De inventione es una obra de juventud (h. 84 a. C.) sobre oratoria. Cicerón defiende
en ella la relación entre elocuencia y sabiduría, y subraya la necesidad de que el
orador posea una preparación global, en las más diversas materias. Explica cómo
debe elegirse y prepararse el tema de un discurso, cómo hay que estructurarlo, y
cómo debe tratarse cada una de las diversas partes. En suma, es un tratado de retórica
con una finalidad eminentemente práctica: ofrece los materiales para desenvolverse
con acierto en retórica y oratoria.
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Marco Tulio Cicerón
La invención retórica
Biblioteca Clásica Gredos - 245
ePub r1.0
Titivillus 19.04.2019
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Título original: De inventione
Marco Tulio Cicerón, 84 a. C.
Traducción: Salvador Núñez
Diseño de cubierta: Piolin
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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INTRODUCCIÓN
1. LA FORMACIÓN RETÓRICA DE CICERÓN
La primera obra conservada de Cicerón, un juvenil tratado de retórica al que la
tradición conoce con el nombre de De inuentione o De inuentione rhetorica, es
contemporánea de la Retórica a Herenio, con la que comparte numerosos rasgos y,
como ella, atestigua los esfuerzos de los romanos por hacer propia la teoría retórica
helenística a finales del siglo II y principios del I. Aunque los datos que poseemos
sobre esta obra son más abundantes que en el caso de la Retórica a Herenio,
cuestiones como la fecha en que fue escrita, las fuentes de las que se sirvió para su
redacción, las razones por las que la obra quedó sin terminar y su relación tanto con
la retórica de la época como con el resto de la producción retórica de Cicerón quedan
aún sin resolver.
La idea de redactar un ambicioso tratado retórico, del que sólo llegó a escribir los
dos primeros libros dedicados a la inuentio, procede probablemente de la época en
que recibía las enseñanzas directas del orador Marco Craso y de los maestros que éste
empleaba en su casa, cuando Cicerón contaba entre quince y dieciocho años[1], época
en que también conoció al otro gran orador del momento, Marco Antonio (De orat. I
21, 97). Posiblemente fue en casa de este último donde conoció al rétor ateniense
Menedemo, que visitó Roma el año 92 y a cuya influencia se debe el entusiasmo de
Cicerón por Demóstenes (De orat. I 19, 88). De esta época procede también la
relación de Cicerón con Elio Estilón, un entusiasta estoico, gran conocedor de las
letras latinas y estudioso de la gramática y las antigüedades romanas aunque orador
mediocre y cuya influencia sobre el joven Cicerón debió de ser notable (Brut. 56,
206-7). Entre los que también acudían a casa de Antonio o Craso se encontraban
jóvenes como Publio Sulpicio Rufo, el futuro tribuno revolucionario, M. Livio Druso,
C. Aurelio Cota, L. Elio Tuberón o M. Varrón, el gran polígrafo de la literatura
romana. Más difícil es saber si Cicerón asistió o no a la escuela de retórica abierta por
L. Plocio Gallo, el primer rétor que enseñó retórica en latín. Aunque siempre
mantuvo un elocuente silencio sobre esta escuela, de orientación marcadamente
filopopular, Suetonio (De gramm. 2) ha conservado un fragmento de una carta de
Cicerón en la que éste se lamentaba por haber sido apartado de ella por consejo de
personas muy doctas, en referencia probablemente a Craso o Antonio. En cualquier
caso, no deja de ser significativo que a este periodo de su vida haya sido adscrita la
concepción y redacción de La invención retórica, una obra que en opinión de muchos
está muy próxima a la enseñanza y las ideas de los rhetores Latini[2].
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Mientras continuaba su educación retórica, a principios del 89 comenzó a asistir
también a casa de Q. Mucio Escévola, el Augur, el más célebre jurisconsulto de la
época (Brut. 26, 102), y a su muerte, el año 87, pasó a la de su sobrino, Q. Mucio
Escévola, el Pontífice. Los discursos que hizo posteriormente en causas civiles
muestran un tratamiento experto de cuestiones jurídicas bastante complejas y con el
tiempo la experiencia y aplicación le enseñaron lo suficiente como para permitirle
componer un tratado sobre derecho civil[3]. De hecho, Cicerón presenta en La
invención retórica (II 22, 65 ss. y 53, 160 ss.) un tratamiento bastante pormenorizado
de las fuentes del derecho que debe mucho a las discusiones entre jurisconsultos y
rétores de la generación inmediatamente anterior a la suya.
La agitada década de los años 80 se inicia con el estallido del bellum sociale entre
Roma y sus confederados itálicos (91-88) y, tras diversos periodos de agitación
revolucionaria y dos guerras civiles, interrumpidos por breves intermedios de paz,
termina con la restauración de Sila el año 83 y las primeras intervenciones
profesionales del orador[4]. La guerra entre Roma y sus confederados itálicos provocó
la suspensión de la actividad de los tribunales, con la excepción del que investigaba a
los seguidores del tribuno M. Livio Druso sobre la base de la lex Varia. Craso había
muerto ese mismo año y Marco Antonio, acusado de maiestate ante ese mismo
tribunal, fue absuelto en un agitado proceso (Tusc. II 24, 57). La misma persecución
corrieron el princeps senatus, M. Emilio Scauro o C. Aurelio Cota (Brut. 89, 305).
Ausentes de Roma estaban oradores como P. Sulpicio Rufo, el político popular,
entonces legado en el ejército; Hortensio, también en el servicio militar; o el tribuno
de la plebe C. Curión. Terminada la guerra social, y tras la partida de Sila hacia Asia,
Cina y Mario toman el poder en Roma y proceden a una represión sistemática de sus
enemigos. Entre los asesinados se encontraban muchos de los conocidos de Cicerón:
el cónsul Cn. Octavio, C. Julio César Estrabón, Quinto Catulo y Marco Antonio (De
orat. III 3, 10). La victoria de los partidarios de Mario proporcionó un breve
paréntesis de tres años de tranquilidad (Brut. 89, 306). Es probable que las simpatías
de Cicerón en este periodo estuvieran de parte de los populares, particularmente hacia
Mario, su compatriota y pariente al que algunos años después celebraría en un poema
épico.
Por esa época llegó a Roma Filón de Larisa, el jefe de la Academia platónica, que
huía de Atenas, dominada por Mitrídates, y cuyas lecciones siguió con verdadero
entusiasmo (Brut. 89, 306). No era éste, sin embargo, el primer contacto de Cicerón
con las cuestiones filosóficas. Todavía niño (Ad fam. XIII 1, 4), había recibido las
lecciones de Fedro, un conocido epicúreo, su primer maestro de filosofía; y con su
amigo Pomponio, el futuro Ático, había acudido también a las lecciones de otro
epicúreo, Zenón (De nat. deo. I 33, 93). Más adelante Cicerón rechazó
completamente el epicureísmo, que le parecía dogmático, autoritario, pernicioso y
excesivamente desinteresado de la política (De orat. III 17, 63)[5]. Más interesantes le
debieron de resultar el eclecticismo y probabilismo de la nueva Academia
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representada por Filón, cuya doctrina epistemológica recogería años más tarde en sus
Academica. Ese mismo año 87 Cicerón conoció al hombre que debía ejercer en los
años sucesivos una enorme influencia en su formación como orador, el rétor rodio
Apolonio Molón, que por aquel tiempo estuvo en Roma (Brut. 89, 307)[6].
Este periodo de paz, que Cicerón dedicó intensamente al estudio (Brut. 90, 308),
fue interrumpido por el desembarco de Sila en Brindisi en la primavera del año 83
que dio paso a una nueva guerra civil. La derrota de los partidarios de Mario abrió a
Sila las puertas de Roma, donde inició una sangrienta represión en la que, entre otros,
murieron asesinados el maestro de derecho de Cicerón, Mucio Escévola, y el tribuno
Sulpicio, de cuya muerte se encuentran ecos en la Retórica a Herenio. También este
periodo lo pasó Cicerón dedicado al estudio. A la vez que frecuentaba el foro, se
preparaba intensamente para su comienzo como orador. Su amigo Pomponio Ático
había partido el año 86 hacia Atenas, pero con Marco Pisón y Quinto Pompeyo, el
futuro Bitínico, no había día en que no hiciese ejercicios retóricos de declamación,
algunas veces en latín, pero por lo general en griego (Brut. 90, 310). No es
improbable, como se ha sugerido, que estas declamaciones estén relacionadas con los
exempla latinos y griegos que se encuentran en La invención retórica. Con no menos
apasionamiento continuó sus estudios filosóficos, especialmente con el filósofo
estoico Diodoto (Brut. 90, 309), que tuvo probablemente una enorme influencia sobre
la orientación filosófica de Cicerón. También de este relativamente tranquilo
momento de la historia de Roma proceden los primeros trabajos literarios de Cicerón:
Alción, un poema de corte alejandrino; una traducción en verso de los Fenómenos de
Arato; un panegírico de su gran compatriota y familiar, Mario; la traducción del
Económico de Jenofonte; y, por último, la redacción de un manual de retórica que
hubiera debido comprender toda la teoría de la elocuencia, estos libri rhetorici, de los
que sin embargo sólo llegó a terminar los dos primeros sobre la invención.
Fue también en esta época cuando Cicerón empezó su actividad forense (Brut. 90,
311). Tras su primera causa, de derecho privado, el Pro Quinctio, su verdadero
comienzo en la escena romana fue el discurso en defensa de Roscio de Ameria el año
81. Una vez más parece que se benefició de las enseñanzas de Molón, que había
vuelto a Roma como embajador rodio. Al año siguiente, Cicerón inició un
prolongado viaje por Grecia y Asia menor. En Asia, el territorio propio de la oratoria
asiana, trató a los rétores Menipo, Dionisio, Esquilo y Jenocles, todos de tendencia
asiana. Antes estuvo en Atenas, donde visitó a Antíoco, el sucesor de Filón como jefe
de la Academia. También visitó en Rodas a Molón y al famoso filósofo estoico
Posidonio[7]. Con este viaje a Asia termina la parte inicial de su formación, en la cual
se inscribe la redacción de esta obra.
Como puede comprobarse, la formación retórica y las influencias filosóficas que
recibió Cicerón fueron muy variadas; de hecho, con la excepción de la filosofía
epicúrea, es fácil comprobar en este tratado retórico la presencia de todas las
tendencias e influencias mencionadas. Directa o indirectamente entró en contacto con
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los mejores oradores romanos de la época y los más famosos rétores y filósofos
griegos que acudieron a Roma durante esos años: estoicos y académicos,
peripatéticos y epicúreos, asianistas y rodios, oradores que desdeñaban la enseñanza
en griego y oradores que la defendían, maestros de tesis filosóficas y de ejercicios
declamatorios, juristas y políticos. Evidentemente, la educación de un joven con esta
formación debía de ser bastante ecléctica, con la impronta del último maestro que
hubiera conocido; no es de extrañar, por tanto, que en La invención retórica se hayan
encontrado influencias de todo tipo. Y aunque no los menciona, es muy probable que
estuviera influido, en mayor medida de lo que él admitirá después, por su
aproximación a los rhetores Latini y a la eloquentia popularis desarrollada en Roma
desde la época de los Graco[8].
2. «LA INVENCIÓN RETÓRICA»
Cuando Cicerón se puso a la tarea de redactar el ambicioso tratado que iba a ser
La invención retórica, intentó reflejar el estado de los conocimientos retóricos de la
época conservando una cierta independencia frente a las fuentes griegas y procurando
adaptar los contenidos a la realidad social y cultural romana. Aunque había planeado
discutir las cinco partes de la retórica, es un estudio de la inuentio sola, esto es, de los
varios tipos de causas y argumentos que deben usarse en cada ocasión. Al contrario
que la Retórica a Herenio, las introducciones de ambos libros analizan también
ciertos principios generales sobre la naturaleza e historia de la retórica. Más
interesante aún es el hecho de que ya en esta primera obra el autor muestra un
marcado interés por los estudios filosóficos, cuyas enseñanzas intentará llevar a la
doctrina retórica. Así, es evidente que Cicerón se esfuerza por dar algo más que los
manuales tradicionales de retórica cuando define su posición respecto a cuestiones
teóricas generales como la relación entre filosofía y retórica, el origen de ésta y su
función en la sociedad o la conveniencia de distinguir entre la buena y la mala
elocuencia. Siguiendo sin duda a Filón, que había reintroducido el estudio de la
elocuencia en el programa de la Academia, Cicerón asigna a la retórica una función
subordinada con respecto a la filosofía, moderatrix omnium rerum (I 4, 5),
concepción que constituirá uno de los rasgos más característicos de su doctrina sobre
la elocuencia; también se encuentran huellas del escepticismo y probabilismo de la
Academia en la introducción del libro segundo (II 3, 10). Pero en la obra no sólo es
visible el influjo de Filón. Como veremos más adelante, se ha querido ver en ella el
reflejo de ciertas opiniones del estoico Posidonio; en cualquier caso el influjo del
estoicismo es particularmente importante en determinadas partes de su obra. Es
evidente también un buen conocimiento de la tradición peripatética, al menos
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secundario, tal como ésta había sido recogida y divulgada en la teoría retórica
helenística.
El testimonio directo más importante en torno a La invención retórica lo ofrece el
mismo Cicerón. El año 55, en la dedicatoria a su hermano Quinto de su gran tratado
retórico De oratore, afirma que uno de los motivos que le habían inducido a escribir
ese diálogo fue que los ensayos de su primera juventud, «esbozos todavía
incompletos y toscos, escapados de sus cuadernos de apuntes escolares, eran poco
dignos de su edad y de la experiencia que había adquirido a lo largo de su vida con la
práctica forense» (De orat. I 2, 5). A partir de estas palabras, referidas muy
probablemente a La invención retórica, muchos han sostenido la tesis de que esta
obra no sería sino la redacción por escrito de los apuntes escolares (commentarioli)
que el joven Cicerón tomó a sus maestros griegos en torno a los años 91-89, cuando
contaba entre 15 y 17 años (puer aut adulescentulus), y que su carácter de esbozos
toscos (incohata ac rudia), indignos de la situación personal del orador el año 55,
habría sido efectivamente uno de los motivos que le indujeron a redactar su gran
diálogo De oratore, que en cierto sentido podría ser considerado como el sustituto de
esta obra juvenil[9].
También Quintiliano (III 6, 58), probablemente recordando las mencionadas
palabras de Cicerón, se refiere ocasionalmente a estos libros, a los que consideraba
una obra inmadura y juvenil. Ya en época más reciente se ha insistido también en los
defectos e incoherencias presentes en La invención retórica, una obra que sería
demasiado prolija, poco práctica y poco romana, contradictoria y repetitiva, en la que
Cicerón habría mostrado una excesiva simpatía por la dialéctica y se habría detenido
en cuestiones irrelevantes para la teoría retórica[10], hasta llegar a la tesis de F. Marx
de que La invención retórica no sería sino la traducción al latín de las lecciones de
alguno de los maestros griegos empleados en casa de Craso tal como las habría ido
dictando a los alumnos que allí recibían enseñanzas. A este material Cicerón habría
añadido posteriormente aquellas partes, como los proemios, que evidentemente no
pueden proceder de esas lecciones, de la misma forma en que años después
reconocerá haber hecho con algunas otras de sus obras[11].
La impresión que provoca el tratado retórico no coincide, sin embargo, con este
juicio. Por un lado, no es absolutamente seguro que las citadas palabras de Cicerón se
refieran expresamente a La invención retórica, que en modo alguno puede
considerarse un commentariolus. Es cierto que al carecer aún de toda experiencia de
la vida práctica, Cicerón sólo había podido recoger una enseñanza teórica de tipo
escolar. Aunque las fuentes directas de este tratado son en su mayoría desconocidas,
Cicerón debió de utilizar una amplia y variada producción retórica griega, porque si
bien sigue en muchos puntos fielmente la doctrina de Hermágoras, en otros muchos
casos polemiza con él. Puesto que es poco probable que Cicerón llegara a conocer la
Rétorica a Herenio[12], escrita verosímilmente por esa misma fecha y con la que
coincide tanto en la terminología como en muchos aspectos de la doctrina, es posible
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que esas coincidencias se deban al hecho de que ambos autores usaran una misma
fuente o estudiaran en un mismo ambiente; de hecho, Cicerón en muchas ocasiones
corrige y completa los puntos de vista del desconocido autor. En todo caso, aun
reconociendo los defectos que todo trabajo primerizo comporta, no es menos cierto
que la obra presenta notables cualidades y que no merece una valoración tan negativa
como la que sobre ella expresó el propio Cicerón[13]. Es preferible, por lo tanto, creer
a Cicerón cuando dice que su objetivo con esta obra fue recoger las enseñanzas de los
rétores más importantes de su época, a muchos de los cuales menciona
explícitamente. Para ello, Cicerón habría reunido todo el material retórico que pudo
encontrar y, tras estudiarlo y analizarlo a fondo, adoptó lo que le pareció mejor de
cada autor, añadiendo incluso sus opiniones personales en aquellos puntos en que no
se mostraba de acuerdo con la tradición.
La fecha de redacción
Tan discutida como las características de la obra es la fecha de su redacción. De
aceptar literalmente el testimonio de Cicerón, que dice haberlos escrito siendo puer
aut adulescentulus, esto supondría que los commentarioli a los que se refiere el De
oratore habrían sido escritos en torno al 91, cuando el futuro orador contaba entre 15
y 17 años, e implicaría que la teoría retórica contenida en esta obra derivaría en su
mayor parte de los maestros existentes en casa de Craso. Ya hemos hecho referencia a
la costumbre de los escritores antiguos de no mencionar en sus escritos a autores
vivos[14]. Cuando Cicerón recuerda en I 4, 5 a los oradores más distinguidos por su
elocuencia y virtud sólo cita a Catón, Lelio, Escipión el joven y los Gracos; en un
contexto similar, el auctor ad Herennium (IV 4, 7) había añadido a esos mismos
oradores los nombres de Galba, Porcina, Craso y Antonio; de todos éstos, el último
en morir había sido Antonio, ejecutado por los partidarios de Mario el año 87.
Cicerón menciona en II 37, 111 el consulado de Craso del año 94, fallecido el 91, y
en II 42, 122 se refiere, aunque sin mencionarla explícitamente, a la famosa causa
Curiana, en la que este orador había actuado como abogado de una de las partes. Por
otro lado, en todo el tratado no hay referencia alguna a Antonio. Por consiguiente,
podría concluirse que la obra habría sido escrita antes del 87, en una fecha en que
Antonio estaba todavía vivo. Si la redacción de la obra fuera realmente anterior al año
91, como las palabras de Cicerón en el De oratore parecen implicar, las referencias a
Craso significarían que Cicerón habría completado el texto una vez muerto éste, en
tanto que la ausencia de referencias a Antonio situaría la obra antes del 87. De
acuerdo con esto, para los partidarios de la datación alta, el tono y las doctrinas
contenidas en la obra pertenecerían por completo al final de los años 90 y sería
efectivamente una obra escrita entre el paso de la pueritia a la adulescentia[15].
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Además, y al contrario de lo que ocurre en la Retórica a Herenio, la ausencia en
esta obra de alusiones a la realidad histórica y social más inmediata, en particular a la
guerra social entre Roma y sus confederados itálicos o a la guerra civil entre Mario y
Sila, vendría a corroborar la conclusión de Marx de que el autor habría recopilado
antes del año 91 sus apuntes de clase, a los que habría añadido, en un momento
indeterminado, pero en cualquier caso bastante posterior, los proemios y todas
aquellas partes que no pueden ser en absoluto obra de un muchacho. En esta misma
línea, sugiere Kennedy[16] que probablemente Cicerón continuó trabajando en su
tratado hasta que tuvo que interrumpirlo bien para cumplir el servicio militar, bien
cuando otros estudios como los jurídicos con Escévola o los filosóficos con Filón lo
alejaron definitivamente de su incompleto tratado.
Naturalmente, cabe también la posibilidad de que Cicerón hubiera escrito esta
obra más adelante, sirviéndose de los cuadernos de notas juveniles que le habrían
servido como base para la redacción definitiva. Y si bien es cierto que La invención
retórica contiene escasas alusiones a acontecimientos contemporáneos[17] y no
incluye referencias de actualidad, presenta sin embargo características que la
distancian considerablemente de las que le atribuye Marx en su análisis. Ya hemos
mencionado la notable influencia de diferentes doctrinas filosóficas, influencias que
no comenzaron hasta que Cicerón tuvo más de veinte años y hubo seguido las
lecciones de Fedro, Filón y Diodoto. Por otra parte, una fecha tan temprana como la
propuesta por Marx haría de la obra un trabajo realmente precoz, lo cual, sin ser
incompatible con lo que sabemos de otros escritores en la Antigüedad, es poco
verosímil. Ya hemos señalado también su interés en la época en que redacta el De
oratore por alejar de su vida toda actividad pasada que pudiera parecer poco
apropiada a sus nuevas relaciones políticas optimates. Una obra como La invención
retórica, que por su doctrina e intenciones puede incluirse plenamente en la corriente
de los rhetores Latini y que sigue el modelo de un Antonio antes que el de un Craso,
poco podía agradar a sus compañeros políticos del 45.
Por otra parte, los años en que se situaría la redacción definitiva de la obra, entre
el 88 y el 87, fueron demasiado agitados como para que Cicerón tuviera tranquilidad
y tiempo suficiente para dedicarlo a la redacción del manual. Por el contrario, entre el
86 y el 83 Roma conoció un periodo de tranquilidad que Cicerón dedicó plenamente
al estudio y en el cual encontraría lógico la redacción de este ambicioso tratado. En
cuanto a la ausencia de referencias contemporáneas, es posible que se deba tanto a la
natural prudencia de Cicerón como a la delicada situación política del momento.
Aunque también la fecha de redacción de la Retórica a Herenio es desconocida,
en la hipótesis más probable de que hubiera sido redactada a finales de la década del
80, la ausencia de referencias mutuas entre esta obra y La invención retórica apunta
más bien a una redacción aproximadamente contemporánea. De ahí que autores como
Bader, Weidner, Leeman, Michel o Achard[18] fijen la composición de la obra entre el
85 y el 83[19]. Además, esta datación tardía presenta la ventaja de explicar el estado
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inconcluso de la obra. En efecto, la brusca interrupción del tratado después de haber
expuesto tan sólo la parte dedicada a la invención, que ha sido interpretada de
diferentes maneras, podría deberse, como recientemente ha sugerido Achard[20], al
hecho de que Cicerón se viera impedido de terminarla por las circunstancias políticas,
particularmente el reinicio de la guerra civil tras la llegada a Italia de Sila el año 83,
el mismo motivo que impidió seguramente la publicación de otras obras como la
Retórica a Herenio. El periodo del 84-83 sería así el más probable para la redacción
completa del texto conservado, que Cicerón habría llevado a cabo completando y
ordenando los materiales recogidos en sus años escolares y añadiéndoles los prefacios
y aquellas partes más estrictamente filosóficas que sólo pudo conocer durante la
década del 80. Sin embargo, la llegada de Sila a Roma, del que en principio Cicerón
no tenía nada que temer, no parece ser un motivo suficiente como para interrumpir la
redacción del tratado. Más plausible resulta, por tanto, la suposición de Weidner de
que Cicerón dejó de trabajar en esta materia cuando el año 82 entró en la vida pública
y comenzó a dedicarse a la oratoria. Tampoco puede olvidarse su precipitada partida
de Roma tras su intervención en la causa de Roscio Amerino y que,
aproximadamente por esa época, la redacción de manuales generales de retórica dejó
de ser necesaria cuando el año 81, en plena restauración silana, se abrió una escuela
de retórica latina que no encontró esta vez el impedimento de los censores. En
conclusión, puede decirse que es con toda seguridad entre el 91 y el 81, y muy
probablemente a finales de los años 80, cuando Cicerón llevó a cabo la redacción del
texto que hoy día conservamos.
El título de la obra
El título tradicional con que se conoce a esta obra, De iuentione, está extraído
probablemente de la última frase del libro segundo (II 69, 178), pero es poco
probable que fuera el que utilizara realmente Cicerón[21]. Uno de los más antiguos
manuscritos conservados, el Herbipolitanus de Würzburg, termina el libro primero
con las siguientes palabras: explicit liber primus rhetoricae. Quintiliano, que
menciona varias veces la obra, se refiere a ella de distintas maneras. En II 14, 4
señala expresamente que Cicerón utilizó para estos libros un título en griego, pero
unas veces cita simplemente rhetorici (II 15, 6; III 1, 20), otras libri rhetorici (III 6,
50). De manera similar, dice Jerónimo refiriéndose a esta obra de Cicerón: lege
rhetoricos eius[22]. El testimonio de Prisciano también es contradictorio, pues una vez
menciona in primo rhetoricorum (Gram. Lat. II 81, 13, Keil), pero en 469, 8 y 545, 2
utiliza el término griego rhetoricon. Todo esto parece sugerir que Cicerón utilizaría
bien el título griego de Rhetorice, como propone A. Euxner[23], bien el de rhetoricon
libri[24]. Rhetorica, en latín, presentan por el contrario los manuscritos medievales
más importantes. Finalmente, Julio Víctor (R. L. M. 429, 12, Halm) se refiere a él
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como in secundo artis rhetoricae; y con el título de artis rhetoricae libri lo edita
Weidner, basándose también en el testimonio de Quintiliano (II 17, 2 y III 6, 64). Una
solución de compromiso consiste en poner como título de la obra el de Rhetorici libri,
que es el mejor atestiguado, y añadirle qui uocantur de inuentione, como hace
Stroebel en su edición de Leipzig para la editorial Teubner. Por nuestra parte, nos ha
parecido preferible mantener el título tradicional con el que es más conocido.
Los proemios
La invención retórica está dividida en dos libros en los que, junto a nociones
genéricas preliminares y referencias ocasionales a la historia de la retórica, se incluye
la información más completa que poseemos en torno a la inventio, entendida en
sentido amplio, presente también en la Retórica a Herenio, como la obtención y
preparación de los argumentos adecuados a los diferentes tipos de causas. En el
tratado de Cicerón, sin embargo, la división en libros se corresponde mejor con la
división lógica, pues el libro primero presenta los principios generales de la invención
y el tratamiento de las diversas partes del discurso, mientras que el segundo expone
las formas de la argumentación y las series de argumentos apropiados para las
distintas categorías que la teoría de las stáseis determinaba para el género judicial y
de los que hay que servirse en la confirmatio y reprehensio. El libro segundo termina
con unas muy breves observaciones relativas a los géneros deliberativo y
demostrativo en aquellos aspectos que son específicamente diferentes del judicial (II
52, 157-59, 178).
Ambos libros van precedidos de unas introducciones que en opinión de Marx[25]
fueron añadidas posteriormente, dada la aparente falta de cohesión que presentan con
el resto de la obra. La diferencia de tono con el resto de la obra es posible, sin
embargo, que proceda de la época en que Cicerón había dejado las enseñanzas de los
rétores escolares para entrar en contacto con los estudios filosóficos. También se ha
sugerido que fueran la obra de algún rétor helenístico[26]; tampoco es imposible que
lo que aparece recogido en ellos refleje el aprendizaje de Cicerón con Diodoto, Fedro
y sobre todo Filón[27], en especial en todo aquello que se refiere a la insuficiencia de
la retórica como ciencia que años después aparecerá en el libro primero del De
oratore.
El libro I comienza con una laus eloquentiae[28], reelaboración de un viejo topos
sobre los beneficios de la elocuencia y de la palabra, que lleva a Cicerón a concluir
que lo que exige el interés de la ciudad no es la sapientia ni la eloquentia por
separado sino la unión de ambas (I 1, 1 y 4, 5). Tras una reconstrucción imaginaria de
la historia de la elocuencia, en la que destaca la aparición de un sabio que logra reunir
en comunidades a los hombres mediante el poder de su palabra, las dos ideas
capitales de este prólogo, que el hombre sólo alcanza su verdadera condición humana
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a partir del momento en que vive en una ciudad cuyas leyes y disciplina acepta y que
nada salvo la elocuencia inspirada por la sabiduría moderadora puede lograr esto,
reaparecerán constantemente en el resto de las obras de Cicerón y constituirán el
principio básico de su pensamiento sobre la educación humanística. Aunque este
primer prooemium no contiene referencia alguna a un tipo determinado de filosofía,
se ha querido ver su origen en Gorgias[29], en Isócrates y, su elogio de la superioridad
del lógos[30], en Antíoco y los estoicos[31], en Posidonio[32] y en Filón y la filosofía
académica[33]. Dada la temprana adscripción ideológica de Cicerón al eclecticismo,
es muy posible que elementos de todas estas corrientes filosóficas se encuentren
presentes en este prólogo.
La introducción del libro II, que podría ser definida como el credo de un
ecléctico, es característica tanto de Cicerón como de la época y muestra ya un método
que seguiría en el futuro en sus obras filosóficas y retóricas. Partiendo de una célebre
anécdota relativa al pintor Zeuxis, Cicerón (4-5) presenta su método de trabajo
consistente en reunir todo el material retórico y elegir de él lo que le parecía mejor en
cada caso. La última parte del prólogo (6-8) incluye un breve bosquejo de la historia
de la retórica comenzando con Tisias y pasando por las escuelas de Isócrates y
Aristóteles, cuyas obras, al menos las del estagirita, asegura haber consultado;
termina Cicerón (9-10) asegurando que este proceder de no afirmar nada de manera
temeraria o arrogante lo mantendrá in hoc tempore et in omni uita[34], un eclecticismo
que le conducirá a buscar tanto entre los rétores como entre los filósofos aquello que
más le interese.
Esta propedéutica, que es platónica en principio, no puede sin embargo proceder
directamente del Banquete y del Fedón, pues refleja un platonismo más bien no
ortodoxo[35]; por otra parte la importancia que Cicerón atribuye a los rétores
helenísticos, en especial a los procedentes de la tradición de Isócrates y Aristóteles, es
difícilmente compatible con la actitud de Filón; sea cual sea la actitud adoptada por
éste ante la retórica, parece a priori inconcebible que el sucesor de Platón haya
podido considerarse heredero de los rétores. La defensa e ilustración del rechazo de la
arrogantia y de la temeritas que caracteriza la convicción de ser el único poseedor de
la verdad, si bien no parece estar en contradicción con las teorías de la nueva
Academia, parece más bien una síntesis propia de Cicerón, dominado por el espíritu
de la nueva Academia pero en la que integra elementos tomados de la tradición de los
rétores, en especial de Apolonio Molón. También es posible que salvo la última parte,
todo el prólogo del libro II, que parece la obra de un rétor más maduro, proceda de
Hermágoras, la fuente última tanto de la Retórica a Herenio como de esta obra[36].
La disposición de La invención retórica es muy simple. Si en ella se encuentran
incoherencias, repeticiones o equívocos, se deben probablemente a la limitada
experiencia del escritor o al deseo de incluir todas las materias que discute. A
diferencia del autor de la Retórica a Herenio, que no cita ningún autor griego,
Cicerón es bastante más explícito a este respecto, aunque no siempre resulta creíble
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en todo lo que dice. Su afirmación (II 2, 4) de que reunió cuanta información pudo de
los autores de artes retóricas es discutible y resulta demasiado vaga. No cabe duda,
sin embargo, de que las influencias presentes en el tratado de Cicerón son tan
variadas o más que las observadas a propósito de la Retórica a Herenio, y en modo
alguno puede darse crédito a la tesis de que se trata de unos simples cuadernos de
apuntes escolares. Es cierto que por su edad Cicerón cita más una doctrina aprendida
en los manuales y a través de las enseñanzas de sus maestros que una realmente
elaborada y practicada por él mismo, por lo que es difícil diferenciar la parte que
corresponde a la aportación personal con la que él mismo dice haber contribuido (II
3, 8)[37] y lo que deriva de sus anónimos maestros en casa de Craso o de los rétores y
filósofos con los que entró en contacto más adelante.
En su exposición de la doctrina retórica relativa a la inuentio, Cicerón sigue un
orden rigurosamente lógico, sin digresiones e interrupciones. En ocasiones entra en
polémica con otros rétores, desea desentrañar las cuestiones, por complejas que sean,
acostumbra a dar explicaciones históricas e incluye largas ejemplificaciones, en parte
de origen escolar y progimnástico, en parte derivadas de fuentes literarias, que por lo
general menciona. Todo esto hace que el tamaño de los libros sea considerable y que
en modo alguno puedan ser comparados con el libro primero de la Retórica a
Herenio, del cual se diferencia especialmente por sus continuas referencias a
doctrinas que allí no son tratadas o son sólo mencionadas de manera muy resumida.
Es bastante probable que a la obra le falte al menos un par de libros, que habrían
contenido los preceptos y ejemplos de la elocución, así como un sumario de
informaciones más o menos genéricas sobre la dispositio, la memoria y la
pronuntiatio. De la existencia de estas partes no hay referencia alguna en las obras
posteriores de Cicerón ni en las citas de Quintiliano o en las de sus dos comentaristas,
por lo que puede concluirse que nunca llegaron a ser escritas.
3. CICERÓN Y LA TEORÍA RETÓRICA[38]
Cicerón y los veteres
En sus escritos de madurez Cicerón solía diferenciar entre los rétores técnicos
(scriptores artis) y los grandes teóricos de la retórica como Isócrates, Platón,
Aristóteles o Teofrasto, cuyas obras manifiesta preferir frente a las de sus
contemporáneos (De orat. III 19, 70)[39]. Si creyéramos, pues, a Cicerón, resultaría
que su deuda con los escritores antiguos es mayor que con los rétores
contemporáneos. Sin embargo, examinando la doctrina retórica de Cicerón es posible
encontrar abundantemente las huellas de la retórica contemporánea. K. Barwick, que
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ha tratado de manera detallada el problema de las fuentes del pensamiento retórico de
Cicerón, ha mostrado cómo en Cicerón confluyen varias tradiciones, de las cuales las
dos más importantes proceden de Isócrates y de Aristóteles[40], a los que completa
con aportaciones procedentes de la sistematización llevada a cabo por los rétores
helenísticos, principalmente Hermágoras.
Aunque la influencia directa de Isócrates sobre Cicerón ha sido negada en
ocasiones, conceptos fundamentales en su pensamiento como el de la humanitas o el
del princeps proceden parcialmente de Isócrates. Por su parte, Aristóteles había
insistido en el predominio de la filosofía, aunque subrayando como Isócrates la
necesidad de unir la enseñanza de la palabra a la de la sabiduría. Cicerón intentó
conciliar ambas doctrinas reconociendo la función educadora de Isócrates entre los
hombres de estado, frente a la pretensión de Aristóteles de reservar ese papel a los
filósofos. En este sentido, puede decirse que uno de los méritos fundamentales de los
tratados retóricos de Cicerón consistió en la superación de los problemas planteados
por Platón acerca de la retórica y la reconciliación en cierta medida del movimiento
sofista y la filosofía. De esta manera respondía a las cuestiones de su época con una
reflexión precisa y actual que procede en lo esencial de la conciliación entre el
platonismo de la nueva Academia y el aristotelismo[41].
Cicerón conocía muchos de los diálogos de Platón, y de primera mano. En su
juventud había traducido el Protágoras, y el año 51 hizo lo mismo con el Timeo.
Igualmente en sus obras filosóficas es permanente la presencia del Político, el Fedón
y el Filebo[42]. Su temprana adscripción al academicismo, mantenida hasta el final de
sus días, constituirá uno de los rasgos más específicos del pensamiento de Cicerón.
No hay duda de que Cicerón conocía los dos diálogos de Platón que se ocupan
especialmente de retórica, el Fedro y el Gorgias, al menos por los comentarios de sus
seguidores, aunque es evidente que no adoptó todas las doctrinas de Platón sobre la
retórica[43]. Así, mientras que en De orat. I 11, 47 Craso rechaza las tesis
fundamentales de Platón en el Gorgias y su crítica radical de la retórica, el Fedro, un
diálogo en el que Platón presenta una teoría sobre lo que constituye la verdadera
retórica, parece haber influido más en Cicerón; de él adopta fundamentalmente la
tesis de la necesidad de que el orador tenga un conocimiento de la filosofía, aunque
esto también aparece en Aristóteles y en otros seguidores de Platón como Cármadas
(De orat. I 18, 84), por lo que no es posible saber si se trata de un influjo platónico
directo o pertenece simplemente al cuerpo general de la doctrina retórica de la época.
Ya hemos señalado también las posibles influencias platónicas en los proemios de La
invención retórica; aunque es difícil pronunciarse sobre el origen de estos
conocimientos, resulta evidente que en las obras retóricas de Cicerón, especialmente
en el De oratore y en el Orator, destaca una semejanza básica con los postulados
platónicos referida específicamente a la relación entre filosofía y retórica.
Paradójicamente, Cicerón, que se proclama aemulus Platonis, pertenece a una
época en que las largas controversias entre las escuelas filosóficas habían conducido
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a dudar de que la búsqueda de la certeza absoluta llevara a la ciencia, como pensaba
Platón; en el De oratore se recoge la idea de que Sócrates, y evidentemente Platón, al
separar la formación filosófica de la utilidad inmediata, había conducido a la ruptura
del ideal de las generaciones anteriores presocráticas, para las cuales saber y
elocuencia constituían una unidad. Más adelante, con su De oratore, Cicerón buscará
retomar esa unidad en la que el saber está íntimamente ligado a la elocuencia, pero no
subordinado a ella. Así concebido, es el orador, no el filósofo, el que constituye el
tipo de hombre integral, de acción tanto como de estudio (De oratore III 15, 56 ss.;
Orator 19, 64)[44]. Su postura es, pues, distinta de la de Platón: no quería que su
orador fuera un filósofo en el sentido platónico, aunque tampoco compartía la tesis
estoica de que sólo el filósofo era el perfecto orador, pero sí pretendía que su orador
tuviera suficientes conocimientos de filosofía, historia, jurisprudencia e incluso
ciencia, para estar en condiciones, como propuso Isócrates, de poder hablar sobre
todos los temas. Cuando Cicerón señala que debe a la Academia todo lo que es como
orador (Orat. 3, 12), no significa eso que la filosofía por sí sola haga grande al
orador, pues es consciente de que ésta debe ser complementada por estudios retóricos
específicos (De orat. III 21, 80; 35, 142-143; Orat. 4, 14; 19, 64) que sólo pueden
adquirirse en las escuelas retóricas; sin embargo, tampoco la escuela sola puede
formar al orador. Desde este punto de vista, su petición de una educación general
trataba de rescatar la retórica del campo de los estudios escolares sobre los procesos
de argumentación y las técnicas de estilo restaurando una tradición anterior y más
clásica (De orat. I 22, 102-105; II 18, 75; 22, 92), más en la línea de Isócrates que en
la de Platón. Podría decirse que Cicerón, que conocía la tradición peripatética, adoptó
el ideal de Isócrates para cumplir el tipo de exigencias teóricas delineadas por
Aristóteles[45].
Pese a todo, no debe extrañar que Cicerón presente fuertes influjos de la filosofía
académica. Durante mucho tiempo, por influjo de la oposición de Platón, la
Academia había manifestado una actitud de rechazo ante la retórica pero Filón de
Larisa, el jefe de la nueva Academia, la había introducido en sus enseñanzas (Tusc. II
3, 9). Los preceptos técnicos de la nueva Academia no parecen haber sido, sin
embargo, muy diferentes de los de las restantes escuelas filosóficas[46]. De las
enseñanzas retóricas académicas adoptó Cicerón el razonamiento in utramque
partem[47], tanto para las quaestiones finitae como para las infinitae, un punto
también recogido por Aristóteles pero que había sido dejado de lado por la retórica
posterior y de cuya recuperación se enorgullecía Cicerón (De orat. III 28, 110; Tusc.
II 3, 9).
Una antigua y disputada cuestión que había ocupado las distintas escuelas
retóricas y animado las disputas entre rétores y filósofos era la de la utilidad de la
retórica y la clase de ars que representaba. Los académicos habían negado a menudo
a la retórica la categoría de ars afirmando que se trataba de un conocimiento falso e
inútil, un punto de vista que evidentemente no podía aprobar Cicerón, que tenía en
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alto valor la retórica. Es difícil, sin embargo, establecer exactamente de quién recibió
esta doctrina. Cármadas es citado en De orat. I 18, 84 ss., pero es improbable que
conociera sus doctrinas directamente puesto que no dejó ningún escrito. Se ha
supuesto que el intermediario pudo ser el discípulo de Carnéades, Clitómaco de
Cartago, a quien se deberían las numerosas referencias a Cartago presentes en La
invención retórica[48]. Es posible que al escribir La invención retórica utilizara
algunos libros académicos, aunque lo que hay en él de la enseñanza académica pudo
tomarlo directamente de las conversaciones con Filón y Antíoco.
La relación con Isócrates y su escuela es más difícil de establecer[49]. Él mismo
reconoce que no pudo encontrar el ars de Isócrates (La inv. ret. II 2, 7). Sin embargo,
ya hemos señalado cómo había querido unir el espíritu de la teoría retórica de
Aristóteles con la de Isócrates. Cicerón pudo conocer las doctrinas de este último por
la recopilación de artes retóricas llevada a cabo por Aristóteles, que Cicerón afirma
haber leído. También de los propios discursos de Isócrates pudo Cicerón obtener
elementos de la doctrina de este escritor. En algunos puntos notables es evidente que
Cicerón coincide con Isócrates. Así, la exigencia de que la filosofía es necesaria para
el orador puede provenir tanto de Platón como de Isócrates. El mismo reproche de
Platón contra los sofistas de que el ars sin ingenium ni doctrina no bastaba lo ilustró
Isócrates claramente en sus discursos. En lo que se refiere a la propia arte retórica, la
doctrina de Isócrates sobre la inuentio y la dispositio no parece diferenciarse mucho
de la de los restantes rétores, no así en la elocutio, en la que se manifestó como un
mejor artifex. Efectivamente, lo más notable y característico de Isócrates fue su
contribución al desarrollo de la prosa rítmica y artística, en especial la evitación del
hiato (Orat. 44, 151), el equilibrio cuidado del paralelismo que daba cierta belleza
formal al estilo (Orat. 49, 165; 52, 175), que en los primeros discursos de Cicerón es
bastante frecuente (concinnitas), y en la idea, común también a Aristóteles y
Teofrasto, de que la prosa debía ser rítmica sin volverse métrica. En estos tres
aspectos parece evidente que Cicerón refleja parte de las enseñanzas de Isócrates.
Ello no quiere decir que Cicerón aceptara el ideal retórico de Isócrates de manera
acrítica, pues lo hizo objeto de sus críticas por haber renunciado a ocuparse de las
materias judiciales y políticas, aplicándose exclusivamente a la forma del estilo (De
orat. III 35, 141).
La influencia de la tradición retórica aristotélica es grande en La invención
retórica, sin que eso implique que su conocimiento le llegara necesariamente por una
lectura directa de las obras de Aristóteles, al menos en la época de redacción de La
invención retórica[50]. Es cierto que el propio Cicerón menciona (La inv. ret. II 2, 6)
tanto la Tekhnôn synagogé como, posiblemente, la Retórica (De orat. II 38, 160) y los
Tópicos[51]. Hoy día se tiende a poner en duda que Cicerón haya realmente leído las
obras del filósofo. Además, es evidente que si se busca todo lo que Aristóteles expuso
sobre la doctrina retórica, los medios de argumentación o la psicología del público,
poco o nada de esto se encuentra en La invención retórica. Al margen de
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coincidencias generales como el espíritu de sistema y la importancia concedida al
aspecto teórico de la obra, por ejemplo en el análisis de los procedimientos formales
de demostración, el entimema y la inducción, o la voluntad de poner en guardia
contra los errores, las similitudes precisas entre ambos autores faltan por completo y
las diferencias son mayores que las semejanzas. Por otra parte, es evidente que las
coincidencias pueden deberse no tanto al conocimiento de la propia obra de
Aristóteles como a los libros de retórica inspirados por el filósofo, de los que debían
de circular en Roma un gran número por esa época. Efectivamente, en aquellos casos
en que Cicerón menciona explícitamente a Aristóteles, se trata de referencias
genéricas, como en I 5, 7, donde expone los tres géneros retóricos aristotélicos, o en
II 51, 156, donde critica al filósofo porque éste había considerado como objetivo
exclusivo de la oratoria deliberativa lo útil. Con toda probabilidad Cicerón está aquí
citando de segunda mano y es muy probable que no haya consultado realmente
ninguna obra de Aristóteles, ni siquiera la Tekhnôn synagogé, y que a pesar de lo que
dice, las referencias al filósofo procedan en su totalidad de enseñanzas recibidas de
sus maestros o de artes retóricas tardías de carácter ecléctico[52].
Como en el caso de la Retórica a Herenio, puede decirse que la influencia de
Aristóteles es substancial, pero que también lo son los puntos en que Cicerón se
separa del filósofo. Así, por ejemplo, la supresión del páthos como prueba y su
limitación al exordio y a la conclusión (I 17, 25 y I 55, 106), la teoría de los estados
de causa, la doctrina sobre las fuentes del derecho (II 22, 65-68), o el aspecto escolar
y práctico de numerosos ejemplos son puntos concretos en los que Cicerón se aparta,
en ocasiones de manera crítica, de la doctrina aristotélica. Otras veces se comprueba
que, incluso cuando pretende seguir a Aristóteles, no lo ha comprendido realmente o
lo malinterpreta, como a propósito del objeto y la materia de la retórica (I 7, 9) o en la
polémica contra Aristóteles a propósito del genus deliberatiuum (II 51, 155). Más
adelante, en sus grandes tratados retóricos, muestra Cicerón un número mayor de
concordancias con Aristóteles, como cuando señala que la retórica debe apoyarse en
la filosofía, o que la dialéctica es necesaria para el orador (Orat. 32, 114), o cuando
reivindica la teoría del páthos, señalando el abandono del que había sido objeto por
parte de la mayoría de los rétores (De orat. I 12, 52; II 49, 201). Igualmente, en sus
obras de madurez abandona la exposición utilizada en La invención retórica de referir
los preceptos de la invención a cada género de discurso, y prefiere la exposición de
los argumentos acomodados a todo tipo de discusiones, tal como recomendaba la
doctrina de Aristóteles (De orat. II 27, 17; 36, 152; Orat. 14, 46). Abandona también
el desprecio que había mostrado en La invención retórica por las théseis como
ejercicio retórico para los jóvenes, que tanto elogiaba Aristóteles, y las acepta y
recomienda como necesarias para el orador (De orat. II 27, 117; 30, 130; Orat. 14,
46), especialmente unidas al razonamiento in utramque partem, cuyo control
representaría el uerus, perfectus y solus orator (De orat. III 21, 80).
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También es difícil de establecer la influencia exacta de los discípulos de
Aristóteles, entre los que sólo menciona, aunque frecuentemente, a Teofrasto. En La
invención retórica (I 35, 61) sólo es citado a propósito del razonamiento deductivo
(ratiocinatio), en una referencia que es imposible contrastar, pero la limitación a la
inuentio en este tratado de Cicerón impide establecer una confrontación más directa
con Teofrasto que en el caso de la Retórica a Herenio. Por otra parte, es evidente que
mucho de lo que pudo leer en Teofrasto ya se encontraba en la obra retórica de
Aristóteles, por lo que no resulta fácil decidir entre ambos autores. Entre otros temas,
la célebre división de los estilos, de origen teofrásteo, la recogerá Cicerón en sus
obras posteriores (Orat. 23, 75-28, 99). También de Teofrasto es la teoría de las
cuatro virtudes del estilo (De orat. III 10, 37; Orat. 24, 79) o el consejo de que la
metáfora debe ser uerecunda (De orat. III 41, 165), que aunque de origen aristotélico,
ya se encuentra en el auctor ad Herennium (IV 34, 45).
Los estoicos, más interesados en la filosofía, especialmente en la dialéctica[53],
nunca prestaron excesiva atención a la retórica, a la que intentaron subordinar a la
filosofía, e incluso Cicerón, que en muchos otros aspectos se declaró seguidor del
estoicismo, despreciaba la retórica estoica; conocía al menos las artes de Crisipo y
Cleantes (De fin. IV 3, 7)[54]. Sin embargo, puesto que la retórica y la dialéctica tratan
de la demostración mediante argumentos, entre ambas ciencias existían evidentes
contactos, como el propio Cicerón reconoce (Tópicos 12, 53; 14, 56). Ya en La
invención retórica (I 30, 50), al iniciar el tratamiento de los modos de razonamiento,
señala que tomó de los filósofos ciertas cuestiones que hasta entonces habían sido
dejadas de lado por los rétores, y se puede suponer que este influjo se debió a los
estoicos, los principales cultivadores de la dialéctica[55]. En cuanto a la propia
retórica, los estoicos mantenían la tesis de que la elocuencia era una virtud, y la virtud
era sólo propia del sabio, por lo que sólo el sabio podía ser elocuente. También
Cicerón admite que la elocuencia es una virtus, pero no que sólo el sabio es
elocuente; de la retórica estoica sólo admite, por tanto, aquello que no está en
contradicción con la teoría común (De orat. I 18, 83; III 14, 55; 18, 65)[56]. Por otra
parte, dado que los estoicos habían cultivado especialmente la ética, Cicerón admite
algunos de sus preceptos entre los deberes del orador, como la teoría del decorum
(prépon). Pero en esto coincidían, como hemos visto, con otras escuelas retóricas.
También en la definición de los fines del género deliberativo se ha podido señalar el
reflejo de la concepción estoica[57].
En resumen, Cicerón parece deber poco a la retórica estoica; algunos preceptos
sobre la argumentación y la doctrina del decorum. También la idea de que la
elocuencia es una virtus. En cuanto al origen de estas doctrinas, no es posible
determinarlo con exactitud. Los elementos doctrinales que toma de los estoicos no
parecen proceder de sus libros de retórica sino de los filosóficos (La inv. ret. I 30, 50
y 41, 77), en especial del libro de Panecio Perì toû kathékontos, según la tesis de
Philipson, o de las obras de Posidonio y Crisipo, como sostiene Laurand. Lo mismo
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se puede señalar respecto al concepto de la retórica como uirtus, que pudo llegarle
tanto por escrito como por tradición oral de Diodoto Posidonio o Mnesarco.
Cicerón y la retórica helenística
Que las obras técnicas de Cicerón, como La invención retórica, las Particiones
oratorias o los Tópicos, reproducen en gran medida las teorías de los escritores
helenísticos es evidente. En La invención retórica aprovecha cualquier oportunidad
para criticar a Hermágoras, pero su doctrina, como la de la Retórica a Herenio,
depende casi por completo del desarrollo de este rétor; también en muchos otros
lugares reconoce su deuda con los autores que le precedieron. Pese a ello, su
influencia en el tratado de Cicerón es difícil de establecer con precisión. La ausencia
de información sobre los maestros de retórica llegados a Roma para enseñar esta
ciencia así como los conocidos incidentes que jalonaron todo el siglo II[58] e hicieron
de la enseñanza de la retórica una práctica sumamente restringida no contribuyen a
aclarar nuestros conocimientos.
Cicerón sólo menciona en La invención retórica a dos rétores de época
helenística, Hermágoras, de mediados del siglo II, y Apolonio Molón, que visitó
Roma en dos ocasiones, el 87 y el 81, y al que volvió a visitar durante su viaje a Asia.
De este último cita un aforismo (I 56, 109), que aparece también, aunque sin mención
del autor, en la Retórica a Herenio (II 31, 50). Hermágoras en cambio es citado
repetidas veces en La invención retórica[59], por lo general para criticarlo por lo que
considera errores del rétor griego, aunque en ocasiones es el propio Cicerón quien
malinterpreta su pensamiento. Pese a estas críticas puntuales, Quintiliano (III 11, 18)
afirma expresamente que en La invención retórica Cicerón siguió la doctrina de
Hermágoras y, efectivamente, son muchos los elementos doctrinales del rétor de
Temnos que aparecen en esta obra. Así, aunque distingue como categorías diferentes
las constitutiones y las quaestiones legales (I 13, 17; II 40, 116), equivalentes
respectivamente al génos logikón y al génos nomikón de Hermágoras, en este tratado
sigue básicamente la doctrina de los estados de causa establecida por Hermágoras y,
como él, distingue cuatro tipos: conjetura, definición, cualidad y recusación (I 8, 10).
También sigue el tratamiento de los argumentos específicos para cada tipo de causa
que Hermágoras realizó (II 3, 11). Los preceptos de Hermágoras sobre la disposición
y las diversas partes del discurso no nos son conocidos, pero parece que Cicerón sólo
los usó con seguridad en escasos lugares: uno de ellos sería la teoría sobre los cuatro
géneros de causas según el tipo de exordio (I 15, 20). En cambio, en otras ocasiones
se muestra en desacuerdo con la enseñanza de Hermágoras y así en I 6, 8 rechaza la
división de las causas en generales (thésis) y particulares (hypóthesis), probablemente
siguiendo en este aspecto la doctrina de Posidonio[60]; igualmente critica la división
del status qualitatis en cuatro categorías, aunque en este caso por no haber entendido
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correctamente las ideas del rétor griego (I 9, 12); también rechaza incluir la digresión
como una de las partes del discurso (I 51, 97); finalmente (I 6, 8), acusa al rétor
griego de no haber sabido utilizar sus propios conocimientos técnicos en la redacción
de sus libros, un reproche que también le hace el autor de la Retórica a Herenio.
Pese a estas divergencias puntuales que parecen deberse a modificaciones
introducidas en la teoría por rétores rivales de Hermágoras o por el propio maestro
del que procede la doctrina compartida por el auctor ad Herennium y Cicerón, puede
afirmarse que la mayor parte del contenido doctrinal presente en el tratado de Cicerón
se incluye en la tradición retórica iniciada por Hermágoras. Es cierto, sin embargo,
que en los grandes tratados retóricos posteriores de Cicerón se puede observar un
rechazo a la tekhnología hermagórea: así, omite siempre la cuarta constitutio (De
orat. II 24, 104-26, 113); a los argumentos específicos de las causas individuales
antepone los lugares propios de todo tipo de cuestiones (De orat. II 27, 117); no
vuelve a mencionar la clasificación de los tipos de causa según el exordio (De orat. II
78, 315 ss.) y considera útil el uso de digresiones (De orat. II 77, 312), que antes
había rechazado como parte independiente del discurso.
Lo que no es posible decir es si todo lo que procede de Hermágoras en La
invención retórica se debe a un conocimiento directo o si le fue transmitido por algún
rétor seguidor de sus teorías[61]. En cualquier caso, la primera hipótesis no resulta
muy arriesgada, especialmente si damos crédito a su afirmación (II 2, 4-5) de que
recogió todo el material disponible en su momento y si tenemos en cuenta que
Hermágoras fue uno de los rétores más célebres e influyentes de su época.
Cicerón tuvo también maestros asianistas: Menipo, Dionisio, Esquilo, Jenocles
(Brut. 91, 315-316). Sin embargo, en ningún lugar recuerda su enseñanza retórica, lo
cual por otra parte concuerda con el hecho de que los oradores asianistas solían
dedicarse más al ejercicio y a la práctica que a la disquisición teórica. De ellos adoptó
sin embargo la cláusula periódica, en especial el dicóreo (Orat. 63, 212); en el Orator
(64, 215) recomienda las cláusulas que eran precisamente aprobadas por los oradores
asiáticos.
En cuanto a los rétores rodios[62], ya hemos mencionado que Cicerón estudió con
Apolonio Molón en Roma y Rodas; aunque afirma (Brut. 91, 316) que su ayuda le
sirvió esencialmente para corregir ciertos defectos, debió de ser influido también por
su enseñanza. Pero ya antes de eso, Cicerón había recibido las enseñanzas de algún
maestro rodio, como parece sugerir el elevado número de citas que presentan alguna
relación con la isla de Rodas[63].
Cicerón y la retórica romana contemporánea
Al hacer su historia de la retórica en La invención retórica, II 2, 6 ss., Cicerón no
señala la existencia de ningún manual ni tratado de retórica en lengua latina. De
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hecho, en toda la obra no aparece mencionado ningún rétor romano. Sin embargo, la
hipótesis de que no llegara a utilizar algún ars en lengua latina resulta bastante
improbable. Ya hemos mencionado cómo de joven atendió las lecciones de Antonio,
autor de la primera ars retórica latina de la que se tiene noticia. Y aun aceptando la
noticia de Suetonio de que no acudió a la escuela de Plocio Galo y no tuvo ningún
maestro latino de retórica, es difícil pensar que no tuviera en sus manos al menos
algún tratado en lengua latina. En efecto, la terminología retórica latina que utiliza no
es del propio Cicerón: nunca dice que se trata de neologismos ni se excusa por tener
que utilizarlos como hace el auctor ad Herennium (IV 7, 10); tampoco dice que esté
traduciendo términos griegos, por lo que evidentemente debió de tomar la
terminología técnica de alguien. Además, la mayor parte de los términos retóricos
empleados en La invención retórica coincide con los de la Retórica a Herenio[64]. Es
inevitable, pues, llegar a la conclusión de que Cicerón usó algún tratado de retórica
en latín, tal vez varios, cuya existencia en esa época es prácticamente segura[65].
Decidir de cuál importa menos que la seguridad de que existía ya una doctrina
retórica común en lengua latina.
Del ars de Antonio ya hemos hablado a propósito de su relación con la Retórica a
Herenio. A partir de sus intervenciones en el De oratore es posible discernir algunas
de sus características. En concreto, Antonio muestra su inclinación por una retórica
práctica, centrada en el mouere y con particular atención a los efectos cómicos; divide
los estados de causa en tres categorías (De orat. II 26, 113 ss.), manifiesta un cierto
desdén por la cultura general y practica la dissimulatio artis. Poco de lo que
caracteriza las teorías de Antonio se encuentra en el tratado: la clasificación de los
estados de causa es diferente; hay muy pocos preceptos relativos al mouere y nada
dice sobre lo cómico. Además, Cicerón, como Craso, no dudaba que el conocimiento
del derecho era esencial para el orador, un punto de vista opuesto al de Antonio, que
pretendía no haber tenido nunca una verdadera formación jurídica (De orat. I 48, 208;
56, 238; 57, 242; 58, 248, 250).
La comparación con la Retórica a Herenio permite, por el contrario, establecer
conclusiones más precisas que en el caso del ars de Antonio, y ello pese a que el
tratamiento de la inuentio es considerablemente más breve en la obra dedicada a
Herenio. Como hemos señalado, es muy poco probable que ambos escritores
conocieran respectivamente sus obras: al menos en ninguna de ellas encontramos
referencias a la otra. Ello implica que las semejanzas existentes, que en ocasiones
llegan a coincidir literalmente, deben de proceder de una fuente común[66]. Comunes
a ambos manuales son el planteamiento de las cuestiones generales sobre la retórica,
la subdivisión en partes del discurso, el análisis del exordio, la narración y la
conclusión, la presentación de la argumentación según los distintos estados de causa,
la descripción de las partes iuris y un gran número de los ejemplos utilizados. Ambos
autores citan también a muchos autores comunes: Ennio, Pacuvio, Plauto, Terencio,
los Graco.
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Pese a estas inequívocas semejanzas, las diferencias también son notables.
Mientras que La invención retórica comienza exponiendo las características
generales de la argumentación y luego aplica esos preceptos a cada género retórico, la
Retórica a Herenio comienza por el genus iudiciale y subdivide luego los preceptos
según los diferentes estados de causa para tratar finalmente la argumentación en
general. Además ignora por completo el procedimiento inductivo, y su subdivisión
del entimema en cinco partes atiende más al aspecto lingüístico del ornato que al
lógico; La invención retórica, por el contrario, trata ampliamente los dos
procedimientos de la argumentación, el inductivo y el deductivo, y su tratamiento del
entimema es mucho más completo que el del auctor. Otros aspectos concretos en los
que difieren ambas obras son el número de genera causarum que se establecen en
función del exordio, la presentación de la teoría de los estados de causa, mucho más
fiel a Hermágoras la de Cicerón, la disposición de los preceptos sobre la
argumentación, el análisis del genus deliberatiuum y sus partes y multitud de
preceptos que iremos mencionando en las notas correspondientes. Tampoco el
vocabulario técnico, con ser en gran parte común, coincide siempre.
También es diferente el espíritu de ambos escritos. El fin práctico de la enseñanza
pasa sin duda a segundo plano en Cicerón: no habla de ejercicios, se detiene en
cuestiones secundarias y poco importantes que desarrolla excesivamente, como en el
tratamiento del entimema, y en cambio no habla de doctrinas ya conocidas como la
teoría de las causas asýstata. Las pretensiones de Cicerón son más ambiciosas que las
del auctor ad Herennium, y más que un manual elemental de retórica, como es la
obra de éste, La invención retórica podría incluirse en la categoría de los tratados. El
prólogo del libro I presenta, como hemos visto, una visión del origen y la función de
la retórica que el auctor ad Herennium ni siquiera se plantea. Por otra parte, Cicerón
no se muestra sistemáticamente hostil a los griegos, a los que menciona con
frecuencia y con los que entabla en ocasiones un verdadero debate; las referencias
filosóficas son también más frecuentes y específicas en el caso de Cicerón, del que
precisamente está ausente todo rasgo de influencia epicúrea como la detectada a
propósito del auctor ad Herennium.
También la presencia de la vida romana difiere considerablemente en ambas
obras. En vano se puede buscar en Cicerón referencia alguna a los trágicos
acontecimientos que agitaron la vida política romana en la década de los ochenta. Es
posible que esto sea debido a no haber podido acudir Cicerón a la escuela de los
rhetores Latini, calificada por su mentor Craso en el edicto que formuló contra ella
como un ludus impudentiae. Y aunque no faltan en La invención retórica referencias
a hechos romanos ni ejemplos extraídos de la historia y la legislación romana, éstos
alternan con otros ejemplos más solemnes tomados de la historia griega y de la
mitología y procedentes sin duda de manuales escolares. Así, el lamento (I 1, 1) sobre
las tristes condiciones políticas de la república puede referirse tanto a las
circunstancias presentes como a cualquier tiempo en general. Sobre la historia
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reciente las indicaciones son más escasas que en la Retórica a Herenio y los juicios
menos significativos. Las citas a los Gracos, muy explícitas en el caso del auctor, son
en Cicerón ambiguas y prácticamente todas las referencias políticas actuales están
excluidas de sus páginas. Todos los acontecimientos históricos incluidos en el tratado
se refieren a tiempos lejanos. Así, se habla de cosas acaecidas en Grecia o en Asia en
tiempos heroicos (II 58, 176) o helenísticos (II 49, 144), de sucesos relativos a la
hegemonía tebana (I 30, 48; 33, 55-56; II 23, 69) o a Alejandro Magno (I 58, 93).
También abundan, como hemos visto, las alusiones a Rodas. De la historia griega son
también los mencionados en II 32, 95 y II 32, 96-97. De la historia de Roma cita
hechos antiguos, como la leyenda de Horacio (II 26, 78-79), acontecimientos
ocurridos durante las guerras contra los samnitas (II 30, 91-92) o contra los
cartagineses (I 39, 71-72; II 17, 32; 34, 105; 57, 171). Hechos más recientes son la
censura de Tiberio Graco padre (I 30, 48), el proceso contra el fregelano Q.
Numitorio Pulo (II 34, 105), el tribunado de Cayo Graco (I 30, 48) y la deliberación
por el triunfo de Craso (II 37, 111), el personaje más cercano en el tiempo del que se
hace mención en el libro. Como puede verse, de la historia de Roma son recordados
casos importantes por sí mismos y por su notoriedad, pero no aquellos que exigiría el
tiempo de agitaciones civiles en que vive el autor.
En cuanto a referencias literarias o artísticas, casi no hay ninguna relativa a algún
gran escritor griego: sólo Eurípides es citado en I 50, 94, pero esto tampoco debe
extrañar, pues el libro está incompleto precisamente en la parte de la elocutio. De los
romanos son recordados los más famosos poetas: Plauto, Terencio, Ennio y Pacuvio.
Como en la Retórica a Herenio, se trata pues de una cultura de carácter elemental,
propia de la escuela de gramática. Sin embargo, Cicerón es más preciso que el auctor
a la hora de citar sus fuentes, tanto en los aspectos de la teoría retórica como en los
ejemplos utilizados (así en el caso de Curión en I 43, 80). De la historia del arte
menciona el episodio de la vida de Zeuxis sobre el retrato de Helena para el templo
de Juno en Crotona (II I 1 ss.), probablemente tomado de alguno de los numerosos
libros que en esa época se empezaban a escribir sobre artistas griegos.
Como en el caso de la Retórica a Herenio, el manual de Cicerón responde a la
estructura típica helenística que representa la contaminación de dos modelos
diferentes: el representado por la Retórica de Aristóteles, basado en la división en
géneros y tipos de pruebas, y el modelo prearistotélico organizado sobre el concepto
de partes del discurso, alterado por la necesidad de incluir la doctrina de los estados
de causa de Hermágoras. El resultado es un manual mixto que sigue bastantes de las
enseñanzas de la escuela peripatética, acomodado a la nueva doctrina de los estados
de causa hermagórea y articulado sobre el modelo de las partes del discurso[67].
Tampoco el estilo de la obra, uno de los aspectos más criticados, es comparable al
de los grandes tratados posteriores de Cicerón, algo comprensible si tenemos en
cuenta que se trata de la primera obra de envergadura que escribió. La misma
naturaleza del manual obligaba a Cicerón a frecuentes repeticiones, pero la forma de
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la lengua ya es clásica y, sobre todo, los arcaísmos en que tanto abunda el texto de la
Retórica a Herenio, sin embargo contemporánea, han desaparecido por completo[68].
En definitiva, y como puede comprobarse a partir del análisis de la doctrina
contenida en La invención retórica, Cicerón muestra en esta obra la influencia de las
principales corrientes filosóficas y de pensamiento que dominaban en Roma durante
los años de su formación académica. Es revelador que aparezcan aquí los que con el
tiempo serían sus principales intereses teóricos, planteados años después en sus obras
de madurez: la concepción del derecho, dominada por el moralismo jurídico; la
concepción de la oratoria y de la práctica política guiada por el sentido cívico y la
virtud, que tiende a la concordia, y especialmente el estudio de la filosofía, a la que
tomó más en serio que cualquiera de sus predecesores y que constituye
probablemente el rasgo más característico de su concepción del orador. Como
después haría en otros aspectos de su vida, en esta obra Cicerón buscó a partir de
unos presupuestos epistemológicos neoacadémicos una juiciosa síntesis entre
tendencias aparentemente opuestas.
4. FORTUNA DE LA OBRA
Como hemos señalado, Quintiliano, que conocía la obra, no la apreciaba
excesivamente. Sin embargo, en época imperial fue objeto de diferentes comentarios
por parte de rétores como Julio Víctor, Grilio y Mario Victorino[69]. Más adelante, y
una vez que fue identificada la Retórica a Herenio como una obra de Cicerón,
experimentó la misma suerte que ésta.
La fortuna de Cicerón en la Edad Media fue incomparable, pese a que
curiosamente de todos los manuales y tratados retóricos latinos probablemente el
candidato menos adecuado para ser utilizado por los cristianos era La invención
retórica, un manual incompleto, mal organizado y excesivamente centrado en la
práctica judicial de los tribunales romanos. Por otra parte, la herencia sofística que
subyace en la concepción romana del arte de la retórica y el superior estatus que ésta
asignaba al lenguaje y al hablante sobre la verdad podrían haber justificado el
alejamiento de la cristiandad medieval de este tipo de tratados. El hecho de que La
invención retórica pudiera convertirse en el manual fundamental de retórica latina
hasta el siglo XII, a pesar de no tratar la pronuntiatio, la memoria o la elocutio, ilustra
perfectamente el cambio de lo práctico a lo teórico que caracteriza la Antigüedad
tardía y la historia de la retórica medieval en particular[70].
Aunque Agustín había establecido en el libro IV de su De doctrina christiana el
primer tratado cristiano sobre las artes de la comunicación, seguido por la obra de
enciclopedistas como Casiodoro, Isidoro, Marciano Capela o Boecio[71], el mundo
académico de la cristiandad primitiva necesitaba sólo ciertas partes del ars rhetorica
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clásica, básicamente un sistema elemental exegético para la reconciliación de textos
contradictorios y cierto grado de elocutio para extender el Evangelio de manera
efectiva. En un mundo carente del sistema judicial clásico, sin libertad política para
fomentar la oratoria deliberativa y convertido el panegírico en hagiografía, los
manuales de retórica clásica sólo podían mantener una función testimonial y
anacrónica: sirvieron para dar origen a los más especializados sistemas de persuasión
pública medieval a partir del siglo XI: la composición de documentos oficiales y
cartas (ars dictaminis), el arte de componer sermones (ars praedicandi) y las técnicas
para escribir buenos versos (ars poetriae). Concebidos teóricamente como parte del
curriculum escolar, junto con la gramática y la dialéctica, estas disciplinas tenían más
que ofrecer en la búsqueda de la verdad teológica, frente a la retórica, que se limitó a
ser una mera rúbrica con escaso contenido.
Al explicar el atractivo que la retórica latina tenía para la cristiandad primitiva no
se puede olvidar tampoco que su contexto cultural era, de una manera esencial,
retórico. Los primeros escritores cristianos pensaban y argumentaban siguiendo los
esquemas retóricos clásicos. De hecho, fue precisamente la atención específica a la
inuentio y a la teoría de los estados de causa lo que constituyó el principal atractivo
de La invención retórica para la Antigüedad tardía y la Edad Media[72]. El proceso de
adaptación a las nuevas necesidades culturales e intelectuales puede verse en el
comentario de M. Victorino[73] a La invención retórica y en el cuarto libro del De
differentiis topicis de Boecio[74], también muy influido por la temprana obra de
Cicerón. En el siglo IX el énfasis escolar ya estaba fijado: la disposición para ver la
retórica como una disciplina intelectual antes que como una actividad práctica,
despojada de sus rasgos distintivos como ars, y tratarla al mismo nivel que la
dialéctica es consecuencia de la influencia de Boecio y Victorino. Es cierto que
también eran conocidos otros tratados retóricos de la Antigüedad: los rhetores laini
minores fueron usados hasta el Renacimiento, la Instrucción Oratoria de Quintiliano
tuvo una mayor presencia de lo que se suele admitir y también era conocido el De
oratore así como la Retórica de Aristóteles en traducción latina[75].
Alcuino utiliza la retórica de Cicerón, y los resúmenes de Notker Labeo y
Anselmo de Besate en el siglo X y XI indican que continuaba el interés por la obra
retórica de Cicerón. Thierry de Chartres, uno de los maestros de John de Salisbury,
compuso en el siglo XII el que es probablemente el primer comentario sobre La
invención retórica y Hugo de San Víctor, un contemporáneo de Thierry, cita
directamente el prólogo del libro primero para mostrar los beneficios de la
elocuencia. No hay escritor medieval de importancia que no mencione a Cicerón
siempre que hay ocasión de hablar de retórica, desde Tomás de Aquino hasta Petrarca
o Boccaccio. Cicerón es elogiado tanto por su elocuencia como por su filosofía[76].
Aunque la historia del ciceronianismo medieval está aún por hacer, estudios como
los de J. J. Murphy o J. O. Ward han mostrado que los libros de Cicerón, o atribuidos
a él, más usados en la Edad Media eran su De inuentione, la llamada rhetorica uetus,
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y la Rhetorica ad Herennium o rhetorica noua. Y en la medida en que la retórica
constituía una materia objeto de estudio en las universidades medievales, es a estas
dos obras a las que se recurre, más especialmente en las universidades del sur de los
Alpes, donde contribuyeron al surgimiento del ars dictaminis en el siglo XI. Prueba
decisiva de su enorme difusión es el gran número de copias medievales de estos dos
tratados, tanto juntos como por separado, que se conservan[77]. En España, la primera
referencia a La invención retórica aparece probablemente en un catálogo de 1226 de
la Biblioteca de la Catedral de Santiago, aunque la primera mención por su nombre
está incluida en un inventario de libros de Gonzalo García de Gudiel, obispo de
Cuenca en 1273. Sin embargo, las referencias a retóricas clásicas en la España
medieval son escasas. La invención retórica aparece mencionada en cuatro ocasiones,
la Retórica a Herenio en dos y una vez Aristóteles; en cuanto a manuscritos
conservados, existen ocho copias de la Retórica y siete de La invención retórica, de
las cuales cinco contienen ambos tratados. El más antiguo de La invención retórica es
de finales del s. XII[78].
Las primeras traducciones de La invención retórica a las lenguas vernáculas son
de la segunda mitad del siglo XIII[79]. El florentino Brunetto Latini lo tradujo al
italiano antes de 1260 en su Rettorica, una traducción no literal que él mismo utilizó
posteriormente para el tercer libro de sus Livres dou Trésor, escrito en francés y que,
a su vez, fue traducido al italiano en 1266 por Bono Biambono con el nombre de Il
Tesoro[80]. En 1282 el francés Jean d’Antioche de Harens combinó la Retórica a
Herenio y La invención retórica en una obra en seis libros que llamó Rettorique de
Marc Tulles Cycerón. Las traducciones directas al español no aparecen hasta el siglo
XV[81], en traducción de Alfonso de Cartagena (1422-1432)[82], y al inglés hasta el XVI
(el Arte of Rhetorique de T. Wilson, de 1530).
Otra indicación del interés por estas obras retóricas es la existencia de un gran
número de comentarios medievales cuya existencia sólo se justifica por su uso como
libros de texto escolares. Ward[83] ha llegado a contar 545 comentarios (textos con
glosas, accessus, colecciones de notas) a La invención retórica y la Retórica a
Herenio, de los cuales 59 son comentarios amplios, 22 accesus y 20 textos que
contienen un gran número de glosas. Muchos de ellos son debidos a las autoridades
académicas y eclesiásticas más importantes de la Edad Media: Menegaldo, Thierry de
Chartres, Petrus Helias, Lorenzo de Amalfi, Alano (posiblemente Alain de Lille),
Bartolino de Benincasa de Canulo, Philippus de Vicecomitibus de Pistoria, Guarino
de Verona, Luigi de Gianfigliazzi, Lorenzo di Antonio Ridolfi, Brunetto Latini,
Giovanni Villani, Jean Poulain o Johannes Heynlin aus Stein son algunos de los
autores recordados por sus comentarios a estas obras retóricas entre los siglos XII y
XV[84]. La íntima relación entre los dos textos retóricos puede verse en un comentario
anónimo del siglo XII, Glose supre Rethoricam Ciceronis, que consiste en un
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comentario conjunto de La invención retórica y de la Retórica a Herenio en un
mismo volumen y sin establecer grandes distinciones entre ambas obras.
La presencia de estos comentarios indica un interés continuo en las obras de
Cicerón. El De oratore aparece relativamente poco hasta el siglo XV (no parece haber
comentarios medievales de esta obra) y sólo el descubrimiento en 1422 de un texto
completo, como el de Quintiliano, supuso una revolución en los estudios retóricos
renacentistas.
5. LA TRANSMISIÓN DE «LA INVENCIÓN RETÓRICA»
El análisis de la tradición manuscrita de La invención retórica depende en gran
medida de los estudios de E. Stroebel, que culminaron en su edición de 1915 para la
editorial Teubner de Leipzig[85]. Desde entonces, el único estudio de conjunto sobre
la tradición de La invención retórica es la obra de R. Mattmann[86], que, al estar
restringido a los manuscritos existentes en Suiza, resulta poco útil.
La transmisión de La invención retórica es en bastantes sentidos paralela a la de
la Retórica a Herenio, con la que fue frecuentemente editada en la Edad Media. La
importancia e influencia de ambas obras durante todo el medievo ha hecho que el
conjunto de sus manuscritos sea considerable: B. Munk Olsen ha recensado más de
doscientos sólo para el periodo que comprende del siglo IX al XII[87]. Como en el caso
de la Retórica a Herenio, destaca la existencia de dos grandes familias. La primera
(mutili), que reagrupa los testimonios más antiguos de los siglos IX y X y unos pocos
más recientes, se caracteriza por la presencia de dos lagunas bastante grandes, entre
los §§ 62 y 76 del libro primero y entre el § 170 y el § 174 del segundo. También
presentan omisiones o faltas comunes. La otra familia, compuesta por manuscritos
completos (integri), agrupa casi todos los testimonios a partir de comienzos del siglo
XI y presenta un texto aparentemente más correcto.
Como vemos, sobre esta obra se pueden hacer las mismas constataciones que con
respecto a la tradición manuscrita de la Retórica a Herenio: en ambas se da la misma
división entre manuscritos que presentan lagunas y faltas y manuscritos completos.
También en ambas es idéntica la aparición tardía de la familia con el texto completo.
En realidad, no hay en ello nada sorprendente puesto que las dos obras se encuentran
a menudo en los mismos testimonios y sus tradiciones manuscritas resultan
absolutamente paralelas.
Ya hemos mencionado la hipótesis de Marx de cómo un manuscrito completo
habría aparecido en época tardía, hacia el siglo XII, manuscrito que progresivamente
habría reemplazado al texto más antiguo[88]. Recientemente G. Achard, en su edición
de la Retórica a Herenio[89], ha sostenido la hipótesis de que la aparición del primer
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manuscrito completo podría remontarse a finales del siglo X, muy cerca del año mil.
De hecho, es posible comprobar que los mutili de esta época han sido completados
con una tradición desprovista de lagunas. De ser esta hipótesis cierta, y en la medida
en que las dos tradiciones manuscritas son paralelas, es muy probable que el
manuscrito así reaparecido contuviera el texto completo de ambos tratados.
