Las fortalezas de la Europa feudal

Castillos de la Edad Media

Surgidos en el siglo IX como simples torres de madera, los castillos medievales llegaron a ser imponentes fortificaciones capaces de resistir largos asedios y símbolo del poderío de sus señores.

Castelnaud

Castelnaud

Situado en el sur de Francia, este castillo del siglo XII, reconstruido en el XIII, se compone de una torre del homenaje rectangular fuertemente amurallada.

Foto: De Lagasnerie / Gtres

La necesidad del ser humano de buscar protección tras murallas y fosos o en lo alto de elevaciones naturales y edificios es muy antigua. Pero si hablamos de castillos y fortalezas, instintivamente nos ubicamos en un tiempo muy concreto: la Edad Media, un período en el que estas obras arquitectónicas alcanzaron un grado de perfeccionamiento y complejidad sin parangón en la historia.

Cronología

De la espada al cañón

965

El califa de Córdoba ordena la reconstrucción de la fortaleza de Gormaz en el Duero.

994

Fulques Nerra erige un castillo en Langeais, uno de los primeros de piedra que se conocen.

1198

Ricardo Corazón de León termina la construcción de Château Gaillard.

1503

Castillo de Salses, ejemplo de fortaleza en la era de la artillería.

 

Las primeras fortificaciones medievales fueron muy distintas de los imponentes castillos que aparecieron posteriormente. En los siglos IX y X, cuando empezaron a generalizarse los castillos en la Europa cristiana, a menudo se trataba de fortificaciones de madera construidas en lo alto de montículos artificiales o motas, circundados por una empalizada también de madera. La mota estaba rodeada por un foso defensivo; de hecho, la tierra sacada al excavarlo se utilizaba para formar los taludes que reforzaban la empalizada. El acceso a la fortaleza se realizaba mediante un puente volante de madera.

Las torres feudales

Estas motas proliferaron en las llanuras alemanas durante el siglo IX, así como en Francia y en la Inglaterra anglosajona y normanda de los siglos XI y XII. En las llanuras castellanas, al compás del avance de la Reconquista cristiana entre los siglos X y XI, también se erigieron motas parecidas, como la Mota de Muñó (Burgos). Era habitual que en torno a estos castillos crecieran poblaciones que también se protegían mediante fosos, terraplenes de arcilla y empalizadas de madera.

Castillo de Arques

Castillo de Arques

Esta torre cuadrada de 25 m de altura y 11 de lado, muy bien conservada, era la principal estructura defensiva del castillo de Arques, erigido hacia 1300 al sur de Carcasona.

Foto: Arnaud Spani / Gtres
Diseño de un castillo

Diseño de un castillo

En el cuaderno del arquitecto francés del siglo XIII Villard d’Honnecourt se encuentra el esquema de un castillo.

Foto: Bridgeman / ACI

Los fuertes de madera no tardaron en ser reemplazados por grandes torres de piedra, generalmente cuadrangulares. Llamadas en Francia donjons, en Inglaterra keeps, en el espacio germánico bergfried y en Italia maschio, las torres del homenaje –como se las denomina en los territorios hispanos– proliferaron desde mediados del siglo X en el área del antiguo Imperio carolingio, en paralelo a la sustitución del poder imperial por un gran número de señores feudales que eran prácticamente soberanos en sus territorios.

Estos señores necesitaban espacios residenciales acordes a su categoría social; edificios que, al mismo tiempo, sirvieran para escenificar los vínculos feudales que les unían con sus vasallos. De ahí el nombre genérico de torres del homenaje, por ser el lugar en el que los vasallos prestaban homenaje al señor. Junto a ellas existieron también las llamadas torres-refugio, de tamaño más modesto, usadas como punto de vigilancia y de resguardo frente a invasiones.

Castillo de madera en el tapiz de Bayeux. Siglo XI.

Castillo de madera en el tapiz de Bayeux. Siglo XI.

