Gustavo Bueno, Comentario al §13 del “Discurso de Metafísica” de Leibniz

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Gustavo Bueno

Comentario al §13 del “Discurso de Metafísica” de Leibniz

I. Texto

Como la noción individual de cada persona encierra de una vez para todas lo que ocurrirá siempre, se ven en ella las pruebas “a priori” o razones de la verdad de cada acontecimiento, o por qué ha ocurrido uno con preferencia a otro. Pero estas verdades, aunque seguras, no dejan de ser contingentes, pues se fundan en el libre albedrío de Dios y de las criaturas, es cierto que su elección tiene siempre sus razones, pero inclinan sin necesitar.

Pero antes de pasar más adelante, hay que tratar de salvar una gran dificultad, que puede surgir de los fundamentos que hemos establecido más arriba. Hemos dicho que la noción de una sustancia individual encierra de una vez para siempre todo lo que puede ocurrirle jamás, y que considerando esta noción se puede ver todo lo que se podrá enunciar de ella con verdad, como podemos ver en la naturaleza del círculo todas las propiedades que se pueden deducir de ella. Pero parece que con esto se anulará la diferencia entre las verdades contingentes y necesarias; que la libertad humana no tendrá ya lugar alguno, y que una fatalidad absoluta imperará en todas nuestras acciones como en todo el resto de los acontecimientos del mundo. A lo cual respondo que hay que distinguir entre lo que es cierto y lo que es necesario; todo el mundo está de acuerdo en que los futuros contingentes son seguros, puesto que Dios los prevé, pero no se reconoce por eso que sean necesarios. Pero –se dirá– si alguna conclusión se puede deducir infaliblemente de una definición o noción, será necesaria. Y nosotros sostenemos que todo lo que ha de ocurrir a alguna persona está ya comprendido virtualmente en su naturaleza o noción, como las propiedades lo están en la noción de círculo. Así, la dificultad subsiste aún; para resolverla sólidamente digo que la conexión o consecución es de dos maneras: una es absolutamente necesaria; su contrario implica contradicción, y esta deducción se realiza en las verdades eternas, como son las de Geometría; la otra sólo es necesaria ex hypothesi, y por decirlo así, accidentalmente, y es contingente en sí misma cuando el contrario no implica [contradicción]. Y esta conexión no se funda en las ideas puras y en el simple entendimiento de Dios, sino también en sus decretos libres y en la continuidad del universo. Pongamos un ejemplo: Puesto que Julio César llegará a ser dictador perpetuo y dueño de la República y suprimirá la libertad de los romanos, esta acción está comprendida en su noción, pues suponemos que la naturaleza de tal noción perfecta de un sujeto es comprenderlo todo, a fin de que el predicado esté incluido en ella, ut possit inesse subjecto. Se podría decir que no tiene que cometer esa acción en virtud de esa noción o ideas, puesto que sólo le conviene porque Dios lo sabe todo. Pero se insistirá en que su naturaleza o forma responda a esa noción, y puesto que Dios le ha impuesto ese personaje, desde ese momento le es necesario satisfacer a él. Podría responder a esto por la instancia de los futuros contingentes, pues éstos no tienen aún ninguna realidad fuera del entendimiento y voluntad de Dios, y puesto que Dios les ha dado allí esa forma de antemano, será menester de todos modos que respondan a ella. Pero prefiero resolver las dificultades mejor que disculparlas con el ejemplo de otras dificultades semejantes, y lo que voy a decir servirá para explicar tanto una como otra. Ahora es, pues, cuando hay que aplicar la distinción de las conexiones, y digo que lo que sucede de conformidad con esas anticipaciones es seguro, pero no es necesario, y si alguien hiciera lo contrario no haría nada imposible en sí mismo, aunque sea imposible (ex hipothesi) que esto acontezca. Pues si algún hombre fuera capaz de concluir toda la demostración, en virtud de la cual podría probar esa conexión del sujeto, que es César, y del predicado, que es su empresa afortunada, haría ver, en efecto, que la futura dictadura de César tiene su fundamento en su noción o naturaleza, que se ve en ésta una razón de por qué resolvió pasar el Rubicón mejor que detenerse en él, y por qué ganó y no perdió la jornada de Farsalia, y que era razonable y, por consiguiente, seguro que esto ocurriera; pero no que es necesario en sí mismo ni que el contrario implique contradicción. Análogamente a como es razonable y seguro que Dios hará siempre lo mejor, aunque lo menos perfecto no implique [contradicción]. Pues se encontraría que esta demostración de ese predicado de César no es tan absoluta como las de los números o de la geometría, sino que supone la sucesión de las cosas que Dios ha escogido libremente, y que está fundada en el primer decreto libre de Dios, que establece hacer siempre lo que es más perfecto, y en el decreto que Dios ha dado (a continuación del primero) respecto a la naturaleza humana, que es que el hombre hará siempre –aunque libremente– lo que le parezca lo mejor. Pero toda verdad que está fundada en esta clase de decretos es contingente, aunque sea cierta; pues estos decretos no cambian la posibilidad de las cosas, y, como ya he dicho, aunque Dios escoja siempre seguramente lo mejor, esto no impide que lo menos perfecto sea y siga siendo posible en sí mismo, aunque no ocurra, pues no es su imposibilidad, sino su imperfección, quien hace rechazarlo. Y nada cuyo opuesto sea posible es necesario. Se podrá, pues, resolver esta clase de dificultades por grandes que parezcan (y, en efecto, no son menos apremiantes desde el punto de vista de todos los demás que han tratado alguna vez este tema) con tal de considerar, bien que de otro modo o bien (lo que es lo mismo) que tienen pruebas a priori de su verdad, que las hacen ciertas y que muestran que la conexión del sujeto y el predicado en estas proposiciones tiene su fundamento en la naturaleza de uno y otro, pero que no tienen demostraciones de necesidad, puesto que esas razones sólo están fundadas en el principio de la contingencia o de la existencia de las cosas; es decir, en lo que es o parece lo mejor entre varias cosas igualmente posibles, mientras que las verdades necesarias están fundadas en el principio de contradicción y en la posibilidad o imposibilidad de las esencias mismas, sin tener que ver en esto con la voluntad libre de Dios o de las criaturas.

II. Noticias generales sobre el texto que se va a comentar

El texto que vamos a comentar es el § núm. 13 del Discurso de Metafísica, de Leibniz.

Leibniz (1646-1716) es justamente considerado como uno de los pocos grandes espíritus enciclopédicos que hayan existido jamás. El descubrimiento del Cálculo Infinitesimal lo sitúa entre los máximos genios matemáticos; pero también fue eruditísimo historiador y jurisperito, y precursor de la Lógica simbólica. Para los alemanes, Leibniz ha sido el promotor de los estudios filosóficos modernos. Poseía un conocimiento profundo de la Escolástica (a través de Fonseca y Suárez, principalmente); pero su pensamiento filosófico se desarrolla a partir de los grandes problemas metafísicos que planteó Descartes y continuó Spinoza. Leibniz es el último gran representante del racionalismo barroco.

