vehículo para
la transmisión de información», lo cual es, sin duda, una idea de gran
transcendencia33. Un discurso narrativo no es tampoco una mera crónica, produce más significado que ella.
El discurso se construye en virtud de la imposición de una estructura de
relato a un determinado conjunto de acontecimientos, y es la elección
del tipo de relato el que da significado a éstos, dice Hayden White en
uno de los pasajes de mayor interés y profundidad de su ensayo 34. El
efecto de este entramado puede considerarse una explicación -pretensión en la que coincide con Ricoeur- pero las generalizaciones que aquí
se emplean como universales son los topoi de las tramas literarias, más
que las leyes causales de la ciencia. El narrativismo nos lleva ya a su
particular terreno: topoi de la trama literaria y no leyes.
Ha sido Paul Ricoeur el que con más profundidad se ha ocupado, desde
el final de los años setenta, de analizar las diversas formas existentes
de narrativa, desde la antigua épica a la novela postmodema, y a reconceptualizar las relaciones existentes entre los tres tipos de relato, mítico,
histórico, ficcional, y el mundo real. Un aspecto especialmente importante de la obra de Ricoeur es, según ha destacado Hayden White, el de su
dedicación «al enigma del ser-en-el-tiempo». El de hacer «una teoría
global de la relación entre lenguaje, discurso narrativo y temporalidad».
La tesis de Ricoeur es que los acontecimientos históricos poseen la es-
32
La primera presentación completa de su teoría de la narratividad la publicó Paul
Ricoeur en 1980 y fue expuesta en 1977 en un curso. Se trata de un texto más breve y
más sencillo que el muy denso publicado después de Temps et récit. Véase P. Ricoeur,
«Pour une théorie du discours narratif», en D. Tiffenau, ed., La narrativité, CNRS, París,
1980, pp. 3-68.
33
34
Ricoeur, «Pour une théorie», p. 6.
H. White, El contenido, pp. 60-61.
tructura misma del discurso narrativo, y eso distingue a los acontecimientos históricos de los naturales.
En la primera formulación de sus tesis, su «Pour une théorie du discours
narratif», Ricoeur empieza reconociendo que el carácter narrativo de la
histori(ografí)a no es tan evidente como pudiera creerse dado que la
práctica actual (hablaba en 1977) la rechaza35. Pero mantiene acto seguido que «la dimensión narrativa es lo que distingue a la historia de las
otras ciencias humanas y sociales», afirmación esencial en el pensamiento del autor. Ricoeur arranca en sus reflexiones de la posición de lo
que él llama filosofía analítica sobre la explicación histórica, pero también, como White, empieza en el modelo hempeliano, que tiene poco
que ver con tal filosofía. Se apoya también en la historiografía francesa
de su tiempo para argumentar esta tesis.
El tema central será ahora el de la relación entre el relato de ficción y el
relato histórico y para su análisis parte del estructuralismo francés y la
crítica literaria americana. La posición de Ricoeur es, sin duda, de bastante interés: «a pesar de las diferencias evidentes entre el relato histórico y el relato de ficción, existe una estructura narrativa común que nos
autoriza a considerar el discurso narrativo como un modelo homogéneo
de discurso»36. La narratividad es el desarrollo y concreción en la obra
de esta estructura común del discurso narrativo, sea o no de ficción. Como consecuencia, Ricoeur se pregunta si existe una función37 común a
esa homogeneidad y esa estructura, una función narrativa que relacionará la pretensión de verdad de uno y otro relato.
La conclusión final no es de menor interés. Para Ricoeur, la historia y la
ficción se refieren a dos maneras diferentes de un mismo rasgo (trait) de
nuestra existencia individual y social, rasgo llamado en muy, diferentes
filosofías historicidad, y que consiste en el hecho fundamental y radical
de que «hacemos la historia, estamos en la historia y somos seres históricos». Historia .y ficción contribuyen a la descripción o redescripción de
nuestra condición histórica. En definitiva, la función narrativa, en la que
35
36
37
se insertan tanto la histori(ografí)a como la ficción, es la expresión de la
historicidad. La narratividad es absolutamente suficiente para ello; otra
cosa es su contenido de verdad.
Ricoeur no elimina en sus tesis, pues, la distinción entre relato de ficción
e histórico, pero difumina la diferencia. Aun no compartiendo las tesis
del autor es preciso, no obstante, reconocer que ello es una afirmación
extremadamente coherente y, además, la base de su debilidad epistemológica. No hay, en efecto, gran diferencia entre el relato que se pretende verdadero y el ficcional. Barthes y los annalistes vieron también la
semejanza. De la misma forma, la crónica es también una forma de historia. La crónica tiene también la estructura de la temporalidad; la crónica expresa la «serialidad».
Seguramente, una de las aproximaciones de mayor interés propiamente
historiográfico de las realizadas por Ricoeur es el establecimiento de
que la clave de todo relato es su trama. La trama es la mediación entre
los acontecimientos y ciertas experiencias humanas universales de la
temporalidad. La trama es, por lo demás, lo que une a los acontecimientos en un conjunto inteligible y los dota de sentido. Como luego dirá
Hayden White, la importancia de la trama en la historia y la polivalencia
que se esconde tras el contenido de una trama histórica son claves para
explicar el desagrado que los historiadores sienten por las filosofías de
la historia, las filosofías «sustantivas» de la historia, cuyo ejemplo clásico es Hegel. Y es que la filosofía de la historia «no consiste más que en
la trama»; sus elementos de relato sólo existen como epifenómenos de
la estructura de la trama. Una observación de notable sagacidad, sin duda. A su vez, los acontecimientos «verdaderos» pueden formar parte de
varias tramas, según White asevera con profunda sutileza38. Por ello, el
historiador particular puede hablar y defender que el suyo y sólo el suyo
es el relato verdadero.
Crítica del narrativismo
Ricoeur, «Théorie» , p. 3. Lo que está igualmente tomado de este texto.
Ibidem, p. 5. La cursiva es del autor.
La cursiva es de Ricoeur.
38
H. White, El contenido, p. 34.
Por desgracia, no podemos desarrollar aquí la crítica adecuada del narrativismo, pero, puesto que lo consideramos rechazable, debemos
apuntar al menos las líneas esenciales de lo que tal crítica podría argumentar en contra de su consideración como la expresión misma de la representación de lo histórico. Planteado en los términos más ajustados
posibles, el problema central de la representación que pretendemos hacernos de la historia humana estriba en si tal historia equivale para nosotros al relato de los acontecimientos del pasado humano, si el tiempo
de las cosas humanas es reflejado enteramente por la narración, o si la
intelección de la historia obliga a ir algo más, o mucho más, allá de eso.
El narrativismo, en principio, se ve obligado a aceptar, en mayor o menor grado, la semejanza, o, tal vez, la analogía estricta, entre el relato
histórico y el relato de ficción, lo que lleva a sus últimas consecuencias
las razones mismas por las que la historia narrativa no puede considerarse una buena forma de verdad histórica, pensamos nosotros. Si la diferencia entre una y otra forma del relato, el histórico y el ficcional, es su
«contenido de verdad» es evidente que tal contenido no puede ser dilucidado por el relato mismo, sino por una instancia distinta a él. Si existe
una historia objetiva fuera del relato de ella, y distinta del relato de ficción, el propio relato es incapaz de asegurarlo. La historiografía tradicional ha estimado que tal instancia la constituye la documentación, pero
una teoría historiográfica más rigurosa ha de hacer recaer esa función
discriminatoria en elementos metodológicos más amplios que la documentación misma, es decir, en «condiciones de método». Y, más aún
que ello, en la verdad de proposiciones de carácter universal.
La historiografía en cuanto representación del proceso temporal de las
sociedades se ha pretendido que presenta la misma forma intrínseca
que el relato, dado que éste es, justamente, dirán, la representación del
tiempo. La sustancialidad del proceso histórico residiría en la «trama».
Pero la idea de trama, creemos nosotros, puede ser sustituida con absoluta ventaja por la de «proceso de los estados sociales». El proceso de
reproducción y cambio de los estados sociales es una sucesión también
con la misma estructura del tiempo. En realidad, es mucho más que eso,
porque, como hemos señalado ya, la estructura del tiempo social es, la
generada por el movimiento social. Los narrativismos presuponen tam-
bién la idea de un tiempo absoluto. Cabe pensar que el relato es una
forma simplificada, localizada, de presentar la sucesión de los estados.
Una trama no es un nexo real, nexo suficiente, entre los hechos. El nexo
real es el sistema al que pertenecen.
Una manifestación más de la falacia narrativista es la pretensión de que,
en definitiva, todo es narración: desde El Mediterráneo de Braudel, a las
obras históricas de inspiración antropológica. ¡Claro que toda acción histórica tiene una trama! -trama, en definitiva, es proceso-. Pero de ahí no
se deduce que el único discurso que exprese el tiempo sea el discurso
narrativo. Que la esencia de toda trama es la forma del tiempo es también aceptable y aceptado; pero el tiempo en absoluto agota toda su realidad en el relato. El cambio es anterior al relato...
Existe, en fin, un problema más, el de la referencialidad de todo relato.
Si se parte de que el relato es en sí mismo la historia, tal relato no tiene
un referente externo; la historia equivaldría al discurso arbitrario fabricado por nosotros mismos; «no hay ninguna historia fuera del texto», podríamos decir parafraseando a Derrida39. El relato histórico no tendría
categoría de verdad sino de «verosimilitud». Se acepte o no el deconstruccionismo, la narración tiene siempre pendiente sobre sí el problema
de la referencialidad, es decir, el problema de hasta qué punto representa a algo más que a sí misma. Es preciso acudir a otras formas de lenguaje para dar cuenta de los referentes objetivos. Si consideramos que
la historia es una atribución real que contienen los seres, el relato mismo
tiene ya una historia, tiene que ser explicado desde fuera de sí mismo,
por una referencia a algo externo. Si la historia es una atribución objetiva que tienen las realidades empíricas, aquélla no puede captarla el relato en cuanto «conocimiento objetivo». Es precisa «la prueba».
La narración ha constituido durante un lapso muy prolongado de la historia occidental el vehículo fundamental de la representación histórica,
pero la reacción antinarrativista en el siglo XX demostró que podía hacerse otra historia. Ahora bien, la experiencia de la historia «
estructural» , sin embargo, ha llevado a excesos rechazados hoy tanto
por la teoría social como por la historiográfica: no podemos referimos a
39
Cf. J. Derrida, De la Grammatologie, pp. 23 y ss. Derrida dice que no hay nada «au
dehors du texte».
«sociedades sin sujetos» conscientes de su acción. Pero el salto a la
historia estructural ha añadido ya algo sustancial a la vieja historia narrativa, a la que, en términos estrictos, no es posible regresar. El gran narrativista, Lawrence Stone, no dejaba ya de expresar nítidamente las diferencias entre una vieja y una nueva narrativa.
No es posible desandar el camino, más que en el terreno de la moda.
En la cuestión de la representación del mundo no cabe un mero movimiento cíclico. La vuelta al narrativismo en sentido pleno sería simplemente un regreso a la oscuridad, cuando no, incluso, a ciertas formas de
irracionalidad, y eso sólo lo proponen algunas posiciones trivializadoras.
Lo verdaderamente preciso es encontrar una nueva forma de representación. Pero no puede tampoco confundirse tal cosa con la tentación perenne de convertir el intento real de representar el mundo de otra forma
en una discusión continua de la forma en que lo hacemos. Algo así como confundir el hambre con su representación.
La nueva escritura de la historia que la historiografía de hoy busca no
puede ser el relato por diversas razones: por su codificación artística no
demostrativa, su incompletitud, su dudosa referencialidad. Es preciso
construir discursos demostrativos. Es verdad que la historia no puede tenerse por una entidad de ese «tercer mundo» platónico-popperiano, poblado por algo que no son propiamente ni la ideas ni las cosas. La historia la representamos en un texto, pero el texto es referencia de algo que
es realmente referido, algo de lo que podemos tener una experiencia
empírica. La cuestión es cómo construir la mediación entre el referente y
lo referido.
Una vía idónea es, para nosotros, la del discurso argumentativo como
verdadero discurso de la historia. El que contiene un conjunto de asertos
que van más allá de los hechos y que intentan ser una demostración.
Eso no significará, en ningún caso, la vuelta a una historia de estructuras sin sujeto, pero tampoco a una historia sólo de las intenciones y los
mundos íntimos de los sujetos. Tales mundos íntimos no explican lo histórico como la historia no se explica tampoco sin las acciones de los sujetos. El discurso argumentativo es el más adecuado para representar
una historia entendida como en continua estructuración, en el sentido
dado al término por Giddens: una historia de las acciones de los hom-
bres dialécticamente relacionadas con las estructuras que esas acciones mismas crean.
Historia y «argumentación»: la historiografía como discurso asertivo
Si se aceptan las premisas teóricas que sobre la naturaleza de la historiografía se han expuesto hasta ahora en esta obra, hay que concluir necesariamente que el discurso de la historia es la explicación de la historia y que no se satisface sólo con algo como el relato de la historia. El
discurso de la historia es, pues, el desarrollo de una explicación. El relato es un instrumento descriptivo imprescindible en la exposición de la
historia, pero no es la historia. Los discursos argumentativos son el género más amplio de todos los discursos demostrativos y contienen en sí
mismos el discurso científico sin limitarse a él 40. La forma indicada para
un discurso historiográfico, verdaderamente representativo de la historia,
es la argumentación. Un libro de historia es, en definitiva, en su ubicación más genérica, no un relato sino una argumentación.
Pretendemos mantener aquí la proposición de que la investigación, la fijación de la «verdad» histórica, la descripción de la sucesión, la transmisión de los contenidos socio-históricos y, en definitiva, la elaboración del
discurso historiográfico, no sólo no está necesariamente obligada a remitirse siempre a la forma narrativa, sino que tampoco tal remisión resulta adecuada. Hay otros discursos de la historia, en la misma medida en
que hay discursos de la investigación social, que tampoco son narrativos. Que la «sustancia» de lo histórico sea lo temporal no obliga a aceptar el relato como expresión suya, porque el cambio-tiempo puede ser
explicado de formas más completas. La temporalidad se explica por una
sucesión, pero no necesariamente por la presencia de la trama. La realidad histórica y su reconstrucción pueden exponerse a través de formas
de discurso en lenguaje verbal no narrativo en su globalidad, aunque
contenga él mismo narraciones, que harían de la expresión de la historia
un discurso perfectamente homologable con el de otras ciencias sociales y mucho más explicativo que el narrativo.
40
L. Zanzi, Procedura dimostrativa e conoscenza storica, Universitá di Genova, Génova,
1977, Prefacio.
La expresión narrativa tiene algunas veces una profundidad que puede
hacer de ella, y, sin duda, lo hace, un componente importante del método. Un historiador, Santos Juliá, ha hablado, refiriéndose a la más tangible cualidad de la exposición de lo histórico, de «la nervadura narrativa
propia del historiador que, además de ordenar los datos, cuenta una historia»41. Ordenar los datos, en efecto, no es todavía un discurso de conocimiento, y, sobre todo, no es un discurso de conocimiento elaborado:
el mismo sentido común y la experiencia común pueden hacer alguna
forma de ordenación de los datos. Después, en el caso de la historiografía, la ordenación de los datos iría, según este autor, en el sentido de
cumplir la condición de «contar una historia». Pero ¿qué debe entenderse por «contar una historia»? Tal es el quid de la cuestión. ¿Contar una
historia es construir un relato narrativo? Esta es una posición clara y pujante hoy. Pero en el contar una historia están contenidas no pocas metáforas. Contar una historia puede ser diversas cosas y puede no equivaler a la construcción de un relato...
¿Ese lenguaje argumentativo ha de ser el lenguaje de la ciencia? En
cuanto que la ciencia es justamente también una forma de lenguaje argumentativo, demostrativo, la respuesta es que sí. Pero es una cuestión
distinta que el desarrollo disciplinar de la historiografía alcanzado hasta
hoy permita, dentro de tal género de lenguajes, uno homologable con el
de la ciencia. Una vez más hemos de repetir que estamos ante un problema genérico de las ciencias sociales, no ante el caso sui generis de
la historiografía.
La historiografía, discurso asertivo
Un discurso proposicional, asertivo o argumentativo, es aquel que dice
algo sobre alguna cosa y en el cual el enlace entre sus partes obedece
a una lógica explícita que tiene que ver con la que muestran los «conceptos coligativos» de los que hablara W. H. Walsh42. Toda aserción sobre una realidad tiene que basarse en otras expuestas anteriormente
que permiten el paso a la nueva, la cual coliga, subsume, a todas las an-
teriores. El. «argumento» en un discurso es el intento de prueba de la
verdad de un aserto. La explicación de un determinado proceso se expone a través de este discurso compuesto de un enlace de argumentos.
Al hablar del método historiográfico veremos más de cerca algo que podemos ya adelantar ahora43. La construcción del discurso explicativo del
historiador se basa en unos materiales distribuidos en
-
Pero si la representación de la historia significa una representación del
tiempo, ¿cómo podría ser expuesta en un discurso que no tiene en sí
mismo una estructura temporal? La respuesta es que el discurso asertivo no tiene por qué ignorar la estructura de lo temporal, sino que puede
clarificarla desde fuera expresando la sucesión de estados y no meramente como el desarrollo de una trama.
Mantenemos aquí, pues, la posición de que la explicación de la historia
se acomoda perfectamente con una secuencia de argumentos que encadenan la relación temporal de los acontecimientos, pero vistos siempre desde la organización de una estructura explicativa explícita. Un discurso histórico argumentativo es aquel que contiene «asertos causales,
singulares» acerca de los eventos de que se da cuenta, como expresa
en general la filosofía analítica44. No representa en términos absolutos
una explicación «causal», pero es mucho más que la descripción de la
trama.
Sin embargo, es preciso reconocer que ni la historiografía más tosca y
metodológicamente más «ingenuista» procede de hecho hoy a la mera
descripción de eventos. En la narración histórica -no así en la ficcionalhay siempre algún intento de explicación, aunque no siempre se preten43
41
42
S. Juliá, «Extraña España», El País, 2 de julio de 1994.
W. H. Walsh, «Colligatory Concepts», en P. Gardiner, ed., The Philosophy, pp. 33 y ss.
descripciones
argumentaciones
(causalidades singulares)
generalizaciones
explicaciones
44
Se verá esto en el capítulo 8.
M. White, Foundations of Historical Knowledge, Harper and Row, Nueva York, 1965,
pp. 223-224.
da una normalización sistemática de ello. Pero es preciso que el discurso histórico haga mucho mayor uso de las generalizaciones y que presente tal uso explícitamente. Puede señalarse una primera regla indicativa para ello: los procesos históricos particulares no alcanzarán a estar
explicados de forma suficiente, no ya necesariamente, si no se explican
mediante leyes, si al menos no se explican por referencia, en alguna
medida, a categorías historiográficas de suficiente generalidad.
La idea de procedencia neopositivista de que la historia (historiografía)
«no produce leyes pero las consume» resulta algo trivial pero presentaría bien el pensamiento de que la explicación de la historia es explicación del proceso social en desarrollos concretos. Representa que no habría leyes de lo histórico que no fueran leyes de lo social y viceversa.
Tales leyes, como sabemos, distan de poseer una evidencia indiscutible.
Lo correcto sería decir que la historiografía utiliza para sus explicaciones
«leyes sociales», porque lo histórico es social y al revés. Pero es cierto
que no existe explicación posible de lo histórico sin algún grado de categorización del campo que se estudia. Y la historiografía actual no ha alcanzado aún categorización suficiente de ese tipo.
Podríamos concebir un tipo tal de tratamientos como los expuestos
siempre que el historiador no se limitara a presentar el discurso histórico
desnudo como producto final de una búsqueda, llevando tal discurso
muy poco más allá de la crónica, sino que expusiera los caminos por los
que ha discurrido la propia exploración. Es decir, si trabajara como lo
hace la investigación científica común: explicitando sus hipótesis, sus
fuentes y el carácter de ellas, el tratamiento de sus datos, las hipótesis
alternativas y la contrastación de sus propias conclusiones. Es decir, si
expusiera con normalidad cómo ha llegado a sus conclusiones.
Todo lo dicho nos lleva a insistir finalmente en una proposición ya sugerida. La de que la única forma de que la disciplina de la historiografía no
detenga su progreso pasa por la reconceptualización de las formas de
escritura de la historia. Explicar la historia es urdir la reconstrucción de
una realidad social dada -lo que no nos ahorra el problema, sin duda, de
qué debe entenderse por reconstrucción suficiente- y explicarla. Una
historiografía argumentativa es aquella que «cuenta» un proceso, pero
obligatoriamente da razones suficientes de él. Una historia es un conjun-
to de respuestas a continuos por qué. Podremos hablar de una historiografía con un estadio cualitativo distinto del que realmente posee hoy, el
día en que el historiador sea capaz de producir conjuntos de conocimientos articulados y entrelazados, de argumentaciones, y no meros relatos, argumentaciones organizadas en las que haya fundamentos y
principios, jerarquización conceptual, descripción y generalidad, etc.
La construcción de la historiografía no se fundamenta, pues, en la producción de relatos históricos. Si el relato histórico es en sí plausible, no
constituye por sí mismo la historiografía. Esta fue la posición que, como
ha reconocido el propio Paul Ricoeur, adoptaron los más conspicuos representantes de la historiografía francesa de los años cincuenta y sesenta. El relato es un recurso, entre otros, del método para la exposición
de la historia «construida» por el historiador. Por lo pronto, la narración
es un recurso fundamental de la «descripción», de la observación empírica y, en nuestro caso, de la observación documental. No hay tampoco
posibilidad de argumentar si no es sobre descripciones, que, al poseer
todo el refinamiento posible en ellas, en bastantes momentos adquirirán,
como decimos, la estructura propia de la narración.
Todo discurso historiográfico contendrá relatos, pero ese discurso tiene
tantas más posibilidades de alejarse del puro narrativismo cuanto es
más monográfico. Por ello los teóricos del narrativismo han hablado
siempre de los grandes relatos, no de la investigación monográfica. Pero, naturalmente, es también factible la historia general no narrativa. Y
sería tal aquella que, aun teniendo que presentar su materia en forma
secuencial, estructurara: a} los niveles de actividad social según sus
«tiempos diferenciales»; b} la sucesión de los estados sociales (lo que
pretendía en gran escala la idea marxiana de los modos de producción)
con análisis detallados que permitan hacer operativo el concepto de
«estado social» en situaciones históricas mucho más propiamente caracterizadas.
Lo expuesto nos permitirá concluir con que la asimilación de la representación de la historia a la narrativa es incompleta y que el narrativismo
es una forma insuficiente de escritura de la historia. Pero ello no conllevaría, ya lo hemos dicho también, la proposición de una exposición «ge-
ométrica» de la historia. La maduración en la construcción de un discurso historiográfico adecuado no debe tampoco llevarnos por caminos nada realistas, por caminos de espejismo en el estado actual de la disciplina, ni debe llevarnos a intentar retomar experiencias que en el pasado
han demostrado su carácter poco concluyente.
Es evidente que hoy día no es viable la plasmación de un discurso historiográfico altamente formalizado, aunque la formalización sea un horizonte deseable. No podemos hablar de una historiografía matematizada,
ni siquiera del grado de tecnificación de la relación datos-elaboración explicativa que podemos contemplar en ciencias sociales con una tradición
ya aquilatada de formalización explicativa. La formalización no es por sí
misma una propuesta fecunda y, por lo demás, la formalización no puede ser más que una «consecuencia», producida por una necesidad, y
nunca una «propuesta».
En el extremo contrario: no es ningún desatino mantener que la negación de los logros de treinta años de progreso historiográfico cuya línea
ha sido la superación del narrativismo, no puede conducirnos a ninguna
parte. La vuelta a la idea de que la historiografía es una forma de narración literaria, aun cuando se hable de una narración sujeta a unos condicionamientos de método, significa en buena manera un retroceso. Como
esa posición parece proceder claramente de la influencia exterior sobre
una disciplina poco consolidada aún, sobre una historiografía que, claramente, no ha sido capaz de encontrar todavía su verdadero «nicho ecológico» entre los conocimientos sociales, es plausible pensar que no estamos sino ante una moda. Pero ninguna moda pasa en vano y los paradigmas perdidos no suelen ni pueden ser recuperados. Como en el tiempo, no hay vuelta atrás. Hay que conservar el progreso disciplinar y encontrar superaciones de anteriores inoperancias.
Un discurso efectivo de la historiografía dará cuenta de la historicidad
del hombre exponiendo un tiempo socio-histórico que se talla sobre el
tiempo físico pero al que el relato no puede dar su entera dimensión.
Hay que exponer cómo la estructuración social construye el tiempo. El
relato histórico es, en último análisis, una forma arcaica, correspondiente a tiempos precientíficos, de representar la historia. La expresión
«exacta» de la historia es el discurso referencial, el discurso que se legi-
tima como conocimiento por el recurso a sus bases demostrativas, lógicas y documentales. El siglo XIX aportó la legitimación de la verdad de
la historia por el recurso a la documentación. El siglo XX ha inventado la
posibilidad de la representación de la totalidad, la idea de que la totalidad histórica es pensable, aunque más difícil sea representarla de hecho.
En definitiva, un discurso asertivo puede ser remitido al conjunto de características que se expresan a continuación. Un texto historiográfico ha
de ser en su forma y contenido más que un relato:
- El discurso historiográfico es el análisis de un proceso bien delimitado,
con unos límites de sentido y espacios de inteligibilidad claros. Es un
discurso, por tanto, analítico.
- Ese discurso analítico contiene indudablemente en sí mismo descripciones, narraciones. Se compone, en cuanto resultado de un método para explorar la realidad45, tanto de descripciones de situaciones en su proceso temporal -relatos- como de hipótesis sobre su curso y de argumentaciones explicativas.
- El discurso sobre la historia da cuenta, da razón, no de las intenciones
de los actores, como decía Dray, sino de los resultados de sus acciones,
de lo que sucede. Es, por tanto, un conjunto de proposiciones demostrables. El proceso de esa demostración se materializa a través de una cadena de argumentos. No puede existir una verdadera exposición de la
historia que no sea un discurso de asertos cuya verdad pueda ser sometida a demostración.
El discurso historiográfico es, por lo tanto, en su forma normalizada, verbal y «textual», se compone en su esencia de palabras y se recoge en
un texto. Podemos decir que es un discurso cualitativo. Pero en modo
alguno renuncia a la formalización posible a través de la depuración progresiva de la sintaxis y semántica de sus asertos, por la introducción del
algoritmo cuando ello es posible y adecuado. Un discurso argumentativo-demostrativo, pues, qué es producto de una investigación sujeta a
45
Véase la exposición que sobre ello hacemos en capítulo 8.
método, cuyo horizonte es la explicación. Hacer historiografía no es
«contar historias». Las discrepancias profundas que en esta obra se
muestran con las posiciones narrativistas parten de la afirmación esencial de que el conocimiento y la explicación de la historia no son agotados por la narración. La narración ya describe estados, por supuesto: el
contexto de una acción es ya un estado. Pero, como de costumbre, en
la historiografía narrativa todo lo que no es la acción relatada se convierte prácticamente en un implícito. Ahora bien, una explicación no puede
basarse en implícitos.
En cuanto que todo lo secuencial puede ser llamado narrativo, la historiografía comprende en sí misma la narración. Pero la narración es una
parte del discurso histórico. Otra parte es el statement, el conjunto de
proposiciones sobre la realidad. Y otra, en fin, la prueba de que las proposiciones son correctas, los argumentos. Una historia no es una narración, es una argumentación, y, en ese sentido, es una teoría. De lo contrario sería literario. No sería ciencia social.
Sección tercera
LOS INSTRUMENTOS DEL ANÁLISIS HISTÓRICO
(El método de la historiografía)
Esta Sección tercera y última trata de presentar de manera sucinta y
más bien formal el método de la historiografía. Por sí solo es este un tema que requeriría una obra específica. Los tres capítulos que presentamos aquí deben tenerse, en consecuencia, por una descripción de los
fundamentos del método y las técnicas, por un tratamiento de los principios formales del análisis histórico, como gusta de decir Pierre Vilar,
más que por un verdadero tratado metodológico.
La misma palabra método es ya, o debe ser, el primer objetivo de nuestra atención. Método se ha convertido en una palabra polivalente, como
metodología, con el riesgo de perder buena parte de su correcto significado. El método es como una «brújula». Es, más que nada, un sistema
de orientación en el tránsito de los caminos que es preciso seguir para
obtener unas certezas. Y en ese sentido el método es una garantía. Si
de alguna forma puede hablarse de la superioridad del conocimiento
científico sobre otras formas de conocimiento es por la superioridad de
su método. Pero la paradoja es la siguiente: mientras que el método
científico en manera alguna garantiza el descubrimiento de verdades,
sin él estamos seguros de no poder alcanzarlas. Es decir, operar «con
método» es una condición necesaria para el logro del descubrimiento
científico, pero no es suficiente.
Los problemas del método historiográfico son indudables y hoy día están, tal vez, agudizados aún por la gran fragmentación de la disciplina y
por las profundas diferencias de criterio que son manifiestas en cuanto a
lo que debe entenderse por tal. Una vez más, sin embargo, no nos importa repetir que, a nuestro juicio, esos problemas no son particulares
de nuestra disciplina, o, al menos, no lo son, en el núcleo fundamental
de ellos. Son, en gran manera, problemas comunes al intento de conocer «Científicamente» al hombre y, con ello, al intento de conocer su historia. Por tanto, nuestra manera de enfocar el asunto es también paralelo a la que ya hemos empleado antes: el método historiográfico sólo
puede ser entendido como una parte del método de la ciencia social.
En este terreno común del método de las ciencias sociales hemos intentado especificar cuáles son aquellos rasgos que individualizan uno
propiamente historiográfico.. Y hemos prestado también atención a diferenciar con mucho cuidado tres cosas que nos parecen plenamente dife-
renciables y muy conveniente el que se las diferencie. El método, las
prácticas metodológicas y las técnicas. Es común que estos tres niveles
del trabajo de descubrimiento en la ciencia aparezcan confusamente
amalgamados en muchas obras dedicadas al método. Sobre todo en las
dedicadas al método de las ciencias sociales.
La Sección tercera se compone, pues, de un capítulo, el 7, dedicado a
los aspectos comunes del método en las ciencias sociales y a la especificidad del método historiográfico dentro de ese conjunto. Sigue luego
otro extenso, el 8, sobre los fundamentos más básicos del método del
historiador. Concluye con el capítulo 9, de intención limitadamente introductoria, que trata de las opciones técnicas que el historiador tiene hoy
disponibles para el trabajo de investigación.
7 EL MÉTODO CIENTÍFICO-SOCIAL Y LA HISTORIOGRAFÍA
No habiendo más que una verdad para cada cosa,
cualquiera que la encuentre sabe de ella todo lo que
se puede saber.
RENÉ DESCARTES, Discours de la Méthode
Como ya hemos expuesto, existe un método científico. El método científico es un procedimiento para obtener conocimientos a través de unos
pasos que aseguren que aquello que se pretende conocer sea «explicado» e, inexcusablemente, explicado significa que debe darse cuenta de
la realidad proponiendo afirmaciones demostrables. Por ello, decimos
que se aplica un método científico y, en consecuencia, que hay conocimiento científico, cuando se definen claramente los problemas, se formulan hipótesis, se analiza de forma sistemática la realidad a la que las
hipótesis se refieren -y se experimenta con ella, si se puede- y se proponen explicaciones de los fenómenos y soluciones a los problemas observados. Todo ello permite el estudio empírico y la contrastación de las
observaciones1.
Una de las cuestiones más discutidas en los últimos tiempos en el campo de la metodología de la ciencia es precisamente la idea de si el método consiste en última instancia en un conjunto de reglas establecidas.
Muchas veces, los grandes descubrimientos de la ciencia no se han hecho con sujeción a esas previstas reglas. No existe un «camino real»
para la ciencia. El científico dispone siempre de una gran capacidad de
decisión para orientar su propia búsqueda. Pero no cabe duda tampoco
de que los «fundamentos» del método de la ciencia son cosa real y que
pueden enseñarse y transmitirse.
1
Descripciones asequibles de lo que es «método científico» existen en diversas
publicaciones bien conocidas. Señalemos entre ellas, citadas ya en el texto o que
citaremos después, las de M. Bunge, E. Nagel, M. Cohen y E. Nagel, C. G. Hempel, A.
Chalmers, K. R. Popper, etc. Abundan aún más las que específicamente se refieren al
método de las ciencias sociales, Hughes, Winch, Gibson, García Ferrando, Wallace,
etcétera.
Ahora bien, si el método científico se ajusta a lo que dejamos dicho de
forma breve, surge de inmediato la cuestión de si ese procedimiento para obtener conocimientos es aplicable a la realidad del hombre, a la realidad social en su más amplio sentido2. A lo largo de esta obra se ha
abordado ya el problema de las dificultades específicas que presenta un
conocimiento del hombre que pueda llamarse científico. Por razones
que ya hemos apuntado antes, es preciso concluir que el estudio científico del hombre es problemático. Por lo menos, el estudio científico al modo en que lo hace la ciencia natural. No obstante, ahora hemos de analizar esta cuestión desde otro punto de vista: el del método. ¿Existe un
único método de la ciencia sea cual sea el objeto de su conocimiento?,
¿o es preciso hablar de un método de la ciencia natural y otro de la ciencia social? Se trata de problemas que arrancan ya de la filosofía y la
ciencia del siglo XIX y que permanecen abiertos3.
Por último, nos encontramos con los problemas particulares del método
historiográfico que han sido objeto de muchos análisis desde el siglo XIX
hasta ahora también. Ya hemos tratado antes, en la primera parte de la
obra, el papel que en el intento de establecer las reglas de un método
histórico desempeñaron estudiosos como Droysen, Seignobos, Berr,
Bloch, y, en nuestros tiempos, Pierre Vilar, Braudel, Topolsky, Koselleck
o C. Tilly. La posibilidad de aplicar un método «científico-social» al estudio de la historia ha sido siempre muy discutida y ha dividido la opinión
de los propios historiadores. La cuestión permanece hoy igualmente
abierta.
Las peculiaridades, los procedimientos y los problemas del método historiográfico tienen una doble vertiente bien clara que coloca a la historiografía en un plano enteramente acorde con las otras ciencias sociales.
Primero, su método participa del método general del conocimiento científico de lo social, con las salvedades sobre este lenguaje y su alcance
que ya reiteradamente hemos hecho. El método de la historiografía po2
En la interpretación de las páginas que siguen ha de tenerse muy en cuenta lo
expuesto ya en el capítulo 2 de la obra acerca del conocimiento científico-social.
3
Puede consultarse una bibliografía general sobre los métodos y las técnicas de la
investigación social, de unas cien páginas de extensión en M. Latiesa, ed., El pluralismo
metodológico en la investigación social: ensayos típicos, Universidad de Granada,
Granada, 1991, pp. 314-408.
see, por tanto, todas las características, favorables y desfavorables, de
ese método general científico-social al que hemos de referimos ahora.
Segundo, es también la traducción específica a una disciplina concreta
de esos mismos caracteres generales. Es un reflejo de esas características generales y tiene, además, algunas otras privativas. Hay, por tanto,
aspectos generales del método histórico y algunas peculiaridades muy
específicas. Sin duda, la que lo es más es la naturaleza de las fuentes
históricas.
1. EL MARCO DE REFERENCIA: EL MÉTODO DE LAS CIENCIAS SOCIALES
El método científico ha sido objeto de definiciones diversas. Descartes,
uno de los más clásicos metodólogos, lo definió en el siglo XVIII como el
conjunto de «reglas ciertas y fáciles, gracias a las cuales todos los que
las observen escrupulosamente no supondrán jamás verdadero lo que
es falso y alcanzarán, sin fatigarse en esfuerzos inútiles, más bien acreciendo regularmente su saber, el conocimiento exacto de aquello que
pueden alcanzar»4. Los problemas más profundos del método de la
ciencia y las grandes filosofías y teorías metodológicas sobre el funcionamiento de ella tienen su origen en la ya referida «revolución
científica» del siglo XVIII. La «filosofía de la ciencia» es un tipo de reflexión que arranca de la Ilustración -de Kant y los empiristas ingleses, especialmente Hume- y que tiene su culminación en el positivismo, que es
la forma típica de expresión del nuevo pensamiento progresista de la
burguesía del siglo XIX y que ha tenido importantes prolongaciones en
el XX5.
Las imágenes del método que se han forjado científicos y filósofos han
presentado diferencias notables según su procedencia de una u otra escuela, pero existen naturalmente algunas grandes cuestiones centrales
sobre el carácter del conocimiento científico en las que cualesquiera po4
5
R. Descartes, Discurso del método, Orbis, Barcelona, 1983, p. 59.
J. Losee, Introducción histórica a la filosofía de la ciencia, Alianza Editorial, Madrid,
1976. Cf. el capítulo 9, pp. 104 y ss.
siciones muestran coincidencias. La idea de método que forjó la metodología de la ciencia dominante en los años sesenta y setenta de nuestro siglo puede ser un buen punto de partida para hacer las precisiones
mínimas que nos parecen aquí imprescindibles.
La naturaleza del método científico
La parte del trabajo teórico y científico que se ocupa de la definición del
método es la metodología. Se ha definido metodología como «el arte de
aprender a descubrir y analizar los presupuestos y procedimientos lógicos en que se basa implícitamente la investigación»6. Suele distinguirse
en el tratamiento de las cuestiones metodológicas una metodología descriptiva frente a metodología normativa, metodología general frente a
metodologías especiales, método científico general y métodos científicos particulares. A veces se ha distinguido entre los estudios metodológicos que se refieren a la ciencia como actividad de investigación y que
conciernen a la forma en que se fundamentan y se formulan las afirmaciones de la ciencia: es lo que se ha llamado metodología pragmática. Y
aquellos otros que conciernen a la forma que tienen los enunciados
científicos que se llama metodología apragmática7.
En último extremo, el método es, desde luego, un conjunto de reglas de
procedimiento -lo que no quiere decir exactamente reglas de «trabajo»o principios normativos para el trabajo científico pero que no agotan, ni
pueden pretender agotar, las posibilidades operativas que todo proceso
de conocimiento presenta. Más bien el método es un regulador y un procedimiento corrector del trabajo. Cuando se describe un cierto método
en realidad no se alude a un proceso secuencial real, a una sucesión de
operaciones obligatorias, sino más bien a una jerarquía de proposiciones en sentido lógico. Podríamos decir, de forma más gráfica, que un
método científico no prescribe lo que hay que hacer, pero sí establece
qué es lo que no debe hacerse.
