Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

Catalina de Médici (1519-1589)

De ella sí puede afirmarse sin lugar a objeción que fue alguien que nació en cuna de oro. Eran los Médici, los famosos Médici, los que marcaron una época con el rótulo de su apellido, y son varios los historiadores que ven en la figura de Catalina a la mujer más poderosa del siglo XVI en Europa. Sus padres dueños de media toscana, una pareja de nobles que murieron muy pronto y no pudieron disfrutar ni de su matrimonio ni de su hija. Catalina no logró conocerlos ya que estos morirían antes de que la infanta llegara a cumplir un año de edad. Se recuerda que al momento de su nacimiento hubo una felicidad enorme, “como si se tratara de un varón”, afirmaban los testigos cortesanos. Fue criada por su abuela y luego por su tía, hasta que su tío abuelo, el Papa León X, decidió trasladarla de nuevo a Florencia para que morara en el palacio de los Médicis y recibiera la educación y los cuidados concernientes a una futura reina. Dado su cercanía con el Papa y el poder de su apellido, a Catalina se le comenzaría a llamar la Duchessina. Para 1527 los Médici perderán territorios y Florencia será asediada por sus enemigos, por lo que Catalina tendrá que estar viajando de convento en convento, hasta lograr dar con el más seguro y donde pudo permanecer oculta durante tres años, los cuales fueron tiempos felices de una infancia que es recordada con simpatía y sin mayores contratiempos. Esta niñez plácida e imperturbable se vio alterada en octubre de 1529 cuando Florencia cae definitivamente, y los enemigos de la corona amenazan con encadenar, violar y asesinar a la pequeña Catalina, por lo que a comienzos del año siguiente el Papa enviará por ella y la llevará a Roma para mantenerla cerca y protegida. En 1530 le encuentran marido, Enrique, nada menos que la promesa de alzarse con el trono de Francia, y ambos delfines contraerán nupcias con 14 años cada uno, en una boda que celebró lo más suntuoso y elegante de toda una época, un despliegue soberbio de lujos y derroches que quedó en el registro histórico como una fiesta en la cual, dicho en términos de estos días, echaron la casa por la ventana, y que finalizó cuando la joven pareja se retiró a su lecho nupcial para consumar formalmente su casamiento. Y tan formal resultaba el oficio y cumplimiento de las labores maritales, que el mismísimo Francisco, rey de Francia, acompañó a los amantes a sus aposentos para corroborar con sus propios ojos que la legalidad del acto gozara de un feliz término. Y así fue: el hecho sería verídico y comprobado, y el rey afirmaría después que “ambos mostraron su valor en la justa”. Por si esto no fuera suficiente, a la mañana siguiente y todavía en cama recibieron la visita del mismísimo Papa, que según los procedimientos pasaba a saludar y a bendecir a los novios. Catalina tuvo una acogida generosa entre las cortesanas francesas, se destacaba por su simpatía e inteligencia, sus buenos modales, y aunque un año más tarde la muerte de su protector, el Papa León X, la hubiera dejado sin la mejor protección de la que pudiera gozar cualquier mortal. El matrimonio por otro lado tenía muy pocos encuentros. Su esposo Enrique disfrutaba pasar tiempo con amantes y concubinas y no tenía reparos en que el pueblo entero se enterara de sus desaires y felonías. A sus 19 años Enrique quedó prendado de la que sería su amante oficial, Diana de Poitiers, una mujer que le doblaba su edad y que tuvo la inteligencia para permanecer al lado del rey sin que la reina se sintiera amenazada, siendo así que alentaba a su amante real para que pasara más tiempo con Catalina y pudieran dar inicio a su descendencia. Nunca riñó con el puesto de Catalina, a quien supo respetar y a pesar de que para cualquiera se hacía obvio que el verdadero amor de Enrique se inclinaba hacia su amante. Se decía que Catalina no gozaba de una gracia particular, diferente a lo que ocurría en el caso de la atractiva y seductora Diana, a quien el rey la llevaría al castillo de Chenonceau, una morada en la que desde siempre había querido vivir la relegada reina oficial de Francia. Era