La producción filosófica de Leibniz se contiene en numerosas, pero breves obras –exceptuando a los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano y a la Teodicea– y en sus cartas (que pasan de 15.000). Ciertamente que todos estos escritos podrían considerarse como exposiciones diversas de un mismo pensamiento central, a saber: la teoría de las mónadas; de suerte que de cada obra de Leibniz podríamos decir lo que Leibniz mismo afirmaba de sus mónadas: que cada una reflejaba a todas las demás. El Discurso corrobora esta afirmación, y el párrafo del mismo que comentamos la redunda a su vez, en relación con la obra entera.

El Discurso de Metafísica, de hecho, constituye la primera “cristalización” del pensamiento metafísico original de Leibniz, según declara él mismo en una carta escrita años más tarde, en 1697. “Yo he comenzado muy joven a meditar; pero sólo hace aproximadamente doce años, me he encontrado satisfecho.” Leibniz, en efecto, profundamente identificado con la tradición escolástica –sobre todo, con su actitud teleológica– había sido vivamente impresionado “por la manera elegante de explicar la Naturaleza de un modo mecánico” de Descartes, y quiso conciliar ambas actitudes, aplicando a todo ser real, simultáneamente, la concepción teleológica –la doctrina de las causas finales– y la concepción mecanicista. Esto exigía superar el dualismo cartesiano de las Res cogitans y Res extensa, ya que, dentro de este dualismo, las categorías teleológicas y mecanicistas parecían referirse, separada y respectivamente, a estas sustancias, pero sin una unión interna y plena. A la superación del dualismo cartesiano le ayudó decisivamente el monismo de Spinoza, a quien había ido a visitar tras su estancia en París (1672-1676) y de quien al parecer consiguió la lectura de la Ética, cosa que Leibniz procuró ocultar siempre. En el Discurso de Metafísica, Leibniz logra, por primera vez, un sistema personal, basado en un reconocimiento pleno de la Sustancia individual, al estilo aristotélico, pero concebido según categorías muy afines a las de la sustancia espinosiana. Leibniz construyó un sistema pluralista, pero a base de unidades, cada una de las cuales se asemejan a la sustancia de Spinoza; proceso éste que guarda impresionante paralelismo con el que condujo a los sistemas pluralistas de Anaxágoras o Demócrito, en tanto que basados sobre infinitos elementos (homeomerías, átomos), pero concebidos de acuerdo con las propiedades del ser de Parménides. Las unidades sustanciales, de linaje espinosiano (pues ellas son autónomas, son causa o razón interna de sus propios actos, son apetito e intelecto a la par, son res extensa y res cogitans simultáneamente, desarrollan su esencia sin intervención del azar, inmanentemente, &c., &c.) habrían de ser designadas por Leibniz, más adelante (1696), con el nombre de mónadas, término que ya empleó Bruno, aunque Leibniz lo tomó probablemente de un alquimista coetáneo suyo: Van Helmont el Joven. Pero, si no el nombre, la idea de mónada está casi totalmente perfilada en este Discurso decisivo, y podemos servirnos de este tecnicismo como equivalente a la expresión “sustancia individual” que aparece en el texto comentado.

El Discurso de Metafísica, por su brevedad (37 párrafos), se acomoda a la costumbre barroca. Lo escribió Leibniz cuando contaba treinta y ocho años (es decir, probablemente hacia 1684), pero el manuscrito estuvo traspapelado en la Biblioteca de Hannover, donde lo descubrió Grotefend; de suerte que hasta 1846 (doscientos años después del nacimiento de Leibniz) no fue publicado, juntamente con la correspondencia que sostuvo con Arnauld y con el conde de Hesse-Rheinfels.

Leibniz había enviado el manuscrito de su Discurso a Arnauld; y en carta le incluía un resumen de cada uno de los párrafos de la obra, que hoy día suelen anteponerse a estos párrafos como epígrafes.

La correspondencia con su amigo Arnauld, el teólogo jansenista, es una de las fuentes más importantes para conocer el pensamiento de Leibniz. Según Bertrand Russell, es aquí donde se contiene el verdadero y más profundo pensamiento del genial filósofo alemán; pensamiento que sería esotérico, desconocido de sus contemporáneos y sucesores, debido a que Leibniz no se atrevió a publicarlo, y a fomentar su temor contribuyó Arnauld, que encontraba sus ideas demasiado opuestas e inadecuadas al común sentir del público. Lo que generalmente se conocería de Leibniz, el lado exotérico de su pensamiento, sería también lo más superficial; sería el Leibniz optimista y fantaseador, en contraposición de un Leibniz espinosista y atenido al más estricto rigor deductivo.

La opinión de Russell, entendida de un modo extremado, es muy discutible. Pero, en todo caso, el Discurso de Metafísica, y, dentro de él, el párrafo que comentamos, que refleja y contiene virtualmente la totalidad de la obra, debería considerarse, a la par, como un depósito de los aspectos esotéricos y exotéricos más profundos del pensamiento de Leibniz. Creemos que esta afirmación se desprenderá del estudio escrupuloso, aunque esquemático, que de nuestro párrafo intentamos hacer a continuación.

III. Análisis general del párrafo 13 del Discurso de Metafísica de Leibniz

Nuestro párrafo pretende solucionar la más grave dificultad que se opone a la teoría de las mónadas, en tanto que ésta implica la afirmación de que la sustancia individual encierra todo lo que puede ocurrir al sujeto. Esta tesis es un corolario del concepto de mónada, pues la mónada, como unidad intrínseca metafísica, contiene en su concepto todas las determinaciones y accidentes aparentemente sobrevenidos al sujeto, y vinculados, aparentemente de un modo extrínseco, al mismo. Si el sujeto individual es una mónada, entonces todo lo que puede ocurrirle al sujeto estará contenido en su concepto, internamente y, por tanto, de un modo analítico y necesario. Pero esta conclusión se opone terminantemente a la experiencia: si las personas (sujetos individuales) son mónadas, no puede afirmarse que el sujeto contiene internamente todo lo que va a ocurrirle, pues las personas son libres, y la libertad se opone a este riguroso determinismo implicado por la doctrina de un desenvolvimiento analítico y necesario de una esencia en sus actos y acontecimientos “internamente previstos”. ¿Cómo hacer compatible la teoría de las mónadas con la libertad humana y, en general, con el decurso libre, indeterminado, que la experiencia nos testimonia incesantemente? Leibniz, en este párrafo que comentamos, nos propone una solución basada en la distinción de dos tipos de necesidad, que podríamos llamar desde ahora, respectivamente, “necesidad geométrica” y “necesidad histórica”; con esta distinción, la teoría de las mónadas se prolonga insospechadamente. Podríamos considerar esta distinción adoptando por un momento el modo de hablar hegeliano –sucesor, por línea directa, de Leibniz– como la base para una síntesis fecunda, lograda gracias a la aplicación de una antítesis –la objeción empírica de la libertad– a una tesis primitiva: el teorema de la doctrina de las mónadas citado.