6
R. Boudon, P. Lazarsfeld et al., Metodología de las ciencias sociales, 3 vols., Laia,
Barcelona, 1985, vol. I, p. 6.
7
J. Topolsky, Metodología de la historia, pp. 36-40.
La discusión sobre la naturaleza de la ciencia ha versado siempre, en
realidad, sobre la naturaleza y existencia de un método científico. Lo
que está en crisis precisamente es la concepción uniformista de la ciencia, la pretensión de que existe una diferenciación nítida y tajante entre
ciencia y no-ciencia, la posibilidad de evaluar toda la ciencia. El concepto de ciencia ha de ser manejado con mucha más flexibilidad8.
Expongamos tres grupos de consideraciones de interés que caracterizan el método científico. Uno sobre sus condiciones mínimas; otro sobre
la relación sujeto-objeto en el método científico; el tercero sobre los dos
grandes procedimientos metodológicos clásicos: la inducción y la deducción.
Las condiciones del método
El uso del método científico no es nunca una decisión que pueda tomarse sin condiciones. No bastan unas reglas de trabajo o de procedimiento, sino que existen unas condiciones de partida y unos requisitos mínimos que son los que permitirían distinguir, con mayor o menor nitidez,
desde luego, las operaciones del método científico de las de cualquier
otra forma de conocimiento. Estas condiciones podrían enunciarse,
aproximadamente, así:9
1. Todo método proviene de unos previos «presupuestos teóricos». El
proceso metodológico no puede establecerse fuera de una delimitación
de los «objetivos» de un determinado conocimiento. El método de una
ciencia «no es algo que concierna a sus técnicas transitorias sino a la lógica de su justificación»10. Esto quiere decir que la clave del método
científico se encuentra en la forma en que las verdades son «demostradas», «justificadas». En realidad, los problemas del método se dan
siempre en el contexto de la validación, como veremos, no en el del des-
cubrimiento, porque no existe una «lógica del descubrimiento» 11. Es decir, no hay un «camino» marcado que lleve al descubrimiento científico.
2. Todo campo de estudio de la ciencia es, o tiene que ser, una realidad
adecuadamente definible y definida. No toda realidad es objeto de la
ciencia. No hay investigación científica sin una clara definición de un
problema, aunque en principio no esté claro el modo real de abordarlo.
En consecuencia, no existe investigación válida alguna si se la aísla de
un contexto de problemas que presenta en cada momento un «estado
de la cuestión» bien preciso y que es imprescindible conocer. Aquellas
teorías y más aún aquellos «paradigmas» que consiguen establecer un
nuevo nivel en todos los conocimientos referentes a un aspecto del
mundo cambian a su vez las concepciones metodológicas habituales en
tal campo.
3. El método no se reduce a, ni se confunde con, un mero catálogo de
prácticas para la descripción o la clasificación de «hechos». No hay método científico si no se llega a conocimientos que están más allá del sentido común. Se ha dicho, incluso, que «los resultados de la investigación
científica no pueden ser anticipados por el sentido común...»12. En todo
caso, un método se valora si es capaz de establecer un procedimiento
que nos haga avanzar en conocimientos de forma sencilla, completa y
fiable, además de contrastable.
4. La ciencia no termina, naturalmente, en una descripción de cosas, como decimos, sino en la definición de un lenguaje para aprehenderlas de
forma universalizada13. Ese lenguaje de la ciencia, al que ya nos hemos
referido antes, tiene mucho que ver con el método. Los principios metodológicos fundamentales y los estadios formales o fases operativas de
un método son los que definen una práctica científica correcta. En último
caso, las concepciones metodológicas no llevan nunca aparejadas el
uso de técnicas estrictamente definidas. Un método puede emplear diversas técnicas y una misma técnica puede ser útil a diversos métodos.
8
Esto es lo que proponen todos los escritos más recientes de filosofía y metodología de
la ciencia. Cf. C. Chrétien, La Science à l'ouvre. Mythes et limites, Hatier, París, 1991.
También los dos trabajos citados de A. Chalmers y de Fernández Buey.
9
Seguimos especialmente a M. Bunge, La investigación científica, Ariel, Barcelona,
1975, pp. 24 y ss.
10
R. Rudner, Filosofía, p. 21.
11
12
Ibidem, p. 22.
D. Shapere, «Method in the Philosophy of Science and Epistemology», en J. Nersessian, ed., The Process of Science, Nijhoff, Dordrecht, 1987, p. 2.
13
Y. Bar-Hillel, M. Bunge, A. Mostowski et al., El pensamiento científico. Conceptos,
avances, métodos, Tecnos-Unesco, Madrid, 1993 (reimp.), « El lenguaje», pp. 165 y ss.
Sujeto y objeto en el método científico
Como ya se ha señalado, un problema común cuando se habla de las
pretensiones y las dificultades del método científico, y sobre todo cuando se habla de ello en relación con la ciencia social, es el de la objetividad. ¿Hasta qué punto el conocimiento puede tener garantías de que su
resultado no está viciado por la «subjetividad» del sujeto que conoce,
por sus prejuicios, preferencias, intereses y demás? ¿Es posible un conocimiento objetivo? Este problema ha suscitado muy diversas interpretaciones sobre las posibilidades de hacer ciencia en relación con determinados objetos de conocimiento, particularmente el ser humano como
entidad específica.
Métodos científicos son, precisamente, aquellos que intentan eliminar
deliberadamente el punto de vista individual del sujeto que conoce, que
están concebidos como reglas que permiten establecer una distinción
adecuadamente nítida entre el productor de un enunciado y el procedimiento por el cual es producido14. El método científico tiene, pues, como
característica esencial su transparencia. El proceso de exposición de un
conocimiento debe expresar con absoluta claridad los pasos seguidos
para su adquisición. No hay método científico si no puede ser entendido
de forma intersubjetiva, a partir de principios universales.
Por otra parte, el método científico se basa siempre en la observación y
la observación tiene que dirigirse a objetos empíricos, que puedan ser
denotados por la experiencia15. El carácter de la observación es esencial
para la objetividad del método. Es cierto que no hay una «observación
pura» de los hechos, como creyó el primitivo positivismo. Toda observación de hechos está dirigida y precedida por el pensamiento formal, por
nociones y por convenciones lingüísticas. Es decir, no hay observación
de hechos sin hipótesis16. Todos los hechos de observación han de ser
luego recopiladas y representados formalmente.
Pero la observación científica no deja de tener, a pesar de todo esto,
perfiles de relativismo. Nadie puede negar que la observación de los hechos por el científico está condicionada en alguna manera, aun en las
ciencias más formalizadas y abstractas, por la psicología, la cultura y los
intereses. De ahí que el método científico haya procurado establecer
unas reglas de la «observación normalizada» y formas de contrastar la
adecuación de la observación a condiciones normales perceptibles intersubjetivamente. La ciencia posee hoy poderosos instrumentos para obviar los problemas de la subjetividad de la percepción17. Por tanto, la
cuestión de la fiabilidad de las observaciones no es sólo cosa de consenso, sino de resistencia misma de las observaciones aportadas a las
pruebas a que sean sometidas. La objetividad, pues, es una construcción18, o como se podría decir más sencillamente: la objetividad no es
cuestión de voluntad sino de método...19
Dos alternativas: deducción e inducción
La dicotomía más fuerte que se ha introducido de hecho entre las opciones metodológicas que la ciencia permite es la establecida entre el procedimiento deductivo y el procedimiento inductivo. Esa dicotomía es una
constante de la historia de la ciencia20. Tanto el inductivismo como el deductivismo tienen una larga historia en la filosofía del conocimiento.
El procedimiento inductivo es aquel que parte de la existencia de hechos
o realidades que presentan homologías, rasgos comunes, redundancias
suficientes como para establecer que hay entre tales realidades, hechos
o fenómenos, relaciones discernibles y permanentes que pueden ser definidas. El descubrimiento y definición de esas relaciones estables, que
pueden llegar a formularse en forma de «ley natural», es el objetivo del
método científico, según el inductivismo, bien tengan esas leyes validez
absolutamente universal o estén limitadas a un particular ámbito. Simpli17
14
J. Hughes, La filosofía, p. 29. Es una cita que el autor toma de W. Wallace, La lógica,
p. 11.
15
M. W. Wartofsky, Introducción a la filosofía de la ciencia, Alianza Editorial, Madrid,
1978, 2 vols., vol. 1, cap. 5, «La observación».
16
Ibidem.
18
A. Chalmers, La ciencia, p. 51.
Ibidem, p. 62. Véase J. Habermas, La lógica, «Neutralidad valorativa y objetividad»,
pp. 71 y ss., donde recoge los planteamientos de Weber.
19
G. Ferreol y P. Deubel, Méthodologie des sciences sociales, Armand Colin, París, 1993,
p. 11.
20
J. Losee, op. cit., pp. 155 y ss. Véase también D. Oldroyd, El arco, cap. 3.
ficando podría señalarse que el inductivismo va de los hechos -particulares a las generalizaciones por repetición: de los casos a la ley general.
El paso crucial en la explicación de los fenómenos a través del método
inductivo es el de la predicción de la universalidad de un comportamiento.
El método inductivo, que fue propuesto y sostenido por ciertos lógicos y
metodólogos del siglo XIX como John Stuart Mill, ha sido insistentemente negado como posibilidad de ser un método científico genuino por el
neopositivismo y por el racionalismo popperiano. C. G. Hempel ha tratado del papel de la inducción en la investigación científica y la descarta
como método apropiado de la ciencia 21. La inferencia inductiva, frente a
la deductiva, es aquella que partiendo de premisas que se refieren a casos particulares llevan a conclusiones, leyes o principios generales o
universales. Pero la verdad de las premisas no garantiza la verdad de la
conclusión, como se ha dicho. O sea, el problema es que siempre podrían aparecer nuevas evidencias que desmintieran una afirmación general
que se basa en el análisis de un conjunto finito de casos particulares 22.
La inducción supone que se poseen datos con anterioridad a la posesión de principios.
Por el contrario, el procedimiento hipotético-deductivo arranca del principio de que la multiplicación de ocurrencias de un fenómeno nunca puede probar la generalidad de la relación que aparece entre ellas. Por tanto, el método deductivo de descubrimiento no parte de la observación y
recopilación de los hechos, sino de la predicación «hipotética» de que
existen unas determinadas relaciones que han de ser contrastadas y verificadas. Normalmente se dice que el método deductivo es el que procede desde lo universal hasta lo particular, pero esta no es, desde luego, una buena definición. Lo que realmente sucede es que el método
deductivo pretende llegar a explicaciones de fenómenos como derivación de la existencia de ciertas leyes generales, que en este caso han
sido llamadas «leyes de cobertura» o «leyes de subsunción» - covering
laws- de cuyo intento de aplicación a la explicación histórica ya hemos
hablado.
El positivismo lógico se ocupó largamente del método y de la explicación
científica deductiva. Hempel es en ello un autor fundamental. El primer
capítulo de la conocida obra suya que estamos comentando lleva por título precisamente «La investigación científica: invención y
contrastación»23. En realidad, este trabajo de Hempel es un alegato en
favor del método hipotético-deductivo y una exposición de las dificultades más básicas de la inducción. Las hipótesis y la contrastación de las
hipótesis serían hitos tan esenciales en la investigación científica que
constituirían lo central de su actividad. Hempel dedica un amplio espacio
a la descripción de las etapas que llevan a la «contrastación» de una hipótesis24.
El hecho de que una hipótesis sea apoyada por un hecho cierto no prueba su veracidad, pero que sea desmentida por uno solo prueba su falsedad. Es lo que planteaba también K. R. Popper en su tesis central acerca de la «falsabilidad» de las proposiciones científicas. Si una sola implicación deducida de ella es falsa la hipótesis será falsa25. Si las premisas
de una argumentación no son verdaderas la conclusión es indefectiblemente falsa. Pero del hecho de que las premisas sean verdaderas no se
infiere que, deductivamente hablando, la conclusión sea consecuentemente verdadera. Una conclusión puede ser falsa aunque sus premisas
sean verdaderas26.
Se deduce de todo lo dicho que la manera de «contrastar» que una hipótesis sea verdadera no es sencilla. Las implicaciones contrastadoras
de hipótesis son de carácter condicional, es decir, «bajo ciertas condiciones». Esas condiciones pueden a veces reproducirse tecnológicamente. Por ello existe contrastación experimental. La experimentación
se emplea, sin embargo, no sólo como método de contrastación sino
23
24
25
21
22
C. G. Hempel, Filosofía de la ciencia natural, especialmente pp. 25 y ss.
Ibidem, pp. 26 y ss. Cabe afirmar, sin embargo, que con una inferencia deductiva,
como ya observara Popper, puede ocurrir esto mismo.
C. G. Hempel, Filosofía de la ciencia natural.
Ibidem, pp. 20 y ss.
M. Cohen y E. Nagel, Introducción a la lógica y al método científico, 2 vols.,
Amorrortu, Buenos Aires, 19907. (La obra fue originalmente publicada en 1961), 1, pp.
118 y ss. a propósito de los silogismos hipotéticos. Puede verse también W. Salmon,
Lógica, UTEHA, México, 1967.
26
Hempel, op. cit., p. 22.
también de descubrimiento. Hempel aborda detenidamente la cuestión
de la importancia de la experimentación en la ciencia, pero concluye que
ella misma no es toda la ciencia27. En la ciencia, casi siempre, las relaciones entre las hipótesis y sus implicaciones contrastadoras no son todo lo directas que parecen, sino que requieren de hipótesis auxiliares.
La importancia de las hipótesis auxiliares en la investigación es también
ampliamente destacada por Hempel28.
El método en la ciencia social
A la problemática general de la ciencia de la sociedad nos hemos referido ya. Podemos añadir ahora que pretender que existen dos tipos radicalmente distintos de «ciencia» lejos de resolver problema alguno no hace sino complicar inútilmente la dificultad ya ardua del conocimiento de
nuestra propia realidad humana. La ciencia social en su conjunto, y cada
una de las disciplinas particulares, tiene problemas meteorológicos que
son objeto de continuo tratamiento y de continua reconsideración. Ni
que decir tiene que la historiografía participa de muchos, o de todos, de
esos problemas genéricos y tiene también algunos otros particulares.
Ha sido, sin duda, la diferencia sustancial entre los dos grandes campos
de estudio, naturaleza y sociedad, la que ha planteado desde antiguo
los problemas más agudos, que se han tenido por dificultades casi insalvables, en la definición de un método de la ciencia social. Los problemas
del conocimiento social según el método científico se ha considerado
que eran de un doble carácter. Primeramente, de naturaleza ontológica.
Luego vendrían otro tipo de dificultades que tendrían más bien naturaleza operativa, instrumental, de aplicación concreta de particularidades del
método. Nos referiremos a ambas cuestiones.
27
28
La posibilidad de una aplicación sin más de los métodos de la ciencia
natural a la ciencia social es algo que ninguna metodología actual mantiene sin importantes matizaciones. De hecho, sólo los neopositivistas
mantuvieron sin distingos esa posibilidad. Pero parece que, en lugar de
hablar de la diferencia irreductible, o supuestamente tal, entre la naturaleza humana y la no-humana, podría hablarse mejor, como ha hecho J.
Habermas, de grados diferentes de desarrollo entre las ciencias, aunque
esa visión es rechazada por bastantes metodólogos antipositivistas. O
bien de diferencias entre unas ciencias con alto grado de generalidad y
ciencias de objetos más restringidos.
Un resumen de esas dificultades ontológicas señaladas podría establecerse en estos tres puntos:
1. La intencionalidad del comportamiento humano. El ser humano tiene
caracteres absolutamente más allá de la naturaleza no humana, de lo
que se derivaría la existencia del significado de todas las acciones humanas y de la reflexividad o capacidad del ser humano de reflexionar
sobre sí mismo.
2. La historicidad de los fenómenos sociales que impide hablar de una
verdadera redundancia de ellos, la inmersión en la temporalidad que hace que la experiencia humana sea acumulativa, no repetitiva. Esta es
una cualidad que no poseen, claro está, los fenómenos naturales, que
pueden tener historia, que tienen tiempo pero no «historicidad» como
cualidad subjetiva.
3. La complejidad de los fenómenos sociales en función del elevado número de variables que en ellos intervienen y de la opacidad de las relaciones e influencias mutuas que estas variables presentan. Los fenómenos sociales son difícilmente abarcables para su reducción a modelos
con un número bajo de variables, sin riesgo de que haya distorsión o
empobrecimiento de la realidad social-sistémica.
Ibídem, p. 42.
Se habla a veces, precisamente en relación con los problemas de explicación de lo
histórico, de un tipo de inferencia lógica llamada abducción, distinta de las otras dos y
que consiste, como estableció Aristóteles, en un razonamiento que parte de una
premisa mayor cierta y una menor que es sólo probable, siendo, en consecuencia, la
conclusión sólo probable. Este procedimiento fue desarrollado por el filósofo
pragmatista norteamericano Charles Peirce.
Pero, como decimos, a las dificultades incardinadas en la propia naturaleza de lo humano, pronto se añadieron las dificultades derivadas de los
problemas de conocimiento, las dificultades epistemológicas y metodológicas que estando ligadas, naturalmente, a las anteriores son traduci-
bles a un plano más formal e instrumental. Aun las posiciones más cientificistas han de reconocer que el estudio científico del hombre y la sociedad presenta problemas de índole distinta a los que plantea la naturaleza. Serían al menos estos:
1. Los derivados de la dificultad de observación. G. G. Granger ha dicho
que las ciencias sociales derivaban su primera dificultad metodológica
de la propia forma de la observación. En la observación de la naturaleza
funciona el aparato de la percepción, de los sentidos, mientras que en la
observación social se implica ya desde el principio todo un aparato mental, que permite hablar de que todo es «elaboración», es función de la
preparación ideológica29.
2. Los derivados de la no- neutralidad del objeto de estudio de la ciencia
social. El objeto que una ciencia social trata no es neutro. Se ha destacado por los metodólogos las especiales dificultades que presenta el hecho social, con respecto al cual ningún investigador puede tener una visión «externa». ¿Cómo podría el hombre ver la humanidad desde fuera?
La ciencia social es un pensamiento del hombre sobre sí mismo. Un
pensamiento autorreferente30.
3. Los derivados de la problemática de la objetividad. Puesto que todos
estamos implicados en la vida social no es posible con respecto a ella
una observación verdaderamente intersubjetiva, «neutra». Pero la condición de la ciencia es, precisamente, que el sujeto que conoce no esté
implicado en la cosa conocida. En ello estriba la consideración detenida
que siempre se ha hecho en las ciencias sociales del problema de la objetividad.
4. Los procesos de explicación y contrastación en las ciencias sociales
son tan dificultosos que algunos creen que tales ciencias nunca podrán
dar verdaderas explicaciones y tampoco, por tanto, establecer predicciones. La cuestión de las leyes de la vida social y del desarrollo histórico
está en el trasfondo de esta dificultad. La explicación en las ciencias sociales, la capacidad de este conocimiento para descubrir leyes en la rea29
30
G. G. Granger, Formalismo y ciencias humanas, p. 32.
Véase sobre esto J. Ibáñez, Del algoritmo al sujeto. Perspectivas de la investigación
social, Siglo XXI, Madrid, 1985, especialmente pp. 253 y ss.
lidad social, es una cuestión más problemática que en las ciencias de la
naturaleza.
Una recapitulación final de este género de dificultades que individualizan, desde el punto de vista del método, el estudio de los fenómenos
socio-históricos, nos llevaría a concluir que unas de ellas se refieren a
las dificultades «objetivas» -le experimentación, de disparidad cultural,
de reflexividad-; otras son de índole «subjetiva» -implicación sujeto/objeto, ideologías, subjetivismo en general-; otras, en fin, son «históricas»
-temporalidad, acumulación progresiva, no recurrencia o singularidad-.
Tales dificultades afectarían, por una parte, a la cuestión de la observación y por otra a la de la verificación.
La investigación social no ha dejado de plantearse, sobre todo después
del desarrollo creciente de los medios técnicos puestos a su disposición,
la verdadera relación que existe entre una gran capacidad para recoger
datos sobre la vida social -encuestas, censos, estadísticas de todo género, medios de comunicación, documentación histórica- y una capacidad más limitada de explicar todos los fenómenos de una forma teórica
satisfactoria, de una forma que excluya, cada vez más, las interpretaciones sesgadas, las manipulaciones de la información, etc. El problema de
la relación teoría-empiria es uno de los más presentes31. Con ello se relaciona estrechamente el problema general de la medición de los fenómenos sociales.
En términos globales, puede insistirse en que la generalidad de los problemas del método de observación y explicación de lo social estriba en
la gran cantidad de variables implicadas en esa realidad y, en consecuencia, en los problemas de medida y formalización. A pesar de todo
ello, poderosas corrientes metodológicas han insistido en que en términos absolutos ninguno de los problemas de método de las ciencias sociales es más insuperable que los que tiene la ciencia en su conjunto.
Existe, por último, el que, tal vez, es el problema más específico de toda
investigación científica de lo social: el de las técnicas de trabajo científico. Si bien es verdad que puede hablarse de unos componentes del tra31
F. Alvira et al., Los dos métodos de las ciencias sociales, Centro de Investigaciones
Sociológicas, Madrid, 1988, pp. 74-77.
bajo científico, del método científico, presentes en todos los casos, es
evidente que no puede hacerse y hablarse lo mismo de la transposición
de técnicas. La experimentación, la formalización matemática, la medida, son buenos ejemplos de estas dificultades genéricas bien conocidas
para la ciencia social.
Las «operaciones lógicas» del método en la ciencia y en la ciencia social
Aun existiendo notables diferencias entre los campos que estudian las
ciencias de la naturaleza por una parte y las de la sociedad por otra, ambas obedecen, naturalmente, a una misma lógica en las operaciones formales del método. La lógica de la investigación en las ciencias sociales
no difiere, ni puede diferir, en sus fundamentos, de la que preside la investigación en la ciencia natural32. Las afirmaciones en sentido contrario
son indudablemente un dislate. Puede no haber ciencia social, pero tampoco puede haber una ciencia con distinta lógica de la de la ciencia natural. Ese es el fundamento real para poder hablar de que, por encima
de las dificultades, ontológicas y epistémicas, que se presentan a la
ciencia del hombre, es posible un método científico-social de conocimiento. Pero otra cosa es, sin duda, la «práctica metodológica», como
veremos después.
En efecto, si la formulación de hipótesis de trabajo y el uso que se haga
de ellas puede no diferir mucho en unas y otras ciencias, es evidente
que en los procesos de observación- experimentación los mecanismos
son, por lo general, distintos. Las explicaciones en las diversas ciencias
pueden ofrecer también notables diferencias. Unas serán formalizadas,
matematizadas, y otras no. Hay ciencias que han de echar mano del recurso metodológico de la modelización como mecanismo explicativo,
mientras que en otros casos podrá intentarse la explicación causal. Es
indudable que en la cuestión metodológica en las ciencias de la sociedad no puede pretenderse el unitarismo.
La mejor forma, a nuestro modo de ver, de hacer una exposición introductoria del método científico en el estudio de la sociedad es aquella
que empieza prestando atención a las características del método de la
ciencia como el proceso general y formal de las operaciones de conocimiento. Justamente esa sería la forma de abordar primero la lógica del
método científico, aunque sea en su forma más elemental. Esta forma
es, desde luego, la adoptada por los estudios metodológicos que proceden de metodólogos, especialmente en la tradición neopositivista, de
bastantes de los cuales hemos hablado ya.
En un libro de carácter introductorio como el presente, nos parece que
no puede obviarse esa presentación somera de la lógica del método. La
investigación científica normalizada efectúa unas «operaciones formales», atraviesa unas etapas de su trabajo, unos «momentos» o «contextos», en secuencias, desde luego, que no tienen un orden inalterable o,
mejor, que no terminan necesariamente una para comenzar la otra 33.
Los «momentos» de una investigación científica pueden perfectamente
superponerse y el camino del uno al otro puede recorrerse en sentido
contrario en cualquier etapa de la investigación.
Las secuencia u operaciones lógicas del método
Entendemos aquí por operaciones lógicas de un método, o por fases
operativas de él, aquellas situaciones o momentos, aquellos estadios o
fases de la investigación, por los que atraviesa todo proceso de conocimiento que intenta descubrir relaciones reales entre los fenómenos o las
leyes de su comportamiento, que no son deducibles de la mera observación. Al hablar de fases debe huirse, hemos dicho, de pensar en ellas
como si se tratara de secuencias sucesivas u obligatorias, cronológicas
y ordenadas, del proceso de conocer. Debe, por el contrario, entenderse
que se trata de situaciones marco, o estados de una investigación, que
ni se producen necesariamente en el orden en que aquí las describimos
ni forman una cadena obligatoria, pero que sí, desde luego, son estados, por una parte, inexcusables de toda investigación científica y que
representan, por otra, operaciones con una ordenación lógica.
33
32
Q. Gibson, La lógica de la investigación social, Tecnos, Madrid, 1968, pp. 8 y ss.
M. Bunge, La ciencia, su método y su filosofía, Siglo XX, Buenos Aires, 1991, véanse
pp. 37 y ss., «¿Qué es el método de la ciencia?».
El resultado de todo proceso de conocimiento sujeto a un método es
siempre, desde luego, una explicación. Una explicación que en su grado
de mayor perfección es una teoría. También el conocimiento común
busca y da explicaciones; la cuestión está en la diferencia que existe,
precisamente, entre las explicaciones de sentido común y las de la ciencia: una diferencia de método que se traduce en el grado de fiabilidad
del conocimiento adquirido. Lo que deba entenderse exactamente por
«explicación», según la metodología científica, es cuestión que ya hemos abordado antes. De todos modos debe insistirse en que las explicaciones científicas obedecen a diversos patrones y responden más a la
índole de la materia estudiada que a la generalidad de los métodos.
En suma, según los más conocidos tratados de metodología de la ciencia, sea cual sea su orientación, su terminología concreta y el énfasis
que pongan en una u otra, establecen que todo procedimiento de conocimiento científico atraviesa siempre por estos momentos de una serie
de operaciones cognoscitivas que podemos llamar «momentos lógicos»,
fases, operaciones o «contextos»:
Hipótesis previas en las que se fundamenta el origen de una investigación; la fijación de los problemas de partida, las primeras explicaciones tentativas o los ensayos de explicación de ciertos fenómenos o anomalías es el mayor grado de aproximación que las hipótesis alcanzan.
Observación o descripción sistemática, estadio ocupado por el análisis, clasificación, taxonomización, definición, medida, etc., de las realidades presentes en un determinado campo o «universo» de estudio.
Validación o contrastación; es el momento de poner a prueba las hipótesis previas, de verificar si la explicación tentativa da cuenta de todos
los hechos, si explica o no nuevos fenómenos. Es, en el lenguaje clásico
de Popper, el proceso de la falsación. Las ciencias más desarrolladas
pueden aplicar la experimentación a la contrastación de hipótesis e, incluso, al experimento definitivo, experimento «crucial» que le llamó Popper.
Explicación, es decir, la operación de formular definitivamente se expresa en forma de una proposición o conjunto de ellas que pretenden
establecer una o varias leyes, y que en su grado más acabado establece una teoría, de la que pueden extraerse predicciones. Se entiende que
una explicación ha sido sometida a prueba y la ha superado. Pero en la
ciencia jamás hay una contrastación definitiva.
Las operaciones lógicas del método de las ciencias sociales tienen una
similitud esencial con las del método propio de la ciencia natural. Pero el
objeto social impone unas condiciones que hemos de comentar en la
propia aplicación del método. Existe, en primer lugar, en aquellas disciplinas que progresivamente han ido desarrollando un método y unas
técnicas que incluyen un amplio «trabajo de campo», una preocupación
constante por mostrar que siempre debe elaborarse un diseño de la investigación34. Una definición simple de ello es la de que «un diseño de
investigación es un plan de guía de la recogida, análisis e interpretación
de la información, datos u observaciones»35. Proyecto de investigación y
diseño de ella no deben confundirse; lo segundo está en estrecha dependencia de lo primero.
La operación de las hipótesis previas. Cualquier tarea de investigación
parte siempre de problemas irresueltos, de preguntas, de anomalías, de
aparición de nuevos fenómenos, cuyo contenido o cuya representación
formal pueden adquirir las más variadas formas36. La investigación parte
de experiencias o de conocimientos ya establecidos que no acaban de
responder a todos las interrogantes. Cualquier primera respuesta posible a fenómenos no explicados, el intento de poner orden en la definición de un problema que suponga nuevos planteamientos, con distintos
grados de elaboración, cualquier esbozo de explicación provisional, puede constituir una hipótesis de trabajo. Contra lo que muchas veces se
cree, la ciencia no parte de observaciones «de hechos», entendiendo
por ello realidades establecidas, sino de problemas o de preguntas sobre los hechos y de la formulación de explicaciones tentativas. La investigación científica deberá tender a poner a prueba esas explicaciones
previas o hipótesis.
34
Véanse a este efecto trabajos diversos de F. Alvira como, por ejemplo, Diseños de
investigación, en M. Latiesa, op. cit., pp. 17 y ss.
35
Ibidem, p. 17.
36
M. Cohen y E. Nagel, Introducción a la lógica, 2, p. 14, «Las hipótesis y el método
científico».
Toda formulación, más o menos elaborada, que pueda considerarse como respuesta a cualquier género de preguntas podemos considerarla
como una hipótesis de trabajo, destinada a orientar la investigación. El
objeto de la investigación, como dirá Popper, no es tanto intentar confirmar este tipo de explicaciones provisionales, las hipótesis, cuanto el de
intentar desecharlas, rechazarlas, al probar que no resisten la contrastación con los hechos. Uno de los grandes peligros de la investigación de
base hipotética es que en la mente del investigador se vayan elaborando hipótesis ad hoc, es decir, respuestas para problemas suplementarios que van apareciendo a fin de mantener en pie una hipótesis de partida, a la que se aferra su formulador, que se muestra inviable pero que
nos resistimos a rechazar como falsa37.
Aunque la hipótesis es el punto de partida lógico de toda explicación de
un fenómeno, en las ciencias sociales la creación de hipótesis es un momento muy multivalente del método y bastante complejo38. Es difícil formular verdaderas hipótesis, en principio, por el alto número de variables
que intervienen en los fenómenos sociales y por la dificultad de que
esas hipótesis sean verificables. Por ello, en las ciencias sociales aparece con frecuencia el uso de hipótesis alternativas: la formulación de más
de una, en principio, para explicar un mismo fenómeno39. El caso es que
sin hipótesis no se puede delimitar con claridad el campo de una investigación y, en consecuencia, no se puede diseñar correctamente. A la
construcción de hipótesis cada vez más afinadas contribuye, sin duda, el
avance del trabajo de clasificación de los datos, es decir, la construcción
de taxonomías y tipologías.
El problema del trabajo hipotético en la investigación científico-social es
fundamentalmente el de la tentación del trabajo meramente descriptivista, o tecnicista, que no intenta buscar verdaderas explicaciones y no se
preocupa de formular estas preguntas básicas con claridad. Por lo de37
La aparición de las hipótesis ad hoc y su nociva acción sobre la ciencia son descritas
con sencillez y claridad por A. Chalmers, ¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, Siglo XXI,
Madrid, 1987, pp. 26 y ss.
38
R. Boudon y P. Lazarsfeld, Metodología, I, pp. 47 y ss.
39
F. Pardinas, Metodología y técnicas de investigación en ciencias sociales,
Introducción elemental, Siglo XXI, México, 1970, p. 139.
más, las hipótesis nuevas pueden surgir, y de hecho surgen, en cualquier momento de la investigación.
La operación de la descripción y observación sistemática (el análisis).
En el desarrollo de una investigación científica, los hechos nunca son realidades dadas. Ninguna observación deja de estar dirigida por alguna
forma de teoría, por alguna pregunta orientativa. La observación no es
posible sino desde las preguntas previas y desde algún intento de respuesta. No existe, claro está, nada parecido a «hechos en bruto». La observación es ya una generalización, lo que equivale a una «proposición
que afirma una conexión universal entre propiedades»40. Existe una operación que es la de transformar observaciones, recuentos, mediciones
de fenómenos o de cosas, en datos que se relacionan con una cierta explicación o hipótesis, que la confirman o desconfirman. El método transforma los hechos en datos. El proceso de la transformación de los hechos de observación en datos de un problema es, naturalmente, la primera operación crucial de una investigación científica41. Y está claro
también que todo el proceso de la ciencia experimental ha de ser colocado en este contexto. En último extremo el experimento es una forma
de observación controlada.
El acopio de los datos constituye así un momento ya plenamente normalizado y decisivo en todo proceso de investigación. Necesita ahora el
mejor apoyo posible de las técnicas y nunca es una operación meramente mecánica. El acopio de datos requiere un control continuo del
sentido de las operaciones, una clarificación continua de los presupuestos por los que las informaciones que buscamos son considerados datos
de una explicación. De hecho, un dato es una información sobre el «estado» de una variable, es decir, sobre algo real que puede adquirir diversos valores y sobre su cambio y la forma en que cambia. Puede referirse también a las relaciones entre variables. El acopio de los datos debe
estar orientado siempre, por tanto, a partir de la elección de las variables
que el investigador considera significativas en su estudio.
40
41
R. Braithwaite, La explicación científica, Tecnos, Madrid, 1965, p. 22.
E. Tierno Galván, Conocimiento y ciencias sociales, Tecnos, Madrid, 1973 (reimp.). Cf.
pp. 29 y ss.
La generalización en los fenómenos sociales siempre presenta limitaciones espaciales, transculturales e históricas. Los problemas de la observación, del análisis y de la sistematización de los fenómenos sociales
son, sin duda, de los más discutidos en todas las posiciones metodológicas sobre el asunto. ¿Cómo acercarse a la realidad social «desde
fuera»? El problema de la «autorreferencialidad» es tan profundo que,
en definitiva, ello ha dado lugar a un progreso continuo de las técnicas
de observación de los fenómenos sociales. Un progreso continuo en los
«instrumentos» de observación, en el más amplio sentido, y un progreso
también en la propia consideración de lo que es y no es observación correcta. En las técnicas de observación se ha distinguido entre los sistemas de observación «directa» y los de observación «documental», como
veremos más adelante en detalle.
Entre los primeros, la entrevista, la encuesta, sobre todo, las técnicas de
observación participante -en sociología, psicología, psicología social, antropología, etc.- son hoy los decisivos42. La observación documental es
propia de todas las ciencias sociales y es el primer escalón de toda observación indirecta, mediata. El «documento» es siempre la huella de
una acción humana y, en ese sentido, se considera una observación secundaria; los grados en que esto sucede son, naturalmente, muy variados. Se considera que la «observación histórica», en el caso de ser admitida, es la más indirecta de todas. Existen muy diversos tipos de documentos: públicos y privados, periódicos o no, escritos o en otros soportes, todos los cuales tienen sus técnicas peculiares de explotación.
Por supuesto, el problema esencial de toda observación de fenómenos
sociales es el de asegurar su fiabilidad, problema de todas las ciencias,
pero muy nítido en las sociales43. No hay ninguna observación «espontánea» sino siempre dirigida por preguntas e hipótesis. El campo de observación es extremadamente disparejo, escasamente homogéneo; la
documentación social es amplia y variada; los datos sociales son de un
tipo cuya elaboración es el primer gran problema metodológico de la
42
43
M. Duverger, Métodos de las ciencias sociales, Ariel, Barcelona, 1962, pp. 198 y 281.
L. Festinger y D. Katz, eds., Los métodos de investigación en las ciencias sociales,
Paidós Mexicana, México, 1987 (ed. original de 1953), p. 236.
ciencia social. Por ello, la critica de las fuentes o procedencia de las observaciones es una parte importante del método en todas las ciencias
sociales. La observación no se reduce al acopio, sino que incluye también las operaciones precisas para la valoración de los datos en sí mismos, su previa definición, su clasificación y descripción.
Queda referirse, por último, a la cuestión de la medida, de la asignación
de valores numerales a los estados de las variables. Sin descartar la importancia de lo numérico, es preciso decir que lo cuantitativo o lo cuantificado no es la mera reducción de todo dato a números; oponer cualitativo a cuantitativo como procedimientos excluyentes es un mecanismo
nada infrecuente, pero en cuanto disyuntiva radical carece de sentido.
La operación de validación o contrastación. El intento de «destruir hipótesis», el proceso de la conjetura y la refutación del que habló Popper, o,
como se ha llamado también, de ensayo y error, es lo que lleva al método al momento de la contrastación o validación. Para aceptar que una
hipótesis explica realmente unos hechos es preciso contrastarla con la
realidad empírica para que quede validada. La validación de las hipótesis es, en definitiva, un momento crucial del método, probablemente el
definitivo, porque la hipótesis validada es la que consideramos una verdadera explicación científica. Pero la verdad es que una hipótesis no
puede considerarse nunca definitivamente validada. La validación del
conocimiento es considerada hoy por todas las metodologías como un
asunto no concluyente44 y la cosa afecta aún más a las ciencias sociales.
Por validación, contrastación o confirmación de una hipótesis o de una
propuesta de explicación, se entiende el procedimiento, y el resultado de
él, por el que se garantiza que unos hechos ajustan su comportamiento
a las predicciones que hemos hecho sobre ello bajo la forma de una teoría o ley. Validar una hipótesis significaría que no quedan sin explicar
hechos del tipo de los que tal hipótesis haya considerado. El proceso de
la validación, según las tesis popperianas, es el de la falsación, la búsqueda de nuevos hechos para intentar mostrar que la explicación pro44
Véase el tratamiento claro de este problema que hace A. Chalmers, ¿Qué es esa cosa
llamada ciencia?, especialmente cap. 6.
puesta no puede dar cuenta de ellos. Si da cuenta de ellos puede decirse que tal explicación ha sido confirmada. Si no da cuenta de uno solo
de ellos, la propuesta de explicación, la hipótesis, se revelará como inadecuada, como falsa. Pero está claro que la ciencia postpopperiana ha
destacado con fuerza las dificultades reales de una verdadera falsación45. La «confirmación de las teorías» es un asunto que nunca puede
darse por zanjado.
