Benedicto XV, el papa que quiso detener la Primera Guerra Mundial

Benedicto XV, el papa que quiso detener la Primera Guerra Mundial

Fracaso repetido

Sus intentos por poner fin al enfrentamiento chocaron una y otra vez con las negativas de los contendientes. Benedicto XV moría hace hoy un siglo, pocos años después de la guerra

Retrato de Benedicto XV en el año 1915.

Retrato de Benedicto XV en el año 1915.

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Stalin preguntó en cierta ocasión, en tono irónico, cuántas divisiones tenía el papa. Despreciaba con ello la importancia de una figura que no disponía de territorio, a excepción de los estrechos límites de la Ciudad del Vaticano, ni de ejército, a menos que se quisiera contar como tal a la minúscula Guardia Suiza. Lo que el dictador soviético pasaba por alto era la influencia de una autoridad espiritual sobre los millones de católicos de todo el mundo. No obstante, también es cierto que ese ascendiente no implicaba nada parecido a la omnipotencia y resultaba poco eficaz cuando chocaba con determinados intereses.

Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Benedicto XV fracasó en sus repetidos intentos de convencer a los contendientes para que negociaran un alto el fuego. Sin embargo, como señala Yves Chiron en Benoît XV. Le pape de la paix (Perrin, 2014), es el menos conocido de todos los pontífices del siglo XX. Le aventajan en fama su antecesor, Pío X, Juan XXIII y Pablo VI por ser protagonistas de Concilio, o el carismático Juan Pablo II.

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Originario de una familia aristocrática, que tenía entre sus antepasados al papa medieval Calixto II, Giacomo Dalla Chiesa (1854-1922) era arzobispo de Bolonia cuando resultó elegido santo padre, en 1914. Sucedía, bajo el nombre de Benedicto XV, al polémico y ultraconservador Pío X, que se había distinguido por su condena del catolicismo más renovador. Nada más ocupar la silla de San Pedro, su desafío más urgente fue el de la Gran Guerra. Europa se hallaba inmersa en un conflicto de imprevisibles consecuencias en el que países cristianos se enfrentaban entre sí.

¿Era posible detener una catástrofe tan gigantesca? El papa, a lo largo de la guerra, desarrolló una intensa actividad dirigida a promover la conciliación. Nunca, hasta ese momento, un jefe de la Iglesia se había opuesto con tanta energía a una contienda tan amplia. El mismo año del estallido bélico, su encíclica Ad beatissimi apostolorum invitaba a las naciones en lucha a poner fin a la carnicería y a buscar soluciones políticas para resolver sus diferencias.

Proclamación de Benedicto XV. Capilla Sixtina, 6 de septiembre de 1914.

Proclamación de Benedicto XV. Capilla Sixtina, 6 de septiembre de 1914.

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Propuso, además, una tregua de Navidad que nunca llegó a materializarse. En aquellos momentos, en los que aún se pensaba que la guerra duraría poco tiempo, los beligerantes creían que un alto el fuego, aunque fuera de corta duración, implicaba una confesión de debilidad.

En multitud de sus alocuciones y homilías, Benedicto XV condenó la conflagración con términos como “inútil masacre” o “espantoso espectáculo”. En 1916, en un discurso ante los niños de Roma, habló de “la más tenebrosa tragedia del odio humano y de la humana demencia”. Mientras tanto, la Iglesia utilizaba sus recursos para paliar, en lo posible, la situación de viudas y huérfanos. Fue por este motivo que el escritor Romain Rolland elogió la actuación del Vaticano, una “segunda Cruz Roja”.

Pacifista relativo

El pontífice, de todas formas, no era un pacifista en sentido estricto. Su mentalidad se movía dentro de la doctrina tradicional de la “guerra justa”. No se había opuesto, por ejemplo, a la invasión italiana de Libia en 1911, puesto que este territorio, hasta entonces bajo dominio turco, no era de confesión católica. En África, una contienda podía justificarse como un instrumento para llevar la fe y la civilización. En Europa no era el caso.

Para Benedicto XV, oponerse a la guerra en el Viejo Continente significaba, entre otras cosas, denunciar el laicismo que había triunfado en Francia con la revolución de 1789 o en Italia a partir del Risorgimento. Si unas naciones se habían lanzado contra otras, se debía a que los principios cristianos habían dejado de inspirar el rumbo de sus gobiernos y la educación de la juventud.

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El 1 de agosto de 1917, hizo llegar a los beligerantes una propuesta en la que les invitaba a emprender el camino del desarme. Este fue, a juicio de muchos historiadores, el acto más importante de su pontificado. El documento enviado sugería un programa basado en el arbitraje internacional, la devolución de los territorios conquistados y la renuncia a las indemnizaciones de guerra. La idea del papa era alcanzar una paz sin vencedores ni vencidos.