La estructura de nuestro párrafo queda, por consiguiente, reducida a estos elementos.

a) Una tesis: “La sustancia individual encierra todo lo que puede ocurrirle al sujeto.” Esta tesis es un corolario de la teoría de las mónadas, y constituye el eslabón entre el párrafo que comentamos y las precedentes partes del Discurso.

b) Una antítesis o dificultad a la tesis propuesta: “La tesis propuesta anula la distinción entre verdades necesarias y libres.”

c) Una solución a la dificultad, obtenida no por destrucción de ésta, sino por incorporación de la misma –es decir, del concepto de libertad– a la tesis –es decir, al concepto de enlace interno entre el sujeto y sus actos– para dar lugar a un concepto síntesis nuevo, que prolonga la teoría de las mónadas, y que consiste en la actualización, en el concepto de necesidad, de dos “modos” diferentes, que designaremos con los nombres de “necesidad geométrica” y “necesidad histórica”, respectivamente.

Procede ahora examinar sucesivamente cada uno de estos momentos del párrafo que comentamos.

A) “La sustancia individual encierra todo lo que puede ocurrir al sujeto.”

Esta proposición deriva del concepto de sustancia que Leibniz se forjó y a cuya construcción colaboraron decisivamente tanto Aristóteles como Spinoza, si bien Leibniz logró un resultado original. De Aristóteles le venía la idea de la sustancia individual (sustancia primera, proté ousía), y de Spinoza, la idea de la sustancia como ser completo, razón inmanente de todos sus actos, autónomo, y, en su contenido, de naturaleza energética, a la par vis appetitiva y vis cognoscitiva, y fuerza pura y activa.

Ahora bien: ¿En virtud de qué exigencias intelectuales se le aparece a Leibniz la necesidad de una idea de sustancia? Sospecho que en virtud de necesidades formales, es decir, relativas a la forma misma del proceso intelectual (entendido como proceso unificador), antes que de necesidades materiales; es decir, relativas a determinados contenidos del proceso intelectual.

Podría pensarse que la idea de sustancia no solamente es una categoría material del entendimiento (y a la condición de categoría material la reducen las definiciones de sustancia, como “ser in-se”, “sujeto de inhesión”, “vis agendi”, “sustrato que permanece en los cambios”, &c., &c.), sino, sobre todo, una categoría formal; hasta el punto de que las definiciones “materiales” de la idea de sustancia podrían ser consideradas como formas de verificación del concepto formal. Como tal categoría formal, la idea de sustancia es, sencillamente, una subclase de la idea de unidad; o, si se prefiere, una forma peculiar de estructura. La teoría de la sustancia, como tipo específico y categorial de unidad, está, ciertamente, sin desarrollar hasta el momento. Pero es Leibniz quien, precisamente, ha intuido en la sustancia su componente “formal”, y al servicio de este componente se han pensado las definiciones “materiales” de sustancia que pasan por ser típicamente leibnizianas (sobre todo, la sustancia como vis agendi, es decir, como Naturaleza, en la tercera de las acepciones de Boecio).

Que Leibniz ha reparado en lo que llamamos “componentes formales” del concepto de sustancia, como ingredientes principalísimos de la misma, es fácil de demostrar. La unidad es preocupación fundamental de Leibniz, según confiesa él mismo en carta a la Duquesa Sofía (4-XI-1696): “Mis meditaciones fundamentales giran sobre dos cosas: sobre la unidad y sobre la infinitud.” El mismo nombre de mónada significa “unidad”; y, muchas veces, en sus escritos, se encuentra la expresión “unidades reales” como equivalente a sustancia (v. g., Nuevo Sistema, §3). Pero, sobre todo, aparece esto claro cuando examinamos las razones por las cuales niega la dignidad sustancial a ciertos objetos, tales como los objetos extensos, en cuanto tales. Si los cuerpos extensos, en cuanto tales –viene a decir– no son sustancias, es porque no son seres dotados de verdadera unidad. “No concibo realidad alguna sin verdadera unidad; pero esta unidad no es posible en los cuerpos extensos como tales –[contra Descartes]–, ya que todo es indefinido por respecto a la extensión” (Carta a Arnauld, de 30-IV-1687). Debe advertirse que en esta expresión y otras muchas Leibniz niega, originariamente, a los cuerpos la condición de sustancias, no tanto por su inercia –en favor de un energetismo– cuanto por su falta de unidad, y la dispersión propia de la extensión, en la que unas partes están “fuera” de las otras. En el propio Discurso de Metafísica, §12, se encuentra formalmente este argumento. (De un modo atenuado puede advertirse un reflejo de este pensamiento en nuestro Balmes, quien, si no niega, sí rebaja la sustancialidad de los cuerpos, fundado en su imperfecta unidad. Léase la Filosofía Fundamental, Libro IX, capítulo IV, §18. Léase también el §11 del cap. III del mismo libro IX, donde niega la sustancialidad a la extensión por razones puramente “formales”: que la extensión no es unificante.) Recíprocamente, la categoría de sustancia, aplicada a la extensión, tiene como misión especial unificar las partes, enlazarlas continua y fluidamente y aclarar la misma cohesión de las partes materiales entre sí, según explica Teófilo en los Nuevos Ensayos (Libro II, cap. 23, §23).

Debe notarse que la concepción formal de la sustancia fue promovida, probablemente, por el empirismo inglés, en su crítica al concepto de sustancia. Locke y Hume, cuando someten a su análisis crítico la idea de sustancia, la reducen a un concepto estructural: la sustancia –dicen– es “colección” o “agregado” de sensaciones (Léase el Ensayo, de Locke, Lib. II, cap. 32, 19). Y es evidente que las nociones de “colección” o “agregado” son nociones “estructurales” –del tipo Unidad– y no “materiales” del tipo sustrato, o principio de acción. Parece, pues, que han sido los empiristas quienes nos han puesto en vía hacia el concepto de sustancia como categoría formal. Al intentar destruir el concepto tradicional de sustancia, llegaron a su componente formal, si bien lo formularon toscamente. Leibniz habría de ser quien tocase con mayor finura el concepto formal de sustancia, hasta el punto de que debería considerarse este concepto como el más originalmente leibniziano, por delante del concepto de sustancia como vis agendi, como se acostumbra generalmente. La vis agendi o fuerza es, ante todo, para Leibniz, un modo de hacerse concebible la aplicación de la unidad a los fenómenos extensos; algo así como el esquema trascendental –en términos kantianos– de la categoría formal de la sustancia. Ahora bien: sería un error interpretar “kantianamente” a Leibniz. La unidad sustancial no es para Leibniz, en modo alguno, una categoría meramente trascendental (en el sentido de Kant) o bien un quid superadditum a los fenómenos por el sujeto cognoscente (en el sentido del empirismo). La unidad sustancial es objetiva y tan real que puede considerarse como la misma vis representativa de las mónadas (Monadología, §14). Por la percepción o conocimiento, la mónada adquiere unidad. ¿Qué es, entonces, la vis agendi o fuerza? Leibniz se inclina a definirla sin salirse de los límites de la unidad, es decir, de la percepción: la vis agendi es vis appetitiva o apetito, el cual se concibe no como la energía que se proyecta sobre otros seres, sino sobre sí mismo determinando el tránsito de una percepción a otra, y, por tanto, procurándose la conquista de nuevas unidades.