La gran cuestión implicada en el falsacionismo, o en cualquier otro procedimiento de validación, es la de que tales procedimientos podrían establecer cuándo una hipótesis es, en definitiva, falsa -en cuanto haya un
solo hecho que la desconfirme-, pero nunca pueden establecer de manera absolutamente concluyente que algún día no aparecerá un hecho
que lo haga. El falsacionismo establece la falsedad de una hipótesis, pero no puede dar fe de su absoluta veracidad. Sólo la lógica matemática
puede establecer verdades de esa índole, verdades absolutamente incontestables porque son verdades formales.
En las ciencias sociales la contrastación o validación de las explicaciones tiene problemas adicionales. La experimentación es la práctica metodológica admitida en la ciencia que parte del momento de la observación y que se convierte en el eje de la validación de las teorías o, vale
decir, de las hipótesis. Pero la experimentación es una tarea problemática en la mayor parte de las ciencias sociales. Hay ciertas ciencias sociales en las que el uso de la experimentación es hoy aceptado de forma
general: la psicología, ciertos aspectos de la sociología o la lingüística,
las técnicas educacionales, se prestan a experimentos dentro de límites
de validez discutidos, bien sean «de campo», bien «de laboratorio», bien
de «simulación»46.
La «reflexividad» de la condición humana hace que no haya ninguna experimentación de los comportamientos que no genere una autoconcien45
El problema de validez y aplicabilidad real de la falsación empezó a plantearse no ya
sólo desde algunos enemigos declarados del popperismo como P. Feyerabend, Contra
el método, Ariel, Barcelona, 1974, sino desde las posiciones de los mismos discípulos y
epígonos de Popper como Lakatos, Musgrave, Feigl y también desde las de Kuhn.
46
Festinger y Katz, op. cit., pp. 104 y ss. y 137 y ss.; y R. Mayntz, K. Holm, y P. Hübner,
Introducción a los métodos de la sociología empírica, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p.
239.
cia de ello y modifique la naturaleza del comportamiento. El experimento
altera la realidad en un grado que no se presenta en los experimentos
con la realidad natural. Estos problemas conocidos no han impedido el
continuo perfeccionamiento de las técnicas experimentales a algunas
materias mientras que les están vedadas a otras entre las que se incluyen la geografía, la economía y, como es obvio, la historiografía47.
La imposibilidad de experimentar no es, sin embargo, un obstáculo absoluto para el desarrollo del conocimiento social. La validación de las hipótesis puede obtenerse por otros caminos metodológicos que permiten
un suficiente análisis causal de los fenómenos o una inferencia estadística. Aludimos, justamente, a los dos mecanismos básicos que han permitido el progreso de las teorías económicas, sociológicas, demográficas y
geográficas, entre otras48. La comparación, en fin, constituye también
otro de los grandes recursos de las ciencias sociales frente a las dificultades de la experimentación. En tal caso nos encontramos con la posibilidad de intentar algún tipo de «generalización histórica». Fenómenos de
fuerte recurrencia histórica y con posibilidades de delimitación suficiente
-la violencia, urbanización, natalidad, delincuencia, etc.- son susceptibles de esas generalizaciones comparativas.
Es evidente que esto no resuelve todos los problemas de la explicación
en las ciencias sociales. Piénsese en una tesis como la referente a la
existencia de la lucha de clases: ¿mediante qué mecanismos, qué prácticas metodológicas, qué técnicas, es posible presentar sistemas de
comprobación de las hipótesis de este tipo? Las ciencias sociales tienen
que acudir a explicar ciertos fenómenos, mejor o peor conceptualizados,
a través de mecanismos indirectos, del comportamiento de indicadores
más simples, o a través de explicaciones que no pueden pasar de lo
cualitativo.
La operación de explicación. Sea cual sea el momento del proceso metodológico en el que intenta formulársela, la explicación es lógicamente
el resultado final de todo intento de conocimiento científico. La explica47
48
R. Mayntz, K. Holm y P. Hübner, op. cit., p. 219.
Un ejemplo de ello en la economía es el progreso de la econometría. Cf. J. Tinbergen
y H. C. Bos, Modelos matemáticos de crecimiento económico, Aguilar, Madrid, 1966.
ción de un fenómeno, o de un cierto conjunto de relaciones entre cosas,
es el descubrimiento de formas características de alguna realidad, de
sus regularidades, sus causas y la posibilidad, pues, de establecer predicciones sobre lo que ocurrirá a partir de ciertas condiciones. La explicación, y la forma más perfecta de ella, la teoría, constituyen asuntos
fundamentales en la epistemología, a las que ya nos hemos referido.
En principio, es preciso distinguir entre explicación e interpretación de
una realidad y, por otra parte, es preciso establecer también cómo ambos resultados se comportan a la hora de la validación de sus enunciados. Una interpretación no es mucho más que una hipótesis, que admite
la existencia de otras alternativas y que no se somete a una validación
rigurosa. La explicación, por su parte, pretende tener valor excluyente,
ser confirmada, y no supone otras alternativas con las que pueda convivir si no es a través de su propia superación. Si existen alternativas a
una explicación la confrontación entre tales alternativas es inevitable y,
en condiciones dadas, una resultará más explicativa que otra.
Como hemos señalado ya, existen diversos tipos de explicaciones establecidos y caracterizados por los epistemólogos: causales, teleológicas,
genéticas o funcionales. Las ciencias sociales, sin embargo, se enfrentan a notables dificultades para dar explicaciones completas, y la causalidad en los fenómenos sociales ha sido el aspecto más debatido. Las
ciencias sociales se enfrentan, pues, a la dificultad de conseguir explicaciones en el sentido científico «duro» de la expresión, que incluyan la
capacidad de predicción. Explicaciones que incluyan, en definitiva, leyes
universales o leyes probabilísticas controladas. Se señala también la
propia naturaleza de la acción humana, dotada de intenciones y dirigida
por motivaciones, como el obstáculo fundamental para el establecimiento de leyes y, por tanto, de predicciones sobre la conducta humana. De
ahí la búsqueda de sistemas de explicación, de respuestas a los porqués, que no manejen la idea de causa sino las explicaciones contextuales, sistémicas, acudiendo, en muchos casos, a la construcción de
modelos explicativos.
La formulación de hipótesis y su puesta a prueba son los fundamentos
de la operación de explicar y, a su vez, todo ello tiene como operación
previa la construcción de generalizaciones empíricas. Hipótesis, obser-
vaciones y experimentaciones pretenden siempre establecer explicaciones y lo que llamaremos contrastación o validación es, en realidad, la
confirmación de una explicación. Y, como una pescadilla que se muerde
la cola, el problema de las ciencias sociales regresa al origen y llega a
un punto anterior: la posibilidad y validez de la generalización. Una explicación verdadera tiene que trascender el orden de proposiciones que se
reiteren al cómo de los fenómenos para dar cuenta de su porqué. Una
explicación puede no ser completa pero puede ser un esbozo valioso si
establece al menos, con claridad, las siguientes cosas:
- A qué hechos se refiere de manera inequívoca.
- Cuáles son los problemas que presentan tales hechos.
- Cuáles son los principios desde los que pueden ser explicados.
Muchos intentos de explicación en las ciencias sociales no pasan de este nivel.
Este es, en suma, el modelo ideal del proceso metodológico que durante
mucho tiempo ha sido el canon aceptado en la filosofía de la ciencia y
que, como tal, se ha tenido por el único reproducible en la ciencia social.
Ello no oculta las dificultades. Por lo pronto, existen aquellas que obstaculizan la necesidad de probar que unos hechos obedecen realmente y
sin desviaciones a una hipótesis explicativa; la complejidad de los fenómenos sociales no permite casi nunca una contrastación nítida de las hipótesis y de las teorías. Con ello resulta que en las ciencias sociales rara vez se producen verdaderas teorías.
Por lo demás, en las ciencias sociales la misma observación de los hechos es ya el primer problema, siendo perturbada por muy distintos géneros de dificultades, desde las subjetividades del observador hasta la
continua movilidad de la realidad. Con estas peculiaridades se ha relacionado la especial significación que el experimento tiene en las ciencias
sociales. Y, sin embargo, como modelo general de la forma en que el
científico se enfrenta con la realidad a estudiar esta descripción del procedimiento metodológico sigue siendo válida. Pero no puede hacerse de
ella un dogma.
En definitiva, entre las posibles esquematizaciones gráficas del proceso
lógico-ideal del método científico podría figurar la que proponemos49 en
este cuadro:
nuevos, más ricos. Eso es lo que podemos entender por progreso científico.
Método, prácticas y técnicas
CUADRO 5
Estadios lógicos del método de la ciencia
Este esquema atiende a mostrar no sólo que el procedimiento científico
presenta unos ciertos estadios «canónicos», más o menos flexibles, sino
sobre todo que el resultado de la ciencia nunca es, ni puede considerarse, un conocimiento definitivo, irrebatible. Al contrario, la ciencia progresa únicamente gracias a la discusión perenne de los conocimientos adquiridos, de forma además que ese progreso presenta una forma parecida a la de una espiral, de la misma forma que representaba el progreso
histórico Gianbattista Vico. El progreso del conocimiento es circular y lineal a un tiempo. Unas teorías engloban a otras, las completan, no las
eliminan, pero ello hace que el conocimiento pase a estadios cualitativos
49
Pueden ser muy útiles también, aunque algo más complicadas, las que se muestran
en el libro citado de W. L. Wallace, La lógica, pp. 22 y 26.
La elucidación de las características generales del método en la ciencia
social se ve muchas veces entorpecida por equívocos que hacen la
cuestión más opaca de lo que es en sí. Un problema real es que bastantes veces falta en absoluto entre lo científicos sociales una idea clara y
única de lo que quiere decirse cuando se habla de método. Es frecuente
el equívoco ya mencionado entre método y técnicas, haciendo un uso
indiscriminado de ambas palabras para referirse al trabajo científico. La
idea genérica de lo que es método, tal como ha quedado expuesta líneas arriba -o cualquier otra idea genérica alternativa-, suele aparecer con
harta frecuencia confundida con, o diluida en, la de «corrientes metodológicas», o, lo que es peor, confundida con lo que no son sino «prácticas
metodológicas» que constituyen una parte del proceso metodológico entero.
Esto puede ejemplificarse en ciertas exposiciones que se hacen a veces
de la multiplicidad de «métodos» empleados en sociología o en historiografía. Hablar, por ejemplo, como hace algún autor, en libros muy empleados, de la existencia en sociología de un método histórico, uno
comparativo, otro crítico- racional, el cuantitativo y el cualitativo es, sencillamente, y por múltiples razones, un despropósito 50. Estas «cinco
vías» de acceso a la realidad social de que se nos habla ni tienen todas
en absoluto la misma categoría lógica y metodológica, ni son
«métodos», ni se encuentran correctamente descritos. Si se parte del
supuesto, que creemos correcto, de que el método es un conjunto de
principios reguladores, «método sociológico» no hay más que uno, da50
La discusión que aquí se plantea es con el trabajo de M, Beltrán, «Cinco vías de
acceso a la realidad social», tal como aparece en el libro de M. García Ferrando, J.
Ibáñez, y F. Alvira, El análisis de la realidad social, pp. 17-47. Estamos ante un libro
hecho por sociólogos, de temática muy completa, donde reina un confusionismo
general de propuestas y de conceptos. Método, técnicas, instrumentos y teoría,
aparecen todos sin la suficiente delimitación y, en realidad -con excepción de las
colaboraciones del malogrado Jesús Ibáñez-, se trata de un catálogo de técnicas. Aun
así, en la historiografía española no hay nada parecido a un libro reciente de este tipo.
do, por lo demás, que una disciplina se constituye, precisamente, cuando posee un método. Una disciplina enfoca o ha de enfrentarse a una
realidad en último extremo unívoca y delimitada, y que ella procura homogeneizar aún más, aunque presente diversos aspectos o áreas de fenómenos.
En el nivel de generalidad adecuado a la forma de conocimiento que llamamos científica, podemos hablar de un método específico y único de
ella. Ahora bien, incardinado como parte o área particular del «método
científico», cada disciplina en particular tiene, sin duda, un método propio, específico, que ha de poseer en la forma adecuada unas características comunes del método científico como un todo y otras específicas de
la disciplina.
Así, verbigracia, tanto a la sociología, como a la economía o psicología,
puede interesarles elaborar explicaciones nomológico-deductivas u obtener grandes masas de datos organizados a través de encuestas; pero
es más que probable que a la economía no le interesen las «historias de
vida» y a la psicología las «técnicas econométricas». En ese orden de
conceptos, en el terreno de la ciencia social, puede hablarse de un método «sociológico», como de un «método antropológico», «geográfico»,
«económico» y, a salvo de los problemas que venimos mencionando y
de lo que diremos después, de un método histórico. Y tales métodos
tendrán partes comunes a todo el método científico-social y partes específicas.
En el terreno de los principios lógicos nada distingue a esos métodos
unos de otros. Todos elaboran hipótesis, observan la realidad, «explican», contrastan y formulan leyes. ¿En qué se diferencian, pues, los
métodos de las disciplinas concretas? En principio, en los sistemas de
observación de la realidad, en el tratamiento empírico de sus objetos,
habida cuenta de que cada disciplina parte ya de la conceptuación precisa de un objeto teórico que es el que la define primordialmente. Y, en
segundo lugar, en los procesos de contrastación de hipótesis. La sociología, economía, geografía, psicología, lingüística e historiografía, por
ejemplo, tienen objetos distintos, pero ¿tienen métodos distintos? Todas
trabajan sobre el «campo de lo social», pero construyen en él «objetos»
diversos. Por tanto, en sentido estricto decimos que sí. En sentido lato,
si son consideradas «ciencias», todas tienen que aplicar el método científico. ¿Qué es lo que las distingue entonces? Algo a lo que llamaremos
las prácticas metodológicas que aplican de manera prioritaria cada una
de ellas.
Así, lo que distingue verdaderamente a unas disciplinas de otras son las
prácticas metodológicas que emplean. Bien es verdad que una disciplina
puede aplicar prácticas diversas de forma paralela: la comparativa, la
histórica, la formalizadora, etc. Prácticas metodológicas son, esencialmente, los conjuntos de reglas sistematizadas para la observación eficaz y el mejor análisis de la realidad estudiada y para la validación o rechazo de hipótesis. Las prácticas metodológicas se incardinan, pues,
esencialmente en la operación o momento lógico de la observación y
sistematización de la realidad. Es decir, en el mismo lugar del método
donde tienen su función también las técnicas. Colocar en el mismo plano metodológico lo «histórico», lo «crítico-racional» y lo «cuantitativo»,
verbigracia, es una evidente confusión. Cuando menos, se están mezclando métodos típicos con prácticas metodológicas, como ocurre con
«histórico» y «comparativo», cuando no con simples técnicas. Lo que se
llama método crítico-racional alude, en realidad, a un problema gnoseo-
lógico, no de método. Y lo cuantitativo y cualitativo son, ante todo, técnicas.
Realmente, la existencia de vías distintas de aproximación a la investigación de la realidad social no autoriza a hablar de la existencia de diversos «métodos» en las ciencias sociales, sino de variaciones perfectamente explicables en función de las disciplinas concretas. Es decir, de
diversas prácticas metodológicas. No son los objetos de estudio los que
determinan el método, como hay quien mantiene equivocadamente, sino
que el investigador tiene en cada momento que aplicar las técnicas más
eficaces. Los principios lógicos del método tienen una validez general en
toda investigación social y, por supuesto, en la historiográfica. Pero ello
no excluye que cada disciplina concreta presente sus propias especificidades y adaptaciones.
A veces, las propias prácticas metodológicas se encuentran mal descritas. Así, la que se llama «método histórico» tiene poco que ver con el
verdadero método histórico o «método historiográfico». El método histórico es el que emplea la historiografía y no se reduce, obviamente, a la
reconstrucción de los antecedentes de un determinado problema. Estudiar, por tanto, el desarrollo temporal de una determinada variable social, o los cambios de un fenómeno social total, en el lenguaje de Gurvitch, o lleva, a través de procedimientos más complejos, a una verdadera reconstrucción historiográfica, o es simplemente una secuenciación
temporal, no un «método histórico».
El cuantitativismo -cuestión sobre la que habremos de volver-, por su
parte, no es un método. No existe, sin más, una contraposición entre
métodos cuantitativos y métodos cualitativos. Cuantificar variables es
una opción en el momento de la observación científica, opción que puede depender de una decisión entre varias alternativas. Así, mientras que
el uso de procedimientos de observación y contrastación cualitativos
puede ser producto de una opción voluntaria del investigador o una imposición de la necesidad o de la imposibilidad de tratar ciertas realidades de otra forma, la cuantificación es siempre una opción optimizadora
que se escoge entre otras varias. Pero el cuantitativismo o el cualitativismo son tipos de trabajo o de instrumentaciones que se emplean en una
parte del método, pero no son en sí mismos métodos. Lo propio puede
decirse de la comparación. Hay métodos que emplean o no la comparación, que es cosa distinta. Y cuando se habla de método crítico-racional
estamos ante mucho más que un método: sencillamente ante una teoría
completa de la ciencia.
En resumen, en la cuestión de los métodos de las ciencias sociales conviene establecer una clara jerarquía de conceptos que debe reflejarse
igualmente en el lenguaje. En términos sólo muy genéricos puede hablarse de un método científico, cuya multiplicidad de opciones es evidente y cuya dispersión también, pero que tiene una única lógica de fondo. Es una equivocada trivialidad decir que no existe «algo que pueda
ser llamado sin equivocidad el método científico». Si esa dificultad de la
dispersión del concepto de «método», que es cierta, no fuera resoluble,
no podríamos hablar de la existencia de la ciencia.
Puede luego hacerse una primera distinción interna en tal método general hablando de un método científico- natural y de un método científico- social, en función de las diversas complejidades del objeto, el mundo
humano y el mundo no humano, y de la propia perfección de las explicaciones de su objeto que las diversas ciencias son hoy capaces de dar.
En un nivel de mayor concreción y particularidad pasaríamos a hablar
de método de las disciplinas concretas: matemático51, sociológico, químico e histórico, por ejemplo. No es lo mismo la física que la economía,
ni ésta que la biología, ni la psicología que la historiografía.
En el contexto de ese método científico discernible hablaríamos de la
existencia de diversas prácticas metodológicas. Las prácticas metodológicas son formas de acceso a la realidad empírica en función de la naturaleza de las hipótesis y de las características de la realidad o de la
orientación misma de una investigación. Las prácticas históricas -mucho
mejor llamadas procesuales-, comparativistas, experimentales, interdisciplinares y bastantes otras posibles, son adecuadas a la investigación
en ciencias diversas, tanto naturales como sociales o formales. Es posible hablar del énfasis que esas disciplinas concretas ponen en un deter51
Y nada más oportuno en este momento que hablar de la distinción entre método de
la ciencia matemática y de la «matemática» como instrumento metodológico de uso en
muchas ciencias.
minado momento o proceso preciso del método, o en algún instrumento
o factor analítico o formal, para que sean preferibles unas prácticas a
otras. Cantidad, cualidad, comparación, experimentación, informatización, trabajo de campo, etc., son instrumentos de un método concreto y,
en función del énfasis que se les conceda, puede hablarse de escuelas
o corrientes metodológicas.
Por último, queda en otro plano lo que son las técnicas de investigación,
que podemos adelantarnos ya aquí a definir como conjuntos articulados
de reglas para transformar los «hechos» en «datos». Sobre ellas volveremos de forma más detallada al hablar del método historiográfico. El
confusionismo que se introduce con harta frecuencia entre método, partes y prácticas del proceso metodológico, corrientes, instrumentos y técnicas tiene, sin duda, mucho que ver con las dificultades reales de conceptuación de la realidad con las que las ciencias sociales han de vérselas muchas veces.
Un esquema de esa argumentación es lo que intenta exponer gráficamente este cuadro:
CUADRO 6
Método, prácticas metodológicas y técnicas
La historiografía ha recibido abundantes préstamos metodológicos y técnicos. Entre ellos, la atención a la cuantificación, el análisis de las estructuras sociales, las creaciones simbólicas, los problemas del poder,
entre otras muchas cosas, son direcciones del estudio acompañadas
generalmente de sus propios medios de exploración, que han venido
desde fuera, de la sociología, la antropología, la politología o la economía. Pero es preciso destacar que toda disciplina debe crear su propio
método, aun cuando el estímulo para ello proceda del exterior. No puede, en consecuencia, haber disciplina bien fundamentada de la historiografía sin la creación de auténticos métodos específicos para el estudio
de lo histórico. Decir esto en modo alguno representa un desconocimiento o un repudio de lo mucho que nuestra disciplina debe a otras.
La exposición que vamos a hacer aquí de los fundamentos del método
historiográfico sigue estrechamente la pauta de lo que se ha expuesto
antes a propósito de las ciencias sociales en general. Creemos que estas dos exposiciones simétricas son la mejor forma de transmitir esta
idea central de que el historiador trabaja lo mismo que cualquier otro investigador social. Si bien, en un plano disciplinar, el historiador se encuentra con algunos problemas especiales derivados de su objeto de
estudio que dan a su método algunos rasgos característicos.
2. LA NATURALEZA DEL MÉTODO HISTORIOGRÁFICO
Lo genérico y lo específico en el método historiográfico
El método historiográfico puede entenderse también en función de otra
doble perspectiva, paralela a la que ya hemos expuesto líneas arriba. Si,
de una parte, investigar la historia es investigar una dimensión de la sociedad y, en tal sentido, el método historiográfico es una parte del método científico- social, por otra, reconstruir la historia, reconstruir ciertas
historias particulares, es, a su vez, una de las alternativas metodológicas, de las prácticas, de las que hemos hablado antes, con las que
cuenta el conjunto de las ciencias sociales. No hay dificultad alguna en
admitir, naturalmente, que hay un método historiográfico en sentido estricto, que es el que da su carácter propio a la disciplina de la historiografía, pero que «método histórico», como hemos visto, es, en realidad,
una práctica metodológica que, aún de forma bastante desvirtuada, aplican otras ciencias sociales en sus investigaciones.
Se ha repetido reiteradamente que el obstáculo principal para que sea
posible una investigación de la historia en términos de método científico
deriva del hecho de que la historia se compone de procesos «únicos»,
o, dicho con mayor propiedad, «singulares» y que, en esas condiciones,
donde no hay «regularidad» en los fenómenos no puede haber estudio
científico. Pero, sin duda, pueden constatarse también otras dificultades.
Se ha dicho que la historia no puede «observarse» de forma directa y
que por ello tampoco puede ser estudiada científicamente. Con la historia, como con otros muchos aspectos del comportamiento humano, no
puede «experimentarse» y, en consecuencia, tampoco puede hacerse
un estudio empírico real, lo que es básico para que pueda hablarse de
método científico. En definitiva, el comportamiento temporal de la reali-
dad humana, que es la clave de la historia, es muy difícil de encuadrar
en explicaciones teóricas, de validez universal, lo que es otra de las connotaciones de la ciencia, y ello hace que para muchos el estudio de la
historia se aleje de la imagen correcta de un conocimiento científico.
Las dificultades que nombramos son perfectamente reales, innegables.
Coinciden, justamente, con algunas que hemos señalado como propias
de la naturaleza de lo humano: las dificultades de la observación, de la
experimentación, el papel de la temporalidad, etc. Pero, en realidad -y
esto conviene tenerlo muy en cuenta-, uno de los mayores problemas en
la construcción de nuestra disciplina procede precisamente del erróneo
enfoque que ha considerado durante mucho tiempo, y sigue considerando, que la «historia» (la historiografía) es una forma de conocimiento sui
generis. Ello quiere decir que el conocimiento histórico es una forma específica de conocer, que no puede ser encuadrado dentro de la ciencia,
de la filosofía o de otra forma de conocimiento establecida, que es una
forma de conocimiento aparte, de la misma categoría, que esas otras.
Ya conocemos lo que esto ha supuesto de negativo en las corrientes de
la historiografía «tradicional», en el historicismo, en el idealismo en la línea de Croce y de Collingwood hasta llegar a Ricoeur, y en ciertas corrientes anglosajonas como puede ser la filosofía analítica de la historia.
Hayden White ha señalado que fue J. G. Droysen el primero que insistió
en que la historia era un tipo de conocimiento distinto de todos los demás52. Si se acepta tal premisa, la temática del conocimiento y del método historiográficos se encuadraría así en un sistema de conocimiento
distinto y divorciado de los que llamamos «de lo social». Pero, por nuestra parte, hemos insistido a lo largo de todo este texto en que la historiografía, el conocimiento de la historia, se encuadra, sin ninguna duda,
dentro del conocimiento de lo social. Es conocimiento de la sociedad.
Esto resulta crucial para un entendimiento de lo que, en nuestra opinión,
caracteriza el método histórico.
Si la historiografía puede establecer con claridad que existe un objeto
histórico53, de ello debe inferirse que existe también un método capaz de
investigarlo. La definición del objeto y el método para su investigación
son dos extremos que no pueden separarse, que se imbrican mutuamente. Podría ser, en efecto, que el conocimiento de la historia fuera
una cuestión sui generis, absolutamente ajena a cualquier otra práctica
de conocimiento y que, por tanto, hubiera de tener también un método
enteramente autónomo, la construcción del discurso narrativo, por ejemplo. Sin embargo, nosotros hemos mostrado que lo histórico es un atributo de lo social y que, por consiguiente, su estudio, y el método para
ello, tendrá que estar incardinado dentro del ámbito de lo social. La sociedad es el sujeto de la historia.
Pero nadie niega tampoco al método histórico su especificidad. Y, si ello
es así, ¿cuáles son sus connotaciones? Para responder a esto podemos
emplear un orden de ideas enteramente análogo al que hemos puesto
en práctica al hablar de las ciencias sociales. Las primeras peculiaridades y dificultades detectadas en un posible método histórico procedían
de la naturaleza misma de lo histórico. Recuérdese que la inespecificidad de los «hechos históricos» fue agudamente percibida por C. Seignobos; lo histórico en un hecho no era otra cosa que una connotación «referente a su posición» en el tiempo. No cabe duda, obviamente, de que
la dificultad de captar lo histórico es igualmente la primera que se percibe también para establecer un método.
El método historiográfico, ya lo hemos señalado, tiene así una parte genérica que coincide con el método de la ciencia social en general. No es
posible conocer la historia sin alguna forma de generalización. Porque la
historia no es el puro registro de la diacronía en los fenómenos humanos. No hay unas «leyes» de la historia, pero de ahí no se sigue, tampoco, que el objetivo del conocimiento histórico no pueda superar el plano
de lo descriptivo. En realidad, lo que el método historiográfico tiene de
genérico, es decir, de plenamente coincidente -al menos en sus rasgos
más básicos- con el método de la ciencia social estriba en:
52
53
H. White, El contenido, capítulo dedicado a Droysen.
Véanse los caps. 4 y 5.
a) Que es captación de sociedades, de sistemas. El «evento» es una
«manifestación de estructura».
b) Que no es simplemente una ciencia del comportamiento humano, sino de las estructuras que se crean, o se destruyen, más allá de las intenciones de la acción humana.
c) Que hay un método específico de la historiografía, pero no sui generis.
Por el contrario, el método historiográfico tiene de distintivo, de particular, de específico:
a) Que el tiempo, la temporalidad, el cambio, es el determinante, el condicionante esencial de su investigación.
b) Que para poder hablar de regularidades, la historiografía tendría que
proceder siempre a través del establecimiento de claras tipologías entre
los «hechos» históricos, por la inespecificidad de la que hemos hablado.
c) Que la descripción (en forma de relato o no) ocupa en el método histórico un lugar de gran relieve. Que la descripción histórica sea esencial
en el análisis histórico, aunque en forma alguna sea lo exclusivo, explica, sin embargo, que la historiografía se haya quedado muchas veces
en mera descripción.
Objetivos e instrumentos en el método historiográfico
Si desde este plano general nos adentramos después en las peculiaridades más internas, más distintivas, del método de la historiografía, podremos señalar que ellas derivarían de dos tipos de realidades. En primer
lugar, de la naturaleza de su objeto, es decir, serían determinaciones del
método histórico condicionadas por las dificultades ontológicas de su
objeto. Así:
1. El objeto histórico tiene, por definición, como determinación intrínseca
la temporalidad. Seguramente, en el contexto general de la investigación
de lo social, esta es la particularidad más radical de lo específicamente
histórico. Por ello, el método histórico no puede hacer abstracción jamás
del comportamiento temporal-secuencial -cualquiera que sea la forma
de interpretar la «secuencia temporal»- de los fenómenos sociales. No
puede decirse con propiedad, ya lo hemos advertido, que el mero estudio del pasado sea ya un estudio histórico. Raymond Aron expuso una
idea en este sentido equívoca: para él, la diferencia esencial entre sociólogo e historiador es que el uno estudia en el presente las cosas que el
otro estudia en el pasado54. Tal distinción es insuficiente; la diferencia
verdadera es la diferente consideración que uno y otro están obligados a
hacer de la variable tiempo.
2. El estudio de la historia tiene, naturalmente, como su objeto teórico
preciso, la consideración de la historicidad. ¿Cómo y en qué medida el
proceso aprehensible de lo histórico expresa la historicidad? En realidad, la respuesta a esta pregunta es el problema que subyace en la dificultad de trascender una mera historia de «acontecimientos». Porque la
historicidad no es en este caso ya sólo una cualidad intrínseca al objeto
estudiado, un presupuesto, como en el caso de las demás ciencias sociales, sino que es el objeto fundamental del estudio de la historia, siendo la historicidad una de las condiciones de la naturaleza humana más
difíciles de aprehender.
3. Otro más de los problemas máximos del método historiográfico es la
fijación de lo que debe entenderse, en el plano teórico y, por consiguiente, en sus consecuencias metodológicas, por singularidad del devenir
histórico. La unicidad y singularidad de todo el devenir de la historia es
una de las más destacadas notas que los filósofos han captado. Se ha
dicho que lo histórico es «lo concreto», «lo único», lo que realmente ha
sucedido. La singularidad de los fenómenos y los estados en el devenir
humano constituye, sin embargo, una cuestión que se presta a interpretaciones muy diversas. Ella constituye el fundamento tanto de la negación de la posibilidad de una «ciencia» de la historia, como de la afirmación de que la historia es la realidad más global que hay en el mundo y,
como tal, la más universal; la historiografía sería por esa circunstancia la
«casi» única ciencia de lo humano, según decía Gianbattista Vico.
4. Aunque parezca paradójico, la singularidad del devenir se acompaña
de la generalidad de lo histórico como cualidad de las cosas. Todo es
54
R. Aron, Dimensiones de la conciencia histórica, Tecnos, Madrid, 1962, p. 29.
histórico, todo está afectado por el tiempo y, en sentido absoluto, ontológico, todos los hechos que afectan al hombre son objeto de la historiografía. Lo histórico es inespecífico, es cuestión de su ordenamiento temporal no de una tipología. Por ello, el problema metodológico típico de la
historiografía es el tan manoseado asunto de cuáles «hechos» debe tener en cuenta el historiador y cuáles no. Como ya sabemos, el problema
real es cómo construir el discurso histórico, no cómo seleccionar los hechos históricos.
Estos cuatro puntos, cuando menos, podrían resumir cuáles son los
principales problemas metodológicos que se derivan de la naturaleza
misma del hecho u objeto socio-histórico. Se trata de dificultades que
tienen, tal vez, más entidad, más calado, que las que afectan a los objetos de otras ciencias sociales particulares.
Pero, además, a las peculiaridades ontológicas se suman en la realidad
histórica también aquellas otras que afectan al método desde el punto
de vista de las dificultades, instrumentales, desde el punto de vista propiamente operativo, cognoscitivo. En este sentido, las especificidades
del método histórico podrían ser caracterizadas así:
1. Siendo lo histórico el resultado del comportamiento de los fenómenos
sociales en el tiempo, el material empírico sobre el que la historiografía
trabaja consiste en una proporción muy alta, en restos. Pero no, desde
luego de una manera absoluta55. Los documentos históricos pertenecen
por lo general a esa categoría de cosas. A la inmensa mayoría de los fenómenos que conforman la historia los conocemos por las huellas que
han dejado, puesto que se han producido en un tiempo anterior al nuestro. Por tanto, en la investigación de la historia, el «documento
indiciario», y no la observación del fenómeno mismo, es la «fuente de información» por excelencia. Pero de esto no debe hacerse en forma alguna un mito, como hace la historiografía tradicional y algunas corrientes actuales. Hay que decir que se trata de una peculiaridad que se presenta también en todas las otras disciplinas sociales, aunque no con la
importancia, la centralidad, que en la historiografía. Por ello no es extra55
No lo es así, como puede comprenderse, en empresas historiográficas como la
historia oral -como método o como sector- y, en buena parte, en todo el ámbito en
general de lo que se llama historia del tiempo presente o historia reciente.
ño que, como hemos visto ya, buena parte de la vieja preceptiva metodológica de la historiografía se centrara casi en exclusiva en el análisis y
crítica de los documentos, como si el trabajo del historiador no consistiera más que en eso.
2. El método de la historiografía tiene una orientación esencial que es la
comparativa. Y ello en un doble sentido: la comparación entre procesos
simultáneos que se producen en ámbitos diversos -comparación entre
historias nacionales o entre tipos de fenómenos o procesos paralelos (la
aparición de la violencia política, de la sociedad industrial, etc.)-, pero
también la comparación sucesiva, la comparación entre lo anterior y lo
posterior. Esta es la clave de lo historiográfico. Al intentar reconstruir la
sucesión de los comportamientos humanos, lo que el historiador se propone en última instancia es definir estados sociales y compararlos, analizar esencialmente el cambio. El método histórico tiene, en consecuencia, una segunda característica propia: investigar la historia es distinguir
las composiciones sociales en unos momentos con respecto a las de
otros. Es decir, en algún sentido el método histórico es siempre comparativo. Estudiar una situación estática en el pasado puede ser el objetivo
de cualquier otra ciencia social. De hecho, sucede así muchas veces
con estudios politológicos, sociológicos o antropológicos56. El objetivo es
definir el grado de desenvolvimiento de una sociedad en un determinado
momento -obsérvese la gran dificultad de definir ese «momento» en el
tiempo- desde el punto de vista de su permanencia o su cambio y todo
ello a base del análisis morfológico. Por tanto, el método histórico gira
sobre dos pivotes: estructuras de las sociedades y comportamientos
temporales.
3. El método histórico capta su objeto a través de conceptualizaciones
sobre los colectivos pero también sobre los individuos. Como ya hemos
indicado anteriormente, el contencioso entre individualismo y holismo es
superable, y está hoy superado, saliendo del plano de la irreductibilidad
56
Los ejemplos aducibles de esto son fáciles. Existe, por ejemplo, más de un estudio de
politólogos o sociólogos españoles sobre problemas concretos de la Segunda República,
es decir, de los años treinta. Existe una rama o corriente de desarrollo
histórico-antropológico que ha dado en llamarse antropología histórica. El estudio de los
«sistemas políticos», por ejemplo, no es otra cosa que el estudio de la historia política
contemporánea.
de esas dos concepciones. Las acciones de los individuos no explican la
historia, pero en absoluto puede marginarse su papel. El método histórico debe buscar los colectivos sin olvidar a los individuos. Ninguno de
esos dos planos de la realidad social contiene en sí mismo toda su inteligibilidad. El proceso histórico se configura siempre por la interacción de
las estructuras y el sujeto.
4. El método histórico es esencialmente globalizante. Pierre Vilar señaló
ya que la sociología y la historiografía eran las dos únicas ciencias «globales y dinámicas» de la realidad social57. La distribución de la materia
historiográfica en sectores, ya sean de materiales y enfoques sistemáticos -las historias política, económica, de las mentalidades, de la literatura, etc.- o en sectores de la historia mediante cortes cronológicos -antigua, medieval, renacentista, etc.- no es más que un recurso de método,
de exposición. La historia, como ontología, es una, pero otra cosa es
que podamos reducirla entera a un discurso. Tal vez puede hablarse, no
obstante, de una diferencia teórica entre la reconstrucción de un proceso histórico-social global y la historia de un fenómeno social parcial. Ello
puede basarse en que, en teoría, todo fenómeno sectorial puede tomarse en sí mismo como un todo.
5. Lo que sabemos de la historia es necesariamente una visión desde el
presente. Independientemente de las implicaciones epistemológicas de
esta situación, desde el punto de vista del método hay que decir que la
historiografía no puede nunca pretender que la historia que podemos conocer es el legado de todo el pasado del hombre. Ni está claro si esa
expresión «todo el pasado del hombre» tiene algún sentido. La historia
que escribimos es una concepción que forja el hombre presente. Ni puede entenderse técnicamente la posibilidad de un todo que sería la suma
de «todos los acontecimientos», lo que es incognoscible, pero ni siquiera que haya una realidad pensada de esa forma que tenga algún sentido. Esto muestra el profundo error en que caen quienes piensan que es
posible una historia total, como suma de historias parciales. El discurso
histórico lo hacemos desde el presente, la adecuación de ese discurso
con la realidad «objetiva» es un problema del mismo tipo que se presen57
P. Vilar, Iniciación al vocabulario, pp. 17 y ss.
ta a todas las ciencias sociales con sus propias realidades, a cada una
en su campo.
De lo expuesto puede concluirse, en resumen, que el método historiográfico tiene, como caracterización de su procedimiento, al menos tres
peculiaridades distintivas:
a) Su tratamiento de una realidad prácticamente siempre mediata (restos).
b) Su necesidad de captar siempre el proceso (diacronía).
c) Su necesidad de globalización (inespecificidad de lo histórico).
Y, en su estado actual al menos, el método historiográfico debe conjugar
tres problemas importantes:
a) Su escaso nivel de formalización metodológica, la escasa articulación
de las reglas del método histórico y la carencia de un lenguaje distintivo.
b) Los escasos instrumentos teóricos y técnicos de que dispone para la
aprehensión de una realidad con muchas variables implicadas.
c) El problema siempre presente de la necesaria articulación entre el
análisis de las estructuras y el acontecimiento, y entre lo sistemático y lo
secuencial.
La comparación en el método historiográfico
Por todo lo dicho, se comprende que la comparación tiene una especial
importancia en el método histórico. La investigación de la historia es
siempre en algún sentido comparativa, al menos en una comparación
que podríamos llamar «diacrónica», en el tiempo, puesto que no es posible captar la naturaleza del movimiento histórico si no es por la comparación de sucesivos estados sociales. O «por la contraposición de las
condiciones precedentes con las consecuentes»58. Pero la práctica com58
Así lo dice C. S. Maier, «La historia comparada», Studia Historica (Salamanca), X-XI
(1992-1993), p. 12. Este número de la revista, aparecido en 1994, es un monográfico
de gran interés sobre la historia comparada.
paratista explícita es aquella que busca homologías o heterologías entre
desarrollos históricos de sistemas separados, no la evolución de estados sucesivos de un mismo sistema. La comparación en historia implica
la confrontación entre sociedades globales o entre determinados factores, movimientos, peculiaridades de cualquier tipo, niveles de actividad,
etc., observables en sociedades distintas y, normalmente, en periodos
cronológicos coetáneos o cercanos a la coetaneidad59.
