Blind | Crítica | Película

Blind

Metaficción sobre la ceguera Por Enrique Campos

Por muy ciudadanos del primer mundo que nos creamos, por muchos tabúes y prejuicios que creamos superados, cada día que termina el espejo nos devuelve la imagen de criaturas prejuiciosas, temerosas de los dioses, desconfiadas ante la diferencia y la diversidad. A veces disfrazamos la desconfianza de corrección política, queremos ser mejores personas, no meter la pata, y desembocamos en la condescendencia.

El cine, que al fin y al cabo se engendra dentro de esas mismas cabecitas con sus restos de cerebro reptiliano, no escapa al reflejo instintivo. Salvo excepciones, y conviene adelantar que Blind es una excepción, las historias que ha arrojado la gran pantalla involucrando a discapacitados y a marginados, a los parias de la tierra, a las minorías, flotan en sirope, en media sonrisa, en lacrimales a punto de reventar. Es imprescindible hablar de superación, de fuerza de voluntad; sobre todo, lo que nunca se negocia es la bonhomía del tullido. Que a veces se enfada, sí, porque es normal, porque la mala suerte se ha cebado con él, pero que enseguida reemprende la senda de la alegría y con él todos sus amigos, conocidos y familiares. Le seguirán, sin condiciones, como los corredores anónimos seguían a Forrest Gump.

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Sea consecuencia de la honestidad brutal nórdica, sea por la herencia de Bergman, Von Trier y demás descreídos, Eskil Vogt pasea su particular ensayo sobre la invidencia por territorios muy alejados de las palmaditas en el hombro. Por momentos, su protagonista, que padece la peor forma de ceguera, la del que vio y ya no ve, se aferra a la crueldad de los malos deseos. Imagina las vidas de su marido, de su hipotética amante, de su vecino pajillero, las plasma en una novela y los revuelca por el barro. Proyecta en ellos sus complejos recién adquiridos, sus miedos. Proyecta la imagen que cree que los demás se crean de ella. ¿Mi marido disfruta de verdad de esta mamada o sólo finge para contentar a una pobre cieguita? El sexo es tortura y fijación. Intenta expulsar de su vida a la pareja y con ella a todo lo demás, sexo incluido, por mucho que necesite a su pareja y a todo lo demás, sexo incluido. En el fondo es presa de la condescendencia que probablemente creía no sentir por los discapacitados cuando estaba en el bando de los “normales”. Más vino del recomendable y autocompasión a paladas sacan a la superficie lo peor de ella.

Vogt, que debuta en el largo, permuta la realidad cotidiana de esta Ingrid con las maléficas fantasías que va entretejiendo en su Mac, producto de horas y horas en la soledad (y la oscuridad) de un nuevo apartamento del que no se atreve a salir. Estos saltos entre realidad y ficción dentro de la ficción, esta meta-ficción, aunque confusa en los tramos iniciales de Blind, cuando aún Vogt anda pormenorizando los hándicaps que el personaje de Ellen Dorrit ha de afrontar, va tornándose evidente a medida que avanza la narración y aporta un interesante desdoblamiento, casi lynchiano. Un psicólogo encontraría aquí sobrados ejemplos de ansiedad anticipatoria e indefensión aprendida. Ahora más que nunca, ahora que no puede ver, los fantasmas sólo están en su imaginación.
Blind es una apuesta decidida y sin condiciones por la tan cacareada “normalización”. Por no dar pena. Quizá porque todos, ciegos o no, podemos dar mucha pena (fuera de Facebook, se entiende). Pero Blind no sería viable sin su actriz principal. Acabada la película uno tiene que googlearla para confirmar que no es ciega de nacimiento. Dorrit lleva el concepto de expresión corporal al nivel de la autosugestión. La mirada que transmite el sobresalto perpetuo, el mirar sin ver, el oír con los ojos. Vogt le debe a Ellen un mundo, y el cine, como la mentira que es más real que la realidad, en parte también.

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