El concepto leibniziano, formal, de sustancia está consagrado, pues, ante todo a la explicación de la unidad de los fenómenos. Como categoría formal, es el concepto que recoge en un género supremo los momentos unificantes de los objetos del conocimiento, antes que recoger momentos materiales, como son la sustentación o la actividad. La percepción nos ofrece el aspecto –subrayado por la crítica empirista–, de un conjunto de seres disgregados entre sí, despedazados y discontinuos, tanto en la simultaneidad de sus notas como en la sucesión temporal de las mismas. La función de la categoría sustancia estriba, ante todo, en ser vínculo sustancial entre las partes que constituyen el objeto.

La interpretación eminentemente estructuralista de la categoría sustancia permite comprender el parentesco tan estrecho, que, dentro del pensamiento leibniziano, existe entre la mónada –con respecto a sus determinaciones– y el sujeto lógico –con respecto a sus predicados. Este parentesco, muchas veces señalado, sería inexplicable o, en todo caso, insignificante, fuera de la concepción “formal” de la categoría sustancia. Dentro de la concepción formal de la sustancia, el paralelismo entre el campo lógico y el metafísico puede explicarse sencillamente como un isomorfismo fundado en la idea de Unidad.

Por último, y ésta es la conclusión a la que tiende esta parte del comentario, es la concepción formal, estructural, de la sustancia, la que conduce derechamente al corolario que comentamos: Que la sustancia individual encierra todo lo que puede ocurrir al sujeto. En efecto, la estirpe dialéctica de la unidad sustancial leibniziana prohíbe una “hipóstasis lógica” de la sustancia con respecto a sus determinaciones, ya que éstas no pueden en ningún caso ser abstraídas. La sustancia no es un quid distinto de los accidentes. En la doctrina clásica los accidentes sólo pueden existir en la sustancia (y así, sobrenaturalmente, pueden separarse. Léase Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 77, a. 1); pero la sustancia puede existir sin los accidentes (aunque el entendimiento humano no pueda concebirla directamente).

Pues bien: en la teoría dialéctica de la sustancia, la conexión y unidad entre sustancia y accidentes, por así decir, se ha llevado al límite: no solamente los accidentes no se distinguen ya de la sustancia (Descartes había enseñado esta doctrina), no pudiendo separarse de ella, sino que tampoco la sustancia puede concebirse separada de sus accidentes, hasta el punto de que la sustancia no es otra cosa sino la totalidad de los accidentes (esta consecuencia ha alcanzado plena conciencia en Hegel –Fenomenología del Espíritu, A, III– y, posteriormente, en el actualismo de Wundt o Gentile). La concepción de la sustancia como “totalidad” de los accidentes, es también propia del empirismo; pero el empirismo inglés entendió la idea de totalidad como colección (es decir, atomísticamente), y, además, negó el valor óntico a esta idea. En cambio, para Leibniz, la totalidad de los accidentes, además de estar pensada como una unidad no agregativa, posee una significación metafísica.

A la doctrina de la sustancia como “totalidad o unidad de los accidentes”, corresponde la doctrina del sujeto como “totalidad o unidad de los predicados”, típicamente leibniziana. Y esta doctrina lógica de Leibniz puede servir para aclarar la doctrina formal de la sustancia, isomorfa con la doctrina lógica. No es posible detenerse aquí en esta doctrina. Basta la referencia a la teoría leibniziana del juicio, que considera al predicado como factor del sujeto; y, ulteriormente, la teoría leibniziana de la demostración, como reducción de cualquier proposición a una verdad idéntica (demostrationem esse catenam definitionum, de que habla Leibniz en carta a Conring, 19-111-1678). Esta teoría es el más profundo fundamento de la interpretación analítica de todos los juicios. Para Leibniz, es cierto, no todos los juicios resultan analíticos (vérités de raison); pero, contra el postulado de claridad cartesiano, Leibniz cree que donde no cabe evidencia (analítica) debemos contentarnos con la probabilidad.

Muy pocos son los juicios analíticos que conocemos, debido a que la cadena de definiciones necesarias para enlazar el sujeto al predicado consta muchas veces de eslabones infinitos. Pero la genialidad de Leibniz es haber interpretado estas series infinitas como ordenadas objetivamente a un límite, que acaso el entendimiento humano desconoce, pero que, como se comprueba en matemáticas (precisamente en el cálculo infinitesimal), existe. Las verdades necesarias podrían compararse con los números conmensurables que tienen expresión exacta; las contingentes, con los inconmensurables, que sólo pueden expresarse por una serie infinita. Leibniz ha interpretado estas series infinitas que tienden a un número como correspondiente a los juicios que no son formalmente analíticos, es decir, las proposiciones que no son demostrables con la ayuda de un número finito de operaciones lógicas. Leibniz ha introducido un postulado de continuidad entre los juicios analíticos y los sintéticos, considerando a éstos como un caso particular de aquéllos; en honor a la verdad, debe decirse que Fermat había ya hecho una hazaña paralela, considerando la igualdad como una desigualdad infinitamente pequeña (ad- igualdad; por ejemplo, la que media entre los miembros de la siguiente expresión:

( 1 = 1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16 + 1/32 + 1/64 …).

Es, por otra parte, indiscutible que gracias a la hipótesis de un número infinito de predicados es legítimo, al menos lógicamente, postular la construcción de un sujeto individual, pues la agregación de un número finito de predicados (universales), jamás conduciría a un sujeto individual, según el viejo axioma: Universalia, quoqumque modo aggregentur, nunquam ex eis fiet singulare (Santo Tomás, Sent., d. 36, q. 1, art. 1). En todo caso, no debe tomarse como un axioma la tesis de que el sujeto individual sea equivalente al conjunto infinito de predicados; esta tesis es un simple postulado no contradictorio, que Leibniz introdujo, sin duda, por el deseo de ajustar sus doctrinas a la idea aristotélico-escolástica de la sustancia primera y, asimismo, a los datos de la apercepción (que nos dan lo real como individual y concreto). Este postulado podría considerarse como un reflejo del lema escolástico: individuum est ineffabile.

Adviértanse las consecuencias del postulado de Leibniz en orden al problema clásico sobre la posibilidad del conocimiento intelectual de los singulares (posibilidad que la escolástica tomista negaba, y la escolástica occamista y suarista defendía enérgicamente). Podría decirse que, para Leibniz, la sustancia primera es un universal en su estado-límite; por consiguiente, que puede también ser conocido intelectualmente en una situación límite (la del Entendimiento infinito).

Las consideraciones precedentes nos permiten comprender el fundamento leibniziano de la proposición que estamos comentando: “la sustancia individual encierra todo lo que puede ocurrir al sujeto”. Esta proposición, dentro del sistema leibniziano, es una simple tautología, y en modo alguno un postulado o un presentimiento místico. Si “todo aquello que puede ocurrirle al sujeto” se conceptúa como un predicado o como un accidente, entonces es evidente que, dentro de la teoría leibniziana de la sustancia, forma parte intrínseca de su comprensión.

B) “La tesis de que la sustancia individual encierra todo lo que puede ocurrir al sujeto es incompatible, al parecer, con la distinción entre verdades necesarias y contingentes, y, por tanto, con la libertad humana.”

