A cien años de Weber: la ciencia como vocación y el resurgimiento del nacional-populismo*

Universidad Nacional Autónoma de México • Instituto de Investigaciones Sociales

A hundred years from Weber: science as vocation and the resurgence of national populism

Alejandro Portes**

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* El presente artículo surge a partir del discurso presidencial pronunciado en el congreso de la Eastern Sociological Society, Filadelfia, el 29 de febrero de 2020. Traducido por José Luis Velasco.

**Titular de la cátedra Howard Harrison y Gabrielle S. Beck y profesor de Sociología (emérito) en la Universidad de Princeton. Profesor de Derecho y Académico Distinguido en Artes y Ciencias en la Universidad de Miami.

Es autor de más de 50 libros y números especiales de publicaciones y de más de 250 artículos y capítulos sobre inmigración, urbanización comparada, instituciones y desarrollo y otros temas. En 2019 recibió el Premio Princesa de Asturias otorgado por el Reino de España. Forma parte del Consejo Asesor Internacional de la Revista Mexicana de Sociología desde 1999.

 

Resumen: Han pasado cien años desde la muerte de Max Weber y 102 desde la publicación de su ensayo clásico “La ciencia como vocación”. El autor revisa aquí varias de las ideas de ese ensayo y analiza, desde una perspectiva weberiana, el surgimiento del nacional-populismo, los orígenes histórico-estructurales de la situación presente y el significado que ha tenido para los simpatizantes de este movimiento. Esta explicación y comprensión tiene consecuencias directas para los intentos actuales de revertir un movimiento que ha cambiado el curso de la historia reciente en Estados Unidos y otros países del mundo desarrollado.

Palabras clave: Weber, Eastern Sociological Society, ciencia, nacional-populismo.

Abstract: It has been one hundred years since the death of Max Weber and one hundred and two years since the publication of his classic essay “Science as a vocation”. The author reviews here several of the main ideas advanced in the essay and analyzes, from a Weberian perspective, the rise of national populism, the historical-structural origins of the present situation and the meaning that it has for sup-
porters of this movement. This explanation and understanding has direct consequences for current attempts to reverse a movement that has changed the course of recent history in the United States and elsewhere in the developed world.

Keywords: Weber, Eastern Sociological Society, science, national populism.

 

Han pasado cien años desde la muerte de Max Weber y 102 desde la publicación de sus conferencias “La ciencia como vocación” y “La política como vocación”. Ambas fueron pronunciadas en la Universidad de Múnich en medio de la gran inestabilidad y la confusión generadas por la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Los ensayos son muy diferentes, puesto que tratan temas diversos, pero ambos están influidos fuertemente por los eventos de su tiempo y, por lo tanto, contienen numerosas disquisiciones y argumentos que ahora no parecen muy relevantes. Sin embargo, hay en ellos muchas ideas brillantes y perdurables que vale la pena recordar, particularmente en “La ciencia como vocación”. Transcurrido un siglo, podemos preguntarnos qué tan bien o tan mal les ha ido a estas ideas y cómo la noción weberiana de la ciencia como vocación y la metodología asociada a ella han resistido el paso del tiempo.

Desde una perspectiva contemporánea, las conferencias son divagantes, con una serie de descripciones de la política en la era del Káiser y de la forma en que los jóvenes científicos alemanes y estadounidenses respondían a diferentes desafíos. Pero insertos en el análisis de Weber sobre la ciencia de su tiempo hay al menos cuatro puntos que merecen recordarse. Primero, al comparar la suerte de artistas y científicos, Weber contrasta el carácter duradero de los trabajos producidos por los primeros y la naturaleza perecedera de los hechos y las verdades descubiertos por los segundos: “El trabajo científico, en efecto, está inmerso en la corriente del progreso, mientras que, en el terreno del arte, por el contrario, no cabe hablar de progreso en este sentido”. “Una obra de arte que sea realmente ‘acabada’ no será nunca superada ni envejecerá jamás […]. En la ciencia, por el contrario, todos sabemos que lo que hemos producido habrá quedado anticuado dentro de diez o de veinte o de cincuenta años […]. Todo ‘logro’ científico implica nuevas ‘cuestiones’ y ha de ser superado y ha de envejecer”
(Weber, [1919] 1979: 196-197).

Tal es la naturaleza de nuestra vocación y quienes se identifican como científicos tendrán que resignarse a ese hecho. Ningún descubrimiento imperecedero; ningún concepto inmutable. Los descubrimientos y los conceptos evolucionan y son superados no sólo por ideas contrarias, sino también porque son absorbidos en el discurso general de la disciplina, y sus creadores caen gradualmente en el olvido. Décadas después, Robert Merton observó el mismo proceso, al que denominó “destrucción por incorporación”. En ningún lado es más evidente el carácter colectivo de la empresa que llamamos ciencia que en este proceso donde los frutos del trabajo personal y los logros de la mente individual se vuelven tan sólo peldaños para que otros avancen, absorbiendo, modificando y muchas veces rechazando lo que se había descubierto antes.