Sin embargo, es posible que el paralelismo de la historia de los dos textos sea
solamente aparente. A este respecto se ha hecho notar que las lagunas de los
manuscritos de la Retórica a Herenio están repartidas a lo largo de toda la obra y que
sus textos presentan un número de faltas considerablemente mayor que los
testimonios de La invención retórica. Dos causas pueden explicar este hecho[90]: en
primer lugar, la Retórica a Herenio reapareció muchos años después de su redacción,
a finales del siglo IV, en un texto muy difícil de leer, quizás una cursiva difícil de
descifrar en la época de su reaparición. Por el contrario, La invención retórica se
extendió sin dificultades desde su aparición y el proceso de transmisión fue
progresivo y más homogéneo. En este caso, las dos lagunas señaladas que
caracterizan los mutili debieron de aparecer en una época bastante tardía,
probablemente durante el siglo XI. Es incluso posible que las faltas de la familia
incompleta provengan sobre todo de recientes malas lecturas de abreviaciones. De
aquí que las diferencias existentes entre los textos antiquiores y recentiores de La
invención retórica sean menores que las que se encuentran en la Retórica a Herenio.
Los manuscritos de la familia más antigua (mutili) para el siglo IX son los
siguientes: Herbipolitanus (Würzburgo, Universitätsbibl. Mp. misc. f. 3; H), el
Vaticanus (Vaticano, Vat. lat., 11506; V), el Parisinus (París, Bibl. nat. 7774 A-II; P),
el Corbeiensis (San Petersburgo, Class. Lat. F. v. 8; R). Del siglo X son el
Sangallensis (San Gall, Stiftsbibl. 820-11; S), el Leidensis (Leyden, Bibl. der
Rijkuniv. Voss. lat F. 70; L) y, de una época más tardía, el Ambrosianus (N, 181 sup.),
el Laurentianus (Plut., 50, 12), el Vaticanus (3234) y el Viennensis (NB 116). La
edición de Stroebel se basa fundamentalmente en el Herbipolitanus, el Vaticanus y el
Parisinus, los más antiguos, así como en el Sangallensis, que, aunque más tardío, es
interesante porque a menudo presenta correcciones procedentes de los manuscritos
integri.
En cuanto a los integri, su recensión resulta a todas luces imposible[91] y
cuestiones tan cruciales como las relativas a su origen o determinar el grado de
homogeneidad que en cuanto grupo presentan están aún sin resolver. Los más
antiguos son siete manuscritos completos, cuatro del siglo X: de Múnich (Clm. 6400),
Florencia (Plut, 50, 45), Fermo (Bibl. comm. 16) y San Gall (Stadbibl. 313); y tres de
comienzos del XI: de Londres (British Lib. Royal 15 a XIV), Múnich (Clm. 14272) y
París (B. N. lat. 7696-I).
A la hora de establecer el texto de La invención retórica tienen también particular
importancia los testimonios antiguos. Son muy frecuentes las referencias a estos libri
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Rhetorici en Quintiliano y en gramáticos como Prisciano, aunque como es obvio las
citas más frecuentes se encuentran en los comentaristas de la obra, Julio Víctor y
Mario Victorino. En este último las citas son especialmente amplias y desarrolladas,
aunque todavía es discutido el valor que debe concederse a su comentario[92]. A este
respecto hay que hacer notar que muchos manuscritos integri van a menudo
acompañados del comentario de este rétor.
La similitud entre las dos familias mencionadas es bastante grande, por lo que la
hipótesis de un arquetipo común, o al menos una vulgata, es bastante verosímil y
viene confirmada por la presencia de lecturas claramente erróneas que remontan sin
duda a una época temprana. La existencia de un arquetipo único no tiene nada de
sorprendente, pues La invención retórica, al contrario que la Retórica a Herenio,
debió de difundirse ampliamente desde su redacción. Es posible que durante un
tiempo se mantuviera un texto bastante fiel, poco reproducido, que con la fama de
Cicerón fue ganando autoridad hasta llegar a adoptar la forma canónica presente en la
transmisión conservada. En estas condiciones, en las que las interferencias entre los
manuscritos de una y otra familia son extraordinariamente frecuentes, resulta
arriesgado presentar un stemma de la transmisión, y ello a pesar de los meritorios
intentos de autores como Stroebel, Hubbell, Mattmann o Achard.
Para nuestra traducción hemos seguido fundamentalmente el texto de Stroebel,
señalando en nota los lugares específicos en que nos apartamos de su lectura. La
única traducción moderna al español de esta obra de Cicerón es la realizada en 1882
por D. Marcelino Menéndez Pelayo, Biblioteca Clásica XIV, dentro de las Obras
completas de Marco Tulio Cicerón, vol. I, págs. 1-103, junto con la Retórica a Cayo
Herennio, los Tópicos, las Particiones oratorias y Del mejor género de oradores;
como dijimos a propósito de la traducción de la Retórica a Herenio (B.C.G., núm.
244), la versión no resiste el análisis de la crítica filológica y resulta a todas luces
inutilizable.
6. BIBLIOGRAFÍA
Ediciones y comentarios[93]. Repertorios bibliográficos. Léxicos
Las principales ediciones de La invención retórica del s. XIX son las de I. G.
ORELLI[94], R. KLOTZ[95], C. L. KAYSER[96], A. WEIDNER[97] y G. FRIEDRICH[98]. De
1915 es la edición de E. STROEBEL, Rhetorici libri duo qui uocantur «De inuentione»,
Leipzig, 1915 (= Stuttgart, 1965), que, pese a los años transcurridos, sigue siendo el
texto base de las ediciones modernas de La invención retórica. De ella dependen
directamente las de H. M. HUBBELL, Cicero, «De inventione», Londres-Cambridge,
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Mass., 1949 (Loeb Classical Texts), con traducción inglesa; y A. PACITTI, Marco
Tullio Cicerone, «L’invenzione retorica», Roma, 1967, con traducción italiana.
Mayor independencia con respecto a Stroebel, aunque sin justificar nunca sus
lecturas, presenta la de H. BORNECQUE, Cicéron. «De l’invention» (Classiques
Garnier), París, 1932, con texto latino y traducción al francés. La edición más
reciente es la de G. ACHARD, Cicéron. «De l’invention» (Coll. des Universités de
France), Paris, 1994, también con traducción francesa, que pese a estar basada en una
nueva colación de algunos de los manuscritos, no presenta realmente grandes
divergencias con respecto al texto de Stroebel.
Al contrario que en el caso de la Retórica a Herenio, la atención de los estudiosos
de la obra retórica de Cicerón se ha centrado en los grandes tratados de su madurez,
el De oratore, el Brutus y el Orator, o en obras menores pero de mayor repercusión
teórica, como los Tópicos, por lo que no existe comentario alguno de esta obra. De
ahí que para nuestras notas nos hayamos visto obligados a tener en cuenta tanto las
ediciones anteriormente citadas como los comentarios de las restantes obras retóricas
de Cicerón, en especial los de W. KROLL para el Orator[99] y el Brutus[100], el ya
envejecido Wilkins para el De oratore[101], el comentario del Brutus de A. E.
DOUGLAS[102], el fundamental estudio de B. RIPOSATI sobre los Tópicos[103] y el
reciente comentario, aún incompleto, del De oratore que está siendo editado bajo la
dirección de A. D. Leeman y H. Pinkster[104].
Los escritos retóricos de Cicerón disponen de dos antiguos repertorios
bibliográficos, ambos obra de G. AMMON, «Bericht über die Literatur zu Ciceros
rhetorischen Schriften 1903-1904», J. A. W. 126 (1905), 159-192, y «Bericht über die
Literatur zu Ciceros rhetorischen Schriften aus den Jahren 1918-1923», J. A. W. 204
(1925), 1-58. Los estudios más recientes pueden verse en S. E. SMETHURST, «Cicero’s
Rhetorical and Philosophical Works. A Bibliographical Survey», Classical Weekly 51
(1957), 1-5, 32-40, y A. E. DOUGLAS, «The Intellectual Background of Cicero’s
Rhetorica: A Study in Method», Aufstieg und Niedergang der Römischen Welt I, 3
(1973), 95-138, que recogen las principales aportaciones bibliográficas hasta
principios de los años setenta. La bibliografía más actual puede verse en el reciente
comentario al De oratore de A. D. LEEMAN y H. PINKSTER mencionado antes. En
cuanto a los léxicos, el más antiguo de J. W. FUCHS, Index uerborum in Ciceronis de
inuentione libris II, La Haya, 1937, es más cómodo de usar que el de K. ABBOT - W.
A. OLDFATHER - H. V. CANTER, Index uerborum in Ciceronis rhetorica, necnon incerti
auctoris libris ad Herennium, Urbana, 1964, que presenta la ventaja de incluir el
conjunto de la obra retórica de Cicerón y la Retórica a Herenio.
Obras generales sobre la teoría retórica de Cicerón
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Dos recientes recopilaciones de estudios sobre los aspectos teóricos de la obra de
Cicerón son los de K. BÜCHNER, Das neue Cicerobild, Darmstadt, 1971, y B.
KYTZLER, Ciceros literarische Leistung, Darmstadt, 1973, ambos en la serie Wege der
Forschung. Sobre los fundamentos teóricos de la doctrina retórica de Cicerón los
estudios más completos son los de A. MICHEL, Rhétorique et philosophie chez
Cicéron. Essai sur les fondements philosophiques de l’art de persuader, Paris, 1960,
y K. BARWICK, Das rednerische Bildungsideal Ciceros (Abhandlungen der sächs.
Akademie der Wissenschaften zu Leipzig, Phil. hist. Kl. Bd. 54, Hf. 3), Berlin, 1963.
Más antigua y menos útil es la monografía de G. CURCIO, Le opere retoriche di
Cicerone, Acireale, 1900 (= Roma, 1963). El reciente libro de A. GAOS SCHMIDT,
Cicerón y la elocuencia, México, 1993, resulta poco útil. También útiles,
especialmente en lo relativo a su concepción retórica, son las páginas dedicadas a
Cicerón en los libros de A. D. LEEMAN, Orationis Ratio: The Stylistic Theories of the
Roman Orators, Historians and Philosophers, Amsterdam, 1963 (trad. it., Bolonia,
1974), y G. A. KENNEDY, The Art of Rhetoric in the Roman World: 300 B.C.-A.D.
300, Cambridge, Mass., 1972, así como los numerosos estudios dedicados al tema
por W. KROLL, «Cicero und die Rhetorik», Neue Jahrb. Mass. Altertum 6 (1903),
681-689 (recogido en B. KYTZLER, ed.); «Studien über Ciceros Schrift de oratore»,
Rheinisches Museum 58 (1903), 552-597, y, en especial, la sección dedicada a los
escritos retóricos en la Real Enkyklopädie der klassische Altertumswissenschaft de
Pauly-Wissowa, «Tullius. Rhetorische Schriften», Suppl. VII, 1939, cols. 1091-1103,
o la sección correspondiente de su historia de la retórica en la misma enciclopedia,
s.v. «Rhetorik», Real Enkykl., Suppl. VI, 1940, cols. 1039-1137. Al análisis de la
concepción retórica de Cicerón están dedicados también los estudios de H. RAHN,
«Cicero und die Rhetorik», Ciceroniana 1 (1959), 158-179 (recogido en KYTZLER,
ed.); A. MICHEL, «La théorie de la rhétorique chez Cicéron: éloquence et
philosophie», en O. REVERDIN - B. GRANGE (eds.), Éloquence et rhétorique chez
Cicéron (Entretiens sur l’Antiquité Classique), Fondation Hardt, t. XXVIII, 1982,
págs. 109-147; R. BARILLI, «La retorica di Cicerone», Il Verri 19 (1965), 203-232; y
M. VON ALBRECHT, «Cicéron: théorie rhétorique et pratique oratoire», Les Études
Classiques, 52, 1984, págs. 19-24.
Sobre el concepto del orador ideal en Cicerón cf. las monografías de H. K.
SCHULTE, Orator. Untersuchungen über das ciceronianische Bildungsideal, Frankfurt,
1935; M. ORBAN, Orator doctus. Le concept cicéronien de la formation intellectuelle
de l’orateur, Lovaina, 1941; así como los estudios de P. MCKENDRICK, «Cicero’s
Ideal Orator», Class. Journ. 43 (1947-48), 339-347; E. GILSON, «Éloquence et
sagesse selon Cicéron», Phoenix 7 (1953), 1-19; G. M. A. GRUBE, «Educational,
Rhetorical and Literary Theory in Cicero», Phoenix 18 (1962), 234-257; B. B.
GILLELAND, «The Development of Cicero’s Ideal Orator», en Studies Ullmann, 1964,
ebookelo.com - Página 33
págs. 91-98; A. MICHEL, «L’originalité de l’idéal oratoire de Cicéron», Les Études
Classiques 39 (1971), 311-328; R. DEGL’I. PIERINI, «Cicerone demiurgo dell’oratore
ideale», Studi Italiani di Filolo. Clas., n. s., 51-52 (1979-1980), 84-102; F. DUPONT,
«Cicéron, sophiste romain», Langages 16 (1982), 23-46; C. CODOÑER, «Eloquentia y
orator», Estudios Clásicos 88 (1984), 297-302; y F. QUADLBAUER, «Optimus Orator /
Perfecte Eloquens: zu Ciceros formalem Rednerideal und seiner Nachwirkung»,
Rhetorica 2 (1984), 102-120. Sobre la estética de Cicerón en general E. DESMOULIEZ,
Cicéron et son goût. Essai sur une definition d’une esthétique romaine à la fin de la
Republique, Bruselas, 1976.
Las relaciones entre la retórica de Cicerón y la retórica helenística son analizadas
en dos obras relativamente antiguas, pero aún valiosas: L. LAURAND, De M. Tulli
Ciceronis studiis rhetoricis, París, 1907, y R. WEIDNER, Ciceros Verhältnis zur
griechisch-römischen Schulrhetorik seiner Zeit, Erlangen, 1925. Las influencias
platónicas en la concepción retórica de Cicerón pueden verse en el libro de A.
ALBERTE GONZÁLEZ, Cicerón ante la retórica. La «Auctoritas» platónica en los
criterios retóricos de Cicerón, Valladolid, 1987; sobre la influencia de Platón sobre
Cicerón en general pueden verse los diversos estudios de P. BOYANCÉ recogidos en su
libro Études sur l’humanisme cicéronien, Bruselas, 1970; R. WEISCHE, Ciceros und
die neue Akademie, Münster, 1961; A. E. DOUGLAS, «Cicero, Piatonis Aemulus»,
Greece and Rome 9 (1962), 41-51; G. ZOLL, Cicero Piatonis Aemulus, Zúrich, 1962;
W. BURKERT, «Cicero als Platoniker und Skeptiker. Zum Piatonverständnis der Neuen
Akademie», Gymnasium 72 (1965), 175-200, y especialmente el reciente C. LEVY,
Cicero Academicus: recherches sur les Académiques et sur la philosophie
cicéronienne Roma-París, 1992.
En lo referente a las influencias de Isócrates, cf. H. M. HUBBELL, The Influence of
Isocrates on Cicero, Dionysius and Aristides, New Haven, 1913, y S. E. SMETHURST,
«Cicero and Isocrates», Trans. Amer. Philol. Assoc. 69 (1953), 262-320. La presencia
de Aristóteles en la retórica helenística en general y en Cicerón en particular ha sido
objeto de atención en una serie de estudios por parte de F. SOLMSEN, entre ellos
«Aristotle and Cicero on the Orators Playing upon the Feelings», Classical Philology
33 (1938), 390-404, y «The Aristotelian Tradition in Ancient Rhetoric», Amer. Journ.
Philol. 62 (1941), 35-50, 169-190. Más recientes son los estudios, no exclusivamente
dedicados a la retórica, de O. GIGON, «Cicero und Aristoteles», Hermes 87 (1959),
143-162 (reimpr. en Studien zur antiken Philosophie, Berlín-Nueva York, 1972, págs.
305-325); P. MORAUX, «Cicéron et les ouvrages scolaires d’Aristote», Ciceroniana 2
(1975), 81-96; W. W. FORTENBAUGH, «Cicero’s Knowledge of the Rhetorical Treatises
of Aristotle and Theophrastus», en W. W. FORTENBAUGH - P. STEINMETZ (eds.),
Cicero’s Knowledge of the Peripatos (Rutgers Studies in Classical Humanities 4),
1989, págs. 39-60; W. GÖRLER, «Cicero und die Schule des Aristoteles», en
ebookelo.com - Página 34
FORTENBAUGH y STEINMETZ (eds.), págs. 246-263; y L. CALBOLI MONTEFUSCO,
«Cicero and Aristotle on the officia oratoris», en W. W. FORTENBAUGH (ed.),
Peripatetic Rhetoric after Aristotle (Rutgers University Studies in Classical
Humanities 6), 1994, págs. 66-94. Sobre la retórica estoica, aparte del ya envejecido
F. STRILLER, De Stoicorum studiis rhetoricis (Bres. Philol. Abhandl. I 2), Breslau,
1887, puede verse K. BARWICK, Probleme der stoischen Sprachlehre und Rhetorik
(Abhandl. der sächsischen Akademie der Wissenschaften zu Leipzig, Phil. hist. Kl.
Bd. 49, Heft 3), Berlín, 1957; y W. KROLL, «Rhetorica V: Zur Frage des
philosophischen Einfluss», Philologus 90 (1935), 206-215.
Las relaciones entre la teoría retórica y la práctica oratoria de Cicerón,
tradicionalmente dejadas de lado en los estudios sobre el autor, comenzaron a ser
objeto de atención desde el pionero trabajo de F. SOLMSEN, «Cicero’s First Speeches:
a Rhetorical Analysis», Trans. Amer. Philol. Assoc. 69 (1938), 542-556. En la línea
abierta por Solmsen se inscriben los libros de C. NEUMEISTER, Grundsätze der
forensichen Rhetorik gezeigt an Gerichtsreden Reden Ciceros, Múnich, 1964; W.
STROH, Taxis und Taktik. Die advokatische Dispositionskunst in Ciceros
Gerichtsreden, Stuttgart, 1975; G. ACHARD, Pratique rhétorique et idéologie
politique dans les discours «optimates» de Cicéron, Leiden, 1981; C. J. CLASSEN,
Recht, Rhetorik, Politik. Untersuchung zu Ciceros rhetorischer Strategie, Darmstadt,
1985; B. W. FRIER, The Rise of the Roman Jurists. Studies in Cicero’s pro Caecina,
Princeton, 1985; C. P. CRAIG, Form as Argument in Cicero’s Speeches: A Study of
Dilemma, Atlanta, 1993; y C. LOUTSCH, L’exorde dans les discours de Cicéron,
Bruselas, 1994.
Problemas específicos de la teoría retórica de Cicerón, especialmente en su
relación con la de Aristóteles, son tratados por S. SCHWEINFURTH-WALLA, Studien zu
den rhetorischen Überzeugungsmitteln bei Cicero und Aristoteles (Mannheimer
Beiträge zur Sprach-und Literaturwissenschaft 9), Tubinga, 1986; y J. WISSE, Ethos
and Pathos from Aristotle to Cicero, Amsterdam, 1989.
Una de las grandes innovaciones que la concepción retórica de Cicerón supone
con respecto a la teoría retórica contemporánea es su estrecha relación con la
filosofía, esencial para la formación del orador. La evolución de su pensamiento
filosófico, en estrecha relación con las obras retóricas, es analizado por P.
MACKENDRICK, The Philosophical Books of Cicero, Londres, 1989. Otros estudios
sobre la obra filosófica de Cicerón pueden verse en la reseña de A. MICHEL, «Cicéron
et les grands courants de la philosophie antique. Problèmes generaux», Lustrum 16
(1971-1972), 81-103. Sobre la filosofía política de Cicerón, algunos de cuyos
planteamientos ya aparecen bosquejados en La invención retórica, cf. W. Süss,
Cicero. Eine Einführung in seine philosophischen Schriften (mit Ausschluss der
staatsphilosophischen Werke), Wiesbaden, 1966; K. M. GIRARDET, Die Ordnung der
Welt. Ein Beitrag zur philosophischen Interpretation von Ciceros Schrift De legibus,
ebookelo.com - Página 35
Wiesbaden, 1983; y L. PERELLI, Il pensiero politico di Cicerone, Florencia, 1990. En
cuanto a la ética de Cicerón, de inspiración fuertemente estoica, vid. M. VALENTE,
L’éthique stoïcienne chez Cicéron, París, 1956. Por último, sobre la relación entre el
pensamiento de Cicerón y sus modelos griegos, así como sobre la cuestión de su
originalidad y romanidad, cf. M. RUCH, «La chronologie et la valeur respectives des
disciplines grecoromaines dans la pensée de Cicéron», Les Études Classiques 22
(1954), 351-365, y «Naturalisme culturel et culture international dans la pensée de
Cicéron», Rev. Étud. Lat. 48 (1970), 187-204; K. KUMANIECKI, «Tradition et apport
personnel dans l’oeuvre de Cicéron», Rev. Étud. Lat. 37 (1959), 171-183; U. KNOCHE,
«Cicero. Ein Mittler griechischer Geisteskultur», Hermes 87 (1959), 5774; y R. W.
MÜLLER, «Die Wertung der Bildungsdisziplinen bei Cicero», Klio 433-45 (1965), 77173.
La influencia de la retórica sobre el derecho romano fue considerable, al menos
según la tesis de J. STROUX, Römische Rechtswissenschaft und Rhetorik, Postdam,
1949. El estado de la cuestión puede verse en U. WESEL, Rhetorische Statuslehre und
Gesetzauslegung der römischen Juristen, Colonia, 1967. Tratan también la influencia
de la retórica sobre el derecho romano F. LANFRANCHI, Il diritto nei retori romani,
Milán, 1938; B. VONGLIS, La lettre et l’esprit de la loi dans la jurisprudence
classique et la rhétorique, Paris, 1967; y M. DUCOS, Les romains et la loi, Paris,
1984. Los aspectos generales relativos al derecho en Cicerón pueden verse en E.
COSTA, Cicerone giureconsulto, Bolonia, 2 vols., 1927-282; M. PALLASE, Cicéron et
les sources du droit, Paris, 1945; y G. CIULEI, L’équité chez Ciceron, Amsterdam,
1972, y, para los aspectos procesales, sigue siendo útil A. H. J. GREENIDGE, The Legal
Procedure of Cicero’s Time, Londres, 1901 (= Nueva York, 1971). A la filosofía del
derecho de Cicerón y sus modelos griegos están dedicados dos artículos recogidos en
K. BÜCHNER (ed.), Das neue Cicerosbild, los de T. MAYER-MALY, «Gemeinwohl und
Naturrecht bei Cicero», págs. 371-387, y M. VILLEY, «Rückkehr zur
Rechstphilosphie», págs. 259-303, así como J. BLÄNSDORF, «Griechische und
römische Elemente in Ciceros Rechtstheorie», Wurzb. Jahrb. 2 (1976), 135-147.
Estudios específicos sobre «La invención retórica»
Falta un estudio moderno de La invención retórica que sitúe a esta obra tanto en
el panorama retórico de la época como en el conjunto de la obra retórica y filosófica
de Cicerón. Están dedicados específicamente al análisis de La invención retórica las
obras de F. BADER, De Ciceronis rhetoricis libris, Greifswald, 1868; G. THIELE,
Quaestiones de Cornifici et Ciceronis artibus rhetoricis, Greifswald, 1889; R.
PHILIPPSON, «Ciceroniana I: De Inventione», Neue Jahrbücher für Philologie, 133,
1886, págs. 417-425; O. HEINICKE, De Ciceronis doctrina quae pertinet ad materiam
ebookelo.com - Página 36
artis rhetoricae et ad inventionem, Regimonii, 1891; y C. BIONE, I più antichi trattati
di arte retorica in lingua latina. Intorno a la «Rhetorica ad Herennnium» e al
Trattato ciceroniano «De inuentione», Pisa, 1910 (= Roma, 1965). La relación entre
este tratado y la Retórica a Herenio es analizada por G. HERBOLZHEIMER, «Ciceros
rhetorici libri und die Lehrschrift des Auctor ad Herennium», Philologus 81 (1926),
391-426; M. MEDVED, Das Verhältnis von Ciceros libri rhetorici zu «Auctor ad
Herennium», Viena, 1940; J. ADAMIETZ, Ciceros «De inuentione» und die «Rhetorik
ad Herennium», Marburgo, 1960; D. MATTHES, «Hermagoras von Temnos 19041955», Lustrum 3 (1958), 58-214; y K. BARWICK, «Probleme in den Rhet. LL.
Ciceros und der Rhetorik der sogenannten Auctor ad Herennium», Philologus 109
(1965), 57-74. Los estudios más completos sobre los prólogos de La invención
retórica son los de K. BARWICK, «Die Vorrede zum zweiten Buch der rhetorischen
Jugendschrift Ciceros und zum vierten Buch des Auctor ad Herennium», Philologus
105 (1961), 307-314; y P. GIUFFRIDA, «I due prooemi del De Inventione», en Lanx
satura T. Terzaghi oblata, Génova, 1963, págs. 113-216. A cuestiones de lengua está
dedicado el estudio de PH. THIELMANN, De sermonis proprietatibus quae leguntur
apud Cornificium et in primis Ciceronis libris, Estrasburgo, 1879. Por último, la
cuestión del título de la obra puede verse en W. HAELLINGK, «M. Tullii Ciceronis
libros de inventione inscripsisse rhetoricos», en Commentationes in honorem W.
Studemund, Estrasburgo, 1889, págs. 333-354; y J. TOLKIEHN, «Der Titel der
rhetorischen Jugendschrift Ciceros», Berl. Philol. Wochensch., 1918, págs. 11951200.
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SIGLAS
ACHARD
Cicéron. De l’invention, París, 1994.
ARIST., Ret.
Aristóteles, Retórica, ed., trad. y notas de Q.
RACIONERO, Madrid, 1990.
BORNECQUE
Cicero. De l’invention, édit. et traduit par H.
BORNECQUE, París, 1932.
CIC., Brut.
M. Tulli Ciceronis Brutus, rec. H. MALCOVATI, Leipzig,
19702.
CIC., De inu.
Rhetorici libri duo qui uocantur De inuentione, rec. E.
STROEBEL, Leipzig, 1915.
CIC., De orat.
M. Tullius Cicero De oratore, ed. K. KUMANIECKI,
Leipzig, 1969.
CIC., Orat.
M. Tulli Ciceronis Orator, ed. R. Westman, Leipzig,
1980.
CIC., Part. orat.
M. Tulli Ciceronis Rhetorica, vol. II, Partitiones
oratoriae, rec. A. S. WILKINS, Oxford, 1903.
CIC., Top.
M. Tulli Ciceronis Rhetorica, vol. II, Topica, rec. A. S.
WILKINS, Oxford, 1903.
Gram. lat. KEIL
Grammatici Latini, ex recensione HENRICI KEIL, vols. IVII, Leipzig, 1855-1880 (= Hildesheim, 1961).
HUBBELL
Cicero, De inventione, ed. with an english translation,
H. M. HUBBELL, Londres-Cambridge, Mass., 1949.
KENNEDY, Art of
Persuasion
G. A. KENNEDY, The art of Persuasion in Greece,
Cambridge, Mass., 1963.
KENNEDY, Art of
Rhetoric
G. A. KENNEDY, The Art of Rhetoric in the Roman
World: 300 B.C.-A.D. 300, Cambridge, Mass., 1972.
KROLL, Rhetorik
W. KROLL, «Rhetorik», en Real-Enzyclopädie der
Klassichen Altertumswissenschaft, Supplementband VI,
ebookelo.com - Página 38
Stuttgart, 1940, col. 1039-1137.
LAUSBERG
H. LAUSBERG, Manual de retórica literaria, 3 vols.,
Madrid, 1966-1969.
MARTIN, Antike
Rhetorik
J. MARTIN, Antike Rhetorik. Technik und Methode,
Múnich, 1974.
MALCOVATI,
Oratorum
Romanorum
Fragmenta
Oratorum Romanorum Fragmenta (Liberae
Publicae), ed. H. MALCOVATI, Turin, 19764.
QUINT.
M. Fabi Quintiliani Institutionis oratoriae libri
duodecim, rec. instr. M. WINTERBOTTOM, Oxford, 1970.
R. L. M. HALM
Rhetores Latini Minores, ex codicibus maximam partem
primum adhibitis emendabat C. HALM, Leipzig, 1863 (=
Frankfurt am Main, 1964).
Ret. a Alej.
Retórica a Alejandro, trad. de J. SÁNCHEZ SANZ,
Salamanca, 1989.
Ret. a Her.
Retórica a Herenio, intr., trad. y notas de S.NÚÑEZ,
Madrid, 1997.
VOLKMANN, Rhetorik
R. VOLKMANN, Die Rhetorik der Griechen und Römer,
Leipzig, 18852 (= Hildesheim, 1963).
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Rei
LIBRO I
ebookelo.com - Página 40
SUMARIO
I. INTRODUCCIÓN
Defensa y definición de la elocuencia (1)
Relaciones con la ciencia de la política (2)
Función y finalidad de la elocuencia (6)
Objeto de la elocuencia. Los géneros retóricos: deliberativo, demostrativo y
judicial (7)
Causas específicas y cuestiones generales. Crítica de la doctrina de Hermágoras
(8)
Las partes de la oratoria: invención, disposición, estilo, memoria y
representación (9)
II. LA INVENCIÓN. TEORÍA DEL ESTADO DE CAUSA (10)
1. Definición de estado de causa. Clasificación (10)
El estado de causa conjetural (11)
El estado de causa definitivo (11)
El estado de causa calificativo. Crítica de la clasificación de Hermágoras
(12)
Divisiones del estado de causa calificativo (14)
El estado de causa jurídico
Parte absoluta
Parte asuntiva. Partes
Confesión. Transferencia de la acusación. Rechazo de la responsabilidad.
Comparación.
El estado de causa recusativo (16)
2. La causa. Clases de causas. Causas simples y causas complejas (17)
Controversias basadas en un razonamiento (17)
Controversias basadas en un texto. Tipos (17)
El texto y su intención (17)
Conflictos entre leyes (17)
Ambigüedad (17)
Analogía (17)
Definición (17)
3. Elementos constitutivos de la causa (18)
Cuestión (18)
Justificación (18)
Punto a juzgar (18)
Fundamento (18)
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III. LAS PARTES DEL DISCURSO
1. El exordio (20)
Tipos de causas
Honesta (20)
Extraordinaria (20)
Insignificante (20)
Dudosa (20)
Oscura (20)
Objetivos del exordio (20)
Clases de exordio (20)
Exordio directo (20)
Exordio por insinuación (20)
Usos y preceptos del exordio (20)
Medios para obtener los objetivos del exordio (23)
Defectos del exordio (26)
2. La narración (27)
Clases de narración (27)
La narración de hechos. Relato legendario, historia, ficción (27)
La narración de personas (27)
Cualidades de la narración: brevedad, claridad, verosimilitud (28-30)
Defectos de la narración (30)
3. La división (31)
Función y tipos de división. Sus usos (31)
Importancia de la distinción entre género y especie (32)
Cualidades de la división: brevedad, completa, concisión (32)
Preceptos de la división (33)
4. La demostración. Definición (34)
1. Los medios de la demostración. Clases (34)
a. Según los atributos (34)
Atributos de las personas (34)
Atributos de los hechos (37)
Intrínsecos (37). Circunstanciales (38). Accesorios (41). Consecuentes (43).
b. Según el carácter de la argumentación (44)
La demostración necesaria (44)
El dilema. La enumeración. La inferencia simple (44)
La demostración probable (46)
Habitual, generalizada, analógica (46). Indicio, creíble, prejuzgado y comparable
(48).
2. Los tipos de argumentación (50)
El razonamiento inductivo (50)
Partes de la inducción (54)
ebookelo.com - Página 42
El razonamiento deductivo (57)
Partes del razonamiento deductivo (57)
Tipos de razonamientos deductivos (67)
5. La refutación (78)
Refutación de argumentaciones probables (79)
Refutación de argumentaciones necesarias (83)
Refutación de la conclusión (87)
Refutación del tipo de argumentación (89)
Refutación mediante otra argumentación (96)
6. La digresión. Crítica de Hermágoras (97)
7. La conclusión (98)
Partes de la conclusión (98)
Recapitulación (98)
Indignación. Lugares comunes (100)
Apelación a la misericordia. Lugares comunes (106)
IV. CONSIDERACIONES FINALES (109)
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VARIANTES
TEXTO DE STROEBEL
NUESTRO TEXTO
I 4, 5
neque Laelium neque eorum, ut
uere
dicam
discipulum
Africanum neque Gracchos,
neque
Laelium
neque
Africanum neque eorum, ut
uere
dicam,
discipulos
Gracchos MARTHAH, UBBEL
I 7, 9
firma animi rerum ac uerborum
ad inuentionem
ad inuentionem del. LAMBINUS,
SCHÜTZ, HUBBELL
I 13, 18
considerato
genere
causa,
[cognita constitutione],
considerato
genere
causa,
cognita constitutione, ACHARD
I 23, 32
ut aperta [intellecta] generum
ut aperte intellecta generum
ACHARD
I 23, 33
tempore [eo] commodissime
tempore eo
HUBBELL
I 23, 33
nulla sit, [et] cum simplex
nulla
sit,
cum
WEIDNER, HUBBELL
I 23, 33
peroratum sit Foc modo], ut
peroratum sit hoc modo ut
ACHARD
I 24, 35
comis [officiosus] an infacetus
comis an infacetus SCHÜTZ
I 25, 36
habitum autem [hunc]
hunc del. STROEBEL
I 27, 41
prudentiae [autem] ratio
prudentiae ratio KAYSER
I 29, 45
[ex morte illius]
ex morte illius HUBBELL
I 29, 45
in argumentationis habeat
in se argumentationis solum
habeat BORNECQUE, ACHARD
I 30, 48
in censura <non> nihil gessit
in
censura
BORNECQUE,
ACHARD
I 30, 48
qui eum [ob id factum] eo quod
ob id factum del. STROEBEL
ebookelo.com - Página 44
commodissime
simplex
nihil
gessit
HUDBELLA,
I 33, 55
* quod ei qui sibi ex lege
ei qui sibi ex lege HUBBELL,
ACHARD
I 36, 65
ea est huiusmodi
ea
<argumentatio>
est
huiusmodi WEIDNER, ACHARD
I 41, 76
id ut perspiciatur, scribamus *
in quolibet exemplo
id
ut
perspiciamus,
aut
scribamus
ipsi
et
nos
exerceamus aut, si id piget
facere, uideamus in quolibet
exemplo ACHARD
I 42, 78
in his omnibus [inuentionibus]
in his omnibus SCHÜTZ
I 45, 83
alterius partis
[conuersione]
alterius partis
LINDEMANN
I 50, 94
[item apud Pacuuium]
item apud Pacuuium HUBBELL
I 51, 97
[nam et augendi… dabuntur]
nam et augendi… dabuntur
HUBBELL
I 51, 97
de reprehesione haec [quidem]
existimauimus
de
reprehensione
haec
existimauimus WEIDNER
infirmatione
infirmatione
I 55, 107 et nunc [per quem] quibus in
malis sint
per quem del. STROEBEL
I 55, 108 [similem
in
conuertimus
similem in causam conuertimus
BORNECQUE
causam]
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Muchas veces me he preguntado si la facilidad de palabra y el excesivo
estudio de la elocuencia no han causado mayores males que bienes a hombres
y a ciudades. En efecto, cuando considero los desastres sufridos por nuestra
república[1] y repaso las desgracias acaecidas en otros tiempos a los más
poderosos estados, compruebo que una parte considerable de estos daños ha
sido causada por hombres de la más grande elocuencia[2]. Mas cuando
empiezo a investigar en los testimonios literarios esos acontecimientos que
por su antigüedad están ya alejados de nuestra memoria, me doy cuenta de
que es la elocuencia más que la razón la que ha servido para fundar muchas
ciudades, sofocar muchas guerras y establecer muchas y muy firmes alianzas
y amistades inviolables.
Así, tras largas reflexiones, el análisis me ha llevado a concluir que la
sabiduría sin elocuencia es poco útil para los estados, pero que la elocuencia
sin sabiduría es casi siempre perjudicial y nunca resulta útil. Por ello, quien
descuida el estudio noble y digno de la filosofía y la moral y consagra todas
sus energías al ejercicio de la palabra, se convierte en un ciudadano inútil
para sí mismo y perjudicial para su patria[3]. Por el contrario, quien se arma
con la elocuencia no para luchar contra los intereses de su patria sino para
defenderlos, éste, en mi opinión, será un hombre muy útil tanto para los
propios intereses como para los intereses públicos y un leal ciudadano.
Ahora bien, si examinamos los orígenes de lo que llamamos elocuencia,
ya sea un arte, un estudio, una práctica o una facultad natural[4],
descubriremos que nació por causas muy dignas y se desarrolló por
excelentes motivos.
Hubo un tiempo, en efecto, en el que los hombres erraban por los campos
como animales, se sustentaban con alimentos propios de bestias y no hacían
nada guiados por la razón sino que solían arreglar casi todo mediante el uso
de la fuerza; no existía aún el culto a los dioses; nada regulaba las relaciones
entre los hombres; nadie había visto aún matrimonios legales ni mirado a
hijos que pudiera considerar como propios; tampoco conocían los beneficios
de una justicia igual para todos. Así, por error e ignorancia, la pasión ciega e
incontrolada que domina el alma satisfacía sus deseos abusando de su
perniciosa compañera, la fuerza física.
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1
2
2
Entonces un hombre sin duda superior y sabio descubrió las cualidades
que existían en los hombres y su disposición para realizar grandes empresas
si fuera posible desarrollarlas y mejorarlas mediante la instrucción. Dotado de
un talento excepcional, congregó y reunió en un mismo lugar a los hombres
que estaban dispersos por los campos y ocultos en los bosques y les indujo a
realizar actividades útiles y dignas; al principio, faltos de costumbre, se
resistieron, pero luego le escucharon con un entusiasmo cada vez mayor
gracias a su sabiduría y elocuencia; así, de fieros e inhumanos los hizo
mansos y civilizados[5].
En lo que a mí respecta, no creo que una sabiduría muda y sin elocuencia
hubiera podido apartar repentinamente a los hombres de sus costumbres y
hacerles adoptar géneros de vida diferentes. Además, una vez que fueron
fundadas las ciudades, ¿cómo hubieran podido los hombres aprender a
mantener vínculos de fidelidad y respetar la justicia, a acostumbrarse a
obedecer a otros voluntariamente, a juzgar no sólo que debían trabajar por el
bien común sino incluso dar su vida por él, si otros hombres no hubieran sido
capaces de convencerlos con su elocuencia de lo que su razón les había
revelado? Es evidente que sólo un discurso grave y elegante pudo convencer
a hombres dotados de gran fuerza física para que, sometiéndose a la justicia
sin recurrir a la violencia, aceptaran ser iguales que aquellos a los que podían
dominar, y renunciaran voluntariamente a unas costumbres tan agradables a
las que el tiempo les había conferido el carácter de un derecho natural[6].
Así fue, al parecer, como nació y se desarrolló la elocuencia y también así
como más tarde sirvió a los más altos intereses de los hombres en cuestiones
tan fundamentales como la paz y la guerra. Pero cuando el interés particular,
mala imitación de la virtud, privado de cualquier principio moral, se apoderó
de la elocuencia, entonces la maldad, apoyándose en el talento, comenzó a
corromper las ciudades y a poner en peligro la vida de los hombres.
Explicaré ahora el origen de este mal, toda vez que ya he señalado el
comienzo de sus beneficios. En mi opinión, hubo probablemente un tiempo
en el que ni las personas sin elocuencia y sabiduría solían dedicarse a los
asuntos públicos ni los hombres superiores y elocuentes se ocupaban de
causas privadas. Mas como los asuntos de mayor importancia eran tratados
por las personas más eminentes, otros hombres, que no carecían de talento, se
dedicaron a los pequeños conflictos entre particulares. Cuando en estos
conflictos los hombres se acostumbraron a defender la mentira frente a la
verdad[7], el uso frecuente de la palabra aumentó su temeridad hasta el punto
de que los verdaderos oradores, ante las injusticias que se cometían contra los
ciudadanos, se vieron obligados a enfrentarse a esos temerarios y defender
cada uno a sus amigos. Y así, como los que habían dejado de lado la sabiduría
para dedicarse exclusivamente a la elocuencia parecían sus iguales cuando
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hablaban, y en ocasiones los superaban, ellos mismos se consideraron dignos
de gobernar el estado y de igual modo los consideró la multitud. Por ello no
debe sorprender que siempre que hombres temerarios e irreflexivos se
apoderan del timón de la nave, ocurran grandes e irreparables naufragios.
Esto causó tanto odio y descrédito a la elocuencia que, como cuando se busca
en puerto refugio a una violenta tempestad, los hombres de mayor talento
abandonaron esa vida sediciosa y de tumultos para refugiarse en la calma del
estudio.
Éste es a mi juicio el motivo por el que desde entonces los hombres más
eminentes dedicaron su ocio a practicar y a hacer brillar otras ciencias, nobles
y dignas, mientras ésta, abandonada por la mayoría, caía en desuso
precisamente cuando con más ardor y empeño era necesario cultivarla y
defenderla. En efecto, cuanto más indignamente la temeridad y audacia de
unos hombres ignorantes y sin principios corrompía para perdición del estado
la más honrosa y noble de las actividades, tanto más hubieran debido
enfrentarse a ellos y defender al estado.
No pasó esto desapercibido a nuestro gran Catón, ni a Lelio o al Africano,
ni a quienes verdaderamente fueron sus discípulos, los Graco, nietos del
Africano, hombres de gran virtud a los que engrandecía un enorme prestigio
y de una elocuencia que era ornato de su virtud y defensa del estado[8].
Por ello, y a pesar del abuso que algunos hacen de ella tanto en asuntos
privados como públicos, creo que se debe cultivar el estudio de la elocuencia;
más aun, debemos hacerlo con mayor afán para evitar que los malos
ciudadanos[9] prevalezcan en detrimento de los hombres de bien y para ruina
común de todos, especialmente porque la elocuencia es la única actividad que
concierne a todos los asuntos públicos y privados y es la que hace que nuestra
vida resulte segura, digna, ilustre y agradable; siempre que va acompañada
por la sabiduría, que modera todas las actividades humanas, ella proporciona
al estado los mayores beneficios; de ella obtienen los que la poseen gloria,
honor y dignidad; ella es también la mejor y más segura defensa para los
amigos.
Aunque en mi opinión los hombres son en muchos aspectos inferiores y
más débiles que los animales, los superan especialmente por la capacidad de
hablar[10]. Por ello me parece extraordinaria la gloria de quienes vencen a
otros hombres en aquello en que son superiores a los animales. Y si esto no se
obtiene exclusivamente por la naturaleza y el ejercicio sino que es obra de
algún tipo de arte, no me parece que esté fuera de lugar examinar lo que dicen
quienes nos han dejado preceptos sobre esta materia[11].
Pero antes de tratar los preceptos de la oratoria conviene hablar de la
naturaleza de este arte, su función, su finalidad, su materia y sus partes; en
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efecto, una vez que conozcamos estos conceptos, podremos comprender con
mayor facilidad y rapidez la razón y el método de este arte.
Hay una ciencia de la política que incluye muchos e importantes
elementos[12]; una parte importante y considerable de ésta la constituye la
elocuencia según las reglas del arte, a la que llaman retórica[13]. No estoy de
acuerdo con quienes piensan que la política no necesita de la retórica, pero
me opongo aún más a quienes piensan que ésta se reduce a la eficacia y
habilidad retórica. Por ello consideraré la capacidad de la oratoria[14] como
algo de lo que puede decirse que es parte de la ciencia de la política.
Parece evidente que la función de la retórica es hablar de manera
adecuada para persuadir y que su finalidad es persuadir mediante la
palabra[15]. Entre función y finalidad existe la siguiente diferencia: en la
función se considera lo que conviene hacer, en la finalidad, lo que conviene
conseguir. Así, decimos que la función del médico consiste en tratar
adecuadamente para curar y su finalidad es la salud misma; de la misma
manera se comprenderá qué entiendo por función y finalidad del orador si
digo que la función es lo que éste debe hacer y, la finalidad, aquello por lo
que debe hacerse[16].
Entiendo por materia de un arte todo lo que comprende ese arte y la
capacidad que confiere. Así como decimos que la materia de la medicina son
las enfermedades y las heridas porque de ellas se ocupa toda la medicina, de
la misma manera consideramos como materia de la retórica todo aquello de lo
que se ocupa el arte y la capacidad oratoria. El número de estos elementos
varía, sin embargo, según los diversos autores. Gorgias de Leontinos,
probablemente el más antiguo de los rétores, sostuvo la opinión de que el
orador estaba capacitado para hablar con gran elocuencia sobre cualquier
tema, atribuyendo así a nuestro arte una materia en mi opinión inmensa y sin
límites[17]. Por el contrario, Aristóteles, a quien nuestro arte debe muchas
contribuciones y ornamentos, pensó que la función del orador se desarrollaba
en tres clases de materias: el género demostrativo, el deliberativo y el judicial
El demostrativo es el que se emplea en alabanza o censura de alguna persona
determinada; el deliberativo, reservado a la discusión de cuestiones políticas,
se usa para expresar opiniones[18]; el judicial, usado ante los tribunales,
implica la acusación y defensa, o bien la demanda y la réplica[19]. Y, en mi
opinión al menos, son a estos tres géneros a los que se reduce el arte y la
capacidad del orador.
En cuanto a Hermágoras, parece que no presta atención a lo que dice ni
comprende lo que propone cuando divide la materia de la oratoria en causas
específicas y cuestiones generales[20]. Define las causas específicas como
aquellas que implican una confrontación dialéctica en la que intervienen
personas determinadas; también yo las reconozco como propias del orador,
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pues le he atribuido las tres partes ya mencionadas, la judicial, la deliberativa
y la demostrativa. Por cuestiones generales entiende la confrontación
dialéctica en la que no se mencionan personas concretas, del siguiente tipo:
«¿Existe algún bien además de la honestidad?», «¿Se puede confiar en los
sentidos?», «¿Qué forma tiene el mundo?», «¿Cuál es el tamaño del sol?»[21].
Como todo el mundo entenderá fácilmente, estas cuestiones generales nada
tienen que ver con la función del orador, pues carece de sentido atribuir al
orador, como si fueran de escasa importancia, esos problemas a los que con
gran esfuerzo han aplicado su ingenio los más insignes filósofos[22].
Y todavía si Hermágoras hubiera poseído un conocimiento profundo de
estos temas, adquirido con el estudio y ejercicio, podría parecer que, confiado
en su ciencia, definió mal la función del orador y describió sus propias
capacidades, no las de este arte. Pero dadas las aptitudes de Hermágoras,
sería más fácil negarle el conocimiento de la retórica que atribuirle el de la
filosofía. Y no lo digo porque la Retórica que escribió me parezca
absolutamente errónea, pues es evidente que en ella reunió con ingenio y
diligencia lo mejor de los tratados antiguos, a los que añadió algunos
preceptos nuevos de su propia invención[23]. Pero para un orador no basta con
hablar de su propio arte, como él hizo; mucho más importante es expresarse
según los principios de ese arte, algo de lo que, como todos sabemos,
Hermágoras era completamente incapaz.
Creo por ello que el objeto de la retórica es, como ya he dicho, el que le
atribuyó Aristóteles. Sus partes son las que la mayoría de los autores enseña:
la invención, la disposición, el estilo, la memoria y la representación. La
invención consiste en la búsqueda de argumentos verdaderos o verosímiles
que hagan creíble nuestra causa; la disposición sirve para ordenar
adecuadamente los argumentos hallados; el estilo adapta las palabras
apropiadas a los argumentos de la invención; la memoria consiste en retener
firmemente las ideas y palabras. La representación es el control de la voz y
del cuerpo de manera acorde con el valor de las ideas y palabras.
Una vez tratados brevemente estos puntos, dejaré para otra ocasión las
consideraciones que nos permitan explicar la naturaleza, finalidad y función
de este arte, pues ello nos exigiría un largo desarrollo y no afecta demasiado a
la descripción y exposición de sus principios. Ahora bien, pienso que quien
escribe un tratado de retórica debe ocuparse de las otras dos cuestiones, la
materia y sus partes. Además, creo que ambas deben ser tratadas
conjuntamente. Por ello, examinaremos fundamentalmente cómo debe ser en
cualquier tipo de causas la invención, la más importante de todas las partes.
Todo lo que implica una controversia que deba resolverse mediante un
discurso o un debate plantea una cuestión relativa a un hecho, una palabra,
una calificación o un procedimiento jurídico. La cuestión que da origen a la
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causa recibe el nombre de estado de causa[24]. El estado de causa constituye
el primer conflicto que se produce al rechazar la acusación. Por ejemplo: «Lo
hiciste», «no lo hice» o «tenía derecho a hacerlo». Cuando la controversia se
refiere a un hecho, el estado de causa se llama conjetural, pues la causa se
basa en una conjetura. Cuando se refiere a una palabra, puesto que su
significado debe ser definido mediante palabras, el estado de causa recibe el
nombre de definitivo. Cuando se examina en qué consiste un acto, el estado
de causa recibe el nombre de calificativo, pues la discusión se refiere a la
naturaleza y a la clase del hecho. Pero cuando la persona que demanda o a
quien se demanda no son las apropiadas, ni el tribunal, el momento, la
jurisdicción, la acusación o la petición de pena son los adecuados, el estado
de causa recibe el nombre de competencial, pues se hace necesaria una acción
de recusación o de modificación de la acusación. Sea cual sea el tipo de
causa, siempre será aplicable alguno de estos estados, pues cuando no
interviene alguno no existe ninguna controversia y ni tan siquiera es posible
considerarlo como una causa[25].
La controversia sobre un hecho puede referirse a cualquier periodo de
tiempo. Puede versar sobre el pasado; por ejemplo: «¿Mató Ulises a Áyax?»;
sobre el presente; por ejemplo: «¿Son los habitantes de Fregelas amigos del
pueblo romano?»; o sobre el futuro; por ejemplo: «¿Si dejamos intacta a
Cartago, sufrirá algún daño la república?»[26].
La controversia se produce sobre un nombre[27] cuando existe acuerdo
sobre un hecho y nos preguntamos qué nombre debemos darle. En este tipo
de causas la discusión debe plantearse sobre el nombre no porque se dude del
hecho o porque éste deje de estar comprobado sino porque cada uno lo ve de
manera diferente y por ello lo denomina con términos distintos. En estos
casos convendrá definir y describir brevemente el hecho. Por ejemplo, si
roban un objeto sagrado de una casa particular, ¿deberá ser juzgado el
culpable como ladrón o como sacrílego? Al plantear esta cuestión tendremos
que definir lo que es un robo y lo que es un sacrilegio y demostrar con una
explicación adecuada que el hecho en cuestión exige una denominación
distinta de la que nuestros adversarios utilizan[28].
Hay controversia sobre la calificación cuando existe acuerdo en qué se ha
hecho y estamos conformes en cómo debe ser definido, pero se cuestiona su
importancia, su naturaleza y, en general, sus cualidades; por ejemplo, si es
justo o injusto, útil o inútil. Incluye todos aquellos casos en que se analizan
las características de los hechos sin discutir su definición[29].
Hermágoras dividió esta clase en cuatro partes: deliberativa,
demostrativa, jurídica y pragmática[30]. Puesto que en mi opinión se trata de
un error considerable, creo que debo criticarlo aunque sea brevemente; si
guardo silencio, podría pensarse que no tengo motivos para rechazarlo, pero
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si insisto demasiado en este punto, parecería que estoy retrasando e
impidiendo la exposición de los restantes preceptos.
Si el deliberativo y el demostrativo son géneros de causas, no pueden ser
considerados correctamente como especies de alguno de esos géneros. En
efecto, una misma cosa puede ser género de una cosa o especie de otra pero
no puede ser al mismo tiempo género y especie de una misma cosa. Ahora
bien, el deliberativo y el demostrativo son géneros de causas pues, o no
existen los géneros, o sólo existe el judicial, o existe el judicial, el
demostrativo y el deliberativo. No tiene sentido decir que no existen los
géneros cuando se afirma que hay muchas causas y se dan preceptos para
tratarlas. Y ¿cómo podría haber un solo género, el judicial, cuando el discurso
deliberativo y el demostrativo no tienen parecido alguno entre sí, son
completamente diferentes del judicial y cada uno tiene una finalidad propia a
la que debe atenerse? Hay que concluir, por tanto, que existen tres géneros de
causas. [El deliberativo y el demostrativo no pueden ser considerados
correctamente como subtipos de ningún otro género de causa. Se equivocó,
pues, Hermágoras cuando dijo que eran partes del estado cualitativo.]
Si no es posible considerarlas correctamente como especies de un género
de causa, menos motivos hay para considerarlas como subespecies de la
causa. Todo estado de causa es una especie de la causa, pues no es la causa la
que se adapta al estado sino el estado a la causa. Pero el demostrativo y el
deliberativo no pueden ser considerados correctamente como especies de un
género de causa, pues ellos mismos son géneros; mucha menos razón habrá
para considerarlos como especies de esa especie a la que nos referimos.
Además, si el estado de causa, en general o en cualquiera de sus partes,
consiste en una refutación de la acusación, lo que no constituye una
refutación de ésta no es ni un estado de causa ni una parte de él. [Ahora bien,
si no existe refutación alguna de la acusación, no hay ni estado de causa ni
parte del mismo]: el discurso deliberativo y el demostrativo no son ni un
estado de causa ni parte alguna de él. [Luego, si el estado de causa o alguna
de sus partes es la respuesta a la acusación, el género deliberativo y el
demostrativo no son estados de causa ni partes de éstos.] Pero Hermágoras
afirma que el estado de causa consiste en refutar la acusación; debe admitir
entonces que el género demostrativo y el deliberativo no son ni un estado de
causa ni partes del mismo. Y esta argumentación siempre le creará
dificultades, bien defina al estado de causa como la primera calificación que
de ésta hace la acusación, bien como el primer alegato de la defensa, pues
siempre lo acompañarán los mismos inconvenientes.
Además, una causa conjetural no puede ser al mismo tiempo y en un
mismo género conjetural y definitiva, ni una causa definitiva puede ser al
mismo tiempo y en un mismo género definitiva y recusativa. De manera
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general, ningún estado de causa o parte de un estado de causa puede al mismo
tiempo tener características propias e incluir las de algún otro estado, pues
cada uno es analizado por sí mismo y por su propia naturaleza, y si se le
añade otra se dobla el número de estados de causa pero no aumentan sus
características. Al contrario, por lo general una causa deliberativa incluye al
mismo tiempo y en el mismo género estados de causa conjeturales,
cualitativos, definitivos o competencial, a veces uno solo, otras varios. Por
tanto, una causa deliberativa no es ni estado de causa ni parte de él. Lo
mismo suele ocurrir en el género demostrativo. Así pues, debemos
considerarlos como géneros de causas, tal como dije antes, no como partes de
algún estado de causa[31].
Por tanto, el estado de causa que llamamos calificativo se divide en mi
opinión en dos clases: jurídica y pragmática. La jurídica es aquella en que se
analiza la naturaleza de lo justo y del bien, o los fundamentos de la
recompensa y el castigo; la pragmática es aquella en que examinamos las
leyes establecidas por las costumbres de la comunidad o la equidad, examen
que entre nosotros se considera tarea de los jurisconsultos[32].
El estado de causa jurídico se divide a su vez en dos clases, la absoluta y
la asuntiva. La absoluta contiene en sí cuanto es suficiente para establecer si
algo es justo o injusto. La asuntiva se produce cuando ella misma no contiene
apoyos firmes para rechazar la acusación y busca medios de defensa en
consideraciones externas a la causa. Esta última tiene a su vez cuatro partes:
confesión, transferencia de la responsabilidad, rechazo de la acusación y
comparación[33].
La confesión se emplea cuando el acusado, en lugar de defender su
conducta, suplica el perdón. Se divide en dos partes: excusa y súplica.
La excusa se da cuando se admiten los hechos pero se rechaza la
culpabilidad[34]. Tiene tres tipos: ignorancia, casualidad y necesidad[35].
En la súplica, el acusado reconoce su culpabilidad y el carácter
intencional de los hechos, y sin embargo suplica que se le perdone. Esto se da
en muy raras ocasiones.
La transferencia de la acusación se produce cuando el acusado intenta
apartar de sí la responsabilidad del hecho que se le imputa atribuyéndoselo a
otra persona. Esto puede hacerse de dos maneras según que impute a otra
persona la responsabilidad o el hecho. Se rechaza la responsabilidad cuando
decimos que actuamos bajo presión o por orden de alguien; el hecho, cuando
decimos que algún otro ha debido o podido cometerlo.
Existe rechazo de la responsabilidad cuando sostenemos que tuvimos
derecho a actuar como lo hicimos porque previamente se dio una provocación
injusta.
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La comparación se da cuando alegamos que hicimos alguna otra acción
justa o útil y decimos que para realizarla hicimos aquello por lo que nos
acusan.
En el cuarto estado de causa, que llamamos competencial, la controversia
surge por saber quién puede plantear el caso, contra quién, con qué
procedimiento, ante qué jurisdicción, con qué derecho o en qué momento o,
en general, se trata de cambiar o anular la acción. Se cree que el inventor de
este estado de causa fue Hermágoras, no porque los oradores anteriores no lo
hubiesen utilizado antes, pues muchos lo usaron con frecuencia, sino porque
los que escribieron sobre retórica antes que él lo pasaron por alto sin incluirlo
entre los estados de causa. Muchos criticaron después su descubrimiento,
equivocados, en mi opinión, no por ignorancia, pues su existencia es
evidente, sino llevados por la envidia y la malevolencia[36].
He expuesto los estados de causa y sus especies; en cuanto a los ejemplos
de cada uno, creo que será preferible presentarlos cuando muestre los
argumentos apropiados para cada uno de ellos, pues los principios de la
argumentación serán más claros cuando podamos adaptarlos de manera
inmediata al género y al tipo de causa.
Una vez determinado el estado de causa, conviene examinar
inmediatamente si la causa es simple o compleja, y en este último caso, si lo
es por incluir varias cuestiones o por incluir una comparación[37]. Es simple
la que debe resolver una sola cuestión completa. Por ejemplo: «¿Debemos
declarar la guerra a Corinto o no?». Una causa compleja consta de varias
cuestiones y en ella se debe responder a varias preguntas. Por ejemplo:
«¿Debemos destruir Cartago, devolverla a los cartagineses o establecer allí
una colonia?». La causa implica una comparación cuando se confrontan
diferentes acciones para decidir cuál es preferible o cuál es la mejor; por
ejemplo: «¿Debemos enviar el ejército a Macedonia contra Filipo para ayudar
a nuestros aliados o debemos mantenerlo en Italia para disponer contra
Aníbal del mayor número de tropas?»[38].
En segundo lugar se debe examinar si la controversia se refiere a un
razonamiento o a un texto. La discusión sobre un texto es la que surge por la
redacción de un escrito y su naturaleza[39].
Se distinguen aquí cinco clases, que no deben ser confundidas con los
estados de causa. Unas veces las palabras del propio texto parecen
contradictorias con la intención del autor; otras, dos o más leyes parecen
discrepar entre sí; otras, el texto parece tener dos o más significados; otras
veces se puede descubrir en el texto algo que no está contemplado en él; por
último, como en el caso del estado de causa definitivo, hay ocasiones en que
se analiza el significado de una palabra contenida en el texto. Por ello,
decimos que la primera clase se refiere al texto y su intención, la segunda a
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leyes en conflicto, la tercera a las ambigüedades, la cuarta a la analogía y la
quinta a la definición.
Por el contrario, la controversia se refiere a un razonamiento cuando se
discute no sobre un texto sino sobre una argumentación.
Ahora, una vez examinado el tipo de causa y establecido su estado,
después de comprobar si se trata de una causa simple o compleja y decidir si
la controversia versa sobre un texto o sobre un razonamiento, habrá que
establecer sucesivamente la cuestión, la justificación, el punto a juzgar y el
fundamento de la causa. Todos estos elementos deben surgir del estado de
causa.
La cuestión nace de la contraposición entre dos tesis; por ejemplo: «No
tenías derecho a hacerlo». «Tenía derecho». Es el conflicto entre las tesis, por
tanto, el que determina el estado de causa; de él surge la discusión que
llamamos cuestión; en este caso: «¿Tenía derecho a hacerlo?».
La justificación es aquello sobre lo que se basa la causa; si la suprimimos,
no existirían motivos para su discusión. Tomemos, por ejemplo, un caso fácil
y bien conocido para explicar este punto. Si Orestes, acusado del asesinato de
su madre, no dijera: «Tuve derecho a hacerlo, pues ella había matado a mi
padre», no tendría posibilidad de defensa. Si se suprimiera esta justificación,
se eliminaría al mismo tiempo toda la discusión. La justificación de esta
causa es, pues, que ella había matado a Agamenón.
El punto a juzgar es la discusión que nace de la refutación [o
confirmación] de la justificación. Sea, por ejemplo, la justificación que
acabamos de exponer. «Ella, dice Orestes, había matado a mi padre». «Pero,
replicará la acusación, no eras tú, su hijo, quien debía matar a tu madre; su
acto hubiera podido ser castigado sin que tu cometieras un crimen». Así, al
refutar la justificación surge la discusión fundamental del debate que
llamamos punto a juzgar, que en este caso sería el siguiente: «¿Tenía Orestes
derecho a matar a su madre puesto que ella había matado al padre de
Orestes?».
Fundamento de la causa es el argumento más sólido de la defensa y el
más decisivo para el punto a juzgar. Por ejemplo, si Orestes decidiera alegar
que la actitud de su madre con respecto a su padre, a él mismo, a sus
hermanas, a su reino y a la fama de su linaje y familia fue tal que sus hijos
tenían el más justo derecho a castigarla[40].
De la misma manera se determina en todos los demás estados de causa el
punto a juzgar. Pero en el estado conjetural, al no existir justificación, puesto
que no se admiten los hechos, el punto a juzgar no puede proceder de la
refutación de la justificación. Por ello coinciden necesariamente la cuestión y
el punto a juzgar: «Ocurrió el hecho»; «No ocurrió»; «¿Ocurrió?»[41].
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Además deberemos encontrar tantas cuestiones, justificaciones, puntos a
juzgar y fundamentos como estados o subdivisiones existan en cada causa.
Una vez determinados en cada causa todos estos puntos, debemos
examinar a continuación una por una las partes de la causa entera. En efecto,
el orden en que debemos decir cada punto no coincide necesariamente con el
orden en que debemos examinarlos, y ello porque si queremos que el
comienzo del discurso presente una estrecha relación y cohesión lógica con la
causa, hay que asociarlo con los temas que se discutirán más adelante. Por
ello, una vez que mediante los preceptos de la retórica hayamos descubierto
adecuadamente el punto a juzgar y los argumentos que hay que buscar para
defenderlo y los hayamos tratado con cuidado y diligencia, sólo entonces
deberemos ordenar las partes del discurso.
Estas partes son, en mi opinión, seis: exordio, narración, división,
demostración, refutación y conclusión[42].
Puesto que el exordio debe ser la primera de todas, presentaré yo también
primero los preceptos para su tratamiento sistemático.
El exordio es la parte del discurso que dispone favorablemente el ánimo
del oyente para escuchar el resto de la exposición. Lograremos esto si
conseguimos que se muestre favorable, atento e interesado[43]. Por ello, quien
quiera obtener un buen exordio para la causa, primero deberá estudiar
atentamente la clase de causa[44].
Hay cinco clases de causas: digna, extraordinaria, insignificante, dudosa
y oscura[45]. La causa es digna cuando desde el principio, antes de tomar la
palabra, el ánimo del oyente se muestra ya favorable a nuestra causa; es
extraordinaria cuando el ánimo de los que van a escucharnos está en contra
nuestra; insignificante es aquella que los oyentes desprecian y no consideran
digna de gran atención; es dudosa cuando el punto a juzgar es incierto o la
causa, que es en parte digna y en parte deshonrosa, suscita a la vez simpatía y
hostilidad; es oscura cuando la causa está por encima de la inteligencia de los
oyentes o comporta circunstancias difíciles de comprender.
Puesto que las clases de causas son tan diversas, es preciso adoptar un
exordio diferente para cada una de ellas. Existen dos clases de exordios: el
exordio directo y el exordio por insinuación.
El exordio directo busca conseguir abierta y claramente que el oyente se
muestre favorable, interesado y atento.
El exordio por insinuación se introduce en la mente del oyente mediante
el disimulo y el rodeo, sin que éste se dé cuenta[46].
Si en una causa del género extraordinario los oyentes no se muestran
completamente hostiles, podremos intentar obtener su simpatía mediante un
exordio directo. Pero si se manifiestan decididamente hostiles, será preciso
recurrir al exordio por insinuación, pues pedir abiertamente a una persona
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indignada su afecto y simpatía no sólo no sirve para obtenerlo sino que
contribuye a aumentar e inflamar su hostilidad. Por el contrario, en una causa
del género insignificante para evitar la indiferencia es necesario lograr la
atención del oyente. En una causa del género dudoso deberemos iniciar el
discurso por el punto a juzgar si éste es ambiguo. Si por el contrario la causa
incluye elementos honestos y deshonrosos, habrá que ganar la simpatía del
oyente para que parezca que la causa pertenece al género honesto. Cuando la
causa corresponde al género honesto, se puede prescindir del exordio directo
y comenzar, si nos parece conveniente, por la narración, por una cita legal o
por algún razonamiento sólido que apoye nuestro discurso[47]. Si preferimos
utilizar el exordio directo, deberemos recurrir a los medios para obtener el
favor y aumentar la predisposición ya existente. En las causas del género
oscuro deberemos lograr mediante el exordio directo que los oyentes se
muestren interesados.
Ahora, una vez que he señalado los objetivos que deben obtenerse con el
exordio, nos falta mostrar los medios por los cuales se pueden lograr cada
uno de ellos.
El favor del oyente se consigue de cuatro maneras: hablando de nosotros,
de nuestros adversarios, de los oyentes o de los hechos[48].
Hablando de nosotros si mencionamos sin arrogancia nuestros méritos y
servicios; si minimizamos las acusaciones que se nos imputan o las sospechas
a que hayamos dado lugar por algún comportamiento poco honroso; si
exponemos los infortunios que nos han sucedido o las dificultades que nos
amenazan o si recurrimos a los ruegos y a las súplicas con humildad y
sumisión[49].
Hablando de nuestros adversarios si logramos atraer sobre ellos la
hostilidad, la animadversión o el desprecio. Lograremos la hostilidad si
exponemos acciones vergonzosas, arrogantes, crueles o malintencionadas que
hayan cometido; la animadversión, si revelamos su poder, influencia política,
riquezas, relaciones familiares y el uso arrogante e intolerable que hacen de
estos medios, para que resulte evidente que confían más en ellos que en la
razón de su causa; lograremos el desprecio si mostramos su pereza, descuido,
cobardía, incompetencia y costumbres disolutas[50].
Lograremos el favor hablando de los oyentes si elogiamos su valor,
sabiduría y clemencia —sin mostrar una adulación excesiva— y si
mostramos la gran reputación de que gozan y la enorme expectación que
despierta su autorizada opinión.
Hablando de los hechos, si encomiamos y alabamos nuestra causa y
desacreditamos la de nuestros adversarios mediante alusiones despectivas.
Haremos que los oyentes estén atentos si mostramos que los asuntos que
vamos a tratar son importantes, novedosos e increíbles; o que afectan a todos
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los ciudadanos, a los oyentes, a algunos hombres ilustres, a los dioses
inmortales o a los intereses generales del Estado; también si prometemos ser
breves al exponer la causa y damos a conocer el punto a juzgar, o los puntos,
si se trata de varios[51].
Haremos que los oyentes se muestren interesados si les exponemos con
claridad un breve resumen de la causa, es decir, en qué consiste la
controversia, pues para despertar el interés debemos al mismo tiempo lograr
la atención; en efecto, la persona que muestra mayor interés es quien está
dispuesta a escuchar con mayor atención[52].
Es éste el momento de exponer cómo ha de tratarse el exordio por
insinuación. Debemos emplear el exordio por insinuación cuando la causa
pertenece al género extraordinario, esto es, como señalé antes, cuando los
sentimientos de los oyentes nos son hostiles. Esta hostilidad se debe
principalmente a tres causas: porque en la causa misma existe algún elemento
deshonroso; porque los oradores que nos han precedido han convencido
parcialmente a los oyentes; o porque nos dan el turno de palabra cuando los
oyentes están ya cansados de escuchar. Pues también esto último, y no menos
que los dos motivos anteriores, despierta en los oyentes sentimientos
contrarios al orador.
Si es la naturaleza deshonrosa del caso la causa de la hostilidad, debemos
sustituir la persona que la provoca por otra que despierte simpatía; si es algún
hecho lo que escandaliza, lo cambiaremos por otro que logre su aprobación; o
bien, sustituyendo hechos por personas —o al contrario—, llevaremos el
ánimo del oyente de lo que detesta a lo que despierta su simpatía. También
hay que disimular la intención de defender lo que ellos creen que vamos a
defender; luego, cuando los oyentes se muestren mejor predispuestos,
comenzaremos paso a paso nuestra defensa señalando que lo que provoca la
indignación de nuestros adversarios también nos desagrada a nosotros; luego,
tranquilizados los oyentes, mostraremos que ninguna de esas imputaciones
nos afecta y afirmaremos que no tenemos intención de decir nada, ni bueno ni
malo, sobre nuestros adversarios; de esta manera no atacaremos abiertamente
a personas que son estimadas y, sin embargo, actuando de manera disimulada,
les enajenaremos en la medida de lo posible la simpatía de los oyentes;
mostraremos que algún juicio o algún precedente prestigioso que alguien
haya emitido sobre un caso similar merece ser imitado; explicaremos
entonces que en el caso presente se discute una cuestión idéntica, o muy
parecida o más grave o menos grave.
Pero si creemos que el discurso de nuestros adversarios ha convencido a
los oyentes —algo que quien conoce los medios de persuasión podrá
reconocer fácilmente—, deberemos comenzar prometiendo que vamos a
discutir lo que los adversarios consideran como sus más firmes argumentos y
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lo que ha convencido especialmente a los oyentes; o bien comenzaremos el
exordio utilizando las palabras de nuestro adversario, en particular las últimas
que haya pronunciado; o nos mostraremos inseguros sobre qué diremos en
primer lugar o a qué punto responderemos especialmente, logrando así
sorprenderlos. En efecto, cuando el oyente ve a quien creía intranquilo por el
discurso del oponente dispuesto para replicar con la mayor confianza, suele
pensar que se ha precipitado al darle la razón al adversario y no que el
defensor carece de motivos para confiar en su causa.
Pero si el cansancio impide que los oyentes sientan interés por la causa,
resulta útil prometer que se va a hablar con más brevedad de lo que se había
planeado y que no se pretende imitar al adversario. Si las circunstancias lo
permiten, no será inútil comenzar con algo inesperado o gracioso que surja de
la situación (por ejemplo, gestos de rechazo o aprobación en el público), o
con algo preparado de antemano que incluya un cuento, una fábula o un
chiste; si la gravedad del tema no permite las bromas, no está mal empezar
directamente con algo triste, novedoso o terrible, pues de la misma manera
que la saciedad y el cansancio en la alimentación se excita con algo amargo o
se suaviza con algo dulce, así una mente cansada de escuchar se renueva con
la sorpresa o se despierta con la risa.
Esto es aproximadamente todo lo que me parecía necesario exponer por
separado sobre el exordio directo y el exordio por insinuación; ahora creo
aconsejable dar brevemente algunos preceptos válidos para ambos tipos de
exordio.
El exordio debe tener mucha dignidad y muchas sentencias y, en general,
contener todo lo que implique gravedad, pues su objetivo principal es que el
orador obtenga el favor del público; por contra, no deberá ser grandilocuente,
ingenioso o elaborado, pues ello da motivos para sospechar un exceso de
preparación o una elaboración artificiosa, motivos ambos que contribuyen
especialmente a hacer perder credibilidad al discurso y autoridad al
orador[53].
En cuanto a los defectos más evidentes del exordio, que deberemos evitar
con el mayor cuidado, son los siguientes: banal, común, intercambiable,
largo, inapropiado, fuera de lugar y contrario a las reglas[54]. Es banal el
exordio que puede usarse en distintas causas y parece apropiado para todas
ellas. Es común cuando puede servir tanto para la acusación como para la
defensa. Es intercambiable cuando con ligeros retoques el adversario puede
utilizarlo en su propio beneficio. Es largo el que se desarrolla más de lo
necesario, con exceso de palabras o ideas. Es inapropiado el que no surge de
las circunstancias del caso ni está unido al resto del discurso como los
miembros del cuerpo con él. Está fuera de lugar cuando produce un resultado
diferente del exigido por la clase de causa; por ejemplo, si busca que el
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público se muestre interesado cuando el caso exige obtener su favor, o si es
un exordio directo cuando se requiere un exordio por insinuación. Es
contrario a las reglas si no consigue ninguno de los objetivos que se propone
la teoría de los exordios, es decir, cuando no obtiene ni el favor ni la atención
ni el interés de los oyentes o, lo que sin duda es bastante peor, produce el
resultado contrario.
Y con esto ya he dicho suficiente sobre el exordio[55].
La narración es la exposición de hechos como han ocurrido o como se
supone que han ocurrido[56]. Hay tres clases de narraciones. La primera
incluye la propia causa y el fundamento de la controversia. La segunda
contiene una digresión externa a la causa y tiene como finalidad acusar,
comparar, divertir de manera acorde con el tema que se discute o
amplificar[57]. La tercera clase es totalmente ajena a las causas civiles; su
único objetivo es agradar pero sirve también como útil ejercicio para
adiestrarse en el hablar y en el escribir[58].
Esta última se divide a su vez en dos clases: la primera se centra
especialmente en los hechos, la segunda en las personas.
La que consiste en la exposición de los hechos se divide a su vez en tres
clases: el relato legendario, la historia y la ficción. El relato legendario narra
hechos que no son ni verdaderos ni verosímiles, por ejemplo:
Enormes dragones alados, uncidos al yugo[59]…
La historia es la exposición de hechos reales alejados de nuestra época; por
ejemplo:
Apio declaró la guerra a los cartagineses[60].
La ficción es la narración de un hecho imaginado pero que hubiera podido
ocurrir, como este ejemplo de Terencio[61]:
Desde que mi hijo salió de la pubertad, [Sosia]…
La narración que se refiere a las personas debemos realizarla de modo tal
que junto a los propios hechos sea posible advertir el lenguaje y el carácter de
los personajes. Por ejemplo:
Suele venir a verme gritando: «¿Qué haces Mición?
¿Por qué echas a perder al muchacho? ¿Por qué anda en amores?
¿Por qué bebe? ¿Por qué le permites estos dispendios?
¿Por qué le compras demasiados vestidos? Eres demasiado
simple».
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Es él quien es demasiado severo, más de lo justo y correcto[62].
Esta forma de narración debe ser entretenida y para ello recurriremos a la
variedad de hechos, a la diversidad de sentimientos —severidad, amabilidad,
esperanza, temor, desconfianza, deseo, disimulo, duda, compasión—, a los
cambios de fortuna —accidentes imprevistos, alegrías inesperadas,
desenlaces felices—. Estos recursos serán aplicados de acuerdo con las reglas
que daré más adelante a propósito del estilo.
Creo que es ahora el momento de hablar de la narración que consiste en la
exposición de la causa. Tres son los requisitos que debe tener: ser breve,
clara y verosímil[63].
Será breve si la hacemos comenzar en el punto preciso, es decir, si no nos
remontamos a los acontecimientos más lejanos; si cuando basta señalar los
aspectos generales no mencionamos demasiados detalles, pues a veces es
suficiente enunciar el resultado sin narrar cómo se produjo; si no
prolongamos la narración más de lo necesario y nos abstenemos de cualquier
digresión; si nos expresamos de forma que de lo dicho se entienda algo que
hemos callado; si pasamos por alto tanto lo que nos perjudica como lo que ni
nos perjudica ni nos beneficia; si no repetimos las cosas más de una vez ni
insistimos en lo que acabamos de decir. Muchos se dejan engañar por la
apariencia de brevedad y creyendo ser breves resultan prolijos. Así sucede
cuando se quiere decir muchas cosas de manera concisa en lugar de limitarse
a unas pocas o a las estrictamente necesarias. Muchos piensan, por ejemplo,
que se expresa con brevedad quien habla así: «Me acerqué a su casa; llamé al
esclavo; me contestó; le pregunté por el dueño; me dijo que no estaba en
casa[64]». Aunque aquí no hubiera podido decir más cosas con menos
palabras, puesto que habría bastado decir: «Me contestó que el dueño no
estaba», la multitud de detalles resulta sin embargo prolija. Por ello aquí
debemos evitar la apariencia de brevedad y abstenernos tanto del exceso de
hechos superfluos como de palabras.
La narración será clara si presentamos los acontecimientos en el orden en
que sucedieron; si mantenemos el orden cronológico de los hechos de manera
que se presenten tal como ocurrieron o como creemos que pudieron ocurrir. A
este respecto deberemos tener especial cuidado en evitar el desorden y la
confusión, no saltar de un tema a otro, no remontarnos a los hechos más
lejanos ni llegar hasta los últimos y no omitir nada de lo que convenga a la
causa. En general deberemos respetar aquí también los preceptos que dimos
sobre la brevedad, pues con frecuencia si los hechos resultan poco
comprensibles se debe más a la prolijidad que a la oscuridad de la narración.
También hay que usar palabras comprensibles, aspecto éste que trataremos en
los preceptos del estilo.
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La narración será verosímil si en ella aparecen las características
habituales de la vida real; si se respeta el rango propio de los personajes, se
explican las causas de los acontecimientos, se señala que aparentemente hubo
ocasión para cometer los hechos y se muestra que las circunstancias eran
favorables, el tiempo suficiente y el lugar oportuno para los hechos que se
narran; si los hechos se ajustan a la índole de los participantes, la opinión
pública y los sentimientos de los oyentes. Podremos asegurar la verosimilitud
siguiendo estos principios[65].