Las incompatibilidades consignadas en este epígrafe presuponen estas hipótesis:

a) Que la verdad viene expresada en la forma de un juicio atributivo (S es P), de suerte que, cuando hablamos de verdad, sobrentendemos una atribución o inserción del predicado en el sujeto. Como habíamos concluido que todos los predicados son parte interna, “sustancial”, del sujeto, de aquí que, al parecer, sea inconcebible el concepto de una atribución (de una atribución verdadera) “no sustancial”, sino accidental y contingente.

Las cuestiones lógicas y metafísicas que plantea esta hipótesis serán eludidas en el presente comentario, en atención a la brevedad.

b) Que la persona humana, en cuanto sujeto de actos (libres) es una sustancia individual (mónada). Pues debe advertirse que una cosa es la teoría abstracta de la sustancia y otra la aplicación de esta teoría a la esfera de la realidad. Es en esta aplicación donde la doctrina de Leibniz encuentra mayores dificultades. Pues tal aplicación supone siempre una acotación, más o menos arbitraria, de una región del mundo perceptivo, erigiéndola en unidad ontológica. ¿En virtud de qué razones, por tanto, defendemos la legitimidad de la aplicación de la idea de mónada a la persona humana? Creo que jamás podríamos ofrecer unas razones cumplidamente demostrativas. En todo caso, en relación con esta pregunta, debe tenerse en cuenta que fue la experiencia de las personas humanas, la vivencia del desarrollo espiritual, la que impulsó a Leibniz a la concepción de su idea de sustancia (y en esto están conformes casi todos los exegetas. Véase, por ejemplo, Heimsoeth, La Metafísica moderna, pág. 87, Madrid, Rev. Occi., 1932). Hasta tal punto es esto cierto, que Leibniz aplicó las propiedades diferenciales de la persona, en su pampsiquismo, a todas las sustancias. Por esta razón tanto más paradójico resulta que sea precisamente la persona humana, inspiradora de la idea de mónada, el escollo que se alza a esta idea, por su libertad. Esta paradoja es resultado inmediato de la dificultad de conciliar estas dos propiedades de la persona humana: la continuidad y coherencia de su conducta y su libertad.

Debe tenerse presente, a fin de matizar históricamente el alcance de la dificultad comentada, que en el pensamiento coetáneo e inmediatamente anterior a la época de Leibniz, estaban vivas las polémicas sobre la conciliación de la libertad humana y la presciencia divina –Fonseca, Molina, Suárez, Spinoza, &c.– y que Leibniz trata ampliamente en su Teodicea. Para el punto de vista de Leibniz la presciencia divina equivale, según lo dice el propio Leibniz, casi literalmente, en el párrafo que comentamos, a la definición de la sustancia según sus infinitos atributos, y, por tanto, la incompatibilidad –aparente al menos– entre Presciencia y Libertad es un modo de expresar la incompatibilidad entre la teoría leibniziana de la definición y la libertad humana. De este modo, los dos “famosos laberintos” de que habla Leibniz en el prefacio de la Teodicea –la gran cuestión de lo libre y lo necesario, y la discusión de la continuidad y los indivisibles–se aproximan tanto que casi se confunden.

C) “La distinción entre necesidad geométrica e histórica como solución a la antítesis propuesta.”

En el párrafo que comentamos, Leibniz parece limitarse a deshacer la antítesis recurriendo a la idea escolástica de los futuros contingentes. Pero reitera la afirmación de que todo lo que le ocurre al sujeto está implícito en su definición, porque lo conoce prescientemente Dios; de suerte que pueden compararse los accidentes con las propiedades que dimanan del círculo. Hay siempre un nexo interno, analítico, entre el sujeto y sus propiedades (esenciales o accidentales). Pero distingue dos tipos de este nexo interno: a) Nexo necesario, absoluto. b) Nexo seguro, relativo. El nexo necesario lo pone Leibniz en relación con el orden de las esencias y con el entendimiento divino. El nexo relativo (ex hypothesi) lo pone en relación con el orden de la existencia y con la voluntad divina (decretos divinos). Pero Leibniz afirma que los acaecimientos contingentes también están contenidos analíticamente en el sujeto, si bien de un modo no necesario; por tanto, no incompatible con la libertad humana.

Ahora bien: la afirmación de Leibniz implica un nuevo concepto: el concepto de enlace analítico no necesario, concepto originalísimo que, en la Filosofía de Leibniz, desempeña una función muy parecida a la de los juicios sintéticos a priori en el pensamiento de Kant. Como Kant, Leibniz pretende resolver su problemática mediante la construcción de una estructura que contiene paradójicamente elementos inconciliables: el enlace interno (analítico) y la no necesidad (en Kant, el enlace a priori y su carácter sintético).

El concepto leibniziano de enlace interno (analítico), pero no necesario, es ciertamente un concepto original. Pudiera pensarse, en efecto, ante una lectura precipitada del párrafo comentado, que Leibniz intenta resolver su antítesis acogiéndose desesperadamente a una distinción que le ofrecía, ya acuñada, la Filosofía escolástica, a saber: la distinción entre el entendimiento y la voluntad divinos. También los escolásticos utilizaban esta distinción en la explicación de cuestiones afines o idénticas a la que Leibniz investiga. Es, por otra parte, casi seguro que Leibniz pensó inmediatamente en la distinción escolástica y la tomó como base cuando hubo de intentar la superación de la antítesis capital. Pero no es menos evidente que Leibniz no pudo aceptar la distinción escolástica tal como se le daba hecha, y hubo de amoldarla a sus exigencias mediante la introducción de un nuevo principio, el de razón suficiente, que en Leibniz tiene este sentido preciso (expuesto al final del párrafo que comentamos): que todas las proposiciones contingentes (es decir, todas las conexiones no necesarias de S y P) tienen razones para darse así más bien que de otro modo, y que estas razones se regulan por el principio del optimismo metafísico: el principio según el cual la voluntad divina apetece siempre lo mejor. Es fácil comprender que, por de pronto, el principio de razón suficiente está pensado para corregir el carácter puramente gratuito que la voluntad divina tenía según los escolásticos occamistas, sometiéndola a una regla que explique el enlace interno entre los sujetos y sus predicados. Esta regla es el principio de identidad, cuando se trata de verdades necesarias, y es el principio de razón suficiente cuando se trata de las verdades contingentes. El principio de razón suficiente, por tanto, carece de sentido fuera del sistema de Leibniz, o, cuando menos, adquiere un sentido enteramente distinto al que Leibniz le asignó.

Si admitimos, por tanto, la originalidad del concepto de “enlace analítico, pero no necesario” –regulado por el principio de razón suficiente– no podemos limitarnos, al comentar este pasaje del párrafo leibniziano, a compararlo reductivamente con la distinción escolástica citada, o con otras distinciones similares, sino que es inexcusable aclararlo con el pensamiento total de Leibniz, a fin de podernos prometer la comprensión de su más arcano significado.