Un segundo punto que merece ser recordado en el ensayo de Weber es el papel de los conceptos en la ciencia y su progreso. Los conceptos son lo que realmente sabemos y usamos para analizar la realidad, tanto en la física como en las ciencias sociales. Weber sostiene que fue en La República de Platón donde se descubrió el papel de los conceptos en el avance del conocimiento ([1919] 1979: 203); a partir de ahí, procede a refinar el punto con su propia elaboración del “tipo ideal”. No se dice mucho sobre los tipos ideales en “La ciencia como vocación”; para ese análisis, debemos acudir a otro ensayo de Weber, “La objetividad en las ciencias sociales”. Sin embargo, la conferencia de 1918 contiene otra clave sobre el carácter de los conceptos y las ideas que los sostienen: “La idea viene cuando ella quiere y no cuando queremos nosotros” ([1919] 1979: 193). Muchas veces viene cuando no la esperamos, no mientras la buscamos y cavilamos en nuestros escritorios.

Quienes quieran hacer una carrera científica también tendrán que resignarse a que las ideas pueden o no venir a ellos. “Se puede ser un destacado trabajador y no haber tenido jamás una ocurrencia valiosa” (Weber, [1919] 1979: 193). Cuando las ideas sí llegan, son formuladas en conceptos que, con el tiempo, se vuelven tipos ideales. En la sociología y otras ciencias sociales, los tipos ideales —burocracia, carisma, libre competencia, asimilación, transnacionalismo, etcétera— tienen por función no sólo englobar el conocimiento original sino también “restregarlo contra la realidad” para examinar si sus propiedades se sostienen o no en diversas circunstancias. Al comparar el tipo ideal con la realidad, podemos confirmarlo, modificarlo, descomponerlo o abandonarlo. Del propio trabajo de Weber, recuérdense los usos de los tipos ideales “carisma”, “burocracia”, “ascetismo intramundano” y “racionalidad burguesa”, entre varios otros.

Un tercer punto destacado de “La ciencia como vocación” es la estricta distinción entre análisis científico e ideología. “Las tomas de posición política y el análisis científico de los fenómenos y de los partidos políticos son dos cosas bien distintas” ([1919] 1979: 211). Así, tengo derecho como ciudadano a expresar mis opiniones en una asamblea política, pero no como científico en un aula. Si el tema es la “democracia”, se considerarán sus varias formas, se analizará cómo funcionan, se determinarán los resultados de cada una de ellas y se compararán unas con otras y con las formas no democráticas:

Lo único que se le puede exigir [al maestro] es que tenga la probidad intelectual necesaria para comprender que existen dos tipos de problemas perfectamente heterogéneos: de una parte, la constatación de los hechos […] de la otra, la respuesta a la pregunta por el valor de la cultura y […] cuál debe ser el comportamiento del hombre en la comunidad cultural y en las asociaciones políticas ([1919] 1979: 212-213).

La fuerte distinción que hace Weber en “La ciencia como vocación” entre los reinos de la ideología y el activismo, por un lado, y el de la práctica científica y el conocimiento fáctico, por el otro, es notable porque, entre los clásicos, fue él quien con más convicción sostuvo que es imposible una ciencia social libre de valores (ver su ensayo “La objetividad en las ciencias sociales”). A diferencia de Émile Durkheim, él se dio cuenta de que los hechos objetivos tienen “significado” sólo bajo el prisma de la cultura, de la que los valores son un componente principal.

¿Entonces, cómo resolvemos esta contradicción? Bien analizada, la contradicción resulta más aparente que real. Aunque consciente del rol indispensable de la cultura y el significado en la interpretación científica de los hechos sociales, Weber completa su análisis con el requerimiento de que esas interpretaciones sean verificadas y vueltas a verificar por otros que trabajan en el mismo campo. De nuevo aparece el carácter colectivo de la empresa científica, y la función de los tipos ideales, repetidamente “restregados con la realidad”, se vuelve aún más clara. De hecho, uno de los resultados frecuentes de este proceso es desenterrar el “hecho incómodo” que desafía tanto las teorías científicas existentes como la ideología política. Un escepticismo cultivado es así la marca distintiva del verdadero científico: “La primera tarea de un profesor es la de enseñar a sus alumnos a aceptar los hechos incómodos; quiero decir, aquellos hechos que resultan incómodos para la corriente de opinión que los alumnos en cuestión comparten” (Weber, [1919] 1979: 215).

Después, el ensayo de Weber explora ampliamente cómo ha sido definida la “ciencia” y cómo se han descrito sus promesas desde el fin de la Edad Media y el Renacimiento. Para algunos autores inspirados por la religión, la ciencia abría el camino seguro a Dios; para otros, marcaba el camino al Arte verdadero; para otros más, entre ellos los fundadores de la economía y la sociología modernas, el conocimiento de los hechos reales era una precondición para la felicidad humana. Todas estas grandes promesas fueron evaluadas y descartadas en su momento, lo que condujo a la tajante conclusión de Lev Tolstoi: “La ciencia carece de sentido puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir” (citado en Weber, [1919] 1979: 207).