Además de observar estos preceptos, deberemos tener cuidado de no
introducir una narración cuando nos pueda perjudicar o no resulte útil y de no
hacerlo en un lugar inapropiado o de manera inadecuada a lo que requiere la
causa. Una narración puede perjudicarnos cuando el propio relato de los
hechos provoca una fuerte prevención contra nosotros, prevención que
deberemos mitigar a lo largo de toda la causa con los recursos de la
argumentación. Si ocurre esto, será conveniente fragmentar la descripción de
los hechos en las distintas partes de la causa y justificarlos uno a uno y de
manera inmediata para que el remedio cure las heridas y la defensa suavice
pronto la animadversión.
La narración es inútil cuando nuestros adversarios han expuesto los
hechos y no sirve de nada repetirlos o exponerlos de manera diferente; o
cuando los oyentes ya conocen lo sucedido y no tenemos ningún interés en
presentar los hechos de forma distinta. En este caso hay que prescindir
completamente de la narración[66].
La narración está fuera de lugar cuando no ocupa en el discurso la
posición que exige el tema, cuestión ésta que trataremos al estudiar la
disposición, pues es de ella de quien depende[67].
La narración no se presenta de manera adecuada a la causa cuando
exponemos de forma clara y elegante lo que beneficia a nuestros adversarios
o decimos de manera confusa y descuidada lo que nos ayuda a nosotros. Para
evitar este defecto, hemos de dirigir todo hacia el interés de la propia causa,
pasando por alto siempre que podamos las circunstancias desfavorables,
mencionándolas de pasada cuando nos veamos obligados a ello y explicando
con brillantez y claridad lo que nos sea favorable.
Sobre la narración creo que ya he dicho suficiente. Pasemos ahora a la
división[68].
Una división correcta de la causa confiere brillantez y claridad a todo el
discurso. Tiene dos partes, ambas de enorme importancia para explicar la
causa y especificar el contenido del debate. La primera determina aquellos
puntos en que estamos de acuerdo con los adversarios y aquellos en los que
disentimos; con ella señalamos al oyente el punto especifico al que debe
prestar atención. La segunda consiste en exponer breve y ordenadamente los
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asuntos que nos disponemos a tratar; esto lleva al oyente a retener en su
mente unos puntos concretos y le hace ver, una vez que éstos han sido ya
discutidos, que el discurso ha terminado[69].
Creo que debo exponer ahora brevemente de qué manera interesa utilizar
estos dos aspectos de la división.
La división que incluye los puntos de acuerdo y de desacuerdo debe hacer
que los primeros se resuelvan en nuestro provecho; por ejemplo: «Estoy de
acuerdo con mis adversarios en que el hijo mató a su madre». De la misma
manera, el adversario dirá: «Estoy de acuerdo en que Clitemestra asesinó a
Agamenón». Efectivamente, aquí ambas partes han indicado el punto en que
se muestran de acuerdo, pero sin descuidar los intereses de su propia causa.
Luego se debe exponer cuál es el objeto del litigio indicando el punto a
juzgar, del cual ya hemos dicho antes cómo hay que establecerlo.
La división que expone metódicamente los puntos que se van a tratar
debe ser breve, completa y concisa[70]. Es breve si no incluye ninguna palabra
innecesaria. La brevedad es útil en esta parte porque la atención del oyente
debe estar centrada en los hechos y acontecimientos de la causa, no en las
palabras ni en embellecimientos superfluos. Es completa cuando incluimos
en la división todo aquello que la causa implica y de lo que debemos hablar,
sin omitir nada útil ni incluir algo demasiado tarde, fuera de la división, un
defecto que es sumamente grave y reprochable. La concisión en la división se
consigue si precisamos el género propio de los hechos sin mezclarlo y
confundirlo con las especies. En efecto, el género es aquello que comprende
varias especies; por ejemplo, animado; la especie está incluida en el género;
por ejemplo, caballo. Pero con frecuencia una misma cosa es a la vez género
y especie; por ejemplo, humano es una especie del género animado pero es
un género con respecto a la especie tebanos o troyanos[71].
He insistido específicamente en esta distinción para que, una vez
comprendido bien el sistema de géneros y especies, podamos mantener en la
división un tratamiento conciso de los géneros. En efecto, un orador que
realiza una división como la siguiente: «Mostraré que la pasión, la osadía y la
codicia de mis adversarios han sido la causa de todos los males del estado»,
no se da cuenta de que en la división ha mencionado un género y lo ha
mezclado con una especie del mismo género, pues la pasión es con toda
certeza el género al que pertenecen todos los deseos y de este género la
codicia es sin duda una especie.
Por consiguiente, después de mencionar un género debemos evitar
introducir en la misma división una especie del mismo como si fuera algo
diferente o distinto. Pero si un género incluye diversas especies, lo
indicaremos sin añadirle nada en la división, al comienzo de la causa; luego
podremos desarrollarlo más adecuadamente en el momento en que tengamos
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que explicar este punto particular durante la exposición de la causa, al
término de la división. También contribuye a la concisión no mencionar que
vamos a probar más de lo que es necesario, como en el siguiente ejemplo:
«Mostraré que mis oponentes han podido hacer lo que se les imputa, que han
querido hacerlo y que lo hicieron», pues habría bastado con mostrar que lo
hicieron. Tampoco utilizaremos la división si la causa no la requiere porque
se discute un solo punto. Pero éste es un caso extremadamente raro[72].
Existen además otros preceptos sobre la división que no pertenecen tanto
a la práctica oratoria, que aquí tratamos, como a la filosofía, de la cual
precisamente he adoptado aquello que me parecía apropiado y que no
encontré en otros tratados de retórica[73].
El orador deberá recordar a lo largo de todo el discurso estas reglas sobre
la división, de manera que pueda respetar en cada punto el orden establecido
en la división y termine el discurso habiéndolos tratado todos, sin tener que
añadir nada salvo la conclusión. El viejo de la Andria de Terencio[74] hace
esta breve y precisa división de lo que desea comunicar a su liberto:
«De esta suerte conocerás la vida de mi hijo,
mis intenciones y lo que espero de ti en este asunto».
Y su narración continúa el orden establecido en la división; primero, la vida
de su hijo:
En efecto, una vez que salió de la pubertad…».
Luego, sus intenciones:
«Y ahora esto es lo que me propongo hacer…».
Después, y en último lugar, dice lo que espera de Sosia, que era el último
punto de la división:
«Ahora tu misión consiste en…».
De la misma manera que Terencio atendió primero a cada punto y terminó
de hablar una vez que los hubo tratado todos, creo que así conviene exponer
sucesivamente los diferentes puntos y llegar a la conclusión sólo después de
haberlos desarrollado todos.
Ahora, tal como lo pide el orden establecido, debemos exponer las reglas
de la demostración.
La demostración[75] es la parte del discurso en la que nuestra causa
obtiene credibilidad, autoridad y solidez por medio de la argumentación. Esta
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parte tiene reglas precisas que clasificaremos según los diferentes géneros de
causas[76]. Pero creo que no será inoportuno exponer previamente, sin atender
a ningún tipo de orden o clasificación, esa especie de materia prima de uso
general en todas las argumentaciones y mostrar después cómo se debe
demostrar cada clase de causa sirviéndonos de todos los tipos de
razonamientos[77].
Toda afirmación es probada en la argumentación mediante los atributos
de las personas o los atributos de los hechos[78].
Los atributos de las personas son: el nombre, la naturaleza, la clase de
vida, la condición, la manera de ser, los sentimientos, la afición, la intención,
la conducta, los accidentes y las palabras[79].
El nombre es aquello que se da a cada persona y sirve para designarla con
una apelación propia y definida.
La naturaleza es difícil definirla con exactitud; más fácil resulta enumerar
los aspectos que incluye y que son necesarios para estos preceptos. Unos se
refieren a los seres divinos, otros a los seres mortales. Los atributos de los
mortales pertenecen a su vez al género de los seres humanos o al de los
animales. En lo que respecta a los humanos se atiende al sexo —si es hombre
o mujer—, la raza, la patria, la familia y la edad: la raza: griego o extranjero;
la patria: ateniense o espartano; la familia: antepasados, parientes; edad: niño,
adolescente, adulto, anciano. Además se examinan las cualidades o los
defectos naturales de la mente y del cuerpo, por ejemplo: fuerte o débil, alto o
bajo, bien parecido o feo, ágil o lento, inteligente o torpe, con buena memoria
u olvidadizo, cortés o maleducado, reservado o lo contrario. De manera
general se tendrá en consideración todas las cualidades espirituales y
corporales que le haya concedido la naturaleza [y deberán ser tenidas en
cuenta en relación con la naturaleza], pues las que son adquiridas por el
esfuerzo personal afectan a la manera de ser y de ella tendremos que hablar
más adelante.
En lo referente a la clase de vida, hay que considerar con quién, cómo y
bajo la dirección de quién ha sido educado, qué maestros tuvo en las artes
liberales y qué preceptores para la vida, qué amigos tiene, a qué ocupación,
oficio o profesión se dedica, cómo administra su patrimonio, cuáles son sus
costumbres familiares.
En lo relativo a la condición se investiga si la persona es esclavo o libre,
rico o pobre, ciudadano particular o tiene algún cargo público; en este último
caso, si lo obtuvo por medios legales o ilegales; si es afortunado, famoso o lo
contrario; cómo son sus hijos. Y si se investiga sobre una persona que ya no
está viva, habrá que prestar atención también a las circunstancias de su
muerte.
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Por manera de ser entendemos una cualidad moral o física permanente y
definitiva en algún aspecto determinado como, por ejemplo, la posesión de
alguna virtud o arte, unos conocimientos especiales, e incluso alguna
capacidad física que no sea debida a la propia naturaleza sino que haya sido
adquirida mediante el esfuerzo y la práctica.
Los sentimientos son los cambios temporales en la mente o en el cuerpo
producidos por algún motivo, como la alegría, el deseo, el temor, la pena, la
enfermedad, la debilidad y otros que se incluyen en esta categoría[80].
La afición es la ocupación intelectual constante, aplicada con ardor a algo
concreto, que va acompañada por un intenso placer; por ejemplo, la filosofía,
la poesía, la geometría o la literatura[81].
La intención es la decisión razonada de hacer o no hacer algo[82].
La conducta, los accidentes y las palabras se han de analizar en tres
momentos del tiempo: qué ha hecho, [o] qué le ha ocurrido, [o] qué ha dicho;
o qué hace, qué le ocurre, qué dice; o qué va a hacer, qué le va a ocurrir, qué
dirá.
Éstos son en mi opinión los atributos de las personas.
En lo que respecta a los atributos de los hechos, unos son intrínsecos a la
acción misma, otros se analizan en conexión con las circunstancias que la
acompañan, otros son accesorios a ella, otros son consecuencia de su
realización[83].
Intrínsecos a la propia acción son aquellos atributos que aparecen siempre
en relación con ella y de la que no se pueden separar. El primero de ellos es
una breve síntesis de toda la acción, síntesis que contiene lo esencial de los
hechos; por ejemplo: «parricidio», «traición a la patria». Se investiga luego la
causa de ese hecho esencial: cómo se ha llevado a cabo, por qué motivos y
con qué finalidad; después, los sucesos anteriores a la acción, sin omitir
ninguno hasta su realización; luego lo que ocurrió durante la realización de la
acción; por último, lo que sucedió después.
Entre las circunstancias de los hechos, segundo punto de los atributos de
los hechos, se analizará el lugar, el tiempo, el modo, la ocasión y la
posibilidad.
El lugar en que ocurrieron los hechos es examinado desde el punto de
vista de la oportunidad que puede haber ofrecido para realizarlos. La
oportunidad es analizada en lo que se refiere al tamaño, distancia, lejanía,
proximidad, aislamiento, concurrencia, naturaleza del lugar, del
emplazamiento y de la zona entera; también hay que examinar características
como si se trata de un lugar sagrado o profano, público o privado, propiedad
del acusado o de alguna otra persona[84].
El tiempo, en el sentido en que lo entendemos aquí —pues sería difícil
definirlo de una manera absoluta y general—, constituye una parte de la
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eternidad determinada mediante indicaciones precisas de significado
temporal como año, mes, día o noche. Aquí se analizan los acontecimientos
pasados, entre ellos aquellos que han perdido su significado con el paso del
tiempo o resultan tan increíbles que parecen ya incluidos entre los
acontecimientos fabulosos; los que han ocurrido hace tiempo y se encuentran
ya alejados de nuestros propios recuerdos pero debemos considerar como
realmente sucedidos porque existen de ellos testimonios escritos seguros; los
que han ocurrido en tiempos recientes y son de notoriedad pública; también
aquellos que van a producirse inmediatamente o se están realizando ya, o los
que ocurrirán y de los que se puede considerar si serán antes o después.
Cuando se analiza el tiempo, por lo general hay que examinar también su
duración, pues con frecuencia es conveniente comparar los hechos con su
duración y ver si una acción tan importante o tantos acontecimientos
pudieron ocurrir en ese lapso de tiempo[85]. [También se analiza el tiempo del
año, del mes, del día, de la noche, de la vigilia, de la hora y cualquier parte de
éstos.]
La ocasión es el periodo de tiempo que ofrece las condiciones favorables
para hacer o no hacer alguna cosa. Es en este aspecto en el que se diferencia
del tiempo, pues ambos pertenecen al mismo género, pero en el tiempo nos
referimos a la duración determinada de alguna manera, por ejemplo varios
años, un año, parte de un año, mientras que en la ocasión se entiende que a la
duración se añade la oportunidad para realizar la acción. Por ello, aunque la
ocasión es del mismo género que el tiempo, presenta algo que les hace diferir
en parte y pertenecer, como dijimos, a especies diferentes. La ocasión se
divide en tres clases: pública, general y particular. Es pública aquella en que
por algún motivo participan todos los ciudadanos, como celebraciones de
juegos, fiestas o una guerra. General es la que prácticamente afecta a todo el
mundo a un mismo tiempo, como la siega, la vendimia, el calor o el frío.
Particular es aquella que por algún motivo cualquiera suele afectar a alguien
de manera individual, como una boda, un sacrificio, un funeral, un banquete
o el sueño.
En el modo[86] se examina cómo se ha hecho una cosa y con qué
intención. Se divide en premeditación e imprudencia. Las razones para
admitir la premeditación se fundan en lo que haya realizado en secreto o
abiertamente, por la fuerza o mediante la persuasión[87]. Por su parte, la
imprudencia se refiere a la excusa —que incluye la ignorancia, el azar y la
necesidad— y al estado pasional, por ejemplo la tristeza, la ira, el amor y
todo lo que pertenece a esta misma clase.
La posibilidad es la circunstancia que facilita la realización de una acción
o sin la cual no puede ésta llevarse a cabo.
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Se entiende por circunstancias accesorias de la acción aquello que es
mayor, menor, igual o semejante al hecho en cuestión, y además su opuesto y
su contrario, el género, la especie y el resultado. Como la estatura de una
persona, lo que es mayor, menor o igual se juzga por la importancia, el
número y la cualidad de la acción. La semejanza se establece sobre la base de
una apariencia comparable o de características naturales parecidas o
equiparables. Opuestas son las cosas que, perteneciendo a géneros distintos,
difieren completamente una de otra, como el frío y el calor, la vida y la
muerte. Contrario es lo que se distingue de algo mediante el empleo de una
negación; por ejemplo: culto e inculto. El género es el término que incluye
diferentes especies; por ejemplo, la pasión. La especie es una división del
género; por ejemplo el amor, la codicia. Por resultado se entiende el
desenlace de una acción; a este respecto suele analizarse los efectos pasados,
presentes y futuros. Por ello, para poder comprender fácilmente de antemano
lo que va a suceder, hay que considerar cuáles son los resultados habituales
de cada acción; por ejemplo: de la arrogancia nace el odio, de la soberbia la
arrogancia.
La cuarta clase de lo que hemos llamado atributos de los hechos es la
consecuencia. En esta categoría se estudian los hechos que derivan de la
realización de una acción. En primer lugar, qué denominación conviene dar al
hecho[88]; después, quiénes son los promotores e inspiradores del mismo;
finalmente, quiénes han aprobado y estimulado esta innovación; además, se
analiza si existe alguna ley, costumbre, convención, decisión judicial,
conocimiento científico o técnico sobre esta acción o en relación con ella;
después, si por su propia naturaleza el hecho suele suceder con frecuencia o
bien es excepcional y raro; además, si los hombres tienen por costumbre
aprobarlo con su prestigio o si lo rechazan; y todas las otras circunstancias
que suelen seguir de esta manera a una acción, de manera inmediata o tras un
intervalo. Para terminar, hay que analizar si a los hechos acompañan
consecuencias que consideramos honestas y útiles y que trataremos de
manera más precisa en relación con las causas del género deliberativo.
Los atributos de las acciones son aproximadamente los que acabo de
mencionar.
Toda argumentación que utilice los argumentos que acabo de mencionar
deberá ser probable o necesaria. Pues en mi opinión, y para definirla en
pocas palabras, la argumentación es cualquier tipo de medio concebido que
demuestra que algo es probable o que prueba que es necesario[89].
Se establece la necesidad de los hechos cuando éstos no pueden
producirse ni demostrarse de manera distinta a como lo decimos. Por
ejemplo: «Si ha dado a luz, se acostó con un hombre». Esta forma de
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argumentar que se utiliza para demostrar la necesidad de algo es empleada
especialmente en forma de dilema, de enumeración o de inferencia simple.
El dilema[90] es un razonamiento en el que el contrario es refutado sea
cual sea la proposición que haya admitido. Por ejemplo: «Si es un malvado,
¿por qué lo tratas? Si es honesto, ¿por qué lo acusas?».
En la enumeración[91] se mencionan diferentes hipótesis de manera tal
que se refutan todas excepto una cuya validez queda necesariamente
demostrada. Por ejemplo: «El acusado debe haberlo asesinado por enemistad,
por temor, por esperanza o por favorecer a algún amigo; si no hubo alguno de
estos motivos, no fue él el asesino, pues no se comete un crimen sin razón. Si
es verdad que no existía enemistad entre ellos ni tenía nada que temer, ni
esperanza de obtener algún beneficio con su muerte ni esta muerte interesaba
a ninguno de sus amigos, hay que concluir por tanto que el acusado no lo
asesinó».
Una inferencia simple deriva de una deducción necesaria, como en este
ejemplo: «Si cuando decís que cometí esos actos yo estaba en ultramar, hay
que concluir que no sólo no hice lo que decís sino que ni siquiera pude
hacerlo». Para que un argumento de este tipo no se pueda refutar en modo
alguno, habrá que tener especial cuidado en que la demostración no se limite
a presentar la forma de un argumento y la apariencia de una conclusión
necesaria sino que el mismo argumento se base en un razonamiento
irrefutable.
Una cosa es probable cuando suele ocurrir habitualmente, cuando forma
parte de la opinión común o cuando ofrece alguna analogía con la realidad,
sea verdadera o falsa[92]. Hechos probables porque suelen suceder con
frecuencia son los siguientes: «Si es madre, ama a su hijo; si es avaricioso, no
respeta sus juramentos». Hechos probables porque pertenecen a la opinión
común son los siguientes: «En los infiernos aguarda el castigo a los impíos;
los que se dedican a la filosofía no creen en los dioses». La analogía[93] se
establece principalmente entre cosas contrarias, parecidas o que se basan en
los mismos principios. Cosas contrarias son, por ejemplo: «Si es justo
perdonar a quienes han causado algún daño involuntario, no se debe sentir
gratitud por quienes nos ayudan por obligación[94]». Cosas parecidas son:
«De la misma manera que un lugar sin puerto no puede ser seguro para los
barcos, una persona sin lealtad no puede ofrecer seguridad a sus amigos[95]».
Cuando los hechos se basan en los mismos principios se analiza su
probabilidad del siguiente modo: «Si para los rodios no es deshonroso
alquilar el portazgo, tampoco lo es para Hermocreonte tomarlo en
alquiler[96]». Los argumentos de este tipo son unas veces verdaderos, como
este ejemplo: «Puesto que tiene una cicatriz, fue herido»; otras veces,
probables, como éste: «Si tenía mucho polvo en sus zapatos, debía de haber
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Una cosa es probable cuando suele ocurrir habitualmente, cuando forma
parte de la opinión común o cuando ofrece alguna analogía con la realidad,
sea verdadera o falsa[92]. Hechos probables porque suelen suceder con
frecuencia son los siguientes: «Si es madre, ama a su hijo; si es avaricioso, no
respeta sus juramentos». Hechos probables porque pertenecen a la opinión
común son los siguientes: «En los infiernos aguarda el castigo a los impíos;
los que se dedican a la filosofía no creen en los dioses». La analogía[93] se
establece principalmente entre cosas contrarias, parecidas o que se basan en
los mismos principios. Cosas contrarias son, por ejemplo: «Si es justo
perdonar a quienes han causado algún daño involuntario, no se debe sentir
gratitud por quienes nos ayudan por obligación[94]». Cosas parecidas son:
«De la misma manera que un lugar sin puerto no puede ser seguro para los
barcos, una persona sin lealtad no puede ofrecer seguridad a sus amigos[95]».
Cuando los hechos se basan en los mismos principios se analiza su
probabilidad del siguiente modo: «Si para los rodios no es deshonroso
alquilar el portazgo, tampoco lo es para Hermocreonte tomarlo en
alquiler[96]». Los argumentos de este tipo son unas veces verdaderos, como
este ejemplo: «Puesto que tiene una cicatriz, fue herido»; otras veces,
probables, como éste: «Si tenía mucho polvo en sus zapatos, debía de haber
llegado de viaje».
Por establecer categorías precisas, todos los argumentos probables usados
en la argumentación son o indicios, o algo digno de crédito, o algo
prejuzgado o algo comparable[97].
Se llama indicio[98] a todo lo que es aprehendido por los sentidos e indica
algo que parece seguirse lógicamente como resultado del hecho mismo;
puede haber ocurrido antes, en conexión inmediata o después de los hechos y
sin embargo precisa una evidencia o una prueba más firme; por ejemplo, la
sangre, la huida, la palidez, el polvo y cosas por el estilo.
Es digno de crédito aquello que sin necesidad de evidencias coincide con
la opinión de los oyentes. Por ejemplo: «Nadie hay que no desee que sus
hijos estén sanos y sean felices».
Algo está prejuzgado[99] cuando se basa en la aprobación, en la autoridad
o en el juicio de una o varias personas. Puede dividirse en tres clases, según
se base en la sanción religiosa, en la práctica común o en algún acto especial
de aprobación. La sanción religiosa se produce cuando algo es juzgado de
acuerdo con la ley por personas que han prestado juramento. Se basa en la
práctica común cuando todos lo han aprobado y aceptado. Por ejemplo,
levantarse delante de los mayores o compadecerse de los suplicantes. Un acto
especial de aprobación se produce cuando los hombres sancionan con su
propio voto la validez de unos hechos que se presentan discutibles. Por
ejemplo, el caso del padre de los Gracos, al cual el pueblo romano nombró
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eligiré ordenadamente de estos materiales lo que resulta apropiado para cada
tipo de causa.
Éstos son los lugares en los que podremos encontrar cualquier tipo de
argumentación. Disponer con elegancia los argumentos encontrados y
distribuirlos adecuadamente en partes específicas es una tarea muy atractiva y
sumamente necesaria pero que ha sido completamente descuidada por los que
han escrito sobre retórica. Por ello me ha parecido necesario exponer aquí
estos preceptos y unir así a la invención el método para tratar las
argumentaciones. Toda esta materia debemos examinarla con especial
cuidado y atención no sólo por que es de gran utilidad sino también porque es
extremadamente difícil exponer sus preceptos.
Toda argumentación se realiza mediante la inducción o la deducción[102].
La inducción es un razonamiento que mediante proposiciones no dudosas
logra la aprobación de la persona con la que se discute. Al aceptar éstas se
consigue que dé su aprobación a unos hechos dudosos que presentan alguna
analogía con las proposiciones que ha admitido[103].
Así es, por ejemplo, como en un diálogo de Esquines el socrático,
Sócrates presenta a Aspasia hablando con la mujer de Jenofonte y con el
propio Jenofonte[104]: «Dime, por favor, mujer de Jenofonte, si tu vecina
tuviera una joya de oro más valiosa que la tuya, ¿preferirías la suya o la
tuya?». «La suya», respondió. «Y si tuviera vestidos y ornamentos femeninos
más caros que los tuyos, ¿preferirías los tuyos o los suyos?». «Los suyos, por
supuesto», respondió. «De acuerdo. Y si tuviera ella un marido mejor que el
tuyo, ¿preferirías el tuyo o el suyo?». Ante esta última pregunta la mujer de
Jenofonte se ruborizó.
Aspasia entonces se dirigió al propio Jenofonte: «Dime, Jenofonte, si tu
vecino tuviera un caballo mejor que el tuyo, ¿preferirías tu caballo o el
suyo?». «El suyo», respondió. «Y si tuviera una finca mejor que la tuya, ¿cuál
de las dos preferirías tener?». «La mejor, por supuesto», respondió. «Y si
tuviera una esposa mejor que la tuya, ¿preferirías la tuya o la suya?». Al
llegar a este punto Jenofonte se calló también.
Aspasia continuó: «Puesto que ninguno de los dos habéis contestado al
único punto que yo quería escuchar, os diré yo misma lo que ambos pensáis.
Tú, mujer, quieres tener al mejor marido, y tú, Jenofonte, deseas tener a la
mujer más perfecta. Por tanto, a menos que consigáis que no exista en el
mundo un hombre ni una mujer mejor, es evidente que siempre echaréis más
en falta aquello que consideráis lo mejor, [tú, estar casado con la mejor de las
mujeres, y ella, estarlo con el mejor de los maridos]».
En este caso, una vez que se ha obtenido la aprobación para unos
enunciados indiscutibles, gracias a la analogía se ha conseguido que incluso
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tuyo, ¿preferirías el tuyo o el suyo?». Ante esta última pregunta la mujer de
Jenofonte se ruborizó.
Aspasia entonces se dirigió al propio Jenofonte: «Dime, Jenofonte, si tu
vecino tuviera un caballo mejor que el tuyo, ¿preferirías tu caballo o el
suyo?». «El suyo», respondió. «Y si tuviera una finca mejor que la tuya, ¿cuál
de las dos preferirías tener?». «La mejor, por supuesto», respondió. «Y si
tuviera una esposa mejor que la tuya, ¿preferirías la tuya o la suya?». Al
llegar a este punto Jenofonte se calló también.
Aspasia continuó: «Puesto que ninguno de los dos habéis contestado al
único punto que yo quería escuchar, os diré yo misma lo que ambos pensáis.
Tú, mujer, quieres tener al mejor marido, y tú, Jenofonte, deseas tener a la
mujer más perfecta. Por tanto, a menos que consigáis que no exista en el
mundo un hombre ni una mujer mejor, es evidente que siempre echaréis más
en falta aquello que consideráis lo mejor, [tú, estar casado con la mejor de las
mujeres, y ella, estarlo con el mejor de los maridos]».
En este caso, una vez que se ha obtenido la aprobación para unos
enunciados indiscutibles, gracias a la analogía se ha conseguido que incluso
una proposición que, considerada por separado parecería dudosa, sea
aceptada como verdadera gracias a esta forma de preguntar.
Sócrates usó mucho esta manera de conversar porque no quería ser él
quien convenciera sino que prefería extraer alguna conclusión a partir de lo
que había admitido la persona con quien discutía, conclusión con la cual su
interlocutor debía mostrarse necesariamente de acuerdo puesto que ya la
había admitido.
En este tipo de razonamiento el primer principio que debemos aconsejar
es que el enunciado que introducimos como fundamento de la analogía sea
imposible de rechazar. En efecto, un enunciado en el cual nos basamos para
pedir la aprobación de algo dudoso no puede ser él también dudoso. Además,
hay que asegurarse de que la proposición que debemos probar mediante la
inducción sea análoga a las que hemos planteado previamente como ciertas,
pues no servirá de nada que nos hayan admitido algo previamente si es
diferente de aquello que hay que probar y que fue el motivo por el cual
quisimos que nos lo aceptaran primero. Después será necesario que el oyente
no se dé cuenta de la intención de estas primeras inducciones ni de la
conclusión a la que conducen.
En efecto, si alguien comprende que contestando correctamente a la
primera cuestión que le planteamos se verá obligado a aceptar necesariamente
también aquella otra con la que no está de acuerdo, por lo general no
permitirá que continúen las preguntas, bien dejando de contestar, bien
contestando incorrectamente. Así, mediante un interrogatorio metódico,
debemos llevar al interlocutor sin que éste se dé cuenta de aquello que ha
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En efecto, si alguien comprende que contestando correctamente a la
primera cuestión que le planteamos se verá obligado a aceptar necesariamente
también aquella otra con la que no está de acuerdo, por lo general no
permitirá que continúen las preguntas, bien dejando de contestar, bien
contestando incorrectamente. Así, mediante un interrogatorio metódico,
debemos llevar al interlocutor sin que éste se dé cuenta de aquello que ha
admitido a aquello otro que no quiere admitir.
Por último, el interlocutor se verá obligado a callar, a admitir la verdad de
la proposición, o a negarla. Si la niega, deberemos mostrar la analogía que
presenta con cuanto ya nos ha admitido o iniciar otro razonamiento inductivo.
Si la admite, hay que concluir el razonamiento. Si se niega a contestar,
intentaremos forzarlo a dar una respuesta, o bien, ya que el silencio equivale
a una confesión, deberemos formular la conclusión como si la hubiera
aceptado.
Como vemos, un razonamiento inductivo tiene tres partes: la primera
consta de una o varias analogías; la segunda, de una proposición que
queremos que sea admitida y por la cual hemos utilizado esas analogías; la
tercera es la conclusión, que refuerza lo que ha sido admitido o muestra las
conclusiones que se siguen de ella.
Pero como algunos podrían pensar que esta explicación no es
suficientemente clara si no incluimos algún ejemplo tomado de una causa
política, me parece conveniente dar algún ejemplo de este tipo, no porque los
preceptos teóricos sean diferentes o porque su uso en la conversación difiera
del de los discursos[105] sino para satisfacer el deseo de quienes, después de
haber visto algo en un sitio, no son capaces de reconocerlo en otro si no se les
muestra claramente.
Tomemos, por ejemplo, la causa, bien conocida entre los griegos, contra
Epaminondas[106], el general tebano que no entregó el mando del ejército a la
persona que legalmente le había sucedido como comandante; reteniéndolo
ilegalmente bajo su mando unos pocos días, infligió una aplastante derrota a
los espartanos; el acusador podría usar la inducción para defender el texto de
la ley en contra de su interpretación[107] del siguiente modo: «Aceptemos,
jueces, que lo que Epaminondas interpreta como la intención del legislador
sea incluido en el texto de la ley y se añada la siguiente excepción[108]:
‘SALVO SI ES EN INTERÉS DEL ESTADO POR LO QUE UN GENERAL NO ENTREGA EL
MANDO DEL EJÉRCITO’, ¿permitiríais eso? Yo no lo creo así. Y si vosotros
mismos, suposición que es completamente ajena a vuestro carácter
escrupuloso y a vuestra sabiduría, ordenarais para honrar a este general
incluir esa misma excepción en el texto de la ley sin consultar al pueblo, ¿lo
permitiría el pueblo tebano? Por supuesto que no. ¿Os parecería entonces
justo respetar como si estuviera en la ley una disposición que sería ilegal
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Consideremos ahora la esencia y naturaleza del razonamiento deductivo.
La deducción[109] es un razonamiento que obtiene una conclusión
probable a partir de los propios hechos considerados, conclusión que,
expuesta y considerada en sí misma, se impone por su propia evidencia. Los
que han considerado esta forma de argumentar como digna de particular
atención, aun estando de acuerdo en los principios que rigen su uso en la
práctica oratoria, difieren ligeramente en su formulación teórica. En efecto,
algunos mantienen que posee cinco partes, mientras que otros piensan que no
se pueden distinguir más de tres. No creo irrelevante exponer esta discusión y
los argumentos de unos y otros, pues será una digresión breve y no creo que
lo que dicen sea intrascendente; pienso además que esta cuestión no es de las
que se puede pasar por alto en un tratado[110].
Quienes piensan que es necesario distinguir cinco partes dicen que
conviene formular primero de manera sucinta la proposición. Por ejemplo:
«Lo que se lleva a cabo con reflexión se administra mejor que aquello que no
se hace así[111]». Ésta es, según ellos, la primera parte.
A continuación, piensan que hay que probarla mediante una variedad de
razones expresadas con un desarrollo lo más extenso posible. Por ejemplo:
«La casa gobernada con la razón está mejor equipada y provista en todos los
aspectos que la casa que se administra de manera irreflexiva y sin
inteligencia. Un ejército mandado por un general prudente y hábil está mejor
dirigido en todos los aspectos que un ejército administrado por algún
ignorante irreflexivo. Este mismo principio vale para la navegación, pues la
travesía más segura es la de la nave que cuenta con el más experto piloto».
Una vez que la proposición ha sido demostrada de esta manera y se han
completado las dos primeras partes del razonamiento, afirman que en la
tercera hay que establecer a partir de la proposición aquello que se quiere
demostrar. Por ejemplo: «No hay nada que esté mejor gobernado que el
universo».
Como cuarta parte incluyen la demostración de esta premisa menor, del
siguiente modo: «En efecto, la salida y la puesta de los astros está sometida a
un orden bien definido; los cambios de estación no sólo siguen una secuencia
necesariamente siempre idéntica sino que además muestran una perfecta
correspondencia con los intereses generales; la sucesión de los días y las
noches nunca ha sido modificada ni ha causado perjuicio alguno». Todos
estos puntos son señal de que la naturaleza del mundo es gobernada por una
inteligencia extraordinaria.
En quinto lugar ponen la conclusión. En ella, o bien se limitan a
demostrar aquello que se sigue de todas las partes anteriores, por ejemplo:
«Por consiguiente, el universo está administrado por la inteligencia», o bien
reúnen en un breve enunciado la proposición y la premisa menor y añaden las
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estos puntos son señal de que la naturaleza del mundo es gobernada por una
inteligencia extraordinaria.
En quinto lugar ponen la conclusión. En ella, o bien se limitan a
demostrar aquello que se sigue de todas las partes anteriores, por ejemplo:
«Por consiguiente, el universo está administrado por la inteligencia», o bien
reúnen en un breve enunciado la proposición y la premisa menor y añaden las
conclusiones que se siguen de ellas; por ejemplo: «Por tanto, si aquello que
es gobernado por la inteligencia se administra mejor que lo que no lo es y no
hay nada mejor administrado que el universo, hay que concluir que el
universo está regido por la inteligencia». Así es como creen que se dividen
estos razonamientos deductivos en cinco partes.
Por el contrario, los que piensan que se divide en tres partes admiten que
la argumentación deductiva no se debe tratar de manera diferente pero
rechazan la división que hacen los otros. Según ellos, las demostraciones no
deben ser separadas ni de la proposición ni de la premisa menor y no hay
proposición completa ni premisa menor perfecta si no están confirmadas por
las pruebas. Por ello, la proposición y su prueba, que los otros consideran
como dos partes, la entienden éstos como una sola parte, la proposición. Si no
ha sido demostrada, no puede ser la proposición de un razonamiento. De
igual manera, lo que los otros llaman premisa menor y su demostración
constituye en su opinión tan sólo la premisa menor. El resultado es que el
razonamiento deductivo, tratado con criterios idénticos, les parece a unos que
tiene tres partes, a otros, cinco. Por ello esta cuestión no afecta tanto a la
práctica de la oratoria como al método de enseñarla.
Particularmente me parece preferible la primera división en cinco partes,
adoptada en especial por todos los seguidores de Aristóteles y Teofrasto. Pues
de la misma manera que la primera forma de razonar, la que procede por
inducción, ha sido practicada especialmente por Sócrates y su escuela, la que
se expresa mediante la forma del razonamiento deductivo ha sido muy
utilizada por Aristóteles [y por los peripatéticos] y Teofrasto, y
posteriormente por aquellos rétores que pasaban por ser los más precisos y
versados en su ciencia[112]. Sin embargo, me parece oportuno mencionar los
motivos que me hacen preferir esa división, para que no se crea que la he
adoptado a la ligera. Los expondré con brevedad, sin detenerme en este tipo
de cuestiones más tiempo del que exige nuestro plan de enseñanza.
Si en determinados razonamientos basta con enunciar la proposición sin
que sea necesario añadir su demostración, y si en otros, por el contrario, la
proposición no tiene fuerza si falta la demostración, hay que concluir que ésta
es un elemento independiente de la premisa mayor. En efecto, una cosa que
puede ser añadida y separada de otra no puede ser confundida con aquella a
la que se une o de la que se separa. Ahora bien, hay razonamientos en los que
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que se cometió en Roma ese asesinato yo me encontraba en Atenas, no pude
tomar parte en el mismo». Puesto que esto es una proposición evidentemente
verdadera, no precisa demostración. Por ello, se debe pasar inmediatamente a
la premisa menor del siguiente modo: «En efecto, aquel día yo estaba en
Atenas». Si esta afirmación no está probada, hay que demostrarla, tras lo cual
expresamos la conclusión. Hay por tanto determinadas proposiciones que no
necesitan demostración. ¿De qué sirve entonces mostrar que otras la
necesitan cuando esto es algo completamente evidente? Y si esto es verdad,
podemos concluir de lo ahora expuesto y de lo anterior que la demostración
es un elemento independiente de la proposición. Y si esto es así, es falso que
un razonamiento no pueda tener más de tres partes.
De la misma manera, es evidente que la segunda demostración es también
independiente de la premisa menor. Si en ciertos razonamientos basta
plantear la premisa menor sin que sea necesario añadirle la demostración y,
por el contrario, hay otros en los que la premisa menor no tiene fuerza si no
va acompañada de ésta, la demostración es un elemento diferente de la
premisa menor. Ahora bien, hay razonamientos en los que la premisa menor
no necesita demostración y otros, por el contrario, en que, como
mostraremos, no tiene ningún valor sin ella. Por tanto, la demostración
constituye un elemento independiente de la premisa menor. Demostraré esta
afirmación del siguiente modo: Una premisa menor que contiene una verdad
evidente para todo el mundo no necesita ser demostrada. Una
(argumentación) de este tipo es la siguiente: «Si se debe aspirar a la sabiduría,
conviene estudiar filosofía». Esta premisa mayor necesita demostración, pues
ni es evidente para todos ni todo el mundo está de acuerdo con ella ya que
mucha gente considera a la filosofía como inútil e incluso la mayoría piensa
que es perjudicial[113]. La siguiente premisa menor, sin embargo, es evidente:
«Es deseable alcanzar la sabiduría». Puesto que esta afirmación es en sí
misma evidente y cierta, no hay necesidad de demostrarla. Por tanto se puede
pasar de manera inmediata a la conclusión de la argumentación. Hay pues
premisas menores que no necesitan demostración y es igualmente evidente
que otras la necesitan. La demostración es, en definitiva, un elemento
diferente de la premisa menor. Por tanto es falso que un razonamiento tenga
exclusivamente tres partes.
De lo que acabamos de exponer resulta evidente que en determinados
razonamientos ni la proposición ni la premisa menor necesitan demostración,
como en el siguiente caso, por presentar un ejemplo preciso y breve: «Si
debemos aspirar sobre todo a la sabiduría, de la misma manera debemos
evitar la ignorancia; es verdad que debemos sobre todo aspirar a la sabiduría;
por tanto debemos especialmente evitar la ignorancia». Aquí la premisa
mayor y la menor son evidentes, por lo que ninguna de ellas necesita
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De lo que acabamos de exponer resulta evidente que en determinados
razonamientos ni la proposición ni la premisa menor necesitan demostración,
como en el siguiente caso, por presentar un ejemplo preciso y breve: «Si
debemos aspirar sobre todo a la sabiduría, de la misma manera debemos
evitar la ignorancia; es verdad que debemos sobre todo aspirar a la sabiduría;
por tanto debemos especialmente evitar la ignorancia». Aquí la premisa
mayor y la menor son evidentes, por lo que ninguna de ellas necesita
demostración.
Todo esto nos muestra de manera evidente que en unas ocasiones se
añade la demostración y en otras no. Por ello se comprende que la
demostración no forma parte ni de la proposición ni de la premisa menor,
sino que cada una ocupa un lugar propio y posee una eficacia definida y
precisa. Y si esto es así, aquellos que distinguieron cinco partes en el
razonamiento deductivo establecieron la división correcta.
Son por tanto cinco las partes de un razonamiento basado en un proceso
de deducción: la proposición con la cual se expone brevemente la idea de la
que debe surgir toda la fuerza de la deducción; su demostración, por medio de
la cual se hace creíble y evidente la premisa mayor y a la que se corrobora
mediante pruebas; la premisa menor, en la cual se introduce el punto que, a
partir de la premisa mayor, sirve para la demostración; la prueba de la
premisa menor, en la que se apoya con pruebas lo que ésta ha establecido; la
conclusión, donde se expone en pocas palabras lo que se deduce de toda la
argumentación. Cinco es el mayor número de partes que puede incluir un
razonamiento deductivo. Hay también un segundo tipo de cuatro y un tercero
de tres; el siguiente tipo tiene dos, aunque esto es discutido; algunos creen
también que puede haber razonamientos deductivos con una sola parte.
Pondremos ejemplos de las formas sobre las que hay acuerdo y discutiremos
aquellas otras que son dudosas.
Un razonamiento deductivo con cinco partes es el siguiente: «Todas las
leyes, jueces, deben estar dirigidas al beneficio del Estado y hay que
interpretarlas de acuerdo con los intereses generales y no según aquello que
significan literalmente[114]. En efecto, nuestros antepasados mostraron tal
virtud y sabiduría que, al redactar las leyes, no tuvieron otra intención que la
seguridad y el interés del Estado. Ellos no pretendían redactar disposición
alguna que resultase perjudicial y, si lo hubieran hecho, sabían que la ley
sería abolida tan pronto se dieran cuenta de ello. Nadie pretende, en efecto,
que las leyes sean inviolables por sí mismas sino por los intereses del Estado,
porque todos piensan que un Estado se administra de la manera más adecuada
gracias a las leyes. Es de acuerdo con este principio como deben ser
observadas las leyes y como hay que interpretar cuanto prescriben; es decir,
puesto que somos servidores del Estado, debemos interpretarlas en función de
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algo más importante que la victoria de los tebanos de lo que debiera ocuparse
Epaminondas, un general tebano? ¿Qué hubiera debido Epaminondas
considerar como preferible o más precioso que una gloria tan grande para los
tebanos o un trofeo tan brillante y excelso? Naturalmente, tuvo que dejar de
lado el texto de la ley y considerar la intención del legislador. Pero ya hemos
expuesto suficientemente la tesis de que ninguna ley ha sido redactada si no
es en interés del Estado. Pensó, pues, que sería una enorme locura no
interpretar en función de los intereses del Estado lo que había sido redactado
para mantener su seguridad. A la vista de ello, si conviene referir todas las
leyes al interés del Estado y Epaminondas contribuyó a la seguridad del
mismo, es indudable que no pudo con una misma acción servir a los intereses
comunes y desobedecer a las leyes[115]».
Un razonamiento consta de cuatro partes cuando al plantear la
proposición o la premisa menor excluimos una de las dos demostraciones.
Debemos hacer esto cuando la proposición se comprende perfectamente o
cuando la premisa menor es igualmente evidente y no necesita demostración.
Un razonamiento deductivo en cuatro partes del que se ha suprimido la
demostración de la proposición es el siguiente: «Jueces, vosotros que habéis
jurado impartir justicia de acuerdo con la ley, debéis obedecer las leyes[116]. Y
no podéis obedecerlas a menos que sigáis cuanto está escrito en la ley. Ahora
bien, ¿qué prueba más determinante de sus intenciones ha podido dejar el
legislador sino lo que él mismo redactó con enorme cuidado y atención? Si
no dispusiéramos del texto escrito, nos esforzaríamos en buscarlo para
conocer por él la intención del legislador. Sin embargo no permitiríamos que
Epaminondas nos interpretara el significado de la ley, ni siquiera en el caso
de que no estuviera procesado. Con mayor razón aún no le permitiremos que,
en este caso en que disponemos del texto de la ley, nos interprete la voluntad
del legislador, y ello no a partir de lo que está perfectamente redactado sino
en función de lo que conviene a su propia causa. Por tanto, jueces, si vosotros
debéis obedecer a las leyes y no podéis hacerlo si no seguís la letra de la ley,
¿cómo no vais a juzgar que el acusado infringió la ley?».
Si se suprime la prueba de la premisa menor, un razonamiento quedará
reducido a cuatro partes del siguiente modo: «No debemos confiar en las
palabras de quienes, abusando de nuestra buena fe, nos han engañado tantas
veces. En efecto, si su perfidia nos causa algún perjuicio, no habrá nadie a
quien podamos echar la culpa sino a nosotros mismos. Dejarse engañar una
vez es desagradable, dos veces es una estupidez, tres, una vergüenza. Ahora
bien, los cartagineses nos han engañado ya repetidas veces. Sería, por tanto,
la mayor de las locuras confiar en la lealtad de aquellos cuya perfidia os ha
engañado tantas veces[117]».
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veces. En efecto, si su perfidia nos causa algún perjuicio, no habrá nadie a
quien podamos echar la culpa sino a nosotros mismos. Dejarse engañar una
vez es desagradable, dos veces es una estupidez, tres, una vergüenza. Ahora
bien, los cartagineses nos han engañado ya repetidas veces. Sería, por tanto,
la mayor de las locuras confiar en la lealtad de aquellos cuya perfidia os ha
engañado tantas veces[117]».
Si omitimos las dos demostraciones, el razonamiento presenta tres partes.
Por ejemplo: «O debemos vivir con el temor a los cartagineses si dejamos su
poder intacto, o debemos arrasar su ciudad. Es evidente que no debemos vivir
atemorizados. Por tanto, la única opción que nos queda es destruir su
ciudad».
Hay también quienes piensan que en ocasiones es posible prescindir de la
conclusión cuando el resultado de la deducción es perfectamente claro. El
razonamiento se reduce entonces a dos partes. Por ejemplo: «Si ha tenido
hijos, no es virgen; ha tenido hijos». En este caso, dicen, basta con establecer
la proposición y la premisa menor y, como la deducción es perfectamente
evidente, la conclusión no es necesaria. Yo creo en cambio que todo
razonamiento debe tener una conclusión formal y que se debe evitar por
todos los medios el error, que incluso a ellos tanto incomoda, de expresar
como conclusión lo que es completamente evidente. Podremos conseguirlo si
conocemos bien los distintos tipos de conclusión. En efecto, unas veces la
conclusión se hará resumiendo ambas premisas en un mismo enunciado; por
ejemplo: «Si estamos de acuerdo en que todas las leyes tienen por objetivo el
interés del Estado y si el acusado ha contribuido a la seguridad del mismo, es
evidente que no ha podido, con un mismo acto, velar por la seguridad del
Estado y desobedecer a las leyes». Otras veces, estableceremos la conclusión
a partir de su contrario; por ejemplo: «Sería, por tanto, una enorme locura
confiar en la lealtad de aquellos cuya perfidia os ha engañado tantas veces».
O también, concluiremos simplemente con una deducción lógica de la
siguiente manera: «Por consiguiente, destruyamos su ciudad». O planteamos
la consecuencia necesaria de la deducción; por ejemplo: «Si ha tenido un
hijo, se acostó con un hombre; efectivamente, ha tenido un hijo». La
deducción lógica es: «Por tanto, se acostó con un hombre». Si no se quiere
establecer la conclusión de esa manera, es posible hacerlo presentando el
siguiente paso lógico: «Por consiguiente, ha actuado indecorosamente». Así
se da una forma completa al razonamiento y se evita una conclusión evidente.
Por ello, en los razonamientos largos debemos establecer la conclusión
recapitulando las premisas o recurriendo al empleo de contrarios, en los
breves nos limitaremos a establecer la conclusión, y en aquellos en que la
deducción es evidente bastará con enunciar la consecuencia lógica.
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retórica. Cuando se expresan como antes diciendo: «Puesto que ha tenido un
hijo, se acostó con un hombre», introducen un argumento pero sin presentarlo
de acuerdo con las reglas de la retórica. Y nosotros nos referimos al arte de
presentar los argumentos y a sus diferentes métodos.
Este criterio es por tanto ajeno al razonamiento deductivo y con esta
distinción evitaremos cualquier otra eventual objeción contra la división que
proponemos como, por ejemplo, la de que se puede suprimir en ocasiones la
premisa menor o la proposición. Si una u otra es verosímil o irrefutable, de
alguna manera deberá persuadir al oyente. Y en efecto, si la exposición del
razonamiento fuera el único objetivo y la forma de expresarlo no tuviera
importancia, pensaríamos que no existe ninguna diferencia entre los grandes
oradores y los mediocres.
Será por tanto necesario variar el discurso con gran cuidado pues, como
en todas las cosas, la monotonía es la madre de la saciedad. Evitaremos ese
inconveniente si no iniciamos siempre el razonamiento de la misma
manera[118]. En primer lugar, interesa conseguir cierta diversidad en la forma
del razonamiento utilizando el razonamiento analógico en unos casos, el
deductivo en otros; después, en la argumentación propia, no se debe
comenzar siempre por la proposición, ni utilizar de manera ininterrumpida el
tipo de cinco partes, ni presentar éstas de la misma manera; se comenzará
unas veces por la premisa menor, otras por una de las dos demostraciones,
otras por las dos; en otras ocasiones usaremos una u otra forma de
conclusión. Para comprender bien esto, nosotros mismos debemos escribir y
ejercitarnos o, si nos avergüenza, comprobar en cualquiera de los anteriores
ejemplos qué fácil resulta hacerlo[119].
Creo que ya he dicho lo necesario sobre las partes de la argumentación.
En cualquier caso, quisiera dejar claro que sé bien que en filosofía hay
numerosas y complejas formas de tratar las argumentaciones, formas que han
dado origen a técnicas bien definidas. Sin embargo, me han parecido
completamente inapropiadas para la práctica oratoria. Y en lo que concierne a
la elocuencia, no pretendo afirmar que las he estudiado de manera más
completa que otros, pero sí aseguro haberlas expuesto por escrito con más
cuidado y exactitud. Abordaré ahora los otros puntos siguiendo el orden
originariamente propuesto.
La refutación[120] es la parte del discurso en que las pruebas de los
adversarios son atenuadas [o rebajadas] o debilitadas con nuestros
argumentos. Utiliza las mismas fuentes de la invención que la demostración,
pues los métodos para debilitar o defender cualquier proposición son los
mismos. Por ello, bastará con examinar exclusivamente los atributos de las
personas o las cosas. Así, deberán aplicarse a esta parte del discurso las reglas
para encontrar y presentar los argumentos que han sido expuestas
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La refutación[120] es la parte del discurso en que las pruebas de los
adversarios son atenuadas [o rebajadas] o debilitadas con nuestros
argumentos. Utiliza las mismas fuentes de la invención que la demostración,
pues los métodos para debilitar o defender cualquier proposición son los
mismos. Por ello, bastará con examinar exclusivamente los atributos de las
personas o las cosas. Así, deberán aplicarse a esta parte del discurso las reglas
para encontrar y presentar los argumentos que han sido expuestas
anteriormente. Sin embargo, para dar también a la enseñanza de la refutación
unos contenidos propios, expondré las normas que la regulan. Los que sigan
estas reglas estarán en mejor disposición para rebatir o debilitar los
argumentos que se le opongan.
Cualquier argumentación se refuta si no aceptamos una o varias de las
premisas; o si, aceptándolas, negamos que se pueda extraer [de ellas] esa
conclusión; si mostramos que la forma del razonamiento es errónea; o si
oponemos a su sólida argumentación otra igual o más sólida.
Rechazamos alguna de las premisas aceptadas si negamos la credibilidad
de lo que presentan como tal; si mostramos que una comparación que
nuestros adversarios consideran válida es errónea; si interpretamos de manera
diferente una sentencia o la rechazamos por completo; si negamos valor a lo
que nuestros adversarios consideran como prueba o si refutamos una o ambas
partes de un dilema; si mostramos que es falsa una enumeración o que una
inferencia simple no está bien fundada[121]. Pues, como dije antes, todo lo que
se usa en la argumentación como probable o necesario debe ser tomado de
alguno de estos puntos.
Una afirmación que se supone digna de crédito puede ser debilitada si su
falsedad resulta evidente. Por ejemplo: «No hay nadie que no prefiera el
dinero a la sabiduría». O si la aserción contraria es también plausible; por
ejemplo: «¿Hay alguien que sea más amante del deber que del dinero?». O
bien si es completamente increíble, como sería el caso de un conocido avaro
que dijera haber despreciado un enorme beneficio económico por cumplir
con alguna obligación sin importancia. O bien se generaliza algo que sólo es
verdad en determinadas circunstancias e individuos. Por ejemplo: «Los
pobres prefieren el dinero al deber», o «el crimen debe de haber sido
cometido en un lugar solitario, pues ¿cómo se podría asesinar a alguien en un
lugar concurrido?». O bien se presenta como absolutamente imposible algo
que sucede raras veces, como hizo Curión en su defensa de Fulvio cuando
dijo: «Nadie puede enamorarse a primera vista o de pasada[122]».
Un indicio podrá ser invalidado con los mismos medios que lo confirman.
En efecto, tratándose de un indicio primero hay que demostrar que es
verdadero; luego, que es realmente aplicable a los hechos que se discuten,
como, por ejemplo, la sangre es indicio de un crimen; a continuación, que se
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planteamiento antes que el de nuestros adversarios, o que son absolutamente
falsos, o que pueden inducir igualmente a otras sospechas.
Cuando se introduce algo comparable, como esto se basa esencialmente
en la similitud, para refutarlo convendrá afirmar que el término de
comparación no presenta analogía alguna con aquello que se compara.
Podremos hacerlo si mostramos sus diferencias en lo que se refiere a la clase,
naturaleza, significado, importancia, tiempo, lugar, persona u opinión; o si
hacemos ver en qué grupo conviene poner el término de comparación
utilizado y en qué otro aquello que se pretende explicar mediante la
comparación. A continuación, mostraremos las diferencias entre ambos
términos y probaremos que se debe juzgar como diferente aquello que se
compara y aquello con lo que se compara. Necesitaremos especialmente estos
medios cuando haya que refutar la argumentación que se hace por
inducción[123].
Cuando se presente como argumento algún punto ya juzgado, si lo
permite la verdad o la verosimilitud podremos atacarlo utilizando los mismos
recursos en que éste se basa pero desde el punto de vista contrario. Los
lugares son los siguientes: elogiar a los que lo dictaron; señalar la similitud
entre la causa en cuestión y aquello a lo que se refiere la sentencia; recordar
que esa decisión no sólo no recibió crítica alguna sino que fue ampliamente
aprobada; mostrar que la decisión sobre aquel caso fue más difícil e
importante que la del caso actual. Además convendrá tener cuidado de que
sea evidente la relación entre aquello que se juzga y los hechos anteriormente
juzgados, o de no citar un caso que revele un error judicial y dar así la
impresión de pretender juzgar a los que emitieron esa sentencia. Tampoco
deberemos apoyarnos en una única sentencia judicial o de una especie rara
cuando existan otras muchas, pues estos argumentos son los que más pueden
debilitar la autoridad de lo que presentamos como ya juzgado.
De esta manera deberemos tratar aquellos argumentos que son planteados
como probables.
En cuanto a las argumentaciones que se presentan como necesariamente
verdaderas y que imitan la argumentación necesaria sin serlo en realidad
podremos refutarlas del siguiente modo: en primer lugar, el dilema debe
eliminar cualquiera de las dos alternativas que se haya aceptado; si es
verdadero, nunca será refutado; pero si es falso puede refutarse de dos
maneras; invirtiendo su significado o debilitando alguna de sus partes. Por
ejemplo:
«Pues si es respetuoso, ¿por qué acusar a quien es honesto?
Pero si es un desvergonzado, ¿por qué acusar
a quien poco importa lo que pueda escuchar?»[124].
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verdadero, nunca será refutado; pero si es falso puede refutarse de dos
maneras; invirtiendo su significado o debilitando alguna de sus partes. Por
ejemplo:
«Pues si es respetuoso, ¿por qué acusar a quien es honesto?
Pero si es un desvergonzado, ¿por qué acusar
a quien poco importa lo que pueda escuchar?»[124].
Aquí, digas o no que la persona es respetuosa, el adversario lo admite
para que te veas obligado a decir que no debe ser acusado. Se puede refutar el
argumento invirtiéndolo del siguiente modo: «Por el contrario, hay que
acusarlo. Si es respetuoso, lo debes acusar, pues no dará importancia a lo que
oiga. Y si es un desvergonzado, debes también acusarlo, pues es deshonesto».
Se puede contestar también debilitando alguna de las alternativas, del
siguiente modo: «Si verdaderamente es respetuoso, se corregirá con tu
acusación y abandonará su error».
Será defectuosa la enumeración si decimos que hemos olvidado algo que
queríamos admitir o si hemos incluido algún punto débil que puede ser
objetado en contra nuestra o del que no hay motivos honrosos para aceptarlo.
El siguiente es un ejemplo de enumeración en la que se ha omitido algún
punto: «Puesto que tienes ese caballo, debes de haberlo comprado, o lo
posees por herencia, o lo has recibido como regalo, o ha nacido en tu cuadra
o, si no es nada de esto, debes de haberlo robado. Si no lo has comprado ni lo
recibiste en herencia ni te lo han regalado ni nació en tu cuadra, hay que
concluir necesariamente que lo has robado». Una conclusión semejante podrá
ser refutada fácilmente diciendo que el caballo fue capturado a los enemigos
y que formaba parte del botín que no fue subastado; al decir esto se invalida
la enumeración, pues introducimos un punto que había sido omitido en ella.
Una segunda manera de refutar una enumeración consiste en contradecir
alguno de sus puntos; por ejemplo, para seguir con el ejemplo anterior, si
podemos demostrar que hemos recibido el caballo en herencia. O si
reconocemos en última instancia algún punto que no sea deshonroso: por
ejemplo, si nuestros adversarios dijeran: «Has querido tendernos una celada o
has actuado para complacer a algún amigo o te has dejado llevar por la
pasión», se podría confesar que el acusado actuó para complacer a un amigo.
Una inferencia simple se puede refutar cuando la consecuencia no parece
ser un resultado necesario del antecedente. Por ejemplo, afirmaciones como
«Si respira, está vivo», «Si es de día, hay luz» son de un tipo en que la
conclusión parece ser una consecuencia directa del antecedente. Por el
contrario, ejemplos como los siguientes: «Si es madre, ama a su hijo» o «Si
erró alguna vez, nunca se corregirá», convendrá refutarlos demostrando que
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con otra perspectiva. Por el momento será necesario contentarnos con las
enseñanzas que los rétores han formulado para el uso de los oradores.
Por consiguiente, cuando alguna de las premisas no sea aceptable, la
refutaremos por el procedimiento expuesto.
Pero cuando se aceptan las premisas y la conclusión no se deduce de
ellas, habrá que examinar si la conclusión que se debería extraer es diferente
de la que se expresa[125]. Por ejemplo, supongamos que alguien pretende
responder a quien dice haber estado en el ejército utilizando el siguiente
razonamiento: «Si te hubieras presentado en el campamento, los tribunos
militares te habrían visto; ellos no te han visto; por lo tanto no fuiste al
ejército». En este caso son aceptables la proposición y la premisa menor y es
la conclusión la que debe ser rechazada, pues se ha producido una inferencia
distinta de la que se imponía[126].
Para exponer el razonamiento de una manera más accesible, he elegido en
este caso un ejemplo que contenía una falacia evidente y manifiesta. Pero a
menudo un error mejor disimulado pasa por verdadero, ya sea por no recordar
bien lo que se ha admitido, ya por haber aceptado como verdadero algo que
es ambiguo. Si se admite un punto ambiguo con un sentido específico y en la
conclusión el adversario quisiera conferirle [a este sentido] otro sentido,
habrá que demostrar que esa conclusión no se sigue de lo que se ha admitido
sino de lo que él ha dado por supuesto. Por ejemplo: «Si necesitáis dinero, es
porque no lo tenéis; si no tenéis dinero, sois pobres; es evidente que
necesitáis dinero, pues si no fuera así no os dedicaríais al comercio; por
consiguiente, sois pobres». A este razonamiento se responde de la siguiente
manera: «Cuando tú decías: ‘si necesitáis dinero es porque no lo tenéis’ yo lo
entendía como ‘si estáis necesitados por falta de recursos, no tenéis dinero’, y
es en ese sentido en el que yo lo admitía; cuando tú entendías ‘por tanto
necesitáis dinero’, yo interpretaba ‘queréis tener más dinero’. De lo que yo
admitía no se sigue ‘sois por tanto pobres’. Ésa sería la conclusión si
previamente hubiera admitido también que quienes desean tener mucho
dinero es porque carecen de él».
Además, a menudo suponen los adversarios que has olvidado los puntos
que admitiste y por ello infieren en la conclusión como si fuera posible lo que
no se sigue de las premisas. Por ejemplo: «Si él recibía la herencia, es
probable que él fuera el asesino». Luego prueban esta proposición de manera
extensa. Después presentan esta premisa menor: «Efectivamente, él recibía la
herencia», y por último concluyen: «Por consiguiente, él cometió el crimen».
Pero ésta es una conclusión que no se sigue de sus premisas. Por ello es
preciso observar atentamente lo que se presenta como premisas y lo que se
deduce de ellas.
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no se sigue de las premisas. Por ejemplo: «Si él recibía la herencia, es
probable que él fuera el asesino». Luego prueban esta proposición de manera
extensa. Después presentan esta premisa menor: «Efectivamente, él recibía la
herencia», y por último concluyen: «Por consiguiente, él cometió el crimen».
Pero ésta es una conclusión que no se sigue de sus premisas. Por ello es
preciso observar atentamente lo que se presenta como premisas y lo que se
deduce de ellas.
Se demostrará que el propio tipo de argumentación es erróneo por las
razones siguientes: o bien existe algún fallo en la propia argumentación, o
bien no se adecua al fin propuesto.
La argumentación será defectuosa si es completamente falsa, común,
banal, intrascendente, remota, mal definida, controvertida, evidente,
inaceptable, deshonesta, ofensiva, perjudicial, inconsistente o favorable al
contrario.
Es falsa la argumentación que incluye una mentira evidente, como en este
ejemplo: «No puede ser sabio quien desprecia el dinero; Sócrates despreciaba
el dinero; por tanto, no era sabio[127]».
Es común cuando sirve tanto a nuestros intereses como a los de los
adversarios. Por ejemplo: «He expuesto el caso en pocas palabras, jueces,
porque la razón estaba de mi parte».
Es banal la argumentación en que aquello que se acepta puede aplicarse
también a otra situación que no es aceptable. Por ejemplo: «Si su causa no
fuera justa, jueces, el acusado no se habría confiado nunca a vosotros».
Es intrascendente aquella que se presenta demasiado tarde. Por ejemplo:
«Si él lo hubiera pensado, no lo habría hecho». O el que con una justificación
trivial pretende excusar una acción abiertamente deshonesta. Por ejemplo:
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«Cuando todos te buscaban y tu reino florecía,
me marché de tu lado; ahora que todos te han abandonado,
yo sola, con enormes peligros, me dispongo a devolvértelo[128]»
Es remota la argumentación que remonta a circunstancias demasiado
alejadas, como en este caso: «Si Publio Escipión no hubiera casado a su hija
Cornelia con Tiberio Graco y éste no hubiera tenido con ella dos hijos, los
Gracos, no habrían surgido disturbios tan terribles; así pues, Escipión debe
ser considerado responsable de estas desgracias[129]». Del mismo género es
este famoso lamento:
«Ojalá en el bosque de Pelión, abatidos por las hachas,
no hubiesen caído a tierra los troncos de abeto[130]»,
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dinero», o no contiene nada importante o solemne como «la locura es el
deseo ilimitado de gloria». Esto es, efectivamente, locura pero definida de
manera parcial, no de manera general[131].
Es controvertida la argumentación cuando se pretende explicar un punto
dudoso con una prueba dudosa; por ejemplo:
«Escucha: los dioses, que poseen el poder de mover cielos e infiernos,
hacen la paz entre ellos y viven en concordia[132]».
Es evidente la argumentación cuando se refiere a un punto sobre el cual
no existe controversia. Por ejemplo, si alguien que acusara a Orestes
declarase que éste había matado a su madre.
La argumentación es inaceptable cuando el punto que se amplifica es el
objeto mismo de la controversia. Por ejemplo, si al acusar a Ulises se
insistiera especialmente en la indignidad de que Áyax, el hombre más
valeroso, hubiera sido asesinado por la persona más cobarde[133].
Deshonesta es aquella que por su inmoralidad resulta indigna del lugar en
que se habla, del hablante, del momento, de los oyentes o del tema que se
discute[134].
Es ofensiva la que atenta contra la sensibilidad de los oyentes. Sería ese el
caso de quien, en presencia de caballeros romanos ansiosos de servir como
jurados, alabara la ley de Cepión sobre la organización de los tribunales[135].
Una argumentación perjudicial es aquella que censura las actuaciones
anteriores de los propios oyentes. Por ejemplo, si alguien, criticando en
presencia de Alejandro de Macedonia a quien había asaltado una ciudad,
dijera que no hay nada más cruel que destruir ciudades, cuando el propio
Alejandro había destruido Tebas[136].
Es inconsistente una argumentación cuando es posible formular opiniones
contrarias sobre un mismo tema. Por ejemplo, si después de decir que la
persona virtuosa no necesita nada para vivir feliz, alguien añadiera que sin
salud no se puede vivir feliz; o dijera que está ayudando a algún amigo por
amistad pero que espera obtener algún beneficio por ello.
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enemigos[137].
Si alguna de las partes de la argumentación no resulta adecuada para el
objetivo que se pretende, encontraremos que se debe a alguno de los
siguientes errores[138]: el orador prueba menos de lo que había prometido;
cuando debe formular conceptos generales habla sólo de casos individuales,
como en este ejemplo: «Las mujeres son avariciosas, pues Erifíla vendió por
una joya la vida de su esposo[139]»; se defiende de una acusación que no se le
ha formulado; por ejemplo, si un acusado de corrupción se defendiera
alegando su valor en el combate o como hace Anfión en el drama de
Eurípides o en el de Pacuvio, que alaba la sabiduría cuando la crítica se hace
contra la música; o si una actividad es censurada por culpa de una sola
persona, como sería el caso de que se le reprochara a la enseñanza los errores
de alguien que ha recibido instrucción; o si queriendo elogiar a alguien se
hablara de su suerte y no de sus méritos; o si al comparar dos cosas se
pensara que no es posible alabar una de ellas sin menospreciar la otra, o se
alabara a una sin mencionar a la otra; o si al discutir sobre un hecho concreto
comenzara a hablar en términos generales; por ejemplo, si al deliberar sobre
la conveniencia de hacer o no la guerra, un orador elogiara la paz en general
en lugar de mostrar la inutilidad de esa guerra; o si la explicación de un hecho
es falsa[140], como en este ejemplo: «El dinero es un bien, pues es lo que
esencialmente hace que la vida sea feliz»; o la explicación es débil, como en
estos versos de Plauto:
Censurar a un amigo por una falta que ha cometido
es tarea ingrata, pero a la larga útil
y provechosa. Porque hoy a un amigo severamente
voy a reprender por una falta muy grave[141].
O bien expresa la misma idea con diferentes palabras, como aquí: «La
avaricia es un mal, pues la codicia ha causado grandes desgracias a muchas
personas»; o las razones son poco adecuadas, como éstas: «La amistad es el
mayor de los bienes, pues hay muchas alegrías en la amistad».
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propuesta[142].
Esto es cuanto pensé que debía exponer sobre la refutación. [A
continuación hablaré de la conclusión.]
Hermágoras pone a continuación la digresión y por último la conclusión.
Según él, en la digresión[143] debemos introducir una especie de desarrollo
ajeno a la causa e incluso al propio punto a juzgar, un desarrollo que incluya
el elogio del propio orador o una recriminación del adversario o que
conduzca a algún otro caso que confirme nuestra postura o refute la del
adversario, no introduciendo nuevas argumentaciones sino enfatizando
mediante la amplificación. Si alguien piensa que la digresión constituye una
parte del discurso puede seguir la propuesta de Hermágoras, [pues ya he
presentado algunas de las reglas para la amplificación, elogiosa o
recriminatoria, otras se darán en el momento apropiado]. Por mi parte, no
estoy de acuerdo en incluir [esta parte] entre las partes del discurso, pues creo
que se debe evitar toda digresión excepto en el caso de los lugares comunes,
procedimiento del cual debo hablar más adelante[144]. En cuanto a los elogios
y a las censuras, creo que no deben ser tratados aparte sino en estrecha
relación con la propia argumentación.
Ahora hablaré de la conclusión.
La conclusión[145] termina y finaliza el discurso entero. Tiene tres partes:
la recapitulación, la indignación y la compasión[146].
La recapitulación[147] es la parte en que se reúnen los temas dispersos y
diseminados por todo el discurso de forma que sea posible recordarlos en su
conjunto. Si se utiliza siempre el mismo procedimiento, todos comprenderán
fácilmente que el resumen es fruto de una elaboración artificiosa; por el
contrario, si la conclusión adopta diferentes formas se podrá evitar esta
sospecha y la sensación de hastío que produce[148]. Por ello será conveniente
hacer como la mayoría de los oradores que, por facilidad, abordan cada punto
uno por uno brevemente y pasan así revista a todas las argumentaciones. Hay
también un procedimiento más difícil que consiste en mencionar las partes
que se distinguieron en la división y prometimos desarrollar, y recordar los
razonamientos que apoyaron cada una de ellas; o bien preguntar a los oyentes
qué aspectos querrían que les ampliáramos y probáramos, del siguiente
modo: «Hemos mostrado este punto, hemos probado aquel otro». De esta
manera los oyentes recordarán todo y pensarán que no queda nada que
puedan echar en falta[149].
Además, como he dicho antes, en el resumen puedes repasar tus
argumentaciones por separado o confrontarlas con las de los adversarios —un
procedimiento que exige una técnica mayor— y, una vez recordada tu
argumentación, señalar cómo has refutado la que te oponían. De esta manera
una breve comparación recuerda a los oyentes tanto la confirmación como la
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manera los oyentes recordarán todo y pensarán que no queda nada que
puedan echar en falta[149].
Además, como he dicho antes, en el resumen puedes repasar tus
argumentaciones por separado o confrontarlas con las de los adversarios —un
procedimiento que exige una técnica mayor— y, una vez recordada tu
argumentación, señalar cómo has refutado la que te oponían. De esta manera
una breve comparación recuerda a los oyentes tanto la confirmación como la
refutación. Convendrá también variar esta forma de presentación con otros
recursos oratorios; unas veces se puede centrar el resumen en tu propia
persona, recordando así lo que has dicho y en qué lugar lo dijiste; otras se
puede presentar a algún otro personaje o cosa inanimada y asignarle a él el
resumen entero; a un personaje, como en el siguiente ejemplo: «¿Si el
legislador apareciese aquí y os preguntara los motivos de vuestras dudas, qué
le podríais responder después de que os he demostrado esto y aquello?».
Aquí, como si habláramos en nuestro propio nombre, podremos unas veces
revisar una tras otra cada parte de la argumentación, otras remitir cada punto
a la división que hicimos, otras preguntar al oyente lo que desea, otras
resumir comparando nuestra argumentación con la del adversario.
Introduciremos una cosa inanimada en el resumen si atribuimos las
palabras a objetos como una ley, un lugar, una ciudad o un monumento; por
ejemplo: «Si las leyes pudieran hablar, ¿no expresarían estos reproches ante
vosotros? ¿Qué más deseáis, jueces, después de que os hemos demostrado
esto y aquello?». En este tipo de resumen se pueden usar todos los recursos
ya señalados[150].
Como norma general, para la recapitulación se debe elegir el punto más
importante de cada argumentación, dado que no es posible repetirlas por
completo, y tratarlo con la mayor brevedad posible, de manera que resulte
evidente que estamos recordando, no repitiendo el discurso.
La indignación[151] es la parte del discurso que sirve para provocar una
gran hostilidad contra alguien o una animadversión igualmente fuerte contra
algo. A este respecto queremos señalar ante todo que es posible utilizar todos
los lugares comunes que indicamos al tratar las reglas de la demostración. En
efecto, cualquier atributo de las personas o de las cosas puede dar origen a
todo tipo de amplificaciones[152] o indignaciones; sin embargo,
consideraremos los preceptos que se pueden dar exclusivamente sobre la
invectiva[153].
El primer lugar se toma de la autoridad y con él recordamos el interés tan
grande que han mostrado en este asunto aquellas personas cuya autoridad es
de enorme importancia: los dioses inmortales (este lugar se tomará de la
adivinación, los oráculos, los adivinos, los prodigios, los presagios y hechos
similares), nuestros antepasados, los reyes, las ciudades, las naciones, los
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El primer lugar se toma de la autoridad y con él recordamos el interés tan
grande que han mostrado en este asunto aquellas personas cuya autoridad es
de enorme importancia: los dioses inmortales (este lugar se tomará de la
adivinación, los oráculos, los adivinos, los prodigios, los presagios y hechos
similares), nuestros antepasados, los reyes, las ciudades, las naciones, los
hombres más sabios, el senado, el pueblo, los legisladores.
El segundo lugar muestra amplificando y excitando la indignación a
quién afecta el acto que denunciamos, bien a todos o a la mayor parte de los
ciudadanos —lo cual engendra una aversión enorme—, bien a nuestros
superiores cuya autoridad hace que nuestra indignación sea digna de
confianza —que es lo más indigno—, bien a nuestros iguales en valor,
fortuna o cualidades físicas —que es lo más injusto—, bien a nuestros
inferiores —que es lo más arrogante—
El tercer lugar nos sirve para preguntarnos qué sucedería si todos actuaran
de la misma manera y, al mismo tiempo, mostramos que si son indulgentes
con el acusado muchos otros imitarán su audacia; a partir de ahí mostramos
las perniciosas consecuencias que esta actitud causaría.
En el cuarto lugar demostramos que muchas personas aguardan con
impaciencia la decisión de los jueces para poder saber, según se resuelva a
propósito del acusado, lo que les será permitido también a ellos en un caso
similar.
Con el quinto lugar mostramos que en otras ocasiones una decisión
errónea fue cambiada y corregida cuando se supo la verdad, pero que en este
caso la sentencia, una vez dictada, no podría ser modificada por otra
resolución y que no existe poder alguno que pueda corregirla.
El sexto lugar muestra que el hecho fue cometido intencionadamente y
con premeditación, a lo cual se añade que los delitos voluntarios no deben ser
perdonados, mientras que hay ocasiones en que conviene perdonar las faltas
de imprudencia.
El séptimo lugar se usa para expresar nuestra indignación contra un acto
que calificaremos de odioso, cruel, impío, tiránico, cometido con violencia, a
mano armada o comprado con dinero, lo que es totalmente contrario a la ley y
a la justicia.
En el octavo lugar mostramos que el crimen en cuestión no es común ni
usual ni tan siquiera entre las personas más depravadas y que es desconocido
incluso entre los salvajes, los pueblos bárbaros y las bestias feroces. De este
género serán los delitos cometidos con crueldad contra los padres, hijos,
esposas, parientes o suplicantes; además, aquellos actos que se cometen
contra personas de edad, huéspedes, vecinos, amigos o contra aquellas otras
con las que hemos vivido, que nos han educado o instruido; contra personas
fallecidas, desgraciadas o dignas de lástima; contra hombres ilustres, nobles,
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El noveno lugar permite comparar el crimen en cuestión con otros
crímenes reconocidos como tales y muestra así con un tono apasionado
cuánto más atroz e indigno es el crimen del que nos ocupamos.
El décimo lugar consiste en reunir todas las circunstancias que ocurrieron
al producirse los hechos y sus consecuencias, acompañando cada una de ellas
con reproches y denuncias, al tiempo que con las palabras más expresivas
posibles exponemos los sucesos a la vista de los oyentes para que resalte la
indignidad de los hechos como si ellos mismos hubieran asistido al crimen y
lo hubiesen contemplado personalmente.
El undécimo lugar es aquel en que mostramos que los hechos fueron
cometidos por quien menos debería y de quien se esperaría que lo hubiera
impedido si otra persona hubiera querido hacerlo.
En el duodécimo lugar expresamos nuestra indignación por el hecho de
que esto nos haya sucedido por vez primera a nosotros y que a nadie antes le
hubiera ocurrido.
El decimotercer lugar se emplea para mostrar que a la afrenta se une la
injusticia, excitando así la animosidad contra el orgullo y la arrogancia.
En el decimocuarto lugar pedimos a los oyentes que consideren nuestras
ofensas como si fueran propias; si se trata de niños, que piensen en sus
propios hijos; si de mujeres, que piensen en sus esposas; si de ancianos, en
sus padres o parientes.
En el decimoquinto lugar señalamos que incluso nuestros adversarios y
enemigos suelen considerar injusto lo que nos ha sucedido.
Éstos son los lugares que sirven especialmente para dar fuerza a la
indignación. [Por su parte, los diferentes tipos de compasión deberán ser
tomados de recursos como los siguientes.]
La compasión[154] es la parte del discurso con la que buscamos suscitar la
misericordia de los oyentes. Para ello, lo primero que debemos hacer es
tranquilizar sus ánimos y provocar su piedad de manera que se muestren así
más sensibles a nuestras quejas. Podremos lograr esto recurriendo a aquellos
lugares comunes con los que se pone de relieve el poder de la fortuna sobre
todos nosotros y la debilidad humana. Estos pensamientos, expresados de
manera grave y sentenciosa, son el mejor recurso para tranquilizar los
sentimientos de las personas y prepararlos para la compasión, pues las
desgracias ajenas les harán ver su propia fragilidad.
El primer lugar que se utiliza para lograr la compasión muestra la
prosperidad de que disfrutaba antes y las desgracias que ahora le afligen.
El segundo, que se divide según el tiempo, muestra las desgracias que han
sufrido, las que sufren y las que sufrirán.
