Música Clásica: la vida de Benjamin Britten, el compositor incómodo

Un compositor incómodo: vida y obra de Benjamin Britten

Analizamos cómo la obra personal del ilustre compositor inglés Benjamin Britten ha sido objeto de discusiones y controversias entre aficionados y académicos por igual. Un debate que esconde prejuicios anacrónicos en el mundo de la música académica.

 

Por Iván Gordin.

Pese a lo que podría indicar la sabiduría popular, el campo del “arte sonoro” (también llamado música por plebeyos como nosotros) no está a la vanguardia de los cambios culturales, sino todo lo contrario. Basta con leer las categorías establecidas por la teoría musical para entender que los “expertos” tienen por lo menos un delay de 150 años. ¿Qué otra cosa podría pensarse de alguien que utiliza la categoría “música contemporánea” para referirse a obras que se compusieron en 1920? 

Lamentablemente, cuando se habla de “retraso” en la música académica, solo se hace referencia a una problemática darwinista. Se intentan transpolar conceptos estéticos pictóricos a una línea de tiempo evolucionista a lo que los Bach, los Beethoven y los Mozart siempre llegan tarde. Se aseveran categorías como “clasicismo” y “romanticismo” luego de una ardua y forzada comparación. Por ejemplo, se dice que Satie llegó tarde al impresionismo, una “hipótesis” académica sobre otra “hipótesis” académica. Se realizan encasillamientos a la postre con tal de generar un relato coherente y simple de masticar. 

Sería más fácil entender la historia en estos términos, pero la realidad es mucho más compleja y caótica. La música no está por fuera de la cultura y a veces forma parte del sustrato en el que se instala la hegemonía y la tradición. Un caso paradigmático de ello es la discusión en torno a la figura de Benjamin Britten.

 

Omisiones caprichosas

Cada uno tendrá sus gustos y sus preferencias, pero es indiscutible el lugar que ocupa Benjamin Britten (1913-1976) en el canon de la música occidental; especialmente a lo que concierne a los compositores del siglo XX. No obstante, Britten es una aparición anómala en el relato historicista, no entra en el análisis binario de “Stravinskys” y “Schoenbergs”. El compositor inglés no ingresa en la narrativa rupturista de forma y estructura; más bien su estética está emparentada con una tradición que resuena en una parte muy profunda de la cultura británica, heredada de Haendel y Purcell.

Además de un gran legado didáctico, Britten dejó su propia huella con una fusión de estos lineamientos estéticos con otros elementos más “familiares” para las concepciones ortodoxas de este período: melodías folclóricas, baladas, pastorales y music hall (a lo Stravinsky).

La fama internacional de Britten está fuertemente ligada al cuerpo central de su obra: la ópera. Es esencial comprender la relación de Britten con las palabras, no como un escritor de prosa, sino como un compositor de textos con música. Britten poseía el don de encontrar las palabras adecuadas para sus partituras (al revés de lo que usualmente sucede con los compositores) para contar las historias que sabía que podía contar.

Muchas de las tramas de sus óperas involucran a jóvenes solitarios, forasteros e inadaptados en comunidades decididas a señalarlos con el dedo. Algunas de ellas son Muerte en Venecia, Billy Budd y Peter Grimes. Y hete aquí gran parte de la discusión sobre la obra del inglés, una mezcla entre análisis malintencionado y omisiones deliberadas por el ambiente de la música clásica: La criminalización e invisibilización de la homosexualidad de Britten.

Homofobia y criminalización

La sexualidad de Britten siempre fue un secreto a voces, se ha escrito largo y tendido sobre su relación con el poeta W.H. Auden, coautor de la ópera Paul Bunyan. Incluso se han estrenado obras de teatro al respecto. La verdadera cuestión del asunto es cómo se ha escrito y debatido al respecto. Por un lado, hay una tendencia a criminalizar su vida personal, haciendo alusión a una preferencia a menores de edad, supuestamente confirmada por los protagonistas de sus óperas (especialmente Muerte en Venecia) y su vida romántica con el tenor Peter Pears, catalogado frecuentemente como su “musa”.

El análisis sobre la “obsesión de Britten por los niños” es completamente válido en términos de teoría literaria; no obstante, no hay ninguna pericia, ni hecho que confirme esta denuncia. Sectores homofóbicos han utilizado esta acusación de manera deshonesta para justificar su odio. La operación es conocida y bastante popular entre estas facciones: igualar homosexualidad con la pederastia. 

Obviamente esta postura termina con una conspiración punitivista, donde los pecados de Britten se ven castigados por su supuesta muerte a raíz de una enfermedad de transmisión sexual. Para pesadilla del ala conservadora del público, Britten no solo era homosexual, sino que era pacifista y de izquierda. Lo que da como resultado un ensañamiento con su figura. Hasta se lo ha acusado de cobarde por mudarse a Estados Unidos al inicio de la Segunda Guerra Mundial, un “antipatria estalinista” para algunos macartistas de la época (y que aún deben seguir merodeando por algún reducto actual).

Un DeLorean por favor

Otra postura muy particular, e incluso más hipócrita, es la que tiende a separar la vida personal de la obra. Un caso más que peculiar, donde la audiencia resulta más conservadora que el artista al que escuchan. La frase más común es “lo que importa es la música, todo lo demás no es relevante”. Como si los músicos hubiesen salido de un repollo marciano y de repente caen en la Tierra para regalarle al mundo su arte.

Es importante entender que para el Estado británico, hasta 1967, Britten era un delincuente. La homosexualidad era un crimen, por lo tanto, es un tanto ingenuo no pretender que este hecho no haya tenido impacto en su corpus de trabajo. Entonces, cuando se refiere a la figura de Britten como “genio”, más allá de ser un halago común, lo que se está invisibilizando, es la complejidad de una persona que ha brindado un aporte para una sociedad que lo odia. Muchas de estas posiciones han tratado de dañar o invisibilizar el legado de Britten. 

Cabe preguntarse, entonces, cuáles son las condiciones y las demandas para poder ser canonizado como un “gran maestro de la música clásica”. A pesar del refrán, la música no habla por sí misma, sino de sus condiciones de producción y de una sociedad específica. Cuando escuchamos estos sonidos organizados con voluntad estética, lo hacemos a través del filtro de nuestros propios hábitos y costumbres. Benjamin Britten también fue producto de estos mismos filtros, pero ha también conseguido atravesar esas barreras y si bien la complejidad de su persona no se limita a su sexualidad, no es menor subrayar que han existido y existen artistas que han sido oprimidos por esta sola razón. Reconocer esto y exponerlo ayudará, quizás, a que el campo de la música académica viaje en el tiempo hasta el siglo XXI.

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