La comparación como práctica metodológica ha sido definida de formas
diversas. Ya Durkheim mantuvo que había que buscar las «variaciones
concomitantes» como forma de analizar los hechos sociales 60. Marc
Bloch habló de la búsqueda de similitudes entre «series de naturaleza
análoga, tomadas en medios sociales distintos»61. La posición de Charles Tilly es más radical puesto que cree que no hay posibilidad de superación de los postulados «perniciosos» en la ciencia social heredados
del siglo XIX si no es a través del estudio histórico-comparativo de los
fenómenos sociales62. Pero no han faltado tampoco aquellos que piensan que la comparación en términos que hagan posible el hallazgo de
verdaderas homologías, o de diferenciaciones que tengan valor significativo para explicar las sociedades, es una quimera.
El método comparativo en las ciencias sociales se ha descrito con unas
coincidencias básicas para todas ellas. No hay procedimiento comparativo practicado en una disciplina que no pueda ser útil en otras 63. La comparación es no sólo en historiografía, sino en todas las ciencias sociales,
una manera de paliar la imposibilidad de experimentación. De otra parte,
la importancia de la comparación reside en que es uno de los caminos
para generalizar, para obtener conclusiones de más alta universalidad
acerca de las características de procesos socio-históricos que pueden
producirse con regularidad o con rasgos regulares. A pesar de que el
59
Cercanos a la coetaneidad, pero no estrictamente simultáneos, porque una de las
funciones de la comparación es establecer si procesos homólogos se producen en
momentos diversos de la historia de sociedades determinadas.
60
É. Durkheim, Las reglas, p. 128.
61
62
63
Citado en C. Cardoso y H. Pérez Brignoli, op. cit., p. 339.
C. Tilly, Grandes estructuras, p. 173.
G. Sartori y L. Morlino, eds., La comparación en las ciencias sociales, Alianza Editorial,
Madrid, 1994, p. 12.
método comparativo, aunque sea implícitamente, se ha empleado desde
la Antigüedad nunca se ha hecho una historia de ello64.
Las más interesantes generalizaciones históricas que se han producido,
e incluso los intentos de formular ciertas «leyes» de lo histórico, presentes en el pensamiento de Montesquieu, Tocqueville, Comte, Marx, Toynbee o Braudel, proceden justamente de la comparación de una abundante evidencia empírica, aunque el verdadero valor teórico de todo ello
no se justifique de forma plena por la existencia de similitudes a gran escala. Pero las tienen siempre como base. La comparación puede dar
cuenta de importantes procesos de diferenciación y también de lo contrario, de desdiferenciación, cosas ambas de importancia obvia en la
complejidad creciente de las sociedades.
El estudio comparativo en historiografía procura grandes aportaciones
pero a condición de hacer de él una aplicación cautelosa y bien planificada; los peligros de una práctica inadecuada de la comparación son
bastante claros65. Un análisis comparativo no es posible sin un trabajo
previo para definir lo que es comparable, para definir de forma muy estricta las realidades empíricas o las conceptuaciones extraídas de cada
ámbito que quieren ser comparadas, y sin un control constante de la
comparación66. Las ventajas son en unos casos propiamente metodológicas: mejora la utilidad del trabajo histórico, ayuda a formular problemas nuevos, fija mejor el «territorio» sobre el que se trabaja, permiten
generalizar y controlar las conclusiones. En otros son ventajas explicativas: permiten definir mejor cada uno de los fenómenos comparados,
pueden establecer mejor las «causas» o la relación entre fenómenos,
etc.
Pero los peligros son también evidentes. El fundamental de ellos es el
que de antiguo se ha formulado diciendo que «sólo se puede comparar
lo que es comparable», lo que viene a querer decir que la comparación
es ociosa. Pueden cometerse grandes anacronismos intentando compa64
G. Busino, La permanence du passé: questions d'histoire de la sociologie, Droz, Ginebra, 1988, p. 320.
65
Véase C. Cardoso y H. Pérez Brignoli, op. cit., pp. 339-346, que son unas breves pero
excelentes páginas sobre la comparación.
66
G. Sartori y L. Morlino, eds., La comparación, pp. 17, 31 y passim.
rar sociedades, instituciones, evoluciones que están separadas en el espacio y el tiempo, donde las analogías pueden ser meros espejismos;
pueden quererse comparar cosas que no se conocen aún bien. Pero en
la historiografía actual las ventajas son muy superiores a los riesgos y
presentan, sobre todo, el gran avance de que la historia comparativa es
la forma mejor de entender los procesos de «mundialización» de algunas de las características de las sociedades contemporáneas.
La comparación puede tener temática y objetivos diversos, que requieren métodos diversos también67. La principal diferencia se da entre la
comparación caso a caso o de fenómenos análogos y la comparación
entre el desarrollo de dos procesos amplios. Ejemplo del primer tipo
puede ser la evolución demográfica de dos o más conjuntos sociales;
del segundo, por ejemplo, el de las «transiciones» a la democracia operadas en años recientes en varios países deficitarios en burguesías modernizadoras y en desarrollo del capitalismo industrial68. O el de los procesos de violencia social de amplio desarrollo en épocas de ruptura de
sistemas de valores establecidos y vigentes durante mucho tiempo69.
Charles Tilly ha expuesto la necesidad de la comparación entre los grandes cambios estructurales históricos y ha señalado cuatro tipos de comparaciones que él llama individualizadoras, universalizadoras, diferenciales y globalizadoras70. La primera es la que compara dos fenómenos
específicos a fin de captar las peculiaridades de cada caso, el fascismo
en dos países, por ejemplo. La universalizadora intenta analizar casos
de aplicación específica de algún modelo definido, como el del crecimiento económico. La tercera busca explícitamente las diferencias entre
situaciones comparables. La comparación globalizadora, la más amplia
de todas, «coloca distintos casos en distintos puntos del mismo
sistema», intentando ver cómo funciona el sistema en su conjunto al ver
las relaciones de cada caso con él; el ejemplo adecuado es el de los sis-
temas mundiales, como el definido por Immanuel Wallerstein en su «moderno sistema mundial»71.
La comparación se ha visto como la mejor posibilidad de que la historiografía pueda contribuir de una forma decisiva a explicar grandes procesos lo que, a su vez, es la mejor manera de contribución a que la ciencia
social adquiera una importante base histórica. Los procesos históricos,
evidentemente, sólo pueden facilitar sus mejores enseñanzas si de la
misma manera que se les ve como fenómenos «singulares», se intenta
también ver qué rasgos «generales» poseen. Tal como ya hemos dicho
antes, la inteligibilidad general de los cambios históricos reside en que
están compuestos de muchos elementos de cambio simples que son homologables entre sí.
67
Un buen recuento, excelentemente estructurado, en M. Duverger, Métodos, pp. 411 y
ss.
68
G. O'Donnell, P. C. Schmitter, L. Whitehead, eds., Transiciones desde un gobierno
autoritario, Paidós, Buenos Aires, 1989. Para lo que decimos interesa especialmente el
vol. 3: «Perspectivas comparadas».
69
H. Arendt, On Violence, Harcourt, Brace and World Inc., Nueva York, 1970.
70
C. Tilly, op. cit., pp. 104 y ss.
71
I. Wallerstein, El moderno sistema mundial, Siglo XXI, Madrid, 1979-1984.
8 EL PROCESO METODOLÓGICO Y LA DOCUMENTACIÓN
HISTÓRICA
Los textos, o los documentos arqueológicos, aun los
más claros en apariencia y los más complacientes, no
hablan sino cuando se sabe interrogarlos.
MARC BLOCH, Apologie pour l'Histoire ou métier d'historien
Es indudable que uno de los grandes obstáculos para la consecución de
una historiografía más sólida en sus fundamentos cognoscitivos, más
fiable en sus hallazgos y más explicativa en sus conclusiones, ha sido
siempre la escasa atención de muchos a los problemas del método histórico. Ello ha sido así, y en buena parte sigue siéndolo, aun cuando
desde hace más de un siglo no han cesado los esfuerzos por constituir
definitivamente un método para la historiografía. El extraordinario peso
de la historia-relato sin ninguna prolongación ha seguido gravitando sobre el problema.
Hay muchas formas de llevar adelante una investigación histórica. Pero
existen también unos presupuestos, unas operaciones y unas cautelas
sin las cuales realmente es difícil poder hablar de «investigación». Y la
verdad es que todo ello constituye un procedimiento que coincide en sus
líneas generales con las particularidades de toda investigación social. El
procedimiento por el que el historiador aborda el problema de construir
una representación de lo histórico y de explicar por qué los hechos son
como son obedece a la misma lógica que cualquier otro método científico social. Sus «operaciones lógicas» son las mismas.
1. EL PROCESO METODOLÓGICO EN LA HISTORIOGRAFÍA
Hasta hoy día, la investigación histórica es por lo común una aventura
mucho más confiada a la improvisación, a la intuición y al buen sentido
del investigador que a una preparación técnica rigurosa. Pero todas las
grandes investigaciones históricas se han hecho siempre, sin embargo,
sobre la base de un trabajo detenido que iba mucho más allá de la mera
explotación y transcripción de unas fuentes, para construir, en definitiva,
un relato. En alguna manera, una investigación histórica debe responder
a un plan. En el curso mismo de la investigación, el diseño o plan primitivos serán con toda probabilidad profundamente modificados y el resultado final seguramente tendrá poco que ver con las presunciones iniciales.
Pero así ocurre con todas las investigaciones en el campo de la ciencia
natural o social. A ilustrar este proceso general del trabajo del historiador se orientan las páginas que siguen.
El diseño de la investigación
Rara vez una investigación histórica es planificada con cuidado. Y, es
más, una de las más frecuentes imputaciones negativas que se hacen al
trabajo historiográfico desde el punto de vista metodológico es la falta de
explicitación de sus presupuestos y la falta de previsión de sus desarrollos. Es una herencia de la historiografía más pragmática y «cronística»
que entendió siempre que la historia era la más simple transcripción en
un texto de aquello que las fuentes, los «documentos», decían. Esta
imagen del trabajo de la investigación histórica es completamente errónea y está, en las corrientes historiográficas más sólidas, ampliamente
sobrepasada.
En la escritura tradicional de la historia, en el pensamiento historiográfico más simple, se ha entendido siempre que la «descripción» histórica,
el narrar los acontecimientos «como realmente han sido», poseía ya en
sí misma un carácter sintético, ordenado, explicativo, que bastaba para
dar cuenta de los porqués de los eventos. Se ha creído en una especie
de causalidad implícita. Por ello, el trabajo historiográfico tradicional se
entendió, durante mucho tiempo, como compuesto de dos partes esenciales que reunirían en sí todo el método historiográfico:
1. La recolecta de los hechos, a los que, a veces, con notable impropiedad suele llamarse datos1. En la historiografía del siglo XIX la temática la
1
Recuérdese la precisión que hemos hecho de que no puede hablarse de datos si no en
relación con una o unas hipótesis. Datos no son informaciones sobre algo, sino intentos
dictaban muchas veces la mera disponibilidad de tales hechos. Los
grandes progresos de la historiografía del siglo XIX se hicieron sobre el
supuesto metódico de que primero es el trabajo de archivo, la consulta
de los documentos y el acopio de información factual, y que sólo después de esta fase puede pasarse a la segunda, sin que ésta pueda comenzar antes...
2. La construcción del relato, la integración de los hechos en una trama
secuencial, cronológica, que en sí misma contendría su propia lógica, su
propia inteligibilidad como curso de la historia. Sin «hechos» no podría
haber historia y sin «documentos» no podría haber hechos. El relato, como forma arquetípica y casi exclusiva del discurso histórico, se ha basado en una información abundante casi siempre y ha tenido además que
poseer una amplia perspectiva temporal desde la que poder enjuiciar los
acontecimientos, con sus antecedentes y sus consecuentes.
En su fundamentación general, esta concepción es completamente errónea. Pero con mayor o menor sofisticación, imaginación, variedad de temas y auxilio de otras metodologías, todos los narrativismos historiográficos, antiguos y modernos, han obedecido a esta concepción del discurso histórico y a este esquema de trabajo. Tan sumarias ideas son la herencia, sin duda, de los preceptistas historiográficos del siglo XIX. Pocas
son la escuelas historiográficas posteriores que han hecho algo de forma sistemática por eliminar esta falsa idea de que un discurso histórico
de garantía sólo estaba obligado a tener buenas fuentes de información.
En realidad, no hay ninguna práctica del conocimiento social serio que
proceda de esta manera, ni siquiera aquellas que más se asemejan a lo
histórico: la descripción etnológica, por ejemplo. El clásico esquema HechosSíntesis, herencia del inductivismo positivista más ingenuo que
impregnó las ideas historiográficas del XIX: primero los «datos», después las «síntesis», ha tenido una larga persistencia. Pero, a sus respectivos niveles, muchos autores, que pueden ejemplificarse desde el
metodólogo K. R. Popper al historiador Edward H. Carr, han expuesto
que el trabajo del descubrimiento en la realidad natural y en la social
nunca procede así.
de «evidenciar algo».
Como cualquier otra investigación practicada con intención de aportar
un conocimiento más allá del sentido común, la investigación histórica
debe de ir precedida de la aparición de un «tema», pero también de un
proyecto, al menos en esbozo, del procedimiento para abordarlo. El historiador tiene que establecer un «diseño» o un itinerario de manera explícita, que sirva de guía a su trabajo y de orientación en la búsqueda de
conclusiones sobre un objeto histórico bien definido. Todas las investigaciones sociales poseen un cierto diseño, una planificación, lo que se
consigue en un proceso que las metodologías propias de cada disciplina
procuran clarificar.
Planificar una investigación es, en alguna manera, prever los momentos
cognoscitivos y técnicos por los que el trabajo habrá de pasar. Pero, de
forma más práctica, planificar sería la previsión de adaptación del trabajo a los problemas concretos del objeto investigado. Una planificación
tendría que atender a tres niveles: el de lo que se quiere conocer, el de
cómo conocer y el de la comprobación de lo conocido. Ello conllevaría la
previsión del conjunto de problemas relacionados a investigar -«por qué
un proceso es como es»-, sus límites cronológicos y la inteligibilidad y
justificación de ellos y la pregunta que hay que formular. El cómo articular una investigación habría de atender a las fuentes, la organización de
la información, su tipología y su uso, así como la relación con otras investigaciones. Ninguna investigación puede permanecer aislada de las
demás de su misma área. Pues bien, el diseño es la planificación que se
hace una vez que tenemos claro el problema -y sus fuentes-, el método
y la técnica. Los trabajos escolares se suelen planificar. Paradójicamente, muchas investigaciones profesionales no.
Pero esta suposición de que la investigación histórica puede ser orientada y sustancialmente mejorada en función del rigor del procedimiento de
trabajo debe ser matizada en los dos sentidos siguientes:
Primero, en el de que lo dicho no supone promover ni recomendar que
la investigación de la historia, o de cualquier otra materia social, haya de
estar sujeta a «corsés» para poder garantizar alguna productividad.
Segundo, en el de que el diseño de una investigación tiene que servir no
sólo a la optimización del trabajo, sino a la riqueza de las conclusiones.
Es necesario que el historiador haga siempre explícitos sus procedimientos de trabajo de forma que procure, como procura cualquier práctica científica, presentar una imagen exhaustiva de los elementos de la
argumentación y de las fuentes -de sus «evidencias»- que le conducen
a determinadas conclusiones. O, dicho en otras palabras, que tampoco
sonarán nuevas: para que un discurso pueda considerarse científico debe presentar siempre la posibilidad de que sus propias conclusiones
puedan ser rebatidas.
La práctica de la investigación histórica tiene que ajustarse a la definición clara de problemas, la formulación de hipótesis, la construcción de
los datos, la elaboración de explicaciones lo más consistentes posible y
la construcción de mecanismos para «probar» comparativamente la
adecuación de sus explicaciones. Es visible que la investigación normalizada en la ciencia social parte de unos presupuestos o «estados de la
cuestión», identifica unos objetos de investigación y no se confunde con
la mera descripción de unos hechos. Una investigación tiene un «tema»,
pero la problemática de tal tema no se resuelve, evidentemente, en el
acopio de informaciones sobre él.
La investigación de un determinado proceso histórico no puede emprenderse con garantías científicas si no está instrumental y conceptualmente bien definida. Es cierto que en el punto de partida es difícil que exista,
y normalmente no existe, una correcta definición y planteamiento de un
problema y de los instrumentos para su resolución; sólo el propio proceso de investigación va perfilando esas definiciones. Pero tal perfil no
puede progresar si el investigador no es consciente de cuáles son sus
objetivos y cuáles sus medios o instrumentos. Es decir, por sumario que
sea, un proyecto de investigación tiene que tener una estructura clara,
pero abierta, y naturalmente perfectible, donde queden fijados objetivos
y medios, donde se pueda ir introduciendo cada vez mayor diversificación y diferenciación y, a un tiempo, mayor coherencia2.
2
Resulta especialmente peregrina la proposición de que la «investigación histórica» y
el «método histórico» son dos cosas distintas. Esa proposición procede de un libro en sí
mismo peregrino y con pretensiones didácticas, el ya citado de B. Escandell, Teoría, pp.
131 y ss.
El «problema» histórico
La raíz de una investigación histórica puede encontrarse, lógicamente,
en muy diversas motivaciones. No existen textos que enseñen al historiador a diseñar un proceso de investigación una vez que se han hecho
las primeras aproximaciones a un problema y, por tanto, a un tema. Pero al propio diseño precede ciertamente al problema.
La investigación histórica surge de «hallazgos» -de nuevas fuentes, de
nuevas conexiones entre las cosas, de comparaciones- o surge de insatisfacciones con los conocimientos existentes, in satisfacciones que, a
su vez, están provocadas por la aparición de nuevos puntos de vista, de
nuevas «teorías», o de nuevas curiosidades sociales. «Temas de investigación», como decimos en la jerga académica, existen muchos. Nadie
puede negar que la puesta en marcha de un tema de investigación, o
supuestamente tal, sigue teniendo muchas veces un origen ideológico,
político o de otro género bastante ajeno a los intereses de la ciencia. Pero temas relevantes existen muchos menos que estos que suelen ser fomentados desde instancias no científicas.
Por lo demás, una disciplina madura distingue plenamente entre la «exposición normalizada» de los conocimientos, los tratados o síntesis, y la
aparición de «investigaciones nuevas», de aportaciones más o menos
decisivas. Las disciplinas seleccionan la producción por la relevancia de
los temas y la validez de la investigación. En la «buena ciencia» ambas
cosas deben ir estrechamente unidas. Temas de enorme relevancia histórica, de los que pueden citarse muchos ejemplos, pueden estar francamente mal estudiados, aunque se estudien de manera insistente. Debe
distinguirse entre la verdadera aportación de nuevos conocimientos y el
simple «amateurismo» u oportunismo.
Si el historiador trabaja con el rigor metodológico adecuado, ha de distinguir muy cuidadosamente entre lo que es la aparición de campos históricos nuevos sobre los que la investigación no se ha concentrado anteriormente, es decir, nuevos campos temáticos, de aquellos otros que
son los espacios de investigación sobre los que se vuelve de nuevo, es
decir, de aquellos otros tipos de temas ya estudiados pero que se some-
ten a revisión con nuevos instrumentos de método o nuevas informaciones, de viejos problemas que aparecen ahora como no adecuadamente
resueltos.
Unas veces se indaga acerca de problemas reales que por alguna razón
habían permanecido intratados. El conocimiento de la periferia y el contexto de tales problemas es siempre fundamental. A veces, la falta de
tratamiento de un asunto evidencia que no había capacidad teórica para
ello. Otras, puede reflejar una carencia de datos decisiva. En estas situaciones los ensayos explicativos previos pueden jugar papeles muy
distintos: desde ser claves hasta ser absolutamente desorientadores.
La aparición de nuevas fuentes, de enfoques nuevos de problemas antiguos, de nuevas posiciones «interpretativas» acerca de fenómenos conocidos, tienen tanta o más importancia para el progreso historiográfico
que la rotulación de nuevos campos de investigación. De hecho, al confluir en lo historiográfico estos dos tipos de aportaciones al conocimiento
de la historia, los territorios de la investigación se hacen inagotables, en
contra de la opinión de los viejos preceptistas que creían en la posibilidad del agotamiento de un campo de estudio al llegar a la exploración
completa de sus fuentes3.
Todas las ciencias, las naturales y las sociales, se vierten sobre estos
dos territorios de la investigación: los nuevos temas y la reinvestigación
de los viejos. En modo alguno es solamente la historia la que se escribe
de nuevo en cada generación, según se ha dicho muchas veces. Todos
los campos de la actividad humana son continuamente reinvestigados.
Lo importante es no confundir las meras innovaciones temáticas con
progresos metodológicos.
La dicotomía «historia general»/«monografía sectorial»
La aparición de un cierto «problema» histórico a investigar y el intento
de diseñar una planificación, de proyectar en el trabajo unas ciertas «in3
Esta ingenua posición manifestaban Langlois y Seignobos con referencia a la historia
antigua que ellos suponían que no estaba lejos de ser conocida «completamente» en
cuanto se descubrieran todas las fuentes existentes. Esta sola afirmación es por sí
misma expresiva de la idea que se hacen de la historia y la historiografía los grandes
preceptistas de la historiografía clásica de comienzos del siglo XX. Cf. C. Langlois y C.
Seignobos, Introduction, cap. 1.
tuiciones» previas del investigador, pueden verse muy ayudados por la
clarificación de la tipología formal y material mismas a las que de hecho
se suelen adoptar las investigaciones históricas. Veamos cómo puede
hacerse, en efecto, una tipología de las investigaciones históricas posibles.
En el objetivo de una investigación socio-histórica pueden distinguirse,
al menos, cuatro planos:
-
el de la secuencia temporal
el del espacio o espacio socio- histórico
el de la sociedad global
el de los fenómenos socio- históricos particulares
A su vez, la investigación de la realidad histórica, bien comprenda los
cuatro planos antes citados o cualquier combinación posible de ellos,
puede abordarse desde una o varias de estas aproximaciones o perspectivas formales e instrumentales:
-
la espacial (territorial), que atiende preferentemente a la «amplitud»
física o social de un asunto;
la cronológica, que atiende sobre todo al ritmo temporal;
la sistemática, que atiende a «temas» bien individualizados.
En términos absolutos, del entrecruzamiento, o de la combinación ordenada de esos planos y esas aproximaciones se deriva toda una maraña
de «historias» plausibles distintas, de especializaciones, de investigaciones posibles y de complejidad metodológica, en suma, de la historiografía. No sería ociosa una mínima clarificación de esas conceptuaciones.
A modo de ejemplo, sin agotar enteramente la clasificación -que, por lo
demás, es sencilla de establecer-, puede verse que las investigaciones
historiográficas pueden tener carácter de historia general o historia sectorial, historia nacional, regional o local (historias territoriales), historia
global o historia monográfica, historia sistemática o historia cronológica.
Una «historia» no queda nunca definida, en principio, sin la explicitación
del lapso cronológico en que ocurre. Lo histórico lleva dentro el tiempo,
y puede llevar distintos tipos de él. La cronología es la denominación referencial y simplificada de la temporalidad. Una «historia», por otra parte, tiene siempre un espacio de desarrollo, o, como hemos dicho, de inteligibilidad; puesto que una historia trata de un proceso social que no es
universal ha de ser ubicada de forma que señale el espacio físico donde
ocurre, bien un territorio -un Estado, una región, un municipio- o lo que
hemos llamado un espacio socio- histórico cuando la historia no tiene
una determinación territorial, sino que tiene carácter institucional -inquisición, masonería, beneficencia, por ejemplo- o es historia intelectual,
etc.
Estas dos delimitaciones, la cronológica y la espacial, se hallan presentes en todas las historias de una u otra manera; pero hay unas historias
que tienen como referente las sociedades globales, es decir, realidades
analizadas como globalidad4, como sistema5, y otras que lo tienen en fenómenos particulares, que forman parte, como subsistemas, de otra realidad superior, realidad esta que es tenida como marco de referencia en
el proceso metodológico.
Las determinaciones de la materia histórica en el espacio, el tiempo y el
nivel de globalidad se conjugan, a su vez, con tres posibles maneras de
acercamiento metódico que atenderán de forma especial a cada una de
tales determinaciones. Las historias territoriales son aquellas que adoptan un enfoque determinado por el espacio de desarrollo de un fenómenos socio-histórico; las historias cronológicas son las determinadas por
el lapso cronológico; las historias sistemáticas analizan fenómenos particulares atendiendo a la naturaleza misma del fenómeno, en función del
cual habrá de establecerse su marco cronológico y espacial.
4
No parece preciso insistir en que la globalidad es una categoría relativa. Casi cualquier
entidad puede ser tenida como un todo o considerada como parte de otra que la
engloba. El alcance de la globalidad es una decisión epistémica y metodológica, bajo
ciegas condiciones, del investigador.
5
Como «sistema emergente», o con propiedades emergentes, si prestamos atención a
las sugerencias de M. Bunge, Mente, pp. 130 y ss.
La historia general es un trabajo de síntesis histórica que pretende dar
cuenta de las determinaciones totales de un fenómeno histórico al que
se accederá desde el conjunto de esas perspectivas. La articulación de
determinaciones y perspectivas para que una historia general pueda ser
historia total es un problema abierto de la teoría de la historiografía. La
historia monográfica es la historia de un sector de la sociedad, de un fenómeno particular en el seno de un conjunto, del que se hace un análisis sistemático, antes que cronológico o territorial. Las historias cronológicas y territoriales no son sino limitaciones de la historia general buscadas por el investigador, impuestas a veces por las posibilidades mismas
de la investigación. Existe, en definitiva, una investigación «monográfica» y existe una necesaria construcción de «historias generales» que
constituyen la presentación más completa del estado de la ciencia historiográfica en un momento dado.
La investigación monográfica tiene, a su vez, dos orientaciones básicas
distintas. O es una historia «temática» que corresponde también a las
habituales especializaciones historiográficas de acuerdo con las especializaciones de las ciencias sociales en el estudio de la sociedades: las
historias política, económica, social, cultural, etc., y todas sus múltiples
subespecializaciones posibles, o es una historia «territorial» que representa el intento de globalización del proceso histórico sobre un determinado territorio, que en el caso de la orientación monográfica ha de versar sobre un campo territorial razonablemente abarcable por el investigador.
Indudablemente, como está a la vista, los tipos de fenómenos, situaciones y episodios históricos susceptibles de convertirse en objeto de investigación son innumerables. De hecho, infinitos. Pero, como toda disciplina establecida, la historiografía presenta en cada momento de su
desarrollo unas concretas «costumbres» para hacer las taxonomías de
los «terrenos» de la investigación. Las prácticas historiográficas establecidas identifican los problemas a investigar de acuerdo con una división
convencional de los campos. El propio estado de desarrollo de una disciplina marca muchas veces las posibilidades de surgimiento de campos, temas, método e investigaciones nuevas. El «paradigma científico»
en el que se desenvuelve la interpretación de la realidad también. De
ahí la decisiva importancia de corrientes e investigaciones que significan
«rupturas». Lo dicho podría esquematizarse en un cuadro como este:
produce es parte de la cultura de una época y forma parte, pues, de la
historia de esa época.
Las operaciones lógicas de la investigación histórica
No hay posibilidad de una buena investigación sin una definición clara,
en todas las dimensiones a las que nos hemos referido antes, de los
problemas investigados. Hay grandes temas históricos cuya investigación ha de ser abordada a través de intentos parciales, por la magnitud
del asunto, su importancia, la dispersión de las fuentes u otras múltiples
razones posibles. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la desamortización
en España, la disolución del Imperio romano en los diversos territorios,
la expansión del feudalismo, por poner ejemplos dispares. Y esta necesidad afecta igualmente a los temas amplios de investigación y a los
muy monografizados. Ahora bien, es absolutamente cierto que esa correcta definición no puede estar ya dada siempre en el inicio de la investigación. A veces se parte de meros indicios, de «huellas», de sospechas. Pero definir con precisión, cuanto antes, en un momento dado del
trabajo, la entidad real y los límites de lo que se quiere investigar es un
paso inevitable e inexcusable de todo proceso metodológico.
CUADRO 7
Los campos de investigación de lo histórico
En este panorama general de temas, espacios y estado científico de las
cuestiones, de historias generales e historias sectoriales, en el marco de
los conocimientos y las fuentes disponibles en un momento dado, en conexión con intereses sociales que son muchas veces extra-historiográficos, la atención de los historiadores se dirige hacia determinados «problemas», a los que no son ajenos tampoco las modas, las convenciones
de escuela o los intereses académicos. Los «problemas» históricos, como cualesquiera otros problemas de conocimiento, surgen siempre determinados por el marco histórico-social en el que los científicos viven.
Los problemas históricos que se detectan hablan tanto del estado de la
disciplina como de la sociedad que los detecta. La historiografía que se
La construcción de las primeras hipótesis
No hay exploración posible de la realidad si no es aquella que está «dirigida» por unas ciertas presunciones explicativas. Tales presunciones
encajan, a su vez, en un doble marco de diverso valor. De la forma más
condicionante, es evidente que no hay desarrollo metodológico sino
dentro de un aparato explicativo de suficiente valor teórico. Rara vez
una investigación empieza en la teoría. Lo normal es o bien que haya
que completar un determinado tipo de conocimientos -piénsese, por
ejemplo, que este es el origen de muchas investigaciones territoriales
(regionales, locales) de temas históricos de mayor alcance, como la
guerra civil española- o bien que aparezcan nuevas documentaciones
sobre algún asunto conocido, o que los propios asuntos conocidos
muestren su concomitancia con nuevos posibles campos de investigación. En más de un caso, son los mismos problemas del presente los
que incitan a una investigación histórica. Ello es notorio en el caso de
las investigaciones de los años sesenta sobre la Revolución industrial,
de las investigaciones sobre historia ecológica o sobre historia de las relaciones de género.
En todo caso, sin una teoría orientadora es posible investigar la historia,
pero difícilmente se la podrá explicar. No es esta hoy la orientación de
muchas investigaciones sociales. En el pensamiento postmodernista
hay una tendencia a suponer que la «gran descripción», la descripción
«densa», como la ha llamado C. Geertz, explica las cosas6. Pero, necesariamente, todo proceso metodológico, ya lo hemos advertido antes, se
da en el seno de un marco teórico, de unas concepciones globales sobre lo social-histórico. Sólo en esos marcos, aunque sea implícitamente,
es posible formular preguntas, conjeturas, hipótesis en definitiva.
A un nivel de generalidad más bajo, las precondiciones explicativas se
enmarcan dentro de costumbres de escuela, de costumbres científicas
acrisoladas. Las hipótesis aparecen dentro de un horizonte que el estado de la ciencia en cada momento presenta como plausibles. En cualquier caso, toda investigación, como han dicho los más reputados metodólogos, parte de preguntas. Las preguntas dirigen la investigación y las
posibles respuestas, aún poco elaboradas, asaltan al investigador a cada paso de su investigación. Es decir, un fenómeno es identificado desde el momento en que puede aislársele de otros, al menos mentalmente, que pueden delimitarse sus contornos y que puede esbozarse una
explicación de él.
Ya se trate de cosas tan dispares como la aparición de movimientos políticos, la introducción de una nueva forma o una nueva sustancia alimenticia, la observación de que los testamentos de una determinada
época y lugar nos muestran últimas voluntades muy semejantes, o de
que la actividad económica obedece a ciclos -y estamos poniendo ejemplos temáticos de trabajos historiográficos reales-, un fenómeno nuevo
es, como lo es el acontecimiento, una anomalía en lo que existe y tal
anomalía sólo es identificable desde el conocimiento suficiente de lo que
existe, dentro de unas ideas previas, en contraste con las cuales pode6
C. Geertz, La interpretación de las culturas. Cf. también G. E. Marcus y M. Fisher,
Anthropology, cap. 2.
mos percibir tal «anomalía». Esto quiere decir, en definitiva, que la investigación histórica tiene que ir encajando «hechos» dentro de ideas
preconcebidas en intentos sucesivos de explicar una situación desde el
análisis del comportamiento de sus ingredientes y del origen de ellos,
por no decir desde sus «causas». Pero llega un momento en que los
nuevos hechos no pueden explicarse desde las ideas establecidas. Entonces se producen «revoluciones científicas».
El investigador histórico, aunque sea de forma implícita y aun inconsciente, busca sus hechos del pasado sirviendo al intento de explicar porqués. Es posible que una investigación histórica se detenga en la mera
«descripción». Es decir, aporte los sucesos que dan a conocer las fuentes en una situación histórica que el historiador encuentra ya definida.
Pero la descripción es sólo una parte de la real investigación histórica.
Construir hipótesis es una tarea que va ligada siempre a la formulación
de las preguntas y que se hace necesaria desde que se reúnen los primeros hechos pertinentes en el fenómeno que se investiga. No es dudoso que muchas investigaciones históricas empiezan en el intento de «rellenar» un espacio cronológico determinado con los sucesos que lo caracterizan. Muchas investigaciones han empezado ahí y, en ocasiones,
no han superado esa fase.
Pero sin la construcción de hipótesis no es posible dar cuenta al final de
una investigación de las razones por las que una situación histórica es
como es. El ideal de la ciencia es que una hipótesis no sea más que un
instrumento que nos permite ir coleccionando datos, que orienta la búsqueda de nuevas evidencias empíricas, que ilumina la lectura de los documentos o determina las preguntas a hacer a las fuentes -sean éstas
las que sean-. Una hipótesis es algo que, por definición, sirve para ser
enfrentada a los datos y que debe ser sistemáticamente puesta a prueba. Lo que ocurre es que en la ciencia los investigadores se aferran muchas veces a las hipótesis propuestas aunque los datos tiendan a negarlas. Para salvar sus hipótesis los investigadores acuden entonces a
construir otras hipótesis ad hoc, para apuntalar las primeras e ir resolviendo las contradicciones que surgen sin tener que desecharlas. Ese
es un camino equivocado de la ciencia, detrás del cual se ven ordinariamente, sobre todo en las ciencias sociales, las resistencias ideológicas.
Rara vez una primera hipótesis explicativa de un problema, fenómeno o
grupo de fenómenos, en cualquier ciencia y también en la historiografía,
pervive a lo largo de una investigación. Las hipótesis primeras suelen
ser erróneas en todo o en parte. Investigar es justamente ir destruyendo
esas hipótesis primeras y, si es preciso, cambiar toda la orientación de
la búsqueda de nuevas realidades y verdades. Existen procesos históricos para los que nunca hemos tenido explicaciones satisfactorias pero
sí muchas hipótesis de trabajo. Las causas de la decadencia de Roma,
de la desaparición de la cultura maya, de la potencia del nazismo en los
países germánicos, del anarquismo español, del fracaso de los supuestos regímenes socialistas en el siglo XX...
De la observación a la explicación de la historia
La persistencia en la identificación entre «investigación histórica» y «relato historiográfico», o, mejor, de la identificación del «producto» de la
historiografía con el relato, ha sido, y lo es aún, uno de los obstáculos
más importantes para establecer en el seno de la disciplina un corpus
metodológico mejor articulado. Como hemos dicho al hablar de la explicación histórica, el discurso de la historia contiene relatos, pero no se
compone exclusivamente de ellos.
La observación histórica. En realidad, el asunto debemos enfocarlo como una vertiente del problema de la observación. La observación es, en
principio, una actitud de conocimiento común, es la fuente de toda experiencia y de ella surge todo conocimiento fundamentado. El conocimiento científico se apoya sobre la observación sistemática, masiva, ordenada y dirigida y lo más diversificada posible. Las hipótesis y la observación de la realidad constituyen una armazón dialéctica no fragmentable.
No puede existir la una sin la otra.
Podemos señalar aquí que en más de una ocasión se ha discutido si la
historiografía podría ser tenida por un tipo de estudio basado en la observación. «Observación histórica» es, desde luego, una expresión bastante usada por los preceptistas clásicos para defenderla o refutarla. La
discusión llega hasta Marc Bloch. El problema es aún más singular por
algunas connotaciones específicas que tiene el estudio del pasado:
1) Las fuentes son siempre mediatas.
2) Se suele decir que nos encontramos «con comportamientos singulares de sistemas singulares».
3) Nos encontramos ante realidades de extrema complejidad, tanto por
el número de los datos como por el carácter de sus relaciones.
Pero en la medida en que, según mantenemos aquí, la historiografía es
el estudio de los comportamientos en el tiempo de fenómenos sociales,
se basa igualmente en la observación. En el terreno historiográfico, estas realidades llenan de sentido aquellas palabras de Marc Bloch acerca
de que «los documentos no hablan sino cuando se sabe interrogarlos»7.
¿Cómo es posible observar el pasado? La respuesta es que la construcción de los datos históricos se hace sobre «huellas» o «testimonios» y
ellos son los observables. Pero ¿qué es y cómo se practica la observación en la historia? El problema central es en la historiografía el mismo
que en las ciencias en su conjunto, pero la tradición historiográfica nunca ha sido unánime en la consideración de la historiografía como una
ciencia de observación. Naturalmente, la historiografía no puede «observar el pasado». Ni ciencia alguna puede hacerlo. Existen fenómenos
que pueden ser observados con los sentidos porque se producen ante
nuestra vista. E, incluso, bien se producen repetidamente o bien pueden
ser repetidos experimentalmente. La historiografía no puede observar el
pasado humano; ni la cosmología el pasado del universo, ni la geología
el de la tierra, ni la psicología los estados mentales o mentes sucesivas
que un hombre atraviesa. Pero las ciencias estudian fenómenos que están a la vista o que no lo están. Algunas estudian ambos tipos y la historiografía está incluida entre ellas. La historiografía no es el estudio del
pasado, sino el estudio del comportamiento social temporal y parte de
ese comportamiento está a la vista...
No obstante, la cuestión esencial no es esa, sino la de que las ciencias
que no estudian, o no estudian siempre, fenómenos a la vista tienen que
conocer la realidad a través de huellas, testimonios, reliquias. En el sentido metodológico más directo, testimonios, huellas y reliquias pueden y
7
M. Bloch, Introducción, p. 54.
tienen que ser observados. Entonces se introduce el concepto de documento y entramos en el mundo genérico de las fuentes de información.