El tercero sirve para lamentar todas las circunstancias de una desgracia;
por ejemplo, si se trata de la muerte de un hijo, se recuerda el encanto de su
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El primer lugar que se utiliza para lograr la compasión muestra la
prosperidad de que disfrutaba antes y las desgracias que ahora le afligen.
El segundo, que se divide según el tiempo, muestra las desgracias que han
sufrido, las que sufren y las que sufrirán.
El tercero sirve para lamentar todas las circunstancias de una desgracia;
por ejemplo, si se trata de la muerte de un hijo, se recuerda el encanto de su
juventud, su amor, las esperanzas que suscitaba, el consuelo que reportaba, su
educación y todos los elementos que en un caso similar pueden aducirse para
producir compasión.
El cuarto expone las afrentas, humillaciones y ofensas, así como los actos
indignos de su edad, nacimiento, fortuna anterior, posición o beneficios que
han sufrido o podrían sufrir.
El quinto presenta a la vista de todos, una por una, todas sus desgracias,
de manera que al oyente le parezca estar viéndolas y pueda ser movido a la
piedad por los hechos mismos, como si asistiera a ellos y no sólo los
estuviera oyendo.
El sexto muestra que, en contra de lo que se podría esperar, el acusado se
encuentra en una situación lamentable y que no sólo no consiguió lo que
esperaba sino que se precipitó en las mayores desgracias.
En el séptimo invitamos a los oyentes a imaginarse en un caso similar y
les pedimos que, cuando nos miren, piensen en sus hijos, en sus padres o en
cualquier otra persona que les sea querida.
En el octavo decimos que ha ocurrido algo que no hubiera debido suceder
o que no se ha hecho algo que hubiera debido hacerse; por ejemplo: «No
estuve presente, no lo vi, no escuché sus últimas palabras, no recogí su último
suspiro»; o como éste: «Murió prisionero de los enemigos y yace
vergonzosamente sin sepultar en tierra hostil; expuesto largo tiempo a las
fieras salvajes, se vio privado en su muerte de las honras que todos merecen».
En el noveno, atribuimos la palabra a seres mudos e inanimados como si
tratáramos de adaptar el lenguaje de las personas a un caballo, a una casa o a
un vestido; es un recurso que conmueve profundamente el ánimo de los
oyentes que han amado a alguien.
El décimo muestra la pobreza, la enfermedad y la soledad.
En el undécimo, el hablante encomienda a los oyentes sus hijos, sus
padres, o la tarea de darle a él sepultura, o cualquier cosa de este estilo.
En el duodécimo uno se queja de estar separado de alguien, como cuando
te alejan de la persona con quien has sido feliz, como un padre o una madre,
un hijo, un hermano, un amigo.
En el decimotercero nos quejamos indignados de haber sido maltratados
por aquellos que menos derecho tienen, como parientes o amigos a los que
hemos ayudado y de los que esperaríamos ayuda, o por aquellos de quienes
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En el decimosexto declaramos que nuestro espíritu es compasivo con las
desgracias ajenas, pero que a pesar de todo sigue siendo noble, elevado y
capaz de soportar la adversidad y las desgracias que puedan presentarse. En
efecto, a veces el valor y la grandeza de espíritu, que comportan nobleza y
prestigio, son más útiles para provocar la compasión que la humildad y las
súplicas.
Pero una vez que hemos logrado conmover a los oyentes, conviene no
detenerse en la súplica pues, como dice el rétor Apolonio, «nada se seca más
rápido que una lágrima[156]».
Ahora que creo haber hablado suficientemente de todas las partes del
discurso y el tamaño del volumen ha crecido en exceso, expondré su
continuación en el segundo libro.
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LIBRO II
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SUMARIO
I. INTRODUCCIÓN. ECLECTICISMO DEL TRATADO. HISTORIA
RETÓRICA (1)
II. LA ARGUMENTACIÓN EN EL GENERO JUDICIAL (11)
DE LA TEORÍA
1. El estado de causa conjetural (14)
Motivo (17)
Impulso pasional y premeditación (17)
Lugares de la acusación (19)
Lugares de la defensa (25)
Agente (28)
Atributos de las personas (27)
Lugares de la acusación (32)
Lugares de la defensa (35)
Hecho (38)
Atributos de los hechos (38)
Conjeturas comunes al agente y al hecho (42)
Lugares de la acusación (44)
Lugares de la defensa (44)
Teoría de los lugares comunes (48)
Lugares comunes del estado conjetural (50)
2. El estado de causa definitivo (52)
Lugares de la acusación (53)
Lugares de la defensa (55)
3. El estado de causa recusativo (57)
4. El estado de causa calificativo. Sus partes (62)
La clase pragmática (62)
Los fundamentos del derecho: la naturaleza (65), la costumbre (67) y
la ley (68)
Lugares comunes de la clase pragmática (68)
La clase jurídica (69)
Parte absoluta. Categorías (69)
Comparación (72)
Rechazo de la responsabilidad (78)
Transferencia de la acusación (86)
Confesión. Partes (94)
Excusa (94) (Ignorancia (95), Casualidad (96), Necesidad (98)). Súplica (104)
Causas sobre las recompensas y castigos (110)
5. Las controversias sobre un texto (116)
Ambigüedad (116)
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El texto y su intención (122)
Leyes en conflicto (144)
Analogía (148)
Definición (153)
III. LA ARGUMENTACIÓN EN EL GÉNERO DELIBERATIVO (155)
Fin del género deliberativo. Crítica de la teoría de Aristóteles (156)
La argumentación sobre la dignidad. Teoría de las virtudes (159)
La argumentación sobre la utilidad y la dignidad (166)
La argumentación sobre la utilidad (168)
La necesidad (170)
La coyuntura (176)
IV. LA ARGUMENTACIÓN EN EL GÉNERO DEMOSTRATIVO (177)
El elogio y la censura (177)
V. CONCLUSIÓN DEL LIBRO SEGUNDO
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VARIANTES
TEXTO DE STROEBEL
NUESTRO TEXTO
II 4, 15
[id es quaestio] eadem [in
coniecturali]
eadem
in
BORNECQUE,
ACHARD
II 5, 18
[faciendi aut non faciendi]
faciendi aut
HUBBELL
II 6, 22
denique
officio
antiquiorem
II 8, 25
haec fere sunt [in causa
faciendi] consideranda
[suo]
II 10, 33 de facultate [eius] totius est
II 11, 36 demonstrabitur
animus
[ut],
coniecturali
HUBBELL,
non
denique officio
ERNESTI
antiquiorem
haec fere sunt consideranda in
causa faciendi WEIDNER
eius del. STROEBEL
cum
ut del. STROEBEL
II 11, 37 in genere uitiorum ***
in genere
WEIDNER
II 15, 48 perorata [et probata] causa
perorata causa SCHÜTZ
II 16, 50 causam
maxime
[causam]
causam
KAYSER
spectari
II 18, 56 inductione
II 20, 61 utrum malitia
agatur
faciendi
<esse>
uitiorum
maxime
spectari
indignatione PHILIPPSON
[quid]
aliud
utrum malitia
SCHÜTZ
aliud
agatur
II 21, 62 quod [in] ipsius fuit
quod ipsius SCHÜTZ
II 24, 73 [ex quibus iudicatio… fecerit]
ex quibus iudicatio… fecerit
BORNECQUE, HUBBELL
II 26, 77 [et facti inutilitatem… proferre]
et facti inutilitatem… proferre
HUBBELL, ACHARD
II 29, 89 [demonstrabit] quid debuerit,
quid debuerit LAMBINUS
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II 30, 91 in alio culpa sit, [aut] in ipso
non sit
in alio culpa sit, in ipso non sit
aut GRUTER
II 30, 92 sine concessionis partibus
<non>
sine
concessionis
partibus WEIDNER
II 30, 94 ex
omnibus
honestatis
ex omnibus honestatis KAYSER
[partibus]
II 31, 97 redemptor [aliquid] fecerit
II 32, 99 quod [leuius,
ignorabile
facilius]
redemptor fecerit ERNESTI
non
quod non ignorabile KAYSER
II 34,
104
beneficia, diceres, posses
beneficia
ACHARD
II 34,
105
nam in senatu [aut in consilio]
nam in senatu KAYSER
II 35,
107
aut consanguineum * aut iam a
maioribus in primis amicum
esse
aut consanguineum aut magnis
uiris aut primis amicum esse
ACHARD
II 36,
109
in eum * ob potestatem
in eum oblata potestate KLOTZ
II 42,
122
TUM MIHI
II 42,
124
tribunum militum [suum]
tribunum militum FRIEDRICH
II 45,
133
si eius rei [causa], propter
causa del. STROEBEL
II 51,
156
quare in [hoc] quoque genere
quare in
LAMBINUS
II 53,
161
ea quae sunt [ante] aut fuerunt
ante del. STROEBEL
II 54,
164
in odium alicuius * iniectionis
concitati
in odium alicuius inferioris
concitati LAMBINUS
* dicet HERES ESTO
dixeris,
possis
TUM MIHI SECUNDUS HERES ESTO
ACHARD
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quoque
genere
II 56,
169
indiget atque [aut] omnes
indiget atque omnes FRIEDRICH
II 57,
172
esse multas res [necessitatis]
esse multas res ORELLIUS
II 57,
172
quod genus
[mortales]
quod genus homines ERNESTI
II 57,
173
[aut ad honestatem]
aut ad honestatem HUBBELL
II 57,
173
[aut ad incolumitatem, hoc
modo]
aut ad incolumitatem,
modo HUBBELL
[ut]
homines
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hoc
En cierta ocasión los habitantes de Crotona, que poseían toda clase de
recursos y se contaban entre los más ricos de Italia, quisieron enriquecer con
pinturas excepcionales el templo de Juno, por el cual sentían una veneración
especial[1]. Así pues, contrataron por una enorme suma de dinero a Zeuxis de
Heraclea[2], que en ese momento pasaba por ser el mejor de todos los
pintores. Éste pintó muchos cuadros, algunos de los cuales se han conservado
hasta nuestros días por la veneración de que ese templo ha sido objeto y, para
fijar en una imagen muda el modelo perfecto de belleza femenina, les dijo
que quería reproducir la figura de Helena. Los crotoniatas, que habían oído
decir a menudo que superaba a todos en la representación de la figura
femenina, se entusiasmaron con la idea. Pensaron, en efecto, que si
desplegaba su talento en el género en que era el mejor, les dejaría en aquel
templo una obra maestra.
No se vieron defraudadas sus esperanzas. En efecto, Zeuxis les preguntó
inmediatamente cuáles eran las más bellas jóvenes que allí vivían.
Condujeron al pintor directamente al gimnasio y le mostraron muchos
jóvenes dotados de gran belleza. Pues efectivamente hubo un tiempo en que
los crotoniatas superaron a todos por la fuerza y belleza de sus cuerpos y
proporcionaron a su patria en las pruebas de atletismo las victorias más
honrosas y las mayores distinciones. Y mientras Zeuxis admiraba extasiado la
belleza de sus cuerpos, le dijeron: «En casa están las hermanas de estos
jóvenes; por ellos puedes hacerte una idea de su belleza». «Por favor», les
contestó, «enviadme a las más bellas de esas muchachas mientras pinto lo
que os he prometido, para que la verdadera belleza de estos modelos vivos
pase a un cuadro mudo». Entonces los ciudadanos de Crotona, tras una
deliberación pública, reunieron a las jóvenes en un mismo lugar y
permitieron al pintor elegir la que prefiriese.
Él, sin embargo, eligió cinco jóvenes cuyos nombres nos han transmitido
muchos poetas porque les dio su aprobación quien, en lo referente a la
belleza, tenía sin duda el juicio más seguro. En efecto, creía que no podría
encontrar en un solo cuerpo todas las cualidades que buscaba para representar
la belleza ideal: la naturaleza, como si temiera carecer de dones para
conceder a otras personas si los otorgara todos a una, ofrece a cada una
diferentes cualidades a la vez que le añade algún defecto.
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De manera parecida, cuando quise escribir un tratado de retórica no me
propuse imitar un único modelo al cual debería seguir en todos los detalles,
con sus cualidades y defectos, sino que, después de reunir todo lo escrito
sobre la materia, cogí de cada autor los preceptos que me parecieron más
apropiados, eligiendo así lo más sobresaliente de sus diferentes talentos. En
efecto, de aquellos escritores que son dignos de fama y recuerdo, ninguno
hay que no parezca decir cosas excelentes, aunque no lo mejor en todo. Por
ello me pareció estúpido rechazar los aciertos de alguien sólo porque se
encontrara en él algún error, o seguir a quien nos hubiera seducido con sus
correctas enseñanzas incluso en sus errores[3]. Y si también en otros estudios
las personas prefirieran elegir lo mejor de las contribuciones de muchos
autores antes que entregarse de manera exclusiva a uno solo, evitarían caer en
la arrogancia[4], no se aferrarían con tanta obstinación a los errores y sufrirían
menos por su ignorancia.
Y si mi conocimiento de este arte igualara al de Zeuxis en pintura, tal vez
esta obra tendría en su género más fama que sus pinturas, pues yo he tenido
la posibilidad de elegir entre un mayor número de modelos que él. En efecto,
él pudo elegir en una sola ciudad y entre las jóvenes que allí vivían, mientras
que yo he tenido a mi disposición para seleccionar a mi placer las obras de
todos los que han escrito desde los orígenes de la enseñanza retórica hasta
nuestros días.
Aristóteles reunió en una sola obra[5] todo lo escrito antes de él por los
antiguos escritores de retórica, comenzando por el primero de ellos, su
inventor, Tisias[6]. Examinó cuidadosamente los preceptos de cada autor, los
resumió brillantemente, explicó con gran diligencia los puntos más difíciles y
con su elegancia y concisión superó a los propios inventores de este arte hasta
el punto de que nadie estudia las ideas de éstos en sus propios libros sino que
cuantos quieren conocer sus doctrinas acuden a Aristóteles por considerar
que ofrece explicaciones mucho más adecuadas. Puso a nuestra disposición
su propia obra y la de sus predecesores, con lo que podemos conocer a través
de ella tanto las teorías de éstos como las suyas propias. Además, aunque sus
discípulos dedicaron su atención preferentemente a los temas filosóficos más
importantes, tal como había hecho el maestro cuyas enseñanzas seguían, nos
han dejado también numerosos estudios de retórica[7].
De otra escuela surgieron también otros estudiosos de la retórica que
contribuyeron considerablemente a su perfeccionamiento, al menos en la
medida en que son útiles las reglas del arte. Contemporáneo de Aristóteles
fue un gran y famoso rétor, Isócrates, del que se conoce la existencia de un
tratado retórico que no he logrado localizar. Por el contrario, he encontrado
muchos escritos sobre retórica de sus discípulos y de quienes fueron
herederos directos de sus enseñanzas[8].
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De estas dos familias opuestas, como se las puede llamar, una se dedicaba
a la filosofía, aunque no descuidaba por completo el estudio de la retórica,
mientras que la otra estaba enteramente consagrada al estudio y enseñanza de
la elocuencia; sus sucesores, reuniendo en sus tratados lo que les parecía más
adecuado de las dos, fundieron ambas escuelas en una sola[9]. Yo, por mi
parte, y en la medida de mis posibilidades, he tenido presentes a éstos y a
todos sus predecesores e incluso he contribuido con alguna idea propia al
fondo común de conocimientos.
Si los principios expuestos en estos libros me han exigido tanto esfuerzo
para elegirlos como entusiasmo he puesto para redactarlo, ni yo ni nadie
lamentará ciertamente este trabajo. Pero si alguien comprueba que por
inexperiencia he pasado por alto algún punto o no he seguido fielmente los
preceptos de algún autor, bastará que me lo advierta para que corrija mi
opinión pronta y gustosamente. Pues lo vergonzoso no es la falta de
conocimiento sino la obstinación estúpida y pertinaz en la ignorancia, ya que
esta última se debe a las limitaciones generales comunes a los hombres, pero
la obstinación es un defecto personal de cada uno. Por ello, sin afirmar nada
de manera absoluta, planteándome preguntas continuamente, expondré con
precaución cada punto; así, al buscar el pequeño beneficio de haber escrito
algunos buenos consejos, evitaré perder ese otro mucho más importante que
es el no aprobar nunca nada a la ligera ni con presunción, un principio que
con el mayor empeño intentaré seguir en la medida de mis posibilidades
ahora durante el resto de mi vida[10]. Y ahora, para que no parezca que estas
reflexiones se alargan demasiado, mencionaré los puntos que debo tratar.
Después de definir la naturaleza de la retórica, su función, finalidad,
materia y partes de la misma, el libro primero incluía los diferentes tipos de
causas, los procedimientos para encontrar argumentos, los distintos estados
de causa y, por último, las partes del discurso y sus correspondientes
preceptos. Como todas estas cuestiones, salvo la demostración y la refutación
que expuse en términos más difusos, fueron tratadas de manera rigurosa, creo
que debo ahora ofrecer recursos concretos que puedan usarse en la
demostración y en la refutación según los distintos tipos de causas. Y como
en el libro primero expliqué detalladamente la forma en que convenía
presentar las argumentaciones, en este segundo me limitaré a precisar de
manera sencilla y sin desarrollar los argumentos encontrados para cada tipo
de causa; así, este libro presenta la materia de las argumentaciones; el
anterior, las reglas para presentarlas. Por este motivo los preceptos siguientes
deberán ser puestos en relación con la demostración y la refutación.
Toda causa, ya sea demostrativa, deliberativa o judicial, se refiere
necesariamente a uno o a varios de los estados de causa ya mencionados[11].
Aunque esto es cierto, y pese a que algunos preceptos son comunes a todos
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los géneros, existen también reglas específicas para cada tipo de discurso. En
efecto, un elogio, un reproche, la expresión de opiniones, la acusación o la
defensa, tienen funciones necesariamente diferentes. En el género judicial se
busca lo que es justo, en el demostrativo lo que es digno, en el deliberativo lo
que es digno y útil, al menos en mi opinión, pues los otros autores piensan
que en el consejo o la disuasión sólo se debe tener en cuenta lo que resulta
útil[12]. Por consiguiente, unos géneros que tienen objetivos y fines tan
diferentes no pueden tener preceptos idénticos. No quiero decir con ello que
sea imposible encontrar los mismos estados de causa sino que un discurso
que pretende mostrar la vida de una persona o expresar una opinión, acusar o
defender, está marcado desde su origen por su propio objetivo y el tipo de
causa. Por ello me ocuparé ahora del género judicial y sus preceptos, pues
muchos de ellos son fácilmente aplicables a los otros géneros de discursos si
se encuentra en ellos una controversia parecida; luego hablaré por separado
de los otros géneros[13].
Comencemos ahora por el estado de causa conjetural[14], para el cual nos
servirá el siguiente ejemplo: «Un viajero se encontró en el camino con otro
que iba en viaje de negocios y llevaba consigo cierta cantidad de dinero.
Como suele suceder, entablaron conversación mientras caminaban y
determinaron hacer el camino juntos para conocerse mejor. Así, al alojarse en
la misma hostería, decidieron cenar juntos y dormir en la misma habitación.
Después de la cena se retiraron a acostarse. Mientras tanto, el hostelero —
según se descubrió más tarde cuando fue detenido por otro crimen—, que se
había fijado en uno de los viajeros, naturalmente el que llevaba dinero,
cuando vio que ya dormían profundamente por efecto del cansancio, se
acercó a ellos en plena noche, sacó de la vaina la espada que llevaba al cinto
el viajero que no tenía dinero, mató al otro, robó el dinero, guardó de nuevo
la espada ensangrentada en la vaina y volvió a la cama. Mucho antes del
amanecer se levantó el viajero con cuya espada se había cometido el crimen y
en voz alta llamó a su compañero varias veces. Pensando que no le respondía
por estar dormido, tomó su espada y el resto de su equipaje y partió solo. No
mucho después el hostelero comienza a gritar que han asesinado a un hombre
y con algunos de los clientes del albergue alcanza por el camino al que había
partido antes. Detiene al hombre, saca la espada de la vaina y la encuentra
ensangrentada. Llevan al viajero a la ciudad, donde es inculpado[15]». En esta
causa la acusación es la siguiente: «Has cometido un asesinato». Defensa:
«No he asesinado a nadie». De aquí surge el estado de causa, que en este caso
coincide con el punto a juzgar: «¿Cometió el acusado el asesinato?».
Expondremos ahora los lugares: algunos de ellos aparecen en toda
cuestión conjetural. Pero hay que señalar que no todos los lugares que vamos
a exponer, o los que expondremos luego, son aplicables a cualquier tipo de
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causa. Pues de la misma manera que toda palabra se escribe con algunas
letras, no con todas, así el conjunto completo de argumentos no resulta
apropiado para toda causa sino necesariamente sólo para algunas de ellas[16].
Toda conjetura debe partir del motivo, de la persona y del hecho
mismo[17].
En el motivo de un hecho hay que distinguir el impulso pasional y la
premeditación[18]. El impulso pasional es lo que nos hace actuar de manera
irreflexiva, llevados por un estado emocional de la mente como el amor, la
ira, la pena, la ebriedad y, en general, cualquier situación en la que la mente
parece mostrarse tan afectada que no es capaz de examinar reflexiva y
atentamente sus actos y los lleva a cabo más por impulsos emotivos que por
reflexión.
La premeditación es un examen cuidadoso y ponderado de las razones
para cometer o no un acto. Se dice que existe premeditación cuando la mente
parece haber tenido un motivo preciso para evitar o buscar algo; es, por
ejemplo, cuando se atribuye algún hecho a la amistad, el deseo de venganza,
el temor, el ansia de gloria o de dinero. En definitiva, y para resumirlo en
términos generales, cuando los actos son cometidos para conservar, aumentar
o adquirir algún beneficio o, al contrario, para alejar, disminuir o evitar un
perjuicio. En efecto, en cualquiera de estos dos grupos se pueden incluir tanto
los casos en que se acepta algún perjuicio para evitar otro mayor o conseguir
un beneficio también mayor, como aquellos otros en que se renuncia a un
beneficio para conseguir otro mayor o evitar un perjuicio mayor[19].
Este lugar constituye, en cierto modo, el fundamento de este estado de
causa, pues no se puede acusar a nadie de haber hecho algo sin mostrar por
qué lo hizo. Por ello, cuando un acusador afirme que un hecho es imputable a
la pasión, deberá amplificar con las palabras y las ideas esta agitación
pasional de la mente y mostrar la fuerza del amor, el desorden mental
producido por la ira o por cualquier otro de los motivos que en su opinión
impulsaron al acusado a actuar así[20].
Aquí tendrá que ocuparse de recordar el ejemplo de personas que,
llevadas por un impulso semejante, cometieron algún delito, o bien
comparará casos análogos y explicará la naturaleza de ese desorden mental,
para mostrar así que no resulta extraño que la mente, sometida a una pasión
semejante, llegue hasta el crimen.
Por el contrario, cuando el acusador impute el crimen no a la pasión sino
a la premeditación, mostrará qué beneficios pretendía obtener el acusado o
qué perjuicios deseaba evitar, y amplificará este extremo cuanto pueda para
hacer ver que aparentemente tenía un motivo suficiente para cometer el
crimen. Si actuó por deseo de gloria, dirá cuánta gloria esperaba alcanzar el
acusado; de la misma manera, el acusador deberá exagerar al máximo los
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motivos que alegue, sea el dinero, la amistad, la enemistad o cualquier otra
causa.
Deberá prestar atención especial no sólo a la realidad de los hechos sino
más específicamente a lo que el acusado esperaba conseguir. Poco importa,
en efecto, si hubo o no hubo algún beneficio o perjuicio, siempre que se
pueda probar que el acusado así lo creía. Pues la imaginación engaña a los
hombres de dos maneras: cuando algo es diferente de como creían y cuando
el resultado no es el que esperaban.
Una cosa no es como se piensa cuando alguien cree que es malo lo que es
bueno, o al contrario, bueno lo que es malo, o lo que no es ni bueno ni malo
lo considera bueno o malo, o ni bueno ni malo lo que es malo o bueno. Para
aclarar esto sirva el siguiente ejemplo: si un acusado dice que ninguna
riqueza tiene tanto valor o es tan agradable como la vida de un hermano o de
un amigo, o incluso que el deber, el acusador no debe rechazar esta idea, pues
negando una afirmación tan verdadera y tan sentida, recaerían sobre él los
reproches y la animadversión general. Al contrario, deberá decir que al
acusado no le pareció así, justificando ello con los argumentos relativos a la
persona que expondremos más adelante.
El resultado es engañoso cuando el asunto termina de manera distinta a
como se supone que esperaban los acusados. Por ejemplo, si se dice de
alguien que, engañado por el parecido, la sospecha o una descripción
equivocada, ha matado a una persona distinta de la que quería matar; o que ha
matado a una persona en cuyo testamento no figuraba como heredero porque
creía aparecer en él como tal. En efecto, no se debe juzgar la intención por los
resultados sino que hay que examinar la intención y las expectativas con que
se decidió a cometer el crimen; lo que importa es la intención con que alguien
realiza un acto, no las circunstancias de las que se aprovecha.
A este respecto, el punto capital para el acusador consistirá en mostrar, si
puede, que ninguna otra persona tenía motivos para cometer el crimen y, de
manera secundaria, que nadie tenía tantos o tan decisivos motivos. Pero si
parece que también otros tuvieron motivos para cometerlo, hay que mostrar
que no tuvieron ni posibilidad ni medios ni intención. Se dirá que no tuvieron
posibilidad demostrando que ignoraban cómo hacerlo, que no estaban
presentes o que no tenían capacidad para ello. En cuanto a los medios, se
mostrará que carecían de plan, cómplices, recursos y todo lo preciso para su
ejecución. En cuanto a la intención, diremos que su alma, íntegra, no se
prestaba para tales acciones. Finalmente, el acusador empleará todos aquellos
recursos que se utilizan en la defensa de un acusado para exculpar también a
los otros implicados. Pero esto debe hacerse con rapidez y resumiendo al
máximo, para que no parezca que se acusa al encausado para defender a otro
sino que se defiende a otro para incriminar al acusado.
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Éstos son aproximadamente los puntos a los que deberá prestar atención
el acusador. El defensor, por el contrario, sostendrá en primer lugar que no
existió impulso pasional o, si lo admite, lo atenuará mostrando que carecía de
importancia o señalando que ese tipo de impulsos por lo general no suele
provocar tales crímenes. En este punto deberá mostrar el carácter y la
naturaleza de la pasión que se alega como causa del crimen del acusado; para
ello tendrá que citar ejemplos y casos similares y explicar cuidadosamente la
naturaleza de ese impulso emocional de la forma más tranquila y calmada
posible. De esta manera los hechos dejarán de parecer crueles y pasionales y
adoptarán una apariencia más humana y apacible; al mismo tiempo el
discurso se adaptará al temperamento de los oyentes y a sus más íntimos
sentimientos[21].
Además, el defensor debilitará las sospechas de premeditación señalando
que el acusado no tenía interés alguno, o que éste era irrelevante, o que otras
personas tenían mayores intereses, o que los suyos no eran mayores que los
de otros, o que hacerlo le resultaba más perjudicial que beneficioso, de
manera que en modo alguno puede compararse la magnitud del beneficio
que, según dicen, el acusado buscaba, con el perjuicio que sufrió o el peligro
que corre. Todos estos lugares serán desarrollados también de la misma
manera para rechazar la idea de que el acusado pretendía evitar un perjuicio.
Pero si el acusador alega que el acusado, aun estando equivocado,
consiguió lo que creía ventajoso o evitó lo que consideraba un inconveniente,
el defensor deberá mostrar que no hay nadie tan estúpido como para
desconocer la verdad en asuntos semejantes. Y si admite este extremo, no
tendrá que aceptar que el acusado no tuvo la menor vacilación sobre lo que
era mejor y que, sin dudarlo, consideró como falso aquello que era verdadero;
en efecto, si hubiese tenido dudas, habría sido una locura completa exponerse
a un peligro cierto por una esperanza dudosa. Además, de la misma manera
que el acusador utiliza los recursos de la defensa para exculpar a otros, así el
acusado usará los recursos de que dispone el acusador cuando quiera rechazar
su responsabilidad e inculpar a otras personas.
Se pueden formular conjeturas a partir de la persona del acusado si
consideramos atentamente los atributos de las personas tal como los expuse
en el libro primero[22]. Por ejemplo, a veces el nombre da origen a sospechas
—entendiéndose que cuando digo nombre me refiero naturalmente también al
apelativo—, en la medida en que el nombre es el término empleado para
designar a alguien de una manera específica y particular. Por ejemplo, si nos
referimos a una persona llamada Caldus[23], diremos que ello se debe a su
temperamento irreflexivo o violento, o como cuando engañamos a griegos
ignorantes al llamar a alguien Clodio, Cecilio o Mucio[24].
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También la naturaleza del acusado permite dar origen a conjeturas. Todos
aquellos rasgos como el sexo —hombre o mujer—, la patria —ciudadano o
extranjero—, los antepasados, los parientes, la edad, el carácter, la
complexión, que son atributos de la naturaleza, servirán para realizar algún
tipo de conjeturas.
De la clase de vida se pueden provocar sospechas si nos preguntamos
cómo, con quién, por quién ha sido criado y educado y con quién vive, cuál
es su norma de vida y sus costumbres privadas.
Frecuentemente la condición también proporciona argumentos cuando
nos preguntamos si es, ha sido o será esclavo o libre, rico o pobre, ilustre o
desconocido, afortunado o desgraciado, ciudadano particular o magistrado en
ejercicio, así como cualquier otra consideración semejante que se juzgue
atributo de la condición personal.
En cuanto a la manera de ser, que consiste en un estado mental y físico
permanente y definitivo del que forman parte el valor, la sabiduría y sus
contrarios, una vez planteado el caso los hechos mismos nos mostrarán si da
origen a sospechas.
El examen de sentimientos como el amor, la ira o la pena suele implicar
conjeturas evidentes, pues la fuerza de estas emociones es comprensible y sus
consecuencias son fáciles de reconocer.
La afición, que consiste en una actividad asidua y entusiasta por alguna
cosa y va acompañada de un intenso placer, proporcionará fácilmente los
argumentos que las circunstancias del caso requieran.
Igualmente, la intención servirá para suscitar sospechas, pues la intención
es una decisión premeditada para hacer o no hacer algo.
Por último, en el caso de la conducta, los accidentes y las palabras,
distribuidos todos ellos en tres momentos temporales, como ya he dicho al
exponer las reglas de la demostración, será fácil ver si ofrecen algún motivo
de sospecha para reforzar la conjetura.
Éstos son los atributos de las personas; será tarea del acusador seleccionar
los argumentos de este conjunto para utilizarlos en contra del acusado. En
efecto, los móviles de una acción son poco relevantes si no se logra crear la
sospecha de que el carácter del acusado parece capaz de no retroceder ante un
delito semejante. Pues si es inútil desacreditar el carácter de una persona
cuando no ha tenido motivos para actuar mal, también es poco relevante
alegar motivos para un crimen si su carácter se muestra ajeno a toda conducta
que no sea absolutamente honesta. Por ello, el acusador deberá desacreditar la
vida del acusado basándose en sus actos anteriores y mostrar si ha sido
condenado anteriormente por algún crimen semejante; si no es posible,
intentará demostrar que el acusado ya fue anteriormente objeto de sospechas
semejantes y, sobre todo, siempre que sea posible, que ciertos motivos lo
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llevaron a delinquir en unas circunstancias parecidas o en un caso de igual,
mayor o menor importancia. Por ejemplo, si se puede demostrar que quien
afirma haber actuado inducido por el deseo de dinero mostró ya su codicia en
alguna ocasión.
Igualmente en cada causa el acusador deberá mostrar la relación que
existe entre la naturaleza, la clase de vida, las aficiones, la condición o
cualquiera de los atributos de las personas y el motivo que se presenta como
causa de su delito; y si no es posible citar faltas de un tipo análogo, tendrá
que desacreditar la personalidad del acusado refiriéndose a otras de
naturaleza diferente. Si, por ejemplo, se le acusa de haber actuado por codicia
y no se puede demostrar que es codicioso, deberá mostrar que otros vicios no
son ajenos a su carácter y que por ello no es extraño que un hombre que en
otras circunstancias actuó de manera infame, avariciosa o soberbia
delinquiera también en este caso. En efecto, cuanto más se debilita la
reputación y el prestigio de un acusado, tanto más disminuyen sus
posibilidades de defensa.
Si no se puede demostrar que el acusado estuvo implicado anteriormente
en algún delito, se introducirá el lugar que consiste en exhortar a los jueces a
no tener en cuenta en la causa presente la reputación anterior del acusado. Se
dirá que hasta este momento ha logrado ocultar su verdadero carácter y que
ahora éste ha salido a la luz; que por ello no se debe tratar este acto
atendiendo a su vida anterior sino que su vida anterior debe ser juzgada por
este acto; que antes no tuvo posibilidades o motivos para delinquir; o, si no se
puede sostener esto, habrá que decir en último extremo que no debe
sorprender que el acusado haya cometido ahora su primer delito, pues es
inevitable que quien quiere cometer actos criminales algún día lleve a cabo su
primer delito. Si se desconoce el tipo de vida que llevaba anteriormente, será
conveniente dejar de lado este extremo y, después de explicar por qué lo
hacemos, apoyar inmediatamente la acusación mediante pruebas.
Por su parte, si puede, el defensor deberá mostrar que la vida del acusado
ha sido completamente honesta. Lo logrará si señala algún servicio conocido
y habitual del acusado, por ejemplo con respecto a sus padres, parientes,
amigos, familia política o conocidos; mencionará también las acciones más
inusuales y brillantes que el acusado, sin estar obligado a ello, con su propio
esfuerzo o con riesgo de su vida, o con ambos, haya podido hacer al servicio
del estado, de sus padres, o de cualquiera de los ya mencionados; por último,
que el acusado nunca ha cometido una falta o que ninguna pasión le ha
apartado de sus obligaciones. Este argumento tendrá más fuerza si se prueba
que el acusado siempre se abstuvo de cometer acciones deshonestas cuando
tuvo la oportunidad de hacerlo impunemente.
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Este tipo de defensa será más fuerte aún si probamos que el acusado ha
estado anteriormente libre de sospechas en relación con esta misma clase de
actos que se le imputan. Por ejemplo, si se le acusa de haber actuado por
avaricia y probamos que nunca en toda su vida deseó el dinero. Aquí será de
gran eficacia para el defensor el recurso ya mencionado[25] de suscitar la
indignación al tiempo que apelamos a la piedad para mostrar que es miserable
e indigno pensar que el mismo motivo que suele arrastrar al mal a hombres
temerarios puede haber inducido a delinquir a un hombre tan íntegro que ha
mostrado durante toda su vida un carácter completamente alejado del vicio.
También se puede decir que es injusto y sumamente peligroso para cualquier
persona honrada que su honesta vida anterior no le beneficie en estas
circunstancias y, por el contrario, sea juzgado sobre la base de una acusación
inesperada que incluso puede haber sido inventada y no sobre la base de su
vida anterior que ni puede ser inventada para la ocasión ni modificada en
modo alguno.
Pero si en la vida anterior del acusado existen acciones infamantes se
podrá alegar que esas imputaciones son falsas, provocadas por la envidia, la
maledicencia o el error de las personas; o bien las atribuiremos a la
ignorancia, la necesidad, las malas influencias, la juventud del acusado o
cualquier rasgo de su carácter que no sea reprochable; o bien se dirá (que se
trata) de defectos de otro tipo, de manera que el carácter del acusado, aunque
no esté absolutamente libre de reproches, al menos aparezca como incapaz
del delito que se le imputa. Pero si nuestras palabras no pueden en modo
alguno atenuar la vergüenza o la infamia de su vida, se dirá que el objeto de
la discusión no es la vida y costumbres del acusado sino la acusación que se
le imputa y que debemos dejar de lado sus acciones pasadas para ocuparnos
del caso presente.
También se pueden provocar sospechas a partir del hecho mismo si se
examina su desarrollo en todos sus aspectos[26]. Estas sospechas derivan en
parte de los hechos tomados individualmente, en parte de los hechos y de las
personas analizados conjuntamente. Podremos derivar conjeturas a partir de
un hecho si analizamos atentamente sus atributos. Todas las categorías de
estos atributos así como muchas de sus especies parecen adecuadas para este
estado de causa.
Así pues, deberemos ver en primer lugar las circunstancias intrínsecas a
los propios hechos, es decir, aquellas que no pueden ser separadas de éstos.
En este punto bastará con examinar atentamente los acontecimientos previos
a los hechos y que parece que le dieron al acusado esperanzas de éxito y
proporcionaron los medios para actuar; se deberá además examinar qué
ocurrió durante la realización de los hechos y qué ocurrió a continuación.
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Después hay que analizar las circunstancias que acompañaron a los
hechos, pues esta clase de atributos de los hechos es la segunda categoría que
hemos mencionado. A este respecto analizaremos el lugar, el tiempo, la
ocasión y la posibilidad, cuya naturaleza hemos explicado detalladamente al
tratar las reglas de la demostración[27]. Indicaré por ello brevemente qué
puntos deben ser analizados en cada parte, a fin de que no parezca que aquí
los paso por alto o repito lo que ya he dicho. En relación con el lugar, hay que
considerar la comodidad; en el tiempo, la duración; en la ocasión, la
oportunidad adecuada para actuar; en la capacidad, los instrumentos y el
acceso a los medios que facilitan la realización de algo o sin los cuales resulta
absolutamente imposible llevarlo a cabo.
A continuación examinaremos las circunstancias relativas a los hechos,
esto es, aquello que es de mayor, menor o igual importancia o de importancia
parecida. A partir de estos elementos podremos formular alguna conjetura si
analizamos con atención cómo suelen producirse esos acontecimientos de
mayor, menor, igual o parecida importancia. A este respecto habrá que
examinar también el resultado, es decir, los efectos de cada acción, como por
ejemplo el miedo, la alegría, la incertidumbre o la audacia.
El cuarto grupo de circunstancias que mencionábamos como atributos de
las cosas era el de las consecuencias. En ellas se investigan aquellas acciones
que siguen a los hechos de manera inmediata o tras un intervalo. En este
sentido examinaremos cuál es la costumbre, ley, convención, técnica, hábito o
práctica, o si la acción ha sido aprobada o rechazada por la comunidad; estas
circunstancias pueden ocasionalmente dar origen a alguna sospecha.
Hay otras sospechas que surgen conjuntamente de los atributos de las
cosas y de los atributos de las personas. En efecto, la mayoría de los aspectos
relativos a la condición, naturaleza, modo de vida, aficiones, hechos,
accidentes, lenguaje, intenciones y carácter moral y físico de una persona se
refieren generalmente a las mismas consideraciones que pueden hacer creíble
o no creíble un hecho y se unen a las sospechas que provoca el hecho en
cuestión. Lo que se debe examinar fundamentalmente en este estado de causa
es, primero si esa acción era posible; después, si alguna otra persona pudo
haber sido el autor; luego, las posibilidades, de las que ya hemos hablado; a
continuación examinaremos si la naturaleza de los hechos debía causarle
remordimientos o si era imposible ocultarlos; después, la necesidad, en la que
se examina si era o no inevitable que el crimen se cometiera o que se
cometiera de esa manera. Parte de estos puntos se refieren a la intención, que
es una característica de las personas, como en la causa que expusimos
anteriormente; antes de los hechos: que en el camino se aproximó de manera
muy familiar al viajero, buscó un pretexto para entablar conversación, se
detuvo en la misma hostería y cenó con él; durante los hechos: que era de
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noche y el otro estaba dormido; después de los hechos: que se marchó solo,
dejó a un compañero tan íntimo con tanta indiferencia y tenía una espada
ensangrentada.
Otro aspecto que se debe investigar es si calculó y meditó
cuidadosamente su acción o si actuó tan descuidadamente que resulta
inverosímil que cometiera el crimen con tanta imprudencia. Aquí se
investigará si los hechos pudieron realizarse con más facilidad de alguna otra
manera[28] o si incluso pudieron deberse a la casualidad. Pues en efecto, a
menudo si falta el dinero, los instrumentos o los cómplices no parece
evidente que pudiera cometer los hechos. Estudiando estos aspectos con
atención encontraremos que las características de las cosas y las que se
atribuyen a las personas están íntimamente relacionadas.
En este punto no es fácil ni necesario distinguir la manera en que el
acusador y la defensa tratan cada elemento de la causa, tal como hicimos en
secciones anteriores. No es necesario porque, una vez planteado el caso, los
hechos mismos mostrarán lo que resulta más apropiado para cada punto, al
menos a quienes no esperan encontrar en este tratado absolutamente todo,
siempre que apliquen a estos preceptos generales una atención normal. Y no
es fácil porque sería interminable desarrollar por separado a propósito de
tantos temas lo que conviene a cada uno desde el punto de vista de la
acusación y la defensa; además, los argumentos suelen ser aplicables a casos
diferentes y puntos de vista opuestos. Por eso bastará con observar
atentamente cuanto he expuesto ya.
Se obtendrán mejores resultados a la hora de encontrar argumentos si
examinamos con frecuencia y cuidado la narración de los hechos desde
nuestro punto de vista y desde el del adversario y si, poniendo al descubierto
los puntos discutibles de cada parte, analizamos las causas, la intención y los
resultados que se esperaban de una acción determinada; por qué se hizo de
una manera y no de otra; por qué lo hizo esta persona y no aquélla; por qué se
hizo sin cómplices o con éste; por qué no hay testigos o por qué los hay y por
qué éste; por qué hizo esto primero, [por qué no hizo esto primero], por qué
esto otro al mismo tiempo o después del crimen; ¿lo hizo a propósito o fue
una consecuencia de los mismos hechos?; ¿son coherentes sus declaraciones
con los hechos o consigo mismo?; ¿es esto un indicio de este hecho o de otro,
o de ambos, o de cuál preferiblemente?; ¿qué es lo que no se hubiera debido
hacer y se hizo o no se hizo habiendo debido hacerse? Cuando la mente pase
revista atentamente a cada punto del asunto entero, entonces se hará evidente
todo ese conjunto de lugares de los que ya he hablado. Bien por separado,
bien en grupo, proporcionarán argumentaciones sólidas, unas verosímiles,
otras irrefutables. Con frecuencia las conjeturas son apoyadas por medio de
los interrogatorios bajo tortura, los testigos y los rumores, elementos que
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tanto la acusación como la defensa deberán inclinar a favor de su causa
aplicando los mismos preceptos. En efecto, hay que crear motivos de
sospecha utilizando el interrogatorio bajo tortura, los testigos y los rumores
de la misma manera que hacemos con el motivo, las personas y los
hechos[29].
Por ello me parece que se equivocan tanto quienes piensan que este tipo
de conjeturas no necesita un tratamiento sistemático como los que creen que
las reglas para este tipo deben ser diferentes de las que se enseñan para la
conjetura en general. En efecto, toda conjetura debe basarse en los mismos
lugares, pues el motivo y la verdad de lo que alguien ha dicho sometido a
tortura, de quien actúa de testigo o de un rumor se encuentra a partir de los
mismos atributos.
En toda causa una parte de los argumentos se refiere exclusivamente a la
causa en cuestión, de la que depende de una manera tan estrecha que no es
posible separarla de ella y transferirla con provecho a todas las causas del
mismo tipo. Hay otra parte que es de naturaleza más común y puede
adaptarse a todas o a la mayoría de las causas del mismo género. Llamamos
lugares comunes a estos argumentos que pueden aplicarse a muchas
causas[30].
En efecto, un lugar común consiste en cierto modo en el desarrollo de una
afirmación indiscutible: por ejemplo, si se quiere demostrar que quien ha
matado a su padre merece el mayor de los castigos (este lugar sólo debe ser
usado una vez tratada completamente la causa); o el desarrollo de una tesis
dudosa contra la cual se pueden plantear también objeciones plausibles: por
ejemplo, que se debe dar crédito a las sospechas y, al contrario, que no hay
que creer en ellas. Algunos lugares comunes son introducidos mediante la
indignación o la apelación a la misericordia, de las que ya he hablado, otros
por medio de algún razonamiento plausible en ambos sentidos.
Además, estos lugares comunes dan al discurso distinción y brillo,
especialmente si se introducen ocasionalmente y cuando algún punto ha sido
ya probado con argumentos que han convencido ya [a los oyentes]. En efecto,
el orador sólo puede introducir un lugar común cuando ya se ha desarrollado
completamente un lugar propio del caso en cuestión. De esta manera
renovamos la atención de los oyentes para aquello que falta por decir o la
reforzamos después de una larga exposición. De hecho, todos los recursos
que sirven para el ornato y proporcionan un gran placer y dignidad, así como
todo lo que en la invención de argumentos y expresiones tiene cierta
relevancia, está relacionado con los lugares comunes. Por ello, aunque estos
recursos son comunes a muchas causas no lo son a todos los oradores, pues
sólo quienes han adquirido a través de una larga práctica un amplio
conocimiento del vocabulario y de las formas de expresión de las ideas
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podrán tratarlos con la elegancia y dignidad que su naturaleza requiere[31].
Esto es todo lo que quería decir sobre los lugares comunes en general.
Expondré ahora qué lugares comunes suelen ser apropiados para el estado
de causa conjetural[32]. Son dignos de crédito unas veces, otras no, las
sospechas, los rumores, los testigos, los testimonios bajo tortura, la conducta
anterior del acusado. Una persona que ha cometido ya antes un delito
semejante puede ser o no ser responsable del crimen en cuestión. Y
especialmente deberemos examinar los motivos en ciertas ocasiones, pero en
otras no. Estos lugares comunes y los que de manera parecida pueden
derivarse de la argumentación propia de la causa son aplicables tanto a favor
como en contra.
Son lugares comunes específicos de la acusación, primero, exagerar la
atrocidad del crimen y, segundo, afirmar que no se debe tener piedad de los
malhechores. Lugares comunes de la defensa son mostrarse indignado ante
las calumnias de los acusadores y excitar la piedad con imprecaciones
patéticas. Estos lugares comunes, así como todos los otros, siguen los mismos
preceptos que el resto de las argumentaciones. Pero mientras que estas
últimas exigen un tratamiento más preciso, sutil y exacto, los lugares
comunes requieren más énfasis y ornato y una mayor riqueza en la expresión
y en las ideas, pues el objetivo de las argumentaciones es hacer ver la verdad
de lo que decimos, mientras que la finalidad de los lugares comunes, aunque
también deben buscar la verosimilitud, es la amplificación.
Y ahora pasemos a otro estado de causa.
Cuando la controversia se centra sobre un nombre porque debemos
definir con palabras el significado de un término, se llama estado de causa
definitivo[33]. Como ejemplo de esta clase podemos tomar el caso siguiente.
Cayo Flaminio, el cónsul que dirigió tan mal las operaciones militares
durante la segunda guerra púnica, cuando era tribuno de la plebe presentó
ante la asamblea del pueblo una ley agraria en la que de manera sediciosa se
oponía a la voluntad del senado y en especial a los intereses de la
aristocracia[34]. Un día en que pronunciaba una arenga ante la asamblea del
pueblo su padre le obligó a bajar de la tribuna; es acusado de alta traición.
Ésta es la acusación: «Atentaste contra la soberanía del pueblo romano al
hacer bajar de la tribuna a un tribuno de la plebe». Réplica: «No atenté contra
la soberanía del pueblo romano». Cuestión a debatir: «¿Atentó contra la
soberanía del pueblo romano?». Justificación de la defensa: «Frente a mi hijo
hice uso de mi patria potestad». Refutación: «Pero quien se sirve de la patria
potestad, que es de naturaleza privada, para disminuir la autoridad de un
tribuno, que es de orden público, se hace culpable de alta traición». El punto
a juzgar es: «¿Atenta a la soberanía del pueblo romano quien utiliza su patria
potestad contra la potestad de un tribuno?». En la solución de este punto
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Cuando la controversia se centra sobre un nombre porque debemos
definir con palabras el significado de un término, se llama estado de causa
definitivo[33]. Como ejemplo de esta clase podemos tomar el caso siguiente.
Cayo Flaminio, el cónsul que dirigió tan mal las operaciones militares
durante la segunda guerra púnica, cuando era tribuno de la plebe presentó
ante la asamblea del pueblo una ley agraria en la que de manera sediciosa se
oponía a la voluntad del senado y en especial a los intereses de la
aristocracia[34]. Un día en que pronunciaba una arenga ante la asamblea del
pueblo su padre le obligó a bajar de la tribuna; es acusado de alta traición.
Ésta es la acusación: «Atentaste contra la soberanía del pueblo romano al
hacer bajar de la tribuna a un tribuno de la plebe». Réplica: «No atenté contra
la soberanía del pueblo romano». Cuestión a debatir: «¿Atentó contra la
soberanía del pueblo romano?». Justificación de la defensa: «Frente a mi hijo
hice uso de mi patria potestad». Refutación: «Pero quien se sirve de la patria
potestad, que es de naturaleza privada, para disminuir la autoridad de un
tribuno, que es de orden público, se hace culpable de alta traición». El punto
a juzgar es: «¿Atenta a la soberanía del pueblo romano quien utiliza su patria
potestad contra la potestad de un tribuno?». En la solución de este punto
deben centrarse todas las argumentaciones[35].
Y para que no se crea que no me doy cuenta de que en este caso hay
también implicado otro estado de causa, diré que me limito exclusivamente a
este aspecto de la causa cuyos preceptos debo presentar[36]. Cuando haya
expuesto en este libro los puntos de vista de todas las partes, cualquier
persona que ponga atención descubrirá en todo tipo de causa todos sus
estados, sus subdivisiones y las cuestiones legales que puedan presentarse,
pues de todos ellos expondremos las reglas[37].
El primer lugar[38] de la acusación consistirá, por tanto, en definir de
manera breve, clara y conforme a la acepción general el término cuyo
significado se examina. Por ejemplo: «El crimen de alta traición consiste en
disminuir de alguna manera la dignidad, grandeza y autoridad del pueblo o de
aquellos a quienes el pueblo confirió estos atributos[39]». Esta breve
definición debe ser reforzada con una larga discusión de los motivos que
demuestran que el significado aducido es el verdadero. Después deberemos
aplicar esta definición a los actos del acusado y, a partir de lo que ya hemos
señalado, por ejemplo en qué consiste el crimen de alta traición, haremos ver
que nuestro adversario cometió un crimen de esa naturaleza. Todo esto lo
apoyaremos con un lugar común con el que a la vez que provocamos la
indignación aumentamos la atrocidad del hecho, su indignidad o, de manera
general, la falta cometida. Después deberemos refutar la definición que hayan
dado nuestros adversarios.
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El primer lugar de la defensa consiste también en una definición breve,
clara y conforme a la acepción general del término en cuestión. Por ejemplo:
«Es un crimen de alta traición intervenir en los asuntos del estado sin tener
autoridad para ello». Luego, la prueba de esta definición mediante ejemplos y
argumentos semejantes a los de la acusación. A continuación se muestra
cómo esta definición no es adecuada para los hechos en cuestión. Después se
recurre a un lugar común con el que magnificamos la utilidad o el honor del
mismo. Inmediatamente después refutaremos la definición dada por nuestros
adversarios, refutación que sigue exactamente los mismos puntos que hemos
señalado a propósito de la acusación. El resto será idéntico salvo en lo
relativo al lugar común, que para la defensa consistirá en expresar la
indignación por el hecho de que el acusador, por estar en peligro su causa,
intenta no sólo distorsionar los hechos sino también alterar el significado de
las palabras. Pues los otros lugares comunes que se usan para mostrar la mala
fe de la acusación, para provocar la conmiseración, para excitar la
indignación contra los hechos o para evitar la compasión de los jueces se
toman de la gravedad del riesgo corrido, no del género de causa, y por ello no
se refieren a todos los casos sino a cada tipo de caso. Los he mencionado ya a
propósito del estado de causa conjetural. Recurriremos a la indignación
cuando lo exija el caso.
Cuando creemos que el proceso debe ser transferido a otra jurisdicción o
que hay que modificar el procedimiento porque no ha sido entablado por la
persona o contra la persona apropiada, o porque el tribunal, la legislación, la
petición de pena, la acusación o la ocasión no son los apropiados, el estado de
causa recibe el nombre de competencial[41]. Serían necesarios muchísimos
ejemplos si quisiéramos examinar todos los tipos bajo los cuales se puede
iniciar este procedimiento, pero como su fundamento es el mismo para todos
no necesitamos muchos ejemplos.
Además, en nuestra práctica judicial hay muchas razones que explican el
escaso uso de este procedimiento. En efecto, muchas acciones legales son
excluidas por el pretor mediante el procedimiento de las excepciones y
nuestro derecho positivo dispone que la causa decaiga si no se ha realizado
según el procedimiento prescrito[42]. Por ello la mayoría de las cuestiones de
competencia se realizan ante el pretor que instruye la causa. Es en ese
momento cuando se plantean las excepciones, se autoriza la continuación del
proceso y se determina la fórmula de las acciones privadas[43]. Raras veces se
plantea este estado ante el propio tribunal y, cuando eso ocurre, tiene tan
escaso fundamento que es necesario apoyarlas mediante algún otro estado de
causa[44]. Es lo que ocurre en el siguiente ejemplo: en un proceso un hombre
fue acusado de envenenamiento y como en la acusación escrita se hablaba
también de parricidio, la causa fue incluida en un tribunal especial[45].
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petición de pena, la acusación o la ocasión no son los apropiados, el estado de
causa recibe el nombre de competencial[41]. Serían necesarios muchísimos
ejemplos si quisiéramos examinar todos los tipos bajo los cuales se puede
iniciar este procedimiento, pero como su fundamento es el mismo para todos
no necesitamos muchos ejemplos.
Además, en nuestra práctica judicial hay muchas razones que explican el
escaso uso de este procedimiento. En efecto, muchas acciones legales son
excluidas por el pretor mediante el procedimiento de las excepciones y
nuestro derecho positivo dispone que la causa decaiga si no se ha realizado
según el procedimiento prescrito[42]. Por ello la mayoría de las cuestiones de
competencia se realizan ante el pretor que instruye la causa. Es en ese
momento cuando se plantean las excepciones, se autoriza la continuación del
proceso y se determina la fórmula de las acciones privadas[43]. Raras veces se
plantea este estado ante el propio tribunal y, cuando eso ocurre, tiene tan
escaso fundamento que es necesario apoyarlas mediante algún otro estado de
causa[44]. Es lo que ocurre en el siguiente ejemplo: en un proceso un hombre
fue acusado de envenenamiento y como en la acusación escrita se hablaba
también de parricidio, la causa fue incluida en un tribunal especial[45].
Aunque durante el juicio se probaron muchos otros crímenes con testigos y
pruebas, el parricidio tan sólo fue mencionado, por lo que el defensor debe
insistir una y otra vez sobre este punto: puesto que no pudo probarse nada
sobre la muerte del padre, sería una indignidad imponer al acusado el castigo
reservado para los parricidas; ahora bien, si fuese condenado, debería serle
aplicada esa pena automáticamente, pues la acusación se presentó por
parricidio y por eso la causa fue asignada a un tribunal especial[46]. Si no se
debe imponer esa pena al acusado, tampoco debe ser condenado, puesto que
su condena implica necesariamente ese castigo[47]. Así, la defensa rebatirá
toda la acusación planteando una modificación de la pena mediante el estado
de causa traslativo. Además, si logra refutar las otras acusaciones, reforzará
su petición para cambiar de procedimiento recurriendo al estado de causa
conjetural.
Un caso real de cuestión de competencias es el siguiente. Un grupo de
hombres armados se disponía a cometer un acto de violencia cuando fue
rechazado por otros hombres, también armados; al defenderse un caballero
romano, uno de los asaltantes le cortó la mano con la espada. El hombre al
que le cortaron la mano presenta una demanda por lesiones. La persona
demandada solicita al pretor incluir la excepción siguiente: «A CONDICIÓN DE
QUE NO SE PRODUZCA UN ANTEJUICIO EN EL QUE SE SOLICITE LA PENA DE MUERTE
PARA EL ACUSADO[48]». El demandante solicita un juicio sin esa excepción. El
demandado sostiene que hay que incluirla. Cuestión a debatir: «¿Se debe
admitir o no esa excepción?». Justificación de la defensa: «En un juicio
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El lugar común[50] contra el que recurre a la cuestión de competencias
consiste en señalar que intenta evitar el juicio y el castigo porque no confía en
su causa. A favor de este procedimiento se mencionará el enorme trastorno
que supondría no seguir el procedimiento correcto al entablar una demanda o
realizar el proceso. Por ejemplo, si se demanda por error a una persona o si se
solicita una pena o se acusa a alguien indebidamente, una actuación
semejante alteraría todo el sistema judicial.
Estos tres estados de causa[51], que no tienen subdivisiones, serán tratados
del modo anteriormente expuesto. Ahora estudiaremos el estado de causa
calificativo y sus partes.
Cuando existe acuerdo sobre los hechos y su denominación y tampoco se
discute el procedimiento, la cuestión se centra en la importancia, la naturaleza
y la clase del suceso y lo llamamos estado de causa calificativo[52]. Ya he
dicho[53] que en mi opinión incluye dos clases, la pragmática y la jurídica.
La clase pragmática se da cuando la discusión se plantea directamente
sobre algún punto de derecho positivo. He aquí un ejemplo. Una persona
nombró heredero a un pupilo que murió antes de alcanzar la mayoría de
edad[54]. Entre los herederos segundos[55] del padre del pupilo y los
familiares de este último se entabló un pleito a propósito de la herencia que
correspondía al pupilo. Los herederos segundos toman posesión de la
herencia. Demanda de los familiares: «Nos corresponde la parte de la
herencia de la que nuestro pariente no hizo testamento». Respuesta: «No. La
herencia es nuestra en virtud del testamento de su padre». Cuestión: «¿A
quién corresponde la herencia?». Argumento de la defensa: «El padre había
hecho testamento en su nombre y en el de su hijo mientras éste fuera menor
de edad. Por eso lo que perteneció al hijo debe ser nuestro por el testamento
del padre». Refutación del argumento de la defensa: «No. El padre redactó el
testamento exclusivamente para él y designó herederos segundos para sí, no
para su hijo. Por ello, salvo aquellos bienes que eran de su propiedad, por
testamento esa herencia no puede ser vuestra». Punto a juzgar: «¿Puede
alguien en su testamento disponer sobre los bienes de un menor de edad? O,
¿son los herederos segundos de un cabeza de familia también herederos del
hijo si éste es menor de edad?»[56].
A este respecto nos interesa hacer aquí una observación que afecta a
muchos otros casos para evitar pasarla por alto o tener que repetirla
continuamente. Hay casos en que un mismo estado de causa presenta
sistemas de defensa diferentes. Esto ocurre cuando hay diferentes motivos
para considerar que es justo o aceptable lo ocurrido o aquello que se
defiende, como sucede en el caso anterior. Supongamos, en efecto, que los
herederos recurren al siguiente argumento: «De una misma propiedad no
puede haber diferentes herederos con derechos distintos y nunca se ha dado el
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hecho testamento en su nombre y en el de su hijo mientras éste fuera menor
de edad. Por eso lo que perteneció al hijo debe ser nuestro por el testamento
del padre». Refutación del argumento de la defensa: «No. El padre redactó el
testamento exclusivamente para él y designó herederos segundos para sí, no
para su hijo. Por ello, salvo aquellos bienes que eran de su propiedad, por
testamento esa herencia no puede ser vuestra». Punto a juzgar: «¿Puede
alguien en su testamento disponer sobre los bienes de un menor de edad? O,
¿son los herederos segundos de un cabeza de familia también herederos del
hijo si éste es menor de edad?»[56].
A este respecto nos interesa hacer aquí una observación que afecta a
muchos otros casos para evitar pasarla por alto o tener que repetirla
continuamente. Hay casos en que un mismo estado de causa presenta
sistemas de defensa diferentes. Esto ocurre cuando hay diferentes motivos
para considerar que es justo o aceptable lo ocurrido o aquello que se
defiende, como sucede en el caso anterior. Supongamos, en efecto, que los
herederos recurren al siguiente argumento: «De una misma propiedad no
puede haber diferentes herederos con derechos distintos y nunca se ha dado el
caso de que alguien herede algo en virtud de un testamento y otra persona
herede lo mismo en virtud de una ley[57]». La refutación de la justificación
sería la siguiente: «No se trata de una única propiedad, pues una parte ya la
había heredado el menor y de ella el testamento no designaba heredero
alguno en caso de que éste falleciera. En cuanto a la otra parte, debe
considerarse plenamente válida la voluntad del padre, incluso después de su
muerte, según la cual la propiedad pasaba a los herederos segundos al fallecer
el menor». El punto a juzgar es: «¿Existía una única propiedad?»; o bien, si
hubieran sostenido que una misma propiedad podía tener varios herederos a
título diferente y esta afirmación fuera igualmente debatida, el punto a juzgar
sería: «¿Puede una misma propiedad ser heredada por distintas personas a
título diferente?».
En definitiva, hemos visto cómo en un mismo estado de causa pueden
existir varias justificaciones y modos de refutarlos y, consiguientemente,
varios puntos a juzgar[58].
Veamos ahora los preceptos relativos a este estado de causa. Ambas
partes (o todas, si hay más de dos partes implicadas) deben examinar los
fundamentos del derecho[59]. Su origen está manifiestamente en la
naturaleza. Ciertos derechos pasaron luego a la costumbre en virtud de su
utilidad, fuera ésta evidente o no. Luego otros, justificados por la costumbre o
considerados útiles, fueron consagrados por la ley.
Hay pues un derecho natural[60] que está basado no en la opinión sino en
unas indefinibles facultades innatas en los hombres como el sentimiento
religioso, el sentido del deber, la gratitud, la venganza, el respeto o la
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Se llama derecho consuetudinario[62] al que el paso del tiempo y el
consenso general han consagrado sin sanción de la ley. En él se encuentran
ciertos principios legales que por sí mismos han adquirido con el tiempo un
valor indiscutible. Entre otros muchos de este tipo, los más numerosos son
aquellos que los pretores suelen formular en sus edictos. Otros han sido
fijados por el uso; a esta clase pertenecen el pacto, la equidad y los
precedentes jurídicos. Un pacto[63] es un acuerdo que quienes lo han
establecido de común acuerdo lo consideran tan justo que prevalece incluso
sobre la ley. La equidad[64] es lo que se aplica a todos por igual. Un
precedente jurídico[65] es aquello sobre lo cual ya han decidido previamente
con su sentencia uno o varios jueces.
En cuanto a los derechos legales[66], se conocerán a partir del estudio de
las leyes.
Tomando como punto de partida estos fundamentos del derecho y después
de examinar atentamente cada uno de ellos, el orador deberá analizar el
partido que se puede sacar del hecho mismo o de hechos parecidos o de
mayor o menor importancia.
En lo que se refiere a los lugares comunes, como ya he dicho antes, hay
dos clases que sirven una para amplificar los hechos dudosos, otra los hechos
indiscutibles. Se analizará lo que ofrece el propio caso y lo que puede y debe
ser amplificado por medio de un lugar común, pues no es posible indicar
lugares comunes que sirvan para todas las causas. Es probable que en la
mayoría de ellos tengamos que hablar a favor y en contra de la autoridad de
los jurisconsultos. Además, en este tipo de causa, como en cualquier otro, hay
que examinar si los hechos mismos sugieren lugares comunes diferentes de
los que hemos indicado.
Examinemos ahora la clase jurídica y sus partes.
La clase jurídica es aquella en que se discute la naturaleza de lo justo y lo
injusto y los fundamentos de la recompensa y el castigo[67]. Tiene dos partes,
que reciben el nombre de absoluta y asuntiva[68].
La parte absoluta incluye en sí misma, de forma clara y evidente, no
confusa y obscura como en la clase pragmática, el análisis de lo justo y lo
injusto. Un ejemplo es el siguiente caso. Era una costumbre casi universal
entre los griegos que después de una guerra los vencedores levantaran en su
frontera un trofeo, pero sólo para proclamar transitoriamente su victoria, no
para perpetuar el recuerdo de la guerra. Los tebanos, que habían vencido a los
espartanos en combate, levantaron un trofeo de bronce. Fueron acusados ante
los anfictiones [ante la asamblea general de Grecia][69]. Acusación: «No
debieron hacerlo». Respuesta: «Podían hacerlo». Cuestión: «¿Debieron
hacerlo?». Justificación de la defensa: «Con nuestro valor hemos ganado tal
gloria en el combate que quisimos dejar a nuestros descendientes un recuerdo
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que examinar si los hechos mismos sugieren lugares comunes diferentes de
los que hemos indicado.
Examinemos ahora la clase jurídica y sus partes.
La clase jurídica es aquella en que se discute la naturaleza de lo justo y lo
injusto y los fundamentos de la recompensa y el castigo[67]. Tiene dos partes,
que reciben el nombre de absoluta y asuntiva[68].
La parte absoluta incluye en sí misma, de forma clara y evidente, no
confusa y obscura como en la clase pragmática, el análisis de lo justo y lo
injusto. Un ejemplo es el siguiente caso. Era una costumbre casi universal
entre los griegos que después de una guerra los vencedores levantaran en su
frontera un trofeo, pero sólo para proclamar transitoriamente su victoria, no
para perpetuar el recuerdo de la guerra. Los tebanos, que habían vencido a los
espartanos en combate, levantaron un trofeo de bronce. Fueron acusados ante
los anfictiones [ante la asamblea general de Grecia][69]. Acusación: «No
debieron hacerlo». Respuesta: «Podían hacerlo». Cuestión: «¿Debieron
hacerlo?». Justificación de la defensa: «Con nuestro valor hemos ganado tal
gloria en el combate que quisimos dejar a nuestros descendientes un recuerdo
eterno». Refutación: «Pero no es conveniente que los griegos levanten un
monumento eterno de su enemistad con otros griegos». Punto a juzgar:
«¿Actuaron correctamente unos griegos que, para dar a conocer su gran valor,
levantaron un monumento eterno de su enemistad con otros griegos?». He
presentado esta línea de defensa para ofrecer una idea precisa del género de
causa que nos ocupa. Pues si hubiera presentado la línea de defensa que
probablemente los tebanos usaron en realidad, a saber: «Vosotros habéis
declarado una gurerra injusta e impía», incurriríamos en un caso de
transferencia de la responsabilidad del cual hablaremos más adelante. Es
evidente que en este caso concreto coinciden ambos tipos de causa[70].
Las argumentaciones para este estado de causa deben ser tomadas de los
mismos lugares que los de la causa pragmática, de la que ya he hablado
antes[71].
En cuanto a los lugares comunes, son muchos y eficaces los que
podremos e incluso deberemos tomar, bien de la causa misma, cuando ésta
sea susceptible de excitar la indignación y la piedad, bien de la utilidad y de
la naturaleza del derecho, si la importancia del caso así lo requiere.
Examinemos ahora la parte asuntiva del estado de causa jurídico[72].
Recibe el nombre de asuntiva cuando los hechos no pueden justificarse por sí
mismos y para defenderlos hay que recurrir a argumentos externos a la causa.
Se divide en cuatro partes: comparación, rechazo de la acusación,
transferencia de la responsabilidad y confesión.
Hay comparación[73] cuando la finalidad con que se hace algo sirve para
justificar un acto que por sí mismo es injustificable. Éste es un ejemplo. Un
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Una causa de este tipo debe ser tratada con lugares comunes
específicos[75]; también deberemos utilizar los métodos y preceptos de los
otros estados de causa y, en particular, atacar con conjeturas la alternativa que
el acusado opondrá a los hechos que se le imputan. Para ello diremos que esa
consecuencia que los defensores presentan como inevitable no se habría
producido si el acusado no hubiera cometido la acción por la que ahora es
procesado, o bien probaremos que los hechos se deben a motivos diferentes
de los que alega el acusado. La prueba de ello, así como la refutación por
parte de los oponentes, la tomaremos del estado de causa conjetural. Pero si
el acusado es llevado a juicio bajo una acusación bien definida, como en el
caso anterior en que es acusado de alta traición, tendremos que emplear el
estado de causa definitivo y los preceptos relativos a éste.
En causas de este tipo suele ocurrir con frecuencia que haya que recurrir a
la vez a la argumentación conjetural y a la del estado de causa definitivo.
Pero si la causa incluye también elementos de algún otro estado de causa,
podremos aplicarle de la misma manera los preceptos de ese género. Pues el
objetivo de la acusación debe ser específicamente atacar con todos los
recursos posibles aquello que el acusado aduce para ser exculpado, y esto se
logrará fácilmente si lo refuta utilizando el mayor número posible de estados
de causa.
Considerada en sí misma, con independencia de los otros géneros de
controversias, la comparación será realmente eficaz si mostramos que los
hechos que se comparan no fueron ni dignos ni útiles ni necesarios, o que no
fueron tan dignos, tan útiles o tan necesarios como se pretende.
Después, el acusador deberá diferenciar bien entre el objeto de la
acusación y la alternativa que la defensa presenta. Lo logrará si demuestra
que lo ocurrido no es habitual ni necesario, ni existían motivos para actuar
como se hizo; por ejemplo, que para salvar a los soldados tuviera que
entregar a los enemigos las armas que servían para defender sus vidas.
Luego, deberá comparar las ventajas y los inconvenientes y, de manera
general, contrastar los hechos que se le imputan con los actos que la defensa
alaba como buenos o que sostiene que el acusado se vio obligado a hacer; así,
al disminuir las ventajas, aumentarán al mismo tiempo los inconvenientes.
Podrá lograrlo si demuestra que la acción que evitó el acuerdo era más digna,
más útil y más necesaria que la que cometió el acusado. La naturaleza y el
significado de lo que es digno, útil y necesario serán expuestos al tratar las
reglas del discurso deliberativo[76].
Después deberá exponer el punto a juzgar que surge de la comparación
introducida como si perteneciese al género deliberativo y plantearlo según las
reglas de este género[77]. Tomemos, por ejemplo, el punto a juzgar que hemos
planteado antes: «¿Puesto que todos los soldados habrían muerto si no se
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Después, el acusador deberá diferenciar bien entre el objeto de la
acusación y la alternativa que la defensa presenta. Lo logrará si demuestra
que lo ocurrido no es habitual ni necesario, ni existían motivos para actuar
como se hizo; por ejemplo, que para salvar a los soldados tuviera que
entregar a los enemigos las armas que servían para defender sus vidas.
Luego, deberá comparar las ventajas y los inconvenientes y, de manera
general, contrastar los hechos que se le imputan con los actos que la defensa
alaba como buenos o que sostiene que el acusado se vio obligado a hacer; así,
al disminuir las ventajas, aumentarán al mismo tiempo los inconvenientes.
Podrá lograrlo si demuestra que la acción que evitó el acuerdo era más digna,
más útil y más necesaria que la que cometió el acusado. La naturaleza y el
significado de lo que es digno, útil y necesario serán expuestos al tratar las
reglas del discurso deliberativo[76].
Después deberá exponer el punto a juzgar que surge de la comparación
introducida como si perteneciese al género deliberativo y plantearlo según las
reglas de este género[77]. Tomemos, por ejemplo, el punto a juzgar que hemos
planteado antes: «¿Puesto que todos los soldados habrían muerto si no se
hubiera alcanzado ese acuerdo, hubiera sido mejor perder a los soldados o
aceptar esa condición?». Esto deberemos tratarlo según los lugares comunes
del discurso deliberativo, como si se tratara de algo sobre lo cual se pide una
opinión.
Por su parte, cuando la acusación haya recurrido a otros estados de causa,
el defensor recurrirá para su defensa a esos mismos estados de causa. Pero en
lo referente a aquellos otros lugares que afectan exclusivamente a la
comparación misma, los tratará de manera opuesta a la acusación.
Los lugares comunes[78] servirán al acusador para atacar a la persona que,
pese a que admite haber cometido un acto vergonzoso o inútil o ambas cosas,
intenta sin embargo justificarse (y señalar con indignación la inutilidad o la
infamia de la acción); al defensor, para sostener que ningún acto puede ser
considerado como inútil o vergonzoso, o al contrario, como útil y digno, sin
comprender las intenciones, circunstancias y causas por las que se produjo.
Este lugar es de aplicación tan general que, bien desarrollado, tendrá un gran
poder de persuasión en las causas de este tipo. Un segundo lugar consiste en
recurrir extensamente a la amplificación para mostrar la importancia del
beneficio obtenido gracias al carácter útil, digno y necesario del acto. Un
tercer lugar presenta una imagen tan vivida del hecho que se describe ante los
ojos de los oyentes que llegan a pensar que ellos también habrían actuado de
igual forma si se hubieran encontrado en la misma situación, con los mismos
motivos para hacerlo y en ese mismo momento.
Hay rechazo de la acusación[79] cuando el acusado, aun reconociendo el
hecho que se le imputa, muestra que fue empujado a ello por culpa de otro y
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utilizaremos cualquier otro estado de causa para defender a la persona sobre
la cual se transfiere la acusación. Luego se mostrará que la falta que el
acusado intenta imputar a otra persona es menos grave que aquella por la que
él mismo es acusado. Además, recurriremos a las formas de la cuestión de
competencias señalando quién, ante quién, cómo y en qué momento se debía
plantear la acción, juzgar el caso y dictar sentencia, al tiempo que se señala
que el castigo no hubiera debido preceder al juicio. Después se citan las leyes
y los tribunales que de acuerdo con las tradiciones y la justicia tenían
capacidad para condenar el delito que el acusado ha castigado por propia
iniciativa. Negaremos también que se deba atender a la acusación que se
quiere transferir a otra persona cuando quien pretende hacerlo no aceptó que
ese delito fuera juzgado y, por tanto, lo que no ha sido juzgado debe ser
considerado como si no se hubiera realizado.
Luego, se mostrará la desvergüenza de quienes acusan ahora ante un
tribunal a quien ellos mismos condenaron sin un proceso legal y pretenden
juzgar a quien ellos ya han condenado. Señalaremos además que el
procedimiento judicial se vería alterado y los jueces se excederían en sus
atribuciones si juzgaran conjuntamente al acusado y a la persona a quien éste
acusa. Después [mostraremos] los resultados tan perjudiciales que se
producirían si se acepta que las personas puedan castigar una falta con otra
falta y una injusticia con otra injusticia; y que si el acusador hubiera querido
hacer lo mismo que el acusado, no habría habido tampoco necesidad de
celebrar este juicio ni los tribunales serían necesarios si todos actuaran de la
misma manera.
Señalaremos después que no habría podido ejecutarla ni aun en el caso de
que ella, a quien el acusado pretende incriminar, hubiera sido condenada por
la justicia; que es indigno que él, que no habría podido castigarla de haber
sido condenada, la haya castigado sin que fuera ni siquiera procesada. Luego
se pedirá que el acusado cite la ley en la que se amparó para actuar. Y de la
misma manera que en la comparación recomendábamos que el acusador
desacreditara todo lo posible lo que se utilizaba como término de
comparación, será necesario aquí también comparar la falta de la persona a
quien se incrimina con el crimen de quien pretende haber tenido derecho para
actuar como lo hizo. Luego hay que demostrar que aquella falta no puede
justificar que se cometiera esta otra. Por último, como en la comparación, hay
que detenerse en el punto a juzgar de esta cuestión y desarrollarlo y
amplificarlo según las reglas del género deliberativo.
Por su parte, el defensor refutará los argumentos procedentes de otros
estados de causa utilizados por su adversario recurriendo a los lugares ya
señalados. Mantendrá su tesis del rechazo de la acusación, primero
aumentando el crimen y la audacia de la persona a la que imputa la culpa y,
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Señalaremos después que no habría podido ejecutarla ni aun en el caso de
que ella, a quien el acusado pretende incriminar, hubiera sido condenada por
la justicia; que es indigno que él, que no habría podido castigarla de haber
sido condenada, la haya castigado sin que fuera ni siquiera procesada. Luego
se pedirá que el acusado cite la ley en la que se amparó para actuar. Y de la
misma manera que en la comparación recomendábamos que el acusador
desacreditara todo lo posible lo que se utilizaba como término de
comparación, será necesario aquí también comparar la falta de la persona a
quien se incrimina con el crimen de quien pretende haber tenido derecho para
actuar como lo hizo. Luego hay que demostrar que aquella falta no puede
justificar que se cometiera esta otra. Por último, como en la comparación, hay
que detenerse en el punto a juzgar de esta cuestión y desarrollarlo y
amplificarlo según las reglas del género deliberativo.
Por su parte, el defensor refutará los argumentos procedentes de otros
estados de causa utilizados por su adversario recurriendo a los lugares ya
señalados. Mantendrá su tesis del rechazo de la acusación, primero
aumentando el crimen y la audacia de la persona a la que imputa la culpa y,
reproduciendo la escena ante los ojos del público, suscitará en la medida en
que pueda la indignación y la súplica. Luego mostrará que el castigo ha sido
más leve de lo que merecía y comparará la pena impuesta con el crimen
cometido. Después deberá debilitar con una argumentación contraria aquellos
lugares que el acusador haya tratado de manera tan errónea que sea posible
refutarlos y ponerlos de su lado, como es el caso de los tres últimos citados.
En cuanto a la acusación más grave que plantean los acusadores cuando
señalan el desorden que causaría a la justicia la posibilidad de castigar a
quien no ha sido declarado previamente culpable, el defensor la debilitará en
primer lugar mostrando que a cualquier hombre honrado, y en general a
cualquier hombre libre, le hubiera parecido intolerable un crimen de esa
naturaleza; después, que el crimen era tan evidente que ni su propio autor lo
discutía; y que era de tal naturaleza que quien castigó el crimen tenía más que
nadie la obligación de hacerlo; que hubiera sido menos justo y menos digno
llevar esos hechos ante los tribunales que castigarlo como se hizo y por quien
lo hizo; que el caso fue tan público que no hizo ninguna falta que se celebrara
un juicio. En este punto hay que mostrar con argumentos y casos parecidos
que existen muchos crímenes tan atroces y tan evidentes que no sólo es
innecesario sino también inútil esperar a que sean juzgados.
