La intimidad de Franco y Carmen Polo

Anécdotas de la Historia

La intimidad de Franco y Carmen Polo

Eran otros tiempos, pero la mentalidad del Caudillo en asuntos sentimentales no era exactamente efusiva, como reflejó Pilar Eyre en este relato de la (gélida) noche de bodas entre ambos

Francisco Franco junto a su familia en la residencia familiar de El Pardo
Francisco Franco junto a su familia en la residencia familiar de El Pardo Agencia EFE

«A ver, Paco, ¿no estarás pensando en tus antiguas novias?», dijo Carmen con la botella de champán en la mano. Era un Piper Brut extra de 1918 regalo de madame Claverie, institutriz de la novia, para ambientar la noche de bodas. Franco miró una de las ventanas de la habitación. Un legionario no rehúye el combate. «No, hija, no», exclamó el entonces teniente coronel con el índice enhiesto. «Siéntate aquí, hablemos –dijo el militar señalando una butaca–, quiero repasar nuestro amor». Así lo hicieron. Franco carraspeó y cogió de la mano a la joven asturiana. El silencio era atronador. La finca de los Polo en San Cucao, donde habían decidido pasar su primera noche juntos, resultaba un tanto fría y aislada. Felipe Polo, el padre de la novia, había cedido su habitación de matrimonio a los pipiolos. Y allí estaban, bien plantados mientras les miraban dos camas blancas separadas por un crucifijo, como se estilaba entonces. La austeridad contrastaba con el lujo de la boda y el banquete, al que solo invitaron a dieciséis personas.

«Recuerdo perfectamente el día que nos conocimos –rompió Franco–. Yo estaba a punto de desmayarme por el cansancio, y tú te acercaste». «Sí», apuntó Carmina con una sonrisa. «‘‘¿Quiere Vd. un granizado de limón?’’, dijiste. Me lo bebí de un trago y aquello me salvó la vida aunque me pegó un subidón a la cabeza por el frío, eh», señaló Paco. «En aquellos días te llamaban el “comandantín”, pero con cariño», recordó Carmen. «Bueno, y con sorna por mi estatura. Acuérdate de la broma que me gastaron mis compañeros. Me llegó aquella carta concediéndome la Laureada, y cuando tenía a todos reunidos en el restaurante Dos Mundos, a punto de dar el discurso, gritaron todos a coro: “¡¡Es broma!!”. Me dolió un huevo», dijo Franco. «Por cierto, he de decirte, querida Carmen, que el médico me ha dicho que la falta de un testículo no impide la fertilidad». «Lo sé, querido, será lo que Dios disponga».

Carmen se acercó un poco más y tomó de nuevo el champán. «Además, sé que no ibas a las casas de lenocinio, como el resto de tus compañeros. ¿Me estabas esperando?», dijo ella aumentando el diámetro de sus pupilas. «Es que no me gustan las putas. Así de claro», soltó el legionario rompiendo el clímax. «Mi padre iba a burdeles, y abandonó a mi madre para irse con su amante, una tal Agustina. Ya lo sabes. Ahora mismo está en Madrid, casado y viviendo en la calle Fuencarral. Yo no soy como él», confesó Franco bajando la cabeza. Aquello se estaba enfriando más de la cuenta y tomaba el aire de una psicoterapia, así que Carmen cambió el tercio.

[[H2:«Si no me dejaban, me suicidaba»]]

La novia echó mano de un recuerdo tierno. «Cuando dejaste Oviedo volviste a Ferrol, a tu pueblo. ¿Te acuerdas? Yo estaba muerta de celos». Paco levantó la mirada y se acordó de Ángeles Barcón. Qué guapa era. Todos los ferrolanos estaban locos por ella, pero solo le hizo caso a él. Había sido Reina de la Belleza en los Juegos Florales de 1919. Ella, no Franco. El romance terminó cuando el padre de Ángeles se enteró. Le propinó a su hija un guantazo sin mediar palabra y fin de la historia. «¿Sabes que le dije a mi padre que si no me dejaba verte me suicidaba?», preguntó Carmen. «Sí, me lo contó cuando fue a recibirme a la estación. ‘‘Puedes visitar a mi hija, pero con las manos en los bolsillos’’», dijo Franco poniendo voz grave imitando al padre de la novia. Los dos rieron. Bien, aquello tomaba el camino adecuado. Carmen cogió de nuevo la botella de espumoso. «¿Descorcho?», dijo. «También recuerdo otra cosa –siguió Franco desoyendo el suspiro de impaciencia de Carmen–. Teníamos cerrada la fecha de boda pero me llamó Millán Astray, me llevó a la Legión y tú tuviste el detalle de esperarme. Se lo dije a Su Majestad». La novia se recostó en la butaca, clavó el codo y apoyó la cabeza en la mano para escuchar otra vez la anécdota. «Me hizo Gentilhombre de Cámara, y conseguí que fuera padrino en nuestra boda, aunque envió al general Losada en su nombre. Qué bonita estaba la iglesia de San Juan el Real, y luego…».

Carmen quiso poner punto final a aquel rollo y consumar, que para eso había estado esperando seis años. «¿Qué? ¿Descorcho y tomamos unos sorbitos?», preguntó insinuante. «No. Quiero que hagamos otra cosa», contestó enigmático Franco. Aquello parecía que subía de temperatura. Ella se llevó la mano a los botones del vestido para ir adelantando. «Quiero que nos arrodillemos y recemos el rosario», soltó el novio. Lo hicieron cuatro veces. Me refiero a rezar. (Información del libro «Franco confidencial», de Pilar Eyre).