Es indiscutible que con el principio de razón suficiente Leibniz pretendió rectificar dialécticamente la extrinsecidad de las conexiones de una Teología voluntarista (Occam, Hobbes). Pero es muy dudoso, y aun me atrevo a afirmar que es falso, que Leibniz incurriera en una rectificación tan enérgica que anulase el concepto de conexión contingente, reduciéndola a un caso particular de la conexión necesaria. Así ha opinado Bertrand Russell. Dice este sutil expositor de Leibniz que el principio de contradicción –y a fortiori, el principio de identidad– significa, en el pensamiento leibniziano, que todas las proposiciones analíticas son verdaderas; mientras que el principio de razón suficiente –recíproco del anterior– establecería que todas las proposiciones verdaderas son analíticas. Esta formulación del principio leibniziano de razón suficiente es muy ingeniosa, y además correcta, pero siempre que no se dé por supuesta la equivalencia entre el concepto de enlace analítico y enlace necesario. Si esta equivalencia se acepta, Leibniz sería un fiel espinosista: así lo interpreta Russell. Pero acaso sea más justo evitar esta interpretación si queremos ser fieles al pensamiento de Leibniz. La frase tantas veces repetida de que según Leibniz todos los juicios son analíticos para Dios, no significará que todos los juicios sean necesarios, sino que será preciso introducir, en el concepto de enlace analítico, la distinción entre lo necesario y lo contingente que comentamos. La noción de enlace analítico contingente o no necesario es, por lo pronto, un concepto intermedio entre los enlaces analíticos necesarios y los enlaces fortuitos o –en lenguaje kantiano– puramente sintéticos.

No es legítimo desviarnos en la interpretación del concepto de enlace analítico no necesario hacia alguno de los extremos referidos. El párrafo que comentamos nos indica varias ideas que debieran tomarse en cuenta en la definición de enlace analítico contingente, es decir, en la definición de la “necesidad histórica”. Son las siguientes:

a) La idea de existencia. El reino de la necesidad histórica es la existencia, y no la esencia, sede de la “necesidad geométrica”.

b) La voluntad divina. Mientras que los enlaces necesarios se fundan en el entendimiento divino, los enlaces históricos dimanan de los decretos de su voluntad.

Ahora bien: podemos reducir el primer par de conceptos (existencia-esencia) al segundo (voluntad-entendimiento), en lo que se refiere a la explicación de la distinción entre necesidad histórica y geométrica, debido a que el primer par sólo es significativo dentro de nuestra cuestión a través del segundo, y no por sí mismo. En efecto, la idea de existencia, por sí misma, no sirve para explicar el concepto de necesidad histórica, ya que, aunque lo histórico sólo se da en la existencia, no todo lo que se da en la existencia es histórico: según Leibniz, también los enlaces necesarios alcanzan el reino de la existencia, como demuestra, ante todo, la realidad del Ser divino.

Es preciso someter a un análisis, por tanto, la significación leibniziana del par de conceptos: Entendimiento-Voluntad divinos. La significación del Entendimiento divino es unívoca: el Entendimiento conoce lo analítico-necesario, como aquello cuya negación implica contradicción. Pero ¿qué significa la voluntad divina como fuente de la necesidad histórica?

Para Leibniz sólo puede significar que la Voluntad divina no procede, en sus elecciones, de un modo gratuito, arbitrario y absolutamente ajeno a toda regla racional. Que la voluntad divina está sujeta a un orden racional, aunque inaccesible al entendimiento humano: tal es el postulado, verdaderamente “panlogista”, de Leibniz.

La idea de que la voluntad divina está sometida a un orden no es una idea enteramente original de Leibniz, si bien Leibniz la interpretó de un modo peculiar, y, por cierto, peligrosamente cercano al panteísmo. Santo Tomás de Aquino había enseñado, con profunda sabiduría, que no es posible señalar una causa a la voluntad de Dios, si bien de aquí no puede seguirse que la voluntad divina sea irracional. Antes bien, siempre podemos conocer razones de la voluntad divina, si bien razones relativas a presupuestos previos cuyos motivos nos son, desde luego, inescrutables. Así –dice Santo Tomás en la Summa contra Gentiles, libro I, cap. 86– en el presupuesto de que Dios quiera una cosa, se sigue (ex hypothesi) que quiera también todo lo que se requiere para su ser, siendo evidente que lo que envuelve necesidad respecto de otra cosa se puede llamar razón de su existencia. Pero esta razón no es causa de la voluntad divina, como Leibniz sobrentiende. (Léase el artículo 5 de la q. XIX de la I Parte de la Summa Theologica.)

Asimismo, la idea de que la voluntad en general –y la voluntad divina en especial– se ajusta a un orden racional, pero diferente del orden de la razón humana, está también recogida en el concepto del ordre du coeur, de Pascal. (Pensamientos, núm. 477.) “El corazón (la voluntad, podríamos leer nosotros) tiene razones que la razón no comprende.” La filosofía escolástica señalaba la realidad de un conocimiento diferente del conocimiento especulativo, geométrico, y le asignaba hábitos especiales: sindéresis y prudencia.

Todas estas ideas sobre el “orden de la voluntad libre” influyen, sin duda, en Leibniz; pero no puede olvidarse nunca que la doctrina de la necesidad histórica (correlativa al orden de la voluntad divina) estaba llamada a desempeñar en el sistema de Leibniz una función característica, y, por tanto, debía de ser adaptada a las particulares exigencias sistemáticas. Estas exigencias se reducen a las siguientes: la explicación de un orden objetivo, de una razón del enlace objetivo entre el sujeto y sus predicados “históricos”. He aquí, en consecuencia, la interpretación que Leibniz se ve forzado a dar del viejo concepto del “orden de la voluntad divina”:

a) Ante todo, se apresurará a recoger el concepto que ya encontramos en Santo Tomás, de una inteligibilidad interna del proceso real del Universo: inteligibilidad fundada en la necesidad relativa (ex hypothesi) que unos sucesos guardan con los otros (v. gr., el paso del Rubicón y la República romana). Esta necesidad relativa, pero objetiva, evita la teoría de un mundo caótico, al modo del atomismo o empirismo, para los cuales los fenómenos se ordenan por mera yuxtaposición externa y fortuita. (Sobre el principio “todo lo inteligible es necesario”, véase Santo Tomás, Summa contra Gentiles, II, 55.)

b) Pero la necesidad objetiva, derivada de la doctrina anterior, no es suficiente a Leibniz, como se comprende de suyo. Según ella, hay necesidad en el tejido de medios a fines, pero éstos no aparecen justificados y, como cada medio es antes fin respecto de otro suceso, resultará que es el conjunto mismo el que carece de necesidad, y, por tanto, de inteligibilidad. Adviértase que, según esto, no es sólo la totalidad lo que aparece gratuito y sin justificar: es también cada parte en cuanto es, no ya medio, sino fin de las otras. En consecuencia, seguimos sin comprender la razón del enlace objetivo interno del sujeto y sus predicados “históricos”. Por esto Leibniz se ve constreñido a introducir el principio de razón suficiente, para explicar la aparición de los “fines”.