Foto: Bridgeman / ACI

A partir de las fortificaciones relativamente simples de principios de la Edad Media, desde los siglos XII y XIII surgieron los castillos que hoy reconocemos como más característicos de los tiempos medievales. El principal impulso para este desarrollo fue la guerra. Y es que, más allá de las contadas batallas campales, la guerra medieval centró buena parte de sus operaciones en el intento de controlar las fortalezas de un determinado territorio. Ello estimuló un constante perfeccionamiento de las técnicas de asedio, que corrió en paralelo a la transformación de las estructuras defensivas de las fortalezas para hacer frente a la amenaza de ejércitos invasores. De este modo surgieron castillos con fuertes murallas concéntricas, en cuyo centro la antigua torre del homenaje se había agrandado para convertirse en un último reducto defensivo. Estas fortalezas de aspecto imponente se revelaron notablemente eficaces para resistir asaltos e invasiones.

El arte de construir un castillo

La primera tarea del constructor de un castillo era elegir el lugar más adecuado donde levantarlo. Para ello debía tener en cuenta la altura y la posición respecto a otros enclaves fortificados, con los que se trataba de mantener una conexión óptica, a fin de poder recibir señales de fuego (durante la noche) o de humo (durante el día) que advirtieran de algún peligro, como la incursión de un ejército enemigo.

Torre del castillo de York

Torre del castillo de York

Hacia 1068, el rey Guillermo el Conquistador hizo construir una mota sobre la que erigió un fuerte de madera. Hacia 1250 éste fue sustituido por la torre de piedra hoy llamada Clifford’s Tower.

Foto: Imagebroker / ACI
Puerta y barbacana

Puerta y barbacana

Las entradas de las fortalezas, como ésta de Alepo, estaban protegidas por fuertes avanzados o barbacanas.

Foto: RMN-Grand Palais

El punto elegido debía permitir el control del espacio circundante, especialmente sobre caminos, puentes y vados, así como sobre los recursos agrícolas o de otro tipo. Otro factor que debía tenerse en cuenta era la disponibilidad de materiales constructivos y el suministro de agua para llenar pozos, albercas y aljibes, de modo que se garantizara la subsistencia de los defensores de la plaza en caso de un asedio prolongado.

A continuación, era necesario adecuar y asegurar el perímetro exterior. Así, se efectuaban obras de acondicionamiento de los accesos y en ocasiones se construían defensas adelantadas para proteger lugares estratégicos, como la cabeza de un puente o un punto de aguada. Otro elemento del sistema defensivo de los castillos eran los fosos, que cumplían la función de dificultar la aproximación del enemigo a las murallas y el lanzamiento de proyectiles. En territorios de clima seco y con terrenos rocosos y escarpados, los fosos solían ser secos, estrechos y profundos, mientras que en países húmedos y en zonas llanas con tierra arcillosa se cavaban fosos anchos y poco profundos que se inundaban de agua. En la península ibérica, un raro ejemplo de castillo con foso húmedo se encuentra en la ciudad islámica de Calatrava la Vieja (Ciudad Real).

Château Gaillard

Château Gaillard

Construido en 1196 a orillas del Sena, a 100 km al oeste de París, fue desmantelado en el siglo XVII. Del 'donjon' o torre central del castillo subsiste únicamente la base con los contrafuertes.

Foto: Francis Cormon / Gtres

Tras el foso se levantaba el sistema de murallas que definía al castillo. En ocasiones, en torno al recinto principal se erigían diversos muros dispuestos habitualmente de forma concéntrica, lo que servía para emboscar a los enemigos que traspasaran la primera línea defensiva. Los muros se hicieron más altos, para dificultar que las flechas y otros proyectiles de los sitiadores alcanzaran el interior del castillo. La mayor altura servía también para defenderse de los «escaladores» que trepaban de noche sigilosamente mediante escaleras y permitían tomar los castillos por sorpresa, «a furto», como expresan las Partidas del rey Alfonso X. Un consumado experto en conquistar fortalezas por este medio fue Gerardo Sempavor, aventurero cristiano que a mediados del siglo XII, como relata un cronista árabe, asaltó «en noches lluviosas y muy oscuras» numerosos castillos almohades situados entre la actual Extremadura y Portugal.

 

Que nadie pueda entrar

Adosados a los muros se alzaban torres más elevadas, de forma cuadrangular, circular o pentagonal. Al estar separadas de la línea de los muros, las torres permitían proteger la base de éstos, además de cumplir una función de contrafuertes, dando solidez al conjunto de la fortificación. Cualquier abertura en el muro de un castillo constituía un punto débil, por lo que constructores y guarniciones ponían especial celo en defenderlas por todos los medios. Los vanos y ventanas, si existían, se abrían en las plantas superiores y no solían ser grandes ventanales.