Esta afirmación cuadra bien con el “desencantamiento del mundo”, una expresión favorita de Weber. Pero si la ciencia no conduce a Dios, al Arte, a la Autorrealización o a la Felicidad, ¿cuál es su función? Weber, que no comparte el rechazo de Tolstoi, propone que lo que el trabajo científico produce es significativo porque es “digno de ser sabido” ([1919] 1979: 208). “Y esto no sólo porque con estos conocimientos pueden conseguirse éxitos técnicos, sino también en quien las cultiva por ‘vocación’, ‘por el conocimiento mismo’” (Ibid.).

Cuando yo cursaba el primer grado de Sociología en la Universidad Católica de Argentina, no leíamos a Weber, sino a Durkheim. Sin embargo, la seguridad con que Durkheim describía el hecho social como general y coercitivo para los individuos, sus elocuentes ejemplos y, más tarde, la brillante colección de ensayos que se nos requería leer en el libro Contemporary Social Problems, de Robert K. Merton y Robert Nisbet (1961), me persuadieron de que la sociología era una empresa intelectual seria.

Viviendo en ese “mundo desencantado” (una expresión que yo todavía no conocía), yo no buscaba, a los 20 años, el camino a Dios, al Arte o la Felicidad Verdadera. En cambio, buscaba un camino al conocimiento, especialmente el conocimiento oculto detrás de las apariencias, los discursos elocuentes y las obviedades. La lectura de “Las consecuencias imprevistas de la acción social” y “Las funciones manifiestas y latentes”, de Merton, cerró el trato: la sociología iba a ser mi vocación.

El subtítulo del congreso de 2020 de la Eastern Sociological Society es “En la era del nacional-populismo”. Dos plenarias han sido dedicadas a analizar este fenómeno social: uno sus causas y consecuencias, el otro sus repercusiones para la política migratoria y para los migrantes. En la segunda parte de este discurso, me gustaría presentar mi propia posición sobre este fenómeno social, anclándola en la perspectiva weberiana.

 

Un mundo desencantado: el populismo en el siglo XXI

El concepto de Weber de “desencantamiento del mundo” no podría encontrar ejemplos más conmovedores que el espectáculo de hombres armados que buscan escapar de su soledad y tristeza disparando al azar contra sus congéneres y las numerosas muertes por sobredosis de opioides que han puesto en crisis a vastas regiones de Estados Unidos e incluso han disminuido su población trabajadora. Estos signos de desesperación masiva tienen su contraparte en el surgimiento de movimientos políticos iracundos que se envuelven en su bandera, culpan a otros por el declive de su nación y buscan revertir la situación afirmando valores tradicionales. Para analizar el nacionalismo populista es necesaria, en mi opinión, una doble perspectiva: primero, qué fuerzas históricas han conducido a la situación actual; segundo, cómo los actores sociales interpretan, desde su punto de vista personal, las consecuencias de esos cambios, es decir, el “significado” que esas consecuencias tienen para ellos. Este segundo ejercicio de Verstehende —sociología interpretativa— weberiana se puede realizar gracias al trabajo de numerosos sociólogos que han ido al campo a investigar qué piensan realmente los partidarios del movimiento nacionalista.

Pero primero la historia. La perspectiva del sistema-mundo, iniciada en la sociología moderna por Immanuel Wallerstein (1974) y Giovanni Arrighi (1994), ofrece el marco más comprehensivo para entender las fuerzas en juego. La extensión del sistema capitalista a los confines más remotos del mundo, gracias a los desarrollos tecnológicos en transporte e información, ha tenido dos grandes consecuencias, ya conocidas. Primero, ha promovido la masiva desindustrialización del mundo avanzado, al permitir que las corporaciones manufactureras se reubiquen en regiones baratas y propicias del Sur Global, neutralizando de ese modo los esfuerzos sindicales en las antiguas áreas industriales y aprovechando los salarios mucho más bajos en sus nuevas ubicaciones (Fernández-Kelly, 1983; Bluestone y Harrison, 1982). Segundo, ha difundido los patrones de consumo de las clases medias y altas de los países avanzados al resto del mundo. Las mismas corporaciones que reubicaron la manufactura y los empleos rutinarios de cuello blanco al Sur Global contribuyeron decisivamente, mediante sus propias campañas publicitarias, a esta difusión de expectativas crecientes. A través de ellas, los habitantes de los países pobres fueron expuestos a patrones deseables de consumo fuera de su alcance, lo que provocó un inexorable aumento de la privación relativa (Sunkel, 2001; Prebisch, 1950, 1986; Portes y Roberts, 2005).

Este doble desarrollo, por su parte, ha tenido tres consecuencias principales. Primero, se desmantelaron las regiones industriales del mundo desarrollado, lo que condujo a la rápida desaparición de la clase trabajadora local. El proceso ocurrió en todos los países industriales avanzados, pero fue más profundo en el Reino Unido y en Estados Unidos, donde las relaciones obrero-patronales en la industria han sido tradicionalmente contenciosas (Standing, 1989; Bluestone y Harrison, 1982; Tavernise, 2019). Este proceso dejó en el abandono a cientos de pueblos del cinturón industrial de Estados Unidos, cuya población mayoritariamente blanca, acostumbrada a buenos salarios y a un estilo de vida de clase media, se quedó sin medios evidentes para reconstruir sus vidas.