Supone Leibniz que la voluntad divina tiene una razón suficiente unívoca para elegir los fines, y esta razón será el fundamento del enlace analítico de los hechos históricos. Para explicar la naturaleza de esta razón suficiente, Leibniz recurre también a una vieja teoría, que Santo Tomás remonta a Platón (Quaest. Disp. De Potentia. Quaest. I, art. 5) y que fue largamente defendida por Malebranche (Conf. 9.ª sobre Metafísica): la teoría del “optimismo metafísico”. Esta teoría puede ponerse también en relación con el famoso crisocanon (regula aurea) aplicada, no ya al ser, sino al obrar divino. Leibniz defiende, pues, que la voluntad divina apetece siempre el fin más perfecto. De aquí que pueda añadir que la negación de lo real no implica contradicción, sino imperfección. Esta tesis, como es obvio, está obligada a plantearse, en primer término, el problema del mal, y de la Teodicea leibniziana podrían sacarse aclaraciones decisivas sobre el significado, en su sistema, del orden de la voluntad divina.

Mas ¿qué puede significar, en el sistema de Leibniz, el concepto de “lo más perfecto”? No podemos perder nunca de vista que este concepto está pensado para resolver un problema lógico y metafísico: el enlace analítico entre términos no unidos con “necesidad geométrica”. En consecuencia, este enlace debe ser objetivo y el concepto de “lo más perfecto” (lo “mejor”) debe considerarse como una categoría lógica de enlace, antes que como una categoría moral o estética. Sólo de este modo podremos comprender el párrafo de Leibniz que comentamos, siempre que adoptemos el criterio hermenéutico de Fichte: “Tocante ante todo a las obras científicas, el primer fin que debe perseguir su lectura es entenderlas y conocer históricamente la intención propia y verdadera del autor. A este fin es menester ponerse a la obra, no entregándose pasivamente al autor y dejándole que influya sobre uno como quieran el azar y la buena ventura, o haciéndose decir por él lo que él quiera decirnos, y pasando de largo y anotándolo; sino que, así como en la investigación de la naturaleza hay que someter ésta a las preguntas que le hace el experimentador y hay que forzarla a que no hable sin ton ni son, sino que responda a la pregunta hecha, de igual modo hay que someter al autor a un hábil y bien calculado experimento del lector” (Caracteres de la edad contemporánea, lección sexta: Apéndice sobre el arte de leer).

Algunos textos de Leibniz parecen sugerir que el principio de “lo mejor”, como principio objetivo, es explicado por medio del concepto de com posibilidad. Entre los infinitos posibles, no todos son “composibles” entre sí, y esta hipótesis tiene una larga tradición, que se remonta al concepto de Koinonia platónico. Leibniz parece haber imaginado una lucha darviniana por la existencia en el reino de los posibles, en la cual triunfa –es decir, llega a existir– automáticamente el mejor dotado, es a saber, la combinación de posibilidades “más fuerte” (véase Teodicea, §201). El problema de “lo mejor” queda así transformado en un problema matemático de máximos y mínimos, que podemos tratar, a nuestro modo, según el cálculo de probabilidades (léase en la obra fundamental de Couturat: La logique de Leibniz, capítulo VI).

La teoría de Leibniz tiene esta consecuencia inmediata: luego sólo lo que está siendo real es lo único composible en cada momento. Por donde llegamos a una posición muy próxima al empirismo más descarado y al fatalismo más exigente: la sustancia es el conjunto de los accidentes, y lo composible es el conjunto de las realidades. En cada momento sólo es composible un determinado estado del mundo, y por consiguiente, sólo es concebible un mundo –el más perfecto– como unidad del conjunto de los estados necesarios y fatales del mundo. Únicamente lo real es inteligible según la composibilidad; doctrina ésta muy próxima a la de Hegel: “La subsistencia del ser… es su devenir” (Fenomenología del espíritu, III, 3). Como lo real-contingente nos es accesible solamente por los sentidos, se infiere de la teoría de Leibniz, pese a su racionalismo a ultranza, que los sentidos son un caso particular de la razón, verdaderas “máquinas de integrar” las notas o perfecciones divinas que el entendimiento humano sería incapaz de componer a priori (véase Couturat, op. cit., pág. 256).

La teoría de Leibniz, ciertamente, explicaría metafísicamente la razón por la cual existen unas cosas más bien que otras: hay una razón objetiva –no subjetiva, derivada de una voluntad arbitraria– de los sucesos históricos. Pero no puede olvidarse que esa teoría tiene dos defectos tan profundos que nos obligan a considerarla, antes que como una teoría metafísica, como una pura fantasía construida para salvar, desesperadamente, el sistema. He aquí estos defectos:

1.° La teoría se basa en un postulado de incomposibilidad entre ciertas perfecciones en sí mismas posibles. Pero este postulado carece en absoluto de justificación dentro de los principios leibnizianos. ¿Por qué razón –podría preguntarse con el espíritu de Anaxágoras– la cualidad del negro no puede unirse a la nieve? El empirismo, o el atomismo, niegan que haya razón alguna; la incomposibilidad propiamente no existe. Pero el actualismo de Leibniz, antes expuesto, que defiende la identidad entre el sujeto y sus predicados, debería explicar la razón de la incompatibilidad. En lugar de esto se limita a postularla. Y este postulado es el que carece de razón suficiente: propiamente es una petición de principio. En la hipótesis actualista no puede señalarse razón para que se dé una agregación de predicados más bien que otra, aparte de la agregación misma. El propio Leibniz, en carta a la Duquesa Sofía (1680), afirma que todas las ideas simples, todas las perfecciones, son, en Dios, composibles entre sí. (Compárese esta hipótesis con la σφαῖρα νοητή de Plotino, Enneadas, VI, 5, 10.)

2.° La teoría de Leibniz, desde luego, destruye la libertad divina, y aproxima el concepto de Dios a la concepción panteísta. No solamente no existe la libertad, pese a las protestas del propio Leibniz, sino que ni siquiera puede concebirse el azar objetivo. Dentro del sistema de Leibniz, el azar se reduce a la armonía preestablecida. Supongamos una distinción entre azar subjetivo y azar objetivo. El primero, se funda en nuestra ignorancia, que constata correlaciones entre fenómenos aparentemente desvinculados, pero objetivamente enlazados por un nexo intrínseco. El azar objetivo podría definirse como el resultado de la interferencia de series objetivas de fenómenos cada uno de los cuales está rigurosamente determinado, pero dentro de su serie. Mas como Dios conoce la coordinación de estas series, el azar objetivo queda reducido a la ciencia divina, fundado no en la ignorancia humana, sino en la ciencia divina, la cual, como está regulada por un inexorable sistema de incompatibilidades objetivas (fatales, en el sentido clásico. Léase San Agustín, La Ciudad de Dios, lib. V y Santo Tomás, Summa Theologica, I, q. 116, a. 11), carece de libertad en esta ordenación o armonía preestablecida.