así como Enrique no escondía de ninguna manera la relación con su amante, a quien ya le tenía un escudo diseñado con las iniciales de su nombre grabadas en plata, y a quien incluso le toqueteaba los pechos mientras discutía con otros sobre política. Catalina no tenía mayor injerencia en los asuntos administrativos y de gobierno y pasó a convertirse en una presencia decorativa, una reina que acaso tomaba alguna que otra decisión mientras su marido se encontraba ausente, pero lo cierto es que más poderes tenía Diana en las cuestiones que competían al destino del pueblo francés. Fue así como la pareja real mantuvo su distancia y en la primera década no tuvieron descendencia. Por aquellos días una amante del joven príncipe tendría un hijo, que a pesar de ser un bastardo sería reconocido por Enrique como suyo. Esto puso en duda la fertilidad de Catalina, por lo que muchas fueron las propuestas en la corona para resolver el asunto, dado que era necesario y ahora mismo urgente el nacimiento de quien preservara la línea de la dinastía: desaparecerla, asesinarla, tal vez divorciarse de ella. Pero para 1544 finalmente llegaría el primogénito Francisco para heredar un día el legado de la corona, y un año más tarde llegaría Isabel, su segunda hija. Y así durante los años siguientes -ya una vez coronados en 1547 como reyes de Francia-, Catalina daría a luz a otros ocho hijos, garantizando sin lugar a recriminaciones una vasta estirpe que pudiera asegurar la permanencia en el poder durante siglos. A los casi 40 años un testimonio la describe como a una mujer de “figura bien formada, una piel bonita y unas manos con forma exquisita… sus ojos prominentes”. Su último parto casi le costó la vida. Un par de gemelas, de las cuales apenas una alcanzó a nacer para morirse a los pocos meses, y fue entonces cuando la reina pondría fin a su descendencia, que convenientemente para el resto de su historia se componía de varios hijos que fueron como cartuchos para gastar. A sus hijas les conseguiría un esposo con el que pudieran sellarse y fortalecerse las alianzas que convenían a la corona, y con los varones sucedería que tres de ellos estuvieron gobernando como reyes de Francia. El primero fue su primogénito, Francisco II, que llegó al trono tras la muerte de su padre después de un juego de justa, donde la lanza de su oponente le atravesó una parte del cráneo y no pudo resistir al tremendo embate. El rey Francisco II contaba con 15 años cuando tomó posesión. Unos nobles que le acompañaban en su ascenso por las escaleras tuvieron que sostenerle la corona porque al rey le quedaba grande y se le hacía bastante pesada. Y así fue su corto mandato, hasta que en 1560 una infección de oído acabara por despojarlo de su corona y de su vida. De inmediato lo sucede su hermano Carlos IX, un niño de 9 años que no paró de llorar durante su coronación y que durante su primera tarde de gobierno, normal para cualquier niño, no hizo otra cosa más que dormir. Y así también sucedió con su reinado, por lo que sería Catalina quien presidiría el consejo, tendría el control de los intereses de Estado y se encargaría de la toma de decisiones que pudieran reconciliar el creciente resquemor entre las diferentes doctrinas religiosas. A este asunto no le prestaría mayor importancia en su comienzo, siendo la piedra angular sobre la que debió concentrarse mientras el reinado de su hijo. Creyó que todo podría solucionarse convocando a los principales líderes de ambos bandos, y en 1572 promulgó un edicto en el que se proclamaba la paz, pero unos meses más tarde más de setenta hugonotes fueron masacrados, y el acto sería celebrado por los católicos parisinos mientras los protestantes juraban venganza. Se dio así inicio a las guerras de religión que durante más de una década sumergieron a una nación en un conflicto bélico civil. La batalla se recrudeció cuando el joven Carlos IX ordenó: “¡Matadlos a todos!”, y durante un par de semanas las calles de la capital francesa y otros territorios fueron cubiertos por más de mil hugonotes abatidos, en lo que se conoció como la Matanza de San Bartolomé. No queda duda de que Catalina estuvo