El empleo industrial en Estados Unidos se hundió: pasó de representar más de una tercera parte de la fuerza laboral en 1950 a menos del 15% al final del siglo. Muchos trabajadores, supervisores y mandos medios desplazados se volvieron no sólo desempleados sino incontratables, debido a sus habilidades anticuadas, su edad o su antigua vinculación con actividades sindicales (Storper y Scott, 1989; Bluestone y Harrison 1982; Block, 1990). Con la desindustrialización y la reestructuración industrial, el mercado de trabajo estadounidense dejó de parecer una pirámide donde las oportunidades de movilidad económica se distribuían homogéneamente en un gradiente, para volverse más como un “reloj de arena”, con abruptas divisiones entre las posiciones de élite en la economía de servicios, que requieren credenciales avanzadas, y los mal pagados empleos manuales en servicios personales, agricultura y construcción (Portes, 2010; Hill, 1988). Muchos trabajadores industriales blancos desplazados aborrecen estos empleos, que por lo tanto fueron tomados por minorías e inmigrantes.

La segunda consecuencia de la reestructuración industrial fue el crecimiento sostenido de la desigualdad económica. Aunque la desigualdad económica global se explica principalmente por las diferencias entre países (Firebaugh, 1999), el incremento más notable y doloroso ocurrió dentro de los propios países avanzados. Mientras capas enteras de la antigua clase trabajadora se volvían redundantes por el desplazamiento de la manufactura, los beneficiarios de la globalización en los sectores financieros y la alta tecnología lograban ganancias extraordinarias, lo cual condujo a una rápida concentración de la riqueza en el 5% y 10% más altos de la población (Massey, 2007; Galbraith, 2002; Fligstein, 2006).

El enriquecimiento de las élites financieras y tecnológicas ha estado acompañado por la creciente precarización del empleo en vastos sectores de la población nativa, lo que inevitablemente ha producido rabia y desesperación. La crisis de la droga en las antiguas áreas industriales y mineras de Estados Unidos, que ha reducido la población en edad de trabajar y, según algunos autores, incluso ha disminuido la esperanza de vida entre los menos educados, es una clara manifestación de esta tendencia (Case y Deaton, 2015).1

De acuerdo con Douglas S. Massey (2007), Richard Freeman (2007) y otros, la desigualdad en Estados Unidos ha alcanzado niveles del Tercer Mundo. Este proceso ha beneficiado mucho a los propietarios de capital, administradores financieros y trabajadores de élite asociados a los sectores de alta tecnología, marginando a casi todos los demás. Quedaron excluidos, en particular, los antiguos trabajadores industriales con educación secundaria o menos, quienes no encuentran un lugar en esta nueva economía (Portes, 2010). A menos de 13 millas de la Universidad de Princeton se encuentra la ciudad de Trenton, antigua capital de la cerámica industrial, cuyo orgulloso lema en la década de los años cincuenta era: “Lo que Trenton hace el mundo usa”. Ahora, con toda su planta industrial desmantelada, la ciudad es habitada en 90% por personas pertenecientes a alguna minoría. Los migrantes mexicanos y centroamericanos la usan como dormitorio barato, desde donde se despliegan hacia sus mal pagados empleos en agricultura y servicios por todo el este de Pensilvania y Nueva Jersey (Fernández-Kelly, 2020).

La tercera consecuencia de la globalización capitalista se relaciona con la creciente privación relativa en los países más pobres y la emigración de su población en busca de una vida mejor en el Norte Global. En etapas previas del desarrollo de la economía capitalista mundial, los trabajadores de los países pobres tenían que ser deliberadamente reclutados para la industria y la agricultura del mundo avanzado que se expandían rápidamente (Portes y Walton, 1981; Rosenblum, 1973; Thomas, 1973). Ahora, tal reclutamiento es innecesario, puesto que los migrantes de países pobres se transportan ellos mismos, asumiendo los riesgos del viaje. Tan numerosos son, de hecho, que, uno a uno, los países receptores han tenido que implantar medidas administrativas y policiacas para controlar y, a veces, parar esas olas migratorias (Massey, 2020; Massey y Pren, 2012; Portes y Rumbaut, 2014: capítulo 1).

Cierto, una razón importante para la migración continua ha sido la fuerte demanda de trabajadores en los países avanzados, en sectores como la agricultura, el empaquetado de carnes, la pesca, la construcción y los servicios personales (Griffith, 2020). Paradójicamente, mientras que la clase industrial originaria en Estados Unidos era desplazada hacia la redundancia, otros sectores de la economía generaron una demanda masiva de trabajo barato y flexible. Los trabajadores nativos han sido reacios a ocupar esos empleos, que ellos consideran demasiado duros, humillantes o mal pagados. Los inmigrantes han llenado esos espacios, creando comunidades grandes y visibles en toda Norteamérica (Marrow, 2020; Hernández-León y Zúñiga, 2020; Portes, 2020). Procesos paralelos han ocurrido en varios países europeos, como Francia, Holanda y el Reino Unido (Lacroix y Dumont, 2015; Schneider, 2008; Nijenhuis y Zoomers, 2015; Heath y Demireva, 2014).