En el caso de la historiografía esas fuentes de la observación son las llamadas tópicamente fuentes de la historia.
Desde nuestras posiciones de hoy la consideración de la historiografía
como ciencia de observación no parece dudosa. Los testimonios históricos son «observables», son recopilables, acumulables y tratables sistemáticamente desde una definición previa y estricta de una tipología de
los «hechos» que estamos buscando. La pregunta sobre la «observabilidad» de los testimonios no se refiere a las fuentes en sí mismas, sino a
las informaciones concretas que buscamos en ellas. Desde un diseño
preciso de una investigación histórica, la materia que se investiga es,
desde luego, observable; no se trata meramente de reconstrucción especulativa.
La observación de la historia es la observación de las fuentes. Pero el
conocimiento de la historia no se reduce exclusivamente a la explotación
de las fuentes, sino que se apoya también en conocimiento «no basado
en fuentes», como ha dicho Topolsky8, lo que es una manera simple de
decir que las fuentes no funcionan sin un aparato teórico-crítico. Es más,
no es factible ni siquiera el concepto de fuente sin la idea correlativa de
«fuente para...». La conceptuación de las fuentes de la historia ha cambiado hoy drásticamente, lo mismo que su tratamiento, como veremos
más adelante en este mismo capítulo. El problema metodológico de la
observación histórica a través de las fuentes es, en definitiva, si la observación empírica es un proceso que tiene que estar dirigido estrictamente desde instancias metodológicas que van más allá de lo empírico,
desde las teorías, las hipótesis, las conjeturas, o si vale un ingenuo inductivismo que cree que lo primero es la recolección de los hechos.
Hay, no obstante, una característica que distingue a las ciencias que trabajan sobre testimonios de las que lo hacen sobre fenómenos presentes. Y es que aquéllas no pueden producir sus fuentes. El historiador,
salvo en lo que se refiere a la historia del presente, no puede construir
sus fuentes, tiene que valerse de las que existen. El historiador no pue8
J. Topolsky, op. cit., p. 309.
de preparar encuestas de opinión, ni puede «fabricar» documentación,
fuera de los procedimientos de la historia oral. El descubrimiento de las
fuentes es, por tanto, el primer trabajo de observación. Pero las fuentes
no pueden descubrirse sino desde las hipótesis previas. Las monografías históricas investigan problemas, asuntos, parcelas de la realidad y
deben buscarse las fuentes que puedan dar noticias acerca de preguntas concretas sobre instituciones, pensamientos, cambios sociales, etc.
Una fuente histórica es fuente «para» alguna historia; pero una misma
fuente, indudablemente, puede contener informaciones para varios problemas o puede interpretársela de diversas formas.
La confrontación de las hipótesis con los hechos, y viceversa, conducirá
la investigación hacia la acumulación de un conjunto importante de «datos» sobre alguna realidad que cada vez aparecerá mejor definida y delimitada. Ese universo de los datos podrá haber sido mejorado, optimizado, con la aplicación de diversas técnicas de trabajo, cualitativas o cuantitativas. Pero una cuestión de importancia, no obstante, que el investigador no puede nunca perder de vista es un axioma sutil acerca de la
relación entre información y explicación de un fenómeno o de un proceso: ¿el aumento lineal de la información sobre un determinado tema se
transmite linealmente también a una mejor inteligencia de él?; ¿la explicación de una realidad es estrictamente proporcional a la información
acumulada sobre ella?
La relación que buscamos es bastante compleja y para establecerla es
preciso determinar primero la cualidad de la información recibida. Pero
puede establecerse, en principio, que hasta un determinado nivel de conocimiento la aportación de «datos» contribuye linealmente al incremento del conocimiento del asunto pero a partir de un umbral, que en cada
sistema tiene un momento diferente de aparición, cuando se trata de
continuar con la aportación de hechos redundantes, tal información ya
no enriquece el conocimiento si el curso de la investigación no pasa a
una fase cualitativamente distinta, la de la organización sistemática de
tales datos con arreglo a criterios que no son ya exclusivamente empíricos y la de aplicación de conocimientos formales y de contrastaciones
de evidencias ya adquiridas. El investigador de la historia, de la socie-
dad en general, tiene que tener en cuenta que una inmensa acumulación de datos tiene un umbral a partir del cual ya no es productiva.
El método de explicación. La desembocadura lógica del progreso de una
investigación es, ya lo hemos dicho, la construcción de una explicación.
A la explicación histórica le hemos dedicado ya un espacio notable en
esta obra y no es preciso insistir de nuevo sobre su conceptuación y
problemas9. Recalquemos únicamente que si la historiografía no puede
resumirse en el relato histórico y si la explicación de la historia, como
mantenemos, debe situarse en la tipología de las explicaciones agencial-estructurales, lo que cabe proponer es que la forma de expresión
del discurso histórico tiene que coincidir, en mayor o menor medida, con
lo que podemos llamar la proposición argumentativa. O, de otra manera,
que el discurso será un conjunto de proposiciones donde se argumente,
con las evidencias disponibles, con la construcción de modelos explicativos, si hay lugar a ello, la necesidad de que las cosas ocurriesen como
han ocurrido y la posibilidad de que una determinada realidad presente
rasgos extrapolables hacia proposiciones de mayor grado de generalidad -elaboradas por procedimientos comparativos, si es posible.
La explicación histórica es, como cualquier otra, más un proceso, una
cadena de argumentaciones ordenadas, que una única proposición acabada. Pero tiene que contar con esta última una cualidad: una explicación tiene que mostrar el proceso metodológico que la ha producido. La
explicación misma, o el esbozo de ella, no es, pues, una simple proposición final sino un proceso que muestra sus fases. No basta con decir lo
que sabemos sino que es preciso decir cómo lo sabemos.
Esta cadena que compone la explicación adopta generalmente la forma
de exposición que sigue el camino
relatoargumentosgeneralizaciones explicaciones
y que pueden orientar la construcción de un texto. Desde luego, pretender que es posible el paso a generalizaciones del tipo de una «ley» es
hoy día una presunción injustificada, como sabemos. Un libro de historia
9
Cf. nuestro capítulo 6.
debe tener esas tres cosas: relato, argumentación y generalizaciones,
pero el historiador puede y debe disponerlas a su arbitrio, de la forma en
que las conclusiones, el producto investigado, pueda ser mejor intercomunicado. El sistema clásico de relato de «hechos», seguido de juicio
sobre ellos y culminado en unas conclusiones, puede ser tenido hoy por
una simplificación factual impropia e insatisfactoria, pero indica un orden
natural.
El camino inverso es igualmente plausible. La historia puede explicarse
«al revés», en el sentido contrario al desarrollo del tiempo, y también
una historia puede empezar exponiendo las más perfiladas generalizaciones y racionalizaciones que el historiador puede construir, para llegar
finalmente a la descripción de los elementos más pormenorizados de la
situación histórica considerada.
Dicho de forma sintética: una explicación sistemática de la historia obliga a adoptar un sistema expositivo basado en proposiciones argumentativas, pero éste no puede prescindir de todos los elementos descriptivos
que sean precisos y ello hace que desde el punto de vista estrictamente
metodológico sea preciso articular como «producto final» del historiador,
un texto, un discurso escrito que tropieza con evidentes dificultades para
expresar ese «sistemismo argumentativo». El producto final de la historiografía tiene como vehículo prácticamente exclusivo, aunque en alguna de sus partes con otras posibilidades, el lenguaje verbal. La historiografía, como la mayor parte de las producciones de las ciencias sociales, se expresa en textos, no en ecuaciones, ni en diagramas, ni en software o en metalenguajes. De la naturaleza del discurso historiográfico
hemos hablado ya también. En el terreno absolutamente más pragmático del proceso metodológico la cuestión ahora es cómo se compone un
libro de historia.
La exposición. Una exposición de determinado devenir histórico a través
de los recursos habituales del lenguaje verbal tiene que mantener un alto grado de relación con el discurso en forma de relato, asunto al que ya
nos hemos referido. Pero la articulación de un relato, por más que otra
cosa se pretenda, no explica la historia, no la racionaliza. Un relato presenta el cómo de las cosas, pero no explícita los porqués. Relato de la
diacronía histórica, sí, pero si lo que se tiene como objetivo es la explicación de los «estados sociales» es preciso proponer una visión de las
estructuras ocultas de las situaciones históricas y argumentar sobre su
origen, su alcance y su evolución hasta la creación de nuevos estados
distinguibles de los anteriores. Lo que esto significa en el plano epistemológico lo hemos comentado. La cuestión metodológica alude a la forma en que el historiador puede presentar relatos y argumentaciones
perfectamente articulados en un discurso textual. En definitiva, en una
obra o libro o en otro soporte material donde la comunicación, desde
luego, se haga en lenguaje natural.
El hecho de que una situación histórica se presente mostrando ciertas
realidades «sistémicas», irreductibles a otras más sencillas, que son
continuamente perturbadas y que, por tanto, cambian, en forma de sistemas que atraviesan estados sucesivos, es la razón de la dificultad principal, pero también es la clave, para la exposición de la historia. El lenguaje natural, hablado o escrito, puede describir un sistema social y su
comportamiento a través de muy diversos caminos. Puede aludir primero a los elementos, después a las relaciones simples, los subsistemas y,
por último, a la entidad global del sistema considerado. Pero puede también seguir la vía inversa: exponer el modelo, bien verbal, bien formalizado en mayor o menor escala, con el auxilio de otros lenguajes no naturales -matemático, gráfico-, bien por una utilización conjunta de todos
ellos, para pasar después a la descripción y argumentación relativas a
subsistemas, relaciones y elementos. Uno y otro camino son válidos. La
dificultad estriba en cómo conjugar sincronía y diacronía, mientras que,
de otra parte, las necesidades del discurso argumentativo obligan a separar dos grandes campos: el libro de historia general y la monografía
temática, a los que nos hemos referido.
El problema es cómo representar en un texto, en un discurso que es por
definición secuencial, los niveles de actividad enlazados sistémicamente
y, en ese sentido, sincrónicos, que articulan la mecánica social y que actúan de forma absolutamente interrelacionada, circular, que están codeterminados: economía, dinámica de población, grupos sociales, ejercicio
del poder y la dominación, creación ideológica, ecología, equipamiento
material y producción intelectual, no son meros estratos descriptibles y
separados en la realidad, sino que tienen mucho de abstracciones metodológicas que para entender la realidad aplicamos a su estudio. Todas
las instancias o niveles o sectores de la vida social están estrechamente
correlacionados, codeterminados. Recursos materiales, grupos sociales,
hegemonías políticas o ideológicas, simbolismos culturales, creación
científica son, en una determinada coyuntura social e histórica, elementos, de hecho, inextricables. ¿Por dónde, pues, empezar la descripción
histórica del comportamiento de un determinado conjunto humano en
busca de la exposición de una historia general de él?
Este problema es especialmente acusado en las historias generales, pero a otro nivel es detectable en cualquier tipo de historia sistemática. Un
libro de historia tiene diversas partes y en él de alguna manera han de
integrarse relatos, argumentaciones y proposiciones generalizadoras.
Existen buenas ejemplificaciones de las dificultades que se presentan
para una articulación suficiente de la exposición de lo histórico y de cómo se resuelven permitiéndonos ver los sistemas desde todos los ángulos de su inteligibilidad. Existen variadas obras de diverso talante y resolución que ejemplifican modelos singulares de exposición de la difícil articulación de la historia. El célebre estudio de Braudel sobre el Mediterráneo en la época de Felipe II es un modelo paradigmático. Pero esa
maestría se puede ver también en Mommsen tratando de la historia de
Roma, en Witold Kula y el feudalismo polaco, en I. Wallerstein y el moderno sistema mundial, en C. Ginzburg y el mundo simbólico de un molinero del siglo XVI...10
El relato histórico simple puede ser asimilado a lo que la descripción de
los fenómenos, su caracterización, su taxonomización, representa en
cualquier método de la ciencia social e, incluso, de la natural. El nivel de
la descripción es lógicamente anterior al de la explicación, pero la metáfora existe siempre en todo discurso científico. Un libro de historia tiene
que describir -relatar- y tiene que explicar -argumentar-. Un libro de historia es, en último extremo, un discurso sometido a la lógica de la comunicación, discurso que es descriptivo y argumentativo. La «argumentación» es lo que diferencia tal discurso del relato.
10
Todas ellas obras lejanas del relato secuencial.
Un libro de historia describe un sistema, decimos. La descripción y explicación de un sistema ha de basarse en la presentación del elemento 0
la relación significativa, la variable, la relación entre variables o la relación entre los subsistemas, que permita explicar mejor cómo se crea, relaciona, mantiene y destruye tal sistema. La clave está en el descubrimiento de la variable o la relación básica, determinante. La descripción
de una historia puede empezar por cualquier sitio y emplear en ella la
metáfora. La argumentación debe estar, sin embargo, sujeta a una lógica estricta. Un libro de historia puede escribirse de cualquier manera.
Puede empezar por la política o terminar en ella. Lo que no puede hacer
es describir sin argumentar o argumentar sin describir.
La historia que se escribe tiene que captar lo histórico. Decir esto no es
una obviedad, porque el mero relato basado en fuentes no expresa por
sí mismo lo histórico. Desde la historia general a la microhistoria, desde
la historia total a la biografía individual, lo que define la historicidad propia de una situación es alguna variable especialmente significativa. En
torno a ella tiene el historiador que construir su «producto»; las demás
cosas son materiales para el edificio. Son imprescindibles para la edificación, pero no la sostienen.
Historia abierta: las explicaciones en contraste. ¿Cómo pueden ser contrastadas las explicaciones históricas? Entre quienes no conocen suficientemente la forma de operar de la ciencia produce muchas veces escándalo la situación frecuente de discordancia palpable entre las «explicaciones», las « interpretaciones», los juicios en general que investigadores diversos pueden dar de hechos que lógicamente no pueden tener
más que una realidad unívoca. La razón por la cual Fernando VII, rey de
España, en septiembre de 1832, contradice sus disposiciones anteriores
sobre la sucesión de su hija Isabel, para declarar heredero del trono a
su hermano Carlos, sea una razón sencilla o compleja, no puede ser
más que una. Pero de este, y de otros muchísimos episodios históricos,
mínimos o complejos, los testigos y los historiadores han dado explicaciones muy distintas. ¿Qué significa esto?
Algunos poco documentados en la manera de funcionar la explicación
en la ciencia han hablado de un específico «relativismo histórico», mani-
festación del «relativismo cognitivo», que se expresaría en que «es muy
habitual en historia, aunque no exclusivo de esta disciplina, encontrar
versiones radicalmente diferentes de un mismo acontecimiento»11. Esta
aseveración está aquejada en cierta forma de lo que podríamos llamar
el «síndrome Schaff»12. Para responder adecuadamente convendría partir de un hecho bien establecido en la metodología de la ciencia: un mismo conjunto de datos puede satisfacer distintas explicaciones. Es el problema permanente de cómo compaginar estrechamente la explicación
con los hechos. Eso no ocurre sólo, en modo alguno, con la explicación
de la historia. Un conjunto de fenómenos puede ser explicado de diversas maneras, sin que podamos decir de ninguna de las explicaciones
que es falsa. Pero, sin duda, existen explicaciones mejores que otras.
Que de una misma situación histórica haya interpretaciones diversas es
lo mismo que ocurre en otras diversas investigaciones, y no digamos en
la social, en general. No hay ningún gran proceso -no acontecimiento-histórico que no sea objeto de controversia en su «interpretación».
Es erróneo pensar que la disparidad de explicaciones de la realidad de
su propio campo, que se presenta siempre dentro de las disciplinas, es
un signo de su debilidad. Conviene señalar que la disparidad, el contraste, el debate, la agresividad, incluso, entabladas entre explicaciones distintas de la realidad, no sólo es común y normal en todo tipo de ciencias,
incluidas, por supuesto, las naturales, sino que constituyen un presupuesto inevitable para el propio progreso de ellas. La confrontación de
explicaciones es esencial en el desarrollo científico.
En las ciencias sociales la cuestión tiene vertientes muy peculiares a las
que ya nos hemos referido hablando de las dificultades específicas que
tiene la explicación de las realidades sociales, cuyos cuadros completos
de componentes nos son mal conocidos hasta el día de hoy. Todos admitimos que un fenómeno social es más difícil de someter a, o encua11
M. Carretero y M. Limón, «Aportaciones de la psicología cognitiva y de la instrucción a
la enseñanza de la historia y las ciencias sociales», Aprendizaje, 62/63 (1993), pp.
162-163.
12
Ya hemos comentado antes el espacio dedicado por A. Schaff, Historia y verdad, pp.
9-72, a analizar cómo los historiadores nunca se han puesto de acuerdo sobre las
causas de la Revolución francesa. Pero al menos Schaff entra en el problema de las
causas...
drar bajo, una explicación completa y suficiente que pueda ser perfectamente contrastable que la generalidad de los fenómenos naturales. En
la escala de lo natural a lo social el aumento de la complejidad es un hecho establecido.
En la historiografía es normal que se presenten diversas «interpretaciones» para fenómenos o conjuntos de fenómenos. ¿Cómo elegir la acertada? La metodología de la ciencia tiene respuesta para esto. La mejor
interpretación es aquella que explica más cosas, que tiene en cuenta
más elementos y que, por el contrario, tiene la arquitectura más sencilla,
más simple. Una interpretación que tenga en cuenta un gran número de
elementos puede convertirse en una explicación satisfactoria. E igualmente lo será más aquella que esté apoyada por mayor evidencia empírica. ¿Cuáles son las causas de la caída del Imperio romano? Existen
desde antiguo diversas maneras de ver el fenómeno. Unas intentan encontrar causas simples y potentes: la demografía, el agotamiento de los
suelos. Otras, causas más distendidas y «visibles»: la irrupción de pueblos extraños, etc. Esas conjeturas deberían ser apoyadas por una evidencia empírica, por datos, de una enorme abundancia. Ninguna de
esas explicaciones básicas puede ser desechada. Probablemente la
mejor de ellas es la que, sin excluir a las demás, establece con claridad
el papel jerárquico de las evidencias en el hecho que se pretende explicar.
2. UNA TEORÍA DE LA DOCUMENTACIÓN HISTÓRICA
Hemos intentado describir muy sintéticamente un modelo de procedimiento de investigación que el historiador emplea. No es ocioso insistir
de nuevo en que toda pauta metodológica ha de ser muy abierta en sus
prescripciones. Aunque, lo hemos dicho también repetidamente, ningún
método garantiza la verdad; la ausencia de él hace a ésta imposible.
El conocimiento histórico como cualquier otro se construye con información y conceptos, con observación y con pensamiento formal, estando
ambas cosas ligadas dialécticamente. En consecuencia, son dos los extremos que quedan aquí todavía por tratar: la adquisición de información
histórica y los instrumentos operativos conceptuales más apropiados pa-
ra penetrar en la realidad de lo histórico. Esto quiere decir que será preciso hablar primero de las fuentes de la historia y después de las categorías que emplea el historiador, sin que haya alguna prescripción sobre
qué cosa ha de preceder a la otra. En último lugar, es imprescindible,
además, que dispongamos de unas técnicas que permitan obtener información en las mejores condiciones y nos permitan el análisis más fiable.
La tradicional consideración de las «fuentes de la historia» como las referidas casi en exclusiva a la documentación original de archivo, debe
ser inexcusablemente sustituida hoy por su concepción y tratamiento
mucho más amplio, aunque como parcela específica, dentro del campo
de la documentación. La tradicional «fuente de archivo» que ha sido la
pieza esencial de la documentación histórica en la tradición positivista, y
que vino a reemplazar a la historia que se componía siempre sobre relatos históricos anteriores, es hoy un tipo más, y no necesariamente el
más importante, entre los medios de información histórica.
Justamente una de las características más acusadas del moderno progreso de la utilización de la documentación histórica es la concepción
cada vez más extendida de que «fuente para la historia» puede ser, y de
hecho es, cualquier tipo de documento existente, cualquier realidad que
pueda aportar testimonio, huella o reliquia, cualquiera que sea su lenguaje. En este sentido no es pequeña la aportación que hicieron las ideas de los primeros representantes de la escuela de los Annales, de uno
de los cuales, Lucien Febvre, son estos clarificadores párrafos: «Hay
que utilizar los textos, sin duda. Pero todos los textos. Y no solamente
los documentos de archivo en favor de los cuales se ha creado un privilegio... También un poema, un cuadro, un drama son para nosotros documentos, testimonios... Está claro que hay que utilizar los textos, pero
no exclusivamente los textos…»13.
La «información historiográfica»: las fuentes
13
L. Febvre, Combates, pp. 29-30. Se trata de un artículo de gran interés, «De 1892 a
1953. Examen de conciencia de un historiador». El texto es, en alguno de sus pasajes,
un verdadero manifiesto contra la exclusividad y el fetichismo del archivo. (Las cursivas
son de Febvre.)
El término de información historiográfica parece el idóneo para expresar
adecuadamente la problemática actual de las fuentes históricas. La expresión debe ser distinguida de la de «información histórica». Esta última puede entenderse en su acepción de conocimiento y difusión de la
historia escrita, elaborada, del producto de la historiografía, que llega al
público en forma de libros, textos diversos, colecciones gráficas u otras
obras o soportes -vídeo, cine-. La expresión «información historiográfica» puede recoger con menos dificultad y con menos posibilidad de
equívocos la idea de las informaciones «primarias», los testimonios, los
materiales de observación a partir de los cuales el historiador establece
la síntesis histórica.
Podemos adelantar desde ahora que el trabajo de la investigación histórica, desde el punto de vista de sus fuentes, tiene dos momentos: a) la
definición del asunto a investigar; b) la búsqueda de las fuentes de información. Es decir, es el problema el que condiciona las fuentes y no al
contrario, al menos en un correcto entendimiento de lo que es el progreso de los conocimientos. La expresión información historiográfica recogería bien, por tanto, la idea de fuente de la historia. La información sobre, y la documentación de, un problema es un paso subsiguiente, no el
primero, en todo inicio de un proyecto de investigación.
Probablemente en ningún otro terreno ha sido tan patente el avance de
la historiografía en la segunda mitad de nuestro siglo como en las nuevas ideas sobre las fuentes de la historia. En ningún otro terreno ha quedado más obsoleta la vieja preceptiva de tradición positivista que, sin
embargo, en algunos de sus tópicos y orientaciones ha llegado a nuestros mismos días. La extensión del concepto de fuente, la caracterización de los objetivos, la necesidad y las técnicas de la «crítica de fuentes», la conceptuación de las «disciplinas auxiliares» que han sido el
apoyo tradicional del historiador para la interpretación de las fuentes,
han cambiado radicalmente. Han quedado arruinadas tres viejas concepciones: la de las fuentes de la historia y su crítica como el origen de
toda investigación; la distinción entre fuentes primarias y secundarias; la
concepción tradicional de las ciencias auxiliares de la historia.
Las ideas de información y documentación en la investigación son esenciales hoy en el uso de las fuentes en la investigación, dada la enorme
variedad de ellas que es posible utilizar. La información histórica es algo
más que la mera «lectura» de las fuentes y la transcripción de las noticias que facilitan. La información es un elemento permanente del método. La tradicional «crítica de las fuentes» ha de verse a la luz de la idea
de «depuración de la información».
El concepto de «fuente»
Marc Bloch dedicó todo un capítulo de su clásica Apologie pour l'histoire
a la cuestión de la «observación histórica» y a mostrar que la pretensión
de que el presente es aquella fase temporal que tiene el privilegio único
de poder ser observado directamente no es del todo verdad. La coincidencia con el pasado en este punto estriba en que lo que entendemos
como «presente» tampoco es de manera absoluta observable directamente. Recíprocamente, la observación del pasado, además, no se distingue siempre de la del presente. Toda la vieja tesis de Seignobos acerca de la imposibilidad de una «observación» de la historia, sobre la que
se basaría la absoluta singularidad del conocimiento histórico, tiene, por
tanto, escasa base14.
Sobre qué información, o qué evidencia, se basa el conocimiento histórico, sobre qué materiales construye el historiador sus datos, es una
cuestión cuya importancia no necesita ser ponderada. En consecuencia,
es un asunto que requiere un tratamiento específico. La idea de fuente
adquiere su importancia fundamental si se repara en que todo conocimiento tiene siempre algo de exploración de «huellas». En historiografía,
ciertamente, esto tiene una especial relevancia, pero no está desprovisto de sentido en ningún otro tipo de conocimiento. Fuente histórica sería,
en principio, todo aquel objeto material, instrumento o herramienta, símbolo o discurso intelectual, que procede de la creatividad humana, a cuyo través puede inferirse algo acerca de una determinada situación social en el tiempo.
14
M. Bloch, op. cit., pp. 24 y ss.
Una definición de tal tipo indica ya de entrada el carácter extremadamente amplio y heterogéneo de una entidad como la que llamamos
«fuente».
Tal vez, la diferencia sustancial entre el acervo documental que lega la
historia y la documentación utilizable por cualquier otro tipo de investigación social es la finitud irremediable de todo lo que es documentación de
la humanidad en el pasado. Las fuentes históricas son teóricamente finitas. La cuestión es si están descubiertas o no. Sin embargo, de ello no
se deduce en absoluto que la investigación de algún momento de la historia pueda detenerse por agotamiento de las fuentes. Como ya hemos
señalado, ni la investigación histórica ni ninguna otra depende en exclusiva de la aparición de fuentes de información, sino de explicaciones cada vez más refinadas.
Carecemos de una bibliografía a la altura de las exigencias actuales sobre la problemática de las fuentes y la crítica fontal. Existen las abundantes obras de tradición positivista a las que nos hemos referido15, pero
la tradición positivista sólo aparece superada de forma aparente, a pesar
de la aportación esencial que la historiografía de los Annales, o las corrientes cuantitativista y marxista, han hecho al concepto mismo de fuente. Sin embargo, tanto la archivística como las técnicas de la documentación, en un amplio espectro, han progresado de forma espectacular en
los últimos decenios y tales progresos en forma alguna pueden dejar de
ser conocidos por el historiador.
La idea tradicional de «fuente histórica» ha de ser reformulada, pues, en
el contexto más adecuado de la idea de información documental. Las
fuentes para la historia tienen una variadísima procedencia. El archivo
histórico constituye hoy uno de los repositorios fundamentales de la documentación histórica, pero en modo alguno las fuentes históricas tienen
en exclusiva esa procedencia. Esto es especialmente cierto en sectores
cronológicos de la historia general como pueden ser la historia antigua
-para la que no existen archivos en el sentido habitual de esos organis-
15
Las de Droysen, Meyer, Langlois-Seignobos, Bernheim, Bauer, Halphen, Halkin, P.
Salmon, etc., entre las de tradición positivista. De otra índole son las de Berr, Bloch,
Topolsky, Cardoso-Pérez Brignoli o Vilar. Pero véase, en todo caso, la bibliografía final.
mos- o la contemporánea que tiene que hacer uso de fuentes de otras
muchas procedencias.
Una nueva taxonomía de las fuentes históricas
La ampliación misma del concepto de fuente, la extraordinaria generalización de las posibilidades de exploración de objetos materiales o de realidades intelectuales como fuente de información histórica, la extensión
del campo de la realidad que los historiadores exploran habitualmente,
hace que las viejas consideraciones sobre el carácter, crítica y uso de
las fuentes históricas sean hoy casi inservibles. Una de las cuestiones
previas, por tanto, para todo estudio profundo de las fuentes históricas
es la de establecer una taxonomía adecuada y suficiente de las muy diferentes variedades de fuentes posibles.
A la clasificación o taxonomía de las fuentes pueden aplicarse muy variados criterios. Es preciso encontrar criterios de clasificación que permitan referirse globalmente a todas las fuentes posibles, sea cual sea su
procedencia, soporte y aspecto, pero, sobre todo, es preciso que tales
criterios sean útiles para algo que resulta ser imprescindible en todo tratamiento de las fuentes históricas: su evaluación. De ahí que lo recomendable sea el establecimiento precisamente de varios criterios clasificatorios.
Los criterios taxonómicos
De hecho, una taxonomía completa de las fuentes de información histórica sólo es realizable por la combinación de puntos de vista, de criterios, diversos en orden a la distinción y la evaluación y, en definitiva, al
uso que el investigador hará de sus fuentes. Es posible atender, al menos, a un cuádruple criterio básico. Las fuentes pueden ser ubicadas en
una clasificación con arreglo a los criterios siguientes, expresados sin
orden de prelación:
CRITERIOS TAXONÓMICOS:
Los caracteres taxonómicos de los tipos de fuentes
posicional
(fuentes directas o indirectas)
intencional
(fuentes voluntarias o no voluntarias)
cualitativo
(fuentes materiales o culturales)
formal- cuantitativo
(fuentes seriadas o no seriadas o seriables y
no seriables).
La clasificación por criterios específicos que tienen que ver con la naturaleza interna de las fuentes y no meramente con la forma en que han
de ser «leídas», o sea, por la forma en que se extrae de ellas la información -escritas, orales, arqueológicas, etc.-, permite una gran flexibilidad.
Así, un ejemplo de clasificación por aplicación simultánea de los cuatro
criterios podría procuramos una fuente que fuese, por ejemplo:
material/involuntaria/seriada/directa, con lo que nos encontraríamos, justamente, ante uno de los mejores tipos de fuentes pensables, o
verbal/no narrativa/seriada/indirecta, que respondería a un tipo de fuente
como la judicial, verbigracia, aplicable al estudio de la evolución del lenguaje oficial. En definitiva, estos criterios, y las correspondientes categorías complejas que de ellos se desprenden, tienen ante todo un valor
técnico al favorecer de modo especial la observación, crítica y evaluación documentales, que es de lo que se trata. Son, como decimos, criterios combinables en la búsqueda de la correcta ubicación taxonómica de
una fuente.
La clasificación de las fuentes tiene también interés, cuando menos, por
el criterio orientativo que facilita en la búsqueda de las fuentes idóneas
para el estudio de determinadas situaciones históricas, teniendo en
cuenta siempre que el ideal de una gran investigación es el uso de las
más variadas fuentes posibles y la confrontación sistemática entre ellas.
Aun así, sería posible encontrar, claro está, fuentes de clasificación dudosa o imposible.
Una clasificación de fuentes, por lo demás, que se limitara a distinguir
entre materiales o arqueológicas y todas las demás -lo que no es rarotendría por sí misma una utilidad técnica bastante limitada. Una buena
taxonomía de las fuentes no es, en definitiva, una cosa fácil. Cualquier
clasificación plantea siempre problemas que muestran cuán decisivo es
el criterio mismo del investigador a la hora de procurarse una documentación idónea para el establecimiento de conclusiones. Señalemos,
pues, las características fundamentales de estas clasificaciones y algunas de las dificultades en cuanto a los criterios de clasificación.
Esa taxonomía permitiría una variación, más bien formal, que atendiera
a la posición, la intención, la información cuantitativa y la información
cualitativa.
Todo esto podría expresarse gráficamente en el siguiente cuadro:
CUADRO 6
Criterios para la clasificación de las fuentes históricas
1. El criterio posicional
Fuentes directas y fuentes indirectas. El asunto clave implicado en el criterio posicional se refiere justamente a la cuestión de las fuentes directas e indirectas, que, una vez más, pueden interpretarse también como
primarias o secundarias. ¿Cómo establecer el criterio distintivo? ¿Según
la procedencia de la fuente, su contenido, el grado de relación con el núcleo central de lo investigado? En historia agraria, por ejemplo, imagínese la diferencia entre un catastro de la propiedad agraria y una información sobre las costumbres festivas rurales en relación con la recolecta
de los frutos.
La distinción entre fuentes directas e indirectas resulta bastante clásica.
Pero en su forma clásica esta distinción era aplicable más que a la categoría misma de fuente a la naturaleza del testimonio contenido en ella.
Una fuente clasificada de directa era un escrito o relato de algún testigo
presencial de un hecho, de un protagonista, de una documentación, a
veces, que emanaba directamente del acto en estudio. Una fuente indirecta era una fuente mediata o mediatizada, una información basada, a
su vez, en otras informaciones no testimoniales. En definitiva se trataba
de un criterio clasificador aplicable a los escritos cronísticos, a las memorias, a los reportajes. Las fuentes eran de uno u otro tipo según la
manera en que la información era recogida, según la «cercanía» de la
fuente a los hechos narrados.
Pero hoy la categorización directa/indirecta, sin abandonar del todo esa
noción referente al grado de «originalidad» -información, diríamos, de
primera mano o no-, debe atender primordialmente a la funcionalidad o
idoneidad de una fuente en relación con el tipo de estudio que se pretende. Se traslada así el criterio de clasificación desde la naturaleza de
la información al tipo de investigación que se emprende. De esta forma,
unas fuentes pueden ser directas para un determinado asunto e indirectas para otro. Así, ciertos documentos históricos muestran una extremada polivalencia. Las vidas de santos informan sobre todo del simbolismo
religioso puesto que intentan «edificar» al fiel, pero al mismo tiempo son
fuente inestimable sobre las costumbres de una época, por ejemplo. Este criterio de clasificación de las fuentes, por tanto, deja actuar más a los
conceptos relacionados con la pertinencia metodológica que a la forma
de reunir la información.
Por fin, el criterio posicional nos lleva al problema del carácter de las
fuentes en relación con los periodos históricos de los que tratamos. Cada periodo tiene algunas fuentes enteramente típicas. Compárese el
asunto de las fuentes antes de la aparición de la escritura y después, o
el tipo de fuentes históricas que generan las sociedades preindustriales
en relación con las industriales. Por ello, en definitiva, la teoría de las
fuentes según criterios posicionales, nos lleva a contemplar las fuentes
históricas estrechamente ligadas a la historia que se pretende investigar.
Por fin, un asunto muy clásico relacionado con la clasificación posicional
es el de esa posición en sentido cronológico. La «cercanía» o «alejamiento» de un determinado tipo de fuentes en relación con la situación
de la que dan cuenta ha planteado en la historiografía tradicional el embrollo de la distinción entre documentación y bibliografía, o entre fuentes
primarias y secundarias. Y, sin embargo, esas diferencias no obedecerían en realidad a un criterio posicional, sino más bien intencional. «Documentación» es la información no elaborada, no discursiva. «Bibliografía»
define más bien el contexto científico, el «estado de la cuestión», en el
que nos movemos. Así, se plantearía el problema: ¿una crónica es documentación o es bibliografía?; ¿tiene sentido aquí emplear un criterio
cronológico como distinción y ayuda a la clasificación? Parece claro que
no. La distinción debe establecerse entre lo que es crónica-testimonio o
lo que es estudio historiográfico.
2. El criterio intencional
Fuentes testimoniales y fuentes no testimoniales. Son precisamente
unas observaciones hechas por Marc Bloch en su clásico libro las que
permiten fijar uno de los grandes puntos de vista para discriminar en el
campo de las fuentes un carácter que resulta básico en su evaluación: el
de la voluntariedad. Según que los testimonios que el historiador maneja
se hayan generado de forma voluntaria o de forma no pretendida explícitamente, su carácter ha de ser tenido, en principio, como enteramente
diferente. O, dicho de otra forma, es radicalmente diferente que una cre-
acto intencionado y no testimoniales a las fuentes involuntarias. En función de esa primera distinción es posible elaborar un cuadro como el
que aparece en la página 344. (cuadro 9)
El conocimiento de la forma de producción de un documento es, naturalmente, esencial en cualquier análisis de la información que transmite.
Por ello, la clasificación de las fuentes según el carácter y proceso de su
producción tiene un innegable interés para el ejercicio de la crítica fontal, con independencia de las propias características intrínsecas que
conceda al documento el «destino» con que se produce. A través de
una hermenéutica nada complicada parece fácil diferenciar la problemática crítica que presentarían fuentes, por ejemplo, como una inscripción
conmemorativa de algo y las cuentas de una explotación minera. En casi todos los aspectos atendibles en el proceso de su producción, estos
dos tipos de fuentes muestran una diferencia radical.
En definitiva, el mecanismo de producción de un documento de cualquier tipo empleado como fuente de información histórica, mecanismo
en el que habría de considerarse desde la «intención» hasta el material
mismo de que está hecho el documento, es esencial en la evaluación de
las fuentes. Un testimonio que fue producido para crear una forma de
«memoria histórica» -por ejemplo, los lugares de la memoria de los que
ha hablado Pierre Nora-16 no puede tener el mismo tratamiento y valor
que el producto material de la actividad cotidiana del hombre, como es,
por ejemplo, una lista de asistentes a un banquete, o una inscripción
censal.
CUADRO 9
Fuentes históricas según su intencionalidad
ación humana haya sido concebida como «testimonio histórico» o que,
por el contrario, haya sido producida en el curso de una actividad y finalidad sociales que en absoluto tienen como horizonte la testimonialidad.
Por ello aquí llamamos testimoniales a las fuentes que proceden de un
La fuente voluntaria, la que propiamente podemos llamar testimonial, es
la fuente clásica, la fuente por excelencia, aquella en la que durante siglos se ha basado toda la tarea de la reconstrucción de la historia hasta
la época de la Ilustración. La fuente voluntaria es la que ha constituido la
memoria oficial de las sociedades. Es el reflejo del «imaginario» que los
componentes de un grupo construyen, de su mentalidad e ideología. Es
la que refleja, por tanto, el conflicto interno de toda sociedad.
16
P. Nora, ed., Les lieux de la mémoire, 6 vols., Gallimard, París, 1989 y ss.
Por el contrario, las más perfectas y objetivas inferencias que pueden
hacerse de la vida de los colectivos humanos lo son a través de sus productos objetivados, de sus huellas no intencionadas, no voluntarias, no
testimoniales. Se trata de todos aquellos vestigios del hombre que se
han conservado sin que éste se haya propuesto conscientemente su
conservación como «testimonio histórico». La vida de las sociedades
modernas está llena de este tipo de «restos». Son de este carácter todos los restos arqueológicos, etnográficos; lo son todos los productos de
las burocracias normalizadas. Todo lo que podemos llamar la «memoria
infraestructural».
Es normal que la historiografía científica prefiera trabajar con fuentes no
testimoniales. Las fuentes testimoniales son presumiblemente las más
manipulables. Pero hasta hoy, la mayor parte de la historia del mundo
se ha hecho sobre fuentes testimoniales. La Gran Historia anterior al
historicismo del siglo XIX no concebía otro tipo de fuentes sino los vestigios que el hombre deja de sí mismo de manera «histórica». De ahí el
adelanto que supuso la valoración fundamental del «documento histórico», del material de archivo que podía darnos a conocer cosas no preparadas para crear una especial memoria histórica. Y la validez y fecundidad del concepto de «historia inconsciente».
