Pocos dúos en la historia de la música lograron conquistar el inconsciente colectivo como lo hicieron Ella Fitzgerald y Louis Armstrong. Su estilo era difícil de clasificar pero de fácil reconocimiento. A finales de la década de 1950, unieron sus talentos para crear tres álbumes que siguen siendo pilares fundamentales del jazz hasta nuestros días. Juntos, remontaron la decadencia del género y evitaron su extinción frente a nuevas tendencias de la época.
Fitzgerald nació en Newport News, Virginia, el 25 de abril de 1917, pero creció en Nueva York. Desde joven mostró una habilidad innata para la música, y su voz pronto la llevó a la fama en la orquesta de Chick Webb. A unos mil kilómetros de distancia, en la cuna de Nueva Orleans, crecía su compañero Armstrong, quien se convirtió en uno de los pioneros del jazz, conocido por su destreza en la trompeta y su tono «rasposo».
Los caminos de los artistas se cruzaron por primera vez a mediados de la década de 1940. Aunque ambos eran ya figuras prominentes en la industria, fue su colaboración lo que llevó a un nuevo nivel su legado conjunto. Se conocieron durante una sesión de grabación en 1946, y aunque entonces nadie lo sabía, ese momento sería el comienzo de una serie de canciones que se convertirían en piezas esenciales de la historia del jazz.
La química entre los dos talentos era innegable. Y esta conexión no pasó desapercibida por Norman Granz, productor y fundador de Verve Records. Reconociendo el potencial de la combinación de sus estilos y personalidades, el empresario decidió reunir a los artistas para proponerles un proyecto que luego tendría un gran impacto en la industria musical: la creación de un álbum colaborativo.
Aunque algunos podrían haber visto esta reunión como una estrategia de marketing típica de los años 50, el genio de este trío convirtió aquella obra en algo mucho más profundo. Así, el 16 de agosto de 1956, comenzaron a grabar las once canciones seleccionadas por el empresario. Para principios de octubre de ese mismo año, el álbum titulado Ella and Louis ya estaba disponible en el mercado.
El disco incluyó interpretaciones de temas populares como «A Foggy Day» y «Moonlight in Vermont», en los que Fitzgerald y Armstrong demostraron su capacidad para conjugar sus estilos. La fluidez de sus voces convirtieron este trabajo en un referente vocal, estableciendo un estándar para futuras colaboraciones en el género.
El impacto de su álbum colaborativo fue tal que motivó a los músicos a unirse nuevamente para grabar dos discos más juntos. El primero de ellos, titulado Ella and Louis Again, el cual se lanzó en 1957 y exploró una variedad de estilos y ritmos, desde baladas suaves hasta temas más animados. Y el segundo, o más bien tercero, Porgy and Bess, en 1959, una reinterpretación de la ópera popular de George Gershwin.
Compañeros arriba y abajo del escenario
Desde las presentaciones en vivo hasta las sesiones de grabación, su relación se volvió cada vez más cercana y especial. Sin embargo, lo que los unió no solo fueron las notas que crearon juntos, sino también su origen común y los desafíos que enfrentaron como afrodescendientes en una industria y una sociedad sumergidas en la segregación racial y las tensiones sociales.
Solo había una barrera en su carrera hacia el éxito: el color de su piel. En un mundo dominado por la belleza de figuras como Humphrey Bogart, Marilyn Monroe y Lauren Bacall, Fitzgerald y Armstrong representaron una nueva forma de talento que rompió con los estándares culturales predominantes de su época, abriendo nuevas oportunidades para futuros artistas. De hecho, Ella fue la primera mujer afroamericana en recibir un premio Grammy (acumulando un total de 14 de estos galardones).
Como pioneros en su campo, los artistas demostraron que la música va mucho más allá del simple hecho artístico. Y hoy, a 107 años del nacimiento de Fitzgerald, lo reconfirmamos.