Fortaleza en construcción

Fortaleza en construcción

La miniatura muestra a obreros construyendo un castillo en presencia del señor, que está a la derecha.

Foto: Josse / Scala, Firenze

La entrada principal debía ser lo bastante amplia como para permitir el acceso al recinto, lo que obligaba a reforzar especialmente su defensa. Las sólidas puertas de madera, muchas veces blindadas con placas metálicas y sujetas con fuertes trancas, se completaban con el característico rastrillo, una reja metálica o de madera destinada a cerrar el acceso independientemente de la puerta. Además, las entradas estaban flanqueadas con torres avanzadas a ambos lados, o al menos por la derecha de los atacantes. Y, a menudo, frente a la puerta se construía una barrera exterior llamada barbacana, destinada a impedir un acceso directo al interior de los recintos. El mismo objetivo tenían las «puertas en codo», entradas indirectas que obligaban a hacer varios giros de noventa grados.

Castillo de Loarre

Castillo de Loarre

Fue construido por Sancho III de Navarra a principios del siglo XI en las estribaciones de los Pirineos, dominando la llanura u Hoya de Huesca. La torre del homenaje, cuadrada, mide 22 m de altura. A finales del siglo XIII se edificó el recinto amurallado.

Foto: Sebastian Wasek / Fototeca 9x12

Los castillos no eran únicamente una mole de piedra pensada para resistir cualquier acometida, sino que constituían un complejo dispositivo que permitía a sus ocupantes defenderse activamente de los enemigos. Los arcos y las ballestas podían dispararse a través de las aspilleras, pequeñas aberturas –poco más que rendijas– distribuidas por los muros. Desde las buheras o buhederas, huecos situados en lo alto de las puertas y accesos, o en los adarves de muros o torres, se podía hacer caer sobre los atacantes una lluvia de
proyectiles. Los instrumentos de defensa se concentraban en el adarve, la fortificación que coronaba muros y torres, provisto de un camino de ronda que comunicaba todas las partes del castillo y estaba protegido con parapetos o antepechos, y a veces se cubría con estructuras de madera. Desde el adarve se podía arrojar sobre los atacantes rocas, agua o vino hirviendo, arena caliente (que entraba en las grietas de la armadura) y proyectiles incendiarios como ollas de fuego rellenas de petróleo o alquitrán. Entre las almenas se abrían saeteras y aspilleras para disparar flechas. También se dispusieron allí las bocas de fuego para la incipiente artillería de los siglos XIV y XV.

 

La prueba de los asedios

Todos estos dispositivos permitían a un número reducido de defensores mantener a raya a grandes contingentes de asedio. Por ello, los asaltos a viva fuerza fueron infrecuentes, aunque podían producirse cuando los asaltantes contaban con suficientes medios, hombres y máquinas de asedio. Así, en 1147, una fuerza expedicionaria de cruzados europeos camino de la Segunda Cruzada desembarcó ante Lisboa, entonces en manos de los musulmanes, y desplegó sobre el terreno arietes, máquinas de lanzamiento de proyectiles, torres móviles y minas subterráneas que, en el plazo de cuatro meses, forzaron la rendición de la ciudad.

Castillo de Caen

Castillo de Caen

En esta puerta construida en el siglo XIII se ven las buheras o buhederas, huecos encima de la entrada desde los que se podía disparar a los atacantes.

Foto: Hervé Hughes / Gtres

Dada la endémica escasez de medios humanos y materiales de los ejércitos medievales, fue más habitual recurrir al asedio por bloqueo o cerco, con el objetivo de aislar los castillos y rendirlos por agotamiento. Este tipo de operaciones se podían prolongar muchos meses, tal como sucedió en el asedio cristiano de Algeciras, sostenido durante veinte meses entre 1342 y 1344; una operación compleja en la que intervinieron numerosas fuerzas y maquinaria bélica, incluidos algunos «truenos», primitivas piezas de artillería más impresionantes por el ruido que hacían que por la efectividad de sus impactos. Las crónicas relatan sobre todo el uso de otros «engeños» de tiro, que sí producían brechas en los muros de la ciudad, que los defensores se afanaban en tapar cada noche con obras provisionales de madera. Tal fue la cantidad de proyectiles lanzados sobre sus defensas que en 1487, en el curso de la Guerra de Granada, Fernando el Católico mandó un contingente a Algeciras para traerse, con destino al bombardeo de Málaga, todos los bolaños de piedra que todavía se podían recuperar en aquel escenario.