La presencia de comunidades visibles de inmigrantes, que hablan lenguas extranjeras y tienen prácticas culturales exóticas, ha incitado una reacción nativista vigorosa y, a veces, feroz. Esta se ha dirigido principalmente contra los inmigrantes sin estatus legal, pero se ha extendido a otros, incluso a los nacidos en Estados Unidos de padres migrantes no autorizados (Marrow, 2020; Hernández-León y Zúñiga, 2020). “¿De quién es este país, en todo caso?” y “¿qué es lo que no entiendes de ser ilegal?” son mantras del movimiento nativista que ha logrado arrinconar a la población inmigrante en varios estados y localidades mediante numerosas medidas hostiles. Incluso los inmigrantes legales viven amenazados, puesto que hasta las infracciones menores pueden provocar la pérdida del estatus legal y la consecuente deportación (Feliciano y Rumbaut, 2020; Massey y Pren, 2012).

Movimientos nativistas paralelos incitados por la ira anti-inmigrante alimentaron el voto nacionalista que condujo a la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea y al surgimiento de un partido de extrema derecha en Francia. Británicos furibundos exigieron la salida de la Unión Europea, de la forma que fuera, sólo para impedir la entrada de migrantes del este y sur de Europa. Por la misma razón, Agrupación Nacional, de Marine Le Pen, se convirtió en el partido más votado en las elecciones parlamentarias europeas en Francia en 2019 (Horowitz, 2019).

Hellen B. Marrow (2020) data el origen de la actual ola de nacionalismo anti-inmigrante estadunidense en 2005. En ese año, las movilizaciones masivas de migrantes no autorizados, en contra de un proyecto de ley federal que amenazaba con criminalizarlos, provocó una airada contra-ofensiva de nativistas que demandaban la pronta expulsión de los manifestantes y, de paso, de todos los ilegales. Desde ese año, una nueva agencia federal, la Administración de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), se dedicó a deportar a cientos de miles de inmigrantes, sembrando la desesperación en todos los demás (Massey y Pren, 2012; Perreira, Potochnick y Breetzke, 2020).

David Griffith (2020) ha argüido que el giro hacia el nativismo en muchas comunidades estadounidenses se relaciona con la percepción de cómo evoluciona la población extranjera: de hombres solos que llegaban a trabajar temporalmente, a familias enteras que quieren cambiar de residencia y acceder a las escuelas, el servicio médico y los beneficios sociales de las ciudades y pueblos de destino. Este cambio del “trabajo productivo al reproductivo” ha sido ampliamente rechazado por la clase trabajadora nativa, lo que ha provocado un creciente apoyo a la campaña de deportación. El mismo amplio sector del electorado estadounidense se movilizó en 2016 para elegir un presidente populista que prometía medidas cada vez más estrictas contra migrantes no autorizados y futuros solicitantes de asilo.

La llegada de caravanas de solicitantes de asilo, procedentes de los desgarrados países de América Central, creó un blanco ideal para las frustraciones de un amplio segmento de la ciudadanía estadounidense. Aunque los seguidores del Tea Party también han exhibido su desprecio por las élites de las costas, a las que asocian con la globalización y la creciente desigualdad, han concentrado sus energías en bloquear cualquier intento de reforma migratoria comprehensiva en el Congreso (Kennedy, 2019), cosa que lograron en cuatro ocasiones sucesivas durante las administraciones de Bush y Obama.

Tal es el momento que vivimos ahora. La expansión del capitalismo global ha producido una masiva desindustrialización y una desigualdad económica galopante en Estados Unidos y otras partes del Norte desarrollado, a la vez que la creciente privación relativa en el Sur Global ha incentivado el desplazamiento masivo. Los migrantes que logran llegar al mundo rico se encuentran a una ciudadanía furiosa y frustrada que se ha movilizado cada vez más a favor del nacionalismo populista.

A los líderes populistas que se han beneficiado de esta movilización no les será fácil regresar los empleos industriales a Estados Unidos o reducir las desigualdades económicas. Sin embargo, pueden tomar a la población migrante como un blanco fácil para la ira nativista. Aunque las causas de la inmigración continua en tales circunstancias son complejas (Portes, 2020; Massey, 2020), este es el momento propicio para revisar un conjunto de estudios empíricos recientes que ofrecen una base para entender —en un ejercicio interpretativo weberiano— los motivos de esta ola populista.

 

El significado del nacional-populismo

Para comprender lo que ocurre en el corazón de Estados Unidos, varios sociólogos han ido a lugares donde el nacional-populismo parece más fuerte, a observar y hablar con sus habitantes. La sensación de ser Extraños en su propia tierra, en los términos de Arlie R. Hochschild (2016), es omnipresente. Lo que revelan estas conversaciones y entrevistas a profundidad es una mezcla de regocijo patriótico e indignación ante los posibles cambios y la diversidad étnica. Los blancos de mediana edad sienten que el país les pertenece, pero que una mezcla maligna de globalismo, secularismo e inmigración se los está arrebatado. Un líder de los voluntarios Minutemen que patrullan la frontera le dijo a Harel Shapira (2013: 2): “Lo que está ocurriendo es nada menos que una invasión. Ya perdimos California. Camino por Los Angeles y nadie habla inglés, todos los anuncios están en español. Me siento un completo extraño en mi país”.