El acusador desarrollará el lugar común contra la persona que, al no poder
negar los hechos que se le imputan, deposita su esperanza en alterar el
procedimiento judicial. Éste es el momento de mostrar la utilidad de los
tribunales y de lamentarse por quien fue castigado sin haber sido condenado;
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«Debieron partir». Respuesta: «No debieron partir». Cuestión a debatir:
«¿Debieron partir o no?». Justificación de la defensa: «No les fue entregada
por el cuestor la suma que el tesoro público acostumbra dar». Refutación:
«Aun así debisteis cumplir la misión que os encomendó el estado». Punto a
juzgar: «Puesto que la suma que les debía el tesoro público no fue entregada
a quienes habían sido nombrados embajadores, ¿debieron a pesar de todo
cumplir su misión?»[83].
Al igual que en las otras, en este tipo de causas habrá que examinar
primero si podemos servirnos de alguna de las argumentaciones del estado de
causa conjetural o de algún otro. Luego podremos adaptar también a este tipo
de causa la mayor parte de las argumentaciones utilizadas en la comparación
o en el rechazo de la acusación.
Si puede, el acusador comenzará por defender a la persona que según el
acusado es el responsable de los hechos; si no es posible, dirá que a ese
tribunal no le incumben las responsabilidades del otro sino las de la persona a
quien él personalmente está acusando. Después sostendrá que todo el mundo
debe cumplir con su deber y que la falta de una persona no justifica la de otra.
Además, si alguien comete un delito, debe ser acusado por separado, como se
acusa a éste, y no hay que mezclar la acusación de uno con la defensa de otro.
El defensor, por su parte, después de tratar a fondo todos los argumentos
que pueda utilizar procedentes de los otros estados de causa, argumentará
sobre la transferencia de responsabilidad en los siguientes términos. En
primer lugar, señalará quién es el responsable de los hechos. Luego, puesto
que el responsable no es el acusado, probará que su defendido no pudo o no
debió hacer lo que el acusador sostiene que hubiera debido hacer. Examinará
qué pudo hacer basándose en el principio de utilidad, que a su vez implica el
estado de necesidad; qué debió hacer será examinado en relación con la
dignidad. Trataré estos dos puntos con mayor detalle a propósito del género
deliberativo. Dirá luego que el acusado hizo todo cuanto pudo y que si hizo
menos de lo que debía fue por culpa de otra persona. Después, tras subrayar
la culpa del otro, debe mostrar cuánta voluntad e interés mostró su defendido
y confirmará esta afirmación con pruebas como las siguientes: la diligencia
que ha mostrado en sus obligaciones, el comportamiento precedente, tanto en
sus acciones como en sus palabras; añadirá que le era tan útil hacer eso como
inútil no hacerlo y que actuando así mostraba más coherencia con su vida
anterior que no haciéndolo por culpa del otro.
Pero si se responsabiliza no a una persona concreta sino a una
circunstancia cualquiera[84], por ejemplo, y volviendo al caso anterior, si el
cuestor hubiera muerto y fuera esta la causa de que los embajadores no
hubieran recibido el dinero, al no ser ya posible acusar a otro o rechazar la
propia responsabilidad, será conveniente utilizar el resto de los lugares y
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que el responsable no es el acusado, probará que su defendido no pudo o no
debió hacer lo que el acusador sostiene que hubiera debido hacer. Examinará
qué pudo hacer basándose en el principio de utilidad, que a su vez implica el
estado de necesidad; qué debió hacer será examinado en relación con la
dignidad. Trataré estos dos puntos con mayor detalle a propósito del género
deliberativo. Dirá luego que el acusado hizo todo cuanto pudo y que si hizo
menos de lo que debía fue por culpa de otra persona. Después, tras subrayar
la culpa del otro, debe mostrar cuánta voluntad e interés mostró su defendido
y confirmará esta afirmación con pruebas como las siguientes: la diligencia
que ha mostrado en sus obligaciones, el comportamiento precedente, tanto en
sus acciones como en sus palabras; añadirá que le era tan útil hacer eso como
inútil no hacerlo y que actuando así mostraba más coherencia con su vida
anterior que no haciéndolo por culpa del otro.
Pero si se responsabiliza no a una persona concreta sino a una
circunstancia cualquiera[84], por ejemplo, y volviendo al caso anterior, si el
cuestor hubiera muerto y fuera esta la causa de que los embajadores no
hubieran recibido el dinero, al no ser ya posible acusar a otro o rechazar la
propia responsabilidad, será conveniente utilizar el resto de los lugares y
buscar los argumentos que nos convengan de la propia confesión del crimen,
procedimiento del cual deberemos hablar más adelante[85].
Acusación y defensa tienen aproximadamente los mismos lugares
comunes, que son los utilizados en el estado de causa asuntivo que ya hemos
discutido. Los siguientes son los más apropiados: el acusador mostrará el
carácter indigno de los hechos; el defensor dirá que, como la culpa recae
sobre otra persona, no en el acusado, no es éste quien debe ser castigado.
El acusado rechaza la responsabilidad del propio hecho[86] cuando
sostiene que el acto que se le imputa no tiene relación con él o con sus
obligaciones y que si ha existido algún delito no es a él a quien debe
atribuírsele. El siguiente es un ejemplo de este tipo de causa[87]. En cierta
ocasión, cuando se firmó un tratado con los samnitas, un joven romano de
familia noble sostuvo entre sus manos, por orden del general, el cerdo del
sacrificio[88]. El senado rechazó el tratado y el general fue entregado a los
samnitas. Un senador sostuvo que el joven que había tenido entre sus manos
el cerdo también debía ser entregado. Acusación: «Hay que entregarlo».
Respuesta: «No debe ser entregado». Cuestión a debatir: «¿Debe ser
entregado?». Justificación de la defensa: «No estaba entre mis atribuciones ni
tenía capacidad para estipular o no aquel pacto, por mi juventud, por mi
condición de ciudadano particular y porque existía un general revestido de la
autoridad y del poder supremo a quien incumbía velar por que se firmase un
tratado honroso». Refutación: «Pero ya que participaste en un gravísimo
sacrilegio en el curso de ese tratado especialmente vergonzoso, debes ser
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relación alguna con las obligaciones y las atribuciones del acusado,
contribuyendo así a reforzar la acusación[91]. En estos casos ambas partes
deberán usar todos los recursos propios del honor y la utilidad, como
paralelos históricos, evidencias, razonamientos sobre las obligaciones,
derechos y atribuciones de cada uno, y examinar si el acusado tenía esos
derechos, obligaciones y atribuciones.
En cuanto a los lugares comunes, deben ser tomados de los propios
hechos siempre que contengan materia para la indignación y la compasión.
La confesión[92] consiste en que el acusado no defiende el hecho
imputado, sino que pide que se le perdone. Tiene dos partes, la excusa y la
súplica.
Con la excusa no se intenta justificar los actos sino la intención del
acusado. Se divide en tres partes: ignorancia, azar y necesidad.
Existe ignorancia[93] cuando se mantiene que el acusado actuó por
desconocimiento. Por ejemplo: En una ciudad existía una ley que prohibía
inmolar terneros a Diana. Sorprendidos en alta mar por una violenta
tempestad, unos marineros hicieron la promesa de que, si conseguían
alcanzar el puerto que tenían a la vista, sacrificarían un ternero a la divinidad
que allí se adorara. Casualmente había en ese puerto un templo dedicado a
esa diosa a la que estaba prohibido inmolar terneros. Ignorantes de la ley, al
desembarcar cumplieron el sacrificio inmolando un ternero. Son acusados.
Acusación: «Habéis sacrificado un ternero a una divinidad que tiene
prohibido ese sacrificio». La respuesta consiste en reconocer los hechos. Su
justificación es: «No sabíamos que estaba prohibido». Réplica: «Aun así,
puesto que cometisteis un acto prohibido por la ley, merecéis el castigo».
Punto a juzgar: «¿Deben ser castigados por cometer un acto prohibido aunque
no sabían que estaba prohibido?».
El azar[94] se utiliza en el reconocimiento de culpabilidad cuando
demostramos que algún acontecimiento inesperado se impuso a nuestra
voluntad, como en el siguiente ejemplo: Los espartanos tenían una ley por la
cual se castigaba con la pena de muerte al proveedor que, habiendo
contratado las víctimas para un sacrificio, no las presentara en su momento.
Cuando se acercaba el día del sacrificio, el beneficiario de la contrata se puso
en marcha para conducir las víctimas desde el campo a la ciudad. En ese
momento estalló de repente una violenta tempestad y las aguas del río
Eurotas, que fluye por Esparta, crecieron y se hicieron tan violentas que era
absolutamente imposible hacer cruzar a las víctimas. El adjudicatario, para
mostrar su buena voluntad, situó todas las víctimas en la orilla de manera que
los que estaban al otro lado del río pudieran verlas. Aunque todo el mundo
sabía que sus propósitos habían sido impedidos por la repentina crecida del
río, algunos ciudadanos pidieron para él la pena de muerte. La acusación es:
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justificación es: «No sabíamos que estaba prohibido». Réplica: «Aun así,
puesto que cometisteis un acto prohibido por la ley, merecéis el castigo».
Punto a juzgar: «¿Deben ser castigados por cometer un acto prohibido aunque
no sabían que estaba prohibido?».
El azar[94] se utiliza en el reconocimiento de culpabilidad cuando
demostramos que algún acontecimiento inesperado se impuso a nuestra
voluntad, como en el siguiente ejemplo: Los espartanos tenían una ley por la
cual se castigaba con la pena de muerte al proveedor que, habiendo
contratado las víctimas para un sacrificio, no las presentara en su momento.
Cuando se acercaba el día del sacrificio, el beneficiario de la contrata se puso
en marcha para conducir las víctimas desde el campo a la ciudad. En ese
momento estalló de repente una violenta tempestad y las aguas del río
Eurotas, que fluye por Esparta, crecieron y se hicieron tan violentas que era
absolutamente imposible hacer cruzar a las víctimas. El adjudicatario, para
mostrar su buena voluntad, situó todas las víctimas en la orilla de manera que
los que estaban al otro lado del río pudieran verlas. Aunque todo el mundo
sabía que sus propósitos habían sido impedidos por la repentina crecida del
río, algunos ciudadanos pidieron para él la pena de muerte. La acusación es:
«No pusiste a nuestra disposición las víctimas que debías traer para el
sacrificio». La justificación es un reconocimiento de culpabilidad. Argumento
de la defensa: «El río creció tan rápido que no pudieron cruzarlo». Réplica:
«Aun así, puesto que no se hizo lo que ordena la ley, mereces el castigo».
Punto a juzgar: «¿Es merecedor de castigo el adjudicatario que no cumplió
con la ley en unas circunstancias tales que sus esfuerzos se vieron impedidos
por la repentina crecida del río?».
Se recurre a la necesidad[95] cuando el acusado se defiende alegando que
sus actos se debieron a una fuerza mayor, como en el ejemplo siguiente. Hay
una ley en Rodas según la cual es confiscado todo barco armado con un
espolón que sea sorprendido en su puerto. Al estallar una gran tempestad en
alta mar, la violencia del viento arrastró un barco armado con espolón hasta el
puerto de Rodas contra la voluntad de sus tripulantes. El cuestor declara el
barco propiedad del estado; el armador sostiene que no debe ser confiscado.
Acusación: «Un barco armado con espolón ha sido sorprendido en el puerto».
La respuesta es un reconocimiento de culpabilidad con la justificación
siguiente: «Hemos sido obligados a entrar en puerto por fuerza mayor y en
estado de necesidad». Réplica: «Aun así, de acuerdo con la ley el barco debe
ser confiscado». Punto a juzgar: «Puesto que la ley ordena confiscar los
barcos armados con espolón que sean sorprendidos en el puerto, ¿debe ser
confiscado este barco a pesar de que fue llevado a puerto por la fuerza de la
tormenta y en contra de los deseos de sus tripulantes?».
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mediante el uso de los lugares de los que he hablado en el estado de causa
pragmático la naturaleza del derecho y la equidad y, como si se tratara de una
causa del género jurídico absoluto, examinará este punto en sí mismo, con
independencia de cualquier otra consideración. De ser posible también aquí
deberá recurrir al uso de ejemplos que muestren cómo en casos semejantes no
fueron aceptadas estas excusas, pese a que en comparación con el caso
presente ellos sí merecían que se les hubiera concedido el perdón; recurriendo
a los argumentos propios del discurso deliberativo señalará que sería
deshonroso e inútil justificar el comportamiento del acusado dada la gravedad
del caso y los serios perjuicios que causaría en el futuro el hecho de que los
magistrados encargados de castigarlo no le dieran mayor importancia.
Por su parte, el defensor podrá usar estos argumentos volviéndolos a su
favor. Se ocupará especialmente de justificar las intenciones del acusado y de
magnificar las circunstancias que se opusieron a ellas; afirmará que el
acusado no pudo hacer más de lo que hizo, que lo que cuenta siempre en todo
es la intención, que no puede ser condenado porque no es culpable, que en él
no se puede reprobar sino las debilidades comunes a todos los hombres y, por
último, que nada hay más indigno que castigar a quien está libre de culpa.
Son lugares comunes de la acusación atacar el reconocimiento de
culpabilidad y mostrar cuántas posibilidades se ofrecen para delinquir si se
admite, aunque sea una sola vez, que no son los actos sino sus causas lo que
debe juzgarse. En cuanto a la defensa, lamentará la desgracia de que ha sido
víctima el acusado, no por su culpa sino por una fuerza ineludible; hablará
del capricho de la fortuna, de las debilidades humanas y suplicará a los jueces
que consideren las intenciones, no el resultado. Además de todo esto, se
lamentará por el infortunio de su defendido y mostrará su indignación por la
crueldad de sus adversarios.
Nadie deberá sorprenderse si ve en estos o en otros ejemplos una
discusión sobre la letra de la ley; más adelante tendremos que hablar por
separado sobre esta cuestión; en efecto, ciertos tipos de causas son
consideradas únicamente por su valor específico, pero hay otras que implican
también algún otro tipo de controversia. Por ello, una vez que todos los
elementos de una causa hayan sido estudiados, no será difícil aplicar a cada
una aquello que le convenga. Así, por ejemplo, en todos estos casos de
reconocimiento de culpabilidad hay también implicada una discusión sobre la
interpretación de algún texto legal, discusión a la que se denomina
precisamente el espíritu y la letra de la ley[96]. Pero puesto que estaba
hablando tan sólo del reconocimiento de culpabilidad, presenté los preceptos
que lo regulan. En otro lugar hablaré del espíritu y la letra de la ley.
Ahora prestaremos atención a la segunda forma del reconocimiento de
culpabilidad.
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víctima el acusado, no por su culpa sino por una fuerza ineludible; hablará
del capricho de la fortuna, de las debilidades humanas y suplicará a los jueces
que consideren las intenciones, no el resultado. Además de todo esto, se
lamentará por el infortunio de su defendido y mostrará su indignación por la
crueldad de sus adversarios.
Nadie deberá sorprenderse si ve en estos o en otros ejemplos una
discusión sobre la letra de la ley; más adelante tendremos que hablar por
separado sobre esta cuestión; en efecto, ciertos tipos de causas son
consideradas únicamente por su valor específico, pero hay otras que implican
también algún otro tipo de controversia. Por ello, una vez que todos los
elementos de una causa hayan sido estudiados, no será difícil aplicar a cada
una aquello que le convenga. Así, por ejemplo, en todos estos casos de
reconocimiento de culpabilidad hay también implicada una discusión sobre la
interpretación de algún texto legal, discusión a la que se denomina
precisamente el espíritu y la letra de la ley[96]. Pero puesto que estaba
hablando tan sólo del reconocimiento de culpabilidad, presenté los preceptos
que lo regulan. En otro lugar hablaré del espíritu y la letra de la ley.
Ahora prestaremos atención a la segunda forma del reconocimiento de
culpabilidad.
En la súplica[97], el acusado no defiende su conducta sino que pide
perdón. No es recomendable su uso ante los tribunales pues, una vez
admitido el delito, es difícil conseguir el perdón de quien debe castigar las
faltas. Por ello se puede utilizar parcialmente este recurso pero sin hacer
recaer toda la defensa en él. Por ejemplo, si defendemos a un hombre ilustre
o valeroso que ha realizado muchos servicios al estado, sin dar la impresión
de que lo hacemos podremos emplear la súplica expresándonos del siguiente
modo: «Si el acusado, jueces, como recompensa de sus servicios, de su
entrega constante a vuestros intereses, por los numerosos beneficios que os
reportó, en estos momentos tan críticos os suplicara el perdón para su única
falta, sería digno de vuestra clemencia y digno de sus méritos concederle el
perdón que os implora». Luego se podrá amplificar sus servicios y disponer
la voluntad del jurado para la benevolencia recurriendo a algún lugar común.
Por ello, si bien este recurso es raramente empleado ante los tribunales
salvo de manera accesoria, expondremos también sus preceptos puesto que
hay ocasiones en que debe ser utilizado, y es usado casi siempre en las
deliberaciones del senado o en los consejos de guerra. Por ejemplo: El senado
deliberó largo tiempo sobre Sífax[98]; lo mismo ocurrió a propósito de Quinto
Numitorio Pulo ante Lucio Opimio y su consejo militar y, al menos con
respecto a este último, prevaleció la petición de perdón sobre la de
procesarlo. Pues a Numitorio no le resultaba tan fácil demostrar basándose en
el estado de causa conjetural que siempre había tenido sentimientos de
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acusados a los que se les han perdonado delitos aún más graves. Y le será de
gran utilidad si muestra que cuando desempeñó algún cargo público fue
compasivo y se mostró indulgente. El defensor deberá además atenuar la
importancia de la falta cometida para que el perjuicio causado parezca lo más
pequeño posible y mostrará que sería vergonzoso o inútil castigar a un
hombre como el acusado. Por último, con lugares comunes deberá mover la
compasión aplicando las normas expuestas en el libro primero[100].
Por su parte, el acusador aumentará los delitos del acusado. Dirá que no
actuó por imprudencia sino que todo lo hizo por maldad y por crueldad; que
el acusado se mostró insensible y arrogante; y si puede, señalará que siempre
mostró sentimientos hostiles y que no hay posibilidad de que llegue a sentir
amistad. Si el acusado menciona sus servicios, mostrará que éstos son
debidos a algún otro motivo, no a su buena voluntad, o que fueron seguidos
de una viva hostilidad, o que todos ellos han sido borrados por sus crímenes y
que el mal causado supera al bien, o que, al igual que fue recompensado por
sus servicios, debe ser castigado por sus crímenes. Añadirá que perdonar
sería un acto vergonzoso o inútil y que, después de haber deseado tanto
tiempo tener en su poder al acusado, sería una enorme estupidez no servirse
de la oportunidad que se les ofrece; que deben pensar en los sentimientos y
en el odio que sienten por él.
Un lugar común será la indignación que provoca el crimen; el contrario,
la necesidad de compadecerse de quien ha caído en la desgracia por causa del
azar, no de su mala naturaleza[101].
Ya que por el gran número de partes del estado de causa calificativo nos
estamos deteniendo tanto tiempo en él, para evitar que la variedad y
diversidad de estas cuestiones dispersen la atención del lector y lo conduzcan
a error, creo conveniente recordar cuánto nos queda por decir sobre este tema
y su causa.
He dicho que el estado de causa jurídico es aquel en que se examina la
naturaleza de lo justo y lo injusto y los fundamentos de la recompensa y el
castigo. He expuesto las causas que se refieren a lo justo y lo injusto. Faltan
ahora por desarrollar las cuestiones relativas a la recompensa y al castigo[102].
Hay en efecto muchas causas que tienen por objeto una petición de
recompensa. De hecho, en los tribunales se plantea a menudo la cuestión de
recompensar a los acusadores[103]; también se solicitan con frecuencia
recompensas en el senado o en las asambleas del pueblo. Y que nadie piense
que me aparto del género judicial al dar ejemplos de casos tratados en el
senado, pues no siempre todo lo que se dice en alabanza o censura de alguien,
si conduce a una sentencia, pertenece al género deliberativo, ni siquiera en el
caso de que los fundamentos de la exposición se acomoden a este género.
Pero puesto que se adopta una decisión a propósito de alguien, debemos
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azar, no de su mala naturaleza[101].
Ya que por el gran número de partes del estado de causa calificativo nos
estamos deteniendo tanto tiempo en él, para evitar que la variedad y
diversidad de estas cuestiones dispersen la atención del lector y lo conduzcan
a error, creo conveniente recordar cuánto nos queda por decir sobre este tema
y su causa.
He dicho que el estado de causa jurídico es aquel en que se examina la
naturaleza de lo justo y lo injusto y los fundamentos de la recompensa y el
castigo. He expuesto las causas que se refieren a lo justo y lo injusto. Faltan
ahora por desarrollar las cuestiones relativas a la recompensa y al castigo[102].
Hay en efecto muchas causas que tienen por objeto una petición de
recompensa. De hecho, en los tribunales se plantea a menudo la cuestión de
recompensar a los acusadores[103]; también se solicitan con frecuencia
recompensas en el senado o en las asambleas del pueblo. Y que nadie piense
que me aparto del género judicial al dar ejemplos de casos tratados en el
senado, pues no siempre todo lo que se dice en alabanza o censura de alguien,
si conduce a una sentencia, pertenece al género deliberativo, ni siquiera en el
caso de que los fundamentos de la exposición se acomoden a este género.
Pero puesto que se adopta una decisión a propósito de alguien, debemos
considerarlo como propio del género judicial[104]. En general, quien conoce
bien el alcance y la naturaleza de todas las causas comprenderá que difieren
fundamentalmente por su género y organización general, pero verá que en los
restantes aspectos existe una trama o ligazón que relaciona unas con otras.
Examinemos ahora el caso de las recompensas. L. Licinio Craso, siendo
cónsul, persiguió y exterminó en la Galia citerior una partida de bandidos
que, dirigidos por jefes obscuros y desconocidos, no merecían ni por su
nombre ni por su número el calificativo de enemigos del pueblo romano, pero
que con sus ataques y robos causaban inseguridad a la provincia. A su regreso
a Roma, solicita al senado los honores del triunfo[105]. Aquí, como en la
súplica, nos será completamente inútil utilizar razones justificativas y
contrarréplicas al adversario para determinar el punto a juzgar, pues salvo en
el caso de que intervenga algún otro estado de causa o subdivisión de éste, el
punto a juzgar es simple y está contenido en la propia cuestión que se debate.
En el caso de la súplica sería: «¿Debe ser castigado?»; en este caso concreto:
«¿Debe recibir la recompensa?».
Expondremos ahora los lugares que se pueden emplear en una petición de
recompensa.
Los criterios para conceder una recompensa se dividen en cuatro grupos:
los servicios prestados, la persona, el tipo de recompensa y los recursos.
Los servicios prestados son examinados atendiendo a su naturaleza,
circunstancias, intención de quien los ha realizado e intervención del azar. En
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precedente judicial a su favor.
En lo referente al tipo de recompensa, se examinará la naturaleza, la
importancia y el motivo de la recompensa que solicita, así como la naturaleza
e importancia de la recompensa que merece cada uno de sus actos;
investigaremos luego a qué hombres y por qué motivos concedieron nuestros
antepasados tal honor; añadiremos que un honor semejante no debe ser
prodigado. Aquí, el que se opone a quien solicita una recompensa usará los
siguientes lugares comunes: primero, las recompensas por el valor y los
servicios prestados deben ser consideradas sacras y sacrosantas y no pueden
ser concedidas a personas deshonestas ni compartidas por hombres
mediocres. Segundo: los hombres no desearían realizar actos de heroísmo si
los premios reservados al valor fueran concedidos con excesiva prodigalidad;
las acciones excepcionales y difíciles parecen hermosas y agradables a los
hombres por el carácter excepcional de la recompensa. Tercero: si vivieran
aún quienes por sus sobresalientes méritos consideraron nuestros antepasados
dignos de tales honores ¿no pensarían que su gloria era rebajada al ver a
hombres como éstos recibir esa misma recompensa? Luego los
mencionaremos y compararemos con aquellos a los que nos oponemos. Por el
contrario, el lugar común de quien solicita una recompensa es magnificar sus
actos y comparar sus propias acciones con las de aquellos que recibieron esa
recompensa. Añadirá que nadie se esforzará en realizar acciones heroicas si él
no recibe la recompensa merecida.
Se analizan los recursos cuando se solicita una recompensa en dinero. En
este caso se analizará si se dispone de suficientes propiedades, rentas y dinero
líquido o si se carece de ello. Lugares comunes: hay que aumentar, no
disminuir, los recursos del estado; es un insolente quien solicita como
recompensa de sus servicios no el agradecimiento sino un premio en
metálico. Por la parte contraria se argumentará que es sórdido escatimar el
dinero cuando se trata de manifestar agradecimiento; que no reclama dinero
por sus acciones sino la recompensa habitual por los servicios prestados.
Ya hemos dicho suficiente sobre los estados de causa[106]. Es el momento,
en mi opinión, de tratar las controversias que surgen a propósito de un
texto[107].
La controversia sobre un texto se produce cuando surgen dudas acerca de
su redacción. Esto se debe a la ambigüedad, al texto y su intención, a leyes en
conflicto, a la analogía y a la definición.
La controversia nace de la ambigüedad cuando la intención del redactor
es obscura y el texto se presta a dos o más interpretaciones[108]. Por ejemplo:
Un padre de familia nombró heredero a su hijo pero legó a su esposa cien
libras de vajilla de plata en los siguientes términos: «MI HEREDERO
ENTREGARÁ A MI ESPOSA CIEN LIBRAS DE VAJILLA DE PLATA, LA QUE QUIERA». A la
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En lo relativo a la persona se investigará cuál ha sido su conducta
anterior, qué gastos o esfuerzos le supuso esa acción; si hizo algo parecido
alguna otra vez; si reclama una recompensa que se debe al esfuerzo de otra
persona o al favor de los dioses; si él mismo se negó en alguna ocasión a
conceder una recompensa por unos hechos análogos; si ha recibido ya
suficiente honor por lo que hizo o si no se vio obligado a hacer lo que hizo; si
era su acción de tal naturaleza que habría merecido un castigo por no hacerla
antes que una recompensa por hacerla; si no pide una recompensa antes de
tiempo y está vendiendo vagas promesas por un premio seguro; o si, para
evitar un castigo, reclama una recompensa con el fin de crear así un
precedente judicial a su favor.
En lo referente al tipo de recompensa, se examinará la naturaleza, la
importancia y el motivo de la recompensa que solicita, así como la naturaleza
e importancia de la recompensa que merece cada uno de sus actos;
investigaremos luego a qué hombres y por qué motivos concedieron nuestros
antepasados tal honor; añadiremos que un honor semejante no debe ser
prodigado. Aquí, el que se opone a quien solicita una recompensa usará los
siguientes lugares comunes: primero, las recompensas por el valor y los
servicios prestados deben ser consideradas sacras y sacrosantas y no pueden
ser concedidas a personas deshonestas ni compartidas por hombres
mediocres. Segundo: los hombres no desearían realizar actos de heroísmo si
los premios reservados al valor fueran concedidos con excesiva prodigalidad;
las acciones excepcionales y difíciles parecen hermosas y agradables a los
hombres por el carácter excepcional de la recompensa. Tercero: si vivieran
aún quienes por sus sobresalientes méritos consideraron nuestros antepasados
dignos de tales honores ¿no pensarían que su gloria era rebajada al ver a
hombres como éstos recibir esa misma recompensa? Luego los
mencionaremos y compararemos con aquellos a los que nos oponemos. Por el
contrario, el lugar común de quien solicita una recompensa es magnificar sus
actos y comparar sus propias acciones con las de aquellos que recibieron esa
recompensa. Añadirá que nadie se esforzará en realizar acciones heroicas si él
no recibe la recompensa merecida.
Se analizan los recursos cuando se solicita una recompensa en dinero. En
este caso se analizará si se dispone de suficientes propiedades, rentas y dinero
líquido o si se carece de ello. Lugares comunes: hay que aumentar, no
disminuir, los recursos del estado; es un insolente quien solicita como
recompensa de sus servicios no el agradecimiento sino un premio en
metálico. Por la parte contraria se argumentará que es sórdido escatimar el
dinero cuando se trata de manifestar agradecimiento; que no reclama dinero
por sus acciones sino la recompensa habitual por los servicios prestados.
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A continuación, siempre que tengamos oportunidad para ello, habrá que
probar que la interpretación de nuestro adversario es mucho menos apropiada
que la que nosotros proponemos porque no es posible aplicarla ni
desarrollarla, mientras que la que nosotros aducimos puede realizarse de
manera fácil y conveniente. Supongamos, pues nada nos impide poner
ejemplos imaginarios para hacer más comprensible la cuestión, una ley como
la siguiente: «NINGUNA PROSTITUTA PUEDE LLEVAR UNA DIADEMA DE ORO. SI LO
HACE, SERÁ CONFISCADA». Para contestar a quien argumenta que es la
prostituta la que, en aplicación de esa ley, debe ser confiscada, se puede decir
que el estado no puede ocuparse de confiscar una prostituta ni sería aplicable
una ley que contemplase confiscar prostitutas. Por el contrario, confiscar el
oro y cumplir así dicha ley es fácil de realizar y no plantea inconveniente
alguno[110].
Otro punto al que hay que prestar mucha atención es si, de admitir la
interpretación que propone nuestro adversario, no parecería que el autor del
texto ha pasado por alto aspectos más útiles, más dignos o más necesarios.
Probaremos esto si mostramos que la interpretación que nosotros hacemos es
digna, útil o necesaria y que la de nuestro adversario es todo lo contrario.
Luego, si surge una discusión por la ambigüedad existente en alguna ley,
tendremos que esforzarnos en demostrar que lo que nuestro adversario
pretende está ya contemplado en una ley diferente.
Será de gran ayuda para nuestra causa mostrar cómo hubiera redactado el
texto su autor de haber querido que se hiciera o se entendiera lo que propone
nuestro adversario. Por ejemplo, en la causa relativa a la vajilla de plata, la
mujer podría decir que no hubiera sido necesario añadir «la que quiera» si el
autor hubiera pretendido dejar esa elección al arbitrio del heredero. En efecto,
de no haberlo escrito no habría habido duda de que la elección quedaba
reservada al heredero; consiguientemente, si velara por los intereses de éste,
habría sido estúpido añadir esas palabras sin las cuales no se perjudicaban sus
intereses.
Por ello, en causas de este tipo será necesario hacer uso de expresiones
como las siguientes: «Habría redactado el texto así», «no habría utilizado esa
palabra», «no habría puesto ahí esa expresión», pues así es como se
comprenden mejor las intenciones del autor. Luego hay que examinar las
circunstancias en que fue redactado el texto para comprender así lo que
verosímilmente era en esos momentos la voluntad del autor. Por último,
mediante los recursos del género deliberativo se mostrará qué era más fácil y
más digno que él escribiera y que los otros aprobaran; y si a partir de esto es
posible recurrir a la amplificación, ambas partes deberán usar los lugares
comunes del género deliberativo.
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alguno[110].
Otro punto al que hay que prestar mucha atención es si, de admitir la
interpretación que propone nuestro adversario, no parecería que el autor del
texto ha pasado por alto aspectos más útiles, más dignos o más necesarios.
Probaremos esto si mostramos que la interpretación que nosotros hacemos es
digna, útil o necesaria y que la de nuestro adversario es todo lo contrario.
Luego, si surge una discusión por la ambigüedad existente en alguna ley,
tendremos que esforzarnos en demostrar que lo que nuestro adversario
pretende está ya contemplado en una ley diferente.
Será de gran ayuda para nuestra causa mostrar cómo hubiera redactado el
texto su autor de haber querido que se hiciera o se entendiera lo que propone
nuestro adversario. Por ejemplo, en la causa relativa a la vajilla de plata, la
mujer podría decir que no hubiera sido necesario añadir «la que quiera» si el
autor hubiera pretendido dejar esa elección al arbitrio del heredero. En efecto,
de no haberlo escrito no habría habido duda de que la elección quedaba
reservada al heredero; consiguientemente, si velara por los intereses de éste,
habría sido estúpido añadir esas palabras sin las cuales no se perjudicaban sus
intereses.
Por ello, en causas de este tipo será necesario hacer uso de expresiones
como las siguientes: «Habría redactado el texto así», «no habría utilizado esa
palabra», «no habría puesto ahí esa expresión», pues así es como se
comprenden mejor las intenciones del autor. Luego hay que examinar las
circunstancias en que fue redactado el texto para comprender así lo que
verosímilmente era en esos momentos la voluntad del autor. Por último,
mediante los recursos del género deliberativo se mostrará qué era más fácil y
más digno que él escribiera y que los otros aprobaran; y si a partir de esto es
posible recurrir a la amplificación, ambas partes deberán usar los lugares
comunes del género deliberativo.
La controversia afecta al texto y su intención[111] cuando una de las partes
se atiene literalmente al texto escrito mientras que la otra basa todo su
discurso en lo que según su interpretación tenía en mente el autor. La persona
que basa su defensa en la intención del autor mostrará, bien que ésta ha sido
siempre única y constante, bien hará ver que por algún motivo determinado
las intenciones del autor deben ser modificadas para adaptarse a las
circunstancias presentes.
Que la intención ha sido siempre única puede probarse del siguiente
modo. Un cabeza de familia, casado pero sin hijos, redactó su testamento[112]
en los siguientes términos: «SI LLEGO A TENER UNO O VARIOS HIJOS, ELLOS SERÁN
MIS HEREDEROS». A continuación, las fórmulas usuales. Luego: «SI MI
HEREDERO MUERE ANTES DE SU MAYORÍA DE EDAD, ENTONCES ÉSTE SERÁ MI
HEREDERO SEGUNDO».
No tuvo hijos. Los agnados entablan pleito con el que
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Quien defiende la interpretación literal del texto podrá usar casi siempre
todos los lugares siguientes, o al menos la mayor parte de ellos[116]. En
primer lugar, con el elogio del autor del texto utilizará el lugar común sobre
la necesidad de que los jueces se atengan al texto, especialmente cuando se
trate de un texto legal, bien una ley completa, bien una disposición basada en
una ley. En segundo lugar, el recurso que suele ser más efectivo: comparará
los hechos o la interpretación que proponen los adversarios con el propio
texto para mostrar lo que está escrito, lo que se ha hecho y el juramento que
ha prestado el juez. Será conveniente variar este lugar de múltiples formas: el
orador se preguntará con asombro qué argumento se le puede oponer; o,
refiriéndose a las obligaciones de los jueces, les preguntará qué les queda aún
por oír o esperar; otras veces, interpelando a su adversario como si fuera un
testigo, le preguntará si niega que el texto presenta esa redacción concreta o si
ha actuado o pensado actuar en sentido contrario al del texto; pues si se
atreve a negar alguno de estos puntos, él dejará de hablar. Pero si niega
ambos y sin embargo continúa oponiéndose, le replicará que nada impide a
cualquiera pensar que nunca se va a encontrar con un hombre más
desvergonzado. Será conveniente detenerse en este punto como si no hubiera
ninguna otra cosa sobre la cual hablar o a la que no se le pudiera replicar
nada, unas veces leyendo el texto, otras comparando los actos del adversario
con el texto y otras dirigiéndose con acritud al propio juez. A este respecto se
debe recordar al juez su juramento y la conducta que debe observar; dirá que
hay dos motivos que deben hacer dudar a un juez: si el texto está redactado
de manera oscura o si el adversario niega algún punto. Pero cuando el texto
es claro y el adversario lo admite todo, el deber del juez es obedecer a la ley,
no interpretarla.
Una vez demostrado este punto, deberá refutar las objeciones que el
adversario pueda plantear. En contra se dirá que el autor pensaba una cosa y
escribió otra, como en la causa ya citada relativa al testamento, o se explicará
recurriendo al estado de causa asuntivo por qué no pueden o no deben
atenerse a lo escrito.
Si se alega que la intención del autor era distinta de lo que realmente
escribió, quien defiende la interpretación literal responderá que no debemos
elucubrar sobre la voluntad de quien, para evitar que pudiéramos hacerlo, nos
dejó claras indicaciones de lo que quería; que si se aceptara el principio de
que podemos prescindir del texto, surgirían muchos inconvenientes, pues el
que redacta un escrito no estaría seguro de que el texto no fuera a ser
modificado y los jueces no tendrían un principio seguro que los guiara desde
el momento en que tomaran por costumbre apartarse del texto. Además, si la
voluntad del autor debe ser respetada, es el orador, no los adversarios, quien
la defiende, pues se aproxima mucho más a la voluntad del autor quien la
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ha actuado o pensado actuar en sentido contrario al del texto; pues si se
atreve a negar alguno de estos puntos, él dejará de hablar. Pero si niega
ambos y sin embargo continúa oponiéndose, le replicará que nada impide a
cualquiera pensar que nunca se va a encontrar con un hombre más
desvergonzado. Será conveniente detenerse en este punto como si no hubiera
ninguna otra cosa sobre la cual hablar o a la que no se le pudiera replicar
nada, unas veces leyendo el texto, otras comparando los actos del adversario
con el texto y otras dirigiéndose con acritud al propio juez. A este respecto se
debe recordar al juez su juramento y la conducta que debe observar; dirá que
hay dos motivos que deben hacer dudar a un juez: si el texto está redactado
de manera oscura o si el adversario niega algún punto. Pero cuando el texto
es claro y el adversario lo admite todo, el deber del juez es obedecer a la ley,
no interpretarla.
Una vez demostrado este punto, deberá refutar las objeciones que el
adversario pueda plantear. En contra se dirá que el autor pensaba una cosa y
escribió otra, como en la causa ya citada relativa al testamento, o se explicará
recurriendo al estado de causa asuntivo por qué no pueden o no deben
atenerse a lo escrito.
Si se alega que la intención del autor era distinta de lo que realmente
escribió, quien defiende la interpretación literal responderá que no debemos
elucubrar sobre la voluntad de quien, para evitar que pudiéramos hacerlo, nos
dejó claras indicaciones de lo que quería; que si se aceptara el principio de
que podemos prescindir del texto, surgirían muchos inconvenientes, pues el
que redacta un escrito no estaría seguro de que el texto no fuera a ser
modificado y los jueces no tendrían un principio seguro que los guiara desde
el momento en que tomaran por costumbre apartarse del texto. Además, si la
voluntad del autor debe ser respetada, es el orador, no los adversarios, quien
la defiende, pues se aproxima mucho más a la voluntad del autor quien la
interpreta literalmente que quien contempla su intención, y ello no a partir del
texto que dejó como imagen de su voluntad sino intentando adivinarla con
conjeturas personales.
Si la persona que defiende la interpretación del texto aduce alguna
explicación, habrá que replicarle señalando primero lo absurdo que resulta no
negar que ha infringido la ley y buscar después alguna excusa que justifique
ese hecho; en segundo lugar, que todo está al revés: antes eran los acusadores
quienes solían intentar convencer a los jueces de que el acusado estaba
implicado en algún crimen y quienes explicaban los motivos que le habían
inducido a ello. Ahora es el propio acusado el que explica por qué cometió la
falta. Luego introducirá la siguiente división, en la que cada una de sus partes
tendrá muchos argumentos apropiados. Primero, que en ninguna ley se debe
admitir una interpretación contraria al texto. Segundo, que aunque eso sea
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ciudadanos. Preguntaremos entonces a los propios jueces por qué se ocupan
de asuntos que afectan a otras personas, por qué el deber con el estado les
impide dedicarse por completo a sus propios intereses privados, por qué
prestan un determinado juramento, por qué se reúnen y se separan en
momentos fijos y por qué nadie alega motivo alguno salvo los dispuestos en
la ley para no tener que servir al estado con tanta frecuencia. O ¿es que
consideran justo que la ley les imponga unas ataduras tan molestas mientras
permiten a nuestros adversarios violar las leyes?
Preguntaremos también a los jueces si permitirían que el propio acusado
incluyera en la ley una excepción a fin de justificar que la ha violado[117].
[Añadiremos] que lo que el acusado está haciendo es aun más indigno y
vergonzoso que si él mismo incluyera esa excepción. Más aún, si los propios
jueces aceptaran incluir esa excepción ¿lo permitiría el pueblo? Pues sería
algo verdaderamente reprochable que con su sentencia y con su decisión
quisieran cambiar algo que no pueden modificar en su expresión literal.
Además, sería indigno derogar la ley, parcial o totalmente, o modificar
alguna de sus disposiciones sin que el pueblo tenga posibilidad de examinar
el caso y mostrar su aprobación o rechazo; que esta decisión causaría gran
descrédito a los propios jueces y éste no es el lugar ni el momento de corregir
la ley sino que eso debe hacerse ante el pueblo y por el propio pueblo[118]. Si
los jueces lo hicieran, querríamos saber quién hace la propuesta y quiénes
están dispuestos a votarla, pues vemos implicadas motivaciones partidistas y
queremos oponernos a ellas. Y puesto que la propuesta de los adversarios
sería, además de completamente inútil, sumamente vergonzosa, aconsejamos
a los jueces que de momento respeten la ley tal como es y, si están en
desacuerdo con ella, que más adelante sea convenientemente modificada por
el pueblo. Añadiremos que si no tuviéramos esta ley escrita, haríamos todo lo
posible por encontrar alguna otra y que tampoco creeríamos a nuestro
adversario, incluso si no estuviera procesado. Pero puesto que la ley existe,
sería una locura aceptar las palabras de quien ha infringido la ley antes que
las de la propia ley. Con estos y con similares razonamientos se demuestra
que no es posible admitir excepciones que no estén contempladas en la ley.
El segundo punto consiste en mostrar que no hay necesidad de admitir
excepciones en la presente ley, incluso aunque otras leyes las exijan. Para ello
mostraremos que la ley afecta a materias mucho más importantes, útiles,
dignas y sagradas; que sería inútil, vergonzoso o sacrílego no seguir la ley
escrupulosamente en una cuestión de esta naturaleza; o bien se probará que la
ley está redactada con tal cuidado que ha previsto todas las excepciones
necesarias para cada caso de una forma tan adecuada que no es concebible
que se haya omitido algo en un documento tan preciso.
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algo verdaderamente reprochable que con su sentencia y con su decisión
quisieran cambiar algo que no pueden modificar en su expresión literal.
Además, sería indigno derogar la ley, parcial o totalmente, o modificar
alguna de sus disposiciones sin que el pueblo tenga posibilidad de examinar
el caso y mostrar su aprobación o rechazo; que esta decisión causaría gran
descrédito a los propios jueces y éste no es el lugar ni el momento de corregir
la ley sino que eso debe hacerse ante el pueblo y por el propio pueblo[118]. Si
los jueces lo hicieran, querríamos saber quién hace la propuesta y quiénes
están dispuestos a votarla, pues vemos implicadas motivaciones partidistas y
queremos oponernos a ellas. Y puesto que la propuesta de los adversarios
sería, además de completamente inútil, sumamente vergonzosa, aconsejamos
a los jueces que de momento respeten la ley tal como es y, si están en
desacuerdo con ella, que más adelante sea convenientemente modificada por
el pueblo. Añadiremos que si no tuviéramos esta ley escrita, haríamos todo lo
posible por encontrar alguna otra y que tampoco creeríamos a nuestro
adversario, incluso si no estuviera procesado. Pero puesto que la ley existe,
sería una locura aceptar las palabras de quien ha infringido la ley antes que
las de la propia ley. Con estos y con similares razonamientos se demuestra
que no es posible admitir excepciones que no estén contempladas en la ley.
El segundo punto consiste en mostrar que no hay necesidad de admitir
excepciones en la presente ley, incluso aunque otras leyes las exijan. Para ello
mostraremos que la ley afecta a materias mucho más importantes, útiles,
dignas y sagradas; que sería inútil, vergonzoso o sacrílego no seguir la ley
escrupulosamente en una cuestión de esta naturaleza; o bien se probará que la
ley está redactada con tal cuidado que ha previsto todas las excepciones
necesarias para cada caso de una forma tan adecuada que no es concebible
que se haya omitido algo en un documento tan preciso.
El tercer punto, fundamental para quien defiende la interpretación literal,
consiste en mostrar que aun en el caso de que hubiera que admitir alguna
justificación contraria a la ley, la que plantean los adversarios es
completamente inaceptable. Este argumento es esencial para el defensor
porque el que se pronuncia contra el texto de la ley debe aducir siempre
razones de equidad[119]. En efecto, sería una desvergüenza que quien pretende
impugnar lo escrito en la ley no intente lograrlo basándose en la equidad. Por
consiguiente, si el acusador logra debilitar este argumento, su acusación
parecerá más justa y mejor fundada. Todas las reglas anteriores pretendían
lograr el convencimiento de los jueces incluso en contra de sus deseos, pero
esta parte debe lograr que se pronuncien en contra de nuestros adversarios
incluso si ello no es necesario. Conseguiremos eso recurriendo a los mismos
lugares con los que se demuestra la inocencia de quien se defiende mediante
la comparación, el rechazo de la acusación, la transferencia de la
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consideraba evidente. En efecto, no pensó que vosotros ibais a ser simples
lectores de sus textos sino intérpretes de sus intenciones.
Después preguntará a sus adversarios: «¿Qué pasaría si yo hubiera hecho
esto o hubiera sucedido esto otro; por ejemplo, una acción cuyos motivos son
completamente honrosos o tienen un carácter ineludible? ¿También me
acusaríais? Y sin embargo las leyes no admiten esta excepción». No todo, por
tanto, está previsto en los textos; en ciertos hechos evidentes hay excepciones
implícitas. Además, se puede alegar que no sería posible hacer nada
correctamente ni con las leyes ni con textos de cualquier clase, ni siquiera en
las conversaciones diarias, si todos quisieran atenerse a la literalidad de la ley
sin aproximarse a las intenciones del legislador.
Luego, mediante referencias a la utilidad y a la dignidad, hay que mostrar
qué inútil o vergonzoso es lo que nuestros adversarios dicen que se hubiera
debido o se debería hacer, y que útil y digno lo que nosotros hicimos o
reclamamos. Después deberemos afirmar que nosotros valoramos la ley no
por sus palabras, que son signos débiles y oscuros de lo que quería decir su
autor, sino por la utilidad de lo que se recoge en él y la sabiduría y prudencia
de quienes lo redactaron. Luego tenemos que explicar cuál es el carácter de la
ley, para que se vea que su esencia consiste en su espíritu, no en sus palabras,
y que el juez que la cumple es aquel que sigue su espíritu, no la letra. Dirá
además que resulta indigno imponer el mismo castigo a quien infringió la ley
con audacia criminal y a quien por motivos honestos o inevitables siguió el
sentido y no la letra de la ley. Con estas y similares razones el orador probará
que hay ocasiones en que se debe admitir la interpretación, que hay que
admitirla en esta causa, y que es precisamente la que él aduce.
Y de la misma manera que decíamos que sería muy útil a quien defiende
la letra de la ley debilitar de algún modo la equidad que sostiene la
reclamación del contrario, también ayudará mucho a quien la ataca utilizar en
beneficio de su causa algún punto de la propia ley o demostrar que en ella
existe alguna ambigüedad. Luego, se servirá de esta ambigüedad para
defender la parte de la ley que le sirve de ayuda, o bien introducirá la
definición de una palabra e interpretará el significado de esa palabra que
parece perjudicial para él en beneficio de su causa, o, mediante la analogía,
de la que hablaremos más adelante, obtendrá a partir del texto algo que no
figura expresamente en él.
Siempre que su causa esté sólidamente basada en la equidad, si encuentra
en el propio texto algún medio de defensa, por débil que sea, éste le será
necesariamente muy útil, pues al retirar los fundamentos en los cuales se basa
la causa de nuestros adversarios reducirá y debilitará toda su fuerza y
efectividad.
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reclamamos. Después deberemos afirmar que nosotros valoramos la ley no
por sus palabras, que son signos débiles y oscuros de lo que quería decir su
autor, sino por la utilidad de lo que se recoge en él y la sabiduría y prudencia
de quienes lo redactaron. Luego tenemos que explicar cuál es el carácter de la
ley, para que se vea que su esencia consiste en su espíritu, no en sus palabras,
y que el juez que la cumple es aquel que sigue su espíritu, no la letra. Dirá
además que resulta indigno imponer el mismo castigo a quien infringió la ley
con audacia criminal y a quien por motivos honestos o inevitables siguió el
sentido y no la letra de la ley. Con estas y similares razones el orador probará
que hay ocasiones en que se debe admitir la interpretación, que hay que
admitirla en esta causa, y que es precisamente la que él aduce.
Y de la misma manera que decíamos que sería muy útil a quien defiende
la letra de la ley debilitar de algún modo la equidad que sostiene la
reclamación del contrario, también ayudará mucho a quien la ataca utilizar en
beneficio de su causa algún punto de la propia ley o demostrar que en ella
existe alguna ambigüedad. Luego, se servirá de esta ambigüedad para
defender la parte de la ley que le sirve de ayuda, o bien introducirá la
definición de una palabra e interpretará el significado de esa palabra que
parece perjudicial para él en beneficio de su causa, o, mediante la analogía,
de la que hablaremos más adelante, obtendrá a partir del texto algo que no
figura expresamente en él.
Siempre que su causa esté sólidamente basada en la equidad, si encuentra
en el propio texto algún medio de defensa, por débil que sea, éste le será
necesariamente muy útil, pues al retirar los fundamentos en los cuales se basa
la causa de nuestros adversarios reducirá y debilitará toda su fuerza y
efectividad.
Los lugares comunes tomados del estado de causa asuntivo serán
aplicables a ambas partes. Además, el que defiende la letra dirá que las leyes
deben ser respetadas por sí mismas y no según los intereses del que las ha
infringido, y que nada debe ser tenido por encima de éstas. En contra del
texto se dirá que las leyes se basan en la intención del legislador y en el bien
común[120], no en las palabras; que sería indigno ver cómo las palabras se
imponen a la equidad, que es el objetivo que el legislador quiso proteger.
La controversia surge por la existencia de leyes en conflicto[121] cuando
dos o más leyes parecen discrepar entre sí, como en el siguiente ejemplo[122].
Primera ley: «EL QUE MATE A UN TIRANO RECIBIRÁ LA MISMA RECOMPENSA QUE
LOS VENCEDORES DE LOS JUEGOS OLÍMPICOS; DEMANDARÁ AL MAGISTRADO LO QUE
QUIERA Y EL MAGISTRADO SE LO CONCEDERÁ».
Segunda ley: «CUANDO
SEA
ASESINADO UN TIRANO, EL MAGISTRADO EJECUTARÁ A LOS CINCO PARIENTES DE
SANGRE MÁS PRÓXIMOS A ÉSTE».
Alejandro, que se había impuesto como tirano
en Feres de Tesalia, fue asesinado una noche por su mujer, llamada Tebe,
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aplicación inmediata y en el otro admite algún retraso o aplazamiento, pues la
ley que debe cumplirse de manera inmediata tiene prioridad sobre la otra.
Después nos esforzaremos en que se vea que la ley que invocamos se apoya
en su propio texto, mientras que la de nuestros adversarios se basa en una
ambigüedad, un razonamiento analógico o una definición, pues es evidente
que tiene más autoridad y fuerza lo que está escrito de una manera más clara.
Además conviene añadir a la letra de la ley que invocamos una interpretación
personal y, de la misma manera, aplicar a la del adversario otra interpretación
diferente para que, si es posible, no se vea contradicción alguna entre ambas
leyes. Por último, siempre que las circunstancias del caso lo permitan,
debemos intentar hacer ver que según nuestro razonamiento es posible
respetar ambas leyes, mientras que si se adopta el de nuestros adversarios
necesariamente una de ellas no podrá ser tenida en cuenta.
En lo referente a los lugares comunes convendrá examinar los que la
propia causa ofrezca y tomar algunos de los recursos más amplios relativos a
la utilidad y el honor para demostrar mediante amplificaciones a cuál de las
dos leyes conviene atenerse.
La analogía[125] es el origen de la controversia cuando, partiendo de una
disposición escrita en alguna ley, se llega a una conclusión que no está
prevista en ella. Por ejemplo: primera ley: «SI ALGUIEN DIERA SÍNTOMAS DE
ESTAR TRASTORNADO, SU PERSONA Y SUS BIENES QUEDARÁN EN PODER DE LOS
PARIENTES AGNADOS Y GENTILES»; segunda ley: «TIENEN FUERZA LEGAL LAS
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DISPOSICIONES TESTAMENTARIAS DEL CABEZA DE FAMILIA RELATIVAS A SUS
ESCLAVOS O SU HACIENDA»;
tercera ley: «SI
UN CABEZA DE FAMILIA MUERE SIN
HABER TESTADO, SUS ESCLAVOS Y SU HACIENDA PASARAN A SUS AGNADOS Y
GENTILES[126]». Un hombre fue juzgado por parricidio y, como no pudo evitar
la condena, inmediatamente le pusieron en los pies un cepo de madera, le
cubrieron la cabeza con una bolsa cuidadosamente atada y lo llevaron a la
cárcel, donde debía esperar hasta que estuviera preparado un saco en el que
debía ser metido para ser arrojado después al río. Mientras tanto, algunos de
sus amigos traen a la cárcel tablillas y llevan testigos. Inscriben como
herederos a los que él les ordena y las tablillas son selladas. Posteriormente el
reo es ejecutado. Surge un pleito a propósito de la herencia entre los agnados
y los herederos testamentarios[127]. En este caso no se puede invocar ninguna
ley que prive del derecho a testar a los que van a ser ajusticiados. Pero a
partir de otras leyes, como esa misma que impuso la pena al parricida y las
que se refieren a la capacidad de testar, debemos llegar por medio de un
razonamiento analógico a investigar si tenía o no capacidad de hacer
testamento.
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la utilidad y el honor para demostrar mediante amplificaciones a cuál de las
dos leyes conviene atenerse.
La analogía[125] es el origen de la controversia cuando, partiendo de una
disposición escrita en alguna ley, se llega a una conclusión que no está
prevista en ella. Por ejemplo: primera ley: «SI ALGUIEN DIERA SÍNTOMAS DE
ESTAR TRASTORNADO, SU PERSONA Y SUS BIENES QUEDARÁN EN PODER DE LOS
PARIENTES AGNADOS Y GENTILES»; segunda ley: «TIENEN FUERZA LEGAL LAS
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DISPOSICIONES TESTAMENTARIAS DEL CABEZA DE FAMILIA RELATIVAS A SUS
ESCLAVOS O SU HACIENDA»;
tercera ley: «SI
UN CABEZA DE FAMILIA MUERE SIN
HABER TESTADO, SUS ESCLAVOS Y SU HACIENDA PASARAN A SUS AGNADOS Y
GENTILES[126]». Un hombre fue juzgado por parricidio y, como no pudo evitar
la condena, inmediatamente le pusieron en los pies un cepo de madera, le
cubrieron la cabeza con una bolsa cuidadosamente atada y lo llevaron a la
cárcel, donde debía esperar hasta que estuviera preparado un saco en el que
debía ser metido para ser arrojado después al río. Mientras tanto, algunos de
sus amigos traen a la cárcel tablillas y llevan testigos. Inscriben como
herederos a los que él les ordena y las tablillas son selladas. Posteriormente el
reo es ejecutado. Surge un pleito a propósito de la herencia entre los agnados
y los herederos testamentarios[127]. En este caso no se puede invocar ninguna
ley que prive del derecho a testar a los que van a ser ajusticiados. Pero a
partir de otras leyes, como esa misma que impuso la pena al parricida y las
que se refieren a la capacidad de testar, debemos llegar por medio de un
razonamiento analógico a investigar si tenía o no capacidad de hacer
testamento.
En lo relativo a los lugares comunes, creo que los siguientes y otros
similares son apropiados para este tipo de argumentaciones. En primer lugar,
alabanza y confirmación del texto que invocamos; después, comparación
entre el caso en cuestión y algún otro caso ya discutido, de manera que resalte
la similitud entre uno y otro; luego, al comparar las dos propuestas, se
preguntará asombrado cómo es posible que, admitiendo que una de ellas es
justa, se rechace la otra que es más justa o al menos igual de justa.
Añadiremos que si nada hay legislado sobre este caso es porque el legislador
pensó que no habría ninguna duda sobre él al haber tratado ya el otro.
Diremos luego que en muchas leyes existen no pocas omisiones y que nadie
las considera como tales porque pueden comprenderse las intenciones del
legislador a partir de otras disposiciones redactadas por escrito. Finalmente,
deberá señalar la equidad de su interpretación, como en el caso de la causa
judicial absoluta.
La persona que se opone a la aplicación analógica de la ley deberá atacar
esa similitud. Para ello, demostrará que los dos casos comparados difieren en
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piloto, se refugió en una barca y desde ella, con el cable que sujeto a popa
arrastraba la barca, hizo cuanto pudo por dirigir el barco. El dueño de la
carga, que había permanecido a bordo, se arrojó allí mismo sobre su espada.
El náufrago entonces se puso al timón e hizo cuanto pudo por salvar el barco.
Calmadas las aguas y habiendo cambiado el tiempo, el barco llega a puerto.
El que había intentado morir tan sólo tenía una herida leve de la que se curó
fácilmente. Los tres reclaman para sí la propiedad del barco y su carga. Todos
se basan en el texto de la ley para entablar la causa, y la controversia surge
sobre el significado de las palabras; en efecto, hay que definir qué se entiende
por «abandonar el barco», «permanecer a bordo» e, incluso, cuál es el
significado exacto de la palabra «barco». Para tratar esta controversia se
usarán los lugares comunes del estado de causa definitivo[130].
Una vez que he explicado los argumentos apropiados a las causas del
género judicial, expondré a continuación los recursos y preceptos de la
argumentación en los géneros deliberativo y demostrativo, no porque toda
causa no incluya siempre algún estado sino porque hay ciertos lugares que
son específicos de estos dos géneros y que, sin apartarse de su estado de
causa, son particularmente apropiados para los fines que se proponen[131].
Se está de acuerdo en que el fin del género judicial es la equidad[132], que
es uno de los elementos del honor. En cuanto al género deliberativo,
Aristóteles propone que su fin es la utilidad pero yo me inclino tanto por el
honor como por la utilidad[133] y, en el género demostrativo, por el honor[134].
Por ello, en cada tipo de discurso algunas argumentaciones serán tratadas
mediante reglas comunes y parecidas, otras estarán ligadas específicamente a
los objetivos que tiene cada discurso. No dudaría en presentar ejemplos para
cada estado de causa si no supiera que, al igual que la discusión puede aclarar
problemas oscuros, también puede hacer que cuestiones evidentes se hagan
más oscuras.
Y ahora pasemos a los preceptos del género deliberativo[135].
Hay tres clases de cosas que debemos buscar y otras tantas que, por
razones opuestas, debemos evitar. Hay, en efecto, unas cosas que nos atraen
por su propio valor; no nos seducen con la esperanza de algún beneficio sino
que nos ganan con su propio prestigio. A esta clase pertenecen la virtud, el
conocimiento y la verdad. Hay otras que se deben desear no por su valor
intrínseco sino por el interés o la utilidad, como es el caso del dinero.
Además, hay otras cosas que comparten ambas características, pues nos
atraen por su naturaleza y dignidad y además presentan alguna utilidad que
nos induce a desearlas, como la amistad o la buena reputación. En cuanto a
las cosas que se oponen a cada una de éstas son fáciles de reconocer sin
necesidad de mencionarlas.
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son específicos de estos dos géneros y que, sin apartarse de su estado de
causa, son particularmente apropiados para los fines que se proponen[131].
Se está de acuerdo en que el fin del género judicial es la equidad[132], que
es uno de los elementos del honor. En cuanto al género deliberativo,
Aristóteles propone que su fin es la utilidad pero yo me inclino tanto por el
honor como por la utilidad[133] y, en el género demostrativo, por el honor[134].
Por ello, en cada tipo de discurso algunas argumentaciones serán tratadas
mediante reglas comunes y parecidas, otras estarán ligadas específicamente a
los objetivos que tiene cada discurso. No dudaría en presentar ejemplos para
cada estado de causa si no supiera que, al igual que la discusión puede aclarar
problemas oscuros, también puede hacer que cuestiones evidentes se hagan
más oscuras.
Y ahora pasemos a los preceptos del género deliberativo[135].
Hay tres clases de cosas que debemos buscar y otras tantas que, por
razones opuestas, debemos evitar. Hay, en efecto, unas cosas que nos atraen
por su propio valor; no nos seducen con la esperanza de algún beneficio sino
que nos ganan con su propio prestigio. A esta clase pertenecen la virtud, el
conocimiento y la verdad. Hay otras que se deben desear no por su valor
intrínseco sino por el interés o la utilidad, como es el caso del dinero.
Además, hay otras cosas que comparten ambas características, pues nos
atraen por su naturaleza y dignidad y además presentan alguna utilidad que
nos induce a desearlas, como la amistad o la buena reputación. En cuanto a
las cosas que se oponen a cada una de éstas son fáciles de reconocer sin
necesidad de mencionarlas.
Pero para exponer estos principios de manera más concisa mencionaré
brevemente sus nombres. Las cosas que pertenecen al primer grupo son
llamadas dignas; las del segundo, útiles. En cuanto a la tercera clase, cuya
naturaleza es mixta por participar de ambas, al poseer algunas de las
características de la dignidad y ser el valor mayor de ésta, les daremos el
nombre más noble y las calificaremos de dignas. Concluiremos de ahí que lo
digno y lo útil son las características de las cosas que debemos buscar, y lo
deshonesto y lo inútil las que debemos evitar. A estas dos categorías hay que
añadir otras dos sumamente importantes: la necesidad y la coyuntura. La
primera está asociada a la fuerza, la segunda a las personas y a las cosas.
Después hablaremos de ambas con más detalle y extensión[136]. Ahora
comenzaré por exponer en qué consiste lo digno.
Llamaremos digno[137] a aquello que es deseado por sí mismo, en su
totalidad o parcialmente. Puesto que incluye dos clases, la una simple, la otra
mixta, examinaremos primero la simple. En esta categoría todos los atributos
de lo digno están englobados en un solo significado y un solo nombre, la
virtud, que puede ser definida como un comportamiento en armonía con la
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corresponder con ellos. La venganza consiste en rechazar mediante la defensa
o la represalia cualquier acto de violencia e injusticia o, en una palabra, todo
aquello que nos pueda dañar. Con el respeto mostramos deferencia y
honramos a las personas que por su dignidad son superiores. La sinceridad
consiste en narrar de manera fidedigna los acontecimientos presentes,
pasados o futuros.
El derecho consuetudinario[144] es aquel que tiene en parte su origen en la
naturaleza y ha sido desarrollado y reforzado por el uso —la religión, por
ejemplo—, bien cualquiera de las cosas citadas antes que, como hemos visto,
tienen su origen en la naturaleza y han sido consagradas por la costumbre;
también aquello que el tiempo, con la aprobación general, ha convertido en
costumbre, como los pactos, la equidad y los precedentes jurídicos. Un pacto
es un acuerdo entre personas; la equidad es aquello que es igual para
todos[145]; los precedentes jurídicos son aquello sobre lo que ya han emitido
sentencia una o varias personas.
El derecho legal es aquel que está contenido en un texto escrito, expuesto
al pueblo para que lo respete.
El valor[146] es la cualidad que permite de manera reflexiva afrontar el
peligro y soportar el esfuerzo. Incluye la nobleza de espíritu, la confianza en
sí mismo, la paciencia y la perseverancia. La nobleza de espíritu consiste en
concebir y ejecutar grandes y sublimes proyectos con una grandeza y
distinción real. La confianza en sí mismo es la cualidad por la cual, en
circunstancias importantes y honorables, el espíritu tiene la firme esperanza
de lograr el éxito. La paciencia consiste en soportar voluntariamente y
durante largo tiempo tareas difíciles o arduas por una finalidad noble y útil.
La perseverancia consiste en mantenerse de manera firme y continua en una
decisión adoptada tras cuidadosa reflexión.
La moderación[147] es el control firme y moderado de la razón sobre la
pasión y los otros nocivos impulsos de la mente. Incluye la continencia, la
clemencia y la modestia. La continencia es el control de los deseos bajo la
guía de la razón. La clemencia calma con la bondad las mentes arrebatadas
por el odio contra alguna persona de rango inferior. La modestia es el
sentimiento por el cual el pudor nos asegura honestamente un respeto durable
y apreciado.
Todas estas virtudes deben ser buscadas por sí mismas, incluso sin la
esperanza de obtener algún beneficio de ellas. Demostrar este extremo es algo
que no entra en mis planes[148] ni conviene a la brevedad de un manual. Es
igualmente por sí mismos por lo que deben ser evitados no sólo los defectos
contrarios a estas virtudes —como la cobardía que se opone a la valentía o la
injusticia que es lo contrario de la justicia—, sino también aquellos que
parecen afínes y cercanos a estas virtudes pero de las que están en realidad
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El valor[146] es la cualidad que permite de manera reflexiva afrontar el
peligro y soportar el esfuerzo. Incluye la nobleza de espíritu, la confianza en
sí mismo, la paciencia y la perseverancia. La nobleza de espíritu consiste en
concebir y ejecutar grandes y sublimes proyectos con una grandeza y
distinción real. La confianza en sí mismo es la cualidad por la cual, en
circunstancias importantes y honorables, el espíritu tiene la firme esperanza
de lograr el éxito. La paciencia consiste en soportar voluntariamente y
durante largo tiempo tareas difíciles o arduas por una finalidad noble y útil.
La perseverancia consiste en mantenerse de manera firme y continua en una
decisión adoptada tras cuidadosa reflexión.
La moderación[147] es el control firme y moderado de la razón sobre la
pasión y los otros nocivos impulsos de la mente. Incluye la continencia, la
clemencia y la modestia. La continencia es el control de los deseos bajo la
guía de la razón. La clemencia calma con la bondad las mentes arrebatadas
por el odio contra alguna persona de rango inferior. La modestia es el
sentimiento por el cual el pudor nos asegura honestamente un respeto durable
y apreciado.
Todas estas virtudes deben ser buscadas por sí mismas, incluso sin la
esperanza de obtener algún beneficio de ellas. Demostrar este extremo es algo
que no entra en mis planes[148] ni conviene a la brevedad de un manual. Es
igualmente por sí mismos por lo que deben ser evitados no sólo los defectos
contrarios a estas virtudes —como la cobardía que se opone a la valentía o la
injusticia que es lo contrario de la justicia—, sino también aquellos que
parecen afínes y cercanos a estas virtudes pero de las que están en realidad
completamente apartados[149]. Por ejemplo, a la confianza en sí mismo se
opone la inseguridad, que es, precisamente por ello, un defecto. Próxima y
cercana, aunque no contraria a ella, está la audacia, que es sin embargo un
defecto. Así, junto a cada virtud encontraremos un defecto, unas veces
definido con una denominación precisa, como la audacia, que está próxima a
la confianza en sí mismo, o la obstinación, próxima a la perseverancia, o la
superstición, que está cercana al sentimiento religioso, otras veces sin
denominación precisa. Todos estos defectos, por ser opuestos a la virtud,
serán incluidos entre las cosas que debemos evitar.
Ya hemos tratado suficientemente el tipo de cosas dignas que deben ser
buscadas exclusivamente por sí mismas. Creo que es ahora el momento de
hablar de aquel otro en que interviene también el interés y que, aun así,
calificamos de digno. En efecto, hay muchas cosas que nos atraen tanto por
su valor propio como por las ventajas que de ellas se derivan. Pertenecen a
este tipo la gloria, el rango, la influencia y la amistad[150]. La gloria es la
reputación elogiosa y amplia de alguien. El rango es la autoridad de una
persona, basada en el honor, el homenaje y el respeto. La influencia es la
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una manera más notable pero menos necesaria, como el embellecimiento y
engrandecimiento de la ciudad, una extraordinaria riqueza o un gran número
de amigos y aliados. Con ello no sólo se consigue la supervivencia y
seguridad de los estados sino que éstos sean grandes y poderosos. Por tanto,
en la utilidad parecen existir dos aspectos, la seguridad y la potencia. La
seguridad consiste en garantizar la vida de una manera segura y eficaz. La
potencia es el conjunto de medios suficientes para preservar los recursos
propios y debilitar los ajenos.
Aparte de todo esto que hemos mencionado debemos distinguir entre lo
que es posible hacer y lo que es fácil hacer. Llamaremos fácil a aquello que
podemos realizar en el menor espacio de tiempo con escaso o ningún
esfuerzo, gasto y fatiga; posible a aquello que a pesar de exigir esfuerzo,
gasto, fatiga, tiempo e implicar además todos los numerosos inconvenientes
propios de la dificultad, puede hacerse con éxito[154].
Puesto que he hablado de lo digno y de lo útil, me falta no hablar ahora de
dos cualidades que, como dije, constituyen sus atributos: la necesidad y la
coyuntura.
Considero la necesidad[155] como algo a lo que ningún poder puede
impedir que realice su objetivo y a lo que nada podría cambiar ni limitar.
[Para explicar con más claridad esto, podemos usar un ejemplo que haga ver
la naturaleza y extensión de su influencia. Es una necesidad que todo lo que
es de madera puede arder. Es una necesidad que todo organismo con vida
muera, antes o después, y ello es necesario en la forma en que lo exige esa
fuerza de la necesidad que describimos.] Cuando en el discurso nos
encontramos con consideraciones de esta naturaleza, las llamaremos
correctamente necesidades. Pero si se presentan otras cosas que son difíciles,
las estudiaremos según lo dicho anteriormente sobre la posibilidad.
Por otra parte, creo que ciertas necesidades son condicionadas y otras son
incondicionadas y absolutas, de hecho no decimos en el mismo sentido: «Es
necesario que los habitantes de Casilino se rindan a Aníbal» y «Es necesario
que Casilino caiga en poder de Aníbal[156]». En el primer caso la condición es
ésta: «A menos que prefieran morir de hambre», pues si prefieren morir de
hambre, la necesidad desaparece. No ocurre lo mismo en el segundo caso,
pues prefieran los habitantes rendirse o soportar el hambre y por tanto morir,
Casilino necesariamente caerá en poder de Aníbal. ¿Qué resultado puede
obtenerse de esta distinción? Yo diría que uno muy importante cuando se
presenta el segundo caso de necesidad. En efecto, cuando la necesidad no es
condicionada no habrá motivos para deliberar mucho, pues nada puede
cambiarla. Pero si se trata de la necesidad condicionada al deseo de evitar o
de obtener algo, deberemos considerar lo que esta condición implica de útil o
digno. En efecto, si nos dedicamos a buscar lo que beneficia al interés del
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Considero la necesidad[155] como algo a lo que ningún poder puede
impedir que realice su objetivo y a lo que nada podría cambiar ni limitar.
[Para explicar con más claridad esto, podemos usar un ejemplo que haga ver
la naturaleza y extensión de su influencia. Es una necesidad que todo lo que
es de madera puede arder. Es una necesidad que todo organismo con vida
muera, antes o después, y ello es necesario en la forma en que lo exige esa
fuerza de la necesidad que describimos.] Cuando en el discurso nos
encontramos con consideraciones de esta naturaleza, las llamaremos
correctamente necesidades. Pero si se presentan otras cosas que son difíciles,
las estudiaremos según lo dicho anteriormente sobre la posibilidad.
Por otra parte, creo que ciertas necesidades son condicionadas y otras son
incondicionadas y absolutas, de hecho no decimos en el mismo sentido: «Es
necesario que los habitantes de Casilino se rindan a Aníbal» y «Es necesario
que Casilino caiga en poder de Aníbal[156]». En el primer caso la condición es
ésta: «A menos que prefieran morir de hambre», pues si prefieren morir de
hambre, la necesidad desaparece. No ocurre lo mismo en el segundo caso,
pues prefieran los habitantes rendirse o soportar el hambre y por tanto morir,
Casilino necesariamente caerá en poder de Aníbal. ¿Qué resultado puede
obtenerse de esta distinción? Yo diría que uno muy importante cuando se
presenta el segundo caso de necesidad. En efecto, cuando la necesidad no es
condicionada no habrá motivos para deliberar mucho, pues nada puede
cambiarla. Pero si se trata de la necesidad condicionada al deseo de evitar o
de obtener algo, deberemos considerar lo que esta condición implica de útil o
digno. En efecto, si nos dedicamos a buscar lo que beneficia al interés del
estado, no encontraremos nada que no sea necesario si no es por algún
motivo que llamamos condición. Pero existen también casos en los que no se
dan condiciones semejantes; que los hombres deben morir es una necesidad
sin condición; que se alimenten no es necesario si no es con esta condición:
«a menos que no quieran morir de hambre». Para concluir, como digo, hay
que considerar siempre la naturaleza de la condición, sea cual sea, pues en
todos los casos convendrá definir la necesidad bien en relación con lo digno
de la manera siguiente: «es necesario actuar así si queremos vivir
dignamente», bien en relación con la seguridad, así: «es necesario actuar así
si queremos vivir con seguridad», bien en relación a la conveniencia, así: «es
necesario actuar así si queremos vivir sin perjuicios».
La necesidad más importante me parece que es la relativa a la dignidad; le
sigue inmediatamente la relativa a la seguridad; la tercera, menos importante,
es la conveniencia, que no podrá nunca enfrentarse a las anteriores. Las otras
dos, por el contrario, deben ser frecuentemente comparadas para decidir cuál
de ellas debemos preferir, aunque lo digno sea más importante que lo seguro.
A este respecto me parece que es posible dar una regla fija y de valor general.
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las personas y prestar atención no sólo al acto sino a la intención, a los
actores, a la ocasión y a la duración. Me ha parecido que éstos son los
elementos que deben ofrecernos los medios apropiados para expresar una
opinión.
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elogio es honroso y la censura eficaz.
Ahora, una vez expuesta la teoría de la argumentación apropiada para
cualquier género de causa, creo que ya he hablado bastante sobre la invención
retórica, la primera y la más importante de las partes de este arte. Así pues, ya
que para tratar por completo una sola parte he necesitado este libro y el
anterior, y como verdaderamente este libro no es breve, hablaré de las partes
que nos faltan en los libros siguientes.
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MARCO TULIO CICERON (Arpino, República de Roma, (actual Italia), 106 a. C. Formia (Ídem), 43 a. C.). Escritor, político y orador romano. Aunque su carrera
política fue notable, Cicerón es especialmente conocido como el orador más
elocuente de Roma y como hombre de letras.
Nació en Arpinum (actualmente Arpino, Italia) y en su juventud estudió derecho,
oratoria, literatura y filosofía en Roma. Tras una breve carrera militar y tres años de
experiencia como abogado, viajó a Grecia y Asia, donde continuó sus estudios.
Regresó a Roma en el 77 a. C. y comenzó su carrera política. En el 74 a. C. fue
elegido miembro del Senado. Aunque la familia de Cicerón no pertenecía a la
aristocracia romana, los patricios más ricos y poderosos de Roma le apoyaron en su
candidatura al consulado en el 64 a. C. por el gran desagrado que les producía el otro
candidato —aristocrático pero menos respetable—, Lucio Sergio Catilina. Fue
elegido Cicerón, y Catilina volvió a intentarlo al año siguiente con los mismos
resultados. Entonces, airado, organizó una conspiración para derribar al gobierno. Sin
embargo, Cicerón logró controlar la situación, detuvo y ejecutó a varios de los
partidarios de Catilina y a éste lo expulsó del Senado con una ardiente soflama
conocida como Catilinarias. Julio César y otros senadores romanos sostuvieron que
Cicerón había obrado con excesiva dureza, sin proporcionar las debidas garantías
legales a los conspiradores. Como resultado de esto, en el 58 a. C. Cicerón se vio
obligado a exiliarse.
Tras un año en Macedonia fue perdonado por el general romano Pompeyo el Grande.
Cicerón se dedicó entonces a la literatura hasta el 51 a. C., cuando aceptó el encargo
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de gobernar la provincia romana de Cilicia como procónsul. Regresó a Roma en el 50
a. C. y se unió a la facción de Pompeyo, que se había convertido en el mayor
enemigo de Julio César. Cuando César derrotó a Pompeyo, en el 48 a. C., Cicerón
comprendió que continuar con la resistencia a César era inútil y aceptó su amistad,
aunque mientras éste fue dictador de Roma, Cicerón vivió apartado de la vida
política, dedicándose a escribir.
Después del asesinato de César, en el 44 a. C., Cicerón retornó a la política.
Esperando ver la restauración de la República, apoyó al hijo adoptivo de César,
Octavio, más tarde el emperador Augusto, en sus luchas contra el cónsul romano
Marco Antonio. Sin embargo, Octavio y Marco Antonio se reconciliaron, y Cicerón
fue ejecutado como enemigo del Estado el 7 de diciembre del 43 a. C. Marco Antonio
ordenó que su cabeza y sus manos se expusieran en los rostra del Foro, tal como
había sido la costumbre en tiempos de Sila y Mario.
Cicerón creó un elaborado estilo prosístico que combina claridad y elocuencia, y que
se ha convertido en uno de los modelos por medio de los que se juzga toda la demás
prosa latina. Su obra contribuyó mucho al enriquecimiento del vocabulario latino, en
parte gracias a los muchos temas sobre los que tratan sus escritos. Sus obras
filosóficas revelan su creencia en Dios y en el libre albedrío, e influyeron mucho en
el poeta italiano Petrarca y en otros escritores del renacimiento. Casi todos estos
trabajos se basan en fuentes griegas y, por lo tanto, aparte de su valor intrínseco,
tienen uno añadido como es el de haber divulgado y preservado la filosofía griega,
que de no haber sido por él, tal vez, se hubiera perdido. A partir del 45 a. C. y tras la
muerte de su hija Tulia, Cicerón se retiró de la política para dedicarse por completo a
sus escritos literarios y filosóficos. Destacan sus tratados De Legibus (Sobre las
leyes), De Officiis (Sobre el deber), y De Natura Deorum (Sobre la naturaleza de los
dioses).