El problema de las fuentes no testimoniales es también de otra índole.
En la medida en que una determinada fuente no fue originariamente
concebida como tal, asimismo es menor la cantidad de información que
procura. Esto tiene dos lecturas; de una parte exige un mayor esfuerzo
de «interpretación», un esfuerzo de lectura técnica muy sofisticada17,
que ha de comenzar descifrando con garantía los lenguajes -de todo tipo- en que los documentos se expresan; de otra, todas las fuentes no
testimoniales tienen mayores problemas de contextualización. No dice lo
mismo una fuente arqueológica, un instrumento de labranza primitivo,
por ejemplo, que un texto escrito que nos hablase de ello. La producción
no testimonial está mucho menos elaborada que la contraria. En ello reside su gran ventaja en cuanto información objetivada, o no contaminada, pero ahí reside también su mayor dificultad técnica de manejo.
17
De las que puede ser buen ejemplo el análisis de contenido del que hablamos en el
capítulo siguiente.
El criterio intencional es probablemente el de mayor interés, el que se
presta a mayores sutilezas críticas y el que permite conocer mejor las
posibilidades de información correcta que las fuentes contienen. Es por
ello el criterio que más problemas interpretativos plantea también.
3. El criterio cualitativo
Fuentes materiales y fuentes culturales. Estamos aquí ante las clasificaciones más complejas por la gran cantidad de tipos de fuentes que en
función de su contenido, soporte, campo, etc., pueden encontrarse en
una investigación. Formalmente hablando hay un par de conceptos clasificatorios en virtud de los cuales pueden señalarse también dos tipos
de fuentes alternativas. Se trata de las clasificaciones en fuentes verbales/fuentes no verbales o culturales/materiales. Incluso, dentro de las
fuentes verbales puede establecerse otra importante dicotomía entre
fuentes narrativas y fuentes no narrativas.
Nos encontramos ante un tipo de criterio taxonómico que se basa en la
diferenciación del tipo de lectura que puede hacerse de una fuente. Es
decir, de una fuente pueden importar dos cosas: su propia y aparente
materialidad o el mensaje que, a través de su materialidad, se expresa.
Unas fuentes interesan como objetos, otras interesan por su mensaje
del que el objeto mismo es mero soporte. Normalmente, toda fuente interesa por ambos aspectos, pero ambos pueden y deben separarse por
criterios taxonómicos. Aquellos documentos históricos cuyo valor informativo reside, en primer lugar, en su propia materialidad -los restos arqueológicos en general- precisan, sin duda, un tratamiento diferente de
aquellos otros cuya identidad y valor reside «en lo que dicen», en su
contenido intelectual. No es equívoca ni difícil de establecer, por tanto,
una tajante distinción entre fuentes materiales y fuentes culturales o, si
se quiere, entre arqueológicas y filológicas.
Los documentos culturales son, sin duda, un amplio tipo de fuentes donde se incluyen todas aquellas en las que es posible separar un «soporte» de un «contenido» de la información. Fuentes culturales son, por
tanto, prácticamente todas las existentes que no son fuentes arqueológi-
cas, todas aquellas, escritas, habladas, simbólicas o audiovisuales que
transmiten un mensaje en lenguaje más o menos formalizado.
Fuentes narrativas y fuentes no narrativas. Pero en las fuentes culturales, en las fuentes expresadas en lenguaje verbal, la moderna crítica ha
de incluir una referencia a su carácter narrativo o no narrativo. Fuentes
narrativas y fuentes no narrativas son categorías también centrales en lo
que es el discurso textual. Las fuentes no narrativas son una categoría
muy genérica que deja fuera sólo una categoría bastante homogénea
pero extensísima: todo lo que es el relato. En principio se trata de una
distinción clara, pero que permite sutilezas y distinciones de forma que a
partir de unas u otras se puede extraer un trabajo histórico bien distinto.
La verdad es que lo mismo que la preferencia se decantará con el tiempo hacia el tipo de fuentes no testimoniales, lo hará también hacia las
seriadas y hacia las no narrativas.
La historia tradicional se hacía esencialmente sobre fuentes narrativas:
crónicas, relatos, reportajes, memorias, que eran ya en sí mismas una
«historia» en cuanto narración. El adelanto fundamental de la moderna
historiografía en materia de fuentes reside en el uso cada vez más amplio de las fuentes no narrativas. A su vez, la diferencia en el tratamiento
entre las fuentes culturales de todo tipo y las arqueológicas, también de
todo tipo -desde los restos prehistóricos a la llamada ahora «arqueología
industrial»-, es tal que estas últimas requieren para su uso el auxilio de
técnicas de gran especificidad normalmente tomadas en préstamo a
otras disciplinas.
4. El criterio cuantitativo
Fuentes seriadas y fuentes no seriadas. Queda, por último, un criterio de
clasificación de las fuentes de una extraordinaria importancia conceptual, crítica y técnica. Sin los conceptos discriminatorios de fuentes seriadas (seriables) y no seriadas (no seriables), muchos de los progresos
de la historiografía de los últimos decenios no hubieran sido posibles.
Digamos, primero, que entendemos por fuente seriada aquella, material
o cultural, que está compuesta de muchas unidades o elementos homo-
géneos, susceptibles de ser ordenados, numéricamente o no. Estamos
ante fuentes que se componen de un número plural de elementos de información o conjuntos de ellos formalmente iguales -que permiten el uso
de los conceptos de variable, de «caso» o de «registro» en una base de
datos-18 y que, en definitiva, dan cuenta de un hecho repetido, redundante. Hay, o puede haber, una extremada variedad de fuentes seriadas o
susceptibles de seriación: desde un fichero policial a una contabilidad de
empresa o desde un libro de protocolos de un notario hasta los anuarios
estadísticos de una serie de años. Unas fuentes se presentan, por su
naturaleza, seriadas: las escrituras de tasación o de venta de bienes nacionales en el siglo XIX. Otras no están seriadas por su naturaleza, pero
son seriables: un conjunto de testamentos, los sermones religiosos de
una determinada época, los discursos políticos, etc.
La materialidad19 o el contenido comunicacional estricto de una fuente
pueden ser sometidos hoy a algún tipo de seriación si ello es útil para el
objetivo de una investigación. Pueden ser reducidos a una «matriz de
datos» desde las características más externas de una fuente, como pueden ser los colores de cada una de sus partes, hasta las distribuciones
de frecuencias de las palabras de un texto o de las cantidades de unas
cuentas. La diferencia estriba en que unas fuentes aparecen construidas
sobre la seriación -así las fuentes económicas, de forma habitual y arquetípicamente- mientras que en otras la seriación ha de ser hecha por
el historiador. Las fuentes no seriadas o no seriables serían esencialmente las cualitativas.
La condición de seriadas o no seriadas alude esencialmente, aunque no
de forma exclusiva, a la distinción que puede hacerse en las fuentes entre aquellas que presentan, o de las que puede extraerse, un contenido
expresable numéricamente, frente a las que no tienen esta posibilidad.
Nos encontramos así ante el muy tratado tema de la existencia de magnitudes mensurables implicadas en la investigación histórica y sus características. La vieja discusión, y la vieja forma de optar, entre fuentes
18
19
Véanse ampliaciones de estos conceptos en el capítulo 9 que trata de las técnicas.
Es decir, las características de su soporte -textos, cuentas, objetos repetidos,
imágenes-, alguna característica de la fuente donde pueda establecerse cualquier tipo
de recurrencia.
cualitativas y fuentes cuantitativas, la oposición entre ellas, carece hoy
prácticamente de sentido. Rara es la fuente de contenido no narrativo,
incluyendo desde luego las verbales de ese tipo, que con los medios
técnicos hoy existentes20 no sean susceptibles de algún tipo de seriación. La seriación tiene relación con la cantidad, pero lo que importa no
es siempre el número sino la repetición, la recurrencia.
Una seriación no debe entenderse, como se deduce de lo expuesto, que
es siempre seriación en el tiempo. Realmente, seriadas en el tiempo están todas las fuentes por lo que tal característica no tiene interés taxonómico, aunque sí, obviamente, técnico, en su tratamiento por parte del investigador. La seriación de que aquí hablamos alude sobre todo al contenido. Fuentes no seriadas son las tradicionales fuentes cualitativas generalmente escritas: crónicas y memorias, documentos diplomáticos,
restos arqueológicos en determinadas circunstancias, etc. Pero no estará de más concluir reiterando que la habilidad técnica del historiador debe ser la suficiente para expresar en forma de series, si ello es preciso
para el análisis, para la comparación o para la estadística, las informaciones que procuran sus fuentes.
Los fundamentos del análisis documental: la «crítica de las fuentes»
Los problemas de la información empírica que se presentan en cualquier
tipo de investigación social han adoptado en la historiografía unas curiosas manifestaciones. De esta forma, resulta muy sintomático que el
«método histórico» se haya creído durante décadas que se basaba en, y
se dirigía a, asegurar buenas y veraces fuentes de información. Como si
ahí acabara todo el trabajo... Nadie duda de que esto es esencial en la
investigación histórica, pero en modo alguno agota su método.
Los progresos de la crítica fontal
El progreso decisivo en la crítica de las fuentes está en estrechísima relación con los medios técnicos para dictaminar su autenticidad y su datación, para dilucidar la historia material interna de ellas mismas y la de
20
Nos referimos especialmente al uso de la informática.
los soportes que las contienen. Medios que están relacionados con las
técnicas de laboratorio, químicas, electrónicas, informáticas y de otros tipos. La crítica y evaluación de fuentes ha cambiado también de forma
espectacular en la misma medida en que lo han hecho el concepto de
fuente y, por tanto, las fuentes realmente utilizadas.
Una prueba de estos adelantos nos la da, por ejemplo, el hecho de que
sea normal que los «supuestos» manuales de metodología existentes
no aludan a los problemas de la prensa como fuente21 y, por otra parte,
también como ejemplo, que hasta no hace aún muchos años, en bastantes repositorios documentales se distinguía entre una documentación
que era o tenía carácter «histórico» y otra que carecía de tal cualidad y
era considerada documentación «administrativa». Y no se trataba ya de
una distinción originada en la antigüedad de la documentación -lo que,
en cierto modo, hubiera justificado esa diferenciación- sino de su cualidad. Una distinción de ese género es impensable hoy.
El progreso de la historiografía en el siglo XX, por tanto, no ha dejado intacto, ni podía hacerlo, el panorama de la vieja crítica. De una parte,
aquellas disciplinas historiográficas que más contacto han tenido con los
adelantos técnicos -es decir, la arqueología y, sobre todo, la arqueología
prehistórica, la paleontología humana, la archivística, y, en relación con
los progresos de la filología, la historia antigua y medieval, o la historia
contemporánea por lo que se refiere a la economía o sociología, etc.,han podido perfeccionar hasta extremos muy considerables los recursos
técnicos para la comprobación de la autenticidad de las piezas o los textos fontales.
Pero los progresos de la crítica se deben en igual o parecida medida al
progreso mismo de las concepciones sobre la historiografía, al progreso
de la relación de la disciplina con sus vecinas y afines, a los progresos
de la filología, las técnicas de análisis textual, la comparación estadística
21
Es curioso y altamente significativo para lo que decimos sobre la persistencia de
viejísimas ideas en relación con el método histórico y las fuentes históricas, que un libro
que se presenta casi como la «biblia» de la metodología historiográfica, el de C.
Samaran, dir., L'Histoire et ses méthodes, Gallimard, París, 1961, 1.771 páginas (Col.
«Encyclopédie de La Pléiade») no hable en absoluto de la prensa como fuente histórica,
mientras se refiere al cine, discoteca y demás. Jamás se podría recomendar un libro
como este a joven historiador alguno.
y el propio diseño de la investigación historiográfica. Los problemas de
la crítica de las fuentes han debido ser así puestos en contacto con los
ámbitos técnicos del laboratorio químico, de los análisis lingüísticos, de
técnicas de análisis de textos, incluida la informática, de los conocimientos crítico-documentales o de la estadística. La crítica de las fuentes ha
dejado de ser una labor «artesanal» guiada muchas veces por el buen
sentido y los conocimientos comparativos, para convertirse en una tarea
tecnificada, más fácil y más compleja a un tiempo, que las antiguas. La
rémora consiste en que en este campo se arrastra también mucha idea
obsoleta, mucha supuesta técnica absolutamente ineficiente y ciertos
convencimientos infundados, entre los que resalta la persistente idea de
que la actividad historiográfica no tiene relación con ningún otro de los
conocimientos y técnicas de trabajo en la investigación social.
Probablemente pueden encontrarse los orígenes más directos de la moderna crítica y búsqueda de las fuentes en las aportaciones de la escuela de Annales y en particular en el inteligente corpus de observaciones
que sobre ello hizo Marc Bloch en su Apologie..., recogiendo y yendo
más allá de toda la vieja erudición de la crítica de los medievalistas.
Bloch habló en ese texto inacabado de la función de los documentos, de
la forma de interrogarlos, de la persecución del error y de la mentira, pero también del «sentido» que es posible extraer de un documento que
miente. La mentira es también fuente de la historia... La lectura de este
texto de Bloch sigue siendo insustituible como introducción al «arte» de
criticar las fuentes. Pero no puede decirse lo mismo de otros viejos textos de la preceptiva prolongados en algunos de sus epígonos.
El análisis documental en historiografía
La idea de crítica de las fuentes puede ser sustituida hoy con mucha
ventaja por la de análisis documental. El análisis documental es algo
más que la clásica crítica en sus aspectos de autenticidad, veracidad y
objetividad, en sus aspectos de crítica «externa» e «interna», y, más
aún, sustituye a la vieja distinción entre heurística, metódica y sistemática, etc.22 El trabajo de preparación y manipulación técnica de las fuentes
22
El origen de todas estas expresiones citadas se encuentra, claro está, en la
terminología propia de la antigua preceptiva, la historicista y la positivista. Repásense a
de información se encuentra estrechamente incardinado en el proceso
metodológico normal; no es algo previo ni desconectado de las demás
operaciones metodológicas. La información desempeña un papel esencial a lo largo de todo el proceso investigatorio. El análisis documental
encaja en el proceso general de la investigación científica que considera
siempre que las fuentes equivalen al campo general de la observación
en el que han de obtenerse los datos.
La iniciación a la actividad crítica y evaluativa de las fuentes es esencial,
sin duda, en toda preparación concienzuda para el aprendizaje del método historiográfico. El acopio de la evidencia documental es la base
empírica decisiva de cualquier investigación y la idoneidad de tal base,
relativa siempre al tipo de objetivos que la investigación pretende, es la
función final de la crítica y evaluación de las fuentes. La competencia
para la crítica y evaluación requiere en lo fundamental una preparación
teórica, metodológica y técnica perfectamente adquiribles que incorpora
también necesariamente no sólo recursos técnicos, sino también intuición y rigor en la aplicación del método. Pero tampoco es ajeno a ello el
propio ejercicio de la «práctica» de la investigación.
En la metodología historiográfica, la obligatoriedad y la necesidad técnica de la crítica y evaluación del campo de observación o fuentes procede de cuatro principios básicos, dos de los cuales son propios de la naturaleza específica de la documentación histórica y son estos:
a) Que los hechos estudiados sólo son captables por inferencia desde
los restos o huellas.
b) Que la información histórica se genera en fuentes de extraordinaria
heterogeneidad.
Existen otros dos condicionamientos que son, sin embargo, comunes a
todas las documentaciones:
c) Que la búsqueda y tratamiento de las fuentes está absolutamente ligada en todo el campo de la ciencia social al de la adecuación entre las
hipótesis orientadoras de la búsqueda y el tipo de hechos que contribuyen a hacer fecundas tales hipótesis. Es por ello que la crítica de la adeeste efecto todos los clásicos textos ya citados de Droysen, Bernheim, Bauer,
Langlois-Seignobos, García Villada, y hasta Sainaran, Halkin, Salmon, Reglá, etcétera.
cuación, a la que nos referiremos después, no contiene sustancialmente
aspectos técnicos sino epistemológicos y contextuales. En líneas generales, e ideales, toda correcta investigación parte de un problema y no
de una fuente. El problema en cuestión decide siempre la crítica de adecuación.
d) Que las fuentes por sí mismas pueden aportar un componente de distorsión de la realidad. No la que introduce el historiador, como efecto de
dificultades de método o técnica, o como efecto de presuposiciones ideológicas, sino aquella distorsión que se encierra ya en la propia fuente y
que, como cualidad intrínseca de ella, plantea además problemas de lógica y de contenido. Porque ¿cómo medir una distorsión? o, simplemente, ¿cómo descubrirla? La distorsión o los errores que contienen las
fuentes presentan un problema crítico de primera magnitud que ya vio
Marc Bloch: la intencionalidad de los errores es por sí misma una fuente
impresionante de verdad en la historia: ¿por qué miente el que
miente?...
El análisis documental en la historiografía, también aquí como en cualquier otra investigación social, tiene aspectos instrumentales y aspectos
epistemológicos. Como en toda ciencia normalizada, es preciso efectuar
siempre un trabajo de depuración de los datos, lo cual constituye una de
las tareas propias del contexto metodológico de la observación. Nosotros llamaremos aquí a estas operaciones técnicas análisis de la fiabilidad de las fuentes. Pero en la historiografía hay una vertiente más, como es la del establecimiento del propio y adecuado tipo de fuentes a
emplear. La investigación de este aspecto es lo que llamaremos análisis
de la adecuación de las fuentes. Este segundo sería la búsqueda de
respuestas a preguntas tales como «qué carácter tiene una determinada
investigación», «qué tipo de fuentes serían precisas», «qué puede hacerse con las encontradas». Los objetivos de la investigación condicionan la adecuación de las fuentes. La pregunta acerca de qué fuentes
serían precisas es un problema en buena parte teórico, de una buena
conceptualización previa o de hipótesis claras. Es un problema heurístico.
Mientras que el saber para qué puede servir una fuente encontrada es
un problema hermenéutico de gran interés.
En consecuencia, el análisis documental podría ser definido ya como el
conjunto de principios y de operaciones técnicas que permiten establecer la fiabilidad y adecuación de cierto tipo de informaciones para el estudio y explicación de un determinado proceso histórico. La crítica, pues,
no se agota en la depuración de los datos; ésta es más bien un primer
paso para aquélla. Se entiende, pues, la estrecha implicación entre las
tareas críticas y las hipótesis sobre las que se trabaja. Todas las demás
caracterizaciones de las tareas críticas tradicionales -autenticidad/veracidad/objetividad, críticas externas e internas- son, de hecho, cuestiones
derivadas y, en cierto sentido, secundarias.
En cualquier caso, esto no significa que los viejos y clásicos criterios deban ser desterrados bruscamente. Es evidente que la clarificación de la
autenticidad de una fuente, o la distinción entre su forma y su contenido,
así como la elucidación de su origen, son operaciones enteramente
inexcusables. Todas ellas pueden reunirse en el análisis de la fiabilidad.
Aunque aquí hablemos de la evaluación de todas estas cualidades en
las fuentes históricas, está claro que cualidades de ese tipo se exigen a
cualesquiera documentaciones que contienen información sobre algo.
Cada tipo de investigación requiere sus fuentes y, por tanto, su crítica.
También puede seguir siendo útil, en principio, el clásico criterio que llevaba al investigador desde una crítica externa de las fuentes -conservación, rasgos taxonómicos, soporte, etc.- a una interna propiamente, el
contenido, el mensaje, el análisis mismo de la información contenida.
Permaneciendo vigente la utilidad relativa de todos estos viejos preceptos, lo que, en todo caso, resulta hoy necesario a efectos pragmáticos
es que el historiador integre todas estas operaciones en la perspectiva
que el adelanto de las ideas metodológicas y de las técnicas ofrece actualmente. Esto potencia, además, el recurso, en los casos pertinentes,
a las viejas y clásicas «disciplinas auxiliares»: la paleografía, diplomática, epigrafía, numismática, sigilografía, etc. Y de las nuevas: documentación, archivística, lexicografía, etc. Lo que ocurre es que la formación
del historiador ha de ser hoy más amplia en campos nuevos, más selec-
tiva en cuanto a sus dedicaciones o, lo que es lo mismo, tiene que ser
más especializada.
El proceso del análisis documental
Así, pues, fiabilidad y adecuación son las dos grandes características
que una fuente debe poseer para poder ser considerada como tal en
una determinada investigación. Es evidente que para el historiador, como para cualquier otro investigador social, la fiabilidad de sus fuentes sigue siendo, como es natural, un problema previo a resolver, antes aun
del problema siguiente que es el de hacer un uso correcto de ellas.
La idea de fiabilidad de las fuentes sustituye ampliamente y con ventaja
a las antiguas conceptuaciones que ya hemos comentado de la «autenticidad», «veracidad», «objetividad». Pero hay otra conceptuación que
importa tanto como la fiabilidad material y formal de una fuente y ella es
la de adecuación. La adecuación de una fuente para emitir información
acerca de un determinado asunto es algo que supera propiamente la crítica tal como la entendemos habitualmente. El problema de la adecuación de las fuentes ha sido, sin embargo, una cuestión normalmente
marginada por la preceptiva historiográfica de origen historicista. El juicio sobre la adecuación es una decisión metodológica pero es más importante que la propia crítica «externa», según la llamaban los clásicos.
La manera en que el análisis de la fiabilidad y la adecuación se relacionan puede representarse así:
CUADRO 10
La evaluación de las fuentes
La fiabilidad. El análisis de la fiabilidad de las fuentes se basaría en una
batería de medios instrumentales más o menos sencillos y directos que
incluirían cosas como:
Autenticidad:
Técnicas de datación (estratificación, radiactividad, comprobación de dataciones explícitas).
Técnicas lingüísticas (lexicografía, análisis del « estado» de
la lengua), erudición literaria y crítica histórica.
Análisis de la historia de la fuente.
Depuración de información:
Coherencia interna de la fuente (rastreo de interpolaciones).
Comprobación externa de la información.
Investigación por encuesta o cuestionarios comparativos.
Contextualización:
Técnicas de clasificación documental.
Análisis de « series» o «familias» de documentos.
Comparación de fuentes diversas.
La crítica documental, en definitiva, ha de echar mano de muchos tipos
de técnicas: filológicas, estadísticas, de laboratorio, etc. Pero siempre
las tareas de evaluación de una fuente han de atender en primer lugar a
establecer la historia de la fuente misma- El origen, vicisitudes y trayectoria de una fuente hasta llegar a nuestras manos puede ser una extraordinaria información para proceder desde ella a la crítica. Conocida la
«historia» de la fuente es posible proceder ya a su observación. Examinanda adecuadamente una fuente, puede pasarse a su análisis interno.
Este tipo de análisis será más claro y ordenado si se guardan precauciones para que el análisis clasifique la fuente en cuanto al tipo de informaciones que es capaz de ofrecer. La crítica utiliza, pues, unos medios
propiamente técnicos y otros de análisis histórico. El tipo de fuentes ante
las que nos hallemos harán prevalecer unos procedimientos sobre otros.
Bien críticas textuales, bien análisis complejos arqueológicos con ayuda
de técnicas auxiliares, valoración de fondos archivísticos, valoración de
testimonios orales, etc.
La adecuación. El análisis de la adecuación es ya una tarea de mayores
contenidos teóricos que técnicos, según hemos dicho, pero que forma
parte del proceso de evaluación de las fuentes. En el terreno práctico,
de forma absoluta, el diseño de una investigación puede provenir de la
definición, o el intento de ello, de un problema para cuya resolución, en
principio, carecemos de fuentes de información, o puede provenir también de todo lo contrario: del hallazgo de nuevas fuentes aplicables al
estudio de problemas ya conocidos y definidos o, incluso, del hallazgo
de documentaciones -de cualquier tipo- de cuya exploración primaria se
deduce que pueden ser aplicadas al estudio de alguna cuestión nueva o
ya planteada anteriormente.
Ninguna cosa como el origen de una investigación social e histórica se
presta tanto a la presencia de una casuística variadísima que depende
de multitud de factores: estado de los conocimientos, interés intelectual
estricto o demanda de la opinión pública, necesidades ideológicas, «modas intelectuales», etc. La relación entre tema y fuentes es siempre dialéctica y es ella la que explica y condiciona el diseño de una investigación. La dialéctica entre problemas, hipótesis y fuentes es también la
que plantea la necesidad de un estudio de la adecuación.
Podemos decir que son fuentes adecuadas para un tema aquellos conjuntos documentales capaces de responder a mayor número de preguntas, con menos problemas de fiabilidad, de menos equivocidad o mejor
adaptación a los fines de la investigación y susceptibles de usos más
cómodos. Por desgracia, el problema de la adecuación no se presenta
como mera posibilidad y necesidad de opción entre unos tipos de fuentes u otras. Raro es, o poco exigente, el investigador que se encuentra
satisfecho de sus fuentes. Pasado un cierto umbral elemental de adecuación -es decir, descartando la absoluta disparidad entre la información, por ejemplo, extraible de una contabilidad y la pregunta por las creencias religiosas del contable...- las fuentes pueden responder a diverso
género de preguntas y dar respuestas a ellas directas o indirectas -de
ahí la clasificación de ese tipo que hemos hecho.
El problema de la adecuación es más bien el que se relaciona con la necesaria «cantidad de información» para poder decir que un problema es
resoluble y de la necesaria «variedad de la información» que permita dar
generalidad a las respuestas. Las fuentes son adecuadas cuando, pasado ese umbral mínimo a que aludimos de relación entre lo que se pretende preguntar y a qué o quién se le pregunta, hay de ellas suficiente
cantidad y variedad -formal y de contenidos- y cuando han superado
una suficiente evaluación de su fiabilidad.
Una evaluación de la adecuación requeriría, pues, prestar atención a
cuestiones como:
Demanda de información:
Establecimiento de los tipos de documentos requeridos -según criterios taxonómicos explícitos.
Cantidad de información precisa.
Variedad de los soportes y los contenidos.
Recopilación documental:
Acopio exhaustivo de fuentes.
Búsqueda de fuentes contrastables y comparables.
Posibilidades de análisis de tales fuentes.
Selección:
Jerarquización de las fuentes.
Confrontación con las primeras presuposiciones.
Nuevas búsquedas en función del resultado de las confrontaciones.
9 MÉTODO Y TÉCNICAS EN LA INVESTIGACIÓN HISTÓRICA
Dicho con brevedad, teóricamente el individuo es un
postulado: metodológicamente, el individuo es una unidad de medida.
Amos H. HAWLEY, Teoría de la ecología humana
No sabemos que hasta este momento exista libro alguno con un titulo
semejante a «Técnicas de trabajo en investigación histórica»1. Salvo algunos libros especializados dedicados al empleo de la estadística, los libros de archivística y ciertos tratados que se ocupan de alguna de las
que se llaman ahora de forma tan bárbara como inconcluyente «ciencias
y técnicas historiográficas» -paleografía, epigrafía, diplomática, numismática, etc.-, además de lo referido a las fuentes orales, la formación
historiográfica carece de esas abundantes publicaciones sobre «técnicas de investigación» de las que disponen otras disciplinas. Y no parece
fácil que este vacío se colme en poco tiempo. En todo caso, lo que aquí
se ofrece, a modo de colofón, no es mucho más que una introducción al
asunto.
Como hemos advertido antes, la presente obra no se propone analizar
en detalle y mostrar el desarrollo de las técnicas de investigación que
pueda emplear el historiador. Carecemos, sin duda, de textos adecuados de ese tipo, pero para el tratamiento de la materia se necesita por
su extensión hoy de volúmenes específicos que el presente libro no es.
Lo que este capítulo final ofrece, pues, es una idea muy somera, casi
1
Un libro, por ejemplo, como el ya citado de G. Thuillier y J. Tulard, Cómo preparar un
trabajo de historia (métodos y técnicas), Oikos-Tau, Barcelona, 1989, traducción del
original francés de la colección «Que sais-je?», es del tipo de los que difícilmente
pueden ser tenidos por una obra como las que echamos en falta. Se compone de un
conjunto de consejos, en general elementales y ridículos (sobre cómo fotocopiar, por
ejemplo, p. 78), que no describen técnica alguna y que parecen dar por buena la
absoluta desprofesionalización técnica del trabajo del historiador. Por desgracia,
tampoco responde a esas características tan excelente libro como el clásico de C.
Cardoso y H. Pérez Brignoli, Los métodos, orientado a la historia demográfica,
económica y social, y cuya disposición de la materia es algo caótica.
únicamente informativa, de las técnicas de investigación que el historiador tiene hoy a su disposición. Y ello se intenta hacer desde dos puntos
de vista. Primero, diferenciando las técnicas por su carácter u orientación global o por el tipo de instrumentos que emplean. Siempre dentro
del contexto de las técnicas de investigación que las ciencias sociales
aplican -no todas posibles para el historiador- puede distinguirse entre
las cualitativas y las cuantitativas, entre las generalizantes y las individualizantes. Segundo, distinguiéndolas por la instrumentación que hacen de los medios de trabajo; desde ese punto de vista, podemos hablar
de técnicas archivísticas, estadísticas, informáticas, etc.
En el estado actual de la enseñanza del método y las técnicas del historiador es prácticamente imposible exponer materia alguna sobre técnicas de investigación -con excepción quizás de la archivística-, donde no
sea obligado recurrir a manuales, recopilaciones y libros básicos pensados para otras ciencias sociales, la sociología especialmente. La penuria
de publicaciones de esta índole y la antigüedad o superficialidad de alguna de las existentes hace que no haya otra solución. Ello no es grave
en cuanto que muchas de las técnicas de la investigación social son perfectamente aplicables en la investigación histórica, según veremos. Pero, en todo caso, y este es el problema central, es evidente que las técnicas de investigación no pueden enseñarse con su descripción, sino
obligatoriamente con su práctica. Una razón más para no conceder a lo
que sigue sino un mero carácter orientativo.
Cuando hablamos de técnicas de investigación es obligado no olvidar la
relación estrecha, necesaria e insustituible, que liga siempre en una disciplina la teoría, el método y las técnicas. Por ello, rara vez se habla de
técnicas de investigación sin establecer primero esa clara jerarquización
entre lo conceptual, los presupuestos del método y las habilidades de
las técnicas.
1. LAS TÉCNICAS CUALITATIVAS
Tradicionalmente la historiografía apenas ha empleado para su trabajo
otra cosa que técnicas de crítica y análisis cualitativas. En principio, podríamos decir que técnicas cualitativas serían aquellas que no aspiran a
medir en la construcción de los datos. Su aspiración es, por tanto, la de
clasificar, tipologizar, reunir los datos, pues, en función de su cualidad,
de su carácter -lo que necesariamente exige primero del investigador
una tarea de conceptualización-, clasificando fenómenos con arreglo a
informaciones verbales o verbalizando las informaciones numéricas. Las
técnicas cualitativas acaban siempre en informaciones verbales.
El análisis cualitativo describe unas variables en un proceso, pero no las
mide, no se preocupa de, o no alcanza a, contabilizar numéricamente
los valores que esas variables adquieren, aunque puede establecer que
hay cambios de valor. Sin embargo, las viejas técnicas cualitativas que
se limitaban a «reunir» informaciones por la analogía entre ellas, que
eran una mera recopilación de datos iguales, han sido muy superadas
hoy por técnicas que pueden analizar el discurso verbal de las fuentes,
con arreglo a la estructura de su contenido, que pueden analizar el estado de la lengua o el uso de determinadas palabras, que pueden aplicar
modelos verbales a una descripción de la información. Podría decirse,
incluso, que las técnicas que persiguen una discriminación cualitativa
entre los datos, sin medida, pueden estar en alguna manera «matematizadas». La informática puede ser una vía para ello. Hay mucha diferencia entre técnicas cualitativas tradicionales y las más sofisticadas de la
actualidad: análisis filológico, modelos verbales, análisis de contenidos,
etc. Pueden existir técnicas cualitativas aun empleando la matematización como ayuda en algún momento del proceso.
Las técnicas de análisis cuantitativo son muy posteriores a las del análisis cualitativo. La cuantificación fue entendida en sus orígenes como
una forma de controlar toda la carga subjetiva que el tratamiento de los
fenómenos sociales comporta siempre para el investigador. La aplicación de las técnicas matemáticas al análisis de los fenómenos sociales
es antigua, pero el hecho es que en el transcurso del tiempo ciertas
ciencias sociales, como la economía, se han dotado de un aparato matemático que las ha transformado completamente. La clave de la cuantificación ha estado siempre en la medición numérica de los valores de
las variables.
Naturaleza y función de las técnicas
Las técnicas no son sino las operaciones que el investigador realiza para transformar los hechos en datos. Las técnicas son el punto de engarce entre la realidad empírica -que es objeto de la observación- y la conversión de ésta en un cuerpo articulado de evidencias para demostrar
una hipótesis. Mediante las técnicas, los contenidos temáticos de los legajos de un archivo, pongamos por caso, se convierten en tablas de valores de precios, en listas de represaliados, en índices de la evolución
de un fenómeno, etc. Antes de eso, es evidente también que nada puede convertirse en estas cosas si no existe el diseño de una investigación
y, es más, si no existe una concepción del historiador de lo que entiende
por «sociedad» y por «historia de la sociedad». Pero de ello hemos hablado ya.
Las técnicas se componen de un conjunto de reglas comprobadas y repetidas, redundantes, que están subordinadas siempre a los principios
metodológicos. Las técnicas son el elemento clave en la construcción de
los datos. Los datos son hechos estructurados conceptualmente; no son
el mero resultado de la observación, sino «observaciones registradas»2.
Las técnicas son «operaciones de campo» y, por lo demás, acostumbran a cambiar con frecuencia en función del progreso de las tecnologías. Existe un método, pongamos por caso, sociológico o psicológico o
historiográfico. Ellos son peculiares de las disciplinas que los aplican.
Aun así, no hay obstáculo para que la sociología aplique en ocasiones
elementos del método psicológico. Y aún hay menos obstáculo, por el
contrario es más bien una constante, que muchas disciplinas apliquen
en algún momento un método histórico. Con las técnicas ocurre esto en
mayor medida. La encuesta de campo o el cuestionario a que se somete
la documentación, el análisis de textos, la estadística -ejemplos todos
ellos de técnicas- pueden ser aplicados por muy diversas ciencias. Esas
reglas a las que llamamos técnicas son, en principio, intercambiables
entre diversos métodos.
Sólo las concepciones metodológicas rigurosas y bien establecidas pueden engendrar técnicas de trabajo empírico igualmente eficaces y pro2
R. Mayntz et al., Introducción, p. 46.
ductivas. Poseer un buen método significa saber aplicar también las técnicas de trabajo más apropiadas. Por ello, de todo científico social escrupuloso, y naturalmente también del investigador de la historia, ha de
poderse decir que posee un «oficio», es decir, que domina el método y
las técnicas adecuadas para su trabajo.
Técnicas de manipulación orientadas a la investigación científica existen
muchas y su número aumenta cada día, pero todas poseen ciertos rasgos comunes. Las técnicas se agrupan según sus características en
prácticas delimitadas y coherentes -por ejemplo: técnicas gráficas, técnicas estadísticas, técnicas documentales, técnicas de archivo, de encuesta, de muestreo, etc.- que están al servicio del método, o de alguna
de sus fases, en la investigación científica. En el mundo de la investigación empírica, las técnicas desempeñan un papel fundamental en el
contexto de la recogida de la información, de la observación. El progreso
de las técnicas conlleva el de los métodos, pero por sí solas no son capaces de hacer avanzar significativamente una ciencia.
La clasificación de las técnicas
La clasificación de las técnicas es posible en función de criterios diversos, de forma que es poco probable encontrar una clasificación única y
generalmente aceptada. Se admite, desde luego, que el criterio más primario es aquel que las divide en técnicas cualitativas y técnicas cuantitativas. Para distinguirlas con algún rigor, es necesario además no confundir lo que son técnicas normales de «cuantificación» con presupuestos metodológicos «cuantitativistas» que son dos cuestiones distintas.
Las técnicas cualitativas son aquellas que trabajan con datos no expresados en forma numérica, es decir, con conceptos agrupables en clases
pero no susceptibles de adquirir valores mensurables numéricamente.
La medida numérica es, pues, la clave de la distinción entre unas y otras
técnicas, pero no es una distinción absoluta. Las técnicas cuantitativas
son aquellas que operan con conceptos susceptibles de tomar diversos
valores o magnitudes que pueden expresarse como serie numérica.
Esos conceptos son los que normalmente se llaman variables. La técnica que opera con datos cuantificados por excelencia es la estadística.
Otra clasificación posible de las técnicas, que tiene interés en relación
con las historiográficas, es aquella que distinguiría entre unas de observación documental y otras de observación directa3. Dentro de cada uno
de tales grupos aparecerían las cualitativas y las cuantitativas y aún
otras distinciones más según el carácter y objetivo de cada una. Las técnicas de observación documental, como su nombre indica, serían las
aplicables al estudio de los «documentos», hoy día de muy diversos tipos y sobre soportes variados, con la peculiaridad de que siempre nos
darían una observación mediata de la realidad. Documentos escritos -de
archivo, publicaciones oficiales periódicas o no, libros, folletos, opúsculos diversos, prensa, etc.-, o documentos visuales o sonoros, serían los
tipos fundamentales.
Las técnicas de observación directa serían aquellas de las que en líneas
generales podemos decir que construyen ellas mismas los documentos.
Son las técnicas de muestreo, entrevista, encuesta, tests, observación
participante o la más moderna de intervención sociológica4. Estas técnicas podrían agruparse en un doble tipo: observación directa extensiva
-muestreo, cuestionario repartido, encuestas- o intensiva -tests, entrevistas, intervención u observación participante- según, justamente, el mayor o menor grado de intervención del investigador en la preparación de
la documentación.
Una clasificación de este tipo, sin perder de vista su relativismo y sus
imperfecciones, tiene para el entendimiento de las técnicas del historiador un interés innegable. En líneas generales, puede decirse que el
campo técnico del historiador es el de la observación documental, la observación mediata. La característica de la investigación historiográfica
es, en lo esencial, la de que no puede construir sus documentos. Aunque ello no debe, en modo alguno, confundirse con el hecho de que el
historiador no construya sus fuentes. La fuente es una elección del historiador sobre los documentos existentes en los que organiza y seleccio3
Tomamos estas ideas del viejo y muy completo libro de M. Duverger, Métodos. La
clasificación central que hace Duverger de las técnicas es esta.