¿Y qué se decía del presidente Obama? Robert Wuthnow (2018: 158) concluye su extensa serie de entrevistas en el Sur rural observando: “La rabia con que la población rural de Estados Unidos arremete contra Washing- ton es también una fuente de fanatismo. La distancia puede ser corta entre sostener que Washington no funciona y decir que el presidente Obama era ilegal, estúpido e indigno de confianza porque era afroamericano”.

Según todos los informes de investigadores que han penetrado en el corazón del país, el nacional-populismo es racista. Arremete contra los inmigrantes y los mexicanos, pero se dirige principalmente contra los afroamericanos. Según el cuento de “los que producen” contra los que “se aprovechan”, preferido por los líderes ideológicos del movimiento, los negros son el principal bloque en la segunda categoría. La nación imaginaria preferida en las entrañas del país es blanca, protestante, temerosa de dios, asistente regular a la iglesia y autosuficiente; en el mejor de los casos, las minorías son relegadas a los márgenes, como fuentes de mano de obra barata (Hoshschild, 2016: capítulo 9). Aunque los programas federales de Seguridad Social y atención médica, así como el financiamiento para la construcción de carreteras y escuelas, han contribuido a salvar a muchas comunidades del “corazón” de Estados Unidos, no han logrado vencer la generalizada hostilidad hacia el gobierno y las “élites del Este” que lo dirigen. Como lo resume Wuthnow (2018: 160): “[…] viven en un mundo construido por Rush Limbaugh2 y Fox News y Donald Trump […]. Su indignación es más silenciosa […]. Está implícita en las conversaciones de los cafés y las cooperativas”.

Los radioescuchas de Limbaugh y los simpatizantes de Trump se ven a sí mismos como parte de una comunidad moral que busca devolver a la nación sus glorias pasadas mediante la construcción de un muro en la frontera y el “desecamiento del pantano” en que se ha convertido Washington. Además de votar por los republicanos y participar en las marchas contra el aborto, las expresiones de esta ideología asumen las formas más peculiares; una de ellas es ofrecerse para el patrullaje voluntario de la frontera sur. Así concluye Shapira su estudio de esa práctica:

¿Qué papel desempeña la frontera México-Estados Unidos en la vida de los Minutemen? Para ellos, la frontera se ha vuelto un recurso para restaurar las condiciones de vida que han luchado por mantener: patrullar, defender a la nación, proteger a sus familias... Al patrullar la frontera, escapan del sinsentido que define su vida actual (Shapira, 2013: 152).

Aunque son conocidas las fuerzas históricas y estructurales del populismo, tal como las acabo de sintetizar, en las mentes de estos millones de estadounidenses blancos las fuentes del descontento son menos claras. Hoschchild resume sus propios esfuerzos por entenderlos después de meses de trabajo de campo en Louisiana:

Haciendo fila

Justo sobre la cima de la colina está el Sueño Americano, la meta de todos los que esperan en la fila. Muchos son gente de color; da miedo mirarlos. Aun así, has esperado largo tiempo, has trabajado duro y la línea apenas se mueve. Mira: la gente está saltándose la fila, adelantándose a ti. Tú sí estás siguiendo las reglas. Ellos no. Al saltarse ellos la fila, sientes que te van mandando hacia atrás. ¿Quiénes son? Unos son negros; les dan preferencia en los colegios y universidades, en las prácticas que ofrecen las empresas, en los trabajos, en los pagos de seguridad social y en los alimentos gratuitos. Mujeres, inmigrantes, refugiados... ¿Hasta dónde vamos a llegar? (Hochschild, 2016: 136-137).

Así, los verdaderos estadounidenses, los que más merecen, son relegados por las preferencias que se les dan a otros. Esto es lo que motiva su frustración y rabia. Aunque ya hayamos entendido el significado que la situación tiene para ellos, también sabemos que su visión de las cosas tiene dos defectos clave. Primero, no es cierto que no hay oportunidades en Estados Unidos, pero para acceder a ellas se necesita una educación avanzada. Eso lo sabe toda familia asiática inmigrante y por eso sus hijos suben tan rápido en la escalera social (Lee y Zhou, 2015). Incluso una carrera universitaria corta puede ayudar. El Colegio Comunitario de Miami-Dade, en el sur de Florida, ha sido por décadas una verdadera máquina de movilidad social para miles de cubanos y otros inmigrantes latinoamericanos que empezaron con nada (Portes y Fernández-Kelly, 2008). Pero muchos defensores del Tea Party en Louisiana y otras partes prefieren quejarse y culpar a los demás que buscar incluso un nivel modesto de educación.