al tanto de esta decisión y que también hubiera podido aprobarla, acaso sugerirla, pero es sabido de su comportamiento cruel y maquiavélico ante el resultado, ya que pasados unos días se mostró irónica y despiadada con el incidente. Carlos IX, con 23 años, no soporta la enfermedad de la pleuresía, y antes de morir evocará a su madre, a quien le corresponderá coronar de inmediato a aquel hijo que fuera su preferido y que le seguía en la línea. Conocido como Enrique III, era el primero de los hijos de Catalina que ascendía al trono en edad adulta, por lo que a su madre le resultó más difícil continuar liderando las decisiones reales, pasando a servir como una consejera y un agente diplomático, siendo así que a punto de cumplir 60 años navegó por los mares sureños durante año y medio en un intento por pacificar la situación, y a su regreso sería aplaudida por una sociedad parisense que recompensaba con vítores su compromiso con el pueblo y con la corona. Un testimonio de la época dice que se trataba de “una princesa infatigable, nacida para dominar y gobernar a un pueblo tan rebelde como el francés. Ellos reconocen ahora sus méritos, su preocupación por la unidad, y sienten no haberlo apreciado antes.” Pero es que tampoco Catalina parecía haberlo comprendido antes, y también podía reconocer que muy poco había logrado con su reciente campaña y a pesar de sus esfuerzos, y que los ánimos todavía estaban caldeados entre los distintos frentes, y plenamente consciente de esta situación advirtió a su hijo el rey: “Están en puertas una revuelta general. Cualquiera que le diga lo contrario es un mentiroso”. En 1584 comunicaba en una de sus misivas: “Soy tan miserable que estoy viviendo lo suficiente para ver morir muchas personas antes que yo”. El 1585 el rey decidió que él mismo en persona tendría que apaciguar la reyerta con sus propios ejércitos. Su madre lo insta con una frase que pasará a la historia: “Bâton porte paix” (la paz lleva un palo), y le advierte de los peligros de alguna traición. Enrique no conseguirá sus propósitos y dos años más tarde, tras la ejecución de María Estuardo por orden de Isabel I de Inglaterra, el punto de la contienda alcanzará su clímax y las guerras se extenderán por todo el continente. En sus últimos años de vida Catalina aún portaba las vestimentas negras que adoptó décadas atrás luego de la muerte de su marido, y algunas esculturas de su figura mandó a esculpir en varios lugares del país que juntos gobernaron y que recuerdan su devoción y lealtad perenne. Se destaca a su familia por haber sido mecenas de un furor renacentista que tuvo la suerte de contar con el apoyo de esta rica monarquía. Interesada en glorificar el apellido de los Médici, o como un intento por mantener siempre el prestigio de su corona, o sea por un interés genuino en el mundo artístico, durante tres décadas la reina supervisaría y mandaría a edificar construcciones pensadas para la eternidad, como el palacio de las Tullerías y el Hôtel de la Reine. Catalina entendía que la mantenencia de su gobierno estaba fundamentada tanto en las armas como en las palabras, y mientras vivió el arte y la cultura gozaron de un gran esplendor. Coleccionaba tapices, mantos, tejidos, porcelanas, cerámicas, y cientos de pinturas, y estuvo interesada con la danza y la música, ofreciendo espacios y subvencionando montajes escénicos y espectáculos que ella misma planeaba. Uno de sus biógrafos se refiere a esta faceta suya llamándola “una gran artista creadora de festivales”. La gran reina que tuvo Francia muere en 1589, a sus casi 70 años. Ocho meses después de su muerte su hijo Enrique III no acata los reclamos de su madre de cuidar bien sus espaldas de los traidores, y recibe una puñalada trapera por parte de un fraile que fuera de su confianza. Dos siglos después el cuerpo de Catalina sería profanado por una multitud revolucionaria que pretendía borrar todo vestigio de una historia monárquica, y sus restos fueron depuestos en una fosa común en la que también arrojaron los cadáveres de varios reyes y reinas de otras épocas.

CATALINA DE MÉDICI

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