4
Practicada, por ejemplo, por M. Viewiorka a propósito de la acción terrorista en
Sociétés et Terrorisme, Fayard, París, 1988. Se trata de conversaciones colectivas con
protagonistas y un interrogador que dirige la conversación.
na la información que le interesa. Pero, como decimos, estas observaciones son ciertas de forma general, no absolutamente. En la investigación de la «historia reciente» el historiador puede emplear las técnicas
de observación directa: técnicas de investigación oral (historia oral),
cuestionarios, etc. La vieja posición metodológica que excluía a la historiografía como «ciencia de observación» no tiene hoy ningún sentido.
clasificación sencilla podría hacerse como se muestra en el cuadro de la
página 363 (cuadro 11).
Tratamiento temático de la documentación escrita: archivo y hemeroteca
Entre el acervo general de las técnicas que se encuentran a disposición
del investigador social es claro que el historiador puede hacer un uso
normalizado de bastantes de ellas, mientras que tendrá bastantes limitaciones e, incluso, imposibilidad de emplear otras. No obstante, la barrera
tradicional que durante mucho tiempo se creyó que existía entre el análisis de los documentos del pasado como elemento esencial de la tarea
del historiador, frente al análisis de documentos del presente como lo
propio de otras disciplinas -los documentos del sociólogo, antropólogo o
politólogo-, ha dejado de ser aceptable, al menos de forma absoluta. Y
no lo es en una doble dirección: porque la historiografía actual en modo
alguno rechaza entrar en análisis históricos de procesos muy recientes
cuya documentación puede considerarse «presente» y porque, al contrario, sociólogos, antropólogos y demás investigadores hacen uso también de documentación histórica5.
La documentación escrita que el historiador emplea pertenece, en cualquier caso, a dos grandes campos:
- documentación de archivo
- documentación bibliográfica y hemerográfica.
CUADRO 11
Naturaleza de las técnicas
En principio, hoy aceptamos que no tiene razón de ser la distinción tradicional también en ciertos preceptistas entre unas fuentes de tipo documental y otras bibliográficas. Desde el punto de vista de la construcción
del discurso histórico eso carece de relevancia6. El análisis tradicional de
la documentación de archivo es el que enfrenta al historiador con los le5
6
En lo que se refiere a las técnicas disponibles para el historiador y desde el punto de vista central de su carácter cualitativo o cuantitativo, una
J. Chaumier, Les techniques documentaires, PUF, París, 1986, pp. 23 y ss.
Véase el buen criterio que adopta en este sentido un análisis general de las fuentes
para la historia de España como el que presenta la Enciclopedia de Historia de España,
Alianza Editorial, Madrid, 1993, vol. 8, dirigida por M. Artola y este volumen en concreto
por M. Pérez Ledesma.
gajos de un fondo documental que son los que recogen una información
de variadísima especie, que no podemos clasificar aquí, claro está, en
detalle y que han facilitado la «información fáctica», de «hechos», con la
que el historiador construye su relato. Por lo común, hoy día los fondos
documentales públicos, los archivos públicos, en mejor o peor estado de
conservación y catalogación, ofrecen fuentes al historiador que han sido
ya sometidas a procesos de identificación, inventario, catalogación y racionalización en general, a través de una refinada técnica de la archivística que, en sus fundamentos generales, todo historiador aunque no sea
especialista en ella debe conocer.
hecho lo está, hacia la búsqueda de cosas concretas. Porque la lectura
de la información es siempre «hipotética», está orientada por unas preguntas. Otra cosa significaría prácticamente la imposibilidad de superar
el nivel de la «descripción». Un historiador no lee «a ver lo que hay», sino buscando cosas orientadas por un proyecto previo de observación.
Hay un análisis externo e interno de un documento, de la forma ello y
del contenido. Un análisis contextual y otro sustancial. Y todo e l independientemente de las cuestiones de crítica documental de las que ya
hemos tratado y que son distintas y, probablemente en muchos casos,
previas a lo que aquí tratamos ahora.
La regla de oro de toda exploración documental de archivo es, sin duda,
la de que la búsqueda y la explotación de la documentación ha de hacerse desde una buena planificación de la investigación que es la única
que permite optimizar el trabajo desde puntos de vista de imprescindible
observación:
La documentación hemerográfica y bibliográfica tiene, a su vez, sus propios condicionamientos. Por lo pronto es preciso señalar que toda investigación en cualquier ciencia social y, por tanto, en historiografía, es imposible de llevar a buen término sin un correcto y suficiente apoyo bibliográfico. Es decir, sin la consulta del aparato preciso de la bibliografía
científica sobre un determinando tema, a la cual es posible tener acceso
a través de repertorios variados, catálogos de bibliotecas, bases bibliográficas informatizadas, etc.8 No es posible definir un proyecto de investigación o planificar su estrategia sin un conocimiento, exhaustivo hasta
donde sea posible, del estado de la cuestión científica en un determinado campo temático y en un determinado momento. La bibliografía existente sobre un tema es no sólo la primera y fundamental fuente de información, cuya consulta puede tener, justamente, el resultado de descubrimos que un determinado tema o no ha sido tratado o lo ha sido insuficientemente, sino que la bibliografía existente y la que se va produciendo es siempre un imprescindible control para el proceso de investigación
propio. «Descubrir el Mediterráneo» es, como se dice en la jerga propia
de la investigación, la consecuencia de no conocer suficientemente el
estado de un tema científico.
- posibilitar búsquedas exhaustivas;
- permitir la reorientación de la búsqueda;
- producir una agrupación correcta de las informaciones;
- facilitar un claro control de las «lagunas» de la información.
La técnica de exploración documental tiene como punto clave no sólo la
lectura correcta de las documentaciones halladas, es decir, la extracción
de información primaria, información factual de cualquier tipo, bien de
expedientes administrativos, correspondencia, contabilidad o cualquier
otro tipo de documentos sino, sobre todo, el trasvase de las informaciones obtenidas al aparato de «organización de la información». El investigador construye tipologías en función de su proyecto y sus formas de
trabajo: ficheros de contenido, base de datos, recopilación de citas, etc.
La «lectura» de un documento, contra lo que pueda parecer, no es cosa
fácil7. Un investigador no puede leer sin más un documento para captar
su sentido superficial, sino que su lectura tiene que estar orientada, y de
7
M. Duverger, Métodos, pp. 151 y ss.
8
Véase J. Mª. Sánchez Nistal, «Problemas y soluciones para la búsqueda de información
bibliográfica en la investigación histórica», en M. Montanari, E. Fernández de Pinedo et
al., Problemas actuales de la historia, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1993, pp.
9-18.
cimiento de la importancia de las fuentes visuales10 o iconográficas, sonoras, informáticas, etc., que en el futuro llegarán a adquirir probablemente mayor importancia que los textos escritos que hoy soportan la
mayor parte de las manifestaciones culturales.
Los libros, folletos y otras publicaciones de imprenta no periódicas, o, en
su caso, las documentaciones escritas en otros soportes y formas, tales
como manuscritos, papiros, inscripciones, etc., constituyen un campo
esencial y muy tipificado de la documentación de cualquier investigación
historiográfica sobre cualquier época. Los progresos de la documentación archivística y de la observación directa en modo alguno han invalidado el hecho de que la construcción histórica sigue basándose también
sobre relatos antiguos, relatos de época, trabajos historiográficos anteriores, libros de memorias, ensayos y toda la bibliografía utilizable para
obtener evidencias empíricas sobre un periodo o un problema.
La documentación hemerográfica nos coloca ante uno de los conjuntos
documentales de mayor interés hoy en la investigación de la historia en
todo Occidente desde el siglo XVIII. La prensa ha sido la fuente de comunicación pública de mayor importancia desde ese siglo y que ha ido
adquiriéndola cada vez más a medida que nos acercamos a la época reciente. Para las investigaciones en la historia política, cultural, social, la
prensa es una fuente imprescindible. Pero los problemas de crítica fontal de la prensa son de bastante envergadura9. Las informaciones de
prensa necesitan una estricta y profunda depuración con arreglo a técnicas que hoy adquieren un alto grado de sofisticación. La importancia de
la prensa es tal que por sí misma constituye, incluso, un campo de estudios historiográfico preciso -historia de la prensa o del periodismo-, además de su uso como fuente para otras muchas sectorializaciones.
En definitiva, hoy por hoy, a fines del siglo XX, la documentación escrita,
que además de la de archivo y la hemerográfica comprende los amplios
géneros de las «publicaciones oficiales» de las administraciones públicas, de las empresas e instituciones de todo tipo -censos, anuarios, informes, estadísticas de muy variados tipos, etc.-, es la predominante en
el aparato informativo del historiador. Las técnicas de investigación fundamentales se dirigen hoy, pues, primordialmente, al trabajo con documentación escrita. Pero aparecen ya claras las tendencias hacia el cre-
En la actualidad no basta al progreso técnico de la investigación histórica con la mera lectura temática de las fuentes escritas. El progreso de
las técnicas cualitativas marcha, evidentemente, en la dirección de que
aquello que hemos llamado informaciones primarias, es decir, lo que se
obtiene de información «directa» a través de la lectura del contenido de
un texto, vaya siendo progresivamente más elaborado por técnicas complejas que permitan organizar conjuntos de datos por el estudio de codificaciones menos aparentes que el texto contiene también: la lengua, la
semiótica, la semántica de un texto pueden aportarnos contenidos «subyacentes», ocultos, que la mera lectura primaria no descubre. Es por
ello importante que el historiador que trabaja sobre fuentes escritas de
carácter textual esté impuesto en las técnicas muy diversas de los análisis de las codificaciones ocultas de los textos que practican otras disciplinas. Aunque se trata de una especialización laboriosa.
Naturalmente, estamos hablando aquí de las técnicas de trabajo en el
análisis de los textos fontales para la historia en una posición teórica
bien lejana de lo que significan las corrientes postmodernas y, especialmente, deconstruccionistas, a lo Jacques Derrida, que hacen problemática la noción misma de fuente textual, por cuanto se niega el «carácter
referencial» del texto, cosa que ya hemos comentado anteriormente. La
posibilidad de que un texto no pueda ser tomado como
«representación» de una realidad, que es el caso propuesto por el estructuralismo de Derrida, que no se entienda como algo más que una
codificación cerrada en sí misma -que debe ser descodificada- sin refe-
9
10
Entre las obras básicas para iniciar el estudio de los problemas críticos de la prensa
como fuente histórica véase B. Barrère, J. F. Botrel, G. Brey et al., Metodología de la
historia de la prensa española, Siglo XXI, Madrid, 1982.
Lenguaje y discurso
Existe hoy en este sentido la incógnita de que todavía no se conoce bien la
perdurabilidad de los soportes de almacenamiento de información tales como cintas
magnéticas de audio o vídeo, disquetes de ordenador y demás.
rente externo, destruye la idea misma de fuente histórica escrita11. No es
esta nuestra posición12.
El recurso habitual a los procedimientos filológicos, estado de la lengua,
uso selectivo de palabras, estudios etimológicos, variaciones semánticas, es acompañado hoy de recursos semióticos, de referencias a los
medios que el emisor del mensaje tiene para producir sentido, al uso del
lenguaje metafórico, o a la distribución del discurso en relación con los
momentos sucesivos de un proceso de comunicación. Los principios de
la teoría de la comunicación, como la de Habermas, o de inferencia hermenéutica, como la de Gadamer, son hoy elementos muy útiles en el
análisis de la información histórica desde el punto de vista del lenguaje.
En todo caso, el recurso al estudio del lenguaje como elemento de captación de lo histórico no es reciente, sino que tiene cierta tradición. La filología y la historia han colaborado desde antiguo. Un libro pionero en
ese tema fue el de Regine Robin13. El análisis del lenguaje es un primer
método de aproximación pero en el que cierta epistemología ve más una
cárcel que un progreso. El estudio de la lengua en relación con los procesos históricos se ha ampliado también hacia el análisis propiamente literario del «discurso» histórico, en lo que una tradición americana representada por Hayden White, Dominick La Capra, Louis O. Mink, o el magisterio de P. Ricoeur, han tenido una influencia decisiva. Pero se trata
de un asunto que va mucho más allá de las técnicas de análisis histórico. En este sentido técnico, es más importante el estudio de la aparición
del «hecho lingüístico» como hecho histórico14. Los cambios sociales
son también cambios de lenguaje. El lenguaje adquiere su genuina forma en el concepto y, como estableció Wittgenstein, es una representación del mundo que dice casi todo sobre una época.
11
Véase G. M. Spiegel, History, Historicism, and The Social Logic of the Text, pp. 59 y
ss.
12
Que, naturalmente, se encuentra más cercana de la que expone E. Moradiellos,
«Últimas corrientes en historia», Historia social, 16 (1993), pp. 97 y ss. Los textos son
«representaciones».
13
R. Robin, Histoire et Linguistique, Armand Colin, París, 1973.
14
P. Achard et al., dirs., Histoire et Linguistique, Maison des Sciences de l'Homme,
París, 1984
El análisis de contenido
Las técnicas que permiten obtener información adicional de los documentos escritos a través del análisis de sus codificaciones internas las
podemos llamar en general técnicas de análisis de contenido, pero este
sistema de trabajo admite diversos niveles y objetivos. Pueden hacerse
estudios del vocabulario de forma cuantitativa, de la semántica, de las
formas de expresión y todo ello admite y, posiblemente, hace recomendable, el estudio comparativo. Por otra parte, el análisis sistemático de
un texto desde el punto de vista de su lengua, de su semántica o sintaxis, de su «mensaje», necesita ya de la aplicación de ciertas técnicas
numéricas: contar tipos de palabras, por ejemplo, clasificar tipos de oraciones o de frases, analizar frecuencias de aparición de ciertas formas o
ciertas asociaciones de palabras y de ideas, etc.
El análisis de contenido (AC) es una técnica antigua, pero desarrollada
hoy sobre bases mucho más sofisticadas, que resulta esencial en el
análisis cualitativo de datos. Se trata de una técnica basada en el análisis del lenguaje, pero cuyo objetivo no es conocer éste en sí mismo sino
«inferir» alguna otra realidad distinta a través de él. El AC empezó como
análisis de la propaganda y del lenguaje político15. El AC fue definido por
B. Berelson como «una técnica de investigación para la descripción objetiva, sistemática y cuantitativa del contenido manifiesto de la comunicación»16. Una definición más completa hoy es la que establece que es
«un conjunto de técnicas de análisis de las comunicaciones17 tendente a
obtener indicadores (cuantitativos o no) por procedimientos sistemáticos
y objetivos de descripción del contenido de los mensajes, permitiendo la
inferencia de conocimientos relativos a las condiciones de producción/
recepción (variables inferidas) de estos mensajes»18.
15
16
L. Bardin, Análisis de contenido, Akal, Madrid, 1986, p. 11.
Citado en Bardin, op. cit., p. 13. Esa obra clásica de B. Berelson de la que parte esta
técnica moderna es Content Analysis in Communication Research, The Free Press,
Nueva York, 1952.
17
Se entiende que cualquier tipo de «comunicaciones» verbales, no se refiere a las
comunicaciones electrónicas ni a los medios de comunicación.
18
L. Bardin, op. cit., p. 32.
El AC se aplica a documentos de interés cualitativo desde luego, pero él
mismo puede tener una orientación cualitativa o cuantitativa. Puede intentar hacer ostensible alguna cualidad del mensaje, su capacidad de
persuasión o su intención política, por ejemplo, o puede pretender contar la aparición de palabras para ver el estado de la lengua. En este sentido, el AC es una parte de lo que Duverger llamó «semántica cuantitativa»19. En los años posteriores a 1960 el AC progresó en función de la
aplicación del ordenador, del estudio de la comunicación no verbal y de
la mayor precisión aplicada al análisis.
Las técnicas del AC son siempre muy abiertas. Se ha dicho que es preciso inventarlas cada vez que se emplean.
El AC tiene unos patrones descriptibles en pocas palabras. Se puede
entender brevemente su carácter a través de cuatro características
esenciales:
• campo
• procedimiento analítico
• Objetivo de inferencia
• relación con la lingüística
Campo. El campo de aplicación del análisis de contenido no deja fuera
nada que sean sistemas de intercomunicación por medio del lenguaje:
textos escritos de todo tipo, discursos orales recogidos en algún soporte,
etc. Y ese es uno de sus principales problemas, puesto que es aplicable
también a la comunicación no verbal, de donde se deriva la dificultad de
una sistematización fija de las técnicas de análisis.
Análisis sistemático. Es el momento clave de esta técnica. La técnica del
AC es difícil de definir a partir de su campo, por lo que sus procedimientos de análisis resultan más delimitativos. Hay varias formas de sistematizar la forma de proceder de un AC. El análisis de un texto, de un discurso, empieza siempre en una descripción de él, pero ello es una cuestión meramente introductoria. Naturalmente, las operaciones parten de
la división de un texto en unidades previamente designadas: palabras,
oraciones, párrafos; el establecimiento de categorías de clasificación, es
decir, crear unas unidades básicas de codificación. Una vez que se tienen claras las unidades a analizar -palabras, frases, documentos normalizados (cartas, pasquines, imágenes simples, etc.)- puede emprenderse
un doble tipo de análisis: categorial y estructural.
El análisis categorial es el que descompone y distribuye un texto en
esas categorías, en grupos de características homogéneas, morfológicas o de otro tipo: los adjetivos, los tipos de oraciones, los significantes
políticos, etc. El trabajo fundamental es el establecimiento de esas categorías en función de lo que se pretende investigar y atendiendo a normas técnicas y lógicas precisas. Las categorías han de ser objetivas,
homogéneas, excluyentes entre sí, exhaustivas y pertinentes20. «El análisis vale lo que valen las categorías previamente definidas.» Las categorías clasificatorias pueden referirse a materia (temática), forma (declarativa, promocional, etc.), apreciación (valorativa), etc.
El análisis estructural es el que establece no una clasificación en categorías sino el que profundiza en la organización de ellas, las características de sus relaciones -cuántas veces aparece una determinada relación
de palabras, por ejemplo-, la situación de los elementos en un todo y demás. El análisis estructural supone el categorial y lo profundiza.
El análisis de contenido puede realizarse, naturalmente, a diversos niveles. Cuanto más minuciosa es la base categorial, es decir, son más las
«unidades de análisis», y el criterio de división del texto empleado es
más desagregante el análisis será más completo, complejo y más rico
en posibilidades. Una cosa es analizar al nivel de las palabras y otra al
nivel de frases, párrafos o temas. Más o menos también puede emplearse un aparato numérico o estadístico.
Inferencia. La cuestión fundamental en la técnica del AC, como en cualquier otra, es que persigue un objetivo más allá de la propia manipulación de lo real. El análisis interno de un texto o de cualquier otra estructura que pueda descomponerse en elementos no pretende quedar en sí
mismo sino que mediante esa técnica se pretende hacer una inferencia,
es decir, averiguar otras cosas que la observación primaria de los datos
19
Duverger, op. cit., p. 165. E. Ander-Egg, Técnicas de investigación social, El Ateneo,
México, 1993, habla también de una «semántica diferencial», pp. 339 y ss.
20
lbidem, p. 27.
no nos dice en sí misma. Así, el AC «identifica y describe de una manera sistemática las propiedades lingüísticas de un texto con la finalidad de
obtener conclusiones sobre las propiedades no-lingüísticas de las personas o los agregados sociales»21. Analizar el lenguaje de un documento
pretende averiguar cosas sobre quienes lo escribieron, sus intenciones,
intereses, situación o importancia en un contexto social dado. La cuestión esencial es, pues, que el análisis de los documentos trata a éstos
como indicadores, como indicios o restos, de una realidad que se intuye
-que es «hipotética»- y que se quiere desvelar.
Los libros de memorias, sometidos a AC, pueden ser un excelente ejemplo de lo que queremos decir. El análisis del contenido lingüístico de un
manifiesto político puede llevar a establecer su inautenticidad por no encajar su lenguaje en una serie bien conocida de textos políticos del tipo
a los que aquél dice pertenecer22. Las inferencias pueden ser más o menos amplias. Desde aquellas que se refieren sólo a personas muy ligadas al contenido de los documentos hasta el intento de reconstruir situaciones sociales de mayor alcance. En la historiografía como en cualquier
otra disciplina se procede siempre a través de «restos documentales».
En rigor, ninguna realidad presente o pasada nos está dada de inmediato: hay que inferirla.
Lengua. Un AC tiene una estrecha relación con la lengua, pero no es un
análisis de lenguaje sino de palabras. Lo que interesa es el contenido de
las palabras no el lenguaje en sí. Por ello el AC llega a ser «análisis del
discurso», un análisis semántico de lo que el emisor de un mensaje
quiere realmente decir aunque parezca decir otra cosa.
El análisis del discurso
21
22
R. Mayntz et al., op. cit., p. 198.
J. Aróstegui, «El Manifiesto de la "Federación de Realistas Puros" (1826). Contribución
al estudio de los grupos políticos en el reinado de Fernando VII», en Estudios de Historia
Contemporánea, Instituto «Jerónimo Zurita» del CSIC, Madrid, 1976, vol. II, pp. 119-185.
En este trabajo se pretendía demostrar que el Manifiesto aludido era una falsificación
liberal que quería hacerse pasar por realista o «apostólico» proclamando rey a Carlos
Mana Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII. El estudio de su lengua no deja
prácticamente lugar a dudas: su terminología no es la auténticamente realista de la
época y sus ideas tampoco.
Un ejemplo característico del uso del análisis del discurso para desentrañar el significado de determinadas situaciones históricas nos los dan
sobre todo los trabajos sobre el análisis del discurso político emprendidos por Antonio R. de las Heras y sus discípulos 23. Una de las técnicas
empleadas es la llamada de análisis de las regulaciones24, donde el indicador es el perfil del discurso. Por este procedimiento de análisis del discurso se puede entrar en el análisis del poder, de las estrategias y regulaciones del antagonismo. El método empleado en los trabajos de la escuela de A. R, de las Heras comprende siete regulaciones: sublimación,
favor, desviación, miedo, culpabilidad, represión, expulsión 25. Son estrategias para regular la relación orador/auditorio.
La regulación de un discurso tiene dos momentos o elementos: perfil y
secuencia26. Pero, en realidad, estos elementos, a más alto nivel, parecen más una estrategia de regulación de contradicciones que de relaciones de poder. El tratamiento del discurso político resulta esencial en
cierto tipo de historia, porque el «discurso político» es el canal fundamental de comunicación entre el poder y la sociedad. El discurso político
es algo institucionalizado en la época contemporánea. Parece, sin embargo, que un problema básico de este análisis es el tener que estar
mezclando siempre interpretaciones formal/cuantitativas con las conceptual/cualitativas. Cada uno de esos sistemas no tiene traducción en
el otro.
El perfil alude a la «cantidad», al nivel, en cada regulación. J-as siete regulaciones definidas se pueden reducir a tres bloques teniendo en cuenta su fundamento teórico y el hecho de que se trata de regulaciones del
antagonismo. 1.° sublimación-favor; 2.° desviación-miedo-culpabilidad;
3.° represión-expulsion. Es posible, en todo caso, que este tipo de tratamientos puedan ponerse en contacto con otros de base dialéctica con la
teoría de los juegos.
23
M. P. Díaz Barrado, Análisis del discurso político. Una aplicación metodológica, Editora
Regional de Extremadura, Mérida, 1989. Mª. P. Amador, Análisis de los discursos de
Francisco Franco. Una aplicación metodológica, Universidad de Cáceres, Cáceres, 1987.
24
M. P. Díaz Barrado, op. cit., p. 18.
25
Sin duda, la teoría podría haber encontrado términos más precisos para expresar
esas connotaciones semánticas.
26
M. P. Díaz Barrado, op. cit., p. 32.
Las técnicas documentales que emplea la historiografía son, en líneas
generales más limitadas que las de aquellas otras disciplinas que pueden «construir» en alguna manera su campo de observación, cosa que,
en principio, no parece posible en el estudio del pasado. ¿Es posible utilizar la técnica de la encuesta en historiografía? La respuesta obvia parece ser la de que no. No es posible encuestar a documentos escritos;
otra cosa es la historia oral de la que hablamos después. No obstante,
¿es posible aplicar un cuestionario de preguntas a la documentación
histórica? Esa, desde luego, parece otra cuestión 28. La posibilidad de un
análisis extremadamente formalizado de una documentación histórica,
cualitativa o cuantitativamente hablando, depende del carácter mismo
de la fuente, antes aun que del objetivo de la investigación.
Precisamente, las documentaciones seriadas, de diverso tipo, son las
que permitirían la aplicación de técnicas de cuestionario y, si ello es preciso, de muestreo29. La formalización de los datos, un tratamiento que
permita su organización estricta -tabulación, su clasificación en categorías, su estricta seriación cronológica- puede ser un objetivo deseable en
la investigación histórica si con ello «se pueden ver más cosas». Pero
estos trabajos, sobre todo con datos cualitativos, textos, expedientes
verbales -jurídicos o de otro tipo-, informes, etc., sólo están justificados
para su uso instrumental, no en sí mismos.
CUADRO 12
Perfiles de discursos, según la regulación de «sublimación»
La secuencia es la sucesión de las regulaciones. Una especie de electroencefalograma del discurso. Analizando, por tanto, grandes cantidades de texto de discurso se puede llegar a crear en base a perfiles y secuencias una tipología de los discursos27. El tipo de discurso de debate,
de Parlamento, es uno de ellos. También ese tipo de discurso puede en
el caso político descubrir que nos encontramos en la primera fase de la
vida de una asociación que no acaba de aceptar el sistema en el que
está inmersa.
27
M. P. Díaz Barrado, op. cit., p. 36.
La historia oral como técnica: las fuentes orales
La «historia oral» (HO) es una actividad historiográfica que comprende
dos cosas distintas que sus propios cultivadores distinguen y que es
preciso mantener separadas conceptualmente. La HO es de una parte
«un acceso a lo histórico» que supone un determinando tipo de fuentes,
los testimonios orales, y un determinado método de trabajo para obte28
Las técnicas de cuestionario son descritas en todos los manuales de técnicas de
investigación social. Unos planteamientos muy renovados y recientes se exponen en M.
B. Miles y A. M. Hubermann, Qualitative Data Analysis, Sage Publications, Londres,
1994. Su capítulo 2 trata de la preparación del proyecto de cuestionario. Véanse
asimismo los tratados citados de Duverger, García Ferrando et al., Festinger y Katz,
Sierra Bravo.
29
C. Cardoso y H. Pérez Brignoli, op. cit., p. 277.
nerlos, para hacer un discurso histórico, sin embargo, del tipo mismo del
hecho con otras fuentes y método. En este sentido la historia oral sería
una técnica cualitativa practicada con un cierto tipo de fuentes, las orales.
Pero en cuanto que la historia oral como técnica exclusiva sólo es posible en el ámbito de la historia reciente, y en cuanto que su temática y su
propia forma de acceso a los hechos tiene concomitancias con investigaciones como la sociológica y la psicológica, entre otras, la HO puede
ser tenida como una sectorialización historiográfica, como una especialidad temática e, incluso, como una especialización cronológica, con lo
que nos salimos del ámbito de las técnicas e incluso de la teoría disciplinar de la historiografía para enfrentarnos con una parte sustantiva del
estudio de la historia.
Lo que aquí nos interesa es la primera de las acepciones, la de la HO
como una técnica -o un método, si se prefiere así- cualitativa de trabajo
con fuentes específicas30. De esa forma la caracteriza quien es uno de
los pioneros de esta especialización historiográfica, Paul Thompson31.
La HO ha adquirido un importante desarrollo en la década de los ochenta32. Su forma de investigar consiste concretamente en el empleo de testimonios transmitidos de palabra al historiador, lo que ha hecho fundamental el uso de la grabadora o magnetófono, según el proyecto de éste
sobre una determinada investigación33. La entrevista personal es, pues,
básica. Todos los practicantes y tratadistas del asunto reconocen que es
30
La mejor introducción en castellano a los precedentes y desenvolvimientos de la
historia oral es el libro de P. H. Joutard, Esas voces que nos llegan del pasado, FCE,
México, 1986.
31
P. Thompson, La voz del pasado. Historia oral, Alfons el Magnànim, Valencia, 1988. La
edición original es de 1978. Thompson ha remozado las ediciones sucesivas.
32
Existe una asociación internacional de sus cultivadores, varias revistas dedicadas a
ella como Oral History, International Journal of Oral History, Historia y fuente oral
(Barcelona), algunos centros donde se cultiva especialmente como el Institut d'Histoire
du Temps Présent (París), seminarios específicos, etc.
33
Un ejemplo de la difusión alcanzada en España por este tipo de investigación lo
proporciona la celebración en Barcelona del V Congreso Internacional en 1985 y la
continua celebración de Jornadas donde se trata la más variada temática. Cf. J. M.
Trujillano, ed., Historia y fuentes orales. «Memoria y sociedad en la España
contemporánea», Actas de las Ill Jornadas, Fundación Cultural Santa Teresa, Ávila,
1993.
la construcción de sus propias fuentes lo que constituye la peculiaridad
máxima de este tipo de historia34. Y ello resulta ser una de las características más interesantes que en el panorama de las fuentes historiográficas y de las técnicas de investigación pueden señalarse.
En efecto, es esta una técnica historiográfica que acerca la HO a los
modos de investigación de disciplinas como la sociología, psicología o
antropología. Y que la coloca fuera de la general imposibilidad de la historiografía, que ya hemos señalado, de construir su propias documentaciones. La técnica de la HO puede acercarse cuanto se quiera a la entrevista sociológica, la encuesta, la intervención, el test, la observación
participante y demás. Pero está claro que sus objetivos pueden ser, y de
hecho son, enteramente diferentes de los de esas técnicas, dado el carácter mucho más envolvente, globalizante, que tiene la HO35.
La HO es un instrumento verdaderamente nuevo y de inmensas posibilidades en la investigación histórica del mundo presente36. Los cultivadores han destacado que su temática y orientación hasta el presente ha
penetrado en ámbitos de la realidad social que la historiografía académica convencional ha dejado desatendidos: grupos marginales o en vías
de desaparición, discriminados, sometidos, analfabetos, etc. La HO se
ha extendido por campos como la historia de las relaciones de género y
la historia local, terreno este en el que ha venido a coincidir con la microhistoria. En definitiva, se ha dicho que la HO es la encarnación completa de lo que E. J. Hobsbawm llamó la «historia desde abajo» 37. Sus
problemas metodológicos y técnicos, de los que ha ido ocupándose cada vez más -se ha señalado por M. Pollak que se publican más trabajos
metodológicos que de investigación-, son, no obstante, de cierta envergadura.
34
Véase, por ejemplo, M. Pollak, «Pour un inventaire», Les Cahiers de l'IHTp (París), n.°
4: Questions à l'Histoire Oral (junio de 1987), p. 15.
35
P. H. Joutard, op. cit., p. 273.
36
L. Niethammer, «¿Para qué sirve la H.O.?», Historia y fuente oral (Barcelona), n.° 2:
Memoria y Biografía (1989), p. 5.
37
R. Fraser, «La historia oral como historia desde abajo», en P. Ruiz Torres, ed., La
historiografía, Ayer (Madrid), 12 (1993), p. 79.
El problema crítico y técnico de la fuente construida sobre declaración
oral reside en las dificultades de su objetividad, su exhaustividad, su
transcripción correcta, la dinámica específica que se entabla entre entrevistador y entrevistado, la complementariedad con otras fuentes, etc. En
este último sentido, debe decirse que una parcela de gran autonomía y
también de fuerte presencia interdisciplinar es la de la construcción histórica mediante el relato oral del pasado de pueblos ágrafos, que no tienen fuentes escritas, en África u Oceanía38. La construcción de la fuente
oral está sujeta a una serie de condicionantes « de situación», psicológicos y sociológicos, que es cierto que no tiene la documentación escrita.
La recolección y control de los testimonios orales es una tarea cuyo rigor
debe ser extremado39. El procedimiento técnico tiene tres momentos que
han sido descritos con brillantez por E. P Thompson: proyecto, entrevista y almacenamiento y criba40.
La encuesta oral es el elemento básico de esta técnica. Si bien es verdad que presenta problemas de «distanciamiento», tiene las ventajas de
toda comunicación inmediata que permite abrir siempre nuevas vías de
información. Se trata de una técnica que prima absolutamente lo cualitativo, lo subjetivo, con problemas de censura y autocensura y ofrece también la ventaja de que la forma tan peculiar de recoger la información no
impide que con posterioridad se puedan aplicar a su tratamiento técnicas refinadas, como la del análisis de contenido, por ejemplo. La ausencia de una estandarización de las encuestas puede ser otra de las dificultades para objetivizar la HO. Ello junto al problema del nivel de «representatividad» que el acopio de fuentes orales pueda aportar al estudio de un problema concreto. El número de las entrevistas que una investigación necesita es una cuestión metodológica importante41.
La HO presenta, sin duda, un panorama técnico delicado a la hora de su
proyección real en la investigación. Ello explica que buena parte de es38
Una síntesis actual de sus problemas en G. Prins, «Historia Oral», en P. Burke, ed.,
Formas de hacer historia, Alianza Editorial, Madrid, 1991, pp. 144 y ss. Esta
contribución no habla de otra cosa más que de esto que señalamos.
39
D. Voldman, «L'invention du témoignage oral», en Questions, pp. 77 y ss. El
historiador oral tiene que «inventan» la fuente.
40
P. Thompson, op. cit., caps. 6, 7, 8.
41
M. Pollak, op. cit., p. 19.
tas investigaciones sean obra de equipos de investigadores, lo que nos
coloca también ante otra característica nada habitual del trabajo historiográfico42. El diseño de la investigación, la fijación de su campo temático,
en su caso, y sus límites sociales, la preparación de cuestionarios y la
orientación clara de las preguntas contenidas en éstos, etc., tienen una
importancia fundamental. Estamos ante un tipo de trabajo histórico donde la rectificación de los errores, de diseño o de realización o de orientación, es mucho más difícil que en la investigación historiográfica convencional.
Independientemente de las críticas suscitadas y de los debates metodológicos, la HO ha prestado interesantes aportaciones al conocimiento
contrastado de acontecimientos recientes de gran trascendencia: la segunda guerra mundial vista desde diversos países, los episodios de resistencia y represión, la guerra civil española43, la vida en barrios marginales, etc. Sin embargo, en la técnica de la HO hay que introducir una
doble distinción que afecta grandemente a su uso y eficacia. Por una
parte hay una notable diferencia entre su aplicación a elementos individuales, lo que luego obliga a la reconstrucción de toda la observación
por el historiador44, o a grupos y con técnicas de intervención colectiva.
La otra distinción esencial es la que se establece entre el uso de la HO
de forma exclusiva, lo que nos coloca ya en esa especialidad historiográfica a la que nos referíamos, y que es lo que ha dado a esta actividad
42
Mª. C. García Nieto, M. Vázquez de Parga y M. Vilanova, Historia, Fuente y Archivo
oral. Actas del Seminario «Diseño de Proyectos de Historia Oral», Ministerio de Cultura,
Madrid, 1990. Los tres trabajos incluidos tratan de creación y utilización de fuentes,
valor de la fuente oral y proyectos y equipos.
43
El trabajo pionero y más conocido es el de R. Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a
otros, Crítica, Barcelona, 1979, 2 vols. Fraser ha escrito además algún texto
metodológico sobre el asunto. Nosotros mismos hemos empleado abundantemente la
HO en la reconstrucción de la historia de las milicias en la guerra civil de 1936, pero
siempre como complemento de otras fuentes.
44
Esto nos coloca también en el terreno del uso de la biografía como fundamento de la
reconstrucción historiográfica. Cf. A. Rosa, ed., Biografia e Storiografia, Franco Angeli,
Milán, 1983. Y A. Morales, «Biografía y narración en la historiografía actual», en
Problemas actuales, pp. 229 y ss. Y la pirueta de P. Nora, ed., Essais d'ego- histoire,
Gallimard, París, 1987, donde un conjunto de «grandes» de la historiografía francesa
hacen su propia «historia de vida».
su importancia en estrecha relación con la concepción de una historia
reciente, o el uso de fuentes orales de forma complementaria con la documentación convencional, cosa practicada con relativa frecuencia por
los historiadores contemporaneístas.
La técnica de la HO ha venido cada vez más a converger con la más limitada de la llamada historia de vida - Life History- que practican desde
antiguo disciplinas vecinas45. La conexión o diferencia entre una y otra
plantea algunos problemas. Por lo demás, la analogía que quiere verse,
a veces, entre «historia de vida» y una «historia cotidiana» no parece
correcta. La historia de vida (HV) es, en líneas generales, «la narración
de la vida de una persona hecha por ella misma». En principio es, pues,
una fuente sencilla, bien delimitada, utilizáble de distintas maneras. Se
mantiene, a veces, que no es posible hacer buena HO sin que haya un
fondo de HV46. Los problemas normales de la validez epistemológica de
la fuente oral se complican en la HV por la absoluta proximidad del productor y el recopilador de la fuente.
Por ello, hay fuertes corrientes que propenden, por una parte, a integrar
en el método el hecho indescartable de que la subjetividad preside esta
investigación, buscando justamente esa subjetividad47. La experiencia
del sujeto ha sido puesta en relación con su posible explotación psicoanalítica, con la explotación e interpretación de los «silencios», etc.48. Y
propenden, por otra, a considerar que hay un concepto más amplio de la
extroversión de la subjetividad histórica del individuo que es el de «documentos personales», de forma que la investigación oral se completaría con el uso de otras fuentes como cartas, diarios, fotografías, etc.49.
45
Cf. Terminología científico- social, pp. 457-458 para una definición breve. D. Bertaux,
Biography and Society, Sage Publications, Londres, 1983 y la recopilación de textos de
J. M. Marinas y C. Santamaría, La historia oral: métodos y experiencias, Debate, Madrid,
1993, que muestra el acercamiento al asunto desde el lado de las historias de vida de
la psicología y sociología.
46
M. Vilanova en Historia, Fuente, p. 31.
47
48
49
M. Pollak, op. cit., p. 18.
P. Thompson, op. cit, pp. 178 y passim.
K. Plummer, Los documentos personales. Introducción a los problemas y bibliografía
del método humanista, Siglo XXI, Madrid, 1989. Libro denso y complejo pero de gran
interés por el tratamiento interdisciplinar de los problemas de las historias de vida.