Segundo, denunciar a los que se saltan la fila encubre y absuelve a los que están en la cima de la colina: los financieros y grandes ejecutivos que realmente han prosperado y se benefician del actual orden nacional y global. Esas élites tienen pase directo, a pesar de ser la clase responsable de la desindustrialización del país. Esto se debe tal vez a que son mayoritariamente blancos; los populistas en Louisiana y otras partes prefieren identificarse con ellos y seguir denunciando a los “tramposos” de color que se saltan la fila. Lo que es aún más importante, esta forma de ver la situación es útil políticamente para las élites porque no sólo desvía la culpa de la creciente desigualdad, sino que moviliza a los miembros de la antigua clase blanca trabajadora a favor del orden de clases prevaleciente. Así, un multimillonario blanco que ha contribuido a incrementar la desigualdad puede ser electo presidente con el apoyo de esa misma población.

La metodología de Weber, su sociología interpretativa, nos ayuda, así, a entender el surgimiento del nacional-populismo, no sólo identificando sus fuentes históricas sino también comprendiendo lo que está en la mente de quienes lo apoyan con tanto fervor. No debería sorprendernos demasiado la contradicción patente entre sus intereses materiales reales y su ideología, porque eso ha sucedido demasiadas veces en la historia. Hace casi un siglo, Antonio Gramsci (1971: parte I) se desesperaba al ver cómo la “falsa conciencia” había llevado a las clases trabajadoras europeas a apoyar, incluso con sus vidas, a los líderes fascistas que terminaron por destruir sus países. Tanto Hitler como Mussolini fueron electos por voto popular.

 

Efectos del nacional-populismo

No todas las consecuencias del surgimiento del nacional-populismo son negativas. Ha alentado la participación política de grupos que se sentían marginados, dándoles una nueva sensación de capacidad. Militar en el Tea Party da una sensación de orientación e importancia a gente desorientada por el fin de la era industrial. El patriotismo renovado y la reafirmación de la identidad nacional pueden, en ciertas circunstancias, contarse como positivos.

Con estas advertencias, hay que notar que el nacional-populismo tiene consecuencias amenazantes e importantes, tanto para las sociedades nacionales como para el mundo entero. La primera es la indiferencia hacia la ciencia y la evidencia científica. Al mismo tiempo que los líderes populistas aprovechan las innovaciones tecnológicas más recientes, tuiteando hasta la saciedad y volando de un extremo del mundo a otro, usan esas maravillas tecnológicas para cuestionar y poner en duda la ciencia que las hizo posible. Los negadores del cambio climático y los escépticos del calentamiento global difunden sus opiniones usando la tecnología de punta, a la vez que asocian esos datos científicos con las élites intelectuales que aborrecen. En la medida en que los líderes populistas de derecha llegan al poder, sus actitudes pueden tener consecuencias graves para el mundo. El retiro de Estados Unidos del Acuerdo Climático de París de 2017 puede interpretarse como el primer paso en la implantación de esa agenda.

La segunda consecuencia es el debilitamiento de la democracia y las instituciones democráticas. Como señala Jan-Werner Müller (2016: 20): “Los populistas siempre son anti-pluralistas. Pretenden que ellos y sólo ellos representan al pueblo y que cualquier otra competencia política es parte de la élite inmoral y corrupta”.

La democracia se construye sobre la protección de las minorías, no sobre el gobierno de la multitud. Para los populistas, sin embargo, si tienes los números tienes el poder, pasando por encima del estado de derecho, si es necesario. Es lo que sucedió en países como Italia y Alemania, que eligieron democráticamente a líderes fascistas, sólo para verlos socavar y finalmente destruir las mismas instituciones que los llevaron al poder. La multitud gritando “regrésala a su país”, dirigida a una congresista estadounidense de familia somalí, en un mitin de Donald Trump en 2019, es un indicador de ese sentimiento y un signo de los tiempos. Al confrontar al gobierno de la multitud y las nuevas banderas populistas, las instituciones democráticas de Estados Unidos están luchando por su propia vida.

El tercer peligro, y el más serio, es la confrontación y la guerra internacional. El orden mundial construido tan arduamente después de la Segunda Guerra Mundial es un mecanismo delicado que depende, ante todo, de la madurez de los líderes de las potencias mundiales y de su respeto a los acuerdos internacionales. Cuando esos mismos líderes reemplazan la búsqueda de acuerdos y la cooperación pacífica por gritos de “América primero” o “Brexit a cualquier costo”, nos estamos acercando a la confrontación. Cuando Estados Unidos denuncia un tratado con Irán, tan laboriosamente construido por muchos países, y busca estrangular económicamente a esa nación, el mundo no se vuelve más seguro sino más peligroso.

Deutschland uber alles [Alemania por encima de todo] fue el eslogan con el que Hitler comenzó, y todos sabemos dónde terminó. Los líderes populistas se inclinan naturalmente a la confrontación internacional porque es un método probado para energizar su base social y consolidar su control del poder. Para los defensores de la ciencia y los partidarios de las minorías étnicas y de las instituciones democráticas amenazadas, es más difícil luchar cuando la nación está en guerra o movilizándose para la guerra. En tiempos como esos, es mucho más fácil silenciarlos.