Por último, conviene tomar conciencia de cuál ha sido el camino que Leibniz ha seguido para elaborar esta teoría de “lo más perfecto”, como razón suficiente del devenir histórico y de la existencia en general. El camino no ha podido ser otro que la aproximación de la libertad a la necesidad y, por tanto, de la voluntad al entendimiento, y de la existencia a la esencia. Podemos dar como muy probable esta conclusión: puesto que lo inteligible es lo necesario, y la necesidad se vive únicamente en el mundo de las esencias, Leibniz, al intentar construir el concepto paradójico de “necesidad de lo histórico o libre” no ha podido seguir otro camino que tratar a la libertad, a la voluntad y a la existencia en términos tomados de la necesidad, del entendimiento y de la esencia.

a) El tratamiento de la libertad en términos de necesidad es evidente, y lo revela la misma expresión de “necesidad moral” (véase Teodicea, §349).

b) El tratamiento de la voluntad en términos del entendimiento, lo demuestra el concepto de ciencia de los futuros contingentes, ciencia que Dios posee de los decretos de su propia voluntad, tal como Leibniz la interpreta.

c) El tratamiento de la existencia en términos de la esencia, lo demuestra el postulado de no composibilidad, que hemos denunciado y que es fundamento de los incomposibles; postulado paralelo al de no contradicción, fundamento de los imposibles.

Ahora bien: estas aproximaciones, por cuanto no deben tomarse como identificaciones (en el sentido de Spinoza, cuando, por ejemplo, identifica la vis appetitiva y la vis cognoscitiva) y en cuanto no están justificadas en razones objetivas particulares, sino sólo en una razón técnica: la de desarrollar un sistema metafísico basado en una determinada doctrina de la sustancia, no tienen otro valor científico que el de simples postulados, ni más valor cognoscitivo que el de puras metáforas.

Podemos concluir definitivamente nuestro comentario afirmando que el sistema de Leibniz, aparte de las críticas que pueda sufrir desde el punto de vista de otros sistemas filosóficos, es un sistema incompleto dentro de sus propios programas.

IV. Importancia del texto comentado

Las ideas contenidas en el texto que comentamos poseen, dentro del sistema de Leibniz, una significación y alcance muy precisos, que las páginas precedentes han procurado poner de manifiesto. Pero muchas de estas ideas, tan plenas de significación, en función del sistema total leibniziano, poseen, por así decir, tal superabundancia significativa por sí mismas, que podremos descubrir fácilmente su presencia –acaso para ser refutadas– en los más diversos sistemas ideológicos. Me referiré aquí, únicamente, a dos pensamientos típicamente leibnizianos y que están contenidos en el párrafo comentado:

a) Todo lo que sucede tiene su razón suficiente, por mínimo e insignificante que nos parezca, y forma parte, en último extremo, del contexto universal.

b) Todo lo que le sucede al sujeto está contenido en su propia esencia y puede considerarse como un desarrollo o despliegue del tesoro de virtualidades intrínsecas y, por sí mismas, dinámicas y significativas.

En el sistema de Leibniz, el primer pensamiento se reduce al segundo, que constituye por ello una precisación de la estructura del acontecer, en el cual nada sucede en vano, en términos del desarrollo de las mónadas. Sin embargo, estos pensamientos pueden ser vividos con relativa independencia, y, por su generalidad y naturaleza, pueden considerarse como hipótesis categoriales, ante las cuales debe tomar posición toda actitud intelectual filosófica y científica. Lo que sigue se propone mostrar, por medio de ejemplos, la justeza de esta afirmación.

A) El primer pensamiento, especialmente en la forma del optimismo que popularizó Wolf, impresionó vivamente a los espíritus cultivados del siglo XVIII. Recuérdese el Essay on Man, de Pope. Todo lo que sucede, por incomprensible que nos parezca, no podría suceder de otro modo sin alterar el orden y armonía general:

All Nature is but Art, unknown to thee;
All Chance, direction, which thou canst not see;
All discord, harmony not understood;
All partial evil, universal Good;
And, spite of Pride, in erring Reason's spite,
One truth is clear: whatever is, is right.

Cierto que el espíritu optimista no duró mucho, al menos de un modo uniforme, y Voltaire contribuyó de un modo decisivo a desprestigiarlo. Frente a la idea de que todo sucede de la mejor manera posible, Voltaire presentaba la noticia reciente (1755) del terremoto de Lisboa: “Dios mío –decía por boca de Cándido–, si éste es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros?” Frente a la idea de que todo, aun lo más absoluto, está lleno de significación como elemento integrante del orden universal, Voltaire presentaba una conocida fantasía sobre la influencia del pie izquierdo de un brahmán en los destinos de Europa y del mundo. (Léase el cap. 3 del lib. I, Tercera parte de la obra de Paul Hazard: El pensamiento europeo en el siglo XVIII.)

B) El segundo pensamiento expone la hipótesis de la inmanencia, según la cual todo lo que sucede al sujeto es despliegue de virtualidades interiores. Este principio, aplicado al orden de los conceptos, estaba muy próximo al idealismo. Los objetos exteriores no influyen directamente en el orden de las ideas, que discurren por una legalidad interna y sólo por la armonía preestablecida están acordes con la realidad. Esta hipótesis preparó los sistemas del idealismo alemán y, en último extremo, el solipsismo.

La categoría de la inmanencia del desarrollo de la sustancia individual, aplicada no ya sólo al orden de los conceptos intelectuales, sino al conjunto de la vida biológica o psíquica, ha dado lugar a teorías exageradas, que han combatido siempre con las teorías pensadas según las categorías opuestas. Para referirme a ejemplos recientes, citaré, en Biología, la discusión acerca de la influencia del medio en el desarrollo de los seres vivientes. Para unos, que toman a Lamarck como patrono, las influencias exteriores serían las determinantes de la evolución y morfología del ser vivo. Para otros, en cambio, el desarrollo de los seres vivientes estaría fundado en un ritmo inmanente y “leibniziano”, y tanto las leyes de Mendel como las teorías de Weismann confirmarían esta hipótesis. La discusión ha llegado muchas veces a extremos ridículos (véase J. Huxley: La génétique soviétique et la science mondiale, París, Stock, 1950). Pero debe tenerse presente que, en esta discusión, antes que doctrinas biológicas, combaten categorías metafísicas generales (la inmanencia o no inmanencia del desarrollo), una de las cuales hemos visto expuesta por Leibniz con la máxima pureza.

En la llamada “Patología psicosomática”, la categoría de la inmanencia desempeña un papel directivo principal. “Hace unos cuantos años, antes de la guerra, se hablaba mucho de Patología de la persona. Y se decía también que la persona era un destino, implicando con ello que en el plasma germinal estaba, en cierto modo, predeterminada –por las características individuales, las posibilidades evolutivas, reactivas, &c.– la futura esclerosis coronaria, la diabetes o el ictus apoplético” (J. Rof Carballo: El hombre a prueba, pág. 24).

En la esfera psicológica, la categoría de la inmanencia del desarrollo ha presidido tiránicamente las concepciones de Freud y de sus discípulos, en especial de Szondi. El determinismo psicológico, que los psicoanalistas remontan a la infancia (Freud) o a las tendencias instintivas (Triebstrebungen) de los genes (Szondi), propende a reducir la historia psíquica de los individuos a un desarrollo de la mecánica interior de los instintos, preparada totalmente en las situaciones pretéritas. “Todo estado presente de una sustancia simple es naturalmente consecuencia de su estado anterior, de tal suerte que el presente está preñado de porvenir” (Monadologia, 22).

Gustavo Bueno Martínez  
Catedrático del Instituto de Salamanca.