 

Los castillos por dentro

Dentro de los castillos vivía una comunidad de personas que podía ser muy amplia, aunque las cifras variaban mucho en función del lugar y el período. Por ejemplo, el castillo cruzado templario de Safed, en Israel, que fue reconstruido hacia 1260, tenía en esa época una capacidad para 2.200 soldados en tiempo de guerra y una guarnición permanente en tiempos de paz de 1.700 hombres. En cambio, en el siglo XV muchos castillos de las órdenes militares hispanas, alejados ya de la frontera con al-Andalus, no contaban sino con uno o dos caballeros junto a unos pocos servidores. Y en 1271, el rey Jaime I de Aragón autorizaba al alcaide de la estratégica fortaleza de Biar (Alicante), en la frontera con Castilla, a mantener su custodia con doce hombres, una mujer, una acémila y tres perros.

Arco y flechas

Arco y flechas

Disparadas desde una posición elevada, las flechas eran muy eficaces en la defensa de los castillos.

Foto: RMN-Grand Palais

En cualquier caso, los habitantes de los castillos necesitaban espacios donde vivir, almacenar víveres, agua y ganado, y desarrollar actividades domésticas o productivas. Las fortalezas más antiguas, situadas en zonas fronterizas o expuestas a los avatares de la guerra, eran poco confortables dado su carácter puramente militar. En cambio, otras ofrecían todo tipo de comodidades a sus ocupantes, incluidas letrinas, aljibes, pozos, hogares, cocinas, hornos y, por supuesto, capillas. Al servir de centros receptores de rentas feudales, generalmente satisfechas en especie, algunos enclaves contaban asimismo con cillas y bodegas de almacenamiento de esos productos. No era infrecuente, además, que los castillos acogieran instalaciones artesanales, como tahonas, destilerías o fraguas donde, por ejemplo, se producían y reparaban armas y arneses.

 

Testimonio de una época

Algunas importantes fortalezas tuvieron también grandes salones de recepción, que servían de escenario simbólico del poder de los reyes, nobles y prelados que las señoreaba. Frente a un mobiliario casi siempre austero y escaso, las salas se decoraban con pinturas en techos y muros, o con tapices colgados de las paredes, que servían también para aislar los fríos muros de piedra de la humedad y las corrientes de aire. Hemos de desterrar la imagen de los castillos como obras austeras de piedra desnuda, e imaginar que, tanto en su interior como en su exterior, solían estar revestidos y encalados, ofreciendo un aspecto muy diferente al actual.

Castillo de Winchester

Castillo de Winchester

El Gran Salón de esta fortaleza fue construido por Enrique III de Inglaterra entre 1222 y 1235.

Foto: Peter Noyce / Alamy / ACI

En el siglo XVI, el desarrollo de la artillería moderna volvió inoperantes muchos castillos medievales. Los antiguos conjuntos de altos muros y torres de piedra que se encaramaban en alturas infranqueables fueron sustituidos por un nuevo modelo de fortificación, con bastiones y gruesas murallas de formas angulares que se hundían en el terreno para ofrecer un blanco difícil a los cañones. De los viejos castillos algunos se convirtieron en residencias palaciegas levemente fortificadas, rodeadas de jardines, con amplios ventanales abiertos en sus muros y provistas de todas las comodidades. La mayoría, sin embargo, languidece hoy sobre crestas rocosas o en medio de bosques, como testigos de una época en la que fueron protagonistas esenciales de la historia de Europa.