Sus obras retóricas, escritas en forma de diálogo, en especial De Oratore (Sobre la
retórica), tienen gran valor como modelos de una consumada retórica y como una rica
fuente de material histórico. Las más famosas de sus piezas de oratoria son las cuatro
contra Catilina, conocidas por Catiliniarias, y las catorce contra Marco Antonio,
conocidas por Filípicas. Entre las obras menores de Cicerón, los tratados De
Senectute (Sobre la vejez) y De Amicitia (Sobre la amistad) siempre han sido
admirados por su estilo cultivado. Muy importantes son cuatro colecciones de cartas
escritas por Cicerón a sus conocidos y amigos. Éstas constituyen una revelación
espontánea de su autor y una excelente fuente de información sobre la política y las
costumbres de la antigua Roma, y se ocupan de temas que van desde la filosofía y la
literatura a las cuestiones familiares.
ebookelo.com - Página 154
Notas
ebookelo.com - Página 155
[1]
Cf. CIC., De orat. II 1, 2. Los años iniciales de la vida de Cicerón es un periodo
relativamente poco estudiado. Sobre su formación intelectual, cf. los capítulos
dedicados a la juventud de Cicerón en los estudios de K. BÜCHNER, Cicero. Bestand
und Wandel seiner geistigen Welt, Heidelberg, 1964; K. KUMANIECKI, Cicerone e la
crisi della reppublica, Roma, 1972; J. GUILLÉN, Héroe de la libertad. Vida política de
M. Tulio Cicerón, Salamanca, 1981; P. GRIMAL, Cicéron, París, 1986; y M.
FUHRMANN, Cicero and die römische Republik. Eine Biographie, Múnich-Zúrich,
1990. Sobre este periodo son también interesantes los estudios de M. L. CLARKE,
«Cicero at School», Greece and Rome 15 (1968), 18-22; E. RAWSON, «Crassus and
Cicero. The Formation of a Statesman», Proc. Cambrid. Philol Soc., 1970, págs. 7588; y K. KUMANIECKI, «Cicerone e Varrone: storia di una conoscenza», Athenaeum 40
(1962), 221-243. <<
ebookelo.com - Página 156
[2]
Cf. A. D. LEEMAN, Orationis Ratio: The Stylistic Theories of the Roman Orators,
Historians and Philosophers, Amsterdam, 1963 (citamos por la trad. it., Bolonia,
1974), pág. 121, y A. MICHEL, Rhétorique et philosophie chez Cicéron. Essai sur les
fondements philosophiques de l’art de persuader, Paris, 1960, pág. 65. <<
ebookelo.com - Página 157
[3]
Cf. AULO GELIO, I 22, 7, y QUINT., XII 3, 10. <<
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[4]
Sobre este periodo de la historia de Roma, cf. J. M. ROLDÁN, La república romana,
Madrid, 1981, págs. 463-466, y, especialmente, los estudios de E. S. GRUEN
recogidos en Roman Politics and the Criminal Courts: 149-78 BC, Cambridge,
Mass., 1968. <<
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[5]
Cf. J. CAMPOS, «¿Por qué fue Cicerón antiepicúreo?», Helmantica 9 (1958), 415423. <<
ebookelo.com - Página 160
[6]
La estancia de Apolonio en Roma el año 87 es discutida y el pasaje en que la
menciona Cicerón es considerado por algunos como una interpolación; más seguro es
un segundo viaje el 81; cf. KENNEDY, Art of Rhetoric, pág. 105. <<
ebookelo.com - Página 161
[7]
Es dudoso, sin embargo, que su influencia pueda encontrarse en La invención
retórica; la hipótesis exigiría trasladar la fecha de redacción de este tratado a un
momento bastante más tardío de lo tradicionalmente admitido. <<
ebookelo.com - Página 162
[8]
Su participación en la causa de Roscio Amerino atacando a uno de los protegidos
del dictador Sila ha hecho sospechar que el orador era en este momento un popularis
y, al menos hasta sus discursos contra Verres, su oratoria parece inscribirse en la línea
de la elocuencia popular. Cf. A. MICHEL, Rhétorique et philosophie, págs. 50-61. <<
ebookelo.com - Página 163
[9]
Cf. F. MARX, Incerti Auctoris De ratione dicendi ad C. Herennium libri IV,
Leipzig, 1894 (= Hildesheim, 1966), Prolegomena, pág. 78. <<
ebookelo.com - Página 164
[10]
Cf. C. BIONE, I più antichi trattati di arte retorica in lingua latina. Intorno a la
«Rhetorica ad Herennium» e al Trattato ciceroniano «De inuentione», Pisa, 1910 (=
Roma, 1965). <<
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[11]
Cf. Cartas a Ático XVI 6, 4, donde Cicerón habla de un uolumen prooemiorum.
Sin embargo, es difícil suponer que casi cuarenta años antes ya tuviera en mente la
confección de una obra de esas características. Cf. P. GIUFFRIDA, «I due proemi del
De Inventione», Lanx satura T. Terzaghi oblata, Génova, 1.963, págs. 113-216. Por
otra parte, la tesis de que La invención retórica es realmente el ars de un maestro
griego traducida al latín por Cicerón resulta difícil de compaginar con la redacción
actual del texto. Es cierto que parte del material empleado en La invención retórica
puede proceder de sus apuntes escolares. Pero si esos libros a los que se refiere
hubieran sido realmente obra de otra persona, como pretende Marx, su defensa habría
sido mucho más fácil, pues, aun reconociendo su imperfección, en ningún momento
niega que sean suyos. <<
ebookelo.com - Página 166
[12]
Son sin embargo muchos los autores que piensan que Cicerón conocía el manual
dedicado a Herenio; entre otros, y aún recientemente, K. KUMANECKI, Cicerone e la
crisi, pág. 71; también L. LAURAND, De M. Tulli Ciceronis studiis rhetoricis, París,
1907, comparte esta opinión; sobre las relaciones entre ambos tratados retóricos, cf.
nuestra Introducción a la Ret. a Her (B. C. G., núm. 244). <<
ebookelo.com - Página 167
[13]
También es posible que este rechazo del propio autor se deba a la actitud de
distanciamiento que Cicerón intenta mostrar con respecto a su producción anterior en
los años en que redacta el De oratore, en especial todo aquello que pudiera revelar
alguna relación con la ideología política popular, su inicial asianismo y sus
concepciones retóricas cercanas a las de los rhetores Latini. <<
ebookelo.com - Página 168
[14]
Cf. nuestra Introducción a la Retórica a Herenio (B. C. G., núm. 244). <<
ebookelo.com - Página 169
[15]
KENNEDY, Art of Rhetoric, pág. 109, piensa que de haber escrito su obra algo más
tarde probablemente hubiera incluido tanto a Craso como a Antonio, a los que sí
menciona en su primer discurso, el Pro Quinctio del año 81. <<
ebookelo.com - Página 170
[16]
Cf. KENNEDY, Art of Rhetoric, pág. 110. <<
ebookelo.com - Página 171
[17]
Aun así, muchos de los exempla que presenta se refieren de cerca a problemas
políticos de relevancia en la época: la cuestión de la maiestas es mencionada en II 17,
52; en I 49, 92 cita la ley judicial de Cepión; a la causa Curiana se refiere en II 42,
122. Aunque evidentemente las alusiones políticas son más escasas que en la
Retórica a Herenio, es significativo que todas ellas estén en la misma dirección
ideológica filopopular; cf. MICHEL, Rhétorique et philosophie, pág. 73. <<
ebookelo.com - Página 172
[18]
Cf. F. BADER, De Ciceronis rhetoricorum libris, Greifswald, 1869, pág. 30; R.
WEIDNER, Prólogo a su edición de 1878, págs. IV-V; A. D. LEEMAN, Orationis ratio,
págs. 119-122; A. MICHEL, Rhétorique et philosophie, pág. 72; G. ACHARD,
Introduction a su edición de 1994, págs. 6-8. Otros autores se muestran partidarios
incluso de una datación aún más tardía basándose en las relaciones entre ambos
tratados. Así, KAYSER, edición de la Rhetorica ad Herenium, praef. XI, y L.
LAURAND, De M. Tulli studiis rhetoricis, págs. 65-66, que ven en la Retórica a
Herenio una de las fuentes utilizadas por Cicerón para redactar La invención retórica,
le asignan una fecha posterior al manual dedicado a Herenio, en los últimos años de
la década del 80. <<
ebookelo.com - Página 173
[19]
R. PHILIPSON, «Ciceroniana I: De Inventione», Neue Jahrbücher für Philologie
133 (1886), 417-425, la retrasa hasta su regreso de Asia el año 77, basándose en
ciertos paralelos entre los proemios de La invención retórica y las doctrinas
atribuidas a Posidonio, al que Cicerón habría conocido durante su viaje a Grecia; sin
embargo, no sólo es poco seguro su principal argumento de la influencia de Posidonio
sino que es difícil admitir que Cicerón, aun exagerando para justificar las
imperfecciones de su trabajo juvenil, pudiese referirse a sí mismo como puer aut
adulescentulus a los veintiocho años, cuando ya había comenzado verdaderamente su
carrera oratoria. <<
ebookelo.com - Página 174
[20]
Cf. ACHARD, Introduction, págs. 8-10. <<
ebookelo.com - Página 175
[21]
Sobre la cuestión en general cf. W. HAELLINCK, «M. Tullium Ciceronem libros de
inventione inscripsisse rhetoricos», en Commentationes in honorem W. Studemund,
Estrasburgo, 1889, págs. 333-354. <<
ebookelo.com - Página 176
[22] JERÓNIMO,
Adv. Rufin. I 16 (Patrol. Lat., vol. 23, col. 409, MIGNE). <<
ebookelo.com - Página 177
[23]
Cf. A. EUXNER, Blätter bayer. Gymn. 16 (1880), 1. <<
ebookelo.com - Página 178
[24]
Cf. J. TOLKIEHN, «Der Titel der rhetorischen Jugendschrift Ciceros», Berlin,
philol. Wochenschrift 38 (1918), 1195-1200. <<
ebookelo.com - Página 179
[25]
Cf. MARX, Prolegomena, pág. 79. La opinión de Marx fue recogida por W.
KROLL, «M. Tullius Cicero. Rhetorische Schriften», Real Enkykl. klass. Altertumsw.
29 (1939), 1091-1103, y K. BARWICK, «Die Vorrede zum zweiten Buch der
rhetorischen Jugendschrift Ciceros und zum vierten Buch des Auctor ad Herennium»,
Philologus 105 (1961), 307-314. <<
ebookelo.com - Página 180
[26]
Cf. K. BARWICK, Die Vorrede zum zweiten Buch y Das rednerische Bildungsideal
Ciceros, (Abhandlungen der sächs. Akademie der Wissenschaften zu Leipzig, Phil.
hist. Kl. Bd. 54, Hf. 3), Berlin, 1963, págs. 21-25. <<
ebookelo.com - Página 181
[27]
Cf. C. LEVY, Cicero Academicus: recherches sur les Académiques et sur la
philosophie cicéronienne, Roma-París, 1992, págs. 98-104. <<
ebookelo.com - Página 182
[28]
No es éste el único sitio donde Cicerón elogia la elocuencia o la sabiduría; cf.
también De orat. I 8, 30-34; II 8, 33-34; De nat. deor. II 148; y De leg. I 22, 58. <<
ebookelo.com - Página 183
[29]
Cf. A. MICHEL, Rhétorique et philosophie, págs. 85-90. <<
ebookelo.com - Página 184
[30]
Uno de los textos más célebres de Isócrates es el elogio del lógos que se
encuentra en el Discurso a Nicocles (5-9), retomado en la Antidosis (253-257) y que
reproduce ciertas afirmaciones del Elogio de Helena de GORGIAS. Cf. L. LAURAND,
De M. Tulli studiis rhetoricis, pág. 26; H. M. HUBBELL, The influence of Isocrates on
Cicero, Dionysius and Aristides, New Haven, 1913, pág. 29; F. SOLMSEN, «Drei
Rekonstruktionen zur antiken Rhetorik und Poetik», Hermes 67 (1932), 151-154; K.
BARWICK, Das rednerische Bildungsideal Ciceros (Abhandlungen der sächs.
Akademie der Wissenschaften zu Leipzig, Phil. hist. Kl. Bd. 54, Hf. 3), Berlin, 1963,
págs. 21-24; R. W. MÜLLER, «Die Wertung der Bildungsdisziplinen bei Cicero», Klio
433-45 (1965), 84 ss. <<
ebookelo.com - Página 185
[31]
Cf. W. KROLL, «Cicero und die Rhetorik», Neue Jahrbücher klass. Altertum 6
(1903), 681-689. <<
ebookelo.com - Página 186
[32]
Cf. R. PHILIPSON, Ciceroniana I: «De Inventione», págs. 417 ss., y H. K. SCHULTE,
Orator. Untersuchungen über das ciceronianische Bildungsideal, Frankfurt, 1935,
págs. 55 ss. <<
ebookelo.com - Página 187
[33]
Cf. H. VON ARNIM, Leben und Werke des Dio von Prusa, Berlin, 1898, págs. 97
ss.; P. GIUFFRIDA, I due prooemi del «De Inventione», págs. 145 ss.; y C. LÉVY,
Cicero Academicus, págs. 98-104. <<
ebookelo.com - Página 188
[34]
Esta afirmación probaría que al escribir este prólogo estaba ya Cicerón
familiarizado con el escepticismo académico de Filón. Se ha señalado, sin embargo,
el diferente papel de la filosofía (sapientia) en ambos prólogos: mientras que en el
primero sirve para señalar los límites de la retórica, en este segundo sólo es utilizada
como criterio epistemológico; cf. K. BARWICK, Die Vorrede zum zweiten Buch, págs.
307-310. <<
ebookelo.com - Página 189
[35]
Puede recordarse que, para Platón, el pintor, esto es, el artista de la imitación, está
situado en la República en la escala más baja de la jerarquía del saber; cf. PLATÓN,
Rep. 597d-e, y E. KEULS, «Plato on Painting», Amer. Journ. Philol. 95 (1974), 100127. <<
ebookelo.com - Página 190
[36]
Cf. K. BARWICK, Die Vorrede zum zweiten Buch, págs. 308-310. <<
ebookelo.com - Página 191
[37]
La afirmación, por otra parte, resulta bastante convencional, pues se encuentra
también en la Retórica a Herenio (II 31, 50; IV 56, 69). <<
ebookelo.com - Página 192
[38]
Sobre la relación de Cicerón con las doctrinas retóricas de la época, cf. C. BIONE,
I più antichi trattati; L. LAURAND, De M. Tullí studiis rethoricis, passim; y R.
WEIDNER, Ciceros Verhältnis zur griechischromischen Schulrhetorik seiner Zeit,
Erlangen, 1925; así como los estudios ya citados de H. K. SCHULTE, Orator; A.
MICHEL, Rhétorique et philosophie; y K. BARWICK, Das rednerische Bildungsideal
Ciceros. <<
ebookelo.com - Página 193
[39]
Su hermano Quinto (Commentariolum petitionis 46) decía de él que era un homo
platonicus, en tanto que QUINTILIANO, X 1, 123, señala que el propio Cicerón se
consideraba Platonis aemulus. Isócrates es calificado como magnus orator et
perfectus magister (Brut. 8, 32), y se queja de que Aristóteles, a cuya autoridad
recurre a menudo (La inv. ret. I 5, 7; De orat. II 36, 152; Orat. 14, 46), era ignorado
por la mayoría de los rétores y filósofos (Tóp. 1, 3); a este último solía unir a
Teofrasto (Orat. 64, 218). <<
ebookelo.com - Página 194
[40]
Cf. K. BARWICK, Das rednerische Bildungsideal Ciceros. Cf. la reseña crítica de
G. CALBOLI, «La formazione oratoria di Cicerone», Vichiana 2 (1965), 3-30. <<
ebookelo.com - Página 195
[41]
Sobre los fundamentos filosóficos de la teoría retórica de Cicerón, cf. en especial
los trabajos de A. MICHEL, Rhétorique et philosophie chez Cicéron, págs. 80-152;
«L’originalité de l’ideal oratoire de Cicéron», Les Études Classiques 39 (1971), 311328; y «La théorie de la rhétorique chez Cicéron: éloquence et philosophie», en O.
REVERDIN - B. GRANGE (eds.), Éloquence et rhétorique chez Cicéron (Entretiens
Antiquité Classique, Fondation Hardt, t. XXVIII), Vandoeuvres-Ginebra, 1982, págs.
109-147. <<
ebookelo.com - Página 196
[42]
Sobre el platonismo de Cicerón, cf. T. B. DE GRAFF, «Plato in Cicero», Classical
Philology 35 (1940), 143-153; P. BOYANCÉ, «Le platonisme à Rome. Platon et
Cicéron», Actes du Congrès de l’Assoc. G. Budè, Paris, 1953, págs. 195-221
(recogido en Études sur l’humanisme cicéronien, Bruselas, 1970, págs. 222-247); G.
ZOLL, Cicero Platonis Aemulus, Zúrich, 1962; A. E. DOUGLAS, «Cicero, Platonis
Aemulus», Greece and Rome 9 (1962), 41-51; W. BURKERT, «Cicero als Platoniker
und Skeptiker. Zum Platonverständnis der Neuen Akademie», Gymnasium 72 (1965),
175-200; y el más reciente C. LÉVY, Cicero Academicus: recherches sur les
Academiques et sur la philosophie cicéronienne, Roma-París, 1992; una reciente
valoración de la influencia académica y platónica es L. CALBOLI MONTEFUSCO, «Der
Einfluss der peripatetisch-akademisehen Lehre auf Ciceros rhetorische Schriften»,
Wiener Studien 106 (1993), 103-109. <<
ebookelo.com - Página 197
[43]
Sobre la cuestión en general, cf. A. ALBERTE GONZÁLEZ, Cicerón ante la retórica.
La Auctoritas platónica en los criterios retóricos de Cicerón, Valladolid, 1987, y R.
DEGL’ I. PIERINI, «Cicerone demiurgo dell’oratore ideale», Studi Ital. Filol. Clas., n.
s., 51-52 (1979-1980), 84-102. <<
ebookelo.com - Página 198
[44]
Cf. H. K. SCHULTE, Orator, págs. 63 ss. <<
ebookelo.com - Página 199
[45]
Sobre la concepción educativa de Cicerón, cf. E. GILSON, «Éloquence et sagesse
selon Cicéron», Phoenix 1 (1953), 1-19; G. M. A. GRUBE, «Educational, Rhetorical
and Literary Theory in Cicero», Phoenix 18 (1962), 234-257; y S. F. BONNER, La
educación en la Roma antigua. Desde Catón el Viejo a Plinio el Joven, Barcelona,
1984, págs. 107-125. <<
ebookelo.com - Página 200
[46]
Cf. KENNEDY, Art of Persuasion, págs. 321-330. <<
ebookelo.com - Página 201
[47]
Cf. MICHEL, Rhétorique et philosophie, págs. 158-173. <<
ebookelo.com - Página 202
[48]
Cf. La inv. ret. I 8, 11; 12, 17; 19, 27; 39, 71-72. La hipótesis es de K. BÜCHNER,
Cicero. Bestand und Wandel seiner geistigen Welt, Heidelberg, 1964, págs. 466-467.
<<
ebookelo.com - Página 203
[49]
Sobre la relación de Cicerón con Isócrates y su escuela, cf. H. M. HUBBELL, The
Influence of Isocrates on Cicero, Dionysius and Aristides, New Haven, 1913; S. E.
SMETHURST, «Cicero and Isocrates», Trans. Amer. Philol. Assoc. 69 (1953), 262-320;
y K. BARWICK, Das Rednerische Bildungsideal Ciceros. La influencia de Isócrates
sobre la concepción retórica de Cicerón, muy visible en el prólogo del libro primero
de La invención retórica, también es analizada por SCHULTE, Orator, págs. 9-25. <<
ebookelo.com - Página 204
[50]
En La invención retórica es el autor más citado, seis ocasiones en total, aunque no
en todas Cicerón lo menciona para aprobarlo; cf. I 5, 7; 7, 9; 35, 61; II 2, 6-7; 51,
156. Sobre la renovación filosófica en la época de Cicerón, caracterizada por el
regreso a la tradición aristotélica que quiere percibir la parte de verdad que existe en
cada doctrina y exaltar lo que une sistemas en apariencia opuestos, cf. O. GIGON,
«Die Erneurung der Philosophie in der Zeit Ciceros», en Recherches sur la tradition
platonicienne (Entretiens Fondation Hardt III), Ginebra, 1955, págs. 25-61. <<
ebookelo.com - Página 205
[51]
Aunque estos últimos son estrictamente libros de lógica, presentan estrechas
relaciones con la retórica, y el propio Cicerón (Tóp, I 1) afirma poseer un ejemplar de
ellos en su biblioteca. Sin embargo, las diferencias de orientación entre los Tópicos
de ambos autores son tan notables que probablemente Cicerón esté siguiendo aquí no
al propio Aristóteles sino a algún autor que lo imita, al modo de esas Paráfrasis del
filósofo escritas a partir de su muerte. Sobre la cuestión cf. P. M. HUBY, «Cicero’s
Topics and its Peripatetic Sources», en W. W. FORTENBAUGH - P. STEINMETZ (eds.),
Cicero’s Knowledge of the Peripatos (Rutgers Studies in Classical Humanities 4),
1989, págs. 61 ss. <<
ebookelo.com - Página 206
[52]
Son contrarios al conocimiento directo de Aristóteles por parte de Cicerón P.
MORAUX, «Cicéron et les ouvrages scolaires d’Aristote», Ciceroniana 2 (1975), 8196, y W. W. FORTENBAUGH, «Cicero’s Knowledge of the Rhetorical Treatises of
Aristotle and Theophrastus», en W. W. FORTENBAUGH - P. STEINMETZ (eds.), Cicero’s
Knowledge of the Peripatos (Rutgers Studies in Classical Humanities 4), 1989, págs.
39-60. A favor cf. H. JENTSCH, Aristotelis ex arte rhetorica quaeritur quid habeat
Cicero, Berlín, 1886; LAURAND, De M. Tulli studiis rhetoricis, págs. 32-34; y G. M.
A. GRUBE, Educational, Rhetorical and Literary Theory in Cicero, págs. 234-257. <<
ebookelo.com - Página 207
[53]
Cf. CIC., Tóp. 2, 6; De fin. IV 4, 10; De orat. II 38, 159. <<
ebookelo.com - Página 208
[54]
De hecho los estoicos rechazaban la noción de persuasión, capital en la
concepción retórica de Aristóteles (cf. Ret. 1355b25); de ahí la nueva definición de la
retórica como la ciencia del lenguaje correcto (epistéme toû eû légein), una idea que
pasará a Catón y Quintiliano. Sobre la concepción de la retórica estoica, cf. K.
BARWICK, Probleme der stoischen Sprachlehre und Rhetorik (Abhandl. der
sächsischen Akademie der Wissenschaften zu Leipzig, Phil. hist. Kl. Bd. 49, Heft 3),
Berlin, 1957. <<
ebookelo.com - Página 209
[55]
Así, por ejemplo, la teoría del razonamiento hipotético que subyace al concepto
de epiquerema (cf. La inv. ret. I 34, 57 ss.). Cf. M. LAURAND, De M. Tulli studiis
rhetoricis, pág. 53; cf. también R. PHILIPSON, Ciceroniana I: «De Inventione», pág.
422. También las clasificaciones de la argumentación en I 24, 34 ss. siguen de cerca
la lógica estoica, probablemente a través de Hermágoras; MICHEL, Rhétorique et
philosophie, pág. 231-232. <<
ebookelo.com - Página 210
[56]
Sobre el distinto concepto de la retórica como uirtus en la tradición platónica y
peripatética y en la estoica, cf. MICHEL, Rhétorique et philosophie, págs. 114-115, y
A. ALBERTE, Cicerón ante la retórica, pág. 61. <<
ebookelo.com - Página 211
[57]
Cf. W. KROLL, «Rhetorica V: Zur Frage des philosophischen Einfluss»,
Philologus 90 (1935), 206-215, y CIC., La inv. ret. II 52, 157. <<
ebookelo.com - Página 212
[58]
Embajada de los filósofos el 155; edicto contra los rhetores Latini, el 91, etc.; cf.
G. CALBOLI, «La retorica preciceroniana e la politica a Roma», en O. REVERDIN - B.
GRANGE (eds.), Éloquence et rhétorique chez Cicéron (Entretiens Antiquité
Classique, Fondation Hardt, t. XXVIII), 1982, págs. 43-108, y G. ACHARD, «Les
rhéteurs grecs sous la République, des hommes sous surveillance?», Ktéma (1989),
181-188. <<
ebookelo.com - Página 213
[59]
Cf. I 6, 8; 9, 12; 11, 16; 51, 97. Es, después de Aristóteles, el autor más citado en
La invención retórica. Sobre la teoría retórica de Hermágoras, cf. D. MATTHES,
«Hermagoras von Temnos 1904-1955», Lustrum 3 (1958), 58-214 y 262-278. <<
ebookelo.com - Página 214
[60]
Aunque critica a Hermágoras por asignar las cuestiones generales (thésis) al
orador, que son, según Cicerón, materia para los filósofos, en sus obras posteriores
adopta el punto de vista contrario; cf. De orat. III 27, 106-107 y 120; Orat. 14, 46;
36, 125; F. SOLMSEN, «Drei Rekonstruktionen zur antiken Rhetorik und Poetik»,
Hermes 61 (1932), 153; y W. KROLL, «M. Tullius Cicero. Rhetorische Schriften»,
Real Enkykl. klass. Altertumsw. 29 (1939), 1094. <<
ebookelo.com - Página 215
[61]
VOLKMANN, Rhetorik, pág. 50, y THIELE, Hermagoras, pág. 16, rechazan que
Cicerón conociera directamente a Hermágoras; LAURAND, De M. Tulli studiis
rhetoricis, pág. 47, y BADER, De Ciceronis rhetoricis libris, págs. 18-23, piensan por
el contrario que, por lo que el propio Cicerón dice sobre Hermágoras (cf. La inv. ret. I
6, 9; 9, 12; 11, 16; 51, 97; Brut. 76, 263; 78, 271), puede concluirse que lo conocía y
que lo había leído directamente. <<
ebookelo.com - Página 216
[62]
Sobre la escuela rodia de retórica, famosa en la Antigüedad, cf. MARX,
Prolegomena, págs. 157-159; F. PORTALUPI, Sulla corrente Rodiese, Turin, 1957;
KENNEDY, Art of Persuasion, págs. 326 ss. Sobre la influencia de Molón sobre
Cicerón, cf. J. C. DAVIES, «Molon’s Influence on Cicero», Classical Quarterly 18
(1968), 303-314. <<
ebookelo.com - Página 217
[63]
Cf. La inv. ret. I 30, 47; 56, 109; II 29, 87; 32, 98. Ello no implica, como quiere
MARX, Prolegomena, págs. 161-162, que toda La invención retórica sea la obra de
algún rétor rodio, pues es posible que toda esta información le llegara a través de
diferentes fuentes, como él mismo por otra parte señala (II 2, 4). Los numerosos
ejemplos rodios presentes en la obra tendrían una fácil explicación si se acepta la
tesis, bastante probable, de que Hermágoras enseñara en Rodas; cf. LAURAND, De M.
Tullí studiis rhetoricis, pág. 50. <<
ebookelo.com - Página 218
[64]
Cf. C. CAUSERET, Étude sur la langue de la rhétorique et de la critique littéraire
dans Cicéron, Paris, 1886, y H. BORNECQUE, «La façon de désigner les figures de
rhétorique dans la Rhétorique à Hérennius et dans les ouvrages de rhétorique de
Cicéron», Revue de Philologie 8 (1934), 141-158. <<
ebookelo.com - Página 219
[65]
MARX, Prolegomena, pág. 134, supone que en esta época debían ya abundar los
tratados retóricos; cf. LAURAND, De M. Tulli studiis rhetoricis, pág. 63; H. BARDON,
La littérature latine inconnue, I, París, 1952, pág. 169. En contra de esta hipótesis se
manifiesta G. CALBOLI, Introduzione a la edición de la Rhetorica ad Herennium,
Bolonia, 1969, págs. 19-25. <<
ebookelo.com - Página 220
[66]
El análisis más detallado y preciso de las concordancias entre ambas obras es el
de J. ADAMIETZ, Ciceros «De inuentione» und die «Rhetorik ad Herennium»,
Marburgo, 1960. En el comentario de Calboli a la Retórica a Herenio también son
continuas las comparaciones y referencias entre los dos tratados. <<
ebookelo.com - Página 221
[67]
Sobre la cuestión, cf. K. BARWICK, «Die Gliederung der rhetorischen TEXNH und
die horazische Epistula ad Pisones», Hermes 57 (1922), 1-62, y J. WISSE, Ethos and
Pathos from Aristotle to Cicero, Amsterdam, 1989. <<
ebookelo.com - Página 222
[68]
Cf. A. E. DOUGLAS, «The Intellectual Background of Cicero’s Rhetorica: A Study
in Method», Aufstieg und Niedergang der Römischen Welt I 3 (1973), 95-138, quien
señala la casi total ausencia de cláusulas en La invención retórica. <<
ebookelo.com - Página 223
[69]
Editados en C. HALM, Rhetores Latini Minores, Leipzig, 1863 (= Frankfurt,
1964). Los mencionados comentarios son respectivamente M. Victorini
explanationum in Ciceronis rhetoricam libri II, págs. 153-304, y C. Iulii Victoris ars
rhetorica, págs. 371-448. Sobre Grilio, cf. J. MARTIN, Grillius. Ein Beitrag zur
Geschichte der Rhetorik, Paderborn, 1927. <<
ebookelo.com - Página 224
[70]
Cf. R. MCKEON, «Rhetoric in the Middle Ages», Speculum 17 (1942), 1-32. <<
ebookelo.com - Página 225
[71]
Sobre la retórica de la transición de la Antigüedad al alto Medievo, cf. J. J.
MURPHY, Rhetoric in the Middle Ages: A History of Rhetorical Theory from Saint
Augustine to the Renaissance, Berkeley, 1974, págs. 43-87, y G. A. KENNEDY,
Classical Rhetoric and its Christian and Secular Tradition from Ancient to Modern
Times, Londres, 1980. <<
ebookelo.com - Página 226
[72]
Cf. J. O. WARD, «From Antiquity to Renaissance: Glosses and Commentaries on
Cicero’s Rhetoric», en J. J. MURPHY (ed.), Medieval Eloquence. Studies in the Theory
and Practice of Medieval Rhetoric, Berkeley, 1978, págs. 25-67, esp. 42 y ss. <<
ebookelo.com - Página 227
[73]
Cf. P. HADOT, Marius Victorinus. Recherches sur sa vie et ses oeuvres, París,
1971, págs. 75 ss. <<
ebookelo.com - Página 228
[74]
Cf. WARD, From Antiquity to Renaissance, págs. 50-54. El libro cuarto del De
differentiis topicis llegó a suplantar como libro de texto a los dos textos
«ciceronianos» en la Universidad de París en el siglo XIII. <<
ebookelo.com - Página 229
[75]
Cf. WARD, From Antiquity to Renaissance, págs. 54-56, y CH. FAULHABER,
«Retóricas clásicas medievales en bibliotecas castellanas», Ábaco 4 (1973), 150-300,
sobre la presencia de la Retórica de Aristóteles en el medievo español. <<
ebookelo.com - Página 230
[76]
Cf. R. R. BOLGAR, The Classical Heritage and Its Beneficiaries, Cambridge,
1954, págs. 249-268 y 329-330. <<
ebookelo.com - Página 231
[77]
El número aproximado de ambos está entre los mil y los dos mil manuscritos, lo
cual hace de estas obras las más importantes de la Antigüedad latina durante la Edad
Media. Cf. WARD, From Antiquity to Renaissance, pág. 54, n. 74. <<
ebookelo.com - Página 232
[78]
Cf. CH. FAULHABER, Latin Rhetorical Theory in Thirteenth and Fourteenth
Century Castile, Berkely-Los Ángeles, 1972, págs. 38-50, y la descripción de los
manuscritos en «Retóricas medievales castellanas», Ábaco 4 (1973), 150-300. <<
ebookelo.com - Página 233
[79]
Falta aún por hacer la historia de las traducciones a las lenguas vernáculas
medievales. Una breve lista de las principales puede verse en el apéndice de R. R.
BOLGAR, Classical Heritage, págs. 506-541. <<
ebookelo.com - Página 234
[80]
Cf. MURPHY, Rhetoric in the Middle Ages, págs. 113-114. <<
ebookelo.com - Página 235
[81]
M. MENÉNDEZ Y PELAYO, Obras completas, Madrid, 19623, vol. I, págs. 443-444,
menciona también una traducción al español de los Livres dou Trésor de B. Latini. <<
ebookelo.com - Página 236
[82]
Para Don Duarte de Portugal, aunque sólo llegó a traducir el libro I. Ha sido
reeditada recientemente por R. MASCAGNA, La «Rethorica» de M. Tullio Cicerón,
Nápoles, 1969. <<
ebookelo.com - Página 237
[83]
WARD, From Antiquity to Renaissance, págs. 36-38. <<
ebookelo.com - Página 238
[84]
El comentario más antiguo de La invención retórica es probablemente el de
Manegold de Lautenbach (c. 1030-1103), que gozó de cierta popularidad en la Edad
Media, pues es citado en otro comentario, anónimo, de aproximadamente 1118, sobre
las dos retóricas; cf. MURPHY, Rhetoric in the Middle Ages, pág. 119. <<
ebookelo.com - Página 239
[85]
E. STROEBEL, «Die ältesten Handschrifte zu Ciceros Jugendwerk De inventione»,
Philologus 45 (1886), 469-508; Tulliana. Sprachliche und textkritische Bemerkungen
zu Ciceros Jugendwerk de inventione, Múnich, 1908; y M. Tullius Cicero. Rhetorici
libri duo qui uocantur de inuentione, Leipzig, 1915 (= Stuttgart, 1965). En la
praefatio de esta edición (XII) puede verse citada una larga serie de filólogos que
precedieron a Stroebel en el estudio de la transmisión textual de La invención
retórica. <<
ebookelo.com - Página 240
[86]
Cf. R. MATTMANN, Studien zur handschriflichten Überlieferung von Ciceros «De
inventione», Friburgo, 1975. Del mismo MATTMAN, cf. «Einige Handschriften mit
Ciceros De inuentione aus dem 9-11 Jahrjundert». Gior. Ital. Filol., n. s., 6 (1975),
282-305. <<
ebookelo.com - Página 241
[87]
B. MUNK OLSEN, L’étude des auteurs classiques latins aux XI et XII siècles,
París, 1982, vol. I, págs. 99 ss.; para el conjunto del medievo el total de manuscritos
puede superar fácilmente la cifra de dos mil. <<
ebookelo.com - Página 242
[88]
Cf. MARX, Prolegomena, págs. 33 ss., y nuestra Introd. a la Retórica a Herenio
(B. C. G., núm. 244). <<
ebookelo.com - Página 243
[89]
Cf. G. ACHARD, Rhétorique à Herennius, París, 1989, Introduction, págs. LIXLXI. <<
ebookelo.com - Página 244
[90]
Cf. ACHARD, Rhétorique à Herennius. Introduction, págs. XXXIII-XXXIV. <<
ebookelo.com - Página 245
[91]
STROEBEL, Praefatio, pág. XX, distingue de manera bastante arbitraria y artificial
con la sigla J la coincidencia total o mayoritaria de los códices integri, y con la sigla i
el consenso entre sólo alguno de estos códices. Por su parte, Achard se limita a tres
de los integri más antiguos, el Monacensis 6400, de la segunda mitad del x, el
Florentinus Plut., 50, 45, de finales del x, y el de Múnich Clm. 14272, de comienzos
del siglo XI (al que Achard propone llamar Harwicensis; es el m4 de Stroebel),
manuscritos que proporcionan casi la totalidad de las variantes útiles al no aportar los
manuscritos posteriores casi nada nuevo con la excepción del Vaticanus latinus 3236
de finales del XII que ofrece lecturas diferentes e interesantes sobre determinados
puntos, debidas probablemente a algún copista culto. <<
ebookelo.com - Página 246
[92]
Así, A. KNACKSTEDT, De Ciceronis rhetoricorum libris ex rhetoribus Latinis
emendandis, I, Gotinga, 1873, y II, Helmstedt, 1874, basándose en el testimonio de
los rétores editados por Halm, propuso un excesivo número de correcciones al texto
transmitido, actitud criticada tanto por A. WEIDNER, Prolegomena, págs. XXVI-XLI,
a su edición de 1878, como por STROEBEL, Praefatio, págs. XVIII-XIX; cf. R.
REITZENSTEIN, Gnomon 5 (1929), 606-610. <<
ebookelo.com - Página 247
[93]
Para las referencias completas a las ediciones antiguas de OMNIBONUS (Venecia,
1470), MANUTIUS (Venecia, 1540), LAMBINUS (París, 1566), ERNESTI (Leipzig, 1774),
SCHUTZ (Leipzig, 1804), y LINDEMANN (Leipzig, 1828) cf. el Onomasticon Tullianum
en el vol. VI de la edición de I. C. ORELLIUS e I. G. BAITERUS, M. Tullii Ciceronis
opera quae supersunt omnia, Zúrich, 1834, págs. 197, 215, 218 y 223. <<
ebookelo.com - Página 248
[94]
M. Tulli Ciceronis opera quae supersunt omnia, vol. I., Zúrich, 1826 (18452). <<
ebookelo.com - Página 249
[95]
<<
M. Tulli Ciceronis scripta quae manserunt omnia, vol. I., Leipzig, 1851 (18632).
ebookelo.com - Página 250
[96]
M. Tulli Ciceronis opera rhetorica, Leipzig, 1860, vol. I de las obras completas
de Cicerón editadas por J. G. BAITER y C. L. KAYSER. <<
ebookelo.com - Página 251
[97]
M. Tulli Ciceronis artis rhetoricae libri duo, Berlín, 1878. <<
ebookelo.com - Página 252
[98]
M. Tullii Ciceronis Opera rhetorica, Leipzig, 1884. <<
ebookelo.com - Página 253
[99]
W. KROLL, M. Tulli Ciceronis Orator, Berlín, 1913 (= 1958). <<
ebookelo.com - Página 254
[100]
O. JAHN, W. KROLL, B. KYZLER, Cicero Brutus, Berlín, 19626. <<
ebookelo.com - Página 255
[101]
A. S. WILKINS, M. Tulli Ciceronis De Oratore libri tres, con introducción y
notas, Oxford, 1892 (= Hildesheim, 1965). <<
ebookelo.com - Página 256
[102]
A. E. DOUGLAS, Brutus, Oxford, 1966. <<
ebookelo.com - Página 257
[103]
B. RIPOSATI, Studi sui Topica di Cicerone, Milán, 1947. <<
ebookelo.com - Página 258
[104]
A. D. LEEMAN - H. PINKSTER, M. T. Cicero. De oratore libri III. Kommentar, vol.
I, 1981; vol. II (con H. L. W. NELSON), 1985; vol. III (con E. RABBIE), 1989; vol. IV
(con J. Wisse), 1996, Heidelberg. <<
ebookelo.com - Página 259
[1]
Cicerón puede referirse aquí al turbulento periodo de los años 80. No es probable,
como algunos han sostenido, que se refiera específicamente a la acción perturbadora
de políticos de orientación popular como los Graco, Q. Rubrio Varrón, L. Saturnino o
el tribuno P. Sulpicio, pues en la época de redacción de La invención retórica los
sentimientos políticos de Cicerón no estaban aún plenamente decididos hacia el
sector optimate. <<
ebookelo.com - Página 260
[2]
Este mismo punto de vista, procedente probablemente de Metrodoro de Escepsis,
lo recogerá años más tarde en su excursus del De orat. III 15, 54-24, 143, dedicado a
las relaciones entre elocuencia y filosofía. Sobre la contraposición entre eloquens y
disertus, ya expresada por Antonio en su ars, cf. CIC., Orat. 5, 18. <<
ebookelo.com - Página 261
[3]
En el complejo entramado de teorías retóricas helenísticas, Cicerón sigue aquí la
concepción sofística, continuada por Isócrates y por rétores como Hermágoras, que
concibe la elocuencia como un instrumento político al servicio del Estado. Un
análisis de las teorías expuestas aquí por Cicerón puede verse en A. MICHEL,
Rhétorique et philosophie chez Cicéron. Essai sur les fondements philosophiques de
l’art de persuader, Paris, 1960, y «La théorie de la rhétorique chez Cicéron:
éloquence et philosophie», en O. REVERDIN - B. GRANGE (eds.), Éloquence et
rhétorique chez Cicéron (Entretiens Antiquité Classique, Fondation Hardt, t.
XXVIII), Ginebra, 1982, págs. 109-147; K. BARWICK, Das rednerische Bildungsideal
Ciceros (Abhandlungen der sächs. Akademie der Wissenschaften zu Leipzig, Phil.
hist. Kl. Bd. 54, Hf. 3), Berlin, 1963, págs. 20-25; H. N. NORTH, «Inutilis sibi,
perniciosus patriae. A Platonic argument against sophistic rhetoric», Illinois Classical
Studies 6 (1981), 242-271. <<
ebookelo.com - Página 262
[4]
La naturaleza de la retórica constituyó en el Antigüedad el objeto de un largo
debate que tuvo su reflejo en las diferentes definiciones de esta disciplina, cuyo eco
se encuentra aquí. Ars (tékhne), exercitatio (meléte) y natura (phýsis) constituyen
para la retórica una de las cuestiones fundamentales cuyo origen remonta
probablemente a Protágoras (cf. P. SHOREY, «Physis, Melete, Episteme», Trans. Amer.
Philol. Assoc. 40 [1909], 185-201). En la Ret. a Her. (I 2, 3) el concepto de natura no
es mencionado, probablemente por aparecer implicado. Cicerón insistirá sobre estos
conceptos en De orat. I 25, 113 ss. El pasaje incluye el término Studium, inusual
como definición de la retórica, por lo que editores como Friedrich o Bornecque
proponen eludirlo. Es posible que se trate de una traducción del griego áskesis, que
en esencia puede ser considerado como equivalente al término ars, aunque un poco
más abajo, (I 4, 5), Cicerón sólo menciona los tres conceptos clásicos: natura,
exercitano y artificium. <<
ebookelo.com - Página 263
[5]
Sobre las ideas expuestas aquí por Cicerón, cf. los pasajes de orientación
semejante citados en F. SOLMSEN, «Drei Rekonstruktionen zur antiken Rhetorik und
Poetik», Hermes 67 (1932), 151-154. En De orat. I 9, 35 ss., Cicerón, siguiendo una
concepción estoica, atribuye la fundación de las ciudades no a la elocuencia sino a la
prudentia. <<
ebookelo.com - Página 264
[6]
La tesis del hombre virtuoso y elocuente que funda ciudades y establece las leyes
es una idea recurrente en el pensamiento de Cicerón; cf. De offic. II 12, 41; Pro Sestio
42, 91; De re publica I 25, 39. Este legislador reúne los atributos del orador y del
filósofo por lo que, en cierto sentido, no es muy diferente del Político de Platón o del
Extranjero que aparece en sus Leyes. Sobre la cuestión, cf. M. PALLASSE, Cicerón et
les sources du droit, París, 1945, págs. 21 ss.; M. Ducos, Les romains et la loi, Paris,
1984, págs. 41, 66 y 251-252; J. M. DEL POZO, «Naturaleza y relación de la noción
ciceroniana de sapiens y princeps», Emerita 60 (1992), 241-260; y J. GUILLÉN, «La
sabiduría y el sabio en Cicerón», Helmantica 44 (1993), 413-434. <<
ebookelo.com - Página 265
[7]
La cuestión de las relaciones entre retórica y verdad recibió en la Antigüedad dos
respuestas contradictorias, de las que Cicerón fue plenamente consciente a lo largo de
su vida: la platónica del ars disserendi, que criticaba toda opinión, fuera cual fuera,
aquí recogida (cf. también De orat. II 7, 30), y la peripatética del dicere in utramque
partem de omnibus rebus, defendida por Craso en De orat. III 21, 80. Cf. MICHEL,
Rhétorique et philosophie, págs. 158 ss. <<
ebookelo.com - Página 266
[8]
El pasaje es discutido. Ströbel propone suprimir Africani nepotes («nietos del
Africano»; la expresión aparece también en De off. II 23, 80), mientras que Friedrich
suprime todo el texto relativo a los Gracos. ACHARD, que acepta la propuesta de elidir
el pasaje, sugiere leer neque Gracchum, en referencia al padre de los Gracos.
Seguimos en la traducción la propuesta de J. MARTHA (Rev. Phil. 31, 89 ss.), aceptada
por Bornecque y Hubbell en sus respectivas ediciones. Una enumeración de oradores
antiguos más amplia pero que comprende todos los aquí mencionados presenta la
Retórica a Herenio, IV 5, 8. Sorprende la inclusión de los Gracos en esta lista de
hombres célebres por sus virtudes tanto como por su elocuencia aunque sea a través
de una excusa como la del ut uere dicam. Sobre la compleja actitud de Cicerón ante
la figura de los Gracos, cf. J. GAILLAND, «Que représentent les Gracques pour
Cicerón?», Bull. Assoc. G. Budé 34 (1975), 499-531; y J. BERANGER, «Les jugements
de Cicéron sur les Gracques», en Aufstieg und Niedergang der Römische Welt 1.1
(1972), 732-763. <<
ebookelo.com - Página 267
[9]
Mali era el término más frecuente usado por los partidarios del senado para
referirse a los populares conforme a la tradición retórica optimate que evita los
términos políticos y multiplica los que implican connotaciones morales. Ya aparece
usado con esta acepción en la Retórica a Herenio IV 11, 16. Sin embargo, en este
contexto no está usado en su acepción partidista sino filosófica. Sobre el significado
político del término y su uso por Cicerón, cf. J. HELLEGOUARC’H, Le vocabulaire
politique des relations et des partis politiques, París, 19722, pág. 530, y G. ACHARD,
Pratique rhétorique et idéologie politique dans les discours «optimates» de Cicéron,
Leiden, 1981, págs. 197-198. <<
ebookelo.com - Página 268
[10]
La idea de que la principal diferencia entre hombres y animales radica en la
capacidad de habla es un lugar común en el pensamiento antiguo. Cf. ARIST., Pol.
1253a9-10; Ét. Nic. 1177b25 ss.; ISÓCRATES, 3, 7; 4, 48; JENOFONTE, Memor. IV 3, 12;
SALUSTIO, Cat. 1, 1; CIC., De orat. I 8, 33; De off. I 16, 50; QUINT., II 16, 12; y V.
DIERAUER, Tier und Mensch in Denken der Antike, Amsterdam, 1977, págs. 234 ss.
<<
ebookelo.com - Página 269
[11]
El elogio de la elocuencia y la sabiduría y su valor para el conjunto de la
civilización es un tópico que procede de Gorgias e Isócrates al que Cicerón vuelve en
otras ocasiones (cf. De orat. I 8, 32 ss.; De nat. deo. II 59, 148; Tusc. disp. V 2, 5; De
leg. I, 58; en el Pro Archia 9, 20, el elogio es de la literatura) y reaparece en
QUINTILIANO, II 16-17, y TÁCITO, Diál. 5. Cf. H. M. HUBBELL, The Influence of
Isocrates on Cicero, Dionysius and Aristides, New Haven, 1913; H. K. SCHULTE,
Orator. Untersuchungen über das ciceronianische Bildungsideal, Frankfurt, 1935,
págs. 16 ss. y 55 ss.; K. BARWICK, Das rednerische Bildungsideal, págs. 20-25; R. W.
MÜLLER, «Die Wertung der Bildungsdisziplinen bie Cicero», Klio 433-45 (1965), 77173, esp. 54. <<
ebookelo.com - Página 270
[12]
Cicerón, que sigue aquí la teoría de Hermágoras, restringe la universalidad de la
retórica a su inclusión en las materias de interés general determinadas por la vida
pública y sus condiciones políticas y morales, las llamadas ciuiles quaestiones
(politikà zetémata); cf. Ret. a Her. I 2, 2. Ya los sofistas (cf. PLATÓN, Gorg. 448c) y
ARISTÓTELES (Ret. 1355b) habían señalado la afinidad entre retórica y política,
aunque este último mantuvo la distinción entre ambas considerando que el campo de
la retórica era ilimitado. En este sentido, pues, no se puede hablar de innovación en el
caso de Hermágoras, que se ciñó a limitar el concepto y precisar la definición,
limitación que recogieron tanto la Retórica a Herenio como Cicerón, de donde pasó a
los rétores posteriores. Cf. MICHEL, Rhétorique et philosophie, págs. 121-123. <<
ebookelo.com - Página 271
[13]
Al igual que la Retórica a Herenio (I 1, 1), Cicerón define la retórica como una
ratio, definición muy genérica frente a la más precisa de ARISTÓTELES (Ret. 1356b:
dýnamis; 1359b: téchne) o PLATÓN (Gorg. 462c: empeiría). Sobre la cuestión de si la
retórica constituye un ars o no, y la clase que representa, que fue objeto de una larga
polémica en época helenística, cf. VOLKMANN, Rhetorik, págs. 3 ss.; MARTIN, Antike
Rhetorik, págs. 2 ss.; LAUSBERG, §§ 32-36; KROLL, Rhetorik, págs. 1080-1090; K.
BARWICK, Das rednerische Bildungsideal Ciceros, págs. 56 ss.; KENNEDY, Art of
Persuasion, pág. 322; Art of Rhetoric, pág. 218. <<
ebookelo.com - Página 272
[14]
El término facultas («capacidad») utilizado en lugar del habitual ars está
relacionado con la concepción retórica de Aristóteles, para el cual la elocuencia no es
un ars en el sentido absoluto de la palabra, esto es, una ciencia «poyética», sino una
«capacidad» (uis, facultas) obtenida gracias a la memoria y al conocimiento de la
lógica y puesta en práctica por la experiencia (empeiría) del orador. Esta misma
concepción reaparecerá más adelante en De orat. I 23, 108 ss. y II 7, 30. <<
ebookelo.com - Página 273
[15]
Cicerón sigue la doctrina de Aristóteles, para el cual la retórica constituía el arte
de encontrar los elementos necesarios para la persuasión (cf. Ret. 1355b25). <<
ebookelo.com - Página 274
[16]
La función (officium) de la retórica es «hablar bien» mientras que su finalidad
(finis) es la «persuasión» (cf. CIC., De orat. 131, 138). Ambos aspectos se integran
bajo el concepto de officium oratoris cuando se definen como dicere ad
persuadendum accomodate; cf. LAUSBERG, §§ 32-33. En ARISTÓTELES, Ret. 1355b8
ss., ya existe esta distinción entre la «tarea» de la retórica, que consiste en «reconocer
los medios de convicción más pertinentes para cada caso», y el «fin», que es el de
«persuadir». En la Retórica a Herenio (I 1, 2) se habla solamente de un officium
oratoris, que no incluye la persuasión. Cicerón, por el contrario, como por otra parte
la mayoría de los rétores, presenta una especie de contaminación entre el officium
oratoris y el finis, en tanto que ambos incluyen la persuasión. Estas distinciones de
Cicerón pueden proceder de Hermágoras (cf. MATTHES, Hermagoras, págs. 100 y 108
ss.). <<
ebookelo.com - Página 275
[17]
Gorgias de Leontinos, Sicilia (483-385), fue uno de los más influyentes sofistas y
el primero en fundar una escuela de retórica en Atenas, entre cuyos discípulos se
contaron Pericles, Tucídides, Isócrates, Antifonte, Alcidamante, Menón y Agatón.
Sin embargo, en contra de lo que afirma aquí Cicerón, en el diálogo de Platón que
lleva su nombre (Gorg. 450c, 452d-e) limita la función oratoria a los politikà
zetémata. Cf. T. D. SHEARER, «Gorgias’s Theories of Arts», Classical Journal 33
(1938), 402-414; KROLL, Rhetorik, págs. 1040 ss.; KENNEDY, Art of Persuasion, págs.
52-54. <<
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[18]
En su definición del genus deliberatiuum, Cicerón deja de lado la concepción
binaria de Aristóteles (Ret. 1358b: protropé: apotropé), que recoge la Retórica a
Herenio (I 2, 2: suasio: disuasio) y da la impresión de encontrarse bajo la influencia
de la concepción de Hermágoras sobre los politikà zetémata. Cf. VOLKMANN,
Rhetorik, pág. 301; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 167 ss.; LAUSBERG, págs. 61-62.
<<
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[19]
Tanto Cicerón como el auctor ad Herennium mezlan en la definición del genus
iudiciale la teoría de ARISTÓTELES (Ret. 1358b), que considera como propios de este
género la acusación (kategoría) y la defensa (apología), con la de Hermágoras, que
rechazaba la repartición aristotélica de los tres géneros y partía en su análisis de la
doctrina del krinómenon, que incluye la intentio y la repulsio (cf. infra, I 8, 10). <<
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[20]
Hypóthesis, thésis, respectivamente causa (también quaestio finita) y quaestio (o
quaestio infinita). La división entre causa y quaestio no aparece en la Retórica a
Herenio. El propio Cicerón cambió más adelante esta actitud de rechazo,
probablemente por influjo de Filón, y en sus obras posteriores recomendó como
especialmente apropiados para el orador los ejercicios sobre las quaestiones infinitae;
cf. CIC., De orat. II 24, 104 ss.; III 28, 109 ss.; Tóp. 21, 79; Orat. 14, 45; Part. orat.
18, 61 ss. <<
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[21]
El tema del bien y el de la forma del mundo son característicos de la filosofía
estoica (cf. CIC., De orat. II 15, 66), en tanto que son propios, aunque no exclusivos,
de los epicúreos el ejemplo relativo a los sentidos (cf. CIC., Part. or. 18, 62) y el del
tamaño del sol (cf. CIC., De orat. II 15, 66, y LUCRECIO, V 564 ss.). Cf. S. F. BONNER,
Roman Declamation in the Late Republic and Early Empire, Liverpool, 1949, págs.
2-6. Los ejemplos están elegidos por tanto de manera arbitraria y no proceden del
propio Hermágoras como parece sugerir Cicerón; cf. MATTHES, Hermagoras, págs.
131-132. <<
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[22]
Es seguro que Cicerón o su fuente han malinterpretado el pensamiento de
Hermágoras, pues éste sólo reclamó el derecho de la retórica a discutir cuestiones
filosóficas y morales de interés general (politikà zetémata), excluyendo las cuestiones
técnicas que exigen un conocimiento especializado. Las théseis de Hermágoras
podían por tanto incluir no sólo cuestiones generales jurídicas, éticas o políticas sino
cualquier problema filosófico relativo al ciudadano y a su relación con la polis. Cf. H.
THROM, Die Thesis. Ein Beitrag zu ihrer Entstehung und Geschichte (Rhetorische
Studien, 17), Paderborn, 1932, págs. 114-159; MICHEL, Rhétorique et philosophie,
págs. 201 ss.; BARWICK, Das rednerische Bildungsideal Ciceros, págs. 51-63. <<
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[23]
Cicerón se refiere en concreto a la teoría de los «estados de causa» (status,
constitutiones), que tradicionalmente pasa por ser una invención de Hermágoras. <<
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[24]
Comienza aquí la exposición del sistema de estados de causa, en la que Cicerón
respeta la teoría de Hermágoras de manera más fiel que el auctor ad Herennium (cf. I
11, 18). Frente a los tres status de la Retórica a Herenio, conjetural, legal y jurídico,
Cicerón mantiene los cuatro estados de Hermágoras, conjetural, definitivo,
calificativo, traslativo. Las diferencias con respecto a Hermágoras por parte de
Cicerón se refieren al rechazo de las quaestiones legales como status independientes
y a la reducción de las cuatro categorías del status generalis a sólo dos: la negotialis
y la iuridicialis (cf. infra, I 9, 12). Esto último se debe a que Cicerón identifica
erróneamente la pars deliberativa y la pars demonstrativa que este status tenía en la
teoría de Hermágoras con los géneros deliberatiuum y demonstratiuum de
Aristóteles. Sobre el sistema de Hermágoras cf. MATTHES, Hermagoras, págs. 133 ss.,
y, especialmente, L. CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli «status» nella retorica
greca e romana, Bolonia, 1984, págs. 34 ss. <<
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[25]
En efecto, las llamadas asýstata o causas «sin estado» no pertenecen realmente al
sistema de estados, aunque la teoría retórica helenística las trataba como anejos a la
doctrina de los status. A este respecto, es significativo que ni la Retórica a Herenio ni
Cicerón ni posteriormente Quintiliano traten este tipo de quaestiones. CALBOLI
MONTEFUSCO, La teoría degli status, pág. 13, n. 5, sugiere que el tratamiento de los
asýstata pudo perderse en la retórica romana en la fuente común a la Retórica a
Herenio y a La invención retórica. <<
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[26]
Los tres ejemplos, que son citados más extensamente en la Retórica a Herenio
(cf. I 10, 18; II 19, 28; III 2, 2 y IV 9, 13), debían de ser ya clásicos en la época de la
redacción de ambos tratados, o bien proceden de la misma fuente. El de Áyax es
utilizado en I 49, 92 como ejemplo de uno de los genera uitiosa de la argumentación
y en QUINTILIANO, IV 2, 13 ss., aparece como una de las especies de la narratio.
Cicerón desarrolla los preceptos relativos a la causa conjetural en el libro segundo (4,
14-16, 51). <<
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[27]
Sobre la relación entre la controuersia nominis, entendida como parte del genus
legale, y la constitutio definitiua, cf. infra, II 17, 52. <<
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[28]
Se trata de la versión tradicional (sacrum ex priuato) de un antiguo ejemplo ya
utilizado por ARISTÓTELES, Ret. 1374a, y recogido por casi toda la tradición retórica
posterior: Ret. a Her. I 12, 22; QUINT., III 6, 4; IV 2, 8 y 68; V 10, 39; VII 3, 9 y 21;
cf. MATTHES, Hermagoras, pág. 145, y CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli
status, pág. 83. El concepto de furtum era especialmente apropiado para la
controuersiae nominis, pues su sentido jurídico abarcaba en el derecho romano toda
apropiación indebida de los bienes de otra persona, pero según el agente de la acción
y el objeto de que se trate revestía distintas calificaciones legales como el peculado,
mencionado en la Ret. a Her. I 12, 22, o la concusión. <<
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[29]
La constitutio generalis (status qualitatis en QUINT., III 6, 10; cf. infra, II 21, 62
ss.) tiene como función la calificación legal del factum a tenor de las alternativas
iure/non iure basadas en las tres esferas del derecho natural, el derecho
consuetudinario y las leyes (cf. infra, II 22, 62 ss.) en el genus iudiciale; utile/non
utile en el genus deliberatiuum (cf. infra, II 51, 157 ss.), y honestum/turpe en el
genus demonstratiuum. Sobre el status qualitatis, cf. LAUSBERG, §§ 123-130; MARTIN,
Antike Rhetorik, págs. 36 ss.; MATTHES, Hermagoras, págs. 147 ss.; CALBOLI
MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 93 ss. <<
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[30]
Symbouleutiké, epideiktiké, dikaiologiké, pragmatiké formaban en el sistema de
Hermágoras la poiótes (qualitas) que, junto al stokhasmós (coniectura), el hóros
(definitio) y la metálepsis (translatio) constituían las cuatro stáseis del génos logikón
(genus rationale). Cf. Ret. a Her. I 11, 18. <<
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[31]
La crítica de Cicerón contra Hermágoras se basa en la idea de que a los tres
genera aristotélicos podían aplicarse todas las constitutiones, pero no tiene en cuenta
que para Hermágoras el problema de los genera retóricos no existe desde el momento
en que había subdividido las quaestiones (zetémata) en infinitae (aórista, théseis) y
finitae (horisména, hypothéseis), ni tampoco el hecho de que Hermágoras había
elaborado una doctrina de la qualitas que contemplaba una repartición que se
correspondía con los tres géneros aristotélicos (cf. MATTHES, Hermagoras, págs. 148150). La errónea presentación de Cicerón sin embargo influyó considerablemente en
los rétores siguientes, hasta el punto de que no existieron tratamientos específicos de
las partes deliberatiua y demonstratiua del status qualitatis. <<
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[32]
En la doctrina de Hermágoras, la diferencia entre el estado de causa jurídico
(qualitas iuridicialis, dikaiologiké) y el pragmático (q. negotialis, pragmatiké)
constituye un problema difícil y prácticamente irresoluble dado el contraste entre los
diversos testimonios conservados. En su comentario a La invención retórica,
VICTORINO, R. L. M., pág. 190, HALM, entiende que la qualitas negotialis se refiere a
cuestiones de derecho para las cuales no hay prevista una legislación y por ello hay
que recurrir a la aequitas de un derecho precedente, en tanto que la qualitas
iuridicialis tenía como campo de aplicación las causas del genus iudiciale (cf. infra,
II 23, 69). En la Retórica a Herenio I 19, 25 estas dos clases, la iuridicialis y la
legitima (la negotialis de Cicerón), constituyen cada una un estado distinto y falta
toda la pars negotialis, por lo que es posible que Cicerón completara aquí toda esta
parte con alguna otra fuente para realizar una exposición más completa; cf.
ADAMIETZ, Ciceros «De inventione», págs. 23 ss. Sobre esta compleja cuestión, cf.
CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, pág. 102. <<
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[33]
En el caso de la qualitas absoluta (antilepsis), el acusado afirma haber actuado
conforme a derecho, mientras que en la qualitas adsumptiua (antíthesis) admite la
culpabilidad de los hechos y ante la imposibilidad de defenderse introduce elementos
externos a la causa (adsumptiones). La división de la qualitas adsumptiua en cuatro
tipos, antístasis (comparatio), metástasis (remotio criminis), anténklema (relatio
criminis) y syngnóme (concessio), se debe a Hermágoras; cf. MATTHES, Hermagoras,
págs. 153 ss. De estas posibilidades de defensa, la más eficaz es la relatio criminis
que, junto con la comparatio, se refiere a la defensa del factum, mientras que la
remotio criminis y la concessio se refieren a la defensa del acusado. Cf. LAUSBERG,
§§ 176-178; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 40 ss.; CALBOLI MONTEFUSCO, La
dottrina degli status, págs. 113 ss. <<
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[34]
En el derecho romano la ausencia de voluntad en el agente excluye la
culpabilidad (cf. Ret. a Her. II 16, 23), por lo cual los actos cometidos por coacción,
por necesidad o aquellos en que el resultado depende de hechos fortuitos o
circunstancias imprevistas no están sometidos a sanción penal. Por ello, la excusa del
metus periculi aducida en Ret. a Her. II 19, 28 a propósito de la controuersia sobre la
muerte de Áyax no es válida jurídicamente; cf. COSTA, Cicerone giureconsulto, II,
pág. 68, n. 2, y GUTIÉRREZ-ALVIZ, Diccionario de derecho romano, pág. 464. <<
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[35]
Imprudentia (ágnoia), casus (týkhé) y necessitas (anánke); cf. Ret. a Her. I 14,
24; II 16, 23. Cicerón desarrolla estas categorías en II 23, 69 y ss. <<
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[36]
La translatio (metálepsis), aunque atribuida a Hermágoras, responde a una
práctica jurídica corriente en tiempos muy anteriores y cuyo rastro se puede
encontraren Aristóteles (Ret. 1372a33, 1416a28) y Anaxímenes (Ret. a Alej. 1442b).
Hermágoras se limitó a sistematizar como status con la denominación de metálepsis
la paragraphe del sistema judicial ático, un procedimiento por el cual el acusado
tenía derecho a entablar acciones procedimentales contra la parte contraria. En Roma,
su inclusión en el sistema retórico encontró el obstáculo de que, a diferencia de los
griegos, el procedimiento legal romano aplicaba este recurso como exceptio no en la
fase in iudicio sino en la fase in iure (cf. Ret. a Her. I 12, 22). La iniciativa de
Hermágoras fue rechazada por aquellos rétores, como el auctor ad Herennium (cf. I
11, 19), que consideraron que la translatio, por su propia naturaleza jurídica, debía
ser incluida no entre las quaestiones rationales sino entre las legales, o que negaron
valor de status a la translatio por estar en contradicción con la propia noción del
estado de causa. Cf. MATTHES, Hermagoras, pág. 165, n. 4; LAUSBERG, § 197;
MARTIN, Antike Rhetorik, pág. 42; CALBOLI MONTEFUSCO, «La translatio e la
prescripts nei retori latini», Hermes 103 (1975), 212-221, y La dottrina degli status,
págs. 139 ss. <<
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[37]
Una misma causa podía tener varias quaestiones y, por tanto, varios status (cf.
QUINT., III 6, 7). Era simplex la causa en la que se debía demostrar una única cosa,
coniuncta la que presentaba varias quaestiones, separadas o comparadas. Cada
quaestio de estas causae coniunctae daba origen a su vez a diferentes status, que
podían ser del mismo tipo o de tipos distintos, pero siempre en el mismo plano, nunca
subordinados unos a otros. La causa simplex tenía una sola quaestio y una sola
iudicatio (lo que luego se denominó status principalis), pero podía ser defendida por
el acusado de varias maneras y contener por ello también otras quaestiones menos
importantes que la que constituía la esencia de la causa, los llamados status
incidentes. Esta doctrina reaparecerá con formulaciones más o menos semejantes en
casi todos los tratados retóricos posteriores; cf. infra, Il 22, 64; L. CALBOLI
MONTEFUSCO, «Status principales e status incidentes nella dottrina retorica antica»,
Athenaeum, n. s., 61 (1983), 534-545; LAUSBERG, § 67; MARTIN, Antike Rhetorik, pág.
23; CALBOLI MONTEFUSCO, La teoria degli status, pág. 51-53. <<
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[38]
Existen grandes semejanzas entre estos ejercicios retóricos y los de la Retórica a
Herenio. A la discusión sobre la suerte de Cartago, que aparece aquí y en I 8, 11 y 39,
72, ya tratados en Ret. a Her. III 1, 2, añade Cicerón otros dos ejemplos de la historia
de Roma: la guerra contra Corinto y la discusión sobre retener las tropas en Italia
contra Aníbal o enviarlas contra Filipo de Macedonia en la llamada Primera Guerra
Macedónica (215-205 a. C.). <<
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[39]
Se refiere Cicerón a la distinción que estableció Hermágoras entre el logikòn
génos (genus rationale), que se refiere a los hechos concretos y es el único al que se
aplica el concepto de stásis (status, constitutio), y el nomikòn génos (legale,
legitimum genus), relativo a la interpretación de las leyes o de cualquier otro texto.
Cicerón transforma este último (que en Ret. a Her. I 11, 19 constituye el tercer estado
de causa, la constitutio legitima) en una controuersia ex scripto con cinco clases:
scriptum et sententia, contrariae leges, ambiguum, ratiocinatiuum y definitiuum (la
Retórica a Herenio incluía seis clases al añadir la translatio, que, como hemos visto,
tanto en Hermágoras como en Cicerón constituye un status independiente). En el
sistema de Hermágoras, el génos logikón, que trata sobre los hechos, incluía cuatro
status, los ya mencionados coniectura, definitio, qualitas y translatio, mientras que el
génos nomikón, referido a los aspectos relativos a la interpretación de las leyes (de
iure), comprendía otros tantos zetémata, los arriba citados salvo el definitiuum, que es
un añadido de época posterior. Sobre el particular, cf. en especial Matthes,
Hermagoras, págs. 133 ss.; Calboli Montefusco, La teoría degli status, págs. 34 ss.;
Volkmann, Rhetorik, pág. 109; Lausberg, §§ 198-223; y Martin, Antike Rhetorik,
págs. 44-51. <<
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[40]
En la Retórica a Herenio, I 16, 26, la doctrina sobre los elementos de la quaestio
se presenta de manera diferente. Allí se distingue sólo entre ratio (defensoris),
firmamentum (accusatoris) y iudicatio, y el firmamentum es el medio fundamental de
la acusación, no de la defensa. Cicerón establece por el contrario cinco fases,
quaestio, ratio defensoris, infirmatio rationis, iudicatio y firmamentum defensoris. La
ratio defensoris y el firmamentum parecen equivalentes y resulta sorprendente que la
iudicatio no intervenga al final de la controuersia. Sobre la interpretación de esta
compleja cuestión, cf. MATTHES, Hermagoras, págs. 166-178; L. CALBOLI
MONTEFUSCO, «La dottrina del krinómenon», Athenaeum, n. s., 50 (1972), 276-293;
A. C. BRAET, «Das Krinomenonschema und die Einseitigkeit des Begriffs STASIS von
Hermagoras von Temnos», Mnemosyne 41 (1988), 299-317. <<
ebookelo.com - Página 299
[41]
El status coniecturalis era el único que no preveía una réplica de las dos partes
una vez formulada la quaestio. Por ello quaestio y iudicatio coincidían al representar
el contenido de la quaestio también el de la iudicatio; cf. Ret. a Her. I 17, 27.
También difería de los otros status del genus rationale en que el krinómenon
(iudicatio) no era evidente (aphanés), mientras que en los otros era evidente
(phanerón). De ahí la necesidad de servirse de indicios manifiestos cuyo tratamiento
estaba regulado por una determinada tópica de la cual se debían tomar los argumenta
más apropiados a las circunstancias; cf. infra, II 5, 16. <<
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[42]
La partición de la inuentio en seis partes que hace Cicerón, en lo que coincide con
la Ret. a Her. I 3, 4, es una novedad de la fuente rodia de la que ambos dependen,
pues Hermágoras había incluido estas partes del discurso en la oikonomía,
especialmente en la disposición (táxis), que es el lugar natural al que corresponden;
cf. MATTHES, Hermagoras, págs. 117 y 189 ss.; LAUSBERG, § 262; MARTIN, Antike
Rhetorik, págs. 52 ss. <<
ebookelo.com - Página 301
[43]
Cf. Ret. a Her. I 4, 7. Sobre la confluencia de objetivos entre el exordio y la
conclusión, cf. WISSE, Ethos and Pathos, págs. 96 ss. <<
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[44]
Cf. Ret. a Her. I 3, 4, n. 13. Es significativo que en ambos tratados falte toda
referencia a los tres officia oratoris: mouere, docere y delectare, que debe tener el
perfecto orador, subordinados todos ellos a la función el persuadere (cf. De orat. II
27, 115; Orat. 21, 69), ausencia que probablemente ya se encontraba en la fuente de
la que proceden ambas obras; cf. L. CALBOLI MONTEFUSCO, Exordium, narratio,
epilogus. Studi sulla teoría retorica greca e romana delle parti del discorso, Bolonia,
1988, págs. 6-8. Esta tipología de las causas, que procede de Hermágoras (cf.
MATTHES, Hermagoras, pág. 192; KENNEDY, Art of Persuasion, pág. 315), no vuelve
a aparecer en el resto de los trabajos retóricos de Cicerón, probablemente por el
rechazo a sus juveniles concepciones hermagóreas. <<
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[45]
Honestum, admirabile, humile, anceps y obscurum. Frente a las cuatro clases de
exordio de la Retórica a Herenio (I 3, 5), Cicerón incluye una quinta clase, el g.
obscurum, atribuible a una fuente distinta de Hermágoras (QUINTILIANO, IV 1, 40,
añadirá más tarde una sexta clase, el g. turpe). Este genus obscurum no está basado,
como los otros cuatro, en la opinión (dóxa) del oyente sino en la propia materia (res)
de la causa. Cf. LAUSBERG, § 265; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 70-72; CALBOLI
MONTEFUSCO, Exordium, págs. 10-11. <<
ebookelo.com - Página 304
[46]
La teoría de los dos tipos de exordios desaparece del resto de la obra retórica de
Cicerón, aunque por influencia de La invención retórica reaparece en QUINTILIANO,
IV 1, 42, y en los rétores tardíos. Su origen griego parece sin embargo innegable,
como se desprende del hecho de que la Retórica a Herenio presente el término griego
equivalente, éphodos; sobre el origen de la teoría cf. E. W. Bower, «Ephodos and
insinuatio in the Greek and Latin Rhetoric», Class. Quart. 52 (1958), 224-230. <<
ebookelo.com - Página 305
[47]
Ya ARISTÓTELES, Ret. 1415b33 ss., había señalado que el exordio no siempre es
indispensable. También Hermágoras consideró superfluo el exordio en el genus
honestum, teoría que pasó al auctor ad Herennium, cf. Ret. a Her. I 4, 6, y a Cicerón,
en La invención retórica. La posibilidad de comenzar directamente con la narratio
entra en la disposición ad casum temporis accomodatum que menciona la Retórica a
Herenio III 9, 16 ss. Sobre la casuística del uso del exordio, cf. MARTIN, Antike
Rhetorik, págs. 61 ss. <<
ebookelo.com - Página 306
[48]
Cf. Ret. a Her. I 4, 8. En ambos tratados los cuatro objetivos del exordio
mencionados por ARISTÓTELES, Ret. 1415a22, son relacionados exclusivamente con la
captatio beniuolentiae. Se trataría pues de uno de los elementos comunes heredados
de la fuente común. En sus obras de madurez Cicerón abandonó esta relación entre
medios y beniuolentia para volver a la teoría aristotélica que los atribuye al exordio
en general; cf. De orat. II 79, 321 y Part. orat. 8, 28; J. WISSE, Ethos and Pathos,
págs. 208 ss.; MARTIN, Antike Rhetorik, pág. 73. <<
ebookelo.com - Página 307
[49]
Se trata de una de las escasas muestras de la teoría del êthos de la retórica
aristotélica en este tratado; cf. WISSE, Ethos and Pathos, págs. 97-98. <<
ebookelo.com - Página 308
[50]
Los argumentos para provocar el odium, la inuidia y la contemptio contra los
adversarios no pertenecen estrictamente al plano del êthos aristotélico, aunque son
evidentemente recursos de tipo emocional. Su relación con la captatio beneuolentiae
por parte del orador es por tanto indirecta y su inclusión en este capítulo revela una
vez más las tensiones para acomodar el sistema tradicional aristotélico de
presentación de pruebas con la distribución del contenido distribuido de acuerdo con
el sistema de las partes del discurso; cf. WISSE, Ethos and Pathos, págs. 97-98. <<
ebookelo.com - Página 309
[51]
La referencia a la iudicatio en este sitio es extraña, pues normalmente se sitúa tras
la partitio; cf. la nota siguiente. <<
ebookelo.com - Página 310
[52]
La mención de la controversia pertenece propiamente a la diuisio. Tal vez, como
señala HUBBELL, pág. 46, n. 1, Cicerón malinterpretó el concepto de summa causae
(«resumen de la causa») que en este contexto se referiría a un breve resumen del
caso, no a la exposición de la quaestio completa (cf. Ret. a Her. I 4, 7, y QUINT., IV 1,
34). <<
ebookelo.com - Página 311
[53]
Cf. CIC., De orat. II 77, 315; Orat. 36, 124; Part. orat. 27, 97; y QUINT., IV 1, 55.
Sobre la necesidad de mostrarse contenido en la elocutio del exordio, cf. Ret. a Her. I
7, 11, y QUINT., IV 1, 457 ss. Sobre la dissimulatio artis, cf. Ret. a Her. I 10, 17. <<
ebookelo.com - Página 312
[54]
Vulgare, commune, commutabile, longum, separatum, translatum, contra
praecepta. En la Retórica a Herenio I 7, 11 falta la mención al exordio separatum,
que aparece fundido con el exordio translatum. En De orat. II 77, 315, Cicerón,
menos técnico, sólo menciona cuatro clases de exordios defectuosos, exile,
nugatorium, uulgare y commune. De la concepción de La invención retórica procede
el tratamiento de QUINTILIANO (IV 1, 71) y los rétores tardíos. El origen de la doctrina
es desconocido, aunque probablemente griego; cf. VOLKMANN, Rhetorik, págs. 144
ss.; LAUSBERG, §§ 282-283; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 74 ss.; ADAMIETZ,
Ciceros «De inuentione», págs. 31 ss.; y CALBOLI MONTEFUSCO, Exordium, pág. 26,
n. 55. <<
ebookelo.com - Página 313
[55]
Sobre la aplicación por Cicerón de la teoría del exordio en sus propios discursos,
cf. W. STROH, Taxis und Taktik. Die advokatische Dispositionskunst in Ciceros
Gerichtsreden, Stuttgart, 1975, págs. 19, 68, 185, 236, 250; C. J. CLASSEN, Recht,
Rhetorik, Politik. Untersuchung zu Ciceros rhetorischer Strategie, Darmstadt, 1985;
y C. LOUTSCH, L’exorde dans les discours de Cicéron, Bruselas, 1994. <<
ebookelo.com - Página 314
[56]
Ya en la definición de Cicerón se comprueba que la función de la narratio varía
según el género de discurso, desde el judicial, donde tenía un papel fundamental,
íntimamente ligado a la parte argumentativa, hasta el deliberativo, donde su función
era muy reducida dada la orientación hacia el futuro que caracteriza este género.
ARISTÓTELES, Ret. 1414a y 1417b, que no llega a definir la narratio, aconseja en este
tipo de discurso recurrir a narrar cualquier cosa que permita al oyente deliberar mejor.