El problema era que los países implicados no estaban por esa labor. Por su imparcialidad, el pontífice se había hecho sospechoso para todo el mundo. En Alemania le consideraban partidario de los franceses y no se entendía por qué no les apoyaba cuando territorios como Baviera o Renania eran tan católicos, mientras que Gran Bretaña oprimía a la católica Irlanda y Rusia hacía lo mismo con Polonia.

El nuncio apostólico de Baviera, Eugenio Pacelli, en los cuarteles generales del emperador Guillermo II de Alemania, luego de presentarle el plan de paz del papa Benedicto.

El nuncio apostólico de Baviera, Eugenio Pacelli, en los cuarteles generales del emperador Guillermo II de Alemania, después de presentarle el plan de paz del papa Benedicto.

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En Francia le veían como un simpatizante de los alemanes. Su negativa a condenar la invasión de Bélgica o las atrocidades del ejército germano provocó una amplia decepción. El escritor católico Léon Bloy no dudó en darle el sobrenombre de “Pilato XV”, en referencia al episodio bíblico en el que el gobernador de Roma opta por lavarse las manos en lugar de defender a Jesús.

El pontífice no quería entrar en una dinámica de mutuos reproches, porque intuía que ese debate sería el cuento de nunca acabar. Si un bando tenía abusos de los que quejarse, el otro también. Con su silencio, solo consiguió provocar el descontento de todo el mundo. 

La neutralidad de la Iglesia fue interpretada como una falta de coraje político

Marcel Launay, en Benoît XV (1914-1922). Un pape pour la paix (Cerf, 2014), explica que la neutralidad de la Iglesia fue interpretada como una falta de coraje político a la hora de condenar públicamente actos criminales. Se aplicó a Benedicto XV, por tanto, el viejo principio de “si no estás conmigo, estás contra mí”.

El gobierno italiano, a su vez, temía que el papa quisiera recuperar Roma y volver así a la situación previa a 1870, el año en que se culminó la unificación del país. De hecho, el pontífice, en la línea de sus antecesores, había expresado su malestar por verse privado de un territorio propio. Aún faltaban algunos años para que Italia, en el acuerdo de Letrán, reconociera la existencia como estado independiente del Vaticano.

Benedicto XV no tuvo éxito, entre otras razones porque los principios religiosos quedaron en segundo plano ante el triunfo del nacionalismo. Los cristianos de uno y otro bando pusieron su sentido del patriotismo por encima de su fe, tal como hizo en París el teólogo dominico Antonin-Dalmace Sertillanges, que se manifestó contrario a la voluntad del papa. “¡Nosotros no queremos vuestra paz!, clamó desde el púlpito de la iglesia de La Magdalena. Muchos obispos y sacerdotes le secundaron.

Benedicto XV en su despacho del Palacio Apostólico Vaticano.

Benedicto XV en su despacho del Palacio Apostólico Vaticano.

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Una parte importante de la diplomacia pontificia se dirigió hacia Estados Unidos, con vistas a intentar que esta gran potencia no se involucrara en la guerra europea, algo que, a juicio del Vaticano, solo podía conducir a una prolongación de las hostilidades. Se multiplicaron, por ello, los gestos de acercamiento. 

En 1915, por ejemplo, Benedicto XV concedió una entrevista en la que elogiaba al país norteamericano, “justo, imparcial, neutral”. Por otro lado, el Secretario de Estado de la Santa Sede, monseñor Gasparri, propuso colaborar con la Casa Blanca en una iniciativa de paz conjunta.

En Norteamérica existían arraigados prejuicios que identificaban el catolicismo con el fanatismo

Pero las gestiones de la Iglesia no fueron bien recibidas. En Norteamérica existían arraigados prejuicios que identificaban el catolicismo con el fanatismo y la tiranía política, por lo que no se daba un clima idóneo para recibir propuestas del Vaticano. Tras la entrada de su país en la contienda, el presidente Wilson intentaba desactivar el movimiento pacifista. Eso tampoco lo predisponía a escuchar las iniciativas de la Santa Sede para acabar con la guerra. Necesitaba convencer a su opinión pública de que la defensa de la democracia requería el recurso a las armas.

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Cuando la guerra estaba próxima a su fin, en 1918, Benedicto XV hizo un último intento de mediación con idénticos resultados que los anteriores. Tras el fin de las hostilidades, sus esfuerzos se dirigieron a lograr que los vencedores fueran generosos con las naciones vencidas. Creía necesario ayudar a estas últimas por motivos de humanidad, pero también por razones políticas. Si colocaba a unas poblaciones arruinadas por la guerra en una situación sin salida, fácilmente podía estallar una revolución como la que había tenido lugar poco antes en la Rusia zarista.

El nuevo escenario internacional le producía una profunda inquietud. Aunque se había alcanzado la paz, la situación resultaba insatisfactoria, puesto que no se había producido una auténtica reconciliación. Las naciones del Viejo Continente continuaban “empantanadas en agrias disputas”. Los hechos, por desgracia, darían la razón a Benedicto XV: el Tratado de Versalles, con su excesiva dureza, solo provocó resentimientos que harían crecer al partido nazi

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