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Un castillo de mota

Para consolidar su dominio sobre Inglaterra después de la batalla de Hastings, en 1066, Guillermo el Conquistador construyó una serie de fortalezas donde instaló guarniciones. Una de ellas fue la de Pickering, en York, al norte del país. Hoy en día se conservan los restos de la fortaleza reconstruida en piedra en el siglo XIII, y a través de ellos se puede adivinar cómo fue el castillo original de madera, tal como muestra la ilustración. Sobre una mota de 20 m de altura se alza el fuerte de madera (1) rodeado por una empalizada (2), con una única vía de acceso. El patio interior (3), también protegido por una empalizada, alberga rudimentarias cabañas para los soldados y el servicio (4). En un nivel inferior hay un patio exterior (5) que servía de barrera defensiva o barbacana. Unos obreros están terminando de construir la empalizada de madera (6) que cerrará todo el recinto, frente a la que se ha cavado un foso defensivo (7).

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Un castillo de la reconquista

El castillo de la Estrella, en Montiel (Ciudad Real), fue levantado por los andalusíes en el siglo IX. Durante el período islámico contaba con una alcazaba o recinto fortificado en la zona superior del cerro, y una población en la ladera de la que dependía todo un conjunto de alquerías. Tras la conquista cristiana en el año 1226, la orden de Santiago reconstruyó toda la fortaleza y fundó una villa. La ilustración muestra el estado en que se hallaba la fortaleza a mediados del siglo XIV, su momento de mayor apogeo. En la zona superior se situaba el castillo, que contaba con una gran torre del homenaje (1), el alcázar de la orden de Santiago (2) y un gran antemuro (3) que aprovechaba las antiguas defensas islámicas. En la ladera se situaba la villa de Montiel (4), cercada por una muralla urbana (5), en la que destacaba la iglesia parroquial de Nuestra Señora de La Estrella (6). El crecimiento de la población hizo que se crearan numerosos arrabales (7).

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La vida en un castillo

A mediados del siglo XII, Enrique II de Inglaterra reconstruyó un castillo preexistente en Scarborough, en el noreste de Inglaterra, para convertirlo en una poderosa fortaleza real. Situado en un promontorio costero, el núcleo del complejo era una imponente torre o keep, con muros de cuatro metros de grosor, terminada en un adarve (1) y cuatro torretas (2) de casi 30 m de altura. Los reyes ingleses lo acondicionaron para que les sirviera de residencia durante sus estancias en la zona. Los diversos pisos estaban comunicados por escaleras y pasajes, y comprendían un almacén (3), dos grandes salas reservadas para recepciones (4) o comidas (5) y una capilla (6). Esta reconstrucción muestra el posible aspecto del edificio hacia 1400.

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Castillos galeses

Castillo de Harlech, en Gales, construido entre 1282 y 1289.

Castillo de Harlech, en Gales, construido entre 1282 y 1289.

Foto: Paul White Aerial Views / Alamy / ACI

Para proteger las ciudades leales a la monarquía, el rey inglés Eduardo I (1272-1307) mandó construir en el recién conquistado Gales una serie de imponentes castillos, entre ellos Conway, Caernarvon, Beaumaris o Harlech. El maestro de obras saboyano Jaime de San Jorge aplicó en ellos innovaciones como defensas concéntricas, accesos fortificados y torres de flanqueo.

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Defensa de un castillo

Castillo de Montalbán, erigido tras la conquista de Toledo en 1085.

Castillo de Montalbán, erigido tras la conquista de Toledo en 1085.

Foto: JMN / Getty Images

En el otoño de 1402, Juan II y su valido Álvaro de Luna se refugiaron en el castillo de Montalbán, fortaleza impresionante aunque mal abastecida y peor defendida. Asediados por los partidarios del infante don Enrique de Aragón, don Juan y sus seguidores pasaron tales estrecheces que mataron a sus caballos para alimentarse y fabricaron calzado con sus pieles.

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Objetivo: el derrumbe

Explosiones bajo la torre norte del castillo de Dover en 1216. Grabado de Peter Dunn.

Explosiones bajo la torre norte del castillo de Dover en 1216. Grabado de Peter Dunn.

Foto: Heritage Images / Aurimages

Para tomar una fortaleza, los asediadores excavaban galerías con el objetivo de socavar los cimientos del castillo, y luego prendían fuego al entibado o hacían explotar cargas de pólvora en su interior, lo que conducía, inevitablemente, al derrumbe de una parte de la muralla con la consiguiente abertura de una brecha por la que los asaltantes podían penetrar.

 

 

Este artículo pertenece al número 215 de la revista Historia National Geographic.