En el género demostrativo, el uso de la narratio se justifica más razonablemente al
ser su función primordial de carácter informativo; cf. CIC., Part, orat. 1, 4; MARTIN,
Antike Rhetorik, págs. 75 ss.; y CALBOLI MONTEFUSCO, Exordium, págs. 34 ss. <<
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[57]
Se trata de las narrationes extra causam (QUINT., IV 2, 11) o incidentes. Sobre su
relación con la digressio que Cicerón menciona más adelante como pars orationis, cf.
infra, I 51, 97. Es probable, como señala CALBOLI MONTEFUSCO, Exordium, pág. 42,
n. 19, que Cicerón, como otros rétores, haya considerado ambos tipos de digressio
como fundamentalmente coincidentes. <<
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[58]
El origen de esta clasificación de la narratio es muy discutida. Excluida una
procedencia de Hermágoras, CALBOLI MONTEFUSCO, Exordium, pág. 45, piensa que
puede tener su origen en las escuelas de gramática y estar relacionada con la
actividad de los progymnásmata, donde a la oposición fundamental entre lo
verdadero y lo falso se habría añadido una clasificación formal que distinguía tres
tipos de narraciones, la «expositiva», la «dialógica» y la «mixta», según que la
persona del narrador participara o no en los acontecimientos narrados. El origen del
tertium genus que aparece en la Ret. a Her. y en La inv. ret. y su división in negotiis e
in personis, esta última dividida a su vez en fabula, argumentum, historia, es
explicada por K. BARWICK, «Die Gliederung der narratio in der rhetorischen
Jugendschrift Ciceros und zum vierten Buch des Auctor ad Herennium», Hermes 63
(1928), 261-287, esp. 282, como un malentendido del elaborador latino de la fuente
griega. Frente a los dos criterios distintivos, el de contenidos (katà prágmata) y el
formal (katà prósopa), ya mencionados, conservó el primero en sus tres formas,
fábula, relato histórico y relato dramático, pero redujo las tres modalidades
narrativas formales a la forma dramática dialógica y, sobre todo, separó como dos
clases de narración, in negotiis e in personis, aquello que en su origen era
exclusivamente dos aspectos que participaban en toda narración. De ahí que los
preceptos que aparecen en La inv. ret. y en la Ret. a Her. relativos a la narratio in
personis posita se refieran en realidad al aspecto formal de cualquier tipo de
narración. <<
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[59]
Versos del Medus de PACUVIO. Cf. WARMINGTON, Remains of Old Latin, II, pág.
254. <<
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[60]
Cita de los Annales de ENNIO; cf. O. SKUTSCH, The Annals of Q. Ennius, Oxford,
1985, frag. 216. Apio Claudio Caudex entró en Mesina, Sicilia, el año 264, dando así
origen a la llamada guerra sícula; sobre los acontecimientos históricos, cf. ROLDÁN,
La república romana, pág. 181. <<
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[61]
TERENCIO, Andria, v. 51. <<
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[62]
TERENCIO, Adelphoe, vv. 60-64. <<
ebookelo.com - Página 321
[63]
Breuis (syntomía), aperta (saphéneia), probabilis (pithanótes). Estos objetivos,
que caracterizan en realidad toda forma de narración, son atribuidos por QUINTILIANO,
IV 2, 31, a Isócrates y su escuela, aunque en realidad se pueden encontrar en la
retórica anterior. La Ret. a Alej., 1438b, distingue ya entre criterios formales
(onómata) y de contenido (prágmata), binarismo que pasa a la oposición latina resuerba. Los rétores romanos potenciaron este último aspecto al pasar el tratamiento de
los uerba a la elocutio, con lo que el aspecto formal quedó reducido a sus rasgos
esenciales. En la Retórica a Herenio, 19, 14, el tratamiento de estos aspectos
formales falta por completo; cf. VOLKMANN, Rhetorik, págs. 153 ss.; RIPOSATI,
Problemi, págs. 746-748; LAUSBERG, §§ 294-296; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 82
ss.; CALBOLI MONTEFUSCO, Exordium, págs. 65 ss. <<
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[64]
ACHARD, pág. 85, n. 85, supone que puede referirse a la célebre anécdota de
Escipión Nasica y el poeta Acio que cuenta CICERÓN en De oratore II 68, 276. <<
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[65]
A partir de la Retórica a Herenio y de La invención retórica, y siguiendo la
doctrina aristotélica del prépon (decorum), se acentúa la referencia a las
circumstantiae (perístasis) como elementos imprescindibles para garantizar la
verosimilitud (eikós), que constituye el objetivo fundamental de la narración. De ahí
que la narración más verosímil sea la que se acomoda al mos, la opinio y la natura,
pero también al ethos del hablante; cf. MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 85 ss. <<
ebookelo.com - Página 324
[66]
El problema de la ausencia de narración, ligado al lugar que debe ocupar en el
discurso, era uno de los puntos de desacuerdo entre los rétores Teodoro y Apolodoro.
El primero sostenía la posibilidad de prescindir en determinadas ocasiones de la
narración, mientras que Apolodoro defendía el uso regular de la narración para
informar al oyente; cf. KENNEDY, Art of Persuasion, págs. 338-342. Aunque no se
trata de una casuística fija en cuanto que su uso depende del consilium del orador, era
determinante en ella la consideración del perjuicio posible, caso en el cual se
recomienda de manera general no servirse de ella, como aquí expresa Cicerón (cf.
Part. orat. 5, 15). <<
ebookelo.com - Página 325
[67]
La posición de la narración, que por motivos naturales y lógicos aparece después
del exordio, podía ser alterada en función de las necesidades de la causa. Cicerón es
consciente del problema que, sin embargo, no llegó a tratar nunca al haber
interrumpido la redacción de La invención retórica. En Ret. a Her. III 9, 17 sólo se
hace una breve referencia a esta cuestión. Cf. MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 79 ss., y
KENNEDY, Art of Persuasion, pág. 340. <<
ebookelo.com - Página 326
[68]
La partitio no era considerada una de las partes esenciales del discurso, hasta el
punto de que muchos rétores no la mencionan; mientras que algunos la consideraban
siempre necesaria, pues con ella la causa se hacía lucidior y el juez intentior ac
docilior, para otros su uso constante era peligroso en tanto que podía dar lugar a
inconsistencias entre lo que se anunciaba que se iba a hacer y lo que se hacía
realmente; cf. QUINT., IV 5, 1 ss., y Ret. a Her. I 10, 17. Sobre la partitio en la
retórica antigua cf. MARTIN, Antike Rhetorik, pág. 94; LAUSBERG, §§ 262 y 347;
RIPOSATI, Studi sui Topica, págs. 62 ss.; D. NÖRR, Divisio und Partitio. Bemerkungen
zur römischen Rechtsquellenlehre und zur antiken Wissenschaftstheorie, Berlin,
1972, págs. 28 ss.; y L. CALBOLI MONTEFUSCO, «La funzione della ‘partitio’ nel
discorso oratorio», en A. PENNACINI (ed.), Studi di retorica oggi in Italia, Bolonia,
1987, págs. 69-85. <<
ebookelo.com - Página 327
[69]
El primer tipo de partitio recoge la función de la propositio de QUINTILIANO, III 9,
1 (próthesis), una parte que algunos rétores habían introducido en el conjunto de las
partes del discurso y que ni el auctor ad Herennium (Ret. a Her. I 3, 4) ni Cicerón
recogen, aunque se refieren a ella como una de las partes de la diuisio. Cf. MARTIN,
Antike Rhetorik, págs. 92-94. <<
ebookelo.com - Página 328
[70]
La analogía con los tres exordiorum officia y las tres virtudes de la narración es
indiscutible; cf. MARTIN, Antike Rhetorik, pág. 94. <<
ebookelo.com - Página 329
[71]
Aquí se manifiesta claramente el origen filosófico de estos preceptos. La división
per genera y no per partes presupone de hecho el conocimiento de la descomposición
del género en sus especies, un procedimiento que Cicerón expondrá
pormenorizadamente en los Tópicos. <<
ebookelo.com - Página 330
[72]
La limitación del número de partes representaba la tercera de las características de
la partitio, la paucitas. La Retórica a Herenio, I 10, 17, que no menciona esta
característica, recomienda como regla general que la partitio no comprenda más de
tres partes. <<
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[73]
El término partitio en los textos antiguos tenía fundamentalmente un significado
filosófico, del cual procede el uso retórico. La afirmación de Cicerón sobre la
absoluta carencia de preceptos relativos a la partitio en las artes de los rétores
anteriores resulta polémica por cuanto Hermágoras conocía una partitio en la
oikonomía de las partes retóricas, en la cual, según MATTHES, Hermagoras, págs. 188
ss., habría que ver el origen de la doctrina presente en la Ret. a Her. y en La inv. ret.,
opinión no compartida, sin embargo, por L. CALBOLI MONTEFUSCO, La funzione della
partitio, págs. 74 ss., que entiende la partitio aquí expuesta como una derivación de
la dispositio per argumentationes (cf. Ret. a Her. III 9, 16 ss.). Su inserción entre las
partes orationis se habría verificado en una época reciente y en un ambiente en el
cual el conocimiento de la filosofía debía de ser habitual. <<
ebookelo.com - Página 332
[74]
TERENCIO, Andria, vv. 49 ss. <<
ebookelo.com - Página 333
[75]
La demonstratio, la parte más importante del discurso, recoge la trama
fundamental de la argumentatio ad faciendam fidem y su posición natural en el
discurso se sitúa tras la narratio. En ella se utilizan todos los recursos argumentativos
de la inventio con la finalidad última de la persuasión mediante el docere. De ahí que
todos los preceptos de la inuentio tengan en la demonstratio su fonnalización
práctica. Los tecnógrafos antiguos, y particularmente Cicerón, han presentado una
preceptiva excesivamente pormenorizada. Dividida tradicionalmente en confirmatio
(kataskeué, bebaíosis) y reprehensio (refutatio, antíthesis, lysis) su objetivo es
respectivamente establecer las pruebas positivas o negativas de la causa. Toda la
teoría romana está ya presente en La invención retórica, con una minuciosa tópica
escolar inspirada en Hermágoras que pasaría a QUINTILIANO (V 10, 23) y a los rétores
tardíos, pero que está ausente de los escritos de madurez de Cicerón. <<
ebookelo.com - Página 334
[76]
Sobre los loci argumentorum en la teoría retórica, cf. VOLKMANN, Rhetorik, págs.
175-263; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 95-137, LAUSBERG, §§ 348-430; RIPOSATI,
Problemi, págs. 748 ss.; W. GRIMALDI, «The Aristotelian Topics», Traditio 14 (1958),
1-16, y Studies in the Philosophy of Aristotle’s «Rhetoric», Wiesbaden, 1972, págs.
115 ss.; M. C. LEFF, «The Topics of Argumentative Invention in Latin Rhetorical
Theory from Cicero to Boethius», Rhetorica 1 (1983), 23-44. <<
ebookelo.com - Página 335
[77]
Comienza aquí la exposición de los loci que termina en 28, 43. El principio de
división de los loci viene determinado por los status causae, ya que status y
argumenta se interfieren y entrecruzan. La relación entre ambos conceptos es
desarrollada por Cicerón en el libro segundo. La Retórica a Herenio, por el contrario,
estudia las argumentationes según los diferentes géneros de causa, especialmente los
relativos al género judicial. <<
ebookelo.com - Página 336
[78]
La teoría retórica latina se aparta del concepto aristotélico del tópico como
estrategia de inferencia y entiende la teoría de los loci como la materia genérica del
discurso retórico. Cicerón divide la argumentorum sedes en once atributos de las
personas (personis adtributa; I 24, 34 - 25, 36) y cuatro grupos de atributos de las
cosas (negotiis adtributa; I 26, 37 - 28, 43; cf. De orat. II 27, 118 ss.). En su origen,
la teoría aquí recogida procede de la filosofía estoica, de la que Hermágoras tomó el
concepto de perístasis (circumstantia) adaptándolo a sus esquemas retóricos. Cf.
KROLL, Rhetorik, pág. 1094; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 17 ss.; MATTHES,
Hermagoras, págs. 125 ss.; KENNEDY, Art of Persuasion, pág. 305.; RIPOSATI,
Studisui Toica, págs. 170 ss.; LEFF, Topics, pág. 26-27. <<
ebookelo.com - Página 337
[79]
Nomen, natura, uictus, fortuna, habitus, affectio, studia, consilia, facta, casus,
orationes. El modo en que los personis adtributa son clasificados varía mucho en los
diferentes rétores, aunque todos dependen de Cicerón o de Quintiliano (V 10, 24-30).
<<
ebookelo.com - Página 338
[80]
La affectio es fundamentalmente un estado alterado de la mente que excluye la
cogitatio y da origen a la impulsio como motor de las acciones (cf. infra, II 5, 17). La
affectio permite al orador obtener fácilmente conjeturas de las personas implicadas
dada la evidencia con que se manifiestan las emociones y la secuencialidad de las
acciones a que dan origen (cf. infra, II 9, 30). Sin embargo, el conocimiento teórico
de la affectio no agota la capacidad de recurrir a ella. Tanto el defensor como el
acusador podrá demostrar la uis et natura de la affectio y usar la exemplorum
commemoratio y la similitudinum conlatio para la obtención de sus respectivos fines.
En la amplificatio, el acusador insistirá en la potencialidad de la affectio en cuestión
(cf. II 5, 19), en tanto que el defensor tratará de hacerla soportable para los oyentes y
justificarla (cf. II 8, 25). Cf. S. CITRONI MARCHETTI, «L’avvocato, il giudice, il reus.
La psicologia della colpa e del vizio nelle opere retoriche e nelle prime orazioni di
Cicerone», Materiali e Discusioni 17 (1986), 93-124, esp. 95 ss. <<
ebookelo.com - Página 339
[81]
El Studium (cf. II 9, 31) constituye una manifestación de carácter pasional que
surge de una determinación libre del espíritu y se opone a consilium (vid. nota
siguiente), que implica una actividad reflexiva previa. <<
ebookelo.com - Página 340
[82]
Consilium (cf. II 9, 31) es tanto la cualidad por la cual se adoptan las decisiones
que convienen a las circunstancias como la influencia que se puede ejercer sobre los
otros mediante el consejo o la autoridad, acepción que lo aproxima al término
auctoritas. El significado está muy próximo también al de prudentia (cf. II 53, 160).
<<
ebookelo.com - Página 341
[83]
Los atributos de las cosas (adtributa negotiis) reciben por parte de Cicerón un
análisis más sistemático que los de las personas. La división que aquí establece en
cuatro grupos (continentia cum ipso negotio, ipsius negotii gestione, adiuncta
negotio, consecutio) es, sin embargo, abandonada en las obras posteriores de CICERÓN
(De orat. II 39, 163; Tóp. 2, 8 ss.), estableciendo un sistema mucho más confuso que
el aquí presentado; cf. RIPOSATI, Studi sui «Topica», págs. 31 ss.; MARTIN, Antike
Rhetorik, págs. 112 ss.; LAUSBERG, §§ 377-399. <<
ebookelo.com - Página 342
[84]
El argumentum a loco es especialmente importante en el status coniecturae para
demostrar la verosimilitud de la acción, mientras que en el status flnitionis y en el
status qualitatis sirve para la calificación jurídica de la acción, por ejemplo la
definición del hecho o la aceptación de eximentes como el azar o la necesidad; cf. II
31, 96; Ret. a Her. II 4, 7 (donde estas circunstancias son incluidas entre los signa).
<<
ebookelo.com - Página 343
[85]
La misma distinción entre tempus y spatium aparece en la Retórica a Herenio (II
4, 7), pero el desarrollo en ella es menos abstracto, dado que el autor está discutiendo
los preceptos del género judicial. De los aquí presentados por Cicerón, unos, los
referidos al futuro, son especialmente adecuados para el género deliberativo; los
otros, los referidos al pasado, afectan más específicamente al género judicial. <<
ebookelo.com - Página 344
[86]
El locus a modo (o a ratione) indica la manera de llevarse a cabo la acción, tanto
en lo que se refiere a su ejecución externa como a la disposición psíquica del autor.
De ahí que la división del modus se base en el animus del agente. <<
ebookelo.com - Página 345
[87]
Esta aparente contradicción es explicada por FORTUNACIANO, R. L. M., pág. 104,
HALM; y VICTORINO, R. L. M., pág. 225, HALM, al señalar que los actos realizados
abiertamente son caracterizados por la violencia, la pasión o las amenazas, y los actos
que se hacen en secreto lo son por el engaño y el fraude. Cf. infra, II 32, 99. <<
ebookelo.com - Página 346
[88]
Locus a finitione. Cf. QUINT., V 10, 54. En esencia coincide con el status
finitionis (cf. supra, I 11, 36), aunque el aquí mencionado se usa como ayuda de la
argumentación en cualquier lugar de la demostración. <<
ebookelo.com - Página 347
[89]
Esta distinción entre lo necesario y lo probable en la que Cicerón basa toda la
fuerza de la argumentación oratoria procede de ARISTÓTELES (Ret. 1357a30 ss.;
1402a9 ss.). La argumentatio necessaria se asemeja al tekmérion de Aristóteles,
mientras que la probabilis parece comprender el eikós y el semeîon. Sin embargo, la
argumentatio probabilis plantea un problema por cuanto Cicerón presenta aquí una
doble concepción. La primera, en 29, 46 ss., divide la argumentación probable en tres
tipos que, a su vez, pueden ser uerisimilia o uera, concepción que se contradice con
la anterior de argumentatio probabilis y necessaria, pues un uerum probabile es un
necessarium. La segunda concepción aparece en 30, 47 ss., donde Cicerón divide el
probabile en signum, credibile, iudicatum y comparabile. Entre las categorías de
ambas concepciones existen correspondencias desde el punto de vista del contenido
(la similitudo, por ejemplo, es muy parecida al comparabile). Sólo esta segunda
concepción es retomada, junto con los signa necessaria, en la reprehensio (cf. infra, I
42, 79-46, 86). Según ADAMIETZ, Ciceros «De inventione», pág. 39, la primera
concepción procede con toda seguridad de alguna fuente secundaria. El tratamiento
de la Retórica a Herenio (II 2, 3 ss.) es diferente, pues en lugar de referirse de entrada
a los principios lógicos, ordena las pruebas por géneros y, en el interior del género
judicial, por estados de causa. <<
ebookelo.com - Página 348
[90]
Complexio (comprehensio en I 45, 83). Cf. en ARISTÓTELES, Ret. 1399a20, el
tópico perí dyoîn kai antikeiménoin, y Ret. a Her., II 24, 38 (duplex conclusio, con un
desarrollo más amplio que el que aquí presenta Cicerón) y IV 40, 52 (diuisio). El
ejemplo que utiliza Cicerón parece proceder también, como los de la Ret. a Her., del
Cresfontes de ENNIO y de una obra desconocida. <<
ebookelo.com - Página 349
[91]
Cf. en ARISTÓTELES, Ret. 1398a30, Tóp. 109b13 ss., y An. Pr. 46a31 y b36-37, el
topos de la división lógica (ek diairéseos); Cíe, Tóp. 5, 28; 22, 83; De orat. II 39,
165; y QUINT., V 10, 66 ss. y VII 1, 31 ss.; RIPOSATI, Studi sui «Topica», pág. 98.
Sobre la inclusión de este procedimiento entre las figuras retóricas en la Retórica a
Herenio (diuisio), cf. IV 29, 40. En Cicerón (cf. infra, I 52, 98), la enumeracio es
también una parte de la conclusio, mientras que en la Retórica a Herenio (I 10, 17) es
una parte de la diuisio. <<
ebookelo.com - Página 350
[92]
Cicerón recoge la definición de probabile (eikós) de ARISTÓTELES (Ret. 1357a34)
como «aquello que sucede la mayoría de las veces» (hós epì tò polý), pero sólo en
cuanto que coincide, a su vez, con una opinión generalmente admitida (éndoxos), una
opinión contra la que se expresó duramente PLATÓN (Fedro 272c) en su crítica contra
Gorgias y Tisias. <<
ebookelo.com - Página 351
[93]
Una definición exacta de la similitudo (parabolé) no aparece en ninguna de las
obras de Cicerón. En la Ret. a Her. (IV 45, 59) la similitudo tiene un carácter general
y puede adaptarse a usos tanto lógicos como retóricos. Su naturaleza radica en toda
semejanza objetiva entre los términos en comparación y constituye uno de los
instrumentos más útiles en la argumentación. Mientras que en la Ret. a Her. la
similitudo se articula en cuatro tipos, en La inv. ret. forma parte del probabile y se
divide en imago, conlatio y exemplum. Ambas clasificaciones, que responden bien a
las exigencias de la escuela, fueron abandonadas por Cicerón en sus obras de
madurez (cf. De orat. II 40, 168; Part. orat. 2, 7; Tópicos 3, 11; 15; 10, 41). En
realidad, como señala QUINTILIANO (V 11, 1), la similitudo no tiene nada que ver con
la causa, pues pertenece a los loci extrinseci o artificiales. Cf. J. MARTIN, Antike
Rhetorik, págs. 119-122, y RIPOSATI, Studi sui «Topica», págs. 99 ss. <<
ebookelo.com - Página 352
[94]
Cicerón parafrasea unos versos citados por ARISTÓTELES (Ret. 1397al4) que han
sido atribuidos a los poetas trágicos Agatón o Teodectes. <<
ebookelo.com - Página 353
[95]
Cf. ARIST., Ética Eud. 1237b. <<
ebookelo.com - Página 354
[96]
El ejemplo, aunque atribuido a un personaje llamado Diomedonte, procede de un
pasaje de la Retórica de ARISTÓTELES (1397a26). <<
ebookelo.com - Página 355
[97]
Cicerón comienza aquí la segunda concepción del probabile, que será la que
retome en la refutación (cf. infra, 42, 78 ss.). RIPOSATI, Studi sui «Topica», pág. 100,
intenta conciliar ambas concepciones incluyendo en el primer grupo de la primera
concepción (id quod fere solet fieri) el signum y el credibile de la segunda, en el
segundo grupo (id quod in opinione positum est) el iudicatum (a su vez dividido en
religiosum, commune y adprobatum), y en el tercero (quod habet ad haec quandam
similitudinem) la imago, la conlatio y el exemplum. Sobre esta compleja cuestión cf.
ADAMIETZ, Ciceros «De inventione», págs. 39 ss. <<
ebookelo.com - Página 356
[98]
Signum. Cf. Ret. a Her., II 4, 6. Aquí Cicerón define el indicio de una manera que
recuerda a la Ret. a Alej. (1430b), mediante ejemplos típicos bastante heterogéneos
tomados tanto de la práctica judicial como de la tradición retórica. El indicio,
entendido como un antecedente que remite a un consecuente según el esquema
sobreentendido de la implicación, muestra la división en pasado, presente y futuro.
Sobre la teoría del indicio en la retórica latina, cf. C. CRAPIS, «Les indices dans la
rhétorique latine», Versus 50 (1988), 175-197. <<
ebookelo.com - Página 357
[99]
Iudicatum. La traducción como prejuzgado pretende mantener la ambigüedad del
término latino que puede referirse tanto a la esfera judicial (cosa juzgada) como a la
filosófica. Cicerón individualiza y romaniza el concepto, que se corresponde con el
éndoxon de Aristóteles, e incluye en él la sanción religiosa (religiosum), propia de los
senadores o equites que juran, en su calidad de jurados o jueces, el approbatum, que
se basa en la auctoritas en tanto que fuente de valores, y el iudicium, individual (un
acto de un magistrado) o colectivo (una aprobación plebiscitaria). Cf. A. MICHEL,
Rhétorique et philosophie, pág. 486. Sobre el iudicatum judicial, cf. infra, II 22, 68 y
54, 162. <<
ebookelo.com - Página 358
[100]
Tiberio Sempronio Graco, cónsul el 177 y el 163, censor el 169. El uso estricto
de su poder durante la censura provocó una fuerte oposición y fue acusado de
traición. Su colega Claudio Pulcro, encausado con él, estuvo a punto de ser
condenado, pero Graco rechazó un veredicto diferente para él y ambos fueron
absueltos. <<
ebookelo.com - Página 359
[101]
Imago, collatio, exemplum. Frente a la Ret. a Her. (IV 49, 62), que incluye el
exemplum, la similitudo y la imago entre las figuras retóricas, Cicerón entiende estos
tres conceptos como las formas más simples de argumentación per similitudinem. La
conlatio es identificada en los Tópicos, 10, 42, con la inductio, el procedimiento
inductivo que aquí (cf. infra, 31, 51) aún permanece diferenciado de la conlatio,
entendida como simple relación o convergencia de varias cosas entre sí. En cuanto al
exemplum, Cicerón tiene especial cuidado en diferenciarlo de la conlatio, tanto aquí
como en los Tópicos (10, 43), donde la similitudo per comparationem, basada en el
examen individual de las cosas, procede con un método más experimental que
intelectivo, bastando con que los elementos comparados presenten algún vínculo, por
accidental que sea, que explique el significado de la comparación. En cuanto a los
precedentes de esta concepción, la mayoría proceden de las obras de ARISTÓTELES (cf.
Tóp. 105a, 114b, 156b; Ret. 1397a, 1398a, 1402b; y las referencias en RIPOSATI, Studi
sui «Topica», págs. 105-106). <<
ebookelo.com - Página 360
[102]
Todo proceso argumentativo debe ser realizado per inductionem (31, 51 - 33, 57)
o per ratiocinationem (34, 57 - 41, 77), términos con los cuales Cicerón describe
procesos de razonamiento retórico, no lógico. Lo que califica de inducción podría ser
descrito con mayor precisión como «procesos analógicos», en tanto que la deducción
no se refiere al silogismo lógico sino al silogismo retórico (epiquerema). La
diferencia entre ambos métodos es que la inductio busca la credibilidad mediante una
relación de semejanza (exemplum), mientras que en la ratiocinatio la relación
procede de la misma naturaleza de las cosas que se discuten. La aplicación retórica de
ambos métodos procedería de Hermágoras según MATTHES, Hermagoras, pág. 208:
per inductionem = kat’epagogén; per ratiocinationem = katà parádeigma. La Ret. a
Her., en la línea de reducción teórica que se observa con respecto al original del que
ambos tratados dependen, omite toda referencia al procedimiento per inductionem,
aunque utiliza el parádeigma (exemplum) como figura retórica (cf. IV 49, 62). Sobre
ambos procedimientos probatorios en la teoría retórica cf. VOLKMANN, Rhetorik, pág.
195; LAUSBERG, §§ 371 ss.; KENNEDY, Art of Persuasion, págs. 96 ss.; MARTIN, Antike
Rhetorik, págs. 120 ss. y 136 ss.; MICHEL, Rhétorique et philosophie, págs. 489 ss.;
MATTHES, Hermagoras, págs. 203-208. <<
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[103]
La inductio pone en relación con la causa el exemplum (parádeigma) basado en
la similitudo, que es una probatio traída de fuera, por lo que se encuentra próxima a
las pruebas inartísticas. El método lógico correspondiente es la epagogé (cf. ARIST.,
Ret. 1356b5 ss.), cuya base de credibilidad está formada por un hecho indubitable
exterior a la causa que presenta una relación de semejanza. Pero frente a la inducción
lógica, que demuestra a partir de todos los casos individuales, el ejemplo no connota
un género o una especie sino que implica tan sólo una inclusión parcial. Es, pues, el
ejemplo el correlato inductivo del entimema en cuanto que propone generalizaciones
probables que o son persuasivas por sí mismas o lo son como premisas plausibles de
un silogismo (cf. ARIST., Tóp. 105a10 ss. y Anal. Pr. 69a). El razonamiento per
inductionem que permite pasar de lo particular a lo general era usado especialmente
por filósofos y políticos (género deliberativo) pero se adaptaba con dificultad a las
exigencias de las causas judiciales, un procedimiento que sustancialmente se dirige a
la razón de los oyentes para que establezcan las mismas analogías que el orador y
demostrar así la credibilidad de la propuesta. <<
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[104]
Se trata de Esquines de Esfeto, el «socrático», autor de diálogos, amigo y
discípulo de Sócrates y adversario de Platón. Aspasia de Mileto, célebre cortesana
amante de Pericles, tenía fama de mujer intelectual, por lo que fue atacada
políticamente y era objeto de burla para los escritores de comedia. <<
ebookelo.com - Página 363
[105]
Sobre la conversación (sermo) en Roma y sus reglas retóricas, cf. Ret. a Her. III
13, 23 ss. y C. LÉVY, «La conversation à Rome à la fin de la République: des
pratiques sans théorie?», Rhetorica 11 (1993), 398-414. <<
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[106]
Cf. un análisis del proceso en R. J. BONNER y G. SMITH, «Administration of
Justice in Boeotia», Classical Philology 40 (1945), 11-23, esp. 18 ss. La acusación
contra Epaminondas, que tuvo lugar el año 369, se basó en que el beotarca se había
excedido en sus instrucciones en la primera campaña del Peloponeso llevando la
guerra fuera de los límites que le habían sido asignados (cf. NEPOTE, Epaminondas 8).
<<
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[107]
Sobre el procedimiento aquí mencionado del scriptum et uoluntas, cf. infra, II
42, 121 - 48, 143 y Ret. a Her. II 9, 13 ss. <<
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[108]
Sobre el uso de las exceptiones en el procedimiento judicial romano y su relación
con la retórica, cf. infra, II 19, 57. <<
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[109]
Con el término de ratiocinatio Cicerón se refiere al epiquerema, una forma más
compleja del entimema o silogismo deductivo retórico en el que la conclusión
representa una aplicación particular de la premisa mayor en la menor. Como en el
caso del entimema, su campo de acción es lo probable y se diferencia de la inductio
en que la credibilidad no se busca a través del exemplum sino mediante la naturaleza
misma de las cosas. En su forma más completa se compone de cinco partes:
propositio, propositionis adprobatio, adsumptio, adsumptionis adprobatio,
complexio, aunque alguna de éstas puede faltar. En La invención retórica, la conexio
propositionum se produce siempre bajo la forma de razonamientos hipotéticos, en los
que se comienza por establecer ciertas condiciones previas, a partir de los cuales se
deduce una conclusión. La teoría del epiquerema es postaristotélica, probablemente
estoica; cf. VOLKMANN, Rhetorik, pág. 192; W. KROLL, «Das Epicheirema»,
Sitzungsberichte der Akademie des Wissens, in Wien, Philos. hist. Kl. 212, 2 (1936),
1-19; y MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 105 ss. <<
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[110]
La oscilación entre cinco y tres partes en el epiquerema se debe al hecho de
tratarse de silogismos hipotéticos, esto es, silogismos que no se basan en premisas
verdaderas sino probables, al contrario que el razonamiento silogístico aristotélico
que comprende sólo tres partes: las dos premisas, que no necesitan prueba, y la
conclusión. En Ret. a Her. II 18, 28, el auctor recoge también la doctrina de las cinco
partes del epiquerema, pero ni el orden ni la terminología coinciden con la que aquí
expone Cicerón. Las correspondencias entre Cicerón y la Retórica a Herenio, tal
como ha establecido KROLL, Das Epicheirema, pág. 7, son las siguientes: A
propositio + A1, propositionis adprobatio = exornado; B adsumptio = ratio, B1,
adsumptionis adprobatio = rationis confirmado; C complexio = propositio +
complexio. Sin embargo, la división de la Retórica a Herenio no responde a un
verdadero silogismo retórico sino a una especie de tratamiento literario del silogismo.
<<
ebookelo.com - Página 369
[111]
El razonamiento procede de la filosofía estoica, como se deduce de la
comparación con De nat. deor. II 8, 21, donde CICERÓN atribuye explícitamente a
Zenón la siguiente tesis: «Lo que razona es mejor que lo que no razona. El mundo es
lo mejor. Por lo tanto, el mundo está dotado de razón». Cf. MICHEL, Rhétorique et
philosophie, pág. 183. <<
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[112]
La afirmación de Cicerón es difícil de probar con respecto a Aristóteles, pues
esta forma de epiquerema, o algo comparable, no se encuentra en sus escritos
retóricos (cf. ARIST., Ret. 1356b1 ss., y MATTHES, Hermagoras, pág. 208). Aunque el
término epikheíréma aparece en los Tópicos, se refiere claramente al silogismo
dialéctico y falta en él toda aplicación retórica, al contrario que el entimema (cf. W.
KROLL, Das Epicheirema, pág. 10). En cuanto a Teofrasto, es imposible demostrar la
dependencia de la teoría expuesta por Cicerón como pretenden KROLL, Das
Epicheirema, pág. 16, y ADAMIETZ, Ciceros «De inventione», pág. 40, n. 1. En un
origen estoico del epiquerema piensan POHLENZ, Die Stoa, II, pág. 29; MICHEL,
Rhétorique et philosophie, págs. 183 ss.; y KENNEDY, Art of Persuasion, pág. 317. Lo
único que se puede afirmar con seguridad es que la teoría de las cinco partes del
epiquerema era conocida bastante antes de Cicerón y puede suponerse que también la
conocía Hermégoras, que representaría, según MATTHES, Hermagoras, pág. 208, la
fuente intermedia entre la teoría estoica del epiquerema y la de Cicerón. <<
ebookelo.com - Página 371
[113]
Cf. una afirmación semejante en Ret. a Her. II 23, 35. La formulación está
posiblemente relacionada con la polémica entre rétores y filósofos a propósito de la
educación ideal, en la cual Hermágoras se pronunció decididamente en contra de la
formación filosófica. La solución de Cicerón consistió en englobar en una enkýklios
paideía, de naturaleza retóricoisocrátea, la disputa con los filósofos, resolviéndola así
en un equívoco humanismo retórico. Cf. K. BARWICK, Das rednerische Bildungsideal
Ciceros, passim; G. CALBOLI, «La formazione oratoria di Cicerone», Vichiana 2
(1965), 3-30. <<
ebookelo.com - Página 372
[114]
Cf. una formulación semejante en CIC., De leg. II 5, 11. Este mismo
razonamiento sobre la razón de Estado, pero mucho más sutil y ampliado con la idea
de la legítima defensa, será el eje de la defensa empleada por Cicerón en el Pro
Milone. Sobre la compleja cuestión de la interpretación de las leyes en el derecho
romano de finales de la República, cf. M. DUCOS, Les romains et la loi, París, 1984,
págs. 211-338. <<
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[115]
El ejemplo está tomado también del proceso de Epaminondas (supra, 33, 55-56),
pero allí se hace desde el punto de vista de la defensa, como si se tratara de un tema
de controversia. Sobre el uso de la ratiocinatio en los discursos de Cicerón, cf. R.
PREISWERK, De inuentione orationum Ciceronianarum, Basilea, 1905, y G. ACHARD,
Pratique rhétorique et idéologie politique dans les discours «optimates» de Cicéron,
Leiden, 1981. <<
ebookelo.com - Página 374
[116]
Los jueces prestaban juramento al constituirse como tribunal (iurati iudices); cf.
GREENIDGE, The Legal Procedure, págs. 270 y 474. <<
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[117]
El tema de la perfidia cartaginesa era proverbial en Roma y constituía un
frecuente tema de las controversias retóricas; cf. LIVIO, XXI 4, 9, sobre la perfidia
plus quam Punica de Aníbal, y BONNER, Roman Declamation, pág. 22. <<
ebookelo.com - Página 376
[118]
Sobre la uarietas y la satietas en la teoría retórica, cf. Ret. a Alej. 1434a37 ss.;
ARIST., Ret. 1371a25; Ret. a Her. IV 11, 16; CIC., De orat. III 9, 32; Orat. 52, 174;
QUINT., IX 4, 43; y G. CALBOLI, «La sinonimia latina fino alla prosa classica»,
Quaderni dell’Istituto di Glottologia di Bolonia 8 (1964-1965), 21-66, esp. 25. <<
ebookelo.com - Página 377
[119]
El pasaje está probablemente corrupto y se ha propuesto subsanarlo de diferentes
maneras. El texto que seguimos es una propuesta de Achard basándose en Victorino y
en manuscritos de la familia de los integri. En cualquier caso, es seguro que Cicerón
aconseja el uso de ejercicios escritos, una actitud muy distinta de la que expresa el
desconocido auctor ad Herennium. <<
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[120]
La reprehensio (confutatio en Ret. a Her. I 3, 4; sobre los diversos términos
utilizados en la retórica romana, cf. LAUSBERG, § 430) constituye la tarea fundamental
del defensor (QUINT., V 13, 1). Mientras que en la Ret. a Her. la confutatio no recibe
un tratamiento independiente y los preceptos de la confirmatio deben ser aplicados
también a la refutación (cf. Ret. a Her. I 10, 18; II 18, 27; III 2, 3 ss.; 6, 10), en La
invención retórica se analiza la reprehensio siguiendo el mismo plan presentado en la
confirmatio, esto es, distribuyendo las reglas según los diferentes adtributa y la
argumentatio probabilis et necessaria. En II 3, 11 ss. son mencionadas las reglas
especiales que deben usarse en la confutatio para los tres genera causarum. Cicerón
analiza cuatro modos de reprehensio. Los tres primeros sirven para la refutación de
los argumentos del adversario mediante la aplicación de la doctrina de las
argumentationes uitiosae (tratadas en Ret. a Her. II 20, 31-29, 46), mientras que el
cuarto se basa en la fuerza de las argumentaciones aducidas y era típico de las causas
del género deliberativo. Sobre el uso de la reprehensio en los oradores y rétores
griegos y latinos, cf. el amplio tratamiento de VOLKMANN, Rhetorik, págs. 239 ss., y
MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 124-133. <<
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[121]
La refutación del primer punto se divide en posible (43, 80-44, 83) y necesaria
(45, 83-46, 86), de acuerdo con la clasificación dada en 29, 44 y 46. <<
ebookelo.com - Página 380
[122]
De los cinco procedimientos de refutación mencionados aquí por Cicerón sólo
los dos últimos presentan correspondencias con la expositio uitiosa de la Retórica a
Herenio (II 20, 32-33). Sólo el ejemplo de Curión es utilizado allí. <<
ebookelo.com - Página 381
[123]
Cf. el uitium exornationis de Ret. a Her. II 29, 46 y el tratamiento, prácticamente
idéntico, en la refutación del comparabile que presenta Cicerón en la controversia ex
ratiocinatione (infra, II 50, 151). <<
ebookelo.com - Página 382
[124]
Cf. Ret a Her. II 24, 38 y 26, 42. La falsa comprehensio, primera forma del
uitiosum necessarium, es idéntica a la duplex conclusio uitiosa de la Ret. a Her. (cf. II
24, 38). Los versos utilizados como ejemplos en ambos escritos son usados sin
embargo de manera diferente. Los que aquí utiliza Cicerón aparecen en Ret. a Her. II
26, 42 como explicación de la uitiosa confutatio rationis, un uitium que se
corresponde con el inconstans de La invención retórica (cf. infra, 50, 93). La
explicación de este cambio puede deberse al hecho de que Cicerón pasó a la
comprehensio el exemplum transmitido en Ret. a Her. 26, 42, al que une la respuesta
que en Ret. a Her. aparece en 24, 38, e incluye en el inconstans dos ejemplos propios,
o bien, en Ret. a Her. es preferido en la duplex conclusio el ejemplo del Cresphontes
y en la uitiosa confutatio rationis utiliza el ejemplo original. Cf. ADAMIETZ, Ciceros
«De inventione», págs. 45-46. <<
ebookelo.com - Página 383
[125]
Este segundo modus reprehensionis, que utiliza el procedimiento ya mencionado
de la ratiocinatio, no se encuentra en la Retórica a Herenio. <<
ebookelo.com - Página 384
[126]
La conclusión lógica sería: «No te presentaste en el campamento». Sin embargo,
el adversario no emplea los verbos proficisci «partir, ir» y uenire «llegar» en su
significado exacto. <<
ebookelo.com - Página 385
[127]
La relación entre el falsum y el credibile ya ha sido mencionada. Cf. supra, 43,
80, y Ret. a Her. II 26, 41. <<
ebookelo.com - Página 386
[128]
Cf. Ret. a Her. II 25, 40. Probablemente se trata de unos versos del Medus de
Pacuvio. Podrían ser las palabras de Medea que acude para vengar a Eetes. <<
ebookelo.com - Página 387
[129]
Se refiere a P. Cornelio Escipión Africano, el vencedor de Zama. En cuanto a
Tiberio Graco, fue cónsul el 177 y 163 y censor el 169; cf. LIVIO, XXXVIII 57. <<
ebookelo.com - Página 388
[130]
Senarios yámbicos de la Medea exul de Ennio. Cicerón menciona seis versos
menos que la Ret. a Her. de la cita de Ennio (cf. Ret. a Her. II 22, 34). No se sabe si
aquéllos son un añadido del auctor o por el contrario suponen una reducción por
parte de Cicerón. <<
ebookelo.com - Página 389
[131]
Las dos primeras formas de la mala definitio se corresponden con el noveno caso
de la uitiosa confirmatio rationis de la Ret. a Her. (II 26, 41). La tercera falta en la
Ret. a Her. <<
ebookelo.com - Página 390
[132]
Cf. Ret. a Her. II 25, 39. Es una cita del Tyestes de Ennio. <<
ebookelo.com - Página 391
[133]
Sobre el ejemplo de Ulises y Áyax, cf. Ret. a Her. II 18, 28 ss. <<
ebookelo.com - Página 392
[134]
El uitium del turpe, así como los dos siguientes (offensum, contrarium),
constituyen una unidad, pues la base del rechazo es la misma en los tres casos. Sólo
el segundo (offensum) presenta un elemento correspondiente en la Ret. a Her. (II 27,
43) <<
ebookelo.com - Página 393
[135]
La lex Seruilia iudiciaria, presentada el 106 por el cónsul Q. Servilio Cepión,
suprimió la participación de los equites como jurados de los juicios para entregar esta
competencia exclusivamente a los senadores. No se sabe si los equites fueron
completamente excluidos de los tribunales, como el texto sugiere, o sólo
parcialmente. Es posible que la reforma sólo afectara a la importante quaestio
repetundarum. Cf. ROLDÁN, La república romana, pág. 447. <<
ebookelo.com - Página 394
[136]
Alejandro es un personaje frecuente en los ejemplos de los rétores; cf. Ret. a
Her. IV 22, 31; SÉN. RÉT, Suas. I 1, 1; Controu. VII 9, 19; QUINT., Ill 8, 16; y
BONNER, Roman Declamation, pág. 16. <<
ebookelo.com - Página 395
[137]
Es éste uno de los escasos ejemplos de retórica deliberativa utilizados en esta
parte general de la argumentación. Las alusiones a la vida militar son escasas en
Cicerón. <<
ebookelo.com - Página 396
[138]
En la segunda parte del tercer modas reprehensionis, que se inicia aquí,
continúan las correspondencias con la Ret. a Her. Los cuatro primeros uitia de La inv.
ret. se corresponden con los recogidos en la Ret. a Her. II 27, 43-44, aunque la
redacción del segundo está más desarrollada en la obra del auctor. Los tres puntos de
que consta allí están resumidos en uno solo en Cicerón, quien, sin embargo, mantiene
el ejemplo de Anfión pese a la ausencia de la parte teórica correspondiente. <<
ebookelo.com - Página 397
[139]
Erifila era esposa de Anfiarao, rey de Argos. Cuando Adrasto le pidió a Anfiarao
que participara en la expedición de los Siete contra Tebas éste se negó, pero aceptó
seguir la decisión que tomara su esposa. Erifila se dejó sobornar por un regalo de
Polinices, el collar de Harmonía. Fue asesinada por su hijo Alcmeón. Cf. P. GRIMAL,
Diccionario de la mitología, s. v. La cita de Cicerón debe de estar inspirada en alguna
tragedia desconocida. <<
ebookelo.com - Página 398
[140]
Las cuatro formas de uitiosa ratio que expone Cicerón a continuación, falsa,
infirma, eadem, parum idonea, se corresponden con el tratamiento de las uanae
rationes de la Ret. a Her. (II 23, 35-24, 37), aunque en esta última son seis las formas
que presenta. Cf. ADAMIETZ, Ciceros «De inventione», pág. 51. <<
ebookelo.com - Página 399
[141]
PLAUTO, Trin. 23-26. El mismo ejemplo es citado en la Ret. a Her. II 23, 35. <<
ebookelo.com - Página 400
[142]
Este cuarto modus reprehensionis, como antes el segundo, falta por completo en
la Retórica a Herenio. Aunque Cicerón no desarrolla en este pasaje los conceptos
aequum, necessarium, utile y honestum aquí mencionados, que constituyen los cuatro
objetivos fundamentales del genus deliberatiuum, en el segundo libro contiene
continuas referencias a ellos. Cf. 17, 54: definitio; 25, 76: comparatio; 28, 85: relatio
criminis; 29, 89 y 30, 94: remotio criminis; 32, 100: purgatio; 35, 107 y 36, 109:
deprecado; 41, 119: controuersia ex ambiguo; 45, 134 y 46, 135 y 48, 141: contr. ex
scripto et sententia; 49, 145: contr. ex contrariis legibus); ADAMIETZ, Ciceros «De
inventione», pág. 77, n. 2. <<
ebookelo.com - Página 401
[143]
La digressio (parékbasis) constituye desde los inicios de la retórica (MARTIN,
Antike Rhetorik, pág. 54, la localiza ya en Córax) una de las formas narrativas
individualizadas en el ámbito de la narratio. Se trata por lo general de la exposición
de algo que no tiene nada que ver con la cuestión objeto de iudicatio y era utilizada
para la alabanza y el reproche o como medio de transición mediante amplificaciones.
Hermágoras habría incluido la digressio entre las partes del discurso, entre la
argumentación y el epílogo. En la retórica latina fue rechazada como parte del
discurso y se la considera más como un recurso funcional de contenido no sólo
epidíctico, descriptivo o narrativo sino sobre todo emotivo (QUINT., IV 3, 15) al cual
recurre el orador en caso necesario (CIC., De orat. II 77, 312). Su uso se difundió de
modo tan indiscriminado que QUINTILIANO (IV 3, 2 ss.) reprocha a los patroni su
excesivo uso de ella. Aunque su posición varía a lo largo del discurso (puede ser
usada en el exordio, en la narración, en la argumentación o en el epílogo), su lugar
más frecuente es entre la narratio y la argumentatio, donde adquiría una función
preparatoria para obtener la captatio beneuolentiae, como si se tratase de un nuevo
exordio. La narratio extra causam que CICERÓN menciona en I 19, 27 se diferencia de
la digressio precisamente en la desviación a recto itinere. Sobre la digressio, cf.
VOLKMANN, Rhetorik, págs. 165 ss.; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 89 ss.;
LAUSBERG, §§ 340-342; RIPOSATI, Studi sui Topica, págs. 265 ss.; KENNEDY, Art of
Persuasion, págs. 314 ss.; CALBOLI MONTEFUSCO, Exordium, págs. 73-77. <<
ebookelo.com - Página 402
[144]
Cf. infra, II 15, 47 ss. De hecho, Cicerón empleará abundantemente la digresión
en sus discursos; cf. G. NEUMEISTER, Grundsätze der forensichen Rhetorik gezeigt an
Gerichtsreden Reden Ciceros, Múnich, 1964, y W. STROH, Taxis und Taktik. Die
advokatische Dispositionskunst in Ciceros Gerichtsreden, Stuttgart, 1975. <<
ebookelo.com - Página 403
[145]
La conclusio (el término alterna con peroratio y epilogas; sobre estas variantes
terminológicas, cf. LAUSBERG, § 431; MARTIN, Antike Rhetorik, pág. 147) es una
captatio beneuolentiae final que sirve al orador para conseguir definitivamente el
favor de los jueces recurriendo para ello a la res misma y a los adfectus (QUINT., VI 1,
1). El orador debe pues en la conclusio no sólo recordar brevemente al oyente todo lo
tratado en la argumentatio sino también excitar sus sentimientos para provocar la
animadversión contra el oponente o la conmiseración con su defendido y representa
funcionalmente una especie de réplica del exordio, con el que presenta semejanzas
(ambas sirven ad impellendos animos y se valen de tres elementos comunes: la
agresión al adversario, el elogio de sí mismo y la obtención de la atención del oyente)
pero también diferencias, especialmente en el campo de la léxis, de la actio
(sobreexcitada y ampulosa en la conclusión) y del páthos. Cf. CALBOLI MONTEFUSCO,
Exordium, págs. 81-84. Sobre los diferentes medios estilísticos a los que recurre
Cicerón en el epílogo de sus discursos, cf. CLASSEN, Recht, Rhetorik, Politik, págs.
174 ss., y M. WACHTLER, Der Epilog in der römischen Rhetorik, Innsbruck, 1973,
págs. 135 ss. <<
ebookelo.com - Página 404
[146]
Enumeratio, indignatio, conquestio. Cf. Ret. a Her. II 30, 47, que sustituye los
dos últimos términos por amplificatio y commiseratio. Esta división, que aparece en
todos los rétores posteriores, no se encuentra en las restantes obras retóricas de
Cicerón. Es posible que la teoría aquí expuesta proceda de los griegos, aunque es
difícil individualizar la fuente; cf. a este respecto CALBOLI MONTEFUSCO, Exordium,
págs. 88 ss. <<
ebookelo.com - Página 405
[147]
A pesar de la importancia del componente patético en el epílogo, parece que la
función originaria de éste fue la de recapitulación de las cosas tratadas para favorecer
el recuerdo de la argumentatio (cf. PLATÓN, Fedro 267d). La importancia de esta
función del epílogo llevó a sentirlo como algo desligado de su posición natural al
final del discurso, por lo que podía ser usado en cualquier parte del mismo,
especialmente en las digresiones y en las narraciones (cf. Ret. a Her. II 30, 44). En
Part. orat. 17, 59, Cicerón señala que en el género demostrativo no se hace nunca uso
de la enumeratio, y en el deliberativo sólo muy raras veces. Sobre la enumeratio
como forma de razonamiento, cf. supra, I 29, 45. <<
ebookelo.com - Página 406
[148]
Para evitar que la simple repetición de las cosas ya expuestas resulte enojosa o
tediosa a los oyentes o les parezca artificiosa es indispensable recurrir a la uariatio.
Los recursos aquí aconsejados por Cicerón no se corresponden exactamente con las
cuatro reglas que recomienda la Ret. a Her. (cf. II 30, 47), aunque algunos paralelos
entre el tratamiento de ambos escritos hacen pensar en una fuente común (ADAMIETZ,
Ciceros «De inventione», pág. 54). Esta búsqueda de la uariatio se continúa en la
teorización más tardía. Cf. el amplio tratamiento de MARTIN, Antike Rhetorik, págs.
151 ss., y CALBOLI MONTEFUSCO, Exordium, págs. 93-95. Sobre la dissimulatio artis
que aquí recomienda Cicerón, cf. Ret. a Her. IV 7, 10. <<
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[149]
En esta forma de recapitulación los elementos más importantes de la
argumentación eran simplemente enumerados (de ahí el término enumeratio; cf.
QUINT., VI 1, 1), por lo general en el mismo orden en que habían sido tratados (cf.
Ret. a Her. II 30, 47), aunque también era posible exponerlos de final a principio
(regressio, epánodos; cf. QUINT., XI 3, 36) O recurrir a variaciones en la sucesión de
los argumentos con respecto al orden en que habían sido expuestos. Cf. por ejemplo
la enumerado del Pro Rostio Amerino y las observaciones a propósito de ella de W.
STROH, Taxis und Taktik, pág. 77, n. 79. <<
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[150]
Se refiere a los recursos señalados en el parágrafo 98. <<
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[151]
A la tópica tan minuciosa de los aspectos formales del epílogo no corresponde
una articulación tan detallada del eîdos pathetikón, que ya en las formulaciones más
antiguas de la doctrina del epílogo tenía como objetivo obtener la buena disposición
del oyente con respecto al orador e indisponerlo con el contrario (cf. Ret. a Alej.
1444b y ARIST., Ret. 1419b25). La división del páthos en dos partes, indignatio
(deínosis), propia de la acusación, y conquestio (oîktos, éleos), específica del
acusado, no se limitaba al epílogo, pues puede afectar al discurso entero; cf. J. WISSE,
Ethos and Pathos, págs. 98-100. <<
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[152]
El objetivo fundamental del uso de los loci era la amplificatio (aúxësis; cf.
LAUSBERG, §§ 401-406, y MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 77, 90, 118), un
procedimiento específico de la indignatio (cf. Ret. a Her. II 30, 47). Aumentar y
disminuir, que para el género deliberativo y judicial eran de gran utilidad, se
convierten en indispensables en el género epidíctico. Hay que tener en cuenta que el
uso de la amplificatio sirve también al orador para las funciones del docere y
delectare (cf. CIC., De orat. II 81, 331; III 26, 104; Tóp. 26, 98; Orat. 35, 122), por lo
que su presencia afectaba a todas las partes del discurso (cf. infra, II 15, 48, para la
argumentatio; I 19, 27, para la narratio; I 51, 97, para la digressio) y, en especial, allí
donde era necesario el uso de los loci communes (cf. II 15, 48). QUINTILIANO, VIII
4, 1-28, que ofrece el tratamiento más amplio de la amplificado, la incluye entre las
figuras de pensamiento. Sobre su relación con la indignatio, cf. WISSE, Ethos and
Pathos, pág. 98. <<
ebookelo.com - Página 411
[153]
Los diez primeros loci mencionados por Cicerón se corresponden con los diez
loci de Ret. a Her. II 30, 48-49. Cf. un análisis de los mismos en VOLKMANN,
Rhetorik, págs. 268 ss., y MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 155-156; sobre la relación
entre ambos tratados, cf. ADAMIETZ, Ciceros «De inventione», págs. 55 ss. <<
ebookelo.com - Página 412
[154]
Conquestio (éleos, oîktos). Cf. LAUSBERG, § 439. Su objetivo es lograr la
simpatía del juez para la propia causa recurriendo a la compasión mediante los loci
communes relativos al desamparo del hombre frente a la fortuna. La conquestio tiene
una gran importancia ad impellendos animos; cf. CIC., Part. orat. 1, 4; QUINT., VI 1,
23. La coincidencia entre la tópica de La invención retórica y la de la Retórica a
Herenio es más irregular que la de la indignatio. Los nueve loci de Ret. a Her. sólo
coinciden parcialmente con los preceptos de La inv. ret. Cf. ADAMIETZ, Ciceros «De
inventione», págs. 54 ss. Probablemente esta lista de loci, al igual que la anterior,
tendría un origen rodio; cf. K. AULITZKY, «Apsines peri eléou», Wiener Studien 39
(1917), 26-49. <<
ebookelo.com - Página 413
[155]
Obsecratio. No se debe confundir con la deprecatio, que es una categoría de los
estados de causa; cf. supra, I 11, 15. <<
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[156]
Cf. en Ret. a Her. II 31, 50. Sobre la posibilidad de servirse de esta referencia a
Apolonio Molón, que visitó Roma en dos ocasiones (años 87 y 81), para fechar la
redacción de La invención retórica cf. Introd. <<
ebookelo.com - Página 415
[1]
Se refiere al templo de Hera en el cabo Lacinio, dedicado a la diosa por Hércules
cuando a su regreso de Eritía, Lacinio, un rey del lugar, intentó robarle los bueyes de
Gerión. Cf. DIODORO SÍCULO, IV 24. <<
ebookelo.com - Página 416
[2]
Zeuxis (435-390), uno de los más famosos pintores de Grecia, continuador de la
tradición pictórica de Apolodoro, era célebre por el realismo de sus pinturas y su
habilidad en el tratamiento de la figura femenina. Este episodio de Zeuxis y los
crotoniatas conoció una cierta notoriedad en la Antigüedad, pues el relato se
encuentra en otros autores. <<
ebookelo.com - Página 417
[3]
Sobre el eclecticismo de Cicerón, de origen académico, cf. R. PHILIPPSON,
«Tullius», Real Enkyk. klas. Altertumsw., VII A, 1939, págs. 1104-1092
(«eclecticismo sin coherencia»); W. SCHMID, «Ciceroweitung und Cicerodeutung», en
B. KYTZLER (ed.), Ciceros literarische Leistung, Darmstadt, 1973, págs. 33-68; y C.
LEVY, Cicero Academicus: recherches sur les Académiques et sur la philosophie
cicéronienne, Roma-París, 1992, págs. 65 ss. Para este último, se puede hablar de
eclecticismo en Cicerón siempre que no se vea en ello una falta de rigor sino un
esfuerzo por acudir a las fuentes. <<
ebookelo.com - Página 418
[4]
También el auctor ad Herennium (I 1, 1) hace una crítica de la adrogantia, aunque
en su caso, dentro de su postura antihelenística, se limite a los rétores griegos.
Cicerón, por el contrario, la incluye en su programa del eclecticismo filosófico
derivado de su adhesión a posturas neoacadémicas; cf. A. MICHEL, «Cicéron et les
sectes philosophiques. Sens et valeur de l’éclectisme academique», Eos 57 (1967-68),
104-116. <<
ebookelo.com - Página 419
[5]
Cicerón se refiere a la Tekhnôn synagogé, una obra hoy perdida en la que
probablemente Aristóteles había reunido lo que consideró más importante de los
rétores anteriores. A esta obra vuelve a referirse CICERÓN en De orat. II 38, 160. Cf.
A. E. DOUGLAS, «The Aristotelian Synagogè Tekhnôn after Cicero, Brutus, 46-48»,
Latomus 14 (1955), 536-539; W. W. FORTENBAUGH, «Cicero’s knowledge of the
Rhetorical Treatises of Aristotle and Theophrastus», en W. W. FORTENBAUGH y P.
STEINMETZ (eds.), Cicero’s Knowledge of the Peripatos (Rutgers Studies in Classical
Humanities 4), New Brunswick-Oxford, 1989, págs. 39-60. <<
ebookelo.com - Página 420
[6]
Es curioso que Cicerón no cite a Córax, al que sí menciona junto a Tisias en Brut.
12, 46, especialmente porque ambos van unidos en la tradición retórica como
inventores de la misma. De hecho, la retórica antigua conocía poco de Córax, al que
no mencionan ni Platón ni Isócrates y al que ARISTÓTELES sólo cita en una ocasión
(Ret. 1402al8). Sobre ambos autores, cf. KROLL, Rhetorik, págs. 1041 ss.; KENNEDY,
Art of Persuasion, págs. 58-61; D. A. G. HINKS, «Tisias and Corax and the invention
of rhetorica», Clas. Quart. 34 (1940), 61 ss.; y, especialmente, TH. COLE, «Who was
Corax?», Illinois Classical Studies 16 (1991), 65-84. <<
ebookelo.com - Página 421
[7]
Sobre la escuela peripatética y sus enseñanzas retóricas, especialmente Teofrasto y
Demetrio de Falero, cf. F. SOLMSEN, «Drei Rekonstruktionen zur antiken Rhetorik
und Poetik», Hermes 67 (1932), 151-154, y «The Aristotelian Tradition in Ancient
Rhetoric», Amer. Journ. Philol. 62 (1941), 35-50, 169-190; KROLL, Rhetorik, págs.
1057-1064; KENNEDY, Art of Persuasion, págs. 272-286; W. W. FORTENBAUGH y D.
C. MIRHADY (eds.), Peripatetic Rhetoric after Aristotle (Rutgers University Studies in
Classical Humanities 6), New Brunswick-Londres, 1993. <<
ebookelo.com - Página 422
[8]
Isócrates (436-338), discípulo de Sócrates, fue el primer orador que entendió la
prosa retórica como una obra de arte; atacó la enseñanza sofística por limitada e inútil
y propuso un sistema educativo que tuvo mucha influencia en la Antigüedad. Aunque
se conservan algunos fragmentos que supuestamente proceden de la Tékhne de
Isócrates, se discute sobre su autenticidad. QUINTILIANO, II 15, 4 y III 1, 14, menciona
un manual de Isócrates aunque muestra ciertas dudas sobre su autenticidad; cf.
KROLL, Rhetorik, págs. 1049 ss.; KENNEDY, Art of Persuasion, págs. 71-72; W. W.
FORTENBAUGH (ed.), Theophrastus of Eresus: Sources for His Life, Writings, Thought
and Influence, Leiden, 1992, vol. II, págs. 508-559; R. JOHNSON, «Isocrates methods
of teaching», Amer. Journ. Philol. 80 (1959), 25 ss.; y E. RUMMEL, «Isocrates Ideal of
Rhetoric: Criteria of Evolution», Class. Jour. 75 (1979), 26-35. Respecto a su
influencia sobre Cicerón, que fue muy notable, cf. H. M. HUBBELL, The Influence of
Isocrates on Cicero, Dionysius, and Aristides, New Haven, 1913, págs. 40 ss.; S. E.
SMETHURST, «Cicero and Isocrates», Trans. Amer. Phil. Ass. 84 (1953), 262 ss.; y
BARWICK, Das rednerische Bildungsideal Ciceros, págs. 11 ss. <<
ebookelo.com - Página 423
[9]
Se refiere Cicerón a rétores como Hermágoras o Apolonio; sobre la historia de la
retórica en época helenística, cf. KROLL, Rhetorik; F. SOLMSEN, «The Aristotelian
Tradition in Ancient Rhetoric», Amer. Journ. Philol. 62 (1941), 35-50, 169-190;
KENNEDY, Art of persuasion, págs. 265 ss. <<
ebookelo.com - Página 424
[10]
La justificación filosófica de este eclecticismo aparecerá años después en los
prefacios de las obras de su último periodo, cuando explique a sus compatriotas los
motivos que le llevaron a la elección de la filosofía neoacadémica; cf. De fat. 2, 3; De
nat. deo. II 1; Parad, pro. 2; De fin. IV 3, 5; Orat. 3, 12; Part. orat. 40, 139; K.
BÜCHNER, «Cicero. Grundzüge seines Wesens», Gymnasium 62 (1955), 299-318; y
LEVY, Cicero Academicus, págs. 119-126. <<
ebookelo.com - Página 425
[11]
No sólo en La invención retórica sino también en sus escritos retóricos de
madurez la teoría de los status es aplicada a los tres genera causarum (cf. Tóp. 25,
93-94; De orat. II 24, 104; III 29, 109), pese a que estrictamente su ámbito propio
fuera el género judicial puesto que sólo en él se da la conflictio partium (acusación y
defensa); para Cicerón todos los elementos constitutivos de los status caracterizan,
aunque sea de manera analógica, al género deliberativo y demostrativo, pues también
en ellos se puede plantear la quaestio correspondiente sobre la base de la utilitas y la
honestas. Cf. BARWICK, Das rednerische Bildungsideal, pág. 54, n. 1; RIPOSATI, Studi
sui «Topica», págs. 249 ss.; y para la aplicación de los status al género deliberativo,
G. ACHARD, Pratique rhétorique et idéologie politique dans les discours «optimates»
de Cicéron, Leiden, 1981. <<
ebookelo.com - Página 426
[12]
Sobre los fines de los géneros retóricos deliberativo y demostrativo cf. infra, II
52, 156. <<
ebookelo.com - Página 427
[13]
Como en la mayoría de los tratados de retórica, la parte más considerable de este
libro segundo está dedicada al análisis del género judicial, revelando así la
importancia que este genus tenía para la teoría retórica general. Al estudio de la
oratoria deliberativa consagra Cicerón los §§ 155-176, mientras que al género
demostrativo dedica tan sólo dos parágrafos, el 176 y el 177, siguiendo así, frente a la
orientación de Aristóteles, la línea tecnográfica de la Retórica a Herenio. <<
ebookelo.com - Página 428
[14]
Coniectura. Cf. Ret. a Her. I 11, 18; II 2, 3 ss.; La inv. ret. I 8, 10 ss.; De orat. I
31, 139; II 24, 104 ss.; Orat. 14, 45; 34, 121; Part. orat. 9, 33 ss.; 29, 101 ss.; Tóp.
21, 82; 24, 92; QUINT., III 5, 6; 6, 15-90. El estado conjetural se produce cuando el
acusado rechaza la acusación y se plantea la cuestión de si cometió o no el delito, por
lo que el único procedimiento válido es la inferencia (coniectura) y el grado de
probabilidad. Sobre la coniectura en general cf. L. CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina
degli «status» nella retorica greca e romana, Bolonia, 1984, págs. 34 ss.; MARTIN,
Antike Rhetorik, págs. 30-32; y LAUSBERG, §§ 150-165. En los manuales de retórica
las acusaciones de asesinato entraban de manera particular en esta categoría, como
muestran los ejemplos utilizados por Cicerón, la Retórica a Herenio o Quintiliano.
<<
ebookelo.com - Página 429
[15]
El ejemplo anterior puede referirse a un hecho real, pues en su defensa de Roscio
de Ameria Cicerón menciona como si fuera reciente un hecho básicamente semejante
a éste (cf. Pro Rosc. Am. 23, 64-65; BONNER, Roman Declamation, pág. 27, y La
educación en la Roma antigua, págs. 386-387). En cualquier caso, el origen del
ejemplo en la teoría retórica es desconocido. Otro relato de CICERÓN (De diuinat. I
27, 57), destinado a probar la veracidad de los sueños, se refiere también a un
asesinato ocurrido en un albergue, aunque el caso se localiza en ambiente griego y
Cicerón precisa que es de origen estoico. <<
ebookelo.com - Página 430
[16]
Cicerón se refiere a la teoría de los lugares comunes y propios, ya mencionados
en I 51, 97 y 55, 106, y que reaparecerán frecuentemente en este libro. <<
ebookelo.com - Página 431
[17]
La coniectura debía tratarse de acuerdo con una tópica específica que difiere
según los distintos autores. La doctrina de Hermágoras sólo se encuentra en Cicerón,
en la Retórica a Herenio y en QUINTILIANO (VII 2, 7), aunque de manera diferente en
cada uno; de ellas, la más próxima a Hermágoras es la aquí recogida. Mientras que el
auctor ad Herennium divide la constitutio coniecturalis (cf. II 2, 3) en seis partes,
probabile, conlatio, Signum, argumentum, consecutio y approbatio, Cicerón
diferencia una coniectura ex causa (cf. infra, 5, 17 ss.), ex persona (9, 28 ss.) y ex
facto ipso (12, 38 ss.). Las dos partes del probabile de la Retórica a Herenio, causa y
uita, se corresponden con las coniecturae ex causa et ex persona; la conlatio está
incluida en la coniectura ex causa y las cuatro partes restantes forman la coniectura
ex facto ipso. Hermágoras dividió los argumentos según las perístasis prósopon,
prâgma, aitía, khrónos, tópos, trópos y aphormaí. Como en la Retórica a Herenio,
Cicerón reúne las cuatro últimas en el grupo ex facto ipso, que se encuentran con
ligeras variantes en otros lugares de La invención retórica (I 24, 34 ss.; 29, 44 ss. en
relación con la clasificación de atributos en los tipos de argumentos). Sobre la
relación con el sistema que presenta la Retórica a Herenio en II 2, 3, bastante
alterado con respecto al modelo original, cf. ADAMIETZ, Ciceros «De inventione»,
pág. 57; MATTHES, Hermagoras, págs. 142 ss.; y CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina
degli status, págs. 70 ss. <<
ebookelo.com - Página 432
[18]
El impulso pasional (impulsio, aitía orektiké) representa el comportamiento de
quien realiza una acción dejándose llevar por la pasión antes que por la reflexión,
mientras que la premeditación (ratiocinatio, aitía tekhniké) es la reflexión previa al
comportamiento. La ratiocinatio en tanto que mecanismo psicológico se opone a la
affectio (cf. supra, I 25, 36), aunque tampoco necesariamente la cogitatio implícita en
ella debe tener correspondencia con la realidad, pues a la acción culpable se puede
llegar también mediante la opinio (cf. infra, 6, 21 ss.), que es de naturaleza subjetiva.
Aunque el auctor ad Herennium (II 2, 3) no expresa formalmente esta distinción,
parece conocerla pues en la enumeración de las diferentes causas diferencia estos
mismos grupos. Cf. ADAMIETZ, Ciceros «De inventione», pág. 57; S. CITRONI
MARCHETTI, L’avvocato, il giudice, il reus, págs. 96-97; CALBOLI MONTEFUSCO, La
dottrina degli status, pág. 71. <<
ebookelo.com - Página 433
[19]
A finales de la República se llevó a cabo un esfuerzo para definir las nociones de
culpa, falta de diligencia no intencionada, y dolus, el propósito intencional de causar
daño o perjuicio a otro, que contribuyeron a hacer más preciso y matizado el derecho
penal romano. Un eco de estos debates se manifiesta en Cicerón cuando trata de
definir la responsabilidad penal. Al distinguir distintas categorías, Cicerón contribuyó
a precisar el concepto de delito involuntario, que era en el derecho romano de la
época una noción excesivamente vaga. Los actos involuntarios comprenden los
accidentes (admitidos como eximente en el derecho romano) y los crímenes
involuntarios cometidos bajo el efecto de una pasión. La idea de que las pasiones
constituyen una suerte de ignorancia se encuentra frecuentemente en la filosofía
estoica; vid. infra, 28, 86 y 33, 101. Sobre el concepto de responsabilidad penal en el
derecho romano, cf. J. GAUDEMET, «Le problème de la responsabilité penale dans
l’Antiquité», Studi in onore di E. Betti, Milán, 1962, vol. II, págs. 481-508; M.
Ducos, Les romains et la loi, págs. 347-350; y C. LEVY, Cicero Academicus, págs.
614-617. <<
ebookelo.com - Página 434
[20]
Sobre el uso de las pasiones para la función del mouere en la teoría retórica, cf. A.
MICHEL, Rhétorique et philosophie, págs. 235 ss.; y J. WISSE, Ethos and Pathos, págs.
282 ss. <<
ebookelo.com - Página 435
[21]
Aunque este tipo de referencias pertenecen en el sistema aristotélico al conjunto
de pruebas denominado êthos, siguiendo la orientación de la retórica helenística estos
argumentos pasan aquí a la argumentación racional. Cf. infra, II 10, 33 y 11, 35-37,
sobre las referencias a la vida del acusado y, en general, J. WISSE, Ethos and Pathos,
págs. 98 ss. <<
ebookelo.com - Página 436
[22]
Los loci ex persona recogen los adtributa personae que Cicerón, junto con los
adtributa negotiis, había presentado como necesarios para la argumentación; cf.
supra, I 24, 34. En Ret. a Her. II 3, 5, estos loci corresponden a la categoría uita. <<
ebookelo.com - Página 437
[23]
Caldus, literalmente «caliente», en sentido figurado «irreflexivo, vehemente». <<
ebookelo.com - Página 438
[24]
El texto es poco claro. Según HUBBELL, pág. 191, n. 1, el error estaría en llamar a
alguien por el nomen en lugar de por el cognomen, como en ciertas ocasiones era
habitual. Como los griegos sólo tenían un nombre, el sistema romano podía
parecerles en ocasiones desconcertante. Más convincente parece la interpretación de
ACHARD, pág. 155, n. 30. Se trataría de alguien de rango modesto pero que lleva el
nombre de una gens ilustre y que utiliza su apellido para impresionar a gentes mal
informadas como si él fuera uno de los grandes personajes de esa familia. <<
ebookelo.com - Página 439
[25]
Cf. supra, I 52, 98; 100 ss. <<
ebookelo.com - Página 440
[26]
Cf. el planteamiento presentado en II 5, 16 del cual esto constituye la tercera parte
allí anunciada. <<
ebookelo.com - Página 441
[27]
Cf. supra, I 24, 34-28, 43, donde al locus, tempus, occasio y facultas se añade el
modus, ausente aquí. Estas cinco perístasis se corresponden con el tratamiento del
signum de la Ret. a Her. II 4, 6-7. <<
ebookelo.com - Página 442
[28]
Cicerón incluye aquí un precepto que el auctor ad Herennium, II 3, 5, menciona
en el apartado uita del probabile de la constitutio coniecturalis, cf. ADAMIETZ,
Ciceros «De inventione», págs. 58-59. <<
ebookelo.com - Página 443
[29]
A los tres loci analizados por Cicerón, ex causa, ex persona, ex facto ipso (cf.
supra, II 5, 16 ss.), se deben remitir los argumenta comunes tanto a la acusación
como a la defensa que surgen de las quaestiones, los testimonia y los rumores, esto
es, las llamadas argumenta inartificialia (písteis átekhnoi) que no necesitan de la
ayuda de la retórica para ser halladas y constituyen medios de persuasión no técnicos.
Cf. Ret. a Her. II 6, 9; Ret. a Alej. 1442b; ARIST., Ret. 1418a; CIC., De orat. II 27,
116; Part, orat. 14, 48; QUINT., V 1, 2; 7, 35; VOLKMANN, Rhetorik, págs. 178 ss.;
RIPOSATI, Studi sui Topica, págs. 97 ss.; CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli
status, págs. 70-76. <<
ebookelo.com - Página 444
[30]
CICERÓN (Tóp. 2, 8) define el locus o tópos retórico como la sede de los
argumentos (argumentorum sedes) y la tópica como el arte de encontrar los
argumentos, mientras que para Aristóteles el tópos, de valor indeterminado y
susceptible de significados filosóficos o retóricos, no es otra cosa que un principio,
una fuente de argumentaciones (cf. ARIST., Tóp. 121b11: elemento del epiquerema;
Ret. 1396b21: elemento del entimema). En cuanto a los tópoi koinoí (loci communes),
son para Aristóteles proposiciones, principios o formas lógicas sin contenido
específico alguno que no se refieren a ningún objeto particular sino que pueden
usarse en cualquier razonamiento. En definitiva, son proposiciones universales,
categorías abstractas comunes a todas las ciencias, aplicables a todos los temas (Ret.
1358a10 ss.) y que mantienen una estrecha relación con las koinal arkhaí, principios
generales y universales de la epistéme (Anal. post. 77a26), de las que se diferencian
por su carácter no necesario. En cuanto a las ídia eíde (loci proprii), que pese a su
nombre se convirtieron en los loci communes de la tradición retórica posterior, son en
la concepción aristotélica verdades particulares, experimentales o teóricas, de las
ciencias concretas (cf. ARIST., Ret. I, 2 y II, 22). La retórica romana recoge la teoría
de los loci communes desarrollada por la retórica helenística con un elevado grado de
tecnicismo y, a partir de la Retórica a Herenio (II 3, 5; 6, 9; 17, 26) y de La invención
retórica, pasa sustancialmente a los rétores posteriores. Cf. M. C. LEFF, «The Topics
of Argumentative Invention in Latin Rhetorical Theory from Cicero to Boethius»,
Rhetorica 1 (1983), 23-44. <<
ebookelo.com - Página 445
[31]
Cicerón se refiere a las figuras retóricas (exornationes, skhémata); cf. Ret. a Her.
IV 12, 18. <<
ebookelo.com - Página 446
[32]
Sobre la tópica de la coniectura, cf. ARIST., Ret. 1375b26 ss.; Ret. a Her. II 6, 9;
7, 11; QUINT., V 1, 1 ss.; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 99-101; y LAUSBERG, §§
354, 408. <<
ebookelo.com - Página 447
[33]
Cf. supra, I 8, 11 y 13, 17 (hóros, stásis horiké; definitio, finis, constitutio
definitiva). En la Ret. a Her. (I 11, 19) la definitio forma parte de la constitutio
legitima junto con las cuatro quaestiones legales y la translatio. En La invención
retórica este status recibe un doble tratamiento, pues además de ser analizado como
una constitutio del género racional (cf. supra, 18, 11; II 17, 52), Cicerón trata también
una definitio legalis como controuersia perteneciente al género legal (cf. I 13, 17; II
51, 153 y ss.). La distinción entre ambos tipos de definitio, que es posterior a
Hermágoras (cf. MATTHES, Hermagoras, págs. 147 y 184), consiste en que en la
primera se trata de definir un hecho, en la segunda un término jurídico. Esta
distinción entre dos tipos de definitio, una legal y otra racional, debía de ser una
formulación secundaria respecto al esquema de Hermágoras y no tuvo muchos
seguidores, pues sólo aparece, como es obvio, en los comentaristas de Cicerón,
Victorino y Grilio, en Fortunaciano y en Marciano Capela. Sobre la cuestión, cf. en
general MATTHES, Hermagoras, págs. 145-147; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 3236; y CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 77 ss. <<
ebookelo.com - Página 448
[34]
C. Flaminio, tribuno de la plebe el año 232, presentó una propuesta de ley para
repartir en parcelas individuales y no mediante un establecimiento colonial el
territorio que se extendía desde Ariminum hasta el río Anio (ager gallicus y ager
picenus), conquistado a los galos el 283 y que permanecía desde entonces sin ocupar
en calidad de ager publicus. Murió el año 217 derrotado por Aníbal en el lago
Trasimeno. Su figura se ve envuelta en la oscuridad por el enjuiciamiento negativo de
la tradición senatorial hostil recogida por la historiografía romana; cf. POLIBIO, II 21,
8; Cíe, Cato mai or 4, 11; ROLDÁN, La república romana, pág. 212. <<
ebookelo.com - Página 449
[35]
Sobre la definición de maiestas y crimen maiestatis, cf. infra y II 24, 72. La
patria potestas era el poder jurídico que el paterfamilias tiene sobre sus hijos
legítimos de ambos sexos, así como sobre los descendientes legítimos de los varones
sometidos a ella o los ingresados por adopción o arrogación. Cf. GARCÍA GARRIDO,
Diccionario de jurisprudencia romana, Madrid, 1982, págs. 271-272. <<
ebookelo.com - Página 450
[36]
El ejemplo anterior se presta en efecto a ser discutido también según otras
constitutiones. El defensor puede recurrir al estado calificativo, bien negando la
culpabilidad, pues el padre evitó una acción delictiva, bien recurriendo al uso de la
alternativa, puesto que una injusticia había servido para evitar otra injusticia mayor.
<<
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[37]
Aunque Cicerón no formaliza la relación principalis-incidens a propósito tanto de
las constitutiones como de las controuersiae, es consciente de la posibilidad de que
una constitutio incida sobre otra; cf. infra, II 19, 58; 23, 70; 26, 79; 28, 83; 29, 87-88;
37, 111; y CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, pág. 57. <<
ebookelo.com - Página 452
[38]
La tópica relativa a la definitio coincide fundamentalmente con la que presenta la
Ret. a Her., II 12, 17, por lo que es posible adscribirla a la fuente común a ambos
tratados y, probablemente, al propio Hermágoras. Cicerón analiza los mismos tres
loci para el defensor y el acusador. La única diferencia entre ambos tratados es la
inclusión en Cicerón en el segundo locus del lugar común de la amplificación, y ello
para ambas partes. La doctrina de QUINTILIANO (VII 3) sigue básicamente la de
Cicerón, al que cita expresamente (3, 28), pero ofrece una exposición más detallada.