En “La ciencia como vocación”, como ya vimos, Weber advertía a los científicos que no debían transformar la cátedra en un púlpito. Pero comprender claramente las causas de una situación crítica y los motivos de sus actores clave ayuda a identificar algunas líneas de acción para superarla. Este ejercicio de sociología interpretativa weberiana, anclado en el trabajo de investigadores que han ido a las raíces profundas del nacional-populismo, nos permite identificar las actitudes y motivaciones de sus simpatizantes. Una cosa es cierta: los números cuentan y los populistas estadounidenses, británicos y otros se han vuelto suficientemente numerosos para ganar elecciones.

Hay, en mi opinión, tres posibles líneas de acción. Por su horizonte temporal, las podemos clasificar en corto, mediano y largo plazo. En el futuro inmediato, no hay más alternativa que confrontar decididamente al populismo en la arena política. Ya es obvio que los partidarios de esa ideología no abandonan fácilmente sus opiniones; cada dato adverso es eficientemente reinterpretado por sus líderes y los comentaristas políticos cercanos a ellos. Así fue como el presidente Trump logró mantener el férreo apoyo de más de 40% del electorado, hiciera lo que hiciera. Los partidarios de la democracia, la racionalidad y la cooperación en asuntos globales deben unirse en la defensa resuelta de sus valores y en la oposición a los valores del populismo antes de que sea demasiado tarde.

La segunda línea de acción, de mediano plazo, requiere esfuerzos educativos y un contra-discurso dirigido a las bases populistas. Conociendo ya por qué las diatribas de personajes como Limbaugh y Trump logran tal receptividad, esta segunda línea de acción implica llevar la controversia a las raíces, mostrando a los partidarios del populismo las verdaderas causas de sus aflicciones. Quienes desindustrializaron a Estados Unidos no fueron los negros ni los inmigrantes, sino las corporaciones. La devastadora experiencia de perder los empleos de clase media en la manufactura y de tener que escoger entre un trabajo de salario mínimo en Walmart o buscar el seguro de desempleo no fueron producto de una conspiración de liberales e izquierdistas, sino de una decisión tomada por los muy bien remunerados ejecutivos de las corporaciones, preocupados por reducir costos y promover las ganancias de los accionistas (Fligstein, 2006).

Así como los estudiantes universitarios fueron al sur para apoyar el Movimiento por los Derechos Civiles en la década de los años sesenta, los partidos democráticos y las organizaciones cívicas deberían reclutar y formar cuadros de voluntarios y enviarlos a los lugares donde el Tea Party es fuerte para hablar en iglesias, cafeterías y centros comunitarios, y confrontar las explicaciones falsas con las verdaderas causas del sufrimiento de esos estadounidenses. Los sectores populares que escuchan a Limbaugh y apoyan al Tea Party se quejan a menudo de ser excluidos del diálogo nacional y de ser vistos con desprecio por las élites de las regiones costeras. Aquí hay una oportunidad de contrarrestar esa queja, enviándoles a gente que vaya a escucharlos, a reconocer su situación y a proponer soluciones diferentes.

La tercera línea de acción, de largo plazo, requiere el retorno al poder de una coalición de centro-izquierda y la formulación de políticas mucho más consistentes y decisivas que las del pasado. Si la polarización económica y la desindustrialización son las raíces del malestar social que ha nutrido al nacional-populismo, entonces es necesario enfrentar esas causas. Si los empleos industriales no regresan, se puede al menos sustituirlos con un programa masivo de obra pública que renueve la infraestructura del país, financiado con mayores impuestos a las corporaciones y a los muy ricos.

Cuando los blancos con bachillerato puedan acceder a trabajos decentemente remunerados en la construcción o reciban recursos suficientes para iniciar su propia pequeña compañía, seguramente dejarán de lamerse las viejas heridas y de obsesionarse con los que se saltan la fila. Esos programas, asimismo, beneficiarán a los trabajadores negros que también sufren los efectos del recorte industrial. Al alarmismo de los economistas de derecha, que advierten que los mayores impuestos a las corporaciones reducirán el crecimiento, la respuesta es que la prioridad actual es la redistribución, no el crecimiento. Por años, el crecimiento sostenido ha beneficiado sobre todo a una pequeña élite. Los empleos bien pagados para los trabajadores desplazados y las oportunidades viables para la pequeña empresa estimularán el consumo masivo, lo cual redundará en un desarrollo económico duradero.

En su momento, el desencanto weberiano con el mundo y su visión de que la ciencia no puede conducir ni a Dios, ni al Arte ni a la Felicidad fueron recordatorios oportunos de la naturaleza desafiante de la ciencia como vocación. Sin embargo, el conocimiento científico puede tener consecuencias en el mundo real. Con el conocimiento de su tiempo, Weber buscó confrontar y aliviar las crisis sociales desatadas por el fin de la Primera Guerra Mundial en su propio país. Con el conocimiento que nosotros, como científicos sociales, tenemos sobre las fuentes de la crisis política que enfrentamos ahora, seguramente podremos tratar de seguir su ejemplo.

 

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