2. LAS TÉCNICAS CUANTITATIVAS
En la historiografía, la cuantificación empezó por la historia económica
desde comienzos del siglo XX, particularmente en Francia -Simiand, Labrousse- y sufrió un notable impulso en la segunda mitad del siglo50. La
cuantificación en historiografía general adquirió un auge importante en
los años setentas51. El comienzo de la aplicación de los ordenadores dio
un mayor impulso a la tendencia, capaz ahora de analizar ingentes masas de datos, como hizo la cliometría. Sin embargo, la renovación técnica no fue acompañada siempre del suficiente grado de reflexión sobre
las aportaciones explicativas que el cuantitativismo estaba en condiciones de procurar para no convertirse en un fin en sí mismo52. Hoy día la
cuantificación es incluso mirada bajo sospecha, pero es enteramente
inútil negar su importancia. El objetivo de las páginas que siguen es tratar algunos problemas generales de las técnicas cuantificadoras.
El cuantitativismo: las técnicas cuantificadoras
Cuantificación y cuantitativismo
La cuestión de la cuantificación en el estudio de los fenómenos sociales
es ardua y por sí sola representa una de las grandes disyuntivas -y
siempre lo representó- en las orientaciones teórico-metodológicas de las
ciencias sociales. No hay duda de que este problema afecta medularmente a la historiografía53. Históricamente, resulta ilustrativo que fue ya
Véase también G. Pineau y J. L. Le Grand, Les Histoires de vie, PUF, París, 1994.
50
P. Chaunu, Historia cuantitativa, historia serial, FCE, México, 1987. La edición original
francesa es de 1978. La primera parte, «Historia cuantitativa o historia serial», es una
buena introducción al asunto.
51
G. Kurgan y P. Moureaux, eds., La quantification en histoire, Université de Bruxelles,
1973, contiene varios artículos sobre el estado de la cuestión.
52
Un análisis interesante del asunto en E. Le Roy Ladurie, Le territoire de l'historien,
Gallimard, París, 1973. La primera parte de esta obra está dedicada a «Du coté de
I'ordinateur: la révolution quantitative en Histoire».
53
W. O. Aydelotte, «Quantification in History». Este artículo, varias veces republicado,
es un clásico en el análisis de las ventajas y los límites de la cuantificación en la
investigación histórica. De él es esta frase: «el uso de los métodos cuantitativos en
historia presenta dificultades no siempre apreciadas por los neófitos».
Condorcet, en el siglo XVIII, el tratadista que pensó en la posibilidad y
ventajas de aplicar las matemáticas a las ciencias «morales»; él fue el
precursor de la matemática social a la que luego se llamaría estadística54.
Técnicas cuantificadoras son aquellas que aspiran a medir relaciones, o
a descubrir nuevas relaciones mediante la estadística. Cuantificar las
variables que intervienen en un fenómeno histórico y expresar sus relaciones a través de medidas, de ecuaciones, a través del lenguaje matemático de más o menos alto nivel, no es jamás el «objetivo» de una investigación sino, como siempre, un instrumento de preparación de los
datos. Puede caerse en el error de identificar la capacidad científica con
la capacidad cuantificadora, que son cosas suficientemente distintas. La
investigación cuantificada tiene los mismos fines que la cualitativa: explicar al hombre, colectivo e individual. La cuantificación permite encontrar
relaciones, explicaciones de comportamientos, que muchas veces permanecen ocultas a una investigación cualitativa. La potencia de la cuantificación reside esencialmente en la posibilidad que ofrece de establecer relaciones exactas. Pero cuantificar no es nunca un fin en sí mismo.
La cuantificación, como expusieron Landes y Tilly, cumple, al menos,
tres importantes funciones metodológicas:
1) Obliga a expresar claramente los presupuestos de los que se parte, a
desarrollar con especial precisión los argumentos y procura una mayor
facilidad de refutación de lo que se expone. 2) La presentación conjunta
de los datos cuantitativos hace más probable que la aparición de casos
no contemplados o inusuales sea mejor detectada, al tiempo que sea
más fácil la observación del comportamiento a lo largo de diferentes periodos, grupos o espacios de alguna cualidad. 3) El empleo del lenguaje
matemático y la presentación de los datos de forma ordenada hace más
factible que otros investigadores comprueben, verifiquen, o refuten las
conclusiones establecidas55.
La idea de que la «cantidad» en que determinadas realidades o variables aparecen puede ser determinante en la explicación del comporta54
Existe un trabajo de G. G. Granger sobre Condorcet et la mathématique social. La
obra de Condorcet está traducida al español.
55
D. Landes y C. Tilly, History as Social Science, p. 14.
miento de grupos humanos, de que la relación matemática que es posible descubrir en las estructuras básicas, en todas o en algunas, de las
sociedades, explica la vida social y la vida histórica, ha sido también,
ciertamente, expuesta por algunos científicos sociales. Pero en este caso nos encontramos ya no ante las técnicas cuantificadoras, no ante el
lenguaje numérico, sino ante la concepción teórica del cuantitativismo.
Pero esa es otra cuestión, por más que esté relacionada con la anterior.
Toda la filosofía del estructuralismo se encuentra en mayor o menor medida relacionada con la idea cuantitativista. El cuantitativismo, con unas
u otras manifestaciones y en épocas diversas, se encuentra representado, por su parte, en todas las ciencias sociales.
El significado de la medición: variables e indicadores
La medición de las variables es, indudablemente, una de las características de las técnicas de investigación social que más han hecho progresar la observación empírica en las ciencias sociales. El caso es perfectamente aplicable a la historiografía56. Se ha dicho que «la medición es
un medio por el cual un concepto es empíricamente interpretado» 57. La
medición es en alto grado consecuencia de la teoría; la medición ordena
los hechos y no al contrario58.
En la medición de los fenómenos sociales es clave la idea de variable a
la que ya nos hemos referido. Una variable es la representación simbólica de un atributo, de una característica, que posee alguna realidad, aunque a veces, se distingue con mayor nitidez entre «atributo», o variable
cualitativa, y «variable» en sentido estricto. Para que una característica
pueda ser llamada variable ha de ser posible que adopte valores diversos, es decir, al menos dos. El hecho de que existan valores diferentes
para una variable es ya el principio mismo de la medición. En el análisis
histórico de cualquier tipo, político, cultural, económico o social, encontramos siempre variables susceptibles de alcanzar valores diversos: los
56
Cf. W. Kula, Las medidas y los hombres, Siglo XXI, Madrid, 1980. Un conjunto de
escritos sobre el significado histórico de la medida.
57
J. Hughes, La filosofía, p. 110.
58
J. Ibáñez, «Las medidas de la sociedad», Reis (Madrid), 29 (marzo de 1985), p. 115.
individuos pertenecientes a una determinada asociación, el precio de los
cereales, los individuos internados en prisiones, tipos de libros en las bibliotecas. Se trata de ejemplos, entre cualesquiera otros muchísimos posibles, de realidades conceptualizadas, que son divisibles en unidades y
que pueden ser medidas: socios, unidades de moneda por kilo de trigo,
presidiarios y libros.
La cuestión es que no todas las posibles variables conceptualizables
son mensurables con el mismo grado de dificultad. Hay conceptos que
por su propia naturaleza tienen una implicación numérica: precio, altura,
producción, riqueza, etc. Hay otros conceptos cuya medición y, por tanto, expresión numérica es, por su propia naturaleza también, difícil. Así,
dignidad, prestigio, conflicto, violencia, etc. Hay por tanto unas conceptuaciones que tienen ante todo un carácter cualitativo. Existen variables
discretas, sólo divisibles hasta un cierto nivel, como el número de hijos,
que no pueden tener valores que no cambien de unidad en unidad.
Otras son continuas, pueden adoptar cualquier valor: la talla, por ejemplo.
Precio o actitud ante la muerte, riqueza o violencia, estudios o prestigio,
son grupos de variables en las que el contraste entre su mayor o menor
posibilidad y facilidad de ser medidas salta a la vista. Para que la medición sea posible se requieren al menos dos condiciones: una definición
de la variable inequívoca, lógicamente válida; y la existencia de una unidad de medida para ella. ¿Qué es violencia?, y ¿en qué unidad medirla?
Es obvio que la dificultad estriba esencialmente en la naturaleza
«moral», simbólica y no material de ciertas atribuciones que hacemos
del comportamiento humano. Una variable cuya definición contenga, por
cualquier causa, elementos o rasgos de ambigüedad será difícilmente
medible. Pero, además, no son lo mismo aquellas entidades
«discretas», susceptibles de ser divididas en partes iguales fijas de forma natural, que las «continuas» que no lo son.
En la medida de las variables se establecen cuatro niveles: nominal, ordinal, de intervalo y de proporción. La medición nominal es la más simple de todas y no consiste sino en categorizar cosas dándoles nombre
para diferenciarlas: sexo, nacionalidad, moralidad, etc., son caracterizaciones que no permiten operaciones matemáticas -sin modificaciones
previas-, son datos nominales. Sólo pueden ser clasificados. El siguiente
nivel de medición es el ordinal, aquel en que las cosas además de ser
nombradas pueden ser ordenadas; en estos datos existe clasificación y
orden. Estratos sociales, parentesco, etc., pueden tener medición de este tipo. De intervalo es aquel tipo de medición en el que los valores son
clasificados, ordenados y puede saberse la diferencia cuantitativa que
hay entre uno y otro; existe una unidad de medida común y, por tanto,
una secuencia ideal de magnitudes. La edad, el peso, el coeficiente de
inteligencia, etc., pueden ser medidos en este nivel. Por último, el nivel
de proporción está presente cuando puede establecerse que el orden de
magnitud de los valores que pueden aparecer contiene el grado cero. Se
llama también escala de razón. Magnitudes como la riqueza en dinero,
la duración, la producción de una materia, etc., son de ese tipo. Poseen
clasificación, orden, distancia entre ellas y posibilidad de un punto cero.
Con uno u otro nivel de medición, pues, todas las variables manejadas
en una investigación histórica serían mensurables. Pero en la práctica
esa posibilidad tiene escasa relevancia. Una cosa es que algo pueda ser
medido y otra que lo sea efectivamente y que de su medida puedan inferirse conocimientos útiles. No es tan importante la posibilidad de que las
cosas sean aprehendidas en su «cantidad», lo que de ninguna manera
significa algo contrario a «cualidad», sino complementario, como el hecho de que la cualidad pueda ser, además, cuantificada. La relación de
las técnicas cualitativas y las cuantitativas no es, en manera alguna, de
oposición sino de complementariedad. Por ello, a la cuestión del cuantitativismo, que puede ser una filosofía, lo que técnicamente hay que añadirle es el problema de la cuantificación.
En la investigación histórica, los problemas de la cuantificación no proceden sólo de las técnicas precisas que, desde luego, se basan siempre
en la estadística, sino también de la posibilidad y el estado de las fuentes disponibles59. La investigación histórica típica es aquella que intenta
mostrar el comportamiento en el tiempo de los fenómenos estudiados,
por ello para el historiador son esenciales las cuantificaciones con expresión de series temporales, a veces de gran duración. No siempre las
59
C. Cardoso y H. Pérez Brignoli, op. cit., pp. 229-233.
fuentes permiten estos estudios en lapsos temporales significativos. Y
no sólo se trata de la existencia de fuentes, sino de la homogeneidad de
las existentes.
Variables indicadores
Hemos dicho que ciertos conceptos tienen una mayor facilidad que otros
para ser expresados en el lenguaje matemático, para que sus valores
sean expresados numéricamente. Pero hay algo más: es, por supuesto,
pensable la posibilidad de introducir una escala de medida en conceptos
que son de suyo cualitativos. ¿Es posible medir, por ejemplo, el grado
de adhesión a algo?: adhesión a una idea, adhesión a una persona, a
una ideología política, etc. Se trata de un problema complejo que traemos aquí a colación para ilustrar la idea de cuantificación. Por supuesto
que esa medición es posible en ciertos niveles de ella. En el nivel ordinal, por ejemplo, es posible establecer una escala de actitudes, tendencias, etc. Es el tipo de medición que aplican la mayor parte de las encuestas de opinión. El problema consiste en la posibilidad de aplicar realmente el lenguaje matemático.
«Cuantificar» es la operación de conversión de conceptos que de por sí
no son mensurables en variables medibles, manipulables mediante una
escala homogénea de medidas que tenga su unidad patrón. La cuantificación en absoluto altera las condiciones cualitativas de las cosas; simplemente las somete a otro tipo de operaciones. Para operar con las técnicas cuantitativas, con las técnicas de medición de cualidades de la realidad, una cuestión fundamental es la de encontrar la «unidad de medida». ¿En qué unidades podemos medir la adhesión, la agresividad, el
conflicto? Lo habitual es que este tipo de conceptuaciones puedan someterse a denominaciones, clasificaciones, ordenaciones, pero no a escalas numéricas de intensidad. El trabajo de ordenación de las variables
con arreglo a escalas determinadas es ya un trabajo de precuantificación susceptible de ser aplicado en cualquier investigación.
Pero, en ocasiones, la técnica consiste en que ciertos conceptos abstractos, como conflicto, adhesión, prestigio, clase, etc., se introduzcan
en el nivel de la medición estricta a través de variables numéricas especialmente relacionadas con ellas y que son mensurables. Entramos así
en el asunto general de lo que se llaman indicadores. Los indicadores
son conceptos, variables que sirven de «mediadores» entre el concepto
definido y su presencia real en una determinada situación. El uso de
buenos coches es signo de (indica) riqueza, las cifras de paro pueden
ser signo de (indican el estado de) la coyuntura económica; el número
de incidentes callejeros es signo de (indicio de) estado de violencia. Los
conceptos «buen coche», «paro» e «incidente callejero» constituyen indicadores de la magnitud de otros conceptos como «riqueza» (de una
persona en general), «actividad económica» y «violencia», respectivamente.
Los sistemas de «indicadores sociales» son muy empleados en la investigación empírica de las características sociológicas de poblaciones60.
Su uso en la investigación histórica sería enteramente análogo al sociológico: el de medir mediante ellos variables de difícil medida directa, por
ejemplo el grado de violencia61. Presentan el serio problema teórico del
establecimiento de la verdadera relación entre la variable que se quiere
cuantificar y su «indicador». Se ha dicho que los indicadores son «"mediación" metodológica entre la teoría y el empirismo»62. Pero en el caso
historiográfico la cuestión es también la disponibilidad de fuentes adecuadas capaces de suministrar el suficiente número de datos sobre los
indicadores. La búsqueda del indicador adecuado no presenta problemas específicos en la investigación histórica con respecto a la sociológica. Pero en la investigación histórica esta vía técnica apenas está explotada, con excepción, una vez más, de los intentos en historia de las
mentalidades.
La estadística, técnica cuantificadora por excelencia
60
S. del Campo, dir., Los indicadores sociales a debate, Euroamérica, Madrid, 1972, es
una buena introducción al asunto.
61
R. Cibrián, «Violencia política y crisis democrática: España en 1936», Revista de
Estudios Políticos (Nueva Época), 6 (1978), es un intento de analizar el grado de
violencia y de establecer un índice de ella a través de los «incidentes» y de las variadas
tipologías de éstos. Los resultados son discutibles, pero de interés.
62
C. Moya, Teoría sociológica, Taurus, Madrid, 1982, p. 210.
La técnica por excelencia en el estudio de las variables cuantitativas o
cuantificadas es la estadística. La importancia indiscutible de esta técnica aplicada a todo tipo de operaciones de análisis interno de los sistemas de variables no ha sido captada seriamente en la formación del historiador. En las ciencias sociales el uso de la estadística es común en
disciplinas como la economía, demografía, sociología, psicología y es
bastante frecuente en casi todas las demás. En historiografía sólo la historia económica ha hecho un uso relevante de ella. Son escasos los tratados de estadística pensados específicamente para historiadores63. Pero no escasean las publicaciones, de dificultad mayor o menor según la
preparación matemática previa, dedicadas al uso de la estadística en la
investigación social64. Como es evidente, y hemos repetido antes, en este libro no podemos sino hacer unos comentarios básicos sobre la entidad y el valor de las técnicas estadísticas. Para entrar realmente en su
aprendizaje es preciso remitirse a los tratados específicos.
La palabra «estadística» procede de «Estado» como término político o
del latín status, y su acepción actual deriva del uso dado desde el siglo
XVIII a ciertas técnicas matemáticas para presentar informaciones y
cuentas del Estado. Así se dijo que la «estadística» era «la ciencia que
describe cuantitativamente los hechos que interesan al Estado». De ahí
que el pensamiento ilustrado pensara en la aplicación de la matemática
al análisis de fenómenos sociales, dando lugar a la «aritmética política».
Podemos definir la estadística como una parte de la matemática -en lo
que respecta a la teoría estadística- o como una técnica matemática que
permite el análisis interno de series de datos numéricos y la inferencia o
inducción de las cualidades matemáticas que posee un gran conjunto de
datos a partir de un limitado número de ellos, que es con los que se opera. Esta segunda operación es la que se llama «inferencia estadística».
63
R. Floud, Métodos cuantitativos para historiadores, Alianza Editorial, Madrid, 1973.
También contiene una apreciable parte dedicada a las técnicas estadísticas,
especialmente en historia demográfica (sic) y económica, C. Cardoso y H. Pérez
Brignoli, op. cit.
64
Mª. J. Mateo Rivas y M. García Ferrando, Estadística aplicada a las ciencias sociales,
UNED, Madrid, 1990. Mª. J. Fernández Díaz, J. M. García Ramos et al, Resolución de
problemas de estadística aplicada a las ciencias sociales, Síntesis, Madrid, 1990. M.
García Ferrando, Socioestadística. Introducción a la estadística en sociología, Alianza
Editorial, Madrid, 1989. Existen editados bastantes libros de ejercicios resueltos.
Estadística es la parte y derivación de la ciencia matemática más empleada como técnica de manipulación numérica de grandes masas de datos para reducir éstos a presentaciones y relaciones simplificadas utilizables por la ciencia. La estadística tiene como base de su aplicación la
homogeneidad de todo «universo» -conjunto delimitado- de datos, su
seriación, la idea de «variable», la idea de «caso» definido por varias variables y el establecimiento último de los valores que las variables adoptan, las formas de su variabilidad y la manera de presentar los datos en
conjuntos estructurados65.
La estadística, que es hoy un recurso usadísimo en todo tipo de investigaciones científicas, es igualmente útil en la investigación histórica de
cualquier tipo siempre que se presenten series de datos suficientes para
poder aplicar sus técnicas. En modo alguno es una técnica utilizable sólo en historia económica. Todas aquellas variables que intervienen en la
vida socio-histórica, desde la acumulación de riqueza a las características del lenguaje, desde las peculiaridades del culto religioso a la expresión de la violencia, a las cuales podamos aplicar una medida homogénea de sus valores, son susceptibles de tratamiento estadístico. Lo único verdaderamente imprescindible es la toma de todas las garantías técnicas para que lo que parecen posibilidades de análisis no sean meros
espejismos. Y en evitar ese peligro no sólo tiene un papel el conocimiento de una técnica, sino también la capacidad conceptualizadora, la imaginación y hasta la audacia del investigador bien preparado.
La estadística tiene dos grandes partes de muy desigual importancia. La
primera y más elemental es la estadística descriptiva, la segunda es la
estadística inferencial y ambas hemos tratado de tenerlas en cuenta en
la definición aproximada que hemos dado antes. La estadística descriptiva es aquella que se usa para reducir un conjunto generalmente amplio
de datos a otro más limitado, formado por varios tipos de medidas, que
da mejor cuenta e informa mejor de las relaciones internas entre esos
datos. La característica esencial de la estadística descriptiva es que sus
conclusiones no superan el ámbito de la serie de datos con la que se
65
M. García Ferrando, op. cit., pp. 26-28.
opera. La estadística inferencial o inductiva es aquella que opera con un
limitado número de datos, a los que se suele llamar «muestra» a partir
de los cuales se quieren obtener conclusiones de conjuntos mucho más
amplios, de los que se supone que la muestra es un reflejo. Por tanto,
las conclusiones de la estadística inferencial superan el ámbito del conjunto de datos con que se opera. Esta segunda parte es la que se llama
propiamente estadística matemática y su base fundamental es el cálculo
de probabilidades.
Cualquier operación estadística supone un universo de datos, es decir,
un conjunto de datos numéricos, generalmente muy amplio, cuyas relaciones quieren analizarse. El universo de datos más sencillo es aquel
que corresponde a los valores que una sola variable adquiere en un determinado campo, problema o situación: número de militantes de un partido en un lapso de tiempo, número de propietarios de fincas, número de
lectores de un periódico, etc. Las nociones elementales que nos permi-
ten comprender cómo se pone en marcha un proceso de análisis estadístico de un universo de datos empiezan con la organización misma de
ellos y su presentación tabulada o matricial66. Conocemos ya los niveles
posibles de medición de los valores de las variables, niveles que por sí
mismos nos designan ya tipos de variables. Son los nominales, ordinales, intervalos, proporciones, de forma que es posible encontrarse con
esos tipos de datos. Realmente los tratamientos estadísticos habituales
se emprenden con los datos de tipo intervalo o proporción. Distinguir el
tipo de datos cuantificables con los que trabajamos es naturalmente de
fundamental importancia. Los datos ordinales se encuentran poco en la
investigación histórica.
El conjunto de datos numéricos que representan los valores de una variable, o los de varias, se presentan en una tabulación que es la que resume de forma visual el conjunto de valores que una variable adquiere.
Cada uno de los valores que toma una variable, medida en diversos momentos históricos -precios del trigo cada año, por ejemplo-, o los que toman el número de las variables que se refieren a un mismo conjunto de
datos -por ejemplo, precio de los diversos artículos de alimentación en
cada año- forman lo que se llama un caso (o un registro en términos informáticos). Floud define el caso como «uno o más elementos de información67 relacionados con una unidad de investigación concreta»68. Cada caso es el conjunto de los valores de las variables que lo componen.
Pues bien, la representación en un gran cuadro del conjunto de los valores de las variables de forma que las columnas presentaran cada una de
las variables y las filas los valores de ellas en cada caso sería la matriz
de datos. Una matriz de datos es una representación que reúne simultáneamente todos los casos y todos los valores. En historiografía los casos pueden ser, y frecuentemente lo son, los valores de las variables
«en un determinado periodo de tiempo» -años, meses, reinados,
siglos... (véanse cuadros 13 y 14, al final).
La matriz de datos es la primera representación que el investigador tiene
que hacer del conjunto de sus datos, si el número de ellos lo permite. La
presentación informática en una base de datos es otra posibilidad. La
disponibilidad conjunta y rápida de todos los datos es condición inexcusable para el trabajo cuantitativo y estadístico. La representación en forma de matriz es además la manera de captar la consistencia interna de
ese conjunto de datos. La consistencia de los datos estriba, por lo pronto, en que cada fila sea realmente un caso y cada columna contenga el
mismo tipo de información. Puede haber también inconsistencia en la
unidad de medida. La consistencia de los datos es fundamental en todo
análisis cuantitativo. Columnas y filas han de ser homogéneas; no pue-
67
66
Esto se expone bien en el capítulo 2 de R. Floud, op. cit., pp. 31-42.
68
Variables, podríamos decir.
R. Floud, op. cit., pp. 32-33.
den agruparse sino datos previamente homogeneizados. No hay posibilidad de cuantificación sino de datos «consistentes».
El análisis estadístico de los datos: estadística descriptiva
La estadística descriptiva es aquella parte de la técnica estadística, la
primera, que empieza a determinar las relaciones que existen entre los
datos efectuando con ellos operaciones aritméticas. Las más sencillas
de estas operaciones dejan conceptualizados ciertos tipos de relaciones.
La distribución de frecuencias es la primera de las operaciones. La distribución de frecuencias de los valores de una variable es el número de
veces que se repite cada valor, categoría u orden con que la variable se
presenta. La distribución de frecuencias puede estudiarse con cualquier
tipo de medición de datos: nominal, ordinal, intervalar o proporcional.
Puede decirse también que es el número de veces que cada valor de
una variable aparece en la serie de los valores de ella69. Existe también
la distribución de frecuencias porcentuales. La distribución de frecuencias acumuladas y distribución de frecuencias acumuladas porcentuales
son subtipos de las anteriores.
Las clasificaciones encontradas, las tablas de contingencia y la representación gráfica de todo ello son los artificios más habituales para empezar a adentrarse en la estructura interna de un determinado universo
de datos. Con los promedios y las dispersiones empieza el proceso de
lo que se llama medidas de la tendencia central que, como esa misma
apelación sugiere, son aquellas características del universo que pueden
expresar de forma más directa y sencilla las características básicas, y
las cifras, de la relación más elemental entre los valores.
Entre estas medidas de tendencia central están básicamente la media
aritmética, la mediana, la moda. Que son respectivamente el valor medio de todos los datos, aquel valor que deja el mismo número de los demás por encima que por debajo del suyo, y aquel que más veces apare69
Bien explicado todo ello en los dos primeros capítulos de M. García Ferrando,
Socioestadística, pp. 45-1 18. Y en R. Floud, op. cit., pp. 43 y ss., con mayor énfasis en
lo historiográfico.
ce. Pero también constituyen esa tendencia central las variaciones que
se producen en torno al valor medio.
Tanto como las medidas de las medias, o valor medio, importan las de
las variaciones más acusadas que se dan entre los valores extremos de
los datos de un universo y el tipo de variaciones más frecuentes que se
dan entre los valores de toda la muestra. Es decir, las medidas de la
dispersión. Una de ellas es la desviación media que consiste en sumar
las diferencias de cada valor con respecto a la media -valor que puede
ser positivo o negativo- y dividir esa suma por el número total de valores
(o sea, de casos); la varianza: fórmula que nos proporciona la suma de
todas las desviaciones -es decir, siempre el valor de una variable menos
la media, con el signo que le corresponda- elevadas al cuadrado y divididas por el número de valores también. La desviación estándar: la desviación estándar es la raíz cuadrada de la varianza. El coeficiente de variación es el grado en que dos variables difieren de sus medias respectivas. El coeficiente de variación de un vector de números que son valores de una variable es «la variación standard de ese vector expresada
en tantos por cientos de su media aritmética».
Por supuesto, existen aún otros tipos de relación entre los valores de
una variable que expresan la «tendencia central» de ellos o sus «promedios de dispersión». Si aquí no podemos, naturalmente, entrar en la formulación matemática de todo ello, sería interesante que, al menos, pudiera quedar esbozado el sentido de la centralidad y de la dispersión de
los datos que aporta una imagen de la variabilidad con que un fenómeno
se presenta. En este caso estamos hablando del estudio de la variación
en una sola variable. Es lo que se llama la «variación univariable».
La correlación
Entramos, sin duda, en otro terreno del trabajo estadístico cuando de lo
que se trata es de establecer la relación que existe entre dos variables y
los valores que toman o, en forma de técnicas más avanzadas y complejas, el análisis de las relaciones entre más de dos variables o «multivariables». El interés que tiene el análisis de la relación entre las variaciones de dos o más variables puede convencernos con facilidad de
que, probablemente, la utilidad última en la investigación socio-histórica
del trabajo estadístico es el establecimiento de correlaciones entre variables. La correlación expresa de forma matemáticamente elaborada la
idea sencilla de la forma en que dos variables toman valores cada una
de ellas en relación con los valores que toma la otra.
Se dice que dos variables están efectivamente correlacionadas cuando
a determinados valores tomados por la una corresponden en la otra valores ligados a los de la primera dentro de un campo de variación fijo,
cuya amplitud se puede determinar. La correlación puede ser más o menos estrecha. Una correlación muy íntima establecería que en los valores de dos variables hay una dependencia estrecha de los unos a los
otros. Una correlación menos fuerte nos daría una idea de una cierta relación pero con mayores posibilidades de variabilidad.
De esta forma, la correlación perfecta es la simbolizada por el número 1.
A cada valor tomado por una variable correspondería en la otra uno determinado y sólo uno. La correlación 0 indicaría que dos variables no están en absoluto ligadas. La expresión de una correlación positiva entre
variables discurrirá así entre 0 y l, y desde el valor 0,5 puede decirse
que una correlación es significativa. Puede haber una correlación negativa: la que expresara qué valores no tomaría una variable al tomar la
otra unos determinados. La correlacción negativa se expresa con el signo -, y tendría valores de 0 a -1. De forma que en su conjunto total los
valores de una correlación entre variables van de -1 a l. La fórmula más
sencilla de la correlación es la llamada r de Pearson que se expresa así:
donde x e y representan las desviaciones con respecto a la media en los
valores de cada variable.
La correlación más sencilla es la que se establece entre dos variables,
pero la verdadera complejidad se presenta cuando se pretende establecer la variabilidad conjunta de más de dos variables, en el llamado análisis multivariable. La idea de la correlación se expresa también mediante
la técnica de la regresión de una variable sobre otra, de análisis de los
valores que una variable toma para cada uno de otra, cosa que permite
ya un análisis de las relaciones causa-efecto si se considera que una de
las variables opera independientemente -variable independiente- induciendo que otra, la variable dependiente o función, adquiere valores estrechamente relacionados con los que toma la primera. Si bien es preci-
so tener en cuenta que el establecimiento de una «correlación» en manera alguna equivale al de una «causalidad»70.
La importancia de las relaciones no visibles en primer análisis que la
técnica de la correlación puede descubrir no necesita ser ponderada. La
variación de la relación entre grados de riqueza y opinión política, entre
formas de propiedad agraria y práctica religiosa u otras cualesquiera entre dos variables significativas del comportamiento social, rastreada además a lo largo de series temporales71, es de importancia obvia en la explicación histórica.
Lo propio y más habitual de la investigación histórica es precisamente la
serie cronológica72. El estudio a lo largo del tiempo de la variación de
una determinada variable o fenómeno, o de una correlación entre variables, permite analizar el comportamiento pasado, pero es la única manera también de poder decir algo sobre las tendencias, las variaciones estacionales y las variaciones de dependencia temporal de unas variables
respecto a otras. Es evidente que ciertos procesos históricos pueden explicarse mejor si se descubre que la aparición de una cierta característica o circunstancia en un momento lleva aparejada la aparición de otra, o
que determinados comportamientos están influenciados, con algún grado de correlación, por la presencia de otras realidades. Los ejemplos
aducibles de las relaciones que pueden ser estudiadas y más fácilmente
explicadas a través del establecimiento de correlaciones son casi infinitos. Así, propiedad de la tierra y natalidad, voto electoral e intereses
económicos o ideológicos variados, afiliación a partidos políticos y situación socioprofesional, depresión económica y revuelta política, etc.
La formalización y la informatización
Acerca de las ventajas y objetivos de la «formalización» de los datos
con arreglo a algún patrón de clasificación hemos hablado ya algo. Podrían añadirse ciertos comentarios más sobre la importancia de la trans70
A. Alcaide Inchausti, C. Arenales y J. Rodríguez, Estadísitica (Introducción), UNED,
Madrid, 1989. Tema 11 «Regresión y correlación simple lineal».
71
Véase el análisis que de ese tipo de series hace R. Floud, capítulo 6.
72
E. Ander-Egg, Técnicas, capítulo 24, «Las series cronológicas».
formación de conjuntos de datos complejos en otros más sencillos, mediante técnicas de presentación, codificaciones, etc. Pero el sistema por
excelencia de formalización de los datos de investigación es hoy la informática, acerca de la cual no podremos hacer aquí sino unos breves comentarios e indicaciones.
La informática ha significado para la investigación social, como un mínimo reflejo de su impacto en la investigación científica en general, una
novedad prácticamente decisiva desde la aparición de los primeros ordenadores comerciales en los años sesenta. Pero cuando puede empezar a hablarse realmente de una «era informática» en el trabajo profesional que aquí nos ocupa es en los años setenta con la aparición primero de los miniordenadores o equipos medios de computación cuya
admisión de información se hacía mediante tarjetas perforadas y, a comienzos de la década de los ochenta, con la aparición más decisiva si
cabe del microordenador u ordenador personal con monitor de vídeo y
microprocesadores, dando lugar a los equipos de sobremesa.
La era del ordenador personal ha cambiado de tal manera las aplicaciones de la informática que la lectura de cualquier publicación sobre el uso
de la informática en las diversas ciencias sociales o en la historiografía
anterior a mediados de los años ochenta produce la impresión de estar
leyendo una «crónica de época»73. En menos prácticamente de una década el progreso de la informática ha sido tan espectacular -y sigue
siéndolo-, que es muy difícil establecer nada sobre sus aplicaciones en
el futuro. Aunque puede hablarse de las aplicaciones en mayor escala,
tales como grandes bancos de datos, instalaciones en redes al servicio
de las comunicaciones científicas o del cálculo, etc., nuestras breves observaciones se van a limitar aquí al uso por el historiador de la informática personal74.
73
Tal ocurre con el simpático tratadito de Edward Shorter, El historiador y los
ordenadores, Narcea, Madrid, 1977, cuya edición original fue de 1971. Al autor de estas
líneas le cabe la satisfacción de haber promovido la traducción de ese libro pionero, hoy
día ampliamente superado.
74
Véase un revisión de publicaciones recientes sobre computación en la investigación
histórica en O. V. Burton, «Quantitative Methods for Historians. A Review Essay»,
Historical Methods, vol. 25, 4 (otoño de 1992), pp. 181-188. Todos los libros recientes
sobre métodos cuantitativos se refieren ampliamente a la informática.
El equipo informático personal, o el que puede estar a disposición de un
investigador en seminarios, departamentos o centros de investigación,
se compone de un hardware y un software, cuyo uso es comúnmente de
fácil aprendizaje y cuya utilidad no necesita mayor ponderación. No parece preciso, ni podríamos hacerlo aquí, detenerse en consideraciones
sobre la entidad del equipo ni sobre sus programas. La bibliografía sobre el material informático es también muy amplia75. La informática pone
al servicio del investigador una inmensa gama de ayudas que aquél
puede perfectamente dosificar: desde el sencillo -pero hoy potentísimotratamiento de textos, a los más sofisticados programas de cálculo, diseño y simulación. Esta extraordinaria y flexible gama es una de las más
sorprendentes cualidades de la informática.
En consecuencia, conviene advertir que la informática no es, en términos precisos, una técnica de investigación. Aunque, incluso, se ha pretendido que es más que eso una aproximación metodológica nueva y
distinta76. Lo correcto es entenderla más bien como un instrumento de
ayuda al conocimiento, de procesamiento de la información, que sirve
como soporte posible de cualquier técnica de exploración. La informática
es más una herramienta de trabajo y no una técnica específica. La informatización puede ser puesta al servicio del almacenamiento y recuperación de la información, de la manipulación y organización de ésta con
arreglo a diseños de alta complejidad -para todo tipo de operaciones estadísticas, por ejemplo-, para la resolución de problemas matemáticos,
para la simulación de situaciones o de procesos, etc. La inmensa flexibilidad de este instrumento hace presagiar que sus posibilidades son inagotables.
¿Qué ayuda puede prestar la informática al historiador en su trabajo específico? La respuesta a esta pregunta parece casi trivial: cualquier tipo
de ayuda. Desde la sencilla de un procesador de textos, a los problemas
más complejos de tratamiento, ordenación y análisis de relaciones -a in75
Incluso de venta en kiosco existen numerosas publicaciones de introducción general
a la informática, a los sistemas operativos, con especial referencia al más comúnmente
empleado, el MS-DOS, y a todo tipo de programas concretos.
76
M. Thaller, «The Need for a Theory of Historical Computing», en P. Denley, S. Fogelvik
y C. Harvey, History and Computing II, Manchester University Press, Manchester, 1989,
pp. 2-3.
mensa velocidad- de grandes masas de información. Hace muchos años
que E. Le Roy Ladurie se atrevió a vaticinar, ya en 1968, que «l'historien
de demain sera programmeur ou il ne sera plus»77. Las cosas no han ido
exactamente por ese camino, sino por uno aún de mayor singularidad
que la prevista por Le Roy Ladurie.
En efecto, hoy no es preciso que el historiador sea programador; le basta con encargar que le programen según sus necesidades o con adquirir
el paquete de software adecuado. Son tales las masas de información
que el individuo tiene hoy a su disposición que se ha dicho que lo que se
hace ya es «navegar por los mares de la información» 78. La informática
es, en algún modo, una especie de brújula que hace posible una exploración del mundo de la información sin perderse en él.
Las técnicas de representación gráfica de los datos
La representación gráfica del conjunto de los datos cuantificables de una
investigación, de las relaciones entre ellos y de su evolución temporal,
es un recurso técnico no sólo expositivo, es decir, para la presentación
de los datos, sino útil también en el proceso de la investigación, por lo
que puede ayudar a clarificar, de un golpe de vista, bastantes características del universo de datos. Las representaciones gráficas tienen siempre como clave la construcción, en un sistema de coordenadas, de la
evolución de los valores de las variables. Las «curvas aritméticas» donde los valores son representados en una escala aritmética son las más
sencillas; pero se pueden emplear también las escalas logarítmicas o
semilogarítmicas.
En historiografía, la representación de la evolución temporal de un determinando proceso, precios, votos, o cualquier otro, es la más habitual79.
El eje de abscisas de las coordenadas representa siempre el tiempo y el
de ordenadas los valores de la variable. La representación gráfica de fe77
«El historiador de mañana será programador [de programas informáticos] o no será
ya nada.» E. Le Roy Ladurie, Le territoire, p. 14.
78
A. R. de las Heras, Navegar por la información, Fundesco, Madrid, 1991, p. 14.
79
Una detallada presentación de la construcción de curvas en historia económica en C.
Cardoso, op. cit., pp. 233-276.
nómenos, de su evolución temporal o de relaciones entre ellos puede
también hacerse por otros muchos procedimientos de presentación, tales como histogramas, gráficos de sectores -o «tarta»-, mientras que las
frecuencias permiten el «polígono de frecuencias».
CUADRO 15 Ejemplos de representaciones gráficas
Los medios informáticos actuales han permitido una facilidad y simplificación en la confección de representaciones gráficas desconocidas antes. Ni que decir tiene, por lo demás, que las representaciones cartográficas de los fenómenos, cuando ello es posible, es otro de los grandes
recursos explicativos y expositivos en los estudios históricos.
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La presente bibliografía recoge en lo esencial, aunque no en su totalidad, las
publicaciones que han sido empleadas en la confección de la obra. Se han eliminado
casi todos los artículos de revista que figuran en las notas a pie de página y también
ciertas publicaciones citadas que son excesivamente específicas para que merezca la
pena que figuren en una Bibliografía básica. Se ha procurado reducir al mínimo las
publicaciones en lengua no castellana.
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