<<
ebookelo.com - Página 453
[39]
Cf. la definición de maiestas que hace el auctor ad Herennium, I 12, 21 y II 12,
17. <<
ebookelo.com - Página 454
[40]
Cf. supra, I 8, 11, n. 55. A diferencia del ejemplo anterior, en éste se trata de una
doble definición. En ambos ejemplos se trata de las deflnitiones simplices y
definitiones duplices que sólo aparecerán teorizadas en la retórica a partir de
Hermógenes. Tampoco la Retórica a Herenio distingue entre ambos tipos de
definiciones aunque muestra conocerlas, como aparece claro en el ejemplo de
definitio en I 12, 21 y en el de translatio en I 12, 22. Esta ausencia de teorización
hace que sea difícil pensar en un origen hermagóreo para la doctrina, que CALBOLI
MONTEFUSCO, La dottrina degli status, pág. 84, supone derivada de la práctica
escolar. <<
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[41]
La translatio se produce cuando el acusado rechaza la actio jurídica mediante el
recurso a los diferentes elementos peristáticos. Tanto CICERÓN (cf. supra, I 11, 16)
como QUINTILIANO (III 6, 60) atribuyen expresamente este status a Hermágoras,
atribución que debe ser entendida en el sentido de que fue él quien formalizó un
procedimiento jurídico que ya existía antes de él (La inv. ret. I 11, 16). La
denominación de constitutio translatiua (que alterna con los términos reprehensio y
praescriptio) recoge la idea de transferencia expresada por Cicerón pero no la de
commutatio inherente a este estado. Jurídicamente, la praescriptio era una parte
accidental de la formula (como las exceptiones) inserta al comienzo de la misma y
con la cual se trataba de precisar extremos que debían ser tenidos en cuenta en el
juicio y que determinaban importantes consecuencias para la sentencia; cf. F.
GUTIÉRREZ-ALVIZ, Diccionario de derecho romano, Madrid, 19823, págs. 551-552.
<<
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[42]
El derecho romano arcaico era extremadamente formalista y en él los actos
jurídicos estaban ligados a formas precisas y fórmulas determinadas. Toda
modificación en los gestos o en las uerba que había que pronunciar implicaba la
nulidad del procedimiento y la pérdida del proceso. De ahí la necesidad que pronto se
sintió de interpretar un derecho tan estricto. Sobre la cuestión en general, cf. M.
Ducos, Les romains et la loi, pág. 304. <<
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[43]
La formula era la expresión escrita de un precepto legal aplicable a un caso
concreto que formulaba el pretor para ser presentada a la decisión de un juez, quien
debía resolver si los términos de ésta eran conformes a derecho. Sobre el
procedimiento formular, cf. GREENIDGE, The Legal Procedure, págs. 150-161. <<
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[44]
En el proceso formular de la época de Cicerón, la fase de instrucción in iure
comprendía la uocatio in ius del acusado, la postulatio o petitio actionis por parte del
acusador, la praescriptio pro actore, las exceptiones y la litis contestatio. El acusado
tenía la posibilidad de impedir o condicionar el desarrollo del procedimiento
mediante el recurso a las exceptiones. De ahí que cuando se recurría a la translatio en
la fase in iudicio ésta debiera reforzarse con otra constitutio y pasar a la
consideración de status incidens como en el ejemplo mencionado en la Ret. a Her. I
12, 22 (translatio y definitio) o, aquí mismo, donde se une la translatio y la
coniectura. Sobre los aspectos jurídicos de este procedimiento, cf. V. GIUFFRÉ,
«Nominis delatio e nominis receptio», Labeo 40 (1994), 359-364. <<
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[45]
Cicerón se refiere a la cognitio extra ordinem, un procedimiento extraordinario
caracterizado por la desaparición de las dos fases procesales in iure y apud iudicem y
por la pérdida del carácter arbitral del praetor o funcionario que conoce el litigio
desde su inicio hasta la sentencia. En el procedimiento penal designa un tribunal al
margen de las quaestiones perpetuae (tribunales ordinarios). Cf. GUTIÉRREZ-ALVIZ,
Diccionario de derecho romano, pág. 117. <<
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[46]
La lex Pompeia de parricidiis, posterior al año 81, dispuso que se castigase al
parricida con la misma pena de la lex Cornelia de sicariis et ueneficis, una ley de Sila
del año 81. La pena establecida por la mos maiorum es mencionada en II 50, 148 ss. y
en la Ret. a Her. I 13, 23. <<
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[47]
La cuestión sobre la cual debían pronunciarse los jueces se limitaba
exclusivamente a la inocencia o culpabilidad del acusado con respecto a los hechos
que se le imputaban. Cf. COSTA, Cicerone giureconsulto, II, pág. 151. <<
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[48]
El praeiudicium (acción o proceso prejudicial) era un procedimiento que tenía por
finalidad obtener una resolución judicial sobre ciertas cuestiones cuya solución podía
ser útil al demandante para un proceso o litigio posterior o para saber a qué atenerse
sobre alguna circunstancia esencial; en este caso, se trata de decidir previamente si la
gravedad de las ofensas podía implicar la petición de la pena de muerte. <<
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[49]
Las actiones damni dati ui hominibus armatis eran competencia de un tribunal
formado por tres o cinco jueces, los recuperatores, que decidía de manera sumaria;
cf. A. H. J. GREENIDGE, The Legal Procedure, págs. 219-210 y 551 ss. <<
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[50]
La tópica de la translatio se basa en la tradición que tiene su origen en
Hermágoras de investigar las situaciones peristáticas relativas a las partes iuris que
caracterizan la qualitas absoluta; cf. Ret. a Her. II 12, 18. <<
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[51]
El conjetural, el definitivo y el competencial. <<
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[52]
Qualitas. Cf. Ret. a Her. I 14, 24, y supra, I 9, 12 ss. Constituye la constitutio
más compleja puesto que en las causas de este tipo se admiten los hechos y la
definición de los mismos pero se discute su calificación jurídica (qualitas). Su campo
de aplicación era muy amplio. En las obras posteriores Cicerón establece una división
que no se encuentra aquí; cf. De orat. III 29, 116; Part. orat. 19, 66; y n. a La inv. ret.
I 9, 12. <<
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[53]
Cf. supra, I 10, 14. <<
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[54]
Literalmente «antes de alcanzar su propia tutela», esto es, antes de tener él mismo
capacidad jurídica. El pupillus es la persona que antes de su llegada a la pubertad se
encuentra fuera de la patria potestas, por fallecimiento del padre o por emancipación,
y sujeto a la tutela propia de los impúberes; cf. GUTIÉRREZ-ALVIZ, Diccionario de
derecho romano, pág. 573. <<
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[55]
Secundi heredes eran aquellos que en ausencia del primer heredero, y en virtud
del testamento, tenían derecho a la herencia. <<
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[56]
Los agnati del impúber reclaman la herencia de éste ab intestato, mientras que los
heredes secundi del padre reclaman la herencia porque al haber muerto el pupilo sin
alcanzar la mayoría de edad no pudo entrar legalmente en posesión de la herencia del
padre y por lo tanto no había creado derechos con respecto a sus propios herederos.
El caso, semejante a la llamada causa Curiana (cf. infra, II 42, 142-143), se refiere a
una substitutio pupillaris, cf. COSTA, Cicerone giureconsulto, págs. 231-234; B.
PERRIN, «La substitution pupillaire à l’époque de Cicéron», Rev. hist. droit franç, et
étrang. 27 (1949), 335-376, 518-542; y GUTIÉRREZ-ALVIZ, Diccionario de derecho
romano, pág. 652. <<
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[57]
El derecho romano distinguía tres clases de testamentos: testamentaria, o
mediante testamento; intestada (o «legítima»), en la que, a falta de testamento, la
designación corresponde a la ley en función del vínculo familiar; y forzosa, en la que
el heredero lo es en virtud de la ley pero oponiéndose a un testamento existente. Es
una característica del derecho romano el que no puedan simultanearse el llamamiento
por ley y el llamamiento por testamento; cf. J. ARIAS RAMOS, Derecho Romano,
Madrid, 1973, II, págs. 772-773. <<
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[58]
Cicerón insiste sobre la posibilidad de que una causa pueda contener una única
quaestio y varias rationes, las cuales naturalmente dan origen a distintas iudicadones.
De estos estados diferentes el orador debía poner de relieve el que le resultara más
útil. La doctrina debía de proceder de Hermágoras; cf. CALBOLI MONTEFUSCO, La
dottrina degli status, págs. 54 ss. Sobre la relación con la causa simplex y la causa
coniuncta, cf. supra, I 12, 17. <<
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[59]
Cicerón presenta en sus obras dos clasificaciones principales de las fuentes del
derecho. La primera, que aparece aquí (y en II 53, 160) y en los Tópicos 23, 90,
distingue el derecho natural (natura) del derecho institucional (institutio,
consuetudo). Del primero dependen ciertos valores como la lealtad o la piedad, y nos
son enseñados por la propia naturaleza. Otros como la ley, el iudicatum o el mos
maiorum dependen de la costumbre. La segunda clasificación, presentada en las
Particiones oratorias 37, 129, opone un ius diuinum, al que pertenecen los preceptos
relativos a la religión, y un ius humanum, que incluye los que dependen de la
aequitas. La primera clasificación tiene sus raíces en el pensamiento griego, en
especial en la cuestión planteada por los sofistas sobre las relaciones entre la
naturaleza y la ley (cf. PLATÓN, Gorgias 481d), mientras que la segunda, en relación
también con la primera, está más volcada con las exigencias propias de la sociedad
romana. Ambas responden a la doble exigencia que se plantea al orador romano de
respetar la tradición propia a la vez que trata de resolver las viejas antinomias de los
sofistas. La solución de Cicerón pasa, como en los estoicos, por la unión de la
naturaleza y de la razón en el derecho. Sobre las partes iuris en Cicerón, cf. M.
PALLASSE, Cicéron et les sources de droits, págs. 45 ss.; MICHEL, Rhétorique et
philosophie, págs. 518 ss.; G. ARICO ANSELMO, «Partes iuris», Annali del Seminario
Giuridico dell’Universitá di Palermo 39 (1987), 45-156; L. PERELLI, Il pensiero
politico di Cicerone, Florencia, 1990, págs. 120-124; P. STEIN, «The Sources of Law
in Cicero», Ciceroniana 3 (1978), 19-31; y M. Ducos, Les romains et la loi, págs. 225
ss. <<
ebookelo.com - Página 474
[60]
El ius naturae (o lex naturae), conjunto de normas preexistentes que regula las
relaciones de los hombres entre sí, con independencia de su condición o de su
pertenencia a una u otra comunidad, y de los hombres con la divinidad, constituye el
complejo de las normas preestablecidas para regular las relaciones entre los
copartícipes de la razón, anterior a toda agregación política y a todo reconocimiento
positivo. El ius naturale comprende preceptos negativos y positivos y su
actualización práctica es la iustitia (cf. infra, II 22, 66 y 53, 160; y Ret. a Her. III 2,
3), que constituye las normas en las cuales se compendia toda la fuerza preceptiva,
negativa y positiva, del ins naturale. Sobre el derecho natural en Cicerón, cf. COSTA,
Cicerone giureconsulto, I, págs. 17 ss.; RIPOSATI, Studi sui «Topica», págs. 218-220;
M. PALLASSE, Cicéron et les sources du droit; y M. Ducos, Les romains et la loi,
págs. 225 ss. <<
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[61]
La pietas, un concepto que está muy próximo al de fides, caracteriza el estado del
que ha sido purificado por el cumplimiento de los deberes que le incumben,
especialmente en la esfera religiosa y familiar (cf. Part, orat. 22, 78), y pertenece por
tanto al dominio del officium. Sobre el significado general del término, cf.
HELLEGOUARC’H, Le vocabulaire, págs. 576-579. <<
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[62]
Consuetudine ius (cf. n. a II 54, 162) o consuetudo. Sólo es interpretada como
equivalente a la ley en el bajo imperio (cf. Digesto I 3, 32). En este sentido la
originalidad de Cicerón es evidente, pues junto con el auctor ad Herennium (II 13,
19) es el único que concede un lugar importante a la costumbre. Para ambos, la
oposición entre la ley y la costumbre es la que se da entre un derecho escrito y un
derecho no escrito, concepción que hasta ese momento era rara en Roma pero que
tenía un papel importante en el pensamiento griego (cf. ARIST., Ret. 1373b: ágraphoi
nómoi). Pero mientras que el auctor ad Herennium se contenta con subrayar que la
autoridad del ius non scriptum es equivalente a la de la ley, Cicerón, posiblemente
por influjo de la Academia, pone de relieve la unidad profunda que existe entre los
usos no escritos y las leyes escritas de la ciudad, entre las que no existen diferencias
reales, pues los usos de la ciudad pueden convertirse en leyes si son redactados y
sancionados. Sobre la consuetudo en el derecho romano, cf. L. BOVE, La
consuetudine in diritto romano, Milán, 1971; W. FLUME, Gowohnsheitsrecht und
römisches Recht, Opladen, 1975; Ducos, Les romains et la loi, págs. 253-258. <<
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[63]
El pactum (pactio, pactum et conuentum, pactum conuentum) significa en
Cicerón de manera genérica toda actividad determinada por las personas dotadas de
reconocimiento jurídico (cf. infra, II 54, 162, y Ret. a Her. II 13, 20). Cf. COSTA,
Cicerone giureconsulto, I, págs. 201 ss. <<
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[64]
La aequitas es un concepto complejo en Cicerón, unas veces ligado a la justicia,
otras interpretado como un correctivo a la ley. La doble división en aequitas natura y
aequitas instituto que Cicerón menciona en Tóp. 23, 90, según se la considere en su
contenido o en su función normativa, expresa respectivamente el ius naturae y el ius
positivo (o lex). Frente a la aequitas naturae, universal e inmutable, la institutio
aequitatis se define por aplicar el mismo tratamiento en causas iguales (Tóp. 4, 24) y
coincide con la sustancia del ius tal como aparece en la conocida definición de Celso:
ius ars boni et aequi. En Cicerón, el concepto de aequitas está íntimamente ligado a
la interpretación que se basa en el espíritu de la ley (sententia legis). Sobre la
aequitas en Cicerón, cf. COSTA, Cicerone giureconsulto, I, págs. 36 ss.; G. CIULEI,
L’équité chez Ciceron, Amsterdam, 1972; M. Ducos, Les romains et la loi, págs. 303338. <<
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[65]
Sobre el iudicatum con valor jurídico, cf. n. a I 30, 48. Estos tres conceptos,
pactum, aequitas y iudicatum, están incluidos en el concepto de conueniens (la
epieíkeia griega) que Cicerón recoge en Tóp. 23, 90, y representan la parte que se
deja a la libertad humana entre las leyes y las costumbres, prácticamente inmutables,
que el derecho natural ordena respetar. Cf. COSTA, Cicerone giureconsulto, II, pág.
40, y M. PALLASSE, Cicéron et les sources du droit, págs. 69-70. <<
ebookelo.com - Página 480
[66]
Iura legitima. Sobre el concepto de lex en Roma, cf. Ret. a Her. II 13, 19-20. <<
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[67]
El campo propio de la qualitas iuridicialis es el género judicial, aspecto
subrayado por el propio CICERÓN en II 37, 110. Según la interpretación que hace
Cicerón de la doctrina de Hermágoras, la qualitas iuridicialis se diferencia de la
negotialis (cf. supra, II 22, 65) sólo por el hecho de que en la absoluta se presenta la
cuestión de lo justo o lo injusto implicite et abscondite, mientras que en la negotialis
se hace patentius et expeditius. Por este motivo Cicerón se limita a presentar un
ejemplo y remite para la tópica a la de la qualitas negotialis (cf. supra, II 22, 65 ss.).
La comparación entre la qualitas negotialis de Cicerón y la iuridicialis absoluta de la
Retórica a Herenio (II 13, 19 ss), que se basa en el tipo de ius implicado, confirma la
estrecha relación que existía entre ambos tipos de qualitas ya en la propia fuente de la
que dependen ambos tratados. Cf. MATTHES, Hermagoras, pág. 132; ADAMIETZ,
Ciceros «De inventione», pág. 75; CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status,
págs. 108-109; LAUSBERG, §§ 174-195; y MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 38 ss. <<
ebookelo.com - Página 482
[68]
La qualitas iuridicialis absoluta es la defensa más fuerte de la que puede servirse
el acusado, pues en ella se califican los hechos como ajustados a derecho (cf. QUINT.,
VII 4, 4). La definición de Cicerón es interpretada por VICTORINO, R. L. M. 190,
HALM, en el sentido de que el aequum y el rectum se refieren a la pars absoluta, y la
praemii et poenae ratio a la pars adsumptiva, interpretación que está en contradicción
con lo que dice el propio CICERÓN en II 36, 109 ss., donde precisa que sólo se refiere
a la causa en la que «se examina lo justo y lo injusto» y que falta por tratar aún «las
recompensas y los castigos». De la concordancia entre la Ret. a Her. y La inv. ret. se
desprende que la división en estas dos clases, asuntiva y absoluta, procede de
Hermágoras; cf. MATTHES, Hermagoras, pág. 151; ADAMIETZ, Ciceros «De
inventione», pág. 75; CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 108 ss.
<<
ebookelo.com - Página 483
[69]
Las anfictionías eran asociaciones religiosas de pueblos o ciudades vecinas en
torno a un santuario que administraban en común. La anfictionía más conocida fue la
de Delfos, que agrupaba doce ciudades del norte y centro de Grecia en torno al
santuario de Apolo en Delfos y de Deméter en Antela, cerca de las Termopilas. Su
función era esencialmente de carácter religioso, aunque en la esfera política ofrecía su
mediación en los arbitrajes entre sus miembros. La hostilidad entre tebanos y
espartanos ya ha sido mencionada antes a propósito de Epaminondas (cf. supra, I 33,
55). <<
ebookelo.com - Página 484
[70]
La pars absoluta del genus iuridiciale y la relatio criminis; cf. infra, 26, 78. <<
ebookelo.com - Página 485
[71]
Cf. supra, 21, 62 ss. En efecto, la cualidad que se trata en la pars negotialis es el
ius, en tanto que en la qualitas absoluta la acción se presenta como justificada en
derecho, por lo que hay que demostrar su conformidad con la norma jurídica que se
presenta como la causa facti, cf. LAUSBERG, §§ 173 y 176. <<
ebookelo.com - Página 486
[72]
Cf. supra, I 11, 15; Ret a Her. I 14, 24; y QUINT., VII 4, 7, con definiciones
prácticamente coincidentes. La división en los cuatro tipos siguientes procede de
Hermágoras y viene determinada por la marcha del proceso penal. Dos se refieren a
los hechos y los otros dos a la defensa del acusado, partición que fue recogida por la
mayoría de los rétores siguientes; cf. MATTHES, Hermagoras, págs. 153 ss.; MARTIN,
Antike Rhetorik, págs. 40 ss.; LAUSBERG, §§ 177-195. En cuanto a la tópica de los
diferentes tipos, la doctrina de Hermágoras debía de prever probablemente un
tratamiento específico para cada caso. <<
ebookelo.com - Página 487
[73]
Comparatio (cf. supra, I 11, 15; Ret. a Her. I 14, 25 y II 14, 21 ss.; QUINT., VII 4,
9), con definiciones análogas. Cuando el acusado intenta justificar su propia acción
poniendo de relieve las ventajas obtenidas de ella se tiene la comparatio, término que
deriva de la confrontación que se establece entre la qualitas del commodum y la del
incommodum. No siempre sin embargo la acción llevaba a un verdadero commodum
ya que en ocasiones se trata sólo de impedir un incommodum aún mayor; cf.
LAUSBERG, §§ 181-182. <<
ebookelo.com - Página 488
[74]
Cf. n. a Ret. a Her. I 16, 25, y IV 29, 34, donde este hecho es atribuido al legado
C. Popilio. <<
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[75]
El tratamiento de este tipo de causas comportaba ya en la fuente común a Cicerón
y a la Retórica a Herenio (cf. Ret. a Her. II 14, 21), y verosímilmente en la doctrina
de Hermágoras, una sucesión de loci específicos; cf. ADAMIETZ, Ciceros «De
Inventione», págs. 76 ss., y QUINTILIANO, VII 4, 9 (utilitas). Los ejemplos más
conocidos de comparatio son los de Mancino y el tratado de Numancia (cf. QUINT.,
VII 4, 12) y el de Orestes (cf. Ret. a Her. I 10, 17). <<
ebookelo.com - Página 490
[76]
La comparación recurre a elegir siempre entre dos males, de los cuales el menor
representa siempre la acción elegida, que tiene a su favor la utilitas, el honestum o el
necessarium, los tres elementos que constituyen el objeto del genas deliberatiuum, cf.
I 11, 15 y II 51, 156 y 57, 170; MATTHES, Hermagoras, págs. 154 ss., y MARTIN,
Antike Rhetorik, pág. 40. <<
ebookelo.com - Página 491
[77]
Todos los grados de la qualitas iuridicialis, absoluta y asuntiva, con sus
divisiones, presentan analogías con el genus deliberatiuum, en especial la
comparatio, que se fundamenta, como afirma Cicerón, en la utilitas. Sobre las
estrechas relaciones entre la pars iuridicialis y el genus deliberatiuum, cf. LAUSBERG,
§§ 182, 236, y MATTHES, Hermagoras, pág. 155, n. 1. <<
ebookelo.com - Página 492
[78]
Cicerón recoge en forma más extensa prácticamente los mismos lugares comunes
que incluye la Retórica a Herenio II 14, 21; cf. CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina
degli status, págs. 118-119. <<
ebookelo.com - Página 493
[79]
Relatio criminis (anténklema; translatio en Ret. a Her. I 15, 25 y II 17, 26; cf.
supra, I 11, 15). Como en la comparatio, se trata de la defensa del factum, pero en
este caso el acusado no asume la responsabilidad del mismo sino que responsabiliza a
la propia víctima del hecho por haber puesto la condición previa para la comisión del
delito, que queda así justificado. QUINTILIANO, VII 4, 8, precisa que en la relatio toda
la defensa se basa en la acusación de la propia víctima, extremo en el que se
diferencia de la remotio (cf. infra, 29, 86), que transfiere la responsabilidad del hecho
mismo sobre un tercero. Así, la relatio enjuicia la acción como justa, pues está
motivada por una acción culpable previa de la víctima, mientras que en la remotio la
acción es calificada de injusta, aunque queda disculpada por haber sido provocada
por otro; cf. MARTIN, Antike Rhetorik, pág. 39; CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina
degli status, pág. 119; MATTHES, Hermagoras, págs. 155-156; LAUSBERG, §§ 179-180.
<<
ebookelo.com - Página 494
[80]
Sobre los hechos aquí narrados, cf. LIVIO, I 10. Un análisis de las cuestiones
jurídicas implicadas en este arcaico procedimiento puede verse en B. LIOU-GILLE,
«La perduellio: les procés d’Horace et de Rabirius», Latomus 53 (1994), 3-38. La
Ret. a Her. I 15, 25 utiliza el ejemplo, más célebre, de Orestes, acusado del asesinato
de su madre. En la retórica posterior se utilizó mucho como ejemplo el caso real de la
defensa de Milón por Cicerón en el proceso por el asesinato de Clodio. <<
ebookelo.com - Página 495
[81]
Remotio criminis (metástasis’; cf. Ret. a Her. I 15, 25 y II 17, 26). Como hemos
señalado antes, la diferencia con la relatio consiste en que el elemento externo al que
se hace referencia no es la propia persona que ha sufrido el daño sino genéricamente
una persona o cosa sobre la que se descarga la culpa del acto presentándolo como
autor del mismo (cf. QUINT., VII 4, 13). Mientras que en la Retórica a Herenio (II 17,
26) rechazar la culpa significa tan sólo rechazar la culpa de la acción, aquí Cicerón
expone una teoría ampliada que prevé el rechazo no sólo de la causa sino también del
hecho mismo (cf. supra, I 11, 15). Como señala QUINTILIANO (III 6, 78; VII 4, 13), la
remotio es una especie particular de la translatio (cf. supra, 18, 10) en la que se
impugna la «competencia» del acusado. Sobre la traducción de los términos remotio
y translatio, cf. n. a Ret. a Her. I 15, 25. Sobre la remotio en general, cf. VOLKMANN,
Rhetorik, págs. 81 ss.; MARTIN, Antike Rhetorik, pág. 40; LAUSBERG, §§ 183-185; y
CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 123 ss. <<
ebookelo.com - Página 496
[82]
La remotio criminis comprende dos tipos: una remotio causae, que a su vez
incluye dos clases de culpables, un culpable personal (remotio in personam; infra, 29,
87), la persona que es responsable moral o física de que el imputado haya cometido
los hechos (cf. QUINT., VII 4, 13), y un culpable material (remotio in rem; infra, 30,
90), como una ley, una guerra o una catástrofe natural; y una remotio rei en la que lo
que se rechaza son los hechos mismos (infra, 30, 91). La Retórica a Herenio I 15, 25;
II 17, 26, sólo menciona la remotio in rem y la remotio in personam. El sistema que
presenta Cicerón recogería, según MATTHES, Hermagoras, págs. 157 ss., la partición
exacta de la remotio en Hermágoras. <<
ebookelo.com - Página 497
[83]
Se trata también de un ejemplo tomado probablemente de Hermágoras. Es el
ejemplo más utilizado por la retórica posterior, aunque con el paso del tiempo perdió
las primitivas determinaciones geográficas específicas primitivas. La Retórica a
Herenio (I 15, 25) utiliza como QUINTILIANO (VII, 4, 13) un ejemplo tomado de la
historia de Roma. Hay que señalar que en el ejemplo de la Retórica a Herenio y en
Quintiliano la causa es eficiente (se trata de la orden de alguien), mientras que en La
invención retórica la causa es un impedimento. <<
ebookelo.com - Página 498
[84]
Se trata de la remotio causae in rem. Esta circunstancia, que implica el rechazo de
la responsabilidad, debe ser distinguida de la segunda clase de remotio criminis, la
remotio rei (infra, 30, 91). <<
ebookelo.com - Página 499
[85]
Cf. infra, II 30, 94. Cicerón adapta aquí el mismo ejemplo utilizado en la remotio
causae in personam para ejemplificar la remotio causae in rem, mientras que la
Retórica a Herenio utiliza un ejemplo diferente, sustancialmente idéntico al utilizado
por QUINTILIANO (VII 4, 14), en el que se recurre a una ley. En el ejemplo de Cicerón
aparece incluido el concepto de necesidad, aunque no de manera expresa (cf. Ret. a
Her. II 17, 26, más explícito), que aproxima la remotio in rem con la concessio (cf.
infra, 31, 94 ss.). <<
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[86]
Se trata de la remotio rei, segunda parte de la remotio criminis; cf. supra, II 29,
86. <<
ebookelo.com - Página 501
[87]
El ejemplo que utiliza aquí Cicerón, de tema romano, no es reconducible a una
fuente griega, por lo que ha dado pie a muchas conjeturas. Podría tratarse de una
variante del autor latino que transmitió la doctrina de Hermágoras a Cicerón, como
sostiene MATTHES, Hermagoras, pág. 160, n. 2, pero tampoco puede excluirse que
esta fuente haya ampliado la doctrina de Hermágoras con toda esta parte relativa a la
remotio rei. <<
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[88]
Se solía sacrificar un cerdo para sancionar los tratados militares; cf. LIVIO, I 24, 9.
<<
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[89]
El tratado al que se refiere Cicerón es probablemente el que firmaron los cónsules
Postumio y Veturio el año 321 durante la segunda guerra samnita, tras la derrota en
Caudium y el consiguiente episodio vergonzoso de tener que pasar el ejército bajo el
yugo; cf. ROLDÁN, La república romana, págs. 107-108. Es éste el único testimonio
conservado de esta acusación, por lo que puede tratarse de la invención de algún rétor
con motivos pedagógicos. <<
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[90]
Ambas magistraturas, pretura y consulado, poseían el imperium, esto es, el poder
de dirigir al ejército, pero el imperium de los cónsules era superior al de los pretores.
<<
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[91]
La característica específica a la que alude aquí Cicerón consiste, según
VICTORINO, R. L. M. 286, HALM, en que en este caso es el acusador quien provoca el
status. En realidad, la remotio rei no constituye el status sino el fundamento de la
acusación; cf. L. CALBOLI MONTEFUSCO, «La dottrina del krinómenon», Athenaeum,
n. s., 50 (1972), 276-293, esp. 285. <<
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[92]
Concessio. Cf. supra, I 11, 15; QUINT., VII 4, 14 (excusatio). Era usada por el
acusado cuando no pudiendo negar el hecho ni recurrir a alguno de los otros tipos de
la qualitas adsumptiuua, sólo le quedaba el recurso de pedir perdón. Se divide en dos
secciones, purgatio y deprectatio, según que el reo tuviese alguna circunstancia
atenuante como la imprudentia, el casus o la necessitudo, o se limitase a suplicar a
los jueces; cf. VOLKMANN, Rhetorik, pág. 78; MARTIN, Antike Rhetorik, pág. 41;
LAUSBERG, §§ 186-194; MATTHES, Hermagoras, págs. 162 ss. <<
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[93]
Cf. Ret. a Her. II 16, 24; QUINT., VII 4, 14 (ignorantia); y supra, I 27, 41. El
ejemplo que utiliza Cicerón es probablemente una historia inventada con fines
pedagógicos en las escuelas de retórica. Sobre la diferente concepción de la
imprudentia en el auctor ad Herennium y Cicerón, cf. Ret. a Her. II 16, 24. Es poco
probable que Cicerón llegara a conocer la Ética Nicomáquea, a pesar de que la
menciona en De finibus V 5, 12. De hecho, los rétores posteriores continúan la
doctrina presentada aquí por Cicerón antes que la de la Retórica a Herenio, que sí
parece mostrar un conocimiento directo de esta obra de Aristóteles. Cf. L. C. WINKEL,
«Some Remarks on the Date of the Rhetorica ad Herennium», Mnemosyne 32 (1979),
331-332. <<
ebookelo.com - Página 508
[94]
Casus. Cf. Ret. a Her. II 16, 24 (fortuna); QUINT., VII 4, 15. El ejemplo que
utiliza aquí Cicerón es incluido por QUINTILIANO, VII 4, 14, en la categoría de la
necessitas. <<
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[95]
Cf. Ret. a Her. II 16, 23; QUINT., VII 4, 14; LAUSBERG, § 190; MARTIN, Antike
Rhetorik, pág. 41. <<
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[96]
En la medida en que en el reconocimiento de culpabilidad se admite la ilegalidad
de los hechos pero se alegan circunstancias atenuantes o eximentes de los mismos,
este status viene a coincidir con el scriptum et uoluntas, que en su interpretación
originaria expresaba una incompatibilidad entre el texto de la ley y el hecho que debe
juzgarse en el sentido de que el legislador, al promulgar la ley (scriptum), no había
tenido en cuenta (uoluntas) que podría ser aplicada incluso en aquellos casos en que
supondría un conflicto con la aequitas. De ahí que en la terminología de Hermágoras
se denomine esta categoría rhetòn kaì hypexaíresis (recogida sólo por QUINTILIANO,
III 6, 61, como scriptum et exceptio); cf. MATTHES, Hermagoras, pág. 183, y
VONGLIS, L’esprit et la lettre, pág. 138. <<
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[97]
Deprecatio. Cf. Ret. a Her. II 17, 25; La inv. ret. I 11, 15; QUINT., VII 4, 17.
Constituye el grado más débil de la defensa, pues en ella se reconoce no sólo la
ilegalidad de la acción (como en la concessio) sino también la intencionalidad del
autor. De ahí que sólo pueda recurrir a argumentos no lógicos, del tipo de las pruebas
pertenecientes al êthos (del acusado y de los jueces) y al páthos; cf. VOLKMANN,
Rhetorik, pág. 78; MARTIN, Antike Rhetorik, pág. 41; MATTHES, Hermagoras, págs.
162 ss.; LAUSBERG, §§ 192-194; WISSE, Ethos and Pathos, págs. 96 ss. <<
ebookelo.com - Página 512
[98]
Sífax, rey de los Masai en Numidia, aliado alternativamente con los romanos y
con los cartagineses en la segunda guerra púnica, intentó facilitar un acuerdo entre
ambos contendientes. Enviado a Roma tras la derrota de los cartagineses, fue
confinado primero en Alba Fucens y posteriormente en Tíbur, donde murió el año
201. Su caso fue debatido en el senado; cf. LIVIO, XXX 13; VALERIO MÁXIMO, V 1,
1; POLIBIO, XIV 1, 9; y ROLDÁN, La república romana, págs. 255-263. <<
ebookelo.com - Página 513
[99]
Q. Numitorio Pulo entregó el año 125 la ciudad de Fregela al pretor Lucio
Opimio tras la rebelión que provocó el fracaso de la política de Fulvio Flaco para
conceder mayores derechos políticos a los aliados latinos. La referencia del texto
parece implicar que Numitorio, juzgado por rebelión, fue absuelto por sus servicios al
estado romano; cf. ROLDÁN, La república romana, págs. 408-409. <<
ebookelo.com - Página 514
[100]
Cf. supra, I 55, 106-109, y Ret. a Her. Il 17, 25. <<
ebookelo.com - Página 515
[101]
Sobre la tópica de la deprecatio, más breve como es habitual en el auctor ad
Her., cf. Ret. a Her. II 17, 25. <<
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[102]
En realidad el tratamiento que hace Cicerón aquí se refiere exclusivamente a la
cuestión de las recompensas y su tópica, dado que todos los recursos mencionados a
propósito de los distintos status del genus rationale están dedicados a la calificación
legal del delictum. La Retórica a Herenio sólo incluye una pequeña referencia a
propósito de un ejemplo relativo a la figura de la subiectio (cf. Ret. a Her. IV 23, 33)
y no incluye el tratamiento de estas cuestiones, por lo que es posible que se trate de
un añadido procedente de alguna otra fuente, pues ya el concepto de aequitas
contenía en sí la doble realización del castigo y la recompensa. Sobre la cuestión de
los praemia en la teoría retórica, cf. J. COUSIN, Quintilien. Institution Oratoire. Livres
VI-VII, París, 1977, pág. 159. En cuanto a la poena en el derecho romano, cf. M.
Ducos, Les romains et la loi, págs. 339-381. <<
ebookelo.com - Página 517
[103]
En las causas civiles y en los procesos penales la ley en Roma estipulaba una
recompensa para los acusadores; cf. CIC., Pro Cluent. 36, 98; Verr. II 1, 21; y Ret. a
Her. IV 23, 33. <<
ebookelo.com - Página 518
[104]
Como contrapartida de la poena en que incurre quien comete un acto prohibido
por la ley se encuentra la concesión de recompensas por haber hecho un acto que es
considerado como meritorio; su resolución recaía en órganos no judiciales como el
senado o las asambleas, pero debía sustanciarse de acuerdo con la ley o, en términos
más generales, con la aequitas, de ahí su inclusión en el genus iudiciale. Cf. QUINT.,
VII 4, 3, y LAUSBERG, §§ 142, 144, 173 y 196. <<
ebookelo.com - Página 519
[105]
Lucio Licinio Craso (140-91), el más distinguido orador, junto con M. Antonio,
en la juventud de Cicerón, fue procónsul en la Galia Cisalpina el año 94. <<
ebookelo.com - Página 520
[106]
Cicerón no habla de los castigos, tal como había anunciado en 36, 109.
VICTORINO, R. L. M. 289, HALM, precisa que se deben aplicar los mismos preceptos
mencionados a propósito de las recompensas. <<
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[107]
Aquí comienza el tratamiento de las controuersiae legales, correspondientes en
el sistema de Hermágoras a las zetémata nomiká, que tienen por objeto la
interpretación de los textos legales. Sobre la distinción entre status y controuersia, cf.
supra, I 13, 17. <<
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[108]
Sobre la controuersia ex ambiguo, cf. Ret. a Her. I 12, 20 y II 11, 16; CIC., La
inv. ret. I 13, 17; De orat. I 31, 140; II 26, 110; Orat. 34, 121; Part, orat. 31, 108 y
38, 132; Tóp. 25, 96; QUINT., III 6, 43 ss. y VII 9, 1. Referencias explícitas a la
ambigüedad legal aparecen en la Ret. a Alej. (1443a31) y en ARIST. (Ret. 1375b11),
pero en su desarrollo fue determinante la dialéctica estoica que estableció distintos
tipos de ambigüedades y las asoció estrechamente con la gramática. Sobre esta
controversia en la teoría retórica, cf. VOLKMANN, Rhetorik, págs. 90 ss.; MARTIN,
Antike Rhetorik, págs. 50-51; LAUSBERG, §§ 222-223; VONGLIS, La lettre et l’esprit,
págs. 74 ss.; BARWICK, Probleme der stoische Sprachlehre, págs. 16 ss.; MARTIN,
Antike Rhetorik, pág. 321; CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 47
ss. <<
ebookelo.com - Página 523
[109]
Cf. el mismo caso en Ret. a Her. I 12, 20, aunque allí el autor se limita a
mencionarlo sin discutirlo como aquí hace Cicerón. Debe de tratarse de un ejemplo
de Hermágoras (cf. QUINT., VII 9, 9; MATTHES, Hermagoras, pág. 185; y G. CALBOLI,
«L’oratore M. Antonio e la Rhetorica ad Herennium», Giornale Italiano di Filología,
n. s., 3 (1972), 120-177, esp. pág. 125. <<
ebookelo.com - Página 524
[110]
Como el anterior, este ejemplo procede probablemente de Hermágoras (cf.
MATTHES, Hermagoras, pág. 185). El primer ejemplo citado relativo a la vajilla de
plata es un caso de ambigüedad absoluta, que se daba con más frecuencia en los
testamentos que en las leyes. De ahí que para mostrar un caso de ambigüedad legal
Cicerón haya tenido que recurrir a una ley inventada y sienta la necesidad de
justificarse. <<
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[111]
Codificado por Hermágoras entre los zetémata namiká, la controversia ex scripto
et sententia se producía cuando una de las dos partes aplicaba literalmente el texto de
una ley y la otra se inclinaba por interpretar la intención del legislador (sententia
legis). La interpretación de la ley constituía, sin embargo, un problema mucho más
antiguo, del cual se encuentran ya antecedentes en ARISTÓTELES (Ret. 1374a11 ss.),
aunque su estudio detallado procede de la sistematización de la teoría de los status en
la doctrina retórica peripatético-académica, en donde formaba parte de la qualitas
como un caso especial de la ambiguitas (obscuritas en QUINT., VII 6, 2). En efecto,
incluso en el caso de la confrontación entre una ley y la intención del legislador, se
trataba de una ambigüedad debida a la concisión en la expresión que podía resolverse
con la adición de alguna palabra clarificadora. Por eso en el De oratore todas las
cuestiones legales que implican una interpretatio scripti pasan a formar parte de la
ambiguitas. Por lo general el acusador pretende atenerse a la interpretación literal de
la ley, mientras el acusado intenta servirse de la uoluntas o sententia del legislador.
Sobre el scriptum et uoluntas (o sententia), cf. Ret. a Her. I 11, 19 y II 9, 13; CIC., La
inv. ret. I 13, 17; De orat. I 31, 140; II 26, 110; Orat. 34, 121; QUINT., III 6, 43 ss. y
VII 6; MATTHES, Hermagoras, pág. 183; VONGLIS, La lettre et l’esprit; CALBOLI
MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 153 ss.; U. WESEL, «Zur Deutung und
Bedeutung des Status Scriptum et sententia», Revue d’Histoire du Droit 38 (1970),
343-366; M. Ducos, Les romains et la loi, págs. 309-315; LAUSBERG, §§ 214-217; y
MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 46-48. <<
ebookelo.com - Página 526
[112]
Los actos privados romanos referidos a los testamentos tenían entre los romanos
la misma consideración que las leyes. De ahí el frecuente uso por los rétores del
término scriptor en lugar de legislator. Por extensión, se aplicó la doctrina de los
status a todo lo que estuviera contenido en un texto escrito. <<
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[113]
Se trata de la famosa causa Curiana, un pleito entre Manlio Curio en calidad de
heres secundus y Marco Coponio, adgnatus proximus del testador, Coponio, a
propósito de la herencia de este último; antes de morir, y creyendo a su mujer
embarazada, Coponio había nombrado heredero al hijo póstumo y, en caso de que
éste muriera antes de alcanzar la mayoría de edad, instituía como heredero a Curio.
La mujer no dio a luz pero M. Coponio reclamó la herencia por su condición de
pariente del testador. La cuestión legal implicada se refería a si la sustitución pupilar
(la que provee un segundo heredero en caso de que el primero hubiera fallecido antes
de su pubertad) implicaba una sustitución vulgar (provisión de un segundo heredero
en caso de que el primero no pudiera heredar). El jurista Q. Mucio Escévola defendió
a Coponio basándose en la letra del testamento, en tanto que L. Licinio Craso,
defensor de Curio, sostenía que la voluntas del testador era que Curio fuese heredero
tanto si el hijo que creía esperar no llegaba a la mayoría de edad como si no tenía
descendencia. La causa terminó a finales de los años 90 con la sentencia de los
centumviri a favor de Curio. El caso, que fue muy celebrado, impresionó
grandemente a Cicerón, que hace referencia a él repetidas veces en sus escritos (cf.
De orat. I 39, 180; 56, 238; 57, 242 ss.; II 6, 24; 32, 140-141; 54, 220-222; Brut. 39,
144-145; 52, 194-198; 73, 256; Tóp. 10, 44). Sobre los aspectos jurídicos del caso en
general, cf. F. WIEACKER, «The Causa Curiana and Contemporary Roman
Jurisprudence», The Irish Jurist, n. s., 2 (1967), 151-164; VONGLIS, La lettre et
l’esprit, págs. 126 ss.; CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 155 ss.;
y J. W. TELLEGEN, «Oratores, Jurisprudentes and the causa Curiana», Rev. Int. des
droits de l’Antiquité 3 (1983), 293-311. <<
ebookelo.com - Página 528
[114]
Uno de los ejemplos retóricos más conocidos es el del extranjero que, pese a la
prohibición que tenía de subir a las murallas, escala los muros para impedir que los
enemigos penetren en la ciudad; cf. QUINT., VII 6, 6; MATTHES, Hermagoras, pág.
185, n. 1; VONGLIS, La lettre et l’esprit, pág. 121, n. 2; LAUSBERG, § 216; CALBOLI
MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 159-161. La tacita exceptio que, al dar
cuenta de las particulares condiciones, substrae el caso al dominio de la ley, consiste
en afirmar que el legislador no pensaba en el extranjero que pudiera ayudar a la
ciudad. <<
ebookelo.com - Página 529
[115]
Sobre este episodio, que ocurrió en el ejército de Mario, durante la guerra contra
los cimbrios (año 104), cf. PLUTARCO, Vida de Mario, pág. 14; VALERIO MÁXIMO, VI
1, 12; y QUINT., III 11, 14. La absolución por parte de Mario del soldado que acababa
de matar a su sobrino Cayo Lucio debió de impresionar grandemente a la opinión
pública romana. Cicerón volvió a utilizar este caso en su discurso en defensa de
Milón (4, 9) para justificar el asesinato en legítima defensa. Junto con los casos de
Horacio (cf. supra, II 26, 78-79) y Orestes (cf. Ret. a Her. I 10, 17) era uno de los
ejemplos más utilizados en las escuelas de retórica para justificar la muerte de una
persona. <<
ebookelo.com - Página 530
[116]
La tópica de ambas partes es particularmente difusa en esta controversia. A favor
del texto, el procedimiento consiste básicamente en mostrar el peligro que supondría
alejarse de lo escrito y la inadecuación de plantear exceptiones. Para el que habla en
contra de la ley (infra, 138-143) será necesario mostrar la aequitas de la causa
recurriendo a las partes de la qualitas adsumptiua. Los mismos criterios aquí
expuestos pero en forma más resumida aparecen en Ret. a Her. II 9, 13 ss. y en CIC.,
Part. orat. 38, 133. Cf. MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 240 ss., y ADAMIETZ, Ciceros
«De inventione», págs. 86 ss. Sobre la interpretación del scriptum et uoluntas en los
rétores tardíos, cf. CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 165 ss. <<
ebookelo.com - Página 531
[117]
Sobre la inclusión de una exceptio en las alegaciones del que propone la
interpretación de la ley, cf. el caso de Epaminondas que Cicerón menciona en 1 33,
56. <<
ebookelo.com - Página 532
[118]
Cicerón se refiere a la lex rogata, frente a la lex data que procede del acto de un
magistrado cum imperio y materializada por lo general en el edictum praetoris. Cf.
Ret. a Her. II 13, 19. Sobre los procedimientos para abrogar una ley en el derecho
romano, sumamente limitados, cf. Ducos, Les romains et la loi, págs. 142-146. <<
ebookelo.com - Página 533
[119]
Cicerón, partidario decidido de la interpretación de las leyes de acuerdo con su
espíritu, establece una relación muy estrecha entre la aequitas y la sententia legis (cf.
Part. orat. 39, 136), especialmente cuando el resultado de la interpretación ex verbis
era manifiestamente absurda o injusta. Su discurso en defensa de A. Cecina
constituye la mejor muestra de lo que Cicerón entiende por sententia legis, cf. B. W.
FRIER, The Rise of the Roman Jurists. Studies in Cicero’s pro Caecina, Princeton,
1985. Ello no quiere decir que Cicerón, como abogado, no haya recurrido también a
la interpretación ex verbis, así lo hizo especialmente en su análisis de la Lex Cornelia
de sicariis et ueneficiis en la defensa de Cluencio, donde utilizó ampliamente los
argumentos que aquí expone; cf. C. J. CLASSEN, «Ciceros Pro Cluentio im Licht der
rhetorischen Theorie und Praxis», Rheinisches Museum, n. f., 108 (1965), 104-142;
Recht, Rhetorik, Politik. Untersuchung zu Ciceros rhetorischer Strategie, Darmstadt,
1985; y W. STROH, Taxis und Taktik. Die advokatische Dispositionskunst in Ciceros
Gerichtsreden, Stuttgart, 1975. Sobre los aspectos generales de la cuestión, cf. M.
Ducos, Les romains et la loi, págs. 315-317. <<
ebookelo.com - Página 534
[120]
Cf. supra, I 38, 68, y Pro Sestio, 42, 90, donde expone una teoría de origen
manifiestamente filosófico que coincide con lo aquí expresado; cf. M. PALLASSE,
Cicéron et les sources du droit, págs. 59 ss., y MICHEL, Rhétorique et philosophie,
págs. 520-521. <<
ebookelo.com - Página 535
[121]
Leges contrariae (antinomia). Cf. supra, I 13, 17; Ret. a Her. I 11, 20 y II 10,
15; CIC., De orat. I 31, 140; II 26, 110; Orat. 34, 121; Part, orat. 31, 108; 36, 127 ss.;
Tóp. 25, 96; QUINT., III 6, 43 ss.; VII 7, 1 ss. La existencia de leyes en conflicto se
basa en la casualidad, pues si las leyes discordaran por la propia naturaleza del ius
que contienen se eliminarían mutuamente; en la práctica, sin embargo, no era
imposible que se diera esta situación; cf. M. Ducos, Les romains et la loi, págs. 96,
165 y 308-309. Como controuersia representa un conflicto entre la uoluntas de dos
leyes, y el criterio decisivo que debe prevalecer en su interpretación es el de la
aequitas. De hecho el status de las leges contrariae representa el caso típico del
conflicto de la valoración de las distintas normas, entendidas como los motivos de
acción con pretensión de validez. De ahí que la mayoría de las diferentes categorías
del status qualitatis se resuelvan finalmente en una valoración entre diferentes
normas jurídicas, la ley, el bien común, la naturaleza, la clemencia, la ley moral, etc.
(cf. LAUSBERG, §§ 138 y 220). El status fue introducido por Hermágoras entre las zet?
mata nomiká, pero aparece ya, aunque sin designación técnica, en ARISTÓTELES, Ret.
1375b8 ss., de donde pasó a la doctrina peripatético-académica junto con el scriptum
et uoluntas como una forma de ambigüedad. De ahí que para algunos rétores como
Antonio (cf. De orat. II 26, 110) esta controversia no represente un género nuevo sino
que junto con la ambiguitas y el scriptum et uoluntas constituya una misma categoría
retórica. La concordancia entre la Retórica a Herenio y La invención retórica hace
pensar que la distinción de estas controversias procede de Hermágoras; sobre la
cuestión cf. MATTHES, Hermagoras, pág. 185, y CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina
degli status,págs. 167 ss. <<
ebookelo.com - Página 536
[122]
Tanto la Retórica a Herenio (111, 20) como Cicerón sólo analizan el caso de
conflictos entre leyes, sin entrar en la cuestión, tratada por otros muchos rétores (cf.
QUINT., VII 7, 2), de que el conflicto surgiera por la aplicación de una misma ley,
precisamente el caso más difícil y que ya ARISTÓTELES, Ret. 1375b8 ss., había tratado,
pero que presenta afinidades con otras categorías como la quaestio duplex, el
scriptum et uoluntas y la aplicación o no de una ley; cf. MARTIN, Antike Rhetorik,
págs. 48 ss., y CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, pág. 176. <<
ebookelo.com - Página 537
[123]
JENOFONTE, Helénicas VI 4, 35-37, dice que Alejandro fue asesinado por los
hermanos de su mujer en connivencia con ella, pero no que tuviera hijos. La historia
parece por tanto haber sido adaptada a las necesidades de la enseñanza retórica.
Naturalmente estas dos leyes son inventadas y no tienen correspondencia con la
realidad jurídica griega. Es curioso constatar que en la Retórica a Herenio no aparece
alusión alguna al tema de la tiranía, muy frecuente sin embargo en el pensamiento de
Cicerón (cf. J. BERANGER, «Notes sur la notion de tyrannie chez les romains,
particulièrement à l’époque de César et Cicéron», Rev. Étud. Lat. 13 (1935), 85-94.
<<
ebookelo.com - Página 538
[124]
El elemento fundamental relativo a la tópica de esta controversia es la
comparación entre las dos leyes. Cicerón enumera diez preceptos, frente al
tratamiento más breve, pero esencialmente basado en los mismos principios, de la
Retórica a Herenio II 10, 15. <<
ebookelo.com - Página 539
[125]
Ratiocinatio (syllogismus, collectio). Cf. supra, I 13, 17; Ret. a Her. I 13, 23; II
12, 18; QUINT., III 6, 15 ss. Se trata de la transposición al plano retórico-jurídico del
razonamiento silogístico y, como él, trata de reducir mediante razonamientos, en este
caso verosímiles, algo que no está escrito a partir de lo que está escrito. Esta evidente
relación con la filosofía puede explicar el hecho de que esta controversia falte tanto
en la teoría de los status peripatético-académicos como en las obras de Cicerón
posteriores a La invención retórica, cuando el tecnicismo de Hermágoras fue
sustituido por posiciones más filosóficas; CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli
status, pág. 188, ha sugerido que la ausencia del silogismo en el sistema de los status
se debería al amplio uso de éste en la especulación filosófica y retórica (epiquerema)
y al hecho de que controversias de este tipo podían ser analizadas de acuerdo con la
casuística del scriptum et uoluntas, como en el caso ya citado de la causa Curiana
(cf. supra, II 42, 122). También presenta la ratiocinatio afinidades con la definitio (cf.
II 51, 153) en la medida en que ambas tratan de demostrar que una cosa difiere de
otra. Sobre la ratiocinatio, cf. VOLKMANN, Rhetorik, págs. 89 ss.; WESEL, Rhetorische
Statuslehre, págs. 29 ss.; VONGLIS, La lettre et l’esprit, págs. 134 ss.; CALBOLI
MONTEFUSCO, La dottrina degli status, págs. 187 ss.; LAUSBERG, § 221; y MARTIN,
Antike Rhetorik, págs. 51-52. <<
ebookelo.com - Página 540
[126]
Sobre la formulación de las leyes mencionadas, pertenecientes a las Leg. XII
tab., cf. Ret. a Her. I 13, 23. <<
ebookelo.com - Página 541
[127]
Sobre la interpretación jurídica del caso, cf. F. ZUCCOTI, «Il testamento di
Publicio Malleolo (Cic. De inu. II 50, 148 ss.; Rhet. Her. I 13, 23)», Studi in onore di
Arnaldo Biscardi, VI, Milán, 1987, págs. 229-265. <<
ebookelo.com - Página 542
[128]
Cicerón incluye una definitio legalis como controuersia diferente de la definitio
entendida como constitutio o status (cf. supra, II 17, 52). <<
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[129]
Cicerón utiliza como ejemplo una ley cuyo enunciado debe ser aclarado
mediante definiciones. La misma ley, con ligeras variantes, aparece también como
ejemplo de otras controuersiae legales, el scriptum et uoluntas en la Retórica a
Herenio I 11, 19, y la antinomia en HERMÓGENES, 41, 5 ss., RABE. Según MATTHES,
Hermagoras, págs. 183 ss., el diferente uso del ejemplo en la Ret. a Her. y en La inv.
ret. se explica por el hecho de que Cicerón, que disponía de la causa Curiana, más
actual, para la categoría del scriptum et uoluntas, adaptó el primitivo ejemplo de
Hermágoras para la definitio legalis, que carecía de él. CALBOLI MONTEFUSCO, La
dottrina degli status, pág. 160, n. 23, señala, sin embargo, que entre estos dos
ejemplos existen grandes diferencias, pues en la causa Curiana se presenta una
interpretación extensiva de la ley, mientras que aquí es objeto de una interpretación
restrictiva. <<
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[130]
Cf. supra, II 17, 52 ss. El uso de los mismos loci para la definitio legalis y la
definitiua constitutio viene confirmado por el hecho de que la doctrina de la Retórica
a Herenio, que coincide con la de Cicerón a propósito de la definitio rationalis,
incluye la definido en la constitutio legitima. Cf. Ret. a Her. I 11, 19; 12, 21; y
CALBOLI MONTEFUSCO, La dottrina degli status, pág. 90. <<
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[131]
Sobre la aplicación del sistema de status a los géneros demostrativo y
deliberativo, cf. supra, II 4, 12. Estos dos géneros presentan una estrecha relación
dada la conexión entre el officium suadendi, en tanto que implica un elogio (laus), y
el officium dissuadendi, que entraña una censura (uituperatio) de la acción que se
discute; cf. LAUSBERG, § 224, y los análisis de los discursos de Cicerón de G.
ACHARD, Pratique rhétorique et idéologie politique dans les discours «optimates» de
Cicéron, Leiden, 1981. <<
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[132]
Cf. supra, II 22, 68. <<
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[133]
Del género deliberativo se ocupó especialmente Anaxímenes, que menciona
ocho teliká kephálaia, algunos de los cuales reaparecen más o menos sistematizados
en los capítulos 4-5 del libro primero de la Retórica de ARISTÓTELES referidos a los
distintos géneros de causas. Aristóteles señala que el fin del género deliberativo es to
symphéron kaì blaberón (lo conveniente y lo perjudicial), a los que se subordinan lo
justo y lo bello (iustum y honestum) y sus contrarios, opinión con la que se alinea
Cicerón en sus obras de madurez (cf. Tóp. 24, 91; De orat. I 31, 141; Part. orat. 24,
83). El rechazo a la posición de Aristóteles que aquí mantiene Cicerón reaparecerá en
el De orat. II 82, 335 puesto en boca de Antonio, y es de origen estoico, como
confirma su aparición en el libro III del De officiis. Sobre la cuestión en general, cf.
D. A. G. HINKS, «Tria genera causarum», Classical Quarterly 30 (1936), 170-176;
RIPOSATI, Studi sui «Tópica», págs. 229-230; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 9-10;
LAUSBERG, §§ 224-238; BARWICK, Das rednerische Bildungsideal, págs. 74-75; y
especialmente I. BECK, Untersuchungen zur Theorie des Génos Symbouletikón,
Hamburgo, 1970. Sobre los teliká kephálaia en la tradición retórica posterior, cf.
VOLKMANN, Rhetorik, págs. 299-314. Sobre la utilitas en la Retórica a Herenio, cf. III
2, 3, donde constituye el único fin del género deliberativo. <<
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[134]
Del fin del genus demonstratiuum, la honestas (también honestum: «dignidad»,
«honor»), se ocuparon especialmente Isócrates y Anaxímenes, que fijaron los puntos
de la doctrina: materia del enkómion es la uirtus, orientada hacia las aretaí y érga
(uirtus y opera; QUINTILIANO, III 7, 15 ss.), mientras que con Aristóteles toda la
doctrina se reduce a las tês aretês agathà eis pístin (cf. Ret. 1366b23, 1367b32,
1416b24; Ét. Nic. 11 lb5 y 1101b32), doctrina que es la que está en la base del
pensamiento de Cicerón: el ámbito de la honestas se circunscribe a la quaestio de
honesto turpique y recoge los loci sobre las virtudes y los vicios (bona aut mala
animi). Como Aristóteles, Cicerón considera ajeno al de honesto turpique los bienes
exteriores, que no menciona ni siquiera en tanto que fin complementario ad fidem
faciendam por cuanto los siente más bien en relación con la utilitas del género
deliberativo. Sobre el género deliberativo y sus partes, cf. F. LEO, Die griechischerömische Biographie, Leipzig, 1901, págs. 91 ss. y 209 ss.; VOLKMANN, Rhetorik,
págs. 314 ss.; y especialmente I. BECK, Untersuchungen zur Theorie des Génos
Symbouletikón. <<
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[135]
El tratamiento del género deliberativo en Cicerón es más breve que en la
Retórica a Herenio. ACHARD, pág. 222, n. 255, supone que se debe al hecho de que
Cicerón, que aún no ha entrado en el cursus honorum y consiguientemente no ha
practicado este género de discursos, se abstiene prudentemente de entrar en un
dominio reservado a los senadores, aunque la explicación parece poco convincente
por cuanto todo lo expuesto hasta ahora refleja más una enseñanza escolar que una
práctica personal. En realidad, las reglas del género deliberativo nunca llegaron al
grado de desarrollo que alcanzaron en el género judicial (F. CORTÉS GABAUDAN, «El
trasvase entre géneros oratorios en las primeras retóricas», en Actas del VIII Congr.
Esp. Est. Clás., vol. II, Madrid, 1994, págs. 131-138). Para ARISTÓTELES, Ret. 1358b,
el objetivo fundamental del discurso político es mostrar que la acción que propone es
útil, pues ella proporcionará la felicidad, que consiste en virtudes, riquezas y
seguridad. El auctor ad Herennium (III 2, 3 ss.) muestra la misma preocupación de
referir todo a lo útil, pero con más claridad que Aristóteles divide el utile en tutum y
honestum y subdivide lo honorable en el bien propiamente dicho (rectum) y en lo
loable (laudabile). El rectum comprende las virtudes, deseables por sí mismas,
clasificadas como hacían los peripatéticos en prudencia, equidad, fuerza y
moderación, en tanto que el laudabile reagrupa los bienes en los que interviene la
utilidad, como la gloria, la riqueza, etc. Este esfuerzo de clarificación es debido sin
duda al trabajo de los rétores de la época helenística. La división que aquí lleva a
cabo Cicerón incluye dos partes, una primera que comprende el honestum (honestum
simplex, 53, 159; y honestum iunctum, 55, 166) y el utile (56, 168), a las cuales se
añaden como attributa otros elementos, la necessitudo, la affectio (56, 170) y el quid
fieri et quid facile possit (56, 169), y una segunda que comprende la turpitudo y la
inutilitas. Aunque Cicerón declara que se aparta de Aristóteles en esta distinción, de
hecho lo sigue de cerca (cf. Ret. 1363b). Más importante que esta distinción es la
inclusión de esos dos elementos apenas sugeridos por los rétores precedentes: lo
posible y lo necesario. <<
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[136]
Cf. infra, II 57, 170. Sobre la adfectio, cf. supra, I 25, 36. <<
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[137]
El término honestum, difícil de traducir, corresponde a lo «honorable», lo
«digno», lo «honesto», el «bien», la «belleza moral» y lo «conveniente», conceptos
que para Cicerón son aproximadamente sinónimos; cf. De off. I 2, 6; III 3, 11; De fin.
II 14, 45; III 7, 26 y 27; IV 17, 46 y, en especial, M. VALENTE, L’éthique stoïcienne
chez Cicéron, París, 1956, págs. 240 ss. <<
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[138]
La definición de uirtus como habitus es de origen aristotélico, aunque también
fue adoptada por los estoicos (cf. CIC., De fin. III 14, 48; IV 14, 37; Acad. 10, 38).
Por su consideración de habitus tiene un carácter absoluto y estable (cf. supra, I 25,
36) que incluye tanto las características positivas como las negativas (cf. infra, 54,
165). Sobre la definición filosófica de uirtus en Cicerón, cf. C. MORESCHINI,
«Osservazioni sul lessico filosofico di Cicerone», Ann. Scuola Normale Sup. di Pisa.,
1979, págs. 99-178 (esp. 141-142), y M. VALENTE, L’éthique stoïcienne chez Cicéron,
págs. 177 ss. <<
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[139]
En la filosofía antigua, especialmente entre los estoicos y los partidarios de la
nueva Academia, se desarrolló la doctrina de las cuatro virtudes cardinales como
elementos constitutivos de la uirtus. Aunque estas animi uirtutes se encuentran ya en
la tradición anterior al estoicismo (cf. PLATÓN, Menón 87c-88e, y ARIST., Ret.
1362bl2, 1366b1) y las tres primeras proceden probablemente de Isócrates, las
virtudes aquí mencionadas (también en Ret. a Her. III 2, 3 y 6, 10), fortitudo,
prudentia, temperantia, iustitia, entraron a formar parte de la ideología moral y social
de la aristocracia romana fundamentalmente por influjo del estoicismo. Cf. W. Süss,
Cicero. Eine Einführung in seine philosophischen Schriften (mit Ausschluss der
staatsphilosophischen Werke), Wiesbaden, 1966, págs. 359 ss.; y VALENTE, L’éthique
stoïcienne, passim. <<
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[140]
La prudentia, sabiduría o sensatez, asociada frecuentemente al término consilium
(cf. la definición de este término supra, I 25, 36), coincide con la phrónesis de la
ética estoica, entendida como la capacidad para ejercer una profesión o una actividad.
La definición de la Ret. a Her. III 2, 3 coincide con la de CICERÓN en De off. I 43,
153. Al margen de las variaciones de tono en la doctrina destaca en ella la presencia
del elemento racional (cf. De nat. deo. III 38; Part. orat. 22, 76; De fin. V 23, 67). Es
una cualidad fundamental del hombre de estado (cf. CIC., De rep. II 25, 45; De leg.
III 2, 5) y constituye uno de los elementos esenciales integrantes de la teoría del
princeps de Cicerón (cf. E. LEPORE, Il princeps ciceroniani e gli ideali politici della
tarda repubblica, Nápoles, 1954, págs. 234 ss.). Es probable que el papel que esta
virtud representa en el pensamiento político de Cicerón se deba a la influencia de
Teofrasto. Sobre la historia del concepto en la doctrina preciceroniana, vid. RIPOSATI,
Studi sui «Topica», págs. 213-214. <<
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[141]
Cicerón repite aquí la exposición de las partes iuris que ya había realizado en II
22, 65 ss. La iustitia, que según la definición clásica consiste en dar a cada uno lo que
merece, es el complemento natural de la temperantia (cf. infra), a la que se opone por
su valor esencialmente activo y positivo. Para los romanos no significa exactamente
justicia sino el sentimiento de la justicia, el espíritu de equidad, la acción conforme a
la justicia y se fundamenta en la noción de fides. Para Cicerón constituye la base de la
sociedad romana y la principal de las virtudes (cf. De off III 6, 28 y I 7, 20). La
doctrina se remonta a corrientes clásicas, especialmente platónicas (cf. entre otros
muchos textos, PLATÓN, Crit. 50d ss.; Gorg. 480d; Rep. 443d; ARIST., Tóp. 143al5,
145b36; Étic. Nic. 1133b32 ss.; Ret. 1366b9), y se convierte en uno de los conceptos
centrales de la ética estoica. Mientras que la Retórica a Herenio (III 3, 4) presenta
una larga serie de categorías entre las partes de la iustitia, Cicerón presenta menos
detalles pero los agrupa en tres categorías: el derecho natural (ius naturae), el
derecho consuetudinario (ius consuetudinis) y el derecho positivo (ius legis). Cf.
COSTA, Cicerone giureconsulto, I, págs. 20-21; RIPOSATI, Studi sui «Topica», págs.
229-230, 269-270, 331-333; HELLEGOUARC’H, Le vocabulaire, págs. 265-267;
ACHARD, Pratique rhétorique, pág. 474. <<
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[142]
Mientras que en las obras filosóficas (De legibus, De officiis) Cicerón sostiene
que la única fuente verdadera del derecho es la naturaleza, en las obras retóricas
figuran otras fuentes diferentes. La clasificación más clara es la que aparece aquí (y
antes en II 36, 65 ss.), influida por las fuentes retóricas que se sirven del pensamiento
filosófico griego y de la experiencia romana concreta. En ella el derecho aparece
dividido en tres secciones: natura, consuetudo y lex, distinción que se corresponde
con los conceptos griegos de phýsis, êthos y nómos. Cf. sobre esta cuestión en general
G. ARICO ANSELMO, «Partes iuris», Annali del Seminario Giuridico dell’Universitaá
di Palermo 39 (1987), 45-156; J. BLÄNSDORF, «Griechische und römische Elemente
in Ciceros Rechtstheorie», Wurzb. Jahrb. 2 (1976), 135-147; M. Ducos, Les romains
et la loi, págs. 225 ss.; K. M. GIRARDET, Die Ordnung der Welt. Ein Beitrag zur
philosophischen Interpretation von Ciceros Schrift «De legibus», Wiesbaden, 1983;
M. PALLASE, Cicerón et les sources du droit, París, 1945; y P. STEIN, «The Sources of
Law in Cicero», Ciceroniana III, 1978, págs. 19-31. <<
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[143]
La formulación del derecho natural en Cicerón procede fundamentalmente del
estoicismo antiguo, en especial en los temas relativos a la cosmópolis o ciudad
universal (que incluye a hombres y dioses) y la autonomía de la ley moral. También
se han destacado elementos platónicos, procedentes probablemente de Antíoco, y de
Aristóteles. La ley natural es un imperativo formal carente de contenido normativo,
por lo que se presta mal para servir de fundamento concreto a las leyes y al derecho
vigente entre los hombres. Cf. K. M. GIRARDET, «Naturrecht bei Aristoteles und bei
Cicero (De legibus): Ein Vergleich», en W. W. FORTENBAUGH y P. STEINMETZ (eds.),
Cicero’s Knowledge of the Peripatos (Rutgers Studies in Classical Humanities, 4)
Brunswick-Londres, 1989, págs. 114-132, y la bibliografía citada en la nota anterior.
<<
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[144]
La importancia que Cicerón asigna a la consuetudo en la formación del derecho
se relaciona con la idea de que a la sabiduría de la clase política dirigente debe
atribuirse el mérito de haber construido gradualmente a lo largo del tiempo la
constitución romana. De este modo, la creación del derecho, como señala VILEY,
Rückkehr zur Rechtsphilosophie, pág. 291, es confiada a la voluntad de una elite de
hombres sabios, los jefes de la ciudad o los oradores famosos. La doctrina se ha
relacionado con la concepción estoica del derecho natural en cuanto que esta razón de
los políticos podría ser considerada una manifestación de la razón universal que
gobierna el mundo (cf. GIRARDET, Die Ordnung der Welt, pág. 35). Sin embargo,
entre el sabio estoico, encarnación perfecta de la virtud y la razón, y la sapientia (que
en realidad es prudentia) del político romano, hay una profunda diferencia. Frente al
aspecto exclusivamente teórico del sapiens estoico, basado en la aplicación de los
principios naturales de las leyes esenciales, la prudentia del político o del legislador
romano consiste sobre todo en organizar la constitución, las instituciones, el derecho
positivo, de manera que el gobierno permanezca estable en manos de la clase
dirigente. La razón del político se identifica así con la razón de estado y no se ve
limitada a la observancia de la ley natural; cf. PERELLI, Il pensiero politico di
Cicerone, pág. 124. <<
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[145]
Sobre el significado, difícil de comprender, de esta definición, cf. M. PALLASSE,
Cicéron et les sources de droits, pág. 34. El ius aequabile no es en definitiva sino la
aequitas; cf. supra, II 22, 68 y 51, 156. <<
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[146]
El significado de fortitudo está aparentemente muy próximo al de uirtus, pues,
como ésta, designa el valor y la energía del hombre de acción. Sin embargo, la
similitud sólo es parcial pues, aunque la fortitudo represente la forma más manifiesta
de la uirtus, constituye en realidad un elemento de ésta, con respecto a la cual
presenta en ocasiones un sentido más fuerte pero también más restringido. Incluye un
elemento impulsivo, en el que insiste por ejemplo la Ret. a Her. (III 2, 3), pero guiado
siempre por los imperativos de la razón y la justicia, en lo cual se distingue de la
temeritas (cf. Ret. a Her. IV 25, 35). Cicerón incluye en la fortitudo cuatro
elementos: magnificentia, fidentia, patientia y perseuerantia. Cf. RIPOSATI, Studi sui
«Topica», pág. 215. <<
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[147]
La temperantia (modestia de Ret. a Her. III 2, 3) es originariamente medida,
proporción, y su función consiste en reprimir las pasiones y gobernar los apetitos.
Cicerón da de ella numerosas definiciones (Part. orat. 22, 76; De fin. II 19, 60; De
nat. deo. III 38), con las que intenta traducir el concepto griego de sophrosýne (cf.
ARIST., Ret. 1366b 13; Et. Nic. 1107b44; Ét. Eud. 1221a2; y CIC, Tusc. III 3, 6). La
práctica de esta virtud contribuye a crear la moderación que constituye la prudentia.
El término expresa pues la actitud del que en cualquier circunstancia sabe hacer lo
que conviene y se manifiesta de tres maneras específicas: continentia, clementia y
modestia. <<
ebookelo.com - Página 562
[148]
Véase la observación de I 46, 86. Cicerón parece dar a entender que planeaba ya
redactar otras obras de orientación más filosófica, lo cual vendría a corroborar la
opinión de P. MACKENDRICK, The Philosophical Books of Cicero, Londres, 1989,
págs. 13 ss., de que Cicerón, siguiendo el plan inicial detallado por Filón, consideraba
el conjunto de la obra retórica y filosófica como integrante de un mismo proyecto
conjunto. <<
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[149]
Sobre los animi mala, cf. ARIST., Ret. 1366b10, y Ét. Nic. 7 y 8, donde define y
enumera sistemáticamente los vicios contrarios a las virtudes. Cicerón precisa y
ejemplifica este tema en Part. orat. 23, 81. Cf. Ret. a Her. III 3, 6. Sobre la doctrina
de los uitia, cf. RIPOSATI, Studi sui «Topica», págs. 216-217, y VALENTE, L’éthique
stoïcienne, págs. 263-311. <<
ebookelo.com - Página 564
[150]
Gloria, dignitas, amplitudo y amicitia. Sobre el significado político de estos
términos, cf. HELLEGOUARC’H, Le vocabulaire, págs. 369-383, 388-411, 229-231 y
41-62 respectivamente. Como suele ser habitual, el tratamiento, más breve, de la Ret.
a Her., III 4, 7, excluye la indicación de estos elementos. <<
ebookelo.com - Página 565
[151]
El carácter provisional de esta definición resalta en el parágrafo siguiente en el
que Cicerón señala que no es éste el lugar apropiado para definirla exactamente. Aquí
plantea, antes de dar una respuesta definitiva al problema de definir la amistad, una
solución de compromiso entre el egoísmo (utilitas) y el desinterés (honestas). El
punto de vista retórico, más amplio que el filosófico que adoptará más adelante, exige
el reconocimiento de que en la sociedad no todas las amistades son desinteresadas. La
respuesta en el plano filosófico la expondrá en De fin. V 25, 74 y, especialmente, en
De amicitia. Cf. MICHEL, Rhétorique et philosophie, págs. 609-610, y C. LEVY,
Cicero Academicus, págs. 430-434. <<
ebookelo.com - Página 566
[152]
La concepción utilitaria de la amistad era uno de los rasgos característicos de la
filosofía epicúrea; cf. M. BELLINCIONE, Struttura e pensiero del Laelius ciceroniano,
Brescia, 1970, págs. 173-177, y J. M. RIST, Epicurus. An Introduction, Cambridge,
1972, págs. 127-139. <<
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[153]
Cf. el tratamiento, más breve, de la Retórica a Herenio III 4, 7, donde el utile
consiste esencialmente en la seguridad (tutum), a su vez dividida en fuerza y astucia
(uis, dolus). La división empleada aquí por Cicerón incluye junto a la incolumitas
(seguridad) y la potentia (poder, potencia, fuerza), el animus (cf. infra, 49, 177). Es
de origen platónico (cf. PLAT., Gorg. 444c) y aristotélico (cf. ARIST., Ét. Nic. 1098b).
<<
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[154]
La definición de facile que aquí presenta CICERÓN (cf. Part. orat. 27, 95)
coincide literalmente con la de ANAXÍMENES (Ret. a Alej. 13). La distinción entre las
cosas que pueden ocurrir y las que ocurren fácilmente se encuentra ya en
ARISTÓTELES, Ret. 1363a23, que señala que son preferibles las más fáciles. En la
Retórica a Herenio no se incluye esta categoría. <<
ebookelo.com - Página 569
[155]
Las acciones necesarias habían sido excluidas del género deliberativo por
ARISTÓTELES (cf. Ret. 1359a30 ss.). QUINTILIANO (III 8, 22), que conoce la teoría de
Cicerón, rechaza lo necessarium como objeto de la deliberación, pues si la acción
viene exigida por una necesidad no se trata en última instancia de algo necesario sino
útil y, si se trata de necesidad absoluta, ni siquiera cabe el recurso al consejo, al igual
que cuando la acción es imposible. Sin embargo, Cicerón establece una distinción
entre la necesidad absoluta, sobre la cual efectivamente no se puede deliberar, y la
necesidad hipotética o condicionada (necesitas cum adiunctione), en la cual se
plantea el problema de la libertad de las acciones humanas. De acuerdo con la
filosofía estoica que aquí sigue Cicerón, la actuación del hombre libre consistirá en
mantenerse en su propia esfera y dirigir sólo aquello que puede hacer. Sin embargo,
la existencia de diferentes condiciones sobre los actos humanos puede llevar a que
entre ellas surja el conflicto, y de ahí la jerarquización que hace Cicerón atendiendo a
las consideraciones relativas a la honestas, la incolumitas y la commoditas. La
inclusión de este último concepto, al cual se mostraban indiferentes Zenón y Crisipo,
puede proceder de la influencia de Teofrasto, lo cual mostraría una vez más el
eclecticismo que desde el comienzo caracterizaría el pensamiento de Cicerón. Esta
misma concepción sobre las acciones humanas y la causalidad, ahora ya con más
precisión, aparecerá en el último libro del De finibus, en los Tópicos y en el De fato.
Cf. A. MICHEL, Rhétorique et philosophie, págs. 580-583. Sobre la necessitas en la
retórica deliberativa, cf. CIC., De orat. II 81, 333; Tóp. 23, 89; Part. orat. 24, 83; y
MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 168-171. <<
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[156]
Casilino era una ciudad de Campania, entre el ager Falernus y el ager
Campanus, tres millas al norte de Capua; su importancia estratégica derivaba del
control que ejercía sobre los puentes del río Volturno. Asediada por Aníbal el año
216, sus habitantes se vieron forzados a rendirse tras una heroica defensa; cf. LIVIO,
XXIII 17. El auctor ad Her., III 5, 8, utiliza este mismo ejemplo aunque sin
mencionar explícitamente el nombre de la ciudad. <<
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[157]
Discípulo de Sócrates y fundador de la escuela filosófica de Cirene. Embarcado
sin saberlo en un barco pirata, arrojó por la borda su dinero para salvar la vida. <<
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[158]
Cf. supra, I 24, 34-36; II 10, 32-34. Cicerón termina este segundo libro con una
sucinta enumeración de los principios de la retórica demostrativa. Sobre la teoría del
genus demonstratiuum en general, cf. Ret. a Her. III 6, 10 ss., con un desarrollo más
extenso de los preceptos de este tipo de discursos; CIC., De orat. II 84, 342 ss.; Part.
orat. 21, 70 ss.; QUINT., III 7; PETERS, De rationibus, págs. 73 ss.; RIPOSATI, Studi sui
«Topica», págs. 208-209; MARTIN, Antike Rhetorik, págs. 177-209; LAUSBERG, §§
239-254; y V. BUCHHEIT, Untersuchungen zur Theorie des Genos Epideiktikon von
Gorgias bis Aristoteles, Múnich, 1960. <<
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[159]
La clasificación tripartita de los bienes recoge una tradición que se encuentra ya
en ISÓCRATES (5, 144), PLATÓN (Fedro 239a-240a; Eutid. 279b), ANAXÍMENES (Ret. a
Alej. 1422a7) y ARISTÓTELES (Ét. Nic. 1098b12, 1169b10, Pol. 1323a24 ss.) y se
continúa en la retórica posterior. <<
ebookelo.com - Página 574
[160]
Los corporis bona que menciona ARISTÓTELES, Ret. 1360b21, son la salud, la
belleza, la fuerza, el porte y la capacidad para la competición. Autores como Platón,
Jenofonte, Anaxímenes y Teón mencionan series diferentes de bienes, entre los que
destacan tres de manera concordante: la belleza (kállos, forma), la salud (hygíeia,
ualetudo) y la fuerza (iskhýs, uires). Cf. Ret. a Her. III 6, 10; CIC., Part. orat. 10, 35 y
24, 87; De orat. II 11, 46 y 84, 342. <<
ebookelo.com - Página 575
[161]
Cf. supra, I 16, 22 y II 52, 157; De orat. II 84, 343; Ret. a Her. III 6, 10. A los
bona externa se refieren ya, aunque de manera esporádica, Isócrates y Platón. Las
referencias son más abundantes en Aristóteles y los peripatéticos. Cf. ARIST., Ret.
1360b20, 1360b27, 1362bl8; Pol. 1283al6, 1291b28, 1296M8; Ét. Eud. 1214b8,
1249a10; cf. RIPOSATI, Studi sui «Topica», págs